Publicado en la revista Letras Libres, mayo de 2018.
El mito generacional de Mayo del 68
Ernesto Baltar
Si los Juegos Panhelénicos tuvieron su Píndaro y la batalla de Maratón su Herodoto, el
Mayo del 68 parisino ha tenido su poeta-historiador más significativo, tan persistente
como desencantado, en el escritor y filósofo Gabriel Albiac, que le ha dedicado
numerosos artículos y pasajes dispersos en su obra a lo largo del tiempo, así como una
trilogía narrativa con tintes de novela negra (“novela negra de ideas”, podríamos
arriesgar). Y sobre todo a él ha consagrado un libro preciso y precioso, entre la crónica
periodística y el ensayo filosófico, entre el relato generacional y el telegrama lírico, que
acaba de reeditarse con textos añadidos: Mayo del 68. Fin de fiesta.
En este libro asistimos al relato pormenorizado de aquellos días de primavera,
con nombres y apellidos, con fechas y horas (y hasta casi minutero y segundero), con
emociones y consignas y sueños y conversaciones y todo tipo de personajes y detalles
concretos, vivísimos. La sensación al leerlo es como si un reportero –filosófico y
poético al tiempo– nos estuviese enviando cables informativos en directo desde la
trinchera. Emulando las evocaciones histórico-periodístico-literarias de Azorín respecto
de los clásicos de nuestras letras, Albiac ha sabido conjugar con maestría descripción,
acción, diálogos, citas, documentos, hechos e ideas en una trama fragmentada que es
como la propia vida: una historia shakespeariana llena de ruido y furia, contada por un
narrador omnisciente que no cree en la redención del sentido, las finalidades o el
progreso. Porque para Albiac el 68 significa sobre todo eso: la quiebra del sentido, de
un deseo acumulado durante más de un siglo –desde las revoluciones de 1848– que se
transmutó en realidad escénica en las calles parisinas, destilando “un placer que sólo
vive de la ausencia y de la profecía falsa de futuro”, y que moriría definitivamente con
la caída del Muro en 1989.
El 68 es un poderoso imaginario que construyó a toda una generación, que le
proporcionó su identidad ilusoria y le sirvió de coartada perfecta para vivir de las rentas
(al menos a aquellos supervivientes que no sucumbieron a los sucesivos paraísos
artificiales de la heroína, las comunas hippies o las sectas New Age). Una generación
que quiso convertir su derrota sin paliativos en un monumento gigantesco, un mausoleo
de nostalgia por lo que pudo haber sido y no fue, híbrido de proyecciones lacanianas y
leninistas, delirio colectivo teñido de psicodelia libertaria, ingenuos ideales y cándidas
consignas, el último asalto a los cielos de una religiosidad política condenada al
descalabro definitivo, a la extinción absoluta, a la melancolía perpetua.
Y todo, tal vez, por darse un poco de importancia, o por reclamar más dosis de
épica cotidiana, ya que no querían trabajar y se aburrían de haber leído tanto a Sartre.
Lógico.
Desentrañando el mito: una Nouvelle Vague del pensamiento
Para alguien como yo, nacido en 1977, que nunca ha puesto sus esperanzas en la
política (y mucho menos en la Revolución, esa cara oculta del Terror), que cree
aburridamente en las libertades individuales frente a las prácticas totalitarias y que más
bien considera que el denostado moderantismo debería ser tenido por un valor político –
frente a los celebrados extremismos y radicalismos activistas, tan fotogénicos ellos–,
tratar de analizar con mirada aséptica en este cincuenta aniversario los tan traídos y
llevados eventos parisinos de Mayo del 68 resulta una tarea complicada.
