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Cuestiones vivas

2021, Ateneo Crítico II

https://doi.org/10.5281/zenodo.10545290

A partir de la obra de Lecuona y Hernández "Cuestiones vivas", expuesta en un “dispositivo” también con vocación artística, este texto trata de hacer visible, in situ, la oposición dialéctica entre los paradigmas artísticos moderno y posmoderno y su eventual síntesis en un tercer paradigma, que cabría imaginar metamoderno. En esa síntesis se juega la continuidad de una actividad hermenéutica capaz de atribuir sentido a formas que no acaben de encajar en el imaginario cultural vigente (en el que la estetización de la existencia ya se ha consumado) con la expectativa de que esa actividad procure algún tipo de emancipación (colectiva pero no comunitaria). Una expectativa, con tintes claramente modernos, que solo puede desarrollarse sobre las ruinas de la modernidad.

Publicación coordinada por Juan José Valencia Rodríguez ISBN: 978-84-122759-5-7 Depósito Legal: TF 821-2021 © de la edición: Ateneo de La Laguna © de los textos: los autores © de las imágenes: los artistas © de la traducción: Alba Sabina Pérez textos de Emmanuel Alloa, Dennis Guerra, Fred Michiels y Nia Pushkarova Edición al cuidado de: Juan José Valencia Rodríguez Orbelinda Bermúdez Domínguez Diseño y maquetación: Gustavo Suárez Domínguez Ester González Duranza Patrocinador: Colaborador: Índice La farsa de la transición ecológica: ni democracia, ni ecología, ni mercado Yo no nací en un paraíso cerca de África Ariadna Maestre Gutiérrez 85 Lo contemporáneo, lo intempestivo y lo inminente Cómo hacer más complejas aquellas ideas que ya han empezado a brotar (Una especie de monólogo con todo el mundo o de diálogo con nadie) Emmanuel Alloa Fred Michiels Federico Aguilera Klink 9 17 Reflexiones sobre Bresson y el Cinematógrafo Daniel Barreto - Amaury Santana I was there. Sí, yo estuve allí Natalia Moreno Martín 21 Opacar Jorge Blasco 25 ¿Los guanches en el cabaret? Ya el conejo me riscó la perra Daniasa Curbelo 91 31 99 Solo la mujer salva a la mujer: artistas e investigadoras de la mano en la construcción de un canon feminista Tayri Muñiz Pérez 105 ¿Por qué los artistas se visten de negro? Larga vida a la literatura de viajes José Otero Cabrera Saray Encinoso Brito Rafael Arocha y el privilegio de la duda 37 El diablo entre el dinero y la campana Pablo Estévez Hernández 41 Proyecto ZL Vórtice en el Museu da Casa Brasileira – negociaciones en espacios públicos Lola Fabres 47 Un jardín como tú y yo Alba González Fernández 55 Dennis Guerra 59 67 Las primeras décadas del cine en Canarias: paisajes, tópicos arcaicos y la servidumbre al modelo turístico V. Latuff 73 117 La representación de Llanura, de Alonso Quesada, en 1986. Conversación con Jorge Rodríguez Padrón José Miguel Perera y Miguel Pérez Alvarado 125 Un sueño más. El Loro Parque y la antropización mitológica del territorio Larisa Pérez Flores ZULO. La vida es otra cosa Kumar Kishinchand López Diana Padrón 113 133 Las verdades incómodas de ser un artista que tiene el deber de lidiar con la administración para sobrevivir. (El matrimonio imposible entre la administración y las artes) Nia Pushkarova 139 Charles Esche: Para el neocapitalismo, el término “nosotros” no existe. Bianca Visser [Notas de Buenavista Residencia sobre territorio del Ateneo de La Laguna] Un perenquén en la cocina (cuaderno de Buenavista) Jorge Riechmann 145 Cuerpo y espacio en la era pospandémica. Una reflexión desde la perspectiva de la arquitectura Conchi Rguez. Pérez 163 Itinerario crítico de exposiciones 2020/21 en el Institut Valencià d’Art Modern (IVAM) Marisol Salanova 169 Cuestiones vivas Ramón Salas Lamamié de Clairac 175 Julio Zachrisson, un decolonial en la otra orilla Suset Sánchez Sánchez 185 Todos nosotros, y cada uno de nosotros. Herramientas