El
tarro
de
las
ausencias
Luis Joaquín Bermúdez López
El tarro de las ausencias
CAPÍTULO 1: Sábado 4 de diciembre
Ya faltaba poco para que llegara el puente de la Constitución y todos los
habitantes del pueblo estaban deseosos y alegres, ya que por fin podrían disfrutar de
unos días de vacaciones que tanto anhelaban. Desde el verano tan solo tenían libres los
fines de semana, y no siempre completos, porque algún adulto a veces tenía que trabajar
los sábados, refunfuñando entre dientes, aunque con la boca pequeña para que pareciera
a ojos de sus superiores que lo hacía encantado. En el fondo, estaba deseando mandar a
hacer puñetas a su jefe, buscarse otro trabajo que no le absorbiera tanto, pasar más
tiempo con su familia, o simplemente hacer lo que le diera la gana, como viajar, estar
con sus amigos…, sin embargo era lo que había.
Por otro lado estaban los niños, que si bien tenían todos vacaciones, lo que se
llama más que puente, acueducto, algunos tampoco estaban muy contentos porque sus
profesores les mandaban deberes para hacerlos en casa.
—Joooooo, no es justo —decían algunos—; pero si no era bastante con lo que
les mandaban del cole, a veces sus padres les encargaban odiosas tareas para hacer en
casa.
—¡Qué bien hijo!, por fin vas a tener tiempo para ordenar tu cuarto y ayudarme
un poco con las tareas de la casa.
—¡Qué rollo mamá! Valeeeeee, lo haré.
Siempre había niños y niñas más contentos que otros, sobre todo uno que
siempre estaba feliz, porque tenía pueblo a donde ir en vacaciones, donde se
reencontraba con sus compañeros de cuando era más pequeño. Sus amigos de la ciudad
le solían decir con cierta envidia sana:
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—¡Qué suerte tienes Alhaja —que así se llama el protagonista de esta historia—,
de tener pueblo y poder hacer cosas diferentes! Aquí siempre es lo mismo, y no
podemos salir solos a la calle porque mi madre dice que es peligroso. Tú allí puedes
salir y jugar en la calle sin peligro. Bueno, luego me cuentas qué has hecho en tu
pueblo, que me alegro mucho por ti.
En realidad su nombre era Alejandro, pero como su madre lo consideraba su
alhaja, así lo llamaba, y él se sentía muy orgulloso de serlo.
—Un día te invitaré a mi pueblo y jugaremos juntos en la calle y conocerás a
mis amigos —le dijo Alhaja.
—¿De veras?, qué bueno eres y qué gran amigo, ya me contarás qué has hecho
por tu pueblo, que te lo pases bien.
Sin sospecharlo siquiera, Alhaja no sabía que ese puente de la Constitución no
sería como los demás, ya que iba a conocer a tres amigos nuevos: Rubito y dos gemelas,
que se llamaban Vera y Sara.
Los tiempos habían cambiado mucho desde que sus abuelos eran niños como él,
entonces no había ni siquiera televisión, aunque si algo permanecía en los pueblos era
ese aroma a tranquilidad, a confianza, a poder dejarte la puerta de la casa abierta ya que
nadie iba a entrar sin permiso; si alguien lo hacía siempre era para algo agradable como
llevarte un guiso una vecina, o un amigo buscando a otro para jugar en la calle, no con
un móvil, sino con un aro, unas canicas, una goma o una simple cuerda, donde se
pasaban las horas muy rápido, pero cuando apenas te dabas cuenta sonaba estridente un
grito que atravesaba incluso los gruesos muros de las casas, que decía:
—¡Alhajaaaaaa, veeeeeeen, que ya está la comida puesta en la mesaaaaaa! Esa
señal de wifi nunca fallaba, superior al 5G, G de Grito de una madre.
En apenas unos segundos se desmantelaba el tinglado, se recogían todos los
objetos, y como si tocaran a rebato, unos dándose palmaditas en el lateral del glúteo
simulando ser un caballo a la carrera, y ellas falda remangada para ir más rápido, antes
de que terminara la madre de vaciar el aire de los pulmones ya estaban todos sentados
en la mesa.
—De eso nada, qué te tengo dicho, a ver las manos.
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—Valeeee, mamá, voy a lavármelas, pero es que tengo mucha hambre.
—Date prisa que mientras te las lavas te voy poniendo un buen plato de
albóndigas con patatas fritas que tanto le gustan a mi alhaja.
En el pueblo disfrutaba mucho, si bien eran otros tiempos y como no se podía
estar siempre en la calle, y además también echaba de menos a sus amigos de la ciudad,
charlaba con ellos mediante el móvil que le dejaba su madre, veía pelis, hacía vídeos
cortos que colgaba en TikTok, o más largos y los subía a su plataforma de YouTube.
Una noche, cenando, le dijo su madre que se había venido una familia de la
capital a pasar unos días al pueblo, el marido intentaba desestresarse de tanto trabajo y
buscaban la tranquilidad de lo rural, que le habían hablado muy bien de él y habían
alquilado la casa de al lado, para pasar el puente de la Constitución, el cual estaba
comenzando.
—Sabes, Alhaja —dijo su madre—, mientras estabas en la calle con tus amigos
ha venido la señora con sus tres hijos porque os ha visto jugar, y como son más o menos
de la misma edad que tú quería ver si podían quedar contigo algún día. Le he dicho que
por supuesto, que estarás encantado de que sean tus amigos, además son muy
agradables. Son dos niñas gemelas, y un niño, que no sé cómo se llama pero como tiene
el pelo rubio, su madre lo llamaba todo el tiempo Rubito, ellas sí sé que se llaman Vera
y Sara. Los he invitado mañana a desayunar, así os conocéis y podéis luego salir juntos
a jugar.
—Me parece bien mamá, haré todo lo posible para que se lo pasen bien, les
enseñaré el pueblo y jugaré con ellos, es lo que más me gusta hacer cuando estoy aquí,
jugar, así que será un placer para mí hacerlo con Rubito y las gemelas.
—Gracias, hijo, qué bueno eres.
—Esa noche a Alhaja le costó un poco conciliar el sueño, pensando en qué le
depararía el nuevo día con sus futuros amiguitos, y creyó que lo mejor era no hacer nada
diferente, ni aparentar, simplemente se mostraría cómo es: amable, sociable,
extrovertido y todo fluiría solo.
Pensando en eso, le fue venciendo el sueño, y cuando quiso darse cuenta empezó
a entrar por su cerebro un sonido que iba aumentando poco a poco que decía:
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«ALHAJAAAAAA, levanta ya que estoy preparando el desayuno y tus nuevos
amiguitos no tardarán en llegar».
Fue escuchar esto, y como si tuviera un muelle, dio un salto que cayó de pie
dentro de las zapatillas. Se aseó y bajó a la cocina.
—Buenos días, mamá, ¿a qué hora van a venir los vecinos?
—No tardarán, estoy haciendo churros que tanto te gustan.
—Hummmmmm, ¡qué ricos!
Sonó el llamador de la puerta de la calle, porque en las casas de los pueblos no
había timbres, eso era de las ciudades, o de los señoritos, y hasta podían ver quién era
por una cámara en un teléfono. En el pueblo se abría sin más y fuera quien fuera
siempre era bienvenido.
—Abre tú hijo que yo estoy echando los churros a la sartén y vigilando el
chocolate.
—Voy mamá.
Abrió la puerta y sí, allí estaban los tres.
–Hola, me llamo Alejandro, pero podéis llamarme Alhaja, vosotros debéis ser
Rubito, Vera y Sara. Adelante, estáis en vuestra casa.
—Gracias —dijeron al unísono los tres.
—Hummmmmm, qué bien huele —añadió Rubito conforme se adentraba en la
casa y saltaba a sus fosas nasales el aroma del chocolate recién hecho, y el olor de los
churros al que acompasaba un gracioso chisporroteo que salía de una gran sartén.
—Mamá, ya están aquí Rubito y las gemelas.
—Sentaos en la mesa que ya está listo el desayuno.
Los tres hermanos miraban con ojos llenos de curiosidad todo lo que estaba a su
alrededor; lo que más les llamó la atención, donde los tres a la vez fijaron la vista y se
quedaron inmóviles, fue una gran espetera repleta de sartenes, cacerolas y otros
utensilios de cocina, la mayoría de los cuales jamás habían visto.
—¿Qué es eso? —dijo Vera, señalando una sartén negra con tres patas.
—¡Ja, ja, ja! —sonó una carcajada—, pero la madre de Alhaja, al ver sus rostros
de sorpresa, se dio cuenta de que al ser de la capital, probablemente no hubieran visto
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nunca una sartén de patas, unas trébedes, un badil, unas tenazas para la lumbre o unas
simples parrillas, por lo que dulcificando su rostro y su voz les estuvo explicando a los
niños lo que era cada uno de los objetos que había en la cocina, y que no sabían para
qué se usaban.
Sentados los cinco alrededor de una gran mesa antigua de madera maciza, cerca
del fuego para calentarse, pues en esa época del año solía hacer frío, todos disfrutaron
de un magnífico y nutritivo desayuno, mientras ella les iba explicando algunas
particularidades de la vida en el pueblo.
Terminaron rápido de desayunar porque lo que querían en realidad era ir fuera
con Alhaja a jugar y conocer a sus amigos.
—Nos vamos, mamá, he quedado con Zurcido y Canica para ir a jugar al antiguo
establo.
—Vale hijo, tened cuidado y no os acerquéis al río, coged las chaquetas antes de
salir que hace frío.
—Gracias por el desayuno señora —dijo Rubito, a la vez que asentían sus
hermanas con la cabeza.
Los tres salieron como alma que lleva el diablo, mientras se enfundaban en sus
cazadoras, que estaban colgadas en un perchero de madera que había al lado de la puerta
de la calle.
—Qué nombres más raros tienen tus amigos —dijo Rubito.
—¡Ja, ja! En realidad no son sus nombres. Una cosa que debéis saber es que en
los pueblos todos tienen mote, yo Alhaja, y a mi amigo Zurcido lo llamamos así porque
aunque es de mi edad, todos los de mi pandilla lo somos, él es mucho más grande que
nosotros y encima tiene la cabeza un poco apepinada, similar a los huevos de madera
que se usan para zurcir calcetines, y por eso lo llamamos así. En cambio Canica es lo
contrario, es pequeño de estatura y juntos parecen un huevo de gallina y otro de paloma.
Son muy amigos desde que nacieron y van siempre juntos a todos lados, no se separan
para nada.
Aquí nadie se toma a mal lo de los motes y los llevamos con orgullo, si venís
más veces por el pueblo seguro que terminaremos por poneros alguno a vosotros tres,
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aparte de las gemelas y Rubito, que en realidad también lo son, pero no puestos por
nosotros, aunque los adoptaremos como propios.
Con paso ligero, para entrar en calor, pero sin correr, se encaminaron los cuatro
hacia un antiguo establo que había a las afueras del pueblo. Este solo se usaba en verano
como lugar de almacenamiento de alpacas para dar de comer a los animales, porque ya
vacas no había, debido a la gran crisis que hizo emigrar a muchos del pueblo a la
ciudad, abandonando sus negocios de toda una vida llena de pasión por la agricultura y
los animales, que habían dado de comer a tanta gente, pero ahora era imposible
mantener tan altos costes de producción y vender la leche a precios tan bajos.
Habían quedado en la puerta con Zurcido y Canica y justo llegaron los seis a la
vez. Se quedaron mirándose unos a otros sin mediar palabra, hasta que Alhaja rompió el
hielo:
—Estos son los amigos de los que os he hablado, Vera, Sara y Rubito.
—Hola —dijeron Rubito y sus hermanas—, a lo que respondieron con el mismo
saludo los inseparables Zurcido y Canica.
—Son de la ciudad, han venido a pasar el puente y he pensado que podría estar
bien que les enseñemos el pueblo, las cosas que hacemos por aquí, nuestros juegos en la
calle, sin tablet ni móviles.
Podemos empezar por algo sencillo y que seguro que conocéis —dijo Alhaja
dirigiendo la mirada hacia las gemelas y Rubito—. ¿Qué os parece si jugamos al
escondite?
—Vale, ¿dónde nos podemos esconder? —preguntó Vera.
—Dentro del establo, que es grande y hay paja suelta, alpacas y algunos aperos
de labranza que están muy bien para esconderse —añadió Alhaja—. Yo me quedaré
fuera, contaré hasta veinte con los ojos cerrados y luego entraré a buscaros.
Se tapó los ojos y antes de empezar siquiera a contar entraron corriendo al
establo, pero cuál fue la sorpresa de Alhaja al abrir los ojos y ver que sus amigos
Zurcido y Canica no habían entrado a esconderse.
—¿Qué os pasa?
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—Ya sabes que a nosotros no nos gusta entrar en el establo, preferimos
quedarnos fuera, entra tú y búscalos, nosotros nos quedamos justo en la entrada.
—No me acordaba. Bueno, entraré despacio a ver si los veo.
Así lo hizo, entró lentamente intentando no hacer ruido, pero el establo estaba
más lleno de paja que nunca y no era fácil enconar a alguien en esa situación.
Estuvo muy cerca de las gemelas, de hecho estaban casi juntas y pasó por el
medio de ambas varias veces, pero no las vio. Lo mismo le pasó con Rubito, todos
estaban semienterrados en la paja, lo sobrepasó en varias ocasiones, mientras que sus
amigos siempre se quedaban en la puerta, no entraron ninguna vez a ayudar a buscarlos.
Ya empezó a estar un poco asustado porque entró y salió varias veces y no los
veía, y aunque al principio se sentía muy bien buscándolos, llegó un momento en que se
agotó de tanto entrar y salir, y se rindió, por lo que decidió gritar sus nombres y darles
como ganadores.
—Rubitooooo, Saraaaaa, Veraaaaaaa, por favor, salid, no os encuentro, habéis
ganado.
De repente, empezaron a removerse tres montones de paja, dos muy juntos, los
de las gemelas, y otro un poco más abajo, pero también cercano, de entre los que
aparecieron los tres hermanos, espolvoreándose la paja de encima, que se les había
metido por todo el cuerpo y no hacían más que rascarse.
—¿Entonces hemos ganado? —dijo Rubito.
Sí, pero si os parece ahora vamos a ir a otro sitio, no me acordaba que a mis
amigos no les gusta el escondite ni entrar al pajar, se han quedado en la puerta todo el
rato mientras he entrado yo solo varias veces a buscaros.
—Es raro que no nos hayas visto, estábamos juntas, has estado entre las dos
varias veces, y a nuestro hermano lo has pasado casi por encima.
—¿Qué otros juegos hacéis aquí en el pueblo que sean diferentes a los de la
ciudad? —preguntó Rubito.
—Aunque yo soy de aquí, también vivo en la capital y sé que allí no salimos a la
calle si no es acompañados, por lo que tampoco solemos jugar al aire libre, a no ser que
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sea montando en bici o patinando, o en el patio del cole cuando hacemos deporte,
jugamos al fútbol, etc.
Si hay algo que me gusta de mi pueblo es que cuando vengo no me acuerdo de la
Playstation, de las Oculus Quest, de Internet, ni de conectarme en línea con mis amigos
para jugar, eso ya lo tengo en la ciudad, aquí estoy deseando llegar para salir a la calle y
jugar al fútbol, al pillapilla, al escondite, al clavo, al redondel, a los coneles, al tejo, al
zompo, a las canicas… Siempre tenemos algo a lo que jugar, y si no, pues nos vamos
cerca del río y vemos los peces o los pájaros; en verano hasta nos bañamos, aunque lo
hacemos a escondidas ya que nuestros padres no quieren que nos acerquemos, puesto
que puede ser peligroso.
El año pasado se ahogó el hijo del carpintero, que tenía dos años más que yo, y
todo el pueblo lloró su pérdida, grandes y pequeños. Yo tengo mucho cuidado, conozco
bien el río, solemos ir a un remanso donde no cubre, pero ahora es imposible porque el
agua está muy fría. Si venís en verano os llevaré y nos bañaremos.
Hay un amigo que tiene un rifle de plomos y caza pájaros, aunque a mí no me
gusta eso, un día de verano fui con él, me dejó disparar a los botes y era divertido, pero
entonces me dijo poniéndose un dedo en los labios:
—Chissssssss, calla, he visto moverse un gorrión en ese árbol.
Se acercó, apuntó y disparó. El pajarito, tras un breve aleteo cayó muerto a mis
pies, mi amigo estaba triunfante, lo recogí, pero en ese momento sentí algo en lo más
profundo de mi corazón al verlo caer ensangrentado e inerte, como si se me helara, se
me encogiera y me lo atravesaran a la vez.
El pájaro se me estuvo apareciendo en sueños durante toda la noche, y me decía:
—¿Por qué lo hiciste, tengo dos hijos que alimentar y ahora también morirán?
Me desperté sudando y gritando:
—Yo no queríaaaaaa, perdónameeeeee.
Mi madre, al oír los gritos, entró en mi habitación, asustada, me abrazó y me
calmó. Le conté lo que había pasado y ella me reconfortó diciéndome que tenía un gran
corazón, y que nada más amanecer iría conmigo a ver si había algún nido cerca de
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donde estaba el gorrión, cuando lo mató mi amigo, pero que probablemente se tratase de
una simple pesadilla.
Jamás volví a ir con él, de hecho guardé mi tirachinas en una caja y no lo saqué
jamás ni para tirarle a los botes.
Ya no pude pegar ojo, nada más entrar el primer rayo de luz por la ventana, me
vestí corriendo y fui a buscar a mi madre.
—Vamos mamá, despierta que ya ha amanecido y tenemos que salvar dos vidas.
—Está bien hijo, me visto, preparo el desayuno y nos vamos a buscar el nido.
—Noooo, mamá, ya desayunaremos luego, tenemos que ir a por los pajaritos y
darles de comer, seguro que han pasado mucho frío esta noche sin el calor de su madre,
y a la intemperie.
—Eso si es que están vivos —refunfuñó la madre en voz muy baja, para que no
lo escuchara Alhaja.
—¿Qué dices mamá?
—No, nada, que a lo mejor no hay tal nido y es un sueño nada más.
—Sea como sea tenemos que ir a comprobarlo.
Salieron bien abrigados porque era muy temprano y hacía bastante frío, la hierba
crujía bajo los pies por el rocío de la noche.
—Aquí es, mamá. Este es el árbol desde donde cayó el gorrión.
Ambos empezaron a mirar alrededor del árbol por si veían algún nido, pero no se
atisbaba nada; la madre, más alta, cogió un palo largo del suelo y removió la rama que
le indicó su hijo, porque estaba muy tupida, y cuál fue su sorpresa al ver que apareció
oculto detrás de ella un nidito, del tamaño de la palma de una mano adulta.
—Mira hijo, aquí hay un nido.
Despacio, con la atenta mirada de Alhaja, le dio con el palo muy suavemente al
nido por debajo, por si hubiera algún pájaro adulto que diera la cara, o mejor dicho, que
asomara el pico, con lo que descartarían que ese fuera el nido buscado. Pero no salió
ningún pájaro.
—Insiste mamá, pero ten cuidado no vayas a tirar a los pajaritos.
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—Hijo, es posible que ese sea un nido abandonado de años anteriores, y si por
casualidad fuera el de dos polluelos no creo que hayan sobrevivido al frío de la noche
sin su madre.
—Nooooooo —gritó Alhaja—. Están vivos, tienen que estarlo.
—Cálmate hijo, se me ha ocurrido una idea. Traigo aquí un espejito de mano, lo
ataremos a la punta del palo y miraremos con él dentro del nido a ver si vemos algo.
Con un pañuelo ató el espejito, deseando que el nido estuviera vacío, porque
encontrar dos polluelos muertos le crearía un gran trauma y sentimiento de culpabilidad
a su hijo.
Con cierta picardía de persona adulta le dijo a Alhaja que se apartara no le fuera
a caer una rama encima, cuando en realidad lo que pretendía era que si había alguna cría
de gorrión dentro del nido, y estaba muerta, no la viera su hijo, y ya buscaría la forma
de ocultárselo, o colocar una cría viva a escondidas y volver con él más tarde.
Acercó muy despacio el espejo al nido, asegurándose de que Alhaja no pudiera
verlo, y lo pasó unos centímetros por encima.
—¡Dios mío! —dijo, pero no en voz alta, sino mentalmente, a la vez que dirigía
la mirada hacia su hijo—. Lo que vio fue el cuerpecito medio desplumado de la cría de
un gorrión, pero no se movía.
Con cuidado, intentó acercar el espejo al pájaro e incluso moverlo un poco para
asegurarse de que estaba muerto, y así ganar un poco de tiempo mientras encontraba la
manera de explicarle a Alhaja lo que estaba viendo.
—¿Qué pasa mamá, ves algo?
—No hijo, no se ve bien, el espejo está empañado con el frío, voy a tratar de
moverlo un poco para ubicarlo mejor.
Cuando lo acercaba vio removerse algo dentro del nido, y al fijarse bien se dio
cuenta de que justo debajo del gorrión muerto había otro cuerpecito; asomaba una
cabecita temblorosa y asustada, que empezó a piar de manera muy débil abriendo el
pico, pensando quizás que el espejo le enviaba el reflejo de su propia madre que venía
con comida.
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Pronto, Joya, que así llamaban a la madre de Alhaja en el pueblo, se dio cuenta
de la situación. Pensó que los dos pajaritos se vieron solos y desamparados y uno
falleció de frío, pero este sacrificio sirvió para que su hermano usara como protección
su cuerpo, metiéndose debajo, lo que le resguardó del frío de la noche. Es probable que
la naturaleza nos diera una lección y que uno se sacrificara para salvar la vida del otro,
puesto que si los dos hubieran permanecido en paralelo habrían fallecido sin remedio.
Dentro de la tristeza por ver a uno muerto, el corazón de Joya se iluminó con la
posibilidad de poder salvar al otro.
—Alhaja, corre, ven, tenías razón hay dos pajaritos en el nido.
—Qué bien, mamá, tenemos que llevarlos a casa y cuidarlos porque aquí
morirán de frío y de hambre.
—He visto que uno no se mueve, es probable que esté muerto pero el otro está
vivo. Como no hay mucha altura, sube con cuidado, coge al pajarito y lo pones en esta
bolsita de tela que está calentita.
Dicho y hecho, Alhaja trepó como si fuera Spiderman, pero asegurándose bien
dónde ponía cada mano, ya que el tronco del árbol aún estaba un poco resbaladizo por el
rocío de la noche. Rápidamente llegó al nido y comprobó que el que permanecía arriba,
al tocarlo, estaba totalmente helado y tieso, en cambio al palpar el que se encontraba
debajo, notó que aunque estaba frío respiraba y su cuerpecito mantenía algo de calor.
Lo cogió con toda la delicadeza que pudo y mirando sus ojitos se le saltó una
lágrima al ver que el gorrioncito también lo miró y abrió el pico. Lo metió en la bolsa,
se la colgó a la espalda y bajó del árbol muy despacio.
Deprisa, casi a la carrera se encaminaron hacia la casa.
—¿Mamá, crees que sobrevivirá? Lo cuidaré mucho, ya sé lo que voy a hacer.
Le podré una camita en la buhardilla, en la parte alta, que está muy calentita.
Llegaron a la casa, mientras Joya trataba de darle comida al pajarito, Alhaja
corrió al botiquín y cogió una bolsa de algodón, sacó bastante e hizo una bola que fue
moldeando con sus manos hasta obtener algo parecido a un nido. Buscó una caja de
zapatos a la que hizo un agujero redondo a modo de ventana y colocó dentro el nido de
algodón.
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—Mira, mamá, ya le he hecho una casa a Pardillo.
—¿Ya le has puesto nombre? me gusta, eres muy ingenioso.
Poco a poco, el calor de la chimenea y la paciencia de Joya hicieron que Pardillo
empezara a tomar alimento. La madre de Alhaja hizo una especie de pasta nutritiva que
le ponía en el pico con una jeringuilla.
—Mamá, he pensado que me quiero subir a dormir a la buhardilla unos días
hasta que se recupere Pardillo, porque quiero cuidarlo, ¿me das permiso?
—Claro hijo, esta tarde te prepararé allí una cama.
A los tres o cuatro días Pardillo empezó a desarrollar su hermoso plumaje y
estaba cogiendo poco a poco ese tono pardo de los gorriones adultos. Cada vez que oía
llegar a Alhaja estiraba el cuello dentro de su cajita de zapatos para recibirlo. Ya había
empezado a comer sólido y todas las mañanas Alhaja se levantaba muy temprano para ir
a por lombrices cerca del río, se las traía a Pardillo que las engullía con gran
entusiasmo.
Una mañana, aproximadamente cuando habían pasado dos semanas desde que
Pardillo estaba en la casa, se despertó Alhaja, que ya había vuelto a su dormitorio en la
parte de abajo de la casa, y como cada día, lo primero que hizo fue ir a ver a Pardillo,
antes de salir a por las lombrices. Se acercó a la caja pero no estaba, pensó que como ya
era grande se había salido por el agujero, empezó a buscarlo por toda la buhardilla pero
no lo encontró. Llorando, bajó corriendo, entró a la habitación de su madre, y gritando
dijo:
—Mamá, no está Pardillo en su casita.
—Tranquilo hijo, ¿qué pasa?
—Pardillo ha desaparecido.
—¿Lo has buscado por la buhardilla?
—Sí, y no está.
Subieron ambos y Joya comprobó que su hijo tenía razón, Pardillo no estaba en
su caja, lo buscaron pero no lo encontraron. Entonces le vino un mal presagio a la
mente, y es que la buhardilla tenía una ventanita redonda en uno de los laterales, que
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servía de ventilación, y la madre pensó que Pardillo, como ya era adulto y podía volar,
se había ido.
Tuvo que rebuscar mucho las palabras para explicárselo a su hijo, pero lo hizo y
a duras penas este lo entendió.
—Pardillo tiene que hacer su vida, ser libre, buscar pareja y tener crías, no
podemos tenerlo aquí siempre.
—Sí mamá, pero yo quería despedirme de él, no es justo, yo lo quería mucho, es
un desagradecido, le salvé la vida, lo ODIOOOOOOOO.
Alhaja se echó en los brazos de su madre, tembloroso, lleno de rabia, y lloró,
lloró mucho, como el niño que era.
Pronto, los brazos de la madre lograron calmar la desazón de Alhaja, y a pesar
de que estaba muy enfadado con Pardillo, no había día que no subiera a la buhardilla
con la esperanza de encontrarlo en su cajita, que dejó tal cual estaba cuando se marchó.
Miraba por los tejados, por los árboles, y veía muchos gorriones pero ninguno era
Pardillo, lo habría reconocido enseguida.
Una tarde, después de comer, Joya pide a su hijo que le acerque un pantalón que
se había manchado jugando, para lavarlo a mano; ella quería que la ayudara, y él
siempre lo hacía encantado, por estar junto a su madre.
—Vaya, no queda jabón, ¿me haces el favor de subir a por una pastilla?
—Claro, mamá, voy.
Alhaja subió los escalones de dos en dos hasta la buhardilla para buscar una
pastilla de jabón casero, que su madre hacía con los restos del aceite, y que era muy
bueno para la ropa y las manos.
Cuando estaba rebuscando en la caja para coger una pastilla de jabón, por el
rabillo del ojo vio unas pequeñas sombras en la ventanita, giró la vista y observó a dos
gorriones posados que estaban mirándolo, uno de ellos abrió el pico y se puso a piar.
Alhaja reconoció enseguida a Pardillo, y antes de que le diera tiempo siquiera a
levantarse de donde estaba buscando el jabón, este emprendió el vuelo y se posó en su
hombro. Lo cogió dulcemente con sus dos manos y simulando un nido lo acurrucó con
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ternura. Los dos se quedaron mirando, Alhaja lo acercó a sus labios y con gran ternura
le dio un beso en la cabecita.
Joya, preocupada porque su hijo tardaba mucho, subió a la buhardilla para
comprobar que no le hubiera pasado nada, y al asomarse encontró la escena. Se acercó a
su hijo, lo abrazó, lo besó y ambos empezaron a llorar de emoción y alegría.
Tras unos minutos se separaron.
—¿Estás contento hijo?
—Mucho, mamá.
—Mira, ha venido con una amiguita.
Pardillo, volvió a la ventana y se posó al lado del otro gorrión, se frotaron el
pico, lanzó una última mirada a Alhaja y ambos gorriones emprendieron el vuelo juntos.
—Ha venido a darte las gracias por todo y a despedirse.
Madre e hijo se fundieron de nuevo en un abrazo…
—Pero eso fue el año pasado —dijo Alhaja—, y ya no lo he vuelto a ver.
—Seguro que ha formado una familia y está muy feliz —añadió una de las
gemelas, enjugándose con disimulo una lágrima que le resbalaba por la mejilla.
—Todavía queda mucho tiempo hasta la hora de comer, ¿qué os parece si vamos
a buscar al resto de la pandilla y os presento a mis amigos?
Los seis se encaminaron de nuevo hacia el pueblo y casa por casa fueron a
buscar al resto, pero algunos no habían venido y no lo harían hasta el verano. Llamaron
entonces a la puerta de los mellis. Eran un hermano y una hermana, mellizos, y por eso
en el pueblo todos los llamaban «los mellis».
Abrió la madre.
—Hola Alhaja, Zurcido, Canica y… ¿estos niños tan guapos quiénes son?
—Son nuevos en el pueblo, han venido a pasar el puente, han alquilado una casa
que está junto a la mía, hemos salido a jugar y quiero presentarles al resto de la pandilla.
¿Están los mellis?
—Sí, pasad, ya han desayunado hace un rato.
—No, gracias, ¿les puede avisar de que estamos aquí?
—Sí, claro.
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Pero no hizo falta, en el momento en que escucharon a su madre hablar, ambos
se acercaron a la puerta.
—Hola, ¿qué hacéis aquí? y este niño y estas niñas…
—Te lo explicaré más tarde, ¿os venís a dar una vuelta y a jugar?
—Claro, nos vamos, mamá, vendremos para la hora de comer.
—Tened cuidado, os quiero aquí antes de las dos.
—Descuida, mamá, aquí estaremos.
Una vez Alhaja hizo las presentaciones se encaminaron todos hacia la plaza del
pueblo a comprar unas chuches y pensar en qué iban a hacer el resto de la mañana.
—Esta es toda la pandilla, bueno no toda, es la que hay ahora, en verano somos
más, nos juntamos hasta once, lo que pasa es que ahora hace mucho frío, hay menos
días y muchos viven lejos. Todos somos de aquí, nuestros padres se tuvieron que ir
porque ya no había trabajo, pero nos encanta juntarnos todos en el pueblo, ¿verdad
chicos?
—Sííííí —contestaron al unísono los mellis, Canica y Zurcido.
Vera y Sara estaban muy contentas porque había otra chica en la pandilla. Se
enteraron de que en realidad se llamaba Luna y su hermano Luis, por lo que a veces en
el pueblo los llamaban los mellis Lulú, porque los dos nombres empezaban por Lu, pero
a ellos no les importaba ya que se lo decían de modo cariñoso.
—Yo llevo algo de dinero que me ha dado mi padre —dijo Rubito—. Me
gustaría invitaros a unas chuches por ser tan amables con nosotros y acogernos en
vuestra pandilla.
—Vale —contestó Alhaja—; pero sin abusar, elegimos una chuche cada uno.
—Mejor entro yo, cojo un surtido y las compartimos.
Rubito entró en la tienda y se gastó todo lo que le había dado su padre en
chuches para sus nuevos amigos, las cuales compartieron en la plaza dando cuenta de
ellas con gran voracidad. Permanecieron todos un buen rato alrededor de una
majestuosa fuente que no dejaba de manar agua, la cual se vertía en un gran pilón y este
a su vez tenía un sistema de evacuación que la mandaba a un acuífero subterráneo. A
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pesar de parecer que se desperdiciaba al estar todo el día cayendo, no era así, puesto que
el acuífero servía después para redistribuir el agua entre los agricultores de la zona.
Una vez acabaron de devorar el surtido de chuches, uno detrás de otro se
acercaron a la fuente y saciaron su sed.
—Hummmmm, qué fresquita y qué buena está —dijo Sara.
—Sí, esta fuente tiene mucha fama en toda la comarca —añadió Canica—, es la
mejor agua de la zona y mucha gente viene incluso a llenar garrafas para llevarse a casa.
No tiene cloro y es muy sana.
—Lo que pasa es que me la bebo yo toda y no le dejo a Canica que la pruebe,
por eso crezco yo lo mío y lo suyo —dijo el grandullón de Zurcido, burlándose de su
inseparable amigo Canica.
—¡Ja, ja, ja, ja! —soltaron todos una carcajada acompasada, pero Canica no se
lo tomó a mal, al contrario terminó por reírse también.
Alhaja levantó la vista para ver la hora del hermoso reloj que adornaba la torre
de la iglesia y vio que eran ya más de las doce del mediodía.
—Chicos, nos quedan menos de dos horas para irnos a comer, ¿qué hacemos, se
os ocurre algo?
—Es sábado, ¿Por qué no vamos al huerto del restaurante para la recogida de las
verduras, que la hacen a la una? —propuso Luis.
—¿Qué tiene eso de divertido? —dijo Rubito.
—¿Habéis estado alguna vez en un huerto donde hay zanahorias, alcachofas,
lechugas, pimientos, tomates, etc.? En la ciudad todo eso lo vemos empaquetado, pero
aquí lo puedes ver saliendo de la tierra en su estado natural, y eso es muy bonito.
Además, si les ayudamos a recoger los productos para el restaurante, hoy sábado que va
mucha gente, nos dan un lote que llevamos a casa a nuestros padres, se ponen muy
contentos, y con ellos nos hacen unos guisos riquísimos.
El restaurante estaba a la entrada del pueblo por lo que había que caminar un
poco, pero tenían tiempo más que de sobra, pues aún quedaba más de media hora para la
una.
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Cuando estaban llegando a las últimas casas vieron al hijo del dueño del
restaurante llorando, apoyado en la pared, desconsolado.
—¿Qué te pasa Carlitos? —le preguntó Alhaja.
—Mi padre me va a matar, siempre pasea mi hermano mayor a mi perro Thor y
yo le digo que me deje sacarlo a mí que ya soy mayor. Hoy me ha dicho, toma hijo,
como estamos en el pueblo y no hay el peligro de la ciudad puedes pasear tú hoy a Thor,
pero ten cuidado.
—¿Y qué ha pasado?
—Nada más sacarlo de la casa, cuando aún no lo llevaba fuertemente cogido de
la correa, se cruzó un gato por la acera de enfrente, dio un tirón, salió detrás de él, lo he
buscado pero no lo veo. Me la voy a cargar como se entere mi padre.
—Tranquilo Carlitos, para eso están los amigos.
Alhaja tomó el mando de la Operación búsqueda de Thor.
—A ver chicos, se suspende la recogida de productos de la huerta. ¿Estáis
dispuestos a buscar a Thor?
—Sííííí, por fin algo divertido —dijo Rubito.
Carlitos se tranquilizó al comprobar que había tanta gente dispuesta a ayudarle y
sobre todo al ver la resolución de Alhaja, su tranquilidad, capacidad de organización y
manera de desenvolverse, parecía que lo tenía todo claro.
—Somos nueve, ¿estáis dispuestos a hacer lo que yo os diga?, se me ha ocurrido
una idea para atraerlo.
—Sí, lo estamos —dijeron todos a la vez.
—Carlitos, ve corriendo al restaurante, entra en la cocina sin que te vean y trae
un buen trozo de carne. Canica, tú que eres muy rápido corriendo, ve a tu casa y te traes
a tu perrita Fifí, si te ve tu madre le dices que quieres pasearla y no sospechará. En cinco
minutos todos aquí de nuevo.
—¿Cuál es tu plan? —dijo Vera.