Ante tanta parafernalia y mitificación celebratoria –películas, artículos,
documentales, libros, memorias–, lo primero que le pide el cuerpo a uno, por reacción,
es protestar diciendo: “Pero, hombre, basta ya de tanta hinchazón y tanta tontería, si en
realidad eran cuatro pijos inofensivos, unos niños de papá –el elitismo intelectual de la
École Normale– con estudiadas poses existencialistas de tedio, jerséis de cuello vuelto y
gafas de pasta negra, que querían entretenerse jugando a cambiar el mundo y a
inmortalizarse frente las cámaras ‘haciendo Historia’ y que lo único que consiguieron
hacer con éxito es, a lo sumo, un selfie colectivo para alimentar su posterior bulimia
nostálgica”. Pero ese desahogo sería injusto, seguramente, además de jugar con la
ventaja de la perspectiva del tiempo pasado, de saber lo que ocurrió después. Por muy
distantes que nos sintamos de aquellas ilusiones y desilusiones, de aquellos sueños y sus
consiguientes batacazos, deberíamos saber acercarnos con ecuanimidad y respeto a sus
protagonistas, intentar ponernos en su piel, contextualizar los hechos y tratar de
entenderlos con la humildad del observador imparcial. Desmitificar conlleva analizar
con rigor y de manera desapasionada, no ceder a la tentación de dar la vuelta a la tortilla
en el balancín de los afectos. Intentémoslo.
En primer lugar, para no añadir más leña al confusionismo reinante, conviene no
mezclar escenarios: poco tiene que ver el 68 de París con el de Praga, o este con el de
Frankfurt, o este con el de San Francisco, o este con el de Madrid (si lo hubiere, que
sería más bien un 69). Cada uno tenía su idiosincrasia y sus motivaciones políticas, en
ocasiones antagónicas. Aquí estamos hablando de París, únicamente. Ni el asesinato de
Martin Luther King o las protestas contra la guerra de Vietnam1, ni el arte pop o los
Rolling Stones, ni los Beatles o Andy Warhol, ni Allen Ginsberg o las minifaldas o el
antiimperialismo, tienen incidencia directa aquí. Sí se han analizado, en cambio,
algunos aspectos sociales o de costumbres que se mostraban comunes a los distintos
países, al menos en el sector occidental: la ruptura generacional, la liberación sexual de
la mujer, la contracultura, el amor libre, la crítica foucaultiana a las instituciones, la
impugnación del trabajo como esclavitud sin sentido, la dinamitación del concepto de
familia o el uso generalizado de la píldora (unos años más tarde llegarían la legalización
del divorcio y del aborto). Según los intereses y gustos de quien esté tratando de inflar
la burbuja hermenéutica parisina, se subrayará la importancia del ataque a las
convenciones burguesas, la eliminación de las jerarquías, el descubrimiento de la
comunicación deliberativa en el ámbito asambleario, el traspaso de la violencia al
dominio de lo simbólico, la conquista del espacio público en el orden político o la
democratización de la sociedad postindustrial de masas. Sirve para casi todo.
Por tanto, nos encontramos ante un batiburrillo de ideas difícilmente practicable,
que es lo que ocurre cuando un sintagma, signo o imagen se recubre de tantos
significados superpuestos. Las numerosas pintadas anónimas que aparecieron aquellos
días en las calles parisinas, unas más lúcidas que otras, son un buen síntoma de esta
sobreproducción anárquica de mensajes: “la imaginación al poder”, “la barricada cierra
la calle pero abre el camino”, “decreto el estado de felicidad permanente”, “vivir contra
sobrevivir”, “la Revolución debe hacerse en los hombres antes de realizarse en las
cosas”, “la emancipación total del hombre será total o no será”, “olvídense de todo lo
que han aprendido, comiencen a soñar”, “abramos las puertas de los manicomios, de las
prisiones y de las Facultades”, “nuestra esperanza sólo puede venir de los sin
esperanza”, “el derecho de vivir no se mendiga, se toma”, “civismo rima con
Fascismo”, “contempla tu trabajo: la nada y la tortura forman parte de él”, “no me
liberen, yo me encargo de eso”, “abajo el realismo socialista, viva el surrealismo”, “van
1
Las protestas contra la guerra de Vietnam –la más mediática de la historia, retransmitida casi en directo–
sí fueron una excusa o impulso común en varias de las ciudades del 68. Una batalla de imágenes en el
corazón mismo de la “sociedad del espectáculo”.
a terminar todos reventando de confort”, “las armas de la crítica pasan por la crítica de
las armas”, “prohibido prohibir”, etc.
