Una ausencia inaceptada
La discusión sobre la llamada “confusión de lo escrito y lo oral” y sobre la relación entre estas dos modalidades del lenguaje ha llenado páginas enteras a lo largo de la historia y ha traído las más diversas consideraciones y teorías que parecen alimentar día a día los trabajos de los estudiosos de las diversas disciplinas del saber, y no sólo de los lingüistas.
Uno de los aspectos de las investigaciones en torno a este tema que más ha llamado mi atención es la relación de la oralidad y la escritura con los hablantes-escritores, es decir, con los usuarios de un determinado idioma. Por eso la pregunta de este trabajo está dirigida a saber si en ausencia de la lengua escrita, un hablante puede sufrir alteraciones en la percepción de las realidades que esa lengua significa y si éstas pueden influir en la relación de ese hablante con los demás miembros de esa comunidad.
Pero, antes de nada, expondré una serie de datos que me parecen imprescindibles, como base teórica, para fundamentar mis afirmaciones, aunque hay que aclarar que mucho de lo que aquí escribiré está basado en mi experiencia; más en concreto, en las consideraciones acerca de la carencia de la lengua escrita en una de mis dos lenguas maternas, lo cual me permitirá hacer también un repaso al recorrido histórico de esa lengua, para así llegar a las razones que causaron la ausencia de la escritura y las consecuencias que dicha ausencia tiene.
Desde que en los años 60 del siglo pasado comenzaron a publicarse los trabajos de investigadores como Eric Havelock o Marshall McLuhan, que aventuraban la llamada “hipótesis de la cultura escrita” -un conjunto de teorías que dimensionaban el lenguaje escrito o, más bien, la cultura escrita -tomada ésta como la capacidad de un individuo para leer y escribir- y le atribuían, entre muchas otras propiedades, haber conseguido estimular el carácter reflexivo en la mentalidad humana -, el estudio de la relación entre lenguaje escrito y oral y sus implicaciones en los seres humanos cobró un nuevo impulso.
Sin embargo, estas últimas investigaciones no son más que el eslabón de una cadena comenzada a forjar en la antigüedad clásica y en la que, sobre todo a lo largo de estos dos últimos siglos, se ha ido destacando la preeminencia de lo escrito frente a lo oral – preeminencia que el mismo Havelock cree que sólo se ha alcanzado en el siglo XX-, en contraposición a lo expresado por las fuentes antiguas que atribuían a la escritura un carácter secundario frente a la lengua hablada.
Pero dejando a un lado las muchas interrogantes y opiniones que pueden expresarse sobre esta dicotomía oralidad-escritura, parece que nadie puede oponerse a ciertas afirmaciones, tales como la idea de la anterioridad del código oral frente al escrito, la artificialidad de este segundo frente al primero o la consideración de que ambos son un acto de expresión organizada de signos, que, en el caso de la expresión escrita, proporcionan un “exterior sólido” y duradero en la transmisión los sonidos.
Estas dos caras del lenguaje son cambiantes dentro de una normatividad estricta pero continuamente revisada y adaptable, pues ésta va intrínsecamente ligada a los cambios que esas expresiones de la lengua experimentan por el empleo de sus usuarios, entre muchos otros factores; cambios, por otra parte, naturales y necesarios que demuestran la viveza de una lengua y su capacidad de adaptación a nuevas situaciones que la fortalecen a la vez que la renuevan.
Digo que estos vaivenes evolutivos de las lenguas son posibles por el esfuerzo de transmisión colectivo, por el empuje reunido de unos hablantes-escritores que, a modo de ola, limpia, refresca y reanima estructuras, contenidos y demás enseres propios de un ente dinámico y necesitado de constante actualización, como es un idioma vivo.
Pero no debemos olvidarnos del verdadero motor de ese acto colectivo; de quién es el que impulsa la lengua; quién es el que está detrás de cada uno de los actos de habla, y quién hace comunidad por medio del desarrollo de su habilidad y necesidad particulares: el individuo, el usuario de una lengua.
