CU A DERNOS DEL SEM INARIO
Los límit e s
de l a l ite ra t u ra
A l b e r to Giord a no (ed.)
Ros ario
Cen tro de Es t udios
d e L it e ratura Arge n t in a
UNR. 201 0
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Cuadernos del Seminario 1 : Los límites de la literatura / Alberto Giordano
... [et.al.] ; compilado por Alberto Giordano ; dirigido por Alberto Giordano. - 1a ed. - Rosario : Centro de Estudios de Literatura Argentina, 2010.
160 p. ; 21x15 cm.
ISBN 978-987-26057-0-4
1. Literatura Argentina. 2. Crítica Literaria. I. Alberto Giordano II.
Alberto Giordano, comp. III. Alberto Giordano, dir.
CDD 801.95
Fecha de catalogación: 19/07/2010
Universidad Nacional de Rosario
Centro de Estudios de Literatura Argentina
Director de la colección: Alberto Giordano
Diseño: Marta Pereyra
ISBN 978-987-26057-0-4
Presentación
Por Alberto Giordano
Elogio del seminario improbable
Para quienes nos formamos en la escuela de los grupos de estudio, lo
más interesante que tuvo para ofrecernos el ejercicio de la docencia
en ámbitos académicos fue la posibilidad de dictar un seminario. Me
refiero a esos seminarios cada vez más improbables que se organizan
alrededor de una demanda intransferible: antes que un tema, los estudiantes eligen un programa, un estilo de exposición y una ética de la
transmisión. Puede ser que la elección esté guiada por la certidumbre
reflexiva sobre la conveniencia de ese estilo y esa ética para abordar y
expandir, hasta donde resulte posible, el núcleo problemático que la
formulación del tema insinúa. Puede ser también, avatares de la transferencia, que se elija al profesor, más que al tema y al programa, porque
se le reconocen virtudes intelectuales y una sensibilidad atrayente. En
las dos circunstancias —es raro que no se superpongan— la intrusión
del punto de vista de las preferencias en la administración burocrática
del saber garantiza que el seminario, al menos en las primeras reuniones, se plantee como un viaje o un experimento colectivo, mientras
cumple con su destino de trámite. Cuando esto ocurre, no es raro que
el movimiento de las asociaciones imprevistas desplace y modifique el
tema de la investigación hasta convertirlo en otro o incluso disolverlo provisoriamente. El seminario logrado (como se dice del día) tiene
la forma de un ensayo y depende en gran parte de la disposición y la
capacidad para improvisar caminos de salida y regreso que faciliten la
articulación del saber con lo particular, e incluso lo raro, de las vivencias personales.
En una de las primeras entradas del diario íntimo que comenzó a
llevar en el exilio venezolano, la que corresponde al 25 de setiembre de
1974, Ángel Rama enuncia su versión del elogio:
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“Cuando un seminario cuaja, se organiza casi espontáneamente, concita el interés de los alumnos y su participación intelectual, no hay ninguna experiencia docente que se le compare. El
profesor se siente gratificado y a la vez exigido cordialmente
para un trabajo mejor.” (Rama, 2001: 43).
Obligado por las inclemencias de la época a reducirse en el cumplimiento de sus funciones como intelectual a la docencia universitaria,
Rama encuentra en la práctica del seminario una ocasión para recuperar algo de la centralidad perdida.1 El punto de vista que sitúa el
encomio es el de las gratificaciones que depara el magisterio cuando
se lo ejerce con solvencia y eficacia. La dinámica del seminario dichoso conjuga entusiasmo y método, búsqueda en común de la verdad y
experimentación de estilos individuales, y todo ese despliegue de potencias intelectuales y afectivas está organizado en torno a un centro
inamovible, el profesor como interlocutor eminente. Todos dialogan
con él, todos lo reconocen como un dador de discurso. ¿Qué podría
resultar más placentero para un docente que no renunció a su vocación
intelectual que la existencia de una comunidad en la que todavía se lo
reclama como guía eficiente y entusiasta?
Hay otro elogio del seminario bastante más conocido, el que escribió Roland Barthes también en 1974 (nada que decir sobre esta casualidad). Lo mejor de la retórica ensayística, la notación sutil, la ocurrencia
preñada de argumentos y hasta de programas para investigaciones futuras, se pone al servicio de un reblandecido impulso denegatorio. En el
espacio casi utópico del seminario, lo que cuenta, dice Barthes, no es la
transferencia de cada estudiante con el director, sino las “transferencias
horizontales” (¡transferencias horizontales!, es una contradicción en los
términos) que los estudiantes mantienen entre sí. La imagen, justa, luminosa, del maestro como alguien que expone reflexivamente lo que hace,
en lugar de limitarse a decir lo que sabe, desbarranca en la del procurador de vínculos entre pares, pura condescendencia. Con recursos que el
arte de la seducción juzgaría magistrales, Barthes proclama su intención
1 Para una lectura del Diario de Rama atenta a las autofiguraciones del intelectual latinoamericano como último héroe moderno (en este contexto hay que inscribir el elogio del seminario),
ver Giordano, 2006.
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de “esquivar el magisterio”. Del encadenamiento bien aceitado de clichés psicoanalíticos e idealizaciones (¡una comunidad de deseo libre de
conflictos!), se desprende con fuerza la voz de Michelet, el viejo maestro,
que describe con encantadora simplicidad la condición más exigente que
habrá tenido que cumplir un seminario para darse por logrado:
“‘He tenido siempre mucho cuidado en no enseñar nunca más
que lo que no sabía… Yo había transmitido esas cosas tal como
eran entonces para mi apasionamiento, nuevas, animadas, ardientes (y llenas de encanto para mí) bajo la primera atracción
del amor.’” (citado en Barthes, 1986: 345).
La casualidad sobre la que resulta imposible no detenerse, al menos
por un instante, aunque no venga al caso, es la de la superposición
del imaginario pedagógico con el erótico tanto en el encomio de Barthes como en el de Rama. El primero, ya sabemos, la va de perverso y
fantasea con un espacio de diferenciaciones radicales, un “falansterio”,
en el que la circulación de los deseos sutiles esquive la imposición de
roles. El imaginario de Rama es viril (¿machista?): la iniciación de los
estudiantes en el conocimiento se le antoja, referencia bíblica mediante,
“otra forma del desvirgamiento” (Rama, 2001: 52). Hay algo oscuro y
excitante, agrega el diarista, en esta asimilación que subyace al ejercicio
del verdadero magisterio. No sabemos si Rama la comentó alguna vez
en público, con la misma franqueza con que la abordó en sus cuadernos privados. Tal vez sí. Al fin de cuentas, esas fantasías no eran extrañas a la representación que los intelectuales marxistas se hacían de su
potencia todavía a mediados de los setenta.
En los papeles personales de otro intelectual, otro exiliado que
tuvo que dedicarle a la docencia parte del tiempo hurtado a la escritura
para sobrevivir, encontramos la cita justa que interrumpe y consuma el
elogio del seminario al tiempo que nos deja en una situación inmejorable para comenzar con la presentación de este libro:
“3 de noviembre de 1959
[…]
Desde luego, este trabajo me apasiona. Dirigir a un joven, ayudarlo a ver las cosas como uno las ve ahora, después de treinta
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años de investigaciones [veinticinco, en mi caso], equivale a un
acto de creación cultural. Algunas veces, después de una buena
clase, cuando pienso que me han entendido, tengo la sensación
de haber escrito un libro. Supongo que mis mejores libros estarán escritos por otro.” (Eliade, 2000: 203).
La colección Cuadernos del Seminario proveerá a los docentes con ínfulas magistrales un recurso apropiado para disfrazar de generosidad
la inquietud que les provoca la dispersión y las metamorfosis que sufrirán sus palabras en caso de haber sido oportunas: la ocasión de interpolar su firma entre la de los autores que podrían estar escribiendo
su mejor libro.
Los límites de la literatura
A mediados de 2008, presenté una propuesta de seminario dirigida
a los estudiantes del Doctorado (Mención Letras) de la Facultad de
Humanidades y Artes de la Universidad de Rosario, en la que deposité expectativas, no diría insólitas, pero sí inusuales. Contaba con la
participación inteligente y laboriosa de algunos doctorandos que, si
no iban a elegirme (todos tenían créditos por cumplir en el Área de
los estudios teóricos), al menos conocían y apreciaban (espero que lo
sigan haciendo) mi forma de trabajo. Para responder por anticipado a
los múltiples intereses, elegí un tema, no sólo general, insoslayable: los
límites de la literatura. Todos, de un modo u otro, lo supieran o no, se
las estaban viendo con algún aspecto de este problema en el desarrollo
de sus investigaciones.
No hay nada mejor —acaso más utópico— que una primera reunión de seminario que parezca el recomienzo de una charla entusiasmada entre colegas (Ah, la soledad del profesor de largo aliento). Tampoco ocurrió esta vez. Y eso que escribí la Fundamentación del programa con impulsos propios de una de intervención crítica. Es posible que
nadie la haya leído (hasta los más brillantes pierden reflejos cuando los
solivianta la pesada industria de las tesis de posgrado). Para darles otra
oportunidad, merecida, la transcribo aquí y resuelvo con elegancia y
poco esfuerzo el segundo parágrafo de esta presentación.
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Existe un extendido consenso entre los críticos y los estudiosos de
la teoría literaria según el cual nunca antes como en la segunda mitad
del siglo XX la institución literatura se ha visto atravesada y conmovida por la reflexión acerca de su consistencia y legitimidad, por el sostenido cuestionamiento de sus límites o fronteras y de su valor. Como
señala Claudia Kozak,
“…la pregunta por los límites [que se desenvuelve en las preguntas por la legitimidad y el valor] surge cuando algo comienza
a hacerse en algún sentido ausente, lejano o al menos borroso
—porque su visibilidad se encuentra disminuida—, o cuando
pierde sus contornos precisos —porque es difícil distinguirlo de
otra cosa de la que seguramente en otra época estaba bien separado—.” (Kozak, 2006: 13).
Según ese consenso antes mencionado, la presencia, desde fines de los
sesenta, de prácticas de escritura que promueven una transformación
radical del estatuto de lo literario, prácticas que enrarecen y cuestionan, por su modo de existencia, las ideas de autonomía y autorreferencialidad, permite sostener la hipótesis “de que nos encontramos en
el trance de formación de un imaginario de las artes verbales tan complejo como el que tenía lugar hace dos siglos, cuando cristalizaba la
idea de una literatura moderna” (Laddaga, 2007). El corolario político
que es posible derivar de este conjunto de certidumbres e hipótesis se
sintetiza en la afirmación de que, para evitar servir al fortalecimiento
de un orden definitivamente agotado y clausurado (el de la literatura
como institución moderna, según la inventó la imaginación humanista
burguesa), los ensayos teóricos y las intervenciones críticas que se ocupan de las prácticas literarias del presente deben probar (en el sentido
de “dar fe” y de “experimentar”) lo que Josefina Ludmer llama su “posición diaspórica” (Ludmer, 2007): a la vez que se manifiestan como
literatura, esas prácticas que reformularían radicalmente los vínculos
entre escritura y vida, entre escritura y experiencia, entre escritura y
realidad, ya están fuera de la institución literatura, no se dejan leer con
criterios o categorías literarios, no se las puede (no se las debe) apreciar
según parámetros de valoración modernos.
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Durante el desarrollo del seminario, sobre todo en la definición
preliminar de algunas “cuestiones de método”, ensayaremos un recorrido, que por prudencia y afán de rigor situamos en los márgenes de
la teoría literaria, por algunos textos que representan la heterogeneidad de intereses, perspectivas y estrategias que coexisten en la configuración de ese consenso crítico actual que con tanta fuerza interpela
nuestro trabajo. Por un lado, están las intervenciones identificadas con
las políticas institucionales que sostienen los “estudios culturales” o,
en términos más generales, que se sitúan desde una perspectiva “culturalista”. La búsqueda de un concepto no literario de la literatura, el
cuestionamiento de las limitaciones del concepto de literatura acuñado
en la modernidad y su superación por la idea de “postliteratura”, apuntan decididamente en este caso a una impugnación de la estabilidad de
la disciplina llamada “Estudios Literarios”. Si bien el alcance de estas
intervenciones excede a veces el contexto de las disputas académicas, la
consideración de ese marco institucional un tanto estrecho resulta imprescindible para la valoración de sus posibilidades y sus limitaciones.
[En la segunda reunión del seminario, ya perdida la compostura que
primó en la formulación del programa, arriesgué un juicio lapidario,
posiblemente reductor, que valdría la pena discutir: la “mirada antropológica” que establece la necesidad didáctica de una “postliteratura”
no es más que el punto de vista miope, ciego a la heterogeneidad radical
de la experiencia estética, en el que se expresan los intereses de un conflicto estrictamente profesional.]
Por otro lado, están las intervenciones que, sin dejar de dialogar
con las expectativas de los estudios disciplinarios, se definen a partir
del deseo ensayístico de responder con audacia teórica, con experimentación conceptual, a la existencia de prácticas o performances de
escritura cuyo interés es directamente proporcional a la ambigüedad
de su estatuto cultural. Pensamos en las hipótesis intempestivas de
Josefina Ludmer sobre las “Literaturas postautónomas”, que representarían a la literatura “en el fin del ciclo de la autonomía literaria”,
y en las muy razonadas de Reinaldo Laddaga sobre las escrituras del
presente que configuran “espectáculos de realidad”, que construyen
dispositivos de “exhibición de fragmentos de mundo”. [La sobriedad
de estos enunciados no deja presentir el encarnizamiento con el que
iba a comentar después, en sucesivas reuniones, el panfleto de Ludmer,
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su costado prescriptivo, la inconsistencia de algunas nociones de base,
comenzando por la de “presente”.]
La perspectiva desde la que orientaremos el recorrido crítico por
estos dos conjuntos textuales es la de la literatura como experiencia que
impugna, que descompone desde su interior, los fundamentos morales
sobre los que se asientan, en una determinada coyuntura histórica, las
prácticas culturales, incluidas las que identificamos como literarias. El
retorno a las viejas nociones de El grado cero de la escritura, y a cómo
se las apropió Maurice Blanchot en clave mallarmeana, servirán para
instalar una hipótesis alternativa.2 ¿No sería más conveniente pensar
que la ambigüedad de algunas prácticas del presente significa otro avatar, condicionado por el estado actual de la cultura posmoderna, de la
tensión entre experiencia e institución que mueve a la literatura desde sus comienzos, antes que un síntoma (¿por qué lo desean tanto?,
¿por qué no?) de la formación de un nuevo “imaginario de las artes
verbales” heterogéneo al que se definió en la modernidad? Se sabe, al
mismo tiempo que participó del proyecto civilizatorio del humanismo
burgués, la literatura ha sido, desde sus orígenes románticos, una experiencia ininterrumpida de los límites de tal proyecto. “La literatura
—dice Derrida— es una invención muy joven que inmediatamente,
por sí misma, fue amenazada de muerte” (Derrida-Roudinesco, 2001:
142). Con Mallarme aprendió (nunca lo aprende del todo, tiene que
experimentar cada vez la necesidad) que para poder ser necesita destruirse, que solo es ella misma si todavía no lo es.
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Fue Tamara Kamenszain en La boca del testimonio, al identificar la poética de Cucurto, Gambarotta y Iannamico con una simplificación “hasta el grado cero de las posibilidades literarias
de la lengua” (Kamenszain, 2007), quien nos devolvió la certeza de que todavía es posible
pensar el estado actual de la institución literaria desde la lógica que sostiene El grado cero de
la escritura, si la limpiamos de escatología marxista (algo que ya hizo Blanchot a comienzos de
los 50, en “La búsqueda del punto cero”).
Cada vez más los consensos entre críticos “especializados” se parecen, por la ligereza conceptual y la vaguedad argumentativa, a las notas sobre actualidad de los suplementos culturales.
Estoy pensando en la asimilación tan poco reflexiva que suele hacerse del libro de Kamenszain
con las hipótesis de Ludmer sobre las “literaturas postautónomas”. “Poner en fecha lo real”
(Kamenszain) no es lo mismo que “fabricar presente” (Ludmer), es apostar al futuro de un
pasado que no termina de ocurrir, dar pruebas de la supervivencia de un deseo siempre inactual.
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Sumario
La idea de publicar este libro, e inaugurar una colección que registre
y favorezca la existencia de seminarios logrados, es hija —acaso prematura, ¿qué importa?— del entusiasmo y el talento con que algunos
estudiantes desviaron o dirigieron sus investigaciones en curso hacia
la reflexión sobre los límites de la literatura. Tres de ellos asistieron al
seminario que dicté entre agosto y noviembre de 2008: Rafael Arce,
Luciana Martínez e Irina Garbatzky; los otros dos, Mariana Catalin
y Cristian Molina, se sumaron después a la conversación con ensayos
que escribieron a pedido nuestro.
En “La genealogía del monstruo”, Rafael Arce imagina las exigencias y las audacias de un nuevo programa para la crítica saeriana.
Su apuesta es fuerte: desprender la obra de la moral vanguardista que
la legitimó, mientras le hacía justicia, para restituirle el impulso provocador y su condición intempestiva. “Qué viene a decir la obra de Saer
en este contexto de supuesta crisis de la autonomía literaria”, según el
dictum de Ludmer, y “qué viene a decirle este contexto al crítico saeriano”, sospechable de anacronismo. Con un pie firme en Blanchot y el
otro librado a las turbulencias del presente (Sarlo, Ludmer, Contreras),
Arce ejecuta un desplazamiento radical: pasa del reconocimiento de lo
anacrónico contra las demandas de postautonomía, hacia la afirmación
de un deseo de literatura siempre inactual, que desde siempre renegó
de la estabilidad autonómica para poder insistir.
Luciana Martínez también conjetura la insistencia de un deseo de
literatura que esquiva cualquier realización (¿desde hace cuánto Blanchot es una contraseña entre los críticos del litoral?) para mostrar cómo
se imbrican experiencia literaria y “experiencia luminosa” en la obra de
Mario Levrero. Siguiendo las huellas románticas de la literatura como
aproximación al conocimiento (scientia), en “Mario Levrero: parapsicología, literatura y trance”, Martínez identifica el vínculo entre escritura y espiritualidad, entendida esta última como acceso a la no-verdad
que envuelve el sí mismo, por la vía fascinante de la “fenomenología
parapsicológica”. En El discurso vacío y La experiencia luminosa la escritura funciona como mancia que induce al trance, a la “psicorragia”,
porque, más acá de cualquier límite institucional y cualquier discusión
sobre cómo trazarlo, la literatura es para Levrero encuentro con lo
desconocido y depuración del yo a partir de su descentramiento y am-
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pliación. Aunque el propio autor lo niegue, en nombre de un realismo
que sin embargo no la excluye, Martínez establece en las conclusiones
de su ensayo la proximidad de las búsquedas de Levrero con la ciencia
ficción, en particular, con las poéticas de la New Wave Science Ficcion,
la de J. G. Ballard y Philip K. Dick.
Las “no-novelas” de Raúl Escari, Dos relatos porteños y Actos en
palabras, son tal vez el último acontecimiento de interés que ocurrió en
los límites de la literatura argentina. Si los recolectores de postautonomías aún no repararon en él (ni falta que hace), debe ser porque la infatuación conceptual y el ejercicio de la inocencia nunca se llevaron bien.
Todo en Escari pasa, encuentra el modo de manifestarse encantadoramente, por la disposición a tomar la vida con ligereza. Es lo que señala
con cuidadosa disciplina crítica Irina Garbatzky en “Raúl Escari, escritor, happenista”. La exploración de los vínculos entre el programa
no-literario que orientó la escritura de Dos relatos porteños y Actos en
palabras y el de los happenings de los ’60 que cuestionaban los límites
de la experiencia artística a través de la “desmaterialización”, culmina
con el descubrimiento de una realidad que los excede, los recuerdos
de los juegos infantiles como materia y forma del acto autobiográfico.
Escari juega al escritor (“toma parte de…”) menos para fabricar literatura que para llegar a ser lo que era en la infancia, una princesa, una
loca, un artista.
Gracias a la proximidad que mantuve en el seminario con la investigación de Garbatzky sobre las performances poéticas, pude ensayar una reformulación del vínculo que presuponen los ejercicios confesionales entre escritura de sí mismo y espiritualidad, en el sentido
foucaultiano del término, algo sobre lo que vengo insistiendo en los
últimos tiempos. ¿Por qué decimos que en una confesión la verdad no
se demuestra ni revela, sino que se fabrica? ¿Y la literatura, esa otra
experiencia de lo desconocido, cómo podría incidir en este proceso?
Las dos preguntas se cruzan en mi lectura de Un final feliz (Relato sobre un análisis) de Gabriela Liffschitz mientras ensayo una valoración
de la potencia literaria con que el testimonio transmite la singularidad
de la experiencia de lo inconsciente y construye la figura del superviviente como posición ética. La decisión de interpolar “Por una ética de
la supervivencia” en este lugar del libro, responde al deseo de que sus
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conjeturas se continúen beneficiando con la proximidad de las hipótesis de Garbatzky.
Los ensayos de nuestros invitados, Mariana Catalin y Cristian
Molina, pertenecen a una misma comunidad crítica que se distingue
por apostar a la invención o la recreación de conceptos entre teóricos
y operativos para sostener en ellos ambiciosos programas de lectura.
“Paisajes massmediáticos televisivos” es la ocurrencia desde la que Catalin se interroga por lo que la literatura hace con la televisión, no sólo
en términos de procedimientos, a propósito de Planet y Realidad de
Sergio Bizzio (“Sergio Bizzio: el presente entre la novela y la televisión”). Como el punto de vista de la argumentación queda emplazado
en el encuentro de realidades heterogéneas, entre la imagen y la escritura, entre lo comercial y lo artístico, entre la lógica del espectáculo y
la ley de la necesidad novelesca, el recurso a una micropolítica de lo
“indistinto”, con sus intercambios anómalos, es la clave que propone
Catalin para acceder a la singularidad de la poética de Bizzio. Si nos
convence, esto se debe en primer lugar a que ella misma se identifica,
como investigadora y crítica, con una ética del intersticio: escribe, dice,
entre el interés profesional por las apariencias del presente y la valoración de lo anacrónico. Lo mismo que el crítico saeriano.
En “Relatos de mercado. Una definición y dos casos de la literatura latinoamericana”, Cristian Molina también se sitúa en el encuentro
de dominios diferentes, la lógica del mercado de bienes simbólicos y
las morales de la forma literaria, pero no para explorar las posibilidades críticas de la distancia, sino para superarla a través de un esfuerzo
conceptual. Los “relatos de mercado”, al mismo tiempo que representan los valores desde los que un autor piensa la circulación de su obra,
conforme a las posibilidades que le ofrece el campo en una coyuntura
determinada, imponen nuevos criterios de valoración, realizan operaciones de mercado que, como en el caso de César Aira, pueden incluso
desafiar las reglas que gobiernan, en esa coyuntura, el intercambio de
bienes simbólicos.
El ensayo de Sandra Contreras que incluí al final del libro, “En
torno a las lecturas del presente”, debería funcionar como un apéndice
generoso, que garantice retroactivamente al conjunto cierta unidad en
la dispersión y le brinde a cada argumento ensayado un suplemento
de precisión y audacia crítica que lo fortalezca. La reconstrucción de
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la polémica implícita que vienen sosteniendo Beatriz Sarlo y Josefina
Ludmer a propósito de los modos en que convendría leer nuestra actualidad literaria (una de esas polémicas en las que está en juego todo,
en términos de valor y función cultural), es el escenario crítico que
monta Contreras para darle a sus convicciones y su estilo ensayístico
una ocasión irrepetible de ponerse a prueba. “En torno a las lecturas
del presente” es una intervención radical porque sacude e inquieta las
condiciones del debate, señala los callejones sin salidas a los que conducen tanto la reivindicación de la autonomía como la exaltación de su
final, desde la afirmación de un deseo de literatura que nació anacrónico y parece estar muy lejos de extinguirse. Si no recuerdo mal, no
hubo una sola reunión del seminario en que no hayamos necesitado o
querido invocar este ensayo.
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Referencias bibliográficas
Barthes, Roland (1986). “En el seminario”. En Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos,
voces. Barcelona, Paidós; pp. 337- 347.
Derrida, Jacques y Roudinesco, Élisabeth (2001). Y mañana, qué... Buenos Aires,
Fondo de Cultura Económica.
Eliade, Mircea (2000). Diario 1945-1969. Barcelona, Kairós.
Giordano, Alberto (2006). “Unos días en la vida de Ángel Rama”. En Una posibilidad
de vida. Escrituras íntimas. Rosario, Beatriz Viterbo Editora; pp. 85-109.
Kamenszain, Tamara (2007). La boca del testimonio. Lo que dice la poesía. Buenos
Aires, Norma.
Kozak, Claudia (comp.) (2006). Deslindes. Ensayos sobre la literatura y sus límites en
el siglo XX. Rosario, Beatriz Viterbo Editora.
Laddaga, Reinaldo (2007). Espectáculos de realidad. Ensayo sobre la narrativa latinoamericana de las últimas décadas. Rosario, Beatriz Viterbo Editora.
Ludmer, Josefina (2007). “Literaturas postautónomas 2.0”. En www.pacc.ufrj.br/z/
ano4/1/htm.
Rama, Ángel (2001). Diario 1974-1983. Montevideo, Trilce.
La genealogía del monstruo
Por Rafael Arce
I.
Juan José Saer declaró una vez que haber titulado a su novela El limonero real en un momento (1974) en que el realismo era considerado
una mala palabra fue una especie de provocación (Saer, 2004: 282-289).
Si pensamos en la serie de novelas a las que se refiere Josefina Ludmer
y que darían cuenta del fin de la autonomía literaria, que Saer haya publicado, en 2005, La grande, su novela, podría decirse, más balzaciana,
también podría interpretarse como una provocación. Que, en rigor, no
haya sido él quien la publicara (puesto que falleció en junio del mismo año), no hace más que aumentar la provocación: con su muerte y
con la publicación de su novela póstuma, “incompleta y sin embargo
perfecta” (Sarlo, 2007: 319), la obra viene a cerrarse como corresponde
a un “grande”: dejando para la posteridad su novela “mayor” (no “la
mejor”, cosa difícil habiendo sido ya canonizada Glosa, pero sí la más
larga), la síntesis de su summa, un final abierto pero a toda orquesta.
En un tercer milenio ya bien comenzado, cuando se habla del fin del
arte y de la autonomía, de la muerte de la novela, ¿cómo interpretar
este gesto de insistencia?; ¿qué hacer con una novela tan novela que
pretende, todavía, dialogar con Balzac?
Si seguimos a Ludmer (si le creemos a Ludmer) mi interrogación
postula un falso problema: las literaturas postautónomas convivirían
con otras que siguen portando marcas de autonomía. En este sentido,
no habría mayores inconvenientes, puesto que la obra de Saer pertenecería a este otro lado. Sólo que las discusiones que ha suscitado Ludmer con esa especie de manifiesto crítico prueban de algún modo que
no se trata de la convivencia pacífica de modos de escritura, sino de la
coexistencia conflictiva de modos de leer. Por lo demás, sus proposi-
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ciones dejarían entrever de modo implícito una evaluación (en el sentido que Barthes le da a esta palabra en las primeras páginas de S/Z): la
postulación de la literatura que se está escribiendo hoy se diferencia de
otra que, al insistir en la autonomía, sigue siendo algo que ya no debe
ser, algo así como la literatura que se estaba escribiendo ayer. Implícitamente, Ludmer está enviando esa insistente literatura al campo del
anacronismo (Ludmer, 2006). Ladagga lo dice más claramente: “Estos
son libros que ensayan responder a la cuestión de qué literatura debiera
hoy escribirse” (Laddaga, 2007). Si ellos responden a una tal pregunta,
entonces la respuesta de los otros libros estaría condenada al pasado.
Por otro lado, podemos moderar las afirmaciones de Ludmer y
aún así hay en lo que dice preocupaciones que no debieran dejarnos
indiferentes. En primer lugar, el problema de seguir leyendo según parámetros estrictamente autonómicos textos que precisamente están poniendo en el centro de la discusión esos mismos parámetros. Problema
que aborda Sandra Contreras en su diálogo con Beatriz Sarlo (Contreras, 2007), extrayendo de las intervenciones de Ludmer y de Laddaga
la cuestión principal y dejando de lado los posibles exabruptos afirmativos de esos dos ejercicios críticos. La intervención de Contreras
permite, creo, entrever dos posiciones en cierta medida extremas en su
radicalidad: por un lado, Sarlo insiste con protocolos de lectura en los
que la autonomía y el valor literarios siguen siendo postulados inamovibles y no sometidos a interrogación, y de ese modo textos como los
de Cucurto, Link o López le resultan ilegibles; por otro lado, Ludmer
afirma festivamente el fin de la autonomía y lleva a uno a preguntarse
qué hacer con los restos de la hecatombe del proyecto moderno.
Esta sería mi pregunta inicial, la pregunta que yo querría hacer en
el contexto de esta discusión: ¿qué hacer con el cadáver de Saer?
II.
La intervención de Contreras está explícitamente señalada como del
orden de la conjetura, y no es solamente un recurso retórico (aunque
tenga como efecto retórico contrastar con la tendencia a la afirmación
categórica tanto de Ludmer como de Sarlo): se trata de asumir la interrogación por el presente de la crítica como pregunta sin respuesta
definitiva, pregunta que sirve, no tanto en cuanto exige una respuesta
inmediata, sino más bien en cuanto demanda una exploración.
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Recordemos sintéticamente el planteo. Contreras se ocupa de dos
artículos de Sarlo publicados en Punto de Vista en 2005 y 2006, “¿Pornografía o fashion?” y “Sujetos y tecnologías. La novela después de
la historia”. El primer artículo es sobre Alejandro López, el segundo
sobre Aira, Fogwill, Romina Paula, Paula Varsavsky, Cucurto y Link.
Se trata de escritores que entrarían cómodamente en el paradigma de
la postautonomía esbozado por Ludmer (excepción hecha de Fogwill).
Es decir, se trataría de aquellas obras emergentes que vienen a discutir
el estatuto de lo literario hoy y que van a ser leídas por Sarlo de acuerdo a ese mismo estatuto. A pesar de los matices, Sarlo rescata de su
aguda crítica sólo a las novelas de Fogwill y de Aira (Los pichiciegos y
Las noches de Flores). Pero el rescate de Aira es dudoso y está implícitamente contrabalanceado por una valoración negativa. Con lo cual
el artículo de Contreras viene a corroborar la premisa que uno podía
plantearse de entrada ante semejante corpus: que el único escritor que
iba a salir indemne de los dardos de Sarlo iba a ser aquél no adscribible
a la emergencia postautónoma, y éste fue precisamente el caso.
Lo que hace Contreras es tratar de analizar cómo la valoración
negativa de las novelas se desprende menos de la lectura misma que de
un paradigma crítico para el cual resultan ilegibles de antemano. Entonces, los argumentos que la convencen respecto de la impugnación
de la novela de López, no lo hacen cuando se trata de Cucurto, siendo
como son los mismos argumentos.
Pero la posición de Sarlo tiende a desconocer más de un matiz.
En “Literatura bien pensante” carga contra Elena sabe de Claudia Piñeiro. El argumento utilizado para liquidar la novela es que la misma
posee una finalidad “extraliteraria”: el mensaje que pretende comunicar, propio de la “literatura de calidad” (Sarlo exporta la idea de “cine
de calidad”). Para el fin de Piñeiro, el periodismo hubiera bastado. La
literatura está de más.
Aunque éste es el argumento decisivo, Sarlo se detiene en los aspectos compositivos de la novela, poniendo en evidencia sus rasgos
inverosímiles: tales aspectos son consecuencia de las prerrogativas fatalmente realistas de una novela temática y su manejo vacilante, irresoluto. El verosímil se inmola por una mímesis ingenua (el diálogo
poético-patético sobre la maternidad no deseada) y por estar los procedimientos narrativos al servicio del “afuera” del texto (Sarlo, 2007). Es
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
interesante que Sarlo piense aquí en la non ficcion y en la investigación
periodística y sus recursos “etnográficos”: un investigador serio, hipotetiza, hubiera borrado el mencionado diálogo sobre la maternidad por
grandilocuente, por inverosímil.
Estos argumentos convergen, podría decirse, con los esgrimidos
en los otros artículos. En estos últimos, la literatura está ausente mientras que en el caso de Piñeiro está de más. Por sustracción o por exceso, tanto la ganadora del premio Clarín como los jóvenes herederos
de Puig quedan fuera de la literatura. El criterio de demarcación no
permite, en última instancia, distinguir matices no ya entre López y
Cucurto, como señalaba Contreras, sino más llanamente entre estos
dos y un best-seller.3 Justamente, distinguir la literatura de lo que no lo
es constituye una prerrogativa crítica de la modernidad: definir el arte
verdadero, autónomo, en relación con su otro, lo no artístico (Adorno). Si esta prerrogativa es explícita en “Literatura bienpensante”, está
detrás, sobreentendida, en los otros dos artículos, como lo prueba la
siguiente frase, que parece haber sido escrita para Ludmer: “Si ya no se
puede hablar de buena o mala literatura, dejemos de hablar de literatura” (Sarlo, 2005).
Lo mismo pasa, pero a la inversa, con Ludmer: en “Temporalidades del presente”, texto que anticipa de algún modo “Literaturas postautónomas”, incluye en su corpus de relatos del presente a José Pablo
Feinmann y a Jorge Asís. Si sus criterios, tan arbitrarios como categóricos, de algún modo definen la literatura de hoy como no-literatura,
pues no hay ninguna razón teórica para excluir estos autores o a la misma Piñeiro. Puede que alguna objeción se alce en este sentido: Ludmer
no dice explícitamente que la literatura postautónoma sea la literatura
que deba escribirse y leerse hoy. Sin embargo, en este sentido puede
interpretarse: por un lado, una literatura de mercado (que se piensa a sí
misma, paradójicamente, como una literatura “autónoma”), dominada
por los “grandes” premios literarios, una ficción urdida para estafar a
los lectores, una literatura escrita deliberadamente para la escuela; por
el otro, un conjunto de escrituras experimentales, “postautónomas”
3 No utilizo aquí el término “best-seller” en el sentido peyorativo que se ha vuelto habitual,
sino como concepto específico para referirme a un producto comercial que utiliza como soporte la literatura. Es la caracterización implícita que Sarlo hace de la novela de Piñeiro. (Ver:
Aira, 1986).
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(como las llama Josefina Ludmer), que formulan preguntas radicales al
presente, a la relación de uno mismo (del sí mismo) con el presente —o
con la muerte, o con el cuerpo, en fin: esas grandes obsesiones de todos
los tiempos— (Link, 2007).
No es que Link confunda las cosas: en la misma entrevista incluye
autores como Saer y Piglia dentro del “canon”. Es decir, su interpretación del texto de Ludmer divide las aguas en tres: la literatura de mercado, la literatura experimental y el canon. A esto me refería cuando
hablaba de anacronismo: como si la insistencia autonómica, que no
puede confundirse con literatura de mercado, estuviera sin embargo
planteando el problema en términos que son del pasado y que, por lo
tanto, resultara tolerable sólo de textos canónicos o canonizables: textos del pasado reciente, escritos en el ocaso autonómico.
Ahora bien, y para volver a Saer, que es lo que me interesa: no me
convence la solución tranquilizadora por la cual la modernidad de Saer
vendría a corroborar la modernidad de Sarlo, esto es, la inclusión de
todo fenómeno postautónomo o no-autónomo en el vago terreno de la
infraliteratura. El modo “ejemplar” en el que, para muchos críticos (no
exclusivamente Sarlo, pero de modo paradigmático Sarlo), Saer encarna la literatura es uno de los efectos (¿o de las causas?) de esta evaluación insistentemente autonómica que lleva la tenacidad adorniana de
Sarlo al borde de la terquedad.
Sería la segunda pregunta que se podría plantear: ¿cómo leer a Saer
sin a la vez hacerlo calzar cómodamente en el ideal de la Literatura,
esto es, sin convertirlo en un “clásico automático”, sin canonizarlo de
entrada? ¿Qué hacer con este segundo cadáver, el del autor consagrado?
III.
La posición de Contreras parece equidistante tanto de la insistencia autonómica de Sarlo como de la Buena Nueva de Ludmer. Pues el modo
en que viene leyendo a Aira desde hace ya varios años es inasimilable a
las posiciones que he distinguido como radicales. Aira sería en Argentina algo así como el padre de la postautonomía: tanto Ludmer como
Laddaga lo incluyen dentro del movimiento emergente que describen.
Pero, al mismo tiempo, Aira aparece como un “consagrado”: no quizás
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
al modo de Piglia o de Saer, pero es innegable que ocupa un lugar hoy
indiscutido en el contexto de la literatura argentina y latinoamericana.
Ahora bien, Contreras lee a Aira en relación con las vanguardias
históricas (Las vueltas de César Aira) y, más acá, en relación con el
realismo decimonónico (“En torno al realismo”). Digamos que lo lee
en clave moderna. Discute, por lo tanto, una idea superficial que podría tenerse de la obra de este autor: su posmodernidad intrínseca. Se
podría sostener que Las vueltas de César Aira discute con “Literaturas
postautónomas”, constituyendo su movimiento una respuesta inequívoca, aunque el texto de Ludmer sea posterior: se trata de una respuesta
anticipada. Vendría a decir que la caracterización que hace Ludmer de
la postautonomía es aquello que ha hecho siempre la literatura: escapar
de sí misma, buscarse en su autonegación, buscarse en la no-literatura.
De ahí también que el gesto crítico de Contreras tratando de leer todo
Aira (“es casi imposible hablar de todo Aira” dice Sarlo (Sarlo, 2006),
recuperando nociones como “obra”, “autor” y “realismo”, tenga eso
de sugerente y de provocador: pareciera que se tratara de una lectura,
en apariencia y en principio, clásica. Sin embargo, nada más atento a
las texturas contemporáneas que el oído crítico de Contreras. No hay
ningún gesto apresurado por el cual se intente forzar lo nuevo a los viejos protocolos de lectura. Contreras, sin separar a Aira de su contexto
en cierto modo fatalmente posmoderno, lo devuelve sin embargo a la
literatura.
Se me podrá objetar que Ludmer no habla del continuo airiano
sino de una sola novela y que tampoco habla sólo de Aira. Esto es cierto. Pero también es cierto que de algún modo la obra de Aira parece
funcionar como un gozne entre el último gran programa moderno de
la literatura argentina (Saer) y eso que Link llama las “literaturas experimentales”. ¿Será Aira una bisagra entre dos momentos de la literatura
argentina? ¿Se podrá decir de él, dentro de cincuenta, cien años, como
Renzi de Borges, que viene a cerrar los problemas de la literatura (de la
novela) argentina del siglo XX? De cualquier manera, la lectura clásica
de Contreras (esto es: moderna), por su fuerza y su alcance, relativiza, sigue relativizando, los exabruptos del manifiesto de Ludmer, que
incluye en su corpus un autor cuya obra es difícil de domesticar a las
categorías lapidarias. Quiero decir: el hecho de que Ludmer y Laddaga
incluyan a Aira (el hecho de que no puedan no incluirlo) relativiza,
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para quien leyó a Contreras, el alcance mismo de las ideas puestas en
juego. Aira es ejemplo (incluso ejemplo paradigmático), pero el Aira
de Contreras está también ahí funcionando como contraejemplo. No
se puede, por otra parte, desvincular la intervención de Contreras de
su progresivo trabajo crítico. Teniendo en vista este horizonte, cuando
discute con Sarlo, implícitamente quita también radicalidad al planteo
de Ludmer, de la que sin embargo se vale para su argumentación.