A nivel estético y social, conviene no olvidar la relevancia del movimiento
situacionista en esta cruzada contra los corsés de la educación recibida, la represión
sexual, el horario de trabajo y la lógica monótona de la sociedad capitalista, y en favor
de un cambio profundo de las condiciones de la vida cotidiana: una exaltación
vanguardista del juego, la libertad, la diversión y la imaginación. Si el objetivo de Guy
Debord y compañía consistía en la construcción de situaciones “para la organización
colectiva de un ambiente unitario y de un juego de acontecimientos”, el Mayo del 68
puede ser interpretado como un gran happening o instalación conceptual en que la masa
de estudiantes representa una obra artística durante varios días para poder escribir y
reescribir en años posteriores los volúmenes explicativos. Muy a tono con los usos y
tendencias del arte contemporáneo.
A nivel político, en cambio, la confusión era manifiesta: estudiantes y obreros
podían compartir pancartas y consignas pero diferían profundamente en los fines y hasta
en los medios. Por eso todo acabó en unos pocos días sin pena ni gloria, pese a la
aureola sostenida. El cineasta checo Milos Forman, que andaba aquellos días por París,
no salía de su perplejidad al ver cómo los manifestantes agitaban la misma bandera roja
que para él simbolizaba el infierno dictatorial contra el que se habían levantado los
estudiantes de Praga. En el teatro del Odeón se cantaban las bondades del maoísmo
libertario, lo que era literalmente un cuento chino. La “gran revolución cultural
proletaria” sería el siguiente espejismo delirante en la agenda de la rebelión permanente.
Cuando en 2007 Sarkozy proclamó en un mitin la necesidad de enterrar de una
vez por todas la mentalidad de Mayo del 68 (“denigran la identidad nacional y atizan el
odio a la familia, a la sociedad, a la nación, a la República”), el filósofo André
Glucksmann –que estaba allí pidiendo precisamente el voto para Sarkozy– decidió
escribir un libro con su hijo Raphaël para tratar de explicar las claves del evento
parisino. El título original, Mayo del 68 explicado a Nicolás Sarkozy, expresa mucho
mejor las intenciones y el contexto del libro que su versión española. En él Glucksmann
reivindica el 68 como un grito insurreccional frente a la tiranía del poder y la
maquinaria burocrática del Partido Comunista. Curiosamente, su defensa del 68
desemboca en la exaltación de las ideas liberales, lo que resultaría escandaloso a ojos de
muchos sesentaiochistas.
Desde una perspectiva spinoziana, sub specie aeternitatis, Albiac entiende el 68
como el cierre de una época, el momento del naufragio irrevocable, un punto sin
retorno: la desacralización del Partido Comunista, anticipo de la caída del Muro de
Berlín y clausura definitiva del sueño revolucionario de las masas proletarias, que
escondía una prolongada pesadilla planetaria de purgas, gulags, exterminios… “Del
comunismo, que fuera fe estrictamente religiosa en los años de entreguerras, no quedaba
ya, a final de los sesenta, más que un despotismo vacío y al borde mismo de la ruina: la
URSS y su andrajoso imperio de países con las armas en la nuca. Más la pléyade
parasitaria de los tan confortables y tan cómplices partidos comunistas europeos”. El
paisaje nocturno de las barricadas se entrega a cuerpo entero al simbolismo: “El adoquín
es el presente de una felicidad que nada planifica: el absoluto. Religioso. Sagrado, si se
prefiere. No hay nada que esperar: no socialismo, sobre todo. No hay nada que temer:
no este aburrido pudrirse en la sensata repetición –pero hay cosas peores– al cual
llamamos sociedad burguesa. Sólo hay la noche alzada en armas”.
