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Piedra, papel, y... “Siete pinturas para Lord Willow”

En la página 181 de mi edición de La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, entre los capítulos XXXVI y XXXVII, una página impresa por ambos lados simula una superficie de mármol. En mi edición barata, de tapa blanda, esto sucede a través de una serie de manchas grisáceas, blancuzcas y oscuras rodeadas de un marco en que se ve el papel en que está impreso el libro y, en el borde superior, el número del volumen y la página. En ediciones más lujosas, en esta página alternan el rojo oscuro y pálido con un verde profundo, y una gama de amarillos más o menos intensos, sobre un fondo en que se mezclan el negro y el blanco, formando burbujas y estrías como las que suelen encontrarse en la superficie del mármol. Justo antes de la página de mármol, escribe Sterne, autor de esta novela: "¡Lee, lee, lee, lee, ignorante lector! lee, o por el conocimiento del gran santo Paraleipomenon-te lo digo de antemano, sería mejor que arrojaras el libro de una buena vez; pues sin mucha lectura, con lo cual su excelencia sabe que quiero decir mucho conocimiento, no serás capaz de penetrar la moraleja de la página de mármol que sigue (¡variopinto emblema de mi obra!)…".

Volante exposición Siete Pinturas para Lord Willow, Die Ecke Arte Contemporáneo, Santiago, Chile. Piedra, papel, y… “Siete pinturas para Lord Willow” Fernando Pérez Villalón “La profundidad hay que esconderla. ¿Dónde? En la superficie”. H. Von Hoffmanstahl En la página 181 de mi edición de La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, entre los capítulos XXXVI y XXXVII, una página impresa por ambos lados simula una superficie de mármol. En mi edición barata, de tapa blanda, esto sucede a través de una serie de manchas grisáceas, blancuzcas y oscuras rodeadas de un marco en que se ve el papel en que está impreso el libro y, en el borde superior, el número del volumen y la página. En ediciones más lujosas, en esta página alternan el rojo oscuro y pálido con un verde profundo, y una gama de amarillos más o menos intensos, sobre un fondo en que se mezclan el negro y el blanco, formando burbujas y estrías como las que suelen encontrarse en la superficie del mármol. Justo antes de la página de mármol, escribe Sterne, autor de esta novela: “¡Lee, lee, lee, lee, ignorante lector! lee, o por el conocimiento del gran santo Paraleipomenon– te lo digo de antemano, sería mejor que arrojaras el libro de una buena vez; pues sin mucha lectura, con lo cual su excelencia sabe que quiero decir mucho conocimiento, no serás capaz de penetrar la moraleja de la página de mármol que sigue (¡variopinto emblema de mi obra!)…”. 1 Algo parecido parecen decirnos estas pinturas de Gerardo Pulido, en las cuales la tensión entre el material sobre el que se pinta (pliegos de papel de diversos colores y texturas, pero idéntica medida, un tubo de pvc y una piedra), el material con el que se pinta (óleo, acrílico, esmalte -spray- y maquillaje) y lo que se representa por medio de esos materiales (diversos tipos de madera y mármol) produce un efecto de desconcierto no lejano al de la página de la novela de Sterne. Se trata de una tensión que ha estado presente en toda la obra de Pulido, en sus fotografías de artefactos y muebles modelados en miga de pan y dispuestos como decorado de habitaciones de diversas clases sociales, en sus chorreos de pintura dorada, en sus escudos de armas pintados en muros con esa misma pintura, pero en este caso me parece especialmente compleja y polivalente. “Mira, mira, mira, mira, ignorante espectador,” podrían decir estos cuadros si hablasen, “mira, mira, mira, pues por mucho que mires no conseguirás descifrar el enigma de esta superficie, detrás de la cual nada se oculta.” No hay, en efecto, profundidad alguna en estas pinturas. No hay en ellas nada más que una serie de superficies pintadas intermitentemente, con gran habilidad y cuidado, para simular una superficie de otra materia. A diferencia de la novela de Sterne, no podemos dar vuelta la página, que está aquí fijada a una pared, de la que la separa un marco blanco de madera, la misma pared a la que la piedra y el tubo de pvc están sujetos por medio de soportes metálicos (lo que acentúa su carácter de pinturas, alejándolos de los escultórico). No podemos tampoco “mirar con la mano”, acercarnos a ellas para constatar si la textura que ofrecen a nuestros ojos se puede sentir con las manos, si la yema de los dedos puede comprobar