Es cierto que habría que sacar todo esto de las puras declaraciones de principio. Me parece que, en definitiva, la importancia está en
la fuerza con la que el crítico pone en juego la escritura de su lectura.
Quiero decir que todo este tema de la postautonomía está menos leído
en los textos que proclamado como consigna. Si dejamos de lado el
manifiesto de Ludmer y, por el contrario, vamos en pos de sus lecturas, podemos evaluar de otro modo la eficacia de sus afirmaciones. En
este sentido, resulta mucho más interesante la lectura de El cuerpo del
delito, libro que anticipa en muchos puntos sus ideas sobre la postautonomía. Recordemos que en la construcción de su corpus, Ludmer
desbarata todo posible ordenamiento de canon o contra-canon en su
lectura de los “cuentos de delitos”, ficcionales o no, de la cultura argentina. Para Ludmer, la autonomización de la literatura no es otra cosa
que un mecanismo, funcional al Estado delincuente, de separación, en
el cual pueden dirimirse las contradicciones sociales sin afectar por
eso el orden social. La organización (o la desorganización) rizomática
que produce el corpus opera frontalmente contra la idea de autonomía
(Ludmer, 1999).
Ahora bien, es interesante el modo en el que Miguel Dalmaroni
relativiza el alcance del rizoma ludmeriano señalando que, pese a las
intenciones declaradas de su autora, la fuerza de su ensayo descansa en
ciertos ejercicios de crítica “clásica” (de nuevo: moderna) y en la posibilidad de encontrar sentidos silenciados por la cultura o “el Estado”
en textos literarios cuya (justamente) feroz autonomía (su irreductibilidad a la cultura o al aparato autonomizador supuestamente funcional
al Estado) es lo que les permite decir aquello que ninguna otra configuración discursiva dice (Dalmaroni, 2004).
No se trata, entonces, tanto (o sólo) de obras como de modos
de leer, aunque esta separación sea un poco artificial. Si pongo como
ejemplo de equidistancia las intervenciones de Contreras no es sólo
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
porque su trabajo sea sobre la narrativa de Aira. Justamente este Aira
moderno es la invención de la lectura de Contreras. La escritura crítica
se diluye en la escritura literaria, la invención airiana deviene invención
crítica de la obra-Aira. Aunque no sólo eso. Si la posición de Contreras
viene a decir, como pensamos igualmente muchos de nosotros, que
lo que Ludmer señala como gran novedad es lo que viene haciendo
siempre la literatura, esto es, desde su origen; y si pensamos que esto
que viene haciendo la literatura es escaparse de sí misma, no congelarse
jamás en algo así como una esencia, por lo cual el momento negativo
le sería esencial (que es lo que parece olvidar Sarlo de su lectura de
Adorno); en definitiva, si la literatura, como siempre, paradójicamente
discute su estatuto en el momento en que se afirma (porque no tiene
otro modo que afirmarse en la negación, negándose siempre a ser ella
misma y siendo lo que es en esa negación), esto no es algo que Contreras sencillamente se conforme con enunciar: es el modo en que lee a
Aira en donde se manifiesta esta convicción, porque da a leer el camino
mediante el cual la obra airiana sale de la literatura para afirmarse como
tal. Es su gesto crítico el que abre la equidistancia: no hay nada nuevo
(se trata siempre de la literatura) pero esto es posible solamente gracias a
lo nuevo (se trata de la no-literatura). El más frívolo posa de marxista,
las novelitas airianas son la summa balzaciana del tercer milenio, el delirio es finalmente un realismo: de esto se trata la literatura. Justamente
de no ser.
IV.
La cuestión es entonces doble: en primer lugar, qué viene a decir la obra
de Saer en este contexto de supuesta crisis de la autonomía literaria; en
segundo lugar, qué viene a decirle este contexto al crítico saeriano. Las
dos cuestiones son difícilmente separables, puesto que prestar oído a la
obra saeriana no puede resultar más que en una intervención crítica.
Cuando en su introducción a Las vueltas de César Aira Contreras
coloca a Saer como el anti-Aira, lo hace a partir de un consenso más o
menos explícito, consenso que empareja, además, la obra de Saer con
la de Piglia, cuya inclusión en el canon de la literatura argentina es anterior. Se sabe que han sido las intervenciones de Beatriz Sarlo, María
Teresa Gramuglio y Ricardo Piglia las que, desde finales de los 70 y
hasta poco después de la muerte del autor, han colocado a la obra de
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Saer, sin más, en el canon de la literatura argentina contemporánea.
Este consenso tiene un valor representativo: Saer encarna los valores
que en la literatura se habrían vuelto hegemónicos, por lo menos en los
años noventa (Contreras, 2002).
Un trabajo de Dalmaroni historiza la recepción del los textos saerianos en la Argentina desde sus comienzos hasta Glosa (Dalmaroni,
2010). Allí se demuestra que la promoción de Saer, cuya figura de escritor tenía hasta El entenado todas las características del orticismo —retiro, silencio, invisibilidad, rigurosidad, fidelidad al propio proyecto,
etc., característicos de la obra de Juan L. Ortiz (Prieto, 2005)—, estuvo
a cargo de Sarlo, Gramuglio y Piglia, que lo lanzan al estrellato no sólo
desde las páginas de Punto de Vista, sino mediante la incorporación a
los programas de literatura argentina en la universidad después de la
vuelta a la democracia.4
Lo interesante del trabajo de Dalmaroni es que matiza y relativiza
tanto el supuesto silencio en torno a la obra saeriana en sus comienzos
como el descontado consenso ochentista. Respecto de aquel silencio,
Dalmaroni demuestra que era la ilegibilidad del texto saeriano lo que
lo hacía refractario a la escritura crítica.
Olvidar a Saer era, así, no siempre el efecto involuntario del desconocimiento o la negligencia sino, a veces, una decisión más o menos
deliberada tras haberlo juzgado uno más de tantos o, incluso, un mal
escritor. Esta conjetura, que ya resulta plausible si se contrasta la poética de los relatos saerianos que van de En la zona a Cicatrices con las
poéticas contemporáneas con más impacto inmediato de lectores y de
crítica, tiende a confirmarse con algunos otros documentos de recepción (Dalmaroni, 2010).
Saer, se podría decir, empieza siendo una atipicidad, de manera
tal que es ilegible para los protocolos de la crítica de entonces, que
no pueden filiarlo ni con Borges, ni con el realismo mágico, ni con el
fantástico, ni con Cortázar, ni con el contornismo, ni con ningún parámetro constituido. De esta ilegibilidad pasa, sin demasiada transición,
a los programas de las carreras de letras de las universidades, por lo
menos a dos importantísimas: la de Buenos Aires y la de Rosario. Pasa,
4 (Dalmaroni, 2010), lo del “orticismo” no lo dice Dalmaroni, yo lo interpreto en esa clave.
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
digamos, de la ilegibilidad máxima a la máxima legibilidad, no porque
de repente resulte ultralegible, sino porque en ese paso el movimiento
de la crítica lo trae a luz ya leído: esto es, ya parametrado en cuanto al
modo de leerlo.
Creo que no realizo un abuso de interpretación si me sirvo del texto
de Dalmaroni para señalar que ese “consenso” del que habla Contreras
es entonces un efecto de las operaciones críticas (o crítico-pedagógicas)
de Punto de Vista. Este consenso cristaliza valores pero, también, modos de leer. No se trataría de Aira contra Saer, sino más bien del modo
en que la supuesta lectura de Saer ha cristalizado en determinados protocolos que se han vuelto hegemónicos. Es por esta razón que la mayor
parte de las lecturas de Aira que Contreras impugna se hacen desde
protocolos que van (o irían) como anillo al dedo a una lectura de Saer:
por ejemplo, Gramuglio y Cédola leyendo Ema, la cautiva en clave de
desconstrucción de la dicotomía civilización-barbarie o Fernández y
Garramuño leyendo La liebre en clave de fábulas impugnadoras de la
identidad nacional.
Entonces, simplificando groseramente el planteo: Saer, adorniano
desde su origen, lo era cuando ser adorniano no era un valor hegemónico; cuando la negatividad deviene valor hegemónico, Saer se canoniza y deja de leerse.
Esta no-lectura puede parecer una conclusión excesiva y sin embargo la “operación Saer” de Punto de Vista va acompañada de textos
críticos claves pero dispersos y discontinuos. Nunca Sarlo ni Gramuglio
ni Piglia intentan leer todo Saer o leerlo de manera sistemática. Lo curioso es que los artículos “clásicos” de la crítica saeriana son justamente
los de estos autores. Son críticos clásicos leyendo un autor clásico: la
combinación es para el crítico saeriano novato bastante pasmosa, por no
decir intimidante.
El otro “clásico” (junto con los algo envejecidos trabajos de Mirta
Stern, pioneros en análisis inmanentes que ya no interesan a nadie) es
“El efecto de irreal” de Alberto Giordano. Pero resulta extraño que
nadie haya dicho que ese ensayo es menos sobre Saer que sobre la crítica saeriana y que de manera solapada lo que Giordano venía a decir es
que, a pesar de la multiplicación bibliográfica y la proclamación de la
canonización en curso, Saer seguía sin ser leído. No deja de ser irónico
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27
que tampoco este ensayo haya sido leído, a pesar de que es uno de los
más citados por la crítica saeriana posterior.
La muerte de Saer no ha hecho más que subrayar este rasgo que parece barnizar su obra con una piadosa pátina de inmortalidad. Véanse
si no las tres necrológicas de Sarlo el año de su muerte: el tono elegíaco
no hace más que acentuar la afirmación de clasicismo, de completud y
de perfección.5 Pero no sólo Sarlo, no sólo los saerianos habituales:
“Borges dijo alguna vez que un clásico es un libro que las generaciones de los hombres leen con una ‘misteriosa lealtad’. Dos
palabras que le van bien a La grande y a la obra entera de Juan
José Saer: misterio y lealtad” (Dobry, 2008).
Está bien que Dobry desplaza el sentido de la palabra “clásico”, pero
ella está ya allí, trayendo de paso el nombre del otro clásico de la literatura argentina.
V.
Contreras habla de un gesto que sustenta el continuo airiano. Puede
leerse también un gesto sustentador en el ciclo saeriano. Cuando Saer
pasaba apenas los veinte años, escribió un prólogo para su primera publicación, el libro de relatos En la zona (1960). Ya escribir un prólogo
a esa edad, para una obra primeriza, subraya su carácter de programa
elaborado, de obra escrita a conciencia. Estas “Dos palabras”, de decidido tono borgiano, recogen la siguiente frase:
“Los argentinos somos realistas, incrédulos. A caballo sobre
nuestra indefinición y nuestra condición posible, aspirar a la inmortalidad y a la grandeza clásica serían modos triviales de un
romanticismo que no nos cuadra.” (Saer, 2001: 421).
Retrospectivamente se puede leer una afirmación oculta en el revés de
esta denegación. Pues de hecho hay en el gesto que sustenta la obra de
Saer una aspiración a la inmortalidad y a la grandeza clásica. Se podría
5 “De la voz al recuerdo”, “La ruta de un escritor perfecto” y “El tiempo inagotable” (en Sarlo,
2007a).
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
ver en la concepción de su programa y en el modo en que sus ensayos permiten entrever su poética, una ambición de Obra Literaria. “La
esencia del arte responde en cierta medida a esa idea de consumación”
dice en el mismo prólogo. La juventud de esas palabras refuerza la
convicción de que es en el mismo origen de esta obra que puede leerse
ese gesto sustentador un tanto desmesurado.
Me apena reconocerlo, pero quizás en este punto Saer se parece a
Piglia: arma la máquina en la cual su literatura debe ser leída. La diferencia está en que mientras en el caso de Piglia la máquina es demasiado para la obra, en el caso de Saer es a la inversa: la obra permanece refractaria a la máquina. Sólo que es esa máquina la que ha acompañado
también a la crítica, que se ha servido de los ensayos de Saer para armar
la Obra Literaria. Hay una intención en el Saer autor que ilumina con
claridad meridiana su obra y que le viene muy bien a la crítica para
volverla sin cesar legible: casi no hay críticos que no se sirvan de los
ensayos de Saer para interpretar su obra. Esta estrategia puede tener la
desventaja de que, como sugería Derrida, el exceso de claridad impida
ver. Para servirme de nuevo de Giordano:
“No siempre da buenos resultados buscar lo esencial de una escritura allí donde su autor reflexiona sobre ella. Sucede a veces
que, en favor de una mayor claridad, de una comunicación más
directa, se pierde su rareza, su poder de inquietud. (Si se quiere
un ejemplo, basta recordar —y comparar con su extraordinaria narrativa— el conjunto de artículos que Juan José Saer tituló
Una literatura sin atributos).” (Giordano, 2005: 134).
La novela saeriana de la crítica de Punto de Vista y de la mayor parte
de la crítica recuerda esa imagen blanchotiana de la novela moderna: un
monstruo, pero un monstruo a fin de cuentas bien educado.
Quizás la nueva crítica saeriana debería leer entonces contra Saer
más que desde él. Recuperarlo para la literatura será probablemente intentar sacarlo de ella, devolver la obra de Saer a la pregunta por la esencia de la literatura y no a la respuesta, que parece dada de antemano.
Sacarlo de ella significa no probar con su literatura la validez de una
respuesta que ya se sabe cuál es. Pero no significa tampoco, en modo
alguno, olvidar que esa exigencia de modernidad está en el origen de
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la obra y que hay que hacer algo con ella. Quiero decir: sacarlo de la
literatura sin olvidar que la obra saeriana viene cabalmente de ella.
Se trataría entonces de la genealogía del Monstruo-Saer, esto es,
aquello que en algún momento (no sé bien cuándo) se nos impuso
como evidencia: Piglia armando las tres tradiciones de la literatura argentina y colocando a Saer como el representante máximo de una de
ellas: la de la negatividad (Piglia-Saer, 1995:17-18). Habría que señalar
que las otras dos tradiciones (la posmoderna, cuyo paradigma es Puig,
y la de la no-ficción, cuyo arquetipo es Walsh), si uno lo piensa desde
la perspectiva del Saer autor, son inexistentes. Curioso que los críticos
saerianos que insisten en acercar a Piglia y a Saer no hayan notado que
en pleno diálogo emerge esta notoria contradicción. O quizás no deba
ser leída como contradicción: Piglia describe estas tres líneas y en ellas
Saer se reconoce (curioso que Saer no proteste) y si uno lo piensa un
poco queda como el único gran representante de la literatura argentina,
pues es la perspectiva de la negatividad la que no admite la existencia
de los otras dos. Este es el Monstruo-Saer que ya venía de Punto de
Vista y de su escolarización mediante la enseñanza de sus novelas, en
clave textualista, en las facultades de letras.6 En virtud de la negatividad
enarbolada como valor, la obra de Saer fue promovida por su silencio;
es otra de las agudas observaciones que hace Dalmaroni siguiendo a
Bourdieu: el hecho de que el orticismo saeriano se haya presentado de
entrada como una suerte de garantía de la calidad de la obra.
Prieto señala que, en el caso de Juan L., se trató de un salto del
silencio o el desdén a una especie de mito Juan L. que seguía dejando
la obra intacta en su ilegibilidad. No creo que pueda hablarse de un
mito del Saer autor, pero sí quizás de un mito que se apoderó más bien
6 En cuyo origen están, dicho sea de paso, los trabajos de Stern. Este torniquete entre “escolarización” y “lectura textualista” produjo también otro clásico, El limonero real de Graciela
Montaldo. Como becaria del CONICET y bajo la dirección de Sarlo, Montaldo escribe este
trabajo para la “Biblioteca Crítica de Hachette”, una tarea con una clara intención críticopedagógica (o más pedagógica que crítica), porque tenía como objetivo suplir el vacío de
bibliografía sobre un autor que formaba parte de la asignatura Literatura Argentina II a cargo
de Sarlo. Dalmaroni señala la particularidad de esta publicación, porque los autores de esa
colección, hecha para universitarios, eran todos ya canónicos y por lo tanto perfectamente
escolarizables, lo que no ocurría con Saer, que en 1984 seguía siendo todavía bastante desconocido (Cfr. Dalmaroni, 2010).
Los límites de este tipo de lectura (aunque no su pertinencia, indiscutida) son el objeto del ensayo de Giordano. Sus dos ejemplos son, precisamente, los trabajos de Stern y de Montaldo.
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
de la obra: desde la primera reseña anónima (escrita por Piglia pero no
firmada: gesto significativo) publicada en Punto de Vista sobre La mayor hasta las últimas necrológicas de Sarlo, se afirmó siempre el valor
apriorístico de esta Gran Obra Literaria7:
“Y entonces no importa que el trabajo del escritor haya sido justamente descongelar un mundo, hacerlo fluir en una operación
sin fin: su obra, y él mismo, terminan, en palabras de mis colegas,
como ‘una pequeña estatua del terror’” (Aira, 2004:10).
Descongelar la obra de Saer es desde hace un tiempo —y sigue siendo— nuestro predicamento.
7 Desde esa primera reseña hasta las elegías finales y pasando, vale la pena destacarlo, por la
antología que prepara y publica María Teresa Gramuglio en 1986, Juan José Saer por Juan José
Saer, que incluye un “prólogo” del autor y un ultílogo de la compiladora, que se ha vuelto
también clásico (“El lugar de Saer”). En verdad, es un poco sorprendente la publicación de
una antología a mitad de camino de la carrera del escritor y cuando todavía no era demasiado
conocido.
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Referencias bibliográficas
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Aira, César (1998). Alejandra Pizarnik. Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2004.
Contreras, Sandra (2002). Las vueltas de César Aira. Rosario, Beatriz Viterbo Editora,
2008.
Contreras, Sandra. “En torno al realismo”, en Confines, Nº 17, diciembre de 2005.
Contreras, Sandra (2007). “En torno a las lecturas del presente”. Ponencia leída en el
Congreso Internacional “Cuestiones Críticas”, Rosario, 17 al 19 de octubre. (ver
en este libro página 135).
Dalmaroni, Miguel (2004). La palabra justa: literatura, crítica y memoria en la Argentina. Mar del Plata, Melusina.
Dalmaroni, Miguel (2010). “El largo camino del ‘silencio’ al ‘consenso’. La recepción
de Saer en la Argentina”, en Saer, Juan José, El entenado – Glosa, Paris, Col. ARCHIVOS– ALLCA XX, edición crítica a cargo de Julio Premat, pp. 607-664.
Dobry, Edgardo. “El cosmos Saer: expansión y deseo”, en http://papelesdemala.blogspot.com/2008/01/juan-jos-saer.html
Giordano, Alberto (2005). Modos del ensayo. Rosario, Beatriz Viterbo Editora.
Laddaga, Reinaldo (2007). Espectáculos de realidad. Rosario, Beatriz Viterbo Editora.
Link, Daniel: “En nuestra literatura, la vanguardia ya no interesa”, Diario Perfil, 1° de
febrero de 2007.
Ludmer, Josefina (1999). El cuerpo del delito. Un manual. Buenos Aires, Perfil.
Ludmer, Josefina (2002). “Temporalidades del presente”. En Boletín del Centro de
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Santa Fe, UNL Ediciones.
Saer, Juan José (1960). En la zona, en Cuentos Completos. Buenos Aires, Seix Barral,
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Saer, Juan José (2004). “Entrevista con Gerard de Cortanze”, en El concepto de ficción.
Buenos Aires, Seix Barral.
Sarlo, Beatriz. “¿Pornografía o fashion?” en Punto de Vista, Año XXVIII, Nº 83, diciembre de 2005.
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Vista, Año XXIX, Nº 86, diciembre de 2006.
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tiempo inagotable”, en Escritos sobre literatura argentina. Buenos Aires, Siglo
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Sarlo, Beatriz: “Literatura bienpensante”, en Diario Perfil, Año II Nº 0211, Buenos
Aires, 25 de noviembre de 2007b.
Mario Levrero: parapsicología, literatura y trance
Por Luciana Martínez
La Literatura hacia la scientia…
Puede que comenzar este trabajo reflexionando sobre la tarea de la
crítica nos lleve por un camino tortuoso, si no al menos desafortunado. No tiene importancia. El hecho es que entiendo que el inicio de la
crítica literaria es la violencia: la crítica comienza cuando se siente que
por fin se tienen latiendo las vísceras del texto en la mano, cuando se
crea el espejismo de que el texto se encuentra a nuestra merced; y de allí
nace el violento camino de la crítica hacia la scientia. No obstante, es
de esperarse que la escritura crítica haga también un uso irrespetuoso
de toda teoría en virtud del respeto por la singularidad, es de esperarse
que violente asimismo el referente sin culpa para solventar su análisis.
He ahí entonces nuestra apresurada cita: “el poema es la profundidad
abierta sobre la experiencia que lo hace posible, el extraño movimiento
que va de la obra hacia el origen de la obra, la obra misma convertida
en inquieta e infinita búsqueda de su fuente” (Blanchot, 1959: 222).
No tiene, por cierto, la menor importancia que Maurice Blanchot esté
refiriéndose a la poesía de tres grandes del verso: no existe tal vez aseveración que pueda acercarse más íntimamente al núcleo primigenio,
a las vísceras de la obra de Mario Levrero, y con eso nos basta. Claro
que, se ha de señalar, esto implica que su literatura avanza también hacia el conocimiento, hacia la scientia, y este movimiento no puede sino
resultar un devenir agitado, violento, para el sujeto.
La ficción levreriana se formula entonces a sí misma como ciencia8
y queda entonces por verse a qué paradigma responde esta ciencia a la
8 Se entiende evidentemente “ciencia” en cierta forma a contramano de la concepción heideggeriana, es decir, desvinculada en principio de la technê y ligada a su etimología primigenia:
34
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
que la literatura de Levrero se orienta. Diremos, por el momento, que
la narrativa de Levrero se encuentra orientada por un modelo que está
evidentemente lejos de los postulados racionalistas y que tiene toda
una tradición en la literatura del Río de La Plata, por una concepción
que afirma que el objeto de conocimiento se sustrae y que no es posible formular una epistemología en el sentido tradicional. En otras
palabras, nos encontramos ante el paradigma del que Blanchot parece
ser heredero cuando expresa que para que el ser exista el Ser tiene que
faltar del mundo, debe estar ausente (Blanchot, 1992).
La literatura levreriana es, sin embargo, terca búsqueda del espíritu y de la interioridad pura del yo en su unión con el espíritu. Es deseo
de expansión del yo y de percepción de la “dimensión desconocida”
(ver La novela luminosa) de la realidad, es decir, de todas las esferas
que entretejen la realidad y que el alma sensible ignora, o mejor dicho, debe ignorar para preservar su existencia en el mundo terrestre.
Es por esto que el movimiento que la literatura de Levrero realiza en
dirección a lo que se encuentra más allá de la percepción superficial
del mundo físico, hacia lo metafísico, es desde el comienzo frustrado
y no puede sino permanecer más que como un deseo cuya condición
privativa (como la de todo deseo) es la no satisfacción. En este gesto
de búsqueda del conocimiento imposible se funda la obra de Levrero,
búsqueda que traerá al mismo tiempo consigo la reafirmación del yo
y la anulación del yo, tópico recurrente en la narrativa levreriana: una
reafirmación del yo interior, imaginativo y onírico, y un debilitamiento del yo volitivo de la vigilia en el que se sostiene la relación del sujeto
con el mundo externo. Resta entonces desarrollar en lo subsiguiente
este punto.
scientia, como conocimiento o epistêmê. En este sentido, la idea de la ficción como camino
hacia la scientia retomará y reformulará postulados románticos. Remitiéndonos a algunos estudios específicos del romanticismo, encontramos que éstos focalizan en diversos aspectos
mediante los cuales el movimiento romántico entendía que era posible acceder al conocimiento. Béguin (1978 [1939]) se centrará en la experiencia onírica; Bowra (1972) en la imaginación
poética; de modo similar, Wellek (1949) señalará la función central de la imaginación (organ
of knowledge) en los planteos epistemológicos del romanticismo europeo; más recientemente,
Givone (2001) mencionará que la experiencia de la verdad del mundo se dará por vía irreal y
fantástica a través de la mitopoiesis.
L O S L Í M I T E S D E L A L I T E R AT U R A
35
La búsqueda de la literatura, de la narración de la experiencia “luminosa”, de la plasmación de la experiencia de expansión del yo interior por el encuentro con el espíritu es asimismo la literatura: “En
mi Inconsciente llegué a investigar tan lejos como pude, y el subproducto de esa investigación es la literatura que he escrito (aunque al
mismo tiempo también la literatura oficiaba como instrumento de investigación)” (Levrero, 2006: 31). Nótese que en la obra levreriana no
es inusual que el Inconsciente y el Espíritu (ambos casi siempre con
mayúscula) sean en muchas ocasiones términos casi homologables; y
es que ambos son (al igual que la literatura), de acuerdo con el paradigma científico de Levrero, al mismo tiempo fuentes del conocimiento inaprensible y el conocimiento como posibilidad, en tanto se logra
establecer un contacto con ellos. Son el conocimiento en tanto única
posibilidad de conocer aquello que trasciende al mundo sensible; y es
por eso que el conocimiento, al igual que el espíritu, el contenido inconsciente o la literatura, siempre se desplazan sustrayéndose, y por
lo tanto sus límites y sus posibilidades de manifestación en la escritura
siempre son difusos.
La escritura busca entonces lo que está más allá de ella, aquello
que la literatura paradójicamente al mismo tiempo es y que se resiste
a toda delimitación o conceptualización. La escritura apunta hacia el
conocimiento y el conocimiento de la realidad es la literatura misma
como escritura, lo más íntimamente pulsional que el propio escritor
desconoce, el yo interior que se ha agrandado por su unión con el espíritu y que se presenta como escritura. Pero, sin embargo, la experiencia
luminosa sólo parece poder referirse parcialmente.
El encuentro con la literatura es entonces al mismo tiempo deseo
y riesgo, ante todo peligro de desaparición del sujeto volitivo que lejos de afirmarse negando al Ser trata de sumergirse en sus dominios
y develarlo, sacarlo de su disimulo. Esta operación, como todo movimiento hacia lo sublime, supondrá un riesgo para la subjetividad,
entendida como constructo artificial cuyo sostenimiento implica para
Levrero “un importante consumo de energía psíquica” (Levrero, 2006:
46). La construcción de esta subjetividad “hipertrofiada” en su percepción (ver La novela luminosa) estará al servicio de mantener la segunda
gran artificialidad sobre la que se fundamenta el mundo: el principio de
realidad, valga decir, una realidad que es, como el sujeto, amputación,
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
amputación de todos los matices y dimensiones de lo real. El vértigo
que la literatura implica (y que no casualmente Levrero asocia con la
producción de adrenalina), al igual que el fomento de cualquier actividad parapsicológica, es el vértigo del paulatino deterioro del principio de realidad (y por ende del sujeto) en virtud de la exploración de
lo real. El ejercicio escritural es entonces la búsqueda de la literatura
como scientia, de una ficción como scientia que se orienta hacia la exploración de lo real metafísico; y es en este sentido que Levrero afirma
con total contundencia que su literatura es esencialmente realista y, yo
agrego: como cualquier literatura que se orienta hacia la exploración
epistemológica, sin importar cuál sea el paradigma de conocimiento
con el que se opere. La literatura se orienta entonces a la scientia, hacia
la tramitación imposible de lo real.
La inmersión en los reinos subjetivos que implica para Levrero la
escritura hablará de una concepción de la estética como forma de acceso al conocimiento, pero ésta siempre será conocimiento del espíritu
y de la realidad metafísica, en tanto posibilidad sensible. La literatura
de Mario Levrero, como expresaría Barthes refiriéndose a Mallarmé,
lo llevará a las puertas de un mundo sin literatura en el que todo escritor se sumerge; sólo que en Levrero este mundo será muchas veces el
reverso siniestro de la Tierra Prometida, será el vacío irrevocable ante
la ausencia del espíritu, el desierto en donde la falta de comunicación
entre su yo interior y el espíritu cobrará elocuencia mediante símbolos,
del mismo modo que será a través de símbolos que Dios le hablará.
Por esto, el conocimiento lo será de una presencia o de una desolada
ausencia en donde ya no se percibe al Ser en su disimulo. He ahí, como
bien señala Ignacio Echeverría, la simbología recurrente en la obra de
Levrero: la muerte de los pájaros en donde se capta la efímera y triste huella de la prolongada e irrevocable ausencia del Ser (Echeverría,
2008). No obstante, aun en los momentos en los que el Ser muestra su
cara, se brinda como símbolo, aparece, como expresaría Blanchot, lejano, inaprensible, como un otro extraño y por encima del ser.
Fenómenos parapsicológicos, literatura y trance
“[Poco después de empezar a escribir] parece que al abrir la puerta
de la literatura se abrió el inconsciente en muchos aspectos. Entonces
empecé a sufrir la fenomenología parapsicológica, que me tuvo a mal
L O S L Í M I T E S D E L A L I T E R AT U R A
37
traer durante mucho tiempo” (Levrero, 1999: 76). Este fragmento es
sin duda sumamente elocuente sobre las complejas relaciones entre fenomenología parasicológica y literatura y, demás está decir, nos sitúa
en un paso de referencia obligado. Es ineludible remitirnos a la producción del texto Manual de Parapsicología que publicara Ediciones
de la Urraca en 1979 bajo el rótulo de “Los libros de El Péndulo”.
Conviene además detenerse en este detalle, ya que nos habla de la larga
filiación de Mario Levrero con las publicaciones de ciencia ficción de
los años ochenta. Este gesto de publicación es asimismo significativo
respecto de cómo se retoma de forma heterodoxa en el Río de La Plata
una tradición que es propia de las revistas de ciencia ficción principalmente estadounidenses: la difusión de material científico sobre el
que en general se realizaba un trabajo de “especulación literaria”, por
llamarlo de alguna manera.9
El Manual de Parapsicología no trasciende ciertamente el objetivo
que puede inferirse ya desde su título. Según el propio Levrero escribe en el prólogo, el texto pretende ser una “guía para la orientación
de aquellas personas que deseen iniciarse en el estudio de la Parapsicología [...] [tratando] de ceñirnos al punto de vista exclusivamente
científico, tanto como podría serlo el de un libro de Química o de Física” (Levrero, 1979: 9), y de allí que en adelante se sucedan entonces
las descripciones de los distintos fenómenos y de los factores que los
suscitan.
9 Es interesante destacar que Levrero niega con contundencia la utilización de conceptos del
Manual en la escritura de sus ficciones (Levrero-Siscar: 1987). Del mismo modo niega toda
relación de sus ficciones respecto de la narrativa fantástica o de ciencia ficción. Me interesa
señalar entonces dos puntos. Primero, que existe una sorprendente estrechez teórico-crítica
en las propias observaciones de Levrero sobre las manifestaciones y evolución de los géneros
antes mencionados (véanse fundamentalmente las entrevistas), perspectiva que parece funcionar de forma inversamente proporcional a la hora de hablar del realismo. Considero entonces,
en segundo término, que la rotunda negación de una posible inclusión de su obra en la ciencia
ficción (a la que al parecer Levrero obtusamente reduciría a la Space Opera y a las Gadget
Stories) responde a apuntalar por contrapeso su proclama realista. De este modo, se podría
inferir que Levrero asociaría a las manifestaciones más contemporáneas del género (como
Dick y Ballard) más con una estética realista que con la ciencia ficción. En esta instancia,
sólo me interesa remarcar que seguimos al autor en su proclama realista, pero creemos que
es conveniente llevar a cabo un programa de lectura que vaya “a contrapelo” de sus demás
afirmaciones; fundamentalmente porque consideramos que los términos realismo y ciencia
ficción no son en absoluto excluyentes.
38
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
Los fenómenos parapsicológicos podrán manifestarse sólo bajo
dos tipos de estado: el sueño, entendido como una operación intelectual en amplio grado superior al pensamiento de la vigilia, y, es preciso
detenerse en este último, el trance. Para que se produzca el fenómeno parapsicológico es necesario además que se genere una disociación
psíquica, denominada “psicorragia”, que permita la liberación “hemorrágica” de fuerzas inconscientes; la cual, por su parte, vendrá necesariamente acompañada de la “psicobulia”, es decir, de las cualidades
psíquicas inconscientes (voluntad e inteligencia) que dirigen los fenómenos parapsicológicos. Estos fenómenos tendrán una última condición de realización que hará en extremo dificultoso su estudio en espacios controlados, lo que por ende obstruirá además toda posibilidad
de aceptación de la Parapsicología como ciencia: los fenómenos parapsicológicos no pueden ser sino espontáneos. Los estados de trance,
sin embargo, pueden ser inducidos parcialmente mediante las denominadas “mancias”, es decir, ciertos objetos (barajas de cartas, runas, etc.)
o procedimientos rituales que le dan al sujeto seguridad permitiéndole
entrar en un trance hipnótico.
Ahora bien, el problema de la experimentación de fenómenos parapsicológicos no parece ser en absoluto una cuestión menor. La disociación psíquica que se produce en el estado de trance que estos fenómenos reclaman conduce necesariamente al progresivo deterioro de la
estructura del yo, la cual tiende a disolverse, perdiendo así el sujeto su
autodeterminación y voluntad. Parece entonces que, como desarrollaré más adelante, esta voluntad psíquica inconsciente que es condición
sine qua non para que se produzcan los fenómenos parapsicológicos, es
decir, la “psicobulia”, tendrá como contrapartida la “abulia” del yo de
la vigilia tan ampliamente referida en El discurso vacío y especialmente
en La novela luminosa. He aquí entonces dos instancias en pugna: el
yo del trance, imaginativo, el artífice de la literatura que avanza hacia
la scientia, y el otro yo, el de la relación con lo externo, el vínculo con
el mundo en donde reina el principio de realidad. Lo real, en cambio, o
más bien aquello que Levrero llama a secas “la realidad”, escapa y trasciende al principio de realidad que es en esencia negación, amputación
de lo real. Lo real es, en cambio, allí donde se dirige el yo del trance,
el yo onírico, y en este sentido la parapsicología es la ciencia que se
orienta al conocimiento ulterior:
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39
“Psi-gamma, o ESP, es una forma de conocimiento de la realidad que aparece como una captación directa de informaciones...”
(Levrero, 1979: 77).
“Nuestra herencia cultural ha dejado poco margen para la comprensión de los fenómenos psi-gamma. Con nuestra formación
filosófica y con la identificación ciencia-materia y yo-conciencia,
el comportamiento irracional de psi-gamma nos resulta especialmente irritante. Las operaciones psíquicas más complejas,
las facultades más trascendentes [...] se encuentran yacentes en
las profundidades inaccesibles, en estrecha sociedad con los instintos más primitivos. El estudio contemporáneo de la facultad
psi-gamma revela que en cada humano está latente la capacidad
de un conocimiento que trasciende las barreras de los obstáculos
físicos, el espacio y el tiempo, y que no es posible dirigir esta facultad de acuerdo con nuestros intereses conscientes.” (Levrero,
1979: 82).
Como venía adelantando, la literatura será (junto con la experiencia
erótica) la otra puerta al conocimiento o, como proponía en el primer
apartado, el conocimiento en su posibilidad de realización. Por eso,
en la obra de Levrero son recurrentes las referencias al sentimiento de
riesgo que implica escribir, temor que se asocia en numerosas ocasiones
con “robar el fuego sagrado” o con la posibilidad de generar mágicamente, mediante la escritura “inocente” y autobiográfica, la irrupción
de un universo poderoso e incontrolable en donde el yo volitivo de la
vigilia pueda perderse irremediablemente. De allí entonces que el movimiento hacia el conocimiento implique al mismo tiempo un deseo de
exploración y de tramitación, y un sentimiento de peligro, de riesgo, de
disolución o extravío de la subjetividad en esa búsqueda.
Nótese que en este punto parece existir una estrecha vinculación
de la narrativa de Levrero con la experiencia de lo sublime; experiencia que se refleja incluso en sus textos más estrictamente “ficcionales”,
como El lugar o París (por no mencionar muchos de sus relatos más
breves), en los cuales es recurrente que el protagonista se vea inmerso
en un universo gobernado por el escándalo lógico y en donde el mayor
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
temor es precisamente “el extravío”. En ocasiones la manifestación de
este temor se ve acompañada por una dicotomización (como también
sucede con el yo, según veíamos) de los espacios: por una parte, un espacio interior en ruinas, en el cual prevalece la entropía, aunque instaurada como un devenir cíclico que se retroalimenta, en donde cada ciclo
de decadencia se renueva; por otra, un afuera representado en muchas
ocasiones por la selva impenetrable o por distintos espacios naturales
regidos por la entropía absoluta de un “devenir loco” (que incluso se
traslada con frecuencia al lenguaje) en el que todo sentido parece correr el riesgo de diluirse irrevocablemente, en donde la dimensión de
lo exterior parece superar al sujeto. Ante esta dicotomía, los personajes
parecen detenerse en una tensión que oscila entre la necesidad de exploración del espacio abierto y el encierro ante el miedo.
Ahora bien, la exploración de lo real y por ende de la interioridad
del yo como forma de acceso a ella, implicará en el ejercicio literario
la necesidad, al igual que sucede con los fenómenos paranormales, de
alcanzar un estado de trance (y de ahí tal vez proceda el expreso fastidio ante las interrupciones) que permita la afloración del inconsciente, la psicorragia. Habrá entonces una necesidad de “invocación” del
trance que en los textos de Levrero tomará tres formas principales: la
búsqueda del ocio (principalmente en La novela luminosa), la escritura diaria y disciplinada como forma de puesta en funcionamiento del
aparato narrativo, y, por último, la forma más camuflada de todas: la
ejercitación de la caligrafía, cuyo desarrollo más detallado dejaré para
el próximo apartado.
La literatura, al igual que los fenómenos parapsicológicos, no puede ser sino espontánea. Esto quiere decir que el trance puede ser provocado pero que debe olvidarse todo propósito en la búsqueda misma
de la literatura si es que se pretende acceder a ella. Por este motivo,
tanto el ocio, la escritura, como los ejercicios de caligrafía, estarán inicialmente orientados hacia otros propósitos y funcionarán de alguna
manera como mancias, es decir, como refuerzos que permiten que el
sujeto alcance un estado en el cual se encuentre permeable a la recepción de la literatura. Es decir que a estas “ritualizaciones” mediante las
cuales se pretende acceder a la literatura, se les sumará un factor extra
que no poseen las mancias originales: en la medida en que la manifestación de la literatura, como la del espíritu, es espontánea, toda búsqueda
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41
intencionada resulta infructuosa y por ende todo ejercicio mediante el
cual se pretenda invocarla deberá olvidar su intención original. El ocio,
tal como describe Levrero en La novela luminosa, debe ser entonces
“una disposición del alma, algo que acompaña a cualquier tipo de actividad [...] sin deseos de estar haciendo otra cosa [...] no es la contemplación del vacío y mucho menos el vacío mismo” (109), de modo tal
que alcanzar el estado de ocio debe habilitar, posteriormente y sin que
esto aparezca como un deseo a priori, sumergirse en la exploración de
las experiencias luminosas para luego poder narrarlas; la escritura, por
su parte, deberá estar orientada a la narración de hechos triviales, que
se espera funcione, en La novela luminosa principalmente, como un
camino de “regreso” hacia la pura interioridad del sujeto; y finalmente, los ejercicios caligráficos de El discurso vacío parecen en principio
ideados como una forma para lograr la modificación de la conducta, de
la personalidad, pero finalmente devendrán, entiendo, en un ritual que
también estará al servicio de la invocación de la literatura. La particularidad de estos tres ejercicios, aquello que los hará funcionar a modo de
mancias, será entonces la absoluta concentración en distintos objetos
o referentes y el olvido momentáneo de cualquier deseo de búsqueda
que trascienda la materialidad, la trivialidad.
