La Mujer Habitada
Gioconda Belli
L
A MUJER
LA
H
ABITADA
HABITADA
Gioconda Belli
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
"Rompo este huevo y nace la mujer y nace el hombre. Y juntos vivirán y morirán. Pero nace
nuevamente. Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque la
muerte es mentira."
Eduardo Galeano
Mito de los indios makiritare. Memorias del Fuego
Herria isilerazi nahi izan zuten,
bitza kendu,
mintzaira eragotzi.
eta iroultza sortu zen.
emakumea isilerazi nahi izan zuten,
mutu bíhurtu, enoratu, baztertu,
eta orduan HITZA jaio zen, Emakume hitza,
iraultza, bici-iturri.
Laura Mintegi
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Capít ulo 1
AL AMANECER EMERGÍ. Extraño es todo lo que ha acontecido desde aquel día en el agua,
la última vez que vi a Yarince. Los ancianos decían en la ceremonia que viajaría hacia el
Tlalocan, los jardines tibios de oriente —país del verdor y de las flores acariciadas por la lluvia
tenue— pero me encontré sola por siglos en una morada de tierra y raíces, observadora
asombrada de mi cuerpo deshaciéndose en humus y vegetación. Tanto tiempo sosteniendo
recuerdos, viviendo de la memoria de maracas, estruendos de caballos, los motines, las lanzas, la
angustia de la pérdida. Yarince y las nervaduras fuertes de su espalda. Hacía días que oía los
pequeños pasos de la lluvia, las grandes corrientes subterráneas acercándose a mi morada
centenaria, abriendo túneles, atrayéndome a través de la porosidad húmeda del suelo. Sentía que
estaba cercano el mundo, lo veía acercarse en el diferente color de la tierra.
Vi las raíces, las manos extendidas, llamándome. Y la fuerza del mandato me atrajo
irremisiblemente. Penetré en el árbol, en su sistema sanguíneo, lo recorrí como una larga caricia
de savia y vida, un abrir de pétalos, un estremecimiento de hojas. Sentí su tacto rugoso, la
delicada arquitectura de sus ramas y me extendí en los pasadizos vegetales de esta nueva piel,
desperezándome después de tanto tiempo, soltando mi cabellera, asomándome al cielo azul de
nubes blancas para oír los pájaros que cantan como antes.
Canté también con mis nuevas bocas (hubiera querido danzar) y hubo azahares sobre mi
tronco y en todas mis ramas, olor de naranjas. Me pregunto si habré llegado, por fin, a las
tierras tropicales, al jardín de abundancia y descanso, a la alegría tranquila e interminable
reservada a los que mueren bajo el signo de Quiote-Tlátoc, señor de las aguas... Porque no es
tiempo de floraciones; es tiempo de frutos. Pero el árbol ha tomado mi propio calendario, mi
propia vida; el ciclo de otros atardeceres. Ha vuelto a nacer, habitado con sangre de mujer.
Nadie sufrió este nacimiento, como sucedió cuando asomé la cabeza entre las piernas de mi
madre. Esta vez no hubo incertidumbre, ni desgarraduras en la alegría. La partera no enterró mi
xicmetayotl, mi ombligo, en la esquina oscura de la casa; ni me tomó en sus brazos para
decirme: "Estarás dentro de la casa como el corazón dentro del cuerpo... serás la ceniza que
cubre el fuego del hogar". Nadie llora al ponerme nombre, como hubo de hacerlo mi madre,
porque desde la aparición lejana de los rubios, de los hombres con pelos en la cara, todos los
augurios eran tristes y hasta temían llamar al adivino para que me pusiera nombre, me diera mi
tonalli. Temían conocer mi suerte. ¡Pobres padres! La partera me lavó, me purificó implorando
a Chalchiuhtlicue, madre y hermana de los dioses y en esa misma ceremonia, me llamaron Itzá,
gota de rocío. Me dieron mi nombre de adulta, sin esperar que llegara mi tiempo de escogerlo,
porque temían el futuro.
En cambio, ahora todo parece tranquilo a mi alrededor: hay arbustos recién cortados, flores
en grandes maceteras y un viento fresco que me mueve, me mece de un lado al otro como si así
me saludara, me diera la bienvenida a la luz después de tanta oscuridad.
Extraño es este entorno. Me rodean muros. Construcciones de anchas paredes como las que
nos hacían levantar los españoles.
Vi una mujer, la que cuida el jardín. Es joven, alta, de cabellos oscuros, hermosa. Tiene
rasgos parecidos a las mujeres de los invasores, pero también el andar de las mujeres de la tribu,
un moverse con determinación, como nos movíamos y andábamos antes de los malos tiempos.
Me pregunto si trabajará para los españoles. No creo que trabaje la tierra, ni sepa hilar. Tiene
manos finas y unos ojos grandes, brillantes. Brillan con el asombro de quien aún descubre.
Todo quedó en silencio cuando se marchó; no escuché sonidos de templo, movimiento de
sacerdotes. Sólo la mujer habita esta morada y su jardín. No tiene familia, ni señor y no es diosa
porque teme: cerró puertas y candados antes de marcharse.
El día que floreció el naranjo, Lavinia se levantó temprano para ir a trabajar por primera vez en
su vida.
Soñolienta apagó el despertador. Odió su mugido de sirena de barco alborotando la paz de la
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La Mujer Habitada
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mañana. Se frotó los ojos y se desperezó.
El olor entraba por todas partes. La esencia de los azahares la sitiaba desde el jardín con
insistencia. Se asomó a la ventana, arrodillándose sobre la cama y desde allí miró el naranjo
florecido.
Era un árbol viejo, situado justo frente a la ventana de la habitación. El jardinero de su tía Inés lo
había sembrado tiempo atrás, jurando que daría frutos todo el año porque era un injerto producto de
la acuciosidad de sus manos de curandero, jardinero, conocedor de hierbas. La tía le tomó cariño al
árbol, a pesar de que nunca, mientras ella vivió, dio muestras de querer florecer.
Serían las lluvias tardías de diciembre, pensó Lavinia. "Lluvias fuera de estación, señales de
prodigio" solía decir su abuelo.
Perezosa, se metió al baño. Encendió la radio al pasar, levantando del suelo la ropa dejada caer
con descuido cuando llegó trasnochada a acostarse. Le gustaba su habitación, arreglada con
canastos y colchas de colores. Con un sueldo de arquitecto, podría mejorar la decoración folklórica
pensó, mientras se bañaba, entusiasmándose ante la perspectiva de su primer día de trabajo.
El olor de los azahares llovía en el agua de la ducha. Era un buen augurio que el árbol hubiera
florecido ese día precisamente, se dijo, frotándose el pelo largo y castaño, pasándose luego el peine
para desenredarlo. Salió del baño secándose en la enorme toalla playera y se maquilló ante el
espejo, aumentando el tamaño de sus ojos, los rasgos de su cara llamativa. No le habría gustado ser
como Sara, su mejor amiga; tener rasgos de muñeca de porcelana. La imperfección tenía sus
atractivos. Su cara que, en otro tiempo, no hubiera tenido mayor éxito, no podía estar más a tono
con la música rock, la moda hippie, las minifaldas, la continuada rebeldía de la década anterior, la
modernidad descuidada de principios de los setenta.
Sí, se dijo, escogiendo cuidadosamente la ropa, sacudiendo la cabeza para acomodar los rizos —
el secreto era no peinarse— ella estaba a tono con la época. Hacía más de un mes se había
trasladado a la casa de la tía Inés, abandonando la casa paterna. Era mujer sola, joven e
independiente.
La tía Inés era quien de niña la había criado. En esa casa, solía pasar largas temporadas porque
sus padres andaban muy ocupados con la juventud, la vida social y el éxito. Sólo cuando se
percataron que ya estaba crecida, cuando le vieron asomar la edad, los senos, el vello, las curvas,
pusieron en plena vigencia la patria potestad para mandarla a estudiar a Europa, como se estilaba en
ese tiempo entre la gente de linaje.
La tía Inés no hubiera querido verla partir nunca, pero abrumada por los derechos paternos del
hermano, se conformó con aleccionarla para que no se dejara convencer de estudiar para secretaria
bilingüe u optometrista. Ella quería ser arquitecta y tenía derecho, le dijo. Tenía derecho a construir
en grande las casas que inventaba en el jardín, las maquetas minuciosamente construidas con palos
de fósforos y viejas cajas de zapatos, las mágicas ciudades. Tenía derecho a soñar con ser algo; a
ser independiente. Y le allanó el camino antes de morir. Le heredó la casa del naranjo y todo cuanto
contenía "para cuando quisiera estar sola".
Lavinia terminó de vestirse, aspirando a pleno pulmón el olor fragante en pleno enero, sin
percatarse del calendario alterado de la naturaleza, sin sospechar el destino marcándola con su dedo
largo e invisible.
Cerró la puerta de la habitación y recorrió la casa revisando trabas y candados. Era una
construcción hermosa. Una versión reducida de las enormes mansiones coloniales volcadas hacia el
patio interior.
Cuando ella llegó padecía la decrepitud y el abandono. Le crujían las puertas, le goteaba el
techo; sufría el reumatismo de la humedad y el encierro. Con el producto de la venta de muebles
antiguos y sus conocimientos de arquitectura, la arregló; la convirtió en selva llenándola de plantas,
cojines y cajones de colores, libros, discos. Le alborotó el orden que suelen habitar las personas
maduras y solitarias. El desorden era evidente hoy, pasado el fin de semana sin Lucrecia, la
doméstica, la única que ordenaba porque ella estaba acostumbrada a la vida acomodada y fácil.
Sólo cuando llegaba Lucrecia, tres días a la semana, la casa se desalojaba de polvo y se comía
comida caliente. El resto del tiempo, Lavinia se contentaba con emparedados, queso, jamón,
salami, cacahuetes, porque no sabía cocinar.
El viento de enero que esparcía por las cunetas las flores rosadas de los árboles de roble, la
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despeinó cuando salió a la calle y caminó por las anchas aceras de su barrio. Casi nunca veía a sus
vecinos. Eran personas mayores, coetáneos de la tía. Esperaban la muerte guardando silencio,
cobijando recuerdos detrás de los muros de sus mansiones, apagándose en la penumbra de los
aposentos. Le entristecía verlos a veces, por las tardes, meciéndose solitarios en blancas butacas
detrás de las puertas abiertas de viejas salas. La vejez se le hacía un estado terrible y solitario. Se
volvió con cierta melancolía a mirar su casa, pensando en su tía Inés. Quizás había sido mejor que
muriera sin llegar a la decrepitud, aun cuando ahora le habría gustado ver su figura larga y espigada
despidiéndola desde la puerta como cuando ella salía, lavadita y planchada, para ir al colegio en la
mañana. Esta vez, estaba segura, la tía la habría despedido de mujer a mujer, viviendo en ella los
sueños que su época no le permitió realizar. Viuda desde joven, nunca pudo sobreponerse al
espanto de la soledad. De poco le sirvió dedicarse a ser madrina de poetas y artistas, inquieta
mecenas de su tiempo de miriñaques y recato. La última imagen que conservaba de ella, era la
despedida en el aeropuerto de Fiumicino. Habían pasado juntas dos meses de vacaciones. Le
confesó que la echaba tanto de menos que se estaba muriendo de tristeza. Lavinia no le creyó, no
sospechó la enfermedad mortal que la consumía por aquella su sonrisa contradictoria y su
insistencia de que mejor aprovechara el tiempo al máximo —nunca se sabía lo que la vida podía
depararle a uno— y se quedara unos meses aprendiendo francés. Estaba delgada y lloró en el
aeropuerto. Lloraron las dos abrazadas ante las conmovidas miradas de italianos simpatizantes de la
expresividad. Lavinia le prometió largas cartas. Pronto volvería y estarían juntas y felices. Nunca la
volvió a ver. Cuando murió no quiso asistir a las ceremonias terribles del duelo. Recordaría viva a
la tía Inés. Sabía que ella habría estado de acuerdo.
Las calles, a esa hora, estaban vacías. Apresuró el paso para llegar a la avenida, el límite de su
barrio de viejos. En la esquina, detuvo un taxi. El flamante Mercedes Benz, lustrado y vuelto a
lustrar, se paró a su lado. Nunca le dejaba de admirar la paradoja de los taxis Mercedes Benz. En
Paguas, el Gran General regalaba licencias de libre importación de carros Mercedes Benz a los
militares. Los militares vendían los carros Mercedes Benz usados a cooperativas de taxis de las que
eran socios, y se compraban modelos nuevos.
Los taxis en Paguas, pobre, polvosa y caliente, eran Mercedes Benz.
No bien se acomodó en los sillones olorosos a cuero, se percató de la transmisión de radio.
Transmitían el juicio al alcaide de la prisión La Concordia. El juicio había sido la plática obligada
de los últimos días y ella estaba cansada del tema, no quería oír más aquellas atrocidades, pero
estaba cautiva en el taxi. El taxista, fumando, no perdía palabra mirando intensamente el tráfico.
Se concentró en la ventana. Desde esa zona alta, se veía la ciudad, la silueta lejana de volcanes
pastando a la orilla del lago. El paisaje era hermoso. Tan hermoso como imperdonable el hecho de
que le hubieran asignado al lago función de cloaca. Se imaginó cómo sería esta mañana si la ciudad
no le diera la espalda al paisaje lacustre, si existiera un malecón en la ribera donde pasearían por las
tardes los enamorados y la niñera con azules carritos de bebé. Pero a los grandes generales nunca
les había importado la estética. La ciudad era una serie de contrastes: mansiones amuralladas y
casas maltrechas.
No podía escapar de la voz del militar médico, el forense, testigo clave del proceso. Su voz sin
quiebres describía las cicatrices de torturas encontradas en el cadáver del prisionero. Decía que al
hermano del muerto —también acusado de conspirar— el alcaide lo había lanzado al volcán Tago.
Un volcán en actividad, con lava rugiente en el cráter. En los atardeceres se veía roja desde el
borde. Los españoles conquistadores habían creído que se trataba de oro fundido.
El hombre describía las quebraduras y laceraciones del hermano también asesinado, como si se
tratara del dictamen de algún ingeniero dando parte de los efectos de un sismo. El relato abundaba
en palabras técnicas.
Recordó cómo se quebraban las columnas después de las explosiones subterráneas, en los
documentales que les mostraba el profesor en la Universidad de Bolonia, en Italia. Pero se trataba
de seres humanos. Estructuras destruidas de seres humanos.
"Me debí haber quedado en Bolonia", pensó, recordando su apartamento al lado del campanario.
Era su reacción cada vez que se topaba con el lado oscuro de Paguas. Pero en Europa se habría
tenido que contentar con interiores, remodelaciones de viejos edificios que no alteran las fachadas,
la historia de mejores pasados. En Paguas, en cambio eran otros los restos. Se trataba de dominar la
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naturaleza volcánica, sísmica, opulenta; la lujuria de los árboles atravesando indómitos el asfalto.
Paguas le alborotaba los poros, las ganas de vivir. Paguas era la sensualidad. Cuerpo abierto,
ancho, sinuoso, pechos desordenados de mujer hechos de tierra, desparramados sobre el paisaje.
Amenazadores. Hermosos.
No quería seguir escuchando sobre muertes. Apoyó la cara en la ventana, observando fijamente
las calles. Lo que se necesitaba en Paguas era vida, se dijo, por eso ella soñaba con construir
edificios, dejar huella, darle color, armonía al concreto; sustituir las imitaciones de truncados
rascacielos neoyorquinos en la avenida Truman —por la que avanzaba lento el taxi en el tráfico—
por diseños acordes con el paisaje. Aunque era casi un sueño imposible, pensó, mirando el letrero
de la recién inaugurada tienda por departamentos. Desde la calle se podía ver la escalera eléctrica,
la gran novedad, la única en todo el país. La tienda había tenido que apostar bedeles en la puerta
para evitar la entrada de los desarropados niñitos vende periódicos que, en los primeros días, fueron
la ruina del placer de las elegantes señoras electrónicamente elevadas hacia el consumo.
La ciudad buscaba a toda costa la modernidad, usando cualquier tipo de artificio estrafalario.
Los muertos eran miembros del clandestino Movimiento de Liberación Nacional. "Son los únicos
valientes en este país" decía Adrián, el marido de Sara. "¿De qué otra manera se podía terminar con
la subversión?", decía el fiscal, cuando el taxi se detuvo.
Lavinia miró su reloj. Eran las ocho de la mañana. Llegaba puntual. Pagó al taxista. Lo vio
mirándole las largas piernas. Sonriendo sarcástico mientras le deseaba un "buen día" después de
obligarla a oír aquella descripción pormenorizada de gólgotas criollos.
Penetró en el vestíbulo. El edificio era moderno. Tipo caja de fósforos. Rectangular. Paredes
grises y detalles rojos. Tenía ascensor. Señal de status. Otro artificio para afirmar la modernidad.
Habría cinco o seis ascensores en toda Paguas. Se instalaban para presumir. A veces en edificios de
dos pisos, donde sólo los utilizaban los ejecutivos de mayor jerarquía. Aquí, al menos, eran cuatro
los pisos. El ascensor conducía a elegantes despachos de médicos, ingenieros, abogados y
arquitectos.
El día que llegó a la entrevista de trabajo, Lavinia se paró en cada piso. Eran todos parecidos.
Grandes puertas de madera y los letreros en caracteres dorados.
Empujó las puertas de madera de la firma "Arquitectos Asociados S.A." y se encontró en el
vestíbulo sobrio y moderno, frente a la secretaria modosa de ojos verdes que le pidió sentarse. El
señor Solera la recibiría en un momento.
Tomó una revista y encendió un cigarrillo. En algún lugar dentro de la oficina, una radio
continuaba la transmisión del juicio. Afortunadamente no podía distinguir las palabras.
Para beneficio de su apariencia profesional, fingía mirar atentamente la revista; aquellas casas en
cuyos interiores era casi imposible imaginar seres humanos. Diríanse hechas para ángeles etéreos,
ajenos a necesidades elementales tales como poner las piernas sobre las mesas, fumar un cigarrillo,
comer maní.
En la entrevista, Julián Solera se había extendido sobre las dificultades de ser arquitecto en
Paguas. No era como en Europa, le dijo. Llegaban las señoras con sus recortes y les encomendaban
diseños de House and Carden y House Beautiful. Se enamoraban de un refugio de montaña en los
Alpes y decidían aplicarlo a una casa de veraneo en la playa. Había que convencerlas de que
estaban en otro país. El color. Los materiales. Pero ella era mujer, había dicho. Tendría más
facilidad para comunicarse. Las mujeres se entendían. Sonrió al recordarlo, al evocar cómo
sonriendo lo convenció de que sí. Inicialmente, la miraba con desconfianza. Cuando ella entró a su
oficina, la semana anterior, atendiendo a la cita que la amistad de Adrián había facilitado, la
observó de arriba abajo, midiéndole el ostensible "pedigree", el largo de la minifalda, el pelo
desordenado en rizos. Era un hombre cuarentón, de ojos alertas y actitud pragmática, pero con la
necesidad de seducción propia de los hombres latinos a esa edad. Poco tiempo después del primer
saludo, cuando ella sacó su portafolio y esgrimió su exquisita preparación académica, el orgullo de
sus proyectos universitarios, sus criterios sobre las necesidades de Paguas, defendiendo su amor por
la arquitectura con la vehemencia propia de sus veintitrés años, Julián sucumbió. Como niño
haciendo piruetas en bicicleta, la introdujo en las complicaciones locales del oficio y no tardó
mucho en convencerse de que sería una buena adquisición contratarla. Ella no tuvo remordimientos
de conciencia por usar todas las armas milenarias de la feminidad. Aprovechar la impresión que
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causaban en los hombres las superficies pulidas, no era su responsabilidad, sino su herencia.
La espera se había alargado. Un hombre alto, de contextura mediana y ojos grises, cruzó el
recinto y entró al despacho de Solera. La secretaria de ojos verdes le dijo a Lavinia que podía pasar.
El despacho era moderno. Sillones de cuero. Dibujos abstractos en las paredes enmarcados en
aluminio. Ventanal de cuarto piso dominando el paisaje del lago. Los volcanes brevando. Enormes
mamíferos. El señor Solera se adelantó a saludarla. Le simpatizaba su aire de caballero antiguo,
aunque la formalidad la incomodaba. El tratamiento de "usted" le sonaba más apropiado para sus
vecinas ancianas que para ella.
—Le presento a Felipe Iturbe —dijo Solera.
El hombre estaba de pie en medio de la estancia, con aire de edificio bien construido. Le dio un
apretón de manos fuertes. Lavinia notó su antebrazo musculoso, las nervaduras, la capa de vello
negro casi púbico. Era más joven que Solera y la miraba burlón, mientras aquél hacía referencias a
su preparación académica, las ventajas de contar con una mujer en el equipo y le explicaba a ella el
papel de Felipe como arquitecto coordinador, encargado de asignar y supervisar todos los trabajos.
El arquitecto Iturbe, dijo Solera, se encargaría de hacerle familiar las normas y procedimientos de
la oficina.
Los dos hombres parecían disfrutar su actitud de paternidad laboral. Lavinia se sintió en
desventaja. Hizo una reverencia interna a la complicidad masculina y deseó que las presentaciones
terminaran. No le gustaba sentirse en escaparate. Le recordaba su regreso de Europa, cuando sus
padres la llevaban a fiestas, engalanada, y la soltaban para que la husmearan animalitos de sacos y
corbatas. Animalitos domésticos buscando quién les diera hijos robustos y frondosos, les hiciera la
comida, les arreglara los cuartos. Bajo arañas de cristal y luces despampanantes la exhibían como
porcelana Limogeso Sevresen, aquel mercado persa de casamientos con olor a subasta. Y ella lo
odiaba. No quería más eso. Por escaparlo estaba allí. Se movió incómoda. Finalmente, el señor
Solera dio por terminada la introducción y ella salió detrás de Felipe.
Caminaron por el pasillo hacia la estancia iluminada de la sala de dibujo. El ventanal cruzaba la
oficina de extremo a extremo, inundándole de luz natural. El decorado era moderno; biombos
forrados en tela de saco separaban los espacios para formar cubículos de arquitectos. "Por ser
mujer" dijo Felipe, tendría el privilegio de tener su despacho al lado del ventanal. Abrió la puerta
para mostrárselo y la llevó después al que él ocupaba. Era ligeramente más grande. Un afiche
simple y de colores pastel, anuncio de una exposición de artes gráficas, ocupaba una de las paredes.
En el mueble detrás del escritorio, había una radio negra bastante antigua. Lavinia se preguntó si
sería él quien había estado escuchando el juicio, pero no dijo nada. Se sentó en la silla de tela color
arena y cromo frente al escritorio, mientras él se quedaba apoyado en la banqueta alta de la mesa de
dibujo, a un lado.
—Tenés un nombre extraño —dijo, tuteándola.
—Afición de mi madre a los nombres italianos —respondió ella, haciendo un gesto de burla por
las manías maternas.
—¿Y tenés hermanos con nombres así también? ¿Rómulo, Remo...?
—No. No tengo hermanos. Fui la única hija.
— ¡¡Ahhhü —exclamó él, dejando ir en la expresión las connotaciones obligadas: única hija,
niña bien, mimada...
No se dejó intimidar. Bromeó también, diciéndole: qué remedio, nacer era un azar. Le hubiera
gustado preguntarle si se hubiera burlado de haber sido ella hombre y tener un nombre como
Apolonio o Aquiles, cosa por demás común en Paguas, pero prefirió no confrontarlo al menos ese
día. Ya habría tiempo, se dijo. Condujo la conversación hacia el terreno profesional. Felipe sabía el
oficio. Le contó que había estudiado algunos años en Alemania. Además de trabajar por el día,
impartía clases en la universidad por la noche. Conversando, encontraron preocupaciones comunes
sobre la armonía de concreto, árboles y volcanes, la integralidad de los paisajes, el humanismo de
las construcciones. Pensó que se entenderían en la profesión. Una hora después, sintió que la
miraba de otra forma. Felipe tomó el auricular y sostuvo una conversación monosilábica, de esas
que se suelen tener cuando no se quiere hablar en presencia de otra persona. Lavinia trató de
hacerse la distraída mirando a su alrededor, hasta que él colgó y dijo que debía salir, dejándola con
un juego de planos en la puerta de su oficina.
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La Mujer Habitada
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Ya sola en su cubículo, se sentó en la mesa de dibujo. Dio varias vueltas sobre la banqueta
giratoria, divirtiéndose de sentirse "arquitecta" por primera vez. Afuera hacía calor. Se podía ver el
vaho reverberando en el asfalto. El vapor subiría al cielo para formar torres de nubes inmensas al
atardecer. Cúmulos nimbus magentas y naranjas que se pasearían por el cielo antes de que la luz
desapareciera esfumando su primer día de trabajo.
Extendió los planos, esforzándose en reconocer la afinidad de las nomenclaturas. Esto era la
"práctica". En la "práctica", los términos teóricos se transformaban. Poco a poco pudo visualizar el
Centro Comercial, las casas pequeñas y en serie del nuevo reparto. El diseño era aburrido y
standard. Lo mismo podía estar en un suburbio norteamericano que en Paguas. La topografía
parecía prometedora. Era una lástima aquellas líneas cuadradas, sin imaginación. Empezó a dibujar
círculos, a dejarse llevar por sus impulsos. "Quisiera tu opinión", había dicho Felipe.
Echó de menos una tacita de café. Se levantó y salió del cubículo. Mercedes, la secretaria de los
arquitectos, una mujer joven, morena y opulenta, se mostró solícita. "Yo se lo traigo", dijo. Y salió
contoneándose, bajo la atenta mirada de los dibujantes. Lavinia se quedó un rato en la puerta,
sonriendo a los ojos que lograba encontrar alzados sobre los planos. Mercedes regresó con una taza
humeante.
—Aquí tiene, señorita Alarcón —dijo.
—Decime Lavinia —dijo ella—. Eso de "señorita Alarcón" es muy formal. ¿No sabes si Felipe
regresará pronto? —preguntó. Mercedes sonrió maliciosa.
—Nunca se sabe a qué hora regresará, cuando sale así a media mañana —dijo.
Volvió temprano en la tarde y Lavinia le lanzó su andanada de ideas.
—Deberías ir a ver el lugar —dijo Felipe.
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Capít ulo 2
REGRESÓ AL ATARDECER. Abrió puertas y ventanas. Parecía feliz. Tan feliz como yo que
me he pasado el día reconociendo el mundo, respirando a través de todas las hojas de este cuerpo
nuevo. ¡Quién me hubiera dicho que esto sucedería! Cuando los ancianos hablaban de paraísos
tropicales para los que morían en el agua, bajo el signo de Quiote-Tláloc, imaginaba regiones
transparentes, hechas de la sustancia de los sueños. La realidad es, a menudo, más fantástica
que la imaginación. No vago por jardines. Soy parte del jardín. Y este árbol vive de nuevo con mi
vida. Estaba todo maltrecho pero yo he puesto savia en todas sus ramas y cuando venga el
tiempo, dará frutos y entonces el ciclo empezará de nuevo.
Me pregunto cuánto ha cambiado el mundo. Mucho ha cambiado, sin duda. Esta mujer está
sola. Vive sola. No tiene familia, ni señor. Actúa como un alto dignatario que sólo se sirve a sí
mismo. Vino a echarse en la hamaca, cerca de mis ramas. Estira su cuerpo y piensa. Goza de
tiempo para pensar. Para estar así, sin hacer nada, pensando.
Me rodean altos muros y escucho sonidos extraños; estruendos de cientos de carretas, como si
hubiese una calzada cercana.
Extraña esta paz ruidosa. Me pregunto qué pasaría con los míos.
¿Dónde estará Yarince? ¿Estará tal vez albergado en otro árbol o recorriendo el cielo como
lucero, o convertido en colibrí? Todavía me parece oír su grito, aquel grito largo y desesperado
horadando el aire como una saeta envenenada.
Me pregunto qué quedaría de nosotros, de mi madre a quien nunca más volví a ver después
que me fui con Yarince. Nunca entendí que no podía simplemente quedarme en la casa. Jamás
le perdonó a Citlalcoatl que me enseñara a usar el arco y la flecha.
Cuando Lavinia abrió la puerta de la casa, sintió de nuevo la fragancia, el olor de los azahares, el
olor a limpio. La casa relucía. Lucrecia había llegado. Encontró la nota con su letra tosca,
diciéndole que llegaría temprano el miércoles para verla antes de que se fuera al trabajo y hacerle el
desayuno. Sonrió pensando en los mimos de Lucrecia. La forma como su presencia, tres veces a la
semana, le arreglaba la vida. Entró en la cocina y se sirvió un trago de ron. Después se dirigió a la
hamaca en el corredor. Se dejó caer sobre la manila suave acomodándose a su cuerpo. El corredor
se diluía en la penumbra del atardecer. Las sombras descendían silenciosas sobre los objetos
quietos. Las flores blancas del naranjo diríanse fosforescentes en la penumbra. Se mecía
suavemente con el pie. Era bueno estar allí, en paz. Sola consigo misma. Aunque ahora le hubiera
gustado comentar el día con la tía Inés, pensó. Ver la ilusión en sus ojos claros y dulces. Ver el
amor que se le derramaba en la mirada cuando ella le contaba éxitos infantiles. O debía tal vez
haber visitado a Sara. Pero Sara no entendería que ella se sintiera tan contenta, pensó. Ella no
entendía el placer de ser uno mismo, tomar decisiones, tener la vida bajo control. Sara había pasado
del padre-padre al padre-marido. Adrián se jactaba delante de ella de llevar los pantalones en la
casa. Y Sara podía escucharlo sonriendo. Para ella eso también era "natural". Las fiestas donde los
exhibían eran "naturales"; necesidades del apareamiento. Igual que las danzas del cortejo del reino
animal. Sara se había casado con tarjetas de cartulina. Letras y redacción recomendadas por Emily
Post. Lavinia la recordaba saliendo como una nube vaporosa de tul de la iglesia, con un ramo de
orquídeas blancas en la mano. Los guantes largos. Se reproduciría por los siglos de los siglos en
nietos bulliciosos y gordos. Esa sería su vida. Su realización. Eso también habrían deseado sus
padres para ella. Pero las fiestas del club la aburrían. Prefería otras diversiones.
Quizás algún día le gustaría casarse. Pero no ahora. Casarse era limitarse, someterse. Tenía que
aparecer en el camino un hombre muy especial. Y tal vez ni aun así. Se podía vivir juntos. No
necesitaban papeles para legalizar el amor.
El aire refrescaba. La luna asomaba su luz amarillenta. El sonido del silencio a ratos le parecía
casi amenazante. Quizás debió haber ido a ver a Sara, después de todo, pensó, escuchando el
silencio oculto en las ramas del naranjo. Sara la quería y ella quería a Sara. Eran amigas desde muy
niñas. Intimas amigas. Se aceptaban a pesar de ser diferentes. Se arrepintió momentáneamente de
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haber escogido la soledad. Pero se había propuesto aprender a estar sola. Era su manera de rendir
homenaje a la tía Inés. "Hay que aprender a ser buena compañía para uno mismo", solía decirle.
Se levantó y encendió la televisión. En la pantalla pequeña, en blanco y negro, pasaban el juicio.
El alcaide aparecía condenado. Los guardias del tribunal miraban al médico que lo implicó tan
contundentemente. Victoria pírrica de la justicia. Pocos meses después, el alcaide saldría de la
prisión por buen comportamiento y asesinaría al médico en un camino desierto.
Hubo una época en que Lavinia pensó que las cosas podían ser diferentes. Una época de
efervescencia cuando ella tenía dieciocho años y estaba pasando vacaciones con sus padres. Se
encontró las calles cubiertas de afiches del partido de la oposición. La gente cantaba la canción del
candidato verde con verdadero entusiasmo. Surcaban ilusiones de que la campaña electoral podría
resultar en una victoria opositora. Todos los sueños quedaron dispersos el último domingo de la
contienda. Una gran manifestación recorrió las calles demandando la renuncia de la familia
gobernante, el retiro del candidato hijo del dictador. Los líderes opositores arengaban a aquella
marea humana. Nadie debía moverse. Nadie retirarse a sus casas. Resistencia pacífica contra la
tiranía. Hasta que los soldados empezaron a bajar por la avenida con sus cascos de combate hacia el
grupo multicolor que se agitaba enervado por los discursos. No hubo quién pudiera contar después
cuándo dieron comienzo los disparos, ni cómo aparecieron los cientos de zapatos que Lavinia vio
dispersos por el suelo mientras corría en una estampida de caballos desbocados hacia donde su tía
Inés agitaba las manos y la llamaba.
Esa noche, las familias esperaron ansiosas escuchando los disparos de los francotiradores en la
noche. La madrugada amaneció en medio de un pesado silencio. Las radios anunciaron que el
candidato verde y sus colaboradores se habían refugiado en un hotel y solicitado la protección del
embajador norteamericano. Se hablaba de trescientos, seiscientos, incontables muertos. Nunca se
sabría exactamente cuántas personas murieron ese día llevándose a la tumba la última esperanza de
muchos por liberarse de la dictadura.
La represión arreció.
Desde entonces, habían empezado las papeletas: "Sólo queda la alternativa de la lucha armada".
Papeletas apareciendo furtivas por debajo de las puertas. Grupos tomándose cuarteles alejados de
las ciudades, en los poblados del norte; diciendo encendidos discursos en la universidad; el poder
cada vez más compacto y las muertes de "subversivos" a la orden del día.
"Locuras —comentaba su padre— sólo nos queda la resignación" —mientras su madre asentía
con la cabeza.
Incluso su tía Inés se desanimó. Lavinia sólo recordaba con escalofríos lo cerca que había estado
de una muerte tan inútil. Las noticias concluyeron con un anuncio de medias nylon. "Provocativa
libertad que cuesta solamente nueve pesos", proponía el locutor. Sonrió pensando cómo la
modernidad en Paguas había ahora llegado a las piernas femeninas, proponiendo panty-house a
precios "populares", liberación a través de las medias. Apagó el televisor y se metió a la cama con
un libro hasta que la venció el sueño y otra vez apareció el abuelo invitándola a ponerse las alas.
Es de noche. La humedad de la tierra me penetra por estas largas venas de madera. Estoy
despierta. ¿Será que nunca más volveré a dormir, nunca más abandonarme a los sueños, nunca
más conocer los augurios descifrados de la ensoñación? Seguramente habrá muchas cosas que
nunca más volveré a sentir. Mientras miraba a la mujer tan pensativa en el jardín, hubiera
querido saber qué meditaba y hubo momentos que me pareció sentirla cerca, como si sus
pensamientos se mezclaran con los murmullos del viento.
¡Ah! Pero bien pronto me distraje con la luna. Salió lejos. Se veía grande y amarilla, una
fruta madura elevándose en el firmamento, aclarándose, brillando blanca en la medida que se
remontaba hacia el punto más alto del cielo. Y las estrellas, otra vez, y su misterio. La noche
siempre fue para mí el tiempo de la magia. Volver a verlo después de tantos katunes (cuántos, me
pregunto) fue suficiente para despojarme de la tristeza que empezaba a sentir por todos los
"nunca más" que me esperan. Debería agradecer a los dioses el haber emergido de nuevo y
respirar en tantas ramas, en este ancho vestido verde que me dieron para volver.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Me puse a mecerme en el aire, a columpiarme sintiéndome liviana. Ya más de alguna vez
había pensado que los árboles se veían tan erectos y gráciles, a pesar de los grandes troncos,
como si éstos no les pesaran. Y es que las raíces dan una sensación muy distinta a la de los pies,
son diminutas piernas extendidas en la tierra: una parte de mi cuerpo está sumida en la tierra
dándome una firme sensación de equilibrio que nunca sentí cuando andaba apoyada en la
superficie, cuando sólo tenía pies. Es de noche entonces y las luciérnagas revolotean alrededor
de pájaros dormidos. La vida bulle en mí como un estar preñada; un telar de mariposas, el lento
gestar de frutas en las corolas de los azahares. Divertido pensar que seré madre de naranjos. Yo
que tuve que negarme los hijos.
Al día siguiente, Lavinia salió más temprano y se dirigió al sitio de la construcción indicado en
los planos del Centro Comercial. Era un día cálido. El viento de enero soplaba levantando polvo. El
taxi bajó por avenidas en dirección de las cercanías del lago. Al acercarse al lugar, vio desde la
ventana la parte del proyecto ya en proceso. Las bases de incontables casas de modelo único. Se
bajó del taxi y empezó a caminar en medio de las calles recién trazadas, sacudiendo la cal que,
mezclada con el polvo insistía en blanquearle los pantalones. Aquí y allá encontró grupos de
obreros afanados colocando bloques para marcar las bases donde se levantarían las paredes. La
miraban al pasar, haciendo alarde en abandonar el cemento y silbar o dejarle ir un "adiós
mamacita". Debería ser ilegal, pensó Lavinia, ese asedio al que se veían expuestas los mujeres en la
calle. Lo mejor era hacerse la desentendida, aunque en algún momento se detendría y les
preguntaría sobre el trabajo. Se detuvo para consultar los planos. No lograba ubicar el sitio donde
se levantaría el Centro Comercial. Sólo al revisarlos, se percató de que las indicaciones apuntaban
claramente el otro lado de la calle. Levantó la vista y miró de nuevo la sucesión de viviendas de
cartón y tablas. Barrios como aquel ocupaban la periferia de la ciudad y, en ocasiones, lograban
infiltrarse a zonas más céntricas.
Al menos cinco mil personas debían vivir allí, se dijo. La barriada lucía tranquila. Tranquilidad
de la pobreza. Niños desnudos. Niños de pantaloncitos cortos llenando baldes de agua en un grifo
común. Mujeres descalzas tendiendo ropas de telas delgadas y curtidas en los alambres. Allá una
mujer molía maíz. En la esquina, un hombre gordo atendía un taller de vulcanización.
Según los planos, la esquina del Centro Comercial, hipotéticamente, aplastaría el taller de
vulcanización. Lo sustituiría por una sorbetería. Las paredes de la nueva construcción atravesarían
los pequeños jardines con matas de plátanos y almendros.
¿Y la gente? ¿Qué pasaría con la gente?, se preguntó. Más de alguna vez había leído de
desalojos en el periódico. Jamás pensó que le tocaría participar en uno.
Miró a su alrededor. El viento de enero movía la maleza creciendo en las aceras a medio
construir. Un grupo de obreros chorreaba cemento en las bases de una de las nuevas viviendas. Se
acercó.
— ¿Ustedes saben que allí al frente se construirá un Centro Comercial? —preguntó.
Los obreros la miraron de arriba abajo. Uno de ellos se secó el sudor con un pañuelo sucio,
celeste, que llevaba anudado al cuello. Movió la cabeza afirmativamente.
—Pero, ¿y esa gente? —preguntó Lavinia.
El grupo la miró sin expresión. Muchacha blanca y bien vestida haciendo esas preguntas. Ellos
eran obreros fornidos. Los pechos desnudos y morenos brillaban por el sudor. Iban descalzos. Los
pies blanquecinos de cal, igual que las manos.
El que antes señalara, hizo un gesto despectivo con la cara. Levantó los hombros en una
expresión elocuente de "quién sabe", "a quién le importa". —Los van a trasladar a otro lado —
afirmó, rompiendo el mutismo, un obrero de pañuelo rojo amarrado a la frente—. Se los van a
llevar allí porque son precaristas.
—¿Y desde cuándo viven allí? —preguntó ella.
—¡Uhhhh! —Exclama el del pañuelo rojo—, desde hace años. Desde que se inundó el lago.
—¿Y ellos qué dicen?
Otra vez el gesto. Ahora de parte de todo el grupo; una reacción simultánea y unísona.
—Pregúnteselo a ellos —dijo el del pañuelo rojo—. Nosotros no sabemos nada.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
—Gracias —respondió, alejándose, sabiendo que no le dirían nada más. Al atravesar la calle,
sintió los ojos del hombre del pañuelo rojo sobre la espalda.
Sudaba. El sudor corría por sus piernas ajustándole los pantalones a la piel, la camiseta roja a la
espalda. El maquillaje manchaba el kleenex con que se secaba la cara. Lavinia fue hacia la caseta
de madera que servía de taller de vulcanización. El hombre gordo metía un neumático en el agua,
en un barril; observaba el agua esperando las burbujas que indicarían dónde estaba la rotura.
Métodos primitivos, pobres, certeros, de diagnóstico. Ella saludó. Más adentro un hombre delgado,
que sacaba a porrazos un neumático de la cobertura de caucho de la llanta, la miró.
—Usted sabe que en este terreno se está pensando construir un Centro Comercial —preguntó
Lavinia al gordo.
—Sí —respondió él, deteniéndose. El neumático echaba burbujillas por todas partes. Él se puso
alerta.
—¿Y está conforme?
Otra vez el mismo gesto de los obreros. Lavinia se preguntó por qué estaría haciendo preguntas;
qué deseaba saber.
—Dicen que nos van a trasladar a otro lado; que nos van a dar otras tierras. Yo tengo cinco años
de estar aquí. Allá —y señaló hacia dentro de las calles de tierra de la barriada— queda mi casa.
Discutimos con la empresa lotificadora, pero ellos sostienen que estas tierras no nos pertenecen.
¡Como si no supiéramos que no somos dueños de nada! Nos metimos aquí cuando nos sacó el agua
del lago de más para allá —dijo, señalando un lugar indeterminado en dirección al lago—. En cinco
años, nadie nos molestó. Invertimos aquí. Hasta una escuela levantamos entre todos. ¡Pero a ellos,
no les importa! Nadie nos oye. Si no nos vamos nos echan la guardia. ¡Eso es lo que dijeron! ¿Y
usted quién es? —requirió el hombre, mirándola de pronto desconfiado, como arrepintiéndose de
hablar más de la cuenta—. ¿Es periodista?
—No, no —aclaró Lavinia, incómoda—. Yo soy arquitecta. Me pidieron revisar los planos. Yo
no sabía de esta situación.
—En este país nadie sabe lo que no le conviene —dijo el gordo, percatándose de los planos
debajo del brazo, volviendo al neumático en el agua.
Lavinia se alejó. Caminó un rato más por la vereda frente al asentamiento, viendo las calles de
tierra perderse hacia dentro franqueadas por casas de tablas, biombos forrados con periódicos,
techos de palma, tejas, zinc, madera. Variaciones de más y menos pobreza. Chavales panzones,
sucios y desnudos, parados en el umbral de las puertas al lado de perros enclenques. Siembras de
plátanos, gallinas paseándose. A lo lejos, el galerón de la escuela. Los niños sentados en el suelo.
La maestra de vestido raído y sandalias plásticas, de pie frente al pizarrón. Sintió lástima y
malestar. No era la manera más agradable de conocer la "práctica", pensó, sentirse parte del aparato
demoledor que obligaría a una nueva migración de aquellos eternos gitanos. ¿Por qué no se lo
advertiría Felipe?, se preguntó, dirigiéndose a la avenida en medio del calor sofocante, el viento
levantando polvo.
En taxi Mercedes Benz, regresó a la oficina.
Detrás de las grandes puertas de madera, la recibió el soplo del aire acondicionado. Silvia, la
recepcionista, la notó sudada. Le dijo que era peligroso un cambio de clima tan violento. Se iba a
resfriar.
Ella se metió al baño y se secó con la toalla la piel. El polvo en sus brazos se hacía lodo al
contacto con el agua. Se veía pálida en el espejo. Sacó el colorete para recomponerse el maquillaje
antes de hablar con Felipe.
Golpeó la puerta.
—Adelante —dijo la voz de Felipe—. Lavinia pasó. Estaba consciente de la blusa aún mojada,
pegándosele a la piel; los pezones alzados en el frío del aire acondicionado.
—¿Te echaron un balde de agua? —preguntó él, jocoso, sonriendo a todo lo ancho de su boca
gruesa de dientes ligeramente irregulares.
—Un balde de agua fría —dijo Lavinia— ¿Por qué no me dijiste lo del terreno del Centro
Comercial?
—Yo creía que a las muchachas como vos esas cosas no les importaban —respondió Felipe, de
nuevo con su mirada burlona.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
—Pues ya ves, te equivocaste. Estás muy prejuiciado por mi partida de nacimiento. Claro que
me preocupa esa pobre gente. No me gusta la idea de empezar la "práctica" diseñando
construcciones que van a desalojar a casi cinco mil almas, como dicen los curas... —se sacudió la
blusa, soplándose dentro, ventilándose los pechos. Estaba acalorada.
Sentía que se le encendían las mejillas y la piel se le enrojecía por el contraste entre la
temperatura de su cuerpo y el ambiente frío artificial. Se recostó en la silla. No le gustaba la actitud
de Felipe.
—Creo que es bueno que pierdas algunas de tus ideas románticas sobre la arquitectura —dijo él.
—Me podrías haber dado más tiempo...
—Puede ser. Yo pienso que más tarde es más difícil. El golpe es más duro... Déjame que te pida
un café. Estás muy sudada y el frío te puede hacer daño.
Lavinia lo miró. Su expresión se había dulcificado ligeramente. Salió de la oficina y regresó con
la taza humeante. Sabía bien el café. Se lo agradeció, pensando para sus adentros en la mezcla de
ferocidad y suavidad que Felipe desplegaba, pasando de una a la otra en forma abrupta.
—Lo que más me impresionó fue la gente tan resignada —dijo Lavinia, recordando los gestos de
impotencia, sorbiendo el café lentamente.
—No tienen otra alternativa —dijo Felipe—. O se van, o les echan la guardia.
—Así me dijo uno de ellos.
Se quedaron conversando hasta la hora del almuerzo. Felipe la invitó a almorzar en una cafetería
cercana.
—Otro día vamos a ir juntos— dijo ella. Ahora debía ir a cambiarse. No quería pescar un resfrío
con la camisa mojada y el frío de invierno de la oficina.
Era extraño Felipe, pensó, mientras se dirigía a su casa. Le había largado una extensa charla
sobre las "realidades del oficio". Según decía, trató de disuadir a los dueños del reparto de cambiar
la ubicación del Centro Comercial, sin resultado. Las tierras, compradas a la alcaldía a precio de
ganga, eran tierras "nacionales". El alcalde ganaba en la transacción. Y los planos ya estaban
terminados. "Sólo quería tu opinión", le dijo. No sería ella quien tendría que diseñar las paredes que
aplastarían al gordo y su taller de vulcanización. Sólo quería "aterrizarla". Era mejor caminar con
los pies sobre la tierra, le dijo.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Capít ulo 3
LENTAMENTE VOY COMPRENDIENDO este tiempo. Me preparo.
He observado a la mujer. Las mujeres parecen ya no ser subordinadas, sino personas
principales. Hasta tienen servidumbre por sí mismas. Y trabajan fuera del hogar. Ella, por
ejemplo, sale a trabajar por las mañanas.
No sé cuánta ventaja puede haber en esto. Nuestras madres, al menos, sólo tenían como
trabajo el oficio de la casa y con eso era suficiente. Diría que quizás era mejor, puesto que tenían
hijos en los que prolongarse y un esposo que les hacía olvidar la estrechez del mundo
abrazándolas por la noche. En cambio ella no tiene estas alegrías.
En este tiempo parece no haber ningún culto para los dioses. Ella nunca enciende ramos de
ocote, ni se inclina para ceremonias. No aparenta tener nunca dudas de que Tonatiú alumbrará
sus mañanas. Nosotros siempre vivíamos con el temor de que el sol se pusiera para siempre, pues
¿qué garantías tenemos de que alumbrará mañana? Quizás los españoles encontraron alguna
manera de asegurarlo. Ellos decían venir de tierras donde nunca se ponía el sol. Pero nada era
cierto entonces, y su lengua pastosa y extraña decía mentiras. Poco tiempo nos tomó conocer sus
raras obsesiones. Eran capaces de matar por piedras y por el oro de nuestros altares y vestiduras.
Sin embargo, pensaban que nosotros éramos impíos porque sacrificábamos guerreros a los
dioses. ¡Cómo aprendimos a odiar esa lengua que nos despojó, nos fue abriendo agujeros en
todo lo que hasta que llegaron habíamos sido!
Y este tiempo tienen una lengua parecida a la suya, sólo que más dulce, con algunas
entonaciones como las nuestras. No quiero aventurarme a pensar en vencedores o vencidos.
Mi savia continúa su trabajo frenético de convertir en frutas los azahares. Ya siento los
embriones recubrirse de la carne amarilla de las naranjas. Sé que debo darme prisa. Ella y yo
nos encontraremos pronto. Llegará el tiempo de los frutos, de la maduración. Me pregunto si
sentiré dolor cuando los corte.
Lavinia se pasó el primer mes de trabajo "aterrizando" con la omnipresente cercanía de Felipe,
quien asumió con gran gusto el rol de hacerla poner "los pies sobre la tierra".
Se había acostumbrado a la diaria rutina de ir a trabajar, de levantarse temprano, aunque todas
las mañanas lamentara el abandono de las sábanas frescas y acogedoras. Jamás podría entender por
qué los horarios no se modificaban y honraban las mañanas, el tiempo más acogedor del sueño.
Para ella tenían, además, el atractivo de la trasgresión. Dormir mientras se despertaba la ciudad.
Dormir mientras camiones repartidores, buses y taxis amanecían en las calles transportando sus
cargamentos de personas y leche y pan con mantequilla. Dormir a pesar del sol que entraba sin
remedio por los resquicios de las puertas.
Pero la modorra no le duraba mucho. Ahora que era parte del ajetreo, de la respiración-tecleo de
máquina de escribir de las oficinas, comprendía por qué las personas encontraban grandes
satisfacciones en la preocupación, en los apretados límites para firmas de contratos, la finalización
de los proyectos.
Era una manera de sentirse importantes, pensaba, encontrar una razón para salir del mundohogar y entrar al mundo-libro de balances, donde existía el riesgo, el peligro de las pérdidas y
ganancias. La vida se convertía así en un negocio interesante, una apuesta constante y uno podía
pretender que el tiempo no se escurría entre los dedos, que se hacía algo con aquellas horas
extendidas, aquellos días implacablemente repetidos uno tras otro.
Salió de la cama y reanudó los ritos: poner el agua para el café, asomarse por la ventana a revisar
el renacimiento del árbol, ocupado ahora en convertir las flores en frutos —las futuras naranjas se
asomaban ya entre las ramas cual menudos globos verdes—; entrar al baño y verse la cara en el
espejo. Pensó en su cara de las mañanas; extrañamente lejana, fea. Menos mal que uno sabía que
poco después volvería a ser la misma. Abrió la ducha, sintiendo el agua lavar el sueño, anunciar el
día. Le gustaba frotar el jabón hasta hacerse bordados de espuma en el cuerpo desnudo, ver los
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
vellos del pubis tornarse blancos, reconocerse aquel cuerpo asignado misteriosamente para toda la
vida; su antena del universo.
"Hay que quererlo" le decía Jerome, mientras se lo quería en medio de los olivos retorcidos, a la
orilla del mar, en aquellas escapadas de la residencia de jóvenes estudiantes de francés, que ahora
recordaba. Bañarse le hacía recordar a Jerome, el descubrimiento de la textura de fruto verde del
cuerpo masculino, la recia musculatura rozándose con la suavidad de sus muslos. Así fue cómo
supo que tenía la piel dispuesta para las caricias, capaz de emitir sonidos que le hicieron pensar en
parentescos con gatos, panteras, los jaguares de sus selvas tropicales.
Cerró los ojos bajo la ducha. Su mente proyectó nítida la imagen de Felipe, superpuesta sobre
amoríos ocasionales. Algo más que el interés por la arquitectura los atraía. Jugaban al gato y al
ratón, buscándose y pretendiendo evadirse, forjando antagonismos ilusorios que eran el pretexto
para largas consultas del uno en las oficinas del otro. Desde el día que la mandó, inadvertida, a
percatarse del desalojo que la construcción del Centro Comercial implicaría, discutía
constantemente. Si bien a medida que pasaron las semanas, ella comprendió los límites de su
romanticismo, no dejaba de insistir en que, a pesar de que quienes tenían el dinero no eran
humanistas precisamente, ellos, después de todo, dominaban el poder del trazo y el diseño. Le
costaba resignarse a aceptar las demandas simples y cuadradas o rimbombantes y de mal gusto de
los clientes. Felipe le ayudaba a llegar a compromisos, mostrando gran paciencia para las largas
discusiones. Sólo de vez en cuando le reclamaba casi a gritos su voluntarismo de "niña mimada",
repitiéndole que ella estaba ganando un salario para complacer a los clientes y no para discutir con
ellos, cuando se hacía evidente que toda discusión sería inútil.
Estaba segura que Felipe disfrutaba las discusiones, aun cuando fingiera desesperación al verla
aparecer en la puerta de la oficina con cara de pelea.
En las reuniones, sus miradas se encontraban y desencontraban. Los dos, sin embargo,
pretendían frialdad profesional, apertrechándose tras edificios, casas, materiales para techos y
paredes, hablando en la periferia de las cosas, evitando los temas personales.
Más de una vez, estuvo tentada de invitarlo a su casa, pero no había logrado siquiera repetir la
invitación a almorzar de los primeros días. Se sentía atrapada en una competencia de imanes y
polvo de acero.
Felipe parecía ser uno de esos hombres que coquetean con la atracción, huyendo de la
posibilidad de sumirse en el vértigo del abandono. Aunque era difícil pensar que nada sucedería. El
juego tendría que definirse un día. Los dos tenían escrita en la mirada la noche de desnudez en que
soltarían las amarras y naufragarían juntos. Pero quizás, pensó Lavinia, él tenía conceptos más
tradicionales, se complacía en la postergación, el coqueteo, tirarse migas de pan como palomas de
plaza y batir alas cuando la cercanía inevitable los aproximaba a las cinco de la tarde, la hora de
separarse.
O quizás ella era víctima de románticas especulaciones, se dijo, mientras deslizaba las medias
sobre sus piernas, y la realidad era que Felipe sostenía amores ilícitos con la mujer imaginaria que
esperaba en vilo la partida del marido para hacer aquellas misteriosas llamadas telefónicas que lo
sacaban catapultado de la oficina a media mañana o tarde. O sería un Don Juan solapado con varias
mujeres, responsables de las "reuniones de estudio" por la noche, los estudiantes que lo
"necesitaban", porque nadie normal tenía tantas cosas que hacer, nadie parecía tener tan ocupadas
las horas fuera de la oficina como él.
El teléfono sacándola de inquietantes especulaciones. Era Antonio, invitándola a bailar por la
noche. Aceptó sin pensarlo dos veces. Necesitaba distraerse.
Cuando llegó apresurada al vestíbulo del edificio, encontró a Felipe esperando en el ascensor.
Penetraron uno al lado del otro, acomodándose silenciosos en medio de hombres y mujeres con
caras de preocupación. Lavinia pensó en lo curioso del fenómeno de los ascensores. El silencio
tenso que almacenaban. En un ascensor, las personas semejaban peces silentes, cobardes de la
proximidad. Nadadores huidizos hacia puertas abiertas. Destinos distintos. Pisos. Cuando salían del
pequeño recinto, respiraban extendiendo los pulmones, como quien sale a tomar una bocanada de
aire después de estar sumergido. Ascensores. Peceras. Objetos de la misma familia.
Cuando desembocaron en el cuarto piso, lo comentó con Felipe. El rió ante su ocurrencia.
Lavinia bromeó sobre la manera insidiosa en que las sábanas se le habían "pegado" al cuerpo
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
aquella mañana. Se sentía plenamente integrada al ambiente jovial y creativo de la oficina. Lejana
le parecía la formalidad del primer día. El señor Solero, era ahora Julián. Los colegas masculinos la
respetaban —era la única mujer con cargo sustantivo; todas las demás eran secretarias, asistentes,
personal de limpieza—. No había sido fácil, pensó, mientras se separaba de Felipe en el pasillo y
entraba en su acogedora oficina, ahora decorada con plantas y afiches en la pared. Al principio
escuchaban recelosos su opinión. Cuando era su turno de presentar proyectos o diseños, la sometían
a una intensa lluvia de preguntas y objeciones. No se dejaba intimidar. Reconocía la ventaja de su
partida de nacimiento; algo le debía al haber nacido en un estrato social donde la educaron como
dueña del mundo.
La actitud de Julián hacia ella contribuía a suavizar los intentos de los demás de imponer la
supremacía masculina. Frecuentemente hacía referencias a su creatividad y cumplimiento
profesional; la ponía de ejemplo en la preocupación para lograr mejores niveles de calidad, aun
cuando eso significara alargar las reuniones con los clientes.
Dejó el bolso sobre el escritorio y corrió los visillos del ventanal, tomando luego los lápices para
afinarles la punta en el tajador eléctrico. Mercedes entró llevándole café y poniendo los diarios
sobre la mesa.
Pocas cosas disfrutaba tanto Lavinia como esa primera hora en la oficina, preparándose
"sicológicamente" para el ajetreo del día.
Abrió los periódicos y hojeó las noticias cotidianas, sorbiendo el café. Al poco rato, entró Felipe
a efectuar la revisión del trabajo de la semana. Era viernes y por la tarde se reunirían, como era
costumbre, con Julián, para evaluar, y planificar la actividad de la semana siguiente.
En algún momento de la conversación, ella mencionó sus planes para la noche.
—¿No te gusta bailar? —preguntó a Felipe.
—Claro que sí —dijo él—. Desde niño me ganaba concursos en la escuela —y la miró muy
risueño. Lavinia pensó que hacía días no lo notaba de tan buen humor.
Esa noche, mientras bailaba con Antonio en la pista del "Elefante Rosado", vio a Felipe
arrimado al bar, tomándose un trago, observándola. Por un momento perdió la concentración,
asombrada de verlo allí, en medio del humo y la música estridente; un gato risón apareciendo y
desapareciendo tras las parejas aglomeradas en el espacio reducido de la pista.
Siguió bailando, dejándose llevar por los timbales, la percusión. Ver a Felipe mirándola desde
lejos, le acicateó las piernas. Se abandonó a la sensación de sentirse observada. Ver a Felipe a
través de las luces, el humo; los ojos grises penetrándola, haciéndole cosquillas. Le bailó
pretendiendo no verlo, consciente de que lo hacía para provocarlo, disfrutando el exhibicionismo, la
sensualidad del baile, la euforia de pensar que por fin se encontrarían fuera de la oficina. Llevaba
una de sus más cortas minifaldas, tacones altos, camisa desgajada de un hombro —pura imagen del
pecado, había pensado de sí misma antes de salir— y había fumado un poco de monte. De vez en
cuando le gustaba hacerlo. Aunque ya en Italia había vivido y descartado el furor efímero de la
evasión, aquí en Paguas, sus amigos lo estaban descubriendo y ella les seguía la corriente.
Cuando cambió la música, ya había decidido tomar la iniciativa, no arriesgar a que Felipe
simplemente se quedara en el bar, observándola de lejos, atrincherado como siempre. Antonio no se
sorprendió cuando ella le dijo que iría a saludar al "jefe". Regresó a la mesa de la "pandilla" de
amigos, mientras Lavinia se dirigía al bar.
—Bueno, bueno —dijo Lavinia a Felipe, burlona, sentándose en el trípode vacío del bar a su
lado—. Yo creía que vos eras demasiado nice como para aparecerte en estos centros de vicio y
perdición.
—No pude resistir la curiosidad de verte funcionar en este ambiente —dijo Felipe—. Veo que
estás como el pez en el agua. Bailas muy bien.
—No debo bailar tan bien como vos —respondió ella, burlona—. Yo nunca me he ganado
ningún concurso.
—Porque las muchachas como vos no participan en esas cosas —dijo él, deslizándose de la
silleta al suelo y extendiendo la mano—. Vamos a bailar.
La música había cambiado de ritmo. El D. L. seleccionaba un bossa nova lento. La mayoría de
las parejas se retiraron de la pista de baile. Quedaron sólo unos cuantos cuerpos abrazados. Aceptó
divertida. Hablaba sin parar, odiándose por sentirse tan nerviosa. Felipe la acomodó seguro en su
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pecho ancho, apretándola fuerte. Podía sentir el vello negro y abundante a través de la camisa.
Empezaron a mecerse. Confundidas las pieles. Las piernas de Lavinia adheridas a los pantalones de
Felipe.
—¿Ese es tu novio? —le preguntó él refiriéndose a Antonio, cuando pasaron cerca de la mesa.
—No —dijo Lavinia— los "novios" ya pasaron de moda.
—Tu amante, pues —dijo él, apretándola más fuerte contra sí.
—Es mi amigo —dijo Lavinia— y de vez en cuando me resuelve...
Sintió las vibraciones del cuerpo de Felipe, respondiendo a su intención de escandalizarle. La
llevaba tan apretada que era casi doloroso. Lavinia se preguntó qué pasaría con la mujer casada, las
clases nocturnas de la universidad. Le costaba respirar. Con su boca podía tocar los botones de la
camisa a mitad del pecho de él. El baile se estaba poniendo serio, pensó. Caían los diques. Se
soltaban los frenos. Los corazones aceleraban. Jadeo. La respiración de Felipe, cálida, en su nuca.
La música moviéndolos en la oscuridad. Apenas la esfera con los espejos bajo el haz del reflector,
iluminaba el ambiente, el humo, el olor dulcete de fumadores ocultos saliendo de los baños.
—Te gusta fumar monte, ¿verdad? —preguntó Felipe, desde arriba, susurrando, sin soltarla.
—De vez en cuando —asintió ella, desde abajo— pero ya pasé esa etapa.
Felipe la abrazó más fuerte. Ella no entendía el cambio tan brusco. Parecía haber dejado
repentinamente toda pretensión de indiferencia, lanzándose abiertamente a la seducción animal. Se
sentía desconcertada. Felipe emanaba vibraciones primitivas. Una intensidad en todo el cuerpo, en
los ojos grises con que ahora la miraba, separándola apenas.
—No deberías andar fumando monte —le dijo—. Vos no necesitas esos artificios. Tenés vida
dentro de vos. No tenés que andarla prestando.
Lavinia no sabía qué decir. Se sentía mareada. Moviéndose prendida de sus ojos. Suspendida en
aquella mirada humo gris. Dijo algo sobre las sensaciones. La hierba aumentaba las sensaciones.
—Yo no creo que vos necesites que te aumenten nada —dijo él.
La música suave terminó. Cambió otra vez a rock heavy. Felipe no la soltó. Siguió bailando con
una música inventada por él, moviéndose al ritmo de la necesidad de su cuerpo, ajeno al ruido. A
Lavinia le pareció que estaba incluso ajeno a ella. La pegaba contra sí con la fuerza con que un
náufrago abrazaría una tabla de salvación en medio del océano. La tenía nerviosa. Vio de lejos a
Antonio haciéndole señas. Cerró los ojos. A ella también le gustaba Felipe. Ella había querido que
esto sucediera. Una y otra vez se había repetido que algún día tendría que suceder. No se iban a
pasar toda la vida en las miradas de la oficina. Tenían ese algo de animales olfateándose, los
emanaciones del instinto, la atracción eléctrica, inconfundible. No pensó más. No podía. Las olas
de su piel la envolvían. Miraba el encontrarse entre la música, los saltos y contorsiones de Antonio,
Florencia, los demás bailando, y ellos moviéndose a ritmo propio. Alucinante burbuja alejada de
todos. Globo. Nave espacial perdiéndose en el vacío. Lavinia olía, tocaba, percibía solamente el
absoluto del cuerpo de Felipe, meciéndola de un lado al otro.
Antonio consideró que debía rescatarla. Se acercó buscando quebrar el hechizo. Celoso. Felipe
lo miró. Lavinia pensó que se veía tan frágil Antonio al lado de Felipe, tan volátil.
Ella divertida, excitada, ausente, femenina en el borde de la pista de baile, escuchó a Felipe decir
a Antonio que se iban a ir, que tenían una cita, que Antonio no debía preocuparse por ella.
Después le dijo que buscara su bolso y ella obedeció, sin poder resistir la fascinación de aquel
aire de autoridad, dejando atrás la mirada atónita de Antonio.
Entraron en la casa a oscuras. Todo sucedió con gran rapidez. Las manos de Felipe subían y
bajaban por su espalda, deslizándose hacia todas las fronteras de su cuerpo, multiplicadas, vivaces,
explorándolo, abriéndose paso por el estorbo de la ropa. Ella se oyó responder en la penumbra,
todavía consciente de que una región de su cerebro buscaba asimilar lo que estaba sucediendo sin
conseguirlo, enceguecida por la piel formando mareas de estremecimientos.
En la plateada luz encontraron el camino hacia el dormitorio, mientras él desgajaba totalmente
su blusa, el zipper de la minifalda hasta llegar al territorio colchón, la cama bajo la ventana, las
cerraduras de la desnudez. Otra vez, Lavinia dejó de pensar. Se hundió en el pecho de Felipe, se
dejó ir con él en la marea de calor que emanaba de su vientre, ahogándose en las olas
sobreponiéndose unas a otras, las ostras, moluscos, anturios, palmeras, los pasadizos subterráneos
cediendo, el movimiento del cuerpo de Felipe, el de ella, arqueándose, censándose y los ruidos, los
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
jaguares, hasta el pico de la ola, el arco soltando las flechas, las flores abriéndose y cerrándose.
Apenas si hablaron entre un ataque y otro. Lavinia hacía el intento de fumar un cigarrillo, de hablar
bajo los besos de Felipe, pero él no la dejaba. De nuevo sintió como si ella no estaba allí. Se lo dijo.
—Mírame —le dijo—. ¿Me estás viendo?
—Claro que te estoy viendo —dijo Felipe—. Por fin te estoy viendo. Creo que me hubiera
enfermado si no te hubiera visto así hoy. Ya estaba pensando que me iba a tener que recetar duchas
de agua fría para soportar la oficina.
Y se subió a las carcajadas de Lavinia que decidió finalmente disfrutarlo, apartarse la extrañeza
del desafuero de aquella pasión liberada tan contundentemente en una sola noche agotadora en que
perdió la cuenta y pensó que al amanecer los encontraría Lucrecia, muertos los dos de un ataque
cardíaco.
Hoy vino un hombre. Entró con la mujer. Parecían presos de filtros amorosos. Se amaron
desaforadamente cual si se hubiesen contenido mucho tiempo. Fue como volver a vivirlo. Vivir
otra vez la hoguera de Yarince atravesándome el recuerdo, las ramas, las hojas, la carne tierna
de las naranjas. Se midieron como guerreros antes del combate. Después entre los dos no medió
nada más que la piel. La piel de ella crecía manos para abrazar el cuerpo del hombre sobre ella;
se desaforaba su vientre cual si quisiera anidarlo, atraerlo hacia dentro, hacerlo nadar en su
interior para volver a darlo a luz. Se amaron como nos amábamos Yarince y yo cuando él
regresaba de largas exploraciones de muchas lunas. Una y otra vez hasta quedar agotados,
extensos, quietos en aquel mullido petate. Él emana vibraciones fuertes. Lo rodea un halo de
cosas ocultas. Es alto y blanco como los españoles. Ahora sé, sin embargo, que ni ella, ni él lo
son. Me pregunto qué raza será esta, mezcla de invasores y nahuas. ¿Serán quizás de las mujeres
de nuestras tribus arrastradas a la promiscuidad y la servidumbre? ¿Serán hijos del terror de las
violaciones, de la lujuria inagotable de los conquistadores? ¿A quién pertenecerán sus
corazones, el aliento de sus pechos?
Sólo sé que se aman como animales sanos, sin cotonas, ni inhibiciones. Así amaba nuestra
gente antes que el dios extraño de los españoles prohibiera los placeres del amor.
Despertó a las ocho de la mañana. Abrió los ojos y sintió el cuerpo de Felipe. Lo vio
entrecruzado con el de ella en el desorden de la cama. No se movió temiendo despertarlo. Le tomó
un rato darse cuenta de la hora, comprender que nadie vendría, ni tenían que ir a trabajar porque era
sábado. La noche anterior el tiempo se le había enredado completamente.
Tranquilizada, sonrió mirando la placidez del sueño de Felipe. Era divertido observar a la gente
dormida, pensó. Él parecía un niño. Lo imaginó pequeño jugando trompo y en la inmovilidad
volvió a dormirse hasta que Felipe despertó.
—¡Es tardísimo! —exclamó—. Tengo que irme corriendo.
—Pero si hoy no hay trabajo —dijo ella—. Podemos desayunar juntos...
—No puedo —dijo él, entrando al baño—, tengo una reunión con mis alumnos. Les prometí
ayudarlos para un examen. Salió y se vistió apurado.
—Siempre estás ocupado vos...
—No. No siempre —dijo él, haciéndole un guiño.
Lo despidió en la puerta. Lo vio alejarse caminando de prisa, empequeñeciéndose en la
distancia. Regresó a la habitación. Ya sola, se miró en el espejo. Tenía cara de mujer bien amada.
Olía a él. De su parte no se habría bañado, se habría quedado con su olor todo el día. Le gustaba el
olor a semen. A sexo. Pero se metió bajo la ducha, para quitarse la languidez, las ganas de regresar
a la cama. Sara la estaría esperando para desayunar.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Capít ulo 4
AMANECIÓ CANTANDO. Canta mientras se baña. Me alegro que esté contenta. Yo también
lo estoy. Doy frutos.
Las naranjas aún son pequeñas y verdes. Será cuestión de pocos días para sentirlas redondas
y amarillas. Me alegro de haber encontrado este árbol. Fue de las pocas cosas buenas que
trajeron los españoles. Nos robábamos naranjas cuando pasábamos por sus plantaciones,
Yarince y yo. No a todos les gustaban. En cambio nosotros las devorábamos porque su jugo es
fresco y refrescante. No es como el mango que lo deja a uno más sediento. Aunque también me
hubiera gustado ser mango. Pero tuve buen tino. No sé qué hubiera hecho de haber emergido en
el cactus que está tan cerca. No me gustan los cactus. Sólo me recuerdan los arañazos en las
piernas.
La naranja tiene una pulpa carnosa, trabajosa en su confección. Son miles de pequeños
envoltorios, leves pieles para envolver la carne, otra piel para separar los gajos, luego la cáscara
y muchas semillas: pequeños proyectos de hijos dejados al azar de voluntades veleidosas.
Espero que mis semillas tengan buen fin.
Puedo ver tan de cerca él interior de la fruta. Estar en ella, sus achatados extremos, su
redondez. "La tierra es redonda y achatada como una naranja." Era el gran descubrimiento de
los españoles. Me río de ellos. La tierra es como yo.
Cuando llegó, Sara hacía su diaria ronda por el jardín. Adrián y ella llevaban ya seis meses de
casados y Sara hacía el papel de ama de casa a la perfección.
Vivían en una casa antigua, de cuatro corredores y amplios dormitorios de ventanas ojivales. En
el jardín interior, había un árbol de malinche que crecía encima del techo y daba sombra al interior.
Alrededor del árbol —que florecía rojo incendio una sola vez al año—, Sara colgó helechos y
sembró begonias de todo tipo, jalacates y rosas.
El jardín agradecería el cuido brotando hermosas flores.
Las amigas habían establecido la costumbre de desayunar juntas los sábados. La mesa estaba
preparada: el café caliente, las tostadas, la mermelada brillando a través del cristal, la mantequilla
en su recipiente de plata, vajilla nueva, manteles nuevos.
En la casa flotaba aún el ambiente de regalos de boda. —"Señora" —dijo Lavinia en tono de
broma, acercándose a la mesa—, veo que ya tiene todo listo para nuestro desayuno.
—Esta vez no hice panqueques —dijo Sara—. Y como sos puntual, nunca defraudas mis
preparativos. No se me enfría el café, ni se ponen tiesas las tostadas como me pasa con Adrián, que,
justo a la hora de comer, decide que no puede soltar el libro o está en el baño "lavándose las
manos" interminablemente.
Rieron mientras se sentaban a la mesa y Sara servía el café humeante en las tazas de porcelana
blancas.
Lavinia miró las facciones de dama del siglo XVIII, delicadas y finas, "cutis de porcelana" —
decía Sara bromeando—; llevaba el pelo rubio recogido en un moño. Toda ella era leve y suave.
—¿Cómo va el trabajo? —preguntó Sara.
—Bien —respondió Lavinia—. Acostumbrándome todavía a que los sueños, sueños son. Creo
que Felipe tuvo razón con la jugadita del Centro Comercial. El mundo de los negocios es duro.
Nada se pudo hacer por los pobres precaristas. Los dueños no iban a ceder su terreno recién
comprado. Están lejos de ser filántropos.
—Así es la vida —dijo Sara—. No te preocupes que esa gente está acostumbrada. ¿Y ahora qué
estás diseñando?
—Una casa —respondió Lavinia, sorbiendo el café, pensando cómo para Sara todo era tan
"natural"—. Ya sucedió lo de Felipe —añadió, sin poder reprimirse.
La cara de Sara se iluminó. Desde que oyó mencionar a Felipe y supo que era soltero, empezó a
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
realizar funciones de Celestina que Lavinia rechazó, diciéndole que dejara de querer casarla, igual
que sus padres. Pero Sara no cesaba en su empeño. Siempre le preguntaba por Felipe.
—¿Y cómo te fue? —preguntó, tratando de disimular su curiosidad, para no causar el recelo de
su amiga.
—Muy bien. Aunque no quiero entusiasmarme demasiado. Todo ha sucedido velozmente. Me
da miedo enamorarme antes de tener claro el panorama.
—Mucho te complicas la vida vos —dijo Sara—. El amor es lo más natural del mundo. No veo
por qué tiene que darte miedo...
—Bueno, es que también Felipe tiene sus rarezas. Frecuentemente recibe unas llamadas
telefónicas extrañas. Sale intempestivamente. Siempre está "ocupado". A mí me huele a mujer
casada... no sé. Quizás es sólo mi imaginación.
—Vos siempre has tenido una imaginación muy prolífica.
—Puede ser —dijo Lavinia, pensativa; molesta consigo misma, sintiéndose igual que ciertas
celosas casadas, pensando en Felipe y sus "clases" de sábado en la mañana—. ¿Y a vos cómo te va
con Adrián?
Con expresión modosa, Sara inició un impreciso retrato de su relación con Adrián, un retrato
hablado del matrimonio perfecto. Sólo en la intimidad, reconoció Sara, seguían teniendo algunos
problemas. Adrián era muy "brusco". No entendía la importancia de la ternura.
A Lavinia, siempre le había costado imaginar a Sara haciendo el amor. Era tan etérea, casi
mística. Incluso, en una época, habló de entrar al convento, dedicarse a "amar a Dios".
—No sé si es que yo soy demasiado romántica. O si estoy demasiado influenciada por las
escenas de amor de las películas... —dijo Sara, y se movió en la silla, inclinándose para ponerle
mantequilla al pan.
Lavinia sonrió.
—El amor de las películas es pura ilusión —le dijo—. En realidad debe ser fatal. Te imaginas:
¡bajo reflectores, cámaras, y con la posibilidad de un "corten" en cualquier momento! Amenazas
perenne de coitus interruptus si no haces las cosas adecuadamente, a juicio del director...
Rieron las dos. Lo de la ternura era todo un aprendizaje, dijo Lavinia. Era cierto que los
hombres, en general, la tenían muy reprimida. Había que enseñarles. Y pensó que ella tendría que
hacer lo propio, pero prefirió no comentarlo con Sara. Los comienzos generalmente eran difíciles,
dijo. Toscas imitaciones de lo que sobrevendría cuando las pieles se descifraran. Así le había
pasado a ella, al menos con Jerome. Aunque Sara y Adrián llevaban juntos seis meses, pensó.
Comentó con Sara la importancia de perder la timidez; enseñarle a Adrián los mapas escondidos.
Darle la brújula.
Conversaron hasta casi medio día. Pronto llegaría Adrián, y Sara dijo que debía bañarse. No le
gustaba que su marido la encontrara tal como la había dejado.
Lavinia aprovechó para despedirse, a pesar de la invitación a almorzar. No estaba de ánimo para
el sarcasmo y los discursos de Adrián. Quería dormir el desvelo de la tarde, leer, pensar.
La semana transcurrió con la asombrosa velocidad con que suele pasar el tiempo cuando lo
invaden los acontecimientos.
Los días en la oficina, desde el inicio de la relación con Felipe, habían tomado un perfil borroso.
Le costaba concentrarse en el trabajo, porque él lo invadía de comentarios y gestos que no le
permitían ignorar la reciente intimidad. Aunque sólo se habían visto una noche para ir al cine y
luego tomar unas cuantas cervezas, tanto aquella salida, como la única noche de amor desaforado,
se imponían en su memoria, al lado de las caricias cotidianas intercambiadas fugazmente en las
horas laborales.
A Felipe le gustaba hablar de su pasado, aunque parecía evitar los detalles sobre su presente.
Lavinia lo había divisado en la distancia, en la larga travesía por el Atlántico, en su viaje a
Alemania, vestido como los marineros de las fotografías antiguas. O deambulando por las calles de
Hamburgo: el famoso puerto donde los mujeres "de la vida", se exhibían desnudas tras vitrinas, en
la Reperbahn, para ser vendidas al mejor postor. Sus visiones se habían detenido, sobre todo, en
Ute —la mujer que, según frases cuyo significado ella no entendió totalmente, le enseñó a Felipe,
entre otras cosas, que debía "regresar" a Paguas—. Imaginaba una alta walkiria de rubios, largos
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La Mujer Habitada
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cabellos, experimentada en las cosas de la vida, en el arte del amor. Podía casi adivinar, a través de
la ventana de la casa con chimenea y ladrillos rojos, a Ute enseñando el amor a Felipe. De
diecisiete años, Felipe había tomado un barco en Puerto Alto, donde su padre era estibador. La
aventura resultó una pesadilla. Determinado a no regresar a la merced del capitán con alma de
traficante de esclavos, se quedó en Alemania y casi perece de frío y hambre. Ute lo salvó. "La
madre y la amante en una sola mujer", había dicho él. Le dio refugio. Le descifró el idioma. Le
enseñó "la importancia de las calles iluminadas para las mujeres solas", el estudio de la arquitectura
y del cuerpo. Lo que Lavinia no lograba entender era el tono agradecido con que Felipe se refería a
que ella le enseñara a "regresar". Le parecía estar oyendo hablar a Ulises de su regreso a Itaca. No
entendía cómo Ute, no siendo Penélope, parecía haberse empeñado tanto en que él volviera a su
país. ¿Por qué, si lo amaba, lo convenció de regresar: Era uno más de sus misterios, pensaba
Lavinia, acomodando libros en la nueva estantería recién comprada, igual que las llamadas y las
ocupaciones nocturnas que él insistía eran "responsabilidades" de la universidad.
