El jardín de los poetas. Revista de teoría y crítica de poesía latinoamericana.
Año III, n° 4, primer semestre de 2017. ISSN: 2469-2131.
Gabriela Milone
Escribir la voz
Gabriela Milone
Universidad Nacional de Córdoba
CONICET
Resumen:
En estas páginas reflexionamos sobre la dimensión inaudita de la voz en su vínculo con la
letra, específicamente en la lectura de Juan L. Ortiz, Juan Carlos Bustriazo Ortiz y Mario Ortiz.
Indagamos en la experiencia de dos tipos de sonidos: aquellos elementos considerados
insignificantes que no obstante sustentan la significación (fonemas); y aquellos supuestos
como
no
pertenecientes
al
lenguaje
articulado
aunque
puedan
ser
escritos
(onomatopeyas). Con la letra, en la letra, a la letra, ante la letra: la voz en el vórtice de lo
escribible se juega entre la literalidad de lo decible y la lateridad de su materia.
Palabras clave: Voz – Letra – Literalidad – experimentum vocis – Poesía argentina
Abstract:
In these pages we aim to explore the unheard dimension of the voice in its connection to the
letter, specifically by the reading of Juan L. Ortiz, Juan Carlos Bustriazo Ortiz y
Mario Ortiz. We will focus in the experience of two types of sounds: those elements
considered insignificant that nevertheless support the signification (phonemes); and those
elements supposed as not belonging to the articulate language although they can be written
(onomatopoeia). With the letter, in the letter, to the letter, facing the letter: the voice in the
vortex of the writable exposes it between the literality of the sayable and the laterality of its
matter.
Key words: Voice–Lettre–Literality– experimentum vocis– Argentinean poetry.
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“La voz proyecta visiones”, decía Bachelard (2003: 283). La voz “Ortiz” proyecta la visión –
sonora– de un vórtice, una turbulencia que gira, espiraladamente. La vorticidad de la voz Ortiz
nos proyecta a una misma sonoridad: vórtice viene de verter, así como verso. Ahí donde gira,
ahí donde torna, ahí donde rota, la voz Ortiz dibuja un vórtice.
Son tres, pero solo uno se ha referido a sí mismo con su voz: Ortizito, dice Mario, en
referencia al otro Ortiz, el grande, el inmenso pequeño, el Ortizón, Juanele. Pero hay otro más
que gira también en vórtice aquí: Bustriazo, el Ortizoide, el de los sonidos desdibujados en el
magma fónico de su balada arcaica1. Arcaica, así como la voz que evoca Juan Laurentino en
“Un grillo en la noche” (La brisa profunda, 2005: 447): “una voz antigua, humilde”; una voz
que hace eco y resuena en esa “voz sagrada de la tierra ingenua” con la que Mallarmé
comparaba también el sonido inquietante y no descompuesto del grillo (carta a Lefébure, 27
de mayo de 1867).
Vórtice vierte verso: esa es la imagen que buscamos proyectar en la voz Ortiz, voz que se
escribe con la letra, en la letra, a la letra, ante la letra. O mejor: la visión a la que nos referimos
es la de la voz en el vórtice de lo escribible que se juega entre la literalidad de lo decible y la
lateridad de su materia.
Ahora bien, desde las reflexiones de Agamben, insistamos nuevamente en la pregunta
por la voz.2 Solicitemos este pensamiento para indagar en la singular experiencia de la voz en
su escritura, en esa voz que –de la confusión animal a la discursividad humana– se escribe, se
hace letra. Aunque las reflexiones de Agamben se abocan mayormente a la reflexión sobre la
doble negatividad de la voz (esto es: la voz como el tener-lugar del lenguaje donde no es ni
mero sonido ni puro significado), hay otra línea de reflexión que podemos continuar en
ciertos textos dispersos, tales como: “Pascoli o el pensamiento de la voz sola” (1982, incluido
en Categorie italiane), “La glossolalie comme problème philosophique” (1983, publicado en
francés en Discours psychanalytique), “La idea del lenguaje” (1984, compilado en La potencia
del pensamiento) y fundamentalmente “Experimentum vocis” (reeditado en el reciente Che
cos’ é la filosofía, 2016). Aquí hay una búsqueda por pensar la voz en la letra, lo cual implica
pensar el pasaje de un experimentum linguae, donde se experimenta la “pura exterioridad de
1
Nos referimos claramente a los poetas argentinos Juan Laurentino Ortiz (Entre Ríos, 1896-1978); Juan
Carlos Bustriazo Ortiz (La Pampa, 1929-2010) y Mario Ortiz (Bahía Blanca, 1965).
