Katharsis-Institución Universitaria de Envigado
El Cuerpo-Memoria*
Body -Memoir
Isabelle Lasvergnas
Traducido del francés por Héctor L. Bermúdez
Recibido: 04/05/2015. Aceptado: 30/08/2015. Publicado: 20/12/2015
Resumen
Partiendo de la experiencia de ciertos tratamientos marcados no
tanto por el silencio del analizante, sino por un contenido muy particular de las declaraciones arraigadas en sus síntomas corporales, se
abordará la cuestión de la emergencia del lenguaje en tales problemáticas psíquicas, como si fuera coextendida a una huella memorial
caracterizada por una disolución del trabajo del preconsciente en el
cual se substituyó un cuerpo “invasivo”. En tales casos, el analista se
enfrenta con la impresión transmitida de una osificación de la escritura
psíquica, un tejido mnémico cicatricial entre muerto y vivo. El artículo
evocará, más particularmente, un caso clínico con respecto del cual las
esculturas de Henry Moore produjeron en la escucha del analista una
mediación representacional sorprendente, e hizo las veces de apuntalamiento contra-transferencial. Las propuestas teóricas de Winnicott,
Pontalis y Fairbairn sobre la organización de las defensas relacionadas
con un colapso precoz y sobre los estados emotivo-corporales subyacentes a tales defensas, permitirán comprender un psiquismo primitiTraducción autorizada. Publicado originalmente en la Revista Cliniques méditerranéennes, (2015)
n° 91(1), 93-108.
**
Psicoanalista, miembro de la Sociedad Canadiense de Psicoanálisis y de la Sociedad Psicoanalítica
de Montréal. Profesora titular del Departamento de Sociología de la Universidad de Québec en
Montréal (UQAM); 464 Elm Avenue, Westmount, H3Y 3J1, Québec, Canadá.
*
Lasvergnas.isabelle@uqam
***
Sociólogo. Profesor encargado del curso Sociología de la empresa, Departamento de management,
HEC Montréal.
[email protected] . El traductor agradece los valiosos aportes de la
profesora Graciela Ducatenzeiler (Departamento de Ciencia Política de la Université de Montréal),
los cuales contribuyeron a mejorar la versión final de la presente publicación.
Cómo citar: Lasvergnas, I. (2015). El Cuerpo-Memoria. Katharsis, 20, 9-27
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vo que funciona de manera equivalente de los “habitus corporales”, y
en el cual predomina un yo narcisista en emergencia indexado al desafío de un cuerpo en desamparo. La autora hablará en este caso de “un
cuerpo-memoria-escritural”, del que también dirá que es, precisamente, el tema de la obra de Moore.
Palabras clave: impresión memorial, escritura psíquica, narcisismo primario, defensa primaria, cuerpo-memoria, función mediadora.
Abstract
Certain treatments are marked, not so much by the analysand’s silence, as by a very particular tone of a speech anchored in body symptoms. From this view, language emergence in such psychic issues in
will be approached as if it were co-extensive with a specific memorial
imprint where a collapse in preconscious processing has supplanted an
«invasive» body. Experiencing with such patients, the analyst struggles with the impression of an ossification of psychic writing, a scarred
mnesique flesh between death and life. This article will particularly
evoke a clinical case in the analyst’s listening to one patient, Henry
Moore’s sculptures acted as a striking representational mediation and
as counter-transferential «propping». The theoretical propositions of
Winnicott, Pontalis and Fairbairn will be drawn up regarding the organisation of defenses against a precocious collapse and with respect to
the emotional-corporeal states underlying these defenses. These concepts will be used in an attempt to understand a primitive psyche working as the equivalent of a «body habitus» in which the narcissism of
the emerging ego has been indexed to the challenge of a helpless body.
In his context, the author will evoke the idea of a «body-memoir-scripture» which is precisely what she considers to be the central issue in
Moore’s work.
Keywords: Memorial imprint, psychic writing, primary narcissism, primary defense, body-memoir, mediating function.
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Katharsis
El cuerpo-Memoria
Es un descubrimiento horrible: la carne que jamás se ve, el fondo de las cosas, el revés de la cara, del rostro, los secretatos por excelencia, la carne de la
que todo sale, en lo más profundo del misterio, la carne sufriente, informe,
cuya forma por sí misma provoca angustia. Visión de angustia, identificación de
angustia, última revelación del “eres esto”.
(Lacan, 1954-1955)
El analista piensa que el paciente está enfermo de esta resistencia, incluso, que
la resistencia se volvió toda la enfermedad […]. Pero eso no es así. Esa transferencia no es más que una pantalla, y como tal, es una transferencia sufriente,
que brinda el cambio. Detrás de la transferencia-pantalla, se encuentra una resistencia previa a toda transferencia analítica.