Parece momento adecuado para confesar que todo esto tiene un
incisivo gusto romántico; y he ahí que hemos llegado al inicio del paradigma epistemológico levreriano: el concepto romántico del arte como
ciencia, como posibilidad de acceder al conocimiento a través de la
exploración subjetiva. En este marco parece que, si se tiene en cuenta
lo formulado en el párrafo anterior, la piedra fundacional de su “metodología” será una operación humorística propia del romanticismo,
nada más ni nada menos que una bufonada romántica al mejor estilo
de Heinrich von Kleist en “El teatro de títeres”.10
10 Hemos de señalar, sin embargo, que en el contexto de la narrativa levreriana (como en muchos
de los textos rioplatenses vinculados con la ciencia ficción) la idea romántica del arte como
forma de acceso gnoseológico se conjugará con una incorporación descuidada de elementos propios de paradigmas legitimados del conocimiento, los cuales estarán habitualmente al
servicio de reforzar ideas a las que se ha accedido mediante la exploración literaria o mística.
Aunque me detendré brevemente sobre este punto en el último apartado, es importante señalar aquí que la reflexión sobre la importancia de la técnica quedará pendiente para trabajos
posteriores.
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
La vuelta de trescientos sesenta grados
La premisa inicial de El discurso vacío es que el yo debe ganar “aplomo”, modificar sus caracteres personales negativos mediante el ejercicio de la caligrafía. ¿Pero a qué yo se refiere Levrero?, ¿cuál es la
identidad que Levrero busca afianzar mediante la férrea disciplina
caligráfica?, ¿se está refiriendo a su yo diurno, vínculo esencial con
el mundo exterior? Sí, en efecto, para Levrero el ejercicio caligráfico
parece iniciarse como un intento de emprender un “hábito sumamente
positivo” que lo ayude a centrar su yo y a prepararse para una jornada
de mayor orden, voluntad y equilibrio, consiguiendo una mejora del
nivel de atención y de continuidad del pensamiento que se encuentran
bastante “dispersos”: se trata de que la letra cobre aplomo e “identidad” mediante el dibujo, para que el yo, como por un proceso de
“identificación” con la letra, también lo adquiera (Levrero, 2006: 18
y 19). El hábito de la caligrafía apuntará entonces a “unificar” la subjetividad (de igual modo que se intentará unificar la mezcla de las letras cursiva e imprenta) y fundamentalmente a evitar la “dispersión”,
la cual, no hemos de olvidar, es una de las formas que abre la puerta al
trance y por ende a la literatura y a los fenómenos parapsicológicos que
tanto afectan la relación del sujeto con el mundo. En esta instancia al
menos, todo apunta a que el yo diurno, aquel yo “débil” de La novela
luminosa, será el humilde beneficiario.
Parece entonces que el camino para lograr el “aplomo” de este yo
será conseguir el “aplomo” de la letra dibujándola cuidadosamente, haciendo del discurso una escritura insustancial que, “desentendiéndose
de las significaciones”, posibilite una tarea plástica sobre la lengua que
sea casi radicalmente opuesta a la literatura. Ahora bien, este ejercicio
no puede sino funcionar eventualmente como una mancia mediante la
cual se termine transitando los caminos de la literatura, persiguiendo
aquello que Levrero ya anticipa en el prólogo del texto:
“Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco.
Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que
también soy yo, y no encuentro.
Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y luego
se va por años
y años.
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Aquello que yo también olvido.
Aquello
próximo al amor, que no es exactamente amor;
que podría confundirse con la libertad,
con la verdad
con la absoluta identidad del ser
—y que no puede, sin embargo, ser contenido en palabras
pensado en conceptos
no puede ser siquiera recordado como es.
[…]
Es inútil buscarlo, cuanto más se lo busca
más remoto parece, más se esconde.
Es preciso olvidarlo por completo…”
(Levrero, 2006: 13 y 14).
¿Cómo funcionan entonces los ejercicios caligráficos en El discurso
vacío?, ¿estaremos aquí ante otro “ritual” que desde el comienzo pretende velar sus propósitos de búsqueda, los cuales, sin embargo, se
anticipan en el prólogo?, ¿será azaroso que Levrero (2006:28) afirme
que la disciplina caligráfica tiene algo de “espíritu religioso”? Sea cual
fuere el movimiento a partir del cual surge la prosa literaria, sea incluso
partiendo del ejercicio caligráfico inocente a la manifestación espontánea de la literatura, lo cierto es que el límite inicial de la escritura, la escritura trivial, y más incipientemente aún el dibujo (en este caso de las
letras), no puede sino llamar al eventual advenimiento de lo literario.
El ejercicio diario tendiente a hacer que la letra gane aplomo por medio
de su dibujo, el hacerla coincidir con su más primaria carnalidad, con
su identidad germinal, instaurará un punto cero de la escritura como
puro dibujo, como pura idealidad, desde el cual se autopropulsará el
salto hacia la literatura. El dibujo de las letras será entonces parodia del
sueño utópico de la escritura sin escritura, la escritura como dibujo.
44
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
Tenemos aquí, entiendo, otro paso obligado de referencia. Mario
Levrero en La novela luminosa hará una mención muy llamativa de la
plástica en relación con su literatura:
“…la presencia de esa escultura en mi casa era, según pensaba, y
pienso, más que necesaria para poder llevar el proyecto adelante.
Diría que esa escultura es mi libro; es ya terminado, el libro que
deseo terminar [...] Cuando dije que la escultura es mi libro, me
expresé mal. Tal vez se haya comprendido bien, pero no lo dije
bien. No es mi libro, ni podría ser ningún libro en particular.
Esta escultura es simple, blanca, pura, contundente y luminosa.
Eso no se puede conseguir con la literatura.” (Levrero, 2008: 224
y 227).
Si la literatura es en Levrero exploración de lo metafísico a través del
inconsciente, es deseo metafísico en un sentido más bien blanchotiano (ver “Conocimiento de lo desconocido”, en El diálogo inconcluso), y comparte, además, todas las características con la fenomenología
parapsicológica, la búsqueda de la literatura no puede sino significar
también un debilitamiento de aquel yo de la relación con el mundo. La
reticencia a escribir literatura y la necesidad de abocarse a la escritura
“insustancial” tal como se propone en El discurso vacío estará marcada por un doble y contradictorio movimiento: por un lado, apuntará
a fortalecer la personalidad del yo de la vigilia, a hacer que este yo
gane aplomo a través de los ejercicios caligráficos, a lograr al parecer lo
que Levrero llama una “distancia óptima entre el yo y su Inconsciente” (Levrero, 1979: 99) que posibilite una relación adecuada del sujeto
tanto con su yo espiritual como con el mundo exterior (lo cual estará
lejos asimismo de ser la mera inmersión en los reinos inconscientes,
operación tan corrosiva para el sujeto en su relación con lo externo);
pero, por otro lado, se buscará alcanzar una escritura reducida a su
límite inicial (incluso anterior a la lengua): el dibujo, postulando así
la idealidad del sueño de una escritura sin escritura, una escritura que
intenta acercase a la pureza y a la luminosidad que sólo la plástica puede alcanzar según Levrero. Este gesto de generar una escritura en su
máxima simpleza, en apariencia desvinculada además de todo deseo
por convertirse en literatura, y en relación estrecha con la plástica, no
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45
puede sino propiciar una vuelta de trescientos sesenta grados, al mejor
estilo romántico, e invocar la presencia de lo literario.
Paulatinamente entonces, el deseo inicial de autoafirmar y centrar
el yo devendrá finalmente deseo de expansión del yo voraz, el yo explorador de lo metafísico, es decir, se orientará hacia lo metafísico y hacia la búsqueda de la literatura. La escritura caligráfica se expondrá entonces, ante todo, como medio de fortalecimiento del yo interior para
el encuentro con el Espíritu y consecuentemente con la literatura:
“Debo permitir que mi yo se agrande por el mágico influjo de la
grafología…” (Levrero, 2006: 34).
“En cierto momento, y no hace mucho tiempo, el ejercicio caligráfico diario estuvo a punto de volverse un ejercicio literario.
Tuve la fuerte tentación de transformar mi prosa caligráfica en
prosa narrativa, con la idea de ir fabricando una serie de textos como peldaños de una escalera que me elevara de nuevo a
las añoradas alturas que había sabido frecuentar hace ya mucho
tiempo [...] quiero entrar en contacto conmigo mismo, con el
maravilloso ser que me habita [...] Recuperar el contacto con el
ser íntimo, con el ser que participa de algún modo secreto de
la chispa divina que recorre infatigablemente el Universo y lo
anima, lo sostiene, le presta realidad bajo su aspecto de cáscara
vacía.” (Levrero, 2006: 36 y 37).
No obstante volvamos al dibujo. Es por completo necesario insistir en
el carácter que el dibujo tiene en El discurso vacío. La actividad de dibujar letra por letra, desligándose de toda significación, en una operación
en apariencia completamente opuesta a la de la literatura, instaura una
idealidad de la grafía sin lengua, el límite inicial de la letra como puro
dibujo. Existen varias referencias al lenguaje en los textos de Levrero
que hemos venido analizando, fundamentalmente vinculándolas a un
sistema de dominio externo que nada tiene que ver con el yo interior:
“uno no tiene casi significación como ser aislado, por más que se haya
fortalecido como individuo [...] Este mismo lenguaje que estoy utilizando no me pertenece; no lo inventé yo, y si lo hubiera inventado no
me serviría para comunicarme” (Levrero, 2006: 28). Es por este motivo
46
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
que en El discurso vacío existe una autoinvitación al dibujo de la letra
sin tener cuidado de la coherencia, la cual no es más, en definitiva, que
“una compleja convención social” (Levrero, 2006: 34). Así es como, en
este contexto, parece existir un componente “impuro” en toda escritura, componente que proviene de la lengua y que evita que la escritura
alcance la pureza ideal del dibujo. La identificación de la letra “dibujada” (entendida en su idealidad como desvinculada del lenguaje, previa
al uso lingüístico, es decir, como materialidad insignificante o, inversamente, puramente significante) con la reafirmación del yo nos habla de
la búsqueda de un yo ideal anterior a cualquier prefiguración externa,
prefiguración que se ha realizado (y se realiza), como es posible inferir,
por medio del lenguaje. Es en este sentido que el lenguaje no parece ser
del todo útil a Levrero para plasmar sus experiencias “luminosas”, es
en este sentido que, creo, debe buscarse su reivindicación de la plástica
por sobre la literatura; y es, una vez más, en este sentido, insisto, en
el que debe leerse también la identificación del personaje Levrero de
sus ficciones autobiográficas con los personajes beckettianos (Levrero,
2008: 130 y 300), en tanto existe un movimiento por medio del cual se
pretende acceder al yo en su máxima pureza, un yo no afectado por el
lenguaje del otro. He ahí entonces, como en El innombrable de Samuel
Beckett, la búsqueda del yo y del nombre verdadero, búsqueda que se
inicia como despojamiento utópico de todo lo que se entiende como
proveniente de lo externo: “Quiero escribir y publicar. Tengo necesidad de ver mi nombre, mi verdadero nombre y no el que me pusieron,
en letra de molde.” (Levrero, 2006: 36).
La búsqueda metafísica levreriana se orientará también en este último sentido y determinará el impulso de sondear las profundidades
inconscientes para acceder al yo interior, el cual, al igual que el espíritu, siempre se sustrae. En esta instancia, el propósito inicial de lograr
el aplomo del yo para alcanzar el equilibrio y la unificación subjetiva
cederá el paso a la voraz búsqueda metafísica, al voraz deseo metafísico que es, al mismo tiempo, deseo de literatura y deseo de hallar al yo
anterior a toda determinación externa. En el movimiento levreriano
radica, sin embargo, un grave problema: si la atención a la demanda
externa significa una pérdida de la identidad, tal como el propio Levrero postula al comienzo de El discurso vacío, también el adentrarse
sin reparos en los dominios del “Inconsciente” conllevará la disolución
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subjetiva, la pérdida del “aplomo” y de la capacidad volitiva. Esta parece ser entonces la principal e ineludible encrucijada, el punto en donde
la vuelta de trescientos sesenta grados culmina una y otra vez.
A lo largo del texto es sin duda ambivalente el propósito de la escritura caligráfica y de la escritura trivial. El “ejercicio literario libre”
aparece como prohibición, y no así, por ejemplo, los ejercicios caligráficos. Esta veda es indudablemente, como expresa el propio Levrero,
prohibición externa, prohibición que atiende a los tiempos de la producción y exigencias de la vida diaria. Pero también es una prohibición
que al mismo tiempo habilita la posibilidad de lo subjetivo: habla de la
necesaria falta del Ser que permite la presencia del sujeto en el mundo.
No obstante, el “caligrafiar” y la narración de lo trivial desatan asimismo el influjo mágico y culminan siendo la puerta trasera de acceso
al reino de la literatura. Claro que en los textos analizados el Espíritu
aparece con recurrencia como una ausencia estridente, como reverso
de la comunión del yo interior con el Espíritu. La escritura trivial es,
en estos casos, una puerta que parece conducir al vacío pero que, pese a
esto, se mantiene como una “espera disimulada” (Levrero, 2006: 44).
La escritura de lo cotidiano aparece, sin embargo, como bien señala el propio Levrero, como una forma escritural capaz de desatar
fuerzas poderosas y peligrosas, formas de lo sublime que amenazan
con generar el extravío del sujeto. La ambivalencia es entonces sin duda
la del sujeto, el cual oscila entre trabajar para hallar aquella “distancia
óptima” entre el yo y su “Inconsciente”, camino por el cual se accede
a la “plenitud de la vida” (Levrero, 1979: 99), o tratar de sumergirse
en la idealidad de un yo puramente interno, anterior a todo condicionamiento externo, es decir, atender al deseo de entablar un diálogo
narcisista en donde reine soberano el principio de placer y se disuelva
irrevocablemente aquel constructo denominado “realidad”. He ahí el
encuentro con lo que podríamos denominar “real metafísico”, “instancia” que no es compatible con la permanencia del sujeto en tanto éste
es ante todo amputación, recorte, al igual que lo que denominamos
“realidad”.
En este contexto, la elección final de Levrero no podría expresarse
más atinadamente que citando las conclusiones con las que el propio
autor cierra el Manual de Parapsicología:
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
“El artista genial, el filósofo o el santo, lo son porque han logrado estimular su Inconsciente; pero lo han hecho por medio de
“mancias” apropiadas, técnicas de inducción al trance ligadas a
una visión elevada de la realidad y a grandes aspiraciones espirituales. Pagan, también, un precio en salud, porque se trata de la
ruptura de un equilibrio; sin embargo, la humanidad tiene derecho a pensar que ese precio vale la pena.” (Levrero, 1979: 99).
Una modesta digresión (o apuntes preliminares para un próximo trabajo)
Luego de todo el desarrollo anterior, cómo no remitirnos a la relación
de esta etapa de la producción de Mario Levrero con las poéticas de
la New Wave Science Fiction11, especialmente a la vinculación con dos
autores: J. G. Ballard y Philip K. Dick, figuras centrales en la renovación de ciencia ficción británica y estadounidense, cuyas poéticas significaron además una discusión sobre los límites del género hacia los
años sesenta y setenta. Es por esta razón que, antes de introducirnos
en la relación de la narrativa de Levrero con la New Wave, es necesario retomar los puntos centrales de dicha polémica, la cual ha dejado
latente problemas genéricos que están lejos aún de ser resueltos y que
son los mismos que determinan la posible inclusión de ciertos textos
de Levrero dentro del género, y más aun, de gran parte del corpus rioplatense, es decir, de aquellas manifestaciones literarias que la crítica ha
señalado tradicionalmente como obras de literatura fantástica cercanas
a la ciencia ficción.
Dado este panorama, hemos de reconocer a priori tres factores
fundamentales a tener en cuenta en lo referente a las narrativas que
seguiremos denominando por el momento como “cercanas a la ciencia
ficción”: primero, que existe efectivamente un problema de clasificación que hace que se las ubique dentro del amplio reino de la literatura
fantástica; pero también, en segundo lugar, que es necesario admitir
que, desde mediados de los años cincuenta con la publicación en la Ar11 Es preciso señalar que, siguiendo a Roberts (2006), nos referimos a la New Wave Science
Fiction en un sentido amplio, entendiendo que remite a un movimiento no concertado cuyas
poéticas supusieron una renovación un tanto radical del género. Resulta necesaria esta aclaración ya que el término tradicionalmente refiere en forma específica al movimiento de escritores británicos (entre ellos J. G. Ballard) que gravitaron alrededor de la revista New Worlds en
los años 60, los cuales encabezaron la vanguardia en la conformación del nuevo género.
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gentina de la revista especializada Más allá, y luego, fundamentalmente
desde de los años sesenta hasta principios de los noventa, primero con
la Editorial Minotauro y luego con las revistas El Péndulo, Minotauro
(segunda época), entre otras, comienza una labor de lectura, traducción
y difusión de textos de ciencia ficción especialmente anglófona que
no puede ser desatendida por la crítica a la hora de estudiar las obras
de aquellos autores que se encontraron implicados en esta actividad
cultural; por último, es conveniente prestar atención a que todos estos
autores que colaboraron de forma activa en las revistas mencionadas
durante la década del ochenta (Angélica Gorodischer, el mismo Levrero y, ausente del escenario cultural argentino de ese período pero cuya
narrativa puede relacionarse con la de los autores anteriores, Marcelo Cohen) pregonan que sus poéticas lejos de poder ser incluidas en
el género fantástico son fundamentalmente realistas. Si aceptamos la
validez de estas apreciaciones deberemos anotar entonces un punto a
favor de considerar a estas poéticas como ficciones epistemológicas,
heterodoxas ficciones epistemológicas que, en el Río de La Plata, tendrán poco que ver con lo tecnológico pero sí con la ciencia, entendida
rigurosamente como scientia, es decir, como conocimiento.
En este último punto, llamémoslo “la proclama realista”, es en el
que las poéticas “cercanas a la ciencia ficción” del Río de La Plata más
se aproximan a la New Wave SF que se originara a principios de los
años sesenta y que tuviera por sede a la revista británica New Worlds.
Hemos de destacar que no es un detalle menor que los autores pertenecientes a este movimiento (o luego agrupados por gran parte de la crítica dentro de éste debido a su hermandad temática, como es el caso de
Phihlip K. Dick) fueron traducidos y publicados en Argentina casi en
forma simultánea que en sus países de origen y sin ser aún personalidades literarias reconocidas ni siquiera dentro de sus reducidos círculos
culturales. No es un dato menor que la obra de Philip K. Dick tenga su
primer momento de recepción en Argentina en el año 1953 (a sólo un
año de que apareciera su primer cuento en el pulp Planet Stories) cuando
su relato “The Defenders” es incluido en la emblemática revista del género Más allá, en su primer número de junio de 1953; posteriormente,
el cuento “The Variable Man” es traducido y publicado en el ejemplar
número uno de la revista Urania (La revista del año 2000) en octubre
de 1953 en Rosario; luego, Dick será ampliamente difundido (al igual
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
que Ballard) primero por la editorial Minotauro dirigida por Francisco
Porrúa y luego, fundamentalmente durante los años ochenta, en las
revistas El Péndulo y Minotauro (segunda época). Por su parte, hasta
donde he podido constatar, J. G. Ballard es publicado por primera vez
en 1964 en el primer número de la revista Minotauro (primera época),
dos años después de que fuese publicada en el Reino Unido su segunda
novela The Drowned World, con la cual ganase cierto reconocimiento,
paralelamente a que comenzara a hablarse de la New Wave SF.
Es importante destacar que lo que estas figuras narrativas aportarán
a la ciencia ficción será fundamentalmente una ampliación del interrogante central del género. Entendemos que tanto Dick como Ballard trabajarán de manera sumamente original la pregunta original de la ciencia
ficción, es decir, la pregunta por la esencia de lo humano. Pero, simultáneamente, la reflexión de este problema inaugurará el interrogante sobre
lo real, el cual será abordado mediante la creación ya no de escenarios
hiperbólicamente futuristas sino más bien cercanos al tiempo del lector
contemporáneo, y en donde no operarán sólo paradigmas de la ciencia
legitimada (contrariamente a la tradición de la ciencia ficción estadounidense iniciada en los años treinta), sino más bien paradigmas epistemológicos alternos.12 De este modo se propondrán entonces otros medios
de exploración de lo real diferentes a los paradigmas científicos hegemónicos, tales como la exploración subjetiva propia del romanticismo y
posteriormente del surrealismo, las ciencias ocultas y la provocación de
experiencias místicas como formas de sondeo de lo real suprasensible.
En el caso de Ballard, la exploración de lo real a través de lo que
el mismo autor denomina “inner space”, teoría que es evidentemente
heredera del romanticismo y, como el mismo Ballard reconoce, del surrealismo (y, no está de más resaltar, en extremo cercana a las ideas de
Levrero), tendrá un lugar central en la renovación del género e, inicialmente, determinará que sus textos sean rechazados para su publicación
en EEUU (Ballard, 2008: 156 y 157).
12 El crítico y escritor de ciencia ficción sueco Sam J. Lundwall (1976) señala ya tempranamente
que al parecer el nuevo paradigma de la New Wave (también entendiéndola como un movimiento no concertado general) es la mística. Una vez más, esto nos pone ante un punto que no
es posible desatender si se pretende analizar comparativamente la ciencia ficción rioplatense y
las manifestaciones más contemporáneas del género.
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El caso de Philip Dick no es menos problemático. Si bien el interrogante por lo real se evidencia ya desde sus primeros cuentos, cuyo
tema recurrente será la operación de los simulacros en la guerra (guerra
que más que a menudo recuerda a la Guerra Fría), éste se tornará cada
vez más un problema metafísico, un problema que descansará en la exploración del Idios Kosmos o mundo privado. De modo que la última
etapa de la producción de Dick se caracterizará por la presencia de un
sincretismo de elementos tecnológicos, filosóficos y místico-ocultistas
que abrirá una nueva discusión sobre los límites del género.
De este debate hemos de mencionar un polémico artículo de Stanislaw Lem, “Philip K Dick: A Visionary Among the Charlatans”
(1975), que le valió el repudio de la Science Fiction and Fantasy Writers
of America Inc (Capanna, 1992: 120). En su ensayo, tras criticar incisivamente a aquellos escritores que se apegan ridículamente a las normas
del género en desmedro de la originalidad, Lem argumenta que los
elementos “fantástico grotescos” propios de obra de Philip Dick, tan
ampliamente discutidos y criticados por aquel entonces, como así también las contradicciones lógicas de su obra, no debían entenderse como
una debilidad de ésta sino como una simple evolución del género, evolución que sólo pocos autores en lengua sajona han podido, según su
criterio, llevar a cabo tan magistral y originalmente. De este modo, el
estudio de Lem sentará las bases no sólo para una nueva mirada sobre
la obra de Dick, sino para un nuevo abordaje del género. Es interesante señalar además que dicho artículo es traducido y publicado como
corolario final en el número quince de la revista El Péndulo, último
número editado en mayo de 1987. Valdría interrogarse sobre este gesto
en futuros trabajos, ya que su presencia habilitaría una interpretación
en términos de reivindicación de la ruptura y la evolución del género,
evolución en la que se inscribiría la ciencia ficción rioplatense.13
13 Me interesa esbozar brevemente en esta instancia que gran parte de los artículos que Pablo Capanna escribe para las revistas El Péndulo y Minotauro (segunda época), como así también los
artículos y ensayos que se traducen para publicar en ambas revistas, se orientan precisamente,
si no a construir una aparato crítico, al menos sí a poner en el mapa narrativas que operan con
paradigmas epistemológicos alternos (o que combinan modelos legitimados con saberes que
se encuentran fuera del campo hegemónico), como así también nuevas teorías que tienden a
buscar una integración entre la experiencia científica, la estética y la mística. Este problema es
objeto de otro trabajo en preparación.
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
En la ciencia ficción del Río de La Plata se conjugan diversos factores. Es acertada, en principio, la afirmación de Pablo Capanna de que
la ciencia ficción rioplatense estaría poco vinculada con el elemento
tecnológico que es tan frecuente en aquella rama de la ciencia ficción
que más se ha popularizado y que ha tenido como lugar central el seno
de la literatura estadounidense. Pero es destacable, sin embargo, que
existe un interés llamativo por los tópicos científicos en la literatura
argentina desde principios de siglo; sólo que debe tenerse en cuenta
que a menudo éstos se encuentran entremezclados con los paradigmas
del ocultismo, como sucede en los casos emblemáticos de Leopoldo
Lugones y Eduardo Ladislao Holmberg. Así, los elementos científicos
propios del paradigma hegemónico de la época, es decir, del positivismo, se combinarán con elementos de paradigmas alternos siguiendo
una herencia que, creemos, es principalmente poeiana (o más ampliamente romántica).14 Dada esta tradición literaria, no es descabellado
entonces que puedan establecerse lecturas comparativas entre las posteriores poéticas rioplatenses y la obra de Philip K. Dick, tradición que
también explicaría (a pesar de que los primeros textos del autor cali14 En efecto, el hecho de que el movimiento romántico surgido a fines del siglo XVIII afirmase
la primacía de lo irracional por sobre lo racional, no invalidó su recurrente reflexión teórica
como así tampoco la postulación de una ciencia romántica cuyo acercamiento a los fenómenos
ostentaba métodos e intereses diferentes a los de las ciencias positivistas (Gode von Aesch,
1947). Es notable incluso que la inquietud científica del romanticismo tuvo muchos tópicos
en común con la ciencia que operó como canónica: el desarrollo temporo-espacial, la evolución de las especies y el problema del conocimiento, se presentan como los más importantes.
Hemos de destacar que estas problemáticas serán objeto de reflexión para la ciencia ficción
del siglo XX, tanto para aquella que se emparenta con las ciencias duras como para la que se
vincula con las ciencias humanas, la metafísica y la religión. Así, la ciencia ficción heredaría del
romanticismo (y no sólo del positivismo) su inquietud cognoscitiva.
Más recientemente, Paolo D´Angelo (1999) ha postulado, de manera similar a Gode Von
Aesch, la primacía de un interés cognoscitivo en el romanticismo. Será la experiencia estética, principalmente en el primer romanticismo alemán, el instrumento mediante el cual será
posible penetrar en lo suprasensible, ya que ésta sería la única capaz de trascender los condicionamientos de la filosofía y de la ciencia. Sin duda alguna, como expresara M. H. Abrams
(1975) esta preocupación romántica por legitimar la imaginación poética, o el arte en general,
como un medio de creación (y no sólo de reproducción) del conocimiento y por lo tanto del
mundo, respondió a una necesidad de revitalizar el universo material y mecánico que había
emergido de la filosofía de René Descartes y de Thomas Hobbes y que había sido retomado
por las teorías de David Hartley y los mecanicistas franceses de finales del siglo XVII. Hemos
de señalar asimismo que, dentro de las críticas estrictamente del género, Darko Suvin (1984)
detectará en los románticos ingleses una confluencia de imaginación y elementos tecnológicos
de la época, lo cual constituirá, desde su perspectiva, un ejemplo de que la ciencia ficción tiene
antecedentes en la poesía.
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forniano no tienen una explícita relación con el ocultismo) la temprana
recepción del autor en Argentina.
Como puede leerse en los textos de Mario Levrero, la preocupación científica tampoco está nada ausente; y no me refiero sólo a su
evidente interés por las ciencias parapsicológicas (tan caras también
a Philip Dick, por otra parte) sino también a que Levrero lee tópicos
propios de la ciencia legitimada relacionándolos con creencias ocultistas, tal como sucediera con las poéticas “científicas” de fines del siglo
XIX y de principios del XX (y, no está de más señalar, con mucha de
la narrativa de la New Wave). Cito un fragmento que me resulta especialmente ilustrativo:
“Hoy estuve pensando en el tema de los familiares de Burroughs,
y lo asocié con ese redescubrimiento reciente de una materia, llamada por algún motivo «oscura», aunque es transparente, que
coexiste con la materia que nosotros conocemos. Al parecer ocuparía los espacios vacíos o se entremezclaría con la materia conocida por una cuestión de menor densidad [...] Me imagino esa
otra clase de materia, habitada por gente hecha con esa otra clase
de materia, y la posibilidad de que, en ciertas condiciones, algo
se pueda percibir desde uno de esos universos hacia el otro.”15
(Levrero, 2008: 412).
15 Transcribo el fragmento de El lugar de los caminos muertos de William Burroughs que Levrero cita anteriormente en La novela luminosa (y retoma luego para explicar casos que le son
familiares), a fin de que se comprenda mejor la interrelación entre el tópico canónicamente
“científico”, legitimadamente científico, y la interpretación místico-ocultista: “El fenómeno
de la pareja sexual fantasma tenía un interés especial para él ya que había experimentado algunos encuentros extremadamente vívidos. Conjeturó que tales incidentes son mucho más
frecuentes de lo que se suele suponer: la gente se muestra reacia a hablar sobre el asunto por
temor a que les crean locos, al igual que en la Edad Media se mostraban reacios a admitirlo
por miedo a la Inquisición. Sabía que los súcubos y los íncubos de la leyenda medieval eran
seres reales y estaba seguro de que estas criaturas seguían aún activas […] La reputación maligna de las parejas fantasmas probablemente deriva en gran medida del prejuicio cristiano,
pero Kim conjeturó que había muchas variedades de estas criaturas y algunas eran malignas,
otras inofensivas o beneficiosas. Observó que algunas eran personas aparentemente muertas,
otras personas vivas conocidas […], en otros casos desconocidas. Revisó los casos que pudo
para averiguar si en el momento de tales visitas el…digamos…beneficiario era consciente del
encuentro. En algunos casos no era consciente en absoluto. En otros, parcialmente consciente
[…] Concluyó que el fenómeno estaba relacionado con la proyección astral pero no era idéntica, puesto que la proyección astral generalmente no era sexual ni táctil. Decidió llamar a estos seres con el nombre general de “familiares” […] Sus estudios y sus encuentros personales
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
La relación entre tópicos de la ciencia legitimada y las ciencias parapsicológicas u ocultistas es un factor central, como ya se ha sugerido,
tanto en la poética de Levrero como en la de Dick; y el particular sincretismo de elementos será, en cada caso, una sacrificada vía de aproximación a lo real metafísico. Por esto, creemos que no sería en absoluto
descabellado llevar a cabo un análisis que comprendiera una lectura
comparativa de La novela luminosa y de la polémica Valis de Philip
K. Dick (quien es, por su parte, invocado en forma recurrente en la
novela de Levrero), que también conjuga ideas científico- místicas con
elementos de la autobiografía.
Paradójicamente, tal vez sea en obras como La novela luminosa,
más que en sus textos estrictamente “ficcionales”, donde la impronta
cientificista de Levrero se muestre abiertamente, en donde sea posible
hablar de ficción científica más propiamente, esquivando las ambigüedades genéricas. Claro que esta obra es ficción científica a la manera de
Dick: siempre provocando y llegando a los límites finales del género
y, por qué no, de la literatura. La novela luminosa se orienta entonces
hacia la scientia y consecuentemente nos muestra, muy a la manera
romántica, que el conocimiento sensible, aquello que puede traducirse
de la experiencia luminosa, no puede ser sino plasmado mediante fragmentos; de allí, la forma de diario.
Por último, vale preguntarse qué sucede con aquellas manifestaciones de la ficción científica o epistemológica que se inclinan hacia los
paradigmas alternos. Cabe decir que la formulación de este interrogante no se inaugura por primera vez con este trabajo, sino que ha valido
los esfuerzos de la crítica especializada por más de tres décadas. En
efecto, la discusión se ha orientado a delimitar qué puede entenderse
como ficción científica, ya que, aunque tradicionalmente se ha argu-
le convencieron de que estos familiares eran semicorpóreos. Podían ser tanto visibles como
táctiles. También tenían el poder de aparecer y desaparecer […] y entonces el chico se empezó
a fundir lentamente dentro de él o más bien fue como si Kim entrara en el cuerpo del chico sintiendo los dedos de los pies y las manos arrastrando al chico cada vez más adentro y entonces
hubo un clic fluido cuando sus columnas se fundieron en un éxtasis que era casi doloroso, un
dulce dolor de muelas…y Kim se encontró solo o más bien sintió que Toby estaba totalmente
dentro de él […] Kim concluyó que la criatura estaba sencillamente compuesta de materia
menos densa que un humano. Por esta razón era posible la interpenetración.” (Levrero, 2008:
333- 334).
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mentado que la ciencia ficción comienza con la tecnologización de las
sociedades occidentales a principios del siglo XX, es cierto que sus raíces la vinculan con otros géneros como el gótico; y no menos atinado
es tener en cuenta que, simultáneamente a la pérdida de confianza en el
racionalismo, reemergen en las poéticas de ciencia ficción paradigmas
científicos alternos, como así también modelos epistemológicos de disciplinas como la filosofía, la metafísica y la antropología, que determinan la presencia de nuevas poéticas dentro del género. Este fenómeno
nos invita entonces a revisar la idea tan fuertemente arraigada de que el
ítem “ciencia” de la “ciencia ficción” se relaciona exclusivamente con
lo tecnológico.
Ahora bien, ¿debemos entender que toda ficción que se vea orientada por un paradigma científico, ya sea éste hegemónico o no en su
tiempo, es ciencia ficción?, ¿es, por ejemplo, la Comedia de Dante
ciencia ficción porque se encuadre dentro del sistema ptoloméico?
Personalmente creo que los anteriores son interrogantes válidos y
operativos para el desarrollo de un análisis pero que sería excesivo,
por no mencionar carente de perspectiva histórica, considerar a textos
como éste dentro del género. Sin embargo, creo que debe atenderse a
que existe sí al menos un paradigma epistemológico alterno que con la
emergencia del racionalismo positivista quedó en extremo relegado del
escenario de la ciencia. De esta fuente se nutrirán las ficciones científicas o epistemológicas rioplatenses, las que, debido a su entrelazamiento con el género fantástico y al carácter periférico de sus elementos tecnológicos, han significado un problema para la reflexión crítica. Esta
particularidad de las modulaciones de la ciencia ficción en el Río de
La Plata (entre ellas gran parte de la obra de Mario Levrero), es decir,
la funcionalidad de paradigmas científicos alternos tales como los que
postulara primero el romanticismo y posteriormente el surrealismo,
conjuntamente con su interés central por la exploración de lo real metafísico, las relacionará con las manifestaciones más contemporáneas
del género en habla inglesa. Esto nos lleva a pensar una vez más en las
lúcidas reflexiones de Pablo Capanna, quien hacia 1985 formularía un
argumento cuya inclusión viene a cerrar perfectamente la idea que se
pretendió postular en este último apartado:
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
“Quizá el rasgo más común sea que nuestros escritores no hacen cf [ciencia ficción] a partir de la ciencia, como ocurre en los
países industrializados en donde la ciencia es una actividad socialmente prestigiosa y la tecnología impregna la vida diaria; son
escritores que se han formado leyendo cf y en cuyo mundo espiritual importan las convenciones y los mitos del género. Decir
que aquí se hace cf a partir de la cf no es decir que se hace literatura de segunda mano; por el contrario, puede significar cortar
camino hacia las corrientes más avanzadas del ámbito mundial.”
(Capanna, 1985: 56, cursiva mía).
Este “cortar camino hacia las corrientes más avanzadas” del género
será estar indefectiblemente en una vanguardia cuyos factores de renovación traerán aparejados indudablemente nuevos problemas para
la crítica.
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Raúl Escari, escritor, happenista
Por Irina Garbatzky
I.
En la portada del libro Happenings, compilado por Oscar Masotta en
1967, se lee esta frase: “Con hechos y textos de: Marta Minujín, Alicia
Páez, Roberto Jacoby, Eliseo Verón, Eduardo Costa, Madela Ezcurra,
Raúl Escari, Octavio Paz”. La mención de unos hechos en la portada,
en la que Escari aparece como happenista, provoca pensar en el vínculo
de sus “no-novelas” Dos relatos porteños (2006) y Actos en palabras
(2007) con aquellos episodios de la vanguardia del ’60 que formularon
preguntas acerca de la materialidad de la obra, su interferencia con la
experiencia y sus límites.
Ya en 1962 Susan Sontag historizaba ese “nuevo género de espectáculo, todavía esotérico”. El happening era una obra-evento que
suponía una ambientación, una serie de acciones y de materiales. El
artículo de Sontag hace una aclaración atrayente: “Los happenings son,
según él [por Allan Kaprow, uno de los primeros happenistas], aquello
en que su pintura se ha convertido” (Sontag, 2005: 341). El paso de la
pintura a un acontecimiento semi-teatral se había dado en una serie de
etapas: llevar a las galerías lienzos de gran tamaño provocando la inclusión del espectador, sumar objetos y materiales reciclados al espacio,
crear modos de interacción con el público y planificar una secuencia
de acciones. Este género, que pronto fue caracterizado como “teatro
de pintores”, elaboraba por lo tanto una modificación en el imaginario
temporal de la obra ya que su realización era absolutamente puntualizada en presente.
El happening había hecho su aparición como parte de la reapropiación de la vanguardia clásica que hicieron los artistas estadounidenses
de fines de los años cincuenta. Un retorno centralizado en la presencia
de Marcel Duchamp y los efectos de lectura de su obra, provocadores
60
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
de un “giro” que trastocó el modo de producción artística y que dio
en llamarse “conceptual”. Según la crítica (Buchloh, 2004; Marchan
Fiz, 1986; Lippard, 1973; Longoni, 2007a) dicho giro fue más que una
mera tendencia. La idea de la obra como operación mental, antirretiniana, la valoración del proceso de trabajo por sobre su finalización y
bidimensionalidad formaron parte de dicha reescritura duchampiana
que Benjamin Buchloh (2004) sintetizó como la “comprensión de una
producción que trascendía la definición limitada del ready-made como
mera sustitución de las formas tradicionales por una nueva estética del
acto de habla (‘esto es una obra de arte porque yo lo digo’)” (175).
En ese proceso de transición de la obra como objeto a la estética
como proceso, el término que buscó explicar estas producciones fue
el de “desmaterialización”, una categoría proveniente del constructivista ruso El Lissitzky, quien la había utilizado para describir, ya en
la década de 1920, la tendencia que debían adoptar los libros hacia los
medios de comunicación de masas. Los artistas conceptuales de fines
de los años sesenta, de manera descentrada —es decir, no sólo en Nueva York sino en diferentes puntos del Cono Sur (Longoni, 2007b)—,
se reapropiaron del término para definir el rumbo que tomaba el arte
después del pop (“después del pop, nosotros desmaterializamos”, advertía Masotta).