2 Este trabajo se desprende de indagaciones previas, pero se completa y continúa especialmente en “La
voz en la letra” (Instantes y Azares. Escrituras nietzscheanas, 17-18: Número Especial: “La filosofía y la
literatura en la huella nietzscheana”, en prensa).
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la lengua” (Agamben 2004: 215) a un experimentum vocis, donde se busca hacer la experiencia
de “la voz como materia de la lengua” (Agamben 2016: 41).
Agamben retoma, por un lado, la idea de “la voz sola” de Gaunilion, vale decir, esa
experiencia de oír una voz (de estar ante una palabra) que se reconoce como tal aunque se
desconoce su significado; y por otro, la Teckné grammatiké de Dionisio el Tracio donde se
clasifica la voz en “articuladas y escribibles (engrammatoi); otras inarticuladas y no
escribibles como el crepitar del fuego y el fragor de la piedra o de la madera; otras
inarticuladas y, sin embargo, escribibles, como las imitaciones de los animales irracionales”.
Desde estas citas, Agamben marca una línea de reflexión para las experiencias de la voz sola y
de la voz en la letra en la medida en que ambas exponen la pura intención de significar.
Sabemos que la voz no es ni mero sonido ni puro significado, sin embargo podemos
preguntarnos sobre qué otras cuestiones se abren si pensamos la voz en el escenario mismo
de la letra; si nos enfrentamos a la singular cosa del lenguaje que pareciera indicar la letra
cuando escribe un sonido y en ese movimiento adviene un mundo que es aún ignoto para el
significado: antes que nada, la escena de la voz escrita da cuenta de eso que acontece como
apariencia de palabra.
La voz es infinita, dice Agamben que decía Platón que decía Sócrates en el Filebo, y lo es
en tanto inaferrable, inexperimentable. ¿De qué se trataría, entonces, en este experimentum
vocis que sabe y asume que la voz es inexperimetable? ¿Qué hay en la letra que, en la ilusión
de aferrar la voz, prepara un terreno para experimentar la inexperimentalidad de la voz?
Agamben dice que la incidencia clave que la escritura alfabética tiene en nuestra cultura está
com-prendida en la ilusión de creer haber apresado la voz mediante la escritura de las letras.
El lenguaje humano sería, pues, esa operación de excepción sobre la voz animal, sobre la nuda
voce de la pura lengua de la naturaleza, que inscribe en ella elementos privilegiados: las letras;
y más aún: la letra como índex sui donde se expone el paso entre foné y logos. El experimentum
vocis deberá asumir el lugar donde la articulación entre la voz y la lengua se da en la escritura:
la voz se escribe, se vuelve escribible (Agamben 2016: 40).