Aún en los años ochenta el 68 representaba para nuestro autor, entre otras cosas,
“el amor insobornable por las causas perdidas, la consciencia lúcida de la superioridad
estética de la derrota, la fidelidad salvaje a esa estética como única ética revolucionaria”
de aquellos que saben que no han vivido ni podrán vivir el tiempo de la revolución pero
sí experimentaron, al menos, “la pasión febril de sus vísperas” (Todos los héroes han
muerto, 1986). El 68 –arguye entonces Albiac– le sirvió para borrar definitivamente de
su cabeza todo residuo de la visión religiosa y finalística de la historia y de la política:
“La gran teleología prometeica cedía su lugar a la paciente e infinita práctica cotidiana
de la insumisión, a la ruptura misma de las identidades subjetivas en que el poder nos
configura”. Desde este punto de vista, rebelarse consistía en instalarse en las fronteras
mismas del sinsentido, del delirio, de lo lúdico.
En Diccionario de adioses (2005), uno de los títulos más espléndidos y
depurados de la literatura española reciente, Albiac explicó todo el proceso histórico de
esa disolución, pasando revista a sus antecedentes y levantando acta de defunción de sus
milicias: “Es tiempo de sabernos naturalezas muertas. Cayó el Muro y nos quedamos
sin palabras. Dos siglos se cerraban: la era de la revolución. Lo que nuestra voz decía no
significa nada ya. Llega el tiempo de decir adiós a lo que uno ha sido, sin ceder la
última palabra a la muerte”. En el 68 la idea de la política como salvación se derrumba
definitivamente. Fueron las vísperas de una revolución que nunca ocurrió, la
experiencia de una decepción política e intelectual, una especie de muerte de lo político.
Después, sólo la ruina.
Ahora, pasados cincuenta años del evento, Albiac recuerda el 68 como un
tiempo gozoso porque tuvieron la inmensa suerte de no triunfar, de no hacer la
revolución: de este modo barrieron la antigua mugre pero no trajeron nueva inmundicia,
como la sordidez absoluta del Este. Los jóvenes españoles de entonces, transeúntes en la
clandestinidad, no querían ni un segundo más de vida como aquella: tan gris, tan
lúgubre, tan pacata. Desde Madrid pudieron seguir hora a hora todo lo que ocurría en
París, y sentían que aquella era su gente. ¿Y qué quedó al final de todo aquello? “El
tiempo de la revolución imaginaria dejó tan sólo las cenizas dispersas de una generación
que se soñó brillante. Que tal vez lo era. O hubiera podido, tal vez, llegar a serlo. El 68
fue un sueño europeo de dos décadas. Al despertar, el mundo apareció, como siempre,
irreparable. Y la conciencia humana algo más turbia. Pero, al menos, en la desilusión
hay un fondo primordial de sabiduría”.
Por mi parte, no puedo dejar de leer Mayo el 68. Fin de fiesta en términos
cinematográficos, con imágenes en blanco y negro rondando constantemente en mi
cabeza, del estilo de Truffaut y Godard.2 Se mezclan en mi mente, mientras leo sus
páginas, los fotogramas de Jules et Jim, Al final de la escapada, París nos pertenece o
Cleo de 5 a 7, así como los documentales de Chris Marker y las soporíferas historias de
Duras y Resnais. Y tampoco puedo dejar de interpretarlo, en clave hispánica, como la
cara B de El desencanto de la familia Panero. Ese mismo tono de melancolía
generacional, de ruptura derrotada, de final marchito de una época.
En cierto modo, es la crónica desencantada y nihilista que Beckett o Cioran,
vecinos de las manifestaciones, podrían haber escrito en riguroso directo.
La crónica generacional de un radical libre
Nadie en su sano juicio pensaría que fuera posible la existencia de un híbrido entre
Azorín y Spinoza, pero si a algo ha venido Albiac es a destruir todos los tópicos.