Habilidad, pues la naturaleza le ha dotado de una capacidad para emitir sonidos; y necesidad por la exigencia de una vida en comunidad que ha propiciado la configuración ordenada y constante de esos sonidos para el mejor entendimiento de los miembros de esa colectividad.
Por tanto, es necesario resaltar lo que puede ser llamado individualismo dinámico o metodológico en el lenguaje -esta última acepción es citada así por J. Habermas (Habermas, 2001:29)-, y que podría tener un paralelismo con los postulados sociológicos de K. Popper en relación con su planteamiento elementalista sobre el individuo y su carácter de constituyente último del mundo social, y su capacidad para cambiar los componentes sociales, dentro de los cuales el lenguaje tendría su lugar.
Con esto se podrían explicar –eso sí, de una manera rápida y desde luego simplona- los hipotéticos primeros momentos en la creación de las lenguas y su relación inmediata con la naturaleza gregaria del ser humano. Esta palabra oral, como medio de comunicación, estimularía el oído e involucraría sensorial y emocionalmente al oyente, integrándolo, de este modo, a su grupo. Esta última idea, recogida de M. McLuhan, relacionaría directamente la lengua con la idea, apuntada más arriba, de la necesidad individual de pertenencia a un grupo, el cual necesitaría del perfeccionamiento de los vehículos de comunicación para lograr una mayor prosperidad y, así, poder hacer frente a la multitud de peligros que hace muchos miles de años acecharían la vida de las primeras comunidades humanas. Esta comunicación estaría relacionada con su defensa contra otros grupos humanos y con las necesidades básicas de alimentación, cobijo, reproducción, etc.; en definitiva, todo lo referente a su subsistencia.
Dicho esto, me gustaría que estas nociones sobre la oralidad-escritura y la relación del individuo y la comunidad en la creación y evolución de las lenguas sirvan como marco de referencia para lo que será el eje de este discurso, que no es otro que una cuestión que ha rondado por muchos años por mi mente, por lo que a la lengua se refiere y por lo que directamente me ha afectado y me afecta todavía como hablante y, sobre todo, como escritor: la correspondencia que existe entre el hablante-escritor y la lengua, en lo concerniente a los aspectos afectivos; es decir, a las relaciones afectivas del usuario con una lengua específica. Porque, ¿son las palabras únicamente las recreaciones de las realidades objetivas circundantes, o igualmente el lenguaje crea vínculos afectivos del usuario con sus coparticipantes de lengua y con su entorno?
Sobre esas realidades objetivas, o más bien objetivadas, es interesante lo que P. Berger y T. Luckman nos cuentan y creo que es necesario señalar aquí. La expresividad humana, explican, es capaz de objetivarse; los objetos de la realidad son objetivizaciones de la subjetividad humana y la vida cotidiana está llena de esas objetivizaciones y, además, sólo es posible por ellas. Dichas objetivaciones se sustentarían, primariamente, por la significación lingüística; por consiguiente, sería esencial la comprensión del lenguaje para la comprensión de la realidad de la vida cotidiana (P. Berger y T. Luckman, 1998:52-55).
Pero además de las trascendencias sociales, temporales y espaciales que estos autores atribuyen a este artefacto transformador de la subjetividad, el lenguaje tiene connotaciones sentimentales que implican la relación afectiva del hablante -no sólo su relación referencial- con esas realidades; son referencias emotivas que proporciona el lenguaje a cada uno de los usuarios y son las que permiten su comunión con esa lengua y con el ambiente que le rodea el entorno: con las demás personas, paisajes, costumbres y tradiciones, etcétera.
Ese lenguaje permite a los seres humanos, además de poder comunicarse, que su relación con ese grupo en especial, y no con otro similar, sea duradera. Sería esa implicación sensorial y emocional señalada por McLuhan y que serviría de vínculo eficaz y, otra vez hay que decirlo, necesario entre los miembros de una comunidad.
Pero, ¿qué ocurre cuando no hay un aprendizaje y, en consecuencia, uso de esa lengua en su forma escrita?, ¿qué sentimientos nacen en el individuo en ausencia de la escritura?, ¿qué referentes de la realidad que nos da el lenguaje se pueden ver distorsionados o que lazos afectivos podemos perder con nuestro entorno y con los integrantes de nuestra comunidad?