Entonces, continuemos las preguntas: las letras ¿trans-literan la voz? ¿Qué sería, desde
acá, la literalidad? ¿Letra y materia son sinónimos? Para Ortizito, recordemos, las letras son
materia amarilla: en el cuaderno de caligrafía, esa U, esa O proyectan imágenes, eso que aquí
se denominan proyecciones verbales funcionales: son, entre otras cosas, budineras desde
donde se saborea la pasta amarrilla de un bizcochuelo. Idéntica proyección se halla en Leiris
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(2010: 85-95), en ese texto titulado “Alfabeto” donde recuerda –valgan todas las
coincidencias– un cuaderno de letras para colorear que acompañaba un tarro de unas
galletitas: las letras tienen el gusto de la masa dulce que se pega al paladar y se proyectan a la
mano que las aprende. Las letras se mastican en la boca que articula la voz, tienen el sabor de
la infancia donde no sólo se aprende a hablar sino también a caligrafiar. “La letra se abre y
ofrece su tesoro oculto” dice Ortizito. “Las letras no se quedan en letras muertas sino que las
recorre la savia de una preciosa cábala”, dice Leiris. Si la voz proyecta visiones, la letra proyecta
misterio. Entonces: la voz se escribe en la proyección misteriosa de las letras. Es Bustriazo,
creemos, quien pone en escena ese misterio bidimensional de las letras: ese mundo sin
volumen donde la voz se escribe haciendo mutar las letras de sonidos mudándolas de
palabras. Ahí donde la regla dicta una letra, la voz pone otra; y la letra es el lugar donde la
lengua no desaparece ni se niega, sino que se da como apariencia. Bustriazo, Ortizoide, dice
temblura, dice parirura, dice himenura, dice cueruras, dice saladura, dice gritura y ese sufijo
inesperado hace de la voz el lugar de su experimentum. Porque si ura es el sufijo que indica
“cualidad”, en estas extrañas palabras da cuenta de la singular cualidad experimentable e
infinita de una voz que prueba su materia sonora en la letra que la escribe.
Decir lo máximamente decible del lenguaje en su materialidad: esa es la tarea, según
Agamben. Pero ¿de qué materia se trata? ¿A qué materialidad del lenguaje se refiere: será a su
sonido o su sentido? ¿A ambas o a ninguna? ¿Acaso se trata de la literalidad, al pie de la letra?
En “Idea de la materia”, Agamben (1989: 19) afirma que “donde acaba el lenguaje empieza, no
lo indecible, sino la materia de la palabra”; esto es: su “lignaria sustancia”. Materia sonora de la
voz y materia literal de la letra: donde acaba el lenguaje (como significado) empieza su
madera, su lignaria sustancia. En Ponge (2006: 446-7) encontramos también esta relación
madera-materia, pero sólo gracias al verterse de una lengua en otra, en el vórtice de la
traducción de bois en madera (en La fábrica del prado leemos “ausencia de madera
(materia)”). Pero es en Ortizito donde la familiaridad etimológica de estas palabras aparece en
un lugar central:
Materia es una palabra hermosa (…) Viene del latín, sí. Nació en el Imperio
Romano, entre medio de los bosques donde vivían las hadas y los druidas
pergeñaban sus hechizos. La materia pasó de boca en boca; con el correr de los
siglos se fue deformando y en España se convirtió en la palabra madera” (2014:
132).
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La materia de la palabra es madera que rueda por las bocas, que resuena en los árboles del
bosque, que se muestra en sus variaciones fonéticas y en toda su potencia fónica. El sonido de
una letra (t) se redondea en el sonido de otra (d), enlazándose en su lignaria sustancia y
exponiendo que en el umbral de la voz escrita hay un fonema que va de boca en boca,
variando mínimamente en transformaciones inauditas. De este modo, lo máximamente decible
parece ser esta exposición de la resonancia de boca en boca, de ese instante donde lo inusitado
de boca que se abre en medio del bosque suaviza la posición de la lengua detrás de sus dientes
y hacer vibrar una d donde antes chocaba una t, abriendo al escena fonética de la sequedad a
la vibración sonora.
Ahora bien, no dejemos pasar tan rápidamente la escena del bosque y su relación con la
materia/madera del lenguaje, más específicamente con el murmullo, el susurro. En “Tentativa
oral”, Ponge (2000: 254) sostenía: “Que hable un bosque, por ejemplo, como máximo habla
cuando susurra, cuando sus troncos gimen cuando sus ramas braman, sí, pero entonces habla
(muy alto) porque hay viento”. Es la escena de El álamo y el viento de Juan L. (2005: 290):
“sobre el viento y la noche, mira, mira el bosque de brazos que sostendrá el día puro”; es la
escena también donde se oye el “nieblor ensusurrando” del que se hacía eco la escritura de
Bustriazo (2008: 35). Ante la escritura de la voz susurrante estamos frente un caso
especialísimo del lenguaje: la onomatopeya. Nancy (2007: 44), en una nota al pie de A la
escucha, dice:
¿Cómo evitar señalar que la etimología de sonare, en un grupo semántico
relacionado con el sonido o el ruido, no puede separarse de otro grupo
onomatopéyico (en que el sonido da el sentido...) cuyo primer representante es
susurrus, susurro, murmullo […]?