para la construcción de una subjetividad política y económica Jorge Sepúlveda T. y Guillermina Bustos 197 Ampliar el campo de la imaginación Andrea Soto Calderón Isidoro Valcárcel Medina 205 211 Sin monedas para el Jukebox Juan José Valencia 215 223 Cuestiones vivas Ramón Salas Lamamié de Clairac Entre el 31 de octubre y el 22 de noviembre de 2021, Beatriz Lecuona y Óscar Hernández (www.lecuonayhernandez.com) expusieron su pieza Cuestiones vivas, Segundo origen en el solar de la calle San Lucas de Santa Cruz de Tenerife. Como muy probablemente sepan, ese solar es uno de los espacios expositivos de Solar (www.solarizacion.org), una asociación cultural tinerfeña que genera actividades con el objetivo de “crear redes culturales a través de los recursos propios del ciudadano”. Solar es uno de esos grupos nacidos tras la eclosión del arte colaborativo y relacional, es decir, con plena conciencia de que la creación artística se ha desplazado desde la moderna producción de objetos destinados a ser contemplados e interpretados a la posmoderna generación de dispositivos destinados a establecer relaciones, pero no solo relaciones de ideas sino, preferentemente, relaciones entre cuerpos. Es decir, aunque, por supuesto, se encuentre entre sus propios protocolos negarlo, Solar tiene una clara vocación de obra de arte, obviamente, como todas las obras de arte posmodernas, con autoría colaborativa, vocación de mediación y mecánica curatorial: es decir, una obra que no junta materiales y disposiciones creando una unidad formalmente definida sino que agencia cuerpos y contenidos creando espacios de dilucidación (vaya por delante que, en este texto, voy a hacer afirmaciones y utilizar conceptos que requerirían ulteriores explicaciones y matizaciones, pero, en el espacio del que dispongo y para el asunto que nos ocupa, me parece más provechoso explotar la conectividad aunque sea a costa de la precisión). Por eso Solar utiliza un solar para exponer sus obras (o un trazado urbano, o una sala de reuniones, o cualquier cosa que se oponga dialécticamente a un cubo blanco, es decir, a un contenedor supuestamente neutro), un espacio con memoria, “con doxa”. Nos encontraríamos entonces frente a una obra, cabría decir, moderna, dentro de otra obra, cabría decir, posmoderna. Si me aceptan inicialmente que la obra de Lecuona y Hernández es moderna (trataré luego de explicarles por qué) habría que reconocer que, en todo caso, sería tardomoderna, es decir, una obra de “después de La escultura en el campo expandido de Rosalind Krauss”. Esta afirmación podría resultar extraña, toda vez que el artículo de Krauss podría pasar por ser uno de los hitos fundacionales de la posmodernidad. Insisto, no tenemos aquí espacio para desarrollar este hilo argumental, pero convengamos que, aunque, sin duda, un conjunto de túneles de Alice Aycock o de Mary Miss marca una clara distancia respecto a una escultura pública de bronce subida en un pedestal (ya sea de Donatello o de Henry Moore) hoy, una vez que nos hemos acostumbrado a considerar como arte un proceso de negociación entre vecinos para decidir las condiciones de 175 gobernanza de un huerto urbano comunitario en un solar, parece evidente que las no-esculturas y no-arquitecturas a las que hacía alusión Krauss se mantenían aún en un paradigma (obra-artista-experiencia estética, por más que esta ya no fuera ocularcentrada y nos obligara a arrastrar el cuerpo por un tubo) que a Greenberg y a Fried todavía les habría resultado familiar (yo creo que más que una obra de Jasper Johns o, por supuesto, de Warhol). Por ubicarnos, llamaría, operativamente, “tardomoderno”, a ese estadio en el que el Minimalismo se erige como el culmen del proceso de vaciado del alto modernismo —con sus formas abstractas geométricas y neutras, reacias a acoger cualquier metáfora