la rugosidad o lisura, la temperatura de estas superficies que aparentan ser lo que no son (las pinturas están puestas en vitrina, tras un vidrio transparente, que declara “se mira pero no se toca”, o tal vez, “se toca sólo mirando”). Pero podemos intentar aproximarnos y alejarnos de los gestos que estas pinturas proponen para comprenderlos mejor, para dejarnos impregnar e impresionar por su pastosidad, por su compleja trama, a la vez que percibir su desapego respecto a la habilidad que produce esa ilusión, un espectáculo que se interrumpe siempre en estas pinturas en las que zonas pintadas alternan con zonas en que el papel queda al descubierto. Una de las notas a mi Tristram Shandy aclara que, en la edición original, cada página marmoleada era única, puesto que debía ser pintada a mano, y no podía por tanto reproducirse mecánicamente como el resto de la edición. Me entero, de paso, buscando la traducción de “marbled”, que en castellano se suele recomendar traducirlo como “veteado” o “jaspeado” en vez de “marmoleado” (que no aparece en la RAE), ya que una de las acepciones de “jaspe” es “mármol veteado”. La palabra veta, por su parte, se define como una “faja o lista de una materia que por su calidad, color, etc., se distingue de la masa en que se halla interpuesta”. Me parece que esta palabra que designa tanto la alternancia de colores en una superficie de tierra como las “listas onduladas o ramificadas y de diversos colores que tienen ciertas piedras y maderas” y los “vasos o conductos por donde retorna la sangre al corazón” propone una similitud entre la piedra, la madera y la piel (una superficie que deja entrever una trama de venas que la recorren por debajo) con la que estas pinturas juegan hábilmente. Escribe Didi-Huberman, en un extenso ensayo acerca del cuento de Balzac La obra maestra desconocida: “El mármol veteado se llama en italiano marmo macchiato: la mancha, como fenómeno-indicio de la circulación de los humores , por venas y arterias, y su efecto sobre la piel.” (La pintura encarnada, 88) 2 Existe, por lo tanto, un curioso parentesco entre esta piedra manchada, veteada, que gracias a sus imperfecciones (causadas por oxidación o presencia de materias orgánicas) permite no sólo imitar la superficie de una tela o de la piel, sino que sugerir que bajo ellas hay un cuerpo, una carne que vive y desea. La profundidad hay que esconderla… *** La tradición en la que se inscribe esta cuidadosa imitación de una superficie de otro material es, por cierto, la del trompe l’oeil, o trampantojo. Este género se basa en un virtuosismo técnico suficiente como para engañar al espectador desprevenido, o en todo caso deslumbrarlo, lo que ha sido uno de las ambiciones de la pintura desde muy temprano: recordemos las anécdotas que aparecen en Platón y Plinio acerca de pintores que engañaban a animales o seres humanos con sus simulacros (las uvas de Zeuxis, picoteadas por los pájaros, y la cortina que Parrasio pinta y que Zeuxis intenta descorrer para ver lo que hay tras ella). Lo interesante es que este engaño basado en el poder ilusionístico de la representación visual en muchos casos renuncia a lo que, desde el renacimiento, ha constituido uno de los campos más explorados del arte pictórico: la representación realista del espacio en profundidad sobre una superficie plana, que hace que el cuadro opere como una ventana hacia un paisaje o escena a la que el espectador se asoma. En muchos de los trompe l’oeil, en cambio, el engaño consiste en hacer que la superficie plana del cuadro 1 2 Laurence Sterne, The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman. Oxford: Oxford UP, 2009. p.180. Georges Didi-Huberman, La pintura encarnada. Valencia: Pre-textos, 2007, p.88. parezca una superficie plana de otro tipo, sobre la que se disponen objetos, en muchos casos pegados sobre ella. Veamos algunos ejemplos: uno de mis favoritos, del pintor suizo Jean-Etienne Liotard (1702-1789), representa un tablero de madera sobre el que están dispuestos dos bajorrelieves de yeso colgando de sendos tornillos y dos bocetos a lápiz pegados con cera a la superficie. De modo similar, en el Retrato de una dama, de Edwaert Collier (c. 1640-1702), un papel rasgado en el que hay un dibujo a carboncillo de una mujer está fijado por medio de una tachuela a una tabla. En ambos casos, el virtuosismo pasa por el contraste entre la superficie de madera y el papel al que ésta le sirve de fondo y de marco a la vez. Yendo más lejos aún, en un trompe l’oeil de Cornelius Gijsbrecths (c. 1610-1675), lo que se pinta es el reverso de una tela, con el marco de madera y un número pegado a ella con cera. En ambos casos, de lo que se trata de de alternar texturas imitadas de manera ilusionística. Es interesante que, cuando se representa un papel, haya casi siempre algo escrito o dibujado en él, como si el pintor no confiara tanto en producir una semejanza basada sólo en sus propiedades sensibles (imagínense el desafío de pintar una hoja lisa, en blanco). Es por lo mismo que el papel suele estar rasgado o plegado, ya que es en las zonas de rotura o de doblado que aparecen más visiblemente sus propiedades materiales, su textura. En los cuadros de Pulido, en cambio, los papeles que aparecen son dejados a la vista, zonas libres de pintura que se exponen (tal cual son), pero con la complicación de que en varios casos se trata de papeles de colores (plateado, dorado, marfil). Pensando en la historia del arte más reciente, se podría decir que los trompe l’oeil que tan en boga estuvieron en los siglos XVII y XVIII anuncian la tendencia a explorar la planitud del cuadro que, según Greenberg, está al centro del conjunto de procedimientos mediante los cuales la pintura moderna utilizó los métodos específicos de su disciplina “para criticar esta misma disciplina” 3, convirtiendo las limitaciones que la constituyen como medio (“la superficie plana, la forma del soporte, las propiedades del pigmento” 4) en factores positivos. En el relato (sumamente criticado y criticable) que propone Greenberg de la evolución del arte moderno, habría sido el descubrimiento de “la planitud ineluctable de la superficie del cuadro” como “cualidad única y exclusiva del arte pictórico” 5 lo que motivó el abandono por parte de los pintores de la representación de objetos reconocibles. Es fascinante el modo en que las pinturas de Pulido se hacen cargo de esa historia y al mismo tiempo recuperan la capacidad ilusionística en su nivel más asumidamente artesanal, tan vapuleado por la historia relativamente reciente de las artes visuales en Chile, que se han construido en alguna medida por un rechazo dogmático o una perpleja problematización de la imagen del pintor, pincel en mano, ante su caballete (aunque en este caso tengamos más bien al pintor ante una pantalla, sobre esto volveremos). Esta serie de pinturas cita entonces la tradición de los trompe l’oeil, pero también a los collages y cuadros cubistas en los que frecuentemente figuraban trozos de imitación de madera pintada o pegada (y con ellos a la puesta en cuestión de la pintura como representación ilusoria del mundo visible). Por otra parte, para una mirada acostumbrada al expresionismo abstracto, al recorrer retrospectivamente la historia de la pintura es inevitable percibir anacrónicamente ciertas zonas de la obra de pintores de la era de la representación ilusionística como conjuntos no figurativos de manchas, pinceladas, trazos. En un magistral ensayo sobre la historia del arte (Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes), Georges Didi-Huberman propone contemplar así los fragmentos de una obra de Fra Angelico en la que el pintor imita, precisamente, la textura del mármol, en la parte inferior de un fresco pintado sobre los muros del convento de San Marcos, en Florencia, y que le parecen remitir, tan irresistible como absurdamente, a los drippings de Pollock, en una “semejanza desplazada” que sacude el edificio de una historia del arte lineal y teleológica como la que precisamente construye Greenberg. 6 Algo semejante sucede con estas pinturas: vistas desde lejos, su alternancia rigurosamente rítimica de bloques de color en superficies del mismo tamaño distribuidas siempre proporcionalmente recuerda a los bloques de color de Rothko, o a ciertos experimentos del arte concreto (aunque en ambos casos se trata de semejanzas más bien superficiales). Vistos de cerca, pueden hacer pensar en una suerte de Pollock (a cuyo trabajo ya han sido comparados algunos procedimientos de Pulido por Cecilia Brunson 7), un dripping ejecutado minuciosa y deliberadamente (lo cual es, por cierto, una contradicción), tanto como en un fragmento de trompe l’oeil en el cual el artista se hubiera detenido en la representación del fondo, sin animarse a agregarle la semblanza de un objeto aparentemente dispuesto encima de su superficie. De hecho, uno de los momentos más interesantes de estos cuadros es la zona en la que la simulación ilusionista se interrumpe y da paso a los colores del papel desnudo, sin pigmento, el lugar