A esto quiero responder aportando datos que corresponden a la historia y a mi experiencia, como usuario de una lengua de la que he perdido esa parte de “cultura escrita”, y aunque hoy en día puedo y sé cómo escribir y leer en esa lengua, ese vacío del tiempo perdido sigue ahí, esperando llenarse con sensaciones que quizá nunca se produzcan; pero, esto sí es cierto, llenándose de sentimientos de una ausencia inaceptada.
El viaje desde la capital, donde vivíamos, hasta el pueblo era en aquellos tiempos, a finales de los años 60, algo así como una vuelta a Ítaca, pero con tiempo delimitado, aunque creo que con igual castigo divino: alrededor de una hora para recorrer 36 kms., hasta la capital de la comarca, para después subirnos a otro autobús, que tardaba cerca de media hora para llegar a otro pueblo cercano. Finalmente, al bajar de ese segundo autobús entrábamos en un taxi que puntualmente nos esperaba todos los lunes por la mañana para llevarnos a un último pueblo, y los viernes por la tarde nos devolvía al autobús para que volviéramos a nuestra casa en la capital.
Ese pueblo último, o aldea como nosotros la llamábamos, está en una zona del interior de una de las cuatro provincias gallegas. Y allí es donde mi madre, una maestra de apenas 35 años, había sido destinada.
Es difícil describir las condiciones de vida en el rural gallego, sobre todo si uno no ha tenido la oportunidad de vivir allí, en esos años: casas mal acondicionadas para el frío y la lluvia que azotan Galicia muchos meses al año, escasez de comida, insuficientes o casi inexistentes servicios médicos, deficientes vías de comunicación, escuelas en pésimo estado…
Pero la Galicia rural a donde habíamos llegado era la depositaria del legado más rico de nuestro país: nuestra lengua, el gallego. Una lengua alejada de todos los que veníamos de la ciudad -aunque hay que aclarar que muchos de los habitantes de la ciudad habían llegado a ella desde el campo y ésa era su primera lengua- y que nos confería, a los ojos de la gente del campo, un estatus especial, una categoría más elevada.
Y mi madre, a la que a su condición de hija de castellanos había que unir su incapacidad natural para los idiomas, nos educaba a mis hermanos y a mí, como no podía ser de otra manera, en castellano. Esto contrastaba totalmente con mi padre, pero sólo en su origen y en sus capacidades: hijo de gallego parlantes, y con excelentes habilidades naturales para los idiomas, también nos hablaba exclusivamente en castellano. Nuestra educación era exclusivamente en castellano: éramos de la ciudad y eso debía ser así.
El gallego, esa lengua que era ya reconocible y distinguible del latín desde el siglo XII (los primeros documentos no literarios conservados en gallego datan de los primeros años del siglo XIII), y que poco a poco se va imponiendo a éste, incluso en el ámbito escrito, en un territorio que ya es considerado independiente en ciertos momentos entre los siglos X y XII; esa lengua que había sido la lengua por excelencia de la lírica en toda la Península –excepto en Cataluña- y en particular de la lírica galaico-portuguesa; esa lengua que en el siglo XIII había alcanzado el rango internacional y era utilizada por autores de gran parte de Europa, estaba relegada al mundo rural.
El comienzo de su decadencia está relacionado directamente con las intrigas políticas que nacían en el seno de los reinos castellanos, cada vez más poderosos y que con más frecuencia, desde la alta Edad Media, intentaban restar poder político a los estados de los extrarradios: las llamadas provincias, donde estaban los que etimológicamente no tenían más remedio que considerarse los vencidos.
Aquí comenzaron para nosotros, los gallegos, “os séculos escuros”, los siglos oscuros; tres siglos –XVI, XVII y XVIII- en los que, frente al castellano y al portugués, que entran en un proceso de fijación y codificación, hay un ausencia casi total de los usos escritos.
El exclusivo uso oral, que correspondía a prácticamente toda la población, provocó la dialectización y la fragmentación del idioma; también provocó su pérdida de categoría de lengua de cultura –una lengua aliteraria deja de ser una lengua para la cultura y la ciencia- y su marginalización de los movimientos culturales como el Renacimiento y el Barroco, en los cuales el español, por el contrario, se afianzó y consiguió los mayores logros de su literatura.