literaria— y, al mismo tiempo, su ostensible presencia inaugura una dimensión teatral que activa el espacio fenomenológico de la recepción. Es decir, un “alicatado” de Carl Andre sería, al mismo tiempo, la penúltima versión del monocromo —y de su certificación de que al arte no le cabe otra misión histórica que la expulsión del espacio de la (alta) cultura de cualquier elemento que permita la identificación o el reconocimiento—, y el principio del fin de la supuesta neutralidad de la experiencia estética modernista, inaugurando la conciencia de contextualidad que caracteriza al posmodernismo. Cabría decir entonces que un alicatado de Carl Andre denotaría un solar en su doble sentido: sería (solar 1 sust. “Porción de terreno edificado o por edificar”, y verbo “revestir el suelo de un lugar con losas y otro material”) el resultado de la administración moder- 176 na del territorio y del consecuente desalojo de los elementos carismáticos del sustrato premoderno (como cuando los obreros cordobeses o gaditanos reciben del constructor la orden expresa de ignorar cualquier resto arqueológico encontrado en la cimentación, que paralizaría la construcción del edificio), pero también (solar2 sust. “descendencia, linaje noble”) un ejemplo de la conciencia de que cualquier espacio —físico o intelectual— tiene un fundamento solariego. La mera denotación de un emplazamiento connota todos los estriamientos en los que se asienta. Eso quiere decir dos cosas: primero, que todo espacio, por más cúbico y blanco que se pretenda, está cimentado sobre una determinada historia, que es una historia de poder que no puede evitar, por lo tanto, sus vínculos con la barbarie (Benjamin dixit); y, segundo, que la huida del cubo blanco no nos conduce al afuera de la institucionalidad, institucionalidad que genera un espacio mental, ajeno a cualquier emplazamiento físico, del que la obra de arte no puede escapar. Todos estos apuntes previos podrán parecerles escolares, pero me parecen fundamentales para acercarnos a una pieza (dentro de un dispositivo) que considero de naturaleza claramente “académica”. Este término quizá no sea bueno (aunque peor sonaría, no obstante, el de “ilustrada”), sobre todo si, una vez más, no se dispone de demasiado tiempo para matizarlo, pero no se me ocurre otro mejor para aludir a ese tipo de piezas tardomodernas que se plantean desde la crítica institucional, es decir, que se hacen con plena conciencia de la improcedencia de hacer arte (un arte inevitablemente ligado, como cualquier sistema de saber, 177 a un entramado de poder y, por lo tanto, a alguna forma de barbarie) y con la esperanza (no poco voluntarista) de que aquella prevención enerve estos flujos del poder, expanda algún tipo de conciencia (crítica) (eso también es muy modernista) y permita seguir explotando el balón de oxígeno que nos proporcionó el propio Benjamin al afirmar que la cultura, siendo indisociable de la barbarie, es, al tiempo (y en buena medida por el momento redentor de la asunción anterior), el único instrumento contra la barbarie (vinculado a la expectativa, también muy modernista, de conseguir volver el concepto contra el concepto). Utilizo entonces el término “académico”, a falta de uno mejor, para hacer referencia a una obra instruida, una obra culta, creada desde la conciencia de su historicidad, pero también orquestada, como se instruye un caso, con la expectativa de que su espectador pueda reconstruir la escena del crimen y acceda, de ese modo, a algún tipo de disfrute ligado a la interlocución con una formalización sofisticada. Ignacio Lewcowicz prefería el termino modernidad tardía al de posmodernidad porque, en el terreno de la historia, se aplica el adjetivo de tardío (por ejemplo, en la antigüedad “tardía”) a ese periodo en el que el paradigma anterior se reconoce ya periclitado (en términos de Kuhn, cabría decir que el número de “aberraciones” de las que ya no puede dar cuenta amenaza muy seriamente su prestigio explicativo) aunque sus prácticas siguen operativas porque aún no ha surgido un paradigma sustitutorio. No me cabe ninguna duda de que vivimos un periodo eminentemente manierista que revisita constantemente el paradigma moderno, tensionándolo con un respetuoso cinismo (si por cínica entendemos, siguiendo a Virno, la aplicación de prácticas y doctrinas que sabemos que ya no tienen fundamento —pero sin las cuales, de momento, nos resultaría imposible significar—). Y no seré yo el que abogue por el surgimiento de un nuevo orden de 178 valores capaz de imponerse de manera orgánica al decadente (des)orden actual. Personalmente, considero que la función del arte debe seguir siendo moderna, es decir, contracultural: la cultura es integradora, cohesiva, permite la identificación y crea conciencia de comunidad; el arte, sin embargo, es disgregador, deconstructivo, y no aglutina más comunidad que la de los que comparten su sospecha sobre el “sentido común”. Por entendernos, el arte “cultural”, premoderno, era el que se entendía (sin necesidad de complejas explicaciones), no porque fuera en sí mismo evidente (es imposible entender intuitivamente qué diablos hace una señora emperifollada recibiendo la cabeza amputada de un señor barbudo en una bandeja de plata si no se conoce la Biblia) sino porque formaba parte integral de un cuerpo de prácticas litúrgicas y saberes dogmáticos compartido por una comunidad orgánica que los asimilaba “por los poros”, sin necesidad de recibir una enseñanza reglada. Por el contrario, el arte moderno no se entendía precisamente porque atentaba contra ese cuerpo de doctrina, dejándonos no solo sin referentes dogmáticos sino ante la obligación de dar cuenta de los que pretendiéramos utilizar en su lugar para significar. De ahí que, a partir de ese momento, la primera obligación del texto artístico fuera la determinación del con-texto en el que debía ser interpretado. Espero que se entienda entonces la importancia que concedo aquí al tejido académico en el que se trama la obra que comentamos. 144 Titanium Square, Carl Andre, 2011, fabricado 2017-8, Tate and National Galleries of Scotland 179 Como suele suceder en las obras consumadas, esta genealogía “escolar” de la pieza de Lecuona y Hernández —que hoy preferiría llamar ya repertorialidad o historicidad— está inscrita en su forma. Ya hemos apuntado el que consideraría como primer estrato de su proceso de sedimentación de significados: por expresarlo de una forma plástica, la pieza de Lecuona y Hernández es inicialmente un Carl Andre en el que las piezas del alicatado no son sus típicas planchas de acero, plomo o zinc ad hoc sino azulejos ready-made. Carl Andre es, también lo anticipamos, un claro ejemplo de esa obra minimalista que lleva al límite la tautología de la abstracción modernista, autónoma y autorreferencial y, simultánea y paradójicamente, la desplaza al espacio no ya fenomenológico sino sociopolítico del mundo de la vida. Y no podemos olvidar que Carl Andre, como si quisiera llevar también al límite ese punto radical de fractura entre las estructuras patriarcales implícitas en el paradigma modernista y su crisis posmoderna, lanzó “presuntamente” por la ventana a su mujer, Ana Mendieta, provocándole la muerte. Acción que hoy calificaríamos sin duda de violencia machista y de la que, inexplicablemente, quedó absuelto. Hago esta anotación truculenta para poner en evidencia que, evidentemente, no se puede seguir la estela de Andre sin tirar de la manta, levantar las alfombras o, si hiciera falta, el propio suelo, hasta encontrar la basura que esconde debajo. No otra cosa hace esta pieza que, literalmente levanta, a través de un guinche eléctrico montado sobre