Si bien la escritura de Dos relatos porteños implicó la producción
de seis o siete textos antes de encontrar un programa, ni bien éste fue
hallado fue colocado conscientemente como direccionalidad de trabajo. En el “prólogo” y el “epílogo” de este primer libro se especifican
los criterios de verdad e inmediatez que conforman la escritura de un
“mosaico autobiográfico. Un mosaico en construcción” (Escari, 2006:
11):
“Muchas de estas páginas las compuse unas horas o, a veces, unos
cuantos minutos después de haber vivido lo que cuento, en súbito descubrimiento de una conexión entre el hecho acontecido
en el presente inmediato y un hecho remoto; el descubrimiento
de un vínculo invisible con la otra situación; desplazamientos y
movimientos del sentido.” (12).
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“El criterio de verdad al que me atuve en forma escrupulosa fue
la columna vertebral del texto: contar lo que quería contar a condición de que hubiera ocurrido en la realidad, desde un punto de
vista fáctico, grado cero barthesiano o cable de agencia noticiosa,
escueto y obligatoriamente (insisto) fáctico; sin adjetivar en exceso; todas las palabras al pie de la letra.” (121).
Al pie del guión conceptual, en Actos en palabras sistematiza dicho
procedimiento manteniendo la inmediatez como “concepto rector”:
la transcripción sin correcciones de una experiencia que provoca una
conexión tanto con el presente como con el pasado autobiográfico.
“Actos en palabras es un texto conceptual basado en una técnica
que ya practicaba, pero no en forma sistemática, en mis Dos relatos porteños. Esta vez la aplico conscientemente y al pie de la
letra, sin por ello verme restringido en la expresión por atenerme
a ese concepto rector.
El criterio que rige esta novela no novela es un criterio de inmediatez. Cada uno de los textos cuenta algo que acababa de ocurrirme. En principio no pasaban más de quince o veinte minutos
entre lo vivido (el acto) y su escritura (las palabras), porque generalmente el acto transcurría en un café o caminando por calles
aledañas a mi domicilio. Lo ocurrido podía ser de carácter físico,
verbal o mental (pensamiento silencioso). […]
Algunas veces la escritura y el pensamiento venían juntos y el
acto y las palabras que lo nombran llegaban simultáneos.
Otras veces la idea traía, agazapada, un recuerdo, una analogía,
una reminiscencia o una conexión que podía llegar de lejos y se
actualizaba con el acto vivido instantes antes de volverse escritura. […]
Todo lo contado en el momento quedó tal cual: ninguna acción,
pensamiento, descripción o diálogo fue modificado y se atiene,
estricto, a la primera aprehensión de los hechos.” (Escari 2007:
7-8).
La “transcripción de unos hechos” es asimismo una de las tareas de
Masotta en el libro cuya portada citamos al comienzo. Se narran di-
62
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
ferentes happenings, se transcriben sus guiones y se relata lo ocurrido
para analizar los efectos de una estética de la simultaneidad. Según Masotta, a diferencia de la versión francesa de Jacques Lebel (vitalista, neoexpresionista, psicodélica; estereotipos que se encarga de desmontar
sosteniendo que la simultaneidad no implica un desorden y que lo que
el hombre contemporáneo teme “no es la irracionalidad del instinto
sino la racionalidad de la estructura” [353]), los happenings realizados
en Nueva York por Michael Kirby o por La Monte Young no tenían
nada de improvisación y ponían en acción las pautas de redundancia,
discontinuidad y ambientación propias del pop. El paso a la acción y al
concepto se daba a partir de la composición de estructuras semánticas,
operando de modo redundante y discontinuo. Entre los happenings
recopilados, Masotta comenta aquel que Escari había llevado a cabo
en el marco del grupo del Di Tella, en octubre de 1966, antes de viajar
a Francia:
“Entre en discontinuidad, el happening-recorrido […], responde en parte a la misma idea (la noción de redundancia en el Arte
Pop). […] En cada esquina, en un texto en segunda persona,
Escari describía eso que los ojos podían ver. Un mismo contenido […] podía ser apresado por dos niveles distintos, los ojos
quedaban obligados a saltar de uno a otro, a percibir la diferencia entre el rumor sordo del lenguaje interior que acompaña la
lectura de un texto escrito, y el duro palpitar de las luces y los
ruidos de la calle.” (citado por Escari 2006: 111).
Por discontinuidad se entendía la ruptura con los soportes artísticos
tradicionales, mediante una redundancia informacional. La reiteración
pop generaba sentido, en lugar de desarrollar un significado o una expresión subjetiva. Descubría la naturaleza significante del medio, en
tanto reiteraba figuraciones del mundo ya reproducidas.
De manera similar, los protocolos conceptuales de las “no-novelas” de Escari deparan la observación de redundancias. La primera
resulta la de hacer de sí mismo, mostrar el acto biográfico sin representar un personaje o una personalidad exaltada. Disponer de la propia vida como material de uso y como soporte. Un tratamiento pop
del yo opuesto a la subjetividad desgarrada del expresionismo; lo que
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Masotta denominaba una “subjetividad descentrada” (2004:120). Autopresentación prevista, por supuesto, en las premisas donde promete
que “todo lo que escribió es cierto”, de acuerdo a la forma que impone
el criterio de verdad.
La segunda redundancia tiene lugar en la transcripción/reproducción de un acto. De nuevo, como en Entre en discontinuidad, la reiteración no busca la representación de una vida, sino la creación de otro
tiempo-espacio sobre la experiencia “real” acontecida. Los elementos
dispares se conectan y provocan “desplazamientos y movimientos del
sentido” (Escari 2006:11). Al final de Dos relatos porteños Escari verifica cómo la consigna se cumple mediante un tipo inusual e inédito de la
fragmentación del texto, ya que ocurre “dentro de la narración, y tiene
un efecto destructor de lo que se está contando.” (121).
Lo que se destruye es el relato continuo. Por lo cual leyendo a
Escari se recuerda el ensayo “Literatura y discontinuidad” de Roland
Barthes (1964), aquel que criticaba el desarrollo retórico para pensar
una continuidad discontinua de las escrituras que, mediante estructuras y unidades combinadas, destruían el Libro, signado por las metáforas de ligazón, desarrollo y fluidez de una historia. Atentar contra esta
regularidad, según decía, amenazaba la literatura como institución.
Dicha pulverización de la narración es referida dentro de Dos relatos porteños en la anécdota de la entrevista para el diario El mundo.
“Narrar ya no tiene sentido” (112-113) afirmó Escari, hecho que le
valió el calificativo de “insolente” por Ernesto Sábato. Sin embargo, no
creemos que Escari trate de hacer posible en el nuevo siglo aquello que
en los sesenta provocaba un “estallido de furia”. La incorporación de la
estructura discontinua y redundante no sólo aporta una direccionalidad
de escritura sino también un modo de lectura que se extiende desde el
presente hacia el recuerdo de los juegos de la infancia. Las invenciones
y las representaciones rememoradas por el autor son reconstruidas con
los elementos de dicha estética procesual-conceptual; como las obras
artísticas de hielo (“Ponía en el fondo de la cubetera la imagen en colores de una rosa, recortada de una revista, y, al helarse, el agua la dejaba
ver en transparencia” [23-24]) o las piezas teatrales (“que en realidad,
sin saberlo, ya eran happenings” [28]) en donde se destacaba la ambientación: “mi personaje componiendo música, inmutable, ante una
pequeña mesa redonda, a la débil luz del quinqué, en un gran cuaderno
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
rayado” (29). “Me anticipaba así a muchos films de Andy Warhol, que
consisten en un solo plano de un rostro ante la cámara o la imagen fija
de un hombre durmiendo ocho horas”, agrega.
La infancia resulta en sus recuerdos, a su vez, la posibilidad de la literalidad, el tiempo donde los significantes lingüísticos son percibidos
únicamente como formas. El vestido celeste de la prima accidentada al
plancharlo, inescindible del refrán “El que quiere celeste, que le cueste”, o la rosa y el jardinero del cuento de los Quintero, que, según dice,
jamás alcanzaron la dimensión alegórica que poseían.16 En la memoria,
los encuentros con la literalidad no dudan en enfatizar el placer por las
palabras como soporte y el lenguaje como dimensión lúdica. Las tautologías de obras como Una y tres sillas de Joseph Kosuth, o Cuadrado
rojo, letras blancas de Sol LeWitt, se articularían con esa dimensión
lúdica-literal del lenguaje de la infancia que Escari recuerda.
II.
Dos relatos porteños multiplica las anotaciones adosadas al presente de
la escritura. Son momentos deícticos que refieren únicamente al libro
que se está escribiendo. Exhiben su mecanismo y evocan el “aquí y
ahora” de un trabajo en proceso. Se trata de autorreferencias que abren
la lectura a una experiencia táctil, como si la enfatización del tiempo
presente enfocara al Escari happenista haciendo su libro conceptual y
abriendo al lector su ejecución “en vivo”. 17
16 Se trata del apartado “Literalidad”: “De chico tomaba todo al pie de la letra. En su total literalidad […] El jardinero era un verdadero jardinero (y no un hombre enamorado de una mujer);
la rosa era una rosa (no la mujer amada); […] Hoy sigo prefiriendo, de lejos, mi versión literal
a la versión de adulto […]” (58).
17 “Tenía un álbum con tarjetas postales de actores y actrices, del que ya hablaré en el texto
siguiente” (33), “una vez terminado este libro, entregué una fotocopia a (…) Francisco Garamona, quien leyó el manuscrito y al día siguiente me dijo que lo publicaba.”(64) “Cuando
terminé el texto sobre los Autitos chocadores y Viagra, fui a comer al restaurante de debajo de
mi casa y llevé conmigo la novela de Witold Gombrowicz”. A lo largo del libro se multiplican
las referencias al propio libro que se escribe y a los lectores que lo están leyendo, por lo cual
la lista de ejemplos podría prolongarse: “El reencuentro con León Ferrari después de treinta
años de no vernos tuvo puntos en común con mi reencuentro, también en Buenos Aires, con
Edgardo Cozarinsky, del que hablaré en Hagiografía, último apartado del libro” (102), “Ayer,
sábado, me desperté un poco cafardeux, desalentado. Quería seguir con las correcciones de
este libro y me faltaba energía.” (68), y otros.
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El pacto de lectura progresa así de lo autobiográfico18 a lo inmediato y secundariza el criterio de verdad por el de inmediatez, por cuanto
el lector confía que el texto se compuso en conexión con un hecho
acontecido recién.
Lo que opera, según Alberto Giordano, es un “efecto de verdad”
(2008:17), que resulta del ejercicio de contar, no ya de lo verídico, sino
de lo auténtico de la experiencia que se actualiza, y que es propio de
lo íntimo, ese afecto que genera la escritura a partir de ciertas desestabilizaciones. Giordano observa esta experiencia de lo íntimo en Escari
en ciertas “epifanías silenciosas” (17) —el amor “terrible” por Copi,
o el vínculo con el hermano, de quien reconoce que sólo habla a pie
de página— y en el reconocimiento de un involuntario, e inconciente,
pudor.
Una articulación entre la experiencia táctil y la experiencia literaria
puede pensarse, entonces, a partir de la desaparición.19 Omisión que
no sólo refiere a su no-localización (la experiencia de la literatura es
paradójicamente irreductible a un sujeto y a la vez propia e intransferible), sino que además se inscribe en un régimen artístico de lo ausente,
propio del siglo XX. Al decir de Gèrard Wacjman (2001), el objeto del
siglo no es ni un objeto industrial, propio de la modernidad, ni aun
de las ruinas de la modernidad. A partir de los exterminios masivos,
y a través de obras-faro, como la Rueda de bicicleta de Duchamp o el
Cuadrado negro de Malevich, el objeto del siglo no puede leerse sino
como un proceso de otorgación de sentido a fragmentos y restos, es
por lo tanto irrecuperable y desaparecido, opera a partir de efectos y
se multiplica bajo la forma del “sin”. Un urinario sin orina, un escurre botellas sin botella, define Wacjman pensando en Duchamp. De
igual modo, las “no-novelas” de Escari se construyen a partir de lo
que carecen: no sólo por ser novelas sin ficción sino por tratarse de
18 Estoy recordando por “pacto autobiográfico”, el concepto acuñado por Philippe Lejeune, con
el cual describía el acuerdo entre el autobiógrafo y su lector de que todo lo que va a narrarse
es verdadero.
19 En “La desaparición de la literatura” y “La búsqueda del punto cero” Maurice Blanchot (1992
[1969]) también indaga en esta idea de la literatura vinculada a la realización de una experiencia, y por lo tanto a una desaparición de la obra. El acontecimiento de la literatura sólo puede
afirmarse si desaparece, y cualquier tipo de obra es sólo la búsqueda y el movimiento de sí
misma.
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
“relatos-sin-cotidiano”. Es decir, lo que busca primar en ellas es el acto
inmediato pero concluido, ausente por definición.20
Con el cumplimiento de dichas pautas conceptuales estos libros
involucran el acontecimiento de la literatura con otro acto, el que resulta de sumar un acontecimiento específico a las palabras adecuadas:
un momento “desmaterializado” y en ausencia, pero fundamental para
otorgar sentido a su concepto. Estas dos experiencias ocurren en un
lugar indefinible y la vida de Escari no se afirma, entera y certeramente
en ellas, sino que se desmiembra al presentarse, tornándose material de
composición. Uno podría imaginar que en el conceptualismo inmaterial buscado por el Escari happenista, un otro Escari aprendió a ser
escritor.
III.
Junto al principio de discontinuidad, Dos relatos porteños se ve atravesado por la ilusión de comunicación entre él y sus amigos, sus “lectores
ideales” (64). Un anhelo de charla que subyace en todas las entradas y
que permite, gracias a la escritura, que sea posible la realización simultánea de dos voluntades paradójicas, la del aislamiento del escritor y la
del “berretín de figurar” (47). El público también responde al criterio
de inmediatez: son inmediatos en tanto lectores que siguen el proceso
de escritura, y amigos, familiares, de su círculo inmediato. La explicitación de este público y de su escritura inmediata convoca un espacio
escénico, como se señaló más arriba, de acción “en vivo”.21
El acto de escritura, además, ya supone una performance singular
y destruye la metáfora del sentarse a escribir. Desde apoyarse contra la
20 El “pasado” es entendido en términos de Escari como “concluido”: “Enfrenté el pasado en
términos de pasado absoluto. Con ello quiero decir que abordé el pasado como tal, sin tener
en cuenta que lo narrado ocurriese durante el Imperio Romano, en la India milenaria de hoy
o en el Buenos Aires de hace quince días o tres horas… No hay modificación de óptica o de
estilo narrativo entre pasado lejano y pasado próximo, puesto que la escritura, aunque llegue
inmediatamente después de lo vivido es ya pasado tras su práctica” (2007:8).
21 Giordano señala que dicha performance acontece a causa del tono que el autor inventa y con
el cual logra una intensificación de la vida al relatar sus distintos momentos. “Cuando Escari
recuerda sus dramatizaciones infantiles […] además de fijar en las páginas del álbum de la
memoria algunas experiencias, de vivirlas como nunca antes, bajo la presión de los afectos que
lo habitan y lo mueven mientras las escribe […] se descompone y se reinventa en la escrituras
de los recuerdos porque el tono con el que rememora presentiza el misterio de la indeterminación original” (2008:18).
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pared en el piso, como Copi, a estar de pie como Hemingway, las prácticas de escritura son evocadas como escenas de una “difícil tarea” (45).
Sobre dichas escenas compondrá la propia: sentado en el bar tomando
coca-cola o leyendo a Proust en la bohardilla de Marguerite Duras. La
viñeta por la que se entrevé su figura escribiendo cumple con la cita de
Vila- Matas: en el transcurrir de la performance de escritura, el límite
entre la soledad y la comunidad se esfuma. 22
La escritura se involucra entonces con el deseo de la actuación,
también remitido a la infancia.
“Mi verdadera vocación era la de actor […] Quería ingresar en
la Pandilla Marilín, una escuela dramática para niños, que dirigió
Alfonsina Storni. Yo no debo de haberme mostrado lo suficientemente firme como para que mi madre terminara por consentir,
o bien su negativa era inquebrantable. No sé.
A cambio, montaba en mi casa obras teatrales (que en realidad, sin
saberlo, ya eran happenings), con mi familia de público.” (28).
Hemos mencionado que en la reconstrucción escrita las piezas teatrales de la niñez articulan un ambiente, un público y distintos elementos
(cuarto cerrado de servicio + quinqué de kerosene equivalente a luna
+ personaje del músico componiendo a la luz de la luna + familia observando, por ejemplo) que recuerdan a la estructuración conceptual
del happening. Como “La princesa que quería vivir”, aquella fórmula
que insistía a lo largo de diferentes momentos de su historia (38), Escari muy pronto entrevió que la posibilidad que cualquier actuación le
brindaba era la de vivir (otra vida); ser Bach componiendo a la luz de
la luna, ser Audrey Hepburn cerrándose una campera. Como compensación a la carrera de actor frustrada la vía del happening y la performance le enseñó no a transformarse en otro, sino a transformarse en
22 “cuando más sentía que escribiendo estaba penetrando verdaderamente en un estado de soledad, más era cuando dejaba de estar solo, cuando precisamente comenzaba a sentir mi vínculo
con los demás” (subrayado en el original, p. 46).
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
sí mismo.23 Darse un concepto permitía además modificaciones éticas,
vinculadas a la política de género:
“Yo no miraba la carne de Sebreli. Lo que me atraía era un hombre que vivía su homosexualidad mientras yo estaba en conflicto
o drama con la mía. Lo conceptual en mí no es una bandera ni un
escudito, tampoco una escuela literaria como el nouveau roman.
Lo que yo seguía en Sebreli era el concepto de homosexualidad.”
(Moreno, 2006).
Se trata del outing entendido como performance, no ya en el sentido
artístico, sino como “acto realizativo” (Austin, 1955), performativo del
cuerpo. En Cuerpos que importan (2002) Judith Butler desarrolla su
tesis acerca de cómo la denominación externa del sujeto respecto de
su género determina en él una serie de actos y gestualidades, los cuales
asume, rechaza o acepta parcialmente. La “performatividad” es entendida como el acto en el que se debe citar una norma para ser considerado un sujeto viable, esto es, “no como un ‘acto’ singular y deliberado,
sino, antes bien, como la práctica reiterativa y referencial mediante la
cual el discurso produce los efectos que nombra” (18). El outing, por
un lado, y el otorgamiento de un “nom de guerre” son los dos actos
performativos que Escari menciona como hitos en la vida de la loca, en
tanto implican una denominación que es al mismo tiempo una transformación sobre sí y sobre quienes lo rodean. 24
23 “En un sentido más específico, el performer es aquel que habla y actúa en nombre propio (en
tanto que artista y que persona) y de este modo se dirige al público, a diferencia del actor que
representa un personaje y simula ignorar que no es más que un actor de teatro. El performer
efectúa una puesta en escena de su propio yo, el actor desempeña el papel de otro” (Pavis,
1998:334).
24 Aunque se trate de un episodio que figura de manera oblicua a la escritura de sus libros, el
relato que Escari realiza entrevistado por María Moreno resulta pertinente para pensar este
vínculo entre experiencia y puesta en escena: “—Cuando estaba casi en coma yo estaba en el
hospital con la China —así le decíamos a la madre— y en un momento me fui a un costado
y me hice un joint. Ella me vio y como es una mujer muy inteligente, a pesar de su angustia,
dijo: ‘¡Ay, Copi, Raúl se está haciendo un joint! ¿Querés?’ Copi ya no se movía. Ella le puso
el joint en la boca. En la oscuridad del cuarto vimos el rojo del cigarrillo. ¡Lo estaba fumando!
Después el médico le dijo al hermano de Copi, Damonte Taborda, ‘Esta noche quédense’.
Estaban Juan Stoppani, su amigo Jean-Ives. Nos abrieron un cuarto y nos quedamos ahí alrededor de una mesa, esperando. Tomábamos whisky y fumábamos porros. De pronto vino
una enfermera que parecía una pin-up. Damonte, que era muy buen mozo, muy de levantarse
a todas, empezó a coquetear con ella. La enfermera pidió: ‘¿No podría tomar un poquito de
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69
IV.
La apelación al criterio del texto conceptual y a la escenificación construida dentro del acto de escritura permite pensar que el efecto actual
de lectura de las “no-novelas” de Escari evoca una serie de obras que se
sustentan no sólo en el cruce interdisciplinar sino, fundamentalmente,
en un protocolo de lo efímero y, por lo tanto, en una composición que
se conjuga con lo ausente. Cuando las vemos sólo rescatamos esquirlas
de experiencia.
Al mismo tiempo, a la luz de los episodios del Escari happenista y
antihappenista,25 las “no-novelas” provocan un reflejo retro y prospectivo: advierten múltiples entradas temporales a lo liminar en las artes
y particularizan tensiones del enlace acción-literatura. Si bien no es el
objetivo de este trabajo establecer una derivación entre un momento histórico y otro, sí se presenta la necesidad de pensar qué alcances
posee la intromisión de distintas temporalidades “después del fin del
arte” (Danto, 1999). En el caso de Escari, hasta donde hemos visto, los
resabios del conceptualismo modelan su literatura, y ésta encuentra
en sus operaciones un límite. La presentación de la propia vida como
material de uso y la escritura como registro de una performance que
media entre las palabras diarias y los actos desvanecidos, es el que hemos intentado localizar.
whisky?’ Con Jean-Ives nos miramos. Era una pieza de Copi. Mientras él se estaba muriendo,
la enfermera se trataba de levantar al hermano y todos fumábamos marihuana y tomábamos
whisky. Copi le dijo una vez a Facundo Bo: ‘Yo soy tan vanguardista que me tomó el sida
primero que nadie’”. (Moreno, 2006, sin paginar. El subrayado es mío).
25 La desmaterialización del objeto artístico y el uso de los medios es lo que conduciría a Escari,
Roberto Jacoby y Eduardo Costa a pensar en el progreso del happening y conducirlo a su
opuesto, el “antihappening”. En el diario El Mundo y varias revistas (Para Ti, Gente, Confirmado) se anunció y se habló del “Happening para un jabalí difunto” que nunca ocurrió. Sólo
tuvo lugar en el ínterin de las entrevistas a los artistas, de los lectores que lo creyeron posible,
los comentarios pedagógicos y moralizantes de los medios (Verón, 2001). El anti-happening
apuntaba al acontecimiento artístico sostenido por materiales “inmateriales”, como el rumor,
las emisiones radiales o televisivas. Se planteaba como una instancia superadora de la dicotomía entre arte de acción y arte de concepto para pasar al arte de los medios de comunicación.
70
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
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Por una ética de la supervivencia
Un final feliz (Relato sobre un análisis) de Gabriela Liffschitz
Por Alberto Giordano
A Marta Ribeira, quien quiera que sea.
¡Oh, la espera! ¿No es un recurso fundamental de la tristeza?
Gilles Deleuze, En medio de Spinoza
Hace tiempo dejamos de preguntarnos qué es la literatura, convencidos
de que el anhelo metafísico que persigue el ser de lo literario sólo podría llevarnos, en el mejor de los casos, a un callejón sin salidas, y en el
peor, al formalismo o a la penúltima variación —siempre quedará otra
en reserva— de la moral humanista. El repliegue no afectó sin embargo
el interés por ensayar formas críticas en las que se afirmen la singularidad y la fuerza de la literatura, que no es pero adviene, habrá advenido,
como la certidumbre de un encuentro sin mediaciones entre vida y
escritura. Cuando el lector caiga en la cuenta de que algo pasó a través
de las palabras y la comprensión, un estremecimiento, una sacudida, la
intensidad de su respuesta probará, sin necesidad de demostrar nada, la
existencia sin ser de lo literario. Aunque haya buenos argumentos para
declararlo caduco26, la inactualidad de este misterio continúa siendo
una causa justa. El avance triunfal de los distintos culturalismos entre
las filas académicas, con su generosa y bien intencionada expansión de
las fronteras letradas, no hizo más que exaltar nuestros deseos de ambigüedad y anacronismo hasta lo perentorio. Un nuevo conservadurismo les disputa su lugar a los guardianes de la calidad y la distinción;
se lo reconoce por la voluntad de suprimir diferencias para reclamar la
igualdad de estatuto entre prácticas heterogéneas. No se puede dejar
de intervenir en este conflicto que establece las condiciones actuales
del estudio y la enseñanza en los departamentos de la literatura, pero
26 Ver, por ejemplo, Laddaga, 2007; en particular, la Introducción.
74
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
hay una sola forma de hacerlo sin renunciar a la posibilidad de crear
nuevos valores, de imaginar otros criterios de valoración. No importa
si una obra o un texto tienen, por derecho, el mismo peso cultural que
otros (un testimonio que un poema, una crónica que un cuento); cualquiera sea el que les atribuyamos, aplastará su existencia. La pregunta
conveniente es la que desplaza el punto de vista de la valoración: qué
pueden un texto o una obra sobre nosotros, sobre nuestra capacidad de
pensar y sentir mientras rememoramos —en el sentido de acordarse y
de recordar— lo que pasó en la lectura. La literatura adviene, habrá advenido, si el ensayo crítico se convierte en escritura de sí mismo. Como
la exploración de lo singular pone a prueba la consistencia y el poder
de lo colectivo, se podría decir que es la única forma de conocerlo íntimamente, no hace falta siquiera prestar atención a las acusaciones de
solipsismo.
Esta nueva “virada ética”, como la llaman los colegas brasileros,27
traslada la atención crítica desde las escenas de lectura montadas según los principios de la representación hacia una microfísica de lo performativo que observa las huellas y los rastros del hacer literario (la
escritura como acto) en las superficies textuales. La suspensión de la
pregunta por el ser (tarde o temprano volverá a instalarse, no se la puede suprimir definitivamente), deja el campo libre a la enunciación de
cuestiones más inmediatas: para qué sirve hoy la literatura, qué formas
toma en la actualidad la dialéctica entre sujeción y resistencia que el
acto literario mantiene con la cultura. El estudio de las llamadas “escrituras del yo” es posiblemente el área que más beneficios obtuvo de los
experimentos conceptuales que estimuló este desplazamiento. Además de lo que valen como documentos, las fabulaciones de sí mismo
son performance de autor en las que la subjetividad se construye tanto
como se descompone. El recurso al concepto de acto (autobiográfico, confesional, diarístico), con su lógica y su temporalidad singulares,
aprehende las articulaciones más sutiles de los procesos autofigurativos porque también sigue el rastro impersonal de las experiencias que
desdoblan y desvían su efectuación.
27 Estas reflexiones preliminares estuvieron motivadas, en parte, por la lectura del programa
de un seminario sobre “O papel da literatura hoje” que Karl Erik Schollhammer dictó en la
PUC-Rio, durante el segundo semestre de 2009.
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En el contexto del giro ético que tomó la crítica literaria en las últimas décadas (mucho influyó en esto su permeabilidad al discurso del
psicoanálisis y a las filosofías del acontecimiento), una línea de investigación promisoria es la que enfatiza la dimensión “espiritual” de las
escrituras de sí mismo. Llevar un diario o exponerse en una confesión
son ejercicios que podrían servir, entre otras cosas, para que el escritor
realice sobre sus pensamientos y sus conductas “las transformaciones
necesarias para tener acceso a la verdad” (Foucault, 2001: 33). Como
más adelante volveré sobre el estatuto paradójico de la verdad en una
ética del cuidado de sí mismo, me limito a subrayar que en los ejercicios espirituales lo verdadero no se demuestra ni revela, se fabrica a
partir de un trabajo de selección y desprendimiento que diferencia lo
conveniente de lo que inmoviliza. ¿Y la literatura, se dirá, qué tiene que
ver con esto? ¿Dejaremos librada a la coincidencia del escritor con el
asceta la garantía de que una confesión pertenece a sus dominios? Por
supuesto que no; entre otras razones, porque nada puede garantizar
semejante pertenencia, ni la voluntad del sujeto ni la orientación de su
práctica. El salto a la literatura depende de una decisión del lector, de
su disposición a descubrir nuevas dimensiones de la experiencia y al
poeta en el escritor.
“Hay poesía cada vez que un escritor nos introduce en un mundo diferente al nuestro, y dándonos la presencia de un ser, de
determinada relación fundamental, lo hace nuestro también. La
poesía hace que no podamos dudar de la autenticidad de la experiencia de San Juan de la Cruz, ni de Proust, ni de Gérard de
Nerval. La poesía es creación de un sujeto que asume un nuevo
orden de relación simbólica con el mundo.” (Lacan, 1984: 114).
Desde hace tiempo identificamos la dimensión en que se sostiene la autenticidad de una experiencia como la de lo íntimo. Un ejercicio espiritual puede convertirse en literatura si al leerlo entramos en intimidad
con la intimidad del poeta que lo ejecuta, con el núcleo desconocido,
y refractario al conocimiento, de su experiencia transformadora. Este
anudamiento de ética y estética que supone la experiencia de lo íntimo
es el lugar en el que quiero volver a situarme para especular sobre la
potencia literaria de Un final feliz (Relato sobre un análisis) de Gabrie-
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
la Liffschitz. El punto de partida (de recomienzo) será la asimilación de
su estatuto genérico impreciso a la extraterritorialidad de las llamadas
“literaturas postautónomas” (Ludmer, 2007).
En la breve “Nota de autor” que antecede al relato, Liffschitz
identifica el lugar de su enunciación. Aunque es escritora, esto no es
una novela, y aunque se trata del testimonio de un final de análisis
lacaniano, tampoco es un “testimonio del pase”. Para quienes conocen los rudimentos de tan curioso dispositivo, la segunda aclaración
resulta innecesaria. La ausencia del marco institucional pertinente, la
trilogía que componen el pasante, los pasadores y el Cartel que juzga
la autenticidad del proceso, muestra por sí mismo que en la escritura de
Liffschitz no están en juego ni el deseo ni la responsabilidad de un psicoanalista, ni mucho menos el interés en una promoción dentro de la
EOL.28 Por eso cuando Paola Cortés Rocca afirma en el Prólogo, para
probar su condición diaspórica, que Un final feliz “se sitúa exactamente ahí: en la entrada de ese género que se llama testimonio del pase…,
pero sin cruzar el umbral” (Cortés Rocca, 2009: 8), no se equivoca
pero sobreinterpreta, porque alude a un movimiento de retracción, de
proximidad y distanciamiento simultáneos, que en verdad no ocurre.
Ni en el texto, ni en la declaración preliminar. Aunque trata del cambio
de vida gracias al análisis, del saber y la salud que se adquieren escuchándose como otro, Un final feliz es obra de alguien que se autodefine
sin rodeos, casi ingenuamente, como “escritora”, en tanto construye
personajes, historias e intrigas con la “intención de hacer la escritura y
la lectura entretenidas” (Liffschitz, 2009: 21). También parece excesivo
hablar de juego contaminante con los géneros porque la autora sostiene que la narración que vamos a leer no es una novela. Más que una
declaración de ambigüedad, en sintonía con la “realidadficción” de la
que habla Ludmer (2007), parece un gesto de sentido común y hasta de
modestia, afín a la concepción retórica del arte narrativo —construir y
entretener— en la que Liffschitz asienta su identidad profesional.
Si bien su definición presupone el olvido de las controversias sobre el valor estético,29 “literaturas postautónomas” corrió enseguida la
misma suerte de todos los conceptos que moviliza el discurso crítico,
28 Para una síntesis de los fundamentos y las etapas del dispositivo del pase, ver Cherni, 2002.
29 “A mí me gustan y no me importa si son buenas o malas en tanto literatura” (Ludmer 2007).
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convertirse en el fundamento de una valoración. Desprendido tanto de
la buena como de la mala literatura, Un final feliz inquieta “como nos
inquieta lo absolutamente inesperado: el carácter ficcional de lo real o
el momento en que la ficción, por un instante, parece dar en el corazón
de lo real” (Cortés Rocca, 2009: 18). Aunque me resisto al mandato de
abandonar las viejas categorías de “autor”, “obra” y “estilo”, puedo
deslizarme cómodamente en el interior de este argumento para asociar,
en una misma interrogación, la potencia de lo inquietante y la fuerza
con que el testimonio de Liffschitz transmite la intimidad de su experiencia analítica.
Según un axioma perturbador que vale de contraseña para la comunidad lacaniana, el analista se autoriza a sí mismo en el acto de la
interpretación. No importa cuánto sea el saber y la experiencia con los
que cuente, la posibilidad de llegar a ser lo que es dependerá siempre
de un acontecimiento inaudito al que sus palabras y silencios tendrán
que servir como cámara de resonancias. Una exigencia parecida se le
plantea, o le planteamos los lectores, a quien promete una narración
de su análisis que no se desentienda de las paradojas que estructuran la
experiencia del inconsciente (las de lo impropiamente propio y la íntima exterioridad). Si confía su autoridad a una formación de amateur
y a la capacidad que tiene la memoria de atesorar vivencias significativas, es posible que componga un documento instructivo o una de esas
apasionantes historias de diván que poco tienen que envidiarle a las
mejores novelas psicológicas, pero seguramente perderá la ocasión de
revivir mientras escribe los goces de la indeterminación y la ausencia
de tiempo. Como cualquier otra, la del inconsciente es una experiencia
que nadie vive, en la que se afirma un devenir impersonal del yo que
el relato autobiográfico sólo puede evocar si se abandona a lo incierto.
Es la lección de Felisberto Hernández: narrar como quien escucha la
enunciación de los recuerdos con atención flotante, sin temor a pasar
por estúpido, más bien cortejando la estupidez.30 Esta es la poética implícita en la decisión que toma Liffschitz de ir encadenando “retazos”
del análisis sin someterlos a una lógica de la reconstrucción. Además
30 Lo mismo que Felisberto, Liffschitz no retrocede antes la estupidez, la sufre o la celebra como
el precio que hay que pagar para acceder a lo verdadero. Solo que en su caso la tontería tiende
a confundirse con un atributo encantador y, al desprenderse de lo que tiene de irritante o
abyecto. pierde algo de interés.
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
de preservar la distancia entre lo que sucedía y lo que se decantó como
vivencia, quiere que oigamos el murmullo de lo que se repite a fuerza
de inconclusión. La epifanía como principio constructivo, según la inteligente apreciación de Cortés Rocca, un arte de las apariciones misteriosas y persistentes.
La novela familiar de Liffschitz se tramó con los motivos que vertebran la de cualquier neurótico (abandono, rechazo, expulsión), pero
el ensañamiento en la distribución de lugares fue en su caso tan salvaje
que tuvieron que intervenir grandes cuotas de convicción y valentía
para que finalmente ocurriese el desprendimiento liberador. Desde
un comienzo (hablamos de esos comienzos que jamás terminan), el
personaje de la víctima se le ofreció como una posibilidad clara, bien
definida, y extraordinariamente rendidora en términos de sufrimiento
y autocompasión. ¿Quién hubiera sido capaz de sustraerse a su embrujo? Para colmo, la vocación sacrificial estuvo acompañada casi siempre
por un envidiable espíritu de autodeterminación y una entrega muy activa a distintos emprendimientos sociales (de la militancia política a la
producción de espectáculos). Cuando entronó en análisis, movida por
el discurso de la queja y una angustia asfixiante, Liffschitz encarnaba
el personaje de la víctima secreta por autosuficiente (de las que dejan a
su paso un tendal de abandonados por miedo a que las abandonen). La
reconstrucción, sobria y escueta, de la historia familiar y la silueta de
la neurótica a punto de transformarse son funciones narrativas imprescindibles en un relato que se propone como testimonio de la potencia
disuasoria del trabajo analítico: esas ficciones obstruían el acceso a la
verdad (sería mejor decir no-verdad) del deseo, de ese escenario y ese
papel había que desligarse. Contra lo que cree el sentido común, el análisis no tiene que ver con el conocimiento y el control de sí mismo. Es
un aprendizaje de la desorientación, un ejercicio conjetural (nadie sabe
si lo cumple hasta que lo cumplió) que reaviva las ganas de soltarse y
dejarse llevar. Una ascesis paradójica, porque la depuración se pone al
servicio de lo indeterminado y no del autodominio.
La salida de análisis (no hablo de fuga ni de interrupción) muestra
que la superación de los conflictos era un vía ilusoria, contraproducente. El buen camino, indirecto, impensado, es el que lleva de la soledad
como padecimiento (esa soledad que es un efecto inmovilizante de la
omnipresencia de los Otros) a la soledad como disposición para lo nue-
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vo. De una a otra, el desprendimiento de lo que hasta entonces pasaba
por evidente (que lo perdido es irrecuperable y lo deseado, imposible),
culmina en la más radical de las experiencias, la de la impersonalidad.
El que renuncia a escuchar en la invocación de lo Otros un mensaje
personal, deja de saber con certeza quién es y hacia dónde va.
“Ahora tenía alguna posibilidad de callarme y de escuchar los
significantes porque aunque me significaran, y hablaran de mí,
no me condenaban, solo estaban ahí, todos esos fantasmas, todas
esas palabras ajenas habitantes de mi discurso y de mi vida, todo
eso estaba ahí y decía de mí, pero no era yo.” (Liffschitz 2009:
76).
Que la jerga31 lacaniana no entorpezca al lego la comprensión de algo
fundamental: lo que Liffschitz aprendió en su análisis después de transformarse es que a la historia personal no se la cambia, ni siquiera se la
comprende, es cuestión de sacársela de encima, aun a riesgo de extraviarse. Las voces que interpelan a la víctima reavivarán los fantasmas
de la humillación y el ultraje hasta el final de los tiempos, pero la que
se convirtió en misterio y posibilidad dejó de responder.
Un final feliz está escrito en la inminencia de una doble desaparición. La primera tiene que ver con los recuerdos del fin del análisis, con
la insistencia de un acontecimiento que transformó en sobreviviente
a quien estaba muerto en vida. “La supervivencia no es sólo lo que
queda: es la vida más intensa posible” (Derrida, 2007: 50). Liffschitz
escribe para testimoniar, y también para celebrar, cómo fue que dejó de
ser (la victima) y aprendió a contar con la intrusión de lo desconocido
en lo más vivo del presente. La otra desaparición inaplazable (tal vez
no sea más que una reduplicación de la primera) es la que se anuncia
en las metástasis de un cáncer terminal. Mientras escribe, Liffschitz
no sabe si alcanzará a terminar el libro. Va a morir pronto, pero como
decidió no esperar la muerte, sino más bien contar en cada momento
con la intrusión de lo póstumo (esta sabiduría le debe mucho al fin del
31 Cuando digo “jerga” no pretendo sonar despectivo, sólo preciso. El mismo nombre se le
puede dar a la trama bastante deshilachada de conceptos metapsicológicos que uso en este
ensayo.
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análisis), se cuida de que el apuro no debilite la fuerza del entusiasmo.
Como en los tiempos de la militancia trotskista, la exaltación y la prisa
se mezclan bien cuando hay propósitos nobles, aunque al tratarse de
un análisis, la complejidad, y sobre todo la rareza, de lo testimoniado
se resiente a veces con los excesos de esquematismo.
Un amor de transferencia.32 También éste, con sus resonancias sentimentales, habría sido un buen título para el libro de Liffschitz. Un
final feliz tiene su héroe, Jorge Chamorro, al que la autora le atribuye
dotes de desarmador repentino y cirujano de fantasmas casi infalible.