Pero, paralelamente a este vacío de literatura erudita, pervivió la lírica en una gran variedad de formas: cuentos, leyendas, romances, canciones de cuna, de ciego, adivinanzas, etc.
La recuperación decimonónica de la lengua y su extensión más allá del mundo rural –recuperación en cuanto a su uso literario; aunque, por el contrario, se produjo un descenso en su uso oral, sobre todo en las clases medias y altas de las áreas urbanas por su situación de lengua no normalizada- fueron fruto de la extensión del uso del idioma en los espacios culturales y políticos, debida, principalmente, a los enérgicos esfuerzos por parte de ciertos grupos para su rehabilitación en la historia: estos movimientos galleguistas, como O Rexurdimento (El Resurgimiento) o O Rexionalismo (El Regionalismo), basados en la defensa de la singularidad y de la personalidad diferenciada de Galicia, hicieron del idioma la seña de identidad colectiva.
Sin embargo, todo este intento se vino abajo cuando, al poco de aprobarse el Estatuto de Autonomía de Galicia (junio de 1936), en el que la lengua gallega adquiere por primera vez el reconocimiento de “idioma oficial de Galicia”, estalla la guerra civil. A su fin, y con el comienzo del franquismo, desaparece de nuevo el gallego de la enseñanza, de las actividades culturales y de las actividades socio-económicas; en definitiva, de la escena pública.
El exilio obligado para una buena parte de los intelectuales y políticos galleguistas (exilio americano, mayoritariamente; en especial, a Argentina, Venezuela, México y Cuba), aunque no logró apagar la llama de la cultura, del idioma y de la identidad de Galicia, sí supuso un estancamiento en la expansión del gallego escrito y en la difusión de su literatura.
Echando la vista atrás, me doy cuenta que si bien el rural gallego era –y sigue siendo- el baluarte más seguro para nuestra lengua oral, la cultura escrita brillaba allí por su ausencia. Quizás no era entonces momento para mí de reflexionar sobre este hecho; en parte por mi edad y en parte porque el castellano escrito, el que nos enseñaban en la escuela, suplía de manera eficaz y práctica la carencia en mi otra lengua.
Cualquier manifestación escrita de la lengua y en cualquier medio (carteles, anuncios, periódicos, etc.) estaba en castellano. Incluso para las personas que a duras penas podían expresarse en castellano o no lo sabían hablar, su única escritura era, paradójicamente, en esa lengua.
La literatura estaba igualmente ausente de sus vidas; estaba alejada de los que con más derecho debían tenerla, cultivarla y disfrutarla. No de la totalidad de los gallegohablantes, pero sí de la gran mayoría. Vivir en el campo tenía la dificultad añadida de la lejanía de los centros culturales, que estaban localizados en las principales ciudades gallegas, donde sí habría una oportunidad de acceder a la literatura en gallego.
Porque sí había literatura en gallego; mucha y de enorme calidad. Llegados al siglo XIX, pareciera como si todo lo no escrito ni publicado en tres siglos hubiera visto la luz de repente.
Así, Rosalía de Castro traspasó nuestras fronteras con la calidad de su obra; Cantares gallegos, de 1863 y escrita íntegramente en gallego, hizo de O Rexurdimento un movimiento totalmente desarrollado; Manuel Curros Enríquez y el poeta Eduardo Pondal –el “bardo” de la nación gallega-; el batallador Antón Vilar Ponte; Losada Diéguez; el gran poeta Ramón Cabanillas; Vicente Risco, Otero Pedraio y Florentino Cuevillas, los componentes del Grupo “Nós”, a los que se unió la figura del gran Alfonso Daniel Rodríguez Castelao; Fermín Bouza Brey, Filgueira Valverde y Lois Tobío, los fundadores del Seminario Estudios Galegos (1923), a los que pronto se les sumarían Ricardo Carballo Calero, Antonio Fraguas y Xaquín Lorenzo. Y un interminable número de personalidades que, como comentaba, la guerra se encargó de frenar, no en su espíritu pero sí en la labor de continuidad de defensa de nuestra lengua, en nuestro país, en muchos de los casos.
