Publicación coordinada por
Juan José Valencia Rodríguez
ISBN: 978-84-122759-5-7
Depósito Legal: TF 821-2021
© de la edición: Ateneo de La Laguna
© de los textos: los autores
© de las imágenes: los artistas
© de la traducción:
Alba Sabina Pérez textos de Emmanuel
Alloa, Dennis Guerra, Fred Michiels y Nia
Pushkarova
Edición al cuidado de:
Juan José Valencia Rodríguez
Orbelinda Bermúdez Domínguez
Diseño y maquetación:
Gustavo Suárez Domínguez
Ester González Duranza
Patrocinador:
Colaborador:
Índice
La farsa de la transición ecológica: ni
democracia, ni ecología, ni mercado
Yo no nací en un paraíso cerca de
África
Ariadna Maestre Gutiérrez
85
Lo contemporáneo, lo intempestivo
y lo inminente
Cómo hacer más complejas aquellas
ideas que ya han empezado a brotar
(Una especie de monólogo con todo
el mundo o de diálogo con nadie)
Emmanuel Alloa
Fred Michiels
Federico Aguilera Klink
9
17
Reflexiones sobre Bresson y el
Cinematógrafo
Daniel Barreto - Amaury Santana
I was there. Sí, yo estuve allí
Natalia Moreno Martín
21
Opacar
Jorge Blasco
25
¿Los guanches en el cabaret? Ya el
conejo me riscó la perra
Daniasa Curbelo
91
31
99
Solo la mujer salva a la mujer:
artistas e investigadoras de la mano
en la construcción de un canon
feminista
Tayri Muñiz Pérez
105
¿Por qué los artistas se visten de
negro?
Larga vida a la literatura de viajes
José Otero Cabrera
Saray Encinoso Brito
Rafael Arocha y el privilegio de la
duda
37
El diablo entre el dinero y la campana
Pablo Estévez Hernández
41
Proyecto ZL Vórtice en el Museu da
Casa Brasileira – negociaciones en
espacios públicos
Lola Fabres
47
Un jardín como tú y yo
Alba González Fernández
55
Dennis Guerra
59
67
Las primeras décadas del cine en
Canarias: paisajes, tópicos arcaicos y
la servidumbre al modelo turístico
V. Latuff
73
117
La representación de Llanura, de
Alonso Quesada, en 1986.
Conversación con Jorge Rodríguez
Padrón
José Miguel Perera
y Miguel Pérez Alvarado
125
Un sueño más. El Loro Parque y
la antropización mitológica del
territorio
Larisa Pérez Flores
ZULO. La vida es otra cosa
Kumar Kishinchand López
Diana Padrón
113
133
Las verdades incómodas de ser
un artista que tiene el deber de
lidiar con la administración para
sobrevivir.
(El matrimonio imposible entre la
administración y las artes)
Nia Pushkarova
139
Charles Esche: Para el
neocapitalismo, el término
“nosotros” no existe.
Bianca Visser
[Notas de Buenavista Residencia
sobre territorio del Ateneo de La
Laguna]
Un perenquén en la cocina
(cuaderno de Buenavista)
Jorge Riechmann
145
Cuerpo y espacio en la era
pospandémica.
Una reflexión desde la perspectiva
de la arquitectura
Conchi Rguez. Pérez
163
Itinerario crítico de exposiciones
2020/21 en el Institut Valencià d’Art
Modern (IVAM)
Marisol Salanova
169
Cuestiones vivas
Ramón Salas Lamamié de Clairac
175
Julio Zachrisson, un decolonial en la
otra orilla
Suset Sánchez Sánchez
185
Todos nosotros, y cada uno de
nosotros.
Herramientas para la construcción
de una subjetividad política y
económica
Jorge Sepúlveda T.
