a fuerza del cable o de la cuerda está
en la acumulación, en la orientación
coordinada de las resistencias de sus hebras. Singulares y débiles, éstas al trenzarse suman y sostienen lo que una a una
no pueden tocar ni medir. Así los hombres nos enfrentamos al misterio acumu-
La araña sobre el piso no sabe dónde
apoyará su telaraña. Suelta una pequeña
hebra a volar como un hilo de papalote
sin papalote, como un pescador invertido que explora las profundidades del
aire, y deja que el azaroso browniano
fluir de sus corrientes lleven su pegajo-
liana o cable no son nada para la araña
sin su resistencia, esa virtud que le sostiene el anclaje. Eso es lo que le permite
erigir su obra, esa extensión de su fenotipo que es una teoría de hilos, o un poema, según se le quiera ver.
Las insistencias del mundo sobre
lando, orientando líneas de imágenes,
trenes de frases, edificios de gestos, que
orientados, coordinados, sincronizados,
constituyen nuestro mundo. Dos fuentes de tales hebras son la poesía y las
ciencias. Quiero ocuparme un poco de
sus vínculos, de sus orientaciones y desorientaciones.
so cáñamo a buen puerto. Cuando al jalar ligeramente el hilo, éste se resiste, es
que el mundo ha picado; hay un lugar,
un nodo en lo hondo que al resistirse le
da el punto arquimedeano para comenzar su obra. Puede ser una rama, una
pared, una liana o un cable; no importa
mientras aguante su peso. Rama, pared,
nuestros sentidos. Las resistencias a
nuestros movimientos y manipulaciones.
Esas son las virtudes sobre las que anclamos nuestras teorías científicas. Nos
importa que se deslicen lo menos posible, y eliminamos errores midiendo y
calculando, para que la estructura sirva
para atrapar los insectos que deseamos,
Tulancingo, Hidalgo, 1986.
L
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Atrapar el instante que huye y que es
tan hermoso como algunos han querido; o recomponer la emoción en un
momento de calma usando palabras
para incendiar el pálido recuerdo y revivir la hoguera; o atormentar la lengua para que eche chispas; o sugerir lo
ante los ojos, se lo lleva la brisa de la
insignificancia.
Y cambiamos de teorías como las arañas de telarañas, y las anclamos a distintos nodos, y como aprendemos a capturar más alimentos con ellas, afinando el
diseño de la trama, las llamamos mejo-
Chimborazo, Ecuador, 1991.
y quizá para complacer la mirada de algunos. Nunca sabremos de cierto si esa
necedad que llamamos velocidad de la
luz, o la que llamamos espín, son en realidad rasgos de ramas o paredes inaccesibles. Así inventemos estructuras matemáticas con referentes minúsculos y
TRENZAS
Carlos
López
Beltrán
complejos como las cuerdas o las membranas, el misterio de la resistencia sobre la que colgamos nuestras telas científicas permanecerá.
Pero también al tramar poemas usamos líneas para tocar las resistencias del
mundo. Quizá otro tipo de durezas son
las que responden a esas exploraciones.
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indecible de nuestro ser en el mundo; o
tantas cosas que han podido hacer los
poetas: todas requieren la fricción, el
roce del lenguaje con la percepción, con
las anclas de la experiencia, y de lo externo.
Como una teoría construida sin asidero, un poema sin amarras se deshace
res, y quizá lo son. Y por cierto capricho
vanidoso las llamamos verdaderas, sin
saber bien lo que decimos.
Y hacemos nuevos poemas para los
nuevos tiempos. Usamos nuevas formas
para los mismos temas. Nuevos ropajes
para las mismas metáforas. Motocicletas volando donde antes había dragones.
31
Yalalag, Oaxaca, 1983.
Nuevas texturas en la lengua para las
mismas emociones. Pero ¿y cómo sabemos que son las mismas?
Y sí, Ptolomeo y Descartes erraron.
Pero también Newton y Heisenberg y
Hawking erraron. El verbo errar describe
aquí el hilo de la búsqueda, que asciende
tembloroso e inseguro por las profundidades del misterio buscando un sitio
donde asir las modestas preguntas cuyas
respuestas son imágenes, teorías, “prodigiosos aparatos intelectuales” (Valéry).
Podemos repensar así la imagen de
Wordsworth en que describe a Newton
navegando por extraños mares de pensamiento, solo. Podemos también imaginar que lo que Newton hizo fue tocar
un vértice insospechado y colgar desde
ahí la familia de lienzos en que han estado dibujando visiones sus sucesores; un
juego de muchas luces y sombras en el
que algunos destacan.