Debo decir que soy consciente de la dificultad y el riesgo que entraña pretender hacer entrar en unas pocas líneas una lista inmensa de escritores, estudiosos e intelectuales en general que merecerían muchísimo más que una mera mención. Y a esto se debe añadir el peligro de que estas enumeraciones caigan en simples inventarios que dejen a estos protagonistas de la palabra en escuetos números ordenados por su lugar de aparición en la historia. Sin embargo, aun así, esto es lo mínimo que este trabajo les debe.
David R. Olson habla de cuatro condiciones para que se concrete la cultura escrita en una lengua, en la relación de esta cultura con el pensamiento. En primer lugar, dice, se necesita no sólo fijar los textos sino también acumularlos. En segundo lugar, es imprescindible la existencia de instituciones que usen esos textos; es decir, si esos textos no son utilizados en ciertas prácticas sociales –como es el caso de la religión, la ley, la ciencia, la justicia, los negocios o la literatura- su significación cognitiva será limitada. La tercera condición es que debe haber instituciones que incorporen aprendices a las instituciones mencionadas en el apartado anterior; y la escuela, sobre todo en sociedades con cultura escrita, es una de las fundamentales. Y la última condición es la necesidad de desarrollar lo que llama metalenguaje oral, que no estaría limitado a la cultura escrita, pero sí debe ser ligado a un lenguaje mental, y que es el que permitiría “hablar y pensar sobre las estructuras y los significados de los textos acumulados y sobre las intenciones de sus autores y su interpretación en determinados contextos” (Olson, 1995:336).
Pero sobre qué manera incidiría la cultura escrita en los procesos sociales y psicológicos, parece no estar tan claro. Olson hace referencia al trabajo de otro investigador, Harriman, en el cual se plantea la existencia de una relación conceptual entre la cultura escrita y la conciencia metalingüística, tomada ésta como la conversión en pensamiento y análisis que se produce en la lengua al leer y, sobre todo, al escribir; o, dicho de otra manera, la capacidad de reflexionar sobre el lenguaje, en todos sus niveles. Ese conocimiento metalingüístico no sería una condición previa para la adquisición de la cultura escrita sino, al contrario, sería un producto de ésta. (Olson, 1995:336).
Y sobre la literatura, como expresión del lenguaje, tenemos unas observaciones muy ilustradoras de Michel Foucault que, en gran medida, confirman lo que hasta ahora se ha estado exponiendo. Su pregunta sobre la posibilidad de considerar a la literatura como un fenómeno del habla extremadamente singular nos remite a la idea de la relación estrecha de ésta con la lengua, pero de modo particular; es decir, “…toda literatura, como acto de habla, sólo es posible en relación con aquella lengua […] Si las frases tienen un sentido, es porque cada fenómeno de habla se encuentra alojado en el horizonte virtual, pero absolutamente apremiante, de la lengua” (Foucault, 1996:84-85). Con esto se puede comprender el fenómeno literario como una manifestación del habla de naturaleza universal, pero necesariamente particular en cada lengua, lo que nos hace pensar que la influencia de la literatura sobre los usuarios de una lengua debe ser natural y necesariamente distinta a la influencia que ésta debe ejercer sobre los usuarios de otras. Esto daría sentido pleno a la idea de que la literatura sería reflejo y ejemplo de las objetivizaciones de la subjetividad humana; las que sustentarían la significación lingüística, según Berger y Luckman; las que resultarían esenciales para la comprensión de la realidad de la vida cotidiana. Así pues, la literatura y el conjunto de realidades de un pueblo quedarían total y significativamente equiparados.
Para finalizar con estas reflexiones sobre la escritura, debo retomar el artículo de Olson, por la claridad de su exposición y por la certeza del hilo argumentativo, aunque diga que esta argumentación que maneja es ya conocida. Sin duda es conocida, pero es de lo más aclaratoria:
El lenguaje se usa para representar el mundo; permite reflexionar sobre el mundo y tomar conciencia de él. La escritura se usa para representar el lenguaje; permite reflexionar sobre el lenguaje y tomar conciencia de él. Aquí es donde la lectura y la escritura inciden en el pensamiento. Al manejar lenguaje escrito, ya sea al escribirlo o al leerlo, se toma conciencia simultáneamente de dos cosas: del mundo y del lenguaje. (Olson, 1995: 351).