y Guillermina Bustos
197
Ampliar el campo de la imaginación
Andrea Soto Calderón
Isidoro Valcárcel Medina
205
211
Sin monedas para el Jukebox
Juan José Valencia
215
223
Cuestiones vivas
Ramón Salas Lamamié de Clairac
Entre el 31 de octubre y el 22 de noviembre de 2021, Beatriz Lecuona y Óscar Hernández (www.lecuonayhernandez.com) expusieron su pieza Cuestiones vivas,
Segundo origen en el solar de la calle San Lucas de Santa Cruz de Tenerife. Como
muy probablemente sepan, ese solar es uno de los espacios expositivos de Solar
(www.solarizacion.org), una asociación cultural tinerfeña que genera actividades con el objetivo de “crear redes culturales a través de los recursos propios del
ciudadano”. Solar es uno de esos grupos nacidos tras la eclosión del arte colaborativo y relacional, es decir, con plena conciencia de que la creación artística se ha
desplazado desde la moderna producción de objetos destinados a ser contemplados e interpretados a la posmoderna generación de dispositivos destinados a establecer relaciones, pero no solo relaciones de ideas sino, preferentemente, relaciones entre cuerpos. Es decir, aunque, por supuesto, se encuentre entre sus propios
protocolos negarlo, Solar tiene una clara vocación de obra de arte, obviamente,
como todas las obras de arte posmodernas, con autoría colaborativa, vocación de
mediación y mecánica curatorial: es decir, una obra que no junta materiales y
disposiciones creando una unidad formalmente definida sino que agencia cuerpos y contenidos creando espacios de dilucidación (vaya por delante que, en este
texto, voy a hacer afirmaciones y utilizar conceptos que requerirían ulteriores
explicaciones y matizaciones, pero, en el espacio del que dispongo y para el asunto que nos ocupa, me parece más provechoso explotar la conectividad aunque sea
a costa de la precisión). Por eso Solar utiliza un solar para exponer sus obras (o un
trazado urbano, o una sala de reuniones, o cualquier cosa que se oponga dialécticamente a un cubo blanco, es decir, a un contenedor supuestamente neutro),
un espacio con memoria, “con doxa”. Nos encontraríamos entonces frente a una
obra, cabría decir, moderna, dentro de otra obra, cabría decir, posmoderna.
Si me aceptan inicialmente que la obra de Lecuona y Hernández es moderna
(trataré luego de explicarles por qué) habría que reconocer que, en todo caso,
sería tardomoderna, es decir, una obra de “después de La escultura en el campo
expandido de Rosalind Krauss”. Esta afirmación podría resultar extraña, toda
vez que el artículo de Krauss podría pasar por ser uno de los hitos fundacionales
de la posmodernidad. Insisto, no tenemos aquí espacio para desarrollar este
hilo argumental, pero convengamos que, aunque, sin duda, un conjunto de
túneles de Alice Aycock o de Mary Miss marca una clara distancia respecto a
una escultura pública de bronce subida en un pedestal (ya sea de Donatello o de
Henry Moore) hoy, una vez que nos hemos acostumbrado a considerar como
arte un proceso de negociación entre vecinos para decidir las condiciones de
175
gobernanza de un huerto urbano comunitario en un solar, parece evidente que
las no-esculturas y no-arquitecturas a las que hacía alusión Krauss se mantenían
aún en un paradigma (obra-artista-experiencia estética, por más que esta ya no
fuera ocularcentrada y nos obligara a arrastrar el cuerpo por un tubo) que a
Greenberg y a Fried todavía les habría resultado familiar (yo creo que más que
una obra de Jasper Johns o, por supuesto, de Warhol). Por ubicarnos, llamaría,
operativamente, “tardomoderno”, a ese estadio en el que el Minimalismo se erige
como el culmen del proceso de vaciado del alto modernismo —con sus formas
abstractas geométricas y neutras, reacias a acoger cualquier metáfora literaria—
y, al mismo tiempo, su ostensible presencia inaugura una dimensión teatral que
activa el espacio fenomenológico de la recepción.
Es decir, un “alicatado” de Carl Andre sería, al mismo tiempo, la penúltima versión del monocromo —y de su certificación de que al arte no le cabe otra misión
histórica que la expulsión del espacio de la (alta) cultura de cualquier elemento
que permita la identificación o el reconocimiento—, y el principio del fin de la
supuesta neutralidad de la experiencia estética modernista, inaugurando la conciencia de contextualidad que caracteriza al posmodernismo. Cabría decir entonces que un alicatado de Carl Andre denotaría un solar en su doble sentido: sería
(solar 1 sust. “Porción de terreno edificado o por edificar”, y verbo “revestir el suelo
de un lugar con losas y otro material”) el resultado de la administración moder-
176
na del territorio y del consecuente desalojo de los elementos carismáticos del
sustrato premoderno (como cuando los
obreros cordobeses o gaditanos reciben
del constructor la orden expresa de
ignorar cualquier resto arqueológico
encontrado en la cimentación, que paralizaría la construcción del edificio),
pero también (solar2 sust. “descendencia, linaje noble”) un ejemplo de la conciencia de que cualquier espacio —físico o intelectual— tiene un fundamento
solariego. La mera denotación de un
emplazamiento connota todos los estriamientos en los que se asienta. Eso
quiere decir dos cosas: primero, que
todo espacio, por más cúbico y blanco
que se pretenda, está cimentado sobre
una determinada historia, que es una historia de poder que no puede evitar, por
lo tanto, sus vínculos con la barbarie (Benjamin dixit); y, segundo, que la huida
del cubo blanco no nos conduce al afuera de la institucionalidad, institucionalidad que genera un espacio mental, ajeno a cualquier emplazamiento físico, del
que la obra de arte no puede escapar.