Ese fin de semana, Lavinia no fue a desayunar con Sara. Había cobrado su sueldo el día anterior
y dedicó la mañana del sábado a comprar muebles y adornos para su casa.
Por la noche, saldría de farra con la "pandilla" y al día siguiente, domingo, Felipe había
prometido llegar por la tarde a tomar café.
Se asomó por la ventana al jardín. Miró la primavera del naranjo. Las hojas brillantes bajo el sol.
Las naranjas estaban casi maduras. Cada día parecían más grandes y amarillas. Simpatizaba con el
árbol. Lo sentía acelerado como ella; un árbol alegre, fieramente aferrado a la vida, orgulloso de su
propio poder de floración. Por esto cambió Bolonia, campanario y arcadas. Desde niña amó el
verdor, la rebelde vegetación tropical, la terquedad de las plantas resistiendo los veranos ardientes,
los altos soles calcinando la tierra. La nieve era otra cosa: blanca y fría, inhóspita, pensó retornando
al estante. Nunca se acabó de reconciliar con los inviernos europeos. No bien empezaba la
primavera, sentía que su personalidad volvía a ser la suya. En invierno, se internaba en su carne, se
mantenía callada. Le afloraba su lado meditabundo y triste. En cambio, en Paguas, ninguna nieve le
afligiría los huesos. El calor le invitaba a salirse de sí misma, a encontrar felicidad en los paisajes
contenidos dentro de sus ojos como dentro de un fino jarrón de porcelana. Por eso el trópico, este
país, estos árboles, eran suyos. Le pertenecían tanto como ella les pertenecía.
"Son lentos los sábados" —pensó sintiéndose sola.
Me esfuerzo. Trabajo en este laboratorio de savia y verdor. Es menester que me apresure. Una
oculta sabiduría nutre mi propósito. Dice que ella y yo estamos a punto de encontrarnos.
Por la mañana, vinieron los colibríes y los pájaros. Retozaban entre mis ramas
produciéndome cosquillas, alborotando el espesor de las nervaduras. Hacen el amor. Un amor
vegetal. Quién pudiera saber si el espíritu de Yarince habita al más rápido de ellos, al que vuela
buscando polen con el piquito alzado. De todos es sabido que los guerreros regresan como
colibríes a volar en el aire tibio.
¡Ah! Yarince, cómo recuerdo tu cuerpo recio y asoleado, después de la caza, cuando venías
con tu esplendor de puma cansado a buscar abrigo sobre mis piernas. Nos sentábamos a la orilla
del fuego en silencio, observando las llamas hacerse y deshacerse; su centro azul, sus lenguas
rojas mordiendo el humo, llenando el aire de latigazos cálidos. Tan largas aquellas noches
silenciosas agazapados en las entrañas selváticas de las montañas, escondiéndonos para la
emboscada. No se atrevían a seguirnos los españoles. Tenían miedo de nuestros árboles y
animales. No sabían nada de la ponzoña de las serpientes; no conocían al jaguar, ni al danto; ni
siquiera el vuelo de las pocoyas nocturnas que los asustaban porque les parecían "ánimas en
pena". Y, sin embargo, descargaban el estruendo de sus bastones, alarmando a las loras,
desatando las bandadas de pájaros, haciendo gritar a los monos que pasaban sobre nuestras
cabezas en manadas, cargando los monos los monitos pequeños que, desde entonces, se
quedaron con la cara asustada.
Pero vos me abrazabas en medio de aquellas descargas atronadoras. Me ponías las manos
sobre los oídos, me acurrucabas en el espesor de los arbustos, me ibas calmando con el peso de
tu cuerpo haciendo que olvidara la cercanía de la muerte sintiendo tan cerca la palpitación de la
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vida; tu cuerpo refugiándose en el mío hasta que el ruido de nuestros corazones era el estrépito
más sonoro del monte.
¡Ah! Yarince y quizás todo fue en vano. ¡Quizás no queda ya ni el recuerdo de nuestros
combates!
Al otro día, desde temprano, Lavinia se debatía entre la vigilia y el sueño. La costumbre de
levantarse temprano se le había implantado como reloj invisible en el pecho, pero la noción de
domingo clamaba por almohadas y licencias para la modorra. Eran casi las once cuando el hambre
pudo más que la pereza y la cama. Se levantó descalza con el kimono de seda acuamarino. Los
domingos, sentía que sobraba en el mundo. Era un día incómodo para las personas solas. Los
domingos, pensaba, eran hechos para el paseo de las familias en carro, los niños y el perrito,
asomados por la ventana de atrás; o para levantarse tarde; el padre con su pijama de rayas sentado a
la mesa, leyendo el periódico y los niños esperando el suculento desayuno. Recordó el refrigerador
lleno de la casa de sus padres y sintió nostalgia.
Desde el almuerzo aquel en que anunció que había decidido hacer "su vida", mudarse a la casa
de la tía, no los veía. Todavía recordaba el cataclismo entre pechugas de pollo en salsa blanca,
copas de agua, manteles impecables. Las caras de su padre y su madre pronosticándole la deshonra,
el chisme, la maledicencia. Horrores del mundo fuera de las cuatro paredes de su casa (a pesar de
sus años sola en Europa). El peligro de los extraños. Hombres que intentarían violarla,
aprovecharse de ella. Lo "mal vistas" que eran las mujeres solas. Dos sombreros de magos
improvisados habían sacado todos los sacrificios hechos para que ella tuviera una buena educación,
para que fuera feliz como cualquier muchacha decente que se apreciara a sí misma. Con el postre
intentaron la conciliación. Convencerla de que no se mudara. Era ya tiempo que se conocieran y se
aprendieran a querer.
Muy tarde para Lavinia. La tía Inés y el abuelo habían sido su padre y su madre. Para sus padres
carnales guardaba el estricto afecto biológico. La distancia afloró cuando se convencieron que no
podrían disuadirla. Cambiaron la persuasión por la amenaza y finalmente la obligaron a empacar
todos sus cosas "para que se fuera inmediatamente si tan convencida estaba". Mientras su padre
buscaba evadir el conflicto, refugiado en su habitación, la madre de pie al lado de la puerta,
empuñaba la espada del ángel exterminador y la expulsaba con ojos furiosos del paraíso terrenal.
Así desaparecieron de su vida las refrigeradoras colmadas, los abundantes desayunos de
domingo. Así fue que perdió los últimos privilegios de hija única. Y también la posibilidad de
amores primarios. Sintió nostalgia de huérfano. No dejaba de sucederle los domingos.
Para olvidarlos, decidió mimarse. Cocinarse un desayuno familiar dominguero para ella sola.
La cocina olía a vacío. Lamentó no haber tenido quién le iniciara en las artes culinarias. Ni su
madre, ni su tía Inés, ambas por razones diferentes, habían sido devotas de la cocina. Ella iba por el
mismo camino. Pero nada perdía una mujer con saber cocinar, pensó. Ella, personalmente,
admiraba a las que eran diestras. Se le antojaban mágicas alquimistas capaces de convertir un trozo
de roja carne cruda, casi repulsiva, en un apetitoso plato que podía no solamente tener un buen
sabor, sino un magnífico aspecto: color dorado en perfecta armonía con el verde perejil y el tomate
rojo.
Los anaqueles estaban ordenados. Latas diversas dormían la inercia de las cosas inmóviles. Y la
caja de "Aunt Jemima" sin abrir. Revisó el refrigerador para cerciorarse de la leche y los huevos, la
mantequilla. Mezcló los ingredientes y comenzó a batir en un cuenco la mezcla blanca que se
espesaba lentamente.
Puso el café, en la hornilla, las tostadas en la tostadora; extendió sobre la rústica mesa de madera
de cocina un mantel de "trattoria" italiano: cuadros blancos y rojos; puso música; se entusiasmó con
el ritmo de su propia actividad.
Sólo el jugo de naranja faltaría. Era una lástima. ¿Y por qué no probar con las naranjas un poco
verdes?, se dijo; un jugo amargo no sabría tan mal. Lo compensaría el color amarillo en el vaso, al
menos desde el punto de vista estético; además, tendría el menú completo: un desayuno de familia
en domingo, para ella sola.
Buscó las llaves de la cancela, quitó los candados, salió al patio. El naranjo resplandecía. El sol
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de las once de la mañana, casi perpendicular, brillaba en las hojas intensamente verdes y brillantes.
Miró el árbol. Palmoteo su tronco. Últimamente le había dado por hablarle cual si fuera un gato o
un perro. Decían que era bueno hablarles a las plantas. Miró hacia la copa y vio algunas naranjas
empezando a madurar, con vetas amarillas en el lomo verde.
Con la ayuda de una vara bajó una, dos, tres, cuatro naranjas.
Cayeron con un sonido seco sobre la grama.
Entró en la casa, retornó a la cocina.
Sacó el cuchillo pulido y afilado del armario de los utensilios.
Puso la naranja sobre el trozo de madera redonda usada para cortar y mirándola, tocándola para
acomodarla y hacer el tajo justo al medio, hundió el cuchillo en su carne. El interior amarillo de la
naranja se desplegó, abierto. Caras amarillas, repetidas, mirándola.
Parecían jugosas. Cortó las cuatro, relamiéndose de gusto, sintiendo el olor de los panqueques
dorados, el aroma del café, las tostadas.
Exprimió los naranjas hasta dejarlas reducidas al cuenco de la cáscara. Su jugo se derramó
amarillo en el vaso cristalino.
Y sucedió. Sentí que me pellizcaban. Cuatro pellizcos definidos, redondos. La sensación en la
yema de los dedos cuando probaba el filo puntudo de las flechas. Nada más. Ni sangre, ni savia.
Sentí miedo cuando la vi salir al patio con la intención clara en sus ojos y en sus movimientos.
Me temblaron las hojas. Levemente. No se dio cuenta. En su tiempo lineal, se unen los
acontecimientos por medio de la lógica. No sabe que me temblaron las hojas antes de que las
sacudiera con el largo palo de madera. Pensé que todo se habría consumado cuando cayeran las
naranjas sobre la hierba. Pero no. Me encontré viéndome en dos dimensiones. Sintiéndome en el
suelo y en el árbol. Hasta que me tocaron sus manos comprendí que, sin dejar de estar en el
árbol, estaba también en las naranjas.
¡El don de la ubicuidad! ¡Igual que los dioses! No cabía en mí de maravillada (no podía
caber en mí, además, tan multiplicada). No había "mí". Todo aquello era yo. Prolongaciones
interminables del ser. Una laguna. Una piedra. Círculos concéntricos interminables, haciéndose
y deshaciéndose. Extraños me parecían los caminos de la vida.
Ella nos abrió de un tajo. Un arañazo seco, casi indoloro. Luego los dedos asiendo la cáscara
y el fluir del jugo. Placentero. Como romper la delicada tensión interna. Similar al llanto. Los
gajos abriéndose. Las delicadas pieles liberando sus cuidadosas lágrimas retenidas en aquel
mundo redondo. Y posarnos en la mesa. Desde la vasija transparente la observo. Espero que me
lleve a los labios. Espero que se consumen los ritos, se unan los círculos.
Afuera el sol brilla sobre mis hojas. Viaja hacia la tarde.
Reconfortante el calor de los alimentos; los panqueques esponjosos, el café, las tostadas.
Reconfortante la música; el vaso con el jugo de naranja sobre la mesa. Al contrario de la
costumbre, le gustaba tomar el jugo por último, quedarse con el sabor de naranja en los dientes.
Generalmente comía muy rápido. Pero el domingo, pensó, había que estar a tono con la cadencia
del día: allegro ma non troppo.
¿Vería hoy a Felipe? En principio quedó en llegar a las cinco de la tarde. Si no podía, llamaría
por teléfono. Antonio, la noche anterior, la interrogó. Ella le había prohibido enamorarse. Pero era
inevitable. Estaba celoso. Había sido su acompañante más constante. Lavinia no le descifró más
que lo esencial, pero varias veces, durante la algarabía en casa de Florencia, perdió contacto con el
humo y el rock. Antonio no logró convencerla de quedarse. Le sabría mal Antonio después de
Felipe. Y no quería sentir el contraste. Sobreponerle cadencias menores.
Aquella tarde de domingo, pensó, si tan sólo ella tuviera un automóvil, le habría gustado llevar a
Felipe a compartir "su" cerrito. Subir con él por carretera a la zona fresca. La sierra. El mirador.
Caminar por veredas umbrosas en medio de cafetales. Mirar el paisaje desde aquel lugar suyo cerca
de la cima. Alimentar a las nubes desde la palma de la mano. Ver bandadas de periquitos pringar el
azul de verde. Recordar su infancia. Aquel lugar siempre le evocaba el hermoso grabado de uno de
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sus libros infantiles preferidos: la niña de sombrero de paja y vaporoso vestido de flores, los codos
recostados en el suelo, su mirada hacia el horizonte infinito, la pradera serpenteada de caminos y
trigales. Y el pie de foto: "El mundo era mío y todo en él me pertenecía".
Acostumbraba a subir al cerrito cuando pasaban vacaciones en la hacienda del abuelo. Fue
inmediata la asociación del paisaje con el grabado. Desde entonces, la frase se le fijó en la
memoria.
Fue por esa época cuando empezó a buscar un mundo más propicio para los sueños. "Las
Brumas" era una casona de anchas paredes de adobe, con enormes habitaciones y pilas en los
baños; un jardín pleno de milflores y una fuente al centro. Tomaban chocolate en las tardes para
protegerse del frío. Sara y sus primos armaban grandes algarabías, dejándose ir en bicicleta por la
empinada pendiente que descendía desde la casa.
Entonces, su abuelo se apareció con libros de Julio Verne. Aquellas páginas con el texto
acomodado en dos columnas la absorbieron totalmente, haciéndosele mil veces más fascinantes que
las bicicletas, los juegos de prendas o las batallas de indios y vaqueros.
Se decía, en las notas introductorias de los libros, que Verne nunca había salido de Francia y, sin
embargo, con la imaginación logró viajar hasta la luna y predecir muchas hazañas y
descubrimientos de la humanidad. Eso quería ella: poder viajar hasta donde su imaginación lo
permitiera. Para hacerlo, frecuentemente de niña, buscó la soledad.
Le gustaba bajar por la ladera abrupta detrás de la hacienda a mirar el volcán humeante a lo
lejos, ir al cerrito o caminar sola hacia la presa y el ojo de agua. Allí podía ella quedarse largo
tiempo, mirando el círculo desde donde brotaba agua incansablemente. Conjeturaba sobre el origen
del agua manando del boquete; agua cristalina surgiendo en movimientos redondos que semejaban
la respiración o las mareas. Imaginaba un océano subterráneo, el del centro de la tierra, sus grandes
olas y aquel agujero inoportuno delatando su existencia.
Sintió la nostalgia otra vez. Mientras sorbía despacio, distraída, el jugo de naranja, saboreando el
sabor agridulce, similar al de sus recuerdos, evocó a su abuelo. Hundiendo los ojos en su memoria,
le pareció ver al hombre flaco, alto, de nariz larga y pequeños ojos claros y penetrantes; ver, a
través de la transparencia de su piel, las venas finas y rojas como pequeños deltas de grandes ríos
interiores. El abuelo usaba anchos pantalones caqui y camisa blanca manga larga. Llevaba colgada,
de una especie de leontina, una prodigiosa navaja conteniendo toda clase de instrumentos que
acostumbraba usar para fabricar horquetas de madera, tiradoras con las que los muchachos cazaban
pájaros o jugaban a la guerra.
Ella lo prefería cuando se quedaba quieto, sentado en una mecedora, y le hablaba. Sus
conocimientos eran anchos y espaciales: sabía de las constelaciones, los planetas y las estrellas.
"Allá está Marte", decía, o las Siete Cabritas, la Constelación de Orión, el Centauro, la Balanza, la
Cruz del Sur... Conocía las fases de la Luna, los equinoccios y las mareas; sabía de leyendas
antiguas de caciques y princesas indias. Era un enamorado de los libros. Su memoria fotográfica le
permitía citar de memoria pasajes enteros.
Viudo desde los treinta y cinco años, vivía solo, pero sus aventuras amorosas eran célebres. Si
bien la madre de Lavinia era su única hija "legal", ella nunca olvidaría los innumerables tíos y tías
que emergieron el día del entierro del abuelo. Los hermanos desconocidos entre sí, se juntaron en
esa ocasión, por primera y única vez. Ella aún ignoraba el número exacto.
Poco antes de morir, el abuelo hizo el testamento de sus pocas pertenencias. A ella le dejó una
breve esquela que leyó de memoria en su último cumpleaños: "Al principio y al fin le llamaron los
griegos, el Alfa y el Omega; ahora que voy llegando a Omega, te dejo este legado: Ningún esfuerzo
por la cultura universal se pierde. Por eso, debes venerar al libro, santuario de la palabra; la palabra
que es la excelsitud del homo sapiens".
Murió un 31 de diciembre, acompañado por los petardos, cohetes y fiestas que lo despidieron
junto con el año viejo. Murió de una rara afección en el diafragma que lo hizo estornudar hasta
morirse.
Su entierro fue casi un mitin político. Recordó la tarde calurosa, las flores de cementerio y la
cantidad de trabajadores que lo acompañaron hasta que desapareció tras la lápida, porque el abuelo,
seguidor de ideas liberales y socialistas, opositor furibundo al régimen dinástico de los grandes
generales, había establecido antes que el Código del Trabajo, la jornada de ocho horas, los
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beneficios sociales y la seguridad laboral. Y también había descubierto los antiguas ruinas de
Tenoztie.
El abuelo era para ella la infancia y el deslumbre de la fantasía. Todavía se encontraba con él en
un sueño recurrente: Estaban los dos sobre un monte elevado, altísimo, con nieves en la cima y
primavera en las laderas. El abuelo le fijaba sobre la espalda unas enormes alas de plumas blancas
—como las que usara, de niña, cuando la disfrazaron de ángel en una procesión de Semana Santa—
y soplaba un fuerte viento, empujándola para que volara. Ella volaba en esos sueños. Se sentía feliz,
pájaro; se sentía segura, porque su abuelo la esperaba en lo alto del monte, gozando al verla volar.
Pasó el tiempo. La música se detuvo. Regresó a los platos vacíos. Al vaso vacío de jugo de
naranja. Se levantó para recoger la mesa. Darse una ducha que le despejara la nostalgia.
Atravesé rosadas membranas. Entré como una cascada ámbar en el cuerpo de Lavinia. Vi
pasar sobre mí la campanita del paladar antes de descender por un oscuro y estrecho túnel a la
fragua del estómago.
Ahora nado en su sangre. Recorro este ancho espacio corpóreo. Se escucha el corazón como
eco en una cueva subterránea. Todo aquí se mueve rítmicamente: espiraciones y aspiraciones.
Cuando aspira, las paredes se distienden. Puedo ver las venas delicadas semejando el trazo de un
manojo de largas flechas lanzadas al espacio. Cuando espira, las paredes se cierran y oscurecen.
Su cuerpo es joven y sano. El corazón late acompasadamente, sin descanso. Vi su interior
potente. Sentí la fuerza lanzándome a través de sus cavernas internas de un pequeño espacio a
otro. Así latían los corazones de los guerreros cuando el sacerdote los sacaba del pecho. Latían
furiosos apagándose. A mí me daba pesar verlos arrancados de su morada. Pensaba que los
dioses debían apreciar este regalo de vida. ¿Qué más podíamos darles que el centro de nuestro
universo, nuestros mejores, más aguerridos corazones?
Y, sin embargo... diríase que estábamos desamparados frente a las bestias y los bastones de
fuego de los españoles. Quizás los dioses también hubieran preferido nuestro oro. No parecían
conmoverse ante nuestros gemidos. Nos abandonaron a la furia de los desalmados. De nada
valieron tantos rojos corazones. Parecieron claudicar ante el dios de los recién llegados que
decían entraba al espíritu por el agua.
Yarince se hizo bautizar para probar la palabra de los españoles. También para conocer qué
dones podía aprender de su dios que fueran útiles a nuestro pueblo. Pero el dios de los españoles
no tocó su espíritu. Nos dimos cuenta que a ese dios tampoco le éramos gratos. Quizás él les
pedía a los españoles sacrificios de "indios".
Lavinia guarda grandes espacios de silencio. Su mente tiene amplias regiones dormidas. Me
sumergí en su presente y pude sentir visiones de su pasado. Cafetos, volcanes humeantes,
manantiales, envueltos en la densa bruma de la nostalgia. Trata de entenderse a sí misma. Es
complejo este surtidor de ecos y proyecciones. No logro encontrar un orden en la sucesión de
imágenes que emanan estas superficies blancas y suaves. Me desconciertan y apabullan. Debo
reposar. Mi espíritu está desasosegado.
El lejano reloj de la catedral dio las cinco. Se asomó a la ventana esperando a Felipe y vio a los
ancianos vecinos sentados a las puertas de sus casas tomando el fresco en su inmovilidad habitual.
La casa lucía limpia y acogedora. No en balde se pasó el fin de semana trabajando, disponiendo
el mobiliario nuevo, sacudiendo el polvo, regando las plantas, sorteando papeles viejos. Se
preguntó si el amor generaba domesticidad, pero se sintió satisfecha con el esfuerzo. Se vistió con
jeans, una blusa holgada y sandalias. Sonrió pensándose la imagen juvenil de una muchacha casera.
Cola de caballo.
Felipe no llegaba. A las seis la consumía la impaciencia. El teléfono no sonaba. El mal humor
amenazó con invadirla. Pero trató de no impacientarse, pensando en los problemas de transporte,
atrasos posibles. Aunque al menos la debía llamar por teléfono, se dijo, anunciar que llegaría tarde.
No representaba ningún esfuerzo levantar un teléfono y hacer una llamada. Sobre todo para él tan
adicto a los contactos telefónicos. Tomó un libro cualquiera y se echó en la hamaca. Leer le
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
ayudaría a pasar el tiempo. Pero no lograba concentrarse. A las siete, se levantó de la hamaca con el
mal humor viento en popa. Recorrió la casa, paseándose como liebre cautiva, sin saber qué hacer.
Quizás debía salir, se dijo. No esperarlo más. Marcó en el teléfono el número de Antonio y no
obtuvo respuesta. Seguramente no regresaba aún del paseo al que la había invitado. Sara y Adrián
tampoco estaban en casa. La soledad del día se acumulaba en el silencio. Puso música. Si bien, se
había propuesto la semana anterior, no especular sobre las "ocupaciones" de Felipe, no pudo
evitarlo ahora. Pensó si realmente no habría sucumbido víctima de un Don Juan cualquiera, o al
menos de alguien con una relación conflictiva de la que quizás ella habría sido escogida como
"sustituta" o redentora. Sucedía en la vida real. No sería nada fuera de lo común. Y sin embargo, la
actitud de Felipe hacia ella se le hacía sincera. Se sirvió un ron. No se desesperaría más, se dijo, ya
no lo esperaría. Al día siguiente trataría de aclarar todo de una vez. No continuaría pretendiendo
que no le importaban sus misterios. Le preguntaría directamente. Aunque la verdad, no existía entre
ellos aún ningún compromiso; nada que le diera "derecho" a indagar. Pero pensar así era una
trampa, se dijo. Era la trampa en la que siempre caían las mujeres temerosas de la terrible acusación
de "dominantes" o "posesivas". No lograba evitar la mirada hacia la ventana. El oído alerta a los
pasos.
Dieron las nueve. Era evidente que Felipe no llegaría, se dijo una vez más. La tía Inés decía que
los hombres eran caprichosos e impenetrables. Noches cerradas con estrellas. Las estrellas eran los
resquicios por donde la mujer se asomaba. Los hombres eran la cueva, el fuego en medio de los
mastodontes, la seguridad de los pechos anchos, las manos grandes sosteniendo a la mujer en el
acto del amor; seres que disfrutaban de la ventaja de no tener horizontes fijos, o los límites de
espacios confinados. Los eternos privilegiados. A pesar de que todos salían del vientre de una
mujer, que dependían de ella para crecer y respirar, para alimentarse, tener los primeros contactos
con el mundo, aprender a conocer las palabras; luego parecían rebelarse con inusitada fiereza contra
esta dependencia, sometiendo al signo femenino, dominándolo, negando el poder de quienes a
través del dolor de piernas abiertas les entregaban el universo, la vida.
Puso la televisión. Pasaban una mala película. En el otro canal, una serie anodina. Sólo había dos
canales de televisión en Paguas. La apagó. Apagó las luces de la casa. Cerró la cancela del jardín.
Se desvistió y se metió en la cama a leer. Dieron las once de la noche. Le dolía la cabeza y se sentía
profundamente triste, traicionada, furiosa consigo misma, con su facilidad para construir castillos
de arena, su romanticismo. Finalmente la quietud de la soledad la adormeció. Se deslizó hacia el
sueño.
Nubes enormes, blancas con caras de niños, gordos y juguetones. El abuelo larguísimo
colocándole las grandes alas de plumas blancas. El vuelo sobre inmensas flores: heliotropos,
gladiolos, helechos gigantescos. Gotas de rocío. Magníficas, enormes gotas de rocío donde el sol se
quebraba abriendo caleidoscopios prodigiosos. La barba y el cabello cano del abuelo cubierto de
rocío. Las gruesas alas soltando brisa al batir en el viento. Mojándose. Empapándose de rocío.
Pesan las alas mojadas. Cada vez mayor el esfuerzo. Sostenerse sobre el desfiladero de flores
inmensas. Intentó regresar al abuelo una y otra vez batiendo alas desesperadamente hasta que el
esfuerzo la despertó y todo estaba oscuro. Sólo la sombra del naranjo se recortaba en el brillo de la
luna sobre la ventana.
La noche envuelve mis ramas y los grillos cantan su canto monótono en medio del cortejo de
las luciérnagas. Apenas si logré alcanzarla en el sueño. Marqué mi nombre, Itza, gota de rocío,
en sus visiones de flores y vuelos. Yo también soñaba con volar cuando veía los pájaros
levantarse en bandadas al arribo de las bestias y los tropeles de hombres hediondos e hirsutos.
¡Tan pequeños los pájaros y con tanta ventaja sobre nosotros!
Estoy confusa con tanto acontecimiento. Estar en su sangre fue como estar dentro de mí
misma. Así habrá sido mi cuerpo. Siento nostalgia de venas, entrañas y pulmones. En cambio
sus pensamientos eran una familia de loras volando en círculos, haciendo ruidos, montándose
los unos sobre los otros en tremenda algarabía. Para ella, sin embargo, tenía un orden, estoy
segura. Una imagen se refería a otra y otra, como un espejo que se refleja infinitamente.
Recordé la fascinación de los espejos. Con ellos lograron atrapar nuestra atención los españoles.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Al principio creíamos que era una burla aquella imagen repitiendo todos nuestros movimientos.
Hasta que nos dimos cuenta que nos estábamos viendo por primera vez. Claro, claro, no como el
reflejo ondulado y fugaz de las aguas de los ríos. Y nos fascinamos. ¿Qué puede fascinar más
que verse uno mismo por primera vez? ¿Saberse? Yarince se enfurecía cuando me sorprendía
mirándome en el espejito. Pero hasta entonces, yo no sabía que era hermosa. Y me gustaba
contemplarme.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Capít ulo 5
SE ESTABA QUEDANDO DE NUEVO DORMIDA, Cuando de pronto escuchó el ruido. Se
quedó quieta en la oscuridad. Afuera el viento soplaba alborotando los árboles. Al principio creyó
que el ventarrón agitaba la puerta. Pero los golpes eran rítmicos, fuertes, urgentes. Asustada,
súbitamente alerta, se acomodó rápidamente el kimono acuamarina y salió a la sala. Encendía las
luces cuando escuchó la voz de Felipe. Sonaba ronca, la voz de quien se esfuerza por no gritar.
—Abrí, rápido, abrí —decía.
Descorrió los cerrojos, pensando: Felipe aparecerse a esta hora, el apuro, el sonido sofocado de
la voz... ¿qué podría ser? Tuvo que apartarse porque la puerta ya sin trabas, se abrió empujada
desde afuera por el peso de un cuerpo. Un hombre, encorvado sobre sí mismo, avanzaba apoyado
del brazo de Felipe.
No tuvo tiempo de preguntar qué sucedía. Apenas registró la expresión alterada de Felipe
cuando pasó a su lado, conduciendo al extraño hacia el dormitorio, sin titubear, sin mirar para atrás.
—Cerrá bien. Poné todas las trancas, apaga las luces —le dijo.
Cerró. Apagó las luces atolondrada. ¿Qué pasaría?, se preguntaba. ¿Qué significaba aquella
repentina irrupción a medianoche? Ellos olían extraño, a peligro, a desesperación.
Se dirigió al cuarto con la adrenalina zumbándole en los oídos.
Al caminar, notó en la oscuridad, apenas iluminadas por la luz saliendo de la habitación, las
manchas en el piso; líquidas, grandes, rojas.
Entró en la habitación. Se sentía débil, las piernas agua. Felipe daba vueltas alrededor del
hombre.
—¿Tenés sábanas... algo que podamos usar de vendas: algo con qué hacer un torniquete? —
preguntó Felipe sosteniendo una toalla que se enrojecía sobre el costado del herido.
Sin emitir palabra entró en el baño. Allí guardaba desinfectantes, algodón, elementales objetos
de primeros auxilios. Le temblaban las manos. Salió con las sábanas, más toallas, tijeras. Los puso
sobre la cama.
El hombre hacía un extraño ruido al respirar. Sostenía la toalla sobre el brazo, apretándola contra
su cintura. Lavinia vio los hilillos de sangre corriéndose sobre el pantalón. Sintió que los ojos se le
crecían redondos en las órbitas.
—Está malherido. ¿Se accidentó? Deberíamos llevarlo al hospital, llamar un médico —dijo,
atropellando las palabras.
—No se puede —contestó secamente Felipe— tal vez mañana. Ayúdame. Tenemos que
contenerle la hemorragia.
Se acercó. El hombre retiraba la toalla para que Felipe pudiera aplicar el torniquete. Vio la piel
del brazo un poco arriba del codo; el boquete redondo, la piel en carne viva, la sangre manando
roja, intensa, indetenible. Imágenes dispersas acudieron a su mente; películas de guerra, heridas de
bala. El lado oscuro de Paguas apareciendo en su casa, inesperado, intempestivo. ¿De qué otra
manera se podría entender que no llevara el herido al hospital? Entendió, finalmente, las llamadas
misteriosas de Felipe, sus salidas. No podía ser otra cosa, pensó, sintiendo el terror subirle por el
cuerpo, tratando de tranquilizarse pensando que no debía saltar a conclusiones tan rápidamente.
¿Pero por qué, si no, habría tenido Felipe que traer ese hombre a su casa? los reproches, el miedo,
la invadía en oleadas, mientras miraba hipnotizada la herida, la sangre; esforzándose para contener
el mareo, las ganas de vomitar.
Felipe enrolló el trozo de sábana alrededor del brazo, empezó a apretar fuertemente.
Lavinia trató de no ver las manchas rojas, húmedas, tiñendo la sábana blanca; se concentró en
las facciones del hombre, sus rasgos fuertes, la piel aceituna, la palidez, los labios apretados.
¿Quién sería?, pensó, ¿cómo lo habrían herido? Hubiera deseado no pensar. Se sentía atrapada.
No podía hacer nada más que mirarlos, ayudarles. No tenía otro camino. La cabeza le palpitaba
como un corazón grande y desatado.
—Está baleado —afirmó, sin ver a Felipe. Lo dijo por la necesidad de decirlo, de sacárselo de
encima. Felipe manipulaba el torniquete, sujetándolo fuerte. La tela blanca se tornaba roja; un rojo
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
temible, vivo.
El hombre jadeaba apenas. Tenía la cara vuelta, sin expresión, hacia la mano de Felipe.
Observaba la operación como si no se tratara de su brazo. Era joven, mediano de estatura, con ojos
un poco rasgados y gruesos labios; tenía el pelo castaño, un mechón le caía sobre la frente. Era de
contextura recia. Podía fácilmente notarse la forma de los músculos, las venas fuertes y anchas. Al
escucharla, se volvió hacia ella.
—No se preocupe, compañera —dijo, hablando por primera vez, mirándola— no me le voy a
morir en su casa —y sonrió casi triste.
Felipe sudaba copiosamente, apretando y soltando el torniquete.
Finalmente, rompió otro pedazo de sábana y lo ató fuertemente al brazo.
Limpió la sangre con una toalla, que luego se llevó a la frente para secar el sudor.
—Bueno —dijo al hombre— creo que de ésta te salvas. ¿Cómo te sentís?
—Como que me acabaran de pegar un tiro —contestó el otro con una expresión risueña y
tranquila, y añadió—. Estoy bien, no te preocupes, atendé a la compañera. Parece que está muy
asustada.
—Ya la voy a atender —dijo Felipe— pero creo que no te debes mover de aquí por el momento.
La compañera está "limpia". Es mejor que te quedes aquí. Es más seguro. Ahora deberías tomar
algo y dormir. Perdiste bastante sangre.
—Bueno, ya veremos. Ni siquiera sabemos que va a decir ella —y la miró.
Sólo el herido parecía percatarse de su presencia. Felipe terminaba de limpiar la cama. Ya no le
podía caber duda, pensó Lavinia, después de escuchar las preocupaciones de Felipe sobre la
seguridad de aquel desconocido. Podía haberla mantenido al margen, en la ignorancia, pensó. No
obligarla a enfrentar una situación semejante de improviso, sin ninguna señal de advertencia.
—¿Tenés algo que le podamos dar? —preguntó Felipe, volviéndose hacia ella. Su cara se veía
dura, sin expresión, dominada por una idea fija.
—Le puedo hacer un jugo de naranja. También tengo leche —contestó, compelida por el aire de
autoridad de Felipe. Se sentía torpe, anonadada.
—La leche está mejor —dijo el herido—. Las naranjas me dan acidez.
Felipe la alcanzó en la cocina.
—Creo que sería bueno calentarla un poco —le dijo.
—Yo creo que no —dijo Lavinia—. He leído que lo caliente no es bueno para las hemorragias.
Mejor se la damos fría... ¿Decime qué pasó, quién es?
—Se llama Sebastián —contestó Felipe—. Vamos a darle la leche y después te explico.
Se apartó de ella y fue a la ventana. El viento continuaba soplando. Ladridos de perros
callejeros. De vez en cuando pasaba un automóvil. Lo vio cerciorarse de los cerrojos, la cadena de
la puerta.
Sebastián tomó la leche. Devolvió el vaso a Lavinia y se recostó en la cama. Cerró los ojos.
—Gracias —dijo—, gracias, compañera.
Algo de su serenidad le recordó a ella los árboles caídos.
Salió con Felipe de la habitación. La sala estaba en penumbras. Las luminarias del patio
arrojaban una débil proyección de luz blanca. La sombra del naranjo se movía sobre los ladrillos.
Felipe se deslizó en el sofá y recostó la cabeza para atrás, cerrando los ojos. Se pasó las manos
sobre la cara en un gesto de agotamiento, de quien se quiere recomponer para otro episodio.
—Lavinia —Felipe abría los ojos y le indicaba que se sentara a su lado. Su expresión se había
dulcificado ligeramente, a pesar del ceño fruncido y los ojos autoritarios.
Se acomodó a su lado y guardó silencio. No quería preguntar. Tenía miedo. Pensó que sería
mejor no saber nada. En Paguas era mejor no saber nada; pero Felipe hablaba.
Sebastián fue detectado por la Guardia Nacional. Acribillaron la casa donde estaba. Logró salir
saltando tapias y muros. Otros tres compañeros murieron...
Silencio. ¿Qué podía decir?... pensó Lavinia; había cautela en la mirada de Felipe. Ella no podía
reaccionar. Le hubiera gustado poder salir corriendo. La idea de la guardia siguiéndoles los pasos la
aterrorizaba. De sobra era sabido los métodos que empleaban; la tortura, el volcán... Y ella era
mujer. Se imaginó violada en las mazmorras del Gran General. Los ruidos de la noche le sonaban
malignos, cargados de presagios, el viento...
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
No debía haber hecho esto Felipe, pensó, irrumpir así, sin más, en su casa. Quizás no le quedó
otra alternativa, se dijo, pero no tenía derecho a zambullirla en el peligro, en la sombra de los tres
"compañeros muertos"... y el herido durmiendo en su cama...
¿Qué podría hacer?, pensó, desesperada.
—Ahora sabes por qué no pude venir, cuáles son mis "ocupaciones", las llamadas —dijo Felipe,
mirándola suavemente, poniendo su mano sobre la de ella—. Siento que te des cuenta así. No
hubiera venido aquí jamás de no haber sido una emergencia. No podía dejar a Sebastián en mi casa.
Allí hay otra gente. Se hubieran dado cuenta y una denuncia sería fatal... Lo siento —repitió—. No
se me ocurrió nada mejor que traerlo para acá. Aquí está seguro.
Vio en la oscuridad la palidez de Felipe, el sudor brillando en su rostro. Hacía calor.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Lavinia, hablando también en susurros como lo había
hecho él.
—No sé. Todavía no sé —musitó Felipe y se alisó el pelo con las manos.
Lavinia lo sintió confuso en el aliento espeso, en el cuerpo abandonado sobre los cojines; las
largas piernas estiradas en el suelo cual si le pesaran. De pronto Felipe se enderezó y se puso a
limpiar sus anteojos mecánicamente hablando sin verla, hablándose a sí mismo.
—Uno nunca se acostumbra a la muerte —dijo—. Nunca se acostumbra.
Conocía a los tres compañeros muertos, dijo, uno de ellos había sido hasta compañero de colegio
de él, Fermín.
Por la tarde, lo habían llamado a una reunión. Por eso había fallado a la cita con ella, añadió,
como si aún importara. La reunión duró hasta las nueve de la noche. Fermín estuvo haciendo
bromas sobre la tranquilidad del barrio. Se sentían seguros allí, en la casita recién alquilada con los
magros fondos de la organización (y hablaba de "la organización" como si ella supiera de qué se
trataba). Era un barrio pobre, marginado. Casas de tablas; letrinas en los patios; campesinos
emigrados a la ciudad en busca de mejor vida. ¿Quién los delataría?, preguntaba Felipe, viéndola
sin verla. A las nueve, él había salido para regresar a su casa.
"No detecté nada. No detecté nada", repetía Felipe, como si se culpara de algo muy grave. Se
esforzaba por reconstruir detalles en la normalidad de la calle: hombres y mujeres sentados a las
puertas de las casas, perros callejeros, los buses pasando, tronando sus viejas carrocerías. "No
detecté nada" decía una y otra vez, mientras le relataba lo que había contado Sebastián, cómo la
guardia apareció de repente: "Oyeron el frenazo de los jeeps y el 'están rodeados, ríndanse', casi
simultáneamente", decía. Y tenían pocos tiros. Dos subametralladoras; y entre todos, en lo que
tomaban posiciones de tiro, montaban las pistolas, en las carreras, decidieron que Sebastián debía
buscar cómo salvarse, tratar de salir, sobrevivir para continuar.
Y gritaban "ya vamos" para dar tiempo. Fue lo último que oyó Sebastián cuando saltaba las
tapias. "A las nueve de la noche estaban vivos", decía Felipe, quitándose los anteojos, apretándose
los ojos con los pulgares de las manos.
Y ahora nada se puede hacer ya por ellos, añadió, nadie podría reponerlos. Sus sueños seguirán
vivos, pero ellos no.
Felipe calló. Extendió el brazo para abrazarla, cual si se hubiera vaciado y necesitara la cercanía
de otro ser humano para no deslizarse en el agujero negro, profundo, de la desesperanza.
Conmocionada, sin poder articular palabra, se acurrucó en el pecho de Felipe, tocándolo,
abrazándolo, sin saber cómo consolarlo.
Hubiera querido resguardarlo, darle la protección de su cuerpo de mujer. Apoyó su cabeza en el
pecho de Felipe. Sintió su respiración acompasada, el cálido nicho de su ser, la carne sólida,
musculosa y, sin embargo, fácilmente horadable: un pedazo de plomo lanzado a determinada
velocidad y Felipe se rompería. Esta piel que tocaba, todo lo que la piel de él encerraba, se saldría
de cauce, la presa saltaría en mil pedazos, correrían las aguas. Se apagaría el murmullo, la catarata
subiendo y bajando dulcemente el nivel de las corrientes subterráneas. Sintió un escalofrío ante la
noción de la muerte rondando tan cercana. Tan sólo a las nueve de la noche había salido Felipe de
la casa. ¿Y si se hubiera quedado? Se apretó más fuerte contra él; pensó en sus amigos, los que ya
nunca conocería.
Tenía ganas de llorar por lo que imaginaba que él estaba sintiendo, el dolor sordo de la muerte,
la impotencia.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Y podrían morir todos, pensó. Ella misma podría morir. El miedo la sobrecogió alzándose sobre
la tristeza, y Felipe había dicho a su amigo que se quedarían aquí. No se irían hasta el día siguiente.
Verlos salir de su casa. Quedarse sola, tranquila otra vez. Olvidar que esto había sucedido. Pero le
daba vergüenza mostrarle a Felipe el deseo de verlo marcharse con el amigo herido. No lo miraba.
Seguía recostada sobre su pecho, mientras él enredaba las manos en su largo pelo y ella podía sentir
la tensión de sus brazos, sus músculos endurecidos.
¿Vendrán a buscarlos?, se preguntaba Lavinia, qué hago yo si vienen a buscarlos...
La claridad de la madrugada empezó a deslizarse por la puerta del jardín, Felipe se levantó a la
ventana. Afuera cantaban gallos lejanos.
—Somos del Movimiento de Liberación Nacional —dijo, confirmando las suposiciones de
Lavinia—. ¿Vos sabes lo que es eso, verdad? —preguntó.
—Sí —dijo Lavinia—. Sí —repitió— la lucha armada.
—Sí —dijo Felipe—. Exactamente. La lucha armada. No podíamos seguir sólo en las montañas.
Estamos creciendo, empezando a operar en las ciudades. No nos van a poder detener. La
resignación no es el camino, Lavinia. No podemos seguir dejando que la guardia imponga la fuerza.
¿Te acordás de los precaristas? No podemos seguir dejando que eso suceda. Contra la violencia no
queda más que la violencia.
De pie, apoyado en el quicio de la puerta del jardín, hablaba sin verla. Lavinia observaba su
perfil, los ojos de Felipe viendo con determinación un punto en el espacio. "Es la única manera, la
única manera" repetía él, caminando de un lado al otro, abriendo y cerrando los puños.
Iba recuperando la fuerza. Casi visible el proceso; como ver levantarse un enfermo determinado
a vivir después del anuncio terrible. Debió haberlo sospechado, pensó. Aunque, revisando las
actitudes de Felipe, no podía decir que fuera evidente su vinculación. La verdad que no lo habría
adivinado, a pesar de sus múltiples "ocupaciones". Habría seguido sospechando lo de los amores
ilícitos o lo habría atribuido al tradicional miedo masculino al "compromiso". Era una lástima, se
dijo, verlo envuelto en el peligro. Miró su cara de intelectual, sus anteojos de delgados marcos, los
ojos grandes, grises... Era una locura que se arriesgara así; él que podía tener un futuro sin
problemas; él que con tanto esfuerzo había culminado su carrera de arquitecto...
Era una locura, pensó, que lo hubieran convencido de que la única salida era la lucha armada.
—Pero no tienen futuro, Felipe —dijo—. Los van a matar a todos. Es irreal. Y vos sos una
persona racional. Nunca me imaginé que vos creyeras en esas cosas...
Se volvió hacia ella a punto de decir algo. Nunca olvidaría esa mirada de Zeus tronante a punto
de descargar el relámpago. Debió haber visto el miedo en los ojos de ella porque se contuvo.
—Hagamos café —le dijo.
Mientras sentados en los rústicos bancos de madera de la cocina, sentían el dulzor aroma del
café recién hecho que emanaba de los pocilios, él se acercó a ella y le tomó la mano.
—Lavinia —dijo, mirándola profundamente—. Yo no quiero comprometerte. No quiero
comprometer tu tranquilidad. Al contrario, me gusta. Esta casa alegre, esta paz me gusta.
Egoístamente, me gusta —dijo como para sí mismo—. No te pido que nos comprendas, ni que estés
de acuerdo. Puede ser que te parezca descabellado, pero para nosotros, es la única manera. Sólo te
pido que tengas a Sebastián aquí hasta que lo podamos trasladar a otra parte. Tu casa es segura.
Nadie lo va a buscar aquí. Sebastián es muy importante, para el Movimiento. Te juro que nunca
más te pediremos que hagas otra cosa.
—Y vos, ¿qué vas a hacer? —dijo Lavinia.
—Yo me quedaría aquí mañana con él para ver cómo evoluciona. Después me lo llevaría. El
problema no soy yo. Yo estoy relativamente limpio. El problema es que no tenemos grandes
recursos: casas, carros, todo eso. Hay que ver bien dónde lo trasladamos.
—Entonces, ¿no es muy grande el Movimiento? —preguntó Lavinia.
—Está creciendo —contestó Felipe, con otra mirada fulminante—. ¿Qué decís, estás de
acuerdo?
Le costaba hacer esto, pensó mirándolo, tener que pedirle a ella, casi rogarle. Le brillaban los
ojos. Había soltado su mano y esperaba expectante que ella dijera algo.
"Estoy atrapada, pensó, no puedo decir que no." Pero no podía ser romántica ahora, se dijo, la
relación con Felipe no tenía por qué involucrarla. No era un juego. Era sangre y muerte real.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Jamás imaginó que le sucedería, a ella precisamente, algo semejante. Ni en sus más encendidos
sueños o pesadillas. Los "guerrilleros" eran algo remoto para ella. Seres de otra especie. En Italia
admiró, como todos, al Che Guevara. Recordaba la fascinación de su abuelo con Fidel Castro y la
"revolución". Pero ella no era de esa estirpe. Lo tenía muy claro. Una cosa era no estar de acuerdo
con la dinastía y otra cosa era luchar con las armas contra un ejército entrenado para matar sin
piedad, a sangre fría. Se requería otro tipo de personalidad, otra madera. Una cosa era su rebelión
personal contra el statu quo, demandar independencia, irse de su casa, sostener una profesión, y
otra exponerse a esta aventura descabellada, este suicidio colectivo, este idealismo a ultranza. No
podía dejar de reconocer que eran valientes; especies de Quijotes tropicales, pero no eran
racionales, los seguirían matando y ella no quería morir. Pero tampoco podía dejar solo a Felipe,
pensó, ni a su amigo. No los podía sacar de su casa. Aunque sentía la urgencia de huir, de que todo
terminara, de borrar esa noche de su memoria.
—Te quedaste callada —decía Felipe—, no me has respondido. El tono de su voz había
recobrado la autoridad de la noche reciente.
—Sé que no te puedo decir que no —dijo Lavinia, finalmente—; aunque quisiera. Comprendo
que ustedes tienen sus razones para hacer lo que hacen. Sólo quiero dejar bien claro que yo no
comulgo con estas ideas. No tengo madera para estas cosas. Sebastián se puede quedar, pero te pido
que en cuanto sea posible, lo traslades a otro lugar. Sé que esto te debe de sonar terrible, pero no
me siento capaz de otra cosa. Tengo que ser honesta con vos.
—Estoy claro —dijo Felipe—. Eso es todo lo que queremos que hagas, por el momento.
—No, por favor —dijo Lavinia—. Nada de "por el momento". Una cosa es que yo, como mucha
gente, les respete la valentía. Pero eso no quiere decir que esté de acuerdo. Pienso que están
equivocados, que es un suicidio heroico. Te pido, por favor, que no me volvás a meter en nada de
esto.
—Está bien, está bien —dijo Felipe, limpiando de nuevo los anteojos.
Lavinia se inclinó sobre la mesa, puso la cabeza sobre los brazos y cerró los ojos. Se sentía
cansada, exhausta; una culpa venida de resquicios oscuros la invadía. Imágenes extrañas de
poblados en llamas, hombres morenos luchando contra perros salvajes —fantasmas de pesadillas
diurnas clamaban en su mente.
—Mejor descansamos —le dijo a Felipe, levantando la cabeza—, me parece que hasta estoy
oyendo voces.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Capít ulo 6
CÓMO HUBIERA DESEADO SACUDIRLA; hacerla comprender. Era como tantas otras.
Tantas que conocí. Temerosas. Creyendo que así guardaban la vida. Tantas que terminaron
tristes esqueletos, sirvientas en las cocinas, o decapitadas cuando se rendían de caminar, o en
aquellos barcos que zarpaban a construir ciudades lejanas llevándose a nuestros hombres y a
ellas para el descargue de los marineros.
"El miedo es un mal consejero" decía Yarince, cuando le discutían la audacia de sus
estratagemas. Sus imágenes eran tibias, la sangre se disolvía por dentro como cuando uno se
hace una herida en el agua. Se aferra a su mundo como si el pasado no existiera y el futuro
fuera solamente una tela de brillantes colores. Es como los que se bautizaban creyendo que el
agua lava el corazón; que no podrían con los caballos, los bastones de fuego, las duras y
relucientes espadas; que no había más que rendirse y esperar, porque sus dioses parecían más
poderosos que los nuestros.
Todavía me parece oír sus lamentos después de la batalla a cinco días de camino de
Maribios... Habíamos tenido noticias de la expedición de los capitanes españoles. Querían
conquistar las poblaciones alrededor del lugar donde construían sus casas y templos. Una ciudad
estaban levantando para asentarse en nuestro territorio. Fue un momento de gran
desesperación. En ese tiempo no dejábamos de atacarlos de noche y de día, por sorpresa,
aprovechando el conocimiento que teníamos de la tierra y sus escondrijos. Pero perdíamos
muchos guerreros. Después de la primera reacción, sacaban sus bestias y tiraban fuego con sus
bastones. Se nos abalanzaban y nos obligaban a dispersarnos.
Entonces a Tacoteyde, el anciano sacerdote, se le ocurrió una estratagema que, seguramente,
haría retroceder a los españoles.
Por dos días y sus noches discutimos entrados en el monte, alrededor de las hogueras. Yo no
estaba de acuerdo. Se me hacía un sacrificio inútil, si bien no dejaba de pensar en el efecto que
causaría en los españoles. Pero nuestros ancianos merecían mejor suerte. Yarince, Quiavit y
Astochimal se imprecaban a voces. Unos en favor, otros en contra.
Finalmente vino Coyovet, el anciano que todos respetábamos, el del pelo blanco, e hizo que
echáramos a suertes la decisión.
Me parece estar viendo, en la noche, el círculo apretado de guerreros alrededor de los tres
principales. Las teas de ocote puestas en la horquilla de los árboles. Coyovet y Tocoteyde
sentados en el suelo, fumando su tabaco.
Lanzaron las flechas. El aire vibró en los arcos. Los de Yarince y Quiavit se posaron lejos.
Astochimal perdió. Bajó la cabeza y profirió grandes lamentos.
Esa noche los guerreros escogieron en las comunidades a cuarenta hombres y mujeres
ancianos. Los llevaron a nuestro campamento todavía con las caras soñolientas, envueltos en
sus mantos. Se pusieron a mascar tabaco sentados en un círculo. Tacoteyde les habló. Les dijo
que el Señor de la Costa, Xipe Totee, le había hablado en un sueño, diciéndole que para sacar a
los invasores del mar había que hacer el sacrificio de hombres y mujeres sabios. Los guerreros
debían después vestirse con la piel de los sacrificados, ponerlos en la primera línea de combate y
así se asustarían y huirían los españoles. Así renunciarían a construir sus ciudades en Maribios.
Ellos, les dijo, habían sido escogidos para el sacrificio. Serían sacrificados al alba.
Yo miraba, ocultada, desde unos matorrales porque a las mujeres no se nos permitía estar en
los oficios de los sacerdotes. Debía haberme quedado en la tienda, pero de todas formas, había
desafiado lo que es propio para las mujeres, yéndome a combatir con Yarince. Era considerada
una "texoxe" bruja, que había encantado a Yarince con el olor de mi sexo.
Vi, así, esta escena en la bruma del amanecer. Los ancianos envueltos en sus rebozos, juntos
los unos a los otros, con sus rostros surcados de arrugas, escuchando a Tocoteyde. Se quedaron
en silencio. Luego, uno a uno se postraron sobre el suelo dando grandes lamentos. "Sea, sea"
decían. "Sea, sea" hasta que sus voces parecían un canto.
33
La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Yo sentía en el pecho una vasija rota. Veía las figuras de nuestros ancianos que debían morir
al día siguiente. Con ellos moriría la historia de nuestro pueblo, sabiduría, años de nuestro
pasado. Muchos eran padres o parientes de nuestros guerreros que miraban con caras de
obsidiana todo aquello.
¡Sufrimos tanto estos sacrificios! Cuando en la madrugada del día siguiente, Tocateyde fue
sacando uno a uno sus corazones en el improvisado altar a Xipe Totee, todos teníamos un peso
en nuestras espaldas y el odio a los españoles como fuego en nuestra sangre.
Tacoteyde les quitó la piel. Uno a uno, cuarenta de nuestros guerreros, se vistieron con
aquellos mantos terribles, algunos liberando, por fin, profundos gemidos. Cuando todos
estuvieron así vestidos, era una visión que a nosotros mismos nos estremecía.
Nuestra pena se hizo a un lado cuando imaginamos a los españoles mirando lo que nosotros
veíamos. Sin duda no podrían soportarlo. Sin duda sus bestias se espantarían. Lograríamos
vencer. No sería vano el sacrificio de los ancianos parientes.
No calculamos la dureza de sus entrañas. Ciertamente se asustaron. Los vimos retroceder y
en este movimiento, cayeron muchos atravesados por flechas envenenadas. Pero después
parecieron llenarse de furia. Nos embistieron gritando que éramos "herejes", "impíos".
Armaron terrible algarabía de muerte con sus caballos y sus lenguas duras, sus palos de fuego.
Esa noche, ocultos de nuevo en la montaña, no queríamos ni vernos las caras. Esa fue la
noche que muchos dijeron que sus "teotes" dioses, eran más poderosos que los nuestros.
Yarince se tumbó con la cara sobre la tierra. Se enlodó el rostro y no permitía ni que me le
acercara. Era un animal herido. Tal como Felipe pensando en sus muertos. Pero también se
levantó del derrumbamiento de su cuerpo.
Reconozco mi sangre, la sangre de los guerreros en Felipe, en el hombre que yace en la
habitación de Lavinia, revestido de serenidad y con actitud de cacique. Sólo ella se bambolea
como la mecha en el aceite y no puede contenerme dentro de su sangre, tuve que llamarlo,
esconderme en el laberinto de su oído y susurrarle. Ahora se siente culpable.
Poco antes de las siete de la mañana, Lavinia se sobresaltó ante la súbita noción del lunes. El
trabajo, la normalidad de la semana continuarían indiferentes al tiempo detenido dentro de la casa.
Lucrecia estaría por llegar. Tendría que detenerla. Inventar una excusa para alejarla. Se incorporó
sobre el colchón con olor a trapos viejos. Felipe la había mandado a descansar en la habitación que
algún día ella pensaba habilitar como estudio pero que aún era nada más almacén de objetos
inútiles. Apenas si logró dormitar. Por la puerta entreabierta, lo observó paseándose por la casa en
la madrugada, vigilando la calle y al herido.
Escuchó el rumor de su voz desde la otra habitación. Hablaba con Sebastián. Se incorporó, dobló
las rodillas y posó su cabeza sobre el ángulo de sus piernas, apretándoselas contra el pecho. De día
era peor la realidad, pensó. Ya nada era igual. Su vida, tan tranquila hasta ayer, ya no sería la
misma. Le habría gustado quedarse en la posición fetal, buscar un refugio donde poder sentirse
segura, lejos del peligro de aquellas voces arrastrándose hacia ella a través de las paredes, las
ranuras de las puertas. Pero se levantó rápido. Se vistió y fue a pararse al lado de la ventana. Eran
las siete de la mañana. La humedad del rocío brillaba sobre el césped. Afuera todo lucía tranquilo.
Lucrecia se aproximaba puntual. Llegaba temprano a prepararle el desayuno. Lavinia abrió la
puerta, fingiendo mirar el jardín. Pensaba y descartaba excusas, pretextos. Finalmente aparentó
percatarse de la presencia de Lucrecia, acercándose. La saludó y tratando de sonar segura, le
explicó que gente de la oficina vendría a trabajar a su casa en un proyecto especial. No valía la pena
que limpiara, dijo, tendrían que poner papeles en el suelo, ensuciar. Sería mejor que regresara el
miércoles. Lucrecia insistió, diciendo que entre tanto, podía preparar café, ordenar. No valía la
pena, repitió ella. Llegarían en media hora. "Nos vemos el miércoles", sonrió Lavinia, "me tengo
que bañar rápido". Con expresión de no entender lo que sucedía, Lucrecia debió aceptar y alejarse.
Lavinia regresó a la casa. No había sido nada convincente, pensó; pero Lucrecia no se
sorprendería demasiado. Pensaría que eran extravagancias del trabajo. Pudo captar la figura de
Felipe escondido mirando por la ventana. Seguramente se había asustado al oír abrirse la puerta.
Cuando entró, ya no estaba en la sala.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
¿Y ahora qué tendría que hacer? ¿Ir a trabajar? Tendría que consultarlo con ellos. Entró al baño
a lavarse la cara. Se echó agua y mas agua.
¿Debía ir a trabajar?, se preguntó otra vez, sintiendo de nuevo el miedo. Era difícil imaginar que
afuera todo estaría igual. Nada habría cambiado: los buses, los taxis, la gente en el ascensor, en la
oficina. Y ella sintiéndose desnuda, frágil, temiendo las miradas, que se le notara la noche anterior,
el secreto, la sangre.
Preferiría quedarse en la casa, se dijo. Lo de Lucrecia estaba arreglado, pero alguien podría tocar
a la puerta. ¿Qué pasaría si Felipe abría... y Sebastián, el herido en su cama?
Vio sus ojeras en el espejo. Su cara; su misma cara, ligeramente cansada tan sólo, como tras una
noche de juerga. Viéndola no se podía saber en qué lío estaba metida, pensó.
Salió y se decidió a golpear la puerta de su dormitorio.
—Pasa —oyó la voz de Felipe, que no bien entró, le preguntó quién era la persona con la que
conversaba. Lavinia explicó.
El herido estaba sentado en la cama. Tenía un vendaje limpio sobre el brazo. La hemorragia se
había detenido. Su rostro estaba pálido aún.
—¡Buenos días compañera! —dijo. (Insistía en llamarla "compañera".)
—¡Buenos días! —Respondió ella— ¿cómo se siente?
—Mejor, mejor. Gracias.
—Quería preguntarles si les parece que debo ir a trabajar o quedarme aquí...
Las miradas de los hombres se cruzaron interrogándose.
—¿Sería mejor que se quedara, no te parece? —dijo Felipe, dirigiéndose a Sebastián.
—No —dijo Sebastián—. Creo que es mejor que vaya. No es conveniente que falten los dos a la
oficina.
—Pero si se necesita algo —dijo Lavinia—, si algo sucediera...
—¿Espera a alguien más hoy? —preguntó Sebastián.
—No. Nadie más.
—Entonces no se preocupe. Aquí, estamos relativamente seguros. Es mejor que usted vaya a la
oficina... Si te llegaran a buscar, se van a dar cuenta. Nos puede avisar —dijo, volviéndose hacia
Felipe—. Puede traer los periódicos y enterarse de lo que se comenta. Si la casa queda cerrada,
parecerá que no hay nadie. Es mejor que vaya —y volviendo a mirar a Lavinia, agregó: —no
conviene que relacionen su ausencia con la de Felipe.
El tono de Sebastián era reposado, sereno. Hablaba como si se tratara de asuntos cotidianos o de
ir a la playa el domingo, y no eso que había dicho: traer los periódicos (las fotos de los compañeros
muertos, pensó Lavinia); indagar si llegaron a buscar a Felipe (¿y si habían llegado, qué haría ella?)
poner atención a los rumores, los comentarios.
Lavinia prefería quedarse. No se consideraba capaz de "indagar" aquello. Se le notaría en la
cara. Su cara era transparente. Era fácil adivinarla. Se ponía nerviosa. Pero no dijo nada; la mirada
de Sebastián, su serenidad, le daban vergüenza.
—Podes también pasar por una farmacia y comprar antibióticos, cualquier antibiótico fuerte. La
herida se puede infectar —dijo Felipe.
—¿Y no van a buscar un médico hoy tampoco? —preguntó Lavinia.
No los comprendía, dijo, una herida de bala en el brazo afectaría el movimiento. Podían
pretender un accidente.
La tranquilizaron. Buscarían un médico pero no podía ser cualquier médico. Hablarían de eso a
su regreso.
Sebastián le pidió la radio para escuchar las noticias.
Lavinia sacó su ropa y salió de la habitación.
En la calle hacía calor. Salía de todos partes el aliento húmedo y cálido de la tierra, mezcla de
viento y polvo. Cada año era peor el verano. Cada año más despale. Los árboles de roble lucían
cenizos. Lavinia aceleraba el paso, mirando las casas vecinas. A lo lejos, un jardinero podaba la
grama con su largo machete. Todo seguía igual, pensó. Sólo ella era extraña en la atmósfera
tranquila de día de semana. Ella caminando ya tarde a la oficina; caminando rápido, sintiendo las
piernas moverse como si pertenecieran a otra persona.
El miedo le abría ojos en el cuerpo. Recordaba como pesadilla la frase que tantas veces repitiera
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
la noche anterior Felipe, mientras le relataba la circunstancia de la huida de Sebastián: "No detecté
nada; no detecté nada". ¿Y si estaban por allí? ¿Si los agentes de seguridad rondaban la casa
esperando el momento propicio para rodearla?
Llegó al ascensor y subió sola. A esa hora el vestíbulo del edificio estaba vacío. Vio su reflejo en
las paredes metálicas. "Nadie lo va a notar", se aseguraba. "Soy la misma. La misma de todos los
días." Pero no estaba muy convencida; en su interior, la sangre se mecía de un lado al otro en una
tormenta de adrenalina.
Dio los buenos días a Silvia. Siguió hasta su cubículo, saludando a los dibujantes al pasar. La
normalidad. "Actúa con naturalidad", había dicho Felipe. La abrazó antes de que ella saliera.
Volvió a repetirle que sentía haberla involucrado. Y, sin embargo, pensó la seguían involucrando,
pidiéndole que averiguara los rumores, la terrible perspectiva de que la Seguridad llegara buscando
a Felipe (era muy remoto, aseguraba Sebastián); pidiéndole que les llevara los periódicos, que
comprara medicinas.
Ella hubiera querido no volver a su casa. Quedarse con Sara o Antonio hasta que ellos se
marcharan. Dejar de ser responsable, "humanitaria", no sentir esa fuerza que la obligaba a cumplir
lo que pedían; aquella voz interior que le decía "no seas cobarde"; "no podés dejarlos solos", "no
podés correr el riesgo de que los maten", la fuerza de su amor por Felipe... aunque era algo más,
pensó, algo más que su amor por Felipe. Después de todo, ni siquiera sabía si ese amor existía; si
podía llamarse amor a una relación tan recién iniciada y que quizás, después de lo sucedido, sería
mejor no continuar.
Llamó a Mercedes. Pidió los periódicos. Se sorprendió mintiéndole.
—Felipe no va a venir a trabajar. Me llamó para pedirme que avisara que está enfermo del
estómago.
Mercedes la miró con cierta malicia. Salió a buscar la taza de café y los periódicos, moviéndose
coqueta como siempre, balanceándose sobre los talones. La imaginó atravesando el salón de los
dibujantes, sonriendo al pasar, consciente de que la miraban. ¿Estaría en el secreto?, pensó Lavinia.
¿Quiénes más estarían en el secreto? ¿Quiénes de aquellas personas, aparentemente tan normales y
cotidianas, llevarían también una doble vida?
La muchacha regresó con el café y los periódicos. Los puso sobre su mesa.
—¿Ya supo lo que pasó? —le preguntó.
—No —dijo Lavinia, sin mirarla, temiendo desatarse (la pregunta le provocó un vuelco en el
corazón) empezando a hojear los periódicos.
—Es que usted vive lejos de allí —dijo Mercedes— pero desde mi casa, se oían los tiros.
Hubiera visto; aviones, tanques... parecía guerra. ¡Los guardias se volvieron locos! ¡Y sólo eran tres
muchachos! ¡Imagínese! Tres muchachos... —y dio la vuelta cerrando la puerta tras ella.
Se recostó en la silla. Cerró los ojos. El desvelo le provocaba la sensación de estar debajo del
agua. Sorbió el café en grandes bocanadas, bendiciendo el refugio, la privacidad de su pequeña
oficina, postergando la lectura del periódico.
¿Qué haría todo el día allí?, se preguntó, ¿fingir que trabajaba? Esto no era para ella, se repitió,
no podía soportar la tensión, el estómago anudado, un puño en el centro del pecho; la sensación de
ahogo.
Finalmente, se inclinó y miró las fotografías de los guardias apostados frente a la casa, el titular.
"Se descubre nido de terroristas. G. N. en exitosa acción de limpieza" y más abajo, la foto de los
tres guerrilleros muertos. ¿Cuál sería Fermín?, pensó mirando los cadáveres: dos hombres y una
mujer, jóvenes, destrozados; sangre y agujeros por todas partes; la fotografía de la casa llena de
boquetes.
Los amigos de Felipe, pensó. Y Sebastián estuvo entre ellos y ahora estaba en su casa. Uno de
ellos. En su casa. Leyó ávidamente para ver qué se decía de él. Nada. No se decía nada. Y, sin
embargo, había pasado por encima de las tapias de los casas vecinas, por los patios. Pero nadie lo
había delatado.
Se acortaban las distancias. No sentía ya el pesar lejano que le producían siempre esas fotos de
jóvenes acribillados; éstas eran muertes cercanas, peligrosamente cercanas. Los rostros
desconocidos, desfigurados, extraños, habían entrado a su vida. Sus fantasmas eran reales. La
noche anterior, abrazada a Felipe, había sufrido estas muertes; de no ser por el miedo, sin duda
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
hasta habría llorado por ellos. Sintió, como otras veces, el reproche; el silencioso reclamo a los
muertos por dejarse matar, por morir, por creer que podrían enfrentar al ejército del Gran General
con esas caras jóvenes. Las armas escuálidas al lado de los cadáveres, contrastando con los cascos,
radios, ametralladoras, aviones y tanques de la guardia.
Y ahora la tenían a ella envuelta en esa valentía suicida.
Doña Nico, la mujer que se encargaba de los refrescos y la limpieza, entró llevándole el jugo de
zanahoria con naranja que Lavinia acostumbraba a tomar a media mañana. Al poner el vaso sobre
la mesa, miró de reojo los periódicos.
—Pobres muchachos —dijo, en voz muy baja, casi inaudible—. Fue en mi barrio —añadió
como justificando el comentario.
—¿Y cómo fue? —preguntó Lavinia, sin saber muy bien cómo abordarlo, cómo hacer aquello de
"recoger los rumores".
—No sé —dijo la mujer, nerviosa, pasando las manos por el delantal—. No sé cómo fue. Yo
estaba tranquila en mi casa lavando una ropa cuando oí los tiros. Fue una balacera horrible. Duró
casi hasta medianoche.
"Nosotros creíamos que había un montón de gente en la casa, pero eran sólo esos tres. Eso es lo
que yo sé...
—¿Y los conocía? —preguntó Lavinia.
—No. Nunca los había visto.
—¿Y cómo se habrá dado cuenta la guardia de que estaban allí?
—No sé. No tengo ni idea —dijo la mujer, retrocediendo hacia la puerta, saliendo apurada.
Eso era la dictadura, pensó Lavinia, el miedo; la mujer diciendo que no sabía nada. Ella diciendo
que no quería involucrarse. No saber nada era lo mejor, lo más seguro. Ignorar el lado oscuro de
Paguas. Salir como salía doña Nico, claramente indicando que no quería hablar del tema. Más
fuerte la necesidad de sobrevivencia que la pesadumbre en su voz diciendo "pobres muchachos".
¿Y cómo reprochárselo si tenía cuatro hijos y era sola?
Pero Sebastián escapó y nadie había dicho nada.
Después de leer los periódicos, trató de trabajar, de concentrarse en los planos de la lujosa casa
que diseñaba: los baños de azulejos, los jardines interiores. No podía apartar de su mente las fotos
de los muertos. Se le cruzaban entre las líneas del diseño; le aparecían en las recámaras amplias,
entre las vigas aparentes del techo, la fachada. Imaginaba la reacción de Felipe y Sebastián cuando
las vieran, cuando abrieran el periódico y encontraran las fotos de sus amigos muertos.
A pesar de todo, se sentía más tranquila. El ambiente quieto y sin acontecimientos de la oficina,
paulatinamente le fue devolviendo la sensación de normalidad. Nadie llegaba a buscar a Felipe.
Todo está bien, se decía, nada ha cambiado. Pero las manecillas del reloj avanzaban sobre las horas.
Ya pronto serían las cinco de la tarde. Tendría que salir, caminar a la farmacia, comprar los
antibióticos, volver a su casa; volver a su casa con los periódicos.
Uno de los arquitectos, asomó la cabeza por la puerta, preguntando si no sabía cuándo llegaría
Felipe.
—¿Qué pasó? —preguntó ella, tensándose, disimulando el sobresalto.
—Nada especial. Necesitaba hacerle una consulta.
—Llamó para avisar que estaba enfermo del estómago —dijo Lavinia, recuperando el aplomo—.
Parece que comió algo que le hizo mal —añadió con una sonrisa.
Mintió al instante, casi sin pensar.
No deja de enternecerme su miedo, ahora que logro distinguir el pasado y el presente en las
blancas dunas de su cerebro. Al principio era difícil saber distinguir. Un suceso, para ser
asimilado por ella, se mueve en medio de referencias pasadas. Estas constantes comparaciones
me confundían hasta que me di cuenta del color. Cuando experimenta una sensación inmediata,
el color es vivo, reluciente. No importa si es oscuro o claro. El negro del presente es un ala de
cuervo a la luz de la luna; el rojo es sangre o sol de algunos atardeceres. En cambio, el pasado
aparece opaco: negro de piedras volcánicas, rojo de nuestras pinturas sagradas. En el pasado,
los objetos y las personas emanan un eco apagado y redondo, que contiene nostalgias
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
superpuestas y olores cóncavos. En el presente, las imágenes y los sonidos son lisos, planos y
tienen el olor rotundo de las puntas de lanza antes del combate. Así he aprendido a leer las
huellas y guiarme en su laberinto de sonidos y figuraciones.
Muchos asuntos me son incomprensibles, debido al tiempo que ha recorrido el mundo. Pero
hay gran cantidad de relaciones inmutables; lo primario sigue siendo esencialmente semejante.
Comprendo, sin temor a equivocarme, la paz y el desasosiego; el amor y la inquietud; el anhelo y
la incertidumbre; la vitalidad y la pesadumbre; la fe y la desconfianza; la pasión y el instinto.
Comprendo el calor y el frío, la humedad y lo áspero, lo superficial y lo profundo, el sueño y el
insomnio, el hambre y la saciedad, el acurruco y el desamparo.
Es el paisaje intocable. El hombre con sus obras puede cambiar rasgos, apariencias: sembrar
o cortar árboles, cambiar el curso de los ríos, hacer esas grandes calzadas oscuras que marcan
dibujos serpenteantes. Pero no puede mover los volcanes, elevar las hondonadas, interferir en la
cúpula del cielo, evitar la formación de las nubes, la posición del Sol o de la Luna. Igual paisaje
intocable tiene la sustancia de Lavinia. Por eso puedo comprender su temor, teñirlo de fuerza.
En la esquina, la farmacia emanaba su olor a frascos viejos: el dúlcete olor de las vitaminas, los
frascos de alcohol y agua oxigenada. Los estantes de madera mostraban las pequeñas cajas
rotuladas con nombres extraños. Los tarros de cristal con brillantes tapaderas de latón exhibían sus
estómagos repletos de galletas, dulces, alka-seltzer. El boticario de bigotes engomados, un charro
mexicano con bata blanca, leía el periódico sentado en una mecedora de mimbre, aletargado en la
penumbra del atardecer.
Lavinia pidió al boticario un antibiótico "fuerte" inventando la cortadura de una vecina con una
tijera de podar.
—¿Ya está vacunada contra el tétano? —preguntó el boticario, acariciándose los bigotes.
Dijo que sí; solamente era necesario prevenir la posibilidad de una infección. Dado lo profundo
de la herida, pensaban que debía ser un antibiótico poderoso.
En Paguas los boticarios, a menudo, hacían funciones de médico. La población los prefería
porque no cobraban por la consulta, sólo por las medicinas. Ejercían con gran dignidad el poder de
las recetas.
Lo vio caminar hacia las gavetas del fondo y llenar un cartucho de papel con gran cantidad de
cápsulas negras con amarillo, moviéndose con la parsimonia propia de su profesión.
Se las entregó explicándole que su amiga debía tomar una cada seis horas, por un período no
menor de cinco días. Le había preparado la dosis completa.
Salió con las medicinas en su bolso. La tarde lentamente se convertía en noche. Cada uno de
aquellos atardeceres tropicales eran un espectáculo de nubes enrojecidas, cortes extraños en el
cielo, resplandores naranjas.
Se bajó del taxi en la avenida. A medida que los pasos la acercaban a la casa, el cuerpo se le fue
poniendo tenso, los músculos envarados; alertas, nerviosos, los latidos del corazón. Si pudiera saber
que ya iba a terminar todo esto, pensó, que llegaría con las medicinas y encontraría a Sebastián y
Felipe listos para marcharse, para decirle adiós en la puerta y devolverlo a la cotidiana tranquilidad
de sus noches. Pero no sería así. Calculaba que al menos se quedarían dos días más y ella tendría
que andar con esa doble personalidad dos días más, quizás tres.
Y, sin embargo, se dijo, había traspasado otro límite. La tía Inés solía decir que crecer en la vida
era un asunto de traspasar límites personales: probar capacidades que uno creía no poseer. Nunca
habría pensado que podría sobrevivir un día como éste. Mentir sin culpa, con sorprendente sangre
fría. Sin calcular, zas, como si las palabras estuvieran archivadas, preparadas, listas para que les
diera uso. En la oficina, en la farmacia, nadie lo habría adivinado.
Ella siempre tuvo conflictos con la mentira. De niña, al confesarse, siempre se acusaba de
mentir. Le había costado un gran esfuerzo dejar de hacerlo. Se divertía mintiendo. Y era así; un
impulso rápido. No sabía ni cómo fabricaba las mentiras. Se le salían de la boca como peces de
colores que vivieran en su interior con vida propia: mentiras intranscendentes, dichas por el mero
placer de sentir que podía jugar con el mundo de los adultos, alterarlo sutilmente. Sólo después,
cuando la mentira ya vivía fuera de sí misma y andaba en la boca de su madre o de la niñera, se
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La Mujer Habitada
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sentía mal. "Mentir es pecado" decían las monjas en el colegio. "No dar falso testimonio, ni mentir"
decía uno de los mandamientos. Por miedo, dejó de mentir. Miedo a los tormentos del infierno que
sor Teresa describía con lujo de detalles macabros: las hacía encender un fósforo y poner levemente
el dedo en la llama. Eso era el infierno pero en todo el cuerpo, ese fuego en todo el cuerpo,
quemando sin matar por toda la eternidad. Después la mentira perdió su connotación de pecado y
pasó a ser para ella un antivalor; la honestidad un valor necesario en la vida de adulta. Por eso, el
sentimiento de culpa le molestó las veces que mintió, mientras vivió con sus padres después de
regresar. Le incomodaba tener que engañarles. Fingirles un rostro más aceptable.
Pero esto era diferente, pensó, mientras metía la llave a la cerradura y entraba en el ámbito
oscuro de la casa.
La oscuridad olía a silencio espeso. Silencio de espera. Tigres agazapados. En el corredor, bajo
el naranjo, divisó a Felipe, erguido, la mano en la cintura, expectante ante el ruido de la puerta al
abrirse. Una luna pálida proyectaba la sombra del árbol sobre los baldosas del corredor.
Encendió las luces. Felipe se adelantó a recibirla.
—¿Cómo te fue? —preguntó, en voz muy baja.
—Creo que bien —respondió extendiéndole el brazo con los periódicos, mirándolo, pensando en
los rostros aquellos, sus amigos que ya jamás volvería a ver.
Felipe tomó los periódicos con un gesto brusco y allí, junto a ella, leyó los titulares, las noticias
de la primera página, mirando las fotos sin decir nada.
Ella, en silencio, no sabía qué hacer, si quedarse allí a su lado o retirarse discretamente, como
hacen los amigos en los funerales, cuando llega la hora de mirar la ventanita del féretro por última
vez.
—¡Asesinos! ¡Hijos de puta! —dijo por fin Felipe, en un callado grito lanzado para dentro de sí
mismo. Lavinia imaginó el grito proyectado en sus pulmones, dispersándose por su pecho, los
brazos, las piernas.
Ella lo abrazó por detrás, sin decir, nada, pensando en lo pobre que era el lenguaje ante la
muerte.
Sebastián apareció en la puerta de la habitación. Esta vez no la saludó. Lucía recuperado. Con
vendaje limpio y vestido con una de las camisas de hombre que ella usaba. Fue hacia Felipe, se
situó a su lado mirando las páginas extendidas del periódico.
—No mencionan que alguien escapó —dijo Felipe, al pasarle el diario, soltándolo, entregándole
aquellas páginas con las fotos de los compañeros muertos. En silencio fue a la cocina de donde
regresó con un vaso de agua que tomaba a grandes sorbos, mientras Sebastián seguía leyendo
callado.
Lavinia se apartó respetuosa, sintiendo que estaba de más. Se deslizó callada hacia la puerta del
jardín, asomándose a ver la noche, el patio, el ambiente sereno y pacífico de las plantas, el naranjo
exhalando su olor cítrico. "Dichoso el árbol que es apenas sensitivo", recordó. Le hubiera gustado
ser vegetal en ese momento.