A la vista de todas estas pruebas, se podría inferir que la ausencia de la lecto-escritura, las graves carencias o las deficiencias en general en el proceso de su aprendizaje afectarían al usuario de manera individual, pero no exclusivamente; a un largo plazo repercutirían negativamente en lo que se refiere a las relaciones entre los individuos de una comunidad y, por ende, en el propio espíritu de la comunidad.
Y, aunque tampoco sea un dato nuevo, pero sí necesario en este recorrido, esta negativa a proveer a un pueblo del aprendizaje de la cultura escrita, por negligencia en su enseñanza o por simple prohibición, es una práctica repetida a lo largo de la historia con el objetivo de destruir esas relaciones entre los hablantes de esa comunidad y su espíritu comunitario. Es fácil entender que la ausencia de comunicación -entendiéndola en el marco de la comunidad-, trae como resultado una dificultad para la defensa de ese grupo, por lo que de desunión conlleva la no comunicación entre sus miembros (nunca mejor aplicada estaría la máxima cesariana de “divide y vencerás” que para este caso). Como tampoco es difícil entender que quien no puede recapacitar sobre su historia, costumbres, lengua, literatura, etc., pierde su conciencia de pertenencia, y está, sin lugar a dudas, destinado a ser vencido.
No quiero decir que el general Franco tuviera en su mente estos hechos lingüísticos para, de modo más efectivo, subyugar la lengua de un pueblo que comenzaba a despertar. Pero sí sabía, y de esto no tengo ninguna duda porque la historia se ha llenado con ejemplos similares, que un pueblo sin conciencia cultural –y la lengua es la moneda más valiosa del caudal cultural de un pueblo- es un pueblo sin memoria, sin historia, sin unidad y, en definitiva, fácilmente manejable y sumiso.
Todavía es posible leer u oír sobre los nulos efectos negativos que la victoria del general Franco trajo a la lengua gallega -lengua que, para más inri, era también la suya. Todavía hay trabajos que niegan el hecho de que el franquismo fuera un movimiento político que en ningún modo hubiera perjudicado las lenguas peninsulares, en beneficio del castellano. Nada más alejado de la verdad.
El Gobierno Nacional -el gobierno instaurado por Franco después de su golpe militar-, incluso durante la guerra civil, publicó cosas como ésta: “Se prohíbe el uso de otro idioma que no sea el castellano en los títulos, razones sociales, Estatutos o Reglamentos y en la convocatoria y celebración de Asambleas o Juntas de las entidades que dependan de este Ministerio” (Boletín Oficial del Estado del 25 de mayo de 1937). O como esta otra orden, publicada en el Boletín Oficial del Estado del 21 de mayo de 1938, en la que se afirmaba que la España de Franco no puede tolerar agresiones contra la unidad del idioma, ni la imposición de nombres que van contra su nueva Constitución, por lo que prohíbe la utilización de nombres que estén expresados en un idioma distinto al oficial, que es el castellano, que entrañen una significación contraria a la unidad de la patria o no figuren en el Santoral Romano.
Bueno, se podría pensar que en medio del fragor de la lucha tenían la necesidad de radicalizar sus posiciones contra los posibles peligros a esa “unidad de la patria”. Pero estos ataques fueron moneda de uso corriente durante los siguientes cuarenta años.
A los continuos desprecios a la lengua desde la administración estatal, se sumaron prohibiciones tales como la de publicar revistas o periódicos culturales e informativos en las lenguas catalana, gallega y vasca (no había ninguna ley que lo prohibiera por escrito, pero la Dirección General de Prensa no lo autorizaba, lo que, a la postre, resultaba como una prohibición encubierta); la prohibición de emplear la lengua gallega en las conferencias o actos culturales; la prohibición de publicar traducciones de lenguas modernas al catalán, gallego y vasco; la prohibición a los sacerdotes de usar el gallego en sus homilías y durante sus estancias en los seminarios; la prohibición del uso del gallego a los escolares… incluso la prohibición, por increíble que pueda parecer, que el Instituto de Estudios Gallegos utilizara el gallego en sus publicaciones.