(Gribinski, 2002)
Puede suceder que una obra de arte cause el efecto de una interpretación. Una visión relámpago ofrece una legibilidad no alcanzada
hasta entonces. Algo se revela, una luz que hace decir: “¡es eso, era
eso!” Simultaneidad de temporalidades y de la escritura psíquica en la
cual una visión del instante revive una inscripción latente, o más bien
aviva, en una percepción sensible, algo insistente y no formulado, una
percepción que hace visible y hace eco a una búsqueda interior que se
sabía más o menos, el encuentro entre una búsqueda de figuración y un
pensamiento oscuro.
En eso consiste la escucha del analista en su trabajo de asimilación y de traducción de ese hecho terco que hace tropezar al paciente.
Algo que se juega en la terapia, por fuera de la trama de las palabras y
de su capacidad de transportar huellas mnémicas. La búsqueda de una
forma memorizable por fuera de la memoria de las palabras. Algo que
las palabras parecen no saber y que rechazan.
Una experiencia de este tipo me sucedió en febrero de 2013 en Toronto donde, como cada vez que me encuentro en esa ciudad, me ofrezco un peregrinaje privado. Es un ritual que conduce mis pasos a la Art
Gallery of Ontario y hacia su inmensa colección de las obras de Henry
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Moore –la más importante del mundo– a la cual está consagrada un
ala completa del museo. He visto esta colección numerosas veces, las
obras me son familiares, me dan una impresión de conocerlas, de esa
familiaridad que deja anticipar el placer de un encuentro con algo que,
con los años, se convirtió en una parte de mi bagaje de referencia, una
presencia interior.
¿Por qué aquél día, entre las obras expuestas, tres de ellas más
particularmente me impactaron de manera inesperada? ¿Qué pude
entrever de no visto, de no sentido hasta entonces? ¿Qué capacidad
de resonancia se formó en mí? ¿Qué sensación de traducción tuvieron
precisamente esas esculturas –a la medida de una palabra o del surgimiento de una asociación– que precipitadamente alumbran un retazo
de sueño?
En su efecto de sobrecogimiento, esas esculturas me abrían el camino que iba de la visión al movimiento del lenguaje de aquello que se
jugaba en una terapia particular y, recíprocamente, me abrían aquel
que llevaba de los enunciados de parte del paciente hacia mi capacidad
de legibilidad/representación. La escultura, en su carácter de superficie ofrecida y de condensación significante, venía de aclararme, retroactivamente, unas pistas perdidas sobre las cuales no operaban las
palabras que mi paciente usaba.
¿Cómo no describir como un enigma aquello que había podido
convencerme de comenzar un viaje analítico con aquel hombre? Las
imágenes visuales y la presencia latente de obras pictóricas en el curso
de los encuentros preliminares, son lo que mejor traduciría el movimiento de análisis y la primera impulsión contra-transferencial que me
había llevado hacia ese paciente: dos atmósferas zanjadas, un desmembramiento entre dos estados antinómicos me habían dado la sensación
que este paciente estaba experimentando una disociación del ser.
Por una parte, la quietud de un niño inclinado sobre un libro, la
vaga reminiscencia de una pintura no reconocida al instante, y de la
que no me había aparecido sino un fragmento deformado, un rostro
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absorbido en la lectura, como el foco de un recuerdo-pantalla. Se trataba del cuadro de Vuillard que identifiqué posteriormente: Jacques et
Annette Roussel lisant sous la lampe (1906). Sin embargo, en el resurgimiento memorial de este cuadro, un solo rostro se había grabado en
mí, el de un niño había sustituido al de la niña en la obra original. En la
re-condensación operada por ese cuadro-recuerdo-pantalla, el rostro
del niñito ocupaba todo el espacio visual.
Por otra parte, otro estado sensitivo junto al primero, una repercusión, una deflagración, una explosión del cuerpo: los cuerpos-cara, por
ejemplo, de un Asger Jorn o de un Édouard Pignon como auténticos
agujeros y sensaciones de pulverización. Una evisceración de sí mismo,
y del otro.
El rostro apacible del niño pintado por Vuillard se sobreponía a mi
primera imagen interiorizada de un paciente que descubría los ideogramas al fin de su adolescencia; aprendizaje aplicado de una escritura
ardua que iba rápidamente a revelarse en él, en la postura estudiosa y
en la violencia corporal aceptada, una tentativa de auto-contención de
sí mismo; ni más ni menos –yo lo descubriría más tarde– un dispositivo disciplinario que el joven se imponía deliberadamente.
Este hombre me intrigaba. Su ritmo muy lento y su voz ahogada se
acompañaban de una gran atención puesta en cada palabra que pronunciaba. Muy pronto, la gravedad de la palabra, su monotonía, el
desgranamiento de palabras cortadas de una resonancia sensorial, me
parecieron ser mucho más que el síntoma de una simple resistencia a la
terapia. La rigidez del lenguaje con la que mi escucha se tropezaba me
hacía pensar en una barricada, una obstrucción: una retractación orgánica, protoplásmica, un modo de defensa primitivo contra el peligro de
una explosión del ser, a menos que esto no fuera una implosión del ser.