Sintió a Felipe acercándose.
—¿No pasó nada anormal en la oficina, no llegaron a preguntar por mí, no oíste nada extraño?
—hablaba bajo, para no perturbar a Sebastián.
—No. No pasó nada anormal. Todos sabían de lo sucedido, pero no hablaron mucho.
Comentaron sobre el despliegue que hizo la guardia contra sólo tres personas. Doña Nico me
comentó que fue en su barrio, pero no quiso decir nada más. Sólo dijo "pobres muchachos" cuando
vio las fotos, pero parecía que tenía miedo de hablar. Yo informé a Mercedes que vos estabas
enfermo del estómago —dijo Lavinia, susurrando.
Él no respondió nada. La dejó y volvió al lado de Sebastián.
Hablaron algo entre ellos. Sebastián dijo "con permiso, compañera" y entraron los dos a la
habitación cerrando la puerta.
Por supuesto que los hombres no lloraban, pensó Lavinia apoyándose en el dintel, mirando
fijamente el tronco del árbol de naranja. Ella sentía las lágrimas arderle en los ojos. ¡Ella que ni
había conocido a los muertos! ¡A fin de cuentas, era mujer!, se dijo irónicamente. Los dos hombres,
podían mirar al periódico con los ojos secos y fijos; leerlo atentamente a pesar de las fotos.
Felipe parecía repuesto de su momento de dolor la noche anterior. "Uno nunca se acostumbra a
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La Mujer Habitada
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la muerte", había dicho en la vulnerabilidad del cansancio. Ahora ella los veía tomar la muerte sin
dramatismo, sin aspavientos; con rabia. Evidentemente, para ellos, lo que contaba era cómo debía
precederse ahora, ahora que sabían que nadie mencionó al "otro", al que saltó las tapias, herido,
huyendo.
No le dejaba de dar escalofríos verlos con esa entereza, acorazados, tal como si la muerte o la
tristeza les rebotara en la piel, sin poder penetrarlos. Recordó una conversación con Natalia, una
amiga española, sobre la justicia de las acciones de los vascos contra el franquismo: ambas
facciones mataban a sangre fría. ¿En qué se diferenciaban? ¿En la guerra, cómo se diferenciaban
los hombres? ¿Qué diferencia de fondo había entre dos hombres con un fusil cada uno, dispuestos a
matarse en defensa de razones que ambos consideraban justas?
Natalia se había enfurecido ante sus preguntas "filosóficas, metafísicas". Pero ella no podía dejar
de hacérselas aun cuando estuviera consciente de las diferencias entre agresores y agredidos; entre
los "maquis" franceses y los nazis, por ejemplo. En la sociedad, también existía, como a nivel
individual, la llamada "defensa propia" como justificación a la violencia; existían calidades
humanas diferentes, gente que mataba por la muerte y gente que mataba por la vida, en defensa y
preservación de lo humano frente a la bestialidad de la fuerza bruta. Pero era terrible, de todas
formas tener que recurrir a balas y armas; unos contra otros. Tantos siglos no lograban cambiar la
manera brutal en que se enfrentaban los seres humanos.
En Paguas, era fácil justificar a los muchachos; demasiado evidente la injusticia, la diferencia de
fondo, lo que defendían unos y otros; la realidad de la ausencia de alternativas frente al Gran
General. Con sólo ver el periódico de hoy, por ejemplo, uno podía tomar partido entre la fuerza
bruta y el idealismo. Optar, aunque fuera a nivel de abstracción, por los muertos.
Pero no podía apartar las dudas. Viendo a Sebastián y Felipe pensó en los peligros del
endurecimiento.
Aunque si se hubieran echado a llorar, quizás los hubiera considerado débiles. Pero no, se dijo,
¿por qué? Ella siempre pensó que era terrible y absurdo considerar como una debilidad el llanto de
los hombres. Pero en la práctica nunca vio llorar a ninguno. Quizás no lo soportaría en este caso.
Aumentaría la sensación de desamparo. No era tal vez necesario que lloraran, sólo que hicieran
algo. Algo para evitar la dureza. Esa dureza que le producía aprensión, la noción de un delicado
equilibrio, que, de romperse, devolvería el mundo a las fieras.
Fue entonces cuando escuchó, desde la ventana entreabierta de su habitación, aquel sonido
terrible que siempre recordaría; la voz ronca de Sebastián, interrumpiéndose, quebrándose en
sollozos secos, densos, produciendo el sonido de un dolor por ella jamás conocido.
La veo mirándome. La siento pensando. Allí está en medio de la noche como una luciérnaga
perdida, flota entre nosotros sin poder encontrar el sitio al que pertenece. Dentro de la casa, los
hombres discuten. Oigo los murmullos de sus voces, como tantas veces escuché desde la
oscuridad, los consejos que Yarince hacía con sus guerreros. Aquellos en los que a mí no me era
permitido participar aun cuando me llevaran al combate.
Después de la batalla de Maribios —la de los Desollados—, como le llamaron los invasores,
hubo momentos en que sentí mi sexo como una maldición. Se pasaron días discutiendo cómo
debían proceder, mientras yo tenía que vagar por los alrededores, encargada de cazarles y
cocinarles la comida.
Cuando bajaba al río de aguas quietas, a traerles agua, esperaba con los piernas abiertas, que
la superficie estuviera lisa, inmóvil, para mirar mi sexo: misteriosa se me hacía la hendidura
entre los piernas, se parecía a algunas frutas; los labios carnosos y el centro, una delicada
semilla rosada. Por allí penetraba Yarince y cuando estaba en mí, componíamos un solo dibujo,
un solo cuerpo: juntos éramos completos.
Yo era fuerte y mis intuiciones, más de una vez, nos salvaron de una emboscada. Era dulce y
a menudo los guerreros me consultaban sus sentimientos. Tenía un cuerpo capaz de dar vida en
nueve lunas y soportar el dolor del parto. Yo podía combatir, ser tan diestra como cualquiera con
el arco y la flecha y además, podía cocinar y bailarles en las noches plácidas. Pero ellos no
parecían apreciar estas cosas. Me dejaban de lado cuando había que pensar en el futuro o tomar
decisiones de vida o muerte. Y todo por aquella hendidura, esa flor palpitante, color de níspero
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
que tenía entre las piernas.
Lavinia estuvo un rato más mirando los sombras del jardín balancearse con el viento. Los
sollozos se habían extinguido en el murmullo de una conversación acuática, el sonido de los
hombres conversando, la conversación de dos peces, un murmullo apenas de burbujas.
El rugido del llanto le produjo opresión en el pecho. Se arrepintió de dudar de los sentimientos
de aquellos seres extraños, invasores de la paz de su casa, soñadores activos, "valientes" como
decía Adrián.
El dolor tocándola tan cercano estimuló sentimientos de protección. ¿Qué podría hacer por
ellos?, pensó. Poco. Casi nada. Recordó que no habían comido. Podía prepararles algo. Ella no
tenía hambre. Comer no se le cruzó por la mente hasta ese momento. Se dirigió a la cocina,
pensando qué cocinar para los tres. A pesar del dolor, Sebastián y Felipe debían comer, vivir,
alimentarse.
En el lavatrastos, encontró una lata de sardinas vacía. ¡Pobres!, pensó, sintiendo vergüenza de su
desprovista cocina.
Preparó lo único que sabía hacer decentemente: spaghetti con salsa.
Estaba acomodando los platos en la mesa, cuando Felipe apareció en el umbral de la cocina.
—¿Cómo está Sebastián de su brazo? — preguntó Lavinia, fingiendo no haber oído nada,
terminando de verter el agua de los spaghetti, hirviendo, sobre el lavatrastos, poniéndoles la
mantequilla.
—Lo tiene inflamado —dijo Felipe.
—Debería ver un médico —dijo Lavinia, chorreando la salsa.
—Es lo que te queríamos pedir —dijo Sebastián apareciendo detrás de Felipe, mirándola servir
los platos, ya compuesto; apenas roja la nariz.
—Queríamos que fueras a buscar a una compañera que es enfermera. Con ella vamos a arreglar
también mi traslado para mañana.
—Por qué no me lo explicas mientras comemos algo —dijo Lavinia—. Ustedes deben comer.
Se alegró de ver a Sebastián esbozar una sonrisa mientras se sentaban a la mesa.
Flor —así se llamaba la "compañera" — tenía automóvil. Lavinia sólo tendría que tomar un taxi
y regresar a la casa con ella. Solamente eso. Después podría quedar libre de ellos.
—Al menos de mí —dijo Sebastián, desplegando de nuevo su sonrisa maliciosa.
Comían en silencio. Sebastián y Felipe, parecían no tener apetito. Lavinia miró de reojo a
Sebastián. Sin que ella pudiera negarse, con su voz suave y firme, su apariencia de árbol, él había
logrado que ella hiciera cosas que jamás pensó hacer. Actuaba con una especie de profundo
convicción de que ella estaría de acuerdo, no se negaría. La confianza de él era más imperativa que
un mandato expreso.
Mañana su vida retornaría a la cotidiana seguridad, se dijo. Podría olvidarse del miedo, la
zozobra, aquellos sentimientos confusos.
La perspectiva de atravesar la ciudad en taxi, de noche, no le atraía, pero estaba dispuesta a
hacerlo; haría cualquier cosa por recuperar la normalidad de su casa.
—¿Ya se te pasó el miedo? —preguntó Sebastián.
—Más o menos —respondió ella.
—Es normal —dijo él— a todos nos da miedo. Lo que importa no es sentirlo, sino superarlo. Y
lo has superado muy bien; has sido valiente.
—No tenía más alternativa —dijo Lavinia, esbozando una sonrisa.
—Así nos pasa a nosotros —dijo Sebastián con expresión triste—. No tenemos más alternativa.
—No es lo mismo —dijo ella, ligeramente incómoda ante la comparación—. Ustedes saben por
qué lo hacen. Es otra cosa. Siento mucho lo de sus compañeros.
—Ellos murieron como héroes —dijo Sebastián, mirándola serio y dulcemente— pero eran
personas como vos o como yo.
—Creo que es mejor que Lavinia se vaya a buscar a Flor —interrumpió Felipe— se está
haciendo tarde.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Capít ulo 7
LAS NUEVE DE LA NOCHE. El cielo limpio de marzo alardeaba su luna amarilla. El taxi
corría veloz, sorteando el escaso tráfico. Las calles, más vacías que de costumbre a esa hora, eran la
única señal visible del efecto de los recientes sucesos.
Con la espalda recostada al lado de la puerta del vehículo, Lavinia miraba hacia atrás, según le
indicara Sebastián, para cerciorarse de que ningún automóvil inoportuno le seguía la pista.
Tomaban el rumbo de los barrios orientales. Los barrios, pobremente iluminados, aparecían en la
ventana en una sucesión de viviendas rosas, verdes, amarillas; casas humildes e iguales, adornadas
únicamente por el color chillante de sus paredes y alguno que otro jardín.
Dentro del vehículo, el chófer, fumando, escuchaba atento un programa deportivo.
Lavinia, alerta, no se reconocía en esta mujer vigilante. Con suerte, la pesadilla concluiría al día
siguiente. Se mordió las uñas. Viajar en taxi de noche siempre le producía incomodidad, la
sensación de riesgo. Sólo que esta vez no temía al taxista sino la oscuridad rodeándolos en las
avenidas mal iluminadas, la posibilidad de que la siguieran... Rezó calladamente porque nada le
pasara, por encontrar a aquella "Flor" y regresar a su casa sana y salva.
Pasando un puente, a la izquierda, entraron en una calle sin asfaltar. A ambos lados, casas de
tablones irregulares, precariamente acomodados unos sobre los otros, separándose aquí y allá para
formar puertas y ventanas flanqueaban la calle. Al fondo, vio unas cuantas casas de concreto. La de
Flor era una de las últimas. Observó desde el taxi el techo de tejas, la estructura de pequeña
hacienda de la construcción y el tosco muro que describiera Felipe.
Al entrar a la calle, miró atentamente a todos los lados. Sebastián y Felipe la alertaron sobre
aparentes transeúntes inocentes, borrachos durmiendo en las aceras, vehículos estacionados con
parejas romanceando: cualquiera de esas señales podía significar peligro, vigilancia de agentes de
seguridad. No vio nada. (Felipe tampoco vio nada, pensaba, rogando que nada anormal sucediera.)
—Aquí es —dijo al taxista.
Pagó y bajó del carro.
El timbre dejó oír un chirrido estridente. Poco después se oyeron pasos, sonido de chinelas
aproximándose.
La mujer al otro lado de la cancela de hierro, la miró. Lavinia vio sus ojos seguir al taxi que
levantando polvo salía de la calle hacia la avenida asfaltada.
— ¿Sí? ¿A quién busca? —preguntó la mujer, aproximándose a ella.
—A Flor —dijo Lavinia.
—Soy yo —dijo la mujer—. ¿Qué se le ofrece?
Lavinia extendió el papel que Felipe redactara sobre la mesa del comedor y luego doblara en
forma curiosa.
Él había dicho que, con sólo ver la forma del doblaje, Flor entendería. Sin embargo, la mujer lo
abrió y leyó antes de abrirle la puerta. La débil luz de la bujía en el alero de la casa, permitió a
Lavinia observarla; tenía el pelo oscuro ondulado, hasta los hombros; sus facciones eran morenas y
finas, debía andar cerca de los treinta años; fisonomía de enfermera adusta.
Aún conservaba el uniforme blanco. Sólo se había despojado de las medias y los zapatos,
calzaba chinelas plásticas.
—Pasa —dijo, iniciando una sonrisa que suavizó sus facciones casi módicamente.
La cancela se abrió con un ruido de sarro, de goznes clamando por aceite.
—Perdona que te hiciera esperar —dijo Flor— En estos días, hay que redoblar las precauciones.
Cruzaron un corredor de abundantes maceteros. Plantas de grandes hojas, helechos, violetas,
begonias, prestaban gracia y calor a la casa vieja y decrépita. Flor la hizo pasar a una sala
acogedora y juvenil, que hizo pensar a Lavinia en posibles equívocos con la primera impresión de
persona adusta que se había formado de ella. Había discos, libros, mecedoras, más plantas, pinturas
y un afiche de Bob Dylan en la pared. Sobre la ventana que daba al corredor, se derramaba una
enredadera de huele noche.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Sólo algunos gruesos libros de medicina en uno de los anaqueles y el modelo anatómico de
mujer, indicaban la profesión de la dueña de la casa.
—Espérame un momento —dijo Flor—. Sólo me pongo los zapatos, recojo mis cosas y nos
vamos.
Le indicó a Lavinia que se sentara y desapareció detrás de una cortina floreada. Meciéndose,
tamborileando sobre el brazo de la butaca, Lavinia esperó. Le dolía la cabeza.
Flor salió al poco rato, vestida con un traje holgado y sencillo, celeste, y un maletín de médico
en la mano. Se notaba preocupada.
Apagó luces y cerró ventanas. Lavinia la siguió hacia el pequeño garaje donde un viejo
automóvil Volkswagen estaba aparcado.
—¿Te contrachequeaste viniendo para acá? —dijo Flor, abriendo la puerta del vehículo.
—¿Qué? —preguntó Lavinia, sin entender.
—¿Chequeaste que nadie te seguía? —aclaró Flor.
—Sí, sí. No vi a nadie.
Abrumada por el cúmulo de sensaciones de las últimas horas, reaccionaba lentamente,
advenediza en ese mundo ajeno y peligroso. En nada se parecía a todos ellos, tan expertos en la
conspiración, pensó. Observó a Flor sacar el vehículo, cerró las puertas del garaje. Al igual que
Sebastián, emanaba un aire de árbol sereno.
Se le hacía irreal estar súbitamente en contacto con estos seres. Siempre los imaginó de rostros
agudos, ojos iluminados por visiones quiméricas, fanáticos, especie de samurais. Ridículos clichés
del cine, se recriminó con vergüenza. Jamás sospechó que serían seres normales, personas
corrientes.
Felipe, nada menos, resultó ser uno de ellos. Quizás era sólo su romanticismo el que atribuía a
Sebastián y Flor un aire de paz, firmeza y equilibrio. Sería su imaginación la que los dotaba de
miradas penetrantes, aunque no podía negar el matiz de camaleón de Flor que ahora, mientras subía
al vehículo y encendía el motor, ya no se parecía en nada a la enfermera de la puerta.
Dejaron las calles oscuras de los barrios orientales y salieron a la avenida que conducía al barrio
de viejos de Lavinia.
—Es una suerte que Sebastián esté bien —dijo Flor—. Yo estaba muy preocupada. No sabíamos
nada de él.
—¿Lo conoces de hace mucho? —preguntó Lavinia.
—Más o menos —dijo Flor, evasiva—. Y vos ¿sos amiga de Felipe, verdad?
—Sí. Trabajamos juntos.
—Pero no sabías nada de esto...
— No.
—Te debiste asustar...
—Nunca me lo imaginé.
—Así es esto —dijo Flor— cuando uno menos se lo imagina...
Sí, pensó Lavinia, cuando uno menos lo imagina resulta que se traspasa el espejo, se entra en
otra dimensión, un mundo que existe oculto a la vida cotidiana; sucede esto de ir en automóvil
conversando con una mujer desconocida, que ha transgredido la línea de fuego de la rebelión. Para
Flor, sin duda, las rebeliones de ella, su rebelión contra destinos casamenteros, padres,
convenciones sociales, eran irrelevantes capítulos de cuentos de hadas. Flor escribía historias con
"h" mayúscula; ella, en cambio, no haría más historia que la de una juventud de rebelde sin causa.
La miró mientras conducía. Flor hablaba. Comentaba sobre el tráfico, los semáforos. Trivialidades.
No parecía del todo nerviosa. Lavinia sintió un ribete de admiración por ella. ¿Cómo se sentiría?
pensó ¿cómo sería vivir el lado "heroico" de la vida? Recordó su vieja admiración por las hazañas
heroicas, nacida de los libros de Julio Verne. Admiración adolescente. En el mundo real y moderno
no era fácil convertirlos a ellos en seres míticos. Igual que Adrián, admirándolos por su valentía.
Debía tener cuidado, pensó. Sobre todo con Felipe tan cercano. No se le ocurriera acariciar la idea
de ser uno de ellos. Nada tenía en común con "los valientes", que sabían, como Flor, ir tranquilos
en un automóvil por la noche en medio de una ciudad de calles oscuras por donde transitaban los
FLAT (jeeps de las Fuerzas de Lucha Antiterroristas), camino a curar a un guerrillero herido, con
una persona totalmente extraña que le entregó un papel doblado.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Flor le hacía preguntas. Lavinia cedió a la tentación de hablar sobre sí misma; hablar con alguien
que la escuchaba con tanta atención, hablar con una mujer, un ser sujeto como ella a
programaciones ancestrales y que, sin embargo, vivía en un plano tan insólito de la realidad, inserta
en la conspiración como en un habitat natural, lejos de todos los preconcebidos destinos de la
feminidad. Pensó que podría preguntarle cómo era ese tipo de vida, pero el camino no fue lo
suficientemente largo.
—Aquella es la casa —dijo, señalándola.
Flor pasó frente a la casa sin detenerse, aparcándose varias cuadras más adelante, explicándole a
Lavinia que no era conveniente estacionar el vehículo en el propio lugar, no podían arriesgarse a
que los detectaran.
Caminaron. Sus pasos resonaban en las aceras vacías. Los fantasmas señoriales se ocultaban
dentro de los dormidas residencias. Algunos perros merodeaban las latas de basura.
Lavinia miraba a la mujer silenciosa, pensativa, caminando a su lado con el maletín negro de
médico en la mano. Nada sabía de Flor. Hábilmente había evadido hablar sobre sí misma. Así
funcionaban seguramente, pensó. Cuando entraron en la sala de la casa, donde esperaban los
hombres, Lavinia se preguntó si Flor habría conocido a los otros tres, los muertos, los que flotaban
en el ambiente de su casa. El periódico estaba nítidamente doblado sobre la mesa del comedor. Se
abrazaron. Primero la abrazó Sebastián y luego Felipe; un abrazo de náufragos sobrevivientes y
Flor con los ojos cerrados.
Después los tres rompieron el tenue círculo de afecto y silencio, hablando acerca del brazo de
Sebastián. Flor dijo que la mano se veía un poco hinchada. Pasaron al dormitorio con el maletín de
la enfermera.
Lavinia entró con ellos. No quería quedarse afuera, aparte, sola.
Pretextó para sí misma que quizás la necesitarían para los algodones, el agua oxigenada. No
parecieron evitar su presencia.
Se quedó de pie, mientras Sebastián, sentado en la cama, dejaba que Flor descubriera el
improvisado vendaje.
—Está bastante inflamado —dijo— ¿Le dieron algún antibiótico? —preguntó volviéndose a
Felipe.
—Sí —dijo éste— ampicilina —y le explicó la dosis.
Con precisión profesional, Flor abrió el maletín negro y sacó algodón y vendas. Lavinia no pudo
evitar el salto de su sangre cuando vio, en medio de ampolletas, jeringas y frascos, dos pistolas
negras sobre el fondo blanco. ¡Y ella había atravesado todo la ciudad con aquella mujer en el carro,
pensó, con las pistolas sólo cubiertas por la gasa y las vendas...!
—¡Ah!, qué bueno. Las trajiste —dijo Sebastián sin inmutarse. El también las había visto.
A Lavinia las dudas, los reproches la asaltaron de nuevo. Tuvo ganas de reclamarles que la
hubieran envuelto en todo eso. Pensó en el aire inocente y sereno de Flor cuando venían en el carro;
cuando le preguntó sobre Italia, los resabios del fascismo, lo que discutían los estudiantes. Ella,
ignorante del contenido del maletín, lo llevaba a sus pies todo el trayecto y hasta le ofreció a Flor
cargarlo mientras caminaban hacia la casa.
La negra silueta de las pistolas la devolvió al miedo; al miedo diluido en la curiosidad de
observarlos.
Es un esfuerzo mantener su miedo anclado, no permitir que se derrame libremente por su
sangre. El miedo es oscuro y a la vez brillante. Rodea sus pensamientos cual una red que se
atenazara hasta provocar la inmovilidad, igual que la picadura de las serpientes amarillas de
nuestras selvas. Yo sentí miedo muchas veces. Recuerdo la primera visión de las bestias sobre las
que llegaron los españoles. Al principio creímos que juntos formaban un solo cuerpo. Los
pensamos dioses del inframundo. Pero morían. Ellos y sus bestias morían. Todos éramos
mortales. Cuando por fin lo descubrimos, era tarde. El miedo nos jugó sus trampas.
Flor terminó de limpiar la herida, el corte abierto de la piel mostrando un boquete rojo. La bala
había penetrado desde atrás del brazo, donde el agujero era menor, saliendo un poco arriba del codo
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La Mujer Habitada
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en un corte irregular. Todo el área circundante, incluyendo la mano, lucía una coloración profunda.
Después de pedirle a Sebastián que realizara una serie de movimientos con el brazo —cosa que
él hizo sin ocultar el dolor que le causaba—, Flor, convencida de que la bala no había afectado
seriamente el movimiento, dijo que debía suturar la herida para asegurar la cicatrización y evitar el
peligro de una infección de graves consecuencias.
—Lavinia, podrías hervir un poco de agua, por favor —pidió. En el agua hirviente, esterilizaron
las curvas agujas de suturar. Flor las sacó, cuidadosa.
—¿Podes ayudarme? —dijo a Lavinia— en estas cosas me entiendo mejor con las mujeres. Los
hombres se ponen nerviosos.
Asintió con la cabeza. Cuando decidió su carrera, la medicina fue otra de sus posibilidades. De
adolescente devoraba las novelas sobre médicos y hospitales. Pero la oposición del padre fue
rotunda. Demasiados años de estudio, argumentó. Se quedaría solterona, decía, o, en el mejor de los
casos, el marido la abandonaría ante las salidas a atender emergencias a medianoche.
Ayudó a Flor a disponer sobre la cama lo que iba a necesitar, extendiendo una toalla limpia. Las
manos finas y pulcras de la enfermera trabajaban eficientemente pasando el hilo negro de un lado al
otro de la herida, juntando la piel. Debía dolerle, pensó Lavinia, pero Sebastián apenas si contraía la
cara. Sólo su cuello dejaba ver la tensión; los finos haces de las venas resaltando cual delgados
cables en la nuca.
Felipe observaba en silencio la operación. De vez en cuando hacía bromas para distraer a
Sebastián.
Sosteniendo la toalla con los instrumentos, Lavinia tenía la sensación de vivir una vida que no le
pertenecía. "Es irreal", se decía; le era inconcebible el hecho de encontrarse en su propia habitación
(los discos, el colchón en el suelo, las mantas de colores ovilladas en la esquina) y ver las manos de
Flor atravesando y volviendo a atravesar la piel de Sebastián con el hilo de suturar.
A excepción de Felipe, estas personas le eran totalmente desconocidas. Podrían haberse cruzado
por la calle y ella no los hubiera mirado; quizá sólo habría compartido el instante transeúnte,
efímero, en que uno encuentra los ojos de otro ser humano en la multitud y las miradas se cruzan
como barcos lejanos en la niebla, y los rostros desaparecen sin dejar rastro, perdidos para siempre
al llegar a la esquina y distraerse los ojos en los dulces colores de la batea apoyada sobre las piernas
de la mujer vendedora de cajetas.
Jamás hubiera imaginado esta noche con ellos, pensó, el calor espeso de marzo, el silencio de
camaradería, de preocupación por el brazo de Sebastián, por el sufrimiento de Sebastián. Algo se
había creado entre ellos; intimidad, como si los conociera desde hacía mucho tiempo. El tejido del
peligro, la muerte rondando afuera en las avenidas quietas y oscuras, agazapada, los hacía una
familia, un grupo humano necesitándose para la sobrevivencia; los hombres de las cavernas
adivinándose en la oscuridad, sintiendo afuera la respiración de los bisontes. Levantó la cabeza,
alerta al ruido proveniente de la calle. Era sólo un automóvil. Se miraron los cuatro y continuaron
en silencio observando a Flor. No necesitaban saber mucho los uno de los otros, pensó Lavinia. La
preocupación se encargaba de las convenciones; los ojos sintonizaban la misma frecuencia; la
vulnerabilidad y la fuerza convivían lado a lado, alternándose en flujos y reflujos, marea de un mar
en el que nadaban juntos, náufragos de este instante, esta pompa de jabón.
Flor concluyó. Sebastián miró su brazo, el diseño negro de crucetas de las puntadas. Felipe tomó
a Lavinia suavemente por los hombros y timoneó su cuerpo fuera de la habitación.
—Deberías acostarte en el otro cuarto —dijo Felipe, cuando ya estaban afuera—. Ya no te
preocupes más. Nosotros tenemos que hablar sobre el traslado de mañana. Se hará tarde. Es mejor
que durmás un poco.
—Felipe —dijo Lavinia—, si es necesario, Sebastián puede quedarse. No quisiera que le pasara
nada por sacarlo de aquí...
—Gracias —sonrió Felipe— pero no creo que sea conveniente. La movilidad es importante en
situaciones como esta. No sabemos si realmente nadie delató a Sebastián, no sabemos si lo andan
buscando. Tal vez no dijeron nada para que bajáramos la guardia y nos delatáramos...
Le dio un beso paternal en la frente y desapareció tras la puerta del dormitorio.
Ella se tendió sobre el colchón con olor a sueño viejo de la otra habitación de la casa.
Se tendió boca arriba, vestida, con la luz apagada. Las sombras de los objetos guardados en el
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La Mujer Habitada
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cuarto la rodeaban como iconos silentes; las voces submarinas desde el otro cuarto se deslizaban
ininteligibles, por la ranura de la luz debajo de la puerta del baño.
Pensó que debía dormirse, no pensar más en ellos; no pensar en la posibilidad de que Sebastián
aceptara quedarse. No supo por qué lo ofreció, cómo salieron las palabras de su boca; quizás
porque le daba pena que se fueran, verlos abandonar esta isla, la isla donde habían estado juntos
como si se conocieran desde tiempo atrás. Por eso lo dijo, pensó, aunque no fuera razonable,
aunque mañana, sin duda, se arrepentiría, le daría miedo otra vez. Pero no pensaría en nada, se dijo,
se dormiría. Casi no había dormido.
Se sintió sola. Felipe estaba con ellos, les pertenecía; se pertenecían los tres. Sólo ella estaba en
el cuarto vacío, inmerso en un vaho denso de imágenes y pensamientos que no la dejaban
resbalarse hacia el sueño. Trató de borrarlos pensando en el mar. Cuando no podía dormir, pensaba
en el mar.
Caminaba en la playa, escuchando las gaviotas, las olas soltaban su rizada cabellera blanca; ella
andaba sobre la playa desierta con una leve túnica de gasa. Y el batir de alas, el vuelo. Volaba otra
vez. Su abuelo le hacía gestos mientras la inmensidad del mar se empequeñecía en el ancho
espacio.
Cuando abrió los ojos al día siguiente, la claridad entraba por la alta ventana. A su lado,
totalmente vestido, Felipe fumaba un cigarrillo.
—Ya se fueron —dijo.
Lavinia se sentó en el colchón. Se frotó los ojos. "Ya se fueron", pensó. "Ya pasó el miedo" y
sintió ganas de llorar.
—Ahora deberíamos bañarnos e irnos a trabajar —continuó Felipe—. Me encargaron que te
diera las gracias. Dicen que fuiste muy valiente.
Ella no dijo nada. Se levantó y recogió las sábanas, doblándolas cuidadosamente sin saber por
qué. Regresarían al trabajo. Sebastián y Flor se habían ido. Volvería la normalidad. No había
pasado nada. Todos sanos y salvos. Respiró hondo para controlar las ganas de llorar.
Felipe la miraba expectante. "Pensará que ahora todo terminará entre nosotros", pensó, entrando
sola en el baño de su habitación. Cerró los ojos bajo la ducha, dejando que el agua cayera en un
chorro fuerte sobre su cabeza. Tenía la sensación de estar convaleciendo de una larga enfermedad.
Cuando salió, Felipe terminaba de arreglar el cuarto. Las sábanas ensangrentadas estaban
nítidamente apiladas sobre la cama.
—Sería mejor botarlas —sugirió Lavinia, mientras se vestía. Felipe fumaba otro cigarrillo de pie
al lado de la ventana.
—Es peligroso —dijo Felipe—. Las pueden encontrar y usarlas como pista. Es mejor dejarlas
escondidas; en alguna parte y lavarlas cuando estés sola. Yo te puedo ayudar.
Las escondieron en lo alto del closet, detrás de las maletas viejas.
Antes de salir, Lavinia recorrió la casa cerrando puertas y ventanas.
—Espero que Sebastián no tenga más problemas —le dijo a Felipe antes de salir, asaltada de
pronto por el remordimiento, la vehemencia con que había deseado que se fuera para recuperar la
calma de su casa, los días intranscendentes, la bendita rutina.
—Esperemos que no. Gracias —y la abrazó. Lavinia lo abrazó fuerte. Le daba pena verlo
preocupado, observándola, temiendo que ella le dijera que no quería volver a verlo.
—Te quiero —susurró. Y pensó que, a pesar de todo, no podría dejarlo.
Lavinia pasó el día envuelta en una rara y tranquila felicidad. La rutina de los planos, los
dibujantes inclinados sobre sus mesas de dibujo, Mercedes contoneándose por la oficina, el café
humeante sobre su escritorio, le semejaban acontecimientos. Experimentaba la sensación de haber
retornado de un largo viaje. Durante el día recordó varias veces a Flor y Sebastián. Le parecieron
tan lejanos que el recuerdo era ya nostalgia. Pensó en el discurso del zorro en El Principito, lo de
los vínculos. En tan corto tiempo, les había tomado afecto. No quería que nada malo les sucediera.
Si algo les llegara a suceder sentiría una profunda pena, se dijo. No la pena que se siente por dos
personas casi desconocidas. Porque algo químico se había producido entre ellos; una cierta
complicidad en las miradas, un sentirse cercanos. La solidaridad del peligro.
Pero era mejor que el tiempo hubiese doblado ya la esquina, poder recordar el momento
sabiendo que formaba parte del pasado. No se sentía capaz de volver a vivir nada semejante.
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Cuando regresó a la casa, la encontró limpia. Era miércoles. Lucrecia había llegado. Encendió
las luces del patio. Miró el naranjo cargado de frutos. Se sirvió un trago y se dejó caer en la
hamaca.
Estuvo así un largo rato, escuchando la música, sintiendo el fresco de la noche, atesorando la
calma. Sólo al levantarse para llamar por teléfono a Sara, a Antonio, tuvo un momento de
desasosiego. Aquí estaba su ansiada normalidad y, sin embargo, sentía como si su casa y su vida se
hubieran vaciado de repente. Con el auricular en la mano, fumando un lento cigarrillo, imaginó la
conversación intranscendente a punto de suceder y se preguntó qué era lo que realmente amaba de
esta "tranquilidad"; ¿sería que realmente la amaba o era que la noción de independencia, de mujer
sola con trabajo y cuarto propio, eran opciones incompletas, rebeliones a medias, formas sin
contenido?
Ahora nada sucedería, pensó; podía predecir sus días uno tras otro.
Este espacio era una isla, una cueva, un encierro benevolente de estatua ciega en un jardín
romano: el dominio de la soledad, su más brillante conquista. Aquí podría permanecer mientras el
mundo se desataba en lluvia y Sebastián y Flor y Felipe y quién sabe cuántos más estaban allá
afuera peleando contra molinos de viento, con su aire de árboles serenos.
Está detenida en el umbral de las preguntas. No se responde. Sólo yo que estoy aquí, oculta,
puedo soñar, vislumbrar conjunciones, caminos que se bifurcan. Sólo yo siento los imperativos
de la herencia, mientras ella intuye vuelcos en su corazón, sin poder nombrarlos.
Los españoles decían haber descubierto un nuevo mundo. Pero nuestro mundo no era nuevo
para nosotros. Muchas generaciones habían florecido en estas tierras desde que nuestros
antepasados, adoradores de Tamagastad y Cippatoval, se asentaron. Éramos nahuatls, pero
hablábamos también chorotego y la lengua niquirana; sabíamos medir el movimiento de los
astros, escribir sobre tiras de cuero de venado; cultivábamos la tierra, vivíamos en grandes
asentamientos a la orilla de los lagos; cazábamos, hilábamos, teníamos escuelas y fiestas
sagradas.
¿Quién podrá saber cómo sería ahora todo este territorio si no se hubiera dado muerte a
chorotegas, caribes, dinones, niquiranos... ?
Los españoles decían que debían "civilizarnos", hacernos abandonar la "barbarie". Pero
ellos, con barbarie nos dominaron, nos despoblaron.
En pocos años hicieron más sacrificios humanos de los que jamás hiciéramos nosotros en la
historia de nuestras festividades.
Este país era el más poblado. Y, sin embargo, en los veinte y cinco años que viví, se fue
quedando sin hombres; los mandaron en grandes barcos a construir una lejana ciudad que
llamaban Lima; los mataron, los perros los despedazaron, los colgaron de los árboles, les
cortaron la cabeza, los fusilaron, los bautizaron, prostituyeron a nuestras mujeres.
Nos trajeron un dios extraño que no conocía nuestra historia, nuestros orígenes y quería que
lo adoráramos como nosotros no sabíamos hacerlo.
¿Y de todo eso, qué de bueno quedó?, me pregunto. Los hombres siguen huyendo. Hay
gobernantes sanguinarios. Las carnes no dejan de ser desgarradas, se continúa guerreando.
Nuestra herencia de tambores batientes ha de continuar latiendo en la sangre de estas
generaciones.
Es lo único de nosotros, Yarince, que permaneció: la resistencia.
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Capít ulo 8
LEVANTÓ LOS ojos del plano y miró el paisaje al atardecer, el cielo enrojecido por las quemas
de abril.
Le dolía el vientre y estaba cansada. Se ponía así con la menstruación; sensible, lánguida.
Hubiera querido estar en otra parte, en otro tiempo, pensó, ser una dama del siglo XVIII, amiga o
amante de alguno de los poetas románticos, derrumbada, leve, junto a la chimenea en un mes de
abril invernal. Pero nada romántico le sucedía últimamente.
Estaba de mal humor. Hacía poco, Felipe había entrado a explicarle por qué no le fue posible
llegar el día anterior a su casa: una reunión urgente, no pudo avisarle, no había teléfono en el lugar.
Ella lo esperó toda la noche. Primero, vestida, arreglada, con el pelo bien cepillado, leyendo la
impaciencia en un libro cualquiera. Después, acostada, despierta aún en la madrugada, temerosa de
dormirse y no oír los golpes en la puerta, hasta que el sueño finalmente la venció.
Desde los días de Sebastián, Felipe evadía hablar con ella sobre el Movimiento. Se había
convertido en un tema tabú entre ellos. A las preguntas de Lavinia, deseos de entender, débiles
intentos de aproximarse, respondía con evasivas, con aire paternal. Al principio a ella le vino bien.
No sabía qué habría podido pasar si Felipe hubiera intentado involucrarla en el Movimiento
inmediatamente después de lo acontecido. Le tomó semanas recuperarse del impacto, sobreponerse
a las dudas de si continuar o no su relación con él, volver a sentir pleno el espacio de su casa,
productiva su soledad, satisfactoria la amistad de los de siempre; volver a asumir su relación con
Felipe a pesar de...
Muy dentro de ella, sin embargo, no lograba comprender la actitud de él; le producía rechazo.
Felipe había aceptado con demasiada mansedumbre sus miedos, sus argumentos de que era mejor
mantener cada cosa en su lugar: no contaminar la relación con discusiones o acciones que eran
propias de opciones individuales... Había permanecido receptivo a la andanada de razones que ella
le esgrimiera, cuando temerosa de que él intuyera la vulnerabilidad de sus dudas, lo sentó las
noches siguientes a la partida de Sebastián, en el corredor junto al naranjo, lanzándole argumentos
tras argumentos para convencerlo de que desistiera de un empeño que él ni siquiera había intentado.
Recordó cómo Felipe la había escuchado silencioso, asintiendo; de acuerdo con ella en todos los
puntos planteados.
—Sé que no podemos nadar juntos —había dicho él por fin—. Vos sos la ribera de mi río. Si
nadáramos juntos, ¿qué orilla nos recibiría?
Admitió —para desmayo de Lavinia— necesitar el oasis de su casa, de su sonrisa, de la tranquila
certeza de sus días.
"Lo de Sebastián fue una emergencia. No lo hice para involucrarte. Créemelo", le decía.
Convencerlo de desistir había sido, pensaba Lavinia, excesivamente fácil. Era evidente que
Felipe no deseaba en lo absoluto verla involucrada y ella, sin sospecharlo, le había allanado el
camino.
No era lógico, pensaba Lavinia. Lo lógico habría sido que él intentara compartir con ella lo que
daba sentido y propósito a su vida. Que lo intentara, aun cuando ella insistiera en negarse.
En el fondo, culpaba a Felipe de su propio miedo, de que no la ayudara a luchar contra el agudo
temor que la posibilidad de involucrarse le producía (aunque Sebastián había dicho que era
valiente, y a ella le hubiera gustado creer aquello) y que más bien lo atizara con relatos terribles de
torturas y persecuciones. O sería su espíritu de contradicción, pensaba, porque tampoco estaba
segura que el intento de parte de Felipe de reclutarla no la hubiera apartado, puesto en guardia,
ahuyentado, no sólo del Movimiento, sino de él mismo.
Últimamente Lavinia no se entendía. No entendía por qué le producía mal humor que Felipe no
le hablara del Movimiento. Ella no quería estar en el Movimiento, se repetía. Y, sin embargo,
hablar, preguntar sobre eso, se le había convertido en una atracción irracional. Una constante
tentación, una incitación inexplicable. Y jamás imaginó a Felipe refrenándola, conteniéndola,
negándole el conocimiento.
Lo único cierto era que estaba confundida. Se sentía sola aun cuando él la acompañara; sola con
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una soledad existencial, cámara de vacío.
Estaba con un hombre que pertenecía a propósitos que en nada se parecían a los suyos. Un
hombre que, obviamente, la consideraba tan sólo un "remanso amable" de su vida. Un hombre que
podría desaparecer cualquier día, tragado por la conspiración. Debía dejarlo, pensaba. Pero no
podía. Si antes la atraía, ahora la atracción era doble. El halo de misterio y peligro la atraía muy a
su pesar. No quería quedarse al margen pero tampoco se atrevía a dar el salto mortal. Quizás si él
insistiera lo consideraría. A veces deseaba que lo hiciera. Se preguntaba si no debía ella darle más a
la vida que independencia personal y cuarto propio. Pero Felipe evadía toda referencia y
últimamente casi no lo veía.
La ciudad estaba alborotada de protestas. El Gran General había ordenado el alza de los precios
del transporte colectivo y la leche. La población, azuzada por grupos de estudiantes y obreros, se
lanzaba en manifestaciones, mítines nocturnos en los barrios. Además de protestar por los nuevos
precios, la gente exigía la liberación de un profesor acusado de colaborar con el Movimiento, quien
había iniciado una huelga de hambre en la prisión.
En la universidad se quemaban buses, se organizaban fogatas por la noche; el Gran General
había ordenado la censura de prensa: el clima de las calles era bélico y fogoso.
Felipe participaba de aquellas revueltas, estaba segura; mientras a ella no le quedaba en esos
días, nada más que esperarlo luchando en su interior, tratando de no sentir que el amor se convertía
en angustia y opresión.
No quería hacer de Felipe el centro de su vida; devenir en Penélope hilando las telas de la noche.
Pero aun a su pesar, se reconocía atrapada en la tradición de milenios: la mujer en la cueva
esperando a su hombre después de la caza y la batalla, amedrentada en medio de la tormenta,
imaginándolo atrapado por bestias gigantescas, herido por el rayo, la flecha; la mujer sin reposo,
saltando alerta al escuchar el gruñido llamándola en la oscuridad, gruñendo, también, sintiendo
júbilo en su corazón al verlo regresar a salvo, contento de saber que al fin comería y estaría caliente
hasta el día siguiente, hasta que de nuevo el hombre saliera a cazar, hasta el próximo terror, el
miedo, la foto en el periódico, la respiración de las fieras.
Penélope nunca le simpatizó. Quizás porque todas las mujeres, alguna vez en su vida, se podían
comparar con Penélope. En su caso, no era asunto de temer que Ulises no se tapara los oídos a los
cantos de sirenas, como sucedía con la mayor parte de los Ulises modernos. El problema de Felipe
no eran las sirenas; eran los cíclopes. Felipe era Ulises luchando contra los cíclopes, los cíclopes de
la dictadura.
Y el problema de ella, moderna Penélope a su pesar, era sentirse encerrada en la casilla limitada
de la amante, sin otro derecho al conocimiento de la vida que el de su propio cuerpo; la abundante
sensualidad compartida, los pétalos de vergüenza que Felipe deshojaba cada vez que entraba más y
más profundamente en su intimidad, arrodillándose para abrirle las piernas y mirar su sexo húmedo,
bebérselo copa de polen, abeja detenida sobre la corola de la flor, sorbiendo el perfume salobre
hasta que ella aflojaba los goznes de la puerta, le entregaba los pasillos subterráneos, los fosos del
castillo rodeando la pequeña torre del placer que la boca de él asediaba con su ejército de lanzas,
rindiéndole todas las pieles, metiéndose en su vientre hasta que la ola final los arrojaba jadeantes,
vencidos, en el maullido de la claudicación.
Pero ella no podía penetrarlo. No podía siquiera recriminarle su actitud, su deseo de confinarla,
de guardarla para crearse la ilusión del oasis de palmeras. No podía reclamarle que la utilizara para
satisfacer su necesidad de hombre común y corriente de tener un espacio de normalidad en su vida:
una mujer que lo esperara. Hacerlo significaría tomar una decisión para la cual no estaba ni
convencida, ni madura; o dejarlo de una vez. No se decidía por las alternativas y la falta de
decisiones la sometía a la espera.
En balde, pensó Lavinia, los siglos habían acabado con los espantos de las cavernas: las
Penélopes estaban condenadas a vivir eternamente, atrapadas en redes silentes, víctimas de sus
propias incapacidades, replegadas, como ella, en Itacas privadas.
Sintió rabia contra sí misma. Últimamente era el sentimiento que predominaba. No tenía humor
siquiera para ver a Antonio, Florencia y los demás, que se cansaban de llamarla. El mundo de ellos
se había empequeñecido, nublado por los conflictos que ella no osaba resolver.
La noche había descendido a su alrededor. La oficina se había quedado silenciosa y oscura. El
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La Mujer Habitada
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sonido de la quietud, rompió su ensimismamiento. Se sobresaltó de estar allí, sola, tan tarde.
Salió rápidamente, recogiendo su bolso, atravesando asustada los pasillos, hasta llegar al
ascensor, a la calle donde finalmente se despojó de la extraña sensación de trampa y encierro.
"Son apenas las siete de la noche" pensó, mirando su reloj mientras caminaba al parque a buscar
su automóvil recién comprado. No quería irse a su casa pero tampoco sentía deseos de visitar a Sara
o al grupo. La imposibilidad de compartir sus dudas con ellos aumentaba la sensación de soledad.
Recordó lo mal que se sintiera el domingo anterior, en el paseo a la finca propiedad del padre de
Florencia. Le había dado por sentirse incómoda frente a los campesinos que observaban al grupo de
jóvenes ricos de la ciudad. No pudo apartar de sus pensamientos las imágenes de Sebastián y Flor.
No pudo dejar de preguntarse qué pensarían si la vieran en esas algarabías de muchachos mimados.
Y le sucedía con frecuencia. Veía a Sebastián y Flor como en un filme. Era como si la irrupción
de aquel episodio en su vida se hubiese convertido en una fractura resquebrajando el orden de un
mundo tan aparentemente inalterable. ¿Por qué la alteraría tanto?, se preguntó. Hasta sus sueños
habían invadido. Soñaba con guerras y hombres y mujeres morenos.
Se le estaba convirtiendo en un tema obsesivo, un vértigo cuya atracción resistía.
Se debate con las contradicciones. Uno y otro día la he sentido bambolearse sin poder
evadirse, sin poder huir, asomándose como quien contemplara un precipicio. No sé si debo
insistir. No sé si puedo. No me son claras aún las relaciones. Sé que ciertas imágenes de mi
pasado han entrado a sus sueños; que puedo espantar su miedo oponiéndole mi resistencia. Sé
que habito su sangre como la del árbol, pero siento que no me está dado cambiar su sustancia, ni
usurparle la vida. Ella ha de vivir su vida; yo sólo soy el eco de una sangre que también le
pertenece.
Lo peor era no poder hablar con nadie de todo aquello, no poder discutir sus sentimientos, sus
dudas. Las conversaciones con Sara habían adquirido una calidad etérea, de realidades a medias.
Lavinia no podía siquiera mencionarle su insatisfacción en la relación con Felipe, sin explicar las
razones. Por otra parte, tampoco podía responder a las preguntas de Sara sobre planes y
expectativas habituales en relaciones de pareja, aun cuando este aspecto era más fácil de justificar
con criterios de "modernidad". Lavinia pensaba en cuan paradójico era para ella desear ahora
seguridad y estabilidad, lo tradicional, en una relación que no permitía más futuro que el instante.
Felipe le había advertido las posibilidades de tener que "pasar a la clandestinidad" en algún
momento. Ella le respondió citando un soneto de Vinicius de Moráis, el poeta y músico brasileño,
sobre el amor: "Que no sea inmortal puesto que es llama, pero que sea eterno mientras dure",
defendiendo la belleza del instante, de vivir el presente. Pero había que reconocer lo difícil que era
vivir con el futuro sumido en la incertidumbre, sin ser parte del propósito, sin poder compartir las
inseguridades con nadie.
No le quedaría más remedio que guardarse sus dudas, pensó, mientras entraba en el olor a nuevo
de su automóvil. Arrancó el motor sin saber qué rumbo tomar; pensando en ir a dar vueltas, subir
por la carretera; disipar la sensación de abismo, de soledad, de quedarse en terreno de nadie, sin
remedio.
Recorrió calles y avenidas, añorando a su tía Inés, añorando un ser humano que la entendiera,
con quien poder hablar.
La imagen de Flor, el pelo ondulado, las facciones morenas, la empatía de una mujer a mujer
sentida la única noche que estuvieron juntas, se le vino a la cabeza con el fulgor de un faro lejano.
Pero... ¿debía ir?, pensó. La noche que ella estuvo en su casa ni siquiera se despidieron. Flor no
era una persona sin complicaciones de esas que uno conocía y podía visitar a voluntad, sin tener
siquiera que llamar por teléfono. Pertenecía a otro mundo. Pero, ¿por qué no?, se decía, si ella
considera que no es conveniente que la visite, me lo dirá sin duda, argumentaba consigo misma.
Decidida, Lavinia giró el timón a la derecha, alejándose de la carretera que estaba a punto de
tomar, concentrando su atención en hacer memoria de la dirección de la casa.
Tomó el rumbo de los barrios orientales. Los viejos buses destartalados recogían gente en las
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paradas; hombres y mujeres con los rostros confundidos en la noche, se aglomeraban con aire de
cansancio bajo las casetas de vibrantes colores con anuncios de jabón, café, ron, pasta de dientes.
"Pude haber sido cualquiera de ellos", pensó desde el mullido asiento de su carro; "de haber
nacido en otra parte, de otros padres, yo podría estar allí, haciendo fila para el bus esta noche."
Nacer era un azar tan terrible. Se hablaba del miedo a la muerte. Nadie pensaba en el miedo a la
vida. El embrión ignorante toma forma en el vientre materno, sin saber qué le espera a la salida del
túnel. Se crea la vida y sin más, se nace. "Menos mal que no somos conscientes, entonces" pensó.
Porque uno podía nacer al amor o al desamor; al desamparo o la abundancia; aunque ciertamente la
vida misma no era responsable, el principio vital hacía su trabajo de unir al óvulo y el
espermatozoide; eran los seres humanos los que creaban las condiciones en los que la vida seguía
su curso. Y los seres humanos parecían marcados por el destino de atropellarse unos a otros,
hacerse difícil la vida, matarse.
"¿Por qué seremos así?", pensaba, cuando llegó a la esquina cercana al puente; una esquina
donde se alojaba un establecimiento comercial, especie de pulpería grande, con el rótulo: "Almacén
la Divina Providencia". ¿Cómo no recordarlo?, sonrió.
Dobló a la izquierda y encontró el puente, la entrada a la calle de Flor.
De nuevo la asaltaron las dudas; dudas sobre el recibimiento que le dispensaría Flor. Pero ya
estaba tan cerca, se dijo. No podía permitir que las dudas la poseyeran, congelaran todos sus actos.
No podía permitirse perder la seguridad en sí misma de la que, desde adolescente, se sintió tan
orgullosa.
Las ruedas entraron al camino sin asfaltar. Reconoció las viviendas de madera. Algunas tenían
ahora las puertas abiertas. Mirando a través de ellas se divisaba toda la casa: la única habitación, el
fogón al fondo, la familia sentada en sillas de madera, afuera, tomando el fresco de la noche. Niños
jugando descalzos.
Aparcó el carro al lado del tosco muro de la casa de Flor. Vio que el carro de ella estaba en el
garaje y había luz en la casa. El timbre dejó oír su chirrido y de nuevo Lavinia oyó el sonido de las
chinelas aproximándose. Mentalmente rogó que Flor la pudiera recibir. Flor se acercó a la puerta y
su rostro se mostró agradablemente sorprendido cuando la vio.
—Hola —le dijo, abriendo el candado de la cancela— ¡qué sorpresa!
—Hola —dijo Lavinia—. Antes de entrar, quería preguntarte si está bien que te visite... no sabía
si hacerlo o no...
—Ya que estás aquí —dijo Flor— no seas tan ceremoniosa; pasa adelante.
Y le sonrió cálida.
Entraron en la sala; el afiche de Bob Dylan en la pared.
—¿Querés café? —preguntó Flor—. Lo tengo listo.
—Bueno, gracias —dijo Lavinia.
Flor entró tras la cortina floreada. Lavinia se sentó en la mecedora, balanceándose y
encendiendo un cigarrillo para dar tiempo al regreso de Flor con el café. Miró los estantes de libros:
Madame Bovary, Los condenados de La tierra, Rajuela, La náusea, Mujer y vida sexual... títulos
conocidos y desconocidos... Lecturas poco usuales en una enfermera. ¿Quién sería esta mujer?, se
preguntó.
Esa que regresaba con dos pocilios esmaltados que puso sobre la mesa.
—¿Y cómo es que se te ocurrió visitarme? —dijo Flor, revolviendo el azúcar en el café,
mirándola con su mirada de árbol.
—Pues no sé cómo se me ocurrió —respondió Lavinia, ligeramente intimidada— tenía
necesidad de hablar con alguien... Pensé que tal vez no era lo más indicado; aparecerme aquí sin
más, pero también pensé que vos me lo dirías...
—Bueno, usualmente es mejor que no vengas así, sin avisar —dijo Flor— ¿Pero no tenías dónde
avisarme, de todas formas, verdad? Así que no nos preocupemos de eso ahora. Ya estás aquí, y me
da mucho gusto volver a verte.
¿Y qué diría ahora, pensó Lavinia, cómo empezar a hablar, qué era lo que necesitaba hablar?
—¿Cómo está Sebastián? —preguntó, por decir algo. Flor dijo que estaba bien. Se había
repuesto mejor de lo que ella esperaba. Podía mover bien su brazo. No se había infectado.
—La verdad —dijo Lavinia— es que no sé por qué vine. Me sentí sola. Pensé en vos, en que vos
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me entenderías.
Flor la miraba dulcemente, animándola con la mirada a seguir, pero sin ayudarle mucho en la
conversación.
—Siento que estoy en terreno de nadie —dijo Lavinia—. Estoy confundida.
—¿Y no hablas con Felipe?
—Últimamente lo veo poco. En las noches, no hago nada más que esperarlo, por si aparece. Me
siento como Penélope. Flor rió.
—Debe andar ocupado, ¿no? —dijo.
—O sea —dijo Lavinia— que, ¿con cualquier hombre que uno esté, sea guerrillero o vendedor
de refrigeradores, el papel de una mujer es esperarlo?
—No necesariamente —dijo Flor, sonriendo de nuevo—, depende de lo que uno, como mujer,
decida para su vida.
—¿Y vos cómo llegaste a decidir ser lo que sos? —preguntó Lavinia.
Entre sorbos de café, gestos expresivos y silencios de nostalgia, Flor le relató su historia. Ella
también había tenido un tío definitorio, le dijo; pero no en el sentido positivo de la tía Inés de su
historia. El tío de ella se la había llevado del rancho perdido en la montaña, donde vivía con su
madre y sus hermanos analfabetos, a "educarla" en la ciudad. Era un hombre que hizo fortuna
durante el apogeo del café, solterón y degenerado. La llevó en viajes al extranjero a conocer
museos y gentes inquietas y estrafalarias. "Me adoptó, prácticamente", decía Flor, "pero no con
buenas intenciones". Ya ella había notado cómo la miraba cuando, entrando en la adolescencia, la
observaba bañarse en el río. "Esperó que yo creciera para convertirme en su amante. Aquí donde
me ves, yo dejé en San Francisco la virginidad", dijo Flor, fumando y sorbiendo café con expresión
inexpugnable.
Ella lo odiaba, siguió diciendo. Y para contrariar su lujuria, entró a la universidad y se dedicó a
coquetear y acostarse con quien estuviera dispuesto a hacerlo ("nunca faltaban", añadió, mirando a
Lavinia casi desafiante). El único que no había estado dispuesto fue Sebastián. Flor recordó cómo
la había confrontado; cómo la zarandeó para lograr que ella viera el proceso de autodestrucción en
que se había empeñado, confundiendo la rabia visceral contra el tío con el odio contra sí misma.
"Me resistí", dijo, "pero empecé a pensar, a llorar". Y, entre encontronazo y llanto con Sebastián,
continuó Flor, sucedió que un día la guardia allanó la universidad. "Esconde esta pistola en tu
bolso", recordó que le dijo Sebastián en el momento espantoso en que oyeron las sirenas
acercándose al mitin, cuando la discusión rompió en golpes de un bando estudiantil contra el otro.
"Salí rápido. Te vas a tu casa. Espérame que llego en la noche", le dijo. Salió atolondrada, relataba
Flor, deslumbrada de que él pudiera confiar en ella; que no pensara que podía denunciarlo si la
agarraban con la pistola en el bolso. "Confió en mí, y me hizo pasar uno de los peores momentos de
mi existencia", añadió. Horas después, Sebastián había aparecido en la casa de ella como si nada,
reclamando la pistola que guardaba en la gaveta de ropa interior. Sin mucho preámbulo, la
convenció de dejar la casa del tío, comprar con dinero ahorrado esta casa donde ahora vivía y
colaborar de lleno con el Movimiento.
"Me convenció su confianza" —dijo Flor—. "O la aceptaba o seguía siendo la cosa ridícula que
era, supuestamente para vengarme del tío."
Después había tenido que atravesar incontables pruebas de fuego; convencerse de que el
Movimiento no era —y así se lo decía Sebastián constantemente— un grupo de "terapia
sicológica"; que no debía verse únicamente como un mecanismo para tener algo "por qué vivir";
logró por fin, no sólo reconciliarse consigo misma, sino asumir una responsabilidad colectiva. "Si
tan sólo para que ninguna madre campesina tenga que 'regalar' a sus hijos a parientes ricos,
creyendo que sólo así logrará hacerlos alguien", dijo.
Flor recostó la cabeza contra el espaldar de la silla. Lavinia había escuchado en silencio su
relato, conmovida; asombrada de que Flor hubiese confiado en ella.
—No fue fácil —añadió Flor—. Estas decisiones nunca son fáciles. Sólo que a veces las cosas
suceden y lo encuentran a uno en el momento preciso... pero nadie decide por uno. Tu problema no
es Felipe.
—Yo sé —dijo Lavinia, defensiva— pero me parece que él tiene alguna responsabilidad, siendo
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como es, la persona más cercana a mí.
—Obviamente, lo que él quiere es el "reposo del guerrero" —sonrió Flor— la mujer que lo
espere y le caliente la cama, feliz de que su hombre luche por causas justas; apoyándolo en silencio.
Si hasta el Che Guevara decía, al principio, que las mujeres eran maravillosas cocineras y correos
de la guerrilla, que ese era su papel: "Esta lucha es larga”.
—Pero yo no quiero ser solamente la ribera de su río... —dijo Lavinia.
—Pues, si querés, yo te puedo dar algunos materiales para que conozcas mejor qué es y qué
pretende el Movimiento —dijo Flor—. Así no tendrás que recurrir a él, si eso es lo que te inquieta;
así vas a poder tomar tus propias decisiones. Así lo podrás esperar en la tal "ribera de su río", con
un arco y una flecha.
Lavinia rió y rió. La risa le sacó lágrimas de los ojos. Ni ella misma sabía por qué la súbita
carcajada naciéndole del pecho, incontenible, borboteando risa: visiones de mujer tensando el arco,
divertida, juguetona, esperando ver surgir del agua, la cabeza del hombre.
Se calmó con dificultad.
No sabía si encontraría en los materiales las respuestas, dijo Lavinia, pero estaba bien; los leería.
Felipe se merecía un flechazo.
—Cuidado —dijo Flor—. Esto es un asunto tuyo, no de Felipe. Salió de la casa de Flor con los
"materiales" en el bolso. ¿Era eso lo que había llegado a buscar?, se preguntó. Estuvo a punto de
decirle a Flor que no, que no se los diera. Ella no era para eso, no se sentía capaz, el miedo; pero no
pudo negarse. Había ido ya demasiado lejos. Sin saber por qué, había estado coqueteando con la
idea, persiguiéndola como gato tras su propia cola. A fin de cuentas, al menos tenía que aclararse
consigo misma; saber si su inquietud era legítima o sólo su manera de disfrazar el desencanto de
que Felipe no la incorporara a lo que ella consideraba era algo tan fundamental en su vida.
Debía cuidar los materiales. Si la descubrían con ellos podía caer presa, había dicho Flor,
entregándole varios folletos impresos en mimeógrafo: la historia del Movimiento, su programa y
estatutos, las medidas de seguridad (no estaba mal que las conociera —dijo— sobre todo por su
reciente experiencia con lo de Sebastián). Después de leerlos, Lavinia debía devolvérselos.
Apretó el bolso al entrar al carro, lo puso cerca de ella, a su lado, sobre el freno de emergencia.
Flor la despedía desde la puerta levantando la mano. Lavinia pensó otra vez en los árboles; hasta la
voz de Flor, al final, cuando le daba instrucciones sobre los materiales, crujía un poco, como
alguien caminando sobre hojas.
Encendió el motor y salió hacia la avenida. Avanzaba a través de la noche rumbo a su casa,
cuando vio la patrulla de policía en la esquina. El corazón le dio un vuelco. La circulación de la
sangre la invadió de calor. Apretó el timón, bajó la velocidad y rogó a todos los santos que no la
detuvieran. "¿Qué he hecho? ", pensaba, acalorada. ¿Y si el policía, mientras le pedía la licencia,
veía los papeles en su bolso? ¿Y si notaban su nerviosismo?
Pasó al lado de los policías, despacio, sin mirarlos. No la detuvieron. Siguió su camino. Apenas
podía controlar el temblor de las piernas, las ganas de llorar.
"Esto no es juguete", pensó mientras tocaba y volvía a tocar el bolso con los papeles; mientras se
cercioraba de que nada irremediable había sucedido. "No es una muñeca lo que llevo", se dijo,
continuando la regresión infantil provocada por el miedo, lentamente calmándose con pensamientos
dispersos.
Recordó las muñecas sacadas del armario pulcramente arreglado por su tía Inés, las que ella
llevaba a escondidas al mueble donde se guardaba la máquina de coser, su escondite favorito, para
escudriñarlas y buscarles el corazón. "Es una destructora" —decía su madre—; porque las bañaba
hasta que la pintura se les borraba y quedaban con las bocas pálidas o con un ojo azul y otro café;
las peinaba hasta que se les caía el pelo; las revisaba de arriba abajo buscándoles algún rasgo
humano; algo que diera sentido a los acurrucos que les dispensaba, a sus cariños de niña sola, hija
única, tratando de encontrar compañía de su edad.
Recordó su desilusión cuando, muñeca tras muñeca, sus ojos encontraron los pechos huecos;
cuando comprendió que malgastaba mimos y caricias, canciones de cuna; cuando comprendió que
ninguna muñeca tenía corazón.
¿Qué diría su madre si la viera?, pensó Lavinia, acelerando nerviosa en el semáforo en verde,
ansiando llegar a su casa, sintiendo que toda la ciudad sabía que la cruzaba con su cargamento de
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papeles clandestinos.
Cuando llegó, encontró a Felipe dormido frente al televisor. No esperaba verlo. Recientemente
le había dado copia de la llave de la casa para evitar las esperas inútiles por la noche, el temor de no
escuchar los golpes en la puerta. Pero era la primera vez que él la usaba. Se movió sigilosamente
para no despertarlo y entró al dormitorio pensando en un buen lugar donde esconder los papeles.
Miró a su alrededor y sus ojos alcanzaron la vieja muñeca empolvada en lo alto del armario.
Asociándola a sus recientes reflexiones, la bajó, le removió la cabeza, metió los papeles en el pecho
hueco y volvió a cerrarla con la cabeza. "Ahora tendrá corazón", pensó. Regresó a la sala donde la
luz proveniente de la televisión alumbraba únicamente. Los actores seguían su representación,
indiferentes al espectador dormido.
Miró a Felipe. Parecía una estatua derrumbada, indefenso. Le gustaba verlo dormir. Era un
curioso estado el del sueño, se dijo, cómo apagarse, salirse del aire; una "pequeña muerte". Según
las creencias orientales, en el sueño, el espíritu se separa del cuerpo y hace viajes astrales a otros
planos de la existencia. ¿Dónde estaría Felipe ahora? , se preguntó. Se recostó en los cojines,
entreteniéndose en contemplarlo. La televisión pasaba el noticiero de medianoche: el Gran General
inauguraba un supuesto programa de reforma agraria para los campesinos. Hablaba de "revolución"
en el campo. Trataba de despojar de significado a la palabra, apropiársela, descontaminarla. Era un
hombre repulsivo, de mediana estatura, barrigón, blanco, de pelo negro, con sonrisa artificial de
dientes cuidadosamente pulidos, manos finas. Se movía con aire de poder, de superficialidad
benevolente y a su alrededor el séquito de ministros, sonriendo sonrisas serviles.
Nada se mencionaba de los mitines en los barrios, los buses quemados en las calles...
Lavinia pensó en los papeles dentro de la muñeca. Miró a Felipe.
No le diría nada, decidió. Lo apartaría del ámbito de sus decisiones; lo condenaría —como hacía
él— al margen de la página; a estar ausente él también de uno de los nudos de la vida de ella; a la
ignorancia inocente, tan común en la historia del género femenino. Porque si bien era cierto que de
no haber sido por él, de no haber Felipe llevado a Sebastián a su casa, ni siquiera tendría ella dudas,
como ahora; era también evidente que para Felipe, lo sucedido había sido nada más que un episodio
fortuito; una alteración sutil de la cotidianeidad, que no debía tener mayores consecuencias. Él, sin
proponérselo seguramente, la había llevado al umbral de esa otra realidad, buscando luego como
apartarla. "Tu problema no es Felipe", había dicho Flor. Y precisamente por eso, ella debía tomar
las decisiones por sí misma, se dijo, no decirle nada, marginarlo de su incorporación...
"¿En qué estoy pensando?", se preguntó de
pronto, asustada de sí misma. ¿Cuál
"incorporación"? Si sólo se trata de informarme mejor, se dijo, sin lograr engañarse totalmente.
Felipe continuaba durmiendo. Lavinia, distraída en sus reflexiones, miraba el naranjo mecido
por el viento. La noche seguía su curso. En el corazón de la muñeca, los papeles emanaban su
presencia, flotaban en el aire quedo de la casa.
Me miró. Sentí en sus ojos la fuerza de la batalla desencadenada en sus pulmones e
intestinos. El viento me mece de un lado al otro. Pronto lloverá. La tierra ha empezado a soltar el
recuerdo del olor de la lluvia; llama a Quiote-Tláloc, con el agua guardada.
Pienso ahora que quizás también mis antepasados remotos, los que huyendo de la explotación
de Ticomega y Maguatega, llegaron a poblar estos parajes, permanecieron en la tierra, en los
frutos y las plantas durante mi tiempo de vida. Quizás fue alguno de ellos el que pobló mi sangre
de ecos; quizás alguno de ellos vivió en mí; hizo que dejara mi casa; me llevó a los montes a
combatir con Yarince.
La vida tiene maneras de renovarse a sí misma
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.
Capít ulo 9
AL DÍA SIGUIENTE, Lavinia despertó al calor del sábado.
Pronto llovería, pensó, añorando el frescor de la estación lluviosa, las mañanas tenues, el
acurruco de los días nublados. Felipe ya no estaba. En la mesa de noche encontró la notita: "No
quise despertarte. Tengo trabajo. Trataré de regresar por la tarde. Besos. Felipe". Vagamente
recordó haberlo llevado a la cama. El no despertó más que para quitarse los zapatos... Se durmió al
lado de ella como pareja de matrimonio aburrido.
Se desperezó restregando las piernas en el extremo fresco de las sábanas. Su mirada se posó
sobre la muñeca en lo alto del armario: redondos ojos azules, nariz respingada, colochos oscuros.
Única sobreviviente digna de la destrucción del ejercicio infantil del amor maternal. Sus ojos de
cristal reflejaban la ventana donde el naranjo extendía sus ramas. Inclinada hacia un lado, lucía
impúdicamente desmadejada.
Debía leer los papeles, pensó Lavinia. Esta mañana no habría desayuno con Sara. Se quedaría en
su casa leyendo. Llamó a la amiga para decirle que tenía que hacer un trabajo urgente. Mintió otra
vez con aplomo. Sara, comprensiva, la relevó de disculpas.
Sin bañarse, acompañada de jugo de naranja, café y un pedazo de pan, se acomodó en la cama,
quitó la cabeza de la muñeca y sacó los papeles.
El reloj marcaba las dos y quince de la tarde, cuando dio vuelta a la última hoja. Sobre la cama,
tendidos como insectos blanquinegros, yacían los folletos clandestinos impresos en mimeógrafo,
con toscos dibujos a stencil.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared.
¿Sería lícito soñar así?, se preguntó, ¿recrear el mundo, rehacerlo de la nada? Peor, pensó, peor
que de la nada; ¿rehacerlo desde el lote donde se echa la basura, el terreno baldío triste donde se
acomoda la chatarra y los desperdicios? Sería lícito, racional, que existieran en el mundo, personas
capaces de inventarlo de nuevo con tanta determinación; desglosando la tristeza en menudos
párrafos, delineando la esperanza punto por punto, como en el programa del Movimiento, donde se
hablaba con tanta seguridad de todas las cosas inalcanzables que se debían alcanzar: alfabetización,
salud gratis y digna para todos, viviendas, reforma agraria (real; no como el programa de televisión
del Gran General); emancipación de la mujer (¿Y Felipe?, pensó, ¿Y los hombres como él,
revolucionarios pero machistas?, pensó); fin de la corrupción, fin de la dictadura... fin de todo,
como cuando se encienden los luces y se acaba una mala película; eso querían, encender las luces,
pensó. Lo decían: "fin de la oscuridad; salir de la noche larga de la dictadura". Encender las luces y
no sólo eso, sino los ríos de leche y miel —le gustó el lenguaje bíblico—, la utopía del mundo
mejor, Don Quijote cabalgando de nuevo con su larga lanza desenvainada. Las reglas para los
nuevos quijotes; los estatutos, los incontables deberes, los reducidos derechos... Los estatutos de un
hombre nuevo, generoso, fraterno, crítico, responsable, defensor del amor, capaz de identificarse
con los que sufren. Cristos modernos, pensó Lavinia, dispuestos a ser crucificados por difundir la
buena nueva... pero no dispuestos a fallarse entre sí. Habían sanciones, penas para los traidores,
hasta el fusilamiento estaba contemplado (¿lo harían realmente?, se preguntó, sentada en la cama,
viendo sin ver la cabeza de la muñeca a su lado, los ojos azules redondos, abiertos, de pestañas
negrísimas).
Pero uno se podía olvidar de las angustias y esperanzas de la mayoría, pensó. Aquí en su casa,
con los cojines, las plantas, la música; en la discoteca con los amigos; en la cama, con Felipe;
mañana en la oficina de aire acondicionado. Tantos lo hacían. Todas sus amistades lo hacían. La
pobreza colectiva no empañaba el brillo de las lámparas de cristal del club o las boítes; la vida leve
y dulce de Sara; la asidua y agitada vida social de sus padres.
Ella podía escoger vivir en el mundo paralelo en que había nacido. No ver el otro mundo más
que de paso, desde el automóvil, volteando el rostro en las barriadas de tablas y piso de tierra, para
mirar las nubes hermosas del horizonte, el borde de los volcanes a la orilla del lago.
Tanta gente se las ingeniaba para ignorar la miseria, aceptando las desigualdades como ley de la
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
vida.
Y así habían sido las cosas desde siempre, pensaba. ¿Quién se atrevía a soñar en cambiar todo
aquello? ¿Por qué pensar que estos deseos trabajosamente escritos (el mimeógrafo funcionando a
medianoche bajo peligro de arresto) podrían cambiar el estado —"natural", diría Sara— de las
cosas?
¿Y hasta cuándo deliberaría consigo misma?, se preguntó Lavinia. Sería mejor aceptar de una
vez que no podía dejar que el romanticismo la envolviera. Es verdad que a ella también le gustaba
soñar. Lo hacía desde niña, desde Julio Verne. ¿Quién no lo hacía? ¿Quién no soñaba con un
mundo mejor? Era lógico que le atrayera la idea de imaginarse "compañera", verse envuelta en
conspiraciones, heroína romántica de alguna novela; verse rodeada por esos seres de miradas
transparentes y profundas, serenidad de árboles. Pero nada tenía eso que ver con la realidad, con su
realidad de niña rica, arquitecta de lujo con pretensiones de independencia y cuarto propio Virginia
Woolf. Debía romper este interrogatorio constante, se dijo, este ir y venir de su yo racional a su
otro yo, inflamado de ardores justicieros, resabio de una infancia demasiado aglomerada de lecturas
heroicas, sueños imposibles y abuelos que la invitaban a volar.
¡Ah! ¡Cómo duda! Su posición se lo permite. Piensa demasiado. Son tupidas las vendas sobre
sus ojos. En nuestro tiempo, cuando llegó la guerra, muchas mujeres hubo que debieron
despertar, reconocer la desventaja de haberse pasado tanto tiempo cultivando el ocio y la
docilidad.
Fui afortunada. Aunque mi madre se enfurecía, yo siempre tuve inclinación por los juegos de
los muchachos, los arcos y las flechas.
Ella no concebía que las mujeres pudieran guerrear, acompañar a los hombres.
Aquella tarde cuando Yarince llegó con sus hombres a Taguzgalpa, el día que nuestros ojos
quedaron engarzados para siempre, ella lo supo. Supo que al amanecer, yo me iría con él a
combatir contra los invasores.
Me esperó al lado del fogón. Al acercarme, me miró; una mirada triste que le había aparecido
desde que los combates con los españoles dejaron de ser noticias lejanas.
Sus manos fuertes apelmazaban la masa del maíz, dándole forma redonda. —Has estado con
los guerreros —me dijo. Y su voz decía: cometiste falta; no es lugar de mujer; te alborotaron la
sangre.
—Vienen de lejos —dije— son caribes. Dicen que debemos alzarnos, luchar. De lo contrario,
todo terminará. Nos matarán para quedarse con las tierras, los lagos, el oro. Destruirán nuestro
pasado, nuestros dioses. Muchos hombres se irán mañana con ellos a combatir. Saldaremos las
viejas enemistades. Nos uniremos contra los hombres rubios. Yo también quiero ir.
—Te he dicho que la batalla no es lugar para mujeres. Sabiamente ha sido dispuesto el
mundo. Tu ombligo está enterrado debajo de las cenizas del fogón. Este es tu lugar. Aquí está tu
poder.
—Yarince, el jefe, dijo que me llevaría.
—Sí —dijo mi madre—. Vi cómo te miraba en la plaza. Te vi mirarlo.
Bajé los ojos. Nada quedaba oculto del corazón de mi madre.
—Es destino de mujer seguir al hombre —dijo—. No es maldición. Si te ama, deberá arreglar
ceremonia con tu padre. Hacer las ofrendas. Obtener la bendición de la tribu.
—Estamos en guerra. Eso ahora ya no es posible. Debemos salir mañana al alba. Madre, no
me maldigas. Dame tu bendición —dije, arrodillándome en la tierra.
—No te guía más que el instinto —me dijo— Itzá, ¿será posible que me des más razones para
maldecir a los españoles?
—Sólo nos quedan dos caminos, madre —dije, enderezándome—, maldecirlos o combatirlos.
Es preciso que parta. No es sólo por Yarince. Yo sé usar el arco y la flecha. No soporto la
placidez de los largos días. La espera de lo que habrá de sobrevenir. Siento muy dentro que es mi
destino partir.
Recuerdo que extendió las manos, las palmas blancas de batir la masa del maíz y redondear
las tortillas. Las alzó y volvió a bajar. Inclinó la cabeza desistiendo de hablar más. Me hizo
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
arrodillarme e invocó a Tamagastad y Cipaltomal, nuestros creadores; a Quiote-Tláloc, dios de
la lluvia, a quien yo había sido dedicada.
Fuerte como un volcán al amanecer, con sus suaves líneas recortadas a contra luz de la
puerta, aún me parece verla, esa última madrugada de mi partida, despidiéndome con la mano
extendida; una mano cual rama seca y desesperada.
Ella fue mi única duda. Ella, la que me enseñó, el amor.
El teléfono sonó.
—Hola, ¿sí? ¿Quién llama? —dijo Lavinia.
—¿Lavinia?
—Sí. Soy yo —dijo. No reconocía la voz del otro lado, aunque sonaba extrañamente familiar.
—Lavinia, soy yo, Sebastián.
El nombre la devolvió de golpe al desorden de la cama. ¿Qué querría Sebastián?, se preguntó.
¿Qué sucedería?
—¿No está con vos Felipe?
El corazón bombeó una gruesa descarga. No, Felipe no estaba con ella, había salido a trabajar; le
dejó una nota.
—¿A trabajar? ¿En sábado? ¡Si yo quedé con él de vernos para tomarnos una cerveza, hace más
de una hora! —respondió Sebastián, sonando frívolo.
¿Felipe dejar plantado a Sebastián? , pensó Lavinia, mientras el miedo la confundía.
—Me dijo que iba a trabajar —insistió Lavinia, sin percatarse de los intentos del otro por
camuflar la conversación; su cerebro iniciando la fabricación de terribles especulaciones.
No pudo entender la risa de Sebastián a través del teléfono; su comentario sobre "este Felipe"
que no se componía; a quién se le ocurría que iba a trabajar hoy. Suficiente trabajaban los días de
semana.
Lavinia empezó a comprender que debía pretender una conversación normal. No lo lograba. Las
palabras no fluían.
Sebastián, finalmente, pareció darse cuenta.
—No te pongas así —le dijo él—. Vamos a hacer una cosa. Yo estoy en un teléfono público
cerca del Hospital Central. Vení, recógeme y platicamos. En diez minutos te espero. Acordate que
no me puedo asolear mucho —añadió con ironía.
Cuando colgó el auricular, a Lavinia le temblaban las piernas. Imágenes atropelladas le
golpeaban el estómago y formaban un vaho nebuloso en sus ojos.
"No debo pensar", se dijo, sin poder evitar la visión del periódico y las fotos de los cadáveres
acribillados. Se levantó rápida, echándose encima la ropa ajada del día anterior. "Me tengo que
calmar", se decía, mientras se pasaba un cepillo por el pelo, tomaba su bolso, las llaves y salía a
montarse al automóvil.
Encendía el motor cuando agotó, en sus intentos de calmarse, los argumentos del atraso y los
inconvenientes del transporte, que su mente producía en un intento de relevarlo de la angustia.