Sin embargo, sí hubo literatura en gallego en la península durante el franquismo –la Editorial Galaxia, que será una pieza fundamental en el desarrollo del gallego en los años de la posguerra, se funda en el año 1950-, pero sí debió estar en la mente de los políticos franquistas, para que la prohibición del gallego no fuera total, el hecho de que la desvalorización social de la lengua era lo suficientemente intensa como para que esta misma sirviera de freno a los deseos de las comunidades con lenguas propias de seguir cultivándolas.
Desde comienzos de los años 60 se produjo en España una serie de cambios en el terreno económico y social que propiciaron una leve relajación en la censura. Como ejemplo, tenemos el levantamiento de la prohibición para publicaciones antes proscritas, como es el caso de la revista Grial; la posibilidad de la celebración del Día das Letras Galegas por parte de la Real Academia Galega; la creación de la editorial Edicións do Castro; la creación en la universidad gallega de la Cátedra de Lengua y Literatura gallegas o el permiso para la constitución de asociaciones culturales en defensa de la lengua gallega.
A las obras publicadas por los autores en el extranjero –de los emigrados, y de los huidos de la guerra y de la represión franquista posbélica-, especialmente en los países ya mencionados, hay que agregar las que desde los años 50 se encargaron de comenzar el renacer literario –por el empuje principalmente de la poesía- y de rellenar el vacío de casi dos décadas. Álvaro Cunqueiro, Xosé María y Emilio Álvarez Blázquez, Luís Seoane, Emilio Pita, Aquilino Iglesia Alvariño, Ricardo Carballo, Calero, Luís Pimentel, María Mariño, Manuel María, Manuel Cuña Novás, Celso Emilio Ferreiro, Anxel Fole, Xosé Neira Vilas, Bernardino Graña y un larguísimo etcétera se encargaron de superar el adverso contexto social y político que ensombrecía las posibilidades de la literatura gallega y su futuro.
Nuestro regreso definitivo a A Coruña, la capital de la provincia de la que les había hablado, se produjo en 1977, cuando aún no se habían cumplido dos años de la muerte de Franco (20 de noviembre de 1975).
Puedo decir que el tiempo que mis hermanos y yo nos habíamos pasado en la aldea, nos había dado parámetros que, difícilmente, hubiéramos podido conseguir en la ciudad. La lengua gallega que, incluso entre sus hablantes tenía ese rango inferior, circulaba de manera real y fluida en el campo, en la ciudad era objeto de burla, indiferencia y de un uso residual. En cualquier parte de la ciudad se podía sentir; y en el instituto, donde habíamos comenzado nuestro bachillerato, quizás más.
Fue allí donde por primera vez supimos de la literatura gallega –de manera más seria, pues durante muchos años los autores gallegos conocidos eran citados con las dosis de folklorismo necesarias para que no se los tomara en serio- y donde la leímos, por consejo de algunos profesores que, a finales de los años 70, eran lo más parecido a esnobistas o socavadores del orden lingüístico establecido, por el uso que hacían del gallego en las clases. Porque mientras la instauración de la democracia trajo la consolidación de los géneros que habían empezado a cobrar fuerza desde los años 50 y la apertura a nuevos géneros (la poesía era el género literario por excelencia en la literatura gallega), como el ensayo, la narrativa o el género dramático –géneros que sí se habían cultivado en gallego, pero nunca con la fuerza de la lírica-, la lengua gallega, como asignatura de estudio, aún estaba fuera de los centros educativos.
