Juan Mayorga
Dramaturgo, autor de la última versión
de La vida es sueño para la CNTC
«Por su densidad filosófica, por su hondura, me siento especialmente cercano a Calderón»
M
atemático y doctor en Filosofía con una tesis sobre política y memoria en la obra de Walter Benjamin, Juan Mayorga (Madrid, 1965) es uno de los dramaturgos españoles contemporáneos más brillantes, y probablemente el más representado y premiado de los de su generación. Ha sido galardonado con el Premio Calderón de la Barca, el Premio Nacional de Teatro, el Valle-Inclán y varios Max, y sus obras han sido traducidas a más de veinte idiomas y estrenadas en otros tantos países. Entre su producción se encuentran El traductor de Blumenberg, Cartas de amor a Stalin, Himmelweg, Animales nocturnos, Hamelin, El chico de la última fila (llevada al cine por François Ozon bajo el título Dans la maison), La paz perpetua y La lengua en pedazos, además de versiones y reescrituras de obras de Eurípides, Shakespeare, Cervantes, Lope, Calderón, Chéjov o Kafka.
Es además profesor titular del departamento de Dramaturgia de la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid y dirige el seminario “Memoria y pensamiento en el teatro contemporáneo” en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
— ¿Cómo entraste en contacto con el teatro del Siglo de Oro?
— Antes que creador fui espectador, y uno de los primeros espectáculos que vi fue La vida es sueño que José Luis Gómez dirigió y protagonizó en el Teatro Español de Madrid a principios de los ochenta. Lo recuerdo con emoción. Pero probablemente no me hubiera atrevido a versionar un texto clásico si no hubiera recibido la llamada de Ernesto Caballero, porque fue él quien en el año 2000 me propuso versionar El monstruo de los jardines para la Compañía José Estruch de la RESAD, y encontré allí un enorme placer. Podría decirse que desde entonces soy un lector y un aficionado al teatro del Siglo de Oro.
— ¿Podrías definir o delimitar la gran cantidad de términos que los dramaturgos y los críticos suelen utilizar cuando hablan de intervenir en mayor o menor medida sobre un texto ajeno?
— No tengo definiciones concretas. Yo, personalmente, divido mis materiales en dos carpetas: una se llama “Textos” y la otra “Reescrituras y co-escrituras”, y en esta última incluyo todos aquellos textos en los que siento que mi autoría ha estado delimitada por otro. No obstante, entre mis textos originales coloco la Fedra que trabajé partiendo de Eurípides y el Palabra de perro que creé sobre El coloquio de los perros de Cervantes porque para mí la cuestión fundamental es quién es el autor. En estos dos casos trabajé con total libertad a partir del Hipólito y de la novela cervantina porque sabía que mi autoría no iba a tener límites, mientras que en una versión mi autoría está limitada por la del autor de la obra original. Sé que estoy hablando de algo borroso, pero en cualquier caso es más una noción moral que estética. Por ejemplo, mi versión de El coloquio de los perros es cervantina y sin embargo siento que no tengo por qué responder ante Cervantes, mientras que en mi versión de La vida es sueño siento que me debo a Calderón, que las ideas que se me ocurren siempre deben tener un límite, que es un respeto a su autoría. También me he planteado hacer una reescritura seria de La dama boba, pero si la hiciese debería llamarse de otro modo, debería declarar su origen, decir “a partir de La dama boba de Lope de Vega”.
— Y según tú, ¿en qué se diferencian una reescritura, una adaptación y una versión?
— La noción genérica de reescritura es muy amplia, porque en la medida en que uno cambia una palabra ya está reescribiendo un texto, y comprende adaptación y versión. Yo últimamente utilizo más el término “versión”, que es una reescritura en la que de algún modo hay una segunda intervención autoral, si bien esa segunda intervención autoral está limitada por otra autoría, que es la del autor de la obra original. Por otro lado, entiendo que la palabra “adaptación” se refiere a tomar un objeto e introducirlo en un espacio que en principio le era ajeno. Por tanto la noción de adaptación tiene menos que ver con la autoría y con el arte que la versión: la adaptación está relacionada con las condiciones de posibilidad de un hecho escénico y se refiere a reducir el número de personajes o a hacer que un determinado número de actores puedan hacer una función. Pero entiendo que el teatro es siempre eso, negociar, surfear con la realidad, de manera que uno a veces hace propuestas que en principio quieren ser meramente técnicas y acaban siendo artísticas, porque acaban produciendo sentidos, haciendo aflorar otros valores.