—El camino por el que se ha escapado Thor se bifurca a unos cincuenta metros,
nos dividiremos en dos grupos de cuatro, mientras Carlitos se queda aquí por si vuelve
Thor o sale su padre a buscarlo. Si lo ve sin el perro, le dirá que me lo ha dejado a mí
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para pasearlo porque yo no tengo y me apetecía darle una vuelta. Así, si lo encontramos
y a la vuelta vemos que está su padre con Carlitos, vosotros os escondéis y aparezco yo
solo con Thor.
Atentos chicos, este es el plan: Un grupo estará formado Sara, Vera, Zurcido y
Canica («cualquiera los separa», pensó) e irán por el camino de la derecha con el trozo
de carne, que lo moverán por el aire para ver si Thor capta el olor y acude a la comida.
El otro grupo lo formaremos Rubito, los mellis y yo, que llevaremos a Fifí como
reclamo; como es una perrita muy linda seguro que si la olfatea o la ve se le acercará.
Mientras estaba dando las explicaciones de la operación apareció Carlitos con el
trozo de carne y Canica con la perrita. Una vez ultimado y comentado el plan de manera
rápida a los que estuvieron ausentes, todos se encaminaron juntos por el camino hasta
que llegaron a la bifurcación.
—Vosotros cuatro por allí y nosotros por aquí.
Zurcido ató el trozo de carne a la punta de una cuerda de aproximadamente un
metro y comenzó a agitarlo desde su mayor altura, a la vez que los cuatro gritaban el
nombre del perro: «THORRRRRRRRR, DÓNDE ESTÁS, mira lo que tenemos para ti,
hummmmm, qué rica está». Y así una y otra vez mirando uno para cada punto cardinal,
casi espalda con espalda, para que no quedase ningún ángulo muerto.
El otro grupo avanzaba por la parte izquierda del camino, también mirando en
todas las direcciones y llamando a Thor en voz alta. Fifí no daba ni un ladrido, con lo
cual no facilitaba la tarea. El tiempo apremiaba, si no encontraban pronto a Thor y
volvía Carlitos a casa, podría preocuparse su padre y salir a buscarlo.
Thor no aparecía por ningún sitio. Entonces, Alhaja se acordó de cuando se
subió al árbol a por el nido y se le ocurrió una idea. A pocos metros había un gran árbol
que no era difícil de trepar hasta las primeras ramas.
Sacó una cuerda del bolsillo, hizo una especie de lazo que unió a la correa de
Fifí, y empezó a trepar con la punta de la cuerda sujeta por su muñeca y en el otro
extremo la perrita, que era su plan B si no podía ver a Thor desde lo alto.
Una vez arriba volvió a gritar el nombre pero Thor no venía, miró a un lado y al
otro desde la rama a la que se había encaramado, tampoco lo veía. Entonces empezó a
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tirar de la cuerda para que subiera Fifí por si la podía ver desde lejos. La perrita, al verse
separada del suelo, aunque estaba segura, se asustó y empezó a gemir. Sin pretenderlo,
fue el gran reclamo para Thor, que nada más escuchar los gemidos acudió corriendo
justo hasta los pies del árbol, donde empezó a lamerla con cariño.
—Ha funcionado, Thor está aquí. Rubito, cógelo de la correa que no se vuelva a
escapar.
Alhaja descendió del árbol y a la carrera volvieron al cruce del camino,
llamando a sus compañeros.
—Venid, lo hemos encontrado.
Todos acudieron a la llamada de Alhaja y cuando se encontraron salieron
corriendo en busca de Carlitos, con la esperanza de que no hubiera salido aún su padre a
buscarlo, y así fue.
—Aquí está Thor, hemos dado con él, ha funcionado el plan.
—Muchas gracias a todos —dijo Carlitos—. Me habéis salvado, sois
estupendos.
Mientras estaba agradeciendo la ayuda a sus amigos, el padre de Carlitos salió a
buscarlo y llegó hasta donde estaban todos.
—Carlos, hijo, por qué tardas tanto, estaba preocupado.
—Lo siento, papá, es que me he encontrado con Alhaja y sus amigos y me he
entretenido hablando con ellos.
—No pasa nada, hola a todos, hace mucho frío para estar en la calle, acabo de
hacer un caldito en el restaurante, os sentará bien una tacita para entrar en calor. Vamos,
hijo, no te quedes ahí como un pasmarote, invita a tus amigos.
—Ah, sí, perdón, venid conmigo.
Entraron todos y tomaron junto a la chimenea una magnífica taza de caldo que
les reconfortó el cuerpo y el alma.
—Alhaja miró el reloj y dijo: ¡Mirad qué hora es!, tenemos que irnos a casa, son
ya casi las dos. Gracias, Carlitos, por el caldo.
—Gracias a vosotros, os debo una —les comentó, guiñando un ojo.
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Salieron todos corriendo, cada uno se fue metiendo en su casa, contentos por
encontrar a Thor y haber tenido una magnífica aventura.
Las mellizas y Rubito se despidieron de Alhaja pero quedaron por la tarde,
después de comer, en que fuera a buscarlos a su casa para jugar otro rato, y quién sabe si
para tener otra aventura.
—Ah, ya estáis aquí, ¿Qué tal la mañana? —preguntó su madre a Rubito y sus
hermanas—. Lavaos las manos, llamad a vuestro padre y ayudadme a poner la mesa que
la comida está lista.
—Ha sido maravilloso —respondió Vera—, lo hemos pasado genial, hemos
conocido a Alhaja y a sus amigos, son muy simpáticos y nos han acogido en su pandilla
como a uno más.
—Incluso hemos encontrado a un perro perdido —añadió Rubito.
—Qué bien —dijo su padre, que ya se había unido a todos en la mesa.
—Esta tarde vendrá Alhaja a buscarnos a casa, sobre las cuatro, y os lo
presentaremos.
—Estamos deseando conocer a ese chico tan famoso —manifestó la madre—.
Entonces, ¿os está gustando la experiencia de pasar unos días en el pueblo?
—Sí, mucho.
—Creo que hemos tenido una buena idea, ha sido una gran decisión venir aquí, a
tu padre también le vendrá bien alejarse un poco del ruido de la ciudad y del estrés del
trabajo. Vamos a estar cinco días, hasta el 8 de diciembre, aprovechad los días que os
quedan, pero si os gusta, hacéis amigos y lo pasáis bien, podemos venir también una
semana en verano.
—Sííííí —dijeron los tres hermanos a la vez mirándose unos a otros con cara de
felicidad—, la misma que tenían sus padres al verlos tan contentos.
—Ahora, después de comer, Rubito quita la mesa, Vera lava los platos y Sara los
coloca, mientras tu padre y yo descansamos un ratito. Avisadnos cuando llegue vuestro
amiguito que queremos conocerlo.
—Sí, mamá, descansad tranquilos que nosotros nos ocupamos de todo, ya os
avisamos cuando llegue Alhaja.
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A las cuatro en punto, ni un minuto más ni uno menos, aporrearon con los
nudillos la puerta de la calle.
—Ya está aquí, avisad a papá y mamá, yo abro —dijo Rubito mientras se
encaminaba hacia la puerta.
—Hola Alhaja, pasa, mis padres quieren conocerte.
—Gracias, pero no nos podemos entretener mucho que hemos quedado con
Zurcido, Canica y los mellis para jugar un rato. Tenemos que aprovechar el tiempo ya
que no podemos volver a casa más tarde de las siete, porque a esa hora ya es de noche y
hace mucho frío.
—Tú debes ser Alhaja, nuestros hijos nos han hablado muy bien de ti, y
queremos darte las gracias por haberlos acogido en tu pandilla.
—Ha sido un placer, ahora no somos muchos porque hasta el verano no vienen
todos, así que para nosotros es mejor porque somos más.
—Les he dicho que si se portan bien, hacen amigos y se divierten, podremos
venir también unos días en verano.
—Eso sería estupendo, nosotros venimos en agosto casi un mes entero, durante
las vacaciones de mis padres y lo pasamos muy bien, porque hace buen tiempo y
podemos estar hasta más tarde en la calle.
—Venga, no os entretengo más, salid a jugar, pero no vengáis más allá de las
siete, que anochece pronto y hace frío.
—Descuide, señora, así lo haremos.
Salieron los cuatro como hoja que lleva el viento hasta la fuente de la plaza, que
siempre era el lugar de reunión y de partida. Poco a poco fueron llegando los demás.
—Bueno, ya estamos todos —dijo Alhaja—, ¿qué os apetece hacer esta tarde?
—Podemos ir al río a ver si cogemos algún pez —comentó Zurcido.
—¿Pero no dijisteis antes que vuestros padres no querían que os acercarais al río
solos porque podía ser peligroso? —preguntó Rubito.
—Sí, pero tendremos cuidado, no bajaremos a la orilla, conocemos una parte
donde hay un pequeño remanso de agua con un puente desde el cual se ven los peces
nadar, y con un poco de suerte hasta podemos capturar alguno.
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—Pero no tenemos caña de pescar —dijeron las gemelas a la vez.
—No nos hace falta, tenemos un sistema que a veces da resultado. Chicos,
entonces, ¿vamos al río?
—Sííííí —contestaron al unísono.
Comenzaron a caminar mientras la emoción de Rubito y sus hermanas iba
creciendo a cada paso porque nunca habían pescado, y mucho menos sin caña. El río se
encontraba a la salida del pueblo, justo en la parte contraria donde estaba el restaurante
por lo que esa zona era nueva para los recién llegados. Las gemelas lo miraban todo con
cara de curiosidad, y de vez en cuando le hacían alguna pregunta a Luna; por otro lado,
Zurcido y Canica estaban a lo suyo, mientras Rubito no dejaba de preguntarle a Alhaja
en qué consistía ese sistema de pesca sin caña, ya que lo tenía muy intrigado. Sin
embargo, este, la única información que le daba, manteniendo así la emoción, era:
—Ya lo verás cuando lleguemos —y se reía.
Se estaban acercando porque empezaba a oírse la corriente del río y aunque este
no era muy grande, en esta época bajaba mucha agua porque en otoño había llovido
bastante. Fueron directos hacia el puente, era pequeño, de madera, de apenas un par de
metros de ancho por tres de largo, resistente para el paso de motos y bicicletas pero no
de coches. Se pusieron los ocho en fila apoyados en la barandilla, mirando hacia abajo
donde había una especie de balsa de agua.
—Chsssss, silencio —dijo Alhaja poniéndose el dedo índice en los labios—. Si
no permanecemos callados no podremos ver a los peces.
Todos se quedaron mudos de inmediato, inmóviles, con los ojos clavados en el
agua, pero no se veía nada. Había llovido hacía poco y el río arrastraba algo de fango
por lo que el agua no estaba muy clara, apenas se podía ver a un palmo por debajo, pero
de pronto empezaron a aparecer unas burbujas de aire en la superficie y dos peces
pegados a ella nadando muy tranquilos, sin darse cuenta de la presencia de los niños en
el puente.
Alhaja empezó a retroceder muy despacio sin hacer nada de ruido a la vez que
hacía un gesto con la mano al resto de la pandilla para que imitasen sus movimientos.
Se encaminó hacia la orilla y todos le siguieron. Una vez en tierra firme, cerca del río
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pero lo bastante alejados como para poder hablar sin que los peces se alertaran, dijo que
el momento había llegado, iban a intentar coger algún pez.
—Biennnnn —dijeron las gemelas—. Y ¿cómo lo vamos a hacer?
Alhaja se dirigió a una especie de matorral grande y tupido que había cerca de la
orilla y empezó a rebuscar algo entre la maleza, con la mirada intrigante de Vera, Sara y
Rubito.
—¿La encuentras o te ayudo? —preguntó Canica.
—Juraría que la dejé por aquí, ninguno de vosotros la ha cogido, ¿verdad?, no
habréis venido a pescar sin mí.
—Nooooo, somos todos para uno y uno para todos.
Se acercaron Zurcido y Canica para ayudar en la búsqueda. Entre los tres
rodearon el matorral, que debido a las lluvias había crecido bastante desde la última vez
que estuvieron pescando, o intentando pescar. Empezaron a meter la mano uno por cada
lado y a palpar pero ninguno decía nada.
—¿Qué están buscando? —preguntó Sara a Luna.
—Ahora lo verás, si es que está.
Zurcido, que tenía los brazos más largos y fuertes, empezó a agitarlos como si
fuera un molino de viento, apartando las ramas hasta casi meterse dentro del enorme
matorral. Al ponerse de rodillas para rebuscar mejor, notó que puso una de sus rodillas
encima de algo, miró hacia abajo y dijo:
—Lo encontré, por fin.
Salió de entre la espesura con una bolsa en la mano y se la dio a Alhaja, este la
abrió y sacó lo que parecía una especie de canasta de baloncesto con una cuerda
enrollada.
—¿Eso qué es? —preguntó Rubito, sorprendido al ver aquel artilugio.
—Lo hemos hecho entre todos —contestó Alhaja—. Cuando cambiaron las
canastas de la pista deportiva del colegio cogimos los aros, le añadimos una red cerrada
por abajo para que no se escapen los peces, donde le pegamos en el fondo una especie
de gancho para sujetar la comida y un poco de plomo para que se hundiera; atamos
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cuatro cuerdas al aro y otra más larga donde se juntan, para así poder cogerla desde
arriba y tirar cuando entra algún pez.
En la misma bolsa donde estaba la especie de cesta casera que habían
confeccionado para pescar, había varios trozos de pan duro que servían de cebo. Antes
de volver al puente la prepararon para desde arriba poder dejarla caer con cuidado.
Igual de despacio que se fueron se colocaron de nuevo en las mismas posiciones
que ocupaban antes en el puente, asomando todos a la vez la cabeza sin parpadear,
esperando ver algún pez.
La idea era bajar la cesta despacio, sumergirla un palmo aproximadamente,
esperar a que un pez se dispusiera a comerse el pan y entonces de un tirón subirla con él
dentro. La tarea no era nada fácil, ya que la red al mojarse se ponía bastante pesada y la
mayoría de las veces al pez le daba tiempo a saltar de ella, al ser este mucho más rápido,
pero alguna vez habían tenido suerte, ¿por qué no iba a ser hoy uno de esos días?
Lo que sí tenían pactado era que eso solo lo hacían por diversión y por un reto
personal más que por pescar para comer, ya que las pocas veces que habían logrado una
captura usando ese rudimentario sistema, habían devuelto el pez al agua. En primer
lugar porque todos eran de la opinión que los animales deben estar en su ambiente
natural, y ya bastante estresaban al pobre pez con el susto inesperado de verse salir del
agua, metido en una cesta e izado por el aire, como para encima después matarlo. Nadie
se atrevería y además todos sufrían mucho cuando este daba bocanadas buscando un
oxígeno que a él no le valía; y en segundo lugar porque al tener totalmente prohibido
acercarse al río solos, si llegaban a casa con un pez, el castigo y la bronca sería de los de
campeonato.
Fue Alhaja el que bajó poco a poco la cesta hasta sumergirla lo suficiente como
para que los peces pudieran pasar por encima y que se vieran desde la superficie, a pesar
de estar algo turbia el agua. Para atraerlos le dijo a Rubito y a las gemelas que cogieran
el pan, sacaran trozos pequeños a pellizcos y los arrojaran al río, y así lo hicieron,
quedando todos a la espera.
Como desde arriba tenían que tener la cuerda cogida con la mano, procurando
mantener la cesta en la misma posición y moverla lo menos posible, y esto era bastante
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cansado cuando llevabas un rato con ella, se iban turnando en periodos cortos de tres o
cuatro minutos.
Establecieron el orden y cuando llegó el relevo de Sara, como la cesta ya estaba
empapada y pesaba decidió pedirle ayuda a su hermana Vera; cogieron la cuerda las dos
a la vez, haciéndolo con una coordinación que solo dos gemelas serían capaces.
Cuando estaba a punto de acabar su relevo y pasarle la cuerda a Canica, un gran
pez empezó a girar alrededor de la cesta, por lo que la tensión se apoderó de los ocho,
todos contuvieron la respiración, las gemelas ni parpadeaban. En un momento se dirigió
hacia el centro de la cesta, donde estaba el pan, empezó a mordisquearlo y entendieron
que ese era el momento por lo que tiraron con fuerza sacando la cesta del río, pero el
pez iba la mitad dentro y la mitad fuera, con tan mala suerte que la parte que quedaba
fuera de la cesta era la cabeza, por lo que dando un fuerte coletazo cogió el suficiente
impulso como para salirse y volver al río, alejándose nadando a favor de la corriente,
con la cara de decepción de las gemelas.
—Uy, casi —dijo su hermano.
—Para ser la primera vez lo habéis hecho muy bien —dijo Zurcido—. Yo que
tengo bastante fuerza, también he perdido algunos peces, incluso ya casi estando arriba
la cesta.
Todos las animaron, porque las vieron un poco frustradas, como si pensaran que
habían decepcionado a la pandilla al no poder ser capaces de sacar el pez, pero pronto
cambiaron el semblante y se animaron al escuchar las bonitas palabras de sus nuevos
amigos.
—Le toca a Rubito —dijo Luis.
Por fin —dijo mientras agarraba la cesta y colocaba un trozo nuevo de pan en el
gancho del fondo—. La fue bajando despacio hasta dejarla sumergida esperando que
algún pez se sintiera atraído por la comida. Dos peces surgieron desde la profundidad y
empezaron a nadar pasando por encima y alrededor de la cesta, bajo la atenta mirada de
todos, pero en especial de Rubito que enseguida puso sus brazos en tensión a la espera
de dar el tirón definitivo.
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No terminaban de acercarse a la comida, como si estuvieran desconfiados ante
aquel bocado, se sumergían y aparecían de nuevo pero no acababan de ponerse en
posición como para ser izada la cesta; además Rubito pensó que podría dar el golpe de
mano definitivo y hacer algo que seguro nunca habría hecho nadie, como era capturar
dos peces a la vez. En un momento dado tuvo uno de ellos a tiro pero no quiso izarla,
porque el otro estaba cerca, pero dubitativo, y no se terminaba de meter en el radio que
Rubito pensaba que podría ser el adecuado para sacarlos a los dos.
Un pez empezó a merodear el pan pero el otro, más cauteloso, se ve que se lo
pensó mejor y decidió recular perdiéndose lentamente por debajo del puente, hasta poco
a poco ir desapareciendo de la vista de todos.
Rubito, pensando que uno ya estaba en el bote, empezó a seguir al otro con la
mirada hasta que desapareció por completo, y tanto fue siguiéndolo que sin darse cuenta
apoyó todo su cuerpo en un palo que servía de baranda, el cual no debía de estar muy
bien, con tan mala suerte que cedió, se rompió o se salió de su fijación, y Rubito cayó a
la poza.
Todos dieron un grito enorme al ver lo ocurrido, pero eran sus hermanas las que
no paraban de gritar y de llorar.
Al llevar tanta ropa, porque hacía mucho frío, esta una vez que se empapó de
agua se volvió muy pesada, tanto que dificultaba mucho la tarea de mantenerse en la
superficie a pesar de ser un buen nadador. Todo esto se agravaba con la baja
temperatura del agua, por lo que si no lo sacaban pronto de allí podía peligrar
seriamente su vida. No era tarea fácil, el tiempo pasaba muy rápido y era primordial
actuar con rapidez, pero unos estaban gritando pidiendo una ayuda inútil ya que allí no
había nadie más que ellos, y otros quedaron bloqueados sin reaccionar, en estado de
shock.
Los segundos se hacían eternos mientras Rubito luchaba por no hundirse, o lo
que es peor, que se quedara sin fuerzas y la corriente lo arrastrara río abajo. Al instante
Alhaja tomó el mando dando una fuerte palmada a Zurcido que lo sacó de su bloqueo, y
le gritó:
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—Ven conmigo, tenemos que bajar a la orilla y ver si podemos cogerlo de la
mano.
Mientras estaban descendiendo, las fuerzas de Rubito empezaron a flaquear y el
braceo por mantenerse a flote en la poza era cada vez más débil, por lo que la corriente
empezó a arrastrarlo lenta pero inexorablemente. Esto hizo que se espabilara un poco al
verse desplazado y empezara a bracear de nuevo, intentando alcanzar una orilla que veía
muy lejana a pesar de estar apenas a un par de metros.
Cuando Alhaja y Zurcido llegaron a la poza era justo cuando empezó a ir río
abajo, pero al menos pudieron comprobar que aún luchaba por salir de allí. Era
imposible llegar a él desde la orilla y lanzarse al río era una temeridad mayor porque el
riesgo sería doble. La cabeza de Alhaja se puso a pensar y lo hizo rápido, concluyendo
que solo tendrían una oportunidad de sacarlo de ahí.
Conocía el río perfectamente, por lo que sabía que unos cincuenta metros más
abajo había un árbol en la orilla que una de sus ramas quedaba por encima del río,
apenas a un metro, la cual usaban en verano para saltar desde ella; además había una
cuerda atada a la rama que usaban para subirse desde el río y volverse a tirar.
Como corriendo era mucho más veloz que la corriente del río, le dijo a Zurcido
que lo siguiera, y en un momento llegaron al árbol mientras veían que lentamente seguía
arrastrando la corriente a Rubito.
Subieron los dos al árbol y se pusieron rápidamente en la rama que quedaba
encima del río, cogió la cuerda, se ató una punta a la cintura y le dijo a Zurcido que lo
atase por el otro extremo fuertemente a la rama, que intentaría coger a Rubito cuando
pasase por debajo de él.
Así lo hizo, y justo cuando estaba amarrado vio que se acercaba e iba a pasar por
debajo, le hizo aspavientos y ambos gritaban mucho para que los viera. Cuando apenas
faltaban cinco o seis metros para llegar a la rama, Rubito los divisó y empezó a bracear
empleando las últimas fuerzas que le quedaban. Justo cuando se acercaba a la posición
pudo sacar una mano del agua para dársela a Alhaja, pero al estar mojada resbaló, se le
escapó y dio un giro en el agua, pero con la otra mano pudo agarrar el forro de la
chaqueta a la altura del cuello.
27
—Agárrame Zurcido que me caigooooooooooo.
Efectivamente, Alhaja cayó también al agua, pero abrazó fuertemente a Rubito y
al estar unido por la cuerda, ambos quedaron en la corriente del río a unos metros de la
rama pero sin ser arrastrados. Zurcido entrelazó fuertemente las piernas a la rama y
agarrando la cuerda empezó a tirar, y tal era la adrenalina, sumada a la fuerza que de por
sí ya tenía el grandullón que empezó a traerlos hacia sí hasta que estuvieron debajo de la
rama. Una vez allí dio un último tirón subiendo a los dos lo suficiente como para
agarrarse a la rama, poder trepar por ella y salir del agua.
Se tumbaron exhaustos en la orilla mientras todos empezaron a correr hacia
donde estaban.
—¿Cómo estáis? —preguntaron las gemelas, mientras se abrazaban a su
hermano.
—Tenemos que quitarnos estas ropas y secarnos antes de coger una pulmonía,
pero no podemos ir a casa así porque nuestros padres nos matarán si saben lo que ha
pasado —dijo Alhaja.
—Tengo una idea —añadió Luis—. Mis abuelos están en la ciudad y yo sé
dónde hay una llave escondida, la cogeré, iremos a su casa, encenderé la chimenea para
secar la ropa y entrar en calor. No hay tiempo que perder, voy corriendo para
adelantarme y encender el fuego. Tenéis que ir ya, no podéis permanecer por más
tiempo aquí.
Salió lo más aprisa que pudo, Rubito no paraba de temblar, mientras que Alhaja,
como había estado menos tiempo, tenía mucho frío pero estaba bien, dentro de lo que
cabe.
Se puso en pie y entre todos ayudaron a Rubito. Era muy importante que se
espabilara porque hasta la casa de la abuela de Luis y Luna había un buen trozo, que
tenían que recorrer cuanto antes, evitando ser vistos, esquivando a la gente para ocultar
lo que les había pasado y que no se enterasen los padres de nadie de la pandilla.
Encima, el tiempo apremiaba, a las siete tenían que estar todos en sus casas y
eran ya casi las seis de la tarde cuando llegaron a la casa de la abuela de Luis, donde a
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este le había dado tiempo a encender una gran fogata, y tenía incluso preparados unos
albornoces de sus abuelos para ponérselos mientras se secaba la ropa.
Se quitaron la ropa mojada y la extendieron sobre unas sillas al lado de la lumbre
para que se secase, de la cual empezó pronto a salir bastante humo, señal de que se
estaba secando. Mientras, su hermana había calentado un caldo de un tetrabrik que se
estaban tomando Rubito y Alhaja, el cual estaba haciendo que entraran en calor por
dentro también.
Poco a poco se fueron recuperando. Decidieron que aquello quedaría en secreto
y que jamás le contarían a nadie lo que había pasado esa tarde, ni siquiera al resto de la
pandilla, cuando se vieran todos en verano.
Una vez pasado el susto, ya reconfortados con el caldito y estando las ropas casi
secas, llegaron a la conclusión de que había sido mala suerte lo del puente, que es
probable que estuviera en mal estado, pero que dentro de lo malo y del gran susto, todo
había salido bien, para lo que pudo haber pasado. Aún así, estuvieron de acuerdo en
dejar una carta anónima en el buzón de la entrada del Ayuntamiento comunicando que
el puente estaba roto, que podía ser peligroso; seguro que eso serviría para repararlo y
revisarlo entero por si tenían que reforzar alguna otra parte.
Luna miró el reloj y vio que apenas faltaban diez minutos para las siete, por lo
que al ver que ya estaban las ropas secas se vistieron rápidamente.
—Ahora, vámonos todos —dijo Luis—. Mañana vendré con mi hermana a
revisar la casa y dejar las cosas como estaban, para que cuando mis abuelos vuelvan el
lunes no noten que hemos estado aquí.
Todos llegaron a sus casas apenas pasados quince minutos de las siete, pero
nadie sospechó nada ya que ese era un tiempo que daban de gracia, porque aunque
siempre decían que no llegaran más tarde de esa hora, hasta las siete y media era algo
que admitían sin preocupación.
—Holaaaaa, ya estamos en casa —dijeron las gemelas y Rubito.
—¿Qué tal lo habéis pasado? —dijo su madre desde la habitación.
29
—Muy bien —contestó Rubito—, pero hace frío y me he manchado los
pantalones jugando —dijo con picardía, al notarlos aún un poco húmedos—. Voy a
darme una ducha y a ponerme el chándal, bajo enseguida.
—No tardes, que a las ocho está la cena y os quiero a todos en la mesa.
—Sí, mamá, descuida.
Subió, se quitó la ropa de nuevo y se metió bajo la ducha, dejó caer el agua casi
hirviendo, eso hizo que se reconfortara del todo y su cuerpo volviera a los treinta y seis
grados y medio que había abandonado desde el momento en que cayó al río.
Permaneció casi un cuarto de hora así, se vistió, bajó a cenar y nada más
terminar se metió en la cama. Esa noche durmió como un tronco.
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CAPÍTULO 2: Domingo 5 de diciembre
La mañana del domingo casi todos los de la pandilla se despertaron muy
temprano, a pesar de no haber quedado en verse a ninguna hora, debido a la
precipitación con la que se separaron tras lo acontecido en el río. Antes que nadie, nada
más entrar los primeros rayos de luz por la ventana, se levantaron los mellis Luis y Luna
ya que tenían la intención de ir a revisar la casa de sus abuelos.
Su madre, que aún permanecía en la cama ya que era domingo, y además
estaban de vacaciones, pero tenía el sueño ligero, escuchó ruido y agudizó el oído por si
se hubiera colado algún animal, descartando siempre que hubiera entrado algún ladrón,
ya que desde que tenía uso de razón, jamás había entrado nadie a robar en ninguna casa
del pueblo.
De toda la vida había sido tradición, nada más levantarse, abrir las puertas sin
ninguna preocupación, siendo los vecinos libres de entrar en cualquier casa con tan solo
dar una voz desde el quicio de la puerta o cerca de una ventana; todo el mundo se
conocía, se ayudaban unos a otros y se protegían, eso era lo mejor de vivir en una
comunidad pequeña. Lo peor, bueno, lo que todo el mundo conoce, el chismorreo, las
envidias, el no poder hacer nada sin que alguien te vea y lo sepa todo el pueblo antes de
terminar de realizar la acción, sea la que sea, pero sobre todo si es algo malo, eso corre
como la pólvora. Las cosas buenas, los agasajos, esos van más despacio, por un camino
serpenteante y con pendiente; pero poniéndolo todo sobre una balanza, la parte de las
ventajas supera con creces a la de los inconvenientes.
Joya siempre le decía a su hijo Alhaja que su estado era el ideal, el haberse
criado en un pueblo pequeño y vivir en la ciudad para su educación, acceso rápido a la
sanidad, etc., pero tener un sitio con raíces adonde poder ir, disfrutar de los amigos, del
estado de relajación que provoca la naturaleza en los adultos, el potencial de juegos que
tiene para los niños y la influencia en su desarrollo tanto físico como mental, eso era
muy importante y le enseñaba a valorarlo.
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La madre de los mellis miró a su marido, que dormía profundamente a su lado y
no quiso despertarlo. A pesar de estar segura de que no había ningún problema quiso
tomar sus precauciones, se levantó despacio sin hacer nada de ruido, anduvo descalza
hasta llegar a la puerta de su dormitorio, giró lentamente el pómulo y al escuchar el leve
clic que indicaba que ya podía abrirse, tiró. Cuando hubo una rendija por la que poder
acercar un ojo y mirar, lo hizo pero no vio nada: abrió un poco más, sacó la cabeza y al
girarla vio pasar a su hijo por el pasillo ya vestido, lo cual la tranquilizó a la vez que se
sorprendió.
—Buenos días hijo, ¿qué haces tan temprano levantado, y ya vestido?
—¡Qué susto me has dado! Hola mamá, hemos madrugado mucho Luna y yo
porque queremos ir pronto a casa de los abuelos a ver si las bicis que hay en el desván
todavía funcionan, para dejárselas a Rubito y las gemelas, que a lo mejor salimos esta
mañana un rato con ellas. Queremos ir lo antes posible por si hubiera que limpiarlas o
ponerlas a punto y para probarlas.
—¿A quién has dicho que les vais a dejar las bicis?
—Ah, es verdad que tú no los conoces, son Rubito y sus dos hermanas gemelas,
Vera y Sara, que han venido a pasar unos días al pueblo, son de la ciudad y nos los
presentó Alhaja, que han alquilado una casa cerca de la suya. Son muy simpáticos y
ayer estuvimos jugando con ellos.
—Muy bien, pero tened cuidado y no desordenéis nada de casa de los abuelos
porque se enfadarán, ya sabes que a la abuela le gusta tenerlo todo muy recogidito.
Además, antes tenéis que desayunar.
—Está abajo Luna preparando el desayuno para toda la familia, para vosotros
está haciendo café con tostadas y nosotros las tomaremos con un colacao.
—Muy bien, dile a tu hermana que tenga cuidado con el fuego, me arreglo y
bajo enseguida, voy mientras a ver si tu padre se ha despertado ya, si no, le dejaré
dormir y luego que se caliente el café y desayune cuando se levante.
Aunque la intención, conociendo a su abuela, era ir para ver que todo estuviera
en orden, en realidad no estaba mintiendo a su madre, ya que como todos los amigos del
pueblo tenían bici y solían quedar algún día para salir con ellas fuera del pueblo, pensó
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en Rubito y las gemelas. Como ellos justo el año pasado recibieron bicis nuevas por los
reyes, las dos que tenían seguro que servían para Sara y Vera que eran pequeñas de
estatura; para Rubito, que era más alto, ya buscarían alguna solución, como por ejemplo
pedírsela prestada a Carlitos que les debía un gran favor por haber encontrado a Thor.
No habían acordado verse a ninguna hora con el resto de la pandilla, pero lo
habitual era quedar en el lugar acostumbrado de la plaza sobre las diez y media, siempre
que no fuera fiesta, como se daba el caso, ya que era domingo. Lo que se tenía por
costumbre era que cada uno fuera acudiendo a partir de esa hora, los que pudieran, ya
que algunos padres, a veces acompañados de sus abuelos, iban a misa y llevaban a sus
hijos con ellos. Había dos turnos de quedada, siendo el segundo a partir de las doce y
media que solía acabar la misa, si es que no se ponía el cura muy cansino y le daba por
alargar el sermón, el cual dependía de si a lo largo de la semana había ocurrido algo de
relevancia en el pueblo. Como estos días pasados habían sido tranquilos era de suponer
que a las doce y media empezaran a salir corriendo los niños de la iglesia como si fuera
el recreo del colegio, y al estar en la misma plaza donde quedaban, el encuentro era
inmediato.
Cuando Luis y Luna habían terminado de desayunar su madre aún no había
bajado de la habitación, por lo que en voz alta dijeron que se iban. Desde arriba la
madre les contestó que tuvieran cuidado y no volvieran a casa después de las dos.
Cogieron la llave, apenas eran las ocho y media de la mañana cuando se dirigían
de manera apresurada a casa de sus abuelos. Aunque estaban más o menos seguros de
que la casa se había quedado bien querían comprobarlo con tranquilidad, ya que debido
al estado emocional del día anterior algo se les podría haber pasado por alto, y su abuela
era de una de esas personas que si le mueves una silla se da cuenta.
No es que no quisiera que los nietos fueran a su casa mientras ellos nos estaban,
lo que siempre les decía era que las cosas había que dejarlas como uno se las encuentra,
eso es lo que quería inculcarles a sus nietos, igual que había hecho con su hija.
Abrieron la casa y a simple vista todo parecía normal, salvo alguna silla que aún
estaba pegada a la chimenea. Al acercarse a colocarlas en su sitio se dieron cuenta de
que no habían limpiado los restos del fuego que hicieron para secar las ropas y
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calentarse. Cogieron una escoba que estaba destinada solo para barrer las cenizas, un
recogedor y las echaron en una caja.
—Voy a llevarlas al contenedor que está en la calle —dijo Luis a su hermana—.
Mira bien que no haya nada raro y cuando vuelva subimos al desván a ver las bicis.
Mientras Luis volvía Luna fue a la cocina, colocó algún vaso que habían usado
en su sitio, la escudriñó de arriba abajo y vio que todo estaba correcto por lo que volvió
al salón e hizo lo mismo. Todo parecía normal.
—Ya estoy aquí, vamos arriba a ver cómo están las bicis.
La casa de los abuelos era una de esas de estilo pueblo, enorme, de dos plantas
más altillo, que hacía las veces de desván; este era una habitación muy grande que había
en la parte más alta de la casa, la cual se dedicaba retirar, como decía su abuelo.
Ahí te podías encontrar de todo, pero a diferencia de muchas casas que usan el
desván, o cámara, como la llamaban en el pueblo, como un cajón de sastre, la de los
abuelos, a pesar de tener muchísimas cosas, estas solían estar más o menos ordenadas,
bien colocadas. Eso era tarea de la abuela que obligaba a su marido a poner orden si no
quería que le tirara las cosas. Este obedecía, murmurando por lo bajito alguna frase
irrepetible entre dientes, porque sabía que lo haría, ¡menuda era la abuela! De hecho,
alguna vez había echado de menos alguna cosa que estaba seguro dónde la había dejado,
más o menos, pero no la encontraba y la abuela le decía que no se acordaría del sitio en
que la había dejado, aprovechando la coyuntura para ponerlo a ordenar, por eso muchas
veces aunque echara algo en falta se callaba y no le decía nada.
La abuela aprovechaba todos los veranos el rato en que su marido se iba a echar
la partida al bar de la plaza con los amigos, para subir y tirarle unos pocos trastos
inútiles que iba almacenando, con la ayuda de sus nietos, a los que gratificaba con una
buena propina, por lo que les encantaba ir, ya no solo por la recompensa, que esa la
tendrían de una manera u otra porque la abuela era muy generosa con sus nietos, sino
también porque se lo pasaban muy bien haciendo expurgo y hablando con la abuela de
las cosas que iban tirando. Cada una de ellas, por insignificante que fuera, tenía su
historia, y a Luis y Luna les encantaba escuchar los relatos de su abuela, mientras
tomaban una sabrosa merienda, esperando que regresara el abuelo de la partida.