Todos estos apuntes previos podrán
parecerles escolares, pero me parecen
fundamentales para acercarnos a una
pieza (dentro de un dispositivo) que
considero de naturaleza claramente
“académica”. Este término quizá no sea
bueno (aunque peor sonaría, no obstante, el de “ilustrada”), sobre todo si,
una vez más, no se dispone de demasiado tiempo para matizarlo, pero no
se me ocurre otro mejor para aludir a
ese tipo de piezas tardomodernas que
se plantean desde la crítica institucional, es decir, que se hacen con plena
conciencia de la improcedencia de hacer arte (un arte inevitablemente ligado, como cualquier sistema de saber,
177
a un entramado de poder y, por lo tanto, a alguna forma de barbarie) y con la
esperanza (no poco voluntarista) de que aquella prevención enerve estos flujos
del poder, expanda algún tipo de conciencia (crítica) (eso también es muy modernista) y permita seguir explotando el balón de oxígeno que nos proporcionó el
propio Benjamin al afirmar que la cultura, siendo indisociable de la barbarie, es,
al tiempo (y en buena medida por el momento redentor de la asunción anterior),
el único instrumento contra la barbarie (vinculado a la expectativa, también
muy modernista, de conseguir volver el concepto contra el concepto). Utilizo
entonces el término “académico”, a falta de uno mejor, para hacer referencia a
una obra instruida, una obra culta, creada desde la conciencia de su historicidad,
pero también orquestada, como se instruye un caso, con la expectativa de que su
espectador pueda reconstruir la escena del crimen y acceda, de ese modo, a algún
tipo de disfrute ligado a la interlocución con una formalización sofisticada.
Ignacio Lewcowicz prefería el termino modernidad tardía al de posmodernidad
porque, en el terreno de la historia, se aplica el adjetivo de tardío (por ejemplo,
en la antigüedad “tardía”) a ese periodo en el que el paradigma anterior se reconoce ya periclitado (en términos de Kuhn, cabría decir que el número de
“aberraciones” de las que ya no puede dar cuenta amenaza muy seriamente su
prestigio explicativo) aunque sus prácticas siguen operativas porque aún no ha
surgido un paradigma sustitutorio. No me cabe ninguna duda de que vivimos un
periodo eminentemente manierista que revisita constantemente el paradigma
moderno, tensionándolo con un respetuoso cinismo (si por cínica entendemos,
siguiendo a Virno, la aplicación de prácticas y doctrinas que sabemos que ya no
tienen fundamento —pero sin las cuales, de momento, nos resultaría imposible
significar—). Y no seré yo el que abogue por el surgimiento de un nuevo orden de
178
valores capaz de imponerse de manera orgánica al decadente (des)orden actual.
Personalmente, considero que la función del arte debe seguir siendo moderna,
es decir, contracultural: la cultura es integradora, cohesiva, permite la identificación y crea conciencia de comunidad; el arte, sin embargo, es disgregador, deconstructivo, y no aglutina más comunidad que la de los que comparten su sospecha sobre el “sentido común”. Por entendernos, el arte “cultural”, premoderno,
era el que se entendía (sin necesidad de complejas explicaciones), no porque fuera en sí mismo evidente (es imposible entender intuitivamente qué diablos hace
una señora emperifollada recibiendo la cabeza amputada de un señor barbudo en
una bandeja de plata si no se conoce la Biblia) sino porque formaba parte integral
de un cuerpo de prácticas litúrgicas y saberes dogmáticos compartido por una
comunidad orgánica que los asimilaba “por los poros”, sin necesidad de recibir
una enseñanza reglada. Por el contrario, el arte moderno no se entendía precisamente porque atentaba contra ese cuerpo de doctrina, dejándonos no solo sin
referentes dogmáticos sino ante la obligación de dar cuenta de los que pretendiéramos utilizar en su lugar para significar. De ahí que, a partir de ese momento,
la primera obligación del texto artístico fuera la determinación del con-texto en
el que debía ser interpretado. Espero que se entienda entonces la importancia
que concedo aquí al tejido académico en el que se trama la obra que comentamos.