— ¿Y qué entenderías por dramaturgia?
— Para mí la dramaturgia es el arte de la composición de un espectáculo teatral, en particular de un texto teatral. Es una palabra que yo no utilizo pero que, por ejemplo, mi amigo Sanchis Sinisterra sí usa para hablar de sus versiones teatrales de los textos de Kafka. Yo no diría que yo he hecho una dramaturgia de ningún texto, si bien en mis textos hay propuestas dramatúrgicas que se pueden escapar del texto y que pueden ser aportaciones personales o desviaciones con respecto al original, así como en mi diálogo con Helena Pimenta para la versión de La vida es sueño estrenada en 2012 he hecho propuestas dramatúrgicas que no se traducen inmediatamente en palabras pero que sí aparecen de algún modo en la puesta en escena.
— ¿Qué tienen en común y en qué se diferencian los procesos de escritura de Palabra de perro o de La lengua en pedazos con tus versiones de textos ajenos?
— Palabra de perro comenzó siendo una adaptación de un texto narrativo al teatro pero con el tiempo yo tomé una serie de decisiones que me alejaron del original. El coloquio de los perros sigue el modelo de la novela picaresca: un perro, en este caso Berganza, cuenta su vida, y eso le permite a Cervantes describir la sociedad española de la época. Lo que yo hice fue invertir la flecha: hice una reescritura kafkiana del texto cervantino según la cual Cipión le propone a Berganza es que dado que su hablar es un misterio, se cuenten sus vidas hacia atrás porque así quizá encuentren el punto ciego que explique por qué hablan siendo perros. Y entonces comienza un viaje en la memoria muy importante para los personajes, porque es la primera vez que estos perros cuentan su vida a alguien. ¿Y qué es nuestra vida sino la narración que hacemos de nuestra vida? ¿Qué es nuestra identidad sino una narración? Berganza va contando hacia atrás su pasado y al final descubre algo terrible: que es un hombre al que otros han hecho perro. Por eso digo que es un relectura kafkiana de Cervantes: una de las interpretaciones de La metamorfosis dice que si los demás te consideran insecto tú acabas convirtiéndote en un insecto. El proceso que me lleva de El coloquio de los perros a Palabra de perro es un ejemplo de cómo lo que empieza siendo una adaptación, una teatralización de un texto narrativo, se acaba convirtiendo en una obra intensamente original.
Y en La lengua en pedazos yo quería presentar la palabra y el personaje de Teresa de Jesús. Pero poco a poco el propio texto de Teresa fue induciendo a otro personaje. Los hechos de los que habla Teresa de Jesús en su autobiografía han ocurrido muchos años antes del momento que yo elijo: en su libro ella cuenta muchos años después cómo fue la fundación del monasterio de San José, mientras que aquí es un interrogador quien le hace hablar; de forma que las dudas que ella recuerda haber tenido veinte años atrás son ahora tensiones de presente que determinan decisiones. Al igual que en Cartas de amor a Stalin, que yo pienso que cada texto está escrito al menos por dos autores: uno es el que escribe y hay otro, algo así como un Pepito Grillo, que le limita, que le anima, una especie de superego que le dice “esto sí”, “esto no”, “esto es impudoroso” y el inquisidor de algún modo es el otro de Teresa de Jesús. Un texto domesticado en el que una persona habla sobre su pasado se convierte ahora en un diálogo agónico de un personaje que está combatiendo contra otro y que está tomando decisiones. Son dos ejemplos de piezas que comienzan siendo adaptaciones, si se quiere, conservadoras, y acaban siendo textos de mi propia autoría.
— ¿Qué directrices suelen darte los directores a la hora de adaptar un texto del Siglo de Oro?