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Siempre lo esperaban y nunca se iban sin despedirse de él con un beso, aunque a
veces volvía de mal humor. Nada más verlo entrar por la puerta ya sabía su mujer con
mirarle la cara un segundo cómo venía, y les decía a sus nietos en voz baja: «Hoy hay
que despedirse rápido del abuelo que se le ha dado mal la partida de dominó». En
cambio, otras veces volvía eufórico y alargaban más la despedida, e incluso se llevaban
alguna propinilla de lo que había ganado en la partida, que era poco porque siempre
decía que iba a jugar por divertirse, pero si ponían el aliciente de unas monedillas había
más emoción, las cuales iban a parar a sus nietos, que tanto quería.
La puerta de entrada a la cámara, o desván, siempre estaba cerrada con llave,
pero esta permanecía colgada de un clavo que había en una alacenita de madera, justo
antes de entrar, donde la abuela guardaba algunos enseres de su ajuar, a los que tenía
mucho cariño, y ahí sí que no podía tocar nadie porque se la jugaba.
Luna abrió la alacena, cogió una gran llave de tubo de color grisáceo, la metió en
la puerta y la giró dos vueltas hacia su izquierda. Antes de colgarla se la pasó a su
hermano que se la puso en el labio inferior, y exhalando un fuerte chorro de aire la hizo
sonar como si fuera una especie de flauta desafinada.
—No sé cómo haces eso, a mí nunca me sale —dijo Luna, a la vez que ambos
soltaron una carcajada.
Nada más entrar, en la pared había un armario de caza, sin puertas, con dos
escopetas colgadas, dos cañas de pescar, una canana vacía en la parte derecha y una
barja hecha de esparto que pendía de un gancho lateral, a la que el abuelo le tenía un
cariño especial, porque ya la usaba de niño cuando iba con su padre a pescar al río.
Hacía años que ni cazaba ni pescaba porque la abuela se lo tenía prohibido, pero
él no se quería deshacer de nada, por lo que llegaron a un acuerdo, lo mantendrían
siempre y cuando las escopetas, ya muy antiguas, de uno y dos cañones, estuvieran
inutilizadas y no hubiera nada de pólvora, cartuchos, etc., que pudiera entramar algún
peligro para sus nietos.
A pesar de estar todo más o menos ordenado dentro de la gran cantidad de
objetos que allí había, daba un poco sensación de agobio al entrar, aunque ya estaban
acostumbrados y sabían dónde estaba cada cosa.
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Era una habitación bastante grande, de forma cuadrada, techo no muy alto pero
lo suficiente como para no darte en la cabeza. Todo el espacio estaba muy bien
aprovechado, incluidas las paredes y hasta el techo. Este estaba dividido en dos zonas,
la más cercana a la puerta de entrada tenía tres cuerdas de tender la ropa, y cuando hacía
mal tiempo o llovía esta se tendía dentro, ya que los abuelos no tenían secadora, y
además siempre decían que como mejor se secaba la ropa era al aire.
Cuando ponían una lavadora, si hacía buen tiempo tendían la ropa en un patio,
que estaba muy cerca. El abuelo la sacaba, la echaba en una cesta y se la iba pasando a
su mujer que la colgaba, y esta siempre decía lo mismo: «Si nuestros padres levantaran
la cabeza y te vieran ayudando en las tareas del hogar…»; a lo que su marido la miraba
con gesto de ternura y quién sabe si de resignación, pero no decía nada.
Después de la tercera cuerda de la pared de la cámara, a la misma altura de las
cuerdas había dos palos reposando en sendos ganchos que bajaban del techo, terminados
en un círculo donde entraban los dos extremos de cada palo. La primera vez que los
vieron Luis y Luna les sorprendió y preguntaron a su abuela qué eran esos palos, esta se
rio y les dijo que se llamaban barajones y que servían para en época de matanza colgar
los chorizos, morcillas, salchichón, etc., para que se secasen, esos que tanto les gustaban
a sus nietos.
Hace muchos años que los abuelos ya no hacían matanza, ni sus padres tampoco,
ahora lo compraban todo hecho de una carnicería que había en el pueblo, pero los palos
seguían por si alguna vez hacían falta para algo. Había un vecino que sí hacía matanza y
decía que como la cámara de los abuelos no existía otra en todo el pueblo para secar
jamones. Era la más alta de toda la calle, no había nada de humedad y mantenía un
ambiente seco, fresco, limpio, aireado y depurado que daba un toque especial a la
curación de los jamones. Siempre le daba un jamón de los que secaba a los abuelos que
estos compartían con sus nietos en la merienda.
Al fondo, a la izquierda de la cámara, se vislumbraban las siluetas de las dos
bicis juntas, cubiertas por una gran sábana vieja para protegerlas del polvo. Se
acercaron, las descubrieron y al primer vistazo parecía que estaban bien, puesto que tan
solo llevaban un año allí.
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Antes de bajarlas al suelo, ya que estaban con las ruedas hacia arriba, apoyadas
sobre el manillar y el sillín en una gran tabla, para proteger el contacto de las ruedas con
el suelo y evitar el deterioro de la cubierta, comprobaron que estaban totalmente
desinfladas.
Como el abuelo tenía de todo, Luis encontró una bomba de dar aire con la que
inflaron las ruedas turnándose para no cansarse. Una vez hinchadas, bajaron las bicis al
suelo e hicieron la primera prueba en la misma habitación, viendo que iban
perfectamente, por lo que las colocaron de nuevo donde estaban, listas para su futuro
uso.
Luna miró el reloj y vio que eran las diez y cuarto, cerraron la puerta de la
cámara, dejaron la llave colgada en su sitio y salieron a la calle en dirección a la plaza.
Sabían que Zurcido y Canica no iban hasta el segundo turno porque sus padres,
que eran tan inseparables como sus hijos, los llevaban a misa los domingos, por lo que
seguro que iría solo Alhaja. Decidieron desviarse un poco y pasar por su casa para ver
cómo estaba, ya que a pesar de que todo pareció ir bien tampoco tenían noticia de si la
noche la había pasado tranquilo o si por el contrario había cogido un resfriado. No
podían ponerse en contacto con él mediante teléfono móvil porque sus padres aún no les
dejaban usarlo, de todos modos en el pueblo no hacía falta ya que las distancias eran
cortas, además sus padres siempre se quejaban de que no tenían buena cobertura y
cuando había tormenta, a veces se iba la luz o se cortaba la señal de la televisión.
Eran casi las diez y media cuando llegaron a la puerta de la casa de Alhaja.
Antes de llamar intentaron asomarse por una de las ventanas que daban a la calle, pero
como había un visillo por dentro no se veía casi nada, aunque se intuían algunas
sombras moverse, señal de que había alguien en casa.
Luis golpeó con los nudillos uno de los cuarterones de la puerta y a los pocos
segundos se oyó que descorrían un pesado cerrojo.
—Hola, ¿qué hacéis aquí? —preguntó un más que sorprendido Alhaja.
—Hemos ido a casa de mis abuelos a comprobar que todo se quedó ayer en
orden, porque vienen mañana y ya conoces a mi abuela cómo se pone si le desordenan
sus cosas —contestó Luis.
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—¿Y cómo estaba todo?
—Bien, ya hemos aprovechado para ver las bicis que dejamos en la cámara
cuando nos trajeron los reyes las nuevas, por si este puente salimos un día para poder
dejárselas a las gemelas, y ya buscaríamos otra para Rubito.
—Alhaja, hijo ¿con quién hablas? —sonó la voz de su madre desde el fondo de
la casa.
—Son los mellis, que han venido a buscarme, voy a salir.
—Vale, pero abrígate que hace frío y para las dos como muy tarde te quiero de
vuelta para comer, que ya sabes que a tu padre le gusta que estemos todos en la mesa.
Hoy haré una paella que te gusta tanto.
—Hummmmm, qué rica, tranquila mamá, volveré antes de las dos. Adiós.
—¿Cómo estás? Nos hemos acercado por tu casa antes de ir a la plaza porque no
sabíamos si ibas a ir.
—He pasado una buena noche, me quedé frito rápido después de tantas
emociones y he dormido de tirón.
—¿No dijiste que Rubito y sus hermanas vivían cerca de tu casa? —dijo Luna.
—Sí, tenía pensado pasar por su casa antes de ir a la plaza a ver qué tal están.
Vamos los tres a buscarlos, es aquí a lado.
No había terminado de decir la frase y ya estaban en la puerta. Luis realizó la
misma operación que cuando fue a la casa de Alhaja, miró por una de las ventanas que
dan a la cocina y allí estaban sentados los tres desayunando.
Llamaron a la puerta y Rubito dio un salto queriendo salir a abrir, pero la madre
lo paró:
—Ahí quieto, hasta que no terminéis de desayunar no se mueve nadie, ya voy yo
a abrir.
—¿Quién es, mamá?
—Es vuestro amigo Rubito, acompañado de un niño y una niña que se llaman…
—Somos Luis y Luna.
—Pasad —dijo la madre—, están desayunando. ¿Queréis una taza de chocolate
mientras os calentáis un poco en la lumbre?
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—Gracias, ya hemos desayunado, pero nos calentaremos un poco mientras
esperamos.
—Ya estamos acabando, nos lavamos los dientes y nos vamos —dijo Sara.
Nada más poner los seis un pie en la calle se miraron Alhaja y Rubito y se
preguntaron a la vez que cómo estaban, respondiendo ambos que bien.
Decidieron ir a la plaza a esperar la llegada de Zurcido y Canica, pero era
demasiado pronto, apenas eran las once y cuarto y hasta las doce y media no iban a estar
sentados en la plaza pasando frío, por lo que Alhaja propuso algo para hacer tiempo.
Les dijo a sus amigos que le acompañaran a su casa para escribir una nota
anónima y comunicar que la barandilla del río estaba rota, para que la arreglen antes de
que alguien pueda caer al agua; luego irían al ayuntamiento para echarla en un buzón de
sugerencias que hay en la pared, junto a la puerta.
Entraron en la casa, la madre de Alhaja se sorprendió de verlos allí tan pronto y
les preguntó que si les pasaba algo. Echando una mentirijilla piadosa dijo que habían
vuelto porque necesitaban papel y lápiz para un juego que iban a hacer más tarde con el
resto de la pandilla.
Alhaja cogió un folio, lo dobló por la mitad, lo partió y comenzó a escribir:
La barandilla del puente del río está rota, por favor, arréglenla antes de que
alguien se caiga al río y ocurra una desgracia. Firma un vecino. Gracias.
—Nos vamos mamá, volveré para comer.
—Vale, hijo, tened cuidado.
Nada más salir de la casa se encaminaron hacia el Ayuntamiento, cuya fachada
principal daba a la plaza donde solían quedar. Al ser domingo, aunque hacía frío, como
encima era puente, había bastante gente en el pueblo y la plaza estaba concurrida. Eran
ya cerca de las doce y los menos madrugadores se dirigían hacia los bares a desayunar,
mientras que siempre había alguien a quien le gustaba empezar pronto con el aperitivo y
coger sitio, ya que luego, a partir de la una, era más difícil; otros se iban acercando poco
a poco a la iglesia y todo este ir y venir de gente hacía que se demorara lo de depositar
la nota en el buzón.
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Afortunadamente, estaba situado en una calle lateral que desembocaba en la
plaza, no en esta directamente, por lo que les resultaría más sencillo dejar el anónimo
sin ser vistos, ya que no querían que los identificaran como posibles autores de la rotura
de la valla, a pesar de haber sido de manera involuntaria.
Mientras estaban disimulando y rondando el buzón, en espera de que no pasara
nadie para echar la nota, escucharon a unos niños que en la puerta del ayuntamiento
decían en voz alta y de manera muy insistente: Queremos ir mamá, llévanos,
andaaaaaa porfaaaaaa.
Olvidándose por un momento del buzón, la curiosidad hizo que todos a la vez
asomaran la cabeza por la esquina que daba a la puerta principal del Ayuntamiento, a la
cual se fueron acercando poco a poco. Se plantaron delante del tablón de anuncios y
vieron un gran cartel, muy colorido, que anunciaba con letras rojas lo siguiente:
Día 6 de diciembre, a las 17 horas
Por primera vez en este hermoso pueblo
GRAN CIRCO UNIVERSAL
Payasos, magos, animales, funambulistas, malabaristas...
Precio reducido para menores de 14 acompañados.
Instalado en la Era de las Mieses Doradas.
—Eso es mañana —dijo Rubito—; pero, ¿dónde está ese sitio?
—Es en la entrada del pueblo —contestó Luis—, en una zona llana donde hay
unas eras en las que antiguamente se trillaba, pero que ya no se usan; una de ellas, la
más grande, en verano la aprovechamos para jugar al fútbol, ponemos unas piedras a
modo de porterías y montamos un partido rápido.
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—Si el circo es mañana, ya tiene que haber algo instalado, o deben estar
montándolo —dijo Alhaja—. Qué os parece si esperamos a que salgan Zurcido y
Canica de misa y vamos a la era a ver lo que hay.
—Buena idea —dijeron los mellis al unísono.
A todo esto, con la distracción del circo, aún no habían echado la nota al buzón.
Como eran seis, decidieron montar una especie de puesto amplio de vigilancia que
abarcara todos los ángulos de visión, de manera que Alhaja se colocó pegado al buzón
con el papel en la mano, Sara y Vera vigilaban el lateral de la puerta principal del
Ayuntamiento mientras que Luna y Luis vigilaban dos callejones que desembocaban en
la calle donde estaba el buzón. Rubito se puso en una esquina desde la que veía a todos
y no hacía más que mover la cabeza de un lado a otro. Pasados unos minutos, ya cada
uno en su posición, Sara y Vera empezaron a pasarse una mano por el pelo, al momento
Luna y Luis hicieron los mismo, era la señal convenida de que nadie pasaba, por lo que
había vía libre para que Alhaja depositara el anónimo en el buzón de sugerencias del
Ayuntamiento.
Hecho esto, todos se dirigieron hacia la fuente de la plaza, donde solían quedar.
—Nosotros hemos visto alguna vez los payasos por la tele —dijo Rubito—, pero
nunca hemos estado en un circo, ¿y vosotros?
—Tampoco —contestó Alhaja—. Ahora cuando vayamos a inspeccionar, si
vemos que nos gusta podemos decirles a nuestros padres que nos lleven.
Mientras estaban hablando del circo, sentados en un banco que está pegado a la
fuente, empezó a salir la gente de misa y al momento asomaron Zurcido y Canica que
en apenas unos segundos, y a la carrera, se plantaron en el pilón junto a sus amigos.
—Las doce y media justas, hoy no se ha puesto muy cansino el cura con el
sermón —dijo Zurcido—. Queda hora y media hasta las dos, ¿habéis pensado algo?
—Mañana hay circo en el pueblo —dijo Luna—, está instalado en las eras,
queremos ir a inspeccionar.
—Qué bien, me parece una buena idea. Vamos, que tenemos un buen paseo
hasta llegar.
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Bien abrigados porque hacía frío, comenzaron a andar a paso ligero ya que había
casi dos kilómetros hasta llegar al lugar donde estaba anunciado el circo, y luego
necesitaban otro tanto o más para volver y meterse cada uno en su casa antes de las dos
del mediodía.
Era poco antes de la una, ya estaban cerca cuando dijo Zurcido desde su mayor
altura:
—Ya se ve una estructura de hierros por arriba, están montando.
Todos se pusieron a dar saltos para verla.
—Es cierto —dijo Rubito, a la vez que comenzaron a correr en dirección hacia
la carpa, que estaba aún en el armazón.
En las eras más pequeñas y en una gran explanada que había a continuación, que
hacía las veces de aparcamiento cuando se hacía algún acto, estaban estacionados dos
camiones enormes, cuatro autocaravanas, una furgoneta, dos coches grandes con
remolque y uno más pequeño, todo forrado con grandes pegatinas anunciando el circo,
con dos altavoces en el techo.
En la era grande estaban montando una enorme carpa, cuyo armazón de hierro
necesitaba de una grúa, que se elevaba hasta más de quince metros. Había bastante
movimiento de gente, la gran mayoría estaba dedicada al montaje de la carpa, pero
también había otras personas ensayando. Sobre una especie de estructura consistente en
dos trípodes de metal y un cable tenso que los unía, suspendida a un metro del suelo,
había una chica de cuerpo frágil y menudo, a simple vista parecía una niña, que iba
caminando de un extremo al otro del cable como cualquiera de nosotros lo haría por el
bordillo de una acera.
Todos se quedaron embobados y boquiabiertos contemplando la agilidad y
destreza con que aquella niña se desenvolvía sobre el minúsculo cable, daba giros de
ciento ochenta grados sin siquiera un leve titubeo, saltaba y caía sobre una pierna
abriendo apenas un poco los brazos para equilibrarse.
—Vaya, qué tenemos aquí, veo que os gusta el espectáculo —sonó una voz
detrás de los niños, los cuales dieron todos un sobresalto debido a que se asustaron al
escuchar la estridente voz—. Soy el jefe de pista del Circo Universal, podéis quedaros a
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mirar pero no toquéis nada ni interrumpáis a los montadores o a los que están
ensayando. Tomad unas entradas con descuento para la función de mañana, pero
recordad que debéis venir acompañados de vuestros padres.
Alhaja extendió la mano, las cogió y las empezó a repartir entre el resto de la
pandilla. Mientras lo hacía vio al fondo en una pequeña explanada a dos hombres, uno
frente a otro, a unos cinco o seis metros de distancia, que se lanzaban una especie de
bolos los cuales iban recogiendo sin que se les cayese ninguno ni se chocasen en el aire.
—Mirad allí —dijo al resto, al tiempo que todos dirigieron la vista hacia donde
estaban los malabaristas ensayando.
Recordando lo que les había dicho el jefe de pista, que igual de silencioso que
vino desapareció, se olvidaron por un momento de la niña equilibrista para dirigir sus
pasos, despacio, sin hacer ruido ni distraerla, hacia ellos.
Cuando llegaron a una altura prudencial donde los podían ver bien, sin
molestarlos, se detuvieron y se pusieron a contemplar el espectáculo sin parar de mover
los ojos de uno a otro, intentando recorrer con la vista los bolos que iban por el aire sin
chocarse, como si fueran las aspas de un ventilador.
—¿Cuántos bolos contáis vosotros? —dijo en voz baja Rubito.
Después de un rato mirando y poniéndose más de uno bizco al intentar abarcar
más ángulo de visión del que podían, cada uno dijo una cifra, llegando a la conclusión
entre todos de que se estaban lanzando sin parar uno a otro diez bolos, de los cuales
siempre estaban viajando por el aire seis de ellos y los otros cuatro estaban uno en cada
mano. Apenas llegaban dos bolos nuevos estos eran proyectados a la velocidad del rayo,
porque enseguida venían otros dos, y lo hacían con tal precisión que a los niños les
pareció asombroso, a la vez que casi imposible de creer, si no fuera porque lo estaban
viendo.
Tan embelesados estaban que ninguno se dio cuenta de que a unos metros había
un chico joven tumbado sobre la espalda en una especie de cuña, encorvado y con los
pies hacia arriba, con los que estaba dando vueltas a un rodillo, girándolo tan rápido que
era imposible ver ni tan siquiera de qué color era.
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Cuando quería lo paraba en seco, le daba vueltas por los extremos, con una
pierna y con las dos, pero no teniendo bastante con eso cogió cuatro aros, dos con cada
mano, y empezó a lanzarlos hacia el cielo, sin dejar de mover el rodillo.
Mientras estaban contemplando el espectáculo de los malabaristas un fuerte y
estridente ruido que salió de detrás de los camiones les llamó la atención. Todos
volvieron hacia allí la vista pero no vieron nada, lo que fuese de donde provenía aquel
sonido era ocultado por los enormes camiones aparcados.
Se miraron unos a otros y se lo dijeron todo sin hablar. Alhaja echó un vistazo y
vio que por la parte donde estaba la cabina de uno de los dos camiones no había nadie,
por lo que se encaminó hacia allí muy despacio, seguido en fila por el resto. Se paró
justo donde terminaba uno de los laterales del camón y empezó a asomar la cabeza con
infinita curiosidad, quedándose ahí un buen rato sin decir nada, solo contemplando. Los
demás permanecían en fila india, unos pegados a los otros, pero no podían ver nada
mientras Alhaja miraba, tenía asomada media cabeza pero no decía ni media palabra.
—Chicos tenéis que ver esto —dijo Alhaja saliendo de su silencio.
Poco a poco se iba deshaciendo la fila y se fueron acercando hasta donde estaba
Alhaja para de uno en uno ir asomando la cabeza, esta vez formando una cola lateral.
Todos permanecían callados, con los ojos muy abiertos, de vez en cuando se miraban
unos a otros con cara de asombro.
Volvió a sonar el mismo ruido, si cabe con mayor estridencia que antes, pero
esta vez no se asustaron porque tenían identificado el origen.
—Me da mucha pena —dijo Alhaja un poco cariacontecido.
—A nosotras también —añadieron Sara y Vera.
—Y a nosotros —continuó el resto.
Delante de ellos, apenas a unos metros, había una gran jaula y dentro de ella dos
elefantes encerrados. El más grande llevaba una pata atada con una cuerda gruesa que
terminaba en un clavo hundido en la tierra. Al fijarse bien, vieron que una especie de
argolla rodeaba una de sus patas delanteras, sujeta por un candado.
El más pequeño estaba suelto dentro de la jaula, parecían macho y hembra, pero
sus ojos desprendían tristeza. El que estaba atado no dejaba de hacer durante todo el
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tiempo que estuvieron mirando los niños el mismo movimiento repetitivo, como si se
tratase de un tic nervioso. Levantaba del suelo la pata que tenía rodeada por la argolla y
cuando notaba la tensión de la cuerda la volvía a poner en el suelo para a continuación
volverlo a hacer. Su cabeza siempre hacia abajo, sus ojos solo miraban la pata presa. A
los niños les pareció hasta que el elefante lloraba.
La hembra frotaba su cabeza contra el lateral del voluminoso cuerpo del macho
y de vez en cuando con su menuda trompa palpaba sobre la argolla como si tratara de
liberarlo. A veces entrelazaban las trompas y ella empujaba con su cabeza hacia arriba,
como si le estuviera diciendo que dejara de mirar la argolla y se centrase en ella.
Como no podía liberarlo, la hembra parecía que intentaba distraerlo para que se
olvidara de que estaba atado. En un momento en que todos estaban mirando la escena
con un nudo en la garganta, la hembra pegó la cabeza a la del macho y empezó a
frotarla, este pareció sentirse reconfortado y levantó algo la trompa, que hasta entonces
había permanecido caída, inmóvil, casi inerte, como resignada a su suerte. Buscó la de
ella y ambas trompas empezaron a entrelazarse formando una trenza.
Luna sacó un paquete de pañuelos de papel y se lo fueron pasando porque de los
ojos de todos los niños y niñas, sin excepción, empezaron a brotar lágrimas. Zurcido,
que era el más corpulento, como si lo de llorar le pareciera de niñas, haciendo una
especie de alarde de hombría, que no tenía, porque por grande que fuera no dejaba de
ser un niño, rompió el silencio y dijo:
—Ya hemos tenido bastante circo por hoy, vámonos que nos van a regañar si
llegamos tarde a comer.
Todo el camino de vuelta lo hicieron sin pronunciar ni una palabra, eran las dos
menos cuarto cuando llegaron a la fuente de la plaza. Alhaja rompió el silencio.
—¿Alguien va a querer ir al circo mañana después de lo que hemos visto?
Todos a la vez, como si lo hubieran ensayado, contestaron con un NO rotundo.
—Si no hubiera animales yo sí iría, lo demás me ha parecido bonito, pero lo de
los elefantes me ha dado mucha pena —dijo Luna.
De nuevo asintieron todos con la cabeza.
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—Mi padre siempre dice que los animales deben estar sueltos en su ambiente
natural —continuó hablando Luis—. Una vez fuimos de excursión con el colegio a un
zoológico y nos dijo que salvo para evitar que una especie esté en peligro de extinción,
y sea solo por su recuperación para reinsertarla luego en su ambiente natural, no debería
haber animales encerrados en ningún sitio, por grande que este sea. Aquí en el pueblo
hay mucha naturaleza, montañas, valles, árboles, seguro que esa pareja de elefantes
sería mucho más feliz libre que en esa horrible jaula.
—Tienes razón —dijo Alhaja—. Se me ocurre una idea, pero vamos a necesitar
la colaboración de todos. Se nos ha echado el tiempo encima, esta tarde quedamos como
siempre sobre las cuatro aquí mismo y os explico mi plan.
—¿No nos puedes adelantar algo? —comentó Canica, mientas se iba disolviendo
el grupo y cada uno se encaminaba hacia su casa.
—Esta tarde os lo explico, aún tengo que madurarlo.
Se fueron todos quedándose con la incertidumbre de qué se le habría ocurrido a
Alhaja, pero los que lo conocían confiaban en él, en su astucia y su bondad, en que no
haría nunca nada que pudiera perjudicar a nadie, al menos conscientemente.
Todos fueron entrando a sus casas, con bastante hambre debido a la caminata y
casi salivando como los perros de Pávlov, sabiendo que era domingo y ese día en todas
las casas se solía hacer una comida algo especial, en familia.
—Ya estás aquí Alhaja, justo a tiempo, lávate las manos y ve poniendo la mesa,
acabo de apartar la paellita y mientras reposa cinco minutos vamos a tomar un aperitivo.
Tu padre ha cortado un poco de jamón curado aquí en el pueblo y queso manchego; he
hecho también guacamole casero que tanto te gusta, en el primer cajón hay nachos, pon
una cerveza para tu padre, otra para mí y trae agua para ti. Esta mañana cuando he
salido a dar un paseo he oído que había venido un circo al pueblo, ¿tú sabes algo de eso
Alhaja?
—Sí, mamá, hemos leído un cartel que había en la puerta del Ayuntamiento, es
mañana a las cinco en las eras.
—¿Lo has hablado con tus amigos?, a lo mejor queréis ir todos juntos, puedo
acompañaros.
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No vamos a ir, ya lo hemos hablado, queremos aprovechar el tiempo para jugar,
por la mañana es probable que salgamos con las bicis y por la tarde ya pensaremos algo.
—Bueno, de todos modos si queréis ir me lo dices, que hay tiempo, y hablo con
los padres de tus amigos.
—Vale, mamá. Qué rico está el guacamole, como siempre, te sale muy bien.
—Gracias hijo, eres un sol.
Todos los niños estaban muy a gusto comiendo en familia, cada uno en su casa,
pero no se podían quitar de la cabeza lo que les había dicho Alhaja. Rubito no hacía
nada más que mirar el reloj y su madre se dio cuenta.
—¿Te pasa algo, Rubito, que no paras de mirar la hora?
—Nada, mamá, es que hemos quedado con Alhaja y la pandilla a las cuatro y no
queremos que se nos pase.
Sus hermanas, como apoyándolo a la vez que echándole un capotillo, lo
corroboraron mediante un movimiento de asentimiento con la cabeza, sin dejar de
saborear un maravilloso pollo al horno con patatas fritas que había hecho su padre, que
era un gran cocinero y los domingos se lucía especialmente.
—¿A qué hora habéis quedado?
—A las cuatro.
—Aún queda más de una hora, no mires más el reloj y disfrutemos de esta rica
comida que ha preparado papá.
Debido a la curiosidad y al deseo de saber qué es lo que tenía en mente Alhaja,
todos llegaron a la plaza antes de la hora convenida; eran las cuatro menos cuarto y ya
estaban todos allí reunidos esperando, menos Alhaja.
—¡Qué raro, con lo puntual que es siempre Alhaja y aún no ha venido! —dijo
Canica.
—Aún no son las cuatro, ya verás como no tarda en llegar —le contestó su
inseparable Zurcido—. Mira, por ahí viene.
—¿Ya estáis todos aquí? No son ni las cuatro aún, y yo que pensaba que iba a
ser el primero.
Todos soltaron una carcajada, tras la cual habló Rubito.
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—Nos tienes a todos en ascuas, dinos cuál es tu plan para hacer felices a los
elefantes.
—Antes una cosa, tenemos que estar todos de acuerdo, si hay alguien que no
quiere participar o no le parece una buena idea, lo dejamos, ¿vale?
—Sí, pero ve al grano —le ultimó Rubito.
—Después de comer he estado pensando en lo que dijo Luis que aquí en el
pueblo hay mucha naturaleza para que puedan vivir los animales en libertad. He trazado
un plan para liberar a los elefantes.
Se hizo un prolongado silencio en el que empezaron a mirarse unos a otros sin
saber bien qué decir. Alhaja también los miraba uno a uno intentando escudriñar en sus
caras cómo les había caído la propuesta. Zurcido, que era el más valentón fue el primero
que rompió el silencio.
—Adelante, hagámoslo, a todos nos ha dado mucha pena ver a los pobres
elefantes encerrados en una jaula, uno atado y mentalmente afectado; si los liberamos
podrán vivir tranquilos en los montes que rodean el pueblo, tienen árboles y hierba para
comer toda la que quieran, pueden formar una familia y tener elefantitos que podríamos
visitar.
Al fin y al cabo solo eran niños y hablaban desde el corazón, sin sopesar las
consecuencias de su acto, si es que se llegaba a lograr, cosa que no era nada fácil; pero
Alhaja, que era un niño inquieto, metódico, ingenioso y muy inteligente, había ideado
un plan que él consideraba perfecto.
Deliberaron y decidieron entre todos por unanimidad que estaban de acuerdo con
la operación Liberar a Dumbo, que así la bautizaron, porque toda acción importante
debía tener su nombre. Tras esto todos clavaron su mirada en Alhaja y este habló.
—Mi plan es el siguiente, lo tengo todo muy bien estudiado: ¿Os habéis fijado
cómo está cerrada la jaula?, tan solo tiene un cerrojo que va asegurado con un candado.
Luis, si no recuerdo mal en casa de tu abuelo, en la cámara, hay herramientas de tu
bisabuelo que era herrero, tenemos que ir a buscar una cizalla para cortar el candado. Lo
hará Zurcido que es el que más fuerza tiene porque ha de ser rápido.
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¿Recordáis que no vimos la jaula de los elefantes hasta que no escuchamos el
barrito de uno de ellos? Pues esa será nuestra ventaja, que la jaula está algo retirada de
donde ensayan. Los que están montando la carpa andan muy alejados también, por lo
que no hay gente cerca de la jaula. Tan solo tenemos que acercarnos como hemos hecho
esta mañana, pero intentando no ser vistos, por lo que debemos entrar por la parte
contraria a como lo hicimos antes.
Iremos todos juntos, pero a la jaula tan solo nos acercaremos Zurcido y yo.
Canica y los mellis vigilarán la parte derecha desde la distancia y Rubito con las
gemelas la parte izquierda; al igual que hicimos cuando fuimos a echar el anónimo en el
buzón, acordaremos la misma señal y cuando no haya nadie avanzaremos hacia la jaula,
Zurcido cortará el candado, yo quitaré el cerrojo y abriré la puerta. Cuando los elefantes
vean la jaula abierta saldrán y se dirigirán hacia las montañas. Serán libres y felices para
siempre.
Lo más importante de todo es que en la época en que estamos anochece muy
pronto y eso juega la mejor baza a nuestro favor, porque en menos de dos horas empieza
a anochecer, ese será el momento de actuar.
A todos les pareció bien el plan, ninguno preguntó nada cuando Alhaja les
conminó a que lo hicieran por lo que decidieron poner en marcha la operación.
—Vosotros esperad aquí, Luis y yo vamos a casa de su abuelo a buscar una
cizalla.
La ilusión que tenían por la buena acción que iban a llevar a cabo les impedía
tener un ápice de miedo, estaban seguros de su éxito y todos confiaban en Alhaja.
Mientras este y Luis iban a casa de su abuelo los demás repasaron el plan, calcularon el
lugar donde se iban a poner a vigilar e incluso planearon ir al día siguiente con las bicis
a buscarlos, para comprobar que estaban bien, aunque fuera desde la lejanía.
—Creo que mi abuelo guarda las herramientas en este armario, si no recuerdo
mal la llave está escondida debajo de la chapa que hay en este mueble —dijo Luis, ante
la atenta mirada de Alhaja.
Al levantar una chapa que había encima de un mueble pequeño situado al lado
del armario, apareció una especie de llavero antiguo de cuero del que pendían algunas
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llaves cogidas por pequeños ganchos. Fueron probándolas todas hasta que dieron con
una que entró justa y al girarla sonó un clic indicando que era la correcta.
Abrieron el armario y allí había todo tipo de herramientas, la mayoría antiguas,
usadas tanto para trabajar el hierro como la madera, ya que esta actividad era la gran
pasión del bisabuelo de Luis, a la vez que su profesión. Había sierras, martillos de
varios tamaños, tenazas, un yunque pequeño, pinzas grandes, cepillos, zarpas,
punzones... y sí, también había no una sino dos cizallas.
—Nos llevamos la grande —dijo Luis—, con la pequeña no creo que podamos
cortar el candado.
—Sí, además Zurcido es fuerte, seguro que puede hacerlo.
Cogieron la cizalla grande y dejaron todo tal cual estaba, el armario cerrado y la
llave en su sitio para que su abuelo no se diera cuenta, porque aunque él ya no usaba
esas herramientas salvo en ocasiones contadas que abría el armario por si tenía que
hacer alguna chapuza en casa, si le faltaba algo lo notaba.
Cuando regresaron a la plaza eran ya casi las cinco y media de la tarde, por lo
que tenían el tiempo justo para llegar al circo y preparar la operación con el ocaso.
—Ya la hemos cogido, pongámonos en marcha —dijo Luis.
La había liado en una sábana vieja y la llevaba escondida debajo de la cazadora.
Se la pasó a Zurcido que era quien la iba a usar. Antes de las seis ya estaban divisando
la punta de la carpa, pero esta vez la rodearon desde lejos para que nadie los viera, con
la intención de entrar por la parte donde estaba la jaula y esperar a que se fuera
poniendo el sol.
Se detuvieron a unos ciento cincuenta metros de distancia, donde había algunos
árboles, los cuales usaron como obstáculo para poder ver sin ser vistos. El sol empezaba
a esconderse por el horizonte y todas las personas que trabajaban en el montaje de la
carpa comenzaron a abandonar la tarea, volviendo hacia la zona donde estaban los
coches y el resto de la gente. Los que estaban ensayando también lo dejaron. Poco a
poco se fueron metiendo uno a uno en sus caravanas para asearse antes de la hora de
cenar. Algunos lo hacían en compañía de otros, pero no había un cocinero para todo el
circo o una carpa donde se reunían para las comidas y cenas.
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Poco antes de las seis y media empezó a caer la noche, Alhaja había traído una
linterna de camuflaje que tenía su padre guardada de cuando hizo el servicio militar,
cuadrada, que se bajaba la tapa y solo salía un leve rayo de luz que iluminaba hacia el
suelo para ver dónde pones los pies, y que desde lejos no se ve. La suerte estaba de su
parte porque había algo de luna y para lo que iban a hacer se veía lo suficiente, sin
necesidad de tener que encender la linterna, ya que al ser muy vieja les podría delatar.
Repasaron por última vez el plan, no se veía a nadie rondando por los
alrededores, todos estaban en sus caravanas. Era el momento idóneo por lo que Alhaja
se apresuró a dar las últimas instrucciones.
—Vosotros tres vais hacia aquel árbol y vigiláis que no haya movimiento de
personas por la parte izquierda, mientras que los demás os quedáis aquí escondidos para
ver que nadie salga por la derecha.
Zurcido sacó la cizalla de donde estaba liada y con ella en la mano, agachado,
casi reptando, empezó a avanzar hacia la jaula de los elefantes; mientras, Alhaja iba
caminando en cuclillas pero de lado mirando que ninguno de los que vigilaban bajara la
mano. Acordaron que mientras el terreno estuviese despejado permanecería uno de los
del grupo con una mano en alto, pero en cuanto vieran a alguien bajarían la mano para
alertar del peligro.