un perfil de doble T soldado en forma de horca, 70 metros cuadrados de suelo, llevándolos a su punto de resistencia. Al conducir al patíbulo al monocromo del modernismo, lo que resulta es algo que recuerda al manto de la virgen. La imagen, sin duda, es enormemente evocadora. El arte moderno no hizo otra cosa, desde el romanticismo hasta el minimalismo, que vaciar, vaciar y vaciar todos los elementos, primero temáticos y después procedimentales, del arte premoderno, hasta reducir toda su iconografía y saber hacer a la fría y monocroma planitud de Andre. Ese desalojo, convertido en fundamento, fue la gran aportación de la modernidad a la cultura: la generación de espacio-tiempo vacío, la desacralización del territorio, otrora carismático, de la premodernidad, de sus mitos locales, sus santos patronos, sus identidades vernáculas, sus leyendas site-specif. La modernidad convirtió la tierra en territorio, en un inmenso solar, es decir, en metros cuadrados para la explotación y la administración. Igual que en el sesenta y ocho se levantaron los adoquines para (tirárselos a la policía y) encontrar las playas que había debajo, Lecuona y Hernández levantan ahora el espacio tiempo vacío de la modernidad, su terreno administrado, para encontrar debajo los cadáveres sobre los que cimentó su barbarie y los conocimientos vernáculos que fueron reprimidos por su racionalidad. 180 La posmodernidad, es decir, lo que va después de la modernidad, siempre se ha podido entender de dos maneras: o bien como una ruptura radical con la modernidad, o bien como la consumación de su lógica. Si la entendemos de esta segunda manera (y quizá esa sería la versión que antes llamábamos tardomoderna) la posmodernidad sería solo el resultado de aplicar la sospecha característica de la modernidad a la propia modernidad, removiendo y evacuando no solo todo el sustrato mítico premoderno sino también los propios mitos de la modernidad y la razón. Esta lectura decolonial está también muy claramente inscrita en la pieza de Lecuona y Hernández. Para que la obra funcione, es decir, para que el guinche pueda levantar físicamente el suelo, este tiene que estar “alicatado” sobre una superficie, al mismo tiempo, flexible y resistente. Ese sustrato lo proporcionan unos sacos de café brasileño y colombiano: la humilde rafia, de origen natural, con sus ecos del trabajo forzado (con frecuencia femenino), de la explotación colonial y poscolonial, es la que permite que el fantasma reprimido del pensamiento mítico levante literalmente el espacio tiempo vacío de la modernidad y se nos aparezca como una presencia espectral. Ese momento que, siguiendo de nuevo la estela de Benjamin, cabría calificar de “mesiánico”, ese “aquí y ahora” de la revelación es, como no podría ser de otra manera, efímero. Pero, como era de esperar, cuando el guinche baja, el alicatado à la Andre ya no vuelve a su sitio. Como es sabido, Benjamin abogaba por suspender la estupefaciente fantasmagoría del progreso (que avanza de forma lineal desde el mundo mítico primitivo al espacio administrado de la razón) convocando la memoria de los perdedores de la historia, rescatando del olvido esas instancias que el gran relato de los vencedores no recoge. Ese fugaz recuerdo (porque tampoco se trata de utilizar a Carl Andre como pedestal de un renacido culto a la virgen) suspende el avance franco de las tropas del alicatado de la memoria: la virgen desaparece, pero lo que queda es el pliegue sísmico al que el pensamiento posmoderno ha sometido a la lógica de la modernidad. Un antimonumento que congrega no a los correligionarios, sino a los que practican precisamente la fe en la sospecha. Cuando la pieza baja, incapaz de mantener la tensión “mesiánica”, se hace sonora: los azulejos son incapaces de soportar su propia presión y se quiebran, lentamente, provocando