(Si en este párrafo o el que sigue ironizo a propósito del lacanismo
—los amigos que integran la parroquia me persuadieron sobre la necesidad de tales irreverencias—, no dejo de comprender, y de encontrar
conmovedor y merecido, el enorme agradecimiento que Liffschitz manifiesta a Chamorro en las páginas de su testimonio.) La construcción
del analista lacaniano como personaje misterioso y desconcertante es
la apuesta narrativa más fuerte y exitosa a favor del entretenimiento.
La existencia de una contrafigura risible, las psicólogas freudianas que
Liffschitz tuvo que frecuentar desde la infancia, refuerza el efecto. De
cómo las buenas intenciones se llevan mal con la experiencia del inconsciente: esas pedagogas del alma la contenían y aconsejaban, la instaban
a comprender, pero dejaban indemnes, cuando no más poderosas, las
evidencias angustiantes. Contra ese horizonte femenino que deprime y
enoja de solo recordarlo, se alza la estampa viril del analista lacaniano,
una presencia numinosa, al mismo tiempo inaccesible y tutelar. No se
lo puede comprender, pero se cuenta siempre con su asistencia al borde
del abismo. Además de reconstruir, a modo de ejemplos persuasivos,
un puñado de intervenciones sorprendentes (cuando Chamorro parecía que le hablaba a otro, un otro alojado en el discurso de la víctima),
Liffschitz se divierte recordando la rareza, a veces la estupidez, de algunos gestos y costumbres de su analista. La dinámica aleatoria de las
“sesiones breves”; los comentarios que no venían al caso en la despedida (sobre películas, libros o lugares para ir de vacaciones): el fajo gordo
de billetes y la pregunta “¿Cuánto le tengo que dar?”, en el momento
del pago (tal vez se trate de una regla no escrita entre los practicantes
32 Este es el título que eligieron los editores para la publicación del diario en el que Élisabeth
Geblesco registra, entre 1974 y 1981, sus sesiones de control con Lacan.
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ortodoxos, porque, según recuerda Elisabeth Geblesco, Lacan también
exhibía, e incluso contaba, durante las sesiones grandes y envidiables
cantidades de dinero.33)
A veces Liffschitz se entusiasma demasiado mientras recuerda los
golpes de significación que Chamorro daba en las sesiones y monta
escenas de sugestión más que de transferencia. Lo que el relato gana
en términos de intensidad novelesca lo pierde en eficacia persuasiva.
¿Valdría la pena pasar por un análisis como éste?
“…una vez, en la sesión, dije algo que ya no recuerdo pero que
me salió con un tono enojado o algo así. Él cortó la sesión y yo
me quejé —no quise que sonara de esa forma. El psicoanálisis,
dijo, tal vez me advirtió, es la distancia entre el dicho y el decir.
Sonriendo y con tono de ‘cagaste’.” (Liffschitz, 2009: 80).
Este analista parece que sí despliega el poder del que dispone y que
muchas veces le otorga el mismo analizante. No se conforma con representar la autoridad, en ocasiones también la ejerce a través de máximas que, como se suele decir, ponen la tapa (“El psicoanálisis es…”).34
El ritual de las sesiones breves, que duran unos pocos segundos si él lo
decide, como decide el orden en que ingresan los que están esperando
(todos fueron citados más o menos a la misma hora), no diría que condiciona, pero sí que propicia la instalación de simulacros de poder. El
recurso metódico a la contingencia hace que la escena parezca montada
para que el analizante se sugestione con la creencia en un interlocutor
eminente.
Sin traicionar en un punto la letra del testimonio, María Moreno
conjetura que Liffschitz apuró el fin del análisis para no dejar que la
muerte tomara la iniciativa. “¿Ella simplemente no fue más antes de no
ir más a ninguna parte?” (Moreno, 2005: 327). El temor a demorarse y
perder la ocasión de poner el punto final, también afectó la composición del relato en varios sentidos, pero no en el tono, que es lo que más
importa: ni siquiera cuando anticipa la orfandad de su hija, Liffschitz
33 Ver Geblesco, 2009: 33.
34 “El analista se limita a representar la autoridad —lo que deja al sujeto la elección de reconocerla o recusarla—, pues al mismo tiempo no ejerce esa autoridad” (Mannoni, 1982: 62).
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
pierde el entusiasmo sereno, la aceptación (admirablemente activa, sin
resentimientos) de que incluso en la inminencia del fin, gracias a lo que
esa inminencia revela, hay posibilidades.35 La aceleración inevitable nos
privó sí de un registro cuidadoso de las torsiones, las sacudidas y los
repliegues que habrán agitado el ánimo de la escritora hasta alcanzar el
equilibrio inestable de la supervivencia.
“Cada mujer responde a la crisis que trae a su vida el cáncer de
mama a partir de un esquema general, que es el diseño de quién es ella
y cómo ha sido vivida su vida” (Lorde, 2007: 1). Cada una responde
de acuerdo con su capacidad para transformar la obligación de dar respuesta en un experimento afirmativo. No importa cuánto sepan sobre
la génesis y el andamiaje de lo que llegaron a ser, incluso si lo ignoran
por completo, les convendrá hacerse responsables por eso en lo que
se están transformando si no quieren perder el aliento antes de estar
muertas. Las que, como Liffschitz y Lorde, se estuvieron ejercitando
en el amor a la vida, es decir, en el amor a la plasticidad y la reducción
del egocentrismo, cuentan con la ventaja de un buen entrenamiento.
Hay otras que naufragan en remolinos de pasividad porque confían
la salud de los impulsos vitales a la voluntad de comprensión: creen
que si descubren el sentido de la enfermedad (como si lo tuviera), estarán más cerca de curarse. La dificultad para reconocer lo que sucede
porque sí es una vía tortuosa que lleva a la impotencia, cuando no a la
auto-inculpación. Con tal de que haya causa, la enferma está dispuesta
a ocupar ese lugar.36 Lo más terrible es que existen terapias, de las llamadas “alternativas”, que promueven estos martirios. Un final feliz las
denuncia con oportuna violencia.
La confusión de límites entre lo personal y lo colectivo es una causa política que orienta la escritura del testimonio. Liffschitz y Lorde
actúan como maestras de vida porque ofrendan a las demás mujeres la
memoria de sus aprendizajes y su metamorfosis. No lo hacen ocupando lugares de magisterio, sino apropiándose activamente del lugar en
35 La intención de legarle a la hija los tesoros del desprendimiento y la incertidumbre mantiene
la entonación ligera más allá del dramatismo de las circunstancias: “Y la veo, y veo todo lo
que tiene y otra vez agradezco al análisis haber podido dejar que tome esto que tiene (…) Me
alegro al punto de desentenderme de ese futuro remoto, y aferrarme a su contagiosa felicidad
actual, ajena a mí en lo esencial, que finalmente no sé nada de ella” (Liffschitz 2009: 94).
36 Es el caso de Ágata Gligo en Diario de una pasajera. Ver Giordano, 2009.
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el que las puso el deseo de supervivencia. Una acumula epítetos que
subrayan su marginalidad (“feminista lesbiana negra”) y cuenta con
una red de amor de mujeres para que la sostenga en la caída. La otra es,
de un modo intransferible, cualquiera y cuenta, en primer lugar, con la
red del amor de transferencia. Las dos enseñan que no conviene sentirse ni hacerse víctima de la enfermedad (la muerte no merece regalos),
porque hasta un cáncer de mama brinda condiciones irrepetibles para
la investigación y la recreación de sí mismo. “La enfermedad es una situación. La posición ética no renunciará jamás a buscar en esa situación
una posibilidad hasta entonces inadvertida. Aunque esa posibilidad sea
ínfima. Lo ético es movilizar, para activar esa posibilidad minúscula,
todos los medios intelectuales y técnicos disponibles” (Badiou, 2006:
43). Se empieza por declinar las supersticiones del todo y la identidad,
que tarde o temprano sentencian a muerte, para no ser la enferma ni
permitir que el cáncer se convierta en el eje de la vida. Después, hay
que nadar a favor de lo indeterminado, o flotar a la deriva, que es casi
lo mismo, para tomar las cosas como vienen, sin anticipaciones.
La escritura se erige como testimonio de supervivencia si realiza
en sí misma, y no sólo representa, la posición ética del sobreviviente.
Antes de pensar en otras mujeres a las que su convivencia agonal con
el cáncer pudiera servirles de inspiración, Lorde experimenta diariamente, en el cuaderno que comenzó a llevar seis meses después de una
mastectomía, modos de integrar la muerte con la vida, que ni la ignoren
ni cedan a ella. Observa el dolor, lo sufre y se queja, pero también lo
interroga, lo depura de melancolía. No quiere gastar tiempo y fuerzas
en hacer un duelo por la pérdida del pecho; los necesita para trabajar
contra la ansiedad, que es, dice, una entrega a lo sin forma ni voz. Escribe sobre el miedo que despierta la proximidad de la muerte, y un
día, mientras lo hace, descubre que el miedo también puede ser un aliado, porque le da “otra amplitud a la vida” (Lorde, 2007: 8).37
En Un final feliz, el apuro y la perspectiva de la rememoración
presentan la posición del superviviente como un hallazgo casi inmediato. El escamoteo del proceso no afecta la claridad de las definiciones, pero la falta de ambigüedades conspira, si no contra el acuerdo,
37 Al mismo descubrimiento asistimos en el Diario de otra superviviente, Rosa Chacel: la vida es
“una cosa que, cuando no está amenazada, no se siente” (Chacel, 2004: 283).
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
contra la posibilidad de que el lector participe de la experiencia aludida
dejándose llevar también por fuerzas imprevistas. No tuvo que costarle demasiado a Liffschitz aceptar este recorte del horizonte estético,
considerando la generosa ampliación que ya habían operado sus dos
libros de textos y fotografías sobre la enfermedad publicados anteriormente. Recursos humanos expone una serie de autorretratos en lo que
Liffschitz posa desnuda, o adornada con fetiches eróticos, después de
la mastectomía del pecho izquierdo. Entre las fotos se intercala una
serie de textos que comenzó a escribir en el hospital, la noche antes
de la mutilación, para distraerse de la espera, para convertir la espera en actividad. Son prosas poéticas, más que testimoniales, escritas
casi automáticamente. Algunas proyectan la composición de las fotos
que vendrán después, en un rapto de imaginación y audacia que el libro reconstruye en su comienzo. Todo empezó como un juego o una
travesura secreta, sin propósitos definidos, salvo los de prolongar la
observación de la herida por otros medios, además de la escritura, para
acompañar su movilidad.
“Que esta mutación (su observación) haya sustituido a la mutilación, es decir, que en esa explanada yo haya podido ver el
movimiento y no la ausencia (de femineidad, de sensualidad) fue
el factor que me permitió tener una posición también activa —y
creativa— con relación a este nuevo momento de mi vida, a mi
sensualidad y a mi sexualidad.” (Liffschitz, 2000: 6).
La idea de la publicación fue del oncólogo: otras mujeres podrían beneficiarse también con su creatividad, contar con la fuerza de su experimento para interponerle a la exigencia de prótesis un recurso liberador. En el reino de lo banal y los intereses espurios, la imagen de
una mujer bella con un solo pecho “es considerada depravada, o, en el
mejor de los casos, bizarra” (Lorde, 2007: 56). Antes de incorporarse
soberanamente a la escena jurídica de la denuncia y el alegato, las fotos
de Liffschitz son hallazgos confesionales38 en los que lo estético prevalece todavía sobre lo político y le impone su ética.
38 En el sentido de la confesión como búsqueda de una verdad que no humille la vida, que la
enamore y la transforme. Ver Zambrano, 1995.
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Hay que resistirse a encarnar la herida para poder hacer cosas con
ella, y para dejar que la herida misma hagas sus cosas, cambie de apariencia y significación transmutando la carne vulnerada en pantalla
o lienzo. Cuando se suspenden las identificaciones, la cicatriz actúa
como un signo inestable y proteico, no sólo como vestigio de la mutilación o índice de la agonía. Representa lo sustraído, pero también
anuncia con trazos vacilantes la posibilidad de quién sabe qué metamorfosis. En Efectos colaterales, una especie de extensión del primer
libro que añade textos y otra serie de autorretratos tomada entre sesiones de quimioterapia, Liffschitz observa incluso la potencia del dolor,
registra sus expresiones, como quien palpa un cuerpo incandescente,
lo explica. “Pero no para halagarlo, sino para destruirlo” (Liffschitz,
2003), porque si el dolor se instala, el proceso de la supervivencia podría bloquearse.
Del lado de la lectura, parece imposible que la experiencia se frustre por un exceso de identificación. La mirada que se desvía inmediatamente de la cicatriz y la que persigue el recorrido de las mutaciones,
cada una a su modo afirma el poder magnético de lo imaginario y la
fuerza con que las imágenes preservan el distanciamiento. La ausencia
del pecho sólo funciona “como límite inicial que determina el momento en que el ojo comienza a leer” (Vaggione, 2009: 123). Si la tensión
de la mirada no decae, pronto ocurre el descentramiento. Entonces lo
que se ve es, al mismo tiempo, un cuerpo mutilado, un cuerpo bello,
un cuerpo de mujer, un cuerpo andrógino, un cuerpo de niña. En la
mayoría de las tomas, uno de los brazos aplasta la turgencia del pecho
impar hasta borrarlo de la escena: la astucia mujeril para el arte de la
pose al servicio de la exhibición y no del ocultamiento o la suplencia de
la falta de atributos femeninos.
El análisis es una escuela de relativismo. Quienes lo practican
aprenden “que la verdad personal es solo una particularidad de cada
uno, un rasgo a veces-casi siempre- rayano en el absurdo. Resulta
inaplicable a nadie más” (Liffschitz, 2009: 70). Si no con sangre, la letra
de esta lección se graba en los gestos y las actitudes con trabajo. La
fórmula es inapelable: renunciar a lo evidente y recrearse a partir de
lo desconocido. Porque nadie suelta las verdades que dirigen la administración de justicia según los cánones de la historia familiar, por
dolorosas que le resulten, si no confía en la posibilidad de fabricarse
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una verdad solitaria que no debilite, o al menos no obstruya, la afirmación de sus potencias creadoras. Esta verdad ya no tiene que ver con
un estado de cosas personales, sino con una decisión respecto de lo que
acontece. Es cuestión de escucharse como otro. Parece sencillo, pero lo
cierto es que no se alcanzan los extremos de la propia impersonalidad
sin un esfuerzo considerable (y eso que están ahí nomás: velados por
las palabras con las que conversamos). En Un final feliz Liffschitz discurre sobre esto, pero es en la composición de los autorretratos donde
se deciden las verdades que atañen a su experiencia. La forma en que
coincide el pudor con el exhibicionismo, la tensión que el miedo le imprime al cuerpo de la guerrera, imponen la presencia del sobreviviente
como sujeto esencialmente ambiguo, revitalizado por la proximidad
de la muerte.
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Referencias bibliográficas
Badiou, Alain (2006). “Ética y psiquiatría”. En Reflexiones sobre nuestro tiempo. Buenos Aires, Ediciones del Cifrado, 2ª ed.; pp. 37-43.
Chacel, Rosa (2004). Diarios. Obra completa Volumen IX. Palencia: Fundación Jorge
Guillén. Edición de Carlos Pérez Chacel y Antonio Piedra.
Cherni, Nora (2002). “La EOL [Escuela de Orientación Lacaniana]: una Escuela con Pase”; reproducido en: www.eol.org.ar/template.asp?Sec=el_
pase&SubSec=presentacion&file.htm
Cortés Rocca, Paola (2009). “Prólogo. Esto no es una pipa”, en Liffschitz, Gabriela. Un final feliz (Relato sobre un análisis). Buenos Aires, Eterna Cadencia; pp.
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Sergio Bizzio: el presente entre la novela
y la televisión
Por Mariana Catalin
“Lo que caracteriza nuestra actualidad, que poco merece ser llamada, para retomar un verso de Mallarmé,
un ‘bello hoy’, es la ausencia de todo presente, en el
sentido de presente real. Los años posteriores a 1980 se
asemejan a lo que el propio Mallarmé, justamente, dice
de los años posteriores a 1880: ‘Falta un presente’”.
Alain Badiou, El siglo, 1 de marzo de 2000.
I. El lugar ambiguo de la televisión en los discursos sobre el presente
En un artículo publicado en Buenos Aires en 1999, Hal Foster retoma
el concepto de posmodernidad para preguntarse sobre su utilidad en
el nuevo contexto que implicaría el cambio de siglo. Si bien el análisis
de cómo diversos factores pueden hacer pasar de moda un concepto
es fundamental (y aquí habría que ver cómo conviven el rechazo a lo
nuevo como valor que se defendió desde diversas teorías sobre el posmodernismo y la tensión entre nuevo y novedad puesta en el centro
por Theodor Adorno y retomada por Peter Burgüer para pensar las
vanguardias), lo que me interesa del artículo de Foster es la periodización que arma y los ejes que elige para observar las singularidades de
los diferentes períodos. Las décadas de Foster son 1930, 1960 y 1990;
los ejes para captar los pasajes son las concepciones occidentales del
sujeto individual, del otro cultural y la relación entre tecnología y cultura. Y, en una nueva selección de estos tres ejes, me interesa en particular el último, en la última década, y las preguntas que Foster formula
en torno a él:
“¿El nuestro es un mundo mediático de generosa interacción,
tan inofensivo como un retiro de dinero de un cajero automático o una navegación por internet, o es un mundo de disciplina
invasora, cada uno de nosotros un “dividuo” electrónicamente
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rastreado, genéticamente registrado, no como una política de un
maléfico Hermano Mayor sino como una cuestión administrativa
cotidiana? ¿El nuestro es un mundo mediático con un ciberespacio que torna los cuerpos inmateriales, o es un mundo en el cual
los cuerpos, en absoluto trascendidos, están marcados, a menudo
en forma violenta, según diferencias raciales, sexuales y sociales?
Claramente, ocurren ambas cosas al mismo tiempo, y esta nueva
intensidad de desconexión es posmoderna.” (Casullo 2004: 324).
Se utilice o no el concepto de posmodernidad, la mención de las nuevas
tecnologías es un elemento central en las reflexiones que intentan hacerse cargo del contexto actual. Lev Manovich en su libro El lenguaje
de los nuevos medios de comunicación define las cinco características
que determinarían la lógica de los nuevos medios, que son a la vez
productores y productos de la transformación de la cultura en cultura
electrónica: representación numérica, modularidad, automatización,
variabilidad, transcodificación. Es decir: informática, computadoras,
internet; la informatización de la cultura. La televisión ocupa un lugar ambiguo en todo el libro. La televisión, en tanto tecnología, parece suponer ese lugar paradójico (que se puede leer entre líneas en los
datos que Manovich reúne a propósito de la informática, pero que al
autor no le interesa explicitar). La televisión no define enteramente el
presente pero tampoco puede ubicarse en el pasado. Si por una parte,
es deudora y continuadora de los medios técnicos centrales de la modernidad, como lo fueron el cine y la fotografía, en la medida en que
muestra una sucesión de imágenes con las que el espectador no puede
interactuar (es decir, no posee la lógica de la interfaz), al mismo tiempo
es el primer medio electrónico que difunde ampliamente una “pantalla
en tiempo real”. Y, sin embargo, mantiene cierta lógica de la “pantalla
dinámica”, que es propia del cine (Manovich, 2006: 149-150).39 Un lugar igual de paradójico ocupa en la teoría: si Guy Debord coloca lo televisivo en los setenta en el centro de una sociedad del espectáculo que
39 Lev Manovich lista los hechos pero no analiza el papel que puede otorgársele a la televisión si
uno “lee” esos hechos: el caso claro es el fenómeno de zappeo. Si por una parte la interfaz de
usuario es limitada, la posibilidad del cambio rápido de canal se asemeja a la desestabilización
que supone el despliegue de ventanas coexistentes en la pantalla del ordenador, antes que esa
desestabilización se expandiera como tal.
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sigue planteando en términos de alienación, Jean Baudrillard, desde
otra perspectiva, la coloca en el centro de la sociedad simulacral, que ya
no puede pensarse según las categorías de realidad y de representación
que han regido el S. XX.
Si para Manovich, la informatización de la cultura redefine la cultura visual ya existente, es cierto también que la televisión parece adelantar, vehiculizar y expandir ciertos aspectos de esa lógica, de manera
diferente de lo que podrían hacerlo las redefiniciones del cine y la fotografía. En ese camino se orienta el análisis de Martín Kohan (2001)
sobre la transmisión del atentado a las torres gemelas en simultáneo
con el reality show argentino, y las realidades que se ponen en cuestión.
Y esto implica no sólo pensar en la expansión de cierta lógica de la cual
la televisión sería la principal distribuidora, como piensa Frederic Jameson a propósito de la expansión y normalización de la imaginación
catastrófica (Casullo, 2004: 273) o Carlos Monsivais en referencia a la
representación de la violencia latinoamericana mediante la ideología del
determinismo fatalista (Rotker, 2000), sino también, como hace Kohan
siguiendo a Paul Virilio, reflexionar sobre velocidades de propagación
de la información que afectan las capacidades perceptivas y sobre los
modos en que las imágenes televisivas de un evento de alcance mundial
que se articula con otro de masividad local se tensionan entre realidad
e irrealidad (interactuando necesariamente y al mismo tiempo con el
principio de realidad que rige la televisión).
En un contexto diferente al que se le planteaba a McLuhan en los
sesenta, y desplazando, especificando y complejizando, los debates a
través de las nuevas reflexiones teóricas y la puesta en juego de aparición de nuevos medios técnicos, las preguntas de Manovich y de
Kohan confluyen: ¿cuáles son los códigos que regirán (o rigen ya) la
percepción, la construcción, de la realidad, en relación con los nuevos
medios de comunicación?
II. Hacia atrás: inicios de una discusión
Sin duda pensar hoy el lugar de la televisión, o de lo televisivo, implica
enfrentar, aunque desde un margen (justamente por el carácter ambiguo que posee esta variante tecnológica), uno de los tópicos en donde
se condensa la discusión sobre el estado actual de la práctica literaria
latinoamericana, sobre el fin de la autonomía (y las preocupaciones por
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el valor) de la literatura: la interacción con las nuevas tecnologías. En
este contexto, hay algo más que nos interesa del artículo de Hal Foster
citado al comienzo: una circunstancia de edición. Luego de publicarse
en Pensamiento de los confines, es recopilado en la segunda edición
ampliada que se realiza en el 2004 de El debate modernidad-posmodernidad a cargo de Nicolás Casullo. En el nuevo prólogo a la reedición
del libro, Casullo plantea la necesidad de retomar el debate modernidad y posmodernidad —que para el autor debe plantearse así, como
debate que haga explícitas las continuidades y discontinuidades— para
pensar el contexto posterior al cambio de siglo. El prólogo de Casullo,
en perspectiva con la reedición del libro, se vuelve fundamental porque
permite ver a la argumentación sobre lo posmoderno como una etapa
en los discursos sobre el presente que se elaboran a fines de S. XX y
comienzos de S. XXI. Es por esto, también, que es importante retomar
esta faceta de la crítica de Foster: porque permite observar que el tan
citado El retorno de lo real se incluye en un corpus crítico que ha tenido como uno de sus ejes principales la reflexión sobre el presente a
partir del concepto de posmodernidad.
Si bien, entonces, los debates en torno a las producciones literarias
“actuales”, que se vuelven específicos en la medida en que parecen no
poder reducirse a la típica (y moderna) discusión sobre un cambio de
un sistema literario a otro (Contreras, 2007), han tenido una particular
articulación luego del cambio de siglo, hay ciertas líneas que se extienden hacia la década anterior y que se enlazan en torno a la discusión
sobre la posmodernidad o sobre el discurso de los “fines” de lo moderno, una etapa que, en general, la crítica literaria argentina tiende a
eludir o a olvidar40. Tender algunas de estas líneas se vuelve fundamental para pensar los tiempos y destiempos de la crítica (y por qué no de
la literatura) argentina: el por qué del revuelo que produce el anuncio
de la llegada de la posautonomía en el campo literario e intelectual argentino, si la idea, lejos de ser una novedad, había ya sido planteada y
teorizada, aunque de manera diferente, por Frederic Jameson en 1984
en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado.
40 Sobre los olvidos productivos (aunque en este caso de la vanguardia) es fundamental nuevamente lo planteado por Hal Foster en El retorno a lo real.
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Uno de los inicios entonces, una prefiguración de la disposición de
posiciones, podría implicar nuevamente una simultaneidad editorial.
En 1994, se publican dos libros que se ocupan de manera diferente de la
posmodernidad. Por una parte, Escenas de la vida posmoderna de Beatriz Sarlo. Por otra, Las culturas de fin de siglo en América Latina, libro
compilado y prologado por Josefina Ludmer en el que se reúnen una
serie de textos presentados en el Coloquio de Yale, el 8 y 9 de abril de
1994. En este último, Ludmer se encarga de dividir en bloques, reordenándolos, los artículos de los diferentes expositores, armando así un
mapa de intereses, y de jerarquías, que le permite delinear los rumbos
en que se orientan las “máquinas de leer fin de siglo”. Y en ese mapeo
el término posmodernidad queda directamente ligado al de literatura
en uno de los títulos de los cinco bloques que arma la autora, “¿Modernidad y posmodernidad para la literatura latinoamericana?”, dejando
latente una pregunta sobre la posibilidad de un “nuevo” carácter de la
práctica literaria (y mostrando así mismo, implícitamente, una de las
razones por la que el término se vuelve inútil para pensar el presente: la
extensión del concepto para analizar toda la literatura latinoamericana
en tanto periférica y resistente a la modernización). Y si bien en el prólogo que escribe la autora, el binomio aparece siempre suspendido entre signos de interrogación, si se le otorga a la literatura todavía cierta
capacidad de resistencia, al mismo tiempo se piensa ya la tensión entre
posmodernidad y el concepto de literatura (Ludmer retoma la idea de
González de que el problema con el concepto de posmodernidad es
no suprimir el concepto de literatura, y formula ya la pregunta, que
sus artículos sobre la posautonomía vendrían a responder diez años
después: “¿Dónde y cómo suprimir el concepto de ‘literatura’?” [1994:
21]). Y se imbrica, además, la práctica literaria en las otras torsiones: la
literatura “es la que registra la desintegración y el estallido en mil pedazos del espacio unificante de la nación” (1994:10), la que “muestra”
la proliferación de espacios y los sujetos flujos, “‘testimonio ficcional’
de identidades sexuales y nacionales rotas” (1994:24) (y si los otros
autores “usan” la poesía para leer el fin de siglo o “marcan” ciertas
cuestiones en los textos, el corpus que es calificado por Ludmer como
“corpus de fin de siglo” es el de Jean Franco: “Textos bilingües como
el de Gloria Anzaldúa, textos no ficcionales como el del portorriqueño
Rodríguez Juliá, aforismos como los de Martín Hopenhayn, cantos
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como los de Celia Cruz, y novelas del caos como las del cubano Benitez Rojo” [1994: 10]).
El movimiento de Sarlo, aunque algunos de los ejes enumerados
para definir lo que se percibe como un cambio en otros ámbitos sean
los mismos, es exactamente el inverso: el término posmodernidad se
utiliza para agrupar los cambios en las esferas sociales, políticas y culturales, y cuando le llega el momento a la literatura el abordaje la aísla
de esa relación (e incluso la escritura crítica cambia de procedimiento).
Si es necesario reconocer que las preguntas que Sarlo se formula en torno a la industria cultural (qué es lo que hacía que ciertos hechos estéticos singulares pudieran ser antes también grandes éxitos consagrados
por un público amplio) implica una complejidad mayor que la mera
negatividad, también es cierto que unos párrafos después, las ya conocidas instantáneas que decide introducir son justificadas en función de
los “rasgos típicamente modernos” que marcan el arte producido por
los artistas, rasgos que los condena a la marginalidad, arte que si bien
no rechaza los materiales que le ofrece la cotidianidad, sí alcanza la
intensidad formal y estética que le otorga el valor para ser incluido en
el análisis (e incluso cuando esos artistas se relacionan con lo massmediático que para Sarlo es una de las marcas más fuertes del presente, lo
hacen con algo massmediático anterior, que adquiere cierta aura de lo
arcaico, que tiene cierta conexión con un sentido y una configuración
anterior de lo popular, cierta relación con aquella industria cultural
que sí podía producir “hechos estéticos singulares”). Podría pensarse
entonces que, en las posturas que adoptan las dos críticas argentinas el
mismo año ante un tema que parece exigir posicionamiento, se prefiguran los modos en que luego del 2000 volverá a pensarse y a discutirse
la autonomía de la práctica literaria en el campo intelectual argentino.
Esto obliga necesariamente a complejizar las temporalidades que implica la pregunta por el corte, por el comienzo de lo actual, planteando
ciertas continuidades que no pueden eludirse. Continuidades que se
observan, por ejemplo, si se analizan en conjunto al menos tres textos
de la producción de Sarlo. El movimiento que orienta y marca la lectura del presente en Escenas de la vida posmoderna es muy similar al
que orienta no sólo mucho de sus artículos posteriores sobre el tema
sino su último libro La ciudad vista: así, si entre la perspectiva que se
construía en 1983 en su tan citado artículo “Literatura y política” (y
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en el “Editorial” que encabeza ese número de la revista Punto de vista)
y la que orientaba su libro en 1994 hay un cambio radical en los ejes
que caracterizan el presente (y en el tono con el que se formulan las
proyecciones), no lo hay entre el trazado de las escenas de la posmodernidad y los núcleos que, si bien resemantizados y complejizados, se
recorren en el 2008 al trazar el mapa de la ciudad.
(Cabe aclarar, para retomar el lugar ambiguo que marcábamos al
comienzo: en el ’94 la tecnología que para Sarlo y Ludmer define las
configuraciones del presente es la televisión).
III. Dar vuelta el problema
Y sin embargo, la pregunta que quiero poner en el centro es mucho
más tradicional: no qué hace la televisión, y las nuevas tecnologías, con
la “literatura”, pregunta que podría derivar tanto en teorías sobre la
posmodernidad como en reflexiones sobre la globalización y la posautonomía, sino qué hace la literatura con la televisión. Y más específicamente: qué hace la literatura argentina en el presente con la televisión. Esto implica dos presupuestos fundamentales: seguir pensando
en cierta especificidad de lo nacional en un contexto que, vulgarmente, exigiría no hacerlo. Y digo vulgarmente porque si se recorren las
teorías sobre la globalización desde Renato Ortiz (1997) hasta Urlich
Beck (2008), pasando por algún poscolonialista como Arjun Appadurai (2001), el modo de plantear la tensión entre generalidad y especificidad, entre circuitos globales y circuitos locales es uno de los problemas
centrales, y el lugar en donde se construye uno de los ejes productivos
de la teoría. El segundo presupuesto es tan solo una convicción: seguir
pensando que, si bien debe ser reformulada, es en la pregunta insistente sobre su poder de desplazamiento, en cierta intensidad (Giordano
2008) o ambición (Contreras 2007), donde se juega la definición de lo
literario.
Ahora bien, el riesgo de plantear el problema de esta forma es que
el análisis se vuelva sólo una enumeración de motivos y procedimientos. Nuevamente, dos salidas metodológicas para trazar esta cuestión.
Por una parte, pensar en las tensiones que se establecen entre el uso
de determinadas lógicas y la autorreflexividad sobre las mismas (las
novelas que nos interesan “hablan” de televisión, o se relacionan directamente con algunas que lo hacen, y no solamente repiten proce-
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
dimientos aislados). Por otra parte, poner en el centro de este análisis
del presente una tensión de alguna manera arcaica: la relación entre
imagen y palabra escrita. Poder pensar con Didi-Huberman la relación
entre imagen, superposición de temporalidades en tensión y anacronismos. Esto supone plantear una lógica que articularía las imágenes, pero
también volver el anacronismo un elemento central de la relación de la
imagen con la historia, anacronismo que implica siempre una suspensión, una “desmentida más o menos violenta” (Didi-Huberman, 2005:
28). Y todo esto atravesado por la complejización que supone pensar
en imágenes transmitidas en tiempo real.
IV. Sergio Bizzio (I): de la telenovela al reality
La idea a defender es entonces que la poética de Sergio Bizzio puede
leerse desde la puesta en centro de lo televisivo mediante la construcción de lo que denominamos paisajes massmediáticos televisivos. Pensar en lo televisivo desde la idea de paisaje funciona como un modo
de no dejar de lado la centralidad de la imagen y como una forma de
poner el énfasis en el carácter de práctica (y en un particular sentido
de “medio”): el paisaje como instrumento de poder cultural, pero también como medio dinámico, que no es sólo un objeto o un texto sino
un proceso, no una estética fija sino un sitio de apropiación visual, de
creación de lugares. Un modo particular de tensionar lo Real y lo Imaginario41. ¿Por qué massmediáticos televisivos? Porque entrando por
la televisión creo que se puede pensar la singularidad de la operación
Bizzio, los problemas que su poética pone en juego y sobre los que
41 Seguimos en este punto las apreciaciones de W. J. T. Mitchell en Landscape and power (2002).
También me interesan las temporalidades que se pueden condensar en el concepto. Por una
parte, es una categoría típica de la modernidad, de la expansión imperialista y del predominio
de la visión sobre el otro. Por otra, una forma de condensar problemas de las lecturas del presente y reformularlos desde la singularidad de la utilización que se puede leer en la poética del
autor. Ya sea para pensar la etnografía como modo de acercarse al presente de la novela actual,
como su modo de registro (y dónde se juega el valor que esta afirmación implica junto con
la puesta en el centro del concepto de representación) (Sarlo 2006); o bien para pensar, desde
una teoría de la ruptura, la lógica de los flujos de imágenes e imaginarios (étnicos, financieros,
tecnológicos, mediáticos e ideológicos) en el capitalismo desorganizado, tal como lo realiza
Arjun Appadurai (2001); o, finalmente, para problematizar cierta vuelta a la experiencia táctil
que podría cuestionar el predominio de la visión a lo largo de todo el siglo XX y su paradójica
convivencia con la proliferación actual de pantallas.
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se construye y a partir de los cuales interviene en el campo literario
argentino.
De Planet a Realidad se traza un ciclo que pone en primer plano
y utiliza los cambios históricos de lógicas que se han producido en la
televisión, reformulándolos en términos de intereses (y por qué no de
modas) literarios: del lugar hegemónico de la telenovela, y el centro
en la lógica melodramática, en 1998, a la preponderancia de los reality
shows en el 2009; de la utilización, con ciertas marcas de distanciamiento, de los procedimientos de la ciencia ficción a la construcción
de un verosímil en los bordes del realismo. Si en Planet los personajes
eran en sí mismos imágenes y su realidad se modificaba reproduciendo
los cambios que introducía la trama de la telenovela que veían durante
todo el día y que pautaba su cotidianidad, Realidad narra la interrupción de la cotidianidad monótona del reality por la avanzada de un
grupo terrorista, que luego de tomar el canal de televisión arma una
nueva trama para el programa mostrándola como realidad.
Si bien la invención de una lengua en los diálogos, consustancial a
estos paisajes massmediáticos televisivos —en tanto parece construirse
sobre una fluidez que sólo podría surgir del guión y sus estereotipos,
al mismo tiempo que la da vuelta para dar lugar a lo cotidiano y rozar
lo obsceno, lo no dicho de los guiones—, parece comenzar a esbozarse
en Más allá del bien y lentamente, es Planet la encargada de introducir
los elementos que refieren directa, temática y autorreflexivamente a la
televisión. En esta novela, la acción se desarrolla en un planeta dividido en dos sectores, cada uno de los cuales es regido por una canal de
televisión que produce una telenovela que los planetienses miran doce
horas al día. Los ratings, y el conflicto, estallan con la incorporación de
dos actores argentinos secuestrados a la programación. A partir de allí,
se suceden infidelidades, traiciones, desencuentros, pero, fundamentalmente, se produce la irrupción de un tercer canal, rebelde, que quiere
apoderarse de los otros dos canales para diversificar la programación y
ofrecer a todos los ciudadanos un espacio en el aire.
Bizzio, al crear un planeta dominado por la televisión, apela al carácter de extrapolación y proyección propio de la ciencia ficción “clásica”, construyendo un mundo paralelo que prolonga características
del realmente existente, obligándonos así a pensar en términos de utopía o distopía. Leer hoy Planet en el contexto del resto de la produc-
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ción del autor implicaría entonces un destiempo, algo arcaico que se
introduce en el centro de una poética que plantea las relaciones entre
las imágenes, la novela y lo real, mediante una lógica que no puede
reducirse a una idea más “simple” de representación, de la que serían
deudoras tanto la ciencia ficción como la utopía, ya que estas implican
siempre una distancia, aunque de grado diferente, de aquello que se
proyecta42.
Y sin embargo, cuando lo arcaico adquiere el carácter de anacronismo puede ser productivo. Ya que esta relación de proyección y extrapolación aparece tensionada, aunque sin perderse (y que no se pierda mantiene siempre el destiempo como caducidad), por dos factores.
En primer lugar, una indecidibilidad fundamental que recorre toda la
novela: no podemos saber si el nuevo mundo que se crea supone una
utopía o una distopía. Los planetienses son muy educados y cultos a
pesar de ver doce horas de televisión pero, sin embargo, por momentos, esa alta cultura que se exhibe parece ser algo no aprovechable más
que como dato, como símbolo de prestigio (quedando incluso cerca del
kitsch que marca el decorado de las casas de los productores principales); por otra parte, si bien se dice que los argentinos son los que desencadenan la catástrofe que quiebra la paz y el equilibrio positivo en los
que se mantenía el planeta, ésta permite la irrupción del Canal Rebelde
que muestra el equilibrio como equilibrio alienado y alienante.
42 Para Baudrillard (1981) la ciencia ficción, si bien en menor medida que la utopía, mantiene
cierta distancia de proyección que se perdería en la era del simulacro en la que “This projection
is totally reabsorbed in the implosive era of models. The models no longer constitute either
transcendence or projection, they no longer constitute the imaginary in relation to the real,
they are themselves an anticipation of the real, and thus leave no room for any sort of fictional
anticipation - they are immanent, and thus leave no room for any kind of imaginary transcendence. The field opened is that of simulation in the cybernetic sense, that is, of the manipulation
of these models at every level (scenarios, the setting up of simulated situations, etc.) but then
nothing distinguishes this operation from the operation itself and the gestation of the real: there
is no more fiction.” (1981: 81). Más allá de que se concuerde o no con el examen que propone
Baudrillard sobre el presente, es cierto que el problema se ha planteado en términos similares
en diferentes acercamientos a la actuación de los medios (en la cita de Foster que introdujimos
al comienzo y en el texto de Manovich, entre otros). Y es esto lo que no termina de plantear
Planet. Si bien la telenovela influye sobre la realidad de los planetienses, siempre hay diferencias entre la materia de lo real y de la ficción que se mantienen, distancias que la novela sostiene como tal al apelar a la ciencia ficción y a la parodia (Osvaldo Kapor es siempre un doble de
Osvaldo Laport y esa distancia, y la necesidad de generar un mundo extraterrestre, adquiere
una centralidad que desplaza la mostración de la realidad siendo directamente modificada por
la televisión).