A pesar de las incómodas posturas, iban avanzando bastante rápido, en apenas
unos minutos ya estaban a menos de treinta metros de la jaula, pero de repente Rubito
bajó la mano por lo que Alhaja tiró de la cazadora a Zurcido y ambos pusieron cuerpo a
tierra. Se abrió la puerta de una autocaravana de la que salió un hombre bastante grande,
que llevaba algo en la mano pero que no se veía bien por la oscuridad de la noche,
porque la luna no alumbraba tanto como para distinguir objetos pequeños.
El hombre empezó a desperezarse y a frotarse una abundante barriga haciendo
círculos concéntricos. Alhaja y Zurcido se asustaron porque se quedó mirando fijamente
hacia donde estaban ellos, por un momento pensaron que los habían visto. Los demás se
escondieron todos detrás de los árboles. El miedo se acrecentó cuando mirando a un
lado y a otro como buscando que no hubiera nadie empezó a caminar hacia donde
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estaban tumbados. Cada uno de los pasos que daba el enorme hombre sonaba como un
temblor de tierra, o al menos así se lo parecía a ellos.
Zurcido empezó a sudar y los dientes le rechinaban de miedo. Alhaja también
tenía mucho miedo pero intentó disimularlo pasando el brazo por encima de su amigo
para tranquilizarlo. Cada vez estaba más cerca. Rubito, que se había escondido en uno
de los árboles, presenciaba la escena asomando un poco la cabeza y vio que no tenían
escapatoria; pensó en salir del árbol gritando para despistarlo y luego echar a correr,
pero el miedo no le dejaba moverse, ese tío era enorme y…
—Si nos pilla lo pasaremos mal —pensó.
Cuando estaba a unos cinco metros de ellos se paró, empezó a mirar de nuevo
hacia los lados como buscando algo o a alguien, volvió la cabeza también hacia atrás; si
daba dos pasos más los pisaba, pero de repente dio un cuarto de vuelta y comenzó a
dirigirse hacia unos matorrales que había a la derecha, lejos de ellos y de los vigilantes.
En el giro Alhaja vio que en la mano llevaba un rollo de papel higiénico, se dirigió hacia
los matorrales, se agachó, sonó un trueno y no había tormenta, estuvo unos minutos y al
rato se levantó, volvió sin detenerse a paso ligero hacia la caravana en la que se metió.
—Ufffff, ha estado cerca —susurró Alhaja al oído de Zurcido.
Miraron ambos hacia sus amigos y vieron de nuevo dos manos levantadas, una
en cada árbol, por lo que decidieron seguir con el plan.
Llegaron a la jaula y allí estaban ya prácticamente solos, sin el apoyo de los
compañeros, porque desde tanta distancia apenas sí los veían, pero no podían avanzar
más porque eran los árboles más cercanos que había y si se adelantaban podían ser
vistos. Había otro inconveniente y es que el cerrojo con el candado no estaba en la parte
que daba al descampado por donde ellos accedían, sino en la otra, donde estaban las
caravanas, pero al menos los camiones hacían de barrera.
Alhaja se adelantó y le dijo a Zurcido que él vigilaría mientras este cortaba el
candado. Era el momento, no había nadie, cogió la cizalla con las manos la abrió, la
puso en el arco del candado y apretó pero no logró cortarlo, era de acero y no le hizo ni
una muesca.
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—Es imposible —le dijo a Alhaja—, abortamos la operación, no hay manera de
cortarlo, he hecho toda la fuerza que he podido y no le he dejado ni marca.
Alhaja se acercó y efectivamente vio que era así, pero no se iba a rendir tan
pronto, si dejaba ahí a los elefantes no se lo perdonaría en la vida, por lo que empezó a
ver otras posibilidades. La primera que se le pasó a la cabeza la descartó tan rápido
como le vino, ya que se trataba de ir cortando los barrotes de la jaula uno a uno, lo cual
además de llevarle mucho tiempo, produciría ruido y alertaría a los del circo.
Al echarse un poco para un lado buscando una mejor visibilidad, observó que
podían tener una oportunidad si lo que intentaban cortar era el cerrojo en vez del
candado. Vio que estaba algo oxidado e incluso alguna zona bastante deteriorada. Pasó
sus dedos por la superficie del cerrojo hasta parar en una parte porosa y bastante
desgastada, cogió el dedo de Zurcido y dijo que lo pasara por ahí.
No hizo falta que le dijera nada, acercó la cizalla y la colocó en esa parte, se
preparó, hizo toda la fuerza que pudo y de un tajo certero partió el cerrojo. El ruido no
fue lo suficiente como para que lo escucharan desde las caravanas, pero lo que sí hizo es
que se removiera la hembra de elefante que estaba echada junto al macho. Abrió los
ojos y vio a los dos niños, estos se asustaron, tiraron un poco de la puerta de la jaula,
esta quedó entreabierta y salieron corriendo en dirección a sus amigos.
Sin esperar a ver qué hacían los elefantes volvieron al pueblo ya que eran casi
las siete y en invierno no podían llegar más tarde de esa hora. Todo había salido bien,
por el camino le estuvieron explicando al resto cómo cortaron el cerrojo, que habían
dejado la puerta abierta para que salieran y se fueran al monte.
Desde la fuente de la plaza se despidieron y quedaron al día siguiente a las diez
y media en el mismo sitio para ver qué hacían. Se fue metiendo cada uno en su casa a
contar a sus padres qué habían hecho, pero todos hicieron un pacto de silencio respecto
a la operación Liberar a Dumbo. Ninguno dijo nada.
La casa de Alhaja no estaba muy lejos de la plaza, por lo que fue uno de los
primeros en llegar. Eran las siete y diez, la noche estaba ya bastante cerrada. Su madre
le preguntó qué tal con los nuevos amigos Rubito y las gemelas. Le dijo que muy bien y
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que habían quedado todos por la tarde para dar una vuelta por el pueblo sin comentarle
para nada lo que habían hecho con los elefantes.
—Sube a darte una ducha y a cambiarte mientras voy preparando la cena, ahora
cuando estés listo bajas y me ayudas a poner la mesa, tu padre no tardará en llegar, ya
sabe que cenamos a las ocho.
Cuando acababa de entrar a su habitación para ir a ducharse escuchó a través de
la ventana alboroto de gente en la calle, cosa nada habitual puesto que el pueblo solía
ser bastante tranquilo. Parecían voces de personas, gritos, que se oían desde lejos. Abrió
la ventana, ahora sí se escuchaban más claros, y venían desde la plaza, una o varias
personas estaban gritando, pedían socorro. Su madre, al igual que otros vecinos, se
había asomado a la puerta al escuchar los gritos. Unos a otros se preguntaban qué estaría
pasando cuando de repente vieron que venían corriendo por la calle dos mujeres
gritando:
—HAY DOS ELEFANTES SUELTOS EN LA PLAZAAAAAAA.
Empezó a cundir el pánico cuando estos enfilaron la calle. Uno, el más grande
llevaba una argolla en la pata de la que salía una cuerda que finalizaba en un gran clavo.
La gente empezó a salir por los balcones y otros se arremolinaron en la plaza mirando
hacia la calle. Acto segundo empezaron a escucharse sirenas, dos coches de la Guardia
Civil bloquearon la salida de los elefantes por la calle y otros dos les impedían volver
hacia la plaza.
Por un momento, y tras apagar las sirenas, los dos elefantes se quedaron parados,
tranquilos en medio de la calle al ver que no tenían salida. Llamaron al circo y al
veterinario del pueblo para ver si les podían proporcionar unos dardos sedantes. Este
acudió rápidamente a la plaza, pero le dijo a los agentes que lo más fuerte que tenía era
para dormir un perro y que eso no le haría nada a los elefantes.
Varias personas encargadas del circo se presentaron ante los agentes y dijeron
que alguien había cortado el cerrojo de la jaula de los elefantes. Estos le apremiaron a
que hiciera algo para que los elefantes volvieran al circo y que lo del incidente de la
jaula ya lo verían después en el cuartel.
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El encargado de los elefantes les dijo que no sería fácil retornarlos sin sedantes
pero que ellos no tenían, que al macho había que vigilarlo porque era bastante nervioso.
Tenían que sacar a la gente de las ventanas, que se metieran en sus casas e intentar
aguantarlos mientras traían los sedantes desde la capital.
Mediante gestos, un guardia civil por un lado y un policía local por otro, iban
diciendo a la gente que se metiera en sus casas; los que estaban en la calle obedecieron,
pero lo que hicieron fue entrar y asomarse a las ventanas.
Alhaja lo estaba presenciando todo desde la ventana de su habitación, en la
primera planta de la casa.
Las ventanas de la calle estaban llenas de curiosos, y extrañamente los elefantes
estaban tranquilos comiendo de un árbol que había en el borde de la acera.
El cuidador advirtió a uno de los guardias que en el momento en que terminaran
de comer, los elefantes intentarían buscar una salida y los coches no serían impedimento
alguno, que él podía intentar acercarse para ver si cogía al macho de la cuerda y
amarrarlo al árbol hasta que llegasen los sedantes.
El guardia que mandaba no lo vio claro y creyó que lo más sensato era dejarlos
mientras estaban tranquilos y así se lo transmitió al domador. Este le hizo ver que se
equivocaba y que si los elefantes retomaban la marcha después de comer sería muy
difícil pararlos.
Como los sedantes aún podrían tardar media hora o más, el guardia se lo pensó
mejor y autorizó al domador a que se acercara a los elefantes. Lo hizo sin látigo para no
asustarlos y poco a poco se fue acercando a ellos. Sabía que si se ganaba a la hembra,
que era más dócil, es probable que el macho obedeciera y se dejara amarrar al árbol.
Con algo de comida en la mano se colocó apenas a unos metros de la elefanta.
Los dos tiradores más certeros del cuartel se apostaron uno en cada lado de la calle,
preparados para cualquier imprevisto, con un rifle cargado con balas de gran calibre,
capaces de matar a un elefante.
Le alargó la mano y la hembra empezó a comer mientras con la otra le acariciaba
la cabeza. El macho dejó de comer del árbol y empezó a restregarse contra él como si se
rascara. Parecía estar tranquilo, cuando de repente se escuchó una sirena de otro coche
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que se acercaba a la escena. El elefante se asustó con el sonido y se alzó sobre sus patas
traseras muy cerca del cuidador, al que derribó al suelo, aunque este no sufrió ninguna
herida, tan solo un golpe en una pierna. Este se alejó de la escena cuando el macho se
puso a mirar para el fondo de la calle agitando la cabeza de un lado a otro, pataleando.
De nuevo se levantó sobre sus patas traseras e inició una carrera hacia donde
estaban los guardias civiles y los coches obstruyendo la calle.
—No dispares si no es estrictamente necesario —le dijo el jefe al tirador.
Este cargó su arma y se puso en posición, pero el elefante a los pocos metros se
paró y siguió agitándose en tono amenazante. De nuevo arrancó hacia los coches, esta
vez con gran violencia, barritando y con la trompa levantada. Cuando estaba apenas a
menos de diez metros, el guardia abrió fuego y el elefante cayó desplomado al suelo,
brotando de su frente un gran chorro de sangre.
La gente empezó a gritar desde las ventanas mientras un guardia pedía sabanas a
los vecinos para taparlo. Alhaja se metió, cerró la ventana, se echó a la cama y empezó a
llorar desconsoladamente y gritando: ¿Por qué no te fuiste al monte en vez de venir al
pueblo, por qué?
En ese momento se sintió culpable de la muerte del elefante, no podía parar de
llorar. Su madre, que ya lo estaba echando de menos, subió y escuchó los sollozos de
Alhaja a través de la puerta. La abrió, se sentó junto a él en la cama y empezó a
acariciarle el pelo como solo una madre podría hacerlo.
—¿Lo has visto, verdad?
—Sí, mamá —dijo entre sollozos y lágrimas.
—Es probable que así lo haya querido el destino hijo, el elefante estaba en un
circo atado en una jaula, sufriendo, y las cosas no ocurren por nada. Puede que haya
sido lo mejor para él. ¿Sabes lo que ha dicho el jefe de los guardias?
—No, ¿qué ha dicho?
—Han cogido a la elefanta y la van a llevar a una reserva donde los animales
están en libertad, le van a buscar pareja; de no ser por la muerte de su compañero, ella
seguiría en una jaula, ha sido un último acto de amor hacia su pareja. Me voy a enterar
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dónde la van a llevar y si quieres en verano hacemos una excursión para visitarla. ¿Te
parece bien?
Poco a poco las palabras reconfortantes de la madre hicieron que una leve
sonrisa asomara por los labios de Alhaja.
—Si quieres no hace falta que bajes, cuando venga papá te subo la cena a tu
habitación.
—Gracias mamá, prefiero quedarme aquí sí.
La madre lo dejó solo y a la media hora aproximadamente subió una bandeja con
la cena, la dejó un momento en el suelo, abrió la puerta y vio a Alhaja tendido sobre la
cama, estaba durmiendo tal cual lo había dejado antes de salir de la habitación. Lo tapó
con un edredón, le dio un beso en la frente, apagó la luz y cerró la puerta.
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CAPÍTULO 3: Lunes 6 de diciembre
A las diez y media justas, como si hubieran sincronizado los relojes, Alhaja y el
resto de la pandilla empezaron a entrar en la plaza, a la vez pero por diferentes calles.
Mientras se acercaban al banco de la fuente donde solían quedar, unos a otros se iban
dirigiendo miradas intentando vislumbrar en sus rostros cuál era el estado de ánimo,
porque lo que estaba claro es que la noticia de la muerte del elefante era conocida por
todos, incluidos los habitantes de los pueblos de alrededor, en un radio de varias
decenas de kilómetros a la redonda.
Alhaja sabía que él tenía que dar el primer paso pues fue quien ideó el plan,
todos confiaban en él, no podía esconder la cabeza como un avestruz y por eso fue el
primero en romper el hielo.
—Imagino que todos estaréis al corriente de lo que pasó anoche.
Se hizo un incómodo silencio, unos asintieron con la cabeza mirando hacia el
suelo, otros fijaban su mirada en el rostro del que tenían al lado, pero ninguno decía
nada. De nuevo Zurcido, el más echado para adelante, habló con voz rotunda, más
propia de una persona adulta que de un niño.
—Hicimos lo que teníamos que hacer, lo que nos salió del corazón, así que las
cabezas arriba y no se hable más del asunto. ¿Qué planes hay para esta mañana?
Ahora era Alhaja, quien reconfortado por las palabras de Zurcido y con una
media sonrisa en la comisura de los labios, miraba uno a uno a sus amigos. Todos
levantaron la cabeza y asintieron. Rubito y las gemelas dijeron que estaban muy
orgullosos de lo que habían hecho, aunque el final no fuera el esperado.
En la zona donde estaba el cartel anunciando el circo se volvieron a escuchar
voces de niños, pero esta vez no eran de alegría sino de pesar.
—Joooooo, yo quería ir —decía uno.
Se acercaron caminando despacio, haciéndose hueco entre algunos niños y
adultos que estaban también mirando. Encima del cartel que anunciaba la función
habían pegado medio folio que contenía un escueto comunicado, escrito a mano con
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rotulador azul, que Zurcido desde su casi metro ochenta leyó en voz alta, para que lo
escuchara el resto de sus amigos:
El Circo Universal lamenta
comunicarles que suspende la función.
Intentaremos volver en agosto.
Como restando importancia al asunto, Zurcido continuó hablando y dijo que si
en agosto volvía el circo sin animales irían. Ahora se está muy bien en el pueblo, pero
hace bastante frío y no podemos hacer las mismas cosas que en verano, con mejor
tiempo y los días más largos. Además, no está la pandilla completa, en agosto somos
más.
—Tenéis que venir —dijo Alhaja mirando a las gemelas.
—Lo intentaremos —contestó Rubito—. Lo estamos pasando muy bien con
vosotros y haremos todo lo posible para que nuestros padres dediquen al menos una
semana de sus vacaciones para venir al pueblo.
—Para eso aún queda mucho —interrumpió Luis—. Tengo una propuesta para
esta mañana.
—¿Qué has pensado? —dijo Canica, mientras los demás permanecían atentos a
lo que iba a decir con la mirada clavada en Luis.
—Cuando ayer fui con mi hermana a revisar la casa de mi abuela, probamos las
bicis del año pasado y había pensado que serían ideales para Sara y Vera, ya que
nosotros tenemos nuevas. Los demás de la pandilla todos tenemos bici. ¿Qué os parece
si hacemos una excursión en bici hasta las afueras?
A todos les pareció bien porque hacía tiempo que no salían en bicicleta.
—Pero…, yo no tengo —dijo Rubito.
—No te preocupes —contestó Luis—, también he pensado en eso y lo mejor es
que vayamos al restaurante, estará allí Carlitos y como nos debe un favor seguro que te
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presta la suya. Como está un poco lejos, es preferible que cojamos las bicis, quedemos
aquí en la plaza y cuando estemos todos vayamos a buscar a Carlitos.
Así lo acordaron, las gemelas y Rubito se fueron con Luis y Luna, pasaron
primero por casa de su abuelo, ya que Luis había sido previsor y llevaba la llave encima,
cogieron las dos bicicletas y continuaron hacia su casa para coger las otras dos.
Apenas había pasado una media hora cuando ya estaban todos de nuevo en la
plaza con las bicis. Sara se subió en una de las que le habían dejado, la que fue de Luna,
Rubito cogió la bici vieja de Luis, aunque le quedaba un poco pequeña, pero era algo
más grande que la de su hermana Luna y tenía una barra sobre la que sentó a Vera
mientras él pedaleaba, así nadie tendría que ir andando.
—¿Todos preparados? ¡Adelante! A buscar Carlitos —dijo Zurcido abriendo la
fila.
Dejaron las bicicletas en el aparcamiento del restaurante, en una zona habilitada
para ellas, cuando a través de una de las ventanas Carlitos los vio, sorprendiéndose en
primera instancia de que vinieran todos, pero a la vez curioso por saber qué querían.
—Hola a todos, ¿qué hacéis?
Le explicaron que tenían intención de salir con las bicis hacia la otra parte del
pueblo, donde estaban las huertas, cerca del río, pero que les faltaba una para Rubito,
que como él estaba ocupado ayudando en el restaurante habían pensado en que le podía
prestar la suya.
—Por el puente, como viene mucha gente al pueblo, mis padres han contratado
personal nuevo y de momento no tengo que ayudar, así que me gustaría ir esta mañana
con vosotros. El verano pasado, mi primo se dejó aquí su bici porque sus padres le
compraron otra nueva. ¿Puedo acompañaros con la mía y le dejo a Rubito la de mi
primo?
—Claro —contestaron todos.
—Acompáñame Rubito, vamos dentro y las cogemos, ya aviso de paso a mis
padres que me voy.
Una vez todos equipados iniciaron la marcha hacia la otra parte del pueblo.
Cerca de la orilla del río y a lo largo de al menos dos kilómetros, desde donde se dejan
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de ver las últimas casas, había numerosos huertos donde los lugareños sembraban
productos como tomates, pepinos, pimientos, patatas, ajos, cebollas, habas, pipas de
girasol…, que en temporada vendían en puestos callejeros colocados estratégicamente
en varias calles del pueblo, así como en la plaza. Los que tenían huertas más grandes
también ofrecían sus productos a través de un puesto en el mercadillo, que se hacía una
vez a la semana, durante todo el año, y a veces iban a vender a los pueblos de al lado, si
se había dado bien la recolección.
Esto se hacía sobre todo en los meses de buen tiempo, desde abril hasta bien
entrado el otoño. Era una manera de que entrara un buen dinerito a casa, además de
autoabastecerse de productos naturales de primerísima calidad. En invierno, lo que
primaba era la aceituna, había mucha gente que tenía olivos y en diciembre era la época
de recolectar, llevarla a la almazara y obtener el precioso oro verde.
También había muchos árboles frutales, muchos de ellos particulares, pero otros
eran silvestres, habían nacido de manera natural y no eran de nadie, como por ejemplo
algunas higueras que para agosto estaban repletas de higos; también había morales,
castaños, perales, manzanos, cerezos, parras…
En invierno pocos eran los árboles frutales que se podían aprovechar, pero había
unos en concreto que a los niños les encantaban, y eran los caquis. A las afueras del
pueblo, ya casi más cerca del siguiente, había varios que eran silvestres y que daban
unas frutas muy grandes y jugosas, por lo que casi todos los años iban alguna vez a
comer del propio árbol e incluso luego llevaban algunos a sus padres.
Estaba lejos y por eso iban con las bicis, alguna de las cuales tenía una cesta
delante donde echaban los caquis para llevarlos al pueblo.
Llegaron a una zona cerca del río donde había bastante vegetación por la que no
podían avanzar. Era el lugar donde solían dejar las bicicletas y seguir a pie unos
quinientos metros hasta donde estaban los caquis silvestres. Rubito y sus hermanas
estaban encantados con tanta naturaleza, en general con haber ido al pueblo, cada día
era para ellos una experiencia y a cuál mejor. Sus amigos les explicaron qué frutos eran
los buenos, los que estaban en su óptimo estado de maduración para comer en ese
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momento, y cuáles para llevar. Estaban aprendiendo muchas cosas y cada día y hora que
pasaba más deseos tenían de volver en verano.
Canica, que era el más ágil, se subió a un árbol en apenas unos segundos y más
rápido que lo habría hecho la mona Chita, para acceder a algunos caquis ya que los que
estaban al alcance de la mano eran los primeros que cogía la gente. Los demás se
pusieron debajo y se separaron en dos grupos, uno recogería los caquis que estaban
listos para comer en ese momento y el otro los que iban a llevar al pueblo. Siempre
cogían solo los que se iban a comer y algunos para llevar, sin ser egoístas y dejando
para otras personas que pudieran venir detrás. Desde arriba, una vez arrancado el caqui,
Canica gritaba maduro o verde y lo dejaba caer al grupo correspondiente, que lo recogía
con una toalla agarrada por los picos, la cual tenían escondida entre los matorrales para
la ocasión.
Zurcido, que era un comilón, daba buena cuenta de tres caquis y los demás se
comían uno solo, o si eran pequeños dos, y aparte se llevaban como un par de kilos cada
uno a casa para sus padres. Degustaron la fruta a los pies del árbol, sentados sobre unas
piedras, charlando entre risas y pensando qué iban a hacer por la tarde.
Una vez habían acabado echaron el resto de caquis en varias bolsas y se
dirigieron de vuelta a por las bicicletas. Cuando estaban cerca, Luna, que iba caminando
de las primeras, se paró en seco porque le pareció oír como un ruido de voces; los
demás, al verla, también se detuvieron quedando todos en silencio e inmóviles por un
momento.
—¿Habéis escuchado algo? —dijo Luna.
Nadie hablaba, no hacían ruido, permanecían parados como estatuas intentando
captar algún sonido, pero no oían nada.
—Ha debido de ser algún animal, continuemos que ya estamos muy cerca de las
bicis —dijo Sara.
Al momento llegaron al lugar donde habían dejado las bicicletas y algo extraño
percibió Alhaja. Notó como si las hubieran movido de sitio, la suya recordaba
claramente que la había dejado apoyada en un árbol y ahora estaba tumbada en el suelo.
Intentando restar importancia, cada uno se fue acercando a por la suya.
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Zurcido dio un par de vueltas sobre sí mismo, como buscando alrededor, hasta
que dijo en voz alta, casi gritando, y con aire de bastante enfadado:
—Mi bici no está, alguien se la ha llevado. Si alguno de vosotros está intentando
gastarme una broma y la ha escondido, os advierto que no ha elegido el día propicio,
hoy estoy cabreado y será mejor que acabéis con esto ya si no queréis que me enfade
más aún y si lo hago, que no suelo hacerlo casi nunca, no os gustará.
—Tranquilo Zurcido, intentó calmarlo Alhaja, nadie de nosotros ha escondido tu
bici, hemos llegado todos juntos y no nos hemos separado ni un momento.
—¿Entonces dónde está mi puñetera bici, ehhhhhh?
Detrás de unos matorrales cercanos empezaron a salir unos chicos, más o menos
de la misma edad, en concreto diez, dos niñas y ocho niños. Tomó la delantera uno que
parecía el jefe, con pelo peinado a cepillo y una especie de cresta en lo alto. Los demás
se quedaron a su lado pero un paso detrás. Con aire un pelín chulesco, tal vez pensando
en la superioridad numérica, se plantó a escasos metros de Alhaja y Zurcido, los miró
desafiantes y dijo:
—¿Qué pasa que habéis perdido alguna bici? —Y soltó una gran carcajada que
secundó el resto de sus amigos.
Zurcido hizo amago de abalanzarse sobre él, pero Alhaja lo paró.
—Mirad, no queremos problemas, devolvednos la bici y tengamos la fiesta en
paz, nos iremos a nuestro pueblo, vosotros al vuestro y todos tan contentos —dijo
Alhaja.
—El problema es que habéis invadido nuestro territorio, estáis en los límites de
nuestro pueblo por lo que los caquis que os habéis comido y los que os lleváis nos
pertenecen, así que los tenéis que pagar. Nos dais ahora mismo veinte euros o nos
quedamos con la bici como fianza hasta que nos paguéis. Y os la vendemos barata,
apenas tocáis a dos euros por cabeza. ¡Ja, ja, ja! En caso contrario me quedaré con ella
porque me va a venir bien para el año que viene cuando crezca, que es una bici alta. ¿Es
tuya, grandullón? —le dijo, señalando con el dedo a Zurcido.
Fue la gota que colmó el vaso, conforme lo estaba señalando, Zurcido lo agarró
por la manga de la cazadora y como quien levanta un gatito lo elevó en el aire por
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encima de su cabeza; cogiéndolo por debajo de los sobacos, se dio media vuelta y lo
colgó de una rama que salía del árbol más cercano, enganchándolo por la cazadora. Lo
dejó ahí pataleando, se volvió y dijo:
—A ver, ¿quién quiere ser el siguiente?
Empezaron todos a recular con la cara más blanca que una pared recién
encalada, a la vez que Zurcido avanzaba hacia ellos desafiante y con cara de estar muy
cabreado. El chico que estaba colgado de la rama no dejaba de patalear intentando
liberarse, pero al moverse la tela se iba desgarrando y resultaba más difícil soltarse. En
apenas un momento pasó de la chulería a un estado de miedo tal que no podía ni
articular palabra.
—¿Cómo se llama vuestro amigo el que está en la percha? —les dijo Zurcido.
Nadie hablaba, estaban temblando de miedo. Volvió a repetir la pregunta
gritando aún más fuerte.
—Me llamo Antonio —sonó un hilo tembloroso de voz a la espalda de Zurcido.
Sin volverse, dijo Zurcido:
—Así que Antoñito es el jefe de esta pandillita de cobardes. Ya les estás
diciendo a estos que traigan la bici, y por cada minuto que pase sin que la vea delante de
mí te voy a ir colgando una rama más arriba.
No hizo falta que dijera nada, en menos de medio minuto ya había ido un niño a
un matorral cercano y la había sacado poniéndola delante de Zurcido. Este la revisó y
vio que todo estaba correcto. Se dio media vuelta, vio que sus amigos tenían todos los
ojos clavados en él, abiertos de par en par, con cara de asombro y les guiñó un ojo que
les infundió tranquilidad.
—¿Tengo monos en la cara o qué? —dijo soltando una carcajada que fue
acompañada por el resto de sus amigos.
Una de las dos niñas, muy pequeñita, se acercó a Zurcido sin que este la viera
llegar, le tiró de la manga de la cazadora y le dijo con una vocecita que apenas le salía
del cuerpo, pero sin ningún atisbo de miedo en el rostro:
—¿Puedes bajar a mi hermano de ahí, por favor?
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Esto le sirvió para que se relajara y mostrara cierta ternura ante la mirada limpia
de aquella pequeña que luchaba a su manera por su hermano, demostrando tener más
valor que el resto, que seguían atenazados sin moverse del sitio.
Zurcido se dio la vuelta, agarró a Antonio por la cintura, lo levantó hasta
descolgarlo de la rama, lo llevó en volandas hacia donde estaba su hermanita y le dijo
poniéndolo a su lado:
—Aquí lo tienes.
—Menuda bronca te va a echar mamá cuando vea cómo está la cazadora nueva
—dijo la niña señalando a la espalda de su hermano, donde había una considerable raja.
—Creo que es hora de volver, son casi las dos y no podemos llegar tarde a
comer —dijo Alhaja.
Se montaron y diciendo adiós con la mano emprendieron el camino de vuelta.
Quedaron en dejar las bicicletas de Rubito y las gemelas en casa de Alhaja, ya que era
más grande, por si acaso salían otro día. Llegaron a la plaza quince minutos antes de las
dos por lo que aún les quedaba tiempo para charlar un ratito antes de irse cada uno a su
casa, además como iban en bicicleta llegarían en apenas unos minutos.
Las gemelas se dieron cuenta de que en la puerta del Ayuntamiento, junto al
cartel donde se anunciaba la suspensión de la función del circo, habían puesto otro. Se
acercaron a ver qué ponía y decía lo siguiente:
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Con motivo del aniversario de la Constitución, y en sustitución del circo, el
Ayuntamiento ha programado un concurso de búsqueda del tesoro. Se esconderá
un tesoro en algún lugar del pueblo y quien lo encuentre lo podrá canjear por un
premio. Inscripciones a partir de las 16 horas en la puerta del Ayuntamiento. La
búsqueda comenzará una vez que se hayan inscrito todos los grupos, que se
compondrán de un máximo de cuatro personas, niños y niñas entre 10 y 14 años.
—Mirad esto —dijeron las dos a la vez en voz alta.
Acudieron a la llamada de las gemelas y todos leyeron el cartel.
—Sois ocho, podéis apuntaros vosotros en dos grupos, yo prometí ayudar esta
tarde a mi madre a preparar unas cosas en el restaurante —dijo Carlitos.
—Vale, un poco antes de las cuatro nos vemos todos en la puerta del
Ayuntamiento, hacemos dos grupos y nos apuntamos, ¿os parece bien? —preguntó
Alhaja.
—Sí, será divertido, pero vámonos que son las dos menos cinco —decían los
mellis a la vez que se subían en las bicicletas y empezaban a pedalear.
—Ya estoy en casa —gritó Alhaja mientras cerraba la puerta tras haber dejado
su bici, la de Rubito y las gemelas.
—¿Qué tal la mañana, dónde habéis ido?
—A las huertas de la salida del pueblo, he traído unos caquis que tanto os gustan
a ti y a papá.
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—Gracias, hijo, ¿No los habrás cogido de algún huerto privado?
—No, mamá, ya sabes que hay una zona donde crecen que no son de nadie y
todo el que quiere va y coge. Como han suspendido el circo esta tarde van a hacer en su
lugar una caza del tesoro en grupos de cuatro y nos vamos a apuntar. He quedado con la
pandilla antes de las cuatro que comienzan las inscripciones.
—Vale, pero ahora vamos a comer. Avisa a tu padre que está en el porche
arreglando una silla que se ha roto. He preparado albóndigas caseras con salsa de tomate
de la que hice este verano con los tomates del pueblo, que todavía me quedan unos
pocos botes. Si algún día te quieres hacer macarrones con tomate casero, los botes están
en la despensa grande, en una alacena. Ten cuidado y no te equivoques cuando vayas a
coger uno que justo al lado hay un montón de botes de perdices en escabeche de las que
cazaba tu abuelo, y aún quedan muchos.
No eran todavía ni las cuatro menos cuarto cuando ya estaban todos en la plaza.
Había varios niños, algunos solos, otros acompañados de sus padres, que también iban
para apuntarse a la caza del tesoro. La mayoría era del pueblo, que vivían en él todo el
año, pero de otras pandillas. Solía haber varios grupos de amigos, y aunque todos se
pudieran juntar en ocasiones especiales, como por ejemplo para jugar un partido de
fútbol, no se solían mezclar. Generalmente había pandillas como la que formaba Alhaja,
cuyos niños habían nacido en el pueblo y sus antepasados también, pero todos sus
miembros incluso siendo naturales de allí vivían fuera, en la ciudad o en otras
provincias, e iban en periodos vacacionales.
Los que residían en el pueblo durante todo el año formaban sus propias
pandillas, que se mantenían para siempre. Aunque no había peleas entre las diferentes
pandillas, sí había piques y, por supuesto, cuando jugaban unos contra otros al fútbol o a
lo que fuera, todos querían ganar, por lo que seguro que en esta ocasión también habría
rivalidad.
Nadie sabía el premio para el grupo ganador, pero corrió la noticia de que sería
bueno, por lo que algunos niños de los pueblos de al lado se habían enterado y se iban
acercando para apuntarse. Muchos de ellos eran conocidos porque iban al colegio del
pueblo, al ser este el más grande e importante de todos los que había alrededor.
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Estaban esperando los ocho sentados en el bando cerca del pilón de la plaza, ya
eran las cuatro menos cinco y había como una veintena de niños revoloteando cerca de
la puerta del Ayuntamiento, pero estas no se abrían ni salía nadie para explicar el juego.
En un momento dado dijo Zurcido señalando hacia una de las calles que desembocan en
la plaza:
—Anda, esta sí que es buena, mirad quién viene por ahí, voy a saludar.
Todos fijaron la vista hacia donde estaba señalando con el dedo. Alhaja se
levantó y dijo a Zurcido:
—Voy contigo, no quiero que cometas ninguna tontería.
—Tranquilo Alhaja, si solo quiero saludar y desearles suerte.
Se acercaron hacia ellos y dijo Zurcido:
—Buenas tardes, Antoñito y compañía, ¿qué te trae por aquí? Este es nuestro
territorio, no vendrás a apuntarte a la caza del tesoro.
—Bueno, en realidad, me han traído mis padres para apuntarme sí, pero si
quieres —dijo temblando—, nos vamos.
—No hace falta —dijo Alhaja—. ¿Verdad Zurcido que vamos a ser buenos
chicos, les vamos a dejar inscribirse y que gane el mejor?
—Sin rencores, adelante —contestó Zurcido, mientras se escuchaba a una
persona que en voz alta desde la puerta del Ayuntamiento estaba llamando a los
participantes para que se acercaran.
Todos los niños y niñas empezaron a rodearlo y cuando estuvieron en silencio
empezó a hablar.
—Bienvenidos, el Ayuntamiento ha organizado una caza del tesoro, donde os
podéis apuntar en grupos de cuatro personas, niños y niñas mezclados; el premio solo se
dirá al final y será uno solo para el equipo ganador. Una vez que os hayamos inscrito se
os dará un sobre con una pista o prueba que os llevará a la siguiente y así
sucesivamente, hasta llegar al cofre del tesoro. El equipo que lo encuentre en primer
lugar deberá traerlo al Ayuntamiento. Habrá cuatro pruebas en total y se valorará con un
punto cada una de ellas, que se dará al equipo que logre resolverla en primer lugar; la
última, la que lleva hasta el cofre, valdrá dos puntos.
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Para que no hubiera discusión, como la pandilla la componían ocho personas, ya
que Carlitos no podía participar porque tenía que ayudar en el restaurante, en el banco
de la plaza realizaron un sorteo quedando un equipo formado por Alhaja, Rubito, Luna
y Sara y el otro por Zurcido, Canica, Luis y Vera.
—Vaya, no me despego de ti ni con agua caliente —dijo Canica a Zurcido, a lo
que todos soltaron una carcajada.
Había tres grupos más, dos del pueblo y el capitaneado por Antoñito. Una vez
todos tuvieron claras las explicaciones, les dijeron que tendrían aproximadamente tres
horas para lograr encontrar el tesoro, hasta las siete que ya se hacía de noche.
Cerca de las cuatro y media, en la puerta del Ayuntamiento, cada capitán con su
sobre en la mano, lo abrió a la vez a un toque de campanilla que daba la señal.