32
Destramar el arcoiris. Esa fue una de
las acusaciones más enojadas de Keats
a Newton. Todos los encantos huyen al
roce mínimo de la helada filosofía, afirmó en su Lamia; ésta le corta las alas a
los ángeles, vacía el aire de espíritus y
las grutas de gnomos. Destruye el arcoiris, escribió primero el poeta. Luego
lo venció la precisión de una sencilla
imagen y corrigió: Destrama el arcoiris.
Y yo, leyendo desde este siglo donde podemos ver que esos hilos ópticos que
delineó Newton han mutado una y otra
vez hasta cargarse y recargarse de misterio y poder evocativo, no puedo sino
admirar el verso, y leer como un elogio
lo que quiso ser un insulto.
Veo los dedos guiados por los ojos del
científico, que como afirmó Francisco
Segovia aprendieron a confiar uno en el
otro con el método experimental, ascender hacia la tela misteriosa donde fulgu-
ran los colores, y separar las hebras, componerlas y recomponerlas, en un juego de prismas y
de espejos. Y no veo que los colores se apaguen, que se muera
la poesía, que el bisturí todo lo
vuelva blanco y negro. No.
Veo las partículas de Newton
pasar por los poros activos de
las cosas, y cambiar de rumbo
y rebotar. Las veo después volverse movimientos ondulatorios
y sugerir la sutil presencia de un
mar que todo lo colma. Y veo
ese mar desaparecer y al universo poblarse de campos y de partículas que son ondas que son
partículas que son fantasmas
que actúan coordinados de formas espectacularmente elegantes que llenan nuestra vida de
efectos que abren elevadores.
Sí. Dejamos al andar (o al
nadar) mundos donde ángeles y
duendes y sirenas dominaban.
Mundos buenos para unas cosas y malos para otras. Dejamos el mundo de los nahuales, o lo orillamos a un
rincón. Dejamos el mundo de las esferas concéntricas recluido en las bibliotecas y en la imaginación de los astrólogos
y sus huestes. Dejamos atrás también esa
cadena del ser que nos ponía en la cúspide. Las afinidades mágicas que le permitían curar a Paracelso, ya nunca las
comprenderemos cabalmente. Tenía razón John Keats: la vida se empobrece
cuando cambiamos de canal, cuando
deshacemos una nube llena de presagios
y la reconstruimos con agua y electricidad. Pero si somos pacientes veremos
que sólo estamos vaciando un carro cargado para hacer hueco para nuevos prodigios. Mundos nuevos, buenos para
cosas diferentes, y malos para lo que son
malos, y que no lo descubrimos sino hasta que estamos ahí. Y lo que descargamos no se pierde del todo: están las bo-
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do en el que se podía creer, de veras, en
la acción de los cometas sobre la mano
del rey para que éste pudiera curar las
escrófulas con el tacto.
No se destruye el arcoiris y a veces se
le exalta y conoce destramándolo para
volverlo a tramar con nuevas formas y patrones. Los hilos de la ciencia y los de la
poesía pueden imbricarse y orientarse modificándose sin destruirse. No hay ya oro
quizá al final del arcoiris, pero hoy nos
brinda, como el verso exacto de David
Huerta sobre la tarde, un “esplendor estadístico.”
“Una gota de agua -escribió Herbert
Spencer- que para el ojo vulgar no es sino
una gota de agua, acaso pierde algo bajo
el ojo del físico que sabe que sus elementos se mantienen juntos por una
fuerza que, de liberarse de pronto, produciría un fulgurante relámpago. Un guijarro con raspones paralelos, acaso le
sugiere tanta poesía al ignorante como
lo hace al geólogo que sabe que sobre
esa roca se deslizaba un glaciar hace un
millón de años. La verdad es que quienes jamás se han ocupado de menesteres científicos no tienen la más nimia noción de la poesía que los rodea.”
Tiene razón Spencer al señalar lo que
el poeta se pierde en su propio detrimento
al despreciar a las ciencias. Su tono
guerrero, como el de Keats antes, es síntoma de esa brecha que hace unos años
llamaban de “las dos culturas”. La polémica ya aburre. Agotó su utilidad.
La ciencia y la poesía seguirán, por suerte, contribuyendo con redes de nociones,
trenes de imágenes, edificios de gestos,
construidos bajo sus distintas normas y
orientados ante sus polos y atractores disímbolos. Pero el carácter común de instrumentos de la imaginación les permite a
su vez afectarse y orientarse mutuamente.