— En todas las experiencias que he tenido, que han sido El monstruo de los jardines con Ernesto Caballero en la RESAD (2000), la Fuente Ovejuna de Ramón Simó para el Teatre Nacional de Catalunya (2005) y La dama boba (2002) y La vida es sueño (2012) con Helena Pimenta en la CNTC, tengo amistad y complicidad con los tres directores y no ha habido directriz de partida en ninguna. Lo que hay, antes que directrices, son conversaciones, diálogos. En ningún caso se ha dado un encargo con un plazo de entrega de seis meses, sino que siempre hay una lectura y luego unas conversaciones previas al proceso de reescritura, y en esas conversaciones aparecen tensiones útiles. Por ejemplo, en la puesta en escena de la comedia mitológica de Calderón yo recuerdo que en un primer momento yo no veía tan importante el papel de Ulises como lo veía Ernesto, pero fue él quien me convenció del valor de ese personaje porque yo no le daba el peso que él le atribuía.
— ¿Cuánto hay del director y cuánto del adaptador en tus versiones?
— Hay mucho del director. Les debo mucho. Pero del mismo modo en las puestas en escena también hay algo mío, algo más allá del texto que aparece en conversaciones como esta que estamos teniendo. En todos los casos ha habido momentos en que el director me ha advertido sobre la opacidad de una zona, el debilitamiento de un personaje, la posibilidad de desarrollo de otro, la necesidad de aclarar una situación, y eso no siempre lo he descubierto yo solo, sino a través del diálogo con los directores, e igualmente a veces veo en las puestas en escena momentos que, para bien o para mal, heredan algún aspecto de nuestra conversación.
— ¿Podrías poner algún ejemplo?
— En el caso de Fuente Ovejuna, Ramón y yo tuvimos claro –aunque no sé si en mi versión conseguí hacer algo interesante con ello– que la presencia de los reyes introducía una complejidad muy interesante en la obra, y tanto más en un montaje que se iba a representar en Cataluña. Hay una lectura inmediata de esta comedia de Lope, la del buen pueblo se revela contra el tirano, que explica que se haya representado tantas veces en la Unión Soviética, en los países socialistas y durante la II República. Pero a mí me parece de una gran potencia el hecho de que el buen pueblo establezca una cita con los reyes saltándose el poder feudal y que estos reyes sean perdonadores pero también torturadores: los monarcas consienten la tortura, promueven la visita del pesquisidor y por tanto no son una figura positiva, pero sin embargo es la figura en la que confía el pueblo, que prefiere entregarse a ellos que entregarse al poder directo, fragmentado. Frente a otras versiones que pueden rozar la demagogia, Ramón y yo tuvimos claro que queríamos mantener esa trama secundaria, porque el final de la obra, incluso leído desde nuestro tiempo, es más paradójico, más melancólico: resulta que el pueblo se ha deshecho de un tirano pero en su lugar se erige el poder absoluto de los reyes.
— Pero no habéis hecho lo mismo en La vida es sueño, ¿verdad?
— No, en La vida es sueño hemos decidido eliminar esa complejidad final porque nos parecía que el hecho de que Segismundo castigase al soldado golpista introducía una turbulencia que, aunque podía ser muy bien entendida en el siglo XVII, en nuestro momento más bien lleva a confusión o provoca una serie de preguntas que no nos parecían especialmente interesantes. Para nosotros la obra de Calderón tiene un valor metafísico, que va más allá de una política de coyuntura: nos importaba la evolución de ese hombre desnudo que justo cuando llega a poseer todo el poder decide no ejercerlo. La maduración de Segismundo concluiría en el acto de perdón. Él, que ha sido víctima de una tremenda violencia y que ha caído en la tentación de ejercerla en su primer falso sueño al lanzar a un hombre por la ventana solo por probar que podía hacerlo; él que es poder puro, voluntad pura, sin embargo ha aprendido que cada uno de los otros seres humanos es un límite y nunca ejerce tanto su poder como cuando renuncia a ejercerlo porque se lo aplica a sí mismo. Por eso nos parecía más interesante dejar desnudo el acto del perdón, sin que hubiese sombras. En las primeras versiones, incluso en versiones muy avanzadas del texto, incluso durante el propio proceso de ensayos, ese momento se mantenía y Helena me dijo: “Oye, ¿cómo ves esto?”. Ya lo habíamos hablado, y si en un primer momento yo había defendido que se mantuviese el pasaje, más tarde, ya en el proceso de ensayos, después de ver el sentido que iba apareciendo tomamos la decisión de eliminar ese fragmento.