Durante los tres primeros años de la consulta, las sesiones estuvieron marcadas por un doble rasgo manifiesto: una voz sin relieve,
monocorde, difícilmente audible, respaldada por la omnipresencia de
un relato de castigos corporales. Allá, como una puñalada en el bajo
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vientre, aquí, como un peso agobiante sobre el plexo solar. O bien esa
mordedura intestinal o aquellos cólicos que lo habían retorcido toda la
noche, tantos dolores intensos que lo dejaban indefenso y jadeando en
su cama.
El paciente presentaba delante de mí la recensión precisa, detallada,
minuciosa, de los humores de su cuerpo, del aspecto de sus heces, de
sus ataques o de sus intermitencias. Yo estaba en presencia de un abdomen exorbitado, en el lugar de un mundo interior del cual pocas cosas
me eran comunicadas, y que hacían que me preguntara: “¿Este vientre
que aquí se desnuda es el vestigio de qué horror? ¿De cuál fiebre, de
cuál furor ocupa el lugar de memoria?”
De este hombre, y de la imposición de sus dolores ventrales que tomaron el lugar de auto-narración, Pontalis sin duda habría dicho que, a
falta de poder comunicar un weather de su ser, él comunicaba el weather de su cuerpo y de su tubo digestivo. Ese cuerpo invasivo era el
barómetro de un alma a la cual las palabras le faltaban, el principal registro del que parecía disponer el paciente para expresar su sufrimiento interior. Evocaba frecuentemente eso que él llamaba su “enfermedad”, hablaba de su salud perdida como si hablara de una novia lejana
y siempre esperada, repetía con voz tierna “desde que yo me enfermé”,
aunque supiera que ningún médico había encontrado nunca la menor
causa orgánica de sus dolores físicos. De ese weather del cuerpo, JeanFrançois Chiantaretto diría que el paciente expresaba una “mancha de
memoria” injertada en el cuerpo. Él atestiguaba una temporalidad psíquica detenida, un muerto impassé inscrito en el lugar de una capacidad de representación psíquica, sostendría Dominique Scarfone (2013,
p. 147-231) con un neologismo que le es propio.
Progresivamente, estas crispadas declaraciones, en contrapunto
con un vientre incontrolable, habían tenido sobre mí, contra-transferencialmente hablando, un efecto de desgaste, una sensación de asfixia
de mi escucha, acompañada de un agotamiento de mi capacidad de
encuadrar imágenes. A diferencia de las obras pictóricas surgidas de
mi memoria asociativa desde las primeras entrevistas, mi “visión” del
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paciente se había esfumado gradualmente, a pesar de que la visión –
ese saber que tenemos de la visión alucinante del sueño–, es el órgano
primario de la representación psíquica.
***
Durante once años, entre 1540 y 1551 –según lo recuerda Gribinski
(2002)–, Jacopo Carucci1, llamado El Pontormo, se consagró a su obra
maestra: los frescos perdidos de la Capilla de San Lorenzo. En paralelo,
el pintor florentino llevaba un diario íntimo que será encontrado por
azar en 1902, emparedado en uno de los muros de la capilla axial de
la iglesia. Este diarioes a la vez la pista preciosa de eso que era para el
pintor el curso cotidiano de su creación, el testigo memorial de la obra
que fue destruida en el siglo XVIII, y el equivalente de los tormentos
del artista dedicado a su tarea.
Es conocido el valor atribuido durante mucho tiempo por los historiadores del arte a los diarios de los artistas. Tanto la teoría del romanticismo como el psicoanálisis aplicado, primera versión, le ha prestado
bastante atención. Ambos veían en el contenido de estos diarios una
manera de iluminarel mensaje contenido en la obra y una pasarela
privilegiada para establecer una concordancia entre la interioridad del
autor y su obra. Un enfoque más contemporáneo, tanto en historia del
arte como en el diálogo psicoanálisis/artes, tomó distancia respecto de
estas lecturas anteriores que establecían una equivalencia entre la obra
y su creador, supuestamente el uno reflejándose recíprocamente en la
otra. La reorganización epistemológica operada, denuncia la ilusión
voyerista de poder saber todo y de poder comprender toda la conflictualidad inconsciente del artista a partir de su obra, así como la esperanza de una clarificación de los significantes psíquicos proyectados
en la creación. Por el contrario, actualmente hay acuerdo en señalar la
distancia irreducible entre el Yo del artista y su obra y, en particular,
entre el Yo que se enuncia en el diario del artista y su obra. Un autor
como Sarah M. Lowe (1995), por ejemplo, introduce una distinción interesante entre lo íntimo y lo autobiográfico. Para S. M. Lowe es el
1
El Pontormo (Emploi, 1494 - Florencia, 1557).