Recordó el párrafo sobre la puntualidad como máxima inviolable de los contactos clandestinos. Lo
acababa de leer en las medidas de seguridad: el margen de espera no podía rebasar los quince
minutos. Y Sebastián había esperado una hora.
Aceleró en las calles holgadas de sábado por la tarde; el sonido rítmico de su pecho, era la única
interrupción en el silencio del miedo.
Vislumbró a Sebastián, de pie, en la esquina, con un periódico bajo el brazo y gorra de
camionero. Conversaba tranquilamente con una vendedora de frutas, gorda, de delantal blanco. La
acera estaba llena de transeúntes con atados y paquetes; visitas de los enfermos.
Acercó el carro a la acera y lo llamó: "Sebastián" —gritó; era prohibido tocar el claxon.
Él levantó la cabeza. Se despidió de la mujer y entró al vehículo con una expresión seria,
alterada, en la cara.
—Nunca volvás a hacer eso —dijo, acomodándose en el asiento.
— ¿Qué? —preguntó Lavinia, sorprendida, olvidando por un instante la angustia por Felipe.
—Llamarme por ese nombre en la calle, en público. No sabes si realmente me llamo así...
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La Mujer Habitada
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Ella recordó los folletos, los seudónimos. Sebastián, entonces, no se llamaba Sebastián, era un
seudónimo; quizás Flor no se llamaba Flor; Felipe no era Felipe... Quizás mañana, en el periódico,
la foto, encontraría que Felipe se llamaba Ernesto o José. ¡Qué ajeno le era todo! ¡Ella no servía
para esto!, pensó, aumentando la pesadumbre.
—Lo siento — dijo, resignada—. ¿Y Felipe tampoco se llama Felipe?
—Felipe sí se llama Felipe —dijo Sebastián—. Su nombre es "legal".
Porque había "legales" y "clandestinos", como recién había aprendido Lavinia.
Preguntó a Sebastián si lo llevaba a la casa de ella; él asintió. Se veía preocupado.
—¿Y qué crees que haya sucedido? —preguntó Lavinia.
—No sé. No sé —respondió Sebastián—. Es extraño. Felipe siempre es muy puntual. Bueno, es
una regla nuestra, la puntualidad. Por lo mismo, no sé qué le puede haber pasado. Vamos a ir a tu
casa y esperaremos una hora más. Si no aparece entonces, te voy a decir lo que vamos a hacer.
Trata de calmarte —dijo, tocándole el brazo.
Mientras Lavinia se concentraba en manejar con cuidado (hay que asegurarnos que no nos pare
la policía por una infracción de tránsito, había dicho Sebastián) y trataba de no sentir la
preocupación de él, congelándola; Sebastián empezó a hablar con voz calma.
Era necesario controlar al temor, dijo, no darle rienda suelta; así había logrado sobrevivir él los
años de clandestinidad en el Movimiento. Uno debía ser optimista. Tener fe, le dijo, esperanza. De
eso vivían ellos, añadió. Porque él comprendía que estuviese angustiada. Conocía las esperas
angustiosas. Y además escondido, dijo, sin movilidad; teniendo que trasladarse de un lado al otro;
disfrazado de hippie, de visitador médico. "Vieras qué bien me veo con algunos disfraces", decía
para hacerla reír. Y no le diría que no se angustiara, añadió, sólo que tuviera calma. Uno no podía
evitar esa clase de sentimientos; como no se podían evitar otros. Aún más, era importante, sobre
todo para ellos, no permitir que los mecanismos de defensa los insensibilizaran, los convirtieran en
seres mecánicos y fríos, los endurecieran. Los peligros, la muerte, no podían convertirlos en seres
invulnerables. Aunque se pagaba un alto precio por conservar la sensibilidad. Pero era necesario no
alejarse de los sentimientos cotidianos: eso sería como alejarse de la gente, del pueblo, dijo.
Lavinia lo escuchaba en silencio. Sebastián parecía propuesto a hablarle como si ella fuera ya
una "compañera". Ella no era una compañera. No quería sufrir. No quería que mataran a Felipe. Si
algo le pasaba a Felipe los odiaría, pensó. A él, a Flor, al Movimiento entero, por ilusos, por andar
regalando sus vidas, disponiendo de ellas cual si nada significaran.
Se acercaban a la casa. Sebastián le indicó que diera varias vueltas antes de aparcarse en el
garaje. Debían estar seguros que nadie los seguía.
Y ella siguió las instrucciones. Alternaba entre la rebelión furiosa contra el sacrificio y aquel
sentirse cerca. Cerca como quiso estar el último día de Sebastián herido en su casa. Pertenecer.
Todo el camino, entre embate y rebate de las contradicciones poseyéndola, había rogado a los
santos de su tía Inés, encontrar a Felipe al abrir la puerta. Ahora, mientras introducía la llave en la
cerradura, cerró los ojos, pensando que al abrirlos lo vería sentado en el corredor del jardín, en la
penumbra producida por la copa del naranjo. Pero la puerta del jardín continuaba cerrada. La casa
en silencio. Igual que cuando ella salió. Las cosas inmóviles. Nadie aguardaba en la penumbra.
Entraron. Dijo a Sebastián que se sentara mientras ella iba al baño. No quería que viera sus ojos
humedecidos por la desilusión; quería calmar el llanto oprimiéndole el pecho. Se sentía frenética,
con ganas de salir a las calles a buscar a Felipe. A no ser por Sebastián, pensó, se iría a recorrer las
avenidas; iría por todos partes a buscar a Felipe.
Salió del baño después de echarse agua, sin permitirse llorar, pensando que si empezaba a llorar
no podría detenerse; lloraría sin parar. Y le daba vergüenza, a pesar de lo que había dicho Sebastián
en el carro.
Tenía miedo de acompañar las lágrimas con improperios.
Condenarlos por la vocación suicida. Pasó a la cocina argumentando sed, un vaso de agua.
—Me das un vaso de agua a mí también, por favor —escuchó la voz de Sebastián desde la sala.
Lavinia regresó con los vasos. Los puso sobre la mesa.
—Sentate —dijo él— tenés que hacer un esfuerzo y calmarte. Felipe pudo haber tenido algún
problema. Este retraso no quiere decir, necesariamente, que esté muerto o capturado.
Ella asintió con la cabeza. Se sentó. Pensó si no habría nada que hacer; nadie a quién llamar;
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La Mujer Habitada
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ninguna persona con "conexiones" que pudiera indagar sobre el paradero de Felipe.
—Deberías traer la radio —dijo Sebastián— a ver si hay alguna noticia.
Él también está nervioso, pensó Lavinia.
Pusieron la radio en la mesa del centro. Radio Nacional —la emisora oficial, la de los
comunicados sobre las acciones subversivas, transmitía un programa de jazz. Duke Ellington
soplando magistralmente la trompeta.
Afuera los coches rodaban por el pavimento de vez en cuando, interrumpiendo el silencio que
ambos guardaban, apoyados en los cojines que hacían de sofá.
Amigos con conexiones, pensó Lavinia. Recordaba uno sobre todo; un amigo de sus padres.
Cada Navidad, les enviaba regalos caros y extravagantes: radios diminutas, plumas con relojes.
Ese hombre podría hacer algo, sin duda, pensó. Tenía negocios con el gobierno. Era amigo del
Gran General. Pero, ¿cómo hacer?, se preguntó. Significaría llamar a sus padres, explicarles. Lo
descartó. No podría explicarles nada. "Ella nada tenía que hacer con esa gente" —diría su madre.
¿Y Julián?, pensó Lavinia, sin desistir, quizás Julián conocía a alguien. Felipe y Julián se
querían. Ella sospechaba, además, que Julián estaba en el secreto. Cuando Felipe incrementaba
demasiado sus salidas misteriosas, lo llamaba a su despacho.
"A veces me desespera" — le decía Felipe— hablándole de Julián, a quien conocía desde la
adolescencia, cuando viajaba a la ciudad a casa de unos parientes. Juntos habían compartido la
aventura de la primera mujer. Entraron, uno después del otro, en la habitación mal iluminada del
"Moulin Rouge" —un prostíbulo de luz roja y altos muros misteriosos que Lavinia recordaba haber
mirado con curiosidad desde la carretera—. Felipe le relató vividamente el olor a encierro, la mujer
medio abotonándose el vestido cuando él entró, después de Julián.
Una mujer joven y atractiva, le contó Felipe. Pareció gozar de verlo desabrocharse los
pantalones, nervioso, como si ella se sintiese poseedora de un antiguo poder. Lo observó con cara
de quien mira un niño hacer sus primeros palotes en el cuaderno lleno de tachaduras.
Él siempre se había imaginado mujeres tristes y ajadas en los prostíbulos, pero Terencia tenía
una sonrisa hermosa y decía que en ese negocio había que tener sentido del humor.
Sólo cuando ya estaba encima de ella, derramándose casi inmediatamente con la sola idea de
estar entre las piernas de una mujer, sintiendo el túnel húmedo y caliente rodearle el sexo como una
telaraña, una mano misteriosa naciéndole a Terencia del vientre, Felipe recordaba que la sintió
tencirse, ponerse agresiva, gruñir con una rabia oculta. Le contó que lo había empujado diciéndole
"ya sabes como es pues, ya te podés sentir hombre" y Felipe reconocía que, aunque había sido una
manera triste de sentirse hombres, Julián y él salieron orondos, crecidos, de aquel prostíbulo.
Julián podría hacer algo, pensó Lavinia.
—Felipe tiene un amigo, el jefe de la oficina, Julián. Tal vez pueda averiguar algo —dijo
inclinándose hacia Sebastián, ocupado en buscar noticias en el dial de la radio.
—No es conveniente despertar sospechas, alborotar el avispero antes de tiempo —dijo
Sebastián—. En estas cosas no se puede ser impulsivo. Es peligroso... No hay nada en las noticias
—dijo, sintonizando de nuevo Duke Ellington y la Radio Nacional—. Toca bien ese negro. Es
bueno con su trompeta. ¿Te gusta la música? —preguntó, volviéndose hacia Lavinia.
Trata de distraerme, pensó Lavinia, diciendo que sí, le gustaba la música.
—¿No viste en el cine esa película, Woodstock? —preguntó Sebastián.
—Sí —dijo ella— la vi con Felipe.
— ¡Ah! Entonces eras vos... Felipe me contó que la vio con una muchacha que le gustaba. ¿Fue
como hace dos meses, verdad? Debí haber imaginado que eras vos. ¿Cuánto tiempo tienen de andar
juntos?
—Un poco antes de tu balazo —dijo Lavinia.
—¿Así que mi balazo les sirve de recordatorio? —sonrió Sebastián, tocándose el brazo ya sano.
(Llevaba camisa manga larga ocultando la cicatriz.)
—Sí —dijo Lavinia—. Así es. Es más, yo podría decir que mi vida se divide en antes y después
de tu balazo.
—Es un honor —dijo Sebastián— pero yo fui sólo un susto pasajero.
—No —dijo Lavinia, enfática—, no fue sólo eso. Desde entonces, estoy cuestionándome la vida,
dudando...
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La Mujer Habitada
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—¿Sobre qué? —preguntó Sebastián.
—No sé... estoy confundida. A veces los odio por valientes. A veces quisiera ser como ustedes.
Lo que yo creía que era mi rebelión me parece insulsa. Ustedes parecen tener tanta determinación,
estar tan seguros de quiénes son, para dónde van... Pero me da miedo involucrarme. Yo no soy así.
—Uno no "es" de ninguna manera. Uno se hace a sí mismo. Yo te veo de lo más involucrada —
dijo Sebastián, con una sonrisa que a ella le pareció ligeramente irónica—. No importa si primero te
dio por rebelarte a tu modo. Para muchos es el primer paso. En Paguas, no es posible mantenerse
con los ojos cerrados, aunque uno quiera. Por mucho que no se quiera ver la violencia, la violencia
te busca. Aquí todos tenemos una dosis asegurada por derecho de nacionalidad. A uno le hacen o
uno hace. O, en todo caso, si a uno no le hacen nada, se lo hacen a los otros... y allí es donde entra
la conciencia. Porque si uno deja que les hagan a otros, se convierte explícitamente o no, en
cómplice.
Duke Ellington terminaba un solo. La nota larga se extendió por la sala. El tenía razón, pensó
Lavinia. Estaba dudando frente a un hecho consumado a su pesar. Porque la realidad es que vivía
las angustias de la participación, aun cuando creyera seguir deliberando sobre si involucrarse o no.
La violencia había llegado hasta su casa. Servicios a domicilio, cortesía del Gran General y de
Felipe.
En tiempos de guerra, nadie vive en comarcas apartadas. Los invasores quizás tardarían en
llegar, pero finalmente llegarían. Eso decía Yarince. Eso decíamos nosotros por donde pasábamos.
Se lo decíamos a los que creían que su mundo nunca sería tocado. ¡Ah! —¡Pero muchos no nos
escucharon! Sebastián habla con sabiduría. Sus palabras penetran las alzadas resistencias, los
debilitados muros que ella ha levantado.
—Ayer fui donde Flor —dijo Lavinia—. Me entregó unos materiales sobre el Movimiento para
que los leyera. Hoy los leí.
La cara de Sebastián mostró sorpresa. Ella se preguntó si le traería problemas a Flor.
—¿Y es la primera vez que lees materiales sobre el Movimiento?—inquirió Sebastián.
—Sí —respondió Lavinia.
Y la conversación inevitablemente condujo a Felipe, el círculo cerrándose en Felipe. Sebastián
no comprendía que él no la hubiese puesto en contacto al menos con la literatura del Movimiento.
Fue inevitable el retorno a la ribera del río.
En este momento no me importaría, pensó Lavinia, ser siempre la "ribera del río". Ribera del río
por los siglos de los siglos con tal que Felipe apareciera. Hasta lo justificó.
—Yo comprendo su necesidad de un espacio de vida normal—dijo ella, mirando su reloj.
Cuarenta y cinco minutos habían transcurrido. Le costaba, cada vez más, concentrarse en otra
cosa que no fueran las implacables manecillas del reloj.
Sebastián empezó a decir algo sobre "los problemas de los compañeros", pero de pronto se
detuvo. Levantó la cabeza como un animal que alzara las orejas. Ella también escuchó los pasos
acercándose, los pasos que conocía tan bien de esperarlos en la noche, el talón golpeando sobre el
pavimento. No se movieron hasta que la llave entró en la cerradura y Felipe apareció en la sala
intacto, sano y salvo, parpadeando, acostumbrándose a la luz.
Miró a Sebastián y a Lavinia sin comprender.
—¿Qué haces aquí? —preguntó a Sebastián. Veía a Lavinia, cual si no existiera. Ella no emitió
sonido, incapaz de recuperarse de su presencia repentina.
—Me preguntas que hago aquí —dijo Sebastián, obviamente molesto por el tono de Felipe—
cuando no apareces a la hora de la cita; te espero una hora; te llamo creyendo que estás con Lavinia
y no apareces por ninguna parte... ¡Creíamos que te había pasado algo!
—Pero si yo fui al punto —dijo Felipe— a la hora indicada. También te estuve esperando.
También estaba preocupado. Di muchas vueltas para regresar aquí porque pensé que habría
sucedido algo...
Los dos hombres se contradecían, cada uno aludiendo la confusión sobre el punto donde debían
reunirse. Felipe argumentaba la esquina del parque; Sebastián, la entrada del hospital. Ella,
invisible, desaparecía, se disolvía en una confusa mezcla de ganas de reír y llorar.
Una confusión y el mundo se alteraba totalmente. Así era esa vida al filo del precipicio. Alguien
se confunde, demora más de lo establecido y el olor de la muerte empieza a filtrarse en cada
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bocanada de aire. Pero Felipe estaba vivo. No habría foto en el periódico. Sólo había sido una
confusión.
Ellos seguían discutiendo sobre la nota que Sebastián envió con el "correo".
—Estoy seguro de que me escribiste en la "esquina del parque". Lástima que quemé el papel —
decía Felipe.
Poco a poco, los dos se fueron calmando, hasta finalmente reírse y abrazarse, diciéndose que
menos mal, habían pasado un buen susto y mira a Lavinia, cómo está la pobre, dale un abrazo.
Horas más tarde, en el rincón de los brazos de Felipe —plácidamente dormido— Lavinia no
podía dormir.
Después de la espera, después de aclarar a medias las confusiones (porque no quedó claro quién
de los dos se confundió, alterando el equilibrio del mundo), Felipe aún tuvo que salir a llevar a
Sebastián. Ella se quedó sola en la casa. Y cuando se vio sola pensó haber imaginado el retorno de
Felipe. El pánico la alcanzó de nuevo hasta que él regresó.
Hicieron un amor tierno y lento en el que ella lloró, por fin, la idea, la posibilidad de su muerte;
esa criatura material rondándoles los besos, el tacto. Lloró por ella misma, por la figura de la
muchacha despreocupada que había sido ella hasta hacía pocos meses, disolviéndose, dejándola
desconcertada, posesionada de una mujer que aún no encontraba identidad, propósito, seguridad.
Lloró su indefensión ante el amor, ante la disyuntiva de la violencia, la responsabilidad que ya no
podía seguir evadiendo de ser una ciudadana más. Y, sin aviso, en el momento más profundo del
enfrentamiento, cuando sus cuerpos sudados entraban a saco en el agitado aire próximo al
desenlace, su vientre se creció en el deseo de tener un hijo. Lo deseó por primera vez en su vida con
la fuerza de la desesperación, deseó retener a Felipe dentro de ella germinando, multiplicándose en
su sangre.
Apaciguada, sin poder dormir, evocaba la sensación animal, el instinto posesionándose,
imperativo, de la razón, construyendo la imagen de aquel niño —lo vio tan claramente— aparecido
de pronto en su imaginación. ¿Por qué se le habría ocurrido?, se preguntó. Para ella la maternidad
había sido una noción postergada para un futuro sin diseño preciso. Con el rumbo que tomaba
ahora su vida, aquello era aún más impreciso. Su existencia, día a día, parecía confundirse en
acontecimientos impredecibles. La mañana y la noche eran territorios inciertos; la desaparición, la
muerte, una posibilidad cotidiana. En esa situación, no quedaba más alternativa que renunciar al
deseo de prolongarse. Un hijo no cabía en semejante inseguridad. Era un pensamiento disparatado.
Mientras amara a Felipe no sería posible. No debía ni pensarlo. Tendría que renunciar. Renunciar
como tantos desde antes y después, renunciar mientras Felipe fuera esa figura apareciendo y
desapareciendo, esa luz intermitente.
Le dolió el vientre. El dolor se convirtió paulatinamente en rabia. Rabia desconocida brotando
de la imagen de un niño que jamás existiría.
¿Cuántos niños andarían por el éter, pensó, negados de la vida por estos menesteres? ¿Cuántos
en América Latina? ¿Cuántos en el mundo?
Miró a su alrededor tratando de recobrar el principio de realidad. Felipe dormía pesadamente. La
habitación a oscuras dibujaba sombras en la luz lunar que se filtraba por la ventana; afuera, las
ramas del naranjo, inclinadas, se mecían en el viento. En alguna parte había leído que el deseo de
parir sobrevenía más fuerte en momentos de catástrofes naturales, cuando la muerte hacía sus
muecas.
Eso debía estarle sucediendo, pensó. No era racional que se le hubiese ocurrido la idea en estas
circunstancias y sin embargo había visto la imagen del niño sonriente; sentía en sus entrañas la
rabia y el instinto desatados en la calma nocturna.
Sebastián tenía razón, se dijo. Ya estaba involucrada. ¿A qué engañarse en largas luchas internas
sobre si debía o no hablar con Flor o simplemente devolverle los papeles como quien devuelve un
libro ya leído a su dueño? No podía más que sentir deseos de burlarse de sí misma por su
incertidumbre, su miedo, el peregrino engaño de creer que aún podía escoger. La verdad es que el
sonido de la muerte cabalgaba sus noches, la violencia de los grandes generales había irrumpido en
su entorno como una sombra maligna y gigantesca, pensó. Ya no le era posible evadirse: ya era
dueña de su propia dosis de rabia, del "derecho de nacionalidad" de su cuota de violencia, como
dijera Sebastián.
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Iniciaría la travesía, se dijo. La ribera del río se desdibujaba en la bruma del sueño. Apaciguada
se durmió junto a Felipe.
Nos negamos a parir.
Después de meses de recios combates, uno tras otro morían los guerreros. Vimos nuestras
aldeas arrasadas, nuestras tierras entregadas a nuevos dueños, nuestra gente obligada a trabajar
como esclava para los encomenderos. Vimos a los jóvenes púberes separados de sus madres,
enviados a trabajos forzados, o a los barcos desde donde nunca regresaban. A los guerreros
capturados se les sometía a los más crueles suplicios: los despedazaban los perros o morían
descuartizados por los caballos.
Desertaban hombres de nuestros campamentos. Sigilosos desaparecían en la oscuridad,
resignados para siempre a la suerte de los esclavos.
Los españoles quemaron nuestros templos; hicieron hogueras gigantescas donde ardieron los
códices sagrados de nuestra historia; una red de agujeros era nuestra herencia.
Tuvimos que retirarnos a las tierras profundas, altas y selváticas del norte, a las cuevas en las
faldas de los volcanes. Allí recorrimos las comarcas buscando hombres que quisieran luchar,
preparábamos lanzas, fabricábamos arcos y flechas, recuperábamos fuerzas para lanzarnos de
nuevo al combate.
Yo recibí noticias de las mujeres de Taguzgalpa. Habían decidido no acostarse más con sus
hombres. No querían parirles esclavos a los españoles.
Aquella noche era de luna llena; noche de concebir. Lo sentí en el ardor de mi vientre, en la
suavidad de mi piel, en el deseo profundo de Yarince.
Regresó de la caza con una iguana grande, color de hojas secas. El fuego estaba encendido y
la cueva iluminada de rojos resplandores. Se acercó después de comer. Acarició el costado de mi
cadera. Vi sus ojos encendidos en los que se reflejaban las llamas de la hoguera.
Quité su mano de mi costado y me resbalé más lejos, hacia el fondo de la cueva. Yarince vino
hacia mí creyendo que se trataba de un juego para excitar más su deseo. Me besó sabiendo cómo
sus besos eran pulque jugoso en mis labios; me emborrachaban.
Lo besé. En mí surgían imágenes, agua de los estanques, tiernas escenas, sueños de más de
una noche: un niño guerrero, rebelde, inclaudicable, que nos prolongara, que se pareciera a los
dos, que fuera un injerto de los dos cargando las más dulces miradas de ambos.
Me aparté antes de que sus labios me vencieran.
Dije: No, Yarince, no. Y luego dije "no" de nuevo y dije lo de las mujeres de Taguzgalpa, de
mi tribu: no queríamos hijos para las encomiendas, hijos para las construcciones, para los
barcos; hijos para morir despedazados por los perros si eran valientes y guerreros.
Me miró con ojos enloquecidos. Retrocedió. Me miró y fue saliendo de la cueva, mirándome
cual si hubiese visto una aparición terrible. Luego corrió hacia afuera y hubo silencio. Sólo se
escuchaba el crepitar de las ramas en la hoguera, muñéndose encendidas.
Más tarde escuché los aullidos de lobo de mi hombre.
Y más tarde aún regresó arañado de espinas.
Esa noche lloramos abrazados, conteniendo el deseo de nuestros cuerpos, envueltos en un
pesado rebozo de tristeza.
Nos negamos la vida, la prolongación, la germinación de las semillas.
¡Cómo me duele la tierra de las raíces sólo de recordarlo!
No sé si llueve o lloro.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Capít ulo 10
LLOVÍA EN PAGUAS. Se iniciaba la estación lluviosa, invierno del trópico. La semana se
acercaba a su fin. Desde el domingo, Lavinia postergaba la puesta en práctica de su decisión;
presentarse ante Flor.
Sentada frente al escritorio, observaba el ventanal bañado de lluvia. Los gotas se deslizaban
formando pequeños ríos, empujándose unas a otras, haciendo cataratas sobre el vidrio. En época de
lluvia, el cielo de las tardes se hacía nubarrones y desataba diluvios de húmeda furia. La tierra se
abandonaba al placer de las tempestades. Desde el suelo subía un olor penetrante, anunciador de
nacimientos. El paisaje soltaba intensas gamas de verde. Los árboles sacudían las espesas copas, las
mojadas cabelleras. Era el tiempo de las orgías de los pájaros; tiempo de correntadas en que la
ciudad perdía su fisonomía habitual y convivía con el lodo, las hormigas aladas, las goteras. Los
viejos refunfuñaban su reumatismo de huesos húmedos y las camas amanecían frescas, heladitas las
sábanas y cálido el lugar de los cuerpos.
"Podría pensarse que volvimos al principio del mundo y pronto aparecerán los dinosaurios",
pensaba Lavinia, distrayéndose en la contemplación del verdor irrumpiendo sobre el paisaje.
Principio del mundo. Los dinosaurios. El mundo daba vueltas. Órbitas, edades sucediéndose. Y
el hombre y la mujer haciendo historias.
No podía seguir dándole largas al asunto, pensó. Era más angustioso. Afectaba su trabajo,
mermaba su capacidad de concentración. Nada era peor que la indecisión. Era jueves. Flor le había
dado el número de su teléfono en el hospital. La llamó. Acordaron verse después del trabajo.
Por la tarde, cuando el reloj lejano de la catedral dio las cinco, tomó su bolso y salió a realizar el
último rito.
Plantada en el cerrito brumoso de su infancia que la humedad invernal rodeaba de neblina y
llovizna, miró desde la altura la silueta borrada y blanquecina de la ciudad, sus lagos y volcanes.
Allí, sola, de pie, descartó toda vuelta atrás, aspiró a pleno pulmón el aire húmedo y frío de la
montaña, la paz del paisaje reverdecido. Vio declinar el día de aquel jueves desapercibido y
finalmente, pacificado por el sabor nublado, el sabor de vientre del mundo, cruzó el puente que la
llevó hasta la mecedora donde ahora se balanceaba, oyendo las hojas húmedas en la voz de Flor.
Ella hablaba suavemente. Se veía cansada, con ojeras profundas. El trabajo en el hospital era
agotador, decía. Eran muchas las personas demandando atención y el personal tan limitado.
Flor le inspiraba respeto. Felipe la consideraba "dura". Decía que Sebastián relataba su
experiencia con ella comparándose con un pescador hundiendo el cuchillo en el interior de la ostra
para sacar la perla guardada en el centro. Lavinia imaginaba, mirándola, el interior de concha nácar.
No debió ser fácil para ella, pensaba, aquel tío amándola con una pasión tipo Lewis Carroll por
Alicia. Le dejó cicatrices. Recelos. A ella no le parecía que Flor fuera "dura". Si bien la rodeaba el
aire encerrado de fortaleza, propio de las personas sufridas que se saben vulnerables. Pero Lavinia
podía sentir su ternura en la forma en que le hablaba procurando no asustarla, diciéndole que irían
poco a poco. Primero, Lavinia debía leer más. Las convicciones no podían ser ciegas; ni débiles, le
dijo. Quería que ella comprendiera, estuviera consciente del porqué de las posibilidades —esas que
Lavinia llamaba "sueños" del programa—. Era preciso que pudiera manejar los instrumentos, decía
Flor, para aprehender el mundo de otra forma, desentrañar las certezas que desde siempre la habían
rodeado, comprender los engaños de ciertas "verdades" universales; poder entender el negativo y el
positivo de la realidad y cómo se intercambiaban según distintos intereses.
Después pasaron a los detalles prácticos. Flor le indicó que conservara el folleto de las "medidas
de seguridad".
—Ahora las tendrás que aprender de memoria —añadió— como lección de escuela. Al principio
te sonarán exageradas, precauciones extremas y extrañas: pero son esenciales, no sólo para tu
propia seguridad, sino para la de todos. Hoy empieza tu tiempo de sustituir, el "yo", por el
"nosotros". Debes de cuidar, sobre todo, la seguridad de los compañeros "clandestinos", como
Sebastián, por ejemplo. Y no hablar con nadie, sobre tus actividades. Absolutamente con nadie que
no esté vinculado a vos por trabajo de la "organización”.
63
La Mujer Habitada
Gioconda Belli
—¿Y con Felipe? —preguntó Lavinia.
—Con Felipe tampoco —dijo Flor.
—Mejor —dijo Lavinia— yo no quería que él se enterara de mi decisión.
—Enterarlo de tu vinculación o no, es asunto tuyo —dijo Flor—. Pero es todo lo que debe
conocer. Si querés, podes decírselo.
—No quiero —dijo Lavinia. Flor sonrió.
—Y ahora debemos ponerte un seudónimo. ¿Cómo te quisieras llamar?
—Inés —dijo Lavinia, sin pensarlo dos veces.
—A veces, para trabajos específicos, nos ponemos otros seudónimos —dijo Flor—. Y ya sabes
que es sólo entre nosotros, o para lo que se te indique.
"Nunca lo mencionas en público”.
Lavinia le contó a Flor la anécdota de llamar a Sebastián, en voz alta, en la calle.
—Me sentí tan imbécil —dijo.
—Ya te acostumbrarás —dijo Flor—. Es un proceso de aprendizaje. A medida que pasa el
tiempo, los sentidos se alertan. La adrenalina nos funciona mejor que muchas hormonas. Y ya ves,
a pesar de todo, a veces se cometen fallas como la del sábado con Sebastián y Felipe. Y eso que los
dos tienen experiencia.
Flor continuaba hablando. Explicando. El viento soplaba la enredadera de huele noche visible
desde la ventana de la sala. Bob Dylan las observaba, pensativo. Corría un aire de lluvia. El cielo se
encendía en relámpagos lejanos. Lavinia percibió el cansancio de Flor, que se había quedado en
silencio.
—Estás cansada —dijo Lavinia.
—Sí —dijo Flor, apartándose el pelo de los lados de la cara. Antes de despedirla en la puerta,
Flor se volvió y le dio un abrazo.
—Bienvenida al club, "Inés" —le dijo, sonriendo, iluminada por la clara luz lejana de un
relámpago.
Siento la sangre de Lavinia y me invade una plenitud de savia invernal, de lluvia reciente. De
extraña manera, es mi creación. No soy yo. Ella no soy yo vuelta a la vida. No me he
posesionado de ella como los espíritus que asustaban a mis antepasados. No. Pero hemos
convivido en la sangre y el lenguaje de mi historia, que es también suya, ha empezado a cantar
en sus venas.
Aún tiene miedo. Aún escucho en la noche los colores vividos de su temor. Imágenes de
muerte la acechan; pero también ahora pertenece, se afianza en terreno sólido, va creciendo
raíces propias ya no se bambolea como la llama en el aceite.
Difícil trascender las cenizas del fogón, las manos cuidando el fuego, la molienda del maíz, el
petate de los guerreros.
Al principio, Yarince quería que me quedara en el campamento esperándolos. Pude evitarlo
usando la estratagema de mi propia debilidad: ¿Y si venían los españoles?, dije. ¿Qué sería de
mí? ¿Qué no podría sucederme, sola, en las largas esperas?
Prefería morir en el combate a ser violada por los hombres de hierro o morir despedazada por
los jaguares.
Los convencí. Logré que me asignaran en la formación, un lugar protegido desde donde
disparaba flechas envenenadas.
Fui certera en la puntería. Así fue que, al cabo, me asignaron oficio en las batallas, aunque
después también debía cocinar y curar a los heridos. Luego, cuando nos retiramos a las cuevas
del norte para recuperar fuerzas y continuar el combate —varios caciques se plegaban ya al lado
de los invasores, doblegados como juncos de río en la correntada—, Yarince me envió a las
comarcas a entrar en los hogares y hablar con los hombres, clamar porque se incorporaran a la
lucha. "No traigas mujeres", me dijo. Me lo ordenó a pesar de que me enfurecí. Él decía que era
difícil para los hombres combatir pensando en la mujer con el pecho expuesto a los bastones de
fuego. Yo no había meditado sobre esto. Él nunca me dijo que temiera por mí en la batalla. Me
enterneció conocer su preocupación. No insistí más.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Enviarme, sin embargo, fue un fracaso. Los hombres no confiaban en mí. Apenas si logré
conseguir maíz para comer alguna vez tortillas.
La mujeres se reunían a mi alrededor. Escuchaban mis historias. Querían saber sobre la
guerra con los españoles. Ninguna hubo, empero, que preguntara si podía unirse a nosotros.
Creo que no se les ocurría que pudiese ser posible. Para ellas, yo era una "texoxe", bruja.
Les hablé de la decisión de las mujeres de muchas tribus de no parir hijos para no dar
esclavos a los españoles. Sus ojos se fijaban en el suelo. Las más jóvenes reían pensando que
desvariaba.
Fueron difíciles esos tiempos. Yo volvía a las cuevas triste. Hasta llegué a pensar que estaba
hecha de una sustancia extraña; que no provenía del maíz. O quizás, me decía, mi madre
sufriría un hechizo cuando me llevaba en su vientre. Quizás yo era un hombre con cuerpo de
mujer. Quizás era mitad hombre, mitad mujer.
Yarince reía escuchándome. Tomaba mis pechos, husmeaba mi sexo y decía "sos mujer, sos
mujer, sos una mujer valiente".
La tormenta se desató mientras Lavinia conducía de vuelta a su casa. Una tormenta eléctrica de
latigazos blancos y el sonido del cielo agrietándose, expandiéndose; el viento agitando los árboles y
la polvareda condensando la noche. Vio algunas personas corriendo, buscando refugio de la lluvia
inminente. En contraste ella, en quien debía haberse desatado una tormenta después de culminar la
decisión, hablando con Flor, conducía extrañamente tranquila, ajena a los fenómenos eléctricos. La
lluvia empezaba a caer sobre el vidrio delantero del automóvil: gotas aisladas, gruesas primero,
tímidas al principio y súbitamente desatadas a toda presión, produciendo sonido de piedras sobre el
techo de hojalata.
Aislada dentro del vehículo, pensaba en su tranquilidad, la calma después de la tempestad, el
punto final de las dudas, la aceptación de su propia decisión, el resultado de haber trascendido, por
fin, las semanas de incertidumbre. Más adelante, si no se sentía capaz, no le quedaría más que
reconocerlo; decir que se había equivocado. Todas las personas tenían derecho a errores.
¿Cómo cambiaría su vida ahora?, se preguntaba, qué sucedería. Era tan difícil imaginarlo. Con
nadie de sus conocidos podía compartir las especulaciones sobre lo que sobrevendría. Estaba sola.
No podía abrumar a Flor con sus interrogantes. Tampoco podía hacerlo con Sebastián. No podía
abusar de ellos, o darles la impresión de ingenua y vacilante. Era el tipo de incógnitas que debían
esperar su tiempo para revelarse; incógnitas que debía atravesar sin compañía. ¿Resistiría la
tentación de decírselo a Felipe?, se preguntó. Le gustaría que lo supiera, hacerlo sentir mal por no
haber sido él quien la incorporara, por no haber pensado que ella era capaz. "No lo vayas a
convertir en una especie de venganza", había dicho Flor y ella negó que fuera ese el motivo de no
decirle nada a Felipe. Pero algo de eso había. No podía engañarse a sí misma. Incluso, en el fondo,
deseaba que Flor y Sebastián se lo dijeran; que lo hicieran sentirse avergonzado.
En su opinión, los hombres ocupados en el oficio de ser revolucionarios no debían actuar así.
¿Habría actuado así el Che Guevara? Flor decía que el Che había escrito que las mujeres eran
ideales para cocineras y correos de la guerrilla; aunque después anduvo en Bolivia con una
guerrillera llamada Tania. Cambió, decía Flor. ¿Quién sería Tania? ¿La amaría el Che?, se
preguntó, mientras doblaba la esquina cruzando el aguacero, las calles que, de súbito, arrastraban
correntadas de lodo. Había que ir despacio para no levantar grandes olas en las esquinas a riesgo de
mojar el motor y que el coche quedara embancado.
Felipe reconocería a su tiempo haberse equivocado con ella; haber actuado de manera egoísta.
Ella admiraba su inteligencia, su honestidad. No podía negar sus esfuerzos por superar la
resistencia masculina a darle su lugar al amor, aunque lo encasillara en la tradición. Tenía su
aspecto de duende juguetón y feliz, su lado amable, iluminado, que ella amaba. Era triste verlo
aprisionado en esquemas y comportamientos disonantes que contradecían el desarrollo adquirido en
otras áreas de su vida. No le haría mal aprender la lección. Le complacía saberse poseedora de un
secreto, algo en lo cual él no podría penetrar, a menos que ella se lo permitiera.
Pero no quería pensar más en él. No lo había hecho por Felipe, se repitió, viendo los robles de su
barrio doblarse bajo la lluvia. No, no lo había hecho por Felipe. Este también era su país. También
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
lo soñaba diferente. Amaba sus floraciones, las nubes blancas y rotundas, la lluvia desenfadada.
Paguas merecía mejor suerte.
No, no era sólo por Felipe, volvió a repetirse, mientras llegaba, aparcaba el automóvil en el
garaje y corría con el paraguas violeta, bajo la lluvia, hacia la puerta.
—¿Por qué estás tan callada? —le decía Felipe, en el corredor del patio. El había llegado pocos
minutos después que ella regresara, encontrándola silenciosa y pensativa en la hamaca. Ahora
estaba sentado en la silla de mimbre blanca, frente a ella, observándola, jugando descuidado con las
hojas cercanas del naranjo, que extendía su ramaje verde y plata, pesado de lluvia.
—No sé. Creo que estoy cansada. —Respondió ella. Estaba agotada, aún tensa. Veía a Felipe
tras de una cúpula de cristal, lejano.
—De un tiempo para acá, te noto muy distraída —dijo él— parece que no estás aquí; tu mente
está lejos. Al menos, debías decirme qué te pasa. Tal vez te puedo ayudar.
—No creo que se trate de "ayuda" —dijo ella, sintiendo que hubiera preferido estar sola,
quedarse sola acostumbrándose a la idea de llamarse "Inés" y si habría acertado en su decisión.
—Siempre es bueno, cuando uno pasa por crisis, comunicarse con otro ser humano —dijo él.
—¿Y por qué pensás que estoy pasando una crisis? —preguntó ella, a la defensiva, recostándose
en la hamaca. Le molestaba la actitud suficiente y paternal de Felipe.
—Pareces un tigre —le dijo él—, no te estoy acusando de nada. Crisis tenemos todos.
—Me es difícil pensar que vos hayas tenido alguna. Da la impresión que sabías todo desde que
naciste —dijo ella alcanzando una hoja del naranjo, mordiéndola hasta sentir la amargura de la
hoja, el sabor cítrico, el olor arrancándose de las nervaduras.
—No seas injusta. Vos has estado conmigo en varias crisis... cuando lo de Sebastián, cuando
mataron a los compañeros...
—Es precisamente a lo que me refiero —dijo ella— vos pasás por crisis cuando suceden cosas
fuera de vos, pero con referencia a tus sentimientos, pareces tener todo bajo control.
—Lo que pasa es que soy bueno al disimular —dijo él, mirándola fijamente— pero puedo
asegurarte que tengo mis luchas internas. Y con frecuencia, quisiera poder ser más comunicativo,
poder compartirlas, pero estoy entrenado a pasar los diluvios solo, a aguantarme mis debilidades.
—Lo malo es que con ese entrenamiento, lo que emerge a la superficie es un aire de
autosuficiencia que nos aleja —dijo Lavinia— es muy difícil relacionarse con seres perfectos... o
que se proyectan como que lo fueran.
Felipe se aproximó, inclinándose hacia ella. Sonriendo, acarició su mano.
—Pero vos sabes que yo no soy perfecto, ¿verdad?
—Nadie lo es. Precisamente por eso me molesta. Me molesta esa pretensión tuya de estar
siempre tan seguro de todo. Pareciera que nunca dudas. Siempre me estás dando consejos; nunca
los pedís —dijo, hosca. Sentía necesidad de reclamarle, hostilizarlo. De algún modo tendría que
salir el resentimiento, la rabia de no poder compartir con él el salto mortal.
—Puede ser. Quizás sea porque siempre me he tenido que valer por mí mismo. Quizás también
sea una consecuencia de acostumbrarse a mantener tantas cosas en secreto —dijo Felipe.
—Uno no se vale por "sí mismo" en la vida, Felipe. Vos deberías saberlo mejor que yo. Los
demás juegan un papel muy importante. Lo influencian a uno. Hay modelos que imitamos.
—Bueno, es verdad que uno tiene referencias. Después de todo, como bien señalas, somos seres
sociales. Me refería más bien a que las "crisis" en mi vida han sido más de acciones que de
reflexiones. No he tenido mucha oportunidad de meditar sobre la "existencia". He tenido que ir
resolviendo, a mi manera, los problemas que han ido surgiendo... y son más bien problemas
prácticos.
—¿Pero nunca te has preguntado o has tenido inquietudes sobre vos mismo, sobre qué querés,
quién sos, qué haces en el mundo?
Felipe se quedó en silencio. Lavinia lo veía hacer el esfuerzo por recordar, buscar las preguntas
en su memoria.
—La verdad es que no —dijo él, finalmente—. La realidad ha ido imponiendo respuestas sin
que tenga que interrogarla. Yo sabía quién era, sabía que quería estudiar y luego, con la influencia
de Ute, tomé conciencia que debía regresar y luchar por mejorar la situación del país... y eso es lo
que trato de hacer en el mundo. Nunca ha sido muy complicado para mí.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Puede ser que me suceda sólo a mí, pensó Lavinia, porque tengo opciones. Puedo escoger.
—Pero vos te podías haber quedado en Alemania —le dijo—. ¿No tuviste dudas sobre si valía la
pena regresar, sobre lo factible de "luchar por mejorar la situación del país"? ¿No te pareció una
idea romántica, utópica? —dijo provocadora.
—La vida en Alemania era infame para mí. Con todo y mis estudios de arquitectura, tenía que
trabajar como jardinero. En esos países la competencia por el trabajo es muy dura. Lo único que me
pudo haber retenido era la relación con Ute, pero ella estaba convencida que era más importante
que regresara a mi país a trabajar y "hacer algo". Conocía compañeros del Movimiento allá.
Transeúntes que viajaban pidiendo apoyo, dinero, contactos políticos para dar a conocer la lucha.
Compartía sus puntos de vista. No fue difícil que me persuadiera. Yo sabía, por experiencia propia,
lo mal que estaba el país. No se si te parecerá romántico, pero uno de los motivos más convincentes
es una especie de fe que se enraíza en uno. Se lee la historia de lucha de Paguas y uno siente la
energía que se viene acumulando, la capacidad de resistencia. Uno se convence de que existe, que
es nada más un asunto de despertarlo, de conducirlo adecuadamente...
—¿Vos no lo ves casi imposible?
—No. Lo veo difícil, pero no lo veo imposible. Estoy absolutamente convencido que lo que
estamos haciendo es lo correcto y que no hay otra manera...
—Pero, para mí que la naturaleza de los seres humanos no es tan generosa. ¿Cómo es que podes
entregarte tan desinteresadamente a la lucha? ¿Nunca pensás en vos mismo?
—No, porque hay otra cosa que admitir: uno no sólo se mantiene motivado por la conciencia de
que aquello por lo que se lucha es justo, uno tiene satisfacciones personales. Por ejemplo, lo que
mencionabas sobre qué hace uno en el mundo... Uno sabe que no está empleando todas las energías
para llegar un día a sentarse en una casa, con un carro, un buen trabajo, una buena esposa bonita y
pensar, "¿y ahora qué?". Creo que el mero hecho de existir implica cierta responsabilidad con el
futuro, con lo que existirá después que nosotros. Si hemos sido capaces de construir aviones,
submarinos, satélites espaciales, deberíamos de ser capaces de transformar el mundo que nos rodea,
de manera que todos podamos vivir al menos dignamente. Es casi inconcebible que en esta era de la
"tecnología" haya gente que se muere de hambre, que nunca ha visto un médico...
— Pero a vos te gusta la idea de tener una vida normal ¿no? ¿No me decías el otro día que
envidiabas a la gente mediocre que no tiene otra preocupación en la vida que llegar a su casa y
sentarse a ver televisión? —dijo Lavinia, incisiva.
—Sí. A veces siento que es antinatural esta manera de vivir coqueteando con la muerte,
conspirando. Y, en realidad, lo es. No debería ser así. No deberíamos tener que morir o arriesgarnos
a morir por querer que desaparezca la miseria, que no haya dictadores. Lo antinatural es que existan
esas cosas, pero como existen, no queda más remedio que luchar contra ellas. Uno tiene que
violentar su propia naturaleza, recurrir a la violencia, porque la vida es violentada constantemente,
no porque a uno le gusta la idea de sufrir o de morir antes de tiempo.
—¿Así que me vas a decir que la idea de la "normalidad" no te provoca?
—No digo eso. A veces, contradictoriamente con lo que te decía antes, me gustaría hacerme la
ilusión de que no tengo nada de qué preocuparme, que soy un hombre normal, con un trabajo y una
vida segura, que llegaré a viejo rodeado de nietos... pero después uno sale a la calle, ve a su
alrededor y sabe que eso sólo sería posible si no tuviera sentimientos. No creo que para nadie que
tenga un mínimo de humanismo, sea posible disfrutar un banquete con cientos de niños famélicos,
mendigando alrededor. La gente que lo hace, se ha convencido de no poder hacer nada, considera
"natural" que haya niños famélicos. Aceptan ese tipo de violencia y no pueden entender que
nosotros nos veamos obligados a tomar las armas, que no la aceptemos, que no la consideremos
"natural".
—Pero, volviendo a lo de vida "normal" —dijo Lavinia—. ¿No crees vos que es incorrecto que
te hayas ingeniado para disfrutar de ambos mundos? Conmigo tenés la vida "normal" y con tus
compañeros podés sentir la satisfacción de estar haciendo algo "especial"...
—No veo por qué sería incorrecto —dijo Felipe, genuinamente sorprendido con su pregunta— si
he tenido la suerte de encontrarte y tener una relación con vos, no veo por qué debía negármela.
Tampoco se trata de una vocación masoquista. Todos nosotros somos seres normales que amamos
la vida, que tenemos derecho de amar, de ser amados... en fin. No entiendo muy bien a qué te
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
referís...
—Tal vez debería reformular la pregunta —dijo Lavinia— y preguntarte más bien si a vos no te
molesta que yo, que comparto tu vida, sea una de esas personas "normales" que se dan banquetes a
la orilla de los niños famélicos...
—Pero es que yo no pienso que vos seas ese tipo de persona —dijo, mostrando en su expresión
el desconcierto de querer comprender sin resultado, el rumbo de las palabras de Lavinia— yo
pienso que vos, como mi compañera, compartís mis sentimientos... Lo hemos hablado muchas
veces desde que nos conocimos...
—Puede ser que los comparta en cierta forma —dijo ella—. Pero es un compartir totalmente
pasivo. ¿No te molesta eso?
—Si mal no recuerdo, desde aquella vez que traje a Sebastián herido, me dijiste que nos
comprendías, pero no querías comprometerte, no te sentías capaz, te daba miedo. No estabas de
acuerdo con nuestro "suicidio heroico". Eso fue lo que dijiste, si mal no recuerdo.
—Y vos si tanto querés transformar la realidad, no pensaste que debías tratar de transformarme a
mí ¿verdad? Más bien te has dedicado a estar de acuerdo conmigo, incluso a reforzar mis miedos
cuando me has escuchado externar opiniones, inquietudes sobre mi propia concepción, sobre mi
pasividad... ¿No crees que eso, inconscientemente, tal vez, tiene que ver con tu deseo de mantener
un área de "normalidad" en tu vida?
—Yo creo, Lavinia —dijo burlón—, como decía Juárez, que "el respeto al derecho ajeno es la
paz". Vos sos una persona inteligente y tenés derecho a pensar como pensás. Yo no te puedo
obligar a incorporarte al Movimiento. No sería correcto de mi parte. No te puedo decir que no
tengas miedo, porque lo que hacemos es peligroso y ciertamente da miedo. No te puedo engañar
para que te unas a nosotros, invitándote como si se tratara de una fiesta. El Movimiento no es un
juguete... no creo que el hecho de que haya respetado tu manera de pensar tenga ninguna relación
con ese supuesto "deseo de normalidad" que vos pareces ver en mí.
—¿Pero te gustaría o no que yo me incorporara al Movimiento?
—¡Qué preguntas haces!
—¿Te olvidas que vos me has dicho que yo soy la ribera de tu río, que si los dos nadáramos en
el río, no habría orilla para recibirte?
—Pero eso de alguna manera te lo dije para que no te sintieras mal con tu propia indecisión...
para que sintieras que, de cualquier forma, hasta queriéndome a mí, podías hacer algo útil...
—No, Felipe, no me digas eso. Vos sabés que no es así. Cada vez que he mencionado la remota
posibilidad —y es verdad que lo he dicho con muchas dudas— de incorporarme, te pones todo
cariñoso y me decís lo de la ribera del río...
—Pero es una broma, mujer, para que no te sientas mal, porque yo sé lo difícil que es para vos la
idea de incorporarte...
—Tenés razón. Es difícil —dijo ella, asumiendo una pose reflexiva y silenciosa, aguardando que
Felipe intentara convencerla de entrar al Movimiento, y así ella poder descubrirle su reciente
decisión. Si alguna vez él había pensado hacerlo, este sería el momento. Ella se lo había servido en
bandeja de plata, a propósito. No se lo revelaría hasta que él venciera la resistencia que le impedía
proponérselo.
Pero Felipe no dijo nada. Se acercó a ella. La abrazó. La acarició el pelo. Dijo que ya era tarde.
Era la hora en que las parejas "normales" hacían el amor. Eso dijo.
Lavinia guardó su desilusión. El contraste recién observado entre el hermoso discurso y su
evasiva a invitarla a compartir "la transformación del mundo". No recurriría más a estas
estratagemas, pensó, sintiéndose desgastada, cayendo al sueño después de negarse a Felipe; decirle
que no; estaba cansada.
En el momento oportuno se lo revelaría, se dijo. Sería un gusto ver la sorpresa en su cara de
sabelotodo.
En los sueños, Lavinia voló lejos de Felipe.
Silenciosa, la vida teje lienzos. Siento el rumor de los hijos creciendo telas de colores extraños;
se acercan acontecimientos que no puedo más que intuir.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Capít ulo 11
LUNES. Lavinia diseñaba un lujoso dormitorio. El trabajo adquiría ribetes de rutina. Sentada en
la banqueta, plácidamente dibujando estancias, ideando colores y texturas, le parecía irreal saberse
parte de la vida secreta de una ciudad de doble fondo donde habitaban seres sólo visibles para
algunos ojos abiertos.
Los contrastes, el sentimiento de irrealidad, en ocasiones la abrumaban.
Había pasado el fin de semana con sus antiguos amigos. El sábado desayunó con Sara y por la
noche, con Antonio y la pandilla, fue a una fiesta. En cierto momento se desdobló, sintiéndose
fuera de lugar. Se separó del grupo fingiendo que debía ir al baño, deseando regresar a su casa. En
el baño, se lavó las manos interminablemente, mirando los azulejos blancos de complicados dibujos
ocre, las macetas de geranio a la orilla de la bañera cavada en el piso, los espejos en las paredes.
Pensó, escuchando afuera la estridencia de la música, que ese mundo flotaba sobre el mundo real,
pero también se cuestionó si no sería aquello lo real. Si no sería ella, encerrada en el baño, la que
viajaba en un globo sin rumbo, a la búsqueda de monstruos y fieras amenazantes.
—Desde que andas con ese Felipe, sos otra —había dicho Florencia.
Se preguntó si no se estaría convirtiendo en otra persona. Si lentamente no dejaba de ser lo que
era. El tiempo de la despreocupación olía a lejanía. Sin duda estaba cambiando. El problema era no
saber qué acabaría siendo. Se tenía que acostumbrar, por lo pronto, a ser tres personas. Una para
sus amigos y el trabajo, otra para el Movimiento, una tercera para Felipe. En ocasiones le daba
miedo no saber cuál de esas personas era realmente.
Al menos en la oficina, seguía cosechando éxitos profesionales. Su rutina de trabajo era
frecuentemente alterada por la aparición de las "esposas" a las que Julián le encomendaba
convencer de no importar de Miami telas y alfombras de pésimo gusto o no insistir en "chalets
suizos" para un clima tropical.
Estas mujeres daban a Lavinia trabajo y dolores de cabeza, pero no podía negar que también le
divertían sus extravagancias, produciéndole incontable material para bromas y chistes, retratos
patéticos de las incongruencias de la época.
Y aquel día de mayo, llegaron a la oficina dos de esas mujeres, a romper la rutina de Lavinia
para siempre.
Mercedes las anunció. Abrió la puerta. Se plantó frente a su escritorio con cara de mal humor y
dijo:
—La llama el jefe. Le aviso que está con dos "momias".
Y salió sin más comentarios.
Eran en efecto, dos mujeres enjutas, de mejillas rojas y caras teatrales de espeso maquillaje. Las
pulseras les tintineaban en los brazos delgados dando la impresión de que debían hacer un esfuerzo
para gesticular, para levantar los brazos donde pesaba el oro. Una hablaba sin parar mientras la otra
asentía con la cabeza.
Cuando Lavinia entró la miraron con la expresión de indiferencia que adoptan ciertas mujeres
ante especímenes del mismo género que consideran subordinados. "Pensarán que soy la secretaria"
—se dijo Lavinia— "para este tipo de mujer, son las enemigas, las que se les llevan al marido."
—Buenos días —les dijo.
Ellas respondieron el saludo.
Julián, volviéndose a las visitantes, la presentó.
—Lavinia es uno de nuestros mejores arquitectos —dijo. Al oír el nombre y la calificación, la
expresión de ellas cambió totalmente. Se esponjaron en anchas sonrisas.
—Permíteme presentarte a la señora Vela y su hermana, la señorita Montes —añadió Julián.
Les estrechó la mano con el convencional "mucho gusto". Eran manos delgadas y flojas. Las
extendían con afectación. Poca destreza social que no podían disimular las pulseras.
A Lavinia, el apellido Vela le sonó familiar, pero no logró ubicarlo en la memoria.
Para ponerla al tanto de la situación, Julián volviéndose hacia ella, explicó que la familia Vela
deseaba construir en un terreno recién adquirido, situado en una de las colinas que circundaban el
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
sur de la ciudad.
—El terreno es muy irregular —dijo, extendiendo el plano del mismo—. Sin embargo tiene
posibilidades muy atractivas.
—Tiene muy buena vista —dijo la señora Vela—. Yo no me imagino cómo se podrá construir
una casa allí, pero mi marido dice que es posible.
"Me hubiera gustado que viniera, pero vive muy ocupado, así que me encomendó a mí ver las
posibilidades para la casa —suspiró la mujer con resignación.
—Debería sentirse contenta que el marido le deje esa libertad, ¿verdad? —sonrió la señorita
Montes, mirando a Julián y Lavinia, tratando de disimular lo que debía considerar un reclamo sutil
de la hermana.
Lavinia las observaba divertida. La señora Vela era más joven que la hermana, quien tenía aire
de solterona coqueta —de esas que siempre opinan y se meten en todo—. Seguramente se
encargaba también de los niños.
—¿Cuántas personas vivirán en la casa? —preguntó Lavinia.
—Mi marido y yo, nuestros dos hijos y mi hermana... y el servicio, por supuesto. Pero queremos
una casa grande, con suficiente espacio.
—Al general Vela le gusta la vida social —dijo la pintada señorita Montes.
¡El general Vela! se dijo Lavinia. Por eso el nombre le había resultado familiar! ¡Era nada
menos que el recién ascendido Jefe del Estado Mayor del Ejército! El periódico había resaltado su
lealtad incondicional al Gran General. Antes de ser ascendido, el general Vela fue jefe de la policía
—estímulo que el Gran General brindaba a sus leales antes de elevarlos en el escalafón militar, para
permitirles acumular grandes sumas en el negocio de las placas, multas y licencias.
¡Y ahora a ella le tocaría diseñar su casa! pensó. ¡Justo ahora!
—Hemos visto la necesidad de tener varias salas, varios comedores y habitaciones adicionales
—decía la señora Vela—, también queremos una piscina para los niños, un área de juegos...
Además, mi marido quisiera un espacio para jugar billar...
Lavinia siguió haciendo preguntas, observándolas ahora con otra curiosidad. Las hermanas se
atropellaban enumerando calidades y estancias que la casa debía tener. No tardaron mucho en abrir
los bolsos y sacar recortes de revistas, mencionando su deseo de contar con materiales
"importados", puesto que en Paguas no existían acabados que satisfacieran sus exigencias. Lavinia
se inclinó sobre la mesa para mirar los recortes de las hermanas. Al menos era la casa veraniega de
Raquel Welch y no la cabaña alpina de Úrsula Andress.
La artista aparecía posando en muebles impecablemente blancos y en un dormitorio de cama
redonda y cubrecama de felina tela listada.
La señora Vela mencionó su "sueño" de un baño de tina ovalada y corrientes jacuzzi. La señorita
Montes explicó la afición del hijo adolescente de Vela por los aviones, los pájaros y todo lo que
volara.
—El general Vela quiere encauzar esos sueños del muchacho. Estimularle vocación de piloto —
dijo.
—A mi marido le preocupa el niño tan distraído. Nosotros pensamos que su cuarto podría estar
diseñado con motivos de aviones de guerra —dijo la señora Vela.
Luego mencionaron fuentes en el jardín, paredes de rocas "lloronas", paredes de espejos en los
baños...
Lavinia y Julián se miraban de vez en cuando, pretendiendo seguir atentamente el derroche de
ideas de las hermanas.
Sabían que sería costoso, aclaró la señora Vela, pero los costos no eran lo principal. El "general"
había trabajado muy duro toda su vida. Se lo merecía. Además, la casa sería una herencia para sus
hijos.
Finalmente, Julián —en todo momento cortés y sonriente— las citó para mostrarles un primer
bosquejo y seguir conversando la siguiente semana.
Las mujeres se marcharon tras el tintineo de sus pulseras.
Lavinia se dejó caer en el sofá de la oficina de Julián. La perorata de las mujeres, su desparpajo
de nuevas ricas, la había dejado atolondrada. En otro tiempo no habría sentido más conflicto que el
meramente profesional. Ahora con su ingreso al Movimiento, se preguntó si no sería esta la ocasión
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La Mujer Habitada
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para llevar a cabo su primera demostración de conciencia recién adquirida.
—El general Vela, nada menos —dijo Julián, cerrando la puerta.
—¡Increíble! —dijo Lavinia desde el sillón.
—No saben qué hacer con el dinero —dijo Julián.
—¿Y vamos a trabajar para ellos? —dijo Lavinia, tanteándolo—. ¿Vamos a aceptar ese dinero
mal adquirido?
—No seas romántica —respondió Julián, mientras enrollaba el papel del terreno—. La mayoría
del dinero que recibimos es mal adquirido. La única diferencia con éste, es que es más evidente.
Además, parece que el Gran General se ha propuesto enriquecer más a sus leales para asegurar que
estén satisfechos y lo defiendan. Así piensa, me imagino, enfrentar mejor el descontento y la
rebeldía de la gente. Es probable que, después de este trabajo, nos surjan otros.
—¿Así que vos estás dispuesto a sacarles provecho? —preguntó Lavinia, todavía sin decidir qué
actitud tomar.
—No te me vayas a poner moralista ahora —dijo Julián—. Si quieren gastar su dinero,
ayudémosles. Después de todo, es mejor que nosotros lo ganemos. Somos más honrados. En este
caso ni te voy a pedir que las convenzas de evitar lo estrambótico y de mal gusto. No te preocupes.
—No es eso lo que me preocupa —dijo Lavinia, incorporándose—. Es que no sé si yo tengo
ganas de ayudarles a pensar en maneras para gastar esa plata.
—El dinero se gastará de todos maneras. Si no lo hacemos nosotros, sobrará quien lo haga. No
vamos a evitar que se gaste. Además, los principios están de más en los negocios.
—Me incomoda la idea. ¿No considerarías asignarle el trabajo a otro arquitecto? —preguntó
Lavinia levantándose para salir, pensando cómo a ella le empezaban a funcionar los principios.
—No, Lavinia —dijo Julián, mirándola gravemente—. No podría designar a otra persona. No
hay nadie mejor que vos para este trabajo. Si nos guiamos por criterios de principios, mejor
deberíamos quedarnos en casa.
—No te has puesto a pensar que a ellos no les va a gustar que yo esté encargada —dijo Lavinia,
recurriendo a una táctica más persuasiva—. Deben saber, por el nombre, que mi familia es verde...
más verde no podría ser...
—Al contrario—dijo Julián— estarán encantados. Esa gente se deslumbra con los nombres
aristocráticos. No les importa si son opositores o no. Su sueño es llegar a ser como ustedes. La
verdad —y no quiero molestarte— es que para ellos la única oposición respetable son los
guerrilleros...
Julián abrió un folder sobre su escritorio y empezó a pasar papeles señalando así el fin de la
conversación. Lavinia recogió su libreta de notas y se dispuso a salir.
Estaba con el pomo de la puerta en la mano, cuando Julián levantó la cabeza.
—Yo voy a supervisar este trabajo personalmente. Trabajaremos juntos vos y yo. Felipe tiene ya
demasiados proyectos a su cargo.
Julián sabia lo de Felipe, pensó ella. No querría forzarlo a mezclarse con el general Vela. Sabría
que él rechazaría verse involucrado. Ya dentro de su cubículo, Lavinia levantó el teléfono y marcó
la extensión de Felipe. No quería arriesgarse a que Julián la viera entrando a su oficina y la pensara
indiscreta.
—¿Felipe?
—Sí.
—Es Lavinia.
—Te conozco la voz —dijo él con acento poco amistoso, ocupado.
—Acabo de reunirme con la esposa del general Vela. Nos están encargando el diseño de su casa.
Julián quiere que yo lo haga. Silencio.
—Felipe, yo pienso que no debo hacerlo. Silencio.
—Estoy pensando —dijo la voz al otro lado— que debes hacerlo. "Definitivamente, sí —el
énfasis creció de tono.
— Pero...
—¿Por qué no hablamos de eso más tarde? Estoy ocupado —dijo.
Lavinia colgó el teléfono y contempló el paisaje lejano. Le produciría satisfacción entrar en la
oficina de Julián y decirle que no estaba dispuesta a diseñar la casa. Imaginó la reacción de los
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otros arquitectos, los dibujantes, el rumor corriéndose por la oficina. Los jóvenes que criticaban
veladamente al gobierno, sin atreverse a confrontar corrupciones o demandas irracionales, se darían
cuenta que el camino de la rebelión estaba abierto. Estaba segura que Felipe lo entendería cuando
se lo explicara más tarde. Y no tenía dudas de que Sebastián la apoyaría. Satisfecha consigo misma
se levantó, se sentó en la banqueta de la mesa de dibujo y continuó con su trabajo, tarareando
bajito.
—Pero por qué estás tan seguro de que debo aceptar —preguntaba Lavinia a Felipe—. Tengo
casi la certeza de que Sebastián estaría de acuerdo conmigo.
—No seas ingenua —respondía Felipe—, tu "rebelión" quedaría aplastada en un dos por tres.
Simplemente le encargarían el diseño a otra persona o te despedirían. Ya es extraño que Julián te lo
haya encomendado. Sabe lo de nosotros...
—No entiendo —dijo Lavinia, mirándolo.
Felipe llegó cuando ya ella estaba metida en la cama. Él se quitó la ropa y se metió entre las
sábanas. Se excusó por llegar tarde. Le pidió que le contara todo lo relacionado al encargo de la
señora Vela y su hermana.
Ella lo hizo. Le explicó su idea de protestar, negándose a realizar el trabajo. El insistía sobre la
importancia de aceptarlo.
—¿Te das cuenta que se trata del Jefe del Estado Mayor del Ejército? —repetía.
—Claro que me doy cuenta—decía Lavinia—. Precisamente por eso.
—¿No te das cuenta que podrías tener acceso a una gran cantidad de información sobre sus
hábitos, costumbres, su familia? ¿No te das cuenta que diseñarías su casa, su dormitorio, su baño...?
—exclamó, finalmente exasperado, Felipe.
Lavinia se quedó en silencio. Empezó a comprender.
A su mente acudieron, en destellos, imágenes de atentados, Aldo Moro, hombres muertos en
dormitorios. Se sintió mal.
—¿Lo van a matar? —preguntó, sin alcanzar a formularlo de otra manera.
—No se trata de eso—dijo Felipe—. Pero es importantísimo tener información sobre esa gente,
ganarse su confianza, ¿no te das cuenta?
Se daba cuenta. Pero era una comprensión confusa, interferida por imágenes espeluznantes.
Pensó en la solterona, la hermana conciliadora.
Imaginó la bomba haciéndola pedazos.
—Me doy cuenta —dijo Lavinia—. Me doy cuenta que es información útil para acabar con
ellos.
—Lavinia, nosotros no creemos que este sea un asunto de matar personas. Si así fuera, ya nos
hubiéramos ocupado del Gran General. Lo que nosotros queremos son cambios mucho más
profundos que un mero cambio de personas.
—Pero, entonces, ¿para qué serviría toda esa información?
—Porque una de los reglas de oro de la guerra es conocer al enemigo; cómo vive, cómo piensa.
Lo que se haga con esa información no sería cosa tuya. Lo que vos tendrías que hacer es
conseguirla, ganarte la confianza de la familia, poder entrar en su casa... sustraer documentos.
—Pero eso sería peligroso —dijo ella, sondeándolo.
—Podría serlo —dijo él—. Es cierto. Pero es importante. Te protegeríamos.
—Tendría que ingresar al Movimiento —dijo Lavinia, mirándolo fijamente.
—O pasarme a mí toda la información —dijo Felipe.
—Sería casi lo mismo.
—No necesariamente —dijo él—. No tendrías más responsabilidad que pasarme a mí la
información.
—¿Y si te dijera que ya ingresé al Movimiento?
—No te creería.
—Pues siento informarte que sí.
Lavinia esperó la reacción de Felipe. Lo miró viéndola, incrédulo. Se midieron en silencio. Ella
no bajó la mirada.
—Me duele que lo hayas ocultado —dijo, por fin, Felipe.
—En algún momento te lo iba a decir. No estaba segura cuándo.
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—¿Pero cuándo fue, cuándo lo decidiste, cómo? —preguntaba Felipe.
Lavinia hizo un esbozo breve de sus meditaciones, las conversaciones con Sebastián y Flor.
—¿Y por qué no me dijiste nada? —reclamó Felipe.
—Traté —dijo Lavinia— pero vos no colaborabas. Tuve la sensación de que no querías que
participara, que me ibas a decir siempre que no estaba preparada.
Y así era, dijo él, visiblemente alterado. Consideraba, dijo, que ella aún no estaba madura para
ingresar formalmente; tenía demasiadas dudas, no sabía bien lo que quería.
Lavinia admitió las dudas, ¿pero acaso sólo los que no dudaban podían ser miembros del
Movimiento?, preguntó. Sólo Felipe parecía pensar eso. Su actitud contrastaba con las de Sebastián
y Flor.
—¡Porque yo te conozco mejor que nadie! —dijo Felipe, alzando la voz—. Me vas a decir que
no nos consideras "suicidas"; que ahora mismo no estabas horrorizada ante la idea de pasar
información sobre el general, porque podría poner en peligro su vida, ¿como si su vida fuera más
importante que la de muchos compañeros? ¿Como si a ellos les importaran nuestras vidas?
—Eso es lo que nos diferencia de ellos, ¿no? —dijo Lavinia—, que, para nosotros, las vidas no
son desechables.
—Por supuesto —dijo Felipe, tocado—. Pero tampoco se trata de proteger a gente como Vela.
—Creo que no entendés mis preocupaciones —dijo Lavinia, guardando la calma, el tono
suave— ni me entendés a mí. Vos nunca pensarías que estoy madura para el Movimiento. No te
conviene. Querés conservar tu nicho de "normalidad", la ribera de tu río por los siglos de los siglos;
tu mujercita colaborando bajo tu dirección sin desarrollarse por sí misma.
"Afortunadamente, Sebastián y Flor no piensan como vos.
Lavinia fue perdiendo la calma a medida que hablaba. Las ranuras se abrían dando salida a
resentimientos acumulados: las noches en vela esperándolo, las actitudes paternales, superiores, de
él.
—¡Me vale mierda lo que piensen! —dijo él, enfurecido—. Pueden pensar lo que quieran. Ellos
no viven con vos. ¡No tienen que soportar tus manías de niña rica! Eso es lo que sos: una niña rica
que cree que puede hacer cualquier cosa. No ves ni tus propias limitaciones.
—¡Nadie me preguntó dónde quería nacer! —dijo Lavinia, rabiosa—, no tengo la culpa, ¿me
oís?
—¿Querés que nos oiga el vecindario?
—Vos empezaste a gritar.
Se había sentado en el borde de la cama. Desnuda con las piernas extendidas sobre las sábanas
se quedó en silencio, mirándose los pies. Siempre que no sabía qué hacer, se veía fijamente los
pies; era como verse a distancia, ver una parte extraña y lejana de sí misma; los dedos largos
terminando gradualmente en el meñique diminuto. Se parecían a los pies de su madre... qué culpa
tenía ella de aquella madre, de aquellos pies aristocráticos... hasta de las manías de niña rica... "No
tengo manías de niña rica" —se dijo—. Lo único que no soportaba era andar en bus o en taxi. Le
gustaba tener su propio carro. ¿Pero a quién no le gustaba?
Después de eso, no podía pensar en otras "manías". Casi no comía, ni le importaba comer
cualquier cosa... no le gustaban las fiestas del club.
Movió los pies, estiró los dedos. El tenso silencio se iba extendiendo entre los dos como una
presencia física, los tigres agazapados, desnudos sobre las sábanas, esperando quién lanzaba el
próximo zarpazo. No quería levantar los ojos, no quería verlo, no diría nada más, esperaría...
—¿Te quedaste muda? —dijo Felipe; bajando el tono. Continuó mirándose los dedos, pensativa.
—¿Y quién te incorporó al Movimiento, Sebastián?
—Flor —dijo, sin levantar la cabeza.
—Claro —dijo él—, me lo debí imaginar —añadió.
En algunas uñas la pintura estaba un poco descascarada; debería quitársela.
El silencio retornó, denso. Afuera, el viento empezaba a soplar fuerte, moviendo las ramas del
naranjo cuya sombra recorría la ventana, agitando dibujos negros en las paredes.
Levantó imperceptiblemente la mirada, apenas un poco encima del dedo gordo. Felipe estaba
extendido sobre la cama, los brazos bajo la cabeza, mirando intensamente el techo.
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¿Cuánto tiempo pasarían así?, se preguntó Lavinia. ¿Cuánto tiempo le tomaría a Felipe
reconocer el haberse equivocado? Ella no haría nada, pensó. No tenía por qué ser ella la que
reiniciara la conversación.
No le hablaría. Era él quien tenía que hablar.
—Así que ya es un hecho consumado —dijo él, como hablándose a sí mismo.
—Sí —dijo ella—. No estoy dispuesta a volverme atrás cuando apenas empiezo. Menos ahora.
—Me imagino que tenés razón —dijo él—. No debería molestarme, sino todo lo contrario, pero
no puedo evitarlo.
Se inclinó de lado sobre la cama y la miró. Extendió la mano y tocó tímidamente la de ella.
—Deberías estar contento —dijo ella—. ¿No crees que es extraño que estés tan molesto?
—En eso estaba pensando —dijo él—. Lo que me molesta no es que hayas decidido
incorporarte, sino que lo hayas hecho sin decírmelo.
—Pero ya te dije...
—Sí, sí —interrumpió él— puede ser que tengas razón. Puede ser que no haya querido
involucrarte, que me haya dominado el sentido de protección, de no querer someterte al peligro...
Pero no eso que tanto repites, lo de mis ansias de normalidad...
Ella lo miró sin decir nada.
—Está bien —dijo él—. Vos ganas. Voy a tratar de acostumbrarme y ayudarte.
—¿Así que tengo mañas de niña rica? —dijo ella, provocándolo.
—Montones —dijo él, levantando apenas la cabeza, el cuerpo posado de lado sobre ella,
mirándola juguetón a los ojos.
Se apaciguaron los ánimos. Se acariciaron. La tensión no desapareció totalmente pero fue
camuflada por besos y te quieros recelosos.
Felipe le mordió el hombro. Lavinia pensaba, entre mordisco y beso y mano entre piernas, cómo
Felipe se salía con la suya; cómo de pronto cambiaba, decía que le "ayudaría" y ella prefería
creerle, prefería rendirse, optar por la reconciliación, esa avenida de gemidos y pezones erectos,
alas zumbando en los oídos.
Acordaron que ella consultaría con Flor y Sebastián. Diseñaría la casa del general Vela, si su
"responsable" estaba de acuerdo.
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Capít ulo 12
EL MIÉRCOLES, SEBASTIÁN Y FLOR no sólo estuvieron de acuerdo. Le orientaron dar todo
su atención al proyecto, introducirse cuanto pudiera en aquel entorno, reportar todo lo que viera y
averiguara de los Vela.
"Todo", dijeron. Ningún detalle debía parecerle carente de significado.
Pensaban igual que Felipe. Sus argumentos finalmente, la convencieron.
Ella no se atrevió a continuar esgrimiendo reticencias.
Insistieron, además, en la necesidad de que siguiera frecuentando la vida social, sus amistades,
los círculos del club; que asistiera al próximo baile. No debía aislarse, dijeron. Era fundamental que
se hiciera visible. Cuando el general Vela indagara sobre ella, no le debía caber duda que era una
socialité practicante, acostumbrada a la compañía que le correspondía por derecho de cuna.
"Paradójico", pensó Lavinia, después de la reunión, que su "trabajo" en el Movimiento, lo que
pensó le cambiaría la existencia, sería precisamente jugar al rol de su propia vida.
Al regresar a su casa, la encontró sucia. Olía a encierro y desorden. Lucrecia no había llegado a
hacer la limpieza. Las tazas de café de la mañana estaban aún sobre la mesa y la cama sin hacer.
La lluvia se había metido por las ventanas entreabiertas. Minúsculas partículas de agua brillaban
en el piso cuando encendió las luces de la habitación. El naranjo se mecía de un lado al otro
arañando las ventanas.
—Hola —le dijo— ¡Ahora si te remojaste!
Ya le era usual hablarle al árbol. Estaba convencida, viéndolo verde y cuajado de naranjas, que
quienes decían que era bueno hablar a las plantas, no se equivocaban. Este árbol, al menos, parecía
agradecer sus saludos.
Se quitó los zapatos, y se puso las pantuflas; recogió las tazas vacías, el vaso de agua a la orilla
de la cama y se puso a lavar platos en la cocina.
¿Qué irá a pasar con los Vela?, se preguntaba, mientras fregaba y metía la esponja dentro y fuera
de los vasos y las tazas; y qué pasaría con Lucrecia, siempre cumplida. ¿Estaría enferma?
Trabajó hasta ver la casa ordenada. No estaba de humor para el desorden. Ojalá Lucrecia no
fallara al otro día, pensó, habría tenido algún contratiempo.
Lucrecia no llegó al día siguiente. Ni al otro.
—Deberías ir a averiguar qué le pasa —dijo Felipe por la mañana en la oficina.
—Ya lo había pensado —dijo Lavinia— voy a ir al salir del trabajo.
Tenía en su bolso el pedazo de papel donde Lucrecia anotara la dirección donde vivía. Era difícil
entender la letra rústica y elemental (apenas si había logrado cursar dos años de primaria), pero
Lavinia pudo descifrar el nombre del barrio y la calle. Pensó que sería suficiente. Los vecinos la
conocerían.
Al acercarse por la carretera principal, vio a lo lejos la barriada de calles irregulares, las casas de
tablones, la lejana silueta de una iglesia en el atardecer.
Salió de la carretera y se internó en la calle sin asfaltar. Las luminarias terminaban al iniciarse
las casas. Las puertas abiertas de las viviendas pobres y amontonadas proveían la única iluminación
de las callejuelas. Almendros y matas de plátanos crecían en los patios.
Desembocó en la plazoleta de la iglesia, el único edificio de concreto en los alrededores y se
internó por las calles traseras. Al pasar, los niños la miraban. El carro daba tumbos en las
irregularidades del terreno; cerdos y gallinas cruzaban la vereda lodosa. A través de las puertas vio
los interiores pequeños e insalubres de las viviendas de una sola habitación. En ese pequeño
recinto, vivían familias de hasta seis o siete miembros; hacinadas. Con frecuencia los padres
violaban a las hijas adolescentes bajo los efectos del alcohol.
¿Cómo harían para vivir así? pensó, incómoda, sintiéndose culpable.
Apenas unos cuantos kilómetros fuera del área de arboledas y barrios residenciales cómodos e
iluminados, uno entraba en este mundo rural, mísero y triste. Imaginó a Lucrecia caminando estas
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calles de tierra en la madrugada, saliendo a la vía principal a tomar el bus, buses destartalados,
apretujados; manoseo, carteristas. De nuevo pensó en las injusticias de los nacimientos. La muerte
era mucho más democrática. En la muerte todos se igualaban; cripta o tierra, todos las personas se
descomponían. ¿Pero de qué servía la democracia entonces?
Se detuvo ante un grupo de jóvenes que platicaban en la esquina. Preguntó por la calle donde
vivía Lucrecia. La conocían. Debía seguir más adelante, le dijeron; era la casa al lado de la venta,
más al fondo.
Ya la luz solar se extinguía totalmente. Una mujer aceituna, descalza, subía trabajosamente la
pendiente del camino, empujando una carreta de leña con varios niños encaramados sobre la
madera vieja.
Pasó a su lado en el automóvil. Los niños la miraron extrañados. A esa hora, sin duda, pensó
Lavinia, eran pocos los automóviles que pasaban por allí.
Llegó a la casa de Lucrecia. Desde la distancia, vio a la mujer de la carreta mirarla cuando se
bajó del vehículo. Ella se sintió mal, fuera de lugar con su traje-pantalón de lino y los zapatos de
tacones altos. Golpeó la puerta.
Una niña de aproximadamente doce años, la entreabrió.
—¿Aquí vive Lucrecia Flores? —preguntó Lavinia.
—Sí —dijo la muchachita, escondiéndose tras la puerta, mirando para dentro de la casa como si
buscara protección—. Sí. Aquí vive. Es mi tía.
—¿Y está? —preguntó ella.