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En segundo lugar, si la marcación de los estereotipos y lógicas del
ambiente de la televisión habilitan una relación alegórica, por momentos, en la medida en que lo que se proyecta y se extrapola es ya una
lógica de la imagen y no los imperativos de producción del mundo
maquínico, esta utilización parece independizarse de la constante marcación autorreflexiva y paródica para pasar a constituir la lógica de
la realidad que construye la novela, haciendo que la imagen prolifere
como lógica que equivale sólo a sí misma. Por un lado, mediante la
prolongación de la trama: luego de que todo lo importante ha ocurrido
(y se introduce ya aquí el problema de la jerarquía de los acontecimientos narrables) la novela continúa. Si bien la suma de estos episodios está marcada por un uso del suspenso que se muestra como tal, al
mismo tiempo, y justamente por eso, lo que parece regir la extensión
es la prolongación de la novela más allá de sus posibilidades. Una prolongación propia no del intento literario, de la alta literatura, de llevar
la narración hacia adelante, sino del éxito televisivo. Cuando rige el
rating, el espectáculo debe continuar sin importar cómo esto afecte a la
calidad de la ficción. Luego de que el Canal Rebelde ha tomado ambos
canales cumpliendo así con su objetivo, y permitiendo que los personajes argentinos vuelvan a juntarse luego de la separación a la que los
había sometido la trama, luego de que la narración alcanza una nueva
estabilidad, la sucesión vuelve a ponerse en marcha y sigue un supuesto
intento de Denis de raptar a su hijo para volver a la Argentina, la quema y reducción del planeta completo por parte de los sobrevivientes
de la derrota y la evacuación de todos los planetienses hacia un nuevo
planeta. Como si esto fuera poco, continúa la decisión de deportar a
los argentinos, las mentiras para lograr que se embarquen, el intento
de escape de Denis, los engaños para encubrirlo, su nueva captura para
la “exportación”, los avatares del viaje de regreso y, lejos de un arribo
feliz, se sucede, no de manera absurda sino simplemente inútil, el error
de cálculo que hace que la nave se quede sin combustible, la necesidad
de arrojarlos al mar y los modos en que Kapor y Denis se las arreglan
para llegar al continente.
Por otro lado, mediante el trabajo sobre el estereotipo. Si la caracterización de Gustavo Denis y Osvaldo Kapor remite directamente a
los personajes reales en una relación alegórica, lo interesante es cuando
los lugares comunes se vuelven literales, sin desprenderse totalmente
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
de la parodia pero casi al borde de una concepción diferente del chiste
(eso que no existe en Planet). Si Osvaldo Kapor se ha convertido literalmente hacia el final de la novela en el indio Catriel, cuando Gustavo
Denis se enamora siente físicamente los dolores del enamoramiento en
su cuerpo:
“Cinco segundos después salió Denis. Iba arrastrándose; la angustia del alejamiento de Sabina le dolía como una quemadura.
Maldita sea ¿qué le había hecho esa mujer, acaso lo había embrujado? No tenerla cerca era insoportable en todo sentido: físico,
espiritual, intelectual. ‘Me duele hasta el alma’, pensó y rodó por
los tres escaloncitos de la puerta.” (1998: 39).
El nombre del planeta, que lo designa de manera referencial, y el título
de la novela, de manera similar a como ocurre en Realidad, ponen en
el centro esa literalización. “Planet” es un planeta, tal como la traducción de la palabra lo indica, a la vez que una novela sobre ese planeta,
y en esta proliferación de reversos, se pierde por momentos el origen
que permitiría pensar en una extrapolación para caer en la lógica de la
proliferación de la imagen, detrás de la cual ya no existe ni lo real ni la
realidad.
Realidad comienza también por la explicitación de un lugar común, pero en este caso se introduce, desde el íncipit, algo que la literalización del lugar común de Planet no llega a desarrollar: la tensión entre
novela e imagen televisiva, entre lo que se escribe y lo que se ve. “Si lo
que sigue va a leerse como una novela, entonces conviene decir ya mismo que los terroristas entraron al canal con un lugar común: a sangre y
fuego” (2009: 7). Entre ese lugar común y el título se esbozan algunas
de las tensiones que recorren el texto de Bizzio: por una parte, el clisé,
si bien se define como tal en tanto la lectura del texto se haga como
novela, no implica la literatura reflexionando sobre la literatura, sino
que refiere directamente al paisaje massmediático y se convierte en una
novedad temática: no hay novelas en la literatura argentina que traten
sobre fundamentalistas islámicos tomando un canal de televisión. Por
otro, el título funciona como indicador del problema (el problema de
la realidad, de la realidad televisiva y de la realidad de los reality) y a
la vez como chiste: eso que el autor plantea autorreflexivamente en el
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título se continúa en la ironía subrepticia que el narrador en tercera
omnisciente introduce mostrando simultáneamente su poder y la censura que rige su discurso en tanto debe adaptarse a un formato que no
es sólo el de la literatura.
Si en una idea tradicional de novela, el modo en que se elige construir al narrador es fundamental, Bizzio parece explotar esa posibilidad llevándola a un extremo en que el uso se tensiona con la marcación. La mayoría de los narradores de Bizzio al mismo tiempo que
son piezas centrales en la construcción de los paisajes massmediáticos
televisivos, en el aprovechamiento de sus lógicas y en la exposición
autorreflexiva de sus contracaras, habilitan su perforación mediante
utilizaciones indebidas, excesivas, que no pueden ser orientadas en
ningún sentido moral o ideológico. En Realidad, es el narrador el que
continúa generando esa tensión que se nos plantea al comienzo entre
el título, la explicitación del lugar común y el modo de lectura, el que
se coloca en el lugar de la indecidibilidad y así ejerce la violencia. Es el
narrador el que al mismo tiempo que insiste en mostrar la corrupción
del ambiente televisivo utiliza la técnica del videoclip para narrar el
pasado de los personajes. Y, sin embargo, muestra ese pasado, que se
debate en clave melodramática, como algo más perverso y en cierto
sentido más íntimo que lo que cualquier cámara de televisión podría
mostrar y hace que de lo pornográfico, fácilmente asimilable, se pase
a lo que Hal Foster (2001) piensa, al hablar del arte contemporáneo,
como lo obsceno.
Pero fundamentalmente, es el narrador el que introduce la lógica
del timing, del suspenso y del morbo televisivo (eso que casi no se
dice autorreflexivamente) mediante la parcialización y tergiversación
de la información. Nunca sabremos, por más que sepamos que es un
juego, quién está simulando y quién no. Nunca sabremos dónde queda la “realidad” de lo que hacen los personajes, particularmente Robin. Nunca sabremos hasta dónde llega el poder del guión. Todo esto
obliga a realizar una pregunta similar a la que exige el reality como
formato: ¿lo están haciendo de verdad o es una estrategia para ganar el
juego?; o, en su segunda formulación, ¿es espontáneo o una actuación
planeada por la producción? (e incluso, dando un paso más: ¿es el formato, sin control, sin la actuación de un Hermano Mayor, el que hace
102
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
que la realidad se produzca de ese modo?).43 La pregunta por la autenticidad de la acción. Tal vez, en el poder de la narración para generar
estas preguntas y no en crear un verosímil que bordea el fantástico,
se define el realismo de Bizzio. Una novela que capta y utiliza una de
las lógicas predominantes de la construcción de la realidad, la del reality, la de la televisión, y a la vez deja ciertas imágenes con tal nitidez
que necesariamente perforan el ojo del lector hasta casi parecer irreales
aunque, en realidad, poseen una definición superior, al contrario de lo
que sucede con la simulación de los dinosaurios de Jurasic Park (en la
cual, según afirma Manovich (2006) fue necesario disminuir la calidad
de las imágenes de los dinosaurios para que las que eran filmadas con
personas reales no diera la impresión de no ser reales al someterlas al
contraste).
Un problema, el problema del realismo, el problema de la literatura
y los “nuevos medios”, que en esta novela de Bizzio se debate también
en otra reformulación de la tensión que plantea el incipit: la tensión
entre lo que se ve (la imagen) y lo que se oye o dice (los diálogos). Por
una parte, el narrador parece enfatizar el sonido que acompaña las imágenes, un detalle que en vez de aportar al efecto de realidad lo destruye.
Es una intervención en la imagen, que a la vez que la utiliza la muestra
como tal, que separa lo que naturalmente va unido en la realidad de la
pantalla pero al mismo tiempo logra enfatizar la visualidad de la escena
por contraste. Por otra, y retomando algo ya esbozado en Planet, la
narración va generando una tensión que pone en cuestión las jerarquías
de los hechos que se narran, dejando en el centro la pregunta por lo que
es necesario narrar, pregunta que nuevamente queda entre la lógica del
espectáculo y la necesidad de la novela. Y es aquí donde intervienen
los diálogos. Si podría volverse fundamental para el espectáculo ver
cómo los chicos se entregan a una orgía, mostrar, al menos, algunas
capturas, esas imágenes se velan, apenas se narran, para que queden en
43 Esta tensión, particularmente con Robin, se mantiene a lo largo de la novela. Si la revelación
de Robin en el comienzo se produce en el momento justo para ser salvado de la eliminación y
unas páginas más adelante se afirma que los personajes son caracterizados por los guionistas,
luego Robin afirma sólidamente que no está actuando y los panelistas son colocados por el
narrador como los paranoicos en busca de un sentido oculto. Y sin embargo, hacia el final
la tensión vuelve a ser puesta en el centro cuando Robin se disculpa “Perdoname, pensé que
me estaban viendo… Todo el tiempo me parece que me están grabando. Es una locura. En el
hospital a veces me hacía el muerto” (2009: 204).
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primer lugar los diálogos como materia (a la inversa, sí se ve todo lo
que sucede afuera, lo que los televidentes no ven —las negociaciones,
las reacciones de los padres— y se ve en clave televisiva, desde el clisé
de los auriculares hasta los de las bases de operaciones). Esos diálogos
que Omar fuerza no sólo vuelven a poner en el centro el guión como
forma de mediación, como manera de narrar la relación entre literatura
e imagen, sino que al mismo tiempo vuelven a producir una voz que
funciona como ruido en los paisajes massmediáticos televisivos, y que,
en este caso, cuestiona la autoridad del narrador, ya que si éste afirma
que Robin no sabe hablar, cuando el personaje lo hace está lejos de hablar “con fragmentos de oraciones, con palabras sueltas que en el mejor de los casos giraban como insectos alrededor de una luz” (2009: 18).
Así, la lengua de los diálogos, cuando no es una puesta en primer plano
de lo convencional y lo impostado (los diálogos de Bizzio se mueven
en esa tensión), logra la materialización de un personaje arrancándolo
de las garras del narrador que, o bien lo puebla de clisés, o bien ejerce
violencia con su autorreflexividad.
Realidad, a diferencia de Planet, logra generar un lugar particular
para el lector, que lo deja muy cercano al rol del espectador. Un lugar
imposible entre dos frentes. Si en una novela policial la búsqueda del
sentido oculto es consustancial a la lógica de la literatura, si buscamos
desentrañar las pistas en la novela de Bizzio, en el reality que se narra,
quedamos demasiado cerca de convertirnos en panelistas paranoicos
“encontrando el sentido oculto de una tos o descubriendo un plan en
un tropiezo” (2008: 30). Pero si no lo hacemos, coartamos la posibilidad de la proliferación de la ficción y los actos cotidianos se vuelven
simplemente eso, insignificancias cotidianas (que nos dejan al mismo
tiempo en el lugar del espectador ingenuo y del mal lector del realismo,
aquel que piensa que el realismo tuvo algún momento de ingenuidad).
Si en un momento del campo literario argentino la pregunta por la
ficción parecía estar marcada por la pregunta por la posibilidad de su
continuación, nada podría ser más efectivo para despegarse de cierta
negatividad que descubrir un plan en un tropiezo y una historia en una
tos, y sin embargo, hoy, ahora, eso nos convierte en panelistas paranoicos de un reality show, formato en el cual la puesta en el centro de la
nada parecería hacer peligrar la producción de la ficción en la pantalla
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
chica, promulgando la sentencia de muerte de la telenovela, la creación
“más genuina de la televisión.” (Hermida 1999: 174).
V. Sergio Bizzio (II): imagen y novela
Y si al hablar de la mediación que ejerce el guión decimos “vuelve”,
es porque la puesta en el centro del guión como modo de plantear
la relación entre literatura e imagen televisiva había sido introducida
en Era el cielo. En la novela anterior de Bizzio, los personajes no son
protagonistas de un programa sino que, tanto el narrador, como su novia Vera, son sus hacedores: escriben para la televisión. Los personajes
quedan así, por su profesión, entre la imagen y la palabra, ponen la
palabra al servicio de la imagen al mismo tiempo que crean la imagen
con la palabra.
Si el protagonista de la novela queda encerrado desde el comienzo
en la imagen de la violación que estalla y se adueña de su entorno (atrapado en la abyección de su perspectiva ya que intenta dejar de mirar
y no puede desprenderse de esa escena que construye, que se explicita
como construida, en la cotidianidad del hogar y que lo invade), en la
primera parte de la novela, la interacción entre escritura y televisión
se resuelve en una proliferación de imágenes que, al armarse y desarmarse, al materializarse en diversas formas, desde las fotografías a
los dibujitos animados, parecen sostener el desarrollo de la trama. Al
mismo tiempo, en esta primera parte, en los conflictos de miradas se
juega tanto un problema sentimental, en lógica melodramática, como
la lógica que la narración elige para poder seguir su camino hacia adelante. Así, si el primer flashback se articula a partir de una imagen del
hijo (que cae en la mente del narrador “como una piedra, provocando
un oleaje que bañó de terror las costas en miniatura de mi vida” [Bizzio, 2007: 16]), si el amor se define por una coincidencia de imágenes,
las reflexiones del narrador ante las mismas parecen apuntar, comentar
la idea de ficción (desde la diferencia entre imitar y adoptar con devoción un gesto, pasando por la crítica a la mala edición de un corto de
promoción de una novela, hasta la inutilidad de las palabras frente a la
mirada de su ex mujer).44
44 En un sentido más tradicional de la relación entre imagen y palabra, se vuelve necesario marcar las líneas de cruce que esta novela parece entablar con la producción poética de Bizzio, con
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La lógica que articula esta sucesión se explicita hacia el final del
íncipit:
“No podía decirle que lo había visto todo. Pero si dejaba que me
lo dijera ella no podría evitar la indignidad de fingir sorpresa,
violencia o desesperación. ¿Era mejor decirle que había sido un
cobarde, que había estado todo el tiempo ahí? ¿Eso hubiera sido
el fin de mi vida con Diana, con Julián, el final de lo que vine a
buscar? Eché un último vistazo hacia adentro y supe que lo que
haría era aplazar el engaño.” (2007: 14).
Este fragmento se compone a partir de la tensión entre lo que se ve y
no se dice y lo que se dice y no se ve. Tensión que se prolonga al resto
de la novela, produciendo el suspenso (la intriga melodramática pero
también la posibilidad de que la información develada se convierta en
chisme, mejor dicho, en chimento, en el “tema del mes” [2007: 15]) y
articulando dos de las fuerzas impulsoras de la ficción: narrar el engaño
y el no-poder-decir, narrar cualquier cosa, para no decir o volver a ver
la imagen; narrar las imágenes, o al menos la forma en que se cruzan
las miradas, para huir de la indignidad del fingimiento (para que en
esa huída aparezca algo más íntimo que la abyección de la perspectiva
del inicio, que había quedado marcada con algo de lo espectacular: el
patetismo del engañado y, fundamentalmente, la relación con el hijo).
Y todo esto punteado por los efectos sonoros, que se expandirán luego
en Realidad, y que si bien son utilizados para marcar la escena como
tal, quedan en este caso resonando en la narración, como si se prolongara la lógica del juego, en el que sonido es el elemento sobre el que se
fundamenta la creencia; como si la imagen muda fuera ya inútil (o parte
ciertas imágenes y voces que la articulan. Hay una gran semejanza de la voz del protagonista
con la que se construye en Te desafío a correr como un idiota por el jardín. Podrían ponerse en
relación ciertos momentos posteriores a la narración de la violación, como por ejemplo la nota
imaginaria que funciona de manera aislada (“Querida, vine antes para eso, dejé todo para venir
a contártelo, pero cuando llegué te estaban violando y no supe qué hacer. De hecho no hice
nada… aparte de mirar. Me siento muy mal por eso, casi más que por lo que te pasó. Esa es la
razón por la cual te lo digo recién ahora. ¿Podrías llevar a Julián a su cuarto y volver sola? Me
encantaría morirme, pero no quisiera que él esté presente” [2007: 21]) con el poema “Nota”
(“Vine a dejarte las llaves. / Encontré unos libros que te presté hace tiempo. / Me los llevo. / El
desorden no es mío. / Lo único que hice fue sentarme unos segundos en la cama. / La ventana
estaba abierta cuando entré y ya se habían volado todas las cosas” [2008: 46]).
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
de algo, nuevamente, demasiado íntimo que generaría interferencia en
la posibilidad de seguir el juego45).
Pero esta proliferación de imágenes comienza a funcionar de manera diferente cuando el protagonista narra su iniciación como escritor, a partir de un episodio de infancia que involucra una lectura de
Kafka. Desde ese momento, empieza a interactuar con la aparición de
mecanismos de productividad ficcionales que el narrador se encarga de
introducir, mesurar y sopesar. Modos (políticas) de escrituras que se
van tensionando entre sí, superponiéndose, pero que nunca se definen
sólo en las esferas de la alta literatura sino que parecen proponer un
entre-lugar entre lo comercial y lo artístico que supone un enfrentamiento pero también un intercambio de mecanismos de producción
(y cabe aclarar que sobre esta novela se dio una interesante discusión
sobre el valor y la función de la escritura y la literatura, discusión que
se articuló entre reseñas de diarios, comments de las ediciones electrónicas y entradas de blogs).46 Así, en esta espectacularización de diferentes modos de escrituras y también de diferentes etapas del proceso
de producción (desde el encargo o la invención, pasando por el modo
de realización, hasta llegar al producto terminado), la novela no sólo
45 “Mirándola mover las manos me di cuenta de que podía entender lo que escribían al gesticular; si en la vida real se cortara de repente el sonido, como en una película, yo sería capaz de
entender lo que decían” (2007: 82).
46 La narración del episodio de iniciación termina marcando la diferencia de intereses de la juventud y la adultez: del interés por el ritmo, al interés por la trama. Luego se narran los modos
de escribir de Diana y Vera articulados por la “disciplina” y el “entusiasmo”, lo que es seguido
inmediatamente por la narración de una escena en que el protagonista se muestra escribiendo un guión, detallando los procedimientos y dificultades, al mismo tiempo que, de manera
opuesta a sus dos mujeres, se distrae con la japonesa. Al no poder escribir el guión, para
terminar esta sucesión de modos de escritura, el protagonista escribe una lista de sus miedos
que se incluye en la novela (y aquí habría que retomar el vínculo con la producción poética de
Bizzio, ya que esa lista en relación con otras enumeraciones se acercan al poema “Lloraría”).
La cuestión del valor aparece tensionada explícitamente en las oscilaciones de una frase. El
narrador luego de leer una fragmento de Peter Handke comenta: “Me pregunté si Vera sería
capaz de escribir alguna vez algo así, no igual o mejor, la frase no es gran cosa después de todo,
sino desde ese lugar” (2007: 80). La duda sobre el valor que podrá alcanzar la escritura de Vera,
siempre en peligro de no escribir “la” novela, según afirma también el narrador, por la distracción que otros proyectos de menor trascendencia generan, y la desestimación de la lectura
de esa pregunta desde la cuestión del valor para pasarla al conflicto sentimental se tensionan,
ya que a pesar de esta desestimación final no podemos olvidar que el narrador ha calificado
tan solo un momento antes la frase de Handke como “demoledora”, cargándola con adjetivos
de valoración que la dejarían claramente del lado de la Literatura con mayúscula. Podríamos
arriesgar que toda la novela se mueve, pone en escena y usufructúa la tensión en torno al valor
que se condensa en esta frase, cruzándola con la tensión entre escritura, literatura y vida.
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aprovecha ciertos mecanismos sino que también muestra (y alcanza,
al hacer, por ejemplo, que ciertos personajes simplemente se pierdan)
el punto vacío y sin retorno de la indistinción: aunque la cuestión del
valor nunca deja de introducir tensiones en la posible confusión, los
mecanismos de producción se superponen y se suceden de tal forma
que ya no es posible diferenciar claramente lo que distingue el modo
en que se escribe un guión por encargo (el protagonista escribe fervientemente el guión que se le pide, encerrándose en un proceso de
escritura que afecta toda su existencia, como si estuviera escribiendo
algo importante), la manera en que se produce un best-seller (más allá
de los mecanismos de venta que lo colocan luego en el lugar de la no
escritura, el libro de Tambutti supone un verdadero proceso de invención, tanto del texto como de la figura del autor, que se pone en primer
plano cuando el ex-escritor vanguardista, luego de la puesta en escena
de la ficción, responde, fastidiado, que no fue así como ocurrió) y la
forma en que se produce la novela (lejos de cualquier imagen de escritura que absorba la vida del escritor o que suponga una iluminación
epifánica, “la” novela de Vera se produce ordenadamente, siendo enviada por e-mail para su corrección a un ritmo regular y permitiendo
que la escritora siga con sus otras actividades profesionales y turísticas
sin ninguna interferencia).
Es en uno de estos mecanismos donde se condensa lo que podría
pensarse como una articulación de la novela, que vuelve a poner lo
televisivo en el centro: el pedido del Gerente de Programación. El narrador afirma:
“Quería un poco más de acción, eso era todo. Una muerte, un
golpe bajo, otro casamiento, algún secuestro, más besos, más
sexo, más de eso, estaba como desbocado. ‘Toda la carne al asador’ había sido su consigna del comienzo de la tira, contradiciendo una vida profesional enteramente dedicada a la dosificación
de la nada, al estiramiento de lo mínimo en el mejor de los casos;
ahora no había forma de echarse atrás, estaba jugado, todos estábamos jugados, lo que podía hacerse ya se había hecho y los
dos únicos caminos que nos quedaban eran el subrayado y lo
imposible.” (100).
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
Sin duda, se podría leer toda la novela en esta lógica, como también
se podría leer toda Realidad desde ciertas formulaciones autorreflexivas del narrador. Después de “poner toda la carne al asador” con la
escena de la violación, Era el cielo se entretiene con la dosificación de
la nada que implica narrar los avatares de la vida de un cuarentón al
borde del despido, que extraña a su hijo, tiene miedo a volar y se va
a vivir con y es engañado por una mujer más joven. Pero también es
fundamental pensar cómo la novela resuelve el pedido del Director de
Programación. El episodio de Lainez es la primera respuesta, algo que
bordea lo fantástico al mismo tiempo que puede ser sólo una muestra
realista: la única manera de dar el salto a la realidad del exceso de excentricidad del medio artístico (que ya no es simplemente el divismo
de Hollywood) es poner un tiburón en una piscina y nadar con él (un
episodio diríamos típicamente aireano, si no fuera por el hecho de que
los diálogos van marcando la narración y la tensionan con una cotidianidad diferente). Sin embargo, además de incluir los poemas de la hija
de Lainez en este episodio, luego, inmediatamente, sigue la narración
del argumento de la novela de Vera, que no casualmente se compone
mediante un retroceso hacia una acumulación de causas que desatan un
episodio desafortunado (antes, incluso antes del episodio de Lainez,
en el grado cero de la proliferación, el recursos más típico: la narración
del sueño del paranoico). Pero, más importante aún, sigue la enumeración por parte del narrador de todo lo que ha hecho su joven novia
en ese tiempo, y que contrasta con su inactividad (“En tres meses había escrito ya 112 páginas. En ese mismo tiempo se había hecho cargo
de 70 libros de televisión, había leído 5 o 6 novelas, había visto unas
30 películas y 7 obras de teatro, 1 show de acrobacia, 3 conciertos de
rock, había almorzado o cenado afuera con amigos o con compañeros
de trabajo unas 60 veces, había ido a unas 10 o 11 fiestas, había viajado
a España, se había enamorado, había escrito la primera versión de un
guión de cine y había nadado en una pileta con un tiburón” [116-7]).
En la proliferación de formas que encuentra la novela para responder
a la demanda de más acción, formas que no son sólo reproducción de
las soluciones massmediáticas pero tampoco de los modos en que ha
resuelto una demanda similar lo que ahora es alta literatura (y en el
mostrar el cruce entre esos dos caminos) se juega la escritura de esta
novela, y ciertos mecanismos de la poética de Bizzio. Y también en la
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109
tensión que se entabla, y que el comienzo de Realidad retoma, entre
la estructura del episodio de la sitcom, que permite dejar que algunos
personaje se pierdan, el ordenamiento en capítulos y la pericia de la
técnica novelística (o del guionista) que permite manejar acertadamente el flash-back, es decir, la tensión entre las posibilidades de la novela
hoy y la expansión singular de los nuevos medios, ya que como dice el
narrador de Era el cielo “La idea de ir hacia atrás es más vieja que la de
ir hacia adelante” (116).
VI. Temporalidades
¿Generosa interacción o disciplina invasora? ¿vuelta inmaterial de los
cuerpos o marcación violenta? ¿obedecer la historicidad que plantea la
imagen o hacer jugar su elemento anacrónico a través de la escritura?
La poética de Bizzio se plantea en un entre que, a través del camino
desviado que le ofrece lo televisivo, estructura como núcleo productivo estas tensiones, cruzando la escritura de la novela, por un lado, con
escrituras de segunda mano y, por otro, con la proliferación de imágenes, con la lógica singular que implica su intervención en lo real, que
marca al menos una de las facetas del presente. Parece así haber vuelto
productivo un cruce de temporalidades que la revista Babel comenzó
a elaborar a fines de los ochenta: la generación de un espacio entre
dos épocas, que supuso pensar en los fines de una etapa que se definía
bajo el amplio término de modernidad y el advenimiento de una configuración del campo literario e intelectual (social y cultural) diferente,
que exigía una redefinición de categorías y de imaginarios (redefinición
en que los discursos que se articularon en torno del término posmodernidad y los “fines” de lo moderno, ya fuera para ser rechazados o
redefinidos, cumplieron un papel importante, tanto como el que ahora
desempeñan las discusiones en torno, por ejemplo, a la posautonomía).
Esto no implica pensar en términos de generación sino de intervención: una intervención situada históricamente que ciertas poéticas, que
podrían pensarse como marginales a la misma, vuelven productivas,
necesariamente reformulándolas e incluso volviéndolas en contra de
esa primera instancia (ya que, se sabe, cierta manera de pensar y producir literatura parece no llevarse bien con lo que se incorpora a la
cultura). En los paisajes massmediáticos televisivos de Bizzio se pueden leer entonces modos singulares de trabajar con la tensión entre las
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
nuevas configuraciones del presente y la literatura que, en tanto tal,
supone cierta carga de algo anterior. Como si se instalara entre los dos
sentidos de lo contemporáneo: el explotar la novedad y el saber que la
única forma de estar en el presente es el anacronismo. Modos que permiten estudiar y diagramar una zona de la abrumadora simultaneidad
de poéticas del campo literario argentino del presente (simultaneidad
que la crítica necesariamente contribuye a crear en tanto percepción al
proliferar los estudios sobre “poéticas” cada vez más “actuales”).
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Relatos de mercado. Una definición y dos casos de la
literatura latinoamericana
Por Cristian Molina
I. Relatos de mercado
En Las reglas del arte, Pierre Bourdieu refiere la existencia de ciertos
enunciados normativos o performáticos a través de los cuales se hacen evidentes las posiciones estructurales de los artistas en el campo
de producción simbólica y sus relaciones conflictivas con los campos
social, político o económico del contexto del S. XIX. Esta apreciación
la sostiene a partir de un análisis del Traité de la vie élégante de Balzac
y, como sabemos, de la especificidad de la literatura francesa trazada a
priori como recorte y principio metodológico. Pero en Las reglas del
arte, si hay una metodología deliberada, ésta consiste en transformar o
en usar las producciones francesas (y artísticas en general) para extraer
de ellas un análisis de la estructura del campo artístico, constituida por
fuerzas que se imbrican y/o se oponen en función del desarrollo histórico de su autonomía relativa. Lo que se pierde, sin embargo, en esa
operación, es el postulado de la existencia específica en pleno S. XIX
de enunciados literarios muy particulares, en los cuales la presencia del
mercado simbólico47 se torna un elemento central de la narración que
47 “La historia cuyas fases más decisivas he tratado de restituir practicando una serie de cortes
sincrónicos, desemboca en la instauración de ese mundo aparte que es el campo artístico o el
campo literario tal como lo conocemos en la actualidad. Este universo relativamente autónomo (es decir, también, relativamente dependiente, en particular respecto al campo económico y
al campo político) da cabida a una economía al revés, basada, en su lógica específica, en la naturaleza misma de los bienes simbólicos, realidades de doble faceta, mercancías y significaciones,
cuyos valores propiamente simbólico y comercial permanecen relativamente independientes”
(Bourdieu, 1995: 213). De esta manera, el mercado de los bienes simbólicos es un espacio
constituido por una dualidad económica-simbólica que se desprende de sus componentes y
que, en términos de Bourdieu, promueve un desdoblamiento entre obras destinadas al mercado y obras puras que se organizan de un modo relativamente autónomo. Como señala el
paréntesis de la cita, el calificativo de relatividad atribuida a esa autonomía, implica, al mismo
114
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
permite leer cómo los escritores conciben —y, por lo tanto, practican,
o intentan practicar— las relaciones entre literatura y mercado. Se opaca, en virtud de la focalización en las estructuras, la proliferación de relatos de mercado que, al menos desde el S. XIX, comienzan a emerger
en diferentes autores y en diferentes contextos nacionales.48
Un relato de mercado es una narración sobre el mercado de los
bienes simbólicos —ya sea sobre sus agentes, sobre sus productos y/o
sobre sus consumidores— que permite leer las significaciones y las
prácticas estéticas y económicas que sus autores realizan de/en él. Se
trata de un texto donde se genera la presencia del mercado de los bienes simbólicos a través de la aparición de personajes —generalmente
protagonistas— relacionados con él en el plano ficcional, que hacen
evidente la dualidad económica-simbólica constitutiva de ese espacio
(Bourdieu, 1995), a veces como una tensión, otras como un énfasis deliberado sobre uno de los componentes de la dualidad. Un relato de
mercado posibilita, entonces, la focalización de la lectura en el mercado de los bienes simbólicos como presencia que interfiere la narración
desde el plano de los motivos; pero también desde el plano de los procedimientos y de la circulación que éste, o la obra en la cual se inscribe,
efectúa a partir de las relaciones de analogía, fusión y/o contraste entre
el plano de la representación y el de las operaciones de mercado que
efectúa su autor. De este modo, se pueden leer posiciones y prácticas
de sus autores en el mercado editorial y simbólico.
En el S. XIX, en el contexto de la conformación de los mercados
literarios en Europa y de la incipiente emergencia de un público lector en Latinoamérica que dará origen, recién a principios del S. XX,
tiempo, la dependencia relativa entre ambos polos. Entonces, la categoría mercado de los bienes simbólicos, lejos de implicar una simplificación en un polo autónomo como se ha leído a
Bourdieu tradicionalmente desde su idea de “campo”, permite una apertura a través de la dualidad no dualista de un espacio económico-simbólico basado en términos de co-presencia y de
tensión de los dos polos; incluso, a veces, en una relación de subordinación; pero nunca en un
purismo reduccionista totalmente autónomo. En adelante, emplearé indistintamente mercado
de los bienes simbólicos y mercado simbólico como sinónimos que aluden a esta definición
bourdiesiana.
48 Opacar y perderse son dos verbos que funcionan para calificar —y no sólo predicar— un
efecto de lectura crítica de Las reglas del arte y que, por lo tanto, suponen concebir que Bourdieu admite la presencia de dichos enunciados, en varias partes del texto; pero que no logra
sistematizar ni una definición, ni un análisis específico de este tipo de relatos particulares que
emergen y proliferan, no casualmente, en el momento en que el propio Bourdieu sitúa el proceso de conformación del mercado simbólico.
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115
a un mercado editorial relativamente autónomo, emergen relatos de
mercado.49 Les illusions perdues de H. de Balzac, Bel Ami de G. de
Maupassant, Hambre de Knut Hamsun, “El rey burgués” de Rubén
Darío, “Historia de un peso falso” de Gutiérrez Nájera, etc. constituyen algunos ejemplos. A lo largo del S. XX, y en diferentes momentos
históricos y de desarrollo de los mercados editoriales nacionales, en
Latinoamérica, se van sucediendo distintos relatos de mercado como
“Las paradojas del talento” de Payró, las novelas y algunos cuentos y
obras de teatro de Roberto Arlt, Angustia de Graciliano Ramos, La tía
Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa, Lo imborrable de Juan José
Saer etc. En el presente, existe una proliferación diseminada de relatos en la literatura mundial en plena globalización económica: Locked
room de Paul Auster (1987); Hollywood de Charles Bukowsky (1989);
El volante (1992), “Duchamp en México” (1997), El congreso de Literatura (2001), Varamo (2002), El Mago (2002), La princesa primavera
(2003), Las noches de flores (2004), Los misterios de Rosario (2005),
Parménides (2006), La vida nueva (2007), de César Aira; El traductor
(1994) de Salvador Benesdra; The information (1996) de Martin Amis;
Tinta roja (1996), Cortos (2007), Las películas de mi vida (2004) de Alberto Fuguet; 13,99 Francs (1997) de Frédéric Beigbeder; Wonder boys
(1997) de Michael Chabon; A caverna (2000) de José Saramago; Cosa
de negros (2003), Las aventuras del Sr. Maíz (2005), El curandero del
amor (2007) de Washington Cucurto; Angosta (2004) de Héctor Abad
Faciolince; Budapest (2004) de Chico Buarque de Holanda; “Casa con
diez pinos” en Los lemmings y otros (2005) y Ocio. Seguido de Veteranos del pánico (2006) de Fabián Casas; The wonderfull life of Oscar
Wao (2008) de Junot Díaz; La possibilité d’une île (2006) de Michel
Houellebecq; Berkeley em Bellagio (1997) y Lorde (2006) de João Gilberto Noll; La mafia rusa (2008) de Daniel Link; Exit Ghost (2008)
de Pihlip Roth. La atención en los mismos como relatos de mercado,
como un tipo particular de texto literario, por parte de la crítica latinoamericana, ha sido nula.
49 Sobre la constitución desigual, aunque isócrona, de ese espacio entre Europa y Latinoamérica,
véase, entre otros: Bourdieu, 1995; Rama, 1985. Sobre la conformación desde fines de S. XIX
a principios de S. XX del mercado argentino: De Diego, 2006; Prieto, 1956.
116
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
En efecto, se han abordado las relaciones entre literatura y mercado
mediante ciertas categorías que se concentraron en diversos aspectos;
pero casi siempre de manera desvinculada. Por un lado, los conceptos
elaborados por R. Piglia y L. Cárcamo Huechante tendían a analizar
desde el terreno de la ficción dicha relación. Piglia propuso la lectura
de una “economía literaria” (1973) o de “ficciones de dinero” (1974,
1993) en las novelas de Roberto Arlt. Mientras la primera señalaba
“una teoría de la literatura donde un espacio de lectura y ciertas condiciones de producción son exhibidos” (Piglia, 1974: 60), la segunda se
concentró en relaciones generales entre ficción y economía —dinero
específicamente—. La presencia del mercado de los bienes simbólicos
en las narraciones de Arlt es sugerida por Piglia; pero la lectura no
resulta específica ni centralizada en las relaciones entabladas entre el
mercado simbólico (editorial) donde efectivamente circulaban esos relatos con el que aparece en el plano de la ficción, sino que se encarga de
mapear los significados que se deslizan en la superficie textual de distintos espacios (la biblioteca, la librería, etc.) y que ponen en evidencia
una poética económica —es decir, un arte que se construye como y con
elementos de la economía— en Arlt. En cambio, Cárcamo Huechante (2007) propone la categoría “imaginaciones económicas” para leer
las vinculaciones de la poética de varios escritores en relación con el
mercado económico —dentro del cual incluye y analiza el editorial—
del neoliberalismo chileno de la postdictadura; pero tampoco centra
el análisis en la presencia del mercado simbólico en la narración, por
ejemplo, de las novelas de Alberto Fuguet a las que toma como uno de
los ejes de análisis.
Otros artículos apelaron a categorías que, junto a las de Piglia y
la de Cárcamo Huechante, constituyen una constelación conceptual
desarticulada que ha revisitado la relación entre literatura y mercado
desde ángulos no necesariamente excluyentes ni opuestos, pero sí diferentes. En éstas, la atención recae en las circulaciones de ciertos textos/libros o autores, articuladas con las representaciones literarias o
con declaraciones de la actividad poética respecto del mercado. El foco
pasa a ser los modos de circular que determinados autores realizan en
contextos y condiciones determinadas, a partir de las cuales definen
posiciones o valores en el mercado simbólico —en estos casos, literario
o editorial generalmente—.
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117
La primera de las categorías es la de Graciela Montaldo y la desarrolla en “Borges, Aira y la literatura para multitudes” (1998). Allí,
Montaldo indaga las formas en que los textos de Borges de la década
del ’30 fueron pensados para y puestos a circular en los canales de un
público extendido y no de pares, al punto de que: “el trabajo de Borges tiene que ver por esos años con la producción de un nuevo tipo de
ficción, completamente funcional al nuevo discurso de los medios y
que se articulará posteriormente a sus ficciones” (11). De igual manera,
sostiene Montaldo: “Quizás, como en el caso del Borges de los ’30,
Aira se coloca en el ojo de la tormenta, en el lugar en que no debe estar
y, con su escritura, desbarata el sistema de la letra; al menos el sistema
bajo el cual la escritura circula actualmente: lo estéticamente correcto de los premios, de las editoriales comerciales y de los suplementos
culturales” (15). Entonces, una “literatura para multitudes” en Montaldo, señala la reciprocidad entre poética y circulación de los textos,
así como entre las maneras en que el mercado extendido de los ’30 y
las nuevas y actuales condiciones de producción imprimen direcciones a las operaciones literarias y a las posiciones —desviadas— de los
escritores en el mercado. La categoría de Montaldo opera en un plano
diferente y por fuera de la ficción de los textos literarios. Se concentra,
así, en declaraciones de entrevistas o ensayísticas y en sus vínculos con
la circulación de la obra de Borges y de Aira. Por lo tanto, minimiza el
análisis de los textos literarios de ambos en función de prácticas en/con
el mercado. Sin embargo, un procedimiento valioso es el afán de trazar
líneas de continuidad de la relación con el mercado editorial entre una
operación de los ’30 y una del presente a través de significaciones y
prácticas distintas. Como si insinuara que en esa relación conflictiva,
hay continuidades y rupturas que se pueden reconstruir.
Por otro lado, en el texto “Literatura y mercado” de Daniel Link
(2003), se sostiene que: “Dos novelas emblemáticas de la década del
noventa, cada una a su modo, parecen hablar de esta crisis aguda del
universo de las representaciones, no tanto como textos, sino sobre todo
como libros, como objetos ‘culturales’ que vienen a ocupar un lugar en
las librerías y en los medios especializados” (11). Link se refiere a Plata
quemada (1997) de R. Piglia y a Las nubes (1997) de Juan José Saer, y
entiende que ambas clausuran un modo de circular de la literatura en el
S. XX, “tematizando el anacronismo” en el cual se sostuvieron en los
118
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
años anteriores a su fecha de publicación. Link propone que mientras
Las nubes queda subsumida dentro de un canal de publicación como
Seix Barral, que pertenece al Grupo editorial Planeta, hegemónico en el
mercado editorial amplio al que Saer siempre se opuso, Plata quemada
tematiza desde el estilo deshilachado y hollywoodense un neopopulismo de mercado diferente al de las producciones anteriores de Piglia.