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diario del artista aquello que es “completamente íntimo”2. Refiriéndose
al diario de Frida Kahlo, afirma que es íntimo, al contrario de los autorretratos, porque está muy cerca del cuerpo de mártir de la artista, de
los tormentos de la mujer enamorada traicionada y de lo impúdico de
su cotidianidad relatada en sus minúsculos fragmentos, sus impulsos
o sus penas. En oposición a la escritura del diario, la obra pintada es
el resultante de un movimiento de abstracción/sublimación de un desafío del instante, y de trascendencia de un espectro emocional apenas
mediatizado en las crónicas de su diario. Es por el compromiso interior
y la transfiguración que es capaz de operar en el artista entre una dirección externa proyectada, y una moción más o menos reprimida que,
la obra creada “para los otros” (ibíd.) es autobiográfica. Por este calificativo, S. M. Lowe quiere señalar en el trabajo de la obra su estatuto
de reescritura y de transfiguración de elementos biográficos dispersos,
y de aquello que, desde el detalle aparentemente más insignificante al
más traumático ha podido suscitar su emergencia.
La obra de creación, sea cual fuere su medio, es in substantia, una
reorganización narrativa personal (auto) cuyo propósito no es el de
revelar el yo íntimo de su autor o de poner al desnudo sus partes secretas, sino, al contrario, “disimular” (ibíd.) eso que el receptor de la
obra no debe ver, no puede ver. La obra formalizada no es la demostración directa de un mundo cualquiera interior del sujeto, ella no se
entrega como un corpus transparente y abierto. Y si nunca pasa con
una potencia interpretativa de alcance generalizable, incluso arquetípica, como el trabajo de Moore, es porque ha operado una transcripción
de la historia subjetiva personal de su autor, y una des-sensibilización
suficiente de la inmediatez de los afectos para poder penetrar en una
significación más profunda y más universal.
Así, el precio inestimable del Diario del Pontormo no está en el hecho de que milagrosamente nos haya alcanzado, ni que él sea para todos
2 Su afirmación es ampliamente generalizable, aunque esté centrado en el diario de Frida Kahlo
y su obra pictórica, ejemplar en lo que se refiere a la producción en serie de autorretratos que la
caracteriza.
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nosotros el residuo nostálgico de una obra destruida3, inaccesible para
siempre; ni siquiera incluso que sea testigo del estado del alma de un
artista en la cumbre del arte del Cinquecento, sino debido mucho más
a su carácter extraordinariamente íntimo. Una intimidad que se revela en su sorprendente estructura narrativa, en su propósito achurado,
obsesivo, cuasi alucinado, que nos comunica confusamente, a través de
los detalles ínfimos de un día, la fragmentación del mundo y su desolación, la corporalidad reventada y la fractura del yo en un niño huérfano replegado sobre sí mismo. Esto es cierto si creemos en la breve
biografía del pintor que Vasari nos entrega, y la descripción sin gran
condescendencia que hace de una personalidad feroz y casi antisocial.
Yo hallé, en el diario del Pontormo, una similitud perturbadora con
el relato que se desplegaba en la terapia de mi paciente: en uno y otro
caso, existía la hipérbole de un diario medico en el que el psicoanalista
podría escuchar la resonancia singular de una melancolía infantil que
permanece activa.
El retrato del Pontormo, bosquejado para nosotros por Gribinski, es
aquel de un hombre que “con algunos acontecimientos, y las partes del
cuerpo que pinta, [nota] eso que él excreta, la luna y los humores” (Gribinski, 2002). Ninguna puntuación, ninguna suspensión del aliento,
salvo los espacios después del punto aparte que marcan el día: “Julio,
20, lunes: … Hice este pedazo de brazo y un pedazo de pierna de las
espaldas de las que hablé martes yo quería que Battista cocinara miércoles yo hice esta cabeza y este poco de hombro yo cenaba con Daniello
jueves yo trabajaba en el rincón de la escena terminada por encima del
coro viernes yo hice esta pierna. […] Martes yo hice la cabeza del niño
que se inclina y cenaba diez onzas de pan… el 3 de abril yo hice esta
pierna por encima de la rodilla hacia abajo con una gran fatiga de la
3 Sabemos que la revolución del estilo que revelan las poses contorsionadas de la capilla de San Lorenzo fue
insoportable a la mirada de los contemporáneos del Pontormo. La lista la encabezan los grandes comentadores del arte del Renacimiento y contemporáneos del artista, Vasari y Don V. Borghini, quienes fueron los
primeros en denunciar las “proporciones inmensamente falsas, [las] actitudes ‘inconvenientes y deshonestas,
con solamente algunos músculos buenos’ nada menos que la locura del pintor. Incomprendidos, juzgados
odiosos, obscenos, los frescos fueron proscritos hasta tal punto, que los monjes de San Lorenzo acordaron,
doscientos años más tarde, hacerlos destruir (cf., Vasari, 1912-1914).
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oscuridad y del viento y del mortero y en la noche yo cenaba catorce
onzas de pan achicoria y huevos4”.