Al desprecio histórico al gallego se le sumaba un factor –que sigue muy vigente hoy en día- que provocaba, si aun era posible, un rechazo más radical por la lengua: el factor político. Si el castellano se asociaba a los sectores más burgueses de la sociedad; ésos que habitaban las ciudades y que estaban alejados de la lengua y de las realidades gallegas; esos que podrían ser llamados de derechas (con la dificultad que entraña definir conceptos políticos tan poco concretos), la defensa del gallego, desde los momentos de su resurgimiento en el siglo XIX, corrió a cargo, por lógica oposición, a los sectores más progresistas y liberales, que, en el siglo XX, ya estarán cercanos o dentro de los grupos políticamente conocidos como de izquierdas. La victoria del bando conservador en la Guerra Civil supuso una radicalización de sus posturas políticas que en nada estaban a favor de la conservación de las lenguas autóctonas. Y en los comienzos de la democracia, la defensa de la lengua gallega traía consigo la suposición –bastante certera, por cierto- de la pertenencia de ese hablante del gallego, que no viniera o viviera en el campo, a un grupo político determinado, por lo que el rechazo al gallego se volvió no solamente un rechazo histórico y social, sino también de tipo político, desde los sectores más conservadores de la sociedad gallega.
Sin embargo, pocos años después, en 1981, se aprobó el Estatuto de Autonomía de Galicia, en el cual se contempla el gallego como lengua oficial, junto al castellano, además de reconocer a Galicia como nacionalidad histórica.
Al año siguiente, el Instituto de la Lengua Gallega, creado en 1971, y la Real Academia Gallega proponen las Normas ortográficas y Morfológicas del idioma gallego que conseguirán un carácter oficial con la promulgación de la Ley de Normalización Lingüística. Desde aquí, el idioma gallego volverá a la vida pública de nuestro país: a las instituciones, a la educación y a ocupar espacios vedados durante siglos.
Hoy en día, sigo sintiendo las consecuencias del alejamiento de mi lengua; no de la lengua oral, que tuve la oportunidad de aprender desde niño, sino las consecuencias de la carencia en una determinante etapa de mi vida de esas letras, pensamientos, reflexiones… de esos Balbinos de Neira Vilas, de esa Terra Cha de Manuel María o de tantas páginas que hubieran supuesto, muy posiblemente, el nacimiento de un vínculo más férreo con mi comunidad; la participación más activa en la conciencia colectiva de pertenecer, de ser y de aceptarse como ente histórico necesitado de una consideración y de una valoración, y, lo que es más necesario, de una autoconsideración y una autovaloración.
Son secuelas que intento remediar; ya no tanto por el empeño de recuperar el tiempo perdido, mas sí por el ansia de recrear mis emociones a golpe de garabatos infantiles.
Pero debo aclarar algo que más de uno se puede preguntar. ¿Ya teniendo una cultura escrita, la del castellano, es posible explicar las realidades de otra cultura escrita, la gallega? No creo que sea posible. No es lo mismo intentar explicar realidades del gallego con el castellano: se pueden referir esas realidades, pero no creo que se puedan explicar sus significaciones; se podría explicar su existencia, pero no su esencia: lo que las hace ser y no sólo estar. Por tanto, no creo que nunca sea posible expresar con lo ajeno lo que está más cerca de uno, lo que vive en el interior.
Los choques entre lenguas no son un fenómeno moderno; siempre han existido y continuarán existiendo en zonas donde dos o más lenguas comparten un mismo espacio geográfico. Esos enfrentamientos entre las lenguas suponen rupturas y provocan conflictos, incluso entre los que no las hablan o las sienten, porque las lenguas son un patrimonio que va más allá de sus usuarios. Pero intentar convertir una lengua en atributo “no de la nación, sino de la raza, con el mismo derecho que el color de la piel o la forma de la cabeza” (Saussure, 1980:255), no es sólo un error, como dice el maestro Saussure, sino que debería considerarse, añado yo, como un crimen de lesa humanidad.
Las lenguas deben quedar al margen de cualquier lucha por un poder político, dominio geográfico o cultural. Las lenguas son refugio de realidades y confluencias de emociones; son lo que los hablantes somos pero porque nos han moldeado primeramente a su antojo y nos han dado su ser. Ahora nosotros les debemos esperanza.
Bibliografía
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1998 La construcción social de la realidad. Buenos Aires: Amorrortu Editores
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1996 De lenguaje y literatura. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica.
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SAUSSURE, Ferdinand de
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