—Tía, la buscan —gritó la niña volviéndose hacia el interior. La puerta se abrió un poco más.
Lavinia pudo ver el techo sin cielo raso, los cables eléctricos cruzando el zinc y una sola bujía
balanceándose atada a una viga. Colchones colgados, doblados sobre un travesaño. Los
descolgarían a la hora de dormir. Había una silla desvencijada en el rincón.
—¿Quién me busca? —dijo la voz de Lucrecia.
—Soy yo, Lucrecia. Lavinia —dijo ella desde la puerta.
—Déjala pasar, déjala pasar —se escuchó.
Obediente, la niña se hizo a un lado. Lavinia entró al cuarto pequeño que parecía servir de sala y
dormitorio a la vez; a uno de los costados de la habitación, detrás de un tabique de madera y una
cortina sucia y deshilachada, oyó a Lucrecia diciéndole que pasara. La estancia olía a trapos sucios
y encierro.
Lavinia abrió la cortina y encontró a Lucrecia tendida en un catre de lona, cubierta la cabeza con
una toalla que despedía un fuerte olor a alcanfor.
—Ay, niña Lavinia —dijo la mujer—, qué pena me da que haya venido a buscarme. No he
podido llegar porque estoy enferma. ¡Viera las calenturas que me han agarrado!
Lavinia se aproximó y vio sus ojos enrojecidos. Lucrecia se veía pálida con los labios
extrañamente azules.
—¿Pero qué es lo que tenés, Lucrecia? —preguntó— te veo muy mal. ¿Ya te examinó un
médico?
Lucrecia se tapó la cara con las manos y se puso a llorar
—No —dijo, entre sollozos— no me ha visto nadie. No quiero que me vea nadie. Rosa, traele
una silla, anda —dijo a la niña, mientras seguía llorando.
Lavinia se sentó a su lado en la silla, la misma que vio al entrar, la única que se veía en todo la
casa.
—¿Pero cómo es eso que no quieres que te vea nadie? —dijo, mientras Lucrecia sollozaba—.
Vamos, deja de llorar. ¿Cuándo fue que te empezó esto?
La mujer, joven pero avejentada por la pobreza, se tapaba con las sábanas mientras ordenaba a la
niña que fuera a buscar a su mamá.
—Lucrecia —insistía Lavinia—, decime qué te pasa, para poder llevarte donde un doctor. No
llores más. El doctor te puede curar. Ya nos podemos ir, si querés...
—¡Ay, niña Lavinia! ¡Usted tan buena! —dijo Lucrecia— ¡pero no quiero que me vea nadie!
—No quiere que la vea nadie y se va a morir de esas calenturas —dijo una voz a espaldas de
Lavinia.
Ella se volvió y vio al lado de la cortina, una mujer gorda con el delantal amarrado en la cintura;
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la hermana de Lucrecia, la madre de la niña.
—Decile a ella. Decile de una vez —continuó la mujer— no te podés quedar así en esa cama,
sólo llorando y encendida en fiebre hasta que te mueras. Si no le decís vos, le digo yo.
Arreció el llanto de Lucrecia.
—Yo le dije que no lo hiciera —dijo la hermana— pero no hubo manera de convencerla.
Por fin, Lucrecia, interrumpiéndose de rato en rato para llorar, le contó con detalles a Lavinia, lo
del aborto. No quería tener el niño —Dijo—, el hombre había dicho que no contara con él y ella no
podía pensar en dejar de trabajar. No tendría quién lo cuidara. Además quería estudiar. No podía
mantener un hijo. No quería un hijo para tener que dejarlo solo, mal cuidado, mal comido. Lo había
pensado bien. No había sido fácil decidir. Pero por fin, una amiga le recomendó una enfermera que
cobraba barato. Se lo hizo. El problema era que la hemorragia no se le contenía. Ya toda ella olía
mal, a podrido, dijo, y estaba con esas fiebres... Era un castigo de Dios, decía Lucrecia. Ahora
tendría que morirse. No quería que la viera nadie. Si la veía un médico, le preguntaría quién se lo
había practicado y la mujer la amenazó si la denunciaba. Los médicos sabían que era prohibido. Se
darían cuenta. Hasta presa podía caer si iba a un hospital, dijo.
Lavinia trató de que no la abrumara la visión de las mujeres con las caras tensas, el llanto de
Lucrecia arrebujada entre las sábanas, la ignorancia, el temor, el cuartito sin ventilación, el olor a
alcanfor, la niña asomando la cara asustada por la cortina.
—Anda jugá, Rosa, te dije que te fueras a jugar —decía la madre, perdiendo la paciencia,
empujando a la niña, levantando la mano amenazadora que hizo a la muchachita salir corriendo.
Debía pensar qué se podía hacer, se dijo Lavinia. No quería sentir el malestar en el estómago, las
ganas de llorar junto a Lucrecia. Que, por fin, callaba, sollozando apenas.
—Tengo una amiga enfermera —dijo Lavinia—. Voy a ir a buscarla.
Traería a Flor, pensó. Flor podría, al menos, decirle qué hacer.
Se levantó. Se sobrepuso al olor del alcanfor, de la fiebre, al pesar, la rabia por la pobreza.
—Gracias, niña Lavinia, gracias —decía Lucrecia, empezando de nuevo a llorar.
Al salir a la calle oscura, Lavinia aspiró una gruesa bocanada de aire. La noche se acomodaba en
los tablones de las casas vecinas. El cielo, lavado de lluvia, estaba lleno de estrellas. Ninguna luz
competía con su esplendor. La hermana de Lucrecia, enhiesta en la puerta, se alisaba el pelo con las
manos.
—Ahora vuelvo —le dijo a la mujer—. Ahora mismo regreso —y entró en su automóvil con
olor a nuevo.
En la carretera, Lavinia se detuvo porque lloraba. Las lágrimas en sus ojos creaban halos
irisados en los faros de los vehículos que se le cruzaban en el camino.
Dos horas más tarde, Flor desapareció con Lucrecia detrás de la puerta de emergencias. A través
del cristal las vio perderse en el interior. Lavinia caminó hacia la sala de espera, arrastrando los
pies.
El techo era alto y las luces de neón dispersas en el cielo raso —la mayoría apagadas—
alumbraban tenuemente el lugar. Se dejó caer en una de las bancas de madera. De no ser por el olor
a medicinas y angustia, el olor típico de los hospitales, la sala de espera podría haberse confundido
con el salón de una iglesia protestante. Filas de rústicos bancos de madera ocupaban el centro y los
lados del salón. Mujeres con niños sucios y enfermos, otras solas, unos cuantos hombres esperaban
silenciosos. Lavinia apoyó el brazo en la esquina de la banca y se frotó los ojos. Le dolía la cabeza.
Sentía tensión en la nuca.
Afortunadamente, Flor había tomado control de la situación con su serenidad habitual. Tenía
amigos en el hospital. Médicos acostumbrados a situaciones como la de Lucrecia. "Miles de casos
parecidos", había dicho Flor.
Estuvo con los ojos cerrados un buen rato, esperanzada en poder dormitar para acortar la espera.
Pero el sueño no llegó. Abrió los ojos y los extendió a través del salón. Notó que las demás
personas en la sala la observaban. Habían apartado la mirada no bien ella levantó los ojos, pero la
habían estado mirando, observándola cual si se tratase de un teatro y una luz cenital se posara sobre
ella.
Se sintió incómoda. Para distraerse miró hacia el suelo. Recorrió con la vista la hilera de pies
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frente a ella. La suciedad se acumulaba debajo de las bancas. Unos pies de mujer mayor se
movieron. Eran gruesos. Las venas varicosas asomaban por encima del cuero negro y tosco. La
punta del calzado había sido cortada para que el tamaño insuficiente no estrujara los dedos de la
nueva dueña. Los dedos de uñas quebradas y violáceas eran grotescos. Lavinia miró los de al lado.
Mujer más joven. Tendría a lo sumo treinta años. Sandalias que en algún tiempo fueron blancas.
Pies morenos. Ásperos. Las uñas exhibían esmalte casi púrpura descascarado, viejo. Venas
protuberantes. Y más allá, las suelas gastadas de zapatos masculinos. Calcetines cortos. El elástico
ya flojo. Una rotura asomaba por el borde. Recorrió hipnotizada la hilera de pies tristes. Levantó
los ojos. La miraban. Los bajó de nuevo. Sus pies entraron en foco. Sus pies finos, blancos
asomando por la sandalia de tacón, la sandalia marrón suave, cuero italiano, las uñas rojas. Eran
lindos sus pies. Aristocráticos. Cerró de nuevo los ojos.
Ella se había comprometido a luchar por los dueños de los pies toscos, pensó. Unirse a ellos. Ser
una de ellos. Sentir en carne propia las injusticias cometidas contra ellos. Esa gente era el "pueblo"
del que hablaba el programa del Movimiento. Y, sin embargo, allí, junto a ellos en la sala de
emergencia sucia y oscura del hospital, un abismo los separaba. La imagen de los pies no podía ser
más elocuente. Sus miradas de desconfianza. Nunca la aceptarían, pensó Lavinia. ¿Cómo podrían
aceptarla alguna vez, creer que se podía identificar con ellos, no desconfiar de su piel delicada, el
pelo brillante, las manos finas, las uñas rojas de sus pies?
Flor la sacó de sus meditaciones. Apareció con el médico. Un hombre de mediana edad, robusto,
de cara bonachona. Lucrecia estaba bien, le dijeron. Habían tenido que ponerle sangre, hacerle un
legrado. Era una suerte que la hubiera llevado hoy al hospital. Un día más y ningún esfuerzo la
habría salvado.
Entró con Flor al pabellón de ginecología. La sala "J" era larga y angosta, con hileras de camas a
ambos lados. Mujeres de rostros sombríos la siguieron mientras caminaba por el medio hacia la
cama donde Lucrecia dormía. Midieron su ropa, su bolso; la observaron, otra vez, de arriba abajo.
Ella caminó en puntillas, deseando que la tierra la tragara, sintiéndose tímida, ofensiva, culpable,
intrusa en esos padecimientos ajenos.
Sólo Flor sonreía mientras la animaba a acercarse, a inclinarse sobre Lucrecia y pasarle la mano
por la frente. Le indicó que anotara el número de la cama para informar a la hermana. Mañana
estaría mucho mejor, dijo Flor, podían visitarla de tres a cinco de la tarde.
Días después, en la oficina Lavinia luchaba contra la depresión, el desgano, dibujando
posibilidades para la casa de Vela.
Sentía que la vida se le enredaba incontrolablemente; sus dos existencias paralelas chocaban
estremeciéndola, amenazando con borrarle todo vestigio de identidad.
La noche en la sala de emergencia no se le borraba del recuerdo, la perseguía. Se agudizó con las
visitas al hospital en la tarde, los tres días siguientes, sentada al lado de Lucrecia con la hermana y
la niña, en la gran sala de ventanas altas del pabellón de ginecología. No podía olvidar las caras de
mujer enmarcadas por blancas sábanas, mirándola con extrañeza, incómodas de verla aparecer allí
entre ellos.
Era terrible situarse, con sólo buenas intenciones, en ese mundo dividido arbitrariamente. Cargar
con privilegios frente a la injusticia, sentirse marcada por la riqueza como por un herraje que la
separaba de los dueños de las manos y los pies toscos, de aquellas mujeres yaciendo en las camas
con las entrañas desgarradas por abortos mal practicados, o acurrucando niños que, como ella, no
habían escogido dónde nacer y que, por el azar de los nacimientos y las desigualdades sociales,
crecerían en cuartos oscuros, olorosos a trapos sucios, hacinados al lado de hermanos y tíos y
padres y madres.
El lápiz de Lavinia dejó de dibujar arcos y puertas. Se deslizó dibujando manos y pies. Levantó
la cabeza y escuchó el zumbido de las lámparas de dibujo, las conversaciones de los aprendices, el
tintineo de las tazas de café, el ronroneo del aire acondicionado. A estas horas, Lucrecia estaría de
regreso en su casa, feliz de haber sobrevivido. Estaría tomando un tazón de caldo de hígado,
lavando el alcanfor de las sábanas, esperando que la hermana regresara de su puesto de venta en el
mercado a amasar las tortillas que Rosa, la niña, saldría a vender por el barrio en la tarde, chillando
con su vocecita:
—"Tortillas, laas tortillaas."
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
A lo largo de su vida, Lavinia recordaba fogonazos de esta otra realidad insinuándose solapada,
avergonzada; retratos inmóviles desde los cuales el dolor la miraba. Instantes desleídos,
amarillentos, guardados en silencio hasta ahora que empezaban a flotar en su conciencia como
botellas arrojadas al mar. Mensajes en las playas de su mente, sacudiéndola. "Si fuera uno de ellos,
se decía, no creería nada de alguien como yo, alguien que tuviera mi apariencia. Nada bueno."
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Capít ulo 13
MIRANDO SU JARDÍN DE HELECHOS y jalacates, Sara hablaba, sin detenerse, de su tiempo
ocupado en verduras que comprar, cuartos que arreglar, muebles que tapizar... "Soy una buena
esposa —dijo—. Y me gusta serlo. Es una felicidad como cualquier otra: arreglar la casa, recibir al
marido." Lo curioso, decía, era sentirse encerrada en una especie de modorra, en el espacio de un
tiempo propio en el que Adrián apenas intervenía. Cuando él llegaba por las noches, con sus
noticias del trabajo y los acontecimientos mundiales, a ella le costaba cambiar el rol; tener una
conversación "interesante". Le costaba más aún, siguió diciendo, irse a la cama y jugar los juegos
seductores que a él le gustaban; romper todas los noches la crisálida, el refugio manso de los
quehaceres domésticos y volar como mariposa: ser una mujer sensual. "Casi siento que debo fingir.
Tengo que esforzarme por romper la modorra, acelerar el ritmo, escuchar lo que dice con cara de
interés." Era más fácil, decía, cuando él se marchaba y ella quedaba guardada en su mundo callado,
en el jardín, los quehaceres domésticos.
A veces pensaba que "su mundo" le permitía encontrar sosiego y sentido en las tareas diarias,
tan aparentemente irrelevantes y sencillas; o era que quizás realmente gustaba de la exquisita vida
en cámara lenta de su reino: el imperio de la domesticidad.
Lo que más le llamaba la atención, agregaba, era que la sensación parecía ser común a las
mujeres en su misma situación: pasaban el día dedicadas aparentemente a la felicidad del marido,
pero aquellos hombres apareciendo de noche y saliendo por la mañana, eran extraños en el entorno.
Las "amas de casa", se preguntaba Sara mirando a Lavinia, ¿no estarían desde hacía siglos
acomodadas en un universo personal, fingiéndose rostros a los intrusos de la noche, para retornar a
sus dominios durante el día?
—No sé si me explico —decía Sara— para la gente como vos, la vida doméstica es un desierto.
Así también la ven los hombres. El asunto es que uno se inventa el oasis. Uno se divierte con lo que
hace. A mí me gusta hablar con el carnicero, me divierte discutir precios en el mercado, arreglar el
jardín, ver crecer las begonias. Disfruto la cotidianidad. Lo que uno empieza a sentir extraño es el
compartir la cama, el baño, la ducha, con un ser que viene de noche y se va en la mañana; que lleva
una vida tan distinta...
—Bueno —dijo Lavinia— de eso se trata precisamente. A las mujeres se les asigna la
cotidianidad, mientras los hombres se reservan para ellos el ámbito de los grandes
acontecimientos...
—Lo que estoy tratando de decirte, Lavinia, es que, aunque no lo parezca, las esposas también, a
su manera, relegan al marido. Los maridos se convierten en intrusos del mundo doméstico...
—No te engañes, Sara —dijo Lavinia—, si el marido no estuviese de por medio, las amas de
casa no existirían, ese mundo del que hablas, sería diferente...
—No estoy hablando de que dejen de existir los maridos. Compréndeme. El hecho es que
existen. Lo que estoy diciendo es que, así como el hombre tiene una vida satisfactoria en su trabajo,
las "amas de casa" tenemos nuestras propias maneras de funcionar...
—No lo dudo —dijo Lavinia—, sin salario, ni reconocimiento social...
—A mí todos en el barrio me quieren —dijo Sara—, me conocen y me respetan. Tengo
reconocimiento social entre mis amistades...
—Como cualquier ama de casa —dijo Lavinia.
—No me molesta —dijo Sara—. Ser ama de casa es una condición respetable. No trato de
decirte que no me gusta lo que hago, sino esto de descubrir...
—Lo único que has descubierto es la división del trabajo —interrumpió Lavinia, exasperada.
—No, Lavinia. Te sorprendería oír a las "amas de casa" hablar entre sí sobre los mandos. Se les
atiende como seres extraños, como si nada tuvieran que ver con nosotras; con las discusiones sobre
las manchas en los manteles, el tiempo de cocción de la carne, el cuido de los jardines... Lo curioso
es que los hombres creen que es un mundo que existe para ellos y, honestamente, creo que no hay
otro lugar donde sean menos importantes, aunque todo parezca girar a su alrededor. El de las amas
de casa es un espacio que, contrario a lo que todos suponen, sólo vuelve a la normalidad cuando los
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
hombres se van por la mañana al trabajo. Ellos son las interrupciones.
—Y la razón de ser de ese espacio —dijo Lavinia—. Cualquier feminista que te escuchara, se
enfurecería...
—¿Vos no lo ves como una manera de las mujeres de abarcar algún territorio...?
—No —dijo Lavinia, categórica—. A mí me parece que la "Modorra" de la que vos hablas y eso
de ver al hombre como un "intruso", son nada más formas de una rebelión inconsciente.
—¿Pero no crees que las mujeres tenemos primacía sobre un territorio de la mayor importancia,
con un poder real inimaginable... Lo que se ha llamado "el poder detrás del trono"?
—Eso es un invento de los hombres...
—Lo que pasa es que nunca hemos ejercido ese poder como poder, sino como sumisión. Lo que
me ha impresionado es darme cuenta que bajo toda su aureola de sometimiento, el imperio de la
domesticidad tiene estructuras sólidas. Te digo que los hombres son sólo referencias inevitables.
—Puede ser —dijo Lavinia—. Yo lo que pienso es que estás entrando en contacto con la
realidad femenina de las "amas de casa"; con sus mecanismos de defensa. Eso ha sido así desde
siempre. Y la verdad es que nada hemos cambiado para nuestro beneficio en el mundo...
—Vos tenés tus ideas; yo tengo las mías —dijo Sara.
Lavinia optó por no discutir más con Sara. Su mente está ocupada en otras preocupaciones. En
otra ocasión, ahondaría más en el problema. Quizás Sara empezaba a sentirse infeliz con Adrián y
temía reconocerlo.
Atardecía. La luz crepuscular bañaba el jardín y las ramas bajas del árbol de malinche en medio
del patio. Las dos amigas se quedaron en silencio, sumida cada una en sus propias reflexiones,
sorbiendo el té helado en los altos vasos de cristal.
—¿Y qué tal la vida social? —preguntó finalmente Lavinia.
—Muchas despedidas de soltera —dijo Sara—. Parece que todas nuestras amigas se casarán
pronto... y dentro de dos semanas es la fiesta anual del Social Club. Al fin te decidiste a ir, o seguís
empeñada en no pisar esos salones, ¿en "retirarte del mundanal ruido"?
—Es probable que vaya —respondió Lavinia—. Últimamente me he estado sintiendo sola.
Pienso que no me haría mal un poco de vida social otra vez.
—Por supuesto que no te haría mal —dijo Sara—. Y este año, dicen que el club va a echar la
casa por la ventana; van a participar más de veinte debutantes. Te vas a divertir. Es diferente a las
discotecas, pero también es divertido.
—Es un gran espectáculo —dijo Lavinia—. Eso es lo que nunca me gustó. La sensación de estar
en escaparate, ofrecida al mejor postor.
—Yo nunca sentí eso —dijo Sara—. Es la manera acostumbrada, natural, de que los jóvenes se
conozcan y encuentren pareja. Pero ahora, probablemente ya no te vas a sentir así. Vas a disfrutar
más. La gente pregunta dónde te has metido vos.
"Si lo supieran", pensó Lavinia, "se morirían."
Después de su experiencia con Lucrecia, el cuartucho, los pies en el hospital, sería difícil poder
disfrutar del baile. Pero no valía la pena decírselo a Sara. No sería conveniente incluso, para la
imagen que Sebastián afirmaba ella debía mantener. Él insistía en la importancia de que frecuentara
los círculos estirados del club. No sólo para su "cobertura" de "socialité" impecable. En esos
círculos, podría obtener información valiosa para el Movimiento. "Nos interesa saber qué piensan y
qué planes tiene esa gente", había dicho.
—Puede ser que me sienta mejor ahora —dijo Lavinia, tratando de sonar convincente—. Ahora
que puedo tomar distancia. No sentirme como la "oferta" del año.
—Nos podemos ir juntas al baile si querés —dijo Sara—. Estoy segura que Adrián estará
encantado de llevarnos a las dos... y Felipe, ¿no se irá a molestar? No creo que él pueda
acompañarnos...
No, claro, pensó Lavinia. Felipe no sería admitido. Ser admitido en el club era todo un
procedimiento. No sólo se requería el dinero para pagar la cuantiosa suma de ingreso; era necesario
pasar el escrutinio de la Directiva del Club. Se reunían y discutían largamente el pedigree de los
solicitantes. Votaban con bolas negras y bolas blancas. Ni siquiera los altos mandos del Gran
General eran admitidos. La mayor parte de la aristocracia era "verde". El partido "Azul" del Gran
General y sus miembros eran considerados "chusma", "guardias sin educación", "nuevos ricos". Al
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
menos en la vida social, los "verdes" conservaban el poder. Parecía bastarles. Sonriendo,
recordando los absurdos parámetros de la elección, Lavinia dijo:
—Ni pensarlo. Felipe sólo recibiría bolas negras si solicitara ser admitido. Pero, claro, a él ni se
le ocurre. No creo que le interese en absoluto —y sonrió imaginándose los comentarios de Felipe.
—Nunca se sabe —dijo Sara— las personas de extracción humilde como Felipe, que llegan a ser
profesionales, generalmente, darían cualquier cosa por ser socios. Claro que él no lo admitiría,
sabiendo, además que no tiene la menor posibilidad. Sería diferente si ustedes se casaran...
—Vos pensás que a toda la población le gustaría pertenecer al Social Club, ¿verdad Sara? —dijo
Lavinia, sin poder ocultar el malestar que las palabras de la amiga le produjeron.
—No veo por qué no iba a gustarles —dijo Sara— pero, en el caso de Felipe, siendo un
profesional joven, sería una gran ventaja para su carrera. Nadie ignora que al club, van todas las
personas que cuentan en este país.
—A lo mejor —dijo Lavinia— si le hago comprender que casándose conmigo puede ser
admitido en el club, me propondrá matrimonio.
—No podes negar que le convendría —dijo Sara— a él más que a vos.
Sara no tenía remedio, pensó Lavinia y ella no quería seguir escuchándola; no quería seguir
viéndola empequeñecerse.
—Ya debo marcharme —dijo poniéndose de pie—. Son casi las seis y todavía tengo que pasar
por el supermercado. No tengo nada de comer en mi casa.
—¿Quedamos de acuerdo en que irás con nosotros al baile? —preguntó Sara.
—No sé si tengo vestido apropiado —dijo Lavinia, sarcástica—. Todos los que tengo, ya me los
conocen...
Sara la acompañó hasta la puerta. No debía preocuparse por el vestido le dijo, sin acusar el
sarcasmo de Lavinia. Era lo de menos. Ella podía permitírselo porque todos estarían tan contentos
de verla que ni se fijarían en eso.
Sí, pensó Lavinia deprimida, entrando al supermercado, ella podía permitírselo: Sara y Flor; una
vida y la otra.
Miró el interior aséptico y luminoso del supermercado. Su reciente inauguración había
constituido todo un acontecimiento social. "El más surtido de la capital." "No tiene nada que
envidiarle a un 'súper' norteamericano", dijeron los periódicos. Tomó el carrito reluciente y nuevo y
se deslizó por los pasillos, recibiendo la oleada de atracción de las cosas, las latas con leyendas en
francés e inglés, las jaleas de colores en delicados envases de cristal, las ostras ahumadas,
calamares en su tinta, caviar rojo y caviar negro.
Compró pan, jamón y queso. A esa hora había poca gente. Unas cuantas mujeres discutían sobre
alimentos de niños en el pasillo de los bebés.
Las mujeres de Sara, pensó, recordando las teorías de su amiga. La cajera la despachó
rápidamente, sonriendo, comentando lo poco que había comprado. No dijo nada. Podría haberle
dicho, se preguntó Lavinia que estaba cansada, deprimida de sentir que se alejaba velozmente de
Sara, de lo que acostumbraba a considerar "normal" sin saber dónde iría a parar, sintiendo que la
gente por la que ahora quería luchar, tampoco la aceptaría. Por supuesto que no, se dijo. La mujer
sólo la miraría, incómoda, sin saber qué decirle, considerando su confidencia fuera de lugar,
desquiciada. Salió. Un niño descalzo con pantalones remendados, vino corriendo hasta su
automóvil. "Le cuidaré el carro" —dijo, extendiendo su mano. Lavinia sacó unas cuantas monedas
y se las dio. El niño tenía ojos negros y vivaces. "Tal vez tendrá la oportunidad de ser médico o
abogado", pensó Lavinia, acomodando esta imagen junto a las otras. No entendía claramente qué le
estaba ocurriendo. La calle entera daba gritos, el paisaje se transformaba. Todo eso había estado allí
desde que ella era niña, pensó: aquel estado de cosas. Ella siempre lo había visto. Recordó incluso a
la tía Inés, señalándole los contrastes, a partir de la caridad cristiana. Y ella se había paseado por
esas calles, indiferente, en medio del bullicio de sus amigos, yendo y viniendo a fiestas y paseos. Si
despreció clubes y salones encopetados fue desde una actitud de "viva el escándalo". Pero ahora,
las sensaciones eran diferentes, agudas, penetrantes. Era como si, en el inmenso teatro, ella hubiera
cambiado la butaca cómoda del espectador, por el tinglado de los actores, el calor de las luces, la
responsabilidad de saber que la obra debía concluir con éxito, con aplausos.
La oscuridad descendía sobre los robles de la calle. Entró en la penumbra de la casa, pensando
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
en las nuevas sensaciones sobrevenidas al haber pasado a ser parte del tejido subterráneo e invisible
de los hombres y mujeres sin rostro, los seres agazapados. Pensó en lo distinto que resultaría asistir
al baile ahora, lo paradójico de que le ordenaran asistir, infiltrarse entre los suyos.
Puso la bolsa del supermercado en la mesa de la cocina. Antes de guardar las compras en el
refrigerador, sacó una bolsa de pan, jamón y queso y se preparó un sandwich. Salió al corredor del
patio, para comer y leer el periódico.
Felipe no vendría hoy. Lo sentía en las hojas y en el aire. Confiaba en sus presentimientos, en su
capacidad de leer posibilidades en el peso de la atmósfera, la manera de moverse de las flores, la
dirección del viento.
Felipe no vendría hoy y era mejor así, pensó. Estaba cansada.
Las estrellas parpadeaban a lo lejos, ojos pícaros abriendo y cerrando los agujeros del universo.
"Estoy sola", pensó ella, mirando al abismo extenso de la oscuridad. "Estoy sola y nadie puede
decirme certeramente si mis acciones son un error o un acierto." Era lo tremendo de conducir la
propia vida, pensó: esa sustancia claroscura alternándose en un tiempo cuya duración individual era
un azar como todo lo demás.
Ya no se irá de la tierra como las flores que perecieron, sin dejar rastro. Oculta en la noche
en que me mira hay presagios y ella avanza, desenvainando por fin la obsidiana, el roble. Poco
queda ya de aquella mujer dormida que el aroma de mis azahares despertó del sueño pesado del
ocio. Lentamente, Lavinia ha ido tocando fondo en sí misma, alcanzando el lugar donde
dormían los sentimientos nobles que los dioses dan a los hombres antes de mandarlos a morar a
la tierra y sembrar el maíz. Mi presencia ha sido cuchillo para cortar la indiferencia. Pero dentro
de ella existían ocultas las sensaciones que ahora afloran y que un día entonarán cantos que no
morirán.
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La Mujer Habitada
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Capít ulo 14
LAS "VELA" LLEGARON a la oficina al día siguiente.
Lavinia se sonaba la nariz. En la época de lluvias estornudaba con frecuencia.
—¿Tiene catarro? —preguntó la hermana solterona.
—Es alergia —respondió poniendo la libreta de notas sobre el escritorio.
—Mi marido también es alérgico —dijo la señora Vela—. Las personas alérgicas deben de tener
cuidado en este tiempo del año. Hay mucho polen en el ambiente.
El general Vela era alérgico al polen.
—¿Cómo van esas ideas? —preguntó la solterona, que se llamaba Azucena.
Lavinia sacó los bosquejos iniciales.
—He trabajado un poco a partir de la conversación del otro día. Estos son algunos ambientes
básicos. Sólo algunas ideas para empezar. La casa tendría tres niveles aprovechando el declive del
terreno y para reducir el movimiento de tierra. El nivel más alto es el área social, luego sigue el
área habitacional y luego el área de servicio.
Iba señalando en el plano la entrada principal, el sistema de escaleras para pasar de uno a otro
nivel. Todos los niveles alcanzarían a tener buena vista del paisaje, inclusive el nivel de servicio.
La señora Vela se había puesto unos anteojos de marco grueso en el que brillaban diminutas
piedras. Fruncía el ceño recorriendo con su dedo índice los trozos del diseño cual si se imaginara a
sí misma vagando por la casa.
La señorita Azucena miraba con atención al plano y a la hermana alternativamente. De vez en
cuando, levantaba la cabeza y sonreía. Era de esas personas que se esforzaban por ser amables con
todos. Parecía no tener intereses propios, vivir para aceitar las vidas de los demás y evitar chirridos
y fricciones.
A Lavinia le inspiraba una mezcla de lástima y simpatía.
—Veo que puso el estudio de mi marido junto a la sala... —dijo la señora.
—Sí, para que tenga buena vista —respondió Lavinia.
—Pero me parece que sería mejor poner allí el cuarto de música que acomodó más al fondo. Mi
marido no lee mucho. Le gusta más oír música. Si va a leer un libro, lo lee en la cama o en la sala...
—No es un gran lector...—dijo la niña Azucena, ampliando.
—¿Y el billar no podría estar del lado de la vista también?...—preguntó la señora Vela.
—Bueno es que prácticamente ya no hay espacio al lado de la vista —respondió Lavinia.
—Pero mire todo el área de servicio —dijo la señora Vela—, es un desperdicio. Para qué
quieren vista las sirvientas...
—Si ubicamos el área de servicio hacia dentro tendremos problemas con la ventilación —
explicó Lavinia—. En invierno no se secará la ropa —añadió, para no sonar preocupada por las
domésticas.
—No creo. Hay ventanas a los lados —dijo la señora Vela.
—Pero el aire no circularía lo suficiente —insistió Lavinia.
—Pues sería un poco caliente. No es un gran problema... La ropa la pueden sacar al tendedero y
meterla cuando empiece a llover.
—¿Y si se mueve el área de servicio al fondo del segundo nivel?—preguntó Azucena.
—Podemos tratar —aceptó Lavinia—, como les dije, éste es sólo un primer esbozo...
—Tratemos —dijo la señora Vela.
El área habitacional estaba apenas insinuado, explicó Lavinia, ya que necesitaba saber un poco
más de las costumbres de la familia.
En ese momento entró Julián.
Las mujeres se arrellanaron en los sillones sonriendo recatadamente. Las pulseras de la señora
Vela tintinearon acompañando el gesto de acomodarse un mechón de pelo.
Lavinia les agradaba, pero Julián era un hombre.
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La Mujer Habitada
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—¿Cómo van? —preguntó él, condescendiente.
—Estamos empezando —dijo Azucena— pero parece que todo irá muy bien. La señorita
Alarcón tiene ideas interesantes.
—Muy interesantes —dijo la señora Vela.
—No lo dudo —sonrió Julián, aproximándose al plano.
—Les explicaba la idea de los niveles —dijo Lavinia—. Ellas querían que se buscara la forma
de situar el cuarto de billar de manera que tuviera ventanal al paisaje. El problema es la ventilación
del área de servicio...
Julián miró atentamente el esbozo mientras Lavinia le indicaba las posibilidades de ubicación de
la lavandería, el cuarto de plancha y la habitación de las domésticas. Notó la cara de las mujeres
atentas a los expresiones de Julián, cual si fuera un dios a punto de emitir juicio.
Se le vino a la mente la conversación con Sara. ¿Cómo podría creer que para las amas de casa
los hombres no eran importantes?
—El general Vela tiene gran afición al billar desde que era niño —decía Azucena.
—Es su manera de distraerse —coincidió la señora Vela—, no bien llega a la casa se tira su
partida de billar...
Lavinia lo imaginó en camiseta, el hombre gordo apuntando las pelotas multicolores,
olvidándose de los "negocios" del día: las redadas, los pelotones persiguiendo guerrilleros en las
montañas, las aldeas incendiadas con napalm. ¿Qué pensaría mientras jugaba al billar?
—Comprendo que sea una buena idea tener un ventanal amplio con vista al paisaje —dijo
Julián— creo que no será tan difícil. El área de servicio se puede poner en el primero o segundo
nivel o podríamos estudiar otra alternativa de distribución del espacio. Como seguramente les
explicó Lavinia, este es sólo un primer esbozo. Lo que más nos interesa en esta etapa es saber qué
les parece el estilo de diseño; esta solución de construcción en varios niveles.
—A mí me parece bien —dijo la señora Vela—. Estoy segura que a mi marido le gustará.
—¿No quieren tomar café? —preguntó Lavinia, dirigiéndose a la puerta.
—No, no gracias —dijo Azucena—, sólo tomamos café en la mañana. Nos acostamos temprano.
Si tomamos café a esta hora, no dormimos. Muchas gracias.
—Yo sí, por favor —dijo Julián.
Lavinia regresó después de pedir el café a Silvia. Había preparado una lista minuciosa de
preguntas sobre la familia para determinar la disposición y tamaño de las habitaciones.
—Me dijo que el niño mayor tiene trece años, ¿verdad? ¿y la niña nueve? —preguntó.
—Sí, así es —dijo la señora Vela—. Recuerda lo que le dije del cuarto del niño. ¿De la
decoración con motivos de aviación? Es importante.
—Sí —dijo la señorita Azucena—. Es un niño muy etéreo. A mi cuñado le desespera su gusto
por los pájaros. Dice que si le llama la atención lo que vuela, tendría que pensar en los aviones.
—Los aviones sí le gustan —dijo la señora Vela, remarcando el "sí", mirando con censura a la
hermana—. Son los helicópteros los que le dan miedo.
—Sí, sí. Es cierto —corrigió la señorita Azucena—. El cuarto decorado con motivos de aviación
le gustaría.
—No queremos que la niña y el niño queden muy juntos —dijo la señora Vela, dando por
terminada la extraña discusión de pájaros y aviones—. Por la diferencia de edad, se pelean mucho.
Además, no es conveniente para el futuro, cuando la niña ya sea una señorita.
—Además, cada uno debe tener baño independiente —intervino la señorita Montes.
—Y para el cuarto de la niña, ¿tiene alguna idea especial? —preguntó Lavinia.
—Creo que debe ser un poco más grande. Usted sabe, las mujeres usamos más espacio —
sonrió, cómplice, la señora Vela—. Un diseño coqueto vendría bien.
—¿Y su marido no querrá ver los esbozos? —preguntó Lavinia, sonriente, asintiendo.
Julián la miró de reojo, sin decir nada.
—Los esbozos no —dijo la señora Vela—. El quiere ver el anteproyecto completo.
—Quiere que nosotros nos encarguemos de los detalles. Es un hombre muy ocupado. Viaja
mucho por todo el país —añadió Azucena—. Es mejor ahorrarle trabajo.
Lavinia continuaba sonriendo imperceptiblemente cuando se dirigía de regreso a su oficina,
después de despedir a las hermanas Vela. Realmente era increíble todo lo que se podía saber de las
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La Mujer Habitada
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personas cuando se les diseñaba una casa.
Debería recoger a Sebastián en la esquina cercana a un cine de barrio.
"A las seis en punto" —había dicho Flor— "ni un minuto más, ni un minuto menos."
En la radio del carro sintonizaba "Radio Minuto" —minuto a minuto la radio señalaba la hora
que ellos usaban como hora "Oficial" del Movimiento. En el fondo de la música se escuchaba el
tictac persistente. Cada minuto, la locutora interrumpía para decir la hora con una voz mecánica
que recordaba las grabaciones de las operadoras en centrales telefónicas.
Atendiendo las instrucciones, erró sin rumbo durante cierto tiempo para cerciorarse de que nadie
la seguía. Le costaba acostumbrarse a la constante inspección del espejo retrovisor. Sentía que era
innecesario.
¿Quién sospecharía de ella? Pero Flor fue muy insistente sobre la necesidad de cumplir al pie de
la letra las "medidas de seguridad". No fiarse nunca. Y ella no hubiera querido fallar. Se esforzaba
por no perder detalle; por asegurarse de que el carro rojo doblaba en la esquina y no continuaba
detrás de ella.
Calculó mal el tiempo. Llegó al lugar de la cita cinco minutos antes de lo establecido. No vio a
Sebastián. Sólo algunos transeúntes detenidos ante un puesto de venta callejero.
Desde la radio, con el fondo del tictac, Janis Joplin cantaba Me and Bobby Me Gee. El tictac
añadía un toque de urgencia a la música. Cruzó varias esquinas y calles. La oscuridad empezaba a
caer sobre la ciudad. Mujeres sentadas en mecedoras al lado de la calle tomaban el fresco. La vida,
sus perros y gatos, los niños saltando la rayuela en las aceras, seguía su curso de días y noches y
aquellos cinco minutos no terminaban de pasar jamás.
Finalmente, la voz de la locutora anunció: "Son las seis en punto de la tarde". Dobló la esquina
desembocando en la calle del cine. Sebastián, con una gorra de camionero, estaba en el lugar
acordado.
Se acercó con el automóvil hasta detenerse a su lado. Sacó la cabeza por la ventana pretendiendo
reconocer a un amigo y saludarlo. Sebastián se acercó fingiendo también un encuentro casual.
—¿Para dónde vas? —preguntó ella. Él mencionó un lugar cualquiera.
—Si querés te doy un aventón.
Sebastián se introdujo en el vehículo y partieron.
—¿Te chequeaste bien? —le preguntó.
—Demasiado bien. Tengo casi quince minutos de estar dando vueltas. Llegué demasiado
temprano.
—Es mejor que llegar tarde —dijo él—, ya te acostumbrarás a calcular bien el tiempo. No es
bueno llegar demasiado temprano, o tarde. Dar muchos vueltas puede resultar sospechoso. Lo
mejor, si llegas temprano, es hacer un recorrido largo fuera de la zona del contacto y regresar dos o
tres minutos antes de la hora convenida. Tenés que comprender el significado real de los kilómetros
por hora y conocer bien la ciudad. Pero todo eso lo vas a ir aprendiendo poco a poco. Al principio,
esto es normal.
"Ahora toma la carretera Sur y no te olvides de ir chequeando el espejo retrovisor. ¿Cómo va la
casa de Vela?
—Ya entregamos el primer esbozo. Yo le propuse a la esposa ir a su casa a explicárselo al
general, pero dijo que era mejor esperar a tener el anteproyecto. Aparentemente, Vela anda
viajando por el interior.
—Está al mando de las acciones contra insurgentes —dijo Sebastián—. ¿Cuánto tarda la
construcción de una casa?
—Depende —respondió Lavinia—. Desde el momento que se aprueban los planos, pueden pasar
seis, ocho meses; depende de la eficiencia del contratista...
—¿O sea que si se aprueban los planos el mes próximo, la casa podría estar terminada en
diciembre?
—Sí.
Sebastián guardó silencio.
—El general Vela es alérgico al polen —dijo Lavinia, brindando orgullosa su información—.
Juega billar después del trabajo; no le gusta leer, prefiere oír música. Parece ser que a su hijo
adolescente le gustan los pájaros y eso lo desespera. Quiere inclinar la afición del muchacho hacia
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
los aviones. Pero al niño le dan miedo los helicópteros... La familia se acuesta temprano.
—Muy bien... muy bien —dijo Sebastián, sonriendo—. No te pegues mucho al carro que va
delante. Siempre hay que conservar un buen margen de maniobra en caso de alguna emergencia,
sobre todo cuando llevas un clandestino en tu carro.
Lavinia obedeció. Sintió la oleada de miedo, la adrenalina subiendo y bajando. Era tan fácil
olvidar que Sebastián era un "clandestino". Pensar que iba con una persona como ella, sin mayores
problemas. Miró el espejo retrovisor, recuperando el sentido de alerta; asombrándose de ser ella
quien llevara un "clandestino" en su carro.
—De ahora en adelante —dijo Sebastián, retornando la conversación— vas a escribir un reporte
de cada una de tus reuniones con ellos. Trata de hacerlo tan pronto puedas después de cada reunión.
Hay detalles importantes que se pueden olvidar si dejas pasar mucho tiempo. Un solo ejemplar, sin
copia, sin mencionar nombres, y me lo vas a entregar semanalmente. Como te dijo Flor, cada
detalle es importante. Cuando el proyecto esté más avanzado, insistí en la reunión con el general
Vela; en su casa. También podrías tratar de acercarte a la cuñada, la solterona, desarrollar una
relación con ella... ganarte su confianza... ¿y ya estás lista para el baile?
—Sí, pero no sé muy bien qué es lo que debo hacer allí.
—Sé simpática.
—Ay, Sebastián, no seas bromista...
—No. Te lo digo en serio. Debes dar la impresión de estar feliz de asistir al baile, de volver a
esos círculos. Es importante que tus conocidos piensen que ya se te pasaron las ínfulas de rebelde
sin causa.
"Eso es lo más importante. Por lo demás, debes estar atenta a escuchar los comentarios de la
gente, cualquier cosa que te parezca útil. Eso lo tenés que ir midiendo vos, una vez que estés allí,
para aprender a desarrollar tu mentalidad conspirativa, obtener información.
El clima cambiaba a medida que ascendían en la carretera montañosa. Un viento frío entraba por
las ventanas y mecía los árboles inclinados sobre el camino oscuro.
—¿Y cómo te sentís? —le preguntó, cambiando el tono, quitándose la gorra de camionero.
Sebastián la sorprendía. Había en él una constante mezcla de dureza y ternura, aunque quizás no
era dureza precisamente. Era más bien, en los asuntos relacionados al Movimiento, un tono
ejecutivo, preciso, exacto, que se suavizaba perceptiblemente cuando la conversación se movía
hacia temas personales.
—Estoy bien —respondió.
—Ya sé que estás bien —dijo— se te nota. ¿Pero cómo te sentís? ¿Cómo van tus confusiones?
—Más o menos —dijo, pensando en Sara, el baile, los comentarios de los amigos, los pies en el
hospital, Lucrecia. Cosas que a él le parecerían detalles sin importancia, lo aburrirían.
—¿Y cómo reaccionó Felipe cuando se enteró de tu vinculación?
—Al principio mal. Dijo que no estaba madura, que debería seguir colaborando a través de él,
pero al fin tuvo que aceptarlo.
—Sería bueno que pudiera inventar un "madurímetro". Tal vez a todos nos sacarían del
Movimiento... Rieron.
—Ahora debes cuidarte de no caer en la tentación de consultarle tus tareas. Es bueno que esté
enterado, en general, del asunto de la casa de Vela, pero deben de guardar la compartimentación.
Así es como él va a aprender a respetarte y a darse cuenta si estás o no madura. A los hombres,
generalmente, nos cuesta aceptar el compartir ciertas cosas con las mujeres. Nos afecta el espíritu
competitivo. Hay un grado de satisfacción en sentirse importante frente a la mujer que uno ama. El
machismo, vos sabes...
—Vos pareces no ser machista... —sonrió Lavinia mirándolo.
—Claro que soy machista. Lo que pasa es que lo disimulo mejor que Felipe. A mí también me
gustaría tener mi mujercita esperándome... —le dijo en un tono ligeramente burlón.
Lavinia se preguntó si tendría mujer. Nada sabía, ni sabría de él, pensó. Sólo podía deducir su
origen humilde por detalles del comportamiento: un cierto seseo propio de la gente del campo,
cosas que decía. Sebastián evadía responder preguntas personales.
—A mí no me das esa impresión. Flor me contó cómo la incorporaste...
—Todos nosotros somos machistas, Lavinia. Hasta ustedes las mujeres. La cosa es darse cuenta
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
de que no debemos serlo. Pero del dicho al hecho hay mucho trecho. Yo trato...
—No estoy de acuerdo con que las mujeres somos machistas —interrumpió Lavinia—. Lo que
pasa es que nos han acostumbrado a un cierto tipo de comportamiento... ustedes, los hombres.
—Es la eterna cuestión del huevo y la gallina: ¿qué fue primero, el huevo o la gallina? Lo cierto
es que las mujeres enseñan a sus hijos a ser machistas. Te lo digo por experiencia propia.
—No lo estoy negando, pero no es que las mujeres seamos machistas, sino porque así arreglaron
el mundo los hombres... y todavía nos quieren echar la culpa... ¿Podrás cerrar un poco tu ventana?
Tengo frío.
—No sé, no sé —decía Sebastián mientras cerraba la ventana— si yo hubiera sido mujer creo
que habría tratado de inculcarles otro comportamiento a mis hijos, aunque fuera por interés propio.
—Yo creo que hubieras hecho exactamente como tu madre...
—Es posible. Estas cosas son para discusiones interminables. Lo único que está claro es que hay
que hacer esfuerzos para cambiar esa situación. El Movimiento, en su programa, plantea la
liberación de la mujer. Por lo pronto, yo trato de evitar la discriminación con las compañeras. Pero
es difícil. No bien juntas hombres y mujeres en una casa de seguridad, las mujeres asumen el
trabajo doméstico sin que nadie se lo ordene, como si fuera lo natural. Ahí andan pidiéndoles a los
compañeros la ropa sucia...
"Tenés que entrar en aquel camino que se ve allá a la derecha —añadió.
Transitaban por un camino angosto sin asfaltar que serpenteaba a través de cafetales y
espadillos. La humedad cubría de vaho las ventanas del automóvil. ¿Hacia dónde iremos?, pensaba
Lavinia, reconociendo la zona de las haciendas cafetaleras cercanas a la de su abuelo.
—Déjame aquí.
Frenó de pronto. Sorprendida. No había en el camino, casas, ni nada.
—¿Aquí te vas a quedar? —preguntó, asustada.
—No te preocupes. Voy aquí cerca. El resto del camino lo puedo hacer a pie.
—¿No necesitas que te venga a recoger?
—No. De aquí me irán a dejar.
"Aquí" no era ninguna parte, quizás habría una casa más adelante, pensó Lavinia, incómoda aún
de tener que dejarlo en aquel camino solitario, angosto, frío.
—Podés dar la vuelta allá —indicó Sebastián— señalando un ensanchamiento. —Me voy a bajar
para guiarte.
Se bajó y fue indicándole cómo retroceder en el estrecho espacio.
Cuando el carro estuvo ya en la dirección opuesta, se acercó a la ventana.
—Nos vemos —dijo, dándole unas palmaditas en la cabeza— muchas gracias.
"No te olvides del reporte. Te aviso con Flor cuándo nos volvemos a encontrar.
—Cuídate —dijo Lavinia— este lugar es muy solo. Sebastián sonrió haciendo un gesto de adiós
con las manos mientras le indicaba que se marchara.
—Baila bastante en la fiesta —alcanzó a oír que le decía.
En el camino de regreso, Lavinia aceleró la velocidad. Las curvas se sucedían. Le gustaba
conducir en la carretera de noche. Le producía sensación de libertad. Estaba contenta, satisfecha
consigo misma. Por fin se sentía útil. ¿Útil para qué?, pensó de pronto, cuando recordó la cara de
Azucena, sus ojos vivaces, complacientes, ocupados en limar las asperezas de la hermana, conciliar
el espacio entre los Vela y el mundo.
¿Para qué iría el Movimiento a utilizar información sobre ellos? se preguntó, ligeramente
incómoda, evocando la facilidad con que, detalle tras detalle, fluían de las hermanas, conformando
el escenario de la familia, sus hábitos, sus manías, sus alergias, los conflictos con el hijo
adolescente. Le gustaría conocerlo, pensó. Y ella anotando todo en su mente, informando... Felipe
le reprochaba que se preocupara por la vida del general y su familia. Pero era inevitable, pensó. La
violencia no era natural. A ella le costaba imaginar a Sebastián, Flor o Felipe disparando. Árboles
serenos apuntando. No lograba visualizarlos. Seguramente no pensaría lo mismo del general Vela,
cuando llegara a conocerlo. Los guardias tenían otra expresión. Los entrenaban para ver a la
población como una masa informe, sin rostro. ¿Cómo harían para olvidar que de esa masa habían
surgido ellos?, la mayor parte de los guardias eran de origen humilde, campesinos. El mismo
general Vela no era ningún aristócrata. La esposa y la cuñada serían hijas de algún maestro de
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escuela, un servidor público.
Tal vez el proceso que ella estaba atravesando lo surcaría gente como los Vela a la inversa. Le
tomarían odio a su origen, a todo lo que les recordara el hogar de la infancia, las preocupaciones de
la estrechez.
Una vez asentados en la bonanza, odiarían el recuerdo de los suyos, sentirían necesidad de
demostrar la distancia que los separaba...
Las luces de la ciudad parpadeaban extendidas al llegar a la curva de la pendiente que descendía
de nuevo hacia el calor. Sintió una ola de aprensión. Hubiera querido regresar a confirmar que todo
estaba tranquilo en el camino donde se despidió de Sebastián. No quería pensar que algún general
Vela horadara aquella sonrisa, la dejara inmovilizada para siempre.
Me imagino ese hombre al que ella teme, semejante a los capitanes invasores. Querrá
bautizar. Extender la fe en otros dioses.
Mi madre contaba cómo al principio, nuestros calachunis, caciques, organizaban caravanas
para ir a conocer a los españoles. Les llevaban regalos, taguizte, oro que les fascinaba. Ella
acompañó a mi padre en una de esas embajadas. Decía que era un espectáculo. Iban cerca de
quinientas personas portando aves, ofrendas en las manos. Llevaban diez pabellones de plumas
blancas. Las mujeres, en número de diecisiete, marchaban con adornos de taguizte, al lado de
los calachunis.
Mi madre recordaba al Capitán. Estaba de pie en la tienda donde ellos depositaron las
ofrendas. Era alto, de cabellos rizados y dorados. Habló con nuestro calachuni mayor. Le pidió
más oro. Le dijo que debían bautizarse, renunciar a los dioses "paganos". Los nuestros
prometieron volver en tres días.
El calachuni mayor llamó a los hombres no bien se alejaron del campamento de los
españoles. Los invasores eran pocos, lucían débiles e indefensos cuando no montaban sus
bestias de cuatro patas.
A los tres días regresaron los calachunis con un número de cuatro a cinco mil guerreros, pero
no a bautizarse, como querían los invasores, sino a darles batalla. Y así fue que cayeron sobre
ellos y causaron gran confusión y muchos muertos y heridos. Y otros calachunis también los
persiguieron cuando pasaron huyendo por sus tierras, para quitarles los presentes que les
habían entregado, porque no eran dioses y no merecían pleitesía, ni adoración.
Los invasores huyeron. En largas caminatas donde muchos de ellos perecieron bajo nuestras
flechas, lograron regresar a sus barcos, sus enormes casas flotantes. Se fueron. Hubo
celebración, decía mi madre, se bebió puique, se bailó, se jugó al volador.
Pero los españoles regresaron meses después. Y traían más barcos, más hombres con pelos en
la cara, más bestias y bastones de fuego.
Los nuestros comprendieron que no era suficiente ganar sólo una batalla.
Del closet iban saliendo los vestidos de fiesta. Recordó la cara gozosa de su madre mientras,
viajando por Europa, la preparaba para el "regreso a Paguas y la presentación en sociedad", con
incursiones en almacenes españoles, ingleses, italianos. Para Lavinia, recién graduada de arquitecta,
fue interesante, desde el punto de vista profesional, observar a la madre atrapada en los edificios
rebosantes de mercancías, los exhibidores con cientos de vestidos —sin distracción posible—.
Verla sucumbir al concepto arquitectónico básico en tiendas y centros comerciales modernos.
Donde quiera que tornara los ojos, éstos se posarían en trajes y más trajes, hileras de zapatos,
impecables islas de cosméticos, hermosas dependientas de intachable maquillaje, semejando
móviles maniquís. El perímetro visual había sido estudiado cuidadosamente.
—Tiene montones de vestidos bonitos —decía Lucrecia, ayudando a ponerlos sobre la cama—
con cualquiera de estos puede ir al baile.
No supo por qué asociación, Lavinia evocó a Scarlett O' Hara en una de las primeras escenas de
Lo que el viento se llevó. Lucrecia era el ama negra, extendiendo el vestido de fiesta de Scarlett
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sobre la cama.
Sólo que Lucrecia no era ni gorda, ni negra. La piel morena de ella aún guardaba la palidez
rezagada de la hemorragia que casi la mata. Las caderas anchas disimulaban la delgadez.
—Me estoy acordando de una película que vi —dijo Lavinia.
—Yo también —dijo Lucrecia—, una película que se llamaba Sissi sobre una princesa que se
casa con un rey. Así se va a ver usted cuando se ponga uno de estos vestidos.
Rieron las dos. Lavinia también recordaba esa película: un romance de cuentos de hadas. Había
hecho furor cuando ella estaba en el colegio. Todas, en ese tiempo, querían parecerse a Romy
Schneider.
—Debe ser lindo ser princesa —dijo Lucrecia, mirando con admiración el vestido rojo brillante
peau de sote, que acababa de sacar del ropero.
—No creas —sonrió Lavinia—. Al rey de esa película, en la realidad, creo que lo mataron...
—¡No me diga!
—Además, acordate que la vida no es sólo estarse poniendo vestidos bonitos. Hay cosas más
importantes...
—Cuando uno tiene los vestidos bonitos... —dijo Lucrecia— pero uno no debe sentir envidia, ni
desear lo que no tiene —añadió moviéndose para acomodar los vestidos.
—Vos crees que ser pobre o ser rico es un destino escrito por Dios, ¿verdad? —preguntó
Lavinia.
—Sí —dijo Lucrecia—. Unos nacemos pobres, otros nacen ricos. La vida es un "valle de
lágrimas". Si uno es pobre, pero honrado, sabe que cuando se muera tiene más posibilidades de ir al
cielo.
Lavinia se sentó en la cama, hablándole a Lucrecia de lo adormecedor que era la "resignación"
cristiana; lo injusto que era que cualquier persona, por muy mal que hubiese actuado en la vida,
pudiera salvarse por el mero hecho de arrepentirse en determinado momento. No era que ella no
respetase su fe en Dios, le dijo, pero las religiones las hacían los hombres. ¿No le parecía injusto
que siempre les recetaran la "resignación" a los pobres?
—¿No crees que en la vida y no en el cielo únicamente, todas los personas deberían tener la
oportunidad de vivir mejor? —preguntó Lavinia.
—Puede ser —dijo Lucrecia, pensativa—. Pero la cosa es que ya el mundo es como es y a uno
no le queda más camino que resignarse, pensar que lo va a pasar mejor en el cielo...
—Pero se podría hacer algo aquí en la tierra... —dijo Lavinia.
—Bueno, sí. Estudiar, trabajar... —dijo Lucrecia.
—O pelear... —añadió Lavinia, a media voz, dudando si debía decirlo, esperando la reacción de
Lucrecia.
—¿Para que lo maten a uno? Prefiero seguir viviendo pobre que morirme. Este vestido está
comido de ratones aquí en el ruedo —señaló Lucrecia, mostrándoselo.
—Yo saqué otro que también estaba mordisqueado —dijo Lavinia, sintiéndose ligeramente
ridícula por aquella conversación entre vestidos de fiesta.
—Los puede cortar —dijo Lucrecia, examinándolos—, todavía le pueden servir.
Lavinia puso el vestido sobre la cama y se acercó a la mujer, presa de la súbita necesidad de
hacer sentir a Lucrecia que algo podía cambiar, por muy pequeño que fuera; los símbolos.
—Lucrecia —dijo—, te voy a pedir un favor.
—Diga, diga, niña Lavinia... —mirándola sorprendida.
—No quiero que volvás a decir "niña Lavinia", ni me hables de "usted".
—Pero si así le he dicho siempre... no me voy a acostumbrar, no puedo, no me sale... —dijo,
bajando los ojos, cohibida ruborizándose.
—Aunque no te salga, hacé un esfuerzo —dijo Lavinia— por favor. No me gusta que me trates
como si fuera una señorona.
—Usted es mi patrona... ¿cómo le voy a decir Lavinia y tratarla de vos?; eso no es respetuoso.
Por favor no me pida eso...
—Pues si me volvés a decir así, yo te voy a tratar igual. Te voy a decir "niña Lucrecia" y te voy
a tratar de "usted".
Se miraron echándose a reír. Lucrecia reía nerviosamente.
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—No puedo, no puedo —dijo—, cómo me va a decir usted "niña Lucrecia"... —riendo de
nuevo.
—Vas a ver...
—¡Ay, no, por Dios, qué cosas se le ocurren!
—Ahora vamos a ser amigas —dijo Lavinia—. Quiero que seamos amigas.
Lucrecia la miró con ojos de luz tristísima. ¿Amigas?, dijeron sus ojos, ¿amigas?
—Lo que usted diga —respondió Lucrecia, bajando la vista, sin saber qué hacer, apretando el
delantal cual si tuviera mojadas las manos y necesitara secarlas—. Voy a ir a quitar la ropa tendida
—dijo—. No vaya a ser que llueva —y salió de la habitación rápido, mirando hacia el patio.
"Nunca me van a aceptar", pensó Lavinia, sentándose sobre los vestidos de fiesta, mirando los
sombras del atardecer. "No debí haberle dicho nada", pensó. "¿Quién soy yo para decirle nada?"
Faltaba una semana para el baile cuando apareció asesinado el médico forense, testigo clave en
el juicio contra el alcaide de la prisión La Concordia. Lavinia recordó nítidamente haber escuchado
el juicio en la radio, mientras iba en el taxi rumbo a su primer día de trabajo. En los días del
proceso, ella como muchos otros, se admiró de la valentía del médico forense. También, como la
mayoría, temió por su vida. En Paguas era inconcebible imaginar un guardia honesto que, tarde o
temprano, no tuviera que pagar la honestidad con el exilio o la muerte.
Al capitán Flores le habían pasado la cuenta muy rápido.
La indignación cubrió la ciudad con el manto de la rabia contenida. Las patrullas de policía
alertas, se multiplicaban en las esquinas.
Lo habían encontrado muerto, acribillado a balazos sobre su automóvil en la carretera a San
Antonio, ciudad de provincia, donde el doctor Flores visitaba a unos familiares. Las autoridades no
daban razón del presunto asesino. El mayor Lara, había salido con permiso —obtenido por buen
comportamiento— ese fin de semana. Nadie dudaba que fuese el criminal. Se le señalaba en el
titular de la edición extra del matutino de oposición La Verdad pasado de mano en mano por la sala
de dibujo.
El entierro del médico tendría lugar al día siguiente por la mañana.
Sería multitudinario. El Gran General no podría evitar los cientos de personas dispuestas a
participar en el entierro como señal de protesta. ¿Cómo podría impedirlo, tratándose de un militar?
Ni el mismo muerto podía impedir que su entierro se convirtiese —como todo parecía indicar— en
la manifestación más gigantesca desde el famoso domingo de campaña de los verdes, el de la
masacre.
Felipe hablaba por teléfono cuando Lavinia entró a su oficina.
Después de acordar reunirse con alguien en "el punto" al día siguiente por la mañana, colgó y la
miró.
—Todos lo sabíamos desde el juicio —dijo Lavinia—, sabíamos que él mayor Lara lo mataría,
no bien saliera de la prisión.
—Pero evitarlo no estaba al alcance de quienes lo sospechábamos— respondió Felipe.
—¿Vas a ir mañana? —preguntó Lavinia.
—Sí —dijo Felipe— Voy con los alumnos de mi facultad.
—Yo no sé con quién voy a ir —dijo ella, con determinación— pero, de cualquier manera, voy.
Esta vez no tendría que quedarse observando desde lejos la marcha avanzando al cementerio.
Ahora era diferente, pensó Lavinia, recordando la voz pausada del médico dando su testimonio. El
Gran General tendría que conocer el repudio ante este crimen, cometido, sin duda, con su
beneplácito. Y ella, ahora, participaría en el repudio.
—Precisamente hablaba con Sebastián. Me dijo que no fueras al entierro de ninguna manera.
Tenés que conservarte "limpia" ahora sobre todo.
—Pero... —dijo Lavinia, incrédula.
—No lo digo yo —dijo Felipe—. Me lo acaba de decir Sebastián. Me pidió que te lo
transmitiera.
—Pero... ¿por qué no? —preguntó ella, sentándose frente al escritorio de Felipe—. No entiendo.
—Es fácil, Lavinia. Si haces un esfuerzo lo podés entender. Van a estar los medios de
comunicación, montones de agentes de seguridad, patrullas del ejército... es posible que hasta se
aparezca Vela. No conviene que te vea ni él, ni nadie que pueda informarle. No convendría que
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aparecieras en televisión o en una foto en los diarios...
Ella asintió con la cabeza. Era comprensible. Debía entenderlo, se dijo. Pero era cruel. Desde
que estaba en el Movimiento, tratando de asimilar la idea de abandonar su statu quo, de convertirse
en otro tipo de persona, superar la constreñida vida individual de sus orígenes, anhelaba el
momento de participar más activamente. Romper el miedo y aceptar el compromiso frontal, no
teórico, de su decisión. Pero las cosas parecían funcionar al revés. Le ordenaban usar su posición,
sacar información, como arquitecta, de los Vela; volver a los círculos habituales, asistir al baile, no
participar en la marcha. Nunca lo hubiera esperado, pensó. Nunca lo imaginó así. Aparentemente,
para lo único que iba a servirle al Movimiento era para ser quien era.
—Esto es frustrante —dijo, desmadejando el cuerpo en la silla—. Yo pensaba que mi vida
cambiaría radicalmente... que podría participar; no quedarme al margen, como siempre.
Se quedó al margen, con Sara y Adrián. Expectantes en la casa, sentados en el corredor, atentos
a las noticias, al lado del jardín de helecho y jalacates. En las calles la multitud silenciosa desfilaba
hacia el cementerio, en medio de una hilera nutrida de soldados con cascos de combate y bayonetas
caladas que pretendían asistir al entierro.
El silencio se posaba sobre la ciudad. Las oficinas y negocios habían cerrado sus puertas. Nadie
había asistido al trabajo, aun cuando los medios oficiales insistieran sobre la "normalidad" de la
situación y llamaran a la población a presentarse a sus labores y no caer en manos de
"provocaciones" intentando "aprovechar el lamentable incidente".
Desde temprano, el despliegue militar era visible. Cuando conducía a casa de Sara y Adrián,
Lavinia vio los camiones verde oliva apretujados de soldados, dirigiéndose a la avenida por donde
marcharía el entierro. En son de duelo se ubicaron tanques en las esquinas cercanas al cementerio;
tanques con coronas fúnebres en sus trompas de metal.
Pretendiendo honores militares al muerto, sobrevolaron aviones desde tempranas horas de la
mañana.
La emisora oficial, la televisión oficial, transmitían el entierro, tornándolo en las "merecidas
honras fúnebres" de un militar distinguido.
Las cámaras de televisión evitaban la multitud que se adivinaba en las tomas, concentrándose en
el carro mortuorio y las caras enrojecidas y llorosas de la esposa y los hijos.
A ambos lados de la calle, franqueando el paso aglomerado de los asistentes al entierro, podía
verse la fila de soldados, en posición de "firmes" y bayoneta calada.
Un grito, un movimiento rebelde de la multitud y aquello sería una masacre de consecuencias
imprevistas. Los tenían rodeados, condenados a la inmovilidad, a protestar en silencio. Cualquier
otra actitud sería suicidio.
Callados, casi sin moverse, Lavinia, Sara y Adrián, miraban la pequeña pantalla, unidos por la
tensión.
—Ojalá nadie haga nada; ojalá nadie haga nada —decía Sara. Y Lavinia imaginaba a Felipe y
sus estudiantes, marchando en silencio, esperando la ocasión propicia.
—Nadie va hacer nada —dijo Adrián—. El Gran General lo planeó bien. Nadie puede hacer
nada.
La procesión fúnebre entraba al cementerio.
—Mira Lavinia —dijo Adrián—, aquél es el general Vela.
Estaba de pie cerca de la lápida. Un hombre recio, de barriga prominente y pelo lacio y negro,
pulcramente peinado. La cámara lo enfocó al pasar.
Tenía un walkie-talkie en la mano. Ella sintió repugnancia. Seguramente estaría al mando de
aquella operación.
El féretro fue bajado a la tumba. Una orquesta militar tocó las notas del Himno Nacional. Los
sepultureros colocaron la lápida. La multitud empezaba a dispersarse, cuando se rompió el silencio
de cortejo fúnebre. Se escucharon gritos, consignas saliendo detrás de los monumentos del
cementerio: ¡Asesinos! ¡Guardia asesino! Contra el Gran General; ¡Movimiento de Liberación
Nacional! Disparos al aire. Movimiento de soldados corriendo; multitud corriendo, dispersándose.
La señal de televisión se apagó. Un slide con la fotografía del muerto apareció en la pantalla y la
voz del locutor anunció: "Hemos llevado a ustedes, estimados televidentes, la transmisión de las
honras fúnebres del Capitán Ernesto Flores".
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Adrián apagó el aparato. Salieron los tres a la puerta de la casa, moviéndose para pretender que
hacían algo. Se escuchaban disparos aislados en la lejanía.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Sara—. ¿Y ahora qué irá a pasar? Mejor cerramos la puerta
Adrián.
Volvieron a la sala.
Lavinia fue a la cocina a servirse agua. Su mente proyectaba imágenes de cruentas
persecuciones. Desde la distancia, trataba de enviarle a Felipe mensajes de advertencia para que no
se arriesgara; no valía la pena. Demasiados soldados en la calle. Llevaban las de perder. Aunque
quizás Felipe no pensaría como ella, se dijo. Ellos no pensaban así. Los riesgos los medían de otra
forma.
Salió a la sala. Adrián y Sara estaban sentados en las mecedoras, mirando al jardín, ausentes,
como sin ver. Parecían una fotografía inmóvil, ellos con sus ropas finas y bien cortadas, en medio
de los muebles, los ceniceros y adornos primorosamente colocados, las plantas con las hojas
brillantes, el pequeño jardín interior con las begonias en grandes maceteros. Ella podría haber
escogido eso, pensó Lavinia, mirándolos como hipnotizada, cual si hubiese penetrado en una
dimensión alternativa: ésta podría haber sido su vida. Todo estaba diseñado para que ella también
hubiese culminado en una casa como ésta, con un marido como Adrián, fumando pensativo. En
algún momento el camino se había bifurcado y ella estaba del otro lado, viéndolos como a través de
un espejo que ya nunca la reflejaría; presa de otras angustias que debía silenciar; que no podían
entrar en este otro mundo inmóvil.
—Me voy —dijo de pronto.
—¿Cómo te vas a ir? —casi gritó Adrián—. ¿Estás loca?
—Nada me va a pasar —dijo Lavinia, tomando su bolso—. Cerca de mi casa no está pasando
nada.
— ¿Pero para qué te vas a ir sola a tu casa? —intervino Sara, levantándose, alarmada.
—No sé —dijo Lavinia—. Sólo sé que no aguanto más estar aquí, sin hacer nada.
—Pero si estás con nosotros —dijo Sara—. Cálmate. Sabía que era lo más sabio. Calmarse. Pero
no podía. No podía seguir allí. Tenía que salir de allí.
—Esto no es juego, Lavinia —dijo Adrián—. Mientras yo esté aquí, no salís de esta casa.
—Vos no sos mi marido —respondió Lavinia—. Ni tenés por qué decidir qué es lo que hago yo.
Ya me voy. Déjame salir.
Se oyeron más tiros. Lavinia, frenética, trataba de salir, pero Adrián se interponía entre ella y la
puerta. Y era fuerte; aunque no era muy alto, tenía el cuerpo recio y musculoso.
—Razonemos, Lavinia, por favor —dijo Adrián—. ¿Para qué querés salir?
No podía responder. Simplemente sentía la necesidad de irse de allí. ¿Cómo explicarles eso?
¿Cómo explicarles que no quería estar en ese mundo al que sentía ya no pertenecer? Pero, poco a
poco, el impulso fue cediendo a la razón. ¿Para qué quería salir? No podía unirse a los
manifestantes que, a esa hora, andarían por las calles, quizás incendiando buses, expresando la
rabia de haber tenido que acompañar silenciosamente el cadáver entre los soldados... No podía
hacer nada más que esperar. Igual que ellos.
¿Por qué la empujé? ¿Qué me llevó a impulsarla hacia afuera allí donde se escuchaban
sonidos de batalla? Ni yo misma lo sé. ¿Sentí la profunda necesidad de medir mis fuerzas? ¿O
fue que en mí resonaron los recuerdos de los bastones de fuego?
No debió haber sucedido. Estoy abatida en ella. No conozco este entorno, sus manejos, sus
leyes. No sé medir estos peligros desconocidos.
Creía estar lejos ya de los impulsos vivos. Pero no es así.
Cuando mi deseo es muy intenso, ella lo siente con la fuerza con que yo lo imagino.
Debo ser cauta. Me apagaré en su sangre.
—No sé qué me pasó —dijo Lavinia más tarde.
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Capít ulo 15
POCOS DIAS DESPUÉS, la "normalidad" retornó. La agitación momentánea cedió paso a la
tensa calma. Así era en Paguas. Se acumulaba energía; se soltaba de pronto y luego igual que la
tierra cuando tiembla, el paisaje volvía a recuperar sus conocidos contornos.
No había sucedido nada espectacular. Anotaciones solamente para el lado oscuro del país. Tres
muertos. Algunas decenas de heridos. Presos. Buses quemados. Almacenes con las vidrieras rotas.
Mediación del obispo. "La Guardia Nacional mantiene el orden en todo el territorio nacional."
Felipe y sus alumnos retornaron a sus clases nocturnas. A ninguno de ellos le tocó paliza o
carcelada. No engrosaron las filas de los más belicosos. En esa ocasión, mantuvieron los riesgos al
mínimo.
"Hubiera sido suicida" —dijo Felipe, dándole a Lavinia por una vez la razón. "Por cada uno de
nosotros, desarmados, había diez soldados armados hasta los dientes. Los que gritaron fueron
provocadores."
Los preparativos del baile continuaron.
Lavinia acudió a recoger su vestido a la dry deaning. "Frescos como la aurora en tan sólo una
hora" anunciaba el lugar. Era el único establecimiento que contaba con un servicio tan inmediato.
Los dueños eran amables, prósperos y rubios emigrantes de uno de los pequeños países vecinos.
Perfecto equipo matrimonial y empresarial, moviéndose diligentes a través de largas hileras de
trajes primorosamente empacados en largas bolsas plásticas sobre las que podía verse el diseño de
una flor roja y el nombre de la lavandería a todo lo ancho, repetido innumerables veces.
Desde el mostrador, mientras esperaba, observó la profusión de vestidos de noche y smokings,
evidencia de la cercanía del baile; olvido de manifestaciones, muertos y balazos.
Extraña resultaba aquella indumentaria posada sobre las rígidas perchas alineadas en barras de
metal. Mientras la dependienta tomaba el comprobante con sus datos y se perdía en la selva de
trajes, buscando el correspondiente, ella pensaba cuan pronto tomarían vida aquellas telas
inanimadas; cuan pronto envolverían cuerpos delgados y gruesos, pieles acuciosamente cuidadas
con crema de almendras y otras delicadezas, apartadas del sol para lucir una blancura de leche y
nácar.
Sería interesante ver el baile con otros ojos, pensó, estar dentro y, a la vez, fuera del espectáculo.
—Aquí está —dijo la dependienta, sacándola de sus meditaciones.
Al llegar a su casa, el teléfono repicaba. Corrió a levantarlo, temiendo que hubiese estado
sonando mucho rato, que fuera Felipe y no la encontrara.
—¿Lavinia? —la inconfundible voz de su madre, la confundió.
—¿Lavinia?
—Sí. Soy yo.
—Es que me encontré con Sara hoy y me dijo que irías al baile...
-¿Sí?
—No, nada, sólo quería saber si realmente vas a ir...
—Sí, voy a ir.
—Ay, hijita, no sabes cómo nos alegra... No sabes cómo nos alegraría que pudieras ir con
nosotros...
—No puedo, mamá, ya me comprometí con Sara y Adrián.
—Pero a ellos no les importaría, me parece. No crees que es mejor que vayas con nosotros a ir
con una pareja de recién casados... sería mejor visto.
—Ya tienen más de un año de casados, mamá.
—Sí, ya sé, pero eso no es nada. Todavía son recién casados... Va a dar que hablar que
lleguemos cada uno por su lado. Ya suficiente se habló cuando te fuiste de la casa... Vos sos una
muchacha soltera todavía.
Lo debió suponer. Se le pasó por la mente en algún momento pero lo descartó. No pensó que su
madre la llamaría a pesar de todo, a pesar de que supuso que se preocuparía por su aparición, sola,
en el baile.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Debió advertirle a Sara que se abstuviera de comentarlo. Nunca se cansaría de asombrarse de las
preocupaciones de su madre.
—No te preocupes tanto, mamá, yo ya soy mayor de edad... ¿Qué puede decir la gente que no
haya dicho?
—A tu papá y a mí nos gustaría mucho llevarte. No es normal que estemos tan distanciados, se
ve muy mal...
A tantos meses del distanciamiento, hasta ahora pensaba que "no era normal".
—Pero esa es la situación, mamá. El baile no la va a cambiar.
—Quizás ahora nos podrás escuchar. Después de todo, somos tus padres. No podemos estar así
toda la vida.
El baile, el regreso del hijo pródigo. Una cosa llevaba a la otra.
—No puedo ir con ustedes, mamá. Ya me comprometí con Sara. Podemos vernos allí. Me puedo
sentar un rato con ustedes.
No estaría mal sentarse un rato con ellos. Mejoraría sus referencias.
—Es que no es lo mismo, hija.
—Mamá, no insistas, por favor...
—Bueno, bueno, ¿pero te sentarás un rato con nosotros? ¿Seguro?
—Sí, mamá, seguro. ¿Cómo está mi papá?
—Trabajando como siempre. No ha llegado de la oficina aún.
—Me le das saludos.
—Sí hija. ¿Estás segura que no podés ir al baile con nosotros? Seguro que a Sara no le
importaría...
— No, mamá, ya te dije que no. No hagamos desagradable esto.
—Bueno, hija, bueno. ¿Te sentás con nosotros, entonces?
—Sí, mamá.
—¿Nos vemos allí entonces?
—Sí mamá.
—Bueno, hasta pronto.
—Hasta pronto, mamá.
Miró el auricular sin atinar a retornarlo a su lugar. El sonido agudo del tono recorría largas
espirales en su mano.
Su madre era alta y hermosa. Cuando niña, verla le causaba un vago sentimiento de asombro y
orgullo. En las reuniones del colegio, cuando las madres de sus amigas ocupaban las hileras de
asientos, pensaba en lo bien que se vería su madre entre ellas, cuánto más alta, cuánto más
hermosa. Pero las reuniones le causaban fastidio y jamás asistió a ninguna. "Son inútiles, decía, son
una pérdida de tiempo."
La hermosura le consumía todo el tiempo libre, antes y después de jugar a las cartas con sus
amigas, recibir a su padre y a los amigos de éste.
Lo más cerca que la tuvo fue cuando llegó a Europa a equiparla del "ajuar" apropiado para el
regreso a Paguas. En esa ocasión, la arrastró en largas caminatas y compras, hablando
incansablemente de modas y costumbres, hoteles y restaurantes.
Siempre fue para Lavinia una figura lejana, inalcanzable. Cuando buscaba sus brazos, muy
pequeña, acobardada por alguna historia de miedo de la niñera, encontraba la expresión intolerante
y aquel "no seas llorona".
Desde muy niña intuyó que su madre no la quería. Menos mal que existió la tía Inés, pensó,
limpiándose las lágrimas que empezaban a borrarle los contornos de los muebles.
Porque a su tía Inés, sí le gustaba abrazarla, acurrucaría, llevarle dulces. Le gustaba meterla en
su cama y contarle cuentos mientras le acariciaba el pelo. Tenía, como Lavinia, una inmensa sed de
cariño.
"La va a malcriar" —decía su madre— y ella entraba en pánico de pensar que decidirían
ahuyentar a la tía.
Pero su padre salía en defensa de la hermana. "Está muy sola. Pobrecita. La niña es lo único que
la alegra."
"La tía te salvó del desamparo" —decía Natalia, su amiga española.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Pero nadie salvaba de la ausencia de la madre. Y eso era su madre: una perenne ausencia. Debió
suponer que la llamaría por lo del baile. Imposible que no le preocupara lo que dirían sus amigas.
Era increíble, sin embargo, que la hubiese llamado sólo para eso.
Sólo para eso.
Se dio cuenta que aún tenía el auricular en la mano. El sonido largo del tono había sido
reemplazado por un palpitar intermitente. Lo puso y siguió llorando.
Lloró por todo lo que pudo llorar.
Amaneció deprimida. Se deprimió más después de acompañar a Sara a la peluquería por la tarde.
Lo único que compensó la espera y el espectáculo de todas aquellas mujeres de pies finos y
cuidados, aglomerándose en la sala de recibo, fue la feliz casualidad de haberse encontrado con las
hermanas Vela. Habían entrado con aire de grandes damas, a prepararse para el baile que, esa
misma noche, ofrecería el Gran General en el Club de Recreación de las Fuerzas Armadas. "Mi
marido ya solicitó su ingreso en el Social Club, pero como lo hizo recientemente, seguramente
podremos ir al baile sólo hasta el año próximo" había dicho la señora Vela con un tono de
seguridad que estaba lejos de sentir, mientras Sara la miraba despreciativamente. "El Gran General"
no se mide, sentenció Sara después, acercándose y hablándole en voz baja, "como no le aceptan a
sus oficiales en el club ahora les hace bailes el mismo día en el Casino Militar para que no se
sientan de menos....