Además de ser uno de los mejores escritores que tenemos en España –con un estilo
inconfundible, elegante, detallado, con una prosa conceptista, envuelta en música, densa
2
En la magnífica portada diseñada por la editorial Confluencias, los cascos brillantes y las gigantescas
gafas de la policía antidisturbios –como ridículas hormigas atómicas– transmiten esa misma textura
onírica del blanco y negro de la Nouvelle Vague.
en ideas y de frases cortas, con especial querencia por el hipérbaton y la elipsis–,
Gabriel Albiac encarna para nosotros la figura del pensador radical y libre, que va a las
raíces de las cosas y que no tiene miedo de pensarlas hasta el fin, al margen de las
modas efímeras, lo políticamente correcto y las sensibilidades del respetable lanar (esas
mismas masas ‘democráticas’ que empapelaban la puerta de su despacho o le impedían
dar clase en la Complutense por criticar a Hugo Chavez o defender el Estado de Israel).
De cara a la opinión pública, Albiac parece representar precisamente todo lo
contrario de ese moderantismo que yo elogiaba antes. Sin embargo, lo cierto es que
combina sus ideas radicales –con mutaciones extremas a lo largo del tiempo, aunque no
por ello menos coherentes– con unas maneras de perfecto caballero que hacen de él un
ciudadano singular: amable, culto, educado, respetuoso, cívico. Nada que ver con el
histrionismo de los anarquistas de salón (o de plató televisivo) o la mezquindad de los
comisarios políticos que cuchichean o merodean por las espaldas, desde las sombras,
con un puñal en la mano. Sólo nos parece, tal vez, demasiado afrancesado (nadie es
perfecto).
Como reflejaba el subtítulo de la primera edición de 1998, Mayo del 68 fue una
“educación sentimental” para toda una generación de jóvenes españoles que asistía con
impaciencia a la agonía final del franquismo. Igual que hubo unos años en que ser
comunista en España significaba básicamente ser antifranquista, también hubo un
tiempo en que haberse paseado por los adoquines del Mayo parisino dotaba a su flanêur
de un halo mágico, intachable.3 Lo peor son todos aquellos que quisieron lavar sus
biografías de la noche a la mañana y dieron carta de naturaleza a la mentira, a la ficción
histórica, para poder posar sonrientes en el fotomatón democrático.
En último término para Albiac el 68 desembocaba en un placer sin futuro, sin
sentido, sin sujeto. Por eso considera que no se puede hablar del 68 en primera persona,
en “yo”, y se ha visto obligado a dejarse escribir por estas páginas corales, fruto de un
autor colectivo que se subordina a los textos y contextos. Se compone así un collage de
fragmentos polifónicos, como explica el autor en el prólogo: “No gestiona este texto un
yo narrador. Narran otros. Voces ilustres o anónimas. Sartre o Geismar, Malraux o
Cohn-Bendit, De Gaulle, los Doors, Althusser, Goldman, Jefferson Airplane, Virgilio,
3
Leyendo las crónicas patrias, pareciera que media España estuvo allí, pese a que ni la península
franquista se desertizó ni en el Barrio Latino se escuchó con tanta insistencia la lengua de Cervantes. Esos
“Yo estuve allí” son la versión menesterosa y automitificadora del “Yo acuso” de Zola, germen histórico
del intelectualismo mediático. Sintomático y revelador es que el propio Albiac no pusiera un pie en París
hasta el 69.
Krivine o vaya usted a saber qué ignoto garabateador –plagiario sin el menor
inconveniente, las más de las veces– de consignas y aforismos en paredes y pizarras. Ni
unos ni otros tienen ya entidad individuable. Son textos. Sobre papel o muro. Como
tales nos conciernen. En esa medida sólo los llamamos nuestros. A la manera de un
collage”.
Podría señalarse, en cualquier caso, cierta vanidad o presunción inscrita en el
concepto de generación, cuando el “nosotros” resulta aún más egocéntrico que el “yo”.
Algunas consideraciones en este sentido producen estupor: “Éramos bibliotecas
andantes. Los del 68. Nunca, en el siglo XX, hubo generación que devorase así los
libros. Con el ansia fundamental de una misión sagrada: en los libros estaba la clave del
inminente trastueque del mundo. […] Había que saberlo todo. Para poder, al fin, hacerlo
todo. Todo. No ha habido generación más hambrienta de sabiduría que aquella de los
que, con menos de veinte años entonces, nos sabíamos destinados a resolver el
majestuoso teorema de un mundo liberado, al fin, de estupideces y opresiones”. ¿De
verdad se lo creían?