En su diario, el Pontormo escribe como pinta, en la tensión y el furor,
de arriba abajo, pasando del muslo de un cuerpo, a la cabeza de otro,
encajando los unos en los otros, miembros y cuerpos hipertrofiados
“sin otro lugar aparente que aquel de la limitación técnica del fresco”,
así como yuxtapone en las frases apenas bocetadas, unos elementos
disímiles que son para el lector a la vez “uniones y agujeros”, harapos
de cuerpo y fragmentos de vida elemental, en los cuales Gribinski lee
los “balbuceos” de un cuerpo en búsqueda de su unidad: “separaciones
en el estado de nacimiento de un hombre con sí mismo, de la lengua
con la sintaxis, de un pensamiento con la razón”. “El fresco desborda
en el cuerpo preocupado del pintor” cuyo diario es su solo reflejo. El
Diario del Pontormo está fuera del tiempo, la historia se reduce a no
ser más que una escena repetitiva e invasiva, un blanqueamiento de las
pistas cuyas palabras no serían más que fragmentos des-significados.
Agonía de esta temporalidad detenida que reenvía al sujeto locutor la
fractura de su propia imagen, y que refleja para su testigo-lector (o testigo-analista), el encerramiento narcisista de un sujeto espantado por
una angustia de muerte.
***
Cuando Pontalis cambia de escritor o de referencia estética o filosófica para sostener su escucha analítica en curso, él llama a eso cambiar de cuerpo. Tanto como decir cambiar de operador de traducción o
cambiar de lengua, como aquella de la potencia fecunda de un diálogo
del psicoanalista con unas figuraciones de lenguaje fuera del campo
del encuentro analizante/analista en la consulta. En la inversión de estos materiales de distinto orden, obras literarias, pictóricas, musicales,
etc., se proyectan para el analista unas voces imaginarias que brindan
indicios. Un toque preciso, como el regreso fugitivo o una llamada de
una Gradiva enigmática, figuración a la vez interior y exterior de un
terreno desconocido y familiar.
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Extractos del diario citados por Michel Gribinski (2002, pp. 54-58).
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En su trabajo teórico de largo aliento sobre el perjuicio del sujeto
por la obra de arte, Josée Leclerc inscribe su reflexión en la línea de
Winnicott sobre la intermediación experiencial que produce la obra sobre su observador, “el ser intrigado, fascinado o desposeído” (Leclerc,
2012, p. 21). La receptividad sensible de la obra en el sujeto es un espacio transicional de experiencia que no sabría ser percibido, recuerda la
autora, “exclusivamente como objeto externo, ni concebido únicamente de manera subjetiva, es decir, como interioridad del sujeto, sino más
bien, como los dos a la vez”.
Las obras producen imágenes psíquicas en nosotros. Ellas suscitan
nuestra capacidad de imaginarización, como escribió en alguna parte
Jacqueline Lanouzière. “Ellas nos abrazan”, escribió por su parte Didi-Huberman (2007, p. 25-26), “ellas se abren a nosotros y se cierran
sobre nosotros”, abriendo pasajes dotados de un gran espectro de posibilidades interpretativas.
A propósito de esto, evoqué en la introducción el efecto punctum
que tuvieron para mí ciertas obras de Henry Moore. Esas obras mostraban una fractura de la forma, sus vestigios, como los restos vertebrados de una forma anteriormente viva. Residuos de una totalidad
anterior, en los cuales Moore mismo nos advertía: “no hay que ver un
vacío entre los fragmentos, sino la parte que falta, la intersticial, la cual
deberá ser completada imaginariamente” (Lewinson, 2007, p. 163). Al
operar “una desgarradura en el tejido psíquico de [mis] represiones”
(Leclerc, 2012), esas esculturas habían tenido fuerza de revelación para
el caso de mi paciente.
Cuál sería mi estupefacción cuando descubrí, posteriormente, que
estas correspondían a la última fase de la vida del artista, cuando él
tomó por objeto de reflexión la potencia del átomo, y fue invadido por
una meditación sobre Hiroshima, teniendo como efecto inmediato la
revelación de un trauma no resuelto de su propia experiencia en las
trincheras. Es ahí cuando se produce en la obra de Moore una descomposición definitiva de la representación formal de sus temas emblemáticos, empezando por las múltiples declinaciones de la pareja
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madre-niño, de la cuna ofrecida por los brazos de la madre al niño, así
como las innumerables figuras hiladas y engendradas de las que se había ocupado durante los cuarenta años precedentes. Yo diría que desde
entonces y hasta el fin de su vida, Moore produjo obras no abstractas,
sino memoriales, en el sentido que uno puede ver las expresiones de
una última resistencia a una desaparición definitiva. Estatuas sepulcrales, monumentos mnémicos descompuestos, osarios, así como yo
podría hablar de un osario de las palabras en la consulta de mi paciente.
La resonancia en mí de esas esculturas me ayuda a entrever en los
síntomas corporales de este último, un tejido mnémico endurecido, cicatricial, unas especies de queloides internos, comparables a los queloides de las caras y los cuerpos de los sobrevivientes de la bomba atómica, los mismos que fueron nombrados en Japón los Hibakusha. Los
irradiados5.