— En ese sentido, ¿cómo afecta una versión a la complejidad del original?
— Yo siempre recuerdo la sección séptima de la Poética cuando Aristóteles habla de que la obra ha de ser tan compleja como sea posible siempre que esa complejidad esté bajo gobierno, y creo que uno debe tener en cuenta este precepto cuando trabaja un texto clásico. Uno sabe que cada vez que hace un corte o busca una correspondencia o una traducción puede estar limitando la complejidad de esa obra, pero también tiene que estar pensando en el espectador contemporáneo, que es para quien uno escribe, y no por ello ha de simplificar, empobrecer o pasteurizar el texto. El espectáculo sí ha de tener tanta complejidad como sea posible pero pensando en el espectador contemporáneo y no en el filólogo profesional. Y que conste que yo atiendo mucho a lo que los filólogos escriben sobres las obras: leo todo lo que puedo y lo tengo en cuenta y no desprecio sus críticas porque las críticas de cualquier espectador, y en particular las de un espectador avisado, son parte de la representación. El comentario crítico sirve para completar la representación, y puede ocurrir que los espectadores reparen en la ausencia de cierto pasaje y vuelvan así al texto original. En todo caso el texto original siempre estará ahí, porque no hay una puesta en escena definitiva, y tanto menos de un clásico. Habrá otras puestas que recuperen ese momento.
— A la hora de hacer una versión, ¿cuáles son las modificaciones más frecuentes que realizas sobre un texto?
— Inevitablemente, las más normales son las léxicas: cuando hay expresiones, palabras o construcciones que no son fácilmente decodificadas por el espectador contemporáneo. Pero esta traducción también tiene límites: por ejemplo, nunca quitaría el término “hipogrifo” del arranque de La vida es sueño porque pertenece al imaginario. He de jugar con que una parte del público no va a saber a qué alude esa palabra, le va a resultar extraña e incluso puede que algún espectador desconecte. Y además de estas intervenciones en la expresión, en la enunciación, tanto de palabras como de construcciones, en segundo lugar hablaría de la corrección o supresión de redundancias pero también del desarrollo de personajes o pasajes. A veces el texto de un personaje se lo he dado a otro, y eso ha propiciado que haya un personaje que alcance mayor desarrollo que en el original, o he recolocado o fundido momentos…
— ¿Y cuándo das por terminado tu trabajo?
— Yo nunca acabo un texto porque soy humilde y al mismo tiempo soy ambicioso. Una y otra vez actores, directores, críticos… me advierten sobre posibilidades de reescritura e intento atenderlas. Salvo que me pidan que el texto esté listo para editarlo en el estreno, yo intento entregarlo tan tarde como sea posible, y de hecho suelo introducir hasta los últimos momentos. El caso de las reescrituras es distinto porque es más difícil que una versión tenga distintas puestas en escena, pero ahora precisamente tengo sobre la mesa tres o cuatro notas para tocar la versión de La vida es sueño. Son cosas que al ver la obra me hacen pensar: “pues esto se podría entender mejor”, o “se podría decir de otro modo”. Si dentro de unos años alguien quisiese volver a montar mi versión de La dama boba o de Fuente Ovejuna yo le pediría un tiempo para revisarlas.
De mi obra El crítico, que está ahora en escena, ya tengo una nueva versión, que es la que se va a hacer en Argentina dentro de un mes, pero cuando la obra ya está estrenada el director ya sabe si conviene o no al propio proceso que aparezca ese material. Siento un gran respeto por el equipo con que trabajo y una vez que la obra ya está estrenada el director sabe si conviene o no al propio proceso que aparezca ese nuevo material. Hay actores que pueden cambiar hasta el día del ensayo general y hay otros que quieren sentirse muy seguros desde dos meses antes. Eso hay que respetarlo, y esos procesos los conoce el director mejor que nadie.
— ¿Crees que hay algún género en particular que ofrece mayor dificultad a la hora de realizar una versión?