Prueba número 1: En el parque norte hay un árbol entre todos que destaca por
algo sobre los demás. Debes encontrarlo y mirar a su alrededor, exactamente a 15
pasos de niño verás tres piedras pequeñas que forman un triángulo. Debajo, a poca
profundidad, hay enterrada una cajita de metal que deberás llevar hasta el punto de
salida, a la puerta del Ayuntamiento.
Una vez leído el sobre todos los niños salieron corriendo en dirección hacia el
parque, que no quedaba lejos de la plaza. Llegaron y unos se pusieron a mirar entre los
árboles buscando algo que los diferenciara, pero todos parecían iguales. Otros iban
corriendo de árbol en árbol. Zurcido, desde su mayor altura intentó divisar lo que otros
no podían ver pero no observó nada que se saliera de lo normal.
Alhaja pensó que en vez de estar correteando entre los árboles sin ninguna
lógica, había que reunir al grupo y planificar una estrategia de búsqueda. Así lo hizo.
—Creo que estar aquí en medio del parque entre tanto árbol no nos va a dar la
respuesta de cuál es el diferente a los demás. De todos modos, lo mejor es que dos os
quedéis dentro mientras otros dos nos alejemos un poco y observamos desde la
distancia. Sara ven conmigo, y vosotros, dirigiéndose a Rubito y Luna, id mirando por
los árboles a ver si veis algo diferente en alguno.
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Alhaja, sin conocer el refrán, era consciente de que los árboles no le dejaban ver
el bosque; estaba buscando una posición desde lejos donde poder ver los árboles en su
conjunto. Se alejaron de la arboleda unos veinte metros para tener una visión global,
todos les seguían pareciendo iguales. Comenzaron a girar alrededor pero ninguno
parecía destacar entre los demás.
Pensó que iba a resultar más fácil, pero lo que él no sabía, ni ninguno de los
niños del pueblo que estaban más acostumbrados a visitar el parque, es que esa misma
mañana el Ayuntamiento había instalado una caseta de madera, que era un nido de
pájaros, y estaba colgada de una de las ramas de un árbol, pero esta no se podía ver
desde abajo porque las mismas ramas la tapaban, así que mientras andaban rodeando los
árboles Sara se detuvo y fijó su mirada en un punto elevado.
—¿Qué pasa, por qué te detienes?
—Creo que he dado con el árbol.
Alhaja retrocedió hasta la posición donde estaba Sara, siguió su mirada y vio la
pequeña caseta que pendía de una rama.
—Sí, este tiene que ser el árbol. Vayamos corriendo a decírselo a Rubito y a
Luna. Pero tenemos que hacerlo despacio, con cuidado y disimulando, si se dan cuenta
los demás equipos que hemos encontrado en árbol todos irán hacia él y pueden
encontrar la lata antes que nosotros.
—Es cierto, vayamos despacio, los demás jamás verán la caseta.
Se adentraron de nuevo en el parque, que seguía siendo un ir y venir de niños
dando bandazos de un lado a otro como una pelota de tenis. Divisaron a Rubito y a
Luna y poco a poco se fueron acercando a ellos.
—Disimulad, sabemos qué árbol es pero ahora hay una dificultad añadida.
Tenemos que andar los quince pasos que dice la prueba sin que se den cuenta los demás
de que lo estamos haciendo, pero tampoco sabemos en qué dirección darlos.
Poco a poco, haciéndose los despistados, se fueron acercando hasta el árbol. Una
vez debajo de él miraron para arriba y comprobaron que no se veía la caseta. Decidieron
ponerse los cuatro dando la espalda al árbol y comenzar a andar disimuladamente,
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parándose cada dos o tres pasos, pero sin desviarse, mirando a los lados como si
estuvieran despistados para no llamar la atención del resto.
—Creo que será mejor que lo hagamos de dos en dos, si comenzamos a andar
los cuatro a la vez en forma de cruz se van a dar cuenta —dijo Rubito—. Empezaremos
Luna por el norte y yo por el sur contando los pasos, y si alguno viera las tres piedras en
el suelo en forma de triángulo, levanta la mano izquierda y se toca el pelo como señal
para que acuda el resto.
Así lo hicieron, empezaron a caminar muy despacio parándose y disimulando.
Rubito incluso cada cinco pasos hacía una marca con el pie en el suelo, se desviaba y al
momento volvía a ella para dificultar más el poder ser descubierto por sus competidores.
Llegaron a los quince pasos, se detuvieron, miraron hacia sus pies, no había marca
ninguna, piedras sí pero todas a su libre albedrío. Dieron varias vueltas sobre sí mismos
mirando alrededor. Echaron un par de pasos hacia atrás por si los habían dado
demasiado largos paro nada, hicieron lo mismo hacia delante por si los habían dado
demasiado cortos, pero tampoco. Volvieron a su posición junto árbol.
—¿No habéis visto nada? —dijo Alhaja.
—No, a ver si vosotros tenéis más suerte —contestó Luna.
Sara comenzó a dar los primeros pasos en dirección oeste a la vez que Alhaja lo
hizo hacia el este, intentando ambos disimular, sobre todo cuando algún niño de otro
equipo pasaba cerca. Los inseparables Zurcido y Canica vieron a Alhaja parado y se
acercaron hacia él.
¿Qué haces aquí quieto, por qué no buscas? —dijo Zurcido.
—Lo estoy haciendo, lo que pasa es que me he parado a descansar —respondió
mientras con el talón hacía una marca y con el otro pie salía de la dirección en la que
iba—. No perdamos tiempo, a ver si vuestro grupo o el nuestro encuentra antes la
primera pista.
—Tienes razón, sigamos buscando. Vamos Canica, sígueme, no podemos estar
aquí de charla.
Cuando se perdieron entre los árboles Alhaja volvió a la marca con intención de
retomar el camino. Levantó la cabeza y vio que Sara le llevaba la delantera. Se disponía
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a reanudar los pasos cuando esta levantó la mano y empezó a pasársela por la cabeza. Al
verla, Alhaja fue rápidamente en dirección hacia ella, quien le señaló hacia el suelo.
Estaba lleno de piedras, todas tenían un tono grisáceo, pero había tres en concreto que
eran blancas y redondeadas que formaban un triángulo equilátero perfecto.
Mientras estaban mirando ambos las piedras llegaron Rubito y Luna, ya que
habían visto desde su posición cómo Sara se pasaba la mano por el cabello.
Tiene que ser aquí, no hay ninguna duda. Rubito se puso de rodillas, retiró las
piedras y empezó a apartar la arena con la palma de la mano. Al momento, y sin apenas
excavar nada, apareció un dibujo como en una cajita. Golpeó con los nudillos y sonó
algo metálico. Cogió un palo del suelo con el que marcó el contorno de la caja, empezó
a rodearla hasta que haciendo un poco de palanca la logró sacar.
—TENEMOS LA PRIMERA PISTA —gritaron los cuatro a la vez, para que
todos los escucharan y dejaran de buscar.
En un momento empezó a acudir el resto de los grupos y pronto se vieron
rodeados por un montón de niños, que llenos de curiosidad les preguntaban cómo la
habían encontrado. No quisieron responder para no dar pistas sobre su manera de actuar.
Lo que sí hicieron fue salir corriendo hacia la plaza para llevar la lata, seguidos de todos
los demás. Llegaron a la puerta del Ayuntamiento y entregaron la lata al organizador de
la caza del tesoro, quien corroboró que la pista encontrada era correcta.
—Según las reglas del juego, el grupo capitaneado por Alhaja obtiene un punto
—dijo mientras abría la lata y sacaba cinco sobres—. Ahora entregaré un sobre a cada
uno de los capitanes, donde se explica la siguiente prueba. Todos lo abrieron a la vez y
fue leído por cada capitán, rodeado de sus tres acompañantes.
Prueba número 2: Hace exactamente un mes una persona del pueblo fue
noticia a nivel provincial por algo, tenéis que averiguar por qué, y una vez descubierto
debéis llevar a esa persona especial lo que más le gusta, que lo obtendréis de la única
mujer que os lo puede ofrecer en todo el pueblo. A cambio, su hija os dará cinco sobres
que deberéis traer, los cuales contienen la siguiente prueba.
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Los dos grupos capitaneados por Alhaja y Luis pensaron que en esta segunda
prueba había algo de tongo porque seguro que los grupos del pueblo sabrían a qué
noticia se refiere, si esta había sido tan importante. En parte, no les faltaba razón, pero a
medias, y es que la prueba estaba preparada de tal manera que aunque supieran sin
preguntar qué persona fue noticia y por qué, era difícil saber qué es lo que le gustaba si
no habían leído la prensa, ya que ahí es donde lo explicaba. Los niños no leen
periódicos, por lo que al final todos tendrían que recurrir de un modo u otro al boca a
boca, hasta encontrar a alguien del pueblo que les informara de qué persona era la
especial, pero sobre todo qué es lo que le gustaba para llevárselo, y no menos
importante era dónde conseguirlo. Podríamos decir que eran varias pruebas en una.
El 6 de noviembre, o sea hacía un mes justo, la prensa provincial publicó la
noticia a la que hacía referencia la prueba, tras hablar de la importancia de la localidad
continuaba el periodista diciendo: Los habitantes de este bello pueblo están de
enhorabuena pues tienen entre sus paisanos a la persona más longeva de la provincia,
que acaba de cumplir hoy ciento siete años. Como todos los años desde que cumplió los
cien, el Ayuntamiento, con asistencia de la corporación en pleno, la obsequió con lo
que más le gusta que es un ramo de rosas rojas, escogidas cuidadosamente por nuestra
florista local.
Los grupos de Alhaja y Rubito no tenían ni idea de qué noticia podría tratarse y
probablemente si sucedió hace un mes ni siquiera sus padres lo sabrían, por lo que a
diferencia de los dos grupos del pueblo ellos tendrían que empezar a preguntar o por las
casas o por los negocios. Teniendo en cuenta que los únicos que estaban abiertos eran
los bares, y ellos al ser menores no podían entrar, por lo que la cosa se les complicaba
por momentos.
La opción de preguntar a gente que caminara por la calle era bastante descartable
porque siendo la hora que era, las cinco menos cuarto de la tarde, y el frío que hacía, no
había nadie, tan solo los niños de la búsqueda del tesoro y el que organizaba el juego,
que obviamente no iba a decir nada.
Entre tanto, los dos grupos del pueblo ya se habían encaminado a sus casas a
preguntar a sus padres. El equipo de Antoñito estaba aún más perdido. Por fin se
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decidieron a ponerse en marcha y el equipo de Zurcido se encaminó hacia la puerta del
bar por si salía o entraba alguien, mientras que el de Alhaja fue a llamar por las casas.
A la primera casa que tocaron ni les abrieron. De la segunda salió una mujer
muy mayor que la pobre no se enteraba de nada de lo que decían, además estaba un
poco sorda. En la tercera abrió otra mujer que dijo no saber nada y que su marido estaba
echando la siesta. Rubito y los demás tampoco tenían suerte, no entró ni salió nadie del
bar en quince minutos.
A la cuarta casa que llamaron salió un adolescente graciosillo quien des dijo que
se habían equivocado de fecha, que el aguinaldo era en Navidad y Halloween ya había
pasado, y empezó a reírse. La madre desde dentro que lo escuchó salió a ver qué pasaba
y le dijo a su hijo que ya atendería ella a esos niños tan guapos.
—¿Qué queréis?
—Buenas tardes, señora, gracias por atendernos, estamos haciendo un juego de
la búsqueda del tesoro, tenemos que hacer una prueba y estamos preguntando por las
casas —dijo Alhaja.
—¿Y de qué prueba se trata, cómo puedo ayudaros?
—¿Hace un mes hubo algún acontecimiento en el pueblo que saliera en los
periódicos? —siguió indagando Alhaja.
—Aquí en este pueblo nunca pasa nada y mucho menos para que salga en la
prensa. Como no sea lo de la Cardelina, otra cosa no se me ocurre. Eso sí salió en el
periódico. Es una vecina del pueblo que es la que más años tiene de toda la provincia,
cumplió hace más o menos un mes ciento siete años. Vino hasta la televisión, todos los
del Ayuntamiento le trajeron un ramo de rosas rojas que le gustan mucho porque
cuando era joven el que fue su marido, que ya falleció hace muchos años, se presentó un
día en casa de sus padres a pedir su mano para casarse, y lo hizo llevando un hermoso
ramo de rosas rojas; es por eso que desde entonces le gustan tanto.
A los cuatro del grupo se les encendió rápidamente la bombilla y pensaron que
ya tenían casi resuelta la segunda prueba, solo debían averiguar dónde vivía esa mujer,
quién vendía flores en el pueblo, ir a por el ramo, que seguramente ya estaría preparado,
llevarlo a la casa y recoger los sobres.
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La mujer que los estaba atendiendo en la puerta les indicó la dirección, también
les dijo que el único sitio donde vendían flores era un vivero que había a la entrada del
pueblo, cerca de las eras, que tenía una pequeña tienda con venta directa al público, y se
llamaba De flor en flor.
—Eso es cerca del circo, ya sé dónde está esa floristería, vayamos corriendo, no
podemos perder tiempo, gracias señora, muy amable —dijo Alhaja.
Emprendieron los cuatro la carrera directos hacia la floristería, cuando les
faltaban apenas unos quinientos metros, como no habían visto a ningún niño, decidieron
parar de correr y seguir caminando a paso normal. Al doblar la última casa, antes de
verse la floristería, se toparon de frente con uno de los dos equipos del pueblo, que
volvía llevando su capitán un ramo de rosas rojas en la mano.
—¿Acaso vais a buscar esto? ¡Ja, ja, ja!
Empezaron a venir los otros grupos, pero viendo que ya llevaban el ramo, todos
se volvieron juntos hacia la puerta del Ayuntamiento, a esperar. El grupo ganador se
acercó a la casa, el capitán golpeó la puerta levantando un pesado llamador, tras lo cual
abrió una chica de unos veinte años.
—Buenas tardes, ¿está la señora Cardelina?
—Pasad, os estábamos esperando, es mi bisabuela, está sentada en su sillón
favorito. Tenéis que hablar alto porque no oye bien. Hace un mes cumplió ciento siete
años, le va a venir bien el ramo de rosas porque el que le trajeron para su cumpleaños ya
está marchito.
—ABUELAAAAA, mira han venido unos niños a traerte un regalo.
—Qué niños más majos —dijo Cardelina—, y qué flores tan bonitas, son mis
favoritas. ¿Queréis un chocolate?
—No señora, muchas gracias, solo hemos venido a traerle este ramo de rosas y a
desearle feliz cumpleaños.
La bisnieta les dio los cinco sobres, se despidieron de la encantadora Cardelina y
se dirigieron hacia la puerta del Ayuntamiento, donde ya estaba esperando el
organizador, que recogió los sobres, y el resto de equipos.
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Un punto tenía el equipo de Alhaja y otro el capitaneado por Canito, que así le
decían en el pueblo.
—Quedan dos pruebas, recordad que la última vale dos puntos y en caso de que
haya empate el premio deberá ser compartido por los dos grupos —dijo el organizador,
a la vez que repartía un sobre a cada capitán.
Prueba número 3: En el cielo del pueblo hay una casa vacía esperando que
algún año regrese su morador. Para acceder a esta casa, dentro de la cual están los
cinco sobres de la última prueba, solo hay una llave que deberéis conseguir. Pista: el
dueño de la llave también está cerca del cielo.
Todos los grupos escucharon la lectura de boca de su capitán, se miraban unos a
otros con cara de no saber muy bien a qué se refería el texto. Volvieron a leerlo de
nuevo, más despacio, y uno de los equipos del pueblo se puso en camino como si
hubieran logrado descifrar la pista. Los demás se quedaron mirando para ver por dónde
se iban, siendo seguidos por otros dos equipos.
Como no podían colaborar entre grupos, el de Rubito se acercó a vigilar la
dirección que tomaban los que ya se habían marchado. Alhaja preguntó si a alguien se le
ocurría por dónde empezar a buscar.
Volvieron a leer parando en cada párrafo. Tras el primero, dijo Sara que cuando
hablaba de una casa en el cielo es probable que se refiriera a alguna que hubiera
construida en un árbol, o sea, en alto.
Luna y Alhaja, que conocían bien el pueblo, se miraron y dijeron que entendían
lo que decía, que tenía sentido, pero que no les sonaba que hubiera tal casa en ningún
árbol de los del pueblo.
—¿Y si a lo que se refiere es a algo que está más arriba? Habla de una casa en el
cielo —dijo Rubito.
—¿Pero qué hay más arriba que una casita en un árbol? —preguntó Luna.
—Un nido —contestó Rubito.
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Nada más escuchar la respuesta de Rubito a Alhaja se le iluminaron los ojos,
como si al momento le hubiera venido la inspiración.
—Lo tengo —dijo Alhaja—. Rubito ha dado con la solución, efectivamente, se
trata de un nido. Me dijo mi padre que en la torre del campanario, que es la parte más
alta del pueblo, durante muchos años estuvo anidando una pareja de cigüeñas, pero para
que no estropearan el tejado de la torre, los bomberos hicieron una estructura en una de
las ventanas, protegida por una reja, donde pusieron el nido, que siguieron usando hasta
que un año dejaron de venir. El Ayuntamiento decidió mantener el nido cuidado por si
esta pareja decidía volver, u otra diferente lo quería utilizar. El acceso a la torre está
cerrado con llave, la tiene el cura del pueblo, de ahí lo de la pista, que la persona que
tiene la llave está cerca del cielo. Tenemos que ir a buscar al cura a su casa, Luna y yo
sabemos dónde vive, seguidnos.
Cuando se estaban acercando, el grupo de Canito iba corriendo en sentido
contrario y al verlos aceleraron el paso. El otro equipo del pueblo estaba llamando a la
puerta y algunos niños intentaban mirar por la ventana por si veían al cura dentro, ya
que este era muy mayor, estaba un poco sordo y puede que no escuchase el timbre.
—¿Qué hacéis aquí? —dijo Alhaja.
—¿Tú qué crees, listillo? —contestó el capitán—; pues lo mismo que vosotros,
pero parece que el cura no está.
Alhaja miró su reloj y vio que eran ya más de las cinco y media, por lo que
pensó que el cura debería estar en la iglesia preparando la misa de las seis, ya que era
fiesta. Los domingos y festivos había misa a las doce y a las seis.
Llegaron rápido puesto que la iglesia no estaba demasiado lejos de la casa del
cura, entraron tranquilos y despacio, vieron que apenas había algunas personas mayores
vestidas de negro, pero el cura no estaba allí. Se acercaron a la sacristía que estaba en un
lateral del altar mayor, entraron por la puerta pero tampoco vieron a nadie. A la
izquierda divisaron otra puerta más pequeña de la cual salió un niño vestido de
monaguillo.
—¿Venís a por la llave de la torre? —les dijo el monaguillo.
—Sí.
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—Pues llegáis tarde, otro grupo se os ha adelantado y se la he dado, pero les he
dicho que me la devuelvan que si no el cura se enfadará conmigo.
No le dio tiempo a terminar la frase que ya estaban corriendo hacia la torre, la
cual partía desde dentro de la propia iglesia. La puerta de acceso estaba abierta, entraron
y empezaron a subir de uno en uno porque la escalera de caracol era muy estrecha, solo
cabía una persona. La subida no era muy complicada, hacia la mitad de la torre había un
acceso a una galería que hacía las veces de mirador, desde el que se tenía unas
maravillosas vistas de casi todo el pueblo; pero no podían detenerse, debían seguir por
si acaso eran los primeros, cosa difícil pero no imposible.
Continuaron el ascenso, escucharon voces de otros niños pero venían de abajo,
por lo que aceleraron el ritmo. Casi se marean por la rapidez con la que estaban dando
vueltas. Llegaron a la parte final de la escalera de caracol, pero aún les quedaba un poco
más. El último tramo, el que llevaba a la zona donde estaban las campanas, las ventanas
y el nido de cigüeñas, se hacía con una escalera móvil de no más de diez peldaños que
desembocaba en una especie de trampilla abierta. Se pararon un momento y Alhaja les
dijo a los tres que permanecieran en silencio. No se habían cruzado al equipo de Canito,
que supuestamente les llevaba la delantera, agudizaron el oído y tan solo se escuchaba
el zureo de los palomos. Alhaja empezó a subir despacio, llegó al final y asomó la
cabeza.
—Vaya, otra vez llegáis tarde, llevamos aquí ya un buen rato esperando —dijo
Canito, con aire chulesco usando los cinco sobres abiertos a modo de abanico—. Id
bajando que no cabemos todos.
Con cara de decepción empezó a descender y les dijo a los demás que habían
subido antes. El otro grupo del pueblo también estaba llegando y más abajo se oían
voces de otros niños subiendo. Se juntaron todos los equipos que poco a poco se iban
dando la vuelta para iniciar el descenso.
Llegaron al final en fila india y fueron asomando uno detrás de otro por la puerta
que da a la iglesia, la misma por la que habían subido, los diecinueve más Canito que
fue el último en salir. El monaguillo les estaba esperando abajo porque la misa estaba a
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punto de comenzar. Canito le devolvió la llave guiñándole un ojo, se acercó y le dijo al
oído:
—Gracias colega, te debo una.
Salieron todos de la iglesia y dirigiéndose hacia la puerta del Ayuntamiento le
dieron los sobres al organizador.
—Otro punto para el equipo de Canito, que ya lleva dos —dijo este con los
sobres en la mano—. Con un punto está el grupo de Alhaja y el resto con cero.
Recapitulando, queda la última prueba que está explicada en el sobre que os voy a
repartir a continuación. En vista de los resultados que tenemos hasta ahora, solo se
pueden dar dos posibilidades: Si el equipo de Alhaja gana obtendrá tres puntos y será el
vencedor final, porque os recuerdo que esta última prueba vale dos puntos, en cualquier
otro supuesto el equipo ganador será el de Canito. En caso de que los grupos estén
dispersos si alguien llega con el sobre del tesoro, para avisar al resto de que la prueba ha
finalizado haremos sonar la campana más famosa que tenemos en el pueblo, que solo se
toca en ocasiones especiales, sonará cuatro veces, una por cada prueba.
Repartió los sobres dando uno a cada capitán y les dijo que al ser la prueba
definitiva sería un poco más complicada de descifrar que las anteriores, y que no los
abrieran hasta que iniciara una cuenta atrás:
—Cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡Ya!
Los capitanes, rodeados por los miembros de su equipo, abrieron los sobres a la
vez, estos hicieron una primera lectura mental, poniendo cara de no entender nada.
Apremiados por los demás, cada uno leyó lentamente el contenido del sobre al resto:
Prueba número 4: En la gran sala donde todos descansan de pie sobre literas
de cinco camas, en la tercera litera de la sexta fila hay un ejemplar que reposa
tumbado. En él hallarás un gran sobre con el que habrás legado al final del trayecto de
la búsqueda del tesoro.
Nadie se movía, todos los niños se miraban unos a otros para ver si a alguno se
le encendía una bombilla y sabía a qué se refería lo que ponía en el sobre. Los capitanes
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levantaron la cabeza casi a la vez para ver qué hacía el resto de grupos; todos
permanecían de pie con cara de no saber por dónde empezar. Los tres miembros de cada
uno de los equipos tenían la mirada clavada en su capitán, esperando que este les dijera
algo. La mayoría lo que hizo fue leer de nuevo el contenido del sobre, más despacio.
—Analicemos dónde puede haber una gran sala con camas en el pueblo —dijo
Canito a los miembros de su grupo—. Si no ganamos nosotros, al menos tenemos que
poner todas las trabas posibles para que no lo haga el equipo de Alhaja.
Sara, que tenía el oído muy fino, escuchó lo que dijo y se lo transmitió al grupo,
tras lo cual Alhaja añadió que había que llevar cuidado con Canito porque lo conocía
bien y no le gustaba perder a nada:
—Hará cualquier cosa para que no ganemos nosotros.
Se separaron un poco más del grupo para que no oyera lo que tenía que decir a
los suyos y Alhaja empezó a hablar:
—Es cierto que hay varios sitios en el pueblo donde hay habitaciones con camas,
se me ocurre por ejemplo el albergue juvenil, que se utiliza como alojamiento entre
semana para algunos niños y niñas que estudian en el pueblo; los fines de semana y en
verano se usa como hotel. Luego tenemos el hostal que también tiene habitaciones,
aunque no las usan porque está a falta de realizar reformas y solo funciona como
restaurante. El centro de salud no tiene habitaciones porque es pequeño.
—¿Cuál de esos sitios crees que puede ser? —dijo Luna.
—Creo que ninguno, de hecho esa va a ser nuestra ventaja respecto al resto de
equipos. Todos van a intentar buscar en los que os acabo de mencionar, pero me parece
que esta prueba es parecida a la del nido, donde hablaba de una casa en el cielo como
una metáfora del nido de la cigüeña, pero algo más complicada.
Tenemos que ponernos en la cabeza del que ha diseñado el juego, por lo que
cuando habla de una gran sala con literas donde se descansa creo que no se refiere a
camas sino a otra cosa, porque en ningún momento habla de que son personas las que
descansan. Además, dice literas de cinco camas, eso es mucha altura, nunca he visto
más de tres, aunque no digo que no las haya, aquí en el pueblo no existen.
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A ninguno se le ocurría nada, lo que había dicho Alhaja casi les desorientaba
más que les ayudaba a encontrar la solución. Se hizo un silencio, todos estaban
pensando, el resto de equipos estaba ahí plantado, no se había movido nadie; esperaban
a que alguien diera el primer paso para ver hacia dónde se dirigían, sobre todo Canito no
quitaba ojo al grupo de Alhaja.
Luna empezó a esbozar una sonrisa y dijo al resto del grupo:
—Dejad un momento que me concentre, voy a cerrar los ojos, tengo que
visualizar algo.
Se alejó un poco buscando un sitio sin ruido, entornó los ojos ante la atenta
mirada de los demás que se quedaron esperando. Tardó apenas dos o tres minutos que
se hicieron eternos, abrió los ojos y llamó a sus compañeros para que se acercaran a
donde estaba ella, alejándose así más del resto de equipos para que no pudieran
escuchar lo que iba a decir. Alhaja, Rubito y Sara la rodearon, esperando a que hablara.
—Creo que sé dónde está el sobre del tesoro —dijo mientras le brillaban los ojos
de felicidad—. Rubito y Sara no lo saben porque aún no me conocen bien y no son de
aquí del pueblo, pero ¿cuál es mi afición preferida cuando no estamos con la pandilla y
el sitio que más me gusta del pueblo? —continuó, dirigiendo la mirada a Alhaja.
—Te encanta leer y el sitio donde sueles ir cuando no estamos juntos es la
biblioteca del pueblo. Siempre dices que allí encuentras mil mundos en uno, que cada
libro es una aventura, y por eso vas allí. A veces te acompañamos pero tú nos ganas a
todos.
—Cuando he cerrado antes los ojos lo que he hecho, pensando en lo que dijiste
sobre la prueba del nido, ha sido visualizar mentalmente la biblioteca. Es una gran sala,
hay exactamente once estanterías y cada una de ellas tiene cinco lejas o baldas donde
están los libros, o sea donde reposan de pie. Creo que las camas son las lejas y las literas
las estanterías, además es imposible equivocarse, da igual por donde se empiece a
contar ya que dice sexta fila y tercera litera; al haber once estanterías es la que hace seis
de las once y la tercera fila es la que hace tres de las cinco, se empiece por donde se
empiece a contar, izquierda o derecha y arriba o abajo siempre llegaremos a una sola
estantería y a la leja correcta.
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Mi memoria mental no llega a tanto como para visualizar la leja en concreto y
qué libros hay, por lo que tendremos que ir a comprobarlo. Lo que sí recuerdo es que
hacia la mitad están los de geografía e historia, es normal que en esta sección haya
libros que son muy altos y no quepan de pie, por lo que la bibliotecaria los suele poner
tumbados. Imagino que en esta leja en concreto habrá varios libros de pie y uno
tumbado, ese será el que buscamos.
Se quedaron los tres pasmados, con los ojos abiertos de par en par, no dejaron de
escuchar a Luna todo el rato con atención y asombro a cada cosa que decía.
—Eres increíble Luna —dijo Alhaja—. Te prometo ir más a la biblioteca.
—Y nosotros también —dijeron Rubito y Sara, soltando una carcajada.
—Bien, todo lo que has dicho tiene sentido y estamos seguros de que ahí está el
sobre que nos dará la victoria —continuó Alhaja—, pero ahora tenemos un problema.
Los demás equipos siguen absolutamente perdidos, no tienen ni idea de por dónde
empezar. Cuando comencemos a movernos lo más normal es que vengan detrás de
nosotros, al menos el equipo de Canito seguro, y lo peor es que intentarán hacer todo lo
posible para echarnos delante, son capaces incluso hasta de robarnos el sobre una vez lo
hayamos cogido si nos siguen hasta la biblioteca. Sé de lo que es capaz Canito con tal
de no perder, y menos contra mí, ya que tenemos gran rivalidad porque aunque seamos
de aquí tanto como él y su grupo nos consideran un poco forasteros ya que vivimos
fuera y solo venimos de vacaciones.
—Entonces qué vamos a hacer para que no nos sigan, porque en cuanto echemos
a andar hacia la biblioteca se nos van a pegar —dijo Rubito.
—Tengo una idea y un plan para despistarlos pero hay un problema añadido.
Solo Luna y yo sabemos dónde está la biblioteca, sobre todo ella. ¡Je, je! Vosotros no
sois de aquí y no conocéis bien el pueblo aún. Desde aquí a la biblioteca no hay mucha
distancia, tenemos a nuestro favor que hay que atravesar varias calles y podemos ir
hacia ella en zigzag para despistar, pero aún así si los llevamos muy pegados será difícil
que nos los quitemos de encima.
He pensado en lo siguiente: Lo primero que vamos a hacer es dividirnos en dos
parejas, Luna irá con Rubito y seréis vosotros los que vayáis a la biblioteca, Sara vendrá
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conmigo e intentaremos despistar al grupo de Canito yendo hacia el albergue, que es el
sitio donde creen que puede estar el sobre ganador. Él me va a seguir a mí casi seguro.
Ahora, cuando nos pongamos en marcha, los cuatro saldremos muy despacio por la
calle Mayor, pero nada más doblar la esquina nos dividimos y a la carrera nosotros
cogemos la calle que va directamente al albergue y vosotros iréis hacia la biblioteca
pero no directamente, lo haréis entrando por la primera de la izquierda para luego volver
por la siguiente o la otra.
Todos lo tuvieron claro y decidieron poner el plan en marcha. A la de tres
empezaron a caminar muy lentamente en dirección hacia la calle Mayor, mirando de
reojo qué hacía el resto de equipos. El de Zurcido y el de Antoñito no hicieron nada,
pero Canito y su grupo se pusieron en marcha vigilándolos a cierta distancia, seguidos a
su vez por el otro equipo el pueblo, que aunque ya no tenían nada que hacer para ganar,
seguro estaba Alhaja de que habrían tramado algo con Canito para entorpecer su posible
victoria.
Nada más enfilar la calle Mayor, en un momento en el que perdieron de vista a
Canito, a la voz de «ya», salieron corriendo a toda velocidad dividiéndose en dos.
Cuando Canito enfiló la calle pensando en que estarían muy cerca se encontró con la
sorpresa de que no había nadie. Lo único que pudo llegar a atisbar fue a Sara doblando
la esquina de la calle que llevaba hacia el albergue.
Pensando que los cuatro se habrían ido por el mismo sitio salieron corriendo
detrás para ver si les daban alcance, a la vez que en voz alta decía Canito:
—Os lo dije, creo que van hacia el albergue donde están las habitaciones, seguro
que hay alguna grande con literas, sigámoslos.
La bajada hacia el albergue no era en línea recta por lo que este hecho jugaba a
su favor, tenían que ir sorteando callejones estrechos y además lo iban haciendo en
zigzag para dificultar más el seguimiento.
Alhaja, sin parar de correr, miró hacia atrás y en uno de los giros le pareció ver
asomar la cabeza de Canito.
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—Nos están siguiendo, el plan está funcionando, esperemos que no hayan visto
a Luna y Rubito y puedan llegar a la biblioteca —dijo sin parar de correr entre
callejones, seguido por Sara.
Luna se paró en una esquina y asomando la cabeza vio que no los seguía nadie,
estuvo así durante un par de minutos para asegurarse.
—Creo que el plan de Alhaja ha funcionado, no parece que nos sigan, aún así no
bajaremos a la calle Mayor por la siguiente, lo haremos por otra más adelante que
aunque baja recta, hacia la mitad sale una bocacalle que dificulta que podamos ser
vistos, desde la cual podremos empalmar con otra que sí desemboca ya en la calle
Mayor, cerca de la biblioteca.
Siguieron por la calle del Teatro, que va paralela a la calle Mayor, pero por
encima, hasta llegar a la calle Vadillo, por la que descendieron; hacia la mitad de la
misma, giraron a la izquierda por un callejón más estrecho del mismo nombre, que
desembocaba en una plazoleta desde la que partía otra calle llamada de la Iglesia, por
haber allí una muy antigua, y que descendía hacia la calle Mayor.
—Mira Sara, aquí nací yo y me crie —dijo Alhaja, señalando a una casa que
había en la plazoleta pegada a la torre de la iglesia—. Era de mis abuelos, pero la
vendieron; ahora no tenemos tiempo, pero si venís en verano ya os enseñaré esta parte
del pueblo, donde jugaba yo de pequeño.
Cuando llegaron a la esquina de la calle de la Iglesia con la calle Mayor, Luna
asomó la cabeza con mucho cuidado, poco a poco para que no la vieran, a la vez que
ella podía observar si venía algún grupo. Miró hacia un lado y no vio a nadie, miró
hacia el otro y tampoco, pero literalmente. La noche estaba empezando a caer y había
bajado bastante la temperatura, encima empezó a chispear, por lo que no había nadie por
las calles. Rubito se quedó detrás de Luna esperando una señal para continuar.
—Adelante, sígueme, no viene nadie y la biblioteca está apenas a cincuenta
metros.
En un momento estaban en la puerta y vieron que estaba cerrada.
—Claro, hoy es fiesta —dijo Rubito—, no está abierta. A ver si nos hemos
confundido y no es este el lugar donde está el sobre del tesoro.
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—Qué raro, estoy casi segura al cien por cien que la pista nos lleva hasta la
biblioteca —contestó Luna, mientras su cerebro empezó de nuevo a repasar
mentalmente y en silencio lo que decía el texto de la prueba.
Rubito, un poco decepcionado, la dejó en su estado de meditación a la vez que se
apoyaba en la puerta, intentando refugiarse un poco del agua que empezaba a caer con
algo más de intensidad; incluso le pareció ver al trasluz de una farola que eran chispas
de agua mezclada con nieve. Intentando resguardarse algo más giró el cuerpo quedando
su cara casi pegada a la puerta de entrada a la biblioteca. Al lado del cartel donde
figuraba el horario había otro que le llamó la atención:
Hoy 6 de diciembre día de la Constitución la recomendación para
leer es el libro La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson.
Si buscas un tesoro nada mejor que un libro para hallarlo.
Llama y te abrirá la guardiana del templo donde hallarás el tesoro.
—Mira Luna —le dijo Rubito todo emocionado dándole un codazo que la sacó
de su letargo—, es aquí y parece que hemos llegado los primeros.
Alhaja aminoró el paso consciente de que era seguido por los dos grupos del
pueblo, por lo que sus compañeros lo más probable es que teniendo vía libre habrían
llegado ya a la biblioteca. Apenas les quedaba ya el último callejón que desembocaba en
una carretera que hacía las veces de circunvalación, desde la cual se podía divisar el
albergue. Antes de atravesarla echó una mirada hacia atrás, aprovechando que tenía que
girar la cabeza a ambos lados de la carretera para comprobar que no venía ningún coche,
aunque estaban para cruzar por un paso de cebra.