Esa paradoja, síntoma de una clausura, para Link, se diferencia de nuevos modos de circular presentes en la obra de César Aira, que parece
desafiar el mercado: “Si la literatura parece hoy ‘cosa del pasado’ no es
por su incapacidad para dar cuenta del presente (después de todo, el
presente no es sino un estado de la imaginación) sino por su debilidad
para enfrentar la lógica (reificante) del mercado que, por otro lado, es
su condición: Aira se lleva esa lógica por delante, Piglia (o Saer, o Fogwill) tropiezan con ella (y esos traspiés vuelven interesante la lectura
y el análisis de sus textos). Tomás Eloy Martínez sencillamente cae en
sus brazos (14)”. De esta manera, Link lee cómo las nuevas condiciones del mercado editorial inciden en la lectura —en algunos, la vuelven
interesante como tensión— de los textos de dichos autores. Y con la
palabra texto, Link se distancia de la noción de libro, para recuperar la
idea de dispositivo de lenguaje dispuesto a la lectura. Da cuenta, oblicuamente, de cómo ciertos textos deben ser pensados en función de la
circulación en la que se inscriben dentro de un contexto histórico del
mercado editorial.
Sandra Contreras, en “Superproducción y devaluación en la literatura argentina reciente” (2007), advierte la existencia de una trilogía
panameña de César Aira, donde éste: “fabula, en el filo entre los dos
siglos, la intrínseca relación entre literatura y mercado, más concretamente mercado editorial” (67). Pero se trata de una fabulación que, en
términos de Contreras, “tiene mucho de verdad o de auténtica intuición” sobre lo que implica publicar y, por lo tanto, ser un escritor en
el presente. El análisis parte de las representaciones de las tres novelas
para llegar a los modos de circular de Aira que constituirían “un efecto
Aira”, caracterizado por devaluar mediante un mecanismo de superproducción la “bolsa de valores literarios”. Si bien ese espacio, el de la
bolsa literaria, le permite a Contreras trazar diferencias frente a otros
escritores, como Saer —y a pesar de que señale específicamente esa
diferencia con Lo imborrable— no llega a indicar la presencia de rela-
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119
tos de mercado distintos entre Aira y Saer que posibilitarían leer esas
posiciones y prácticas disímiles en el mercado literario.
En realidad, ninguna de las categorías y de los modos de leer las
relaciones entre literatura y mercado, como vemos, permiten pensar
en narraciones literarias particulares a partir de las cuales se puedan
analizar dichas vinculaciones. Ninguna llega a especificar la existencia
de relatos de mercado en diferentes o idénticos contextos temporales
y espaciales. Por otro lado, cada una hace uso de diferentes niveles de
análisis que focalizan un aspecto y dejan de lado las complejas y plurales prácticas y sentidos que intervienen en torno de dichas relaciones.
En sus estudios sobre el modernismo y sobre el boom latinoamericano, Ángel Rama parece haber sido el único que analizó de manera
interrelacionada los distintos niveles involucrados en este problema:
discursos, prácticas y condiciones socio-históricas. Sin embargo, tampoco señaló la presencia de narraciones específicas donde tales aspectos podían ser leídos y analizados. La categoría relato de mercado, no
sólo especifica un modo de proceder que parte desde los textos literarios mismos a partir de su definición como narraciones que generan
la presencia del mercado simbólico, sino que, además, se abre desde
ese espacio hacia las prácticas estéticas y editoriales que cada autor de
esos textos sostiene por fuera del plano de la representación en un contexto socio histórico. Genera, así, un efecto de lectura en una zona de
interferencia donde historia, poética, circulación y representación se
abisman en función de esclarecer las posiciones y las prácticas que un
autor establece con el mercado simbólico. Lo cual permite no sólo trazar continuidades y diferencias en un mismo contexto socio-histórico
o espacial, sino, además, entre relatos de mercado situados temporal y
espacialmente de modo distanciado a partir de una relación que el crítico especula y construye. Lo que se pone en evidencia, de este modo,
son las relaciones diferenciales que se construyen contemporánea e
históricamente entre literatura y mercado.
II. El rey poeta Darío
En 1888, aparece el libro Azul, de Rubén Darío. Dentro de él, un cuento, “El rey burgués”, permite elaborar una comprensión de las relaciones entre literatura y mercado o, mejor dicho, de las significaciones
y de las prácticas de/con el mercado que Darío realizó desde la lite-
120
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
ratura. Es un relato de mercado. El mismo lleva implícito en el título
una contradicción: se trata de un rey burgués; es decir, una función de
autoridad a la cual se le atribuye una clase social que no le corresponde.
Se produce así una re-semantización de una función de autoridad tradicional y aristocrática que indicaría que la burguesía o, al menos, sus
valores ideológicos y económicos, en ese mundo atemporal y atópico
del cuento, instituyen el poder.
José Luis Romero en Latinoamérica. Las ciudades y las ideas y Ángel Rama en Las máscaras democráticas del modernismo indican que,
durante la segunda mitad del S. XIX en América Latina, el poder de
una oligarquía terrateniente y de una joven burguesía, imbuidas de la
doctrina del liberalismo económico, son quienes impulsan los procesos
de modernización. Ambos grupos sociales generaron las condiciones
materiales mediante las cuales se transformaron las ciudades y los países latinoamericanos. De modo que ese proceso estuvo estrechamente
ligado a la dinámica económica de corte liberal-burguesa. La ambigua
figura del rey burgués, entonces, recupera, metafórica y oximorónicamente, la constitución del poder latinoamericano de dos clases con una
misma ideología ilustrada que comenzaban a desarrollar las banderas
del progreso en las urbes latinoamericanas.
Ahora bien, las dos figuras centrales de ese cuento de Darío, el rey
burgués y el poeta, resultan, desde el punto de vista de la lectura que
pretendo ensayar, un juego de analogías y contrastes con la misma posición de Darío en el campo literario y en el incipiente mercado periodístico. Son las dos figuras en las que Darío ensaya una respuesta y una
representación de la posición de los artistas en el mercado literario que
recién comenzaba a constituirse. Retomemos el argumento del relato.
El rey burgués vive en “una ciudad brillante” y “muy poderosa” y:
“…tenía un palacio soberbio donde había acumulado riquezas
y objetos de arte maravillosos. Llegaba a él por entre grupos
de lilas y extensos estanques, siendo saludado por los cisnes de
cuellos blancos, antes que por los lacayos estirados. Buen gusto.
Subía por una escalera llena de columnas de alabastro y de esmaragdina, que tenía a los lados leones de mármol como los de
los tronos salomónicos. Refinamiento. A más de los cisnes, tenía
una vasta pajarera, como amante de la armonía, del arrullo, del
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121
trino; y cerca de ella iba a ensanchar su espíritu, leyendo novelas
de M. Ohnet, o bellos libros sobre cuestiones gramaticales, o críticas hermosillescas. Eso sí: defensor acérrimo de la corrección
académica en letras, y del modo lamido en artes; ¡alma sublime
amante de la lija y de la ortografía!” (Darío, 2009: 11-12).
Las riquezas y los objetos son acumulados, transformados en mercancías que le dan brillo a la ciudad. Son, asimismo, seleccionados por el
buen gusto del rey burgués, que resulta análogo al preciosismo y al refinamiento que el propio Darío pone en uso en su escritura —notemos
la proliferación de cisnes, lilas, columnas de alabastro, brillos que son
componentes siempre presentes en los poemas darianos y, sobre todo,
en Azul—. Pero el buen gusto del rey, en todo caso, está sostenido por
una economía de acumulación, por afán de concentración de recursos culturales, sin finalidad más que la exhibición o el entretenimiento,
más que el brillo de las mercancías que oculta su ideal y su belleza.
En un breve artículo, Silvia Molloy (1980) ha sostenido que el impulso de la escritura dariana se caracteriza por una voracidad y por un
solipsismo radical. Voracidad por la disposición a fagocitar la cultura
extranjera, acumularla y reelaborarla para componer su estética, y solipsismo porque ensaya la búsqueda de una forma poética latinoamericana que no es sino la confirmación de un vacío previo, razón por la
cual debe recurrir a los modelos franceses como punto de partida. De
ahí que, según Valverde:
“El modernismo, en su aspecto más superficial, tenía mucha decoración exótica, antigüedades clasicistas con faunos y ninfas de
escayola, decorados medievales y fantasías morbosas en ambiente dandy, alcohol, nocturnidad, disipación moral, sed de belleza
pura, pero lo decisivo fue que acertó a introducir un lenguaje
más rico y refinado. En la forma poética, dio nueva vida a la métrica, y trajo otras dimensiones imaginativas para las metáforas y
los temas. El estilo modernista resultaba así exquisito, matizado,
sorprendente, por ejemplo, en los colores, no se usaban los acostumbrados elementales, sino una detalladísima paleta […] Pero,
además, ese lenguaje refinado se hizo capaz de encontrar nuevas
bellezas en lo conversacional, incluso con ironía, y a veces recu-
122
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
rriendo a lo vago, a lo impreciso —al modo de Verlaine—, todo
ello con reciente pretensión de perfección artística.” (Valverde,
1981: 42).
El buen gusto del rey burgués, entonces, sostenido por el preciosismo
y la acumulación de exotismos, reproduce en este punto el gusto de
Darío. Pero frente a la museificación e improductividad contemplativa
o de entretenimiento del rey burgués, el buen gusto del modernismo
—y de Darío— opera en la economía poética una revolución cultural.
Se vuelve producción de auténtica literatura y no mera acumulación.
Es por eso que, inmediatamente, el cuento debe distanciarse y generar
ambigüedad respecto de ese acercamiento. Esto ocurre cuando el narrador aclara que las chinerías y japonerías del rey están allí “por moda
y nada más”, no por el ideal y la belleza artística, sino por pura convención instituida desde los criterios de novedad del mercado.
Esta distancia cobra mayor sentido cuando aparece la figura del
poeta. El rey, como burgués impulsado por el afán de acumulación, recibe al poeta dentro de su palacio, ya que es un benefactor de las artes:
“favorecía con gran largueza a sus músicos, a sus hacedores de ditirambos, pintores, escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima”
(11). En el comienzo de su presentación, el poeta, como “algo extraño
y nuevo”, le dice al rey que tiene hambre. La respuesta es inmediata:
“—Habla y comerás”. Pero lejos de producir comida o de satisfacer el
hambre, el habla profética e ideal del poeta, lo condena a su silencio:
“—Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una
caja de música; podemos colocarle en el jardín, cerca de los
cisnes, para cuando os paseéis.
—Sí —dijo el rey, y dirigiéndose al poeta:— Daréis vueltas
a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja
de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no
prefiráis moriros de hambre. Pieza de música por pedazo
de pan. Nada de jerigonzas, ni de ideales. Id.” (14).
El final es conocido. El poeta, condenado al silencio de una actividad
mecánica, muere cuando una helada lo encuentra en una noche fría de
invierno, realizando la tarea solicitada por el rey burgués para sobre-
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123
vivir. La trama de ese cuento, como vemos, revela al menos dos cuestiones en torno a las relaciones con el mercado, siempre que comprendamos que éste aparece bajo los criterios económicos del rey burgués
como un lenguaje utilitario y de acumulación. El primer asunto es que
existe un choque de valores entre el rey burgués —el benefactor de las
artes— y el poeta. Mientras el rey acumula objetos en base a los criterios de la moda y de la novedad, incluso de la rareza concebida como
un exotismo —forma cultural producto de la división internacional del
trabajo y del imperialismo—, el poeta persigue el ideal estético, pura
habla sin utilidad económica —de hecho, por eso está hambriento, por
eso recurre a la protección del rey—.
Ángel Rama asegura que la burguesía del S. XIX le retira al poeta
el rol que había tenido desde el período renacentista hasta fines del S.
XVIII, como aquel que, bajo su mecenazgo, contribuía a la educación,
el deleite o el adoctrinamiento político de la nación: “en ese mundo
regido por la fabricación y apetencia de las cosas, los principios de
competencia, la ganancia y la productividad, el poeta no parece ser una
necesidad” (Rama, 1985: 56). De ahí que, producto de la inutilidad del
habla poética, el rey deba darle una actividad en la que sí resultará útil:
la reproducción mecánica de una música. Música de la que no carece
la poesía tampoco, y menos la poesía dariana. Sin embargo, esa música
no es “mía en mí”, sino pura reproducción destinada a la satisfacción
del público. Darío traza, de esta forma, una distancia máxima entre
criterios de mercado burgueses y arte (poesía) a partir de la aproximación de dos gustos —el del rey y el del poeta— y de dos artes —música
mecánica y poesía—.
Es en este punto, donde surge la segunda cuestión que permite leer
el cuento. La sujeción a otra labor por fuera de la poesía, pero en íntima
relación con ella a través de la música, remite a la actividad periodística
que Darío desempeña, para pulir el estilo, para difundir su producción,
para lograr una consagración en un canal de público amplio, pero, sobre todo, para sobrevivir, como el poeta ante el rey burgués. Rama
también menciona que: “La exigencia que los llevaba al periodismo [a
los modernistas] no era vocacional sino de orden económico, debido
a que su sociedad no necesitaba de poetas pero sí de periodistas” (97).
De ahí que:
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
“El Garcín de ‘El pájaro azul’, y el poeta de ‘El velo de la
reina Mab’ y el de ‘El rey burgués’, y ‘aquella especie de
poeta’ de ‘La canción del oro’, y aun el escultor de ‘Arte y
hielo’ y la alondra de ‘El sátiro sordo’, parecen alter egos
del Darío juvenil de los años chilenos, y la situación que
se reitera en cada uno de esos cuentos, como en páginas
periodísticas ocasionales, es siempre la misma y al parecer
también real de ese tiempo: el creador desatendido, despreciado o burlado por los poderes materiales de la tierra,
que no reconocen el valor de su producto, y por lo tanto,
lo sumen en el desamparo y el hambre”.
La lectura de “El rey burgués” como relato de mercado genera una
zona de interferencia en la cual literatura, mercado y realidad se cruzan, se deslizan y se relacionan. De este modo, se reconstruye un núcleo de relaciones significativas que se proyectan hasta y se distancian
del presente, como veremos, a propósito de El Mago, de César Aira.
III. El mago Aira
La novela El Mago, de César Aira, aparece en 2002 por el sello editorial
Mondadori-Barcelona. La trama desarrolla la historia de Hans Chans,
un mago que desafía las leyes naturales, puesto que hace magia verdadera; razón por la cual no obtiene el reconocimiento de sus colegas,
ni puede desenvolver su actividad debido a que la lógica que sostiene
la profesión de mago es el truco, no la práctica real de la magia. Otra
vez, como en Darío, se postula la imposibilidad de vivir de la actividad artística auténtica —en este caso, del arte de la magia—; aunque,
ahora, son las limitaciones intrínsecas del universo de la magia las que
se constituyen en un límite para el artista auténtico y no ya, un poder
político-económico como en el caso del rey burgués. Pareciera que la
autonomía relativa de la profesión de mago condicionara la supervivencia de sus agentes. Es, de alguna manera, el reverso de una misma
trama.
En un texto denominado “Qué hacer con la literatura” aparecido
en la revista Nueve perros del año 2004, Aira se encarga de diferenciar
tres acepciones de la palabra literatura: una como conjunto de obras
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125
escritas que forman literaturas nacionales, otra como institución y una
tercera como arte. Respecto de la última sostiene que es la que permite
que:
“…infaliblemente opinemos que ‘esto sí es literatura’ de lo
que hacemos nosotros, lo que devalúa bastante la clasificación. Y es esta acepción la que también sirve de garantía y
de piedra de toque para las otras dos, porque suponemos
que las acumulaciones canónicas de ‘literatura argentina’
o ‘tesoros de la literatura universal’ se harán con genuina
literatura como arte, y que será ésta, y no la otra, la materia
de la que se ocuparán profesores, críticos y demás funcionarios de la institución literatura.” (Aira, 2004: 39).
Ese texto se torna nodal para comprender cómo en Aira siempre hay
límites trazados entre la actividad artística auténtica y la institución
del arte; aunque también íntimas relaciones dentro de las cuales el arte
como tal debería condicionar a las esferas profesionales y especializadas. Sin embargo, como la cita lo menciona, esto es sólo suposición,
no siempre realidad. Por eso, que un mago auténtico busque el reconocimiento de la institución que lo representa es lógico; pero al mismo
tiempo, un absurdo condenado al fracaso, tal y como el devenir de la
historia lo demuestra, cuando el mago se vuelve un escritor, lejos de
encontrar los modos de desarrollar su profesión auténtica.
Ése es el momento de la trama en que, como en un cuento de Borges, Hans Chan define su destino. Se trata del encuentro con los imprenteros que son, además, editores piratas. No es la primera vez que
en los relatos de mercado de César Aira aparecen editores piratas o
agentes del mercado editorial ubicados en una condición marginal, casi
en la ilegalidad o por fuera de los canales institucionales. En La princesa
primavera, se hace mención a Panamá como un centro neurálgico del
flujo de ediciones piratas, sobre todo de traducciones piratas, que son
el sustento de la actividad de traductora de la princesa. También en Las
noches de Flores se hace mención a la existencia de editoriales piratas.
En cambio, en La vida nueva o en Los misterios de Rosario, aparecen
dos editoriales independientes cuyo catálogo está en organización y
en marcha. Una, perteneciente a Achaval, la otra, a Sandra. Mientras la
126
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
primera se encuentra sometida a los avatares de la economía y del mercado editorial, la segunda se plantea como una editorial cuyos criterios
de publicación le hacen pensar a Giordano, el protagonista de la novela, que el único camino que queda para la literatura es la autoedición.
Como si en ese tiempo de precariedad editorial la literatura auténtica
se hiciera posible a costa de un esfuerzo de edición en canales o en circuitos alternativos o hasta en inventados o autogestionados (en todo
caso, nunca sin edición50).
La preferencia por canales no hegemónicos de edición en la trama
de los relatos de mercado es, sin embargo, tensionada por los canales
que la obra de Aira emplea para circular. En efecto, el movimiento acelerado de superproducción en Aira implica la saturación de todos los
canales de edición, marginales o hegemónicos (Montaldo, 1998-2004;
Speranza, 2006; Contreras, 2007). Tomemos como argumento para el
sustento de esta hipótesis, la novela El Mago y las obras publicadas por
la editorial Mondadori-Barcelona en la que este libro aparece en 2002.
La sucursal surge en 2001, tras la fusión de Random House (del grupo
Bertelsmann S. A.) con la editorial italiana Mondadori, constituyendo
el conglomerado Random House Mondadori. Dentro de la misma se
encuentran anexados los sellos editoriales Collins, Debate, Debolsillo,
Electa, Grijalbo, Grijalbo ilustrados, Lumen, Lumen infantil, Mondadori, Montena, Plaza y Janés, Rosa des Vents, Sudamericana. Constituye, entonces, un fuerte competidor trasnacional del mercado de habla
hispánica y uno de sus agentes hegemónicos.
La obra publicada por Aira en esta editorial desde 1998 a la fecha,
consiste en trece títulos: Emma, la cautiva (1998 b, 2004 c), Cómo me
hice monja (1998 b, 2006 c), La mendiga (1998), El Mago (2002, 2005
c), Canto castrato (2003 b, 2007 c), Una novela China (2004 c), El bautismo (2004 c), Las noches de Flores (2004, 2007 c), Cumpleaños (2004,
2006 c), Un episodio en la vida del pintor viajero (2005 b), Parménides (2006, 2008 c), Las curas milagrosas del Doctor Aira (2007 b), Las
aventuras de Barbaverde (2008). De esta lista se desprenden que sólo
50 Muchas novelas de Aira insisten sobre la imposibilidad de ser escritor o artista sin edición.
Véase: La Nueva Vida, Los misterios de Rosario y, también, Un episodio en la vida del pintor
viajero. Asimismo, el artículo de Sandra Contreras “Superproducción y devaluación en la
literatura argentina reciente” (2007), donde desarrolla este aspecto de Aira, en relación con
Osvaldo Lamborghini.
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seis títulos fueron publicados como primera edición por Mondadori.
Los siete (b) restantes habían tenido ya su primera edición en editoriales independientes o pequeñas editoras: Beatriz Viterbo, Javier Vergara
editor, Simurg, Editorial Belgrano, Grupo Editor Latinoamericano. Y
de esas obras, nueve (c) se reeditaron en la colección Debolsillo. Dos
cosas se hacen evidentes en este análisis: la primera, la plasticidad con
la que se mueve y satura todos los circuitos la obra Aira; la segunda,
la primacía de criterios económicos en la conformación del catálogo
de Mondadori, que apuesta más que a la edición de obra nueva, a la
reedición de aquella que, por un lado, tiene un prestigio acumulado
(Ema, por ejemplo) o la que le reditúa económicamente como para una
segunda edición (se destacan la reedición en Debolsillo de la obra que
Aira publica por primera vez en Mondadori). El comportamiento, no
obstante, que se desprende del catálogo editorial parece reproducir el
diálogo con los imprenteros y editores piratas de El Mago: “Si lo que
quiere el público es lo mismo, yo no voy a ser tan suicida de darle otra
cosa” (132).
De este modo, la primacía en la ficción de espacios editoriales marginales o independientes no necesariamente se corresponde con los canales elegidos para la publicación de la obra Aira. El efecto que se crea
es la de la saturación de todos los circuitos; pero con un plus de sentido,
con un énfasis sostenido no sólo en la continuidad de publicación en
canales independientes o pequeños de edición —algo que Aira podría
dejar de practicar debido a su reconocimiento y consagración en varios
países que lo vuelven un atractivo para los grandes grupos editoriales—, sino también por el papel otorgado a los mismos en el plano de
la ficción literaria. La invención de ese circuito, de ese modo de circular
de la obra Aira, rebasa la polarización editorial que desde los ’90 sufren
los mercados de la edición a nivel global. En efecto, como han señalado
algunos estudios sobre mercado editorial como los de Yúdice (2002),
García Canclini (1998) o del mismo Bourdieu (1999), desde fines de los
’80, se produce una concentración del mercado editorial bajo grandes
grupos transnacionales que hegemonizaron la edición. Estos grupos
tendieron a evitar el riesgo económico y a publicar literatura bajo patrones de ganancia económica y de criterios de demanda del público
lector, lejos de criterios de valor literarios. En paralelo, se sostuvieron
o aparecieron editoriales pequeñas e independientes que se transfor-
128
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
maron en verdaderos nichos de mercado, donde primaron los criterios
literarios por sobre los económicos. En estas condiciones, Aira ensaya
la invención de un circuito donde para ser escritor: “lo que hay que
hacer es ponerlo [al libro] en las librerías” (Aira, 2002:128) y, bajo esa
consigna, apela a los dos canales de circulación, aunque con una marcada predilección y resignificación de los canales más pequeños.
Hay otro aspecto de El Mago donde Aira desborda las relaciones
con el mercado, las profana. Desde el principio, Hans Chan duda cada
vez más sobre el hecho de si su magia está o no alterando la realidad
de acuerdo a sus deseos y sobre si ese congreso y todo a su alrededor
no es más que una invención que vuelve el mundo un gran artificio. La
novela revela, así, constantemente, un carácter artificial del entorno en
el que se desenvuelve Hans, como si el mismo paraíso fiscal de Panamá,
donde se realiza el congreso, no fuera más que un acto de magia:
“En efecto, las características del ‘Paraíso fiscal’ de Panamá y el consiguiente ingreso de voluminosas masas de capital producidas por las nuevas condiciones económicas
del mundo había impulsado la creación de una gran cantidad de bancos; al proceder de la nada, estas instituciones
habían debido construir sus sedes, lo que había estimulado una actividad de construcción a un ritmo muy veloz.”
(28).
Las nuevas condiciones económicas del mundo construyen ese espacio, lo saturan y lo obligan a una mutación y creación “de la nada”,
como el acto de magia. La invención de artificios impulsados por la
economía lo atraviesa todo, hasta el mismo canal de Panamá que aparece como una maqueta destinada a la curiosidad turística. Así se revela
que, como en otras obras de Aira, la actividad artística —en este caso,
la magia— está vinculada a la economía: las dos recurren a la invención.
Desde su primera novela publicada, Ema, la cautiva (1981), Aira se encarga de señalar que economía y arte están íntimamente vinculados: los
dos se caracterizan por la invención de dinero o de un procedimiento al
cual se le atribuye valor en su circulación. En una conversación sobre
el trabajo en las imprentas —ese espacio dual, donde se imprime dinero, pero también libros—, Gombo le comenta a Ema:
L O S L Í M I T E S D E L A L I T E R AT U R A
129
“—Espina no es Dios y no es tan idiota como para imitarlo más allá de las meras formas. Empezó creando el dinero.
Ahora sería el turno de las cosas en las cuales utilizarlo.
Pero él se retrae. El segundo paso no le concierne. Sólo
quiere perfeccionar la circulación.” (91).
La creación del dinero, el motor de la economía, participa de las mismas condiciones que el mago en su profesión, se debe garantizar: la
invención de algo (de un truco), de un modo de hacerlo circular (en
este caso en un congreso de magos) y de un reconocimiento (que no es
sino la atribución de valor basada en la utilidad para los profesionales).
Lo cual señala una continua postulación de un análogo entre economía
y arte sostenido por la invención.
Es precisamente en esa concepción donde se juega una doble profanación de lo improfanable, en el sentido de Agamben (2006). En efecto, en Profanaciones, el autor sostiene que la religión del capitalismo
se ha tornado un improfanable que separa las cosas del mundo de los
hombres al transformarlas en mercancía. El fetichismo de la mercancía, ese halo artificial y deslumbrante que las recubre, produce que el
trabajo humano desaparezca —y quede olvidado— detrás de la apariencia del precio que uniforma las diferencias. Al resaltar la fuerza de
invención y de creación que anima la economía y las demás actividades
humanas, Aira no hace sino restituir al uso de los hombres aquello que
pareciera existente por sí mismo y separado. El paraíso fiscal de Panamá, su economía y su canal son invenciones, productos del trabajo
humano, al igual que los trucos de magia de los que carece el mago, o
las monedas creadas en Ema. A diferencia del cuento de Darío, no se
trata de postular la existencia de dos gustos artificiales separados, el del
burgués (económico) y el del poeta (artístico), sino de mostrar cómo
esos universos que en principio se conciben distanciados están en íntima vinculación. Son análogos cuya conexión está dada por la misma
fuerza de la invención que los anima y que los obliga a una creación
de la nada. Y en ese postulado es donde se juega la profanación de lo
improfanable: con la misma lógica del mercado se hace evidente, a cada
paso, que todo es producto del trabajo humano, que todo es invención
130
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
y que, por lo tanto, ese mismo mercado puede ser alterado por la misma nada que lo sostiene.
En realidad, la profanación de Aira es doble: si desafía a la lógica
económica que intenta desvincularse de lo humano para imponerse a lo
humano como religión, por otro lado, también profana la denegación
del componente económico que el campo intelectual y artístico, según
Bourdieu (1980), sostiene para generar un espacio de autonomía relativa. Aira restituye al uso económico un espacio que se quiere separado
de esa actividad, basada en criterios meramente simbólicos. Y lo consigue a través de dos vías: al señalar la vinculación entre arte y economía
en el plano de la representación y al inventar un modo de circular que
atraviesa cualquier prurito intelectual y cualquier condicionamiento
del mercado: ni en el margen, como fue la elección de muchos escritores en el S. XX, ni en el centro; en todas partes del mercado, hasta
saturarlo.
El análisis de los textos de Aira y de Darío como relatos de mercado revela, así, diferencias y continuidades que se trazan en la relación literatura y mercado entre dos contextos distantes en el tiempo.
Es notable cómo la configuración en Latinoamérica de “imágenes de
escritor51” que buscan sobrevivir con su actividad se mantiene como
constante dentro de la escritura de estos relatos de mercado. Ahora
bien, las diferencias son también notorias: en Darío, la supervivencia
del artista desplazado a otra actividad, útil dentro del sistema de gustos
del rey burgués, se resuelve en su muerte; en cambio, en Aira, el mago
desplazado de su auténtica actividad, encuentra en la literatura y en un
circuito pirata de edición las condiciones que le garantizan la supervivencia. Estas dos modalidades no son propias de Darío o de Aira, lo que
constituiría una rareza o una particularidad en el tratamiento temático
dentro de una estética particular. Ángel Rama, en varios de sus textos,
menciona cómo la mayoría de los modernistas configuraron imágenes
de escritor sometidos a la supervivencia con otras actividades que no
eran directamente artísticas —el periodismo, por ejemplo— y cómo
eso implicó trazar una separación entre actividad artística y trabajo
literario. El relato de mercado de Gutiérrez Nájera, “Historia de un
51 Sobre este concepto, véase: Gramuglio, 1988. Asimismo, un estudio sobre diferentes imágenes
de escritor en la literatura argentina: Premat, 2009.
L O S L Í M I T E S D E L A L I T E R AT U R A
131
peso falso”, por ejemplo, presenta a un cuentista que narra el itinerario
de una moneda y cómo la misma constantemente pasa de una mano a
la otra —la suya inclusive— sin permitirles solucionar los problemas
a ninguno de sus acreedores. En el presente, los relatos de mercado de
Washington Cucurto o los de Diamela Eltit, por citar algunos, vuelven
a poner en el centro la posibilidad de sobrevivir de la literatura mediante circuitos editoriales, a veces, bajo la clara conciencia de que “todo irá
a la venta” (Eltit, 2004: 245). Lo que se insinúa, sospecho, en ese viraje
entre un contexto y otro es no sólo la transformación del mercado
editorial —prácticamente ausente en el momento de publicación de
Azul— sino también cómo en el presente esas condiciones interfieren
más que nunca la producción literaria.
132
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
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APÉNDICE
En torno de las lecturas del presente
Por Sandra Contreras
Noticia
Este trabajo se escribió para participar, junto con Josefina Ludmer,
Claudia Gilman y Martín Prieto, de la Mesa “Intervenciones de la Crítica”, en el Tercer Argentino de Literatura, realizado en la Universidad
Nacional del Litoral del 14 al 16 de agosto de 2007. La reformulación
que ahora me interesaría precisar, después de seguir conversando sus
hipótesis, con alumnos y colegas, en distintos encuentros a lo largo
de estos tres años, se incluye, en parte, en el Dossier “Cuestiones de
Valor” del Boletín/15 del Centro de Estudios en Teoría y Crítica Literaria, del año 2010. Para estos Cuadernos prefiero mantener la versión
que se leyó en el Seminario.
Quisiera ensayar un rodeo en torno a las lecturas del presente de la literatura argentina. Me refiero a las lecturas del presente que en los últimos meses han puesto en el centro de la discusión no sólo el paso de un
sistema literario, con sus redes y jerarquías, a otro (esto es, la pregunta
por lo nuevo que recurre periódicamente y es nuestra tradición), sino
también, y sobre todo, la puesta en cuestión, y hasta la transformación,
del estatuto mismo de la literatura hoy, de su concepto y de los valores
a él asociados. Discusión de larga duración, desde luego, que Roland
Barthes ya anunciaba en su sesión de 1978; es decir, discusión que ni es
reciente ni mucho menos exclusiva de la literatura argentina, pero que
en nuestro contexto inmediato parece haberse acelerado o intensificado en los últimos años adoptando tonalidades particulares y hasta un
modo propio de poner en escena el problema más interesante de esta
transformación como es el de la tensión, medular cuando se trata del
136
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
presente inmediato, entre las insistencias del pasado y las líneas de fuga
hacia el futuro. Estoy pensando, claro está, en las recientes intervenciones de Beatriz Sarlo y de Josefina Ludmer sobre la narrativa argentina que se está escribiendo hoy, dos lecturas cuyo punto de vista podría
definirse, creo que sin dificultad, para ambas, como el de la ontología
del presente tal como Foucault lo vio en “¿Qué es la ilustración?”: una
permanente reactivación de la modernidad como actitud, esto es, de un
modo de relación con y frente a la actualidad entendido como un ethos
filosófico que debe, por una parte, abrir un dominio de indagaciones
históricas según una actitud histórico-crítica de nosotros mismos, y,
por otra, someterse a la prueba de la realidad y de la actualidad según
una actitud experimental. El rodeo que intentaré consistirá, apenas, en
el ensayo de un par de comentarios en torno de las preguntas que, creo,
abren estas intervenciones y la evidente confrontación de sus protocolos de lectura; también en torno de las preguntas que, entiendo, ellas
permitirían plantear sobre sus condiciones de posibilidad, a partir de
la tensión —en ellas, entre ellas— entre el ethos del diagnóstico crítico,
las fuerzas de la descripción, y el ethos de la actitud experimental, las
fuerzas de la valoración. Todo será (quisiera ser) formulado en el orden
de la conjetura y la interrogación.
Como se advierte inmediatamente, los dos artículos que Beatriz
Sarlo publicó en diciembre de 2005 y diciembre de 2006 en Punto de
Vista, “Pornografía o fashion” y “Sujetos y tecnologías. La novela después de la historia” apuestan por una lectura que se quiere analítica en
el diagnóstico pero al mismo tiempo fuerte y centralmente valorativa
de algunas de las novelas que, publicadas entre 2004 y 2006, aparecen,
en la red de lecturas críticas, académicas y hasta poéticas (de los propios escritores), como “lo nuevo”. Como lo sabemos, el diagnóstico
dice que el presente es, casi masivamente, el tiempo de la literatura que
se está escribiendo hoy, y que el peso de ese presente, a diferencia del
peso del pasado o de la historia en las novelas de la década del 80, no es
el de un enigma a resolver sino el de un escenario a representar. La valoración es que, sumergidas sin distancias en ese presente que pretenden representar y entregadas al registro plano y a la celebración festiva
o bienpensante de las diferencias culturales (las tribus y los dialectos
urbanos), estas novelas resultan pura documentación etnográfica de los
temas del presente (del momento) y de este modo renuncian a, o pier-
L O S L Í M I T E S D E L A L I T E R AT U R A
137
den, o simplemente carecen de, la función cognoscitiva y crítica propia
del (mejor) arte. Uno y otro artículo cierran con la apuesta fuerte por
seguir discutiendo, hoy, en el contexto posmoderno de la disolución de
las diferencias y las jerarquías, los presupuestos estéticos, su cualidad
diferencial, y desde luego éste es, en ambos, su centro. La primera pregunta que quisiera formular responde a un interés por tratar de razonar una primera e inmediata reacción: ¿qué es lo que me incomoda de
una lectura con la que comparto muchos de sus presupuestos, no sólo
el rechazo al costumbrismo, a la mimesis banal, y a la corrección ideológica, sino específica, y especialmente, el interés por seguir pensando
hoy en términos de valor literario, mejor, por pensar los problemas y
los modos de su insistencia?, ¿dónde podría residir el malestar?
Enseguida advierto que la reacción no es uniforme, o masiva, y
que si bien los dos artículos son continuos y complementarios, algo
sucede en el paso de uno a otro: que lo que resultó convincente en la
lectura de las dos novelas de Alejandro López, se vuelve insuficiente o
disonante cuando el objeto es un corpus más amplio y dispar, y cuando
en ese corpus está Washington Cucurto, que la excelente fórmula con
la que Sarlo discute los alcances estéticos de ¿kerés coger? y el pretendido legado de Puig en su novela (dice Sarlo: “el exceso de mimesis es
inverosímil, y lo inverosímil es el déficit de invención”) pierde eficacia
argumentativa cuando transforma el exceso de Cucurto —la hipérbole
lingüística— en clásico barroquismo de los escritores cultos con las
lenguas bajas. El lapso que transcurre entre uno y otro artículo, y entre una y otra reacción ante sus argumentos, podría ser un índice del
modo en que el devenir temporal está implicado en el ethos valorativo.
Como bien lo sabemos el paso del tiempo y también el montaje de
tiempos heterogéneos están implicados en la atribución del valor, y el
problema del valor es, desde luego, el de su duración, el de su vigencia.
En este sentido resulta oportuno el recuerdo de Alberto Giordano, a
propósito de “¿Pornografía o fashion?”, de que también las primeras
novelas de Puig fueron descalificadas en su momento por costumbristas y que los argumentos para intentar desplazarlas hacia la retaguardia
de la literatura moderna no eran demasiado diferentes de los que usa
Sarlo aquí; también su observación de que “esto es algo para tener en
cuenta, sabiendo, como sabemos de sobra, que el discurso de la crítica
puede resultar conservador cuando lo que de algún modo lo excede
138
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
y pone en peligro sus criterios de validación lo deja indiferente o lo
fastidia” (Giordano, 2006: 34). Y si, acto seguido, Giordano declara
que no está seguro de que éste sea el caso, y no lo está porque, por una
razón oportunista dice, una idea de Sarlo le sirve para precisar que López fracasa donde Puig revela un talento extraordinario, esto es, “en el
arte de imaginar narrativamente lo inaudito de algunas formas triviales
de interlocución”, podríamos decir ahora, a propósito de “Sujetos y
tecnologías” que no estamos seguros de que no lo sea —éste, el caso—
porque la transformación de la hipérbole de Cucurto en “sana diversión, desfachatez y simpatía”, en diferencia rápidamente asimilable que
los “lectores cultos leen con la diversión con que las capas medias escuchan cumbia”, muestra, creo, la operación implícita de convertir la
invención cucurtiana en “falso trabajo” con la lengua (en el sentido en
que Adorno hablaba de la falsa disonancia del jazz: una disonancia que
en la repetición, en lugar de ejercer una auténtica distancia crítica respecto de la industria cultural, termina volviéndose convención y por
lo tanto fácilmente consumible), y en esa operación creo que podría
discutirse no tanto el calificativo de “falso” cuanto la previa atribución
de la dimensión del trabajo —un parámetro, creo, por completo ajeno a la operación de Cucurto, en su poesía y en su narrativa—. Para
sacar todo esto del banal relativismo del gusto, podría ser interesante
observar lo sintomático que resulta el hecho de que sean poetas y críticos de poesía los que lean, o hayan leído, algo tan diametralmente
opuesto a lo que lee Sarlo en los relatos de Cucurto. Pienso en Silvio
Mattoni y su hipótesis de que “todo ese mundo de cumbias y bailantas, con su rosario de hallazgos lingüísticos paraguayos o dominicanos,
no es más que la apariencia necesaria para que una escritura, un estilo
imponente fabriquen su propia totalidad” (Mattoni, 2003). Pienso en
Ana Porrúa y su convicción de que no hay miserabilismo posible en
el mundo cucurtiano, de que lo popular no está sometido en Cosa de
negros a una mirada etnográfica ni sociológica porque la de Santiago
Vega, que no habla de un mundo que no conoce, no es una pose y porque es la marca de festividad lo que define a un tono que, ya presente
en su primer libro de poemas, distingue a su escritura del resto de la
nueva narrativa de los 90.52 Pero pienso, centralmente, en el brillante
52 Es preciso advertir enseguida que las lecturas de Mattoni y Porrúa se refieren a la poesía y
L O S L Í M I T E S D E L A L I T E R AT U R A
139
libro que Tamara Kamenszain acaba de publicar sobre el testimonio en
la poesía, y en la maestría crítica con que lee la singularidad de la poesía
de Cucurto —pero también de la obra que supone la dramatización de
su personaje, de la que no sería ajena su narrativa— con la lengua misma que inventa Washington Cucurto, esto es, con la lengua como una
red de categorías, de imágenes y de valores, con los que se inventa, de
un modo singular y único, un mundo. Se podrá decir, inmediatamente: pero Kamenszain lee la poesía de Cucurto, no sus relatos. Frente
a lo cual habría que precisar: pero la lectura de Kamenszain no es en
absoluto inmanente ni interior a los poemas en sí; y esto, porque su
punto de partida es lo que llama la “máquina cucurtiana de publicar”:
“ese nudo orgánico donde editar, escribir y publicar ya son una y la
misma cosa”. A partir de aquí la intuición poética con que Kamenszain
hace hablar a ese “centro editor” le permite leer el vitalismo cucurtiano
(leer, por ejemplo, en la afirmación de “una poesía sin más ambición
que la de vivir” no la simple y ridícula —el término es de Sarlo— celebración de la alegría de vivir sino la afirmación de una máquina de
vida que, como una matriz, alimenta casi todos sus libros, incluida su
narrativa), y, sobre todo, le permite leer en la máquina de hacer paraguayitos no la celebración bienpensante de las diferencias culturales
sino la creación de un dispositivo que vuelve literal su amado y mítico
Centro Editor de América Latina (“El argentino Vega —dice— le roba
la nacionalidad a un dominicano inexistente y con un pasaporte falsificado se pone a fabricar paraguayos”), y que asegura para la literatura
argentina la circulación de objetos, según una economía literaria que se
esfuerza por traer a la vida, por devolver al uso, los objetos que están
desaparecidos en la órbita muerta de la metáfora.