imperceptible en que la pintura pasa de ser otra cosa que lo que es (mármol, madera) a ser tan sólo su propia materialidad (y no es casual, de hecho, que muchas de estas pinturas estén ejecutadas con maquillaje: el gesto de cubrir el papel con un pigmento utilizado normalmente para simular la piel disimulando sus imperfecciones o modificando sus matices naturales remite a toda una asociación de la pintura con la falsedad, el engaño, y la cosmética en oposición a la gimnasia que podría, nuevamente, remontarse hasta Platón). *** En un cuento de E.T.A. Hoffman, cuando el narrador se encuentra con un talentoso artista dedicado a la tarea de pintar los muros de una iglesia para simular que son de mármol, no puede evitar preguntarle si ha pintado otra cosa, ya que, afirma, “…servís para algo más que para pintar columnas de mármol en los muros de las iglesias. Al fin y al cabo, la pintura arquitectónica siempre ha sido considerada como algo secundario; la pintura histórica o la paisajista están siempre por encima. En ellas, el genio y la fantasía, que no están determinados por los límites precisos que impone la geometría, alzan libremente su vuelo. Incluso lo único fantástico que tiene vuestra pintura, la perspectiva que causa confusión a nuestros sentidos, depende también de cálcuos exactos, por eso su efecto no es la creación de una mente genial, sino tan sólo especulación matemática.” 8 Un poco más atrás, el profesor Aloysius, un jesuita que lleva al narrador a visitar la iglesia, explica: “Aquí, donde el mármol es demasiado caro, donde los grandes maestros de la pintura no quieren trabajar, hemos tenido que ayudarnos, según marcan las nuevas tendencias, con imitaciones. Hacemos ya mucho atreviéndonos a utilizar yeso pulido; la mayoría de las veces, es sólo el pintor quien reproduce las distintas clases de mármoles…”. 9 Al margen del argumento del relato de Hoffmann, con su desenlace previsiblemente siniestro y su fascinación con la idea del artista genial pero autodestructivo, estos párrafos nos recuerdan que la otra tradición a la que remiten estas pinturas de Pulido es a la de la simulación de mármol en los muros de las iglesias de nuestro país, capitanía general en la que no había recursos para recubrir los muros con mármol auténtico, y en los que la madera con la que se construían las iglesias era maquillada para aparentar un material más noble, como lo es hoy en día el plástico de diversos tipos con que se recubren nuestros muebles de cocina o el piso de nuestros baños. Maquillaje, simulacro, arribismo social, falsa elegancia, son todos términos con los que estas pinturas 3 Clement Greenberg. "La pintura moderna", en La pintura moderna y otros ensayos. Madrid: Siruela, 2006, p. 111. Op. cit., pp.112-13. 5 Op. cit., p. 113. 6 Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2005. 7 Cecilia Brunson, “Performance or Anti-performance: a Poetics of Visual Action”, Potlatch n°2, Spring 2011: 51-52. 8 E.T.A. Hoffmann, “La iglesia de los jesuitas de G…”, en El hombre de arena y otras historias siniestras. Madrid: Valdemar, 2007, p. 123. 9 Op. cit., pp. 116-117. 4 de Pulido juegan, y son todos términos que él asume como componentes de su propia praxis de pintor, con cuidadosa lucidez no desprovista de sentido del humor. *** Si el impulso de tocar estas pinturas es la prueba de la verosimilitud que consiguen, de su capacidad de engañar (que su propia negativa a cubrir completamente la superficie del papel expone como engaño, como juego o teatralidad), y ese impulso está bloqueado por el vidrio tras el que se han puesto las pinturas, habría que decir que en realidad ese modo de verlas remite más fielmente a la experiencia en la que se originan: la serie de cuadros fue ejecutada copiando fotografías digitales de diversos tipos de madera y mármol encontrados en la red. Se trata, por lo tanto, de copias de imágenes vistas en la pantalla de un computador, y no de texturas tomadas de la “realidad” (que a estas alturas del juego, no podemos sino escribir entre comillas). Sin embargo, por mucho que a primera vista estas pinturas adopten una postura francamente irónica respecto a la representación de realidad (al mismo tiempo que se esfuerzan por lograrla en zonas restringidas), me parece que en ellas algo emerge de Real, en el sentido en que Lacan denomina a la zona de nuestra conciencia que escapa tanto a las codificaciones simbólicas como a las imaginarias, la zona a la que nos asomamos cuando nos damos cuenta de que lo simbólico y lo imaginario no se superponen