Lavinia sólo pensó que había sido perfecto encontrarlas; poder decirles que iba al baile; coincidir
con ellas en el recinto de la peluquería más cotizada de la ciudad.
Al regreso del trabajo, se sirvió un alto vaso de jugo de naranja con cubos de hielo y entró en su
habitación para descansar un rato antes de vestirse para el baile. Se estiró en la cama distendiendo
los músculos, imaginándose en una balsa sobre el agua bajo un sol esplendoroso. Necesitaba
relajarse, estaba tensa y excitada. Como en una pantalla se veía vestida de rojo, entrando a los
salones del club; las miradas posándose sobre ella, el tintinear de los vasos, el sonido de la orquesta
desde la terraza. Ella los miraría desde lejos. Sentiría el poder de ser diferente. Se imaginó su
actuación, los pies moviendo el borde del vestido con ímpetus desafiantes de bailadora de
flamenco, la tela suave rozándole los talones sobre el piso de brillantes losas de mármol. Los niños
de su infancia, convertidos en hombres, abrazándola, incómodos, con olor a colonia y químicos
limpiadores en las solapas de los smokings.
Ella sonreiría, coqueta; explicaría su vida de arquitecto introduciendo en la conversación la dosis
de aburrimiento necesario para hacerlos pensar que la niña había agotado el encanto de juguete
nuevo de la "rebelión" y "la independencia".
Se dio vuelta en la cama. Sintió su cuerpo tibio y sudado. La soledad no tenía frontera en su
cama esa tarde. A nadie podría explicar la rara excitación que le producía la idea de enfundarse de
nuevo aquel vestido rojo, de escote profundo. Exhibirse ahora sería un placer. Casi una venganza.
Exhibirse ahora que nadie podía tocarla, penetrar su intimidad, amenazarla con matrimonios
perpetuos, servidumbres disfrazadas de éxito. La sensación era filosa y a la vez contradictoria. No
podía negar que le producía placer la idea de ver a algunas de sus amigas. Sólo que era un placer
casi maquiavélico. Igual al que sentía imaginando la cara de los jóvenes profesionales que frente a
ella dejarían de lado las pretensiones de civilidad, el respeto que mostraban hacia las vírgenes
prudentes, y se dejarían envolver por su calculada seducción, sólo para finalmente intuir que no
tenían ninguna esperanza, que había sido sólo un juego. Nada tendría que decirse con todo aquello.
Habían nadado en dirección opuesta en las aguas de rumbos y destinos, y la certeza, aunque
placentera, era también inquietante.
¿Se estaría engañando?, pensó. ¿Estaría creando para sí misma una pose de heroína de novela
tan estúpida como la de cualquiera de sus amigas jugando a las vírgenes prudentes? No, pensó. No
era igual. Para ella, ir al baile era un retorno final, un retorno para salir desde dentro: entrar al
ambiente de su medio como una extraña para abandonarlo totalmente, traicionarlo, conspirar para
que terminara aquel mundo de oropel.
Y así debía ser. No tenía arrepentimiento. No deseaba su continuidad, pero no podía evitar aún
recordar los sonidos de aquellos entornos y ambientes que habían rodeado desde siempre su vida y
que debían estallar alguna vez, desaparecer... y cuando sucediera, ella estaría al otro lado, al lado de
la caja negra donde se aplastaría el detonante, donde las manos encenderían la mecha.
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Y quizás como Felipe, como los hombres que se criaban con una determinado identidad, una
piel profunda difícil de arrancar; soportaría su piel original, oculta, agazapada, tras la nueva
identidad que deseaba.
Cerró los ojos y sintió un golpe de angustia. Quería llorar por sentirse tan sola, tan perdida en
ese terreno de nadie, por no ser aún ni una cosa ni la otra, por ser nada más que un deseo, una
voluntad, un ardor abstracto que la recorría de certeza; la certeza de que en su campo magnético, la
aguja apuntaba a un norte definitivo. Hacia allá avanzaba tropezando, poco a poco quedándose
desnuda, impulsado por una misteriosa, inusitada fuerza.
Terminó de tomar el último sorbo de jugo de naranja. La llave de Felipe abría la puerta.
—Hiuuiuu... hola... ¿Lavinia? —lo escuchó, buscándola por la casa.
—Aquí estoy, en el cuarto.
Felipe entró. Venía acalorado. Manchas de sudor en la camisa. Se inclinó para darle un beso.
Ella le olfateó el cuello. Le gustaba su sudor. Había algo primitivo y sensual en la piel sudada, el
sabor salobre, el olor a agua de mar.
—Te huele rico el pelo —dijo Felipe, pasándole la mano por la cabeza.
—Champú de hierbas, nada menos —dijo Lavinia, sonriendo—. ¡Lo malo es que la mayoría de
las mujeres en el baile van a oler igual hoy por la noche! Si fueras un perrito y me buscaras por el
olor hoy a medianoche, podrías acabar tropezándote con el pelo de una de las hermanas Vela. Ellas
estaban en el mismo salón de belleza. El Gran General organizó, también para hoy, su propio baile
de "debutantes" para los guardias, en el Club de Recreación Militar...
—Así que el Gran General da un baile también... —dijo Felipe, sentándose en el borde de la
cama.
—Sí. Según Sara, es una manera de compensar a los guardias, por el desprecio "histórico" de los
directivos del Social Club.
—Es una buena movida... entretenerlos para que no se sientan rechazados por los aristócratas,
crearles su propia vida social. El Gran General no es tonto. Sabe cuando es necesario el circo.
—Y va a ser circo completo, según las informaciones de las Vela.
—Seguramente ese va a ser un sabroso tópico de conversación en tu fiesta. Interesante, además.
Será bueno saber qué piensa la aristocracia. Tenés trabajo.
—La aristocracia no los aceptará jamás. Los necesita pero los desprecia. Eso lo sabe cualquiera.
—Pero hasta ahora, nunca se había establecido una competencia. Tenían sus territorios bien
definidos. En la medida en que el Gran General se siente amenazado, refuerza más a su gente. Les
ha dado negocios últimamente que hacen competencia a la aristocracia. Esto no les debe gustar
nada a tus amigos. Estoy convencido que, al tratar de afianzar su costa militar, el Gran General está
creando contradicciones que ni él mismo se imagina. Contradicciones que nosotros debemos saber
medir para aprovecharlas.
— ¿Y vos crees que realmente el Gran General se siente "amenazado"?
—Pienso que está inquieto. Creyó que podría terminar con la presencia nuestra en las montañas
fácilmente, igual que lo hacía con los intentos militares de los Verdes, pero no ha sido así. Estamos
creciendo. Ha tenido que enviar muchos destacamentos a las montañas. Han tenido bajas
importantes. Y la manifestación del otro día... están nerviosos.
—Pero aún no creo que se sienta "amenazado".
—No, aún no; pero ahora sus hombres corren más riesgos y él siente que debe compensarles.
Mantener contento al ejército es cada vez más importante para él.
—Me encantaría poder ver ese baile del Casino Militar por un agujero...—dijo Lavinia—. Me
pregunto cómo le irá a la "señorita" Azucena...
—No creo que sufra mucho —dijo Felipe—, parece contenta en su papel de hermana de la Vela,
al menos por lo que vos decís.
—Sí, no parece desgraciada. Tiene las ventajas de la hermana, sin las desventajas.
—Deberías acercarte más a ella... Si no está contenta, hasta podríamos conseguirle novio —dijo
Felipe, haciéndole un guiño malicioso.
—¿Ese es el vestido que te vas a poner? —añadió, acercándose al closet e inspeccionando a
través del plástico de la lavandería—. ¿Pero no es hasta las ocho que te pasarán a recoger?
—Sí. Pero me voy a bañar, maquillarme... y no me gusta correr. En un arranque, Lavinia se
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acercó a él, puso la cabeza en su pecho. Necesitaba aquel abrazo de Felipe.
—Estoy nerviosa —dijo, dejando el tono de broma.
—¿De qué? —dijo Felipe, apartándola y mirándola a los ojos.
—No sé... de volver a entrar al club. Me siento extraña. No sé qué soy todavía —dijo Lavinia.
—Sos compañera del Movimiento —dijo Felipe—. ¿No decís que estás segura de eso?
—Sí, tenés razón. Son tonterías mías —y se apartó dirigiéndose al closet a sacar una toalla
limpia. No podía hablar con nadie de esto, pensó. Nadie la comprendería. Ni los unos, ni los otros.
Tendría que soportar sus inseguridades sola.
—¿A qué hora tenés que irte? —preguntó a Felipe.
—Más tarde —respondió él—, después que te veo vestida. Quiero ver como te ves con ese
disfraz —y salió rumbo a la cocina diciendo que se prepararía algo, tenía hambre.
No le pareció disfraz cuando la vio ya vestida y arreglada, cuando salió con Adrián y Sara de la
casa.
La estuvo observando mientras se maquillaba, haciendo bromas todo el tiempo, tratando de
disimular su incomodidad con aires de indiferencia. A medida que fue apareciendo la imagen que
verían los asistentes al baile, notó su silencio, sus miradas de duda.
Lavinia se vio hermosa en el espejo. Había adelgazado y el vestido caía más suave sobre su
cuerpo, el color rojo contrastando con la piel blanca y el cabello oscuro sobre los hombros. Los
zapatos de altos tacones contribuían a darle más estampa, a resaltar la figura esbelta.
"Sos la viva imagen de la burguesía próspera" le dijo Felipe con una sonrisa. Ella rió sin ganas.
Intuyó en la frase el antagonismo producido en Felipe por su imagen de lujo. Él tendría sus
contradicciones, pensó. La miraba igual que los ocupantes de las bancas de la sala de espera que la
rodeaban aquella noche en que acompañó a Lucrecia al hospital. Quizás su argumento de que "aún
no estaba madura", tenía relación con todo eso.
Silenciosa, recostada en el asiento trasero del automóvil camino al baile, atravesando las
avenidas flanqueadas de palmeras, recordaba la expresión divertida de Felipe cuando llegaron
Adrián y Sara a recogerla, la manera en que los miró —a Adrián particularmente, con su
smoking— y los despidió cortésmente. Ella había sentido la distancia en la despedida; le pareció
que decía "nos vemos luego" desde el otro lado de una infranqueable hendidura, cual una escena de
película donde la tierra se abre y un hombre y una mujer que se aman quedan separados por una
grieta inmensa.
—¿Vas bien allá atrás? —preguntaba Adrián—. ¿Querés que suba el aire acondicionado?
—No, no —decía Lavinia—, voy bien, no te preocupes.
Pasaban por barrios marginales, barrios de casas de cartón y tablas, de calles sin asfaltar,
malamente iluminadas. Precaristas asentados en terrenos altos. Allí estarían hasta que se les
asignaran otros terrenos "más apropiados", más ocultos, donde no molestaran con el despliegue
inoportuno de su pobreza; o hasta que la alcaldía vendiera los terrenos y los echara.
Desembocaron finalmente en la ancha avenida iluminada, sin tugurios a los lados. Poco después
tomaron la vía privada que servía de acceso al club. En la entrada, una hilera de automóviles
aguardaba el paso por la caseta de control. Los carros se detenían, mostraban su invitación y la
barrera —igual a la usada para el paso de los trenes por las carreteras— se levantaba, asegurando
que no ingresaran los que no pertenecían a ese mundo exclusivo.
Los campos de golf estaban alumbrados profusamente con luces en los árboles, al igual que las
canchas de tenis que tenían encendidos los faros para los juegos nocturnos. Adrián saludó al portero
y la barrera se levantó. En el recodo, frente a la marquesina de entrada, los choferes de Mercedes
Benz brillantes, Jaguar, Volvo, enormes carros americanos y modernos modelos japoneses, abrían
las puertas para que descendieran parejas de smoking y trajes largos.
Desde la piscina, la orquesta tocaba una bossanova. Bajaron del automóvil. Sara parecía
exuberante y alegre; Adrián sacaba más pecho que de costumbre. Estaban nerviosos, igual que ella,
pensó Lavinia, pasándose la mano por el pelo y alisándose el vestido. Adrián las tomó del brazo,
situándose en medio de ambas, orondo.
¿Qué pensaría Adrián?, se preguntó Lavinia. Con frecuencia, le reprochaba su "rebelión". Era un
curioso defensor del statu quo, por mucho que mencionara la "valentía" de los guerrilleros. No
aceptaba sus afanes de independencia femenina, su relación "informal" con Felipe. Él también,
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Gioconda Belli
como su madre, consideró señal de conciliación, de "ubicarse en la realidad", el hecho de que ella
asistiera al baile.
El salón resplandecía con el brillo de las enormes lámparas de cristal, adornadas con guirnaldas
de flores, que derramaban su luz sobre aquella agrupación multicolor de vestidos de noche, escotes
y joyas, que se movía en oleadas de un lado al otro, esperando el inicio oficial del baile.
En el sector de las mesas, sonaban las risas mezcladas con el cristal de los vasos en los cuales
tintineaba el hielo, el champagne y el whisky.
El salón se abría sobre una terraza al lado de una inmensa piscina de aguas celestes iluminada
por reflectores acuáticos, sobre la cual se había construido un puente para el paso de las debutantes.
Inmensas flores de loto, naturales, traídas especialmente desde Miami, flotaban en el agua.
Adrián había reservado una mesa al lado de la piscina, para poder apreciar mejor el desfile de las
debutantes. En el recorrido hacia la mesa conducidos por el ujier que se encargaba de acomodar a
los invitados, habían encontrado numerosos conocidos. "Cuánto tiempo sin verte, estás muy bien,
espero que me concederás una pieza" y expresiones como: "¡Lavinia! ¡Por fin apareciste!" la habían
acompañado.
— ¡Parece que estás más popular que nunca! —decía Sara, mientras se sentaban.
—Estoy empezando a sospechar que tu "retiro" era parte de un plan para aumentar la demanda y
rendir admiradores a tus pies —decía Adrián divertido.
—Escogiste un buen lugar —dijo Lavinia, sonriendo enigmática, respirando el aire fresco de la
noche, mientras miraba las flores de loto en la piscina y el puente donde pasarían las debutantes.
Una vez sentada recorrió el salón con los ojos. Mesas cubiertas con manteles y adornos florales
colmaban el salón. La mayoría estaban ya ocupadas, mientras otras lucían letreros de "reservado".
De una mesa a otra, las miradas inspeccionaban peinados, vestidos. La concurrencia femenina
parecía inmersa en el juego de pretender saludarse de lejos, reconocerse los trajes anunciados en
conversaciones telefónicas o en comentarios de modistas comunes. No vio a sus padres. Aún no
llegaban o estaban ocultos tras los gruesos pilares revestidos de flores y plantas. Quizás podría
encontrarlos cuando se iniciara el desfile y los invitados se sentaran.
De lejos, Lavinia reconoció y saludó a varias amigas de colegio, muchas con sus flamantes
esposos llevándolos del brazo. Antonio y Florencia le hicieron grandes aspavientos de saludo desde
la mesa cercana de la pandilla. Se levantó a saludarlos moviendo airosa el borde de su vestido rojo.
—Parece que ahora sólo te vamos a ver en estos lugares despreciables...—dijo Antonio,
socarrón, cuando ella se aproximó.
—Nos has abandonado totalmente —dijo Sandra.
—No. Nada de eso —aseguró Lavinia, sonriendo, contenta de encontrarlos—, ya se me está
pasando la onda de seriedad...
—¿Y la onda del Felipe ese? —preguntó Antonio.
—No seas curioso —dijo Lavinia, haciendo un guiño. El presidente del club cruzó el salón
dirigiéndose al micrófono.
—Ya va a empezar —dijo Florencia, con tono de niña de escuela. Lavinia retornó a la mesa con
Sara y Adrián. Se sentó cuando empezaba el discurso.
—Buenas noches, queridos socios —tronaron los altoparlantes ocasionando la movilización
general hacia las mesas. El murmullo general de excitación ante el inicio del espectáculo, fue
bajando hasta crear el silencio necesario para las palabras del presidente, quien en tono de solemne
regocijo continuaba:
—"Como todos los años en la querida tradición de nuestro club, nos hemos dado cita hoy en el
baile anual, para dar un cálido recibimiento a las bellas y distinguidas señoritas, hijas de nuestros
honorables socios, que hoy serán presentadas en sociedad...
El discurso ensalzó las cualidades de las damitas, cuyos nombres junto a los de sus respectivos
padres, fueron leídos con aplausos.
"Ahora las nombrará una a una" se dijo Lavinia, recordando cuando ella fue una de las
nombradas: la espera en el tocador de señoras, en lo alto de la escalera, a que anunciaran su
nombre, para bajar, mientras la orquesta tocaba La vida en rosa. No hubo puente en la piscina esa
vez, afortunadamente.
Ahora el presidente, con aire teatral, apoyado por el redoble del tambor de la orquesta,
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anunciaba a la primera debutante, la "novia" del club: Patricia Vilón (la recordó bulliciosa en los
corredores del colegio, entre las niñas menores que ella). La muchacha apareció en la pasarela con
un vestido de brocado blanco cargado de chaquiras y lentejuelas, con una rosa en su pelo castaño,
caminando por el puente cual si se sintiera Miss Universo. La orquesta explotó con la gran marcha
de Aída, de Verdi, sobre los aplausos de los asistentes.
Con la mano extendida, el presidente esperaba a la "novia" en el extremo final de su recorrido.
Con una sonrisa de satisfacción e importancia, la tomó del brazo y la colocó a su lado, en un
semicírculo formado por los padres de las otras muchachas.
Murmullos y aplausos acompañaban la aparición de aquellas visiones blancas y vaporosas, de
flores en el pelo, que iban colocándose al lado del presidente y la "novia".
Sara y Adrián aplaudían y comentaban. Ella también aplaudió, recordando las instrucciones de
Sebastián de mostrarse feliz, como "pez en el agua". Ese había sido su ambiente, después de todo,
aunque ahora se sintiera fuera de lugar. El sentido de lo absurdo la envolvía, provocándole ganas de
reírse del rito de iniciación de aquellas vestales consagradas al lujo y a la perpetuación de la
especie.
Íntimamente, la reconfortaba su decisión de unirse al Movimiento, de alejarse de ese
espectáculo: era imposible estar allí y no darse cuenta del desatino de aquel país donde la opulencia
podía coexistir tan impunemente con los extremos de la miseria, ignorándola: ignorando los
campesinos lanzados de los helicópteros por colaborar con la guerrilla, los alaridos de los
torturados en los sótanos del palacio presidencial.
El baile se iniciaba. El presidente tomaba del brazo a la "novia" avanzando hacia el salón de
baile, iniciando el revoloteo en las vueltas y revueltos de un vals, al que se iban uniendo el resto de
los padres con las debutantes, entre aplausos y sonrisas de labios coloreados, murmullos de
contento, comentarios sobre quién era la más linda, quién llevaba el vestido más "elegante".
Los invitados se levantaron de sus mesas, formando un semicírculo alrededor de la pista donde
bailaban las protagonistas del acontecimiento social más "destacado" del año.
Adrián, Sara y Lavinia se acercaron, junto con los demás.
—Te acordás —le decía Sara, de pie a su lado—, cuando nos tocó a nosotras. Creo que sólo el
día que me casé estuve tan nerviosa...
Recordaba todo perfectamente. De vez en cuando volvía a ver el álbum de fotos y se
avergonzaba de ser ella la que aparecía del brazo de su padre, con la misma expresión que ahora
veía en las muchachas danzantes.
—Yo las recuerdo a las dos —dijo Adrián— tenían caras de venaditos asustados. Gracias a Dios
que a mí no me tocó ser mujer.
—Allá está tu mamá —indicó Sara, de pronto, poniéndose seria— está haciéndonos señas.
Divisó a su madre a través del salón, de pie en el círculo de observadores. Levantaba el brazo en
señal de saludo. Su padre sacaba los anteojos para verla mejor.
—Se ha envejecido —comentó Lavinia, levantando el brazo para responder al saludo.
Los observó a través de una aglomeración de cabezas y dulces. Su madre había engordado un
poco, acentuando su porte de matrona de cabellos grises. Su padre, en cambio, parecía haber
adelgazado. No estaba tan distinto de cuando lo vio la última vez.
El círculo se rompió en ese momento, cuando a una señal del presidente, los asistentes se
incorporaron al baile. Su padre y su madre se abrazaron y cruzaron bailando hacia el extremo
donde ella se encontraba.
Era el "gran momento". Varias personas de las mesas vecinas se acomodaron para presenciar el
encuentro, aquella reunión de plaza pública a ritmo de merengue.
—Hijita, ¿cómo estás? —dijo su madre, dándole un beso en la mejilla, como si hubiesen salido
juntas de la casa—. ¿Cómo están?
—preguntó a Sara y Adrián que se inclinaron a saludarla.
—¿Cómo estás? —dijo su padre, mirándola de arriba abajo—, te ves muy bien. —Y la abrazó
apretadamente.
Se soltó del abrazo, imaginando el "corten" en una mala película mexicana, de hijos pródigos y
padres arrepentidos. Le era imposible, en ese ambiente, emocionarse, responder al intento de su
padre de mostrarle afecto. Lo sintió por él. Al menos, en el curso de los meses, la llamó de vez en
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cuando por teléfono, preguntándole si necesitaba dinero, si se encontraba bien.
—¿Por qué no van a nuestra mesa? —sugirió Adrián, tomando control del silencio después de
los saludos, sobreponiéndose a aquella escena incómoda y tensa a la que el bullicioso merengue de
la orquesta amenazaba con el ridículo—. Sara y yo vamos a bailar—dijo.
Se dirigieron a la pista. Lavinia vio a Sara hablando. Imaginó que le reprocharía a Adrián que la
hubiera apartado justo cuando la presencia de ambos hubiera aliviado la tensión del encuentro de
ella con sus padres.
—Estás muy bien, hija —dijo la madre, una vez que se sentaron a la mesa—, y el vestido
todavía parece nuevo. ¿Te acordás que te dije que valía la pena comprar cosas de marca? Ya ves
que tenía razón.
—Te ves muy guapa —dijo el padre.
—¿Y cómo están ustedes? —preguntó Lavinia.
—Estamos bien —dijo el padre que, obviamente, se proponía hacer esfuerzos por acaparar la
conversación y evitar la intervención de la madre.
—Has causado sensación en el baile —interrumpió la madre—. Todas mis amigas me han
preguntado si es que regresarás a la casa.
—Espero que les hayas aclarado que no es así —dijo Lavinia, empezando a sentir la típica
reacción que su madre provocaba.
—¿Cómo te va en el trabajo? —preguntó el padre, interviniendo rápidamente.
—Bien, bien —dijo Lavinia— y la fábrica, ¿cómo va?
—Ahí va. Necesito conseguir un buen gerente que me releve casi totalmente. Ya estoy muy
viejo y cansado. Pero el negocio sigue produciendo, aunque no sé cómo cambiarán las cosas ahora
que abran la fábrica nueva que están montando varios oficiales del Gran General.
—¿Están montando una fábrica?
—Sí. Están introduciéndose en varios sectores de la industria, la banca y el negocio de bienes
raíces. ¿Has oído del Banco Unido? bueno, pues lo están montando con capital del Gran General y
varios de sus generales. Se están metiendo a competir con nosotros en todo lo que pueden. Y es una
competencia desleal porque ellos consiguen exención de impuestos "libres", construyen los
edificios con maquinaria estatal... nos quieren arruinar.
—¿Cuándo vas a llegar a la casa, hija? —decía su madre—; podríamos organizar un almuerzo
con tus amigas...
—¿Cuál es tu idea, qué vas a hacer con tu vida? —preguntaba el padre, uniéndose a las
preocupaciones de la madre.
—Mi vida está tranquila y organizada —dijo Lavinia—, tengo trabajo, administro mi casa. No
tienen nada de qué preocuparse—. Y sonrió sin dar más detalles, con expresión de punto final sobre
el asunto.
—¿Y ese "arquitecto" desconocido con el que andas...? —la interrogó su madre.
—Es sólo un compañero de trabajo. Lo veo de vez en cuando. No hay nada serio con él... ¿y no
van a hacer nada para impedir la competencia del Gran General? —dijo Lavinia, tratando de
regresar a lo que había empezado a decir el padre.
—Pues nos hemos estado reuniendo, pero no encontramos ninguna solución.
Después de un rato de estar sentados, mirando a los que bailaban, comentando la madre sobre
los vestidos y los últimos chismes, el padre sobre sus reuniones, él se levantó, diciendo que casi no
se podía hablar por el ruido, era mejor que Lavinia llegara a visitarlos a la casa.
Se levantaron los tres, obviamente aliviados ante el fin del encuentro, guardando cada uno lo que
hubiera querido decir, ocultándolo tras las convenciones, la despedida, el beso en la mejilla, el "nos
vemos pronto". Los vio alejarse: el padre y la madre, altos ambos entre los que danzaban, una
pareja de seres humanos bien parecidos; el padre con el cuerpo erecto, el cabello aún abundante,
cano, facciones fuertes, ojos grandes, moviéndose apesadumbrado, sonriendo con desgano a los que
lo saludaban al pasar. La madre con su porte de gran dama, el cabello gris grueso y brillante, las
manos largas que ella había heredado, la expresión artificial, alegre. Mientras los veía, las lámparas
de cristal, las luces, adquirieron el contorno difuso y brillante que provocan las lágrimas. Tuvo la
sensación de haberse puesto unos binoculares al revés. Los vio lejos a través de los ojos húmedos, y
asaltada por un momento de deslumbramiento, comprendió que ya estaba al otro lado, que,
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
finalmente, había logrado nadar contra la corriente y se encontraba en la otra orilla. Sólo llanto,
agua, había entre ellos, agua borrándolo todo.
—¿No querés bailar? Estás muy sólita aquí...
La mano en el hombro desnudo la asustó. Las mesas, los danzantes, el sonido de la orquesta,
volvieron a entrar en foco. Levantó la cabeza y vio a Pablo Jiménez, un amigo de sus tiempos de
debutante, mirándola desde lo alto del smoking y la pajarita negra en el cuello.
Era un hombre callado y tímido. El tono de su piel, su pelo y sus ojos parecían haber sido
desleídos por el agua fuerte del vientre de su madre —una mujer dominante y bulliciosa—. Todos
lo llamaban "Pablito". Las muchachas decían que era "inofensivo".
—Hola, Pablito —dijo como respuesta.
—Hola —dijo él, manteniendo la mano extendida para llevarla a bailar— vamos a bailar... vení,
no te quedes allí sentada...
Se levantó pensando que no habría podido escoger mejor pareja para su primer baile que este
hombre gentil, transparente, "inofensivo”
El bolero suavizaba también la entrada a la pista. Se abrieron un pequeño espacio. Las parejas se
movían abrazadas, aprovechando la música para rozar los cuerpos y decirse cosas al oído.
Pablito olía a colonia. La tomó suavemente por la cintura y empezaron a mecerse siguiendo el
ritmo.
—Supe que estabas trabajando con Julián Lazo —le dijo— ¿te va bien?
—Sí, sí, me va muy bien. Es un trabajo interesante.
—Pero te habías desaparecido... sólo en las discotecas se te veía.
—Es que después del año del debut, quedé un poco saturada de este tipo de fiestas. Ahora ya se
me pasó...
Se acercó un poco más a él, deseando que dejara de hablar para poder disfrutar de la música y
bailar. Le gustaba bailar. Pablito bailaba bien. "No debería hacer esto, pensó, debería hablar,
preguntar cosas..." Sin embargo, estaba atolondrada. Le costaba fijar la atención, olvidar a los
padres. Hubiera deseado que los brazos que le estrechaban fuesen los de Felipe. Entonces habría
podido cerrar los ojos, olvidar en la música el peso de aquella incómoda relación con sus padres.
—¿Y vos que has hecho? —preguntó.
—Estoy trabajando en el Banco Central, en una oficina de investigaciones que acaban de abrir.
Hacemos estudios socio-económicos, supuestamente apolíticos, independientes. Según parece, el
presidente del Banco ha convencido al Gran General sobre la necesidad de contar con un equipo
que produzca información no adulterada. El gobierno se está preocupando un poco más por saber
qué diablos está pasando realmente en el país. No creo que sirva de mucho, pero, por lo menos, uno
siente que tal vez, aunque por miedo, se decidirán a mejorar algunas cosas...
—Pero no te sentís mal trabajando allí.
—No. Yo creo que lo único que uno puede hacer en este país es tratar de trabajar desde dentro
del régimen, y como lo vamos a tener por muchos años más, lo más práctico es ver qué se puede
hacer para que algunas cosas al menos funcionen mejor. Además, como te decía, somos un grupo
"independiente". Nada de política. Nosotros somos técnicos...
Ser "apolítico" era una cómoda manera de ser cómplice, estuvo a punto de decir Lavinia, pero
recordó que estaba allí para crearse una cobertura y no para darse más tinte de rebelde. Además, de
nada serviría su comentario. En aquel ambiente, la mayoría eran opositores. Lo normal era criticar
y quejarse del régimen, aun cuando tácticamente se supieran aliados. Critiquémoslo pero no lo
cambiemos, era la consigna.
Esa había sido la suya hasta hacía poco.
El bolero terminó y la orquesta cambió de ritmo iniciando una cumbia que se encargó de poner
fin a la conversación.
—Te devuelvo a la mesa —dijo Pablito— este no es mi tipo de ritmo.
Sara y Adrián habían regresado también. Se daban aire con las servilletas.
—Esta pista de baile es un horno... ¿Qué tal, Pablito?
—Muy bien, gracias. Ustedes se ven muy bien también...
—Con el ejercicio que hemos hecho....—dijo Adrián. El baile con Pablito abrió el acercamiento
de amigos y amigas a la mesa, en los breves intervalos de descanso de la orquesta.
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La Mujer Habitada
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Pláticas intercambiando breves informaciones sobre carreras y otros rumores se sucedieron en la
noche, envueltas todas en un ambiente de civilidad y cortesía. Era imposible saber que pensaban
realmente aquellas caras amables y sonrientes que se detenían por la mesa.
Bailó con sus conocidos de la pandilla: con Antonio indagando tenaz sobre Felipe; Jorge y sus
chistes. Con ellos se divertía. No le era difícil abatir pestañas y coquetear su "simpatía".
A ratos, retornaba la extrañeza. Su mente proyectaba las imágenes de Sebastián, Flor y Felipe; el
entierro del médico que todos parecían haber olvidado. Uno que otro comentó la suerte de que el
baile no se hubiese cancelado, el temor que habían experimentado de que el desastre los envolviera.
Sus viejas amigas del colegio le hablaron de sus planes de boda, los pretendientes, las modas y
los últimos anticonceptivos.
De vez en cuando captaba la mirada de Adrián observándola burlesco y curioso.
Estaba segura que Adrián se daba cuenta que estaba actuando, pero jamás sabría por qué lo
hacía.
Intentó sacarla a bailar, pero Lavinia, consciente de que la sometería a interrogatorio, fingió no
poder acomodarlo entre las múltiples solicitudes.
—Deberíamos irnos —dijo finalmente—, no puedo bailar más. Mis pobres pies están
destrozados...
Sara, que ya empezaba a bostezar, apoyó la idea.
—Sí, vámonos —dijo—, me estoy muriendo de sueño.
Salieron dando la vuelta por la terraza de la piscina para evitar la aglomeración del salón de
baile. En el estacionamiento, vio de lejos a sus padres montar en su vehículo y salir. La habían
estado observando cuando bailaba cerca de su mesa, cruzándose con ella miradas indescifrables.
—Estuviste encantadora —dijo Adrián, cuando recorrían el camino de regreso.
—¿Me porté simpática, verdad? —dijo Lavinia, haciéndose la tonta.
—Vos sos simpática —dijo Adrián— cuando sos lo que sos y no pretendes hacerte la mujer
liberada, independiente...
—Yo soy liberada e independiente —dijo Lavinia—. No te confundas.
—Nunca entenderé a las mujeres —respondió Adrián.
Se quedaron en silencio escuchando la respiración acompasada de Sara que dormía en el asiento
delantero.
¿Es nostalgia lo que siente? Yo muchas veces sentí nostalgia por la vida de mi tribu. Pero en
mi caso no hubo regreso posible. Lo que abandoné, se disolvió cual un lienzo que se deshace.
Nunca más retornaron las quietas alegrías de los "Calmecc", donde nuestros maestros nos
enseñaban las artes del baile y del tejido; jamás volví a engalanarme para las ceremonias
sagradas con las que recibíamos el regreso del sol, después de los últimos días del año; los días
nefastos cuando todos nos guardábamos y ayunábamos y no nos era permitido a los jóvenes
bañarnos en el río o divertirnos cazando peces en el lago.
Extraños son los sentimientos de Lavinia; punzantes, cual dardo. Mezcla de veneno y miel.
Toda ella es una tela confusa, un brazo que dijera adiós, que amara y odiara a un tiempo. Y es
por cierto confuso este tiempo donde se suceden acontecimientos dispares cual si dos mundos
existiesen uno al lado del otro, sin mezclarse. Un poco como ella y yo, habitando esta sangre.
Se quitó el vestido rojo. Lo tiró sobre la silla. Lo vio convertirse en un bulto informe de pliegues
y destellos bajo el haz de luz que provenía del baño. Se lavó la cara, el maquillaje negro de los ojos.
Le divirtió ver a Felipe en su cama, esperándola, fingiendo dormir.
Estaba segura que la observaba con los ojos entrecerrados. Por eso dio a sus movimientos una
movilidad teatral. Se paró desnuda frente al espejo del baño, limpia ya de vestigios de la fiesta,
antes de caminar descalza hacia la cama. Recordaba un trozo de alguna novela de Cortázar donde el
hombre observa a la mujer verse sola frente al espejo, desnuda.
—¿Qué tal te fue? —preguntó Felipe, con la voz pastosa, como si despertara, no bien ella
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levantó las sábanas para entrar a la cama.
—Bien, muy bien —contestó, acomodándose a su lado, dándole un beso en la mejilla.
—¿Eso es todo? No me vas a contar cómo fue...
—Déjame que piense en una manera de resumírtelo... Había mucha gente, muchos vestidos
brillantes, con lentejuelas y chaquiras, un puente sobre la piscina para que pasaran las debutantes,
flores de loto traídas de Miami flotando en el agua, mucha conversación intrascendente, dos
orquestas, lleno el salón de baile... bailé bastante. Me porté "simpática" como me dijo Sebastián.
"Me encontré con mis padres”.
—¿Y de qué hablaba la gente?
—De cualquier cosa...
Siempre tenía la impresión de que aquella gente hablaba para escucharse, pensó Lavinia. Antes
incluso de que su nueva conciencia le pusiera cosas como estas más en evidencia, había notado que
hablaban constantemente, como si necesitaran oírse mucho para protegerse de su propia soledad.
Parecían no saber escuchar el sonido de los demás, sino como instrumentos menores en la
sinfonía de su propia autocomplacencia. Tal vez es una cuestión de educación, de clase, se dijo.
Todos nosotros fuimos criados para pensarnos el centro del mundo, el principio del universo.
—Eso es muy vago —dijo Felipe, levantándose sobre el codo, sonriéndole—, ¿qué decían?
—Lo que vos querés saber es si obtuve alguna información útil, ¿verdad? Porque si me pongo a
repetir lo que decían, llegamos a mañana.
—Sí. Tenés razón. ¿Qué dijeron que sea útil?
Le contó lo que había dicho su padre, Pablito, comentarios sueltos sobre el "mal gusto" del Gran
General de hacer una fiesta para "la guardia" en el Club Recreativo de los Fuerzas Armadas el
mismo día...
—Así que están molestos porque se les están empezando a meter en su territorio... interesante —
dijo Felipe—. Ya nosotros lo intuíamos.
Lo vio perderse dentro de sí en una meditación afirmativa, satisfecho de hacer comprobaciones.
Ella, en cambio, quería analizar la fiesta desde una perspectiva diferente. No había oído nada
extraordinario en relación a cuestiones políticas; lo que consideraba interesante era haber podido
ver todo aquello con la capacidad de observación que le daba el hecho de que el paso del tiempo se
acomodara con orden en su vida ahora, el tener frente a sí el diseño del movimiento de sus días y
encontrar que las cosas guardaban sentido, tenían su razón de ser. Quería compartir sus
pensamientos con Felipe; decirle cómo sentía haber cambiado desde que ya no se levantaba por los
mañanas con la sensación de estar frente a un agujero informe, una masa de arcilla esperando el
génesis para llenarse de peces o convertirse en árbol o manzana.
Ahora que sabía el porqué de sus obligaciones.
Ahora que había tomado el mando de las horas y pensaba haber entrado finalmente a la edad
adulta; ser capaz de mirar a su alrededor y descubrir lo "otro" y a los "demás" bajo distinta luz, sin
la necesidad infantil de hacer girar el mundo a su alrededor.
—Es interesante ver cómo actúan las personas de mi origen —dijo Lavinia, pensativa—, todos
quieren llamar la atención sobre sí mismos. Es una competencia feroz. Usan cualquier recurso para
ganar el centro, para monopolizar el foco, la luz.
"Y son divertidas, ¡claro! Me reí muchísimo. Pero fíjate, por ejemplo, a mí no me habían visto
en un montón de tiempo. Sólo me hicieron preguntas superficiales, lo usual... ¿cómo estás, qué has
hecho? Nadie me preguntó nada más. Yo no les interesaba. Lo único que les interesaba era lucirse,
ser graciosos, contar interminablemente sus cuentos...
"Para mí, mejor que así haya sido, pero no deja de reflejar cómo es que son.
Felipe alzó los hombros. Obviamente para él, ella no estaba descubriendo nada nuevo.
—¿Y con quiénes bailaste? —preguntó.
Le dijo cómo los hombres se habían acercado a la mesa, las preguntas sobre si tenía o no novio.
Era interesante observar su reacción. A él tampoco pareció importarle mucho lo que ella hubiera
pensado, ni siquiera le preguntó por sus padres. Después de lo político, tenía un interés de macho
por saber quienes se habían acercado. Irradiaba inseguridad desde la aparente indiferencia con que
su rostro volvía a adquirir la suave sensualidad de la somnolencia para seducirla, para hacerle un
amor frenético y violento a través del cual sentir que la poseía y así vengarse de boleros y otros
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ritmos.
Capít ulo 16
FLOR LE RECORDABA A LA TÍA INÉS. Eran tan diferentes y, sin embargo, había momentos
en que Lavinia no podía dejar de sentir que algo tenían en común las dos; una cierta manera grave
de hablar de la vida, de percibir pliegues íntimos de las cosas.
—Te preocupas demasiado por eso de la aceptación —decía Flor—. O por la identidad... Cada
uno de nosotros carga con lo propio hasta el fin de los días. Pero también construye. Como
arquitecta debías saberlo. El terreno es lo que te dan de nacimiento, pero la construcción es tu
responsabilidad.
—Precisamente como arquitecta, sé cómo influye el terreno... —sonreía Lavinia—. Pero es
verdad lo que decís. No sé por qué me preocupa tanto.
—Así es. No te "preocupes" tanto. Ocúpate mejor en dar lo máximo de vos misma. La
aceptación vendrá poco a poco. Lo importante es ser honesto con uno mismo. Eso es lo que los
demás aprenden a respetar.
Flor era así. Sin estridencias, ni extremismos. A Lavinia no dejaba de sorprenderle descubrir,
mientras más la conocía, la profundidad y la ternura que albergaba detrás de su apariencia seria,
mesurada, a veces adusta.
Las dos, entre sesiones de estudio y largas noches cosiendo "embutidos" —material y
correspondencia que se enviaba a la montaña, disimulado en objetos inútiles— habían desarrollado
una sincera y fraterna amistad. Hablaban de sueños y aspiraciones.
Compartían lecturas feministas y diseños de relaciones "nuevas" entre hombres y mujeres.
Ahora, mientras sentada en el alto trípode dibujaba propuestas para la casa de los Vela, Lavinia
echaba de menos a Flor. Hacía semanas que la veía poco. Parecía andar sumamente atareada, igual
que Sebastián y Felipe.
Ella, por su parte, dedicaba casi todo su tiempo a terminar el anteproyecto de los planos. Julián
la había relevado de otras obligaciones, pidiéndole que concentrara su talento y energía en
aprovechar al máximo los delirios de grandeza del general y su familia.
Se levantó de la mesa y fue hacia el escritorio. Estaba atiborrado de revistas norteamericanas. Al
lado del teléfono vio las postales de la casa de William Hearst en California: la piscina griega con
incrustaciones de lapislázuli y oro, los salones semejando palacios medievales, cuarenta
habitaciones... Era útil conocer los gustos de las mentalidades ostentosas; reducidas a escala, se
parecían.
Se acomodó en el sillón, recetándose un descanso. Le agotaba el esfuerzo de diseñar,
violentando constantemente principios de la sencillez y hasta de la estética para complacer los
gustos de la voraz señora Vela. Sacó un cigarrillo y aspiró el humo, exhalando círculos blancos que
se deshacían con nubes rotas contra la luz de neón de las luminarias del techo. Por el ventanal
divisó la lluvia leve de mayo, suavizando la claridad del día.
El teléfono repicó. Era la señora Vela. Pasada la primera reticencia sobre el tipo de terreno que
su esposo seleccionara, al comprender las posibilidades de la construcción en varios niveles, su
entusiasmo se había desbordado. Casi a diario la llamaba con ideas para la casa.
Ese día se le había ocurrido ceder su "cuarto de costura", al lado del cuarto de música, para
brindarle una sorpresa al marido.
—Él tiene una colección de armas, ¿sabe? —decía la señora Vela por teléfono—. Se me ocurre
que exhibirlas en las paredes de esa habitación se vería muy bien, ¿no cree?
—Pero usted se quedaría sin su cuarto de costura —dijo Lavinia—. Recuerde que él ya tiene el
cuarto de música con el bar y el billar.
—No importa, no importa —dijo la señora Vela—. La verdad es que yo nunca coso. La
costurera se puede acomodar en cualquier parte.
Mientras hablaba con la señora Vela, Lavinia barajaba las postales de la casa de Hearst. Recordó
haber visto una armería en una de las habitaciones. Encontró la lámina multicolor, Secret chamber,
decía la postal en el reverso. Todavía escuchando la perorata de la mujer, su mente empezó a
fabricar posibilidades.
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—Puede ser, puede ser —dijo Lavinia—. Tiene razón. Al general le va a encantar la idea. No
tengo dudas. Voy a trabajar en una propuesta y la vemos la próxima semana, ¿le parece?
Colgó el auricular y se quedó pensando. El diseño de las estanterías, facilitaría el acceso al
general Vela. Ella necesitaría detalles sobre las armas para determinar tamaños, pesos, el esquema
de distribución de los estantes. Sería lógico argumentar la importancia de una reunión de trabajo
con él.
Volvió al derecho y al revés varias veces la postal de la casa de Hearst. Un cuarto secreto para
las armas no podría dejar de seducir al general Vela. Se levantó entusiasmada a la mesa de dibujo.
Al atardecer todavía estaba haciendo cálculos.
Poco antes de la hora de salida, Mercedes apareció en el dintel de la puerta, preguntándole si
quería café. Llegó hasta la mesa y se puso a mirar por encima de su hombro.
—¿Por qué está dibujando rifles y pistolas? —le preguntó.
—Porque la señora Vela quiere una armería —respondió—, un cuarto para exhibir la colección
de armas de fuego que el marido ha venido acumulando desde su ingreso al ejército.
—Cada día quiere algo nuevo, ¿verdad? Para eso es que la llama...
—Sí.
Mercedes guardó silencio. Caminó alrededor de la mesa, tocando los pinceles y los lápices
distraídamente.
—Le gusta este trabajo, ¿verdad?
—Pues sí, es bonito.
—A mí me gusta el mío también, pero hoy estoy deprimida.
—¿Qué te pasa?
—Estoy con problemas.
—¿Otra vez? —dijo Lavinia sin poder evitarlo. Mercedes le hacía confidencias de vez en
cuando. Todos en la oficina conocían a Manuel, quien la visitaba y con el que sostenía
interminables conversaciones telefónicas. Era casado. Constantemente le prometía abandonar a la
esposa. Se lo estaba prometiendo desde hacía dos años, según Mercedes.
—Resulta que la esposa de Manuel está embarazada. Él me decía que vivía con ella por los
hijos. Supuestamente apenas si se hablaban. Hoy me llama una amiga y me dice que la esposa está
embarazada...
—Bueno, yo ya te había dicho que ese cuento me parecía flojo...
—A mí también —dijo, mirando por la ventana el paisaje nublado— pero yo quería creerle.
Llegué a pensar que realmente lo hacía por sus hijos... estoy convencida que los adora. Pero ahora
no sé qué hacer...
—Vos sos una mujer joven, Mercedes, sos guapa, inteligente. Te mereces algo mejor que estar
de segundona. ¿Por qué no lo dejas de una vez? Vas a ver que no es el único hombre en el mundo.
—Todos los hombres son iguales.
—Puede ser, pero algunos son solteros por lo menos.
—Pero yo ya estoy "manchada". A los solteros les gusta casarse con vírgenes. A lo único que
puedo aspirar es a otro amante... Por eso los hombres casados siempre me andan persiguiendo.
En cierta medida, pensó Lavinia, tenía razón. El tipo de hombre con los que Mercedes se
relacionaba, aspiraba a escalar en la esfera social. Por lo mismo, asumían, llevándolos al extremo,
los valores considerados aceptables en los círculos más sofisticados de la sociedad. Una mujer,
después de sostener relaciones con un hombre casado, tendría dificultades en ese mercado
matrimonial. La buscarían como amante, pero para esposa preferían una criatura inocente,
fácilmente moldeable y dócil. Una mujer "intachable" se consideraba necesaria para introducirse en
determinados círculos. El pasado de Mercedes podría resultarles "embarazoso". Sin embargo...
—Recordá que las vírgenes son una especie en extinción —dijo Lavinia.
—Pero todavía hay suficientes... —dijo Mercedes, sonriendo.
—Pues te quedas sola, Mercedes. Es mejor estar sola que mal acompañada. Si te sentís infeliz
con Manuel, no veo por qué seguir con él.
Mercedes miraba las revistas sobre el escritorio con expresión ausente. Buscaba aparentemente
resolver su problema, pero en el fondo, pensó Lavinia, estaba atrapada en un enamoramiento de
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telaraña.
La vio iniciar el camino hacia la puerta.
—Es que yo le quiero —dijo Mercedes—. Ya me voy. La estoy atrasando.
Y salió apresurada.
Pensativa, Lavinia miró por la ventana las nubes del atardecer cubriendo el cielo grisáceo de
rosa y violeta.
Le daba pena Mercedes. Era casi una maldición, pensó, aferrarse así al amor. Y tan femenino.
Cómo harían los hombres, se preguntó, para apartar esas preocupaciones en su vida cotidiana. Al
menos para no perder la concentración, no sentir que la tierra se movía bajo sus pies cuando los
afectos no andaban bien. Ellos parecían tener el poder de compartimentar la vida íntima, encerrarla
en diques sólidos, inconmovibles, que impedían se les contaminara el resto de la existencia. Para
las mujeres, en cambio, el amor parecía ser el eje del sistema solar. Una desviación y se desataba el
deshielo, la inundación, la tormenta, el caos.
Escuchó los sonidos de la hora de salida, los apagadores de las lámparas de dibujo, las llaves, los
hasta mañana. Había emborronado papeles y más papeles mecánicamente, sin pensar en lo que
hacía, distraída por las cuevas húmedas de la vida: revisó las hojas antes de tirarlas a la basura:
armas de fuego, pistolas, rifles y qué extraño, había dibujado arcabuces antiguos, y tensos,
estilizados, incontables arcos y flechas...
Lavinia piensa en el sexo color de níspero y se pregunta por el amor.
El tiempo no transcurre: ella y yo tan lejanas podríamos conversar y entendernos en la noche
de luna alrededor de la fogata. Innumerables las preguntas sin respuesta. El hombre se nos
escapa, se desliza entre los dedos como pez en río manso. Lo esculpimos, lo tocamos, le damos
aliento, lo anclamos entre las piernas y aún sigue distante cual si su corazón estuviese hecho de
otro material. Yarince decía que yo quería su alma, que mi deseo más profundo era soplarle en
el cuerpo un alma de mujer. Lo decía cuando le explicaba mi necesidad de caricias, cuando le
pedía manos suaves sobre mi cara o mi cuerpo, comprensión para los días en que la sangre
manaba de mi sexo y yo andaba triste, tierna y sensible como una planta recién nacida.
Para él, el amor era puique, hacha, huracán. Lo apaciguaba para que no le incendiara el
entendimiento. Le temía. Para mí en cambio, el amor era una fuerza con dos cantos: uno de filo
y fuego y otro de algodón y brisa.
Mi madre decía que sólo a la mujer le había sido dado el amor; el hombre conocía apenas lo
necesario. Los dioses no habían querido distraer su fuerza. Pero ya había visto hombres
enloquecidos por el amor y podía decir que hasta Yarince, por conservarme a mí a su lado, había
incurrido en reprimendas de sacerdotes y sabios. No podía aceptar, como mi madre, que llevaran
dentro de sí sólo la obsidiana necesaria para las guerras. Me parecía que ocultaban el amor por
miedo de parecer mujeres.
Acordaron encontrarse en el Parque de los Ceibos. Desde hacía algunas semanas, desde que
estaban todos tan ocupados, Lavinia no visitaba la casa de Flor. La veía poco; generalmente en
lugares públicos: parques, restaurantes, o mientras la llevaba de un lugar a otro en automóvil. Flor
también frecuentaba el camino de los espadilles.
En el parque solían encontrarse bajo un ceibo monumental. Sentadas en el extremo más
apartado, sobre una banca de concreto, aparentaban ser estudiantes con libros y cuadernos. A
Lavinia le gustaba encontrarla allí. Las ramas extensas del árbol formaban un círculo de sombra, un
encaje verde con trozos de azul. Desde ese lugar podían mirar a los niños jugando en la locomotora
de un viejo tren abandonado y, en el silencio de la tarde, escuchar las risas infantiles lejanas.
Llegó a la hora convenida. Flor aún no estaba. Aparcó el carro en el estacionamiento, sacó los
libros y cuadernos necesarios para la "cobertura" estudiantil y caminó sin prisa hacia la banca.
Hacía calor. Los días sin lluvia de la estación invernal, podían ser extremadamente calurosos y
húmedos.
Esa tarde tan sólo unos pocos niños jugaban en el viejo tren. Eran todos pequeños y con las
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ropas desteñidas y viejas, remendadas incontables veces. Con las diminutas piernas se esforzaban
por trepar a lo alto de la locomotora. A un lado, sobre el césped, los canastos y bateas de dulces,
cigarrillos y chiclets, que sus madres los enviaban a vender al parque, yacían abandonados al
picoteo de uno que otro pájaro.
Más tarde, cuando llegaran los niños ricos con las niñeras vestidas de pulcros uniformes y
delantales blancos, ya ellos no podrían jugar en el tren. Tendrían que conformarse con mirar los
juegos desde los andenes del parque, mientras balanceando su mercancía, pregonarían con sus
vocecillas chillonas: "laaaas cajetas, laaaas cajetas..."; "aquí van loooooos cigarrillos...".
Minutos después, Flor se acercó por la vereda. Traía el morral donde guardaba sus ropas de
enfermera al salir del hospital. Aún podían verse, bajo el ruedo de los desteñidos bluejeans, las
gruesas medias blancas y los zapatos austeros del oficio, en contraste con la floreada blusa.
Lucía cansada, ojerosa. Ya a Lavinia le había parecido, cuando la encontrara días atrás, que Flor
había perdido peso; ahora, el rostro afilado no dejaba lugar a las dudas, estaba bastante más
delgada. Sin embargo, los ojos le brillaban y sus movimientos eran nerviosos, los ritmos corporales
alterados por la prisa.
—Hola —le dijo, inclinándose para darle un beso en la mejilla y palmaditas en el hombro—,
perdóname que me retrasé un poco. No encontraba bus. Se me descompuso el carro otra vez. Creo
que esta es la definitiva.
El carro de Flor, "Chicho", como le decían, había entrado en una vejez decadente y decrépita
que lo mantenía en el "hospital" constantemente.
—¿Lo llevaste al "hospital"?
—Creo que ni lo voy a llevar ya. No vale la pena. Lo reparan y a los pocos días, se vuelve a
descomponer. Tal vez pueden venderlo como chatarra. Me da pesar porque le tengo cariño, pero la
verdad es que ya está "anciano".
—De todas formas podemos seguir usando mi carro —dijo Lavinia.
—De eso vamos a hablar —dijo Flor, sacando un cigarrillo y removiendo el interior del bolso,
buscando el encendedor.
En silencio, tensa, Lavinia esperó que encontrara el chispero y expeliera, finalmente, una gran
bocanada de humo.
—Bueno —dijo Flor, con el tono de quien inicia una conversación importante—. Me imagino
que te habrás dado cuenta de que estamos más ocupados que de costumbre.
Lavinia asintió con la cabeza. Sin saber de qué se trataba había percibido el incremento de la
actividad a su alrededor. Le entristecía no ser partícipe, pero estaba consciente que el Movimiento
tenía sus reglas no escritas, sus ritos y noviciados.
—Están pasando cosas... —dijo Flor. De pronto, levantó la cabeza y la miró fijamente—. ¿Vos
ya hiciste juramento?
—No —dijo Lavinia, recordando haber leído en los folletos aquel lenguaje a la vez hermoso y
retórico, el pacto simbólico, el compromiso formal de ingreso al Movimiento.
Flor removió de nuevo en su bolso (parecía uno de aquellos bultos infantiles repletos de tesoros
que los niños suelen guardar bajo la cama) y sacó el folleto que Lavinia reconoció era el de los
Estatutos, al tiempo que el reflejo del miedo le hizo mover la cabeza de un lado al otro del parque.
Sólo los niños seguían jugando. Se tranquilizó.
—Poné tu mano aquí, sobre el folleto —dijo Flor, acomodándolo encima del libro en el que
fingían estudiar.
—Levanta tu otra mano... aunque sea un poquito —le dijo susurrando una sonrisa— y decí
conmigo...
Fue repitiendo en voz baja las palabras que Flor sabía de memoria, las del Juramento. Las dos
casi sin darse cuenta susurraban aquellas frases hermosas, grandilocuentes. El parque y el árbol
convertidos en catedral de ceremonia. Lavinia sintió una confusa mezcla de emoción, miedo e
irrealidad. Sucedía todo tan rápido. Trató de concentrarse en el significado de las palabras, asimilar
aquello de estar jurando poner su vida en la línea de fuego para que el amanecer dejara de ser una
tentación; los hombres dejaran de ser lobos del hombre; para que todos fueran iguales, como habían
sido creados, con iguales derechos al gozo de los frutos del trabajo... por un futuro de paz, sin
dictadores, donde el pueblo fuera dueño y señor de su destino... Jurar ser fiel al Movimiento,
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guardar el secreto protegiéndolo con su vida si era necesario, aceptando que el castigo de los
traidores era la deshonra y la muerte...
Se conmovió pensando en sí misma cual si se tratara de otra persona, contagiada del tono firme
y apasionado del susurro de Flor que ya terminaba, elevando apenas la voz en el "Patria Libre o
Morir".
—Patria Libre o Morir —repitió Lavinia, mientras Flor la abrazaba rápidamente, para luego
guardar el folleto en el bolso, mirando vigilante (como estuvo haciendo durante la lectura) la calma
del parque.
El abrazo rápido y apretado dejó en Lavinia el sabor de un afecto contenido. Se pensaría que era
normal, parte del rito, el sello de un pacto normal, pero algo que no podía definir en el
comportamiento nervioso de Flor, le produjo una extraña tristeza.
—Bueno, ya estás juramentada. Quería hacerlo yo —le dijo, bajando apenas los ojos, alertando
la vaga tristeza de Lavinia.
Flor se pasó las manos por el pelo, recogiendo las hebras sueltas al lado de la cara,
acomodándolas para atrás hacia la cola de caballo anudada con un pañuelo.
—Como te decía —continuó Flor, visiblemente superando su emoción y adoptando el tono
ejecutivo de las reuniones—, están pasando cosas importantes: tuvimos en los últimos días
reuniones conjuntas de los mandos de la montaña y la ciudad. Se tomaron decisiones de gran
trascendencia para nuestro Movimiento... En eso andábamos ocupados —añadió a manera de
explicación— (debió intuir que me sentí apartada, pensó Lavinia, conteniendo de nuevo las ganas
de abrazarla).
—No te puedo dar muchos detalles, pero se acordó que es necesario darles a compañeros como
vos una cierta preparación militar. Esto tiene que ver con asuntos que irás conociendo en su
momento; por ahora, dada la importancia de tu trabajo con la casa del general Vela —que, por
cierto, lo consideran prioritario en tu caso— se decidió plantearte la posibilidad de una preparación
mínima en un fin de semana.
Asintió con la cabeza, impresionada. (Rifles, pistolas, ametralladoras, arcabuces, arcos y
flechas...)
—El Movimiento, como sabes —continuó Flor—, ha venido en un proceso que hemos llamado
"acumulación de fuerzas en silencio" o sea, no hemos actuado más que en las montañas, como una
forma de sostener la resistencia, a la espera de mejores condiciones. Debemos empezar a
prepararnos para quitarles presión a los compañeros de la montaña. Necesitamos, además, crear
mayor conciencia y movilización en las ciudades... todo esto quiere decir que habrá una serie de
cambios y reorganizaciones. También necesitamos mejorar la preparación y capacidad de todos los
miembros... entendés, ¿verdad?
Ya entendía. Sebastián, seguramente sabiendo lo que sucedería, había ocupado los últimos viajes
al camino de los espadilles para explicarle cómo estaba la situación, para hacerle entrever la
necesidad de que el Movimiento actuara. Había puesto tan en evidencia la importancia de actuar
que ella misma le dijo, "¿y por qué no hacemos algo? ", lo cual le arrancó una larga sonrisa.
—Sí —dijo.
—Quería también informarte —añadió Flor—, que seguirás trabajando con Sebastián. Yo tengo
que hacer un viaje...
La clandestinidad, pensó Lavinia. Sabía, por las expresiones de Felipe que, en el Movimiento
"hacer un viaje" era pasar a la clandestinidad.
— ¿Dónde? —preguntó, sabiendo que no debía preguntar, pero deseosa de saber que esta vez sí
era un viaje real.
—No te puedo decir —dijo Flor, sonriendo y tocándole el brazo cariñosamente— pero... bueno,
vos sabes de qué se trata —concedió.
Se quedaron en silencio. Lavinia meditaba si debía o no decir lo que cruzaba su pensamiento y
su corazón. Flor interrumpió sus meditaciones.
—Estos momentos son siempre difíciles —dijo—. De alguna manera son como despedidas,
porque no siempre tenemos el optimismo necesario para este negocio. No nos deberíamos, ni vos,
ni yo, despedir con la idea de que quizás no volveremos a vernos, pero eso es lo que se siente...
Además, es una posibilidad real, aunque también es real la posibilidad de que sí nos volvamos a
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
ver.
"¿Te acordás cuando me platicabas de tu miedo? —hablaba como para sí misma, mirando los
pájaros volar sobre el paisaje extendido desde la colina del parque—. Cuando me dijeron que debía
pasar a la clandestinidad, sentí miedo. Me acordé de las cosas que te dije, las que he dicho a varios
compañeros que empiezan, las que me decía Sebastián a mí al principio. Pero me doy cuenta de que
este es otro paso y cada paso trae su dosis de miedo que es necesario superar. Pero sucede que, cada
paso, a medida que aumenta la responsabilidad, la posibilidad de compartir el miedo es menor. Uno
se va enfrentando a estas debilidades cada vez más solo, aunque el miedo sea el mismo. Yo quería
esto. Es un triunfo para mí. No hay muchas mujeres clandestinas, ¿sabes? Es un reconocimiento de
que podemos compartir y asumir responsabilidades, igual que cualquiera. Pero, como mujer,
cuando uno se enfrenta a nuevas tareas, sabe que debe también enfrentarse a una lucha interna; una
lucha por convencerse internamente de las propias capacidades. Teóricamente sabes que debes de
luchar por iguales posiciones de responsabilidad, la cosa es, cuando ya tenés la responsabilidad,
perder el miedo a ejercerla... y, además, guardarte muy bien de mostrar, por lo mismo que sos
mujer, el otro miedo.
—Estoy segura que te va a ir bien —dijo Lavinia, sintiéndose trivial pero dándose cuenta de que
no podía recargar su emotividad, su miedo, en el miedo de Flor.
—Eso espero —dijo ella.
—El otro día estaba pensando precisamente que hombres y mujeres nos hemos "especializado"
en diferentes capacidades. Nosotras, por ejemplo, tenemos más capacidades afectivas. Ellos en eso
son más limitados. Necesitarían aprender de nosotras, como nosotras aprender de ellos esa práctica
más fluida de la autoridad, de la responsabilidad. Se necesitaría un intercambio —dijo Lavinia, por
decir algo.
—No sé —dijo Flor, pensativa—. En este momento me parece que más bien lo que cabe es
suprimir lo "femenino", tratar de competir en su terreno, con sus armas. Quizás más adelante, nos
podremos dar el lujo de reivindicar el valor de nuestras cualidades...
—Pero uno debería ser capaz de "feminizar" el ambiente, sobre todo si estamos hablando de
ambientes duros como la lucha... —insistió Lavinia.
—Para mí que el "ambiente de la lucha", como vos decís, está bastante "feminizado". Nos
necesitamos y, por lo mismo, creamos vínculos afectivos sólidos con los demás... A mí me parece
que nuestros hombres son sensibles. Es la muerte, el peligro, el miedo, lo que le obliga a uno a
crear defensas... defensas necesarias. Sin ellos, no sé cómo podríamos seguir adelante —dijo
suavemente Flor.
Parecía zambullida en sí misma. Sus palabras, pensó Lavinia, eran apenas el delicado contorno
del pico del iceberg flotando en las aguas frías. Recuerdos, vivencias de los que ella apenas tenía un
asomo, flotaban en sus ojos, llevándosela lejos.
—Me vas a hacer mucha falta —dijo Lavinia.
—Vos también —dijo Flor— pero me siento contenta de que sigas trabajando con Sebastián. Él
está "feminizado" —dijo sonriendo—, ¡aunque no se te ocurra decírselo porque va a pensar que se
trata de otra cosa...! Felipe también te va ayudar, aunque sea tan machista... Creo que mejor está
con vos, que con otra mujer que nunca lo confrontara. Me divierte pensar cómo le diste la vuelta a
sus planes. ¡Le salió el tiro por la culata!
—A veces pienso que tiene un machismo contradictorio —dijo Lavinia—. A juzgar por las
mujeres que se ha buscado, algo en él, quizás inconscientemente, lo pone en ese tipo de situaciones.
—Curioso, ¿verdad? No me había puesto a pensar, pero ahora que lo decís... Ciertamente, la
alemana no era muy mansa... Sí. Felipe es valioso y quiere cambiar, estoy segura. Teóricamente,
está claro. Es en la práctica donde se le sale el indio.
—Lucha como Yarince —dijo Lavinia, distraída, sin poder concentrarse en la conversación,
pensando y volviendo a pensar en el paso de Flor a la clandestinidad.
—¿Y quién es Yarince? —preguntó Flor, curiosa.
—Qué —dijo Lavinia— ¿qué dije?
—Que luchaba como Yarince...
—No sé quién es Yarince. No sé de donde me salió...
—¿No has estado leyendo sobre la conquista española? —preguntó Flor, y Lavinia negó con la
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
cabeza—. Hay un Yarince indígena, cacique de los Boacos y Caribes, que luchó más de quince
años contra los españoles. Es una historia hermosísima. Casi no se conoce la resistencia que hubo
aquí. Nos han hecho creer que la colonia fue un período idílico, pero no hay nada más falso. Por
cierto que, aunque no se sabe si es leyenda o realidad, Yarince tuvo una mujer que peleó con él.
Fue de las que se negaron a parir para no darles más esclavos a los españoles... Deberías leer sobre
eso. Tal vez lo oíste en alguna parte y se te quedó grabado el nombre. Eso pasa a veces. Hay un
término médico, incluso: "paramnesia"... Lo que se guarda inconscientemente; como cuando llegas
a un lugar y te parece haber estado allí antes...
—Debe ser —dijo Lavinia—. No sabes las cosas extrañas que me pasan; las cosas que se me
ocurren... No les doy importancia pero ahora que lo decís, siempre tienen relación con los indios...
con arcos y flechas, cosas así... Es extraño, ¿verdad?
—Yo no lo veo extraño. Tal vez algo te impresionó cuando estabas pequeña... Después de todo,
lo indígena, lo llevamos en la sangre.
—Puede ser. Puede ser que mi abuelo me hablara de eso cuando niña.
Trató de recordar, sin resultado. No lograba concentrarse y Flor la trajo de vuelta hacia las
instrucciones más recientes sobre la casa del general Vela.
Se quedaron mucho rato en el parque. Los niños pulcros y las niñeras almidonadas paseaban ya
por las alamedas, y los columpios lejanos se balanceaban cual péndulos recordando el tiempo de las
despedidas.
—Es hora de marcharme —dijo finalmente Flor—. Me ha hecho bien hablar con vos. Me siento
más tranquila. Gracias.
—La que te tiene que dar gracias soy yo —dijo Lavinia, sintiendo que le volvían las contenidas
ganas de llorar—. No sabes que ha sido para mí tener alguien como vos.
—Bueno —dijo Flor, sonriendo—, no te pongas así. Me parece que estás hablando como si ya
me hubiera muerto. Me vas a seguir teniendo. Mientras tengas al Movimiento, me vas a seguir
teniendo, así que va a ser por mucho tiempo...
—No puedo asimilar que no te volveré a ver hasta quién sabe cuando...
—La vida es dialéctica —dijo Flor, animadamente—; "todo cambia, todo se transforma". A lo
mejor nos volvemos a ver pronto. Tenemos que ser optimistas...
—Gracias por lo del Juramento —dijo Lavinia—. Me alegro que hayas sido vos quien me lo
tomaras...
—Yo también —dijo Flor— y ahora de verdad, ya me voy. Se está haciendo tarde.
—¿No querés que te lleve? —dijo Lavinia, con la esperanza de prolongar el tiempo.
—No es necesario —dijo ella—. Arreglé un contacto cerca de aquí. Dame quince minutos antes
de salir vos.
Bajo el alto ceibo de aquel rincón apartado del parque, se dieron un abrazo. Un abrazo corto,
aparentando la naturalidad de una despedida cualquiera, un beso en la mejilla.
La vio partir y se quedó sola, sentada en el banco, oyendo los juegos de los niños, contemplando
la húmeda y borrosa desaparición del día hasta que transcurrieron los quince minutos.
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Capít ulo 17
HE BLOQUEADO EN LAVINIA el comentario de su amiga sabia de pelo negro y ojos
redondos. No quiero que estudie mi pasado. Quiero recordarlo con ella a mi propio ritmo,
conectarla a este cordón umbilical de raíces y tierra.
Temo también pensar en la muerte de Yarince. Sucedió poco después de la mía. Desde mi
morada de tierra, la vi cual si se tratase de un sueño...
Terribles fueron aquellos últimos tiempos. Estábamos ya agotados tras tantos años de batallar
y el cerco era cada vez más estrecho. Los mejores guerreros habían perecido. Uno a uno
estábamos muriendo sin aceptar la posibilidad de la derrota. Enterrábamos las lanzas de los
muertos en lo más hondo de la montaña esperando que otros algún día las alzarían contra
invasores. Cada muerte, sin embargo, era irremplazable, nos desgarraba cual cuchillo de
pedernal la piel. Dejábamos parte de nuestra vida en cada muerte. Moríamos un poco cada uno
hasta que, hacia mi fin, semejábamos ya un ejército de fantasmas. Sólo en los ojos se nos podía
leer la determinación furiosa. Llegamos a movernos como animales de tanto vivir en las selvas y
los animales se convirtieron en nuestros aliados, avisándonos del peligro. Olfateaban su furia en
nuestro sudor.
¡Cómo recuerdo aquellos días de sigilo y hambre!
La casa donde vivían los Vela estaba situada en lo que, en su momento fuera uno de los repartos
elegantes de la ciudad, desplazado ahora por las lotificaciones residenciales en colinas y sitios altos,
que eran la "última palabra y moda" en el "buen vivir", y donde se construiría la casa nueva.
Después de abrirle la puerta mientras la conducía hacia el interior, la señorita Montes, le explicó
a Lavinia, que la actual residencia la habían ya vendido a una pareja de norteamericanos profesores
de la Escuela para Altos Estudios de Administración de Empresas, quienes se encontraban ausentes
en su año sabático.
—Por eso nos urge tanto la nueva casa —le dijo—, a final de año regresan los dueños de ésta.
El sol de mediodía caía inmisericorde sobre el jardín, al lado del cual se extendía una amplia
habitación con aire acondicionado que servía de sala.
El general Vela no había llegado, pero lo esperaban en cualquier momento.
Alborotando el tintineo de sus numerosas pulseras, la señorita Montes se adelantó para abrir la
puerta de madera y vidrio de la sala, sosteniéndola para permitir la entrada de Lavinia quien
cargaba, bajo el brazo, los cilindros de cartón que contenían los anteproyectos de planos.
La residencia de los Vela concordaba con el decorado imaginario que ella le había atribuido, una
mezcla de estilos a cual más rimbombantes y disparatados, brillantes y ostentosos: espejos de
marcos dorados de volutas, mesas haciendo juego adosadas a la pared, muebles pesados de forros
brillantes de damasco, sillas y mesas cromadas, jarrones enormes y floridos, alfombras de extraños
colores pastel, reproducciones de paisajes en las paredes, pinturas de olas gigantescas y artificiales.
En la sala, una de las paredes estaba cubierta por una foto mural de un bosque en otoño.
—Siéntese —dijo la señorita Montes—, mi hermana no tarda; está terminando de probarse un
vestido. Hoy es el día que viene la costurera... Usted sabe cómo es eso... ¿No quiere tomar algo?
—Una coca-cola, por favor...
La mujer se levantó y caminó hacia una cortina. Al descorrerla, apareció un mueble empotrado.
La señorita Montes, utilizando un manojo de llaves que cargaba colgado a la cintura, abrió la hoja
que servía de tapa, provocando el chisporroteo de los tubos de neón que se encendieron iluminando
un interior de espejo, cristalería y botellas de licor. Sacó un vaso y se inclinó para abrir el pequeño
refrigerador, también empotrado del que sacó hielo y coca-cola.
—Los muebles empotrados le encantan al general —dijo mientras se acercaba, después de cerrar
todo otra vez con llave, poniendo frente a ella la coca-cola y el vaso con hielo.
—Ahorran espacio —dijo Lavinia, pensando en lo decadente de aquel bar de pésimo gusto.
—Es lo que él dice. Él es muy económico —dijo— y, además, no le gusta que el servicio ande
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tocando lo que no debe. Ya sabe usted... dejar el licor al alcance de las sirvientas es como
despedirse de él. Se lo roban. Siempre tienen un novio o un pariente a quién dárselo. Por eso mandó
a construir ese bar, con la refrigeradora allí mismo; todo con llave. Es la única manera. Al principio
a mí me costó acostumbrarme a andar desenllavando muebles cada vez que necesitaba algo... en mi
casa no se enclavaba nada, pero, claro, no es lo mismo...
—¿Desde hace cuánto vive con ellos? —preguntó Lavinia.
—¡Uhhh!. Desde que nació el niño... trece años. Sí, trece años. Es tremendo cómo pasa el
tiempo, ¿verdad?
—¿Y su familia de dónde es?
—De San Jorge. Mi papá era administrador de "La Fortuna". La conoce, ¿verdad? Es la
hacienda de tabaco del Gran General. Allí fue que se conocieron mi hermana y mi cuñado...
Entonces, él apenas era custodio del Gran General. Llegaban con frecuencia a la hacienda. Al Gran
General le gustaba llevar invitados los fines de semana a montar a caballo, bañarse en el río... era
bien alegre cuando llegaban. Se armaban unos grandes jolgorios, se mataban reses, cerdos y claro,
mi hermana era joven y bonita... Florencio se enamoró de ella. Después se casaron. El Gran
General fue el padrino. Ascendió a Florencio como regalo de boda y así le fue tomando más y más
confianza, hasta ahora que ya es general... ¡quién hubiera dicho en aquel tiempo! —hizo una pausa
como recordando—. Como yo nunca me casé, cuando tuvieron el niño me pidieron que viniera con
ellos, para ayudarles en el cuido... Mi hermana nunca ha sido muy dada a los niños... Yo era sola.
Mi papá ya se había muerto —de asma se murió el pobre— y mi madre murió cuando yo nací... así
que contenta me vine. En realidad, mi ilusión era estudiar para monja, pero, en fin, igual sirvo a
Dios en esta casa... después de todo, la vida de las monjas es muy dura y a mí me gustan ciertas
cosas de la vida... Las prendas, por ejemplo —dijo señalando sus pulseras y sonriendo con
picardía—, me encantan. Y me encanta ir a los bailes y ver a la gente elegante, bien vestida. Y no
bailo, pero me encanta ver bailar... a propósito, ¿qué tal le fue en el baile?
Lavinia terminaba la coca-cola. Nunca hubiera imaginado tan parlanchina a la señorita Montes.
—¡Ah! Me fue muy bien. Fue un baile espectacular —dijo—, cada año son mejores esos bailes,
más lucidos, con más adornos. A mí también me encanta ver a la gente, sobre todo en esas
ocasiones... Bailé toda la noche... —sonrió, divertida de su propio sarcasmo.
—Es una lástima que no hayamos podido ir —dijo ella— pero el próximo año seguro que
vamos...
—¿Y el baile del casino? —pregunto Lavinia.
—¡Ah! También fue bonito, pero usted sabe, no es lo mismo; el mas famoso es el baile del
Social Club. Ese al que fuimos nosotros no tiene tradición. Creo que el Gran General acertó en
ofrecerlo y estuvo bien, la comida riquísima, champán gratis, tres orquestas, show y todo, pero sólo
debutaron cinco muchachas y no eran muy bonitas que se diga... morenitas, pelito lacio, sin
gracia...
Este es el fin de las ilusiones de los muchachos, pensó Lavinia, recordando las conjeturas que se
hacían sobre la hermana solterona porque era callada y parecía esconder algo tras su timidez.
Seguramente sólo se callaba frente a la hermana y el marido. Ahora que estaban solas, por primera
vez, hablaba sin detenerse de su gusto por las fiestas, su vida brillante de ciudad.
—¿Habrá tenido algún contratiempo el general? —preguntó Lavinia pasado un buen rato,
mirando su reloj.
—No creo —respondió la señorita Montes— llamó para avisar que estaba un poco atrasado.
Debió pasar un momento por la oficina del Gran General, pero aseguró que venía. Casi nunca falla
al almuerzo, ¿sabe? Sólo que sea algo extraordinario... o cuando sale en misiones. Si no, siempre
almuerza aquí en la casa. La cocinera es muy buena, le sabe los gustos. Además él no se pierde la
siesta.
El sonido de varios automóviles, estacionando en la calle y un sonoro portazo, cruzaron el
aislamiento del aire acondicionado.
—Ya llegó —dijo la señorita Montes levantándose como movida por un imán que la atrajera en
opuesto sentido al de la gravedad—. Discúlpeme, voy a avisarle que usted está aquí y a llamar a mi
hermana —dijo, saliendo rápidamente de la sala.
En pocos momentos, conocería al general Vela. Nerviosa, se pasó la mano por el pelo. La idea
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de conocerlo le causaba aprensión, miedo. La tarde en el parque, Flor la había puesto al tanto sobre
su "brillante" carrera militar. La noche anterior, Felipe y Sebastián la documentaron de datos sobre
su personalidad. Varios colaboradores del Movimiento, guardando prisión, lo habían conocido en
los largos interrogatorios. Jugaba el papel del "bueno", el que llegaba después de las torturas a
pedirles que no lo obligaran a maltratarlos más. En las montañas, se le conocía como "el volador".
Era a él a quien se atribuía la idea de lanzar vivos a los campesinos de los helicópteros si no
aceptaban colaborar con la guardia o denunciar a los guerrilleros. También tenía a su crédito las
"cárceles enlodadas" del norte: fosos de paredes de concreto y piso de lodo, cerrados con una losa
también de concreto donde apenas había una diminuta abertura para ventilación y donde se
encerraba a los campesinos por días y días hasta que se desmayaban por el olor de sus propios
desperdicios o perdían la razón...
Era la mano derecha del Gran General, tanto por su efectividad en aterrorizar a los campesinos y
combatir a la guerrilla, como por su habilidad para mantener el orden en sus subordinados. El Gran
General se preciaba de él como hombre sencillo que había logrado superarse. "Es hechura mía",
solía decir.
Eran conocidas también las funciones desempeñadas por Vela para proveer al Gran General con
mujeres jóvenes y bonitas para sus correrías (los "jolgorios", como los llamaba la señorita Montes).
"Debes hacer uso de tu clase, había dicho Sebastián, actúa seria y cortés, pero hacele sentir que
te consideras por encima de él aunque sin restregárselo en la cara. Sé gentil, estilo princesa...
inspírale confianza profesional, pero no personal..."
La idea de tener que fingir complacencia y solicitud frente a semejante personaje, le inspiraba
repulsión. Recordó la conversación con Flor en el parque. Esta era su primera misión. No debía
tener miedo. Tenía que salir bien.
La puerta se abrió con un movimiento brusco y fuerte; el general Vela seguido de su esposa y
cuñada, se aproximó a saludarla mirándola de arriba abajo con aire de señor feudal.
—¿Así que usted es la famosa arquitecta? —dijo, a la vez socarrón y halagador.
Lavinia asintió con la cabeza, sonriendo su mejor sonrisa enigmática.