Después de la lectura del artículo de Sarlo de diciembre de 2006, el
encuentro con el libro reciente de Kamenszain impone esta pregunta:
¿Cuánto resiste —cuánta potencia de sentido gana o pierde— la lectura
de una obra hecha desde una lengua ajena —por completo extranjea Cosa de negros, antes de la publicación de las siguientes novelas. El tiempo está implicado
en la valoración, decíamos, y no sería improbable que la repetición, la convencionalización y
el consiguiente aburrimiento, que Sarlo atribuye al costumbrismo etnográfico del presente,
volviera por lo menos problemático, para estos poetas, seguir sosteniendo esas hipótesis de
lectura de 2004. En todo caso no lo sabemos. Y en cualquier caso, también es cierto que Sarlo
no distingue en su lectura de 2006 entre Cosa de negros y Las aventuras del Sr. Maíz, que las
lee, digamos, en bloque.
140
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
ra— a la que la obra inventa? Y es que lo espectacular que resulta la
extranjeridad de las lenguas —de la lengua de la crítica con la obra
que se lee pero también de las lenguas de la crítica entre sí (pareciera
que Sarlo y Kamenszain hablaran de dos objetos por completo diferentes)— pone en primer plano la pregunta por el sentido que Sarlo
quiere darle a su término central. Resulta evidente que Sarlo emplea
“etnografía” en el sentido de “mirada turística”, en el sentido del turismo contemporáneo entendido, según Marc Augé por ejemplo, como
agotamiento del viaje verdadero y ya imposible. Pero también resultaría evidente, creo yo, que no es éste un sentido que vaya de suyo toda
vez que se hable, hoy, de mirada o punto de vista etnográficos en el
relato. Por supuesto, bastaría con retomar el clásico libro de Geertz
para recordar inmediatamente que ni siquiera en la misma disciplina la
operación del antropólogo como autor se entiende en un sentido tan
simple como el del plano registro descriptivo mediante el expediente
de llevar el grabador en la mano. Pero más allá de esto, que Sarlo desde
luego sabe muy bien, lo que importa es que tanto el énfasis puesto en
el término “etnografía” en un sentido tan devaluado como su elección
en detrimento de un término clásico y recurrente en su crítica para impugnar toda mimesis banal del presente como es el de “costumbrismo”
muestran no sólo que Sarlo quiere aplanar como turística toda narrativa que represente sin distancia crítica las comunidades —“civilizaciones” diría la ficción de Aira— del mundo contemporáneo, y discutir
de paso con cierta hegemonía de los estudios culturales americanos,
sino que esas civilizaciones parecen volverse, para la propia Sarlo, los
“otros” del lector: ajenos, extraños, y hasta incomprensibles. En su
lectura de Tristes trópicos Clifford Geertz dice que lo que emerge de
la multiplicidad de textos yuxtapuestos en el libro de Lévi-Strauss es
el mito del antropólogo como buscador iniciático, pero que el punto
crítico, en lo que al antropólogo como autor se refiere, es la crucial
experiencia revelatoria (o mejor: antirevelatoria) del estéril y fallido fin
de la Búsqueda iniciática: lo inasequible de los salvajes que ha estado
buscando, la imposibilidad de comprenderlos en sí mismos a no ser
traduciéndolos a un análisis universalizador que acabaría por disolver
la extrañeza. Cabría preguntar tal vez: ¿En qué punto la lectura, hecha
desde un afuera total de la obra (quizás debamos decir mejor: desde
otro tiempo, desde otro presente, desde otra actualidad), se vuelve ella
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misma mirada etnográfica, es decir, punto de vista que convierte a los
objetos del presente inmediato en su otro incomprensible? Pero más
aún, ¿en qué punto la lectura se cierra a la experimentación —según la
melancolía del fracaso para remitirnos, por ejemplo, a la antropología
especulativa de Saer— de esa distancia irreductible?
Ahora bien, hay que decir rápidamente que no todo es devaluativo
en relación con la “etnografía” en el artículo. Para confrontar el registro plano, sumergido y tecnológico de Paula, Cucurto y Link, “la etnografía mala”, Sarlo lee las novelas de Fogwill y Aira y dice: también
aquí hay miradas documentales del presente coyuntural, sólo que las
torsiones desrealizadoras reorientan en cada caso ese potencial documental hacia otra dimensión: así, tanto la etnografía hipotética de Los
pichyciegos que es el procedimiento específico inventado por Fogwill
para tratar el carácter imaginario de la situación narrada, como la levedad graciosa con que las novelas-crónicas de Aira se separan de la
vocación demostrativa y en el fondo pedagógica que tuvo la crónica
de espacios sociales, estarían del lado de la “etnografía buena”. Pero
no sólo esa levedad; el delirio final airiano es la gran operación que
socava y desvía el registro documental: el abandono de la trama, que,
dice Sarlo, fuerza la ficción de Aira dentro de una lógica donde todo
puede ser posible, desmiente imprevisiblemente la etnografía social del
comienzo. “Lo disparatado —concluye Sarlo— es inconclusivo y por
eso, en otras dimensiones, puede ser ‘etnográfico’: salgamos a pasear
por el mundo donde no hay argumento sino suma de episodios divertidos”. No voy a discutir aquí la hipótesis de que Aira abandona la
trama en el desenlace, y que lo hace porque se aburre de lo que viene
contando, ni de que el delirio final viene a decir que no hay argumento.
Pero sí quisiera decir que me resulta por lo menos extraña la idea de
que la pulsión de esta obra sea la de salir a pasear, a registrar, a contar,
una suma de episodios divertidos con —sigo citando— la “perfecta
distancia del dandy literario que encuentra chistosa o amena toda variación presente.” Por una parte, si uno recuerda que los reparos de
Sarlo frente a la amenidad de la narración recorren una y otra vez sus
artículos, que uno de los más recientes puede encontrarse en un artículo de 1988 en el que con Hannah Arendt impugna las operaciones
de la industria cultural que vuelve “entretenida” —y por lo tanto asi-
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
milable, consumible— la literatura de los grandes escritores,53 resulta
bastante evidente que en el término “divertido” o “ameno”, atribuidos
a los avatares de la ficción airiana, subyace —como un resto tal vez,
pero sustrato al fin— algo del orden de una sustracción de valor. No
digo que leer a Aira como divertido sea restarle valor estético, en absoluto. Digo que en la trama de palabras-valores de la crítica de Sarlo
cuando “lee el presente” en 1988 (el artículo sobre El coloquio está en
la sección Leer en presente de sus Escritos sobre literatura argentina), y
que en la trama de palabras-valores de la crítica de Sarlo en el artículo
del 2006 (donde para restar potencial transgresivo a la operación de
Cucurto se la define como “sana diversión”), lo divertido y lo ameno,
variaciones de lo entretenido, no constituyen precisamente un valor,
esto es, en la perspectiva de Sarlo, un valor que porte distancia crítica
en relación con el presente.54
Y habría otra cuestión: esta disonancia en el uso del término “divertido” en el artículo haría serie con otra: lo disonante que resulta el
uso extraño y hasta superficial de la categoría de “dandy” atribuida a
Aira. Como todos sabemos, precisamente es en “¿Qué es la ilustración?” que Foucault lee el ensayo de Baudelaire sobre el pintor moderno y precisa que tanto la moda (que no hace más que recoger el
momento presente como una curiosidad fugitiva o interesante) como
la actitud de flânerie (que es la postura del espectador ocioso que se pasea), se distinguen claramente para Baudelaire de la actitud y el hombre
53 El artículo es sobre El coloquio de Alan Pauls, escrito en 1988, antes de que se publique la
novela. Sarlo cita a Hannah Arendt: “Muchos grandes escritores del pasado sobrevivieron a
siglos de olvido, pero aún no tenemos respuesta a la pregunta sobre si podrán sobrevivir a una
hipotética versión entretenida de lo que dijeron”. Y dice después: “Toda la industria cultural
está en cuestión en esta frase: Hamlet (sigue Arendt) no puede ser tan entretenido como una
comedia musical. La primera palabra que me viene a la cabeza es elitismo, no quisiera merecer el adjetivo”. Para Sarlo Pauls logra hacer exactamente lo contrario que quienes querían
adaptar con amenidad a Hamlet. Escribe un relato tragicómico, carente de función: inconsumible.
54 El artículo de Sarlo del 2005 cierra con tres citas de tres novelas en las que la narración del
sexo se sustrae al lugar común, a la moda, y produce, por lo tanto, el shock propio de la distancia estética: Vivir afuera de Fogwill, Las noches de Flores de Aira y Glosa de Juan José Saer.
Después de quince años de no haber sido Saer. Después de quince años de no haber sido leído
en Punto de vista, Aira vuelve a la revista y nada menos que para ser convocado, claramente,
como parámetro de valor estético, nada menos que del lado de Saer. Pero en el artículo de
2006, el movimiento es, ligeramente, otro: Aira sigue estando del lado bueno, con Fogwill,
pero el repliegue en la valoración de Sarlo, implícito en la atribución de “amenidad”, es por lo
menos sugerente.
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de la modernidad que tienen un fin más elevado: extraer de la moda
lo que ésta pueda contener de poético en lo histórico. Si Constantin
Guys es para Baudelaire el pintor moderno por excelencia, lo es porque justo cuando el mundo entero adormece, él comienza su trabajo
para transfigurarlo: una transfiguración que no es anulación de lo real
sino juego difícil entre la verdad de lo real y el ejercicio de la libertad.
“Para la actitud de modernidad —dice Foucault— el alto valor que tiene el presente es indisociable de la obstinación tanto en imaginarlo de
modo distinto a lo que es, como en transformarlo, no destruyéndolo
sino captándolo en lo que es, respetándolo y violándolo a un tiempo.
Pero además: la modernidad no es simplemente para Baudelaire una
forma de relación con el presente sino una voluntad que consiste en
no aceptarse tal como se es en el flujo de momentos que pasan y en
tomarse por lo tanto a sí mismo como objeto de una elaboración ardua
y compleja: tal, para Baudelaire, la operación del dandysmo”, la transfiguración del propio cuerpo pero también de la propia existencia en
obra de arte. Si hubiera que atribuirle a César Aira la distancia del dandy decimonónico no encontraría otro modo de hacerlo sino aludiendo
a la transfiguración del escritor en artista y a la gran obra de transfiguración del realismo en esa etnografía anticipada de las civilizaciones
de la Argentina que Aira imagina como mundos a punto de extinción,
juego de libertad con el presente que para Baudelaire sólo podía realizarse en ese lugar, diferente de la sociedad o del cuerpo político, que
llamaba arte. Desde luego, habría que pensar cómo podría tener lugar
esa transfiguración del pintor, del escritor —del etnógrafo— moderno
en la presente coyuntura del post, y admitir de inmediato que de ningún modo podría definirse en los mismos términos55. Pero creo que
tampoco podría resolverse la pregunta por la relación de Aira con el
presente volviendo la operación, superficialmente, a la superficialidad
del espectador distante de la actualidad, del paseante ocurrente o delirante, travieso y divertido, esto es, reconduciéndolo al lado más banal,
menos complejo, de la empresa moderna —esto es, para Sarlo, la empresa auténticamente artística—.
55 En el marco de esta hipótesis pensé en su momento, en Las vueltas de César Aira, que la forma
que adoptaba la vuelta al Arte, su transfiguración, consistía en Aira en la adopción de un como
si.
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
Es probable también que la disonancia que percibimos en estos
usos de “etnografía”, “divertido”, “dandy”, provenga del hecho de que
no nos resulte convincente, o adecuado, su atribución a obras como las
de Aira, la de Cucurto, inclusive la de Link, en términos de procedimientos de representación, es decir, su atribución a textos desgajados
o desvinculados de lo que hoy podríamos llamar “operación”. Resulta
claro, creo, que hablar de la literatura de César Aira supone, ya, hoy,
hablar del “fenómeno” Aira, es decir, de “algo” que está (explota, se
disemina) más allá de cada libro, más allá inclusive de la obra en su
conjunto, y que tiene que ver con el gesto que la sustenta, con el acto
que está en su génesis y también en su periódica consumación, que
la literatura de Aira no es sólo proliferación del relato sino también,
y ante todo, acción, performance y que por eso la publicación misma es parte esencial de la obra como acto artístico, como acción. Una
prueba de esto podría ser la firmeza con la que ha logrado imponer
esta pregunta: no tanto ¿qué escribe? cuanto ¿pero qué hace?, ¿qué
es lo que está haciendo con la literatura? Reinaldo Laddaga, en un libro que acaba de editarse y que se está presentando en este momento en Buenos Aires, es bien preciso y lúcido al respecto. Laddaga lee
aquí las obras-prácticas de Aira, Mario Bellatin y Joao Gilberto Noll,
como emergentes del estado actual de las artes, al cual define como el
trance de formación de un imaginario de las artes verbales tan complejo como el que tenía lugar hace dos siglos, cuando cristalizaba la
idea de una literatura moderna. La precisión que me interesa traer aquí
es la siguiente: estos escritores, dice Laddaga, imaginan en sus libros
—como se imagina un objeto de deseo— figuras de artistas que son
menos los artífices de construcciones densas de lenguaje o los creadores de historias extraordinarias, que productores de “espectáculos
de realidad”, dedicados a montar escenas en las cuales se exhiben, en
condiciones estilizadas, objetos y procesos de los cuales es difícil decir
si son naturales o artificiales, simulados o reales. Al mismo tiempo,
puede registrarse entre ellos la propensión a emplear sus mejores energías no en producir representaciones de tal o cual aspecto del mundo
ni en proponer diseños abstractos que resulten en objetos fijos sino en
construir dispositivos de exhibición de fragmentos de mundo, según
esa tendencia común entre los artistas contemporáneos a construir menos objetos concluidos que perspectivas, ópticas, marcos que permitan
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observar un proceso que se encuentre en curso, el despliegue de una
práctica. Washington Cucurto es, para Laddaga, uno de los emergentes más notables del despliegue de prácticas de este tipo en Argentina,
(por el funcionamiento de la máquina del centro editor, tal como lo lee
Kamenszain; también por la fantasía con que imagina en sus textos el
despliegue concomitante de la vida y la escritura, la escritura incitando
el despliegue de la vida, la vida forzando su inscripción en la escritura,
en un circuito donde se enlazan en la misma vasta improvisación, que
es al mismo tiempo la de acciones corporales y la de inscripciones). Y la
forma en que, acorde con esta perspectiva, Kamenszain lee la función
de términos como “negras”, “dominicanas”, “yotibenco” —en absoluto la representación banal de diferencias culturales sino el intersticio
por donde entra, en forma atolondrada, lo real— sería una prueba de la
eficacia de leer el imaginado “realismo” de esta literatura por fuera de
los parámetros de la representación.
En un orden más general, diría que los presupuestos de lecturas
como las de Kamenszain y Laddaga habilitarían para seguir formulando esta pregunta: ¿Hasta dónde la distancia que abre el arte —aun
en las actuales coyunturas— tendría que seguir pensándose como crítica del presente, como crítica de la sociedad o de la cultura en la que
se realiza? O de otro modo, y si es que seguimos admitiendo que la
práctica artística sigue abriendo una distancia en una ecología cultural
y social muy modificada como la presente, ¿hasta cuándo la forma de
esa distancia tendría que seguir siendo la del desgarramiento, la del
trabajo desrealizador, la del socavamiento del lugar común según una
economía literaria que definiera esa crítica como esencialmente negativa, como fundada en la negatividad?
El artículo de Josefina Ludmer, “Literaturas postautónomas”, que
tomo y cito según circuló a fines del año pasado en la web, apunta
al nudo de esta cuestión, que es por supuesto el de la autonomía del
arte en la sociedad contemporánea, cuando diagnostica que “al perder
voluntariamente especificidad y atributos literarios, al perder el valor
literario [y al perder la ficción] la literatura postautónoma perdería el
poder crítico, emancipador y hasta subversivo que le asignó la autonomía a la literatura como política propia, específica […] Es posible
—concluye el párrafo— que ese poder o política ya no puede ejercerse
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
en un sistema que no tiene afueras.” Pero más allá del diagnóstico de un
estado posterior y diferente al de la autonomía, lo interesante de la intervención es la postulación de la ambivalencia como régimen político
de las escrituras del presente, no sólo cuando registra la simultaneidad
de dos tendencias (las literaturas postautonómas conviven junto con
las escrituras que resisten a esta condición acentuando las marcas de
pertenencia a la literatura autónoma) sino cuando lee la ambivalencia
que produce esa divergencia entre autonomía y postautonomía en las
mismas escrituras postautónomas. Se trata, dice Ludmer, de escrituras
que atraviesan la frontera de la literatura pero que en ese movimiento
quedan afuera y adentro —“afuera pero atrapadas en su interior” es la
exacta fórmula de Ludmer— de modo tal que siguen portando algunos
de los signos de la literatura (soporte, nombre de autor, género), al
mismo tiempo que aplican a la literatura una drástica operación de vaciamiento que vuelve imposible —o impertinente, podríamos decir—
darles un valor literario: no se sabe o no importa si son buenas o malas,
si son o no literatura. Y más interesante aún que esto es, creo yo, la
postulación de la ambivalencia no sólo como rasgo de los objetos que
se leen sino como la condición misma de la lectura del presente.
Que la ambivalencia es la economía de estas escrituras debería poder demostrarse en el hecho de que no se trata de una ambivalencia
interna, intrínseca, de los textos en sí mismos, sino de una ambivalencia
que salta de los textos hacia afuera y afecta otros niveles: el de la lectura, el de la recepción, el de valoración. Pienso en la paradoja propuesta
por el caso Bruno Morales. Si admitimos las hipótesis de Ludmer, Bolivia construcciones es y no es literatura, no admite categorías estéticas
para ser leído y juzgado. Pero sucedió que para defenderlo de la acusación de plagio —de la deslegitimación implicada allí— se abundó en
la apelación a estrategias específicamente literarias: el plagio apareció
así como la esencia misma de la operación literaria. La Vindicación del
plagio, que circuló como la Carta de Puán, y también en blogs que intervinieron en el debate como el de Link, sostuvieron, no sólo que “la
valoración de la originalidad es histórica”—un invento de la burguesía
que se consolidó definitivamente en el capitalismo con el valor de la
propiedad— y no corresponde, digamos, al estado actual de las artes,
sino también que el plagio en Bolivia Construcciones no es en modo alguno ocioso o injustificado porque responde a razones estructurales de
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la novela —aquí hay que observar esto: el valor atribuido a las razones
estructurales de la novela—, y que además es injusto y paradójico que
se pretenda una limitación y se confunda con un grosero plagio aquello
que constituye una de las excelencias de la novela —nótese el valor—,
su rica trama de intertextualidades”. Lo más interesante, creo yo, es
esa vuelta por la que entra por la ventana la atribución de valor: si lo
que vindica el plagio es “la excelencia” de su uso en la novela, lo rico
de su intertextualidad —de su literariedad—, es evidente que se está
discutiendo si el plagio es bueno o malo, y que se está presuponiendo
que lo que lo legitima —literariamente— es la exitosa operación literaria: un uso bueno y no malo (grosero). No tendría ningún sentido ver
aquí algo así como una contradicción; por el contrario, lo que importa
justamente es el modo en que la ambivalencia instala en los textos, es
decir, en su lectura y en su recepción, algo del orden de la indeterminación (no indefinición, sino más específicamente indeterminación) de
los valores. (Entre paréntesis, quizás aquí, en esta determinación, esté
el más claro legado de Aira. La recurrencia con la que la publicación
periódica de las novelas de Aira ha instalado una y otra vez la pregunta
por el valor —como si nos obligara a preguntarnos cada vez: ¿es buena
o es mala?— es la gran conmoción que produjo en el sistema de valores
de la literatura argentina y lo que define su gran operación.)
La otra pregunta podría plantearse así: ¿hasta qué punto puede
hablarse de posición diaspórica referida solamente a textos literarios,
es decir, sin cruzar explícitamente las fronteras del libro hacia el despliegue de las prácticas, según la fórmula de Laddaga? Por un lado,
¿alcanzaría el montaje puesto en escena con el seudónimo de Sergio di
Nucci y con los avatares del premio 2006-2007 de La Nación-Sudamericana para situar a Bolivia Construcciones en una posición diaspórica?
Por otro, ¿hasta qué punto basta que la performance se realice en una
novela suelta para hablar de un cambio en el estado mismo de la literatura, o de las artes? No hará falta —mejor dicho: ¿no seguirá haciendo
falta— una performance que sea de algún modo una obra (un gesto
que es una obra)? ¿No sigue siendo necesaria la firma de artista? Aira,
Bellatin, Noll. ¿O esto es lo que se está transformando justamente:
la necesidad de la firma de artista? En este sentido, diría que percibo
una cierta desmesura entre la atribución de un cambio radical en la
literatura y la falta de una obra, un gesto, que firmar (excepción hecha
148
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
de Cucurto que, con la lección mejor aprendida de Aira, inventa un
personaje y lo pone en ficción). Y diría también que lo más interesante
de los gestos críticos de Laddaga y Kamenszain está en el modo en
que ensayan una “ontología del presente”, atenta al estado actual de la
literatura, a su puesta en crisis, al mismo tiempo que conservan, mejor:
que retienen, que captan la forma de insistencia de la literatura en fuga.
No es casual, en este sentido, que sea una lectura atenta a sus “mejores”
resoluciones, a sus mejores expresiones. Laddaga usa una fórmula muy
precisa, y muy interesante: “Estos son, en efecto, los libros de escritores ambiciosos”. Se refiere a estos libros del final del libro, libros de
una época en que lo impreso es un medio entre otros de transporte de
la palabra escrita, y que se escriben un poco contra esa forma material,
contra este vehículo, como si quisieran forzarlo, modificarlo, reducirlo
a ser el medio a través del cual se transmite la conmoción de individuos
situados en el tiempo y el espacio, conmoción que se prolonga y se
despliega en construcciones veloces de lenguaje que se publican sin
reserva o correcciones. Y dice en otro lugar:
“Estos escritores toman los modelos para las figuras que describen menos de la larga tradición de las letras que de otra más
breve, la de las artes contemporáneas, tanto que es posible preguntarse si no obedecen secreta o abiertamente a una fórmula
que podría cifrarse, si se quisiera efectuar una discreta variación
sobre cierta expresión de Walter Pater (“all art aspires to the
condition of music”), de esta manera: toda literatura aspira a la
condición del arte contemporáneo. Toda literatura, en todo caso,
que sea fiel a la tradición de la cultura moderna de las letras en lo
que en ella había de más ambicioso, pero que al mismo tiempo
reconozca que el escritor que se encuentra en la descendencia de
un Borges, un Lezama Lima, una Lispector, opera ahora en una
ecología cultural y social muy modificada.”
Lo fundamental es el término “ambicioso”, ese señalamiento de una
ambición, que no puede ser sino una ambición artística —la ambición
de Arte que vemos en Aira, en Bellatin, también en Cucurto— y sería,
al menos, en principio, el indicio de una desmesura, de una intención,
de un deseo, que sobrepasa la medianía, lo cotidiano, el mundo en su
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149
realidad, en su generalidad. La ambición como marca de una diferencia
—de una distancia decíamos antes— que de algún modo subsiste.
Tal vez podamos decir: la ambición en tanto indicio de algo así
como la supervivencia del aura. Tomo la expresión de Georges DidiHuberman y “La supervivencia del aura en el mundo contemporáneo”, un artículo de 1996 que integra como el último capítulo Ante
el tiempo, de 2001. La pregunta de Didi-Huberman es: ¿Qué sentido
tiene hoy, sesenta años después de Benjamin, reintroducir la cuestión,
la hipótesis, la suposición del aura? El arte que nos es contemporáneo
¿no se inscribe en —y no se inscribe en él— lo que Benjamin llamaba
“la época de la reproductibilidad técnica”, época considerada como la
causante de la muerte, o al menos de la decadencia, del aura? La potencia, la productividad, de la reflexión de Didi-Huberman proviene del
hecho de que parte de una lectura bien ajustada del concepto de decadencia del aura en Benjamín: si el aura nombra una cualidad antropológica originaria de la imagen y el origen no es en ningún caso la fuente
sino “lo que está en tren de nacer en el devenir y en la decadencia”; la
decadencia en la época moderna no significa en Benjamin desaparición
sino antes bien un rodeo hacia abajo, una inclinación, una desviación,
una inflexión nuevas, y la decadencia del aura supone —implica, desliza por debajo, envuelve, sobreentiende, pliega a su manera— el aura
en tanto que fenómeno originario de la imagen, fenómeno “inacabado”
y “siempre abierto”. Didi-Huberman se pregunta si se puede suponer
el aura en las obras del siglo XX, entendiendo por suposición la producción de una hipótesis, y lo que se contesta es que puede intentarse,
siempre con el riesgo de admitir que tal suposición es difícil de construir: demasiado molesta y cargada de pasado en un sentido; demasiado fácil, incluso dudosa, en otro. En cualquier caso, esta suposición no
puede satisfacerse con ninguna sentencia de muerte (muerte histórica,
muerte en nombre de un sentido de la historia), en la medida en que
está vinculada con la memoria, y no con la historia en el sentido usual.
En síntesis con la supervivencia. Pero tampoco puede satisfacerse con
la coartada dudosa de las ideologías de la restauración. Si algo similar
a una cualidad aurática sobrevive en la obra de esos pintores, e incluso
sub-yace en ellas, no quiere decir que sobrevive tal cual. El gran acierto
de Huberman está en percibir que, más allá de toda oposición tajante
entre un presente olvidadizo (que triunfa) y un pasado caduco (que
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
está o se ha perdido), Walter Benjamin planteaba la cuestión del aura
en el orden de la reminiscencia, y esto es lo que le permite a Huberman
situar la insistencia del aura en el orden de la memoria, y más estrictamente en el de la supervivencia y, a la vez, a la supervivencia en el
orden de la transfiguración y la imagen dialéctica. Todo el problema,
dice Huberman citando a Bataille, en un cierto sentido es el del empleo
del tiempo. Hablar de cosas “muertas” o de problemas “perimidos”
—en particular cuando se trata del aura—, hablar de “renacimientos”
—incluso cuando se trata del aura— es hablar de un orden de hechos
consecutivos que ignora la indestructibilidad, la transformabilidad, y
el anacronismo de los acontecimientos de la memoria.
El planteo de Huberman permitiría pensar la concordancia/divergencia de tiempos en la lectura. Por un lado, pensar lo que Ludmer
identifica como la ambivalencia en los textos mismos (el adentroafuera) o lo que Laddaga describe como la confluencia de una dinámica
depresiva que causa la multiplicación innegable de los “signos de obsolescencia” (la expresión es de Barthes) de la cultura moderna de las
letras y de una dinámica euforizante que causa la percepción de otras
posibilidades que emergen en un mundo que sufre cambios sísmicos
en todos sus niveles. Uno de los signos más interesantes de esa “obsolescencia” sería el interés por el libro en un momento de cierto debilitamiento de la ansiedad autoral y la valorización creciente de los artefactos verbales que favorecen el desarrollo de lazos asociativos. Pienso
en Monserrat, de Daniel Link. Si es cierto, como quiere Ariel Schettini,
que la novela es una mezcla de blog y novela de aventuras en las que se
confunden, como en las experimentaciones de internet, los límites de
los cuerpos (lo público y lo privado) con los espacios límites (lo barrial
versus la aldea global) o las jerarquizaciones de los saberes (la opinión,
la encuesta, la enciclopedia, la historia, etc.), no menos oportuno es
observar que, inicialmente publicándola por entregas en su blog, Link
quiso que su novela fuera publicada y distribuida y leída como libro.
El movimiento, podemos constatarlo fácilmente, es más bien general:
es notable cómo los escritores jóvenes —o los que quieren identificarse
como La joven guardia, lo nuevo de lo nuevo— hablan del potencial
de circulación y hasta creativo que supone el dinamismo de los blogs,
de la publicación en blogs, al mismo tiempo que no sólo no renuncian a sino que procuran, quieren y hasta valoran el posterior pasaje al
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formato impreso, la estabilización y la permanencia en el libro y en el
nombre de autor. No tendría ningún sentido ver aquí algo como una
inconsistencia; de hecho, los más interesantes de estos autores, como
Juan Terranova, reflexionan inteligentemente sobre esta ambivalencia.
Pero sí vale la pena, creo, registrar que el deseo de convertirse en escritor y ser leído por un lector, en formato de libro, parece seguir consumándose de algún modo. Otra vez tenemos a Barthes y La preparación
de la novela: “Quizás ese gran drama del Querer escribir no pueda
ser escrito sino en período de repliegue, de agotamiento de la literatura: quizá la esencia de las cosas aparece cuando están por morir.”
“Y si actualmente —decía Barthes en 1979— parece haber una baja en
la cotización de la literatura (éste sería otro tema), el Deseo de escribir: funciona —sigue funcionando diría— como una Separación social
—separación difícil de asumir, sobre todo porque la literatura aparece
como un objeto pasado (camino al demodé: fin de la transferencia),
también como un gusto por el pasado, un arcaísmo—. Quizás —cierra
Barthes la entrada— todo Deseo lo sea, y el pasado es siempre lo más
difícil de asumir en un mundo que ha hecho de la Renovación (desde
el siglo XVIII: la Teomanía) un mito.” Lo inquietante de ese libro no
escrito que está en el centro de El desperdicio (2007), la última novela
de Matilde Sánchez, podría ser un signo, indirecto y ficcional, de esa
tensión: el libro como desperdicio —ese resto que se tira o que hay que
descartar: lo que (ya) no se escribe—, y a la vez, en la voz que quiere
escribir hoy, el libro desperdiciado —eso que se extraña y se lamenta
como proyecto malogrado y que por eso mismo todavía es la cifra de
un Deseo—.
Pero la idea de la supervivencia del aura también es muy operativa
para pensar el modo —el sentido, la forma— en que subsisten los valores estéticos, la apuesta por la distancia estética en la lectura. Didi-Huberman demuestra, de modo brillante, cómo los debates actuales sobre
el “fin de la historia” y, paralelamente, sobre el fin del arte, son burdos
y están mal planteados, porque se fundan en modelos de tiempo inconsistentes y no dialécticos, pero también lo dudosas que son las coartadas de las ideologías de la restauración (él se refiere a las artes plásticas
y habla de los resentimientos de todo género contra la modernidad en
el sentido de contemporaneidad: “regreso” redentor de los valores del
arte del pasado, nostalgia del subject matter religioso, reinvindicación
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CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
de espiritualidad o de sentido). Sarlo dedica todo un ensayo a rechazar
la atribución a su posicionamiento de lectura de nostalgia del pasado.
Sarlo no se quiere de ningún modo nostálgica, y en ese rechazo afirma,
por supuesto, que su apuesta por la autonomía del arte se pretende
atenta a sus transformaciones, a su dialéctica temporal, a su coyuntura
histórica. (“Como no tengo la superstición del pasado, es posible que
no enferme del optimismo experiencial del presente”, Tiempo presente,
226, “Retomar el debate”.) Con todo, la pregunta que podría hacerse
es: ¿Cuánto resiste la lectura del presente con las categorías del pasado? Pero también: ¿Cuánto la resistencia a las formas del presente
convierte a la apuesta por el valor estético en prescriptiva? ¿Cuánto esa
resistencia convierte a las categorías de la modernidad crítica en valores
del pasado, cerrados a la dialéctica misma del presente, o, si se quiere,
de la modernidad?
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Referencias bibliográficas
Augé, Marc (1998). El viaje imposible. El turismo y sus imágenes. Barcelona, Gedisa.
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Foucault, Michel (1991). “¿Qué es la ilustración?” en Saber y Verdad. Madrid, Las
Ediciones de la Piqueta.
Geertz, Clifford (1991). El antropólogo como autor. Buenos Aires, Paidós.
Giordano, Alberto (2006). Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas. Rosario, Beatriz Viterbo Editora.
Kamenszain, Tamara (2007). La boca del testimonio. Lo que dice la poesía. Buenos
Aires, Norma.
Laddaga, Reinaldo (2007). Espectáculos de realidad. Ensayo sobre la narrativa latinoamericana de las últimas dos décadas. Rosario, Beatriz Viterbo Editora.
Link, Daniel (2007). Montserrat. Buenos Aires, Editorial Mansalva.
Ludmer, Josefina: “Literaturas postautónomas” (diciembre 2006) y “Literaturas postautónomas 2” (mayo 2007) en www.loescrito.net.
Mattoni, Silvio: “La fabricación de un idioma” en Suplemento Cultural de La voz del
interior, setiembre 2003.
Porrúa, Ana. “Un barroco gritón” (sobre Cosa de negros) en www.bazaramericano.
com
Sánchez, Matilde (2007) El desperdicio. Buenos Aires, Alfaguara.
Sarlo, Beatriz. “¿Pornografía o fashion?” en Punto de Vista, Nº 83, diciembre 2005.
Sarlo, Beatriz. “Sujetos y tecnologías. La novela después de la historia” en Punto de
Vista, Nº 86, diciembre 2006.
LOS AUTORES
ARCE, Rafael: es Profesor y Licenciado en Letras. Jefe de Trabajos
Prácticos en las cátedras Literatura Argentina I y II de la Facultad de
Humanidades y Ciencias (Universidad Nacional del Litoral). Doctorando en la Facultad de Humanidades y Artes (Universidad Nacional
de Rosario) y Becario de CONICET. Su plan de tesis doctoral (“Juan
José Saer: la genealogía de la novela”) propone una lectura desconstructiva del realismo novelesco en el conjunto de la obra narrativa saeriana.
CATALIN, Mariana: es Profesora en Letras y Becaria de CONICET.
Con esta beca desarrolla el proyecto de investigación doctoral “Nuevas experimentaciones en la narrativa argentina contemporánea: las
poéticas de Sergio Chejfec y Sergio Bizzio, después de Babel. Es además profesora en la cátedra Literatura Argentina I de la Universidad
Nacional de Rosario y miembro del Centro de Estudios en Literatura
Argentina de dicha universidad.
CONTRERAS, Sandra: Profesora Titular de Literatura Argentina I
en la Universidad Nacional de Rosario. Desarrolla, como investigadora adjunta en CONICET, el proyecto “Problemas del realismo en la
narrativa argentina contemporánea”. Es autora del libro Las vueltas
de César Aira (Beatriz Viterbo Editora, 2002), de diversos artículos
sobre narrativa argentina contemporánea, y de los capítulos sobre Benito Lynch y Lucio V. Mansilla en la Historia Crítica de la Literatura
Argentina, dirigida por Noé Jitrik. Actualmente coordina la Maestría
en Literatura Argentina (UNR) y dirige el Centro de Estudios en Literatura Argentina, también de la UNR. Desde su fundación en 1991, es
una de las directoras de Beatriz Viterbo Editora.
GARBATZKY, Irina: es Profesora en Letras (Universidad Nacional
de Rosario). Se desempeña como Auxiliar en la cátedra Literatura Iberoamericana II y es Becaria doctoral de CONICET. Su investigación se
titula “Oralidad, poesía y performance. Las prácticas poéticas riopla-
156
CUADERNOS DEL SEMINARIO 1
tenses hacia fin de siglo XX”. En ella trabaja con las prácticas poéticas
ligadas a la teatralidad y la performance que llevaron adelante poetas y
performers en el contexto de la transición democrática.
GIORDANO, Alberto: Investigador Independiente de CONICET;
crítico y ensayista. Profesor estable del Doctorado en Humanidades,
la Maestría en Literatura Argentina y la Maestría en Psicoanálisis de la
Universidad Nacional de Rosario. Actualmente desarrolla una investigación sobre “Autofiguración y experiencia en diarios de escritores
latinoamericanos”. Dirige el Boletín del Centro de Estudios de Teoría
y Crítica Literaria de la UNR. Entre sus libros se encuentran: El giro
autobiográfico de la literatura argentina actual (2008); Una posibilidad
de vida. Escrituras íntimas (2007); Modos del ensayo. De Borges a Piglia (2005) y Manuel Puig, la conversación infinita (2002).
MARTINEZ, Luciana: es Profesora en Letras, Doctoranda de la Universidad Nacional de Rosario y Becaria de CONICET. Su investigación se aboca al estudio de la ficción científica en el Río de La Plata
desde una perspectiva comparativa respecto de las manifestaciones anglófonas del género, en especial en relación con la denominada New
Wave Science Fiction.
MOLINA, Cristian: es Profesor en Letras (Universidad Nacional
de Rosario). Se desempeña como Auxiliar en la cátedra de Literatura Europea II en la Universidad Nacional de Rosario. Es Becario de
CONICET y ha sido Becario de la Agencia Nacional de Promoción
Científica y Tecnológica. Desarrolla su tesis de maestría “Relatos de
mercado en Argentina: los casos de Salvador Benesdra, de César Aira
y de Washington Cucurto” y su tesis de doctorado “Relatos de mercado en el Cono Sur (1989-2008)”.
ÍNDICE
Alberto Giordano: Presentación ....................................................
5
Rafael Arce: La genealogía del monstruo ...................................... 17
Luciana Martínez: Mario Levrero: parapsicología, literatura y
trance .................................................................................................. 33
Irina Garbatzky: Raúl Escari, escritor, happenista ...................... 59
Alberto Giordano: Por una ética de la supervivencia.
Un final feliz (Relato sobre un análisis) de Gabriela Liffschitz .... 73
Mariana Catalin: Sergio Bizzio: el presente entre la novela y la
televisión ............................................................................................ 89
Cristian Molina: Relatos de mercado. Una definición y dos casos
de la literatura latinoamericana ........................................................ 113
APÉNDICE. Sandra Contreras: En torno de las lecturas del
presente ............................................................................................. 135
LOS AUTORES ............................................................................... 155
Este libro se terminó de imprimir en
Borsellino Impresos, Ovidio Lagos 3562/78, Rosario
en el mes de agosto de 2010.