Efectivamente, comprobó que les seguían, aunque estos escondieron la cabeza
detrás de la esquina de la última casa antes de llegar a la carretera. Alhaja y Sara
pasaron al otro lado y ya sin mirar atrás llegaron hasta la puerta de entrada al albergue.
Alhaja le susurró algo al oído y esta lo siguió. Se dispusieron a rodear el albergue con la
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sola intención de que Canito y el resto, viéndose libres, se apresuraran y llegaran a la
puerta. Cuando dieron la vuelta completa al edificio estaban los dos equipos completos
en la puerta principal.
—Vaya, qué mala suerte habéis tenido, hemos llegado nosotros primero, el
tesoro será nuestro y mi equipo se proclamará ganador —dijo Canito.
—De eso nada —contestó Alhaja, siguiéndole la corriente y figurando estar
enfadado—. Nosotros hemos llegado antes, estábamos detrás por si había otra entrada
de acceso al tesoro.
—¿Qué pasa que te vas a poner chulito ahora? Mira Alhajita —dijo en tono
despectivo—, tienes dos opciones: o te vas por donde has venido y entro tranquilamente
a por el sobre del tesoro o aquí mis amigos y yo, que en total somos ocho, te ponemos
un ojo morado, eso sí, como soy muy generoso, te dejamos el otro sano para que puedas
ver por dónde volver a la plaza. A tu amiguita no le haremos nada porque como no es
del pueblo para que no piense que aquí nos portamos mal con los forasteros. ¿Verdad
chicos que somos muy buenos y recibimos muy bien a los turistas? —dijo a la vez que
todos soltaban una gran carcajada—. Por cierto, y los otros dos, ¿qué pasa que les da
miedito la oscuridad y la lluvia y se han ido con mamita? ¡Ja, ja, ja!
—Está bien, nos iremos, volveremos a la plaza y os esperaremos allí, sé
reconocer mi derrota —respondió Alhaja.
—Así me gusta, id yendo que nosotros tenemos un tesoro que buscar, enseguida
vamos a la puerta del Ayuntamiento a recoger el premio.
Rápidamente, mientras comenzaban a caminar por donde habían venido, Sara
comprendió que Alhaja había estado ganando tiempo.
Se quedaron los dos grupos llamando al albergue mientras Alhaja y Sara ya
estaban cruzando la carretera de nuevo, pero en sentido contrario, o sea en dirección al
pueblo. Nada más llegar al comienzo del callejón, cuando comprobaron que ya no
podían ser vistos, emprendieron a la vez la carrera en dirección a la biblioteca.
Luna empezó a leer el cartel que le estaba indicando Rubito, estaba escrito con
letras azules muy llamativas, como queriendo atraer la atención.
—Sí, es aquí, tenía razón —decía mientras estaba buscando el timbre.
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Llamaron y al momento salió la bibliotecaria, a quien conocía bien Luna. Iba
vestida de pirata con un parche en un ojo y un garfio en la mano izquierda.
—¿Quién osa perturbar la paz de este templo de sabiduría? —dijo poniendo voz
grave la bibliotecaria.
—Somos nosotros, venimos a por el sobre del tesoro —contestó Luna.
Se levantó el parche del ojo porque para el disfraz se había tenido que quitar las
gafas y no veía bien. Miró a los niños y dijo:
—Pero si es mi Lunita, la niña más lectora de todo el pueblo, no sabes la alegría
que me llevo de ver que es tu grupo quien ha descifrado la última pista para acceder al
tesoro. Adelante entrad, ¿Sabes dónde buscar? Yo no os puedo ayudar.
—Lo sé perfectamente, me conozco muy bien la biblioteca, gracias
Entró y empezó a contar las estanterías, una, dos, tres, cuatro, cinco y seis, esta
debe de ser; miró hacia arriba y vio un cartel que ponía J-91 Geografía general. Lo
sabía, esta es la sección de geografía, empezó a contar las lejas, una, dos y tres. La miró
con detenimiento y vio que todos los libros estaban colocados de pie, con el lomo hacia
fuera y con una etiqueta blanca abajo. A la derecha había uno de gran formato que
estaba tumbado porque no cabía de pie. Lo cogió y lo puso sobre una mesa cercana,
bajo la atenta mirada de Rubito y la bibliotecaria.
Era un atlas de los países del mundo, miró el lomo por la parte donde se abre y
vio que hacia la mitad parecía que no estaba bien cerrado, como si hubiera algo dentro
que se lo impidiera. Acercó la mano derecha y puso cuatro dedos, salvo el pulgar, en la
parte donde no estaba bien cerrado. Lo abrió y dentro estaba el libro de Stevenson La
isla del Tesoro. Lo sacó y parecía ocurrir lo mismo que con el atlas pero en menor
escala, algo había por la mitad impidiendo que el libro estuviera cerrado del todo.
Realizó la misma operación y apareció un sobre que ponía: Enhorabuena has
encontrado el gran sobre del tesoro, llévalo a la puerta del Ayuntamiento y entrégalo al
organizador.
—Lo tenemos —gritó Luna con gran emoción.
—Enhorabuena —dijo la bibliotecaria—. La lectura te ha ayudado a ser una niña
muy despierta, te ha hecho pensar y razonar hasta llegar a encontrar el sobre del tesoro.
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No hay mejor y mayor tesoro que leer…, pero no os quiero entretener, id al
Ayuntamiento y recoged vuestro premio.
Alhaja y Sara llegaron exhaustos a la puerta de la biblioteca. Esta seguía cerrada
pero el cartel había cambiado:
Recupera ya el aliento
Si quieres ver el tesoro,
Un libro era y no oro
Y está en el Ayuntamiento.
—Biennnnnn —dijo Alhaja—, ya tienen el sobre.
Fue terminar de decir la frase cuando sonó como un estruendo un toque de
campana.
—Son las siete y diez —dijo Sara mirando su reloj de muñeca—. No puede ser
el reloj de la torre —cuando sonó un segundo toque.
—Es el aviso de que Luna y Rubito han llegado con el sobre al Ayuntamiento,
vamos para allá —dijo, mientras sonaba un tercero.
Los dos grupos que seguían intentando entrar en el albergue, que estaba cerrado,
cuando oyeron los tres toques de campana se quedaron como pasmarotes, con la boca
abierta y cara de tontos, deseando que no sonara un cuarto. Pero lo hizo, retumbó en las
cabezas de los ocho como si les hubieran puesto un petardo en los pies.
—No puede ser —dijo Canito—. Es imposible.
Todos lo miraron con resignación, hasta que uno de los niños dijo:
—Lo mismo tenemos suerte y ha encontrado el sobre el otro grupo, no el de
Alhaja.
Canito lo miró con una cara que se le quitaron las ganas de volver a abrir la
boca:
–¿Tú eres tonto? Anda, vamos para el Ayuntamiento.
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Los ocho llegaron a la puerta donde ya estaban esperando los otros tres equipos.
Canito miró fijamente a Alhaja y este esbozó una sonrisa que se le metió en el alma,
pero no pudo hacer otra cosa que reprimirse y esperar a tener una oportunidad de
vengarse en los juegos que se hacían en el verano.
—El ganador de esta última prueba ha sido el equipo de Alhaja —dijo el
organizador—; con lo que las puntuaciones globales quedan como sigue: Dos puntos el
equipo de Canito y tres el de Alhaja, que se proclama vencedor de la caza del tesoro.
¿Queréis saber en qué consiste el premio? —dijo mientras abría el sobre—: El
equipo ganador de la caza del tesoro tendrá el día ocho de diciembre una comida gratis
en el restaurante a la que cada miembro del grupo podrá llevar un acompañante.
Pero aquí no pierde nadie, esto es solo un juego para pasarlo bien, así que ahora
todos los participantes vais a disfrutar de un magnífico chocolate que estamos
preparando, acompañado de nuestro producto más típico, las famosas fritillas, pero las
tomaremos dentro del Ayuntamiento que aquí hace mucho frío y esta lloviznando.
—Hummmmm qué ricas —dijo Alhaja.
—¿Qué es eso? —preguntaron las gemelas.
—Ah, es verdad, que vosotros no lo sabéis —contestó Luna—. Digamos que es
una cosa parecida a los churros pero aplastados en forma de torta, en vez de alargados.
—Seguro que nos encantan.
Alhaja miró su reloj y vio que eran ya casi las siete y media. Todos los días
tenían que llegar a casa a las siete o un poco más, aunque hoy podrían llegar más tarde
porque todos los padres ya sabían que sus hijos iban a participar en el juego de la
búsqueda del tesoro, pero si se quedaban a hacer la merienda-cena en el Ayuntamiento
sus padres se preocuparían. Así se lo hizo saber al organizador.
—Tienes razón Alhaja, estás en todo, en parte es culpa nuestra por no haber
anunciado antes lo del chocolate y las fritillas, pero te preocupes porque lo que
queríamos era que fuera una sorpresa para vosotros y que no os distrajerais durante el
juego pensando en la merendola de después. Cuando tuvimos los nombres de los
participantes, como os conocemos a todos, mientras se desarrollaba el juego, hemos
llamado por teléfono a vuestros padres para decirles que no os preparasen cena porque
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os la daría el Ayuntamiento. Tu madre me dijo que se lo transmitiría a los padres de tus
tres amigos. Así que todo está arreglado. Ahora a disfrutar de la merienda. Por cierto,
toma el sobre, aquí están los ocho vales para la comida de pasado mañana, ya os tendrán
una mesa preparada, es a las dos.
—Gracias, me quedo más tranquilo.
Alhaja cogió el sobre y lo guardó bien dentro de un bolsillo de su plumífero que
se cerraba con cremallera.
Los veinte niños siguieron al organizador, que entró en el Ayuntamiento,
subieron unas escaleras y en la segunda planta había un gran salón donde estaban
preparadas unas mesas llenas de vasos de chocolate calentito y varias bandejas de
fritillas recién hechas. Fueron recibidos nada más y nada menos que por el mismísimo
alcalde y la concejala de festejos, que repartieron a cada niño un ejemplar de la
Constitución en una edición juvenil.
—Seré breve porque no quiero que se os enfríe el chocolate —dijo el alcalde,
mientras miraba a los que no conocía—. Es un orgullo para este pueblo recibir niñas y
niños nuevos, como los que tenemos hoy aquí. Guardad bien el libro no lo vayáis a
manchar ahora con el chocolate. Espero que lo hayáis pasado bien con el juego de la
búsqueda del tesoro, ya sabéis que para el verano hacemos otro tipo de juegos en los
que esperamos que participéis porque también habrá regalos.
—Yo seré más breve aún —dijo la concejala, recibiendo la palabra del alcalde
con una mirada—. Para antes del verano estamos preparando algunas actividades sobre
las que iremos informando a vuestros padres. Ahora disfrutad de la merienda y gracias a
todos por participar.
Alhaja, antes de empezar con la merienda, les dijo que irían los ocho que habían
participado a la comida, y todos estuvieron de acuerdo a la vez que encantados.
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CAPÍTULO 4: Martes 7 de diciembre
Estuvieron degustando la merienda-cena hasta más allá de las nueve de la noche,
en un ambiente muy distendido, sin preocuparse por la hora de llegada al saber que sus
padres ya estaban avisados. Aún así, se formaron tres grupos alrededor de la mesa
donde se servía el chocolate con las fritillas. Por un lado, en la esquina, estaban los
niños que vivían permanentemente en el pueblo, quedando en medio Antoñito y sus
amigos; en la otra esquina estaban los equipos de Alhaja y Zurcido.
De vez en cuando, Canito echaba una mirada desafiante hacia Alhaja que este
intentaba esquivar. Es probable que en vez de disfrutar de aquel momento pensara que
la venganza es un plato que se sirve frío, y que su pequeña mente retorcida empezara ya
a maquinar algún plan que estuviera a la altura de un rival como Alhaja, noble pero
astuto e inteligente.
A ninguno de los dos le gustaba perder, pero la ventaja que tenía Canito es su
falta de escrúpulos. Quien lo conocía sabía perfectamente que para él siempre el fin
justificaba los medios. También tendría la ventaja de enterarse antes que Alhaja de qué
juegos se harían en verano, por lo que podría anticiparse e incluso contar con ayuda
externa para no sufrir una nueva humillación delante de sus amigos, que pusiera en
entredicho su madera de líder, ser el número uno del grupo, pero para eso todavía
quedaba mucho tiempo.
Alhaja se acercó a Zurcido y le comentó algo al oído. Este puso cara de
circunstancias pero acto seguido se acercó a Antoñito y le dijo que se unieran con ellos,
a lo que este asintió.
—Traed vuestro plato de fritillas que a nosotros nos quedan pocas —añadió
Zurcido señalando con su dedo índice una bandeja que había en el centro de la mesa.
Este hecho no le hizo ninguna gracia a Canito porque en un primer momento
pensó que los podría tener como aliados, ya que eran del pueblo vecino y estaban como
ellos en el lado de los perdedores, pero no todos tenían una mente maquiavélica como
Canito. De hecho, aún le fastidió más ver que en apenas un par de minutos se estaban
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tratando todos con una gran familiaridad, entre risas, charlando como si se conocieran
de toda la vida.
—Ya se me ha adelantado el enteradillo de Alhaja, ¡qué asco le estoy tomando!,
pero reíd, reíd, que quien ríe el último ríe mejor —pensó Canito.
Después de tanto esfuerzo realizado en la búsqueda del tesoro, el frío y el
hambre que tenían se fue aplacando poco a poco, tanto que pasadas las nueve no
quedaba encima de la mesa nada, ni un trozo de fritilla. Las tres chocolateras que
sacaron llenas se las llevaron totalmente vacías.
—Bueno niños, ha sido un placer teneros aquí, espero que hayáis disfrutado
mucho —dijo el alcalde—. El padre de Antoñito está en la puerta esperando con el
coche, los demás abrigaos bien, no olvidéis vuestros chaquetones que está empezando a
nevar y hace mucho frío.
Nada más oír eso, rápidamente todos los niños fueron a descorrer las enormes y
pesadas cortinas que cubrían los ventanales que daban a la calle. Pegaron la cara al
helado cristal y fijaron sus miradas en un farol que estaba cerca de los balcones, viendo
cómo lo que hacía un rato eran chispas de agua mezclada con nieve, se habían
convertido en hermosos copos blancos, grandes, que caían como una pluma.
Salieron disparados hacia las perchas y sillas que estaban cerca de las mesas,
donde habían puesto sus prendas de abrigo, cogieron sus chaquetones, gorros, bufandas,
guantes, etc., y enfilaron la salida hacia la planta de abajo donde estaba la puerta de la
calle. Deseosos de ver la nieve, algunos niños bajaron los escalones de tres en tres. Una
vez fuera todos miraron hacia arriba para ver y sentir los copos cayendo sobre su cara.
Cuando veían que estaba llegando alguno grande lo seguían, esperándolo con la boca
abierta para cazarlo al vuelo.
—¡Qué bonito! —dijeron las gemelas a la vez—, nosotras no hemos visto nunca
nevar, en la ciudad donde vivimos no nieva nunca.
—A lo mejor tenemos suerte —dijo Alhaja—. Si sigue nevando es probable que
cuaje y mañana cuando despertemos estará todo blanco. Haremos una cosa, como
solemos quedar a las diez y media en el pilón de la plaza, nos levantaremos un poco
antes y si al asomarnos por la ventana está el suelo blanco, nos vemos en la plaza a las
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diez, media hora antes, que tengamos más tiempo para jugar. Ahora está nevando pero
no sabemos lo que pasará, puede que dentro de un rato pare y mañana no haya nieve o
que siga y tengamos un buen manto blanco.
—Así lo haremos —secundó Luna—. Además, si cuaja subiremos a la parte alta
del pueblo desde donde hay unas vistas preciosas y haremos fotos que guardaremos de
recuerdo. Le pediré un móvil viejo que tiene mi madre que hace buenas fotos.
—Además —siguió Luis, mirando a las gemelas y a Rubito—, cuando nieva
podemos jugar a muchas cosas, nos lo pasamos en grande. Hacemos construcciones, no
solo muñecos, ya que aquí desde pequeños nos enseñan a hacerlos sirviendo de
aprendizaje para con el tiempo hacer figuras más elaboradas, incluso se organizan
concursos de esculturas en el pueblo para Navidad. También tenemos trineos con los
que nos tiramos por algunas pendientes que hay cerca del pueblo o incluso por los
callejones, lo que pasa es que dentro del pueblo se deshace la nieve antes por los coches
y las personas que la pisan.
Sara, Vera y Rubito estaban que no parpadeaban mirando a Luis hablando de la
nieve y de todas las posibilidades que ofrecía. Si ya estaban emocionados solo con ver
nevar, lo de poder disfrutar de todo eso que contaba debía de ser maravilloso.
—Debemos irnos —dijo Canica—; además, me estoy quedando helado aquí en
la calle. Mañana nos vemos en la plaza a las diez y media, como siempre, pero si hay
nieve a las diez.
—Sí, vámonos que el enano se nos convierte en estatua de hielo. ¡Je je! —dijo
Zurcido, a la vez que el resto le secundó con sonoras carcajadas.
Cada uno se dirigió hacia su casa, Alhaja iba acompañando a Rubito y las
gemelas, que vivían cerca; estas no dejaban de mirar al cielo para ver cómo caían los
copos, pero estaba empezando a aflojar.
—Oye Alhaja, parece que ahora nieva menos, no dejará de nevar tan pronto con
las ganas que tenemos de disfrutar mañana de la nieve —preguntó Vera.
—Espero que no, pero no lo podemos saber, a veces parece que ha parado y al
rato empieza a nevar con más fuerza, o ya no nieva más y en unos minutos no queda ni
rastro de lo que ha caído. Ahora hay un poco encima de los coches y en los tejados pero
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si no sigue nevando mañana no habrá nada. Vamos a dormir y a esperar que siga
nevando.
Eran ya casi las diez de la noche cuando se despidieron y cada uno entró en su
casa.
—Ya estoy aquí, mamá.
—Hola Alhaja, ¿qué tal lo habéis pasado?
—Genial, ¿a que no sabes quién ha sido el ganador del juego de la búsqueda del
tesoro?
—No me digas que tú, hijo.
—Bueno, mi equipo, éramos cuatro y lo mejor es que el premio es una comida
en el restaurante de Carlitos para ocho personas, por lo que vamos a ir todos los de la
pandilla, incluido Rubito y sus hermanas. Mira, aquí tengo las ocho invitaciones.
La madre las cogió y empezó a leer una de ellas: Vale por un menú infantil, a las
catorce horas del día ocho de diciembre.
—Estupendo, has hecho muy bien en decírmelo con tiempo, prepararé comida
para papá y yo. Pero eso es pasado mañana, aún estamos a seis, aunque ya es muy tarde.
—Estoy muy cansado, mamá, me voy a la cama.
—Buenas noches, Alhaja, que descanses.
Sara y Vera entraron tan contentas a casa que cuando su madre les preguntó no
pararon de hablar durante un buen rato. Le contaron lo de la búsqueda del tesoro, la
cogieron de la mano y la acercaron a la ventana para ver cómo nevaba, pero en ese
momento apenas caían unos copos diminutos.
—Si sigue nevando esta noche, mañana quedaremos antes para ir a jugar, hacer
muñecos de nieve, tirarnos con los trineos… ¡Qué ilusión! —dijo Sara.
La casa que habían alquilado los padres de Rubito era bastante grande, aún así
Sara y Vera dormían en la misma habitación, en dos camas que juntaron para estar más
cerca. A pesar de estar muy cansadas hicieron un esfuerzo para no quedarse dormidas.
Charlaban sobre lo bien que se lo estaban pasando, lo estupendos que eran todos los de
la pandilla…
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—Sobre todo Alhaja —dijo Vera esbozando una sonrisa de niña picarona—, que
he visto cómo lo mirabas cuando te ofreció la última fritilla.
Sara se puso colorada y cambió rápidamente la conversación. Miró el reloj y
acordaron que cada diez minutos irían a la ventana a ver si nevaba.
—El primer turno lo hago yo —dijo Sara saliendo de la cama y yendo hacia la
ventana—. Parece que están cayendo copos algo más grandes de nuevo.
Eran las casi las once de la noche y estaban agotadas de tanta emoción como
había tenido el día, pero no querían dormirse, la ilusión por la nieve, de momento era
más fuerte que el sueño.
—Me toca a mí —dijo Vera—. Está nevando más fuerte, se está poniendo la
calle blanca y no hay nadie.
Se volvió a meter en la cama y se echó el edredón hasta la barbilla,
ajustándoselo alrededor del cuello. Ambas estaban muy ilusionadas planeando hacer un
gran muñeco de nieve.
—Mañana tenemos que buscar una zanahoria que haga de nariz —continuó
hablando Vera—, unas canicas grandes para los ojos, coger ramas secas para los brazos
y un gorro que me pareció ver en el armario, ¿lo has visto también?
Como su hermana no contestaba se volvió para mirarla y vio que estaba
profundamente dormida. Se levantó sin hacer ruido para echar un último vistazo por la
ventana, regresó a la cama y nada más taparse cerró los ojos entrando al instante en un
sueño reparador.
Normalmente, sabiendo que solían quedar a las diez y media, la madre las
despertaba una hora antes para que les diera tiempo a asearse y tomar un desayuno
nutritivo compuesto de leche, cereales y fruta.
—Arriba dormilonas —dijo suavemente la madre desde los pies de la cama.
Sara y Vera empezaron a removerse, desperezarse, dar la vuelta, arroparse más,
pero sin abrir ninguna ni un ojo.
—Joooooo, mamá, tenemos mucho sueño, déjanos un poco más —dijo Sara
mientras sacaba una mano para mirar su reloj—. Son solo las nueve y siempre nos
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llamas a las nueve y media —dijo, sin caer aún en cuál era el motivo de la media hora
de adelanto.
—Buenooooooo —susurró la madre con cierto tono de intriga—, podéis seguir
en la cama hasta cuando queráis pero como me dijisteis anoche que si amanecía con
nieve ibais a quedar a las diez…
No le dio tiempo casi ni a terminar la frase cuando las dos a la vez, retirando el
edredón, dieron un enorme salto saliendo de la cama y plantándose en la ventana,
descorrieron la cortina y se les pusieron los ojos como platos. No articulaban palabra,
solo miraban por la ventana, luego se miraban ellas, y así un par de veces, hasta que la
madre las sacó de su letargo.
—¡Qué bonito! ¿Verdad?
Se abrió la puerta de la habitación y entraron Rubito y su padre. Los cinco se
pusieron a mirar por la ventana. El espectáculo que tenían ante sí se les notaba en el
brillo de sus ojos, el de los padres por ver así de felices a sus hijos y el de ellos por
aquella estampa tan maravillosa que estaban contemplando.
Los tejados y toda la calle estaban de un blanco impoluto, aún era muy pronto y
no había pasado nadie por lo que era nieve virgen, sin pisar, de un blanco que cegaba
debido al reflejo del sol. Ya no nevaba pero lo había estado haciendo toda la noche, por
lo que había una capa de nieve de casi veinte centímetros.
—¿Os vais a quedar aquí todo el día mirando por la ventana? Ha dicho vuestra
madre que habéis quedado a las diez, id a lavaros mientras mamá y yo preparamos el
desayuno.
A las diez menos diez ya estaban Rubito y sus hermanas esperando en la plaza a
que viniera el resto de la pandilla.
—Crees que se habrán quedado dormidos y no han visto la nieve —dijo Sara—.
Son ya casi las diez y aún no ha venido nadie.
—Mirad, por ahí vienen ya Canica y Zurcido —señaló Rubito. Al momento
llegaron Luis y Luna. Ya solo faltaba Alhaja.
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Tras saludarse, todos dirigieron la mirada hacia la calle por donde este tendría
que llegar pero no venía. Eran ya las diez y diez. Se levantaron y se acercaron hacia la
entrada de la calle pero no lo veían. Se empezaron a preocupar.
—¿Le habrá pasado algo? —dijo Luis.
—Cuando pasamos por su puerta de camino a la plaza estuve a punto de
llamarlo —añadió Rubito—, pero como era demasiado pronto pensé que aún estaría
desayunando. De todos modos no observé nada raro en la casa cuando al paso miré por
la ventana, todo parecía normal.
—Ya le veo la cabecita asomar por el fondo de la calle —dijo Zurcido desde su
altura y puesto de puntillas.
Cuando Alhaja vio que todos estaban esperándolo al final de la calle, donde esta
desemboca en la plaza, aceleró el paso dando incluso una carrerita.
—Perdonad chicos, anoche estuve un rato hablando con mi madre, luego estuve
viendo la nieve y me he quedado dormido.
—No importa, ya has venido, pero estábamos preocupados por si te había
pasado algo —dijo Sara, que parecía estar un poco más interesada que los demás.
—Ya estamos todos aquí —concluyó Alhaja—, hay mucha nieve, tenemos que
organizarnos y ver cómo vamos a planificar la mañana, pero hemos de actuar rápido
porque son casi las diez y media. Luna, ve con tu hermano a tu casa y te traes el móvil
de tu madre, ese que dijiste que te dejaba para hacer fotos, porque tenemos que
inmortalizar el momento, y de paso os traéis el trineo que os hizo vuestro abuelo porque
es el mejor de todos y además de dos plazas. Zurcido irá a por el suyo, que también es
grande y caben dos. Acompáñalo tú Canica no vaya a ser que se pierda por el camino,
se equivoque de pueblo, se vaya al de al lado y se ponga a jugar con su nuevo amigo
Antoñito. ¡Je, je!
—Muy gracioso —dijo Zurcido con cara de enfadado, tras escuchar un buen rato
de carcajadas del resto.
—Es broma —dijo Alhaja—, sabes que te queremos mucho en la pandilla.
Venga, pongámonos en marcha y no perdamos más tiempo. Yo iré también a por mi
trineo.
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—Pero nosotros no tenemos nada que aportar —comentó Rubito.
—No pasa nada, con lo que pongamos todos hay más que de sobra para
divertirnos. Venid conmigo, ya que vivimos cerca, y así no os quedáis solos aquí
esperando, que hace frío.
—Bueno, se me ocurre una idea, cogeremos algunas cosas de casa para vestir un
muñeco de nieve, si os parece bien —dijo Vera.
—Buena idea —añadió Luna—. Yo os ayudo a hacerlo mientras los cafres estos
se tiran con los trineos por la cuesta abajo y se estrellan contra alguna pared. ¡Je, je!
Nosotras lo haremos por pendientes más suaves.
Cada uno fue a su casa a por lo acordado y en apenas veinte minutos ya estaban
todos de vuelta en la plaza. Decidieron alejarse un poco del pueblo, buscar primero las
mejores vistas y luego una buena pendiente para tirarse con los trineos.
Alhaja vio que Luis traía el trineo pero su hermana llevaba en la mano algo
envuelto en unos plásticos y le preguntó qué era eso.
—Ah, esto, nunca los hemos usado pero son unos esquís que también hizo mi
abuelo hace muchos años, cuando él era joven, que le gustaba esquiar; los vimos el otro
día y hemos pensado que estaría bien probarlos.
—Estupendo, puede resultar divertido.
Salieron de la plaza por una calle lateral que llevaba hacia la parte alta del
pueblo, por la cual apenas subías unos trescientos metros tenías unas vistas maravillosas
de todo el pueblo y de parte de las montañas que lo rodeaban. Subían cargados y
prácticamente no miraron hacia atrás durante el ascenso, iban en fila india, abriendo el
camino Zurcido con su gran trineo al hombro, que portaba como si fuera una pluma.
Detrás iba el resto y aunque no era mucha la distancia ni tampoco la pendiente, al haber
bastante nieve costaba avanzar porque los pies se hundían a cada paso.
Una vez llegaron arriba, todos dejaron las cosas en el suelo, ya relajados y
descansados se volvieron y contemplaron un maravilloso espectáculo. Se veía el pueblo
entero con los tejados nevados, la plaza desde arriba y las montañas. Hasta donde les
alcanzaba la vista todo era blanco. Rubito y las gemelas, que nunca habían visto la nieve
así, se quedaron boquiabiertos con los ojos de par en par y con una cara de felicidad que
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se desbordaba por sus pupilas cristalinas. Luna aprovechó para hacerles unas fotos sin
que siquiera se dieran cuenta.
Una vez arriba había una llanura con escasa pendiente, y al lado otra con un
poco más pero fácil y apta para principiantes. La cuesta por la que habían subido era la
más pronunciada y encima con curvas, por lo tanto las más divertida para lanzarse con
los trineos. Es la que le gustaba a Zurcido, Canica, Alhaja y Luis, por la que Luna nunca
se tiraba, y por eso los llamaba cafres, pero con cariño.
Jamás hubo ningún problema porque los trineos tenían una especie de palos
laterales con los que se podía frenar, y si no también estaban los pies. Alguna caída
siempre era inevitable en las curvas, pero la propia nieve actuaba de colchón
amortiguador. Aunque hace dos años Alhaja se rompió un brazo al salirse en una curva,
no pudo frenar y fue a dar contra una pared. Estuvo un par de meses escayolado por lo
que desde entonces suele tener más cuidado, si ve que el trineo se embala mucho lo
intenta frenar un poco, pero sobre todo ya no toma las curvas con tanta velocidad.
Antes de lanzarse por la gran pendiente, para practicar y entrar un poco en calor,
decidieron empezar en el tramo que estaba cerca de la llanura, que era corto y no tenía
ningún peligro. Tampoco querían que sus invitados volvieran a casa magullados, así que
cogieron los tres trineos, el de Zurcido y Luis, que al ser dobles los usaron uno las
gemelas y el otro Rubito y Luna. Se pusieron en posición y se lanzaron despacio hasta
llegar al final donde los dos trineos terminaron volcando y revolcados los cuatro por la
nieve, ante las risas de sus amigos.
—Os voy a explicar cómo hay que hacer para dirigir el trineo, arrancar, efectuar
curvas, frenar, reducir la velocidad y parar sin caerse —dijo Zurcido.
Se montó sobre su trineo y empezó la clase magistral explicando paso a paso de
manera teórica y práctica cómo conducir un trineo. Todos miraban pero los que más
atención le prestaban eran Rubito y las gemelas, al ser novatos. Efectuó un corto viaje
con cada uno de ellos sentado detrás, a quien le iba explicando cada una de las
maniobras efectuadas.
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—Cuando ya tengas práctica podrás hacer esto —dijo a Rubito, efectuando un
derrape en el que el trineo quedó atravesado, lo cual hizo que este se agarrara como
pudo para no caerse.
Una vez creyeron tener los conocimientos básicos se lanzaron de nuevo, pero
solos, con el trineo de Alhaja, demostrando haber aprendido bien las lecciones de
Zurcido.
Sara, Vera, Luna y Rubito se tiraron varias veces más, intercambiando las
parejas cuando usaban los trineos dobles, y con cada bajada mejor manejaban el trineo.
—Bueno, creo que ya está bien, ahora nos toca divertirnos a nosotros —dijo
Canica, señalando con una mano el trineo de Zurcido y con la otra la gran pendiente.
—Es cierto, tenéis razón —dijo Luna—, nosotras nos quedaremos aquí y
haremos un gran muñeco de nieve, mientras vosotros os tiráis con los trineos por la
pendiente grande.
—Os acompaño —añadió Rubito—, quiero probar esa famosa gran pendiente,
pero primero lo haré bajando detrás con Luis o Alhaja. Luego, si me veo capacitado, lo
intentaré solo o con alguien detrás de mí, si se atreve, claro. ¡Je, je!
—¿Cómo vamos a hacer el muñeco de nieve? —preguntó Sara—. Nosotras
nunca hemos hecho ninguno.
—Tranquilas, dejad que os enseñe, la gente se piensa que es sencillo, pero hacer
un buen muñeco con su gran cuerpo redondeado, su cabeza y sus extremidades no es
fácil. El fallo está en ir acumulando nieve sin ton ni son como haciendo muchas bolas e
ir pegándolas unas a otras, porque al final no te quedará bien. Eso puede servir para
modelar figuras, que también las hacemos aquí y el año pasado mi grupo quedó segundo
en el concurso.
—Entonces, ¿cuál es el truco para hacer un estupendo muñeco de nieve, con
cabeza y cuerpo redonditos?
—Mirad a vuestro alrededor, estamos justo donde hay una pendiente de poca
inclinación y de unos veinte metros de longitud, que lleva a esa llanura de ahí donde
vamos a hacer nuestro muñeco.
—Vale, entonces vamos —dijo Vera comenzando a caminar.
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—Ese es el gran fallo de todo principiante, acumular la nieve donde se va a
hacer el muñeco es un gran error. Estamos en el lugar indicado, haremos aquí arriba una
bola y la iremos bajando por la cuesta, ella sola irá creciendo, cuando llegue abajo será
grande y tan solo tendremos que modelarla un poco.
Cada una hizo una bola de nieve con las manos, protegidas por guantes, pero sin
apretarla mucho, tal cual les había explicado previamente Luna. Sara y Vera le pasaron
la bola a esta que las juntó con la suya, las puso en el suelo y formó una más grande,
como del tamaño de tres pelotas de tenis. Cuando la dejó bien redondeada y prieta, ante
la mirada atenta de las gemelas, la colocó justo donde empezaba la pendiente, se levantó
y habló.
—Esta es la parte más importante, ahora la vamos a empezar a rodar pero muy
despacio, al principio la iremos moviendo nosotras con las manos, intentando que
mantenga una línea recta y que no se pare. Si vemos que ella sola toma velocidad, la
dejaremos que llegue hasta el final y que pare.
Sara y Vera se pusieron cada una a un lado de la bola y Luna delante, a medio
metro, acompañándola por si se desviaba para poder pararla. A la de tres empezaron a
rodarla, poco a poco fue bajando pero despacio porque al principio había muy poca
pendiente; aún así, Luna la paró porque se estaba desviando, la redondeó un poco y les
dijo que la impulsaran de nuevo.
Siguió avanzando y a los cuatro o cinco metros ya parecía un balón de fútbol, la
bola empezó a crecer y a tomar velocidad, tanto que las gemelas se quedaron atrás y
Luna viendo que era el momento justo se apartó y dejó que la bola fuera rodando ante la
mirada de las gemelas, que se dirigía a la bola y a Luna alternativamente, porque no
sabían si lo habían hecho bien o mal. Cuando la bola llegó al llano y se paró, las
gemelas se quedaron mirando a Luna esperando a ver cuál era su reacción.
—Perfecto, ya tenemos el cuerpo, ha quedado genial de tamaño y de forma.
Vamos para abajo hay que redondearla bien.
Suspiraron aliviadas al comprobar que todo había salido bien y la siguieron en
dirección hacia la bola. Luna sacó de un bolsillo interior que llevaba en la cazadora un
objeto entre paleta de playa y espátula de pintor.
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—¿Qué es eso? —preguntó Sara.
—Es para modelar el muñeco, aunque se puede hacer con las manos es mejor
con esto, queda más fino y bonito. Yo creo que aquí donde está es buen sitio —continuó
Luna mientras empezaba a redondear la bola con la espátula.
Una vez formada una bola perfecta, que haría las veces de tronco del muñeco de
nieve, se encaminaron hacia el punto de partida y cuando iban aproximadamente por la
mitad Luna se paró.
—¿Por qué te detienes?, ¿estás cansada? —dijo Sara.
—Tenéis que pensar un poco, a ver si sabéis por qué me he parado aquí en vez
de llegar hasta el final.
Las dos hermanas se miraron con cara de extrañeza, hasta que las dos a la vez
dijeron:
—Lo tengo, sé por qué nos hemos parado justó aquí —dijo Sara.
—Es para hacer la cabeza —continuó Vera—, como es más pequeña que el
cuerpo si subimos hasta arriba nos saldrá otra bola igual de grande, pero desde aquí
haremos una la mitad de tamaño.
Realizaron la misma operación y la nueva bola que iba a hacer las veces de
cabeza se paró justo al lado de la grande.
—¿Quién quiere modelarla? —preguntó Luna con la espátula en la mano.
—Yo —dijo Sara, que la cogió y empezó a quitar el sobrante.