144 Titanium Square, Carl Andre, 2011, fabricado 2017-8, Tate and National Galleries
of Scotland
179
Como suele suceder en las obras consumadas, esta genealogía “escolar” de la pieza
de Lecuona y Hernández —que hoy preferiría llamar ya repertorialidad o historicidad— está inscrita en su forma. Ya hemos apuntado el que consideraría como
primer estrato de su proceso de sedimentación de significados: por expresarlo de
una forma plástica, la pieza de Lecuona y Hernández es inicialmente un Carl Andre en el que las piezas del alicatado no son sus típicas planchas de acero, plomo o
zinc ad hoc sino azulejos ready-made. Carl Andre es, también lo anticipamos, un
claro ejemplo de esa obra minimalista que lleva al límite la tautología de la abstracción modernista, autónoma y autorreferencial y, simultánea y paradójicamente, la desplaza al espacio no ya fenomenológico sino sociopolítico del mundo
de la vida. Y no podemos olvidar que Carl Andre, como si quisiera llevar también
al límite ese punto radical de fractura entre las estructuras patriarcales implícitas en el paradigma modernista y su crisis posmoderna, lanzó “presuntamente”
por la ventana a su mujer, Ana Mendieta, provocándole la muerte. Acción que
hoy calificaríamos sin duda de violencia machista y de la que, inexplicablemente, quedó absuelto. Hago esta anotación truculenta para poner en evidencia que,
evidentemente, no se puede seguir la estela de Andre sin tirar de la manta, levantar las alfombras o, si hiciera falta, el propio suelo, hasta encontrar la basura
que esconde debajo.
No otra cosa hace esta pieza que, literalmente levanta, a través de un guinche
eléctrico montado sobre un perfil de doble T soldado en forma de horca, 70 metros
cuadrados de suelo, llevándolos a su punto de resistencia. Al conducir al patíbulo al monocromo del modernismo, lo que resulta es algo que recuerda al manto
de la virgen. La imagen, sin duda, es enormemente evocadora. El arte moderno
no hizo otra cosa, desde el romanticismo hasta el minimalismo, que vaciar, vaciar y vaciar todos los elementos, primero temáticos y después procedimentales,
del arte premoderno, hasta reducir toda su iconografía y saber hacer a la fría y
monocroma planitud de Andre. Ese desalojo, convertido en fundamento, fue la
gran aportación de la modernidad a la cultura: la generación de espacio-tiempo
vacío, la desacralización del territorio, otrora carismático, de la premodernidad,
de sus mitos locales, sus santos patronos, sus identidades vernáculas, sus leyendas site-specif. La modernidad convirtió la tierra en territorio, en un inmenso solar, es decir, en metros cuadrados para la explotación y la administración. Igual
que en el sesenta y ocho se levantaron los adoquines para (tirárselos a la policía
y) encontrar las playas que había debajo, Lecuona y Hernández levantan ahora el
espacio tiempo vacío de la modernidad, su terreno administrado, para encontrar
debajo los cadáveres sobre los que cimentó su barbarie y los conocimientos vernáculos que fueron reprimidos por su racionalidad.
180
La posmodernidad, es decir, lo que va después de la modernidad, siempre se ha
podido entender de dos maneras: o bien como una ruptura radical con la modernidad, o bien como la consumación de su lógica. Si la entendemos de esta segunda manera (y quizá esa sería la versión que antes llamábamos tardomoderna) la
posmodernidad sería solo el resultado de aplicar la sospecha característica de la
modernidad a la propia modernidad, removiendo y evacuando no solo todo el
sustrato mítico premoderno sino también los propios mitos de la modernidad
y la razón. Esta lectura decolonial está también muy claramente inscrita en la
pieza de Lecuona y Hernández.
Para que la obra funcione, es decir, para que el guinche pueda levantar físicamente el suelo, este tiene que estar “alicatado” sobre una superficie, al mismo
tiempo, flexible y resistente. Ese sustrato lo proporcionan unos sacos de café brasileño y colombiano: la humilde rafia, de origen natural, con sus ecos del trabajo
forzado (con frecuencia femenino), de la explotación colonial y poscolonial, es la
que permite que el fantasma reprimido del pensamiento mítico levante literalmente el espacio tiempo vacío de la modernidad y se nos aparezca como una presencia espectral. Ese momento que, siguiendo de nuevo la estela de Benjamin,
cabría calificar de “mesiánico”, ese “aquí y ahora” de la revelación es, como no
podría ser de otra manera, efímero. Pero, como era de esperar, cuando el guinche
baja, el alicatado à la Andre ya no vuelve a su sitio. Como es sabido, Benjamin
abogaba por suspender la estupefaciente fantasmagoría del progreso (que avanza
de forma lineal desde el mundo mítico primitivo al espacio administrado de la
razón) convocando la memoria de los perdedores de la historia, rescatando del
olvido esas instancias que el gran relato de los vencedores no recoge. Ese fugaz
recuerdo (porque tampoco se trata de utilizar a Carl Andre como pedestal de un
renacido culto a la virgen) suspende el avance franco de las tropas del alicatado
de la memoria: la virgen desaparece, pero lo que queda es el pliegue sísmico al
que el pensamiento posmoderno ha sometido a la lógica de la modernidad. Un
antimonumento que congrega no a los correligionarios, sino a los que practican
precisamente la fe en la sospecha.