La onomatopeya sería ese lugar del lenguaje especial donde, tal como lo recordábamos con la
cita de Dionisio el Tracio que evoca Agamben, la voz es inarticulada aunque escribible, donde
la lengua muestra su umbral entre lo sonoro y lo semántico. Es quizá esta experiencia del
lenguaje la que recuerda Juan L. en “El Gualeguay” cuando evoca el sonido “guaguay”, esa
expresión de asombro ante el río, asombro que lo habría nombrado: “Y los registros de esa
voz/ se fueron así confundiendo o se habían confundido / en las exhalaciones de la maravilla /
o del deseo, o de la queja/ como la raíz de la melodía primera, y del ritmo primero/ y de la
armonía primera/ en una penumbra todavía gutural” (2005: 668-669).
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“El registro de esa voz” dice Ortizón; el “reflejo de la voz”, dirá Ortizito (2014: 84, quien
también recuerda antiguas voces originarias para su Napostá); Ortizoide no nombra la voz ni
lo atraviesa el río sino un mar de viento en el que se sabe “desnudo en lo fonético”. Entonces,
en el juego de las letras que escriben lo inarticulado, amplifiquemos la proyección de la
lignaria sustancia de esta voz, haciendo de la onomatopeya un campo proyectivo. Ni
puramente sonora ni completamente sensata, la onomatopeya expone la voz en la escritura: el
sonido se escucha y retumba en la boca, se escribe en las letras. Al modo de las homofonías de
Brisset, otro filólogo del siglo XIX, Charles Nodiér, reflexionó sobre la onomatopeya poniendo
en acto lo que podemos llamar una ficción sonora de la lengua. Por caso, de “murmurar”,
Nodiér dice que el sonido de esta palabra “describe perfectamente al oído el ruido (…) del
follaje que un leve viento balancea y que, temblando, cede” (Nodiér 1808: 134). Y para
“susurrar”, vuelve a evocar la imagen sonora del follaje temblando por el viento. La escena da
cuenta de apenas un pasaje de aire haciendo eco en la escritura de las letras de esas voces; y
es una escena que reconocemos en Bustriazo, cuando leemos ese “nieblor ensusurrado,
relincho del viento entre los árboles” (2008: 43), voz temblorosa de la niebla; y es la niebla
vaporosa de Juan L, niebla que suena también en el temblor de esa “voz innumerable” de la
noche (2005: 314); y es la “voz desencarnada” de Eco que evoca Ortizito, voz de la que puede
verse su sonido, voz de la que ya no se sabe si es humana, o es un roce (2014: 54). En la
materia de la madera, el bosque proyectivo es la escena privilegiada del murmullo, de un
atisbo de lenguaje en el pasaje sonoro de la voz que escribe su sonido. Entre los árboles, la
voz escribe la materia en su madera sonora.
Recordemos en este punto el poema “Mira mi hijo… ¿qué es eso?” de Juan L. (2005: 79):
Mira mi hijo … ¿qué es eso?
La desnudez de la aurora
medio velada por una
cabellera de árboles.
Mi hijo miró, miró, los ojos agrandados.
Miró y no encontraba la palabra.
Pura como el asombro
rosado de la aurora
era su maravilla.
Miraba. Es pequeño.
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Tiene apenas dos años.
-¿Qué es eso, mi hijo? ¿Qué es eso?- Chiche! …papá
chiche!!me contestó.