y no pueden nunca coincidir. Si hay alguna moraleja que podamos deducir de estos “variopintos emblemas” a los que nos confronta Pulido, tal vez sea la imposibilidad de ver a la vez la pintura y lo que se pinta, la necesidad de estar siempre escindidos entre la ilusión de creer que la representación es posible (y que nos acerca a un conocimiento sobre lo real, a través de la idea, y por tanto es deseable) o que ella es sólo un engaño, y que toda pintura debe contemplarse sólo como una organización de la materia sobre el plano (como si nos fuera posible contemplar la materia en sí, sin ver en ella formas que tienden a convertirse en figuras). Tal vez la clave está en comprender los rectángulos que pinta Pulido como un campo de batalla, una cancha, un cuadrilátero: todos los títulos están organizados como un enfrentamiento de los materiales con los que se pinta y los materiales que se representan. Por ejemplo, “S/t (ébano en esmalte spray v/s mármol negro Marquina en acrílico)” Si el “v/s”, abreviatura de versus en la que el trazo inclinado que separa una de otra letra recuerda la barra que en Lacan escinde el significado del significante (S/s, algo parecido sucede con la abreviatura de “sin título”, afirmación desmentida por la frase que la sigue), y sugiere una lógica adversativa, de oposición y hasta de enfrentamiento casi podría decirse bélico, legal o deportivo, me parece que el resto de las preposiciones de estos títulos permiten otra lectura. “Ébano en esmalte spray”, “Marquina en acrílico”, “Pintura acrílica y esmalte sobre papel reflejante”: en frases como estas predomina la declaración de un modo (una de las funciones de la preposición “en”, menos común que su utilización para indicar tiempo o lugar: se puede decir “en el año 1975”, “en Chile”, pero también “una escultura en piedra”). Tal como los títulos de estas obras desmienten la declaración de que no lo tienen (o, si se quiere, la ausencia de título hace que las descripciones de sus materiales y temas funcionen como título), la exigencia de mirar de al menos dos maneras desmiente la disyuntiva entre pintura como representación y pintura como mero despliegue de formas no figurativas sobre el plano. Ahora bien, no todas estas pinturas están, de hecho, ejecutadas sobre el plano y el papel: dos de ellas están ejecutadas sobre un tubo de pvc y sobre una piedra, respectivamente, es decir, sobre objetos en volumen (pese a lo cual no se los caracteriza como esculturas, sino sobre pinturas sobre un soporte tridimensional). El tronco horizontal y la piedra común y corriente disfrazada de madera son tal vez los gestos más abruptos de esa exposición, los únicos momentos en que el artista se sale de sus casillas (el plano, el formato rectangular siempre del mismo tamaño, el marco), en que el pintor insinúa la posibilidad de invadir el mundo (me imagino al artista capitaneando una banda de pintores piratas que disfrazaría con pigmentos el mármol de cemento, el cemento de caoba, el pavimento de tierra y los caminos de tierra de asfalto, los árboles de alabastro y las columnas de corteza, la piel de piedra y el parquet de piel). Como en el juego al que alude el título de estas páginas (“Cachipún”, “Piedra, papel o tijera”), la lógica que rige estas pinturas no es binaria, o mejor dicho es siempre cada vez binaria, con un término excluido (no se puede jugar cachipún entre tres, sólo entre dos, pero la gracia y el dinamismo del juego proviene del hecho de que cada participante debe escoger entre tres posibilidades, lo que complica las reglas e instala además un juego de poder en el que no hay una jerarquía relativamente estable, como en las cartas, sino una serie de relaciones en las que cada término devora o es devorado, destruye o es destruido según a quién se enfrente). Sé que dos de los términos en este juego son la piedra que varias de estas pinturas figuran, y sé que otro es el papel. No sé si el tercero es la madera que alterna con el mármol (y de cuya pulpa está hecho el papel), la tijera que forma parte del juego, que se figura con dos dedos en V y que aparece en el versus (pero que también amenaza, ausente no invitada a la fiesta, con cortar la superficie en la que se construyen estos gestos); el pincel con el que son ejecutados (que en un juego imaginario podría figurarse con un solo dedo); el pirata al que se le dedican, cuya mención nos deja en vilo, o los tres puntos que forman parte del título de este texto, y con los que aquí lo concluyo en suspenso… Santiago de Chile, agosto 2011.