El general estrechó su mano con fuerza. La mano era grande y tosca como toda su figura. Era un
hombre a quien el apelativo de "gorila" le caía como anillo al dedo. Las facciones aindiadas casi
escultóricas, podrían haber sido hermosas, si no estuvieran distorsionadas por la gordura y la
expresión de blanco pedante. Renegado de su pasado y su origen, el general Vela olía a colonia
cara usada con profusión y vestía impecable uniforme militar caqui —el color que usaban los altos
oficiales—; el pelo rizado, producto de mezclas de razas, había sido trabajosamente domado por el
aceite, la brillantina y un corte inclemente que lo fijaba contra su cabeza. Era de mediana estatura y
el estómago protuberante daba testimonio de su afición por la abundante cocina.
Le indicó que se sentara, tomando asiento a su vez, al tiempo que las dos hermanas,
enmudecidas ante la presencia del amo, le sonreían a ella cual si quisieran darle ánimos o pensaran
compartir así el efecto apabullante de la figura del general.
—Vamos a ver esos planos —dijo el general, en el mismo tono alto de voz con que la saludara;
una voz acostumbrada a dar órdenes.
Cuidando la fluidez de sus movimientos, Lavinia se levantó procurando ignorar la mirada
socarrona y lasciva del hombre. Tomando los cilindros de cartón, sacó el juego de planos y los
extendió sobre una mesa redonda que estaba a un lado de los sillones donde se sentaban los Vela.
—Creo que será mejor que los veamos aquí —dijo con aplomo.
—Sí, por supuesto —asintió el general, levantándose sin esfuerzo, seguido por las hermanas.
Fue extendiendo y explicando los distintos planos y diseños; el frente, los lados, el interior, los
techos, el mobiliario, los ambientes. El general interrumpía constantemente con preguntas y
comentarios, pero Lavinia, respondiéndole cortésmente, le pidió que revisara las inquietudes al
final, puesto que muchas de ellas quedarían respondidas en el transcurso de la exposición.
—No me gusta ese método —dijo el general—, las preguntas se me pueden olvidar si las dejo
para el final.
Y continuó haciéndolas. Eran irrelevantes, más para ponerla nerviosa que para satisfacer su
curiosidad... tamaños, materiales, colores, la conveniencia de juntar en una sola habitación, el
billar, la música y el bar porque se ocupaban al mismo tiempo... Sin embargo, parecía no tener
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demasiado interés por cambiar las disposiciones de la esposa. A pesar del tono cortante de las
preguntas, no sugería sino mínimos cambios. Mantuvo la actitud socarrona y superior hasta que
Lavinia desplegó el plano de la armería. Entonces su expresión cambió mostrando evidente interés.
Obviamente él no había previsto nada semejante a los detalles refinados que Lavinia,
esmeradamente, había incorporado —las hermanas se miraron y sonrieron con satisfacción
cómplice—. Notó la fascinación del hombre cuando ella explicó la idea fantasiosa de la pared
movible en la armería. La pared estaría compuesta por tres paneles de madera, cada una con un
alma de hierro, sostenida sobre pivotes giratorios individuales, montados en un riel metálico. Un
mecanismo adosado a la pared permitiría fijarlos o liberarlos para que giraran. De un lado, los
paneles mostrarían la colección de armas, fijadas con monturas sobre la superficie; del otro lado,
los paneles formarían simplemente una pared de caoba con bellos jaspes. De esta forma, según lo
deseara, el general podría, con sólo soltar el mecanismo que fijaba los paneles, darles vuelta y
volver a fijarlos, para que las armas quedaran expuestas o simplemente se viera una pared de
madera.
Por el área de rotación de los paneles que se requería para este truco, el general dispondría
también de un espacio detrás de la pared, una suerte de "cámara secreta" que podría utilizar como
almacén para guardar otras armas, los artefactos necesarios para limpiarlas...
—O lo que usted quiera —dijo por fin Lavinia. Se había quebrado la cabeza con las postales de
la casa de Hearst, tratando de figurarse el funcionamiento de la "cámara secreta". No lo consultó ni
siquiera con Julián. Era su carta para ganarse al general. Su as. Y estaba funcionando. Lo podía leer
claramente en la expresión con que ahora él la miraba.
—Es usted muy inteligente, señorita —dijo Vela, bajando significativamente la voz— debo
reconocer que es una idea excelente y novedosa... —y volviéndose a la esposa, añadió—. Por fin
hiciste algo bueno.
Lavinia sonreía, despreciándolo desde la más recóndita esquina de su piel. Necesitaba hacerle
algunas consultas —dijo— sobre las armas que irían en los estantes.
—Claro, claro —asintió él— ¿pero porque no se queda a almorzar con nosotros? Y así podemos
continuar después del almuerzo...
Cuando salió de la casa del general Vela, el bochorno de las tres de la tarde pesaba sobre la
ciudad en un aire denso de siestas y sonámbulos diurnos.
Los Vela la despidieron en la puerta, flanqueada por agentes de seguridad de claras guayaberas y
anteojos oscuros, que la miraron cuando pasó a su lado, con expresión amistosa.
En cierto momento del almuerzo, el general Vela había hecho una referencia socarrona a la
afiliación de su familia con el Partido Verde. "Nuestra arquitecta tiene sangre verde" —dijo—; "Es
una tradición familiar —había respondido ella— yo no creo en la política; prefiero no meterme." El
general afirmó su convicción de que hacía bien: en todo caso la política era "un asunto de
hombres".
Los hombres del general la miraron con esa misma convicción.
Uno de ellos le abrió la puerta de su carro. Ella agradeció con sonrisa "femenina" y
despidiéndose con un gesto de los Vela, que conversaban animadamente en la acera, aceleró
alejándose.
En el camino sintió náuseas y un deseo perentorio de bañarse. Decidió pasar por su casa, antes
de ir a la oficina donde Julián esperaba noticias. No había sido fácil atravesar el almuerzo
suculento, la comida excesivamente grasosa y el general hablando a carrillos llenos.
No fue fácil escuchar sus explicaciones sobre las "propiedades combativas" de las diferentes
armas que le mostró, orgulloso de los "volúmenes de fuego" y su capacidad mortífera.
Pero ella había cumplido. El general estaba encantado. Con ligeras modificaciones
intrascendentes, aprobó el anteproyecto de los planos, ordenó que se procediera a realizar los
definitivos y le encargó contratar, a criterio de ella porque "le inspiraba confianza", la firma de
ingenieros que se encargarían de la construcción.
También había ofrecido suministrar los caminos para iniciar cuanto antes el movimiento de
tierra. Quería que la casa estuviera terminada en diciembre a más tardar. Estaba dispuesto a pagar
horarios extras.
Lavinia se detuvo en el semáforo, pasándose la mano por el estómago para dominar las náuseas.
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El general había sucumbido a la idea de la armería —a la que llamarían su "estudio privado"—
aunque no depuso totalmente su aire socarrón; ni dejó de mirarla, ocasionalmente, con ojos de
lascivia. Parte del juego, se dijo Lavinia. No se podía esperar de ese hombre otro tipo de
comportamiento. Lo importante era que el truco de Hearst había funcionado. El millonario
californiano no podía imaginarse el servicio brindado a un movimiento guerrillero latinoamericano,
pensó. Era un punto para Patricia.
Durante el almuerzo, las hermanas Vela se habían sumido en un silencio casi total,
interrumpiendo solamente para coincidir con el criterio del general o para dar instrucciones a la
doméstica encargada de atender la mesa. Sólo sus miradas dijeron a Lavinia su felicidad y
agradecimiento. A los hijos no llegó a conocerlos. Almorzaban ese día en la escuela.
Las manos regordetas, de dedos cortos y nudillos gruesos del general, flotaban en su memoria.
Ella había tenido que hacer grandes esfuerzos durante la comida, para apartar los ojos que, cual si
tuvieran una voluntad propia, se quedaban fijos en aquellos dedos deshuesando concienzudamente
una generosa porción de pollo.
Apartó la visión para no sentir con más fuerza la náusea revolviéndole el estómago.
Lucrecia abrió la puerta con expresión rozagante. Últimamente andaba contenta, tarareando
canciones mientras se movía de un lado al otro con la escoba y el lampazo. La radio en la cocina, a
todo volumen, repartía música de la Sonora Matancera por la casa.
—¡Qué milagro viene a esta hora! —dijo—. ¿Se siente bien? —añadió, mirándola preocupada.
—Viene muy pálida.
—Sí, sí, no te preocupes —respondió, mientras casi corriendo, buscaba la habitación—, es sólo
un poco de indigestión y calor lo que tengo. Necesito ducharme.
Tiró el bolso y los planos sobre la cama. Entró al baño, incapaz de contener más tiempo las
arcadas del vómito.
Odiaba vomitar. El cuerpo se volvía un ente hostil, atenazándose al cuello. Pero ahora, mente y
cuerpo actuaban concertados, rechazando con furia olores, sabores, manos regordetas, pulseras
tintineantes, bromas, armas frías y relucientes, visiones, dientes triturando carne de pollo,
campesinos, cárceles de lodo y heces, sótanos de torturas...
Las arcadas sucesivas se confundían con arcadas de sollozos y rabia. No quería llorar. No debía
llorar. Más bien deseaba que esta rabia biliosa, amarga, no la abandonara. La necesitaba contra las
dudas, contra los ojos temerosos de las hermanas Vela, contra ese mundo de mierda en el que había
nacido.
Era la fuerza para quitarse el asco.
Se lavó la cara en el lavamano. Desde la puerta cerrada, oyó a Lucrecia:
—Niña Lavinia, niña Lavinia, ¿está bien? Ábrame. ¿Le ayudo? Con la toalla, secándose la cara,
respirando hondo, aquietada, vacía, abrió la puerta.
—Ya pasó, Lucrecia —dijo—. Me cayó mal la comida, pero ya pasó. Me voy a recostar un ratito
porque tengo que volver a la oficina. En un momento estaré bien.
Y se dejó caer en la cama. Cerró los ojos mientras Lucrecia salía a prepararle una limonada. Fue
relajándose, dejando que el cuerpo se apaciguara, que la respiración retomara su ritmo pausado para
levantarse e ir a ver a Julián, informarle de la aprobación de los planos; iniciar los pasos para poder
concluir la construcción en diciembre, como el general quería.
—¿Así que aprobó todo?
Julián, dando zancadas de extremo a extremo de la oficina, se frotaba las manos satisfecho.
—Yo sabía que lo ibas a convencer. ¿Te fijas? Tuve razón de encomendarte el diseño, ¿lo ves?
—decía.
—Está dispuesto a pagar horarios extras para que le entreguemos la construcción en diciembre;
pidió que empezáramos cuanto antes el movimiento de tierra... Por favor, Julián, no sigas
caminando así que me tenés mareada. No sé por qué te pones tan excitado...
—Es que me parece casi increíble que aprobaran todas las barbaridades que les metimos... La
sauna, el gimnasio, los baños estrambóticos, las cuatro salas... Nunca me había encontrado con un
cliente más fácil...
—Y eso que no te dije mi gran invento... —sonrió Lavinia sentada lánguidamente en el sillón.
—¿Cuál invento? —preguntó Julián, finalmente acomodado en la silla giratoria detrás del
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escritorio.
—Una armería de castillo medieval, un cuarto secreto y todo, que le diseñé... inspirada en las
postales de Hearst que me pasaste.
—Pero si yo revisé los planos...
—Hace más de una semana —dijo Lavinia, mirándolo con picardía.
—Sí, porque sólo quedaban detalles menores...
—Pues hace como cinco días, la señora Vela llamó con esta idea de la armería... ¿Te acordás
que había un espacio para ella, una especie de cuarto de costura con sala de estar?...
Julián asentía con la cabeza, intrigado cual si escuchara una historia detectivesca.
—Pues me dijo que lo cedía, que tenía esta idea de darle una sorpresa al marido... se le acababa
de ocurrir viendo una revista...
"Al principio traté de disuadirla, pero insistió mucho, así que diseñé la armería... El general
estaba encantado... —dijo, sin decir más detalles.
—Me imagino —dijo Julián, sonriendo a todo lo ancho.
—La armería figurará en los planos oficiales como su "estudio privado". El diseño real estará en
un plano "secreto". El tono conspiratorio es parte del encanto. Lo sugerí para que le pareciera más
atractivo. Vela parecía un mono a quien le acabaran de regalar un reloj. Pero este asunto es un
secreto entre vos y yo nada más. No me falles.
—No te preocupes —dijo Julián, guiñando un ojo, divertido. Lavinia no quería que Felipe se
enterara. No estaba segura de contar con su aprobación.
—Julián —dijo Lavinia, aprovechando su buen humor—. Vos sabes que yo nunca he
supervisado un proyecto. Quisiera que me asignaras la supervisión de este. Creo merecerlo.
—No sé, no sé —respondió—. Lidiar con los ingenieros y los maestros de obras es difícil para
uno... En el caso de una mujer, debe ser casi imposible.
—¿Cómo podés estar seguro si no haces la prueba? —preguntó ella sin alterarse, manteniendo
suave el tono de su voz.
—Porque conozco el medio —respondió.
—Pues te aseguro que al general le va a parecer bien. Quedó convencido de que soy "brillante".
Poco le faltó para decirme que era como un hombre —dijo, satírica—. ¡"Nunca" ha visto una mujer
tan inteligente!
—No lo dudo, pero el general no va a tener que recibir indicaciones tuyas.
—¡Pero si yo diseñé la maldita casa! —dijo Lavinia, subiendo la voz— ¿por qué va a tener que
ser otro arquitecto quien la supervise? ¡Es a mí a quien corresponde! Me parece injusto de otra
manera, ¡sólo porque soy mujer! Las cosas tienen que ir cambiando en este país, como está pasando
en todo el mundo. Es verdad que puede ser difícil, pero cuando se den cuenta que sé lo que estoy
haciendo, ¡aprenderán a respetarme!
—No lo creo tan fácil —dijo Julián—. Lo que puedo hacer es nombrarte supervisor asistente.
—Pero... —dijo Lavinia, dispuesta a continuar con una filípica.
—Pero, cálmate —dijo Julián—. Y no seas idealista. Yo te puedo dejar casi todo el trabajo.
Llegar sólo de vez en cuando, y eso es lo que importa, ¿no? Lo demás es teoría.
—Nada de teoría —dijo Lavinia—. Eso es machismo recalcitrante. ¡Crees que puedo hacer el
trabajo, pero no te atreves a nombrarme porque soy mujer y los otros hombres se van a sentir
incómodos! Soy tan capaz o más que cualquiera de los arquitectos que tenés aquí...
—¿Incluyendo a Felipe?
—Incluyendo a Felipe —dijo Lavinia—. ¡Además yo sé que a Felipe no lo vas a poner a
supervisar esta casa!
Se miraron desafiantes ambos, diciéndose lo que ambos sabían, sin pronunciar palabra.
—No me vas a convencer —dijo Julián, sin darse por aludido— así que no nos desgastemos, ni
amarguemos el éxito obtenido. Si aceptas el arreglo que te propuse, llegamos a un acuerdo. Si no,
tendré que buscar otro arquitecto.
Estuvo tentada de decirle que buscara otro arquitecto. Renunciar allí mismo, tirarle los planos a
la cara, pero no podía. No tenía más salida que aceptar el arreglo. Eran terribles estas situaciones
donde había que morderse el orgullo... ¡las cosas que era necesario hacer por la patria!
— Déjame pensarlo —dijo para calmarse el acaloramiento, levantándose para salir.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
— Pensalo y me avisas —dijo Julián— mañana voy a convocar a la reunión con los ingenieros.
Déjame los planos y no te pongas así. Vos sabés que yo confío en tu capacidad profesional. No es
por vos. Es por los constructores...
Salió de la oficina de Julián con el disgusto escrito en la cara.
Era tan fácil, pensó, ¡echarles la culpa a los constructores!
El jueves vio a Sebastián. Lo llevó al camino de los espadillos entrada la noche. Hablaron de la
visita de ella a la casa del general.
— Así que en diciembre la quiere inaugurar... —dijo Sebastián, mirando distraídamente la
carretera.
—Sí —dijo Lavinia— y Julián está dispuesto a darle gusto. No pude lograr que me asignara la
supervisión de la construcción, pero me nombró su asistente.
Continuaron en silencio un buen rato. Un acompañamiento de grillos afirmaba sólidamente la
calma circundante. A esa hora había poco tráfico, sólo grandes camiones de carga de vez en
cuando, obligaban aminorar la marcha.
— ¿Y cómo está Flor? —preguntó Lavinia.
—Muy bien, trabajando mucho, Flor es una excelente compañera.
—Me hace falta —dijo ella.
—Se hicieron buenas amigas ustedes... —dijo— a mí también me hace falta.
—Tenés razón —dijo Lavinia— pero es que ciertas cosas no me parecen tan secretas.
—Por cosas aparentemente irrelevantes se pueden delatar asuntos de más importancia.
—¿Pero a quién se lo voy a decir?
—No es desconfianza. Pero nosotros nunca podemos descartar la posibilidad de que nos
capturen. Y en las torturas pueden decirse cosas. Antes éramos inflexibles. Considerábamos traidor
a quien diera cualquier información a la seguridad social del dictador. Ahora, a medida que los
métodos de tortura son más crueles y refinados, sólo pedimos a los compañeros que resistan
durante una semana para dar tiempo a que se movilicen los que pueden ser implicados... Después
de una semana, se puede decir lo mínimo para evitar un mayor ensañamiento.
Lavinia sintió la piel estremecerse en un escalofrío. Trataba de no pensar en esa posibilidad.
—Debe ser horrible la tortura —dijo.
—Sí —dijo Sebastián— yo prefiero morir a que me agarren vivo esos hijos de puta...
—Cuando estaba almorzando en la casa del general, me quedaba viendo sus manos, pensando lo
que haría con ellas...
—Últimamente ya no lo hace personalmente. Sólo dirige. Pero hay un compañero en la
montaña, a quien él torturó personalmente. Lo enterró en un lugar a pleno sol durante una semana,
dejándole sólo la cabeza fuera de la tierra. Vela llegaba con un balde de agua y se lo echaba en la
cabeza. El compañero sólo podía beber el poquito de agua que se le derramaba sobre los labios. Es
un milagro que esté vivo. Logró escapar en un traslado y lo tuvimos que mandar a la montaña
porque estaba totalmente claustrofóbico... Tenés que trabajar duro —agregó después de un corto
silencio— para ver qué información podés sacarle y tener la casa lista en diciembre...
—¿No crees que sería mejor hacer que se le retrasara?... ese era mi plan, por eso pedí que me
dejaran supervisarla...
—Lavinia —dijo Sebastián, muy serio— debes aprender que en este asunto, no te corresponde
hacer los planes, sólo los planos —sonrió apenas—. Tus ideas son bienvenidas, pero tienen que ser
aprobadas por los mandos.
"Estás acostumbrada a actuar sola en la vida y tenés que empezar a aprender a actuar en
conjunto y a ser disciplinada. No quiero cortarte la iniciativa, pero en el Movimiento no podemos
lanzarnos cada uno a hacer lo que se nos ocurra, aunque lo creamos positivo. Uno es parte de un
engranaje y hay que pensar en las otras piezas. Por eso hay que consultar las cosas con los
responsables que tienen un conocimiento más global de la situación... En cuanto a lo de retrasar la
construcción, no se te ocurra. A nosotros nos interesa que el general te tenga gran confianza, así
que tenés que ser muy eficiente en el trabajo y tenerle la casa lista para diciembre.
—Está bien —dijo Lavinia, sintiéndose mal, incómoda.
—Por cierto —dijo Sebastián—. Flor te habló de un entrenamiento militar, ¿verdad? —ella
asintió con la cabeza—. Lo haremos este fin de semana.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
"Felipe está encargado de llevarte al punto.
Llegaba ya al sitio donde debía quedarse Sebastián. Lavinia se detuvo con el motor en marcha.
Un fuerte viento frío soplaba en la noche, moviendo el agudo perfil de los espadillos. Antes de
salir, Sebastián se volvió hacia ella. En la penumbra, su rostro delgado y sereno lucía preocupado.
—Tenemos grandes planes para vos, Lavinia —dijo—. El Movimiento está entrando en una fase
muy importante. Pero vos tenés que poner de tu parte. Ninguno de nosotros es perfecto. Esto es
todo un aprendizaje, y sabemos que no es fácil. A todos nos toca. Nuestra obligación es ayudar a
que te formes, enseñarte lo que hemos aprendido... Para eso tiene que haber humildad y confianza
de tu parte; comprensión y firmeza de la nuestra... Nos vemos pronto...
Antes de que Lavinia pudiera responder, se alejó por el camino angosto caminando de prisa,
recto y delgado en medio del ventarrón. El viento aullaba en la carretera a través de la ventanilla
entrecerrada del automóvil. No sabía cómo calificar el peso desmadejándola en el asiento del
conductor. Sebastián le inspiraba profundo respeto y su llamada de atención le incomodaba, le traía
de nuevo la conciencia de lejos que se encontraba aún de llegar a ser como él, como Flor, incluso
como Felipe.
Las distancias quizás eran insalvables. ¿Cuándo dejaba una de actuar como si el mundo le
perteneciera? ¿Cuándo aprendería lo que ellos parecían saber desde siempre? ¡Cómo echaba de
menos a Flor!
Últimamente sentía estar en rebeldía contra el mundo. No sólo por su incorporación al
Movimiento, sino porque la conciencia más sólida de su propio ser, la enfrentaba a otras realidades
más sutiles; discusiones con Felipe, con Julián, la mirada burlona de Adrián, el general, la llamada
de atención de Sebastián... el mundo de los hombres...
"No confundas lo de Sebastián con eso" —se dijo débilmente.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Capít ulo 18
EL JEEP DESTARTALADO atravesaba brioso el camino enfangado por la lluvia reciente. El
conductor, un hombre de mediana edad, facciones agradables y bonachonas, "Toñito" lo llamaba
Felipe, apretaba el timón que se movía ampliamente cual si no tuviera conexión con las ruedas del
vehículo.
Habían salido en las primeras horas de la madrugada. Apenas empezaba a amanecer. Tomaron la
carretera hacia el norte, desviándose en cierto lugar hacia el interior del valle franqueado por
montañas.
El paisaje recobrado por la luz, se insinuaba pastel, rosas y verdes, húmedo y nuboso.
Felipe y ella viajaban en la parte delantera del jeep. En los asientos traseros, dos hombres y una
mujer apenas si se dejaban sentir a través de retazos de una conversación de murmullos. Los habían
recogido en diferentes puntos de la ciudad.
Lavinia callaba temerosa de decir algo indebido, algo que pudiera poner en peligro la
"compartimentación". Era la primera vez que se relacionaba con otras personas del Movimiento y
desconociendo las reglas del juego en esas situaciones, optaba por el silencio.
Felipe dormitaba. Sólo el chofer parecía relajado, viejo en el oficio quizás y, de vez en cuando,
tarareaba tonadas de moda o viejas canciones de Agustín Lara.
El sol, al despejar la bruma, alumbraba extensiones plantadas de maíz y cebollas. Estaban en una
zona campesina. Hasta aquí no llegaba ni la luz eléctrica. No se veían postes semejando cruces en
el camino, ni gorriones sobre el tendido de los cables de alta tensión, como en la ciudad.
Olía a bien, a limpio, a vacas lejanas, a caballos.
—¿Cuánto falta? —dijo Felipe, espabilándose después de un brusco movimiento del vehículo.
—Ya estamos cerca —contestó Toñito, y los dos retornaron a su silencio.
—Ya estamos cerca, pensó Lavinia. Esperaba no resultar deficiente en el "entrenamiento".
Felipe le explicó sobre ejercicios, formaciones, arme y desarme, clases de tiro, "cosas que se
aprendían en una escuela de fin de semana". Aunque nunca había sido muy destacada en los
deportes o juegos atléticos y lo único en su haber eran clases de gimnasia rítmica, y ballet en la
adolescencia, no pensaba que debía preocuparse demasiado por los ejercicios porque era buena
caminante y tenía un cuerpo naturalmente firme. Le preocupaban las clases de tiro. Hasta el día del
almuerzo con Vela, nunca tuvo un arma en la mano. Ante el general, apenas si había tocado el
metal aduciendo el horror "femenino" a las armas de fuego —horror que, por demás, había sentido
ese día ante aquellos mudos instrumentos de quien sabe cuántos asesinatos—. En una ocasión, su
tía Inés, que conocía de escopetas porque, de niña, solía acompañar al abuelo en cacerías de
venados, le mostró el mecanismo de un viejo revólver que guardaba en la gaveta de las cosas
"sagradas", junto con misales, rosarios y cartas de novios de juventud. A ella le impresionó la
delicada arquitectura interior, la aplicación de la física a la balística, los mecanismos
cuidadosamente sincronizados. Fue la primera vez que miró de cerca uno de aquellos objetos a los
que su madre tenía un horror fervoroso. "Prohibido tocar, prohibidísimo ni siquiera acercarse" decía
cada vez que el padre sacaba un viejo revólver cuando escuchaba ruidos de ladrones.
Y ahora ella iba camino a "clases de tiro; arme y desarme". Aprendería a manejar armas de
fuego. Quizás guardaría armas en su casa. No lograba imaginarse a sí misma disparando. ¿Qué se
sentiría al apretar el gatillo?
¡Qué lejos estaban sus padres de sospechar estos rumbos de su vida! pensó. Desde el día del
baile los visitó dos tardes como lejana conocida. Tomaron café y comieron galletas en la sala de la
casa. De vez en cuando hablaban por teléfono. Sus padres indagaban sobre su vida social, pero no
hacían muchas preguntas. Había quedado establecida entre ellos una distancia ancha desde cuyos
extremos apenas si el afecto asomaba en gestos y palabras cifrados. Así lo había querido ella. Era
mejor dejar sentado el distanciamiento cortés. No podía arriesgarse a las intimidades y visitas
imprevistas de sus padres.
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La Mujer Habitada
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Piensa en los suyos. Aun cuando quiera obviarlos, las imágenes aparecen en los momentos
más inesperados. En el peligro, la he sentido añorar el regazo de su madre y el de esa otra mujer,
que aparece en sus recuerdos desleída por el tiempo. Pareciera que hay asuntos en su vida sin
resolver. Carencias profundas. Caricias que le faltaron. La infancia cuelga de su fantasía como
región de bruma y soledad y, a ratos, la atrapa en un confuso mundo de espíritus silentes y
tiempo ido. Ella nunca se despidió. Sus padres no la bendijeron. No la vieron marchar en la
distancia como mira un arquero la flecha lanzada lejos. No la han dejado libre.
Toñito codeó a Felipe.
—Llegamos —dijo, deteniendo el vehículo.
Estaban al fin del camino de tierra. Terminaba abruptamente en un cerco de finca. La vegetación
alrededor era espesa. Tupidas extensiones sembradas de plátano se alzaban a ambos lados.
Felipe indicó a todos que bajaran. Descendieron en silencio mirando incomprensiblemente aquel
lugar en medio de ninguna parte. No se veían más que plátanos. Indicó a Lavinia y los demás que
lo esperaran cerca del alambrado mientras hablaba con el chofer.
El viejo jeep destartalado inició su retroceso por el camino levantando polvareda. "Toñito" alzó
la mano en señal de adiós, cuando dio la vuelta, y enrumbó de regreso, alejándose.
—Vamos por aquí —dijo Felipe, indicando un lugar en la alambrada.
Tomaron turnos para levantar los alambres y pasarse debajo del cerco.
Caminaron por espacio de media hora aproximadamente, cerca unos de los otros, callados.
Finalmente llegaron a un claro donde se alzaba una vieja casa hacienda.
Era ya pleno día, pero no se veían en la casa señales de actividad.
Diríase que la casa estaba abandonada y, sin embargo, los platanales...
Felipe se acercó y golpeó una de las puertas: tres golpes fuertes, seguidos por otros dos golpes
rápidos.
Era la señal. La puerta se abrió y de la casa salieron dos hombres jóvenes, vestidos de blue jeans,
descalzos y sin camisa.
Abrazaron sucesivamente a Felipe, mirando mientras lo hacían, al pequeño grupo que lo
acompañaba.
—¿Estos son los "alumnos"? —dijo el más alto de los dos, un muchacho bien parecido, de largas
y delgadas extremidades, blanco y de pelo lacio castaño.
—Sí —dijo Felipe—, estos son y los presentó: "Inés", "Ramón", "Pedro" y "Clemencia".
El otro muchacho, grande y fuerte, los miró con un cierto dejo de broma en los ojos.
—¿Vienen listos a cansarse? —preguntó, y todos sonrieron incómodos.
—Vamos a empezar de inmediato —dijo "René", el más alto de los dos.
Entraron a la casa hacienda donde les indicaron un lugar para dejar sus cosas. A excepción de
varias hamacas colgadas en el interior, sólo vieron un improvisado fogón en la esquina y varios
sacos.
El entrenamiento se inició en el patio. Lavinia no entendía aquel lugar.
¿Dónde estarían los campesinos, quién viviría allí?, pensaba, mientras René les mandaba
numerarse e indicaba que, durante todo el tiempo que estuviesen allí, todos se llamarían por
números.
A Lavinia le tocó el número seis, el último.
Felipe se encontraba sentado en el viejo y desvencijado corredor. Desde allí la observaba.
—Vamos a dividir las clases. Yo les daré elementos de formación cerrada y táctica militar;
Felipe impartirá la clase de arme y desarme; Lorenzo hará la vigilancia diurna y en la noche vamos
a turnarnos —decía René en tono profesional—. No quiero risas, ni conversación, hasta que
hagamos un descanso. ¿Entendido?
—Entendido —dijeron los dos hombres y la mujer, mientras Lavinia movía la cabeza en sentido
afirmativo, pensando que los otros parecían más duchos que ella.
Toda la mañana pasaron en aquel patio, aprendiendo las "voces de mando", los movimientos
correspondientes: firmes, derecha, izquierda, media vuelta, marchen, numerarse de frente a
retaguardia... "media vueeelta" gritaba René y todos giraban con los talones juntos...
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No lograba comprender para qué podría servir el aprender aquello que más parecía destinado a
soldados que guerrilleros, pero se aplicó cuidadosamente, sudando cuando empezaron los ejercicios
físicos hasta que, misericordiosamente, René dio la voz de "descaaanseen".
Vio a Felipe hacer señas con la mano y separándose del grupo, lo siguió entre los platanales
hasta un arroyuelo que corría cercano.
—Aquí te podés echar agua para refrescarte —le dijo, tirándole cariñosamente del pelo—, estás
bien sucia.
—¿Y los otros? —preguntó Lavinia— ¿por qué no vamos a llamarlos? Seguro que también
quieren lavarse la cara, echarse agua.
—Ya vienen —dijo Felipe—, no te preocupes. René los va a traer. Sólo quería robarme un ratito
con vos... Nunca hemos estado así, en el campo.
—¿Y de quién es esta finca?
—La casa está abandonada, como te podés haber dado cuenta. Forma parte de la finca de unos
colaboradores. Hicieron una casa-hacienda nueva y por aquí nadie viene porque los campesinos
dicen que en la casa asustan. Sólo pasan por aquí cuando es absolutamente necesario, en tiempo de
cosecha, pero acaban de cortar los cepos nuevos de los plátanos... Además, la mayoría colabora con
nosotros. Es relativamente seguro este lugar. Me encanta verte sucia y sudada... —añadió.
Lavinia sonrió. El agua estaba fresca, fría casi. El arroyuelo corría entre altos cañizales, llevando
pedruscos y lamiendo la vereda con su canto acuático. Mientras se frotaba los brazos sudados y la
cara, se preguntó cómo operaría la mente de Felipe. Apenas ayer, parecía aún disentir calladamente
con Sebastián sobre la conveniencia de su entrenamiento militar. A solas con ella, externó su
discrepancia, insistiendo en que aún era muy "nueva" en el Movimiento y, además, ninguna de sus
tareas demandaba una preparación de aquel tipo.
Ella, decidida a no dejarse provocar, lo había escuchado como quien oyera llover, consciente de
que a pesar de sí mismo, Felipe tendría que acatar órdenes. Sin embargo, como siempre que lo veía
retornar a esas actitudes, no había podido evitar el sabor triste de sus comentarios, como ahora no
podía evitar asombrarse al verlo tan contento, como si nada hubiese sucedido entre ellos.
—Me he portado mal con vos —dijo él de pronto, intuyendo quizás sus pensamientos—. No sé
porqué me pongo tan agresivo, no sé porqué me cuesta aceptar tu participación...
—De nada vale que te estés siempre arrepintiendo —respondió Lavinia, echándose agua en el
pelo—. El arrepentimiento, a fuerza de repetirse, resulta aburrido —dijo el "aburrido", sonando las
"erres". No tenía ganas de pelear. Prefirió sonreír comprensiva.
Escucharon el rumor de los demás acercándose. Venían riendo bajito, haciéndose bromas sobre
el reumatismo, el dolor de huesos, los músculos tiesos... bromas tímidas, de desconocidos que se
ven de pronto unidos en un naufragio o una aventura, a cuyo término la vida o la muerte esperan
agazapadas.
"Clemencia", la número tres, cruzó con ella una mirada de entendimiento y afinidad de género.
Era una mujer de piel aceitunada, pelo corto y facciones atractivas. Su cuerpo no era gordo, pero
tenía constitución robusta y anchas caderas que movía con gracia al andar.
Ya Lavinia había notado cómo Lorenzo la miraba una y otra vez desde su puesto de vigilancia.
Juntos, bromeando sobre los fantasmas que esa noche llegarían a tocarles los pies, regresaron a
la casa a calentar en un fuego de leño un magro almuerzo.
Eran curiosos los entendimientos que surgían entre personas desconocidas en esas
circunstancias. No se podía intercambiar ninguna información personal, pero compartían el mismo
sentido de la vida y la misma callada determinación. No se sentían, por esto, extraños unos de los
otros. Al contrario, sentados en el viejo corredor de la casa, almorzando, diríase que se conocían de
otros tiempos.
Lavinia con su atuendo de bluejeans, zapatos de tenis y camiseta, con el pelo en cola de caballo,
sin maquillaje, sólo se veía diferente por los rasgos más finos de su cara, pero también René era
blanco, pálido y delicado. En el comportamiento, se asemejaban todos.
La comida consistía en una tortilla con arroz y frijoles y un pocilio con café. Lorenzo, René y
hasta Felipe, comían con gran habilidad, utilizando las manos sin miramientos. Lavinia procuraba
disimular el desconcierto, las dificultades para comer ordenadamente el arroz y los frijoles, sin
utensilios de comida, sólo con ayuda de la tortilla, sin poder evitar que se derramaran los granos
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púrpura y blancos. De reojo miró a los otros dos y se tranquilizó al ver que no sólo para ella
resultaba inusual comer sin tenedor ni cuchillo.
—Es necesario que, de ahora en adelante, se preocupen por hacer más ejercicio —había dicho
René—. Cualquiera de ustedes no aguanta una carrera de media hora, mucho menos una caminata
por la montaña...
Después de almorzar, entraron a la casa y cerraron las puertas.
Por las ventanas, la luz de la tarde alumbraba el recinto de gruesas paredes con una luz pálida.
Dentro de la casa de techo alto, hacía fresco. Lavinia conocía ese tipo de construcciones
típicamente españolas. Las paredes gruesas aislaban del calor. El techo alto permitía que el
bochorno se elevara sobre sus cabezas, dejando un espacio fresco habitable. En las casas coloniales
de las ciudades, las viviendas cerradas sobre sí mismas, se abrían solamente hacia un interior de
patio y corredores. La casa hacienda, concebida para la vida del campo obedecía a otra concepción
de diseño: un interior solamente para el descanso y el corredor orientado hacia el campo donde se
desarrollaba la actividad cotidiana y donde, en tiempos pasados, en elaboradas mecedoras de junco,
se habrían balanceado las señoras y señores en las tardes contemplando las plantaciones.
Ahora el tiempo y el desuso eran evidentes en las paredes cascadas. Las telarañas, perdida su
transparencia original, polvosas, se adherían a las paredes formando diseños en la decrepitud.
Felipe trasladó al centro de la estancia una bolsa marrón de lona. De allí fue sacando el modesto
arsenal, un fusil M-16 de fabricación norteamericana y una pistola P38, 9mm. Era todo. Tomaba las
armas suavemente cual si fueran piernas o brazos queridos: "este es un fusil M-16 automático",
empezó a decir mientras lo mostraba, lo soplaba, sacudía suavemente el polvo. Explicó sus
propiedades combativas, el alcance, otros datos técnicos y empezó lentamente a desarmarlo
hablando constantemente, nombrando las diversas partes; disparador, gatillo, percutor, cañón.
Todos lo observaban en silencio colocar ordenadamente las piezas unas al lado de las otras, con
respeto.
"Es como conocer la muerte", pensó Lavinia, mirando fijamente los delicados y complejos
trozos de metal.
A pesar de todo, a pesar de comprender ahora la violencia de otra forma, para Lavinia seguía
siendo insondable la noción del hombre construyendo aquellos artefactos para eliminar otros
hombres; las grandes fábricas produciendo granadas, fusiles, tanques, cañones... todo para
destruirse mutuamente. Desde remotos tiempos había sido así: el hombre despojándose,
persiguiéndose, defendiéndose de otros hombres; y todo por el afán de dominación, el concepto de
la propiedad, lo mío y lo tuyo... hasta que se incorporó a la naturalidad, a los sistemas, a la vida
cotidiana: el más fuerte contra el más débil. Todavía en el siglo XX, las prácticas de los nómadas:
arrebatarse el fuego por la fuerza. El estudio salvaje del hombre aún no superado, aparentemente
insuperable. Y ellos allí aprendiendo a usar armas de fuego, sin más alternativa que tocarlas y
conocerlas, saber manejarlas. Igual que lo sabían hacer los otros.
Sintió odio contra el Gran General, Vela, la riqueza, la dominación extranjera... todo lo que los
obligaba a estar allí, en esa casa abandonada, tan jóvenes, arrodillados frente a los fusiles, quietos
mirando a Felipe, oyéndolo explicar el volumen de fuego, la ráfaga, el tiro a tiro. Ella aguardaba el
momento en que él indicaría los blancos para el disparo; el instante de oír la detonación del arma, el
sonido seco y cóncavo.
—Ahora vamos a hacer triangulación y tiro en seco —dijo Felipe.
Y eso fue lo que hicieron. No dispararon ni un solo tiro. El "tiro en seco" era lo que se aprendía
en las escuelas como ésta. Tiros, ráfagas hipotéticas. Papeles donde se anotaba el tiro que se
disparaba con la imaginación. "Lo debí suponer", pensó Lavinia. El sonido de los disparos hubiese
atraído atención. Pero era demasiado fantástico para imaginárselo.
Por la noche durmieron en hamacas acomodadas en los horcones de la casa, totalmente vestidos.
En las casas de seguridad, en las escuelas, en la montaña, siempre se dormía vestido. A veces era
permitido quitarse los zapatos.
Antes del sueño, Lavinia escuchó a Felipe hablando con Lorenzo y René.
René había estado en la montaña y hablaba de los lodazales, las coloradillas (unos insectos cuya
picadura levantaba la piel en ardores constantes), el hambre de los guerrilleros. "Todo el tiempo
pasábamos hablando de comidas de lo que íbamos a comer cuando bajáramos a la ciudad, cuando
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triunfáramos." Decía sentirse extraño fuera del monte. Ya le costaba acostumbrarse a caminar en la
ciudad. No estaba hecho a las aceras después de tanto lodazal, de andar trepando cuestas como
mono.
Se durmió escuchándolos. Soñó que estaba con un vestido de grandes flores blancas y amarillas
en un lugar como una fortaleza. Tenía en la mano una pistola extraña que parecía un cañón en
miniatura. Desde atrás, una mujer con trenzas le ordenaba disparar.
Se despertó cuando Lorenzo la sacudía suavemente.
—Compañera, compañera —repetía—, es su turno de la posta.
Se levantó y acompañó a Lorenzo en la oscuridad hacia una pequeña loma cerca de la casa entre
los platanales. Hacia frío y la luna cuarto creciente apenas iluminaba las formas de los plátanos.
Lorenzo le entregó la pistola y le indicó que debía estar alerta a ruidos de pasos o formas
humanas entre la maleza. Le enseñó cómo debía silbar en caso de que sospechara algún
movimiento anormal.
No debía disparar a menos que estuviera absolutamente segura de algún problema serio. Si veía
la silueta de un campesino, debía gritar "quién vive"; si respondía "Pascual", todo estaba bien. Ese
era el santo y seña.
El muchacho se alejó. Al principio ella no experimentó miedo. Se sentía más bien importante,
guerrillera casi. Sin embargo, a medida que el tiempo transcurría, todos los sonidos de la noche le
empezaron a parecer hostiles y sospechosos. "¿Quién vive?" murmuraba de vez en cuando, sin
obtener respuesta. Era el viento o los insectos, los animales del monte.
Tenía frío. Al poco tiempo le castañeteaban los dientes y los escalofríos le recorrían el cuerpo.
Pensó en Flor para darse ánimos, en Lucrecia, en Sebastián. Recurría de vez en cuando al recuerdo
del general Vela para que la rabia y la repulsión la sostuvieran.
Finalmente pensó en su tía Inés y más tarde rezó al Dios olvidado de su infancia para que no
viniera nadie, para no tener que usar aquella pistola pesada cuyo teórico funcionamiento apenas
acababa de aprender.
Sabía que Lorenzo también velaba en algún lugar cercano. Él, René y Felipe, turnándose,
acompañaban a los novatos en la posta, pero no se veía nada. Debía conformarse con saber que
estaba por alguna parte.
Dos horas después, llegó Lorenzo con el número "cuatro" a relevarla.
Regresó a la hamaca, aterida de frío, temblando. En el umbral de la casa encontró a Felipe
saliendo a sustituir a Lorenzo. La abrazó en silencio, rápidamente, y le dijo que tomara su cobija
para calentarse. Amanecía.
No supo porqué, mientras le retornaba el calor al cuerpo, le empezó a entrar risa. Empezó a
sonreír sola por haber sobrevivido su primera posta y luego rió bajito pensándose allí, en la hamaca,
convertida en otra persona; una mujer en medio del territorio nacional, en una finca perdida,
abandonada a los fantasmas, y a ellos, soñadores, dispuestos a cambiar el estado de cosas,
quisquillosos jóvenes quijotes con la lanza en ristre. O rió quizás de nervios, del miedo que sintió
sentada entre las hojas grandes de las matas, el temor a las culebras, el ruido de las pocoyas
levantando su vuelo nocturno y ahora sentir el calor invadiéndole reconfortante, el cansancio; la
extraña sensación de fuerza, de ser invencible mientras afuera anduvieran despiertos los
muchachos.
Al otro día, el ejercicio consistió en "tomarse" la vieja casa hacienda cual si se tratase de un
cuartel en media montaña. Terminaron exhaustos hacia las cuatro de la tarde, después de largos
arrastres, emboscadas, asaltos y retiradas.
Hacia las cinco y media apareció de nuevo Toñito por el camino en su jeep destartalado. Lo
esperaron ocultos al otro lado de la alambrada. Se despidieron de René y Lorenzo y montaron de
nuevo el jeep. Esta vez en el recorrido de regreso abundó la conversación, los comentarios sobre el
desempeño de cada uno, las bromas sobre quién había sido el mejor estratega, la manera en que
Lavinia se quedó pegada de las púas de la alambrada, dando tiempo al "enemigo" de capturarla.
Sólo al entrar en la ciudad, los comentarios se acallaron. De nuevo bajaron los ocupantes de los
vehículos en esquinas diferentes.
Se despidieron (quizás ya nunca se verían) y finalmente, Toñito dejó a Lavinia y Felipe a pocas
cuadras de distancia de la casa.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
—Tuviste suerte —dijo Felipe, mientras caminaban por la acera—. Te tocó un entrenamiento
tranquilo y en buenas condiciones. No creas que las cosas son siempre así. Hace un año la guardia
nos detectó una escuela y murieron casi todos los compañeros. Sólo dos se salvaron.
—Sí, tuve suerte —asintió Lavinia, pensando que no había sido tan difícil, a pesar de la manera
en que le dolía el cuerpo.
—Sebastián te cuida —dijo Felipe.
—¿Vos crees? —dijo ella, enternecida, percatándose hasta entonces de la invisible presencia de
Sebastián en la planificación del entrenamiento.
Después de un rato, dijo como para sí misma:
—Sebastián siempre dice que el Movimiento tiene grandes expectativas en mí. Pienso que lo
dice para hacerme sentir bien, pero me preocupa defraudarlo. No sé qué tan útil podré ser.
—Depende de vos —dijo Felipe, mirándola serio cuando ya entraban y encendían las luces de la
sala.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Capít ulo 19
EL MES DE JULIO SE ACERCABA A SU FIN. Lavinia arrancó la hoja del calendario y revisó
su agenda de trabajo para el día siguiente. Mercedes había anotado una reunión con Julián y los
ingenieros a las once de la mañana y otra con las hermanas Vela a las cuatro de la tarde.
Anotó otras tareas que debía revisar en medio de las reuniones y dando una hojeada final a su
escritorio, acomodó lápices y papeles y cerró con llave la gaveta.
Sara la esperaba a las cinco y media y eran ya las cinco.
Apagó las luces y salió de la oficina.
Caminó con paso rápido al estacionamiento y pronto doblaba la esquina para unirse al tráfico de
la Avenida Central. Una nutrida fila de automóviles avanzaba despacio deteniéndose en los
semáforos rojos.
Iba distraída, un poco cansada, pensando en la reunión con los ingenieros. La casa del general
Vela debía estar lista a tiempo y ella debía garantizar el avance del trabajo de los constructores.
A través de la ventana, veía los conductores de otros vehículos, atentos, pendientes de adelantar
o cruzar el semáforo en rojo.
De pronto, en un carro a cierta distancia de ella, vio a Flor. Le costó sólo segundos reconocerla
con el pelo corto y teñido de castaño claro, casi rubio. Sintió un golpe de sangre inundarle el
corazón. Flor, su amiga, allí, tan cerca de ella. Podía verla gesticulando, sonriendo al conductor del
carro, un hombre de facciones imprecisas.
Pensó rápidamente qué hacer para llamar su atención; ¿tocar el claxon, adelantarlos? No. No
podía hacer nada. Nada más que procurar ponerse al lado del carro, tratar de que Flor la viera. Pero
era casi imposible. En los cuatro carriles ascendentes de la avenida, una línea de carros se
interponía entre su vehículo y aquél. Para ponerse a la par, debía hacer maniobras ilegales posibles
quizás en una carretera, pero azarosas en un tráfico tan nutrido.
El semáforo cambió a verde y el carro donde Flor, sin verla, seguía conversando, se adelantó
avanzando más rápido por el carril izquierdo.
Trató de acelerar pero los automóviles delante de ella se movían lentamente. Al llegar al
siguiente semáforo, los había perdido. Alcanzó a ver la parte trasera del automóvil rojo dar vuelta
en una esquina.
La frustración le sacó un sonido sordo del pecho, un golpe de la mano contra el timón.
Había sido casi una visión: su amiga tan cercana y a la vez tan lejana, inaccesible. Sintió una
pesada tristeza, la sensación de pérdida otra vez. Le sucedía con frecuencia. La mayor parte de sus
afectos más cercanos se habían ausentado de su vida, tomando distancia. Aunque sólo la pérdida de
su tía Inés fuera irremediable, recordar a Flor, su amiga española Natalia Jerome, le producía una
punzante nostalgia.
La ausencia tenía efectos indelebles. Los rostros se desdibujaban en la borrosa sustancia de los
recuerdos. A veces se preguntaba si aquellas personas habrían existido realmente. La nostalgia
lograba cubrirlos de ropajes míticos y extraños. El tiempo tramposo ocultaba tras su neblina el
pasado, lo rendía inexistente, lo asociaba en la mente a la imaginación o los sueños. El espacio que
en una época ocupara Flor, se llenaba de otras imágenes, otras vivencias. Dejaban de compartir lo
cotidiano, la materia prima de la vida. Era una pérdida, un hueco, un agujero negro tragándose la
estrella-Flor, un mecanismo oscuro de la mente buscando proteger el corazón siempre fiel al dolor
de la ausencia.
Nada podía evitar que la echara de menos. Palpaba su huella. En el recuerdo que al mismo
tiempo la disolvía, existían las conversaciones, la empatía, la complicidad creada entre las dos. La
única, especial complicidad de género y propósito; la que no sentía ni existía con Felipe, ni con
Sara.
Verla, sentirla a escasos metros de ella sin poder gritarle, sin poder siquiera sentir la satisfacción
de una sonrisa lejana, una mano alzada en señal de saludo, le hizo brotar la tristeza en un borbollón
efervescente desde el fondo de agua de los ojos.
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Era duro todo esto. Muy duro, pensó ¿Quién calculaba estas luchas, estas pequeñas, grandes,
renuncias individuales al escribir la historia?
Se contaban los sufrimientos, las torturas, la muerte... ¿pero quién se ocupaba de contabilizar los
desencuentros como parte de la batalla?
Aparcó el carro frente a la casa de Sara. Con Sara no era lo mismo. De Sara, su amiga de
infancia, se separaba más cada día hasta el punto de pensar que estaban las dos en una torre de
Babel invisible donde los idiomas se confundían.
Sara abrió la puerta. Estaba pálida.
—Pasa, pasa, Lavinia —dijo—, te tengo preparado un cafecito con galletas.
—Vos pareces necesitarlo más que yo —dijo Lavinia— ¿estás bien? Te veo pálida...
—He estado con muchas náuseas... —lo dijo con una expresión de incomodidad, mezclado
contradictoriamente con un gesto de alegría.
Lavinia la miró interrogante.
—¿No estarás embarazada? ¿Te vino la regla por fin?
—No. No me vino. Ni me va a venir. Esta mañana llevé el examen al laboratorio y, ¡estoy
embarazada! —habló in crescendo, acumulando las palabras despacio hasta desembocar en el
"estoy embarazada" jubiloso.
—¡Qué alegre! —dijo Lavinia, genuinamente contenta, abrazándola— ¡te felicito!
—Va a nacer en febrero —dijo Sara, devolviéndole el abrazo y llevándola del brazo hacia la
mesa donde estaba servido el café.
—¿Y ya le dijiste a Adrián?
—¡Ay! —dijo Sara suspirando y sonriendo tristona—. Adrián no tiene sentido alguno del
romanticismo. Me ha estado diciendo que estoy embarazada desde hace días: "te falta la regla, estás
embarazada. Es casi matemático", me repite. Lo llamé para avisarle del resultado del examen y lo
único que dijo fue que ya lo sabía, que si no recordaba cómo él me lo había estado repitiendo varios
días... Es verdad que uno se da cuenta, pero vos sabes, el examen es el gran acontecimiento, ya
cuando ves el "positivo" en la hoja de papel...
No es lo mismo que intuirlo. Y yo, seguramente de tanto ver películas, me imaginaba una escena
romántica, me imaginaba que vendría corriendo a la casa y me daría un abrazo especial, un ramo de
flores... ¡qué se yo! Es una tontería, pero ese "ya lo sabía" me puso triste.
—Tenés razón —dijo Lavinia, haciendo una comparación mental rápida con lo que ella
esperaría en una situación así, sorprendiéndose de no tener nada preconcebido. Retornó, sin saber
por qué, a la imagen de Flor en el carro. ¿Tendrían ellas hijos alguna vez?
—Bueno, como dice una amiga mía, la verdad es que el embarazo es cosa de mujeres. El
hombre no siente la misma emoción —dijo Sara, mientras vertía el café en las tazas blancas—
¿querés azúcar?
—No. No, gracias —contestó—. No sé qué decir sobre lo que sentirán los hombres. Para ellos,
es algo misterioso que nos sucede a las mujeres. Ellos son nada más observadores del proceso una
vez que se inició, y al mismo tiempo se saben parte de él... Posiblemente experimenten lejanía y
cercanía a la vez. Debe ser extraño para ellos. Le deberías preguntar a Adrián.
—Le voy a preguntar, aunque no creo que diga mucho. Me dirá lo normal, que está feliz y todo
lo demás son elucubraciones mías.
—Yo me siento rara de pensar que vas a tener un hijo... increíble cómo pasa el tiempo, ¿verdad?
Me acuerdo cuando hablábamos de todas estas cosas enclavadas en mi cuarto... —cerró los ojos y
echó la cabeza para atrás en el sofá. Vio las dos niñas ávidas contemplando las láminas de un libro
de la tía Inés que se titulaba El milagro de la vida.
—Sí —dijo Sara, en el mismo tono nostálgico— ya crecimos... ya pronto seremos viejas,
tendremos nietos y nos parecerá mentira.
¿Tendría nietos? pensó Lavinia, ahogada por la nostalgia y la imposibilidad de visualizar su
futuro con la seguridad de Sara. Quizás no tendría ni hijos.
Abrió los ojos y miró, como lo hacía tantas veces, la casa, el jardín y su amiga sentada
lánguidamente, sorbiendo el café. Siempre le desconcertaba la sensación de pensar que esa podría
haber sido ella, su vida. Era observar la bifurcación de los caminos, las opciones. Había escogido
otra; una que cada vez la alejaba más de esas tardes frente a los tiestos de begonias y rosas, la loza
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blanca y fina de Sara en la mesa junto al verde patio interior, los nietos, la perspectiva de una vejez
de trenzas blancas. Pero su opción la alejaba también de la indiferencia, de este tiempo aislado,
protegido, irreal. Estaba segura que no habría sido feliz así, aunque le habría gustado pensar en
hijos, en un mundo acogedor...
—¿Y vos todavía no pensás casarte, tener hijos? —preguntó Sara.
—No. Todavía no —respondió.
—Siempre me estoy preocupando por vos. No sé por qué siempre temo que te enredes, que te
dejes llevar por esos impulsos tuyos. Aunque siempre me decías "mística", pienso que de las dos,
vos sos la más romántica e idealista. Tenés más dificultades para aceptar el mundo como es.
—El mundo no "es" de ninguna manera, Sara. Ese es el problema. Somos nosotros quienes lo
hacemos de un modo u otro.
—No. No acepto eso. Nosotros no somos quienes decidimos. Es otra gente. Nosotros somos
solamente montón, gentecita cualquiera... ¿Querés otra galleta? —dijo, extendiéndole el plato con
las galletas de coco.
—Esa es una visión cómoda —dijo Lavinia, tomando la galleta y mirando al patio con expresión
ausente. Frecuentemente entraba en discusiones así con Sara. Nunca sabía si valía la pena
continuarlas. Generalmente extinguía la conversación, la apagaba a punto de desgano.
—¿Pero qué se puede hacer? decime; aquí, por ejemplo, ¿qué podemos hacer?
—No sé, no sé —dijo Lavinia—, pero algo se podrá hacer...
—No querés aceptarlo, pero la realidad es que nada se puede hacer. Ya ves vos, con todo y tus
ideas, te tienen diseñándole la casa del general ese...
—Sí, pues, y qué sabemos... a lo mejor convenzo al general de que deberían preocuparse más
por la miseria de la gente... —y adoptó un tono de broma, de fin de conversación—. Vamos, Sara,
hablemos de tu futuro niño. Nunca llegamos a ninguna parte con este tema.
Se quedó un rato más conversando con la amiga. El domingo estaban invitadas a un paseo en la
hacienda de unos conocidos. Era el cumpleaños del anfitrión. La hacienda tenía piscina y el paseo
prometía ser muy alegre. Se pusieron de acuerdo para irse juntas.
—¿No vas a llevar a Felipe? —preguntó Sara.
—No. Ya sabes que a Felipe no le gustan las fiestas.
—Nunca he conocido un ser más antisocial que ese novio tuyo, dijo Sara— pero en fin, es
mejor, así platicaremos más en confianza.
Al salir se encontró con Adrián de regreso de la oficina. Lo felicitó. Él aceptó las felicitaciones
inhibido, con actitud de niño gracioso. Lavinia sonrió para sus adentros, confirmando su tesis de
que si bien seguramente estaba feliz, no podía manejar muy bien su participación en el
acontecimiento. No haber hecho ningún comentario cínico o socarrón, era la mejor prueba de su
emoción. Sin embargo, Sara no podía percibirlo esperando, como esperaba, el abrazo jubiloso de
las películas.
Le gustaba hacer el amor con música. Dejarse ir en la marea de besos con música de fondo,
música suave como el cuerpo sinuoso que le surgía en la cama. Era extraordinario, pensaba, cómo
el cuerpo podía ser tan dúctil y cambiante. En el día, soldadito de plomo caminando marcialmente
entre las calles, de oficina en oficina, sentándose erecta en sillas duras e incómodas; por la noche,
no bien la música, el tacto y los besos, abandonándose suave, liviana, distendiéndose en la
imaginación del placer, sorbiendo el roce de otra piel, ronroneando.
No concebía que pudiera alguna vez perder la sensación de maravilla y asombro cada vez que
los cuerpos desnudos se encontraban.
Siempre había un momento de tensa expectativa, de umbral y dicha, cuando el último vestigio
de tela y ropa caía derrotado al lado de la cama y la piel lisa, rosada, transparente surgía entre las
sábanas iluminando la noche con luz propia. Era siempre un instante primigenio, simbólico. Quedar
desnuda, vulnerable, abiertos poros frente a otro ser humano también piel extendida. Eran entonces
las miradas profundas el deseo y aquellas acciones previsibles y, sin embargo, nuevas en su
antigüedad: la aproximación, el contacto, las manos descubriendo continentes, palmos de piel
conocidos y vueltos a conocer cada vez. Le gustaba que Felipe entrara en el ritmo lento de un
tiempo sin prisa. Había tenido que enseñarle a disfrutar el movimiento en cámara lenta de las
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caricias, el juego lánguido hasta llegar a la exasperación, hasta provocar el rompimiento de los
diques de la paciencia y cambiar el tiempo de la provocación y el coqueteo por la pasión, los
desatados jinetes de un apocalipsis de final feliz.
Sus cuerpos se entendían mucho mejor que ellos mismos, pensaba, mientras sentía el peso de
Felipe acomodarse sobre sus piernas, agotado.
Desde el principio se descubrieron sibaritas del amor, desinhibidos y púberes en la cama. Les
gustaba la exploración, el alpinismo, la pesca submarina, el universo de novas y meteoritos.
Eran Marco Polo de esencias y azafranes; sus cuerpos y todas sus funciones les eran naturales y
gozosas.
—No dejas de sorprenderme —le decía él, tirándole cariñosamente del pelo en la mañana—, me
has hecho adicto de este negocio, de esos quejiditos tuyos.
—Vos también —respondía ella.
La cama era su Conferencia de Naciones, el salón donde saldaban las disputas, la confluencia de
sus separaciones. Para Lavinia era misterioso aquello de poderse comunicar tan profundamente a
nivel de la epidermis cuando frecuentemente se confundían en el terreno de las palabras. No le
parecía lógico, pero así funcionaba. En ese ámbito habían conquistado la igualdad y la justicia, la
vulnerabilidad y la confianza; tenían el mismo poder el uno frente al otro.
"Es que hablar muchas veces enreda" decía Felipe y ella discutía que no. Es más, estaba
convencida que no era así, hablando se entendían los seres humanos. Lo de los cuerpos era otra
cosa, un impulso primario extremadamente poderoso pero que no saldaba las diferencias, aun
cuando permitiera las reconciliaciones tiernas, las caricias de nuevo. Era más bien peligroso,
argumentaba ella, pensar que los conflictos se resolvían así. Podían acumularse bajo la piel, irse
agazapando entre los dientes, corroer ese territorio aparentemente neutral, agrietar la Conferencia
de Naciones.
Era portentoso que aún no hubiese sucedido, teniendo en cuenta los frecuentes encontronazos.
Tal vez se debía a que, en el fondo, cuando discutían, Lavinia separaba al Felipe que amaba del
otro Felipe, el que ella consideraba no hablaba por sí mismo, sino como encarnación de un antiguo
discurso lamentable: su niño malo que ella deseaba redimir, expulsar del otro Felipe que ella
amaba.
Flor solía decirle que era demasiado optimista pensando poder liberar a su Felipe del otro Felipe;
pero le concedía la esperanza.
La esperanza era quizás el mecanismo que le permitía conservar la música cuando hacían el
amor, aunque quizás fuera solamente un mecanismo de defensa inventado por ella contra la
desilusión y el pesimismo de pensar en la imposibilidad de un cambio... ¿Cómo creer tan
fervientemente en la posibilidad de cambiar la sociedad y negarse a creer en el cambio de los
hombres? "Es mucho más complejo" opinaba Flor, pero a ella no le satisfacían esas teorías. No
negaba la complejidad del problema, ni era ilusa de pensar en soluciones fáciles. Le parecía que el
meollo del asunto era un problema de método. ¿Cómo se provocaba el cambio? ¿Cómo actuaba la
mujer frente al hombre, qué hacía para rescatar al "otro"?
Se abrazó a la espalda de Felipe dormido y dejándose invadir por el sueño se evadió de aquellas
incertidumbres.
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Capít ulo 20
EL GENERAL VELA la había citado en su oficina. Diez minutos antes de la hora de la cita,
dobló desviándose de la carretera, hacia el portón del complejo militar.
El guardián, con gesto autoritario, hizo sonar su silbato al tiempo que le indicaba que no podía
pasar, alzando el brazo para conminarla a retornar a la vía de los automóviles.
Deteniéndose, sacó la cabeza por la ventana y gritó que el general Vela la esperaba.
El guardián —traje verde olivo, casco de combate— interrumpió sus ademanes y caminando
despacio, cauteloso, se acercó al automóvil.
—¿Cómo dice? —preguntó, mirándola desconfiado, recorriendo con sus ojos el interior del
carro.
—Digo que tengo una cita con el general Vela. Me espera en cinco minutos.
—¿Tiene identificación?
—Mi licencia.
—Démela.
Tomó su bolso. El guardia se retiró un poco, cual si temiera ver salir un arma. Sacó una licencia
y se la dio.
—Espere aquí. No se mueva —y se retiró a la caseta de control.
Lavinia notó con satisfacción que no estaba nerviosa. Al contrario, segura de sí, animada por la
superioridad de sus motivos, experimentaba la exaltación de penetrar en aquel sitio inexpugnable,
en el recinto mismo del enemigo, cual un cóndor confiado de su vuelo que mira desde lo alto la
pequeñez de los adversarios.
No podía ver nada del complejo militar. Estaba oculto de los pasantes por una muralla alta y
sólida, interrumpida solamente por el portón negro y metálico ante el cual se encontraba.
Tamborileó impaciente sobre el volante con las puntas de los dedos. Si el guardia no regresaba
pronto, se marcharía. Diría al general que no le había sido permitido el acceso, que debía dar
instrucciones más precisas.
Sin duda el general se enfurecería contra sus subordinados, los sancionaría.
La próxima vez no la detendrían, la harían pasar rápidamente.
Había sido difícil al principio darse cuenta del poder de actuar con aplomo, con la seguridad de
quien domina y merece respeto. Era más efectivo en todos los casos; cuando se era mujer, sobre
todo. Así lo corroboró en las reuniones con los ingenieros y el general Vela. Si se caía en la gracia
y la sonrisa, el tratamiento era sexista y sofisticadamente despectivo. En asuntos profesionales, Flor
tenía razón: era necesario aprender de los hombres. Y los había estado observando hasta intuir el
mecanismo.
Miró su reloj. Casi cinco minutos habían transcurrido. Decidió no esperar más de cinco minutos.
Segundos más tarde, el portón se abrió. Otro guardia, esta vez con barras de capitán, se
aproximó.
—Señorita Alarcón —dijo acercándose a la ventana del automóvil—, si me permite voy a subir
a su automóvil para acompañarla a la oficina del general Vela.
—¿No es aquí?
—Sí, pero tendrá que conducir a través del complejo. Iré con usted para que no tenga ningún
problema —y abriendo la puerta lateral, se introdujo a su lado.
El portón se abrió.
Detrás de la muralla, diversas edificaciones y barracas constituían una ciudadela, conectada por
calles donde transitaban o estaban estacionados vehículos militares, soldados uniformados
circulaban por las aceras.
Cruzaron otras dos barreras del tipo ferrocarril hasta llegar a un bloque de edificios de concreto.
En menor escala, tenían la misma arquitectura pesada y monumental de las construcciones de la
Roma moderna de Mussolini: paredes lisas y grises con volúmenes geométricos, rectangulares.
Mentalmente, Lavinia almacenaba los detalles de las construcciones, el diseño de las calles. Prefirió
conducir en silencio para no perder la concentración y retener las referencias del lugar.
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—Es aquí —dijo el capitán, sin perder un momento su expresión de cadete—, aquí es el Estado
Mayor. Puede estacionar allá.
Bajaron y después de cruzar un patio engramado, entraron al edificio central. Un gigantesco
retrato del padre del Gran General, fundador de la dinastía, presidía el vestíbulo.
La secretaria de uniforme azul saludó con la cabeza al capitán. Subiendo por escaleras anchas de
mármol, llegaron a otro vestíbulo más extenso al que desembocaban las puertas de varias oficinas,
cada una custodiada por un guardián vestido con uniforme de gala. En el centro, la sala de espera
de muebles de cuero, se deslucía por los adornos de flores plásticas en las mesas.
El despacho del general Vela exhibía la misma mezcla de detalles de mal gusto y sólida frialdad
arquitectónica. El toque dominante era una fotografía, a colores en la pared, del Gran General
sonriendo a todo lo ancho de los dientes. La foto tomada desde un ángulo inferior, pretendía dotar a
aquel hombrecito requeneto de la carente majestuosidad. El resto del mobiliario procuraba ser
moderno, vinil y cromo. Los ceniceros y los adornos de conchas y caracoles daban un toque kitsch
al decorado. Sobre los archivos, la secretaria coleccionaba cajas de fósforos en una enorme copa de
cristal.
Era una rubia artificial, delgada y nerviosa, edad mediana con pretensiones de adolescente.
Sonriendo afectadamente, le pidió sentarse para "anunciarla". El cortés-capitán, aide de cámara del
general, se retiró discretamente.
No había terminado de acomodarse, cuando sonó el timbre del intercomunicador. La secretaria
lo levantó con un saltito que hizo pensar a Lavinia en una hot line, dijo "sí, general" con acento de
pájaro enfermo y a continuación, moviéndose como muñeca de cuerda, abrió la puerta del despacho
de Vela, indicándole que pasara.
—Buenos tardes, señorita Alarcón —decía el general, de pie detrás de su escritorio de madera
sólida, rodeado por fotografías del Gran General abrazándolo, condecorándolo, pescando con él, en
helicóptero, a caballo.
—Buenos tardes, general —respondió ella, acercándose para estrecharle la mano a través del
escritorio.
—Siéntese, siéntese —le dijo, obsequioso— ¿quiere un café?
—Encantada —dijo, con su sonrisa más encantadora.
—Cada día más guapa —comentó el general, con lascivia.
—Gracias —dijo—. ¿Y qué me dice? ¿Qué hay de nuevo? ¿En qué puedo servirle?
—¡Ah sí! —dijo el general, regresando de algún pensamiento morboso—. La mandé llamar
porque estuve pensando anoche, revisando los planos en mi casa, que en la terraza frente a la sala,
además de la pérgola, quisiera construir unas instalaciones para barbacoa...
—Pero ya tenemos unas al lado de la piscina...
—Sí, sí, lo sé, pero es que mire, lo de la piscina está bien para el verano; en el invierno, con la
lluvia, necesito un lugar bajo techo para el asado. ¿Ya le expliqué, verdad, que es una de mis
distracciones cuando llegan los amigos?
Lavinia sacó su libreta de notas e hizo algunas anotaciones, afirmando con la cabeza.
—¿Quiere la instalación igual a la de la piscina?
—Pienso que debería ser un poco más pequeña, ¿no le parece?
—Bueno, de cualquier manera, tendremos que extender la pérgola.
—Esa es mi idea, pero quizás se puede hacer un poco más pequeña.
—Sí, un poco más pequeña sería mejor. —Lavinia anotaba preguntándose para sus adentros por
qué la mandaría llamar el general Vela para algo que podría haberse arreglado perfectamente por
teléfono.
—¿Esto es todo? —preguntó.
—Sí, sí. Eso es todo, pero tómese su café tranquila. Apenas acaba de llegar. Cuénteme cómo va
la casa...
Estaba segura que algo se tenía entre manos el general.
Empezó a pensar qué le diría, si mostraba pretensiones de enamorarla, para ser cortés, y al
mismo tiempo, cortante.
Le explicó detalladamente los acuerdos con los ingenieros sobre el movimiento de tierra, los
materiales, las instalaciones eléctricas y de aguas negras. No quería darle oportunidad para
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introducir otro tema de conversación.
— ¿Y cree que la casa estaría lista en diciembre, con seguridad? —preguntó el general.
— Haremos todo lo posible. Yo creo que sí... —dijo.
—Queremos dar una fiesta de inauguración que coincida con el fin de año, invitar a todas las
amistades... a usted, por supuesto...
—Gracias, gracias —dijo Lavinia.
—¿Le gusta bailar?
—No mucho —dijo Lavinia pensando, "aquí viene".
—¡Qué lástima! Pensaba invitarla a una fiestecita que estamos organizando algunos oficiales...
usted sabe, algo pequeño, para distraernos. Tenemos mucho trabajo y casi nunca nos divertimos.
Me parece que usted también es el tipo de persona que trabaja mucho y se divierte poco, a pesar de
ser tan joven. Es muy seria usted...
— ¡No, qué va! Son ideas suyas. Constantemente me invitan a fiestas y paseos...
—Pero casi no va —dijo el general, con conocimiento de causa.
—Sí, sí, claro que voy. Lo que pasa es que no voy a todas. Usted sabe que levantarse en la
mañana no es fácil después de un desvelo.
Se empezaba a sentir incómoda. Sin entender el rumbo de las preguntas del general, intuía una
curiosidad que no sabía si se debía a sus afanes de seductor o algo más peligroso.
—¿Y no tiene novio?
—Bueno... podría decir que sí, prácticamente. Salgo con otro arquitecto, un compañero del
trabajo —¿sabría de Felipe?, pensó Lavinia, sintiéndose cada vez más incómoda. Optó por decir la
verdad. Consideró que era menos sospechoso que negarlo. Si la estaba investigando, ya sabría
seguramente de su relación con Felipe.
—Ah... —dijo el general, con una expresión inocente— así que por eso no podría venir a nuestra
fiestecita... ¡qué lástima! Es que les he estado contando a mis amigos lo eficiente que es. Usted me
perdone, pero pocas veces se encuentra uno con mujeres que, además de lindas, son inteligentes y
capaces... Quería que la conocieran.
—Gracias —dijo, tranquilizándose un poco.
—¿Pero qué me dice? ¿Puede o no puede?
—¿Cuándo es?
—El domingo próximo.
—Es que tengo un compromiso... un paseo —dijo Lavinia, agradeciendo que fuera cierto.
—Pero eso es en el día y esto es en la noche...
—Tiene razón, pero vamos a regresar tarde y usted sabe que de esas cosas uno regresa agotado.
¿Por qué no lo dejamos para otra ocasión?
—Bueno, si no hay más remedio... ¡en otra ocasión será! —dijo el general con una sonrisa
forzada. Obviamente le molestaba no haber conseguido lo que quería.
Se puso de pie indicando que daba por terminada la entrevista.
—De todas maneras —y perdone mi insistencia— piénselo. Tal vez no esté tan cansada a su
regreso... Si se decide, puede llamar aquí a la oficina. Yo daré instrucciones para enviar un vehículo
a recogerla. Dígale a su novio que tiene una reunión de trabajo...
—Es usted un hombre insistente —dijo Lavinia, haciendo esfuerzos para no soltarle un "déjeme
en paz".
—Siempre logro lo que me propongo —dijo el general, devolviéndole la sonrisa con expresión
lasciva.
De nuevo el cadete-capitán, educado y cortés, la esperaba para llevarla a la salida del complejo
militar.
En silencio, controlando la rabia, la sensación de haber sido manoseada, Lavinia salió de la
oficina afirmándose sobre sus zapatos altos.
Le pareció notar una expresión de lástima en los ojos de la secretaria.
—Le hubieras dicho que no y punto —decía Felipe, caminando a zancadas en la oficina, furioso.
—Pues prácticamente eso fue lo que le dije —respondía Lavinia—. Vos sabes que no puedo
decirle lo que pienso: ¡me tengo que hacer la estúpida! ¡No veo por qué te pones así!
—Es que ya veo por donde viene... ¡y faltan varios meses para terminar esa casa! Debes
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aclararle lo más pronto posible que no estás dispuesta a dejarte seducir.
—Felipe, por favor, cálmate. ¿Por qué no pensamos cómo enfrentar esto, sin que te alteres? ¿No
te das cuenta que para mí es mucho peor que para vos? No te imaginas cómo me sentí viéndole
esos ojos lujuriosos...
—¿Te fijás? ¿Te fijás por qué no quería yo involucrarte en esta cuestión?
—No puedo creer lo que estás diciendo —dijo Lavinia, perdiendo la calma—, todos y vos el
primero, estuvieron de acuerdo en que era importante lo de la casa de Vela. ¡Ahora no me vengas
con que no debía haberme involucrado!
—¡Invitándote a una "fiestecita"! ¡Son famosas esas "fiestecitas" de los oficiales! ¡Quién se
habrá creído este hijo de puta que sos vos!
—Una mujer. Para él todas las mujeres son iguales... —y, bajando la voz, añadió— ¿qué crees
vos que va a decir Sebastián? ¿Crees que piense que es conveniente que vaya?
—No. No vas a ir —lo dijo con una expresión colérica, dominante.
—Felipe, vos no sos mi responsable. Mi responsable es él. Cálmate—dijo Lavinia, tratando de
razonar—. Acordare cuántas veces me has dicho que el Movimiento es primero y todo lo demás es
secundario... Estás reaccionando como marido ofendido.
—Y vos estás muy tranquila... ¿No será que tenés ganas de ir?—dijo, acusador.
—Me voy —dijo Lavinia, levantándose—, no voy a permitir que te atrevas siquiera a insinuar
que quiero ir a esa fiesta. Deberías aprender a controlarte...
Salió de la oficina de Felipe, dando un portazo, sin importarle las miradas de los dibujantes, las
cabezas levantándose al mismo tiempo en las mesas de dibujo, siguiéndola hasta que cerró la puerta
de su cubículo.
Pasó casi una semana sin verlo. Se cruzaban en la oficina sin decir palabra, sumidos en el
absurdo de su propio silencio.
El domingo de la "fiestecita", Lavinia asistió al paseo previsto con Sara y Adrián. Regresó a su
casa temiendo encontrarse con mensajes o automóviles esperándola, cortesía del general Vela. Pero
no encontró nada más que la normalidad de sus plantas y libros; el silencio del entorno sin Felipe.
Lo extrañaba con rabia. No podía comprenderlo o quizás no quería comprender; la
"comprensión" era un arma de doble filo. Ante la actitud de Felipe, le era difícil simplemente
aplicar sus tesis sobre el "otro" Felipe, eximirlo de responsabilidad en nombre de una herencia
ancestral. Él había sostenido su comportamiento a través de varios días, rehuyéndola en la oficina,
ausentándose, reprochándole con su silencio, un supuesto deseo de su parte de asistir a la fiesta de
Vela. Era ridículo, increíblemente absurdo y denigrante que hubiese pensado por un momento que
ella podría tener algún interés personal en ir a la fiesta.
"Son celos, no te preocupes. Los celos son irracionales" —había dicho Sebastián.
Ella preguntó —temiendo la respuesta afirmativa— si la actitud de Felipe había influido en que
se decidiera su no asistencia a la fiesta de Vela. Sebastián explicó que no. Al Movimiento no le
interesaba someterla a una prueba tan difícil y desagradable. Pretendían, más bien, que su relación
con el general se estableciera de forma totalmente profesional. No se había contemplado en ningún
momento estimular los previsibles intentos de seducción del militar, aunque sabían que podían
surgir. Por eso le recomendaron mantener una actitud de distancia.
Lo de Felipe no tenía nada que ver, le reiteró.
Ensimismada, Lavinia abrió las ventanas para ventilar la casa y refrescar el calor de domingo. El
silencio y placidez del patio contrastaban con su agitación interna.
Lo peor era saber que éste no sería el fin de la relación, tener la íntima certeza de que aceptaría
las excusas de Felipe cuando éstas se produjeran. Pensaba que Felipe apostaba a la distancia para
obtener, cuando decidiera excusarse, una claudicación más segura. La idea la irritaba, pero la
enfurecía aún más constatar que esperaba que fuera esto y no algo más ominoso y oscuro lo que
retrasaba sus disculpas.
—¿Qué podré hacer? —dijo en voz alta, mirando al naranjo, hablándole como solía hacerlo a
menudo.
Le pareció escuchar a su tía Inés, ver sus ojos profundos y color de chocolate claro, diciéndole,
"Debes aprender a ser buena compañía para vos misma". Recordó su conversación con Mercedes
en la oficina; los comentarios hechos a Sara.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Era tan difícil ser coherente, actuar consecuentemente cuando se amaba...
"¿No vas a llamarle la atención?" había preguntado a Sebastián, refiriéndose a la necesidad de
que el Movimiento cuidara también estas actitudes poco "revolucionarias" de sus miembros.
Sebastián había sonreído con tristeza, diciendo: "La revolución la hacen seres humanos, Lavinia,
no superhombres. El hombre del futuro es sólo un sueño todavía".
Y la mujer también, seguramente, añadió ella para sus adentros.
Pobre Lavinia, mirándome, ensimismada en el amor. No ha notado siquiera la floración de
los azahares, el aroma que exhalan mis flores blancas.
Se ha movido por la casa como esas personas que andan cuando sueñan; distraída y triste.
Su tristeza me ha penetrado derramándose por todas las ramas. ¡Contagiosa la nostalgia!
Muchas veces pienso en la soledad. Estamos tan solos los seres humanos. En la vida y en la
muerte. Aprisionados en nuestras propias confusiones, temerosos de mostrar lo delgado de la
piel, lo absorbente y delicado de la sangre.
El amor es sólo una imperfecta aproximación a la cercanía. Yo no podía acompañar a
Yarince en su desilusión; cada vez que perdíamos una batalla y el aislamiento a que nos
sometían se ahondaba; cada vez que dominaban otra más de nuestras ciudades, otra de nuestras
tribus. Era terrible volver por las noches a lugares donde antes pipiles o chorotegas nos
alimentaban y verlos vestidos con trapos largos como los españoles, disfrazados de blancos,
inclinados en actitudes de servidumbre. Pocos se atrevían a responder a nuestros mensajes
cifrados —imitación de pocoyas o guises—. En ciertos poblados, ya nadie respondía. Si acaso
oíamos tan sólo en la noche, algún lamento indicándonos que no podían ayudarnos, que nada
podían hacer.