El premio Nobel de literatura, Kenzaburô Ôé (1965), escribió que
sus encuentros en la década de 1960 con los sobrevivientes de Hiroshima fueron para él “la lima más dura” a la cual se había frotado 6. Se
adivina, en estas palabras, la desestabilización profunda de la que fue
presa el escritor, desestabilización que se duplica en su caso del ananké
de un trabajo de la mirada del cual fue la expresión el texto dolorosamente púdico producto de estos encuentros.
Por esta locución que debemos a Didi-Huberman7, este designa la
moción de un punto de vista sobre el horror que hay que transmitir
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También son nombrados como los “desenguantados”, o incluso “los hormiga”, calificativos ambiguos que les fueron atribuidos para describir sus cuerpos mutilados y su piel inflada por la explosión “que no tenían de humanos sino la forma evasiva de su cara y de sus ojos […] buscando
desesperadamente abrirse camino a través de los escombros de las ciudades” (Cf. www.yves-cadot.
fr/.../hibakusha- 29 de abril de 2013).
Eso que Ôé descubrió en Hiroshima, y que había también ocurrido en Nagasaki, el día del bombardeo y los días que siguieron, atestiguan para él una resistencia de la humanidad a lo humano,
un nebensmensch en la ayuda mutua y silenciosa que los heridos se hacían los unos a los otros
antes de caer ellos mismos. Ayuda mutua también presente, e igualmente silenciosa, entre los
sobrevivientes a lo largo de las décadas siguientes, mientras que fueron progresivamente dejados
a un lado por la sociedad y abandonados a su suerte de leucémicos.
Didi-Huberman (2011) forjó la expresión el “trabajo de la mirada”, la cual opone al “trabajo de la
muerte”: él ve en “el trabajo de la mirada” la expresión del último sobresalto vital del hombre contra la
muerte de masa de la Shoah. Ese sobresalto último es ético por naturaleza, es eso que firma en el hombre,
la humanidad de lo humano.
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a las generaciones futuras, como un legado de memoria y como la resistencia última al trabajo de la muerte perpetrado por el asesinato
en masa. Un trabajo de la mirada que para Kenzaburô Ôé, fue el imperativo de testimoniar, en nombre de centenas de miles de víctimas
de las dos bombas atómicas, y que se oponía al desvío de la mirada de
la consciencia nipona de la posguerra y de aquella de Occidente. Una
obligación de la mirada que es la esencia misma de la posición ética en
su carácter de resistencia y de oposición a la desaparición de las sombras sacrificadas de la historia.
El viaje de Hiroshima, que fue en el principio un encargo periodístico, tuvo para Kenzaburô Ôé el alcance de una enseñanza que le cambiará, por siempre jamás, su visión de lo humano, de la humanidad de
lo humano. En el pudor de la desesperanza y de la impotencia de los
Hibakusha, vivos aún quince años después, vio una postura de dignidad que iba “a lo esencial”. Pocos se rebelaron, la mayoría se escondió,
avergonzados y espantados de su apariencia. Pero en un adolescente
convertido en un rufián, excepción rarísima entre los sobrevivientes,
Kenzaburô Ôé descubre con una extraña intuición que su rostro se había convertido en “una suerte de arma mortal, de la cual se servía para
intimidar a los otros [… y que] eso que él disimulaba en el fondo de sí,
detrás de su piel así desfigurada, eso que había desviado para hacerla
una fuente de energía amenazante [no era] más que la angustia bajo su
forma más ingenua” (Ôé, 1965, p. 214).
El relevo de figurabilidad en el movimiento de mi escucha, que
me procuraban las obras mencionadas y la metáfora de la irradiación
nuclear, me ayudaron a entender mejor en los síntomas físicos de mi
paciente, la resonancia de una deflagración interna y sus estigmas de
calcinación mnémica y de dolor todavía activo. Se podría igualmente
detectar, en el recurrente recurso a ciertos actos de violencia, en los
que había incurrido el jovencito en su infancia y adolescencia, la modalidad actée8, de una defensa reacción de defensa contra una angustia
irreprensible de aniquilación. Una defensa primaria sobre el modo del
8 En la línea de Freud y sus desarrollos (L’esquisse, 1896), D. Scarfone (2013) hablaría aquí de un actuel, en
el sentido de una manifestación ante-psíquica, antes del proceso del sistema preconsciente de representación.
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furor, en lo más próximo de lo pulsional y del registro económico de un
funcionamiento psíquico inaccesible a un pensamiento formal.
De regreso al caso clínico
La motivación de este hombre por emprender una consulta analítica había sido causada por ese desajuste del cuerpo, su “enfermedad”
como él la nombraba, consecuencia de una ruptura amorosa inesperada y violenta. Los años pasaban, él había tenido otros encuentros, otras
relaciones, pero le parecía no haber podido nunca superar el cataclismo interior que esa ruptura le había producido. El relato repetido hasta
la saciedad de las condiciones de la ruptura por la enamorada infiel,
hacía pensar que el sentimiento de continuidad de ser del paciente había sido roto. Una ruptura interna había intervenido, una ruptura y una
caída, un “break y un down” diría Gribinski.