Poco a poco fue dándole forma, pasándole la espátula también a su hermana, y
entre las dos hicieron una cabeza perfecta que colocaron encima del cuerpo.
—Ya tenemos lo más difícil, ¿qué habéis traído de casa para adornar el muñeco?
Sara abrió una bolsa que había dejado en el suelo y sacó un saquito con botones
grandes negros, que usaron para ponerlos en fila en el cuerpo, simulando que llevaba
una chaqueta abotonada. Dos canicas grandes, de cristal, las usaron como si fueran ojos
y le pusieron también una gran zanahoria a modo de nariz. Una bufanda roja con rayas
negras y un sombrero completaban el atuendo. Para los brazos cogieron unas ramas que
había en el suelo de unos árboles cercanos.
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—Este momento hay que inmortalizarlo —dijo Luna mientras sacaba el móvil
del bolsillo y les indicaba que se pusieran a los lados del muñeco.
Hicieron varias fotografías intercambiando las posiciones. Cuando Luna
consideró que ya eran suficientes se lo guardó de nuevo y aprovechando que estaba
pegada al muñeco y las gemelas algo despistadas, con disimulo se agachó e hizo un par
de bolas de nieve, pero sin apretar mucho para no hacer daño. Puso las manos en su
espalda escondiéndolas, llamó la atención de las gemelas que estaban hablando entre
ellas emocionadas y no se habían dado cuenta de la acción de Luna. Se colocó detrás del
muñeco y les dijo:
—Hay algo que es muy importante cuando nieva, ¿a que no sabéis qué es?
Mientras se quedaron mirando sin saber qué contestar Luna salió de detrás del
muñeco y les lanzó una bola de nieve a cada una, demostrando tener una gran puntería,
al grito de:
—La pelea de bolas de nieve es lo que no puede faltar, a la vez que se cubría de
nuevo tras el muñeco y recargaba.
Sara y Vera se separaron y empezaron a hacer bolas, la rodearon una por cada
lado del muñeco, no sin antes haber recibido otro bolazo. Cuando la tuvieron a tiro
ambas le lanzaron dos bolas que impactaron de lleno en el cuerpo de Luna.
—No vale, eso es trampa, vais dos contra una, me rindo —dijo hincando las
rodillas en el suelo.
Las gemelas dejaron de lanzar bolas, se acercaron a Luna, se arrodillaron junto a
ella, se abrazaron las tres y con cara de enorme alegría se dejaron caer y empezaron a
rodar juntas por la nieve. Tras varias vueltas y con el cuerpo lleno de nieve, quedaron
las tres tendidas, juntas, boca arriba mirando el cielo. Las tres se miraron con ojos
radiantes, se volvieron a abrazar en el suelo y por sus mejillas resbaló una lágrima de
felicidad.
Como Zurcido era siempre el más echado para adelante, el más valentón, cogió
su trineo se puso en lo alto de la pendiente y dijo:
—El que quiera que se monte detrás, estoy dispuesto a batir mi récord del año
pasado.
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Rubito no es que fuera un miedica, pero no lo vio claro porque Zurcido ya había
demostrado antes ser un poco temerario, por lo que se hizo un poco el despistado a ver
si había otro viaje con perspectivas más halagüeñas de salir sin un rasguño.
Alhaja, que no se le escapaba una, se dio cuenta de la situación y le echó una
mano a Rubito.
—Canica, no irás a dejar solo a tu inseparable, ya sabes que Zurcido sin tu
sabiduría como timonel está perdido, sois el mejor equipo, él es la fuerza, la valentía, la
osadía y tú eres su complemento perfecto porque aportas calma, astucia y experiencia.
—Vale, intentaré que no nos abramos la cabeza, al menos en la primera bajada.
—Otra vez tú —dijo Zurcido—, venga anda monta y calla que estoy deseando
tirarme.
Se agarró a la cintura, pusieron los pies sobre las patas del trineo, cogieron
impulso y empezaron a descender, aumentando poco a poco la velocidad. Se habían
lanzado ya un montón de veces en años anteriores por esa cuesta y por otras del pueblo.
La verdad es que dominaban el trineo de maravilla, parecían un solo cuerpo al tomar las
curvas, sabiendo la velocidad justa a la que descender en cada momento. Fue visto y no
visto, en apenas un momento llegaron al final frenando mediante un medio giro del
trineo, derrapando y quedando a un metro escaso de la pared, la cual se llenó de nieve
lanzada por el trineo al derrapar, pareciendo que había sido pintada al gotelé.
¡Madre mía! Menos mal que no me he tirado con él —pensó Rubito, cuando los
vio descender.
—¿Quieres bajar conmigo? —dijo Luis, dirigiéndose a Rubito—, no te
preocupes que yo no soy tan osado como Zurcido.
—Os acompaño al lado con mi trineo y bajamos los tres.
Se pusieron en paralelo y al ver desde abajo que iban a lanzarse, Zurcido y
Canica recogieron el trineo, empezaron a subir pero apartados hacia un lado para no
molestar ni ser ningún obstáculo.
—Una, dos y tres: ¡Ya! —dijo Alhaja.
Los dos trineos comenzaron el descenso a la vez, bastante más despacio que lo
habían hecho antes sus amigos. Rubito pronto le cogió el tranquillo y agarrado a Luis
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simplemente hacía lo mismo que él. Si Alhaja veía que se adelantaba un poco frenaba
para ir en paralelo. Cuando iban a pasar a la altura de Zurcido y Canica, aflojaron,
frenaron un poco para saludarlos al paso. Levantaron una mano dirigiéndose a ellos.
Zurcido y Canica hicieron ademán de devolverles el saludo, pero lo que tenían cada uno
en su mano derecha era una gran bola de nieve que estamparon una en el cuerpo de
Alhaja y la otra, que iba directamente a la cara de Luis, al verla se apartó dando de lleno
en la cara de Rubito, que ni la vio venir.
Llegaron abajo, pararon los trineos y empezaron a reírse, diciendo que deberían
haber imaginado que algo así tramarían.
Bajar se hacía de maravilla, lo peor era que luego había que volver con los
trineos a cuestas. Se tiraron todos varias veces, Rubito lo hizo en solitario con el trineo
de Alhaja, también acompañado con Canica, pero faltaba la gran prueba de fuego, un
descenso con Zurcido. Todos estaban ya cansados, miraron los relojes y vieron que aún
quedaba casi una hora para las dos, que era cuando tenían que ir a casa, aunque si
llegaban un poco más tarde tampoco pasaba nada, pero no mucho más.
—Bueno, qué, nadie va a decirlo —dijo Zurcido.
Todos miraron a Rubito. Este se dio por aludido y dijo, dando un paso adelante:
—¿Quién conduce tú o yo?
—Así me gusta, pero te voy a dejar clara una cosa, mi trineo solo lo conduzco
yo. Otra cosa es que quieras echar una carrera y bajemos los dos en paralelo a ver quién
gana.
—No abuses, Zurcido —de nuevo salió al paso Alhaja—. Tú llevas muchos años
montando en trineo, tienes más peso, y eres de los más rápidos del pueblo. Rubito está
aprendiendo y ha demostrado no tener miedo, lanzándose varias veces solo y
acompañado.
—Era broma, venga monta atrás que no correré mucho —dijo Zurcido
dirigiendo la mirada a Rubito, a la vez que daba unas palmadas detrás de él, en el hueco
que quedaba libre.
Este se acercó y se montó. No le había dado tiempo casi a colocarse cuando
Zurcido tomó un gran impulso y el trineo salió disparado pendiente abajo. Tras casi
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caerse en la arrancada, Rubito se recompuso y se pegó como una lapa a Zurcido, que no
paraba de dar impulso con los pies al trineo. Llegaron a la primera curva y la tomaron
bien. Rubito había aprendido que la clave era hacer el mismo movimiento de inclinación
que quien iba delante, fundirse en un solo cuerpo para llevar equilibrado el trineo.
Siguió acelerando, el viento gélido le daba de lleno en la cara y le costaba abrir
los ojos, se guiaba casi más por los movimientos de Zurcido que por su propia visión. A
la siguiente curva entraron más rápidos que en la anterior y así sucesivamente, pero las
iban tomando bien hasta llegar a la última, en la que el trineo se levantó de un lado, a lo
cual respondió Zurcido con un movimiento de contra curva. Usando el peso de todo su
cuerpo y su maestría, logró poner de nuevo toda la base del trineo sobre la nieve, no sin
oír antes una palabra irreproducible que salió por boca de Rubito: —(Palabrota gorda
seguida de) que nos matamooooos; a lo que Zurcido respondió con un derrape final que
dejó el trineo mirando hacia el punto de salida, dando un giro de ciento ochenta grados.
—¿Qué tal Rubito, te ha gustado el descenso?
—No ha estado nada mal, eres todo un experto, gracias por la experiencia.
Iniciaron el ascenso y desde abajo vieron que ya habían venido las chicas. Al
llegar arriba fueron todos a ver el muñeco de nieve que habían hecho y se quedaron
maravillados.
—Eres la mejor hermanita —dijo Luis—. Y vosotros porque no la habéis visto
haciendo esculturas.
Hicieron más fotos junto al muñeco y luego quedaron en pasárselas. Luis miró el
reloj y vio que aún quedaba tiempo por lo que propuso coger los esquís y probar.
—Es verdad, no me acordaba —dijo Canica—, yo quiero aprender a esquiar.
Como había bastante nieve, pensaron que sería una buena idea intentarlo en la
pequeña pendiente por donde habían deslizado las bolas para hacer el muñeco, por la
parte donde aún se mantenía intacta.
Luis sacó los esquís de la bolsa y dos bastones de madera que había hecho
también su abuelo. En la base había una zona para ajustarse los pies que se desplazaba y
se amoldaba a cualquier número de calzado. Empezó Canica, que era el que más ganas
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había mostrado, el más ligero y el que más agilidad tenía. Se colocó arriba, justo donde
empieza a descender el terreno.
—Dame un pequeño impulso Zurcido.
—Mejor deja que te lo dé yo —dijo Alhaja—, que lo mismo este te manda
directamente al pueblo sin tocar el suelo. ¡Je, je!
Empezó a esquiar muy despacio y la verdad es que no parecía que fuera la
primera vez que se calzaba unos esquís, si se abría un poco él mismo corregía la
posición de las piernas y volvía a ir recto con los esquís en paralelo. Viendo que la cosa
le resultaba sencilla, él mismo se animó y se impulsó con los bastones aumentando la
velocidad, la cual siguió creciendo conforme iba pendiente abajo. En un momento vio
que se le estaba yendo de las manos y cuando quiso frenar no supo cómo hacerlo, en vez
de eso giró y aumentó la velocidad, dirigiéndose directamente hacia el muñeco de nieve.
—Que me lo quiten que me lo tragoooooooo —gritó.
Pero no le dio tiempo, se abalanzó justo encima del muñeco, pero un segundo
antes soltó los palos abrazándose a él y quedando en el suelo con la cabeza en la mano,
la zanahoria en la boca y el muñeco de nieve destrozado.
Todos bajaron corriendo a ver si se había hecho daño porque había quedado en
el suelo sin moverse. Cuando llegaron le dieron la vuelta, se quitó la zanahoria de la
boca y dijo:
—Ya era hora, ¿pensabais dejarme aquí todo el día? Por fin mi madre ha
conseguido lo que quería, que coma verduras.
—¡Ja, ja, ja! —soltaron todos una enorme carcajada.
—Siento lo de tu muñeco Luna.
—No pasa nada, ya nos habíamos hecho fotos con él.
—Son casi las dos —dijo Alhaja—. Recojamos todo, vamos a la plaza y nos
despedimos hasta esta tarde.
Llegaron a la plaza cansados pero contentos de haber pasado una mañana tan
buena disfrutando de la nieve. Zurcido se quedó mirando la zona de la puerta del
Ayuntamiento donde ponían los carteles informativos, vio que ya habían quitado el de
la búsqueda del tesoro, pero habían puesto uno nuevo que dos niños estaban mirando
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con cara de cierta curiosidad. Se acercó y se puso a leer por encima de las cabezas de
los dos niños.
—Venid aquí, tenéis que ver esto —dijo Zurcido a los demás, que seguían
charlando y no se habían percatado de su ausencia.
Se acercaron y al momento empezaron a asomar algunas sonrisas en las caras,
tras ver el cartel.
Debido a la nevada inesperada, esta tarde a las cuatro se organizará un
concurso de esculturas de nieve, modalidad infantil con dos ayudantes
entre 10 y 14 años; una carrera de trineos individual y otra por parejas.
Inscripciones en la puerta del Ayuntamiento. Premio para los ganadores
en las diferentes modalidades: Un trineo doble, un trineo simple y un
conjunto de herramientas para realizar esculturas de nieve.
—No hay tiempo que perder —dijo Alhaja—. Antes de las cuatro todo el mundo
aquí. Yo participaré en la modalidad individual, Zurcido y Canica junto a Luis y Rubito
en la de dobles, Luna lo hará en el de estatuas de nieve, ayudadas por Sara y Vera. Que
no se os olvide traer los trineos y las demás cosas que hacen falta para participar. ¿Os
parece bien?
—Sí —contestaron todos al unísono, a la vez que emprendían a la carrera el
camino hacia sus respectivas casas.
—Ya he llegado mamá —dijo Alhaja nada más cerrar la puerta tras de sí.
—Pon la mesa mientras voy a llamar a tu padre, la comida está lista.
Como siempre que volvía a casa, sus padres le preguntaron durante la comida
qué tal había ido la mañana y qué planes tenían para la tarde. Les contó lo bien que se lo
habían pasado en la nieve, que cada vez se sentía más a gusto con los nuevos amigos y
vecinos Rubito, Sara y Vera, que estos a su vez estaban disfrutando mucho del pueblo,
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que no habían visto nunca la nieve y que iban a hablar con sus padres para volver en
agosto una semana por lo menos.
—Por cierto, papá, esta tarde hay una carrera de trineos y voy a participar en la
modalidad individual.
—Muy bien hijo, entonces haremos una cosa, nada más terminar de comer lo
revisaré para ver que todo esté bien, le lijaré un poco las patas y le pondré un producto
que lo hace resbalar más por la nieve y será un poco más rápido.
—Gracias papá.
—Y recuerda que lo importante es pasarlo bien, disfrutar, no arriesgar para no
tener ningún percance como te pasó la otra vez cuando te rompiste un brazo.
—Vale, descuida papá, tendré cuidado.
El resto de la pandilla contó a sus padres las aventuras que tuvieron por la
mañana y lo del concurso, siendo aconsejados del mismo modo, que jugaran y
disfrutaran de la nieve pero con cuidado.
A las cuatro menos cuarto Alhaja fue el primero en llegar a la puerta del
Ayuntamiento con su flamante trineo, recién revisado y puesto a punto por su padre. Ya
había algunos niños del pueblo cerca de la puerta, esperando que alguien saliera a
explicar en qué iban a consistir las carreras de trineos y las esculturas de nieve, pero aún
no se veía movimiento.
Alhaja se sentó en el banco, cerca de la fuerte donde solían quedar, el día estaba
espléndido, lucía el sol y la nieve brillaba, no hacía mucho frío. Poco a poco la plaza se
fue llenando de niños, algunos iban solos y otros con sus padres que cargaban con los
trineos, sobre todo los dobles, ya que algunos eran pesados.
Rubito y sus hermanas llegaron al banco donde estaba Alhaja, que no los vio
venir porque estaba mirando hacia otra parte, se saludaron y esperaron a que viniera el
resto de la pandilla. Luis entró a la plaza acompañado de su hermana, la cual llevaba
una gran bolsa con todo lo necesario para realizar las esculturas de nieve. El trineo
doble lo cargaba su padre.
—Hola Alhaja, ya me han contado mis hijos que esta tarde tenéis carrera de
trineos y concurso de esculturas de nieve. Estos deben ser vuestros nuevos amiguitos. A
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ver, voy a empezar por lo más fácil: Tú eres Rubito, que vas a participar con Luis en la
carrera en la modalidad de dobles.
—Hola, encantado de conocerle, sí, soy Rubito.
—Y ahora voy a ver si acierto, tú tienes cara de Sara —dijo dirigiendo la mirada
a una de las dos gemelas.
—No, Sara soy yo —dijo ante las risas de todos.
—Vaya, a ver si la próxima vez tengo más suerte. Por cierto, no veo a Zurcido y
a su inseparable Canica.
—Hablando del rey de Roma por la puerta asoma —dijo Alhaja—. Por ahí
vienen ya.
Zurcido se había echado el trineo doble al hombro y lo transportaba como si
fuera de cartón, sin notársele el más mínimo esfuerzo en la cara.
—Vaya, Zurcido, como sigas creciendo te vas a dar con las ramas de los árboles
en la cabeza, pero si eres ya más grande que yo —dijo el padre de Luna, esbozando una
amable sonrisa—. Bueno, os dejo y tened cuidado.
—Ya estamos todos —dijo Alhaja echando una mirada de reconocimiento a la
plaza.
El rato que estuvieron entretenidos hablando con el padre de Luis y Luna no se
dieron cuenta de que la plaza se había llenado de gente. Empezaron a mirar y contaron
cinco trineos dobles y ocho individuales.
—Anda mira quién ha venido a participar —dijo Zurcido—: Mi amigo Antoñito.
Se acercaron a él y les comentó que iba a participar en la modalidad de dobles
con uno de sus amigos. Otros dos lo harían en la individual y se desearon suerte, lo
pasado ya había quedado en el olvido y la situación se estaba encarrilando hacia una
amistad sincera.
Mientras estaban entretenidos charlando con Antoñito, a Alhaja le tocaron por
detrás en la espalda y al volverse se topó con la cara de Canito, que esbozaba una media
sonrisa.
—Hombre, Alhaja, veo que vas a participar en la modalidad individual, no sabes
la alegría que me das, porque yo también lo haré, y estos amigos míos —dijo Canito,
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señalando a otros diez niños que iban con él, con una sonrisa que no auguraba nada
bueno.
La tensión que flotaba en el ambiente entre Alhaja y Canito se rompió cuando se
abrieron las puertas del Ayuntamiento. Un empleado montó una mesa en la entrada y
dijo a los niños que fueran haciendo tres filas, una para la carrera individual, otra para la
de dobles y la última para las esculturas. Cuando estuvieron hechas las filas vio que
cuatro de los amigos de Canito se apuntaron a dobles, mientras que este y otros cuatro
más lo hicieron en individual. Hubo dos amigos más que no se apuntaron a nada.
Alhaja en seguida comprendió que no le iba a resultar nada fácil ganar, es
probable que no intentaran nada contra Zurcido, porque este les imponía bastante
respeto, y que se volcaran contra él con todo tipo de artimañas, tanto desde dentro como
desde fuera de la carrera. Él estaría solo, no tenía a nadie que le ayudara, tan solo
contaba con su habilidad para manejar el trineo y su astucia, pero iba a luchar contra
cinco, de los que cuatro harían todo lo posible por sacarlo de la carrera con malas artes,
para ponerle la victoria en bandeja a Canito.
Se inscribieron en la carrera individual, aparte de Alhaja, dos amigos de
Antoñito, Canito y cuatro amigos más para un total de ocho participantes. Para la de
dobles, junto a las parejas formadas por Zurcido, Canica, Luis y Rubito, se apuntaron
Antoñito con un compañero y otros cuatro amigos más de Canito. Para el concurso de
esculturas se inscribieron Luna, Sara y Vera junto a tres grupos más, niños y niñas
mezclados. Había un capitán o capitana y dos ayudantes por equipo.
—El concurso de esculturas se realizará en la Era de las Mieses Doradas, donde
hemos preparado varios montones de nieve divididos en parcelas —dijo el organizador
en voz alta—, una vez que se habían inscrito los equipos. Cuando demos la señal de
inicio tendréis una hora y media para realizar la escultura del tema que queráis, no
pudiendo tener más de un metro y medio de alta. Las carreras se realizarán en el camino
sin asfaltar que hay paralelo a la carretera de la entrada sur del pueblo, que tiene una
suave pendiente con una doble curva cerrada que rodea la carpintería. Primero se
realizará la prueba doble y seguidamente la individual.
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Todos los participantes de la carrera se dirigieron hacia el lugar indicado por el
organizador, acompañados por un trabajador del Ayuntamiento que hacía las veces de
árbitro y vigilante para que todo se desarrollara en buenas condiciones. Este les indicó
que en primer lugar se realizaría la carrera de dobles. Como el camino era ancho la
salida sería en paralelo.
El trazado no era largo, de unos ochenta metros, y aunque la pendiente era
pronunciada, esta se mitigaba debido a la doble curva que había. Se empezaba con una
recta en una zona que habían ensanchado como punto de salida, descendía unos veinte
metros donde el trineo solía coger velocidad hasta que llegaba la primera curva. Si no
eras muy hábil y entrabas demasiado rápido tenías el peligro de salirte del trazado,
porque la curva era pronunciada y enlazaba con otra en sentido contrario formando una
ese, donde el conductor del trineo tendría que mostrar toda su pericia. Finalmente se
volvía a una recta de unos treinta metros, donde la pendiente se iba suavizando hasta
acabar en una llanura paralela al comienzo de la carretera que entraba al pueblo, donde
habían colocado un gran cartel con la palabra META y grandes montones de nieve
acumulada que actuaban a modo de freno.
Se sorteó la salida y cuando el responsable dio su visto bueno, viendo que
ninguno sobrepasaba una línea roja que habían pintado con espray, hizo sonar un silbato
y todos se pusieron en marcha. Cuando iban más o menos en paralelo por la mitad de la
recta, Zurcido dijo en voz alta a Canica que se agarrara fuerte. Bajó los pies de encima
del trineo y dando varios golpes en el suelo para tomar impulso avanzó
vertiginosamente hacia la primera curva, sacando a todos varios metros de ventaja, pero
justo en la entrada de la curva activó el freno de manera tan hábil que a la vez que hizo
disminuir la velocidad del trineo, este derrapó encarando de frente el sentido correcto de
la curva, que tomaron derrapando.
Trazando la curva le dio tiempo a mirar por dónde iban sus perseguidores y vio
que les sacaba bastante ventaja. También observó que dos amigos de Canito que iban en
un trineo tomaron la curva demasiado fuerte volcando y llevándose por delante el trineo
de Luis y Rubito, que quedaron fuera de carrera.
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Enfilando el final de la curva Zurcido dio un gran vuelco con su cuerpo hacia el
otro lado del trineo, seguido por Canica, que iba agarrado a su cintura, equilibrando el
contrapeso para tomar la curva a la velocidad del rayo, teniendo que sacar un pie para
no volcar.
Por el rabillo del ojo vio que Antoñito iba en paralelo al trineo de los otros
amigos de Canito, pero como no había segundo premio y aquel no tenía claro que lo del
vuelco del trineo que se llevó por delante el de Luis no hubiera sido intencionado, optó
por lo más prudente frenando un poco y dejando que pasaran por delante, teniendo claro
que el ganador iba a ser Zurcido.
Cuando estaban saliendo de la segunda curva para enfilar la recta final ya
estaban Zurcido y Canica entrando en la meta levantando los brazos, con un magistral
derrape que dejó clavado el trineo apenas a unos centímetros del montón de nieve que
hacía las veces de barrera protectora. Canica lo miró entusiasmado y lo felicitó por su
pericia al haber dejado el trineo tan cerca, sin llegar a caerse ni llenarse de nieve.
—Eso es lo que te has creído enano —dijo Zurcido, a la vez que agarraba el
trineo con las dos manos por un lado, volcándolo hacia el montón de nieve quedando
ambos revolcándose en la blanca nieve llenos de felicidad, al grito de:
—Hemos ganado Canica, somos los mejores.
Un buen rato después Luis y Rubito llegaron a la meta como pudieron, pues al
no haber sufrido ningún daño en la caída ni ellos ni el trineo, pudieron continuar para
celebrar con sus amigos la victoria ante la mirada del resto de competidores. Fueron
también felicitados por Antoñito, pero no por los amigos de Canito, que cabizbajos
agarraron sus trineos y emprendieron el camino de vuelta hacia el punto de partida.
Llegaron a la era los cuatro equipos para realizar la escultura de tema libre, se
sortearon las parcelas que contenían los montones de nieve, sin ningún tipo de forma, de
los que tenían que servirse para el modelado. El organizador hizo sonar un silbato y dijo
que a partir de ese momento disponían de hora y media para realizar la escultura, para lo
cual podían llevar todo lo que quisieran de materiales: Paletas, cubos, moldes, tablas…
Las diferentes parcelas estaban separadas por biombos para que ningún equipo
pudiera ver lo que hacían los otros tres. A pesar de haber participado ya en tres
113
ocasiones, Luna no podía tener en cuenta lo que habían ido construyendo otros años, no
le servía de referente porque cuando se organizaba para Navidad siempre se partía de un
tema. Por ejemplo, un año fue «Animales domésticos», otro «Naturaleza», otro
«Construcciones típicas del pueblo».
El primer año que participó se quedó la tercera, que no estaba mal para ser
novata, aprendió mucho, y cogió experiencia, supo lo que los jueces valoraban más. Dos
años atrás fue la ganadora recreando el edificio de la biblioteca que tan bien conocía,
donde destacaba su fachada, la cual realizó sin ningún tipo de guía visual. Fue el
asombro de los jueces, pero el año pasado le quitó el premio una niña que también era
una gran escultora, realizando un magnífico caballo que parecía que iba a echar a correr,
por lo que no le quedó más remedio que felicitarla.
Tenía claro que su rival iba a ser de nuevo Andrea, que así se llamaba la niña,
capitana de un grupo formado por ella y sus dos hermanas, curiosamente también
gemelas, un año menores que ella, y con las que se complementaba de maravilla.
Como Luna tenía muy claro que Andrea participaría en el concurso, después de
comer estuvo dando vueltas a su cabeza pensando en qué escultura podría hacer, en
vistas a preparar las herramientas y todo lo necesario para realizarla. Pensó que Andrea
repetiría con algún otro animal en vista del éxito del año anterior, pero no lo tenía claro.
Finalmente se decidió por recrear alguno de los monumentos que había en el pueblo
para llamar la atención del jurado.
Pensó en hacer una réplica de la iglesia con su torre campanario, también en
recrear el castillo, que aunque estaba bastante deteriorado había tenido mucha
importancia en la antigüedad. También se le pasó por la cabeza realizar otra fachada
como por ejemplo la de alguna casa señorial que había en la calle mayor, pero lo
desechó por ser edificios particulares, incluso creyó que podría ser una buena idea hacer
el escudo del pueblo, con su inscripción y todo, pero lo vio demasiado simple.
Finalmente se le encendió la bombilla: Pero cómo no he caído antes, ¿seré
tonta?, se dijo a sí misma. Llevaba todo el rato visualizando monumentos que estaban
en el casco urbano sin darse cuenta de que una de las esculturas más bonitas,
impresionantes y representativas del pueblo, estaba en lo alto de un gran cerro, y se veía
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a varios kilómetros. Se trataba de un cristo realizado hacía muchísimos años por un
escultor famoso del pueblo, que salió hasta en la prensa nacional, según le dijo su padre.
Era enorme, parecido al de Brasil pero sin tener los brazos en cruz, este los tenía hacia
abajo algo separados del cuerpo y con las manos abiertas, por lo que sería aún más fácil
de construir sin que se le cayera. Además, iba sobre un gran pedestal y todo era blanco
con lo que más a su favor.
Lo tuvo claro en seguida y lo visualizó en su mente. Como la escultura tenía dos
partes, aprovecharía las medidas que les habían dado, la base tendría un metro, un
primer pedestal más ancho de medio metro sobre el cual haría otro de la misma medida.
El cristo al final, también de cincuenta centímetros, que en total sumaría el metro y
medio permitido como altura máxima.
Cuando sonó el silbato, lo primero que hizo fue sacar una fotografía del cristo
porque no se veía bien desde tan lejos, ella solo había subido una vez y no se acordaba
bien de algunos detalles.
—Esto es lo que vamos a construir —le dijo a las gemelas.
—Estás segura —dijo Sara—. Parece muy difícil.
—¿Esa es la escultura aquella que hay en la montaña? —preguntó Vera
señalando hacia el cristo.
—Esa es sí, pero no perdamos más tiempo que tenemos mucho trabajo que hacer
—dijo mientras abría una gran bolsa y extendía por el suelo, cerca del montón de nieve,
su contenido.
Había tres cubos cuadrados dos mayores y uno más pequeño, diferentes
herramientas para modelar, brochas, espátulas, punzones de madera de varios
tamaños…
—Lo primero que tenemos que hacer es un cuadrado en el suelo de metro y
medio por cada lado —dijo Luna cogiendo un metro.
Sara cogió la punta del metro mientras Vera lo sostenía por el otro lado.
Midieron metro y medio y Luna hizo una raya en la nieve con uno de los punzones, el
más grande, siguiendo la cinta métrica, así hasta obtener un cuadrado perfecto de ciento
cincuenta centímetros por cada lado.
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—Esta será la base, coged una pala y detrás de cada una de las líneas vais
cogiendo nieve y la echáis hacia dentro del cuadrado —dijo Luna ya ubicada en el
centro con una pala grande y una maza con la que iba extendiendo la nieve, aplastándola
después para obtener una base firme que sostuviera la escultura.
Se quedó un cuadrado de unos veinte centímetros de altura, bien apretado, sobre
el que había que poner la primera parte del pedestal. Este debía tener un metro por cada
lado y medio metro de alto. Cogió los dos cubos grandes que tenían veinticinco
centímetros de altura, le dio uno a Sara, otro a Vera y les dijo que los fueran llenado de
nieve bien apretada con las mazas. Luna estaba encima de la base e iba vaciando los
cubos, primero uno encima del otro que iba uniendo en uno solo mediante una espátula,
para obtener la altura deseada de cincuenta centímetros.
Tuvo que repetir la operación cuatro veces por cada lado, por lo que usó
bastantes cubos solo para cerrar el cuadrado que formaría la primera parte del pedestal.
Se salió y fue poniendo más cubos de nieve dentro hasta que formó un cuadrado
perfecto de medio metro de alto por uno de base, que revisó, alisó y comprobó que
estaba firme, antes de seguir con la segunda parte del pedestal.
Con los mismos cubos realizó la operación de nuevo, pero esta vez usó menos
porque el pedestal que iba encima era un cubo perfecto de cincuenta centímetros por
cada lado, por lo que tan solo tuvo que usar ocho cubos de nieve y uno más para rematar
el modelado.
Ya estaban hechas tanto la base como el pedestal doble, pero aunque aquella
tuviera veinte centímetros no contaría para la altura, ya que se empezaba a medir desde
el pedestal, por lo que el cristo tendría cincuenta centímetros de alto.
Para el cuerpo usó un cubo de los grandes y otro de los pequeños que fue
modelando con unos cinceles de madera y otros objetos, hasta dar forma a una especie
de ropa holgada tipo sotana, debajo de la cual se intuía un cuerpo bien definido. Marcó
incluso una de las piernas que simulaba estar flexionada, destacando la rodilla por
encima de la vestimenta, detalle que dejó boquiabiertas a las gemelas.
Era muy complicado hacer los brazos separados del cuerpo por lo que decidió
ponerlos pegados a él pero modelados. Cogió un tubo que llenó de nieve y una vez
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apretada la sacó empujando por un lado con una maza. Repitió la operación, los pegó al
cuerpo saliendo de la parte alta y les fue dando forma hasta definir dos brazos.
Finalmente, cogió un par de guantes de goma, los llenó de nieve, los rajó y se la unió a
la parte final del brazo, con las palmas hacia fuera, sobre las que señaló hasta las rayas
de la mano. Todo parecía sujetarse bien, pero faltaba lo más difícil, la cabeza.
—Queda media hora —dijo en voz alta el organizador a los equipos
participantes.
—No nos pongamos nerviosas, hay tiempo de sobra —dijo a las gemelas
mientras les daba un cubo normal, pequeño, de los que llevan los niños a la playa—.
Llenadlo de nieve bien apretada y traedlo aquí.
Lo hicieron lo más rápido que pudieron, Luna puso un cajón sobre el que iba
modelar la cabeza. Empezó a modelarla, primero quitando partes con una espátula
grande; cuando la dejó con forma similar a una cabeza cogió un objeto más pequeño y
en apenas unos minutos le hizo el pelo con media melena. Siguió por la cara donde talló
los ojos, la nariz, la boca y la barbilla, dejando una parte final que haría de cuello.
—Qué rostro más bonito te ha quedado —dijo Vera, que llevaba un rato sin
parpadear.
—Ahora queda lo más difícil —dijo Luna—. Hay que montar el cuerpo sobre el
pedestal y luego poner la cabeza, sin que se rompa nada.
Entre las tres, con mucho cuidado y bastante miedo, levantaron el cuerpo y lo
colocaron sobre el pedestal. Luna revisó toda la escultura dando una vuelta y vio que
estaba todo perfectamente ensamblado. Afinó la base para que pareciera de una pieza.
—Ahora la cabeza, pero esta la pondré yo sola —dijo Luna.
La cogió con sumo cuidado, la llevó hasta el cuerpo y la colocó encima. Una vez
que la repasó y la pulió por la parte del cuello, quedó perfecta. Dio de nuevo otra vuelta
llevando un cepillo en la mano que fue usando en diferentes partes para eliminar
impurezas, hasta que dio el visto bueno.
—¿Qué os parece?
Vera y Sara estaban tan boquiabiertas contemplando aquella escultura
maravillosa hecha de nieve, que no se dieron cuenta ni de que Luna les estaba hablando.
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—Vamos, despertad y traed el metro que la midamos —les dijo mientras
chasqueaba los dedos delante de su cara.
Midió la escultura y tenía exactamente un metro con cuarenta y cinco
centímetros.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Luna.
—Nueve minutos —contestó Sara.
Rápidamente, Luna se agachó, cogió unos conos diminutos y le dijo a las
gemelas que los llenaran de nieve y se los fueran pasando. Eran cinco, los cogió, los fue
poniendo alrededor de la cabeza e hizo una corona preciosa. Midió de nuevo, la
escultura medía metro y medio justo.
—Tiempoooooooo, todo el mundo tiene que dejar lo que está haciendo y venir
hacia aquí —dijo en voz alta el organizador.
Dos personas más del Ayuntamiento se habían acercado y formarían parte del
jurado. También había varios padres y otros habitantes del pueblo a quienes les
encantaba el concurso de esculturas. Empezaron apartando el biombo del primer grupo,
habían hecho una especie de panorámica del pueblo nevado con un grupo de casas y la
iglesia, que gustó a la gente y aplaudió, aunque estaba hecho de forma un poco tosca.
El segundo grupo presentó la fachada del Ayuntamiento, que era un edificio
antiguo de dos plantas, que gustó menos porque algunos balcones estaban algo torcidos
y se notaba que se le había caído alguno durante la construcción, no obstante la gente
aplaudió.
Llegó el turno del grupo de Andrea y cuando retiraron el biombo se escuchó un
prolongado «ohhhhhhhh» seguido de aplausos.
Otro de los monumentos importantes del pueblo era un acueducto del cual ya
solo quedaban dos arcos y la columna de un tercero, que también se veía desde lejos y
por la noche iluminado era una preciosidad. Andrea y sus hermanas lo habían esculpido
en nieve incluso con el foco a sus pies. Los dos arcos, uno pegado al otro, con su gran
ojo en medio, que la gente miraba con admiración y el jurado le daba la vuelta para ver
cómo podía sostenerse. Tomaron nota en sus libretas y se dirigieron a retirar el biombo
que ocultaba la escultura del cristo de Luna.
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Al hacerlo el asombro fue igual si no mayor que con los restos del acueducto,
hubo grandes halagos y fuertes aplausos, la gente se acercaba porque quería verlo bien.
Los miembros del jurado tuvieron que poner orden.
—Tenemos que deliberar durante unos minutos —dijeron apartándose unos
metros.
—La verdad es que merecerían el premio tanto el equipo de Andrea como el de
Luna —dijo el organizador—; pero tenemos que elegir una escultura como ganadora.