La escena parece ser simple y sin embargo vela la complejidad de esa dimensión inaudita con
la que Agamben se refería al pensamiento que se enfrenta a la potencia de la voz. Ante la
inmensidad del “qué es esto”, la boca pronuncia una palabra que no es una palabra, que
simula serlo. La boca dice chiche y esas letras insisten en escribir lo inarticulado de algo
sonoro. Según la descripción fonética del español, el sonido de la ch se articula justo detrás de
la parte dura del paladar. Es un fonema palatal que se produce en la unión de la lengua con el
paladar. En esa conjunción sonora, lo duro y lo blando, el paladar y la lengua, hacen el sonido
de una palabra en apariencia de palabra. Porque “chiche”, en la duplicación de un sonido
extraño, blando y duro al mismo tiempo, hace un simulacro de palabra ahí donde no hay
palabra. En la lengua del niño del poema, que se pliega al paladar y en su choque produce un
sonido, un chasquido, no hay una palabra sino que hay materia de palabra: sonido de lo
máximo que puede decirse, duplicación de los pliegues sonoros que se gramaticalizan por las
letras, pero que en su inarticulación nos dejan ante la letra, a sus pies. Otro niño, el Ortizito, se
proyecta en esta escena de la literalidad: al pie de las letras de su juego, las mira, las proyecta
en visiones, en funciones, en galaxias. Al pie de la letra, la in-flexión literal se torna tauto-logía
filo-lógica: la pasión por las letras se alimenta de la más absoluta y redundante literalidad
(2014: 286). Letra por letra, la voz se escribe en un experimento que nunca la agota, que
siempre muestra su materia innumerable, inagotable, infinita, y por eso, inexperimentable.
Desde la clasificación de las voces de Dionisio el Tracio (articuladas, inarticuladas y no
escribibles; inarticuladas y escribibles), deducimos que lo inarticulado no sería pues una
imposibilidad fónica o una incapacidad fonadora, sino más bien una limitación en la
significación. Aquellos sonidos que la lengua no puede articular pero sí escribir quizá sean el
lugar donde se expone el pasaje del experimentum linguae al experimentum vocis de la voz en
la letra. Y arriesguémonos aún a pensar en esos sonidos inarticulables e inescribibles que
mencionaba Dionisio el Tracio: el crepitar del fuego, el fragor de la piedra (y podríamos
agregar el murmurio del río y el ulular del viento) y proyectémoslos a un poema de Bustriazo
Ortiz (2008: 43):
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“… ay las uñas del viento, esa maloca, ay sus dardos de jaspe, juan
“cantando, el poniente en mi vaso, en tus miradas, en tu vaso, en mis o“jos, los caballos, el relincho del viento entre los árboles, un lanzazo
“en mi vientre, siento pasos, será niebla tocando unos tambores en el
“cuero del árbol desollado, o serán tambores de los brujos en la espalda
(…)
“en la espalda del vaso adormercido, mejillita
“del ay, y cuándo cuándo, y las uñas del viento,
“donde yacen, dónde el dardo de jaspe, y el lan“zazo en el vientre parece un lloraredo, lulu“lélululén, lulén, el árbol, juan, el cuero
“del cielo, niebla negra, picadura del viento, este
“lanzazo…”
La escena está fuertemente marcada por la imagen sonora del viento: la exclamación
inicial se pronuncia ante “las uñas del viento” y luego hacia el final aparecen esos sonidos en
apariencia puramente onomatopéyicos (lululélululén, lulén) que proyectan en el poema el
sonido del ulular (el dar gritos, ululatus), sonido que se lo asocia a lo que es propio del viento
cuando se dice que ulula cuando sus ráfagas suenan como aullidos. En el poema, las uñas son
del viento; las ráfagas son una picadura y sus uñas rasguñan la inmensidad sonora que pica en
la voz: rasgan las palabras en su materia fónica, en la pura exposición de la voz en la letra,
exposición que da cuenta del experimentum vocis de la escritura de los sonidos.
Así, en el vórtice de ortices se abre una zona privilegiada para pensar la voz en su
materialidad, para habitar con la escritura el escenario fónico de esa lignaria sustancia. En el
vórtice la vemos verterse: el experimentum de estas voces va desde la escena de la voz
humana frente a la voz antigua, innumerable de la naturaleza en Ortizón, a la tematización de
la letra en las proyecciones verbales de Ortizito, pasando por la experiencia del desdibujamiento de lo sonoro y la experimentación fónica en Ortizoide. En este vórtice vemos
verterse los versos de los ortices que exponen esa experiencia donde la materia de la voz se da
en la literalidad de su escritura.
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