un chasquido sordo, como de huesos quebrándose. Esa es, sin duda, la imagen de nuestro presente: no, debajo de los adoquines no hay playas; la historia no es reversible, no se puede volver al sustrato “natural”, si alguna vez lo hubo, pero tampoco nos asiste ya la confianza de que el alicatado de la naturaleza nos reporte un espacio estriado, liso y confiable. Lo que nos toca habitar son los quiebres de la historia, la memoria de sus fracturas, la inestable tensión de la naturaleza y la cultura. De hecho, el alicatado recogido genera una 181 continuidad con el propio pavimento hidráulico que queda, de forma irregular, en el propio solar, generando así una clara continuidad entre la pieza y el espacio físico desde el que la contemplamos: una especificidad para el sitio que nos recuerda que la pieza está barriendo bajo nuestros pies, también bajo nuestro suelo institucional, que alcanza los solares. Volvamos ahora a la pregunta que dejamos colgada: si la pieza de Lecuona y Hernández remueve el suelo bajo los pies de la confiada soberbia moderna, asistida por la memoria de la naturaleza reprimida, por qué afirmábamos que se trataba de una pieza (tardo)moderna. Bueno, en primer lugar, precisamente porque no aboga por un retorno a una situación, digamos, precolonial, a un estadio paradisíaco previo a la administración del mundo. Porque da por sentado que lo moderno es un punto de no retorno, que nos toca aprender a habitar sobre un Carl Andre en cuya estabilidad ya no confiamos (ni el piche evitará los terremotos ni los diques contendrán el cambio climático). Pero, sobre todo, porque, como he tratado de explicar, esta pieza trata de implosionar en una forma pregnante toda una urdimbre de referencias que traman tanto su contenido como su propia genealogía, el contexto —decíamos antes— en el que sus referencias pueden resultar legibles. Presupone, por lo tanto, una subjetividad que conforma trabajosamente su autoría desterritorializando la lógica del modernismo y reterritorializando otro agenciamiento de referentes que implican un conjunto de ubicaciones en el espacio de lo político y lo cultural, con la expectativa de encontrar otra subjetividad dispuesta a reconocerse a sí misma en una actitud hermenéutica capaz de tirar, a su vez, del hilo de la urdimbre de la pieza. Dicho de otro modo, así como la obra de arte Solar se entiende sin explicación (parece lógico que, ante la crisis del estado, la ciudadanía dé un paso al frente para fomentar actividades que difícilmente podrían mantenerse en el mercado), la pieza que acoge de Lecuona y Hernández requiere múltiples explicaciones (todas las que, con mayor o menor fortuna, hemos tratado de dar en este texto): no encaja de forma orgánica en la trama de la cultura visual —como lo haría, qué se yo, un huerto urbano, un tatuaje, un selfie para Instagram o una camiseta de marca—, no produce tomates Km. 0 gracias a una trama relacional comunitaria, no se vende en el mercado y, lo que es peor, no aglutina una comunidad de Likes que se reconozcan en torno a su imagen sin necesidad de aclaraciones. De hecho, solo podría aglutinar en torno a su (anti)monumento, nacido con vocación de ruina, a la comunidad de los que no tienen nada en común, nada que no sea su paciencia para llegar al final de este texto. Texto que deja abierta una pregunta: ¿tiene aún sentido crear imágenes pregnantes que no encajen de forma orgánica en los imaginarios culturales en los que nos reconocemos, solo para provocar un tipo de disquisiciones que nos hagan pensar que desarrollan nuestro pensamien- 182 to crítico y así, nos emancipan, integrándonos en un “nosotros” que se reconoce en eso que Barthes llamaba “el placer del texto” (digamos de la textualidad, en el sentido textil)? Ni que decir tiene que, en mi caso, esta pregunta es meramente retórica. 183 184