No puede haber empate según el reglamento, además solo hay un premio. Votemos.
Uno eligió la de Luna y el otro la de Andrea.
—Me lo estáis poniendo difícil, habéis dejado en mis manos la decisión y la
verdad es que está la cosa complicada.
Mientras estaba pensando a quién dar su voto se oyó un ruido fuerte y un
murmullo de personas que se lamentaban. El jurado se acercó al corrillo de gente y vio
que de la escultura de Andrea se había desplomado un arco, sin que nadie lo tocara, fue
solo. La cosa estaba clara, el organizador dijo que según el reglamento hasta que no
hubiera una decisión firme sobre la escultura ganadora, esta podía ser revisada por los
miembros del jurado, por lo que sintiéndolo mucho la ganadora era Luna.
Andrea se puso a llorar desconsoladamente, y sus dos hermanas, lejos de
calmarla, la abrazaron pero para unirse al lloro. Algunos adultos empezaron a ponerse
de parte de las niñas más que del jurado, pero este se mantuvo inflexible y en un acto
acelerado de entrega de trofeos, allí mismo llamaron a las ganadoras y les entregó el
premio, en una especie de pequeña tribuna que habían montado para el acto.
Cuando Luna cogió el premio, junto a Sara y Vera le dijo al organizador que si
podía pronunciar unas palabras.
—Sí, claro, puedes decir lo que quieras.
Todos permanecieron en silencio, solo se escuchaba de fondo algún sollozo de
Andrea, que no dejaba de llorar.
—Quiero decir que estoy muy contenta con el premio y me siento muy orgullosa
de mi escultura, pues sé que me ha quedado muy bien. Pero también sé reconocer el
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talento que tiene Andrea y aunque estas cosas pasan quiero invitarte a que subas con tus
hermanas a este estrado.
Se echaron a un lado las tres para dejarles sitio y Luna extendió las manos a
Andrea para que subieran. Se miraban las tres hermanas sin saber qué hacer, cuando
recibieron un pequeño empujoncito que las acercó. Luna seguía con las manos
extendidas que ofreció a Andrea agachándose un poco, esta las tomó, dio un saltito y
subió acompañada por sus hermanas. Sin soltarle la mano, las dos en el centro, Luna
siguió hablando.
—Quiero compartir este premio con mi mejor competidora y espero que de aquí
en adelante también amiga, las dos tenemos mucho que aprender una de la otra.
De nuevo comenzaron a brotar lágrimas de los ojos de Andrea, pero esta vez
eran diferentes, de alegría y emoción. Ambas se miraron a los ojos y se fundieron en un
abrazo. Cada asistente expresó su alegría como quiso, con gritos, lágrimas, aplausos…
Los miembros del jurado estaban casi más felices que las niñas, pues se dieron cuenta
de que les habían dado una lección. Lo que no supieron arreglar ellos desde su adulta
sensatez lo hizo una niña desde su cándida inocencia.
La carrera individual se retrasó un poco porque tuvieron que agrandar la
explanada desde donde salían los ocho participantes, puesto que en paralelo no cabían.
Intentaron que partieran cuatro delante y cuatro detrás y que estos entraran por la parte
interna de la curva pero no lo tenían claro. También se barajó hacer dos carreras de
cuatro y que ganara el menor tiempo, pero tampoco gustó, por lo que ensancharon la
salida con más nieve que añadieron unos empleados del Ayuntamiento.
Sorteadas las posiciones Canito salía en quinto lugar y Alhaja en el tercero, por
lo que este tendría ventaja a la hora de tomar la primera curva que era a izquierdas.
Sonó el silbato y el trineo de Alhaja volaba con los arreglos que le había hecho su
padre; se deslizaba más suave que por la mañana, iba como flotando por encima de la
nieve. Era la táctica que mejor resultado le iba dar a Alhaja ya que tenía claro que uno
de los amigos de Canito, como estuviera cerca de él, lo intentaría derribar para dejarle el
camino libre.
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Alhaja vio que Canito le seguía pero a varios metros por detrás, por lo que
ninguno de sus compinches podría jugarle una mala pasada, ya que iban aún más
retrasados y Canito no se iba a arriesgar a derribarlo porque al final perderían ambos.
Aún así aceleró antes de llegar a la primera curva a riesgo de derrapar y caerse, pero
había estado hablando con Zurcido que le explicó a qué altura debía frenar para entrar
en la curva sin volcar el trineo.
Llegó al primer giro y unos metros antes, tomando como referencia la chimenea
de la fábrica de madera que empezaba en esa curva, comenzó a frenar y la trazó
perfectamente, sacando incluso más ventaja a Canito. Mientras tanto este la pasó bien,
sin acelerar mucho, dejando distanciarse a Alhaja como si tuviese un plan B. Este no se
percató de que Canito aflojaba y no arriesgaba en la curva, simplemente pensó que su
trineo era más rápido, por lo que se volvió a concentrar en la carrera.
Uno de los amigos de Canito vio que al bajar este el ritmo, otro participante, un
amigo de Antoñito, se le estaba acercando peligrosamente, por lo que al llegar a la
primera curva se abalanzó sobre él y lo derribó, quedando los dos fuera de la carrera.
Alhaja terminó de trazar la primera curva y cuando se disponía a cambiar de
postura sobre el trineo para tomar la segunda, que rodeaba el edificio de la fábrica, por
detrás de la pared asomaron dos niños los cuales lanzaron dos grandes bolas de nieve
sin que nadie los viera desde la salida. Esa parte estaba oculta. Una de las bolas pasó
rozando su cabeza paro la otra impactó de lleno sobre su cara, lo cual hizo que Alhaja
perdiera el control del trineo, se cayera y diera varias vueltas por la nieve hasta dar
contra la pared de la fábrica de muebles.
Afortunadamente, a pesar de no poder evitar el golpe contra la pared, pudo
pararlo con los pies, por lo que quedó más herido en su orgullo que físicamente.
Canito contempló lo ocurrido ya que iba detrás y, por supuesto, no se paró a
auxiliar a Alhaja puesto que fue él quien había preparado esa acción como plan B, en
caso de que fallara el derribo en carrera, como así fue. Tomó la segunda curva despacio,
mirando incluso hacia atrás para observar que nadie le seguía, cuando pasó cerca de
Alhaja esbozó una gran carcajada y le dijo en voz alta para que lo escuchara bien y sin
preocuparse de si había sufrido algún daño: Esta carrera no la ganas, listillo.
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Entró despacio a la meta, recreándose, levantando las manos, haciendo la señal
de la victoria con los dedos índice y corazón en forma de V. Tras él fueron llegando el
resto de participantes que cogieron en volandas a Canito y lo auparon a hombros, todos
excepto los amigos de Antoñito. Se unieron al grupo los dos niños que tiraron las bolas
de nieve a Alhaja. Los seis, con Canito a hombros, como si fuera una estrella del
deporte, del rock o de la tauromaquia, comenzaron el ascenso entre vítores y aplausos,
en un paseíllo donde en lo alto Canito lucía una sonrisa entre malvada y socarrona, llena
de orgullo inmerecido.
Alhaja no dijo absolutamente nada en la entrega de premios, a pesar de que
Zurcido quería coger a Canito y darle su merecido. Todos volvieron a casa y quedaron
en la plaza al día siguiente a las diez y media de la mañana.
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CAPÍTULO 5 y último: Miércoles 8 de diciembre
—Mamá, ya estoy en casa.
—¿Qué tal ha ido la tarde?
—Muy bien, Luna ha ganado el concurso de esculturas de nieve, luego te
enseñará las fotos, y Zurcido ha vencido en la carrera doble de trineos.
Su padre, que en ese justo momento entraba por la puerta, le preguntó a Alhaja
qué tal se había dado la carrera y le dijo que el trineo era un rayo, que se lo había dejado
estupendo, mucho más rápido que por la mañana, pero que eso mismo le había pasado
factura porque iba primero en la carrera, debido a la gran velocidad de su trineo, pero
cuando llegó a la primera curva, que era bastante cerrada, no calculó bien la velocidad,
metió el freno y su trineo volcó, pero que era culpa suya no del trineo.
—¿Pero tú estás bien? —dijo su padre.
—Sí, ya practicaré más con el trineo para hacerme con su nueva velocidad.
—¿Habéis hablado de lo que vais a hacer mañana por la tarde después de la
comida? —preguntó su madre—. Por la mañana ya está todo arreglado y listo, según
hemos planeado, ahora queda la parte de tus amigos.
—Está todo controlado, hemos quedado a las diez y media como siempre pero
no hemos planificado nada en especial por la tarde. De todos modos, mañana será un día
muy alegre pero a la vez también muy triste.
—¿Por qué dices eso hijo?
—Será un día de mucha felicidad para todos los de la pandilla porque es la
comida del premio que ganamos con la búsqueda del tesoro.
—Es verdad, hijo, que no se me olvide darte luego los vales, porque imagino que
desde la calle ya iréis directamente al restaurante.
—No hemos quedado en nada pero sí, eso haremos, ya vendremos por la tarde.
—Ya sé por qué dices que mañana será un día triste —interrumpió su padre—.
Es el último día, todos vosotros, incluidos tus amigos los nuevos, os tenéis que separar,
123
pero hijo piensa en los días tan maravillosos que habéis pasado juntos, además las
vacaciones de Navidad están muy cerca y volveremos al pueblo unos días.
—Sí, pero ya no estarán Rubito, Vera y… —tras una pausa— Sara.
—Uyyyyy, Alhaja que se nos ha enamorado —dijo la madre, agarrándolo de la
cabeza y dándole un beso en su cara que se estaba poniendo colorada—. Esta mañana he
estado hablando con la madre de Rubito y las gemelas y me ha dicho que sus hijos están
encantados, que no le cuentan nada más que cosas buenas de la pandilla, y sobre todo de
ti, que eres un encanto de niño. ¿Y sabes lo que me ha prometido?
—¿Qué, mamá?
—Como ella también ha estado muy a gusto en el pueblo, pero sobre todo su
marido, a quien le han venido de maravilla estos días lejos del estrés del trabajo y de la
gran ciudad, me ha dicho que en agosto van a intentar volver por lo menos una semana.
Me ha preguntado que cuándo íbamos a estar nosotros en el pueblo para hablar con la
dueña de la casa y reservarla ya para agosto.
—Qué bien, me alegro mucho, además en verano seremos más en la pandilla y
podremos hacer muchas más cosas y diferentes.
—Aunque eres muy buen estudiante, por ello papá y yo estamos contentos
contigo, no te puedes despistar y debes seguir así para pasar un buen verano.
—Claro, así lo haré, estudiaré mucho.
—Y ahora, mis dos hombretones van a poner la mesa que voy a traer la cena. Un
magnífico pollo al horno con patatas y cebolla que tanto te gusta.
Terminaron de cenar y la madre le metió los vales del restaurante dentro de un
monederito de piel, para que no se estropearan; le dijo que los guardara en el bolsillo de
su cazadora para que no se le olvidase llevárselos por la mañana.
Alhaja se fue a la cama, pero le costó coger el sueño porque sabía que mañana
era su último día de vacaciones y no volvería a ver a sus amigos hasta pasado mucho
tiempo. Poco a poco el cansancio le fue venciendo y se quedó dormido.
A las diez y media llegó Alhaja a la plaza, estaban todos en el banco esperando,
pero a lo lejos ya notó que algo de melancolía flotaba en el ambiente.
—Buenos días, a qué vienen esas caras —dijo Alhaja.
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—Hoy es nuestro último día juntos —explicó Rubito—, y os vamos a echar
mucho de menos. Mis padres nos han prometido que volveremos en agosto, pero para
eso aún queda mucho tiempo.
—Nosotros también nos vamos a acordar mucho de vosotros —comentó
Alhaja—. Al pueblo, para esta época de puentes, Navidad, Semana Santa y verano,
viene mucha gente, la pandilla ha conocido a otros niños y niñas de fuera que han
venido a pasar unos días, los hemos acogido, han jugado con nosotros, pero ninguno ha
sido como vosotros, y la mayoría ya ni ha vuelto.
—Mis hermanas y yo sí que pensamos volver —dijo Rubito.
—Hay que levantar los ánimos, además queda toda la mañana de hoy y parte de
la tarde. ¿Sabéis lo que llevo aquí en esta carterita que me ha dado mi madre? Son los
vales para la comida de hoy, así que vamos a estar mucho más tiempo juntos que en los
días anteriores.
—Mi padre ha dicho que no podemos llegar más tarde de las cinco y media
porque nos vamos a las seis y el viaje es largo —dijo Rubito.
—Nosotros nos vamos todos también esta tarde, aunque estamos más cerca y
saldremos un poco después de esa hora. Pero para eso aún queda mucho tiempo.
¿Alguien ha pensado qué hacer esta mañana hasta la hora de ir al restaurante?
Todos se miraron, estaban algo tristes, no tenían muchas ganas de hablar.
—Yo tengo que irme a casa, mi padre me ha dicho que debo ayudarle en una
tarea antes de ir al restaurante —dijo Zurcido—. Nos vemos allí a las dos.
Dio media vuelta, se fue cabizbajo y algo apesadumbrado.
—Espera, Zurcido, yo también me tengo que marchar a ayudar a mi madre con
las maletas —dijo Canica echando a correr detrás de él.
—Luna, nosotros tenemos que ir a visitar a los abuelos, que vinieron el lunes por
la tarde y aún no los hemos visto —dijo Luis levantándose y llevándose a su hermana
con él.
—¿Les pasa algo a todos, hemos hecho o dicho algo que haya molestado a tus
amigos? —preguntó Rubito.
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—Qué va —respondió Alhaja—, hay que entenderlos, están algo tristes por ser
día de despedidas, ya se les pasará en la comida.
Sara y Vera se miraban sin saber bien qué decir.
—Os propongo algo para hacer tiempo hasta la hora de ir al restaurante —dijo
Alhaja.
Rubito no dejaba de darle vueltas a la cabeza por si había hecho algo que les
hubiera podido enfadar, pero no encontraba nada, estuvo repasando todo lo que hicieron
juntos con la pandilla desde el primer día y cada vez se sentía más contrariado.
—¿Estás seguro de que todo va bien? —volvió a preguntar Rubito.
—No le des más vueltas ya verás como cuando estemos en la comida todo
vuelve a la normalidad. Si os parece bien, me gustaría enseñaros una zona de mi casa a
la que le tengo mucho cariño. Es la parte alta, la buhardilla, allí le salvé la vida a
Pardillo. A veces subo en verano y me echo un rato la siesta hasta que se quita un poco
el calor y podemos salir a la calle a jugar. Allí guardo cosas que me traen muy buenos
recuerdos de cuando era más pequeño, como juguetes y objetos personales a los que les
tengo mucho cariño.
—Nos parece bien —dijeron las gemelas—; pero ¿estás seguro de que no les
pasa nada a tus amigos?
—No le deis más vueltas, vamos a mi casa.
—Vale —dijo Rubito.
Después de un buen rato en la plaza solos, los cuatro se encaminaron a casa de
Alhaja, quien vio en los rostros de Rubito y sus hermanas que algo no iba bien, estaban
reflexivos. Durante el corto trayecto intentó que se olvidaran de sus amigos, contándole
las cosas tan divertidas y diferentes que harían en verano. Cuando llegaron a la puerta
de la casa de Alhaja eran ya casi las doce del mediodía. Este sacó la llave de un bolsillo
de la cazadora y entró seguido por Rubito y sus hermanas. Colgaron las chaquetas,
gorros y bufandas en una gran percha que había en la entrada.
—¿No están tus padres? —dijo Rubito.
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Me dijeron que iban a salir a comprar algo, no creo que tarden. Seguidme, os
enseñaré dónde está la buhardilla, es en la parte alta de la casa, hay que subir unas
cuantas escaleras.
Subió muy despacio, hablando sobre la casa, lo grande que era y lo mucho que
se divertía cuando era más pequeño jugando al escondite con sus amigos. Dijo que
hablaba alto porque la escalera era estrecha e iban subiendo en fila india.
—Ya hemos llegado, aquí es —dijo Alhaja parándose delante de una puerta de
madera cerrada—. Poneos aquí junto a mí los tres pegados a la puerta, que la primera
impresión es la mejor —les dijo subiendo todos al último escalón—. ¿Estáis listos para
ver mi buhardilla?
—Sí —contestaron los tres a la vez.
—Preparados, listos…, ya.
En ese justo momento abrió la puerta y se oyó al unísono un enorme:
«SORPRESAAAAAAAAAAA», a la vez que lanzaban confeti y tiras de papel sobre
los cuatro.
Allí estaban esperando en absoluto silencio los padres de Alhaja, los de Rubito y
las gemelas, Zurcido, Canica, Luis, Luna, y hasta Carlitos y Antoñito, que al abrir la
puerta los recibieron de esa manera.
Los tres se quedaron boquiabiertos sin saber qué decir, estaban parados delante
de la puerta mirando la buhardilla, que había sido decorada como para una fiesta con
globos y farolillos, además de un gran cartel que ponía con grandes letras de colores:
QUEREMOS QUE VOLVÁIS EN AGOSTO
Sus padres fueron los primeros que se les acercaron y se abrazaron los cinco en
un apretado círculo.
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—Habéis visto qué amigos más maravillosos tenéis —dijo la madre, mientras se
enjugaba una lágrima que resbalaba por su mejilla. No querían dejaros ir sin daros una
pequeña fiesta de despedida, y como esta tarde era muy difícil la han organizado ahora.
El padre de Rubito se dirigió a los padres de Alhaja y al resto de sus amigos y
comenzó diciendo que aunque sabía que tenía unos hijos maravillosos, era gracias a
personas como los que estaban en esta buhardilla. Dio las gracias personalmente a los
padres de Alhaja y después se dirigió al resto para agradecerles también que los hayan
acogido de esa manera, que ni sus hijos ni ellos olvidarán jamás.
—Bueno, ya está bien, ahora disfrutemos de un rico chocolate que he preparado,
sin nada para acompañar que si no luego no coméis en el restaurante —dijo Joya.
Todos se sirvieron una taza de chocolate que vino muy bien para entrar en calor.
Los cuatro adultos estuvieron un poco charlando de pie hasta que decidieron bajar a la
chimenea y dejar solos a los niños.
—No os entretengáis mucho, recordad que a la una y media tenéis que ir para el
restaurante.
—Descuide señora —dijo Carlitos—; además ya he hablado con mi padre y va a
poner mesa para diez, he invitado a Antoñito y vamos a ir los ocho del premio más
nosotros dos, por lo que ha preparado un par de menús más, pero iguales.
—Me teníais preocupado —dijo Rubito—, y ahora lo que me tenéis es
emocionado. Muchas gracias a todos, de verdad, están siendo las mejores vacaciones de
mi vida y todo gracias a vosotros.
—Es cierto —dijo Sara—, nosotras también lo estamos pasando muy bien y os
prometemos volver en agosto, sois estupendos.
—Quiero que sepáis una cosa muy importante —dijo Alhaja, señalando a todo el
grupo.
—¿Qué es? Nos tienes intrigados, habla ya —dijo Luis.
—De aquí no se va nadie al restaurante sin haber limpiado todo esto que si no
luego me lo como yo solo. ¡Ja, ja, ja!
Todos empezaron a reír y no podían parar.
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A la una empezaron a recoger los farolillos y demás colgantes, se repartieron
tres escobas para barrer el confeti entre Zurcido, Canica y Luna. Como eran tantos, poco
antes de la una y media estaba la buhardilla mejor que antes de la pequeña fiesta. Ya
solo quedaba el cartel que entre Luis y Zurcido descolgaron con cuidado. Se lo pasaron
a Alhaja, este le ofreció una punta a Sara, la otra a Vera y le dijo a Rubito que lo
sujetara por el centro. Así quedó extendido, cuando Luna sacó el móvil viejo de su
madre e hizo una foto que dijo ser la promesa de que volverían en agosto.
—Ahora lo doblaremos bien y lo guardaréis de recuerdo para traerlo con
vosotros en verano —dijo Ahaja—. Y vámonos ya que es la una y media.
Todos se pusieron su ropa de abrigo, se despidieron de los padres, que aún
seguían charlando frente a la chimenea; estos les dijeron a Rubito y a las gemelas que
los esperaban en casa antes de las cinco y media para terminar de preparar las maletas,
que iban a comer los cuatro juntos, invitados por los padres de Alhaja.
A las dos menos diez llegaron al restaurante, Alhaja sacó los vales y se los dio al
padre de Carlitos, este los llevó a un salón donde había una mesa redonda, preciosa,
montada para diez personas, y en el centro un baulito dorado con una nota que ponía:
Enhorabuena a los campeones, este es ahora vuestro tesoro, disfrutad de la comida.
Encima ya había puestas dos espléndidas ensaladas que llevaban de todo,
tomate, lechuga de dos clases, pepino, zanahoria picada, espárragos, huevo duro, atún y
aceitunas sin hueso.
—Como yo no vea las ensaladas totalmente vacías dentro de un rato no saco
nada más —dijo el padre de Carlitos—. Para beber había varias botellas de agua mineral
de litro y medio, así como diferentes refrescos de cola, naranja y limón.
Todos se repartieron un poco de ensalada en su plato hasta quedar los dos
cuencos vacíos. Como vio que se estaban comiendo bien la ensalada, el padre mandó a
dos camareros con varias bandejas de canapés y sándwiches de salchichón, paté,
chorizo, queso y jamón, que devoraron conforme iban cayendo en la mesa.
Poco después les llevaron una fuente con un surtido de croquetas, empanadillas
y nuggets de pollo que se fueron repartiendo. Como plato principal les pusieron unos
filetes de pollo empanados con patatas fritas, que fueron la delicia de todos.
129
—¿Canica, no te vas a terminar el trozo de pollo? —dijo Zurcido, quien no
dejaba de mirar su plato.
—Cógelo, yo ya estoy lleno.
—¿Las patatas tampoco las quieres? —volvió a decir el comilón de Zurcido.
De postre sacaron flanes y natillas, a elegir.
Lo estaban pasando en grande comiendo, era lo único que hasta ahora no habían
hecho juntos y estaba siendo toda una experiencia. Durante la comida estuvieron
charlando sobre lo que solían hacer habitualmente mientras no estaban en el pueblo de
vacaciones, hablaron de cómo les iba el curso, todos hicieron la promesa de esforzarse y
estudiar mucho para sacar buenas notas y así no fallar ninguno en verano. Sabían que si
suspendían alguna asignatura el castigo era quedarse sin pueblo, estar estudiando o
recibiendo clases particulares durante los meses de julio y agosto, para aprobar en
septiembre.
El tiempo pasaba volando entre risas y bromas, cuando se quisieron dar cuenta
eran ya las cuatro de la tarde. El padre de Carlitos, y dueño del restaurante, pasó para
preguntar cómo iba todo y si les había gustado la comida.
—Todo estupendo y muy bueno —respondió Alhaja, que se erigió en portavoz
del grupo, asintiendo todos con la cabeza.
—A las cuatro y media tenéis que haber terminado del todo porque cerramos el
restaurante, nos vamos a descansar unas horas y luego tenemos que prepararlo para dar
las cenas.
—No se preocupe, hace un rato que hemos acabado, de hecho estábamos
hablando ya de marcharnos porque aún tenemos que despedirnos, todos nos vamos esta
tarde ya del pueblo y no volvemos hasta Navidad. Ha estado todo muy rico y lo hemos
pasado en grande.
—Gracias Carlitos, por haberme invitado —dijo Antoñito, a quien ya estaban
esperando sus padres en la puerta para recogerlo.
Carlitos se quedó en el restaurante y Antoñito se volvió a su pueblo. Los demás
quedaron en ir a la plaza y despedirse hasta la próxima. Una vez todos en el banco de la
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fuente Alhaja les dijo que quería hacer una despedida especial, ya que no era como otras
veces que iban al pueblo.
—¿Qué has pensado —dijo Rubito?
—Os voy a plantear algo para asegurar que todos volveremos en agosto, sobre
todo tú y tus hermanas. Como aún queda tiempo, que no son las cinco y hasta las seis no
os vais, he pensado en lo siguiente a ver qué os parece.
—Qué misterioso estás —comentó Luis—. Habla ya.
—Quiero que vayáis a casa y cojáis un objeto pequeño, pero que signifique
mucho para vosotros, que sea algo especial, del cual no os desprenderíais jamás, y lo
traigáis a la plaza. Nos vemos aquí en media hora, después os seguiré explicando, si os
parece bien.
—Vale, qué interesante parece todo —dijo Luna—. Adelante, hagámoslo.
Cada uno se dirigió a su casa, a los veinte minutos ya estaban todos de nuevo en
la plaza. Alhaja llevaba una bolsa de tela grande que no dejaba ver lo que había dentro.
—No decías que el objeto tendría que ser pequeño —preguntó Vera.
—En esta bolsa hay algo que descubriré al final, aquí no está mi objeto.
—Esto cada vez se pone más emocionante, nos tienes en ascuas —dijo Canica.
—Bien, ahora de uno en uno tenéis que ir sacando el objeto que habéis traído,
explicar por qué lo habéis elegido, y dármelo a mí. ¿Quién quiere empezar?
—Empiezo yo —dijo Zurcido—. He traído un metro que llega hasta los ciento
cincuenta centímetros, hace mucho tiempo que lo guardo como un gran recuerdo, desde
que sobrepasé esa altura. Me lo compró mi padre cuando apenas llegaba al metro de
estatura porque veía que estaba creciendo mucho y siempre iba dejando marcas por
todas las puertas de la casa, pues no hacía más que medirme. Fue un regalo que me hizo
mucha ilusión y quiero conservarlo para siempre.
—Estupendo, Zurcido, me parece una gran elección la que has hecho, es algo
que te identifica, y como sigas creciendo te prometo que si sobrepasas los dos metros te
regalamos entre todos uno de doscientos cincuenta centímetros. ¿Verdad chicos?
—Sí —respondieron a la vez, entre carcajadas.
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—Como siempre decís que somos inseparables quiero ser yo el siguiente —dijo
Canica—. Todos sabéis que me llaman Canica, pero lo que desconocen Rubito y sus
hermanas es que no es solo porque sea menudo, bajito y delgado, sino también porque
soy un experto jugando a las canicas. Pueden corroborarlo todos los del pueblo, puesto
que jamás me ha vencido nadie y tengo en mi casa centenares de canicas de todos los
tamaños y colores, que las he ido ganando. De hecho, tengo tantas que los chicos del
pueblo en vez de ir a comprarlas a la tienda vienen a que se las venda yo, porque las doy
mucho más baratas y encima les dejo elegir, escogiendo a veces las mismas que han
perdido en competición conmigo.
De todas las que tengo hay una muy especial y única para mí. Cuando mi padre
conoció mi pasión por este juego y lo bueno que era, porque ya se iba comentando por
el pueblo, me cogió un día y me dijo: «Dicen por aquí que eres muy bueno jugando al
Gua», que es como se llamaba el juego más popular entre los chicos del pueblo.
—¿Cómo se juega al Gua? —interrumpió Rubito.
—Hay varios juegos de canicas pero ese es el que más nos gusta. Uno de ellos
consiste en hacer una raya, todos los participantes desde cierta distancia lanzan su bola
y el que más cerca se quede se las lleva todas, siempre sin pasarte. Otro consiste en
trazar un gran círculo sobre una superficie de tierra y colocar tantas canicas dentro como
jugadores van a participar. Cada jugador tira con otra canica desde fuera y si acierta a
dar a alguna de las que hay dentro se la queda. Finalmente, está el Gua, cuyo nombre en
este juego significa agujero, ya que se hace uno en el suelo. Los jugadores, por orden de
salida, que se hace siendo quien más acerque la canica a la raya, tiran su bola hacia el
agujero, desde muy lejos para que sea casi imposible colarla a la primera. El que se
queda más cerca comienza y elige una bola sobre la que debe dar tres toques pequeños
impulsando la suya con el dedo corazón o pulgar, luego da otro toque más donde debe
caber un pie entre ambas bolas antes de pasar al último toque que suele ser muy fuerte
para alejar la canica del contrario lo más posible del agujero. Para concluir, si metes la
tuya en el gua te quedas con la del contrario y vas a por otra bola. Si durante este
proceso fallas en algún golpe, pasa el turno a la persona que se ha quedado más cerca
del gua en el primer lanzamiento.
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—Suena divertido, en verano traeré canicas y me enseñas a jugar —dijo Rubito,
que estaba escuchando con mucha atención las explicaciones de Canica.
—Será un placer, además no te cobraré por las clases, eso sí, trae muchas
canicas que al segundo día ya competiremos —dijo entre risas—. Pero sigo con lo que
me estaba diciendo mi padre, que me voy del tema. Le dije que sí era muy bueno y le
enseñé una gran bolsa llena de canicas que había ido ganando
—Sabes, has debido de sacar mis genes porque yo de niño era muy bueno
jugando a las canicas y también tenía una gran bolsa, lo que ocurre es que con el paso
de los años la he perdido, si lo llego a saber la hubiera guardado para ti.
—No pasa nada, tengo muchas.
—Pero sí que quiero darte algo muy especial para mí, le dijo a su hijo poniendo
una cajita sobre la mesa. Ábrela.
La abrió, se quedó observando lo que había dentro y luego miró a su padre.
—¿Qué es? —le preguntó.
Su padre cogió una bola plateada muy brillante, del tamaño de una canica
normal o algo más grande, y la puso sobre la palma de la mano de su hijo.
—Ahora es tuya, quiero que la tengas tú y la conserves como lo he hecho yo. Mi
padre me la regaló cuando yo tenía tu edad porque también se enteró de que se me daba
muy bien jugar a las canicas. Se trata de una bola que va dentro de los cojinetes de
algunas piezas. Ya sabes que el abuelo era mecánico y esta canica de acero la sacó de un
cojinete, la limpio, la pulió y me la regaló. Me hizo mucha ilusión y por eso quiero que
sea tuya.
Mientras contaba esto, Canica se estaba emocionando, a la vez que la sacó del
bolsillo envuelta en un paño y se la dio a Alhaja, ante la mirada atenta del resto de la
pandilla.
—Como la pierdas te mato —dijo bromeando.
—Espero que no, al final os contaré que vamos a hacer con todos los objetos.
—Ahora me toca a mí —dijo Luis—. Como mi abuelo era carpintero, cuando
todos los niños del pueblo empezamos a jugar con los zompos, o trompos, que llaman
en otros pueblos, le dije que si me compraba uno por mi cumpleaños, pero lo que hizo
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fue fabricarme uno de una pieza de madera, precioso, que pintó con mi color favorito y
le puso mi nombre. Ya está un poco deteriorado y se le ha ido parte de la pintura pero le
tengo muchísimo cariño. Toma Alhaja —dijo sacándolo de un bolsillo y dándoselo,
quien lo puso en una bolsa junto a los demás.
—Yo también quiero dejar un regalo especial que me hizo mi abuelo —dijo
Luna—. Es un colgante de madera en forma de corazón con una fotografía de mis
abuelos conmigo en brazos poco después de nacer, con una inscripción grabada detrás
que pone: Para la nieta más guapa del mundo, de tus abuelos.
—Sé lo que significan para vosotros estos dos objetos que habéis traído porque
queréis mucho a vuestros abuelos, estáis muy unidos a ellos y son encantadores. Ya solo
quedáis vosotros tres —dijo Alhaja dirigiendo la mirada hacia Rubito y sus hermanas—.
Yo me reservo para el final y a la vez os diré por qué os he pedido que traigáis estas
cosas tan especiales para vosotros.
—No ha sido fácil porque la mayoría de las cosas importantes las tenemos en la
casa de la ciudad —dijo Rubito—, pero quiero dejar algo muy especial para mí que
siempre llevo conmigo allá donde quiera que vaya. Se trata de la primera carta que me
escribió mi madre, siendo muy niño, el primer verano que me fui con el colegio dos
semanas de vacaciones a la playa, muy lejos de casa, con varios niños más. Era muy
pequeño y estaba algo asustado, pero al poco tiempo de estar allí me llegó esta carta que
me reconfortó y me animó; a partir de aquel momento disfruté mucho más de las
vacaciones. Desde entonces la guardo conmigo y la leo todos los días.
—Qué historia más bonita —dijo Alhaja—, cogiendo la carta con sumo cuidado.
—No sabíamos la historia de la carta —dijo Vera, dirigiéndose a su hermano
muy emocionada y casi a punto de saltársele una lagrimita—. Yo lo que quiero dejar lo
llevo encima, es esta simple cinta de color amarillo que mi madre me puso cuando
éramos pequeñas, para distinguirme de mi hermana, pero no ella a la que no le hace
falta nada, porque es echarnos la vista encima y ya sabe quién es cada una, sino mi
padre que no hay manera de que nos distinga ni incluso ahora, por eso la sigo llevando.
Se la quitó y se la dio a Alhaja que la puso con el resto de objetos, mirando a
Sara que era la última.
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—Qué casualidad, cómo se nota que somos gemelas, no hemos hablado nada del
objeto que iba a traer cada una y yo había pensado dar también mi cinta de color rojo
que me puso a la vez que a mi hermana. De vez en cuando nos la cambiamos y a mi
padre lo sacamos de quicio. ¡Je, je!, pero con mi madre no podemos, nos mira las
pulseras y dice: Ya vais a liar a vuestro padre. Recuerdas una vez que te dejaste la
pulsera, fui a pedirle dinero, luego me la cambié y le volví a pedir diciendo que eras tú.
—Claro que me acuerdo, como que por la tarde fui a pedirle yo y no me quiso
dar porque dijo que ya me había dado por la mañana, hasta que te descubrí y tuviste que
darme mi parte. ¡Je, je!
—Ahora te toca a ti, Alhaja —dijo Luis, ante la mirada expectante de los demás.
—Está bien, es mi turno. Abrió la bolsa de tela y sacó una libreta pequeña de la
que arrancó ocho hojas que fue pasando para que cogieran una cada uno, quedándose él
con la última. Como para mí, ahora mismo lo más especial sois vosotros quiero que en
esa hoja cada uno cuente lo que le han parecido estos días que hemos pasado juntos, sus
emociones, sus sentimientos, lo que le salga de dentro. Una vez escrito lo dobláis y me
lo dais sin que nadie lo lea.
Así lo hicieron, se fueron pasando un pequeño bolígrafo y conforme terminaban
de escribir iban doblando el papel y se lo fueron dando a Alhaja. Cuando tuvo los ocho
este metió de nuevo la mano en la bolsa y sacó un frasco grande de cristal con una tapa
de metal de rosca. Todos se quedaron mirando, preguntándose qué era aquello y para
qué servía.
—Voy a poner todos los objetos en este frasco y os voy a pedir que vengáis
conmigo a un lugar cerca de donde le robaron la bicicleta a Zurcido —dijo Alhaja,
comenzando a caminar, seguido por sus siete amigos.
Llegaron a un sitio que estaba justo a las afueras del pueblo, cerca del río, donde
había vegetación, varios árboles, pero no casas. Alhaja se detuvo, rebuscó entre unos
matorrales y tras unos segundos sacó una pala pequeña. Todos lo seguían con la mirada,
pero nadie decía nada esperando que fuera él quien diera explicaciones de por qué
estaban allí, y sobre todo para qué.
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—Zurcido, tú que tienes más fuerza, ¿puedes cavar un agujero aquí junto a este
árbol donde quepa el frasco? Si os parece bien, vamos a enterrarlo y solo lo abriremos
en agosto, cuando estemos todos, para recuperar los objetos que hemos depositado en él
y leeremos lo que hemos escrito en los papeles.
Todos estuvieron de acuerdo porque así pensaron que se obligaban a volver.
Tras hacer el agujero Alhaja sacó de la bolsa de tela un rotulador negro permanente y
una etiqueta blanca adhesiva, la pegó en el frasco y escribió algo.
Estaban intrigados, pero se emocionaron y se dieron un abrazo formando un
círculo cuando Alhaja le dio la vuelta para que pudieran ver lo que había escrito: El
tarro de las ausencias.
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