Cuando la pieza baja, incapaz de mantener la tensión “mesiánica”, se hace sonora: los azulejos son incapaces de soportar su propia presión y se quiebran, lentamente, provocando un chasquido sordo, como de huesos quebrándose. Esa
es, sin duda, la imagen de nuestro presente: no, debajo de los adoquines no hay
playas; la historia no es reversible, no se puede volver al sustrato “natural”, si
alguna vez lo hubo, pero tampoco nos asiste ya la confianza de que el alicatado
de la naturaleza nos reporte un espacio estriado, liso y confiable. Lo que nos toca
habitar son los quiebres de la historia, la memoria de sus fracturas, la inestable
tensión de la naturaleza y la cultura. De hecho, el alicatado recogido genera una
181
continuidad con el propio pavimento hidráulico que queda, de forma irregular,
en el propio solar, generando así una clara continuidad entre la pieza y el espacio
físico desde el que la contemplamos: una especificidad para el sitio que nos recuerda que la pieza está barriendo bajo nuestros pies, también bajo nuestro suelo
institucional, que alcanza los solares.
Volvamos ahora a la pregunta que dejamos colgada: si la pieza de Lecuona y Hernández remueve el suelo bajo los pies de la confiada soberbia moderna, asistida
por la memoria de la naturaleza reprimida, por qué afirmábamos que se trataba
de una pieza (tardo)moderna. Bueno, en primer lugar, precisamente porque no
aboga por un retorno a una situación, digamos, precolonial, a un estadio paradisíaco previo a la administración del mundo. Porque da por sentado que lo moderno es un punto de no retorno, que nos toca aprender a habitar sobre un Carl
Andre en cuya estabilidad ya no confiamos (ni el piche evitará los terremotos ni
los diques contendrán el cambio climático). Pero, sobre todo, porque, como he
tratado de explicar, esta pieza trata de implosionar en una forma pregnante toda
una urdimbre de referencias que traman tanto su contenido como su propia genealogía, el contexto —decíamos antes— en el que sus referencias pueden resultar
legibles. Presupone, por lo tanto, una subjetividad que conforma trabajosamente
su autoría desterritorializando la lógica del modernismo y reterritorializando
otro agenciamiento de referentes que implican un conjunto de ubicaciones en el
espacio de lo político y lo cultural, con la expectativa de encontrar otra subjetividad dispuesta a reconocerse a sí misma en una actitud hermenéutica capaz de
tirar, a su vez, del hilo de la urdimbre de la pieza.
Dicho de otro modo, así como la obra de arte Solar se entiende sin explicación
(parece lógico que, ante la crisis del estado, la ciudadanía dé un paso al frente
para fomentar actividades que difícilmente podrían mantenerse en el mercado),
la pieza que acoge de Lecuona y Hernández requiere múltiples explicaciones (todas las que, con mayor o menor fortuna, hemos tratado de dar en este texto): no
encaja de forma orgánica en la trama de la cultura visual —como lo haría, qué
se yo, un huerto urbano, un tatuaje, un selfie para Instagram o una camiseta de
marca—, no produce tomates Km. 0 gracias a una trama relacional comunitaria,
no se vende en el mercado y, lo que es peor, no aglutina una comunidad de Likes
que se reconozcan en torno a su imagen sin necesidad de aclaraciones. De hecho,
solo podría aglutinar en torno a su (anti)monumento, nacido con vocación de
ruina, a la comunidad de los que no tienen nada en común, nada que no sea su
paciencia para llegar al final de este texto. Texto que deja abierta una pregunta:
¿tiene aún sentido crear imágenes pregnantes que no encajen de forma orgánica
en los imaginarios culturales en los que nos reconocemos, solo para provocar un
tipo de disquisiciones que nos hagan pensar que desarrollan nuestro pensamien-
182
to crítico y así, nos emancipan, integrándonos en un “nosotros” que se reconoce
en eso que Barthes llamaba “el placer del texto” (digamos de la textualidad, en el
sentido textil)? Ni que decir tiene que, en mi caso, esta pregunta es meramente
retórica.
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