Winnicott eligió la palabra breakdown para describir un estado emotivo-corporal impensable que es subyacente a la organización de una
defensa particularmente maciza. Recuerda, en su famoso texto Fear of
Breakdown, que eso que se produce ya tuvo lugar, ya ha sido vivido,
pero no necesariamente experimentado9 por el sujeto. Eso que Winnicott señala específicamente es el derrumbamiento de “la institución del
self unitario” (Gribinski, 2002, p. 207) en el curso del cual la organización del yo ha sido amenazada. El sujeto se enfrenta con una angustia
desecante cuya fuente le es irrepresentable. Para el autor es el temor de
una angustia semejante lo que ha sido “la causa responsable de la organización defensiva que el paciente exhibe como un síndrome patológico”
(Gribinski, p. 210). La insistencia de Winnicott sobre el hecho de que el
sujeto “no puede desarrollarse a partir de una raíz del yo si hay un divorcio entre ese desarrollo, la experiencia psicosomática y el narcisismo
primario”, arroja una luz esencial sobre la estructura y la génesis del self
unitario, así como sobre el arraigamiento en las experiencias del cuerpo,
primeros movimientos de emergencia del yo en la psiquis infantil. La
afirmación elíptica de que “es en este lugar preciso que las funciones del
9
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Énfasis agregado.
Katharsis
El cuerpo-Memoria
yo comienzan a volverse psíquicas” toma todo su valor cuando el paciente en análisis expresa, a través la naturaleza de la defensa primordial
que él manifiesta, un callejón sin salida en la capacidad de psiquización
arraigada en un narcisismo primario, indexada en la experiencia de un
cuerpo en indefensión. Esos casos de figuras clínicas, sostendrá Winnicott, ponen al analista en contacto con la temporalidad de un yo demasiado inmaduro para haber podido incluir o reunir ciertas pruebas
o ciertas experiencias “en el sentido de la omnipotencia personal” (Gribinski, 2002), y habiendo producido en la psiquis infantil una experiencia de agony en el sentido de una pasividad desecante.
La trayectoria del análisis de mi paciente había mostrado uno o dos
episodios en la infancia y la primera adolescencia que habían producido/reactivado la experiencia de este tipo de sensación de aniquilamiento del yo. Frente a esta sensación la única defensa del joven contra
la catástrofe interna, y como intento de preservar en él la sensación
de un cuerpo entero, había sido el refugio en la violencia. Una repetición del mismo orden había sido consecutiva al episodio de la ruptura
amorosa que había tenido lugar en los días que habían seguido a un
grave paso al acto delictuoso. Si desde entonces no se había producido
ningún acting de una amplitud comparable, el sentimiento interno de
furor y las impulsiones de violencia física, difícilmente controlables,
permanecían constantes en este hombre.
Desde el punto de vista de una clasificación nosográfica más descriptiva, se sabe que cuando los desórdenes del cuerpo tienen lugar de
palabra en la consulta, y que correlativamente el lenguaje verbal del
paciente no está atravesado por el movimiento de represión que habita
el lenguaje del neurótico, pero que, al contrario, causa la impresión al
analista de un decir estancado, sin verdadera profundidad semántica10,
hacemos frente a una patología de los límites de una naturaleza particular. En esos casos, para el analista, la partida no se juega en el registro del juego del fantasma y de la interpretación, sino en el de un fun10 Sin que se trate sin embargo de una problemática psicosomática con abatimiento sobre unos
pensamientos operatorios.
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cionamiento psíquico primitivo en el cual predomina un yo narcisista
en emergencia que está puesto en peligro. De esta realidad psíquica
no constituida aún como tal, Pontalis (1977, p. 219-220) diría que ella
funciona como equivalente “de habitus corporales” que prolongan o
retoman “por su cuenta las funciones de un organismo completamente
absorbido por sus tareas de asimilación y de rechazo. Tomar, vaciar,
expulsar, contener, oprimir […] en los cuales se encuentra apenas modificado el orden vital”.
Para W. Fairbairn unas experiencias corporales insistentes de la naturaleza de aquellas manifestadas en el caso clínico aquí evocado, son la
metáfora de un organismo en lucha por preservar eso que lo mantiene en
vida. En este sentido, se puede postular que el reflujo sobre lo somático y
las contracturas del vientre, resentidas por mi paciente, eran un esfuerzo
somático-psíquico de sobrevivencia, una resistencia, anterior incluso a
la transferencia, contra el riesgo de un derrumbamiento. Sus desajustes
del cuerpo, así como las huellas mnémicas des-significadas, eran la viva
raíz de una escritura psíquica que permanecía trabada. Lo mismo que,
como corolario, en la sensación corporal primaria constituían los primeros mensajes arcaicosdirigidos al otro en la relación de objeto.