— La comedia tiene una complejidad muy especial porque hay un primer elemento de dificultad, que son los chistes verbales. El humor verbal suele tener fecha de caducidad: probablemente envejezcan mejor los gags visuales de los hermanos Max que sus gags lingüísticos. Muchas veces ocurre algo tan elemental como que el gracioso ha dejado de serlo: es un gracioso que no tiene gracia, o esos chistes no se comprenden hoy, o por lo menos yo no los comprendo. En los chistes detectamos la evolución de la lengua: una doble intención, una expresión que es graciosa porque alude a una realidad de la época deja de ser comprensible.
— Tú has dicho en alguna ocasión que “Adaptar es traducir de un tiempo a otro tiempo”
Gabriele, John P. (2013): “Encuesta sobre la adaptación de textos para el teatro II” en Estreno, nº 39.1.. Siendo así, ¿como adaptador te sientes más cercano a la arqueología o a la actualización?
— Cuando trabajo con temas o figuras históricas, como Teresa de Jesús, Stalin o Jackie Kennedy, hay dos tentaciones que intento evitar, y que tienen que ver con la labor de adaptación. Una es la tentación historicista, la de hacerle creer al espectador que es un testigo presencial, primero porque es mentira, pero también porque es una gran pérdida, porque el historicismo, limitarnos a estar en el pasado, hace que perdamos todo el espacio de reescritura, de relectura, de resignificación que media entre ese pasado y nuestro presente. Y la segunda tentación que intento evitar es la actualización, es decir, tratar de que ese texto del pasado sea reducido al presente, a aquello que el periodista diría que tiene “rabiosa actualidad”, porque esto suele conducir a una suerte de centrifugado de todo lo que no sea entendido inmediatamente; por ejemplo, aplicado a La lengua en pedazos consistiría en convertir a la protagonista en una feminista, cuando precisamente lo más interesante no es lo que yo pueda decir sobre Teresa, sino lo que Teresa puede decir sobre mí. Vivimos en un tiempo que es una suerte de dictadura del presente. Somos tratados como consumidores, y como tales consumidores solo se nos ofrece es aquello que nos confirma en nuestros gustos. En este sentido, cuando uno trabaja con un texto clásico, con un texto del pasado, se ha de custodiar la extrañeza, la distancia. La traducción es compatible con la distancia, con la turbulencia que eso te provoca.
De manera que renuncio a la arqueología historicista, al engaño de pretender hacerle creer al espectador que estamos en el año en que Calderón escribió La vida es sueño, porque cualquiera de las palabras que aparecen en el texto ahora tienen otro valor, otra carga, y por tanto estamos ante una nueva obra, pero tampoco intento atrapar o fijarme en lo inmediatamente actual y dejar fuera todo lo demás; por el contrario, es muy importante lo extraño, lo que no comprendo, lo que me provoca incomodidad, lo que me exige un trabajo de traducción.
En este sentido, ni arqueología ni actualización. Pero el teatro, eso sí, ha de ser una experiencia actual, la obra debe provocar una experiencia actual intensa. Ahora bien, esa experiencia intensa puede venir no por la confirmación, sino por la extrañeza. Y es lo que me parece que ha ocurrido con La vida es sueño de la CNTC, no por mi modesta aportación, sino por el trabajo de los actores y de Helena. El espectador ha sentido gratitud ante la posibilidad de escuchar y de emocionarse con unas palabras que le eran ajenas, que no le eran cotidianas. Y algo parecido ocurre también en La lengua en pedazos, donde oír a una mujer hablando sobre la experiencia de Dios resulta valioso por lo extraño que es.
— Al hilo de la tensión entre actualización y arqueología, me parece muy curioso que de tu colaboración con Helena Pimenta hayan surgido dos montajes tan diferentes como La dama boba y La vida es sueño.
— En La dama boba fue la propia Helena la que tomó la decisión de situar la acción el primer tercio del siglo XX español. Después de leer mi primera versión, ella me lanzó esa propuesta y eso me llevó a mí a pequeñas correcciones en mis siguientes versiones.
— Tanto la arqueología como la actualización tendrían su correlato en el doble compromiso al que tú te has referido en alguna ocasión: la fidelidad al autor y la fidelidad al público actual
Mayorga, Juan (2001): “Misión del adaptador” en Pedro Calderón de la Barca: El monstruo de los jardines. Madrid, RESAD-Fundamentos.. ¿A quién crees tú que debería ser fiel una institución pública como la CNTC?