33
Volcán Pacaya, Guatemala, 1989.
degas de los eruditos que insisten en conservar viva la
memoria, y están también
las de los supersticiosos que
se niegan a dejar de creer lo
increíble. Paracelso y los nahuales están a buen recaudo,
y cuando queremos volver a
ellos siempre hay manera;
igual que a los gnomos, a los
ángeles o al flogisto.
“Creer lo increíble” acabo de escribir. Me refiero a
que hay imágenes, teorías,
modelos, metáforas, cuentos
cuyas ataduras se desprenden. Se dejan de sostener
como imágenes vivas de
algo y vuelan y se deforman
y pierden su nitidez y su
tono. Se vuelven aguadas e
inverosímiles. Ya no nos podemos curar acudiendo a los
humores hipocráticos. Es
casi imposible enamorar a
una dama recitándole a Manuel Acuña. Los nostálgicos seguirán
transitando esos carriles. Allá ellos.
Es curioso cómo el idioma tiene restos fósiles de las imágenes sepultadas. Un
poema olvidado y gastado ha llamado el
filósofo al lenguaje común. Podríamos
también llamarle un cementerio de teorías. Tenemos mala leche, buena estrella,
pésimo humor, ángel, nos traiciona el inconsciente, comunicamos vibraciones,
vemos ponerse el sol, nuestros hijos abuelean o reciben con la sangre el talento
musical de la imaginación de su madre,
somos biliosos o melancólicos. Todas
ellas ideas literalmente válidas otrora, son
hoy tímidas, amaestradas metáforas, que
de pronto rugen y nos sorprenden.
El buen historiador de las ideas, de
las mentalidades, de las imágenes caducas, reconstruye el ámbito donde todo lo
que ahora se ha caído estaba bien trenzado. Nos enseña a ver cómo era el mun-
Jocotitlán, Estado de México, 1982.
Citemos una justa exageración de
Borges: “No existe una esencial desemejanza entre la metáfora y lo que los profesionales de la ciencia nombran la explicación de un fenómeno. Ambas son una
vinculación tramada entre dos cosas distintas, a una de las cuales se le trasiega en
la otra. Ambas son igualmente verdaderas o falsas.”
Y ahora una vez más a Wordsworth,
respecto a su frecuentación de la geometría: “Poderoso es el encanto de aquellas
abstracciones para una mente poblada de
imágenes y embrujada de sí misma.”
En las ciencias un poeta puede encontrar un dato fascinante (“todo en mi cuerpo ha sido procesado por al menos una
estrella”, Jo Shapcott), o una imagen
abrumadora, o la elegancia de una demostración, el abismo de una cifra inconmensurable, o espesor y dinamismo
donde se veía una superficie llana. La
34
zoología del pulque. La lenta danza de
la muerte en la sangre derramada (Derramando la vida, Miroslav Holub).
En la poesía un científico puede encontrar el amor a las sutiles variaciones
en el peso de las palabras. Otras maneras de construir la precisión. Un sentido
distinto de hallazgo y de cumplimiento
formal. Una sensación más palpable de
la dureza y opacidad que hay que combatir para alcanzar control sobre esa herramienta indócil, el lenguaje.
El poeta que escribe, como hizo Ricardo Yañez, que quiere escapar a un valle lejano “donde la luz endulza las naranjas” ha dado con un verso seductor.
Pero la calidad del hallazgo se potencia
si sabemos, como quizás él lo sabía, que
la luz de hecho activa un proceso metabólico sutil, la fotosíntesis, que tiene
como función la generación de azúcares. El verso se carga, sin necesidad de
hacerlo patente, de un poder y precisión
otrora ausente. No habría sido tan eficaz, a mi ver, escribir “donde la brisa endulza las naranjas.”
Otro poeta yerra al manifestar su deseo de “ensillar una galaxia”. Confunde
patéticamente la idea astrológica de
constelación, en la que hay alegorías
zoológicas, ensillables, con la idea astronómica de galaxia. Por más que estiro la metáfora tratando de hacerla cuadrar con la imagen que nos dan los astrónomos no alcanzo a ver cómo ensillar
puede significar algo interesante respecto
a una galaxia. La ignorancia del poeta lo
condujo no sólo a la imprecisión sino a
la ridiculez y a la fealdad.
Carlos López Beltrán
Instituto de Investigaciones Filosóficas
Universidad Nacional Autónoma de México
Fotografías: Flor Garduño.
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