Pero además del signo de una interrupción precoz en la psiquis del
movimiento de la escritura preconsciente y del proceso de representación, merece notarse que Fairbairn (1940/1974) atribuye a esta imposición del cuerpo en el sujeto, un carácter esquizoide que se reflejará
en la transferencia. El analista será tratado como un objeto dividido,
a la vez “amenazante, tranquilizador; aceptado, rechazado; expulsado,
incorporado; reparador, destructor; espejo de integridad, canasta de
basura; lugar seguro, es decir morada dónde regresar, y prisión de la
cual evadirse”: mejor dicho, un objeto de apuntalamiento paradójico
del cual el paciente no puede separarse en su doble necesidad de cuerpo-refugio, cuerpo-contenedor y, al mismo tiempo, de cuerpo-peligro,
cuerpo-atacante/y-a-destruir.
***
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El analista recurre a la escena de la escritura cada vez que el continente de la escritura le es necesario frente a un bloqueo del acto de
pensar. Es una manera de decir que la escritura que nace de ese movimiento contra-transferencial no es solamente el síntoma de una dificultad de la escucha en un análisis particular, o aún de un límite de lo
analizable. Es sobre todo que el trabajo de la escritura en su proceso de
elaboración y de perlaboración psíquica le permitirá al analista aproximar al paciente el registro de un pre-psíquico o de un ante-psíquico
del cual el cuerpo es el primer anclaje. El apoyo brindado a su escucha por la literatura o el arte (visual u otro) actuará como un operador
anexo de traducción. La potencia figurativa de estos otros lenguajes,
otros que aquel que se intercambia más directamente en la consulta,
dará acceso al analista a una ampliación de su campo de imaginarización. Al igual que hablar de su transferencia sobre obras de creación y
de su poder de vinculación psíquica por su “doble carácter de imagen
objeto y de imagen operación del sujeto” (Didi-Huberman, 2007). O, si
hablamos por un instante en el lenguaje de Wilfred Bion, de su poder
de apuntalamiento de la función maternal primaria del analista, que es
aquella de la digestión y transformación interna “de elementos beta”
inconscientes que permanecían antes inasimilables por el paciente.
El lenguaje verbal es pérdida, así como todos los registros lingüísticos. Por oposición y, en contrapartida, el cuerpo no es lenguaje, sino
escritura, es el punto asintótico de dónde emanan las huellas. Todo a la
vez, escritura y memoria, es el primer modo sobre el registro de lo sensitivo y de lo experimentado de algo escritural que escapa ampliamente
a la representación de las palabras. Una escritura bruta, impresa en
la carne, la cual, en algunos pacientes, es comunicada prácticamente
como tal al psicoanalista, en la pulsionalidad de palabras-cosas poco
accesibles a los procesos preconscientes. En eso reside el carácter trágico y tan conmovedor del diario del Pontormo, a falta de haber podido ocupar el pintor el lugar del “testigo interno”11 en su función de
soporte representacional. Eso que transcribe y transmite la oralidad
11 Esta expresión se debe a Jean-François Chiantaretto y col. (2005).
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jadeante del escrito del Pontormo, como lo es en ciertas consultas, es la
angustia de un sujeto que se enfrenta a la temporalidad psíquica de una
des-intrincación cuerpo-pensamiento, y el combate efectuado contra la
Hilflosigkeit de un cuerpo que reduce al ser a un siendo-cuerpo impotente, y sin recurso externo.
De ese saber profundo, del vínculo inalterable cuerpo-sujeto, un cuerpo-memoria-escritural con valencias antinómicas, Moore atestigua a lo
largo de toda su obra en los temas privilegiados de su inspiración.
En primer lugar, en las múltiples declinaciones de su tema mayor,
la maternidad, un cuerpo materno protector y habitáculo madre-niño.
Luego, después de la Primera Guerra Mundial y, de manera más afirmada en los últimos años de su vida, aquél de un cuerpo-trauma, un
cuerpo-mutilación, un cuerpo-fragmento. Más in fine, los restos de mi
cuerpo de muerte.
Piénsese en el ciclo de estatuas Reclining warriors, esas figuras de
guerreros rotos por la batalla pero aún así erguidos y desafiantes, y aún
más en las obras mencionadas del Art Gallery of Ontario.
Henry Moore recordaba en las palmas de sus manos, la huella de la
espalda reumática de su madre que masajeaba de niño. Moore al esculpir, conserva en sus manos la sensación táctil del dolor físico de su
madre, él siente sus heridas, ellas son la memoria del sufrimiento de un
cuerpo y de su relación más antigua con su madre, un grabado en el yo
del cual se puede pensar que ha decidido su destino de escultor. Conocemos el énfasis puesto por Moore sobre la espalda de sus esculturas,
la preeminencia de la espalda sobre la cabeza y a la cara: unas cabezas
minúsculas encaramadas sobre una espalda monumental. En Moore,
el cuerpo es la primera memorización del ser. Es el testigo del ser.
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Referencias
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psychanalyse. Paris: Anthropos/Economica.
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Gribinski, M. (2002). Les séparations imparfaites. Paris: Gallimard
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