— Creo que lo propio de una institución como la Compañía Nacional habría de ser vivir en esa tensión entre ambas fidelidades. Uno ha de hacer un teatro que no solo interese a especialistas y no solo interese a iniciados y a teatreros, un teatro que no sea para el gran público, sino que sea “nacional” en el mejor de los sentidos de la palabra, es decir, un teatro para todo el mundo, pero que eso no venga del abaratamiento de una obra que si es clásica es porque es compleja, porque es rica. Tenemos que ser conscientes de que venimos de ahí, de esos grandes, y tenemos que traer a estos grandes sin infantilizarlos, sin empequeñecerlos, sin reducirlos. Y el respeto y la fidelidad al espectador contemporáneo precisamente se miden en la capacidad de ofrecerle algo complejo, algo que le interpele como espectador maduro, y no como un mero consumidor infantil.
Cuando uno está trabajando para la Compañía Nacional de Teatro Clásico tiene una responsabilidad muy particular que no debe entenderse meramente como conservadurismo, pero sí ha de ser consciente de que hay una historia de la compañía, que uno lleva una camiseta que han llevado otros antes, y que el espectador que acude al teatro va fundamentalmente, en el caso de mi última colaboración con Helena Pimenta, a recibir el conmovedor texto de Calderón y el conmovedor artefacto teatral que propone el autor. Pero esta responsabilidad, que tiene que ver con la noción de traducción, no ha de llevarle a uno a no hacer nada; todo lo contrario, uno ha de intervenir y trabajar mucho para que el envío de Calderón llegue tan nítido, tan fuerte como sea posible. Uno ha de reescribir y ha de traducir para que Calderón llegue. Yo debo tener en cuenta que el público de la Compañía Nacional de Teatro Clásico va llamado por Calderón, y no llamado por Juan Mayorga, y si uno olvida eso es tonto, es un narcisista. Y si en un momento dado en el proceso de una adaptación ante una obra uno sintiese que su intervención tiene que ser radical, que su autoría va invadir la otra, entonces ha de ser honesto y honrado y ha de desplazar ese encargo hacia otro lugar, hacia otro espacio; ha de renunciar. Eso no quiere decir que la Compañía Nacional tenga que ser conservadora. Todos los que trabajamos en el proyecto de La vida es sueño teníamos claro que el ariete tenía que ser Calderón: la vanguardia es Calderón.
— Y en obras de fuerte carga política como Fuente Ovejuna y La vida es sueño ¿cómo se puede conciliar la tensión que existe entre su “potencial crítico” y el “mensaje conservador”
Mayorga, Juan (2012): “¿Quién escribe nuestras vidas?”, texto para el programa de mano de La vida es sueño, dir. Helena Pimenta, CNTC. que también está presente en ellas?
— No sabría decir cómo se concilia porque esta contradicción forma parte de estos textos. Yo opto por mantener esa tensión, que para mí es fundamental, y también lo intento en mis propios textos. Mi tesis doctoral se llama Revolución conservadora y conservación revolucionaria. Para mí la vida, el teatro y la filosofía son tensión. Hay una expresión de Benjamin que dice algo así como que si partes cualquier cosa en dos, sigues encontrando en esas partes una posición y su contrario. Esa tensión dialéctica es la base misma del gran arte. En general todas las obras maestras tienen un potencial crítico porque la verdad también lo tiene. El potencial crítico de estas obras es elocuente en su mera puesta en escena, y esto es uno de sus enormes valores, por eso no hay que reducirlas con nuestra propia ideología. En realidad, tanto Fuente Ovejuna como La vida es sueño, pero también La dama boba y El monstruo de los jardines, hablan del derecho que cada ser humano tiene a la belleza, a la dignidad, a la libertad, y esto tiene una gran relevancia política.
— ¿Consideras legítima la reinterpretación o relectura ideológica de estos textos?