Al igual que el concepto de “distopía” refiere, según la definición del DRAE, a
“una representación ficticia de una sociedad futura de características negativas
causantes de la alienación humana”, quizá deberíamos acuñar un neologismo para
designar esta especie de mito regresivo negativo (“retrodismito” o “antimitorretro”
podrían ser dos candidatos) que es el mito del fracaso glorificado. El mito de lo que
pudo haber sido y no fue.
Ciertamente, convendría hablar del 68 no en términos de “yo” ni de “nosotros”
sino, más freudianamente, en términos de “ello” y “superyó”, entre la expresión de las
pulsiones y deseos que laten al nivel del inconsciente y la asunción interna de las
normas morales como proyección de ideales establecidos en una determinada sociedad
o cultura. En este caso, la idolatría de la juventud y el narcisismo generacional fabrican
su fantasía sublimada en el altar del fracaso: el héroe subversivo que en su
insignificante derrota erige un panteón monumental; el revolucionario frustrado como
nuevo mesías regresivo, sin redención posible. Ni falta que hace.
Fin de fiesta: la lección de Epicuro
Entre la novela negra de ideas, el reportaje distópico-nostálgico y el telegrama poético,
Mayo del 68. Fin de fiesta es, probablemente, lo mejor que se ha escrito y se escribirá
sobre el famoso acontecimiento parisino. Algún crítico escéptico añadiría con
malevolencia: nunca evento tan nimio tuvo tan esmerado cronista.
Para Albiac hacer saltar lo establecido sin imponer un nuevo orden, como
ocurrió en el 68, permitió abrir una grieta de libertad a la que aquella generación se
lanzó de cabeza: una vida sin creencias, iglesias ni partidos, sin futuro ni finalidades. El
puro lujo: la instalación en el ahora, en el “es”, en el presente continuo. Por eso
considera que los sesentaiochistas han llevado una vida festiva, apoteósica: han podido
entregarse al placer sin sentimiento de culpa y hacer en todo momento lo que les viniera
en gana.
En conclusión, quizá Mayo del 68 no sea sino un producto de diseño más de
París, la ciudad del diseño por antonomasia, la ciudad siempre de los que quisieron ser
(la Belle Époque, los Maravillosos Años 20, el cine de autor), nunca la ciudad de los
que son; como todo lo parisino, y por extensión lo francés, es corolario de esa necesidad
imperiosa de dramatizar o amplificar sus gestos hasta el paroxismo. Tal vez el 68 no sea
sino un gigantesco happening o instalación conceptual de las masas estudiantiles,
ociosas y enrabietadas, transformado en selfie colectivo para saboreo posterior de las
mieles de la nostalgia, como hemos apuntado antes. Acaso el 68 no sea sino un
subgénero más de la maldita manía revolucionaria –léase totalitaria– de “hacer Historia”
(o de creer hacer historia, o de decir haber creído haber hecho historia, etc), de parar los
relojes a pedradas e inaugurar un nuevo calendario al gusto de los jóvenes.
Lejos del cinismo o del ajuste de cuentas, la crónica de Albiac se sitúa en un
tono de añoranza por el pasado. Una añoranza que no trasluce apego hacia la política –
esa factoría de servidumbres voluntarias, esa maquinaria de subjetividades ficticias–
sino entusiasmo por la vida, por la amistad, por la juventud. Al fin y al cabo, lealtad por
lo que uno fue, o mejor, por lo que quiso ser.
La lección de Epicuro, tan magníficamente traducida a hexámetros por Lucrecio,
ha sido bien aprendida: la vida como celebración del placer, del instante, del presente.
Sin temores ni esperanzas.
Ernesto Baltar es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y
profesor en la Universidad Rey Juan Carlos.