— No, aunque sé que es inevitable. Cuando uno hace una traducción, y yo en mis versiones he sido traductor, como también lo son en la puesta en escena el director y sus actores, uno irremediablemente está haciendo una traducción desde cierta posición e inevitablemente conduce y reduce, pero en la medida de lo posible ha de ser consciente de ello. Y esto lo tengo claro cuando trabajo como adaptador pero también cuando trabajo con un personaje como Teresa de Jesús. Mal trabajo haría yo si empequeñeciese esa complejidad, y sobre todo haría un flaco favor a los espectadores de mi tiempo. Es inevitable pero hay que intentar evitar que la propia ideología, los propios intereses, los propios objetivos se monten sobre el original.
— ¿Para ti qué es lo más contemporáneo del teatro del Siglo de Oro y qué es lo que peor ha soportado el paso del tiempo?
— En el fondo el gran teatro de lo que habla es de la fragilidad del ser humano y al mismo tiempo de su inagotable aspiración a la libertad, a la dignidad, a la belleza. Y las grandes obras del teatro del Siglo de Oro que han soportado el paso del tiempo son las que hablan de eso, de lo que hablaba el mejor teatro griego, de lo que hablaba Chéjov y de lo que habla también el mejor teatro contemporáneo, y por eso han pasado el filtro del tiempo y ha habido algunas que podían estar asociados a ciertos aspectos de coyuntura, a ciertas modas temáticas o formales y demás que las han lastrado. Hay otras obras del Siglo de Oro en las que, por así decirlo, percibimos la fórmula: son una suma de estilemas y por eso no han sobrevivido. Pero aquellas otras cuya forma fue la forma que encontraron en aquel tiempo para expresar la fragilidad del ser humano y su aspiración a la belleza, a la libertad y a la dignidad son imbatibles. Y en ese sentido estoy seguro de que La vida es sueño se seguirá haciendo dentro de quinientos años.
— ¿Qué hay de los clásicos en general y de Calderón en particular en la obra de Juan Mayorga?
— Yo he señalado alguna vez que mi mejor escuela es la adaptación porque me permite entrar en la cocina de los grandes y al mismo tiempo me hace más humilde y más modesto, porque me hace valorar mis pequeños intentos de otro modo, pero a su vez me muestra hasta dónde puede llegar el teatro, y eso me hace ser más exigente con mis propios textos. Se trata de una enseñanza técnica y moral. El trabajo de adaptador es muy placentero, es desafiante pero por otro lado uno carga sus pulmones de gran palabra, de grandes personajes, de grandes situaciones.
Por lo que se refiere a los autores del Siglo de Oro, una de las mayores satisfacciones que yo he tenido como autor es que hay gente que haya comparado algunas de las estructuras de mi teatro con el de Calderón. Por ejemplo, hubo un crítico inglés que vinculó Himmelweg a La vida es sueño, y también varias personas que han aludido a la relación entre ambos textos en la medida en que aparecen los temas del hombre arrojado a una suerte de fantasmagoría en la que es forzado a interpretar un papel y el doble juego del teatro (el teatro como enmascaramiento pero también como espacio de revelación). Esto que está presente en Himmelweg ha sido considerado un tema calderoniano. Y es cierto que por su densidad filosófica, por su hondura, reconozco que me siento especialmente cercano a Calderón, no porque crea que me parezco a él sino porque lo admiro de forma muy especial. En mi segunda obra publicada, El traductor de Bloomenberg hay un personaje español que es el traductor y que se llama Calderón porque yo quería que su nombre mismo aludiese a la tradición española y que fuese un conservador inteligente y que tuviese una relación muy especial con la historia de España. Reconozco que Calderón me ha dado mucho.
Frases destacadas:
“Por su densidad filosófica, por su hondura, reconozco que me siento especialmente cercano a Calderón”
“El espectáculo sí ha de tener tanta complejidad como sea posible pero pensando en el espectador contemporáneo y no en el filólogo profesional”
“Todas las obras maestras tienen un potencial crítico porque la verdad también lo tiene”
“El teatro ha de ser una experiencia actual, la obra debe provocar una experiencia actual intensa. Ahora bien, esa experiencia intensa puede venir no por la confirmación, sino por la extrañeza”
“Una institución como la CNTC debería vivir en la tensión entre la fidelidad al autor y la fidelidad al público actual”
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