Volvíamos de esas tristezas a sentarnos lejos los unos de los otros, abandonándonos a
nuestros pensamientos sombríos. Nada podíamos decirnos. Nada podía consolarnos. Sabíamos
para ese entonces que luchábamos sin esperanza. Tarde o temprano, moriríamos, nos
derrotarían; pero sabíamos también que, hasta ese día, no teníamos más opción que continuar.
Éramos jóvenes. No queríamos morir pero tampoco podíamos aceptar la esclavitud como
salvación de la muerte. En los montes, moriríamos como guerreros, los dioses nos acogerían con
honores y pompa. En cambio, si en la desesperación de conservar la vida, nos entregábamos, los
perros o el fuego darían cuenta de nuestros cuerpos y no podríamos siquiera aspirar a la muerte
florida.
Para defendernos de la derrota y la desesperación, nos reuníamos alrededor del fuego en las
noches a contar sueños. Pero la nostalgia nos enfermaba.
Frecuentemente enmudecíamos y en la soledad, cada uno luchaba contra el miedo y la
tristeza a su propia manera. No teníamos fuerzas para enfrentar más fantasmas que los
imprescindibles. Nos fuimos quedando solos.
A mediodía, en el terreno del general Vela, los tractores y bulldozers se desplazaban moviendo y
apisonando la tierra. Un polvillo fino color terracota soplaba cubriendo de tonalidades rojizas la
ropa de los obreros. La compañía de ingenieros había instalado luminarias toscas y potentes para el
trabajo nocturno, requerido por el plazo de entrega de la casa.
Lavinia bajó del automóvil y se dirigió al cobertizo donde se encontraba el maestro de obras,
con el ingeniero jefe.
Notó los ojos de los trabajadores, alzados solapadamente en su dirección.
En el cobertizo, había una mesa de madera tosca en el centro, varias sillas y otra mesita donde
estaba conectada una cafetera. Dos hombres, uno joven y otro frisando en los cincuenta años,
tomaban café.
—Buenos días —dijo, y dirigiéndose al mayor, preguntó—. ¿Usted es don Romano?
—Sí, soy yo. ¿Qué deseaba? —dijo el hombre en camiseta y pantalones de dril, con un lápiz
colocado en la oreja.
—Soy Lavinia—dijo, extendiendo la mano para saludarlo—, la arquitecta asistente de
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
supervisión del proyecto.
—¿Ah sí? —dijo Romano, mirándola curioso. Tenía un rostro bonachón, de mejillas redondas y
ojos claros, grandes cejas tupidas donde sobresalían algunas canas.
—Sí —dijo Lavinia—, veo que ya están avanzando con el movimiento de tierra...
—Esta semana lo terminamos —dijo don Romano—. Le presento al ingeniero asistente, el señor
Rizo.
—Así que usted y yo nos vamos a estar viendo aquí —dijo Lavinia, para provocar la
complicidad del "asistente" del ingeniero.
—Así parece ser —dijo el ingeniero asistente, un hombre joven que Lavinia calculó podía tener
su misma edad, delgado y tímido.
Actuaba con soltura para no delatar sus sentidos alertas al rechazo de los "hombres" de la
construcción, tan anunciado por Julián.
Pidió a don Romano que le explicara los pasos que seguían para el movimiento de tierra,
señalándole la importancia de medir cuidadosamente la altura de los diferentes niveles sobre los
que se levantarían las bases de la casa, como una manera de asentar su autoridad y el dominio que
ejercía sobre el concepto arquitectónico.
Don Romano habló con calma, respondiendo sus preguntas e inquietudes. Notó que la miraba
detenidamente, casi con curiosidad, pero no sintió animadversación o rechazo de parte de ninguno
de los dos.
El ingeniero asistente era callado. Mantenía los ojos fijos en los planos, asintiendo con
movimientos de cabeza a la conversación de Lavinia y don Romano.
"Qué suerte la mía que me tocó un tímido", pensó ella. Caminaron luego por el sitio de la
construcción y, finalmente, Lavinia se despidió.
Don Romano la acompañó hasta el vehículo.
—¿Regresará mañana? —preguntó.
—Sí —dijo Lavinia—, me va a estar viendo todos los días —añadió con una sonrisa.
—Yo tuve una hija que quería ser arquitecta, ¿sabe? —dijo don Romano—. Pero en vez de eso,
se casó y se murió de parto... En realidad, yo nunca pensé que era correcto que estudiara eso, pero
cuando la veo a usted...
No supo muy bien qué decir: el viejo la enterneció. Le dio varias palmaditas en el hombro, un
"bueno, así es la vida" y partió en su automóvil. La confidencia tan espontánea y sorpresiva de don
Romano, la trajo de regreso a la nostalgia. Se pasaba el día distrayéndose para evitar pensar en
Felipe, pero cosas como ésta le recordaban que andaba la piel tierna.
De regreso a la oficina, encontró sobre su escritorio una escueta nota de Felipe. "Pasa por mi
oficina cuando llegues." El corazón le hizo un viaje de ascensor en el cuerpo. Decidió esperar un
rato. No le parecía digno salir corriendo a la primera señal. Llamó a Mercedes, pidió un café y
preguntó si había recibido llamadas telefónicas en su ausencia.
—Mire en su escritorio —dijo Mercedes, pícara, saliendo a traer el café. Regresó casi de
inmediato y mientras lo ponía sobre la mesa, tomándose su tiempo para arreglar primorosamente
una servilleta, le dijo:
—¿Vio la nota que le dejó Felipe?
—Sí —dijo, disimulando su malestar por la curiosidad de Mercedes. Era prácticamente
imposible ocultarle nada de lo que sucedía en la oficina. Tenía métodos misteriosos para enterarse
de todo. En este caso, obviamente y sin ningún misterio, había revisado la superficie del escritorio.
—Deberías quitarte esa mala costumbre de andar mirando lo que hay en los escritorios —
añadió.
—Si es que sólo vine a dejar una correspondencia —dijo Mercedes, haciéndose la inocente— y
la vi. No la dejó doblada ni nada. Yo no ando registrando, si es eso lo que quiere decir...
Con la mano, Lavinia indicó que no estaba dispuesta a iniciar una discusión con Mercedes.
Moviendo las caderas y con aire de ofendida, ésta salió de la oficina.
"Pobrecita", pensó sintiéndose mal de haberla tratado con dureza, pero todos tenían la misma
queja de Mercedes. Su curiosidad no tenía límites. Ser Celestina o andar ocupándose de la vida
amorosa de los demás, era quizás su manera de compensar los infortunios de su romance. Había
reiniciado su relación con Manuel. Esta vez, sin embargo, con una aparente y evidente dosis de
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
amargura, casi como cediendo a un destino oscuro e inevitable.
No pudo evitar un aleteo en el estómago cuando pensó que, guardando las distancias, ella estaba
a punto de reiniciar su relación con Felipe, a pesar de todo.
Se acomodó en la silla y encendió un cigarrillo. El rumor del aire acondicionado se escuchaba
alto en la quietud de la tarde. Era la hora de la modorra. A pesar del fresco clima artificial, el vaho
del calor se podía ver por las ventanas elevándose como un velo blanco difuminando el paisaje.
No se engañaba sobre la inminencia de su claudicación, pero debía ingeniárselas para dejar
algunas cosas sentadas con Felipe. No estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad de hacerle ver
lo absurdo y poco respetuoso de su actitud. No le daría la victoria de una reconciliación fácil.
Estaba ensayando su discurso, cuando Felipe apareció por la puerta, sobresaltándola.
—Si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma va a la montaña —dijo y se sentó, encendiendo
un cigarrillo.
"Viene en plan de simpático seductor" anotó Lavinia, tratando de recuperar la compostura,
reclinándose de nuevo en su silla sin decir nada, reiterando su decisión de no facilitarle las
disculpas.
—Como te podés haber dado cuenta —dijo Felipe— pedir disculpas no es mi especialidad...
Lavinia sostuvo su mirada.
—Pero no fue nada tan serio —dijo él—, no te pongas así...
—Y si no fue tan serio, según vos —dijo Lavinia— ¿por qué te llevó tanto tiempo venir a
disculparte...?
—Porque, como te dije, soy muy malo para pedir disculpas... sobre todo cuando se trata de
estupideces tan obvias. ¿Cómo no me iba a incomodar disculparme por ser estúpido? Tenés que
reconocer que es difícil aceptar el propio demonio...
—¿Y crees que yo tengo que aceptarlo?
—No, claro que no. Pero, como vos misma decís, hay que apelar a la comprensión. Después de
todo, son cosas que funcionan dentro de uno casi involuntariamente... La desconfianza, la
inseguridad...
"Machismo”, a fin de cuentas.
—Lo peor es tener que oírte usando mis propias palabras para salvar tu responsabilidad. ¡Sos
incorregible! ¡Sos el maestro del arrepentimiento!
—Es que vos querés resultados mágicos. Crees que con sólo conversar sobre estos problemas y
reconocerlos, todo debería cambiar. No es tan fácil. Uno tiene reacciones casi primitivas ante
determinadas cosas. Aquel día, por ejemplo, ¿pensás que no me di cuenta de estar actuando como
estúpido, de que era injusto lo que dije...? Pero no pude evitarlo. Me salió de la boca antes de que la
voluntad se impusiera. Y vos me tiraste el portazo. No me diste tiempo de enmendar en el
momento. Lo convertiste en un asunto grave, de pedir disculpas especiales como estoy haciendo
ahora. Y es incómodo, difícil vencer el orgullo... Pero ya ves que te estoy pidiendo disculpas...
—Yo no me puedo pasar la vida disculpándote porque "no sos responsable" de esos impulsos
"primitivos". Retiro lo dicho por mí misma. Dejo de ser comprensiva. A punto de comprensión,
¡resulta que tendré que acabar justificando todas tus acciones!
—No me estoy justificando. Te estoy diciendo que reconozco que actué como un estúpido. ¿Qué
más querés que te diga?
—No sé por qué tengo la sensación de que sólo me falta la sotana para ser cura en confesionario
y mandarte a rezar cinco rosarios como penitencia.
—Los rezo, Lavinia. Si vos me lo pedís, los rezo —dijo Felipe, arrodillándose al lado de su silla
en actitud penitente.
Ella no pudo evitar la sonrisa, ni el abrazo, ni la reconciliación desabrochada por el humor. Él
sabía el mecanismo. Ella le permitía usarlo. No existían remedios mágicos contra la necesidad de
su piel. Mucho menos en esas circunstancias donde el universo entero parecía pender de filamentos
delicados y cada día vivido era un día ganado a la posibilidad constante de la separación o la
muerte.
—Que conste que es el último "impulso primitivo" que "comprendo" —dijo Lavinia antes de
que Felipe saliera por la puerta.
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Capít ulo 21
SIEMPRE CORRIENDO. No para usted —decía Lucrecia, recogiendo la ropa sucia del canasto
en el baño.
Lavinia se arreglaba rápidamente para regresar al trabajo. Su único logro con Lucrecia era que
ahora le dijera "Lavinia" en vez de "niña Lavinia" y que, de vez en cuando, le hiciera confidencias
sobre el nuevo amor que la mantenía cantando mientras hacía los oficios domésticos: era un
electricista, un hombre de cincuenta años que venía ya de regreso de las correrías juveniles, y le
había ofrecido matrimonio y una casita. La boda se realizaría al mes siguiente.
Lavinia sería la madrina. "Porque usted es mi amiga" afirmaba Lucrecia. Y Lavinia ya se había
resignado a esta "amistad". Le había sido imposible romper el patrón de relación tradicional de
servidumbre.
Quizás en otra época, en otro tipo de sociedad, en el futuro, las cosas cambiarían para ambas.
Quizás entonces la aceptaría como igual, pensaba Lavinia.
Terminó de pasarse la pintura de labios, recomendó a Lucrecia que comprara pan en la pulpería
cercana y salió de nuevo al trabajo.
Efectivamente, en los últimos meses, desde que se iniciara la construcción de la casa del general
Vela, andaba con el tiempo desordenado. Tenía tantas cosas que hacer que las veinticuatro horas
del día se le hacían insuficientes. Parecía que todo a su alrededor se hubiese puesto de acuerdo para
acelerar el ritmo al unísono. No sólo tenía que lidiar con Julián, los ingenieros, los proveedores de
materiales, los carpinteros y decoradores de interiores, frenéticos con el plazo impuesto por Vela,
sino que el Movimiento también parecía haber entrado en un activismo enardecido. De pronto
habían aparecido caras nuevas, hombres y mujeres silenciosos y risueños, que le tocaba trasladar,
en madrugadas y atardeceres, al camino de los espadilles.
Sebastián la mandaba a buscar cosas extrañas: por ejemplo, quince relojes, que funcionaran a la
perfección, sincrónicos; vestidos de fiesta, cantimploras para agua.
Felipe, ocupado en quién sabe que actividades inusuales, se ausentaba los fines de semana,
regresando agotado los domingos por la noche.
Ella sospechaba que asistía a entrenamientos militares porque volvía con las uñas y el pelo
sucios de tierra y traía, en una bolsa, mudas de ropa enfangadas que desesperaban a Lucrecia.
Así, en un crescendo de acontecimientos, pasaban los meses. El verano se anunciaba ya en los
vientos de noviembre. La lluvia, desde octubre, había cedido lugar a los días claros, permitiéndoles
avanzar rápidamente en la construcción de la casa de Vela.
El general seguía insistiendo en invitarla a "fiestecitas", pero ya Lavinia había dejado claramente
establecido que la relación debía mantenerse en el terreno profesional. Bajo los consejos de
Sebastián, le advirtió —de la forma más cordial y diplomática— que, o la aceptaba
profesionalmente o pediría que otro arquitecto asumiera su responsabilidad. Fue un momento tenso
e incómodo, pero finalmente Vela pareció ceder y bajó el ritmo de sus asedios que ahora se
mantenían a un nivel más manejable.
Sentada ya en su escritorio, revisando los contratos con los proveedores de cortinas y alfombras,
repasó de nuevo en su mente la tarea que debía realizar esa noche, el enfoque que tendría que
utilizar para convencer a Adrián de que prestara su colaboración al Movimiento.
Había casi olvidado que, en una época (¡le parecía ahora tan lejana!), Adrián hablaba a menudo
del Movimiento, nombrándolo con respeto y una callada admiración. Fue él quien le dio las
primeras explicaciones sobre sus objetivos en los días del juicio al alcaide de la prisión La
Concordia, cuando ella los llamaba "suicidas heroicos”.
Sebastián se lo recordó.
"Hubo varios intentos de acercársele en la universidad", le dijo, "pero no se llevaron a cabo más
que de manera muy preliminar. Después, terminó los estudios y le perdimos la pista."
En la vertiginosidad de los sucesos que la condujeron a involucrarse, Lavinia simplemente había
apartado los comentarios de Adrián. Era curioso su olvido, pensaba, sobre todo ahora que podía
recordar conversaciones donde Adrián hablaba de anécdotas escuchadas en las universidades sobre
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La Mujer Habitada
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"los muchachos". Seguramente ella estaba tan ajena a aquello, en ese entonces, que ni siquiera le
oía con suficiente atención.
El día que mencionó el nombre de Adrián a Sebastián, a propósito de un comentario sobre la
preñez de su amiga Sara, éste le preguntó el apellido y, cuando Lavinia dijo "Linares" Sebastián
musitó "¿ah, sí? " para sus adentros.
La semana recién pasada, Sebastián la había interrogado sobre lo que Adrián hacía, cómo vivía,
qué pensaba. Trató de ser justa en su juicio. Sobre sus inclinaciones políticas, anotó los comentarios
positivos que él solía hacer sobre el Movimiento, aun cuando, en la práctica, se mostrase tan
apegado a mantenerse al margen, a guardar el statu quo. "Es como Julián, anotó Lavinia, no tiene
esperanza." Dijo que, tanto con Sara como con él, evitaba conversar sobre temas que los
introdujeran en el campo de la política. Después de todo, ellos eran su vínculo con el mundo social.
Habría sido difícil guardar la congruencia entre la personalidad de socialité y la manifestación de su
nueva conciencia que afloraría sin duda en el apasionamiento de las discusiones. Adrián se
preocupaba por lo que consideraba su "inestabilidad".
Su preocupación era comprensible, aceptó Lavinia. La había visto pasar de una aparente
rebelión, cuando abandonó la casa paterna, los clubes y demás, al retorno al círculo social de fiestas
y compromisos, donde acudían, por lo general, juntos. El cambio no dejaba de intrigarle. No lo
convencía.
Para su sorpresa, Sebastián le indicó que debía plantearle a Adrián la posibilidad de colaborar
con el Movimiento, "sin muchos rodeos". "El sabe de lo que se trata", le dijo, mientras le refería lo
de la universidad.
No tenía claro qué significaba decírselo "sin muchos rodeos", pensó Lavinia, mientras ordenaba
papeles sobre el escritorio. Imaginaba el asombro de Adrián cuando lo abordara ella, la "inestable",
y esto le producía un íntimo sentimiento de satisfacción. Sin embargo, le preocupaba la forma en
que podría reaccionar. Adrián tenía el extraño poder de hacerla sentir insegura, mal consigo misma.
Nunca había podido enfrentar airosa su ironía y cinismo. Temía oírlo burlarse de que el
Movimiento reclutara gente como ella; o comentarios sarcásticos en esa línea, tocándole sus
inseguridades, la delicada línea quebradiza de esa identidad naciendo en ella, que aún reconocía
difusa. A pesar de la aceptación que el Movimiento le brindaba, no dejaba de sentir su clase como
un fardo pesado del que hubiera querido liberarse de una vez por todas. Le parecía una culpa sin
perdón; una frontera que quizás sólo la muerte heroica podría desvanecer totalmente.
En las fiestas y reuniones sociales a las que había asistido, obedientemente, en los últimos
meses, encontró más que justificadas razones para la existencia de esa frontera. Era detestable, le
encolerizaba, el comportamiento prepotente y paternalista de la sociedad de los adinerados y
poderosos, indiferentes a la diaria injusticia que los rodeaba, mientras vivían despreocupadamente
sus privilegios. Con frecuencia, ella sentía odiarlos quizás hasta más que sus propios compañeros,
precisamente por conocerlos tan íntimamente, por adivinar sus motivaciones cual si estuvieran
deletreadas claramente. No se le escapaba nada, y aun en los que pretendían honestidad y
preocupación por las circunstancias que los rodeaban, podía leer el dejo de lástima y desprecio por
los que no pertenecían a esos círculos del esplendor.
Lo terrible era no poder separarse totalmente de eso, de los años en que para ella, las cosas
también fueron "naturalmente" así; tener que aceptar la carga de una identidad contaminada. Temía
ver emerger, para su espanto, el legado de sus antepasados "ilustres" y encontrarse con actitudes
detestables dentro de sí.
Envuelta en estos pensamientos que inevitablemente la deprimían, se ocupó todo el día en los
oficios de su trabajo y, por la tarde, se encaminó a casa de Adrián y Sara. Atravesó las calles
tratando de levantar su ánimo decaído. Recordó para consolarse, la historia de hombres y mujeres
salidos también de medios de privilegio, que habían logrado dar exitosamente el salto sin red hacia
la dimensión del futuro. Quizás su angustia alrededor de la aceptación se remontaba a su infancia,
pensó; no tenía ninguna relación con el Movimiento. Quizás el Movimiento representaba ahora la
madre y el padre cuyo amor siempre trató de ganar, cuya aceptación le había sido tan esencial tal
vez por estar tan dolorosamente ausente. Sin la tía Inés, toda aceptación le hubiera estado negada, o
paradójicamente, quizás el deseo de la tía Inés de asumirla como hija, había fabricado la distancia y
el callado resentimiento de sus padres... ¿Quién podría averiguarlo? ¡No había nada que hacer más
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que luchar contra esos fantasmas pasados e inconscientes! Su vida estaba ahora en sus manos. De
nada servía encontrar culpables en el pálido tribunal de la tarde disolviéndose en sombras.
Las luces del alumbrado público empezaban a encenderse en la calle de Adrián y Sara, animadas
por el reloj automático que las prendía en la oscuridad, diríase mágicamente. Aparcó el automóvil
en la rampa del garaje, detrás del coche de Adrián y caminó despacio hacia la puerta, insegura aún
sobre el enfoque con que debía abordar el tema. Sólo mientras el timbre sonaba hueco en el interior
de la casa, se sobresaltó por no haber tomado en cuenta la presencia de Sara.
Los encontró cenando. Desde su embarazo, Sara lucía una expresión beatífica, cual si hubiese
encontrado en el embrión creciendo en su interior, una milagrosa fuente de paz y sosiego. Su
cuerpo adquiría volumen expandiéndose en líneas curvas y suaves. Lavinia no podía evitar, cada
vez que la veía, sentir un profundo calor en su vientre, un deseo casi animal de preñez y una ola de
ternura.
—¿Cómo va esa barriga? —dijo mientras le daba palmaditas en la panza y un beso en la mejilla.
—Creciendo... ya ves —dijo Sara, mostrándola con orgullo, tensándose el vestido sobre el
abultamiento.
En efecto, había crecido notablemente. Eran evidentes ya sus cinco meses de embarazo.
Lavinia saludó a Adrián y se sentó a la mesa.
Comieron los tres entre espacios de silencio interrumpidos por comentarios sobre la cercanía de
diciembre, las navidades, el estado de Sara. Plática trivial entre amigos. A Lavinia le costaba
concentrarse, preocupada por encontrar la manera de quedarse sola con Adrián.
—Adrián —dijo con súbita inspiración—, necesito, después de cenar, hacerte algunas consultas
sobre el proyecto en el que estoy trabajando.
—¿La casa del general? —dijo Adrián, con una sonrisa irónica.
—La misma.
—Con mucho gusto.
—¿Tenés pliegos de diseño aquí? —Si lograba llevar a Adrián al estudio, habría resuelto el
problema.
—Sí, claro. En el estudio.
—¿No te molesta, Sara, si trabajamos en el estudio un rato?
—No, no se preocupen. Si no les importa, yo me voy acostar. Tengo mucho sueño. Con esta
barriga, siempre estoy con sueño —dijo, conteniendo un bostezo.
—Se ha vuelto una marmota —dijo Adrián, cariñosamente —lo que debería hacer es buscarse
una cueva para invernar como un oso hasta que nazca el niño.
Rieron todos jovialmente. Lavinia aliviada por haber encontrado tan fácilmente una solución al
"dónde", retornó a su preocupación sobre el "cómo".
Momentos después terminaron la cena. Sara indicó a la doméstica que les sirviera el café a
Lavinia y Adrián en el estudio y se despidió de ambos con un beso.
"Sin rodeos" había dicho Sebastián. La expresión se repetía una y otra vez en su mente.
Entraron al estudio. Era una habitación pequeña y acogedora, arreglada con amor por Sara,
lógicamente. Los diplomas y títulos de ingeniería de Adrián ocupaban una de las paredes. En la otra
había ilustraciones enmarcadas de planos antiguos, utilizados por los españoles durante la colonia
para la construcción de sus ciudades. Detrás de la mesa de dibujo de Adrián, un estante con libros y
fotografías de la boda. En el centro de la habitación, dos cómodos sofás y una mesita donde la
doméstica colocó la bandeja con el café, saliendo después por la puerta.
Adrián encendió el aire acondicionado, mientras Lavinia servía modosamente el café en las
tacitas de porcelana.
—Tenés un buen arreglo con este matrimonio... —dijo Lavinia, en un tono de broma.
—Sí, ¿verdad? —dijo Adrián—. No hay nada mejor que ser señor de su casa y tener una buena
mujer...
—Ya empezás con tus cosas...
—Bueno, ya sabes que entre nosotros dos es como una conversación obligada. Como de todas
formas, siempre tocamos el tema, nada malo tiene abordarlo de entrada... —sonrió Adrián.
—Creo que esta vez no vamos a hablar de eso —dijo Lavinia.
—Sí, ya sé. Vamos a hablar de la casa del general Vela... Te prometo no ser sarcástico, aunque
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ya sabes lo que pienso sobre el asunto.
—Yo pienso lo mismo que vos. Mi primera reacción fue negarme a diseñar la casa...
—Entonces, ¿por qué lo hiciste?
—Porque hubo quienes consideraron que era importante que lo hiciera... —dijo Lavinia,
echándose encima un velo de misterio, pensando que el abordaje sería más fácil de lo que imaginó,
disfrutándolo.
—Claro. Julián seguramente lo consideró importantísimo!
—No me refiero a Julián. Me refiero al Movimiento de Liberación Nacional.
—¿Y qué tenés que ver vos con el Movimiento? —dijo Adrián, tomado totalmente por sorpresa.
—Estoy trabajando con ellos ya hace meses —dijo Lavinia, seria.
— ¡Ah! muchacha —dijo Adrián—, ¡ya sabía yo que te ibas a meter en enredos!
—No son "enredos", Adrián. Vos decías que eran la única gente seria, los únicos consecuentes...
—dijo, ligeramente sarcástica.
—Y lo sigo pensando, aunque vos... No estás hecha para este tipo de cosas; sos muy romántica,
ingenua, no medís el peligro. Seguro que te parece una gran aventura.
—Así fue al principio, quizás. Pero ahora es diferente. No podés negar que la vida enseña...
—No, no lo niego. Y vos sos una mujer sensible, pero... no sé. No te puedo visualizar en esa
dimensión.
—Bueno, no nos preocupemos por mí ahora. Los compañeros me encargaron pedir tu
colaboración. Dicen que tuvieron algún acercamiento con vos en la universidad y que, aunque allí
no se pudo concretar nada, querían saber si aún estabas dispuesto a darla.
Adrián recostó la cabeza en el respaldo de la silla y se quedó en silencio. Lavinia sacó un
cigarrillo, lo encendió y expelió una densa bocanada de humo, sin mirarlo, dándole tiempo a la
reflexión.
—¿Así que te dijeron lo de la universidad? —dijo, por fin, inclinándose a tomar un sorbo de
café, mirándola.
—Sí.
—Esos fueron coqueteos, nada más, aproximaciones —dijo, recostándose en la silla—, en esa
época todos colaborábamos imprimiendo papeletas clandestinas, repartiéndolas... después, uno salía
de la universidad y había que empezar a pensar con el estómago... ganar dinero, establecerse bien,
casarse... Uno deja los sueños por detrás. Se vuelve más realista... —la miró fijamente.
—Pero hay que creer en los sueños, Adrián —dijo suavemente— No podemos dejarnos vencer
por el espanto de la realidad. ¿Vos querés que tu hijo crezca y viva en este ambiente? ¿No querés
un cambio para él? ¿Querés que, como nosotros, tenga también que reclamarles a sus padres el no
haber hecho nada para cambiar este estado de cosas?
—Lo que no quiero, Lavinia, es que mi hijo sea huérfano. Quiero estar al lado de Sara para
criarlo y darle todo lo que necesite...
—Todos quisiéramos eso, Adrián. ¿Vos crees que yo no quisiera tener un hijo también?
—Pero no lo tenés.
—Pero me gustaría tenerlo algún día, en otras circunstancias.
—Te felicito por tu planificación. Mi realidad es que Sara está embarazada.
—Pero eso no puede ser un impedimento, Adrián. Al contrario, con mucha razón deberías
ayudar...
Adrián se levantó. Caminó hacia la mesa de dibujo y, nerviosamente, empezó a reacomodar
lápices, borradores y reglas.
—¿Y qué es lo que quieren que haga? —dijo.
—No es ninguna gran cosa —dijo Lavinia— sólo necesitan que les prestes tu carro varias
noches de la semana en este próximo mes.
—¿Vos sabes lo que eso significa? —dijo Adrián, nervioso, aproximándose— que si agarran a
alguien con mi carro, es el fin. Inmediatamente voy yo preso.
—Me pidieron decirte que sólo personas "legales", nadie "quemado" conducirá tu carro...
También querrán saber si podían esconder algunas armas en tu casa...
—Eso sí que no —dijo Adrián—. Yo puedo asumir cualquier cosa que me involucra a mí, pero
guardar armas aquí significa involucrar a Sara y de eso ni hablar. No quiero ni pensar lo que podría
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suceder... ¿Te fijas? —añadió exaltado— ese es el problema con ustedes. Después que uno empieza
a colaborar, antes de que uno pueda arrepentirse, ya lo comprometen en asuntos más delicados y
peligrosos.
—Bueno, bueno, cálmate —dijo Lavinia, agradeciéndole el "ustedes"—. Como están "limpios",
pensamos que la casa podría ser un buen escondite... Yo lo pensé, para serte franca.
—Ese es tu problema. No pensás lo suficiente. No te das cuenta contra quién se están
enfrentando. ¡Nunca has sentido la represión ni cerca de vos! ¡Crees que esto es como una película!
Yo sí vi en la universidad cómo se llevaban a compañeros, por mucho menos que eso, y nunca los
volvíamos a ver. ¡Desaparecían! ¡Como si nunca hubieran existido!
—No te alteres, Adrián —dijo Lavinia, procurando no irritarse, no entrar en una discusión
personal, procurando que sus palabras no le afectaran, no la hirieran—, olvídate de lo de las armas.
Decime nada más si podes prestar el carro.
—¿Cómo es eso de que sólo legales lo van a manejar?
—"Eso" es que tu carro no se va a ocupar para cosas peligrosas. Lo van a ocupar para trasladar
gente. El riesgo es mínimo. Sólo tenemos que sacarle copia a tu llave. Yo la voy a entregar a una
persona. Tres veces a la semana, vos lo vas a dejar parqueado en determinado lugar y allí alguien lo
va a recoger, y te lo va a dejar aquí en tu casa más tarde.
—¿Y cómo se lo explico a Sara?
—Si querés se lo explico yo —dijo Lavinia, aliviada. Por el rumbo de la conversación, había
pensado que Adrián se negaría.
—No. No le vamos a decir nada. Prefiero que no sepa nada. Es más seguro para ella.
—Personalmente, pienso que sería mejor decirle, pero vos tenés que decidir.
—No le voy a decir. Definitivamente no le voy a decir nada. No es conveniente, con el
embarazo, ponerla nerviosa. Ya veré qué excusa invento sobre el carro.
Esta vez fue el turno de Lavinia de recostarse en el sofá. Encendió en silencio otro cigarrillo.
Miró su reloj. Eran las nueve de la noche.
—Me voy —dijo Lavinia— se nos hizo un poco tarde. Sara debe estar preocupada, si es que no
se ha dormido... Te agradezco en nombre del Movimiento.
—No seas tan formal...
—No es formalidad. En estos días no te imaginas lo difícil que es conseguir carros,
colaboradores...
Se levantó extremadamente cansada, agotada del esfuerzo, de contemplar la lucha interna de
Adrián; sentirlo débil y comprenderlo al mismo tiempo.
—Te veo y todavía me parece increíble pensar que andas metida en esas cosas —dijo Adrián,
acompañándola a la puerta, poniéndole la mano sobre el hombro—. Por favor, cuídate. Es muy
peligroso.
—Lo sé —dijo Lavinia—, no te preocupes, que lo sé.
—El Gran General está frenético con lo que está pasando en la montaña —dijo— y esa lucha
por acaparar negocios en la ciudad, le está costando la animadversión de la empresa privada. No
creo que pueda medir el costo de sus impulsos apropiadamente. Pero alguna intuición ha de tener.
¿Has notado el incremento en la vigilancia?
—Sí, sí. Claro que lo he notado, pero yo tengo una buena cobertura. El general Vela, al menos,
no sospecha de mí.
—No estés tan segura. De todas formas, si sospechara no te darías cuenta. Es experto en
contrainsurgencia.
Se despidió de Adrián. La noche estaba oscura, sin luna. Las estrellas visibles no alcanzaban a
iluminar las sombras. Las luces de neón se habían apagado. La calle en tinieblas guardaba un aire
pesado. Los coches semejaban extraños y abandonados animales antidiluvianos. Sintió miedo.
Hacia mucho no experimentaba el filoso terror de los primeros tiempos, pero la conversación con
Adrián pareció revivir los antiguos temores. En los meses recientes, al escuchar los reportes de la
represión campesina por parte de Sebastián y Felipe, el sentimiento predominante era la rabia, el
coraje que la impulsaba en sus tareas cotidianas. Bajo la perspectiva de los asedios que vivían los
compañeros en la montaña, los riesgos corridos en la ciudad lucían pequeños e irrelevantes.
Además, por esos días la actividad política en la capital era reducida. El Movimiento parecía
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La Mujer Habitada
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haberse agazapado. Poco a poco, Lavinia acumulaba certezas de que un golpe grande se preparaba.
Sólo esto podía explicar la actividad secreta y desenfrenada de que era testigo: una actividad
imperceptible para quienes transcurrían sus vidas ajenos al mundo subterráneo de la clandestinidad.
Si bien Sebastián evadía sus preguntas al respecto, últimamente la interrogaba constantemente,
pidiéndole su opinión sobre la posible reacción del ejército y el poder, ante una acción "audaz" que
pudiese realizar el Movimiento. Por retazos de comentarios e insinuaciones, ella sospechaba un
secuestro, pero Felipe negaba esa posibilidad una y otra vez. "En un secuestro, la acción acaba
centrándose sobre individuos —decía— y nosotros querernos generalizar la lucha."
La "acción audaz", cualquiera que fuese, desataría, sin duda, una asfixiante ola de represión. La
misma inactividad, el silencio del Movimiento en los últimos meses, debía tener preocupado al
ejército, aun cuando pudiera pensarse que el peso de su accionar se estaba concentrando en las
montañas donde los combates se incrementaban. "Los compañeros están haciendo un esfuerzo
heroico" —decía Sebastián—. "Están manteniendo ocupado al ejército, casi sin armas, sin
municiones, a costa de un gran sacrificio."
Pero era cierta la afirmación de Adrián: la vigilancia había aumentado. Varias veces al día y
durante la noche, jeeps verde olivo con soldados de casco y ametralladoras, patrullaban la ciudad.
Eran los famosos FLAT. La población, por su parte, diríase que aguardaba almacenando energías
para lanzarse de nuevo, desafiante, a las calles, a quemar llantas y volcar buses.
La tensión del ambiente adquirió un poder casi físico, mientras conducía el automóvil por las
calles silentes y oscuras, ensimismada en sus reflexiones.
Usualmente, atareada en los quehaceres cotidianos, no se percataba del aire pesado a su
alrededor. No sentía miedo. No sentía "eso" que ahora le daba frío en la espalda, mientras sumaba
los retazos de información guardados en su conciencia, unía las piezas del rompecabezas, sacaba
conclusiones.
El peligro acechaba, a pesar de los mecanismos de defensa que le impedían intuir la difusa
claridad de lo que se avecinaba y le permitían ir por los días como una libélula afanosa, sin cabida
para el temor.
El miedo no había logrado paralizarla aunque quizás, pensó, aún gozaba de la noción
inconsciente, brotada desde la infancia, de que los seres como ella gozaban de una protección
especial en el mundo; no les correspondía la cárcel, ni la muerte. Privilegios, otra vez, se dijo.
Como dijera alguna vez Flor, no le vendría mal un cierto grado de paranoia. "Un cierto grado de
paranoia era saludable."
Exhaló el aire de los pulmones, tratando de relajarse. Estaba contenta con el resultado de su
reunión con Adrián. Al despedirse, él la había abrazado con cariño y preocupación. No era mala
persona. Quizás ahora podrían ser amigos realmente.
Encontró a Felipe en su habitación. Tenía una maleta puesta sobre la cama. Empacaba ropa y
libros.
—¿Dónde vas? —dijo, poniendo el bolso sobre la silla, sintiendo el sobresalto de la
premonición.
—No te asustes —dijo Felipe, observándola palidecer—, no me voy a ninguna parte.
—Pero... ¿y esa maleta? ¿Qué significa?
—Bueno, en cierta forma, me voy parcialmente.
—No sigas con acertijos —dijo Lavinia, nerviosa, buscando un cigarrillo.
—Estás fumando mucho últimamente —dijo Felipe—. No es bueno para tu salud.
—Deja que yo me preocupe por mi salud, ¿vale? Explícame qué es eso de que te vas
"parcialmente" —dijo, aproximándose a mirar el interior de la maleta.
—Significa que, para tu seguridad y la mía, consideramos inconveniente que yo, prácticamente,
viva en tu casa. Es mejor, por las apariencias, que nos distanciemos un poco. Lo deberíamos haber
hecho desde hace un buen rato. Si bien yo no estoy tan "quemado", tampoco estoy tan "limpio". Y
últimamente, la vigilancia ha aumentado. Nos hemos confiado en tu cobertura. A la gente como vos
no la chequean demasiado usualmente, pero a estas alturas no podemos correr ningún riesgo. La
verdad es que nos hemos estado moviendo un poco temerariamente. No es correcto. Debemos
incrementar las medidas de seguridad. Se puede estropear todo.
—¿Y por qué ahora, qué es lo que se va a "estropear"?
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La Mujer Habitada
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—Lavinia, por favor. No te has dado cuenta que estamos trabajando en algo...
—Sí, claro que me he dado cuenta, pero... ¿qué es, Felipe? Decime qué es. Creo tener derecho a
saberlo.
—No es un asunto de derecho. Es un asunto de seguridad. Era inevitable que te dieras cuenta
que "algo" va a suceder. Pero mientras menos sepas, mejor. Mejor para vos y mejor para todos.
Ninguno de nosotros debe saber más de lo estrictamente concerniente al trabajo que cada cual
realiza.
—Tiene que ver con Vela, ¿verdad? ¿Van a secuestrar a Vela? —-dijo Lavinia tercamente
empecinada.
—No —dijo Felipe—, no tiene que ver con Vela, te lo juro. Vela fue un proyecto inicial, pero ya
lo descartamos.
—Y, entonces, ¿por qué Sebastián sigue insistiendo que la casa debe estar lista en diciembre?
—Para desinformarte —dijo Felipe—. Y esto no te lo debería decir. Lo hago porque te quiero,
por la relación que hay entre los dos, pero no deberías hacerlo. Ni se te ocurra comentarlo con
Sebastián. Vos tenés que seguir trabajando y siguiendo sus orientaciones. Esto es entre vos y yo,
para que estés tranquila. Te repito que no debería haberte dicho nada, pero no quiero que te sigas
preocupando inútilmente...
Lavinia se sentó en el sillón y apagó el cigarrillo con la suela del zapato.
—Y entonces, ya no te voy a ver —dijo, casi resignada, vencida por la confidencia de Felipe.
—Sí, sí me vas a ver. Me vas a ver en la oficina y, de vez en cuando, podré venir por aquí.
También nos podremos ver en otra parte, tomando las medidas de seguridad adecuadas. Pero no
puedo andar haciendo lo que ando haciendo y volver siempre a esta casa. Si me detectan y me
siguen hasta aquí, sería fatal.
—¿Pero no crees que ya saben de tu vinculación conmigo?
—Es posible que sí, pero hasta ahora, no podían detectar mucho a través mío. En el futuro, eso
va a cambiar. Ya está cambiando. Por eso no podemos seguir como si nada sucediera.
—¿Y te vas a ir ya? —dijo Lavinia, desmayadamente, sintiéndose cada vez más cansada, con
ganas de dormir y no despertarse.
—Sí. En media hora van a pasar recogiéndome.
—¿Estás seguro que no me engañas, Felipe, no es que te vas clandestino, como Flor?
—No, Lavinia. Créeme lo que te dije. Si me fuera clandestino, te lo diría.
Se acercó al sofá, la tomó de la mano hasta que estuvieron ambos de pie y pudo abrazarla.
Lavinia cerró los ojos y se dejó abrazar desmadejada. Aspiró el olor del pecho, de la camisa de
Felipe y empezó a llorar calladamente.
—Tengo miedo —dijo.
—No te pongas así —murmuró Felipe apretándola contra sí—. Todo va a salir bien. Vas a ver.
—No me quiero quedar sola.
—No te vas a quedar sola, Lavinia. Nos vamos a estar viendo.
—Ya no va a ser igual...
—Por un tiempo —dijo Felipe, pasándole la mano por el pelo, consolándola...
—Tengo miedo —repitió, apretándose contra Felipe, escuchando el palpitar de su corazón,
invadida de pronto por un deseo irracional de retenerlo, temiendo que aquel corazón se detuviera,
tocando la piel de Felipe, los músculos del brazo, esa carne que una bala podía dejar inerte, sorda y
muda a sus caricias. Cerró los ojos fuertemente para tratar de sentir la visión de Felipe otra vez en
su casa, un día no muy lejano: tratar de verse con él, leyendo uno al lado del otro en la noche
plácida. Nada. La visión no aparecía. Desde niña imaginaba que tenía el poder para "verse" en el
futuro. Cuando le sucedía algo incierto, solía cerrar los ojos y concentrarse para comprobar si
lograba "verse" más allá del presente. "Verse", por ejemplo, en el avión aterrizando (tenía miedo de
volar). Si lograba tener la visión, se tranquilizaba. Era su manera de saber que todo iba a salir bien,
que llegaría sin percances. Siempre le funcionaba. Se había "visto" numerosas veces. Ahora no veía
nada.
—No te veo —dijo, arreciando el llanto, tratando de controlar los sollozos que parecían surgirle
más allá del tórax, más allá de ella misma, venir de una angustia más ancha que el reducido espacio
de su pecho.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
—Cómo no me vas a ver —dijo Felipe suavemente—, aquí estoy.
—No me entendés —dijo Lavinia—. No te veo en el futuro, no nos veo juntos...
—Nadie puede ver el futuro —dijo Felipe, apartándola un poco, mirándola con una sonrisa de
ternura.
Lavinia se tapó los ojos y lloró más fuerte.
—Vamos, vamos —dijo Felipe—. No te pongas trágica. Hay que ser fuerte y optimista. No
podemos dejarnos llevar por la tristeza y el pesimismo. Tenemos que confiar en que todo saldrá
bien. No es bueno darle rienda suelta al miedo. Hay que tener confianza.
Sí. Había que tener confianza. No podía dejar ir a Felipe bajo el diluvio de su desesperación.
Tenía que ser fuerte. Respiró hondo. No podía darle crédito a recursos infantiles y mágicos.
Recursos imaginarios. Quebrarse ante premoniciones funestas. Era su miedo. No era nada más que
eso.
—Tenés razón —dijo—, tenés razón. Ya me voy a calmar.
Respiró hondo una y otra vez. Todo saldría bien. Felipe no se iba clandestino. Mañana lo vería
en la oficina. Se fue calmando lentamente.
Entró al baño a sacar papel higiénico para soplarse las narices, secarse las lágrimas. Felipe salió
a traerle un vaso de agua.
—Cómo te fue con Adrián —preguntó, cuando ella, sentada en la cama, con el vaso de agua en
la mano, ya no lloraba.
—Creo que bien —dijo—, me costó convencerlo, pero al fin aceptó prestar el carro. Le pregunté
si podíamos guardar armas en su casa, pero dijo que eso sí que era imposible.
—Me imagino —dijo Felipe—, pero, algo es algo.
—Dijo que no podía porque Sara está embarazada y era ponerla en peligro.
—Es normal —dijo Felipe—, no lo culpo.
Se marchó al poco rato. El silencio de la casa la rodeó denso y pegajoso.
No apagó las luces. Las dejó encendidas como si así impidiera los pensamientos sombríos
asaltándole las lágrimas tercas no bien Felipe desapareció por la puerta.
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La Mujer Habitada
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Capít ulo 22
EL TIEMPO, ESE DIOS JUGUETÓN, "eso" que nuestros astrólogos hurgaban días y
noches enteros en los altos montes, observando con cuidado el movimiento de los astros, la
cúpula estrellada que nos rodeaba desde entonces, insondable e infinita, hace sus espirales. El
destino teje sus redes. Ella está en el vértice del verdor de la vida. Tiene cuidado de las cosas de
la tierra.
Haz algo: corta leña, labra la tierra, planta árboles, cosecha frutos.
Tendrás que comer, que beber, que vestir.
Con eso estarás de pie.
Serás verdadera.
Con eso se hablará de ti.
Se te alabará.
Con eso te darás a conocer.
En este nuevo mundo, las cosas sencillas dan paso a complejas relaciones.
Ella no ha dado batallas de lanzas. Ha batallado con su propio corazón hasta extenuarse;
hasta ver su paisaje interior sacudido por cientos de volcanes; hasta ver nuevos ríos surgir,
lagos, ciudades tenuemente dibujadas. Yo, habitante callada de su cuerpo, la veo dirigir
construcciones, sólidos cimientos de su propia sustancia. Ahora está de pie e irremisiblemente
avanza allí donde la sangre encontrará su quietud.
—Te tengo una sorpresa —decía Sebastián, por teléfono, al día siguiente.
Lavinia estaba en la oficina a media mañana. El sol rompía el cielo iluminando las montañas
lejanas en el ventanal. Se sentía mejor.
La noche anterior, las lágrimas habían sido vencidas por un cansancio espeso que la sumió en el
sueño profundamente. Había dormido inconsciente hasta tarde. Llegó a la oficina casi a las diez de
la mañana.
—¿Buena o mala? —preguntó.
—Buena, buena, por supuesto —dijo Sebastián— pero no quiero dártela por teléfono. Te espero
donde mí tía (la tía era una dirección determinada; otras direcciones eran "los primos", la "madera",
sencillas claves telefónicas). Recógeme a las cinco de la tarde (las cinco eran las seis).
—Está bien. Nos vemos.
No podía imaginar qué sorpresa "buena" podía tener Sebastián para ella. ¿Sería algo relacionado
con Felipe?, se preguntó. No lo creía. La decisión del traslado de Felipe era acertada. Si él tenía que
realizar misiones delicadas, era mejor que se distanciaran.
Recordó la noche anterior y su reacción desesperada. Todavía la memoria de su miedo le dolía
en el estómago. Seguramente había sido producto de la conversación con Adrián, sus reflexiones
posteriores en el carro, el cansancio. Le avergonzaba haberse comportado de forma tan
melodramática. Pero estaba triste. Sería difícil acostumbrarse a la ausencia de Felipe. Lo había
visto al llegar a la oficina. Tierno y amable, le preguntó si había dormido. Estaba preocupado por
ella. Lo tranquilizó, fingiendo la comprensión y entereza que hubiera deseado tener, disculpándose
por su primera reacción, explicándola por el cansancio, la tensión con Adrián, la sorpresa de
encontrarlo empacando maletas.
Como de costumbre, Lavinia llegó demasiado temprano a la cita. La "tía" era una esquina poco
frecuentada en la avenida que corría paralela al muro del cementerio central. Había un árbol grande
de almendro sobre el cual solía apoyarse Sebastián mientras la esperaba, mordisqueando las
almendras maduras que recogía del suelo.
Pasó la primera vez tres minutos antes de la hora indicada. La locutora de Radio Minuto, con la
monotonía usual, anunciaba: "son las diecisiete horas y cincuenta y siete minutos". Una mujer
caminaba por la acera, cuando dio vuelta a la esquina para hacer el rodeo que la regresaría al
almendro a las "dieciocho horas en punto".
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Pensó, mientras se alejaba, que algo había registrado su mente al pasar.
Trató de proyectar una imagen visual del lugar, buscando aquel registro casi imperceptible.
No fue sino hasta que venía ya sobre la avenida, a la hora precisa: cuando divisó a la mujer
recostada en el árbol, mordisqueando almendros como hacía Sebastián, que se dio cuenta de haber
percibido un aire extrañamente familiar en la figura que minutos antes, al doblar la esquina, había
visto andando por la calle, caminando hacia el lugar donde ahora la esperaba.
Era Flor.
Lavinia la vio sonreír, entrar al automóvil. Sintió su mano extendida con la pequeña almendra
madura y rosada.
— Te traje un regalito — dijo Flor, mientras ella, aún incrédula, lagrimeando de pronto, tomaba
la pequeña fruta de sus manos, sintiendo aquellas ganas desbocadas de llorar.
Se abrazaron y Lavinia gimió un sollozo entrecortado. Flor la apartó suavemente.
— No llores, muchachita. No podemos detenernos aquí — dijo Flor — , vamos, arranca el carro.
Necesito que me lleves al camino de los espadillos. Dale un mordisco a la almendra. Vas a ver que
lo ácido te reanima...
Obediente, Lavinia, se metió la almendra entre los dientes, mientras maniobraba para reiniciar la
marcha. El gesto sencillo, la fruta callejera, amorosamente entregada, la presencia inesperada de
Flor, habían detonado la carga de fortaleza de los últimos días. No podía evitar que las lágrimas
gruesas siguieran fluyendo. Se secó las mejillas con el anverso de la mano, chupó la almendra y
respiró hondo porque ya el tráfico, los semáforos, los vehículos atrás y adelante, demandaban su
atención, cerrando otra vez el mecanismo de compuertas a punto de rebasarse.
— Perdóname — dijo — . Pero es que estos días han sido muy agitados. He andado tensa y
verte no sé qué me produjo...
— No te preocupes — dijo Flor — . En días como éstos, cuando uno anda con tantas cosas
retenidas, el más pequeño gesto puede desatar el diluvio... ¡Qué alegría más grande verte! —
añadió, palmeteándole cariñosamente la mano.
— ¡Nunca me imaginé que ésta fuera la sorpresa! — dijo Lavinia, exhalando el aire de los
pulmones— desbordó mis especulaciones. Increíble Sebastián... es un mago haciendo trucos.
—¿Y no tuviste problema en reconocerme, verdad? ¿Ahora que soy pelo corto, castaño?
—No. Te reconocí inmediatamente. Ya te había visto, ¿sabes? Hace como tres meses, te vi en la
Avenida Central. Ibas en un carro con un señor. Fue desconcertante tenerte tan cerca y no poder
alertarte, sonar el claxon, gritar, nada...
—Yo no te vi. Cuando voy en carro, trato de no ver hacia afuera.
—¿Y cómo te ha ido? —dijo Lavinia.
—Bien. Muy bien. Mucho trabajo. Compañeros extraordinarios: andar de aquí para allá... Y vos,
¿qué tal?
—Yo también con mucho trabajo. La casa del general Vela ya está casi terminada...
—¿Y cómo te fue en aquella primera entrevista?
—Excelente. Logré "conquistar" al general Vela, esmerándome en el diseño de su estudio
privado; un cuarto donde, además, estará su colección de armas en exhibición. Copié el mecanismo
de una pared giratoria de la casa de un millonario californiano. ¡Quedó encantado!
—¿Y qué es eso de una pared giratoria?
—La pared, aparentemente estática, estará compuesta de paneles de madera con pivotes. Eso
permitirá que él pueda decidir si tener las armas en exhibición o no. Es como las paredes "secretas"
que se ven en las películas. Fue mi carta para ganarme a Vela. Sólo Julián, yo y ahora vos, lo
sabemos...
—¿O sea que si no se ven armas sobre la pared, significa que estarán colocadas al otro lado?
—Sí. Exactamente.
—¿Y cómo se activa el mecanismo?
—Es muy fácil. Simplemente se levanta un cierre en el extremo de la pared, que estará oculto
por un apagador.
—Ingenioso —dijo Flor—. Ya veo porqué te fue tan bien en la entrevista...
Se quedaron calladas. La distancia esgrimía su presencia entre las dos. La noche comenzaba a
espesarse borrando las formas de los árboles a los lados de la carretera. Lavinia manejaba despacio,
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tratando de prolongar la compañía de Flor. El camino lucía tranquilo y rutinario. Ningún vehículo
sospechoso por el espejo retrovisor.
—Veo que te has vuelto más precavida —dijo Flor, sonriendo, notando las constantes miradas
de Lavinia.
—En estos últimos días, sobre todo. Hay tensión en el ambiente. Lo cierto es que la vigilancia ha
aumentado.
—Se han incrementado las acciones en la montaña y la guardia quiere dar impresión de fuerza.
Su teoría, sin embargo, es que ya estamos destruidos; una vez terminen con los "focos de
resistencia", como los llaman ellos, en el norte, piensan que nos habrán aniquilado totalmente. Ni se
imaginan que tengamos capacidad para montar algo en la ciudad. Nos subestiman.
—El general Vela no se cansa de repetir que "la subversión en el país, es mínima". Lo dijo hace
poco en una conferencia de prensa.
—Está por verse. Haces bien en incrementar la cautela —dijo Flor, asintiendo con la cabeza.
—Felipe se movió de mi casa —dijo Lavinia—. Parece que es arriesgado que lo detecten en
alguna actividad sospechosa y le sigan la pista hasta mi casa.
—Así es.
—Yo lo había pensado. Pero como no quería que sucediera, no lo planteé antes. Siempre me
parece que todos saben qué hacer; yo sólo tengo que esperar que me lo digan.
—Estás padeciendo la excesiva "ceremonia" de los comienzos. A muchos nos sucede, sobre
todo cuando ingresamos al Movimiento sintiendo que no somos nadie. Y la verdad es que toma su
tiempo ganarse la confianza, la autoridad para decir y opinar. Sobre lo de Felipe, nosotros no lo
pensamos necesario sino hasta ahora. La verdad es que, en este país, cuando perteneces a
determinada clase, sos prácticamente una persona fuera de toda sospecha. Ni a los líderes de la
oposición tradicional controlan mucho. Tienen una visión muy clasista de la represión y la
conspiración... acertada, hasta cierto punto. Seguramente, en el futuro, eso cambiará, pero aún no
sucede. Por eso no nos preocupamos tanto.
"¡No sólo desventajas tiene tu origen! Por otra parte, Felipe no está tan "quemado". Tuvo alguna
visibilidad cuando dio clases en la universidad, pero eso no lo toman muy en cuenta. Consideran
que todos los jóvenes universitarios son "escandalosos, encendidos". Lo cierto es que su sistema de
seguridad parte de premisas que fueron válidas por mucho tiempo, pero que están cambiando a un
ritmo más rápido que sus propias posibilidades de adaptación. Sin embargo, no conviene
subestimarlos. No nos podemos arriesgar... ahora menos que nunca.
Entraban al camino de tierra que se separaba de la carretera principal. Pronto tendría que dejar a
Flor.
—Pero —dijo Lavinia— casi sólo de mí hemos hablado. ¿Qué pasó con las dudas que tenías?
—Fue más o menos como yo esperaba —dijo Flor—. He tenido que actuar con fortaleza, un
poco "como hombre", si querés, pero la clandestinidad es un espacio de encuentro e intimidad. A
veces tenés que pasar días encerrada en una casa con otros compañeros y compañeras. Se llega a
conocer uno muy bien, se bajan las defensas personales. La gente habla de sus sueños e
interrogantes... Se trabaja en silencio. La mayoría de las conversaciones tienen que ver con el
futuro... Ha sido una experiencia enriquecedora. Tengo más esperanzas que antes.
—¿Y el miedo, se te quitó?
—Lo administro mejor —dijo Flor, sonriendo plácidamente—. El miedo nunca se quita
totalmente, cuando se ama la vida y hay que arriesgarla, pero uno aprende a dominarlo, a
mantenerlo sosegado, a usarlo cuando es necesario. El problema no es tener miedo, pienso yo, el
problema es a qué tenerle miedo. No darle cabida al miedo irracional.
Habían llegado al camino de los espadillos. Lavinia detuvo el automóvil en el lugar
acostumbrado.
—Seguí un poco más adelante —dijo Flor.
Continuaron en silencio por unos metros más, hasta llegar a una vereda que conducía a una
casona señorial que se vislumbraba al fondo, difusa en la oscuridad.
—Ahora sí —dijo Flor—. Aquí me quedo. Te traje hasta este lugar —añadió— porque debes
conocerlo. Si en los próximos días, surgiera algún problema serio. Muy serio. Por ejemplo, si te
persiguen o intentan capturarte y podes evadirte... debes hacer lo posible, sin que te detecten, de
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venir hasta aquí. Despistarlos. Por otro lado, si te llegaran a capturar, la ubicación de este lugar
tenés que guardarla con tu vida, si es necesario. No revelarla bajo ninguna presión, bajo ninguna
tortura. En ningún momento.
Asintió con la cabeza, asumiendo también la actitud grave de Flor. Miró la casa, los alrededores
que le eran familiares, a pesar de ser la primera vez que tenía acceso al "aquil", donde dejaba a
Sebastián y, últimamente, a otros misteriosos pasajeros. Empezaba a intuir la dimensión de lo que
estaba por suceder. Estas conjeturas amenazaron con dejarla rígida frente al volante, congelada por
el miedo. Pero Flor estaba a su lado.
—Probablemente nos veremos de nuevo —dijo Flor—. Así que no vamos a despedirnos.
Recordá las medidas de seguridad, "al pie de la letra" —añadió, bajando del automóvil.
La vio quedarse de pie, observándola mientras giraba el vehículo para regresar a la ciudad.
Vio su mano extendida en señal de adiós, la blanca palma de su mano como una luciérnaga en
la noche.
Flor es "Xotchitl" en nuestra lengua. Xotchitl me recuerda a mi amiga Mimixcoa. Era una
artista en el telar. Tejía horas y horas, silenciosa, bellos centzontilmatli, mantas multicolores que
su madre vendía en los tiangues. En el día de mi signo de agua, atl, me regaló una falda y
plumas para los cabellos, con los que me engalané y celebré.
Asistimos al calmeac juntas. Ella estaba destinada, por su carácter grave y dulce, a servir a
los dioses cuando alcanzara la edad adulta. Nos parecíamos poco. Ella siempre parecía saber su
lugar en el mundo. En cambio yo me resistía a las largas horas de manejar el huso o de amasar
el maíz en el metlatl. La ichpochtlatoque, nuestra maestra, constantemente me reprendía y, sin
embargo, a Mimixcoa —estrella del norte— la amaba tiernamente. Por estas diferencias, diríase
que habría de existir entre las dos, distancia. Pero no existía tal cosa. Ella me escuchaba
dulcemente cuando le relataba mis correrías con Citlalcoatl, aprendiendo a usar el arco y la
flecha. Hasta me pidió que le enseñara a usarlo, pero la primera vez se fue de bruces y nunca
más lo intentó. Su mirada era profunda como el cenote sagrado donde fue ofrecida en sacrificio
a Quiote-Tláloc, dios de las lluvias. Mucho hablamos aquellos días antes de la ceremonia.
Rompió su silencio habitual para contarme sus sueños mágicos de astros danzantes y su visión
del regreso de Quetzalcoatl, el dios que más amaba y con el que soñaba unirse, una vez que
mirara los ojos de jade de Tláloc, debajo de las aguas.
Yo estaba triste y ella comprendía cuan penosa era la separación, ya que habíamos sido como
hermanas. Pero me animaba a danzar mi vida. Me cantaba versos que decían: "Todo luna/ todo
año/ todo día/ todo viento/ camina y pasa también/. También toda sangre llega al lugar de su
quietud".
Sabía que iba a morir. No verme más, no ver las flores en los campos, el maíz dorado, el tinte
púrpura de los atardeceres, la entristecía. Pero, por otro lado, estaba contenta porque viviría con
los dioses, acompañaría a las diosas-madres, las Cihuateteo, en su viaje hacia el lugar donde se
pone el sol. Me daba consejos sabios. Decía que siempre me acompañaría. Cada puesta de sol, sé
que ella me ve. Me veía antes. Me ve ahora. Vela por mí.
El día del sacrificio, caminé con mi madre entre los guerreros encargados del orden, hasta el
cenote sagrado. A Mimixcoa la llevaron, junto con otros niños y doncellas bellamente
engalanadas, a los baños de vapor para purificarlos. Mi madre y yo echamos pom y jades a las
aguas sagradas.
Los sacerdotes recibieron a Mimixcoa en el nacom, la plataforma de los sacrificios. La
despojaron de su capa de plumas y sólo vestida con un sencillo lienzo blanco, la arrojaron al
agua. Antes de perderse en la fuente que siempre mana, me miró dulce y largamente. Luego
desapareció. Me quedé largo rato, silenciosa, con mi madre, rogando porque los dioses la
salvaran y la enviaran de mensajera. Pero Mimixcoa no regresó a la superficie y fue entonces
que yo lloré y grité, por más que mi madre trató de calmarme. No quería que se ahogara. No me
podía resignar a entregársela a Tláloc, quien en ese momento, la estaría contemplando con sus
ojos de jade.
Poco sabía yo que, años después, Tláloc me recibiría en su seno, me enviaría a poblar
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
jardines, a este árbol donde ahora habito, desde el que añoro a mi amiga Mimixcoa.
Capít ulo 23
SE PARÓ FRENTE A LA CONSTRUCCIÓN. La casa del general Vela estaba terminada. Una
multitud de hombres se movía alrededor de la nueva edificación, desalojando el terreno circundante
de los vestigios del trabajo. El camión de la compañía constructora trasladaba sobrantes de la
madera, cemento, grandes tarros de pintura.
Otro grupo de obreros desmantelaba el cobertizo que había servido de oficina a los supervisores
y maestros de obra. Allí, Lavinia había pasado numerosas horas los últimos meses, con el ingeniero
Rizo y don Romano, con Julián y Fito.
Era el 15 de diciembre de 1973. El calendario de trabajo había sido cumplido con exactitud
suiza.
La casa, ya construida, ocupaba un área de seiscientos cincuenta metros cuadrados de
construcción, distribuidos en cuatro niveles, al estilo de terrazas babilónicas, con grandes
ventanales en los tres niveles superiores.
Las áreas sociales más relevantes —las variadas salas solicitadas por la señora Vela—, el
comedor y el cuarto de música del general, contaban con vista panorámica. Sólo el dormitorio
gigantesco de los dueños de casa, el estudio privado, los cuartos de los niños y la cuñada, habían
sido acomodados en el interior de la casa, por miedo a los ladrones y a los atentados.
El área de servicio ocupaba el cuarto nivel. Allí no había ventanales, pero Lavinia logró instalar
amplias ventanas con persianas, que, a pesar de todo, permitían una cierta contemplación y buena
ventilación.
Todas las paredes exteriores se pintaron de blanco, combinándose con trechos de construcción de
ladrillos de barro, correspondientes a jardines interiores.
A pesar del mal gusto de los dueños, la casa era una hermosa obra arquitectónica. Parecía
colgada, acomodada, en el abrupto declive del terreno. Su interior espacioso era claro, con
múltiples espacios de luz y estancias fluidas para el tráfico de sus habitantes.
La decoración ostentosa era lo único que molestaba a Lavinia. Fue imposible lograr que la
señora Vela accediera a confiar la construcción de muebles a carpinteros nacionales. Sólo el
numeroso mobiliario empotrado se construyó localmente; los muebles de sala, de dormitorio, el
comedor, las alfombras, cortinas y accesorios, en fin, todo lo demás, fue traído de Miami. Las dos
hermanas se pasaron los últimos meses viajando constantemente, fascinadas en las tiendas de
departamentos de Florida, enviando por avión cojines de floripondios, candelabros de cristal,
jarrones y portaplantas de bronce, cubrecamas de motas, sillones de rattan, silletas plásticas y
paraguas de la piscina...
Pero desde el exterior, donde se encontraba Lavinia, la casa era un gozo visual, un armónico
nido de aguiluchos en lo alto de la colina. El paisaje, su amado paisaje, se entregaba indiscriminado
a los habitantes sórdidos de aquel palacete a través de los ojos de cristal de las estancias.
"Algún día recuperaremos esto", se dijo. Algún día, con esperanza, aquella casa sería sede de
una escuela de arte o estaría habitada por personas sensibles cuyo corazón armonizaría con la
belleza circundante.
—Parece mentira, ¿verdad? —dijo la voz de la señorita Montes detrás de ella.
—Me asustó —dijo Lavinia, reponiéndose del sobresalto—. No la sentí llegar.
—Estaba usted totalmente absorta —dijo la señorita Azucena—. Mi hermana y yo llegamos
hace un momento. Ella está dentro de la casa. Trajo los jardineros para empezar el arreglo de los
jardines interiores.
"Trajimos muchísimas plantas de Miami... También van a arreglar los jardines de afuera. La
casa debe estar lista, con jardines y todo para el 20 de diciembre. Ese día la inauguraremos. Será la
primera gran fiesta de la temporada navideña...
—¿En cinco días solamente? —preguntó Lavinia sorprendida.
—Inicialmente, pensábamos inaugurarla para Año Nuevo, pero el Gran General no va a estar en
el país. Se va de vacaciones navideñas a Suiza, a St.-Moritz, así que decidimos hacer antes la fiesta.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Por eso compramos la grama y muchísimas plantas en Miami. Allá venden la grama como si fuera
alfombra. Lo único que hay que hacer es extenderla. ¡Ya va a ver qué maravilla!
—Me imagino —dijo Lavinia, pensando la cantidad de dinero que debían haber gastado en el
transporte, el peso; pensando que el general Vela no le había dicho nada sobre el adelanto de la
fecha. Casi no lo veía últimamente. Se pasaba la mayor parte del tiempo en la zona norte.
—Va a venir a la fiesta, verdad. Usted es invitada de honor.
—Claro, claro que sí —dijo Lavinia—. Y el general, ¿cuándo regresa?
—Creo que mañana. Usted sabe, el pobre se ha pasado yendo y viniendo al norte. Menos mal
que mi hermana ha estado viajando también. Siempre se angustia mucho cuando él tiene que salir
en esas misiones... esos subversivos son terribles... y lo odian, sabe. Varias veces han anunciado
que lo van a "ajusticiar", como dicen ellos cuando asesinan a la gente.
—Esperemos que no le pase nada y que pueda asistir a su fiesta —dijo Lavinia—. Él se cuida
mucho, de todas formas. No creo que tengan que preocuparse demasiado.
—Déjeme que le busque la invitación —dijo la señorita Montes—, ya empezamos a repartirlas.
Creo que mi hermana tiene la suya...
Lavinia la siguió al interior de la casa. Encontraron a la señora Vela, en un frenesí de actividad,
dando instrucciones a una cuadrilla de hombres que la seguían de aquí para allá.
—¡Señorita Alarcón! —dijo, cuando la vio llegar—. ¿Cómo está? ¿No le parece mentira que
esté la casa lista? ¡Quedó bellísima! ¡Mucho mejor de como jamás pensé! Y ahora que pongamos
todas las plantas que traje, ¡se va a ver sensacional! Ya le dijo mi hermana lo de la fiesta. Espere.
Aquí en mi bolso tengo su invitación...
Estaba eufórica. Hablaba en un monólogo interminable. La casa, la fiesta, eran, sin duda, la
culminación de sus sueños sociales. Sus amistades las envidiarían, sería el acontecimiento del año,
el pináculo del status del general Vela. Y ella, como su esposa, llevaría el mérito de haber puesto su
mano de mujer en estos salones, en los jardines, en el decorado.
Mientras la señora Vela le extendía su invitación, una tarjeta de cartulina "Halimark" con una
casa en el anverso, surgiendo con rayos de novedad desde el centro de un paquete de regalo y
anotada por dentro con la letra puntuda de la señorita Montes, los hijos del general aparecieron en
el vestíbulo.
La niña de nueve años, gordita, de facciones simpáticas, con un gesto tímido, pero de criatura
acostumbrada al mimo excesivo y a la atención, se acercó despacio, mirándola, y tocó el cinturón
de cuero de Lavinia.
—¿Me lo regalas? —le preguntó, con la expresión dulce que usaría seguramente para encantar y
obtener cuanto quisiera. Lavinia sonrió. A pesar de ser hija de Vela, era simpática gordita. Niña, al
fin. Era una lástima pensar en qué llegaría a convertirse.
—Salude a la señorita —dijo la señora Vela—, no sea tan maleducada.
—Hola —dijo la niña, sonriéndole.
—Y vos, Ricardo, saluda. Ella es la arquitecta que diseñó la casa.
El muchacho, recién entrado en la adolescencia, desgarbado, con aire de pajarraco tímido,
extendió su mano larguirucha. Se parecía un poco a la señorita Montes, pero tenía los ojos tristes y
aire de quien necesita protección, en un entorno demasiado violento para sus sueños de volar.
Mientras diseñaba su cuarto, más de una vez, Lavinia se preguntó si tendría, como ella, sueños en
los que volaba.
—¿Así que vos sos el que sueña con volar? —le preguntó. El muchacho asintió con la cabeza.
—¿Y alguna vez has tenido sueños donde te ves volando de verdad?
—Sí —dijo el muchacho, mirándola con los ojos brillantes.
—Vive soñando —dijo la señora Vela—, ese es su problema... La expresión del adolescente
recuperó su aire opaco y lánguido, momentáneamente iluminado por las preguntas de Lavinia.
—No es malo soñar —dijo ella, mirando al muchacho, solidarizándose con él, compadeciéndolo.
Quizás, en otro ambiente, podría seguir soñando, pensó.
—Bueno —dijo Lavinia, mirando aquel cuadro familiar con sentimientos confusos—, creo que
debo irme. Cualquier cosa que necesiten, me pueden llamar a la oficina. Mañana, a las once de la
mañana, vendremos Julián y yo para hacer la entrega formal de la casa, con los ingenieros.
—Muy bien —dijo la señora Vela—, espero que mi marido pueda estar. Supuestamente regresa
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
mañana a primera hora.
—Si no, podemos hacerlo más tarde —dijo Lavinia—, usted nos avisa.
—Perfecto —dijo la señora Vela, acompañándola a la puerta.
—Espere un momento —dijo Lavinia antes de salir—. Quisiera revisar los últimos toques del
estudio privado. No se atrase por mí.
—Por supuesto —dijo la señora Vela—. Yo voy a continuar con mis jardineros, si no le importa.
Al entrar en la armería, sintió un ligero y extraño sentimiento de desasosiego. Durante la
construcción de la casa, trató de olvidar aquella habitación que tanto gozo causaba a Vela. Era
mediano tamaño, con alfombras naranjas y una sola ventana con cortinas marrón que daba hacia
uno de los patios interiores.
Los muebles, dos sofás de cuero con una mesa de madera entre ellos, se hallaban recostados
contra la pared cercana a la puerta. Vio, en el suelo, varias cajas de madera cerradas. Seguramente
contendrían las armas destinadas a exhibirse.
A primera vista, el cuarto parecía terminar en la pared de madera opuesta a los sillones: la pared
formada por los tres paneles de caoba, con bellos jaspes. Se acercó al extremo de la pared, donde
estaba el mecanismo, casi invisible, que liberaba los paneles, los soltó y empujó suavemente una de
las hojas. El panel de madera se desplazó sobre su eje, revelando el reducido espacio interno, la
"cámara secreta", con anaqueles y una caja fuerte empotrada en el centro. En el lado, antes oculto,
del panel que acababa de hacer girar, se podían apreciar los soportes adosados a la madera, donde
se colocarían las armas. Enderezó el panel y luego hizo girar los otros dos, tocando otra vez el
mecanismo para fijarlos en su lugar. Funcionaba perfectamente. Ahora, desde la sala privada del
general, podía verse la pared de madera que antes lucía lisa, transformada en esta otra que mostraba
los soportes para la colección de fusiles y pistolas. Soltó de nuevo el mecanismo que permitía el
movimiento giratorio y volvió a hacer surgir, del lado de la sala, los paneles perfectamente lisos.
Antes de cerrar el último, permaneció un momento en el pequeño cuarto "secreto". Sintió frío. El
lugar mantenía la temperatura del aire acondicionado central como si se tratase de un refrigerador.
Pero no importaba. De todas formas, nadie la ocuparía por largos períodos de tiempo.
—¿Usted sueña?
El muchacho estaba parado en el dintel de la puerta.
—Sí—respondió ella—. Sueño que mi abuelo me pone unas alas blancas y grandotas y me echa
a volar desde un monte alto.
—Yo sueño que vuelo sin alas —dijo el muchacho—, como Superman. A veces también sueño
que me convierto en pájaro. Pero mi papá se pone furioso. Dice que la única manera de volar es
siendo piloto. Él quiere que sea piloto de la Fuerza Aérea.
—Los padres muchas veces se equivocan con los hijos —dijo Lavinia—. Yo que vos, me
dedicaría a la aviación comercial. Ser piloto de guerra es muy triste. Se vuela para matar. No tiene
nada que ver con tus sueños de volar.
Sobre todo, si llegas a ser piloto de la Fuerza Aérea del Gran General, pensó para sus adentros,
preguntándose si no estaría cometiendo una imprudencia al hablarle así al muchacho.
—Adiós —dijo él, y salió corriendo, desapareciendo tan abruptamente como había aparecido.
Al salir de la casa, Lavinia recibió el resplandor del mediodía sobre los ojos. Se frotó los brazos
para quitarse el escalofrío. ¡Qué ojos más tristes los del hijo de Vela!
Felipe acomodaba papeles sobre su mesa, cuando Lavinia entró a la oficina. Había sido muy
difícil cambiar el ritmo de su relación. Se encontraban como amantes clandestinos en la calle,
escondiéndose en moteles extraños y sórdidos para hacer el amor, casi siempre a la hora del
almuerzo.
—Los Vela decidieron hacer su fiesta de inauguración el veinte —dijo, sentándose en la silla
frente al escritorio de Felipe, después de darle un beso largo, mientras buscaba la invitación
horrible en su bolso.
—Esta es la invitación —añadió, poniéndola sobre la mesa. Felipe la tomó sin decir nada. La
leyó y se la devolvió.
—¿Y por qué harían eso? ¿No sabes?
— Porque quieren que el Gran General asista. Y como él se va a pasar Navidad con su familia a
Suiza, tuvieron que adelantarla.
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—¿Y cómo quedó la casa? —dijo Felipe, quien se había sentado y lucía una expresión entre
distraída y preocupada.
—Por fuera, se ve bellísima. Por dentro... es un adefesio. Casa de guardia, de nuevo rico. Hasta
la grama trajeron de Miami. Sólo los muebles empotrados se ven bonitos y algunas combinaciones
de colores que logré que la Vela respetara.
—Bueno, era de esperarse...
—Sí, ni modo. Mientras veía la casa se me ocurrió que quizás en el futuro, cuando las cosas
cambien, podremos ocuparla para una escuela de arte...
—Me gusta tu optimismo —dijo Felipe, sonriendo.
—¿Vamos a almorzar juntos? —preguntó Lavinia.
—Hoy no —dijo Felipe, buscando algún papel en la mesa— tengo que salir.
—Pero vos me habías dicho... —desilusionada.
—Sí, pero se presentó algo...
—¿Algo malo?
—No, no. Sólo urgente —dijo mientras se aproximaba a darle un beso—, nos vemos más tarde.
No volvió a verlo. Ni esa tarde, ni al día siguiente. Encontró sólo una nota en su casa diciendo
que estaba bien, que no lo buscara.
Dos días sin saber nada de nadie. Era de noche y el viento de diciembre soplaba alborotando las
ramas del árbol de naranjo en el jardín.
De pronto se había quedado sola en el mundo. Sola y angustiada. Se dio cuenta hasta dónde el
Movimiento representaba la casi totalidad de su vida: su familia, sus amigos. Durante meses, ni
siquiera había pensado en ir al cine, divertirse. Todas las fiestas a las que había asistido, fueron para
ella misiones encomendadas.
El amor y la rebelión la habían logrado absorber completamente. Se había hundido con gusto,
con entusiasmo nunca antes experimentado, en esa red de llamadas, contactos, viajes a llevar y traer
compañeros. Ahora, de pronto, este silencio. No tenía ningún medio para comunicarse con ellos.
Ningún número de teléfono, nada. Sólo la dirección de la casa misteriosa, adivinada en la
oscuridad.
Para colmo, el trabajo frenético de los últimos meses con la casa de Vela se había detenido
simultáneamente. El día anterior se realizó la entrega formal, con la presencia del general, la
esposa, la cuñada, los niños. Toda la familia recorriendo cuarto tras cuarto, estancia tras estancia,
tocando los botones de la luz, revisando enchufes, grifos de agua, detalles. Y los jardineros
colocando plantas, extendiendo la grama en el jardín; los de la compañía de piscinas, ocupándose
de llenarla, ponerle químicos al agua para que luciera cristalina.
Y el hijo de Vela, con la expresión más opaca que nunca frente al padre.
Julián le dijo que se tomara una semana de descanso, pero Lavinia declinó el ofrecimiento para
después. No sabía cuándo. Cualquier otro tiempo menos éste sin Felipe, sin los demás. ¿Qué haría
ella ahora en su casa silente, ocupada por el viento de diciembre, donde la soledad se le venía
encima? Prefería salir a la oficina, aunque no hiciera nada más que quedarse sentada, ausente,
angustiada, expectante.
Aun la cercanía de Navidad, el ambiente navideño parecía haberse esfumado para ella. Le
causaba malestar. Lo único que le subía el ánimo entre los artificios de gigantescos Papá Noel con
nieve fingida en los escaparates de los almacenes, eran las pintas aparecidas en las paredes,
producto de madrugadas de desvelo de compañeros desconocidos, invisibles. Pintas exigiendo "una
navidad sin presos políticos", brotadas de repente por todas partes hacía unas cuantas semanas.
Su madre la había estado llamando, preguntándole si llegaría a cenar con ellos. "Por favor, hijita,
por favor." A lo mejor no tendría otra alternativa que ir a cenar con esos dos desconocidos que,
después de todo, la habían engendrado. No tenía ni padres, pensaba, lamentándose. Nunca le
perdonaron el amor por su tía Inés. Ni ella, en el fondo, les perdonó que la abandonaran a ese amor
conveniente que les alivió sus responsabilidades paternales cuando eran jóvenes y no tenían tiempo
para dedicarse a una niña curiosa, juguetona, amante de los libros, absorta en su mundo imaginario
de casitas y maquetas.
¡Qué cúmulo de incomprensiones y malentendidos! ¿Y dónde estaría Felipe? ¿Dónde Flor y
Sebastián? Adrián y Sara también la llamaron para invitarla a pasar nochebuena con ellos. "Con
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La Mujer Habitada
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Felipe." Sara le había comentado que ahora salían menos por la noche porque Adrián, de caritativo,
decidió prestarle el carro a un compañero de trabajo para que fuera a clases nocturnas tres veces a
la semana. Con la pesadez del embarazo, no le importaba demasiado aminorar el ritmo de su vida
social. Así Lavinia se dio cuenta de que Adrián cumplió el trato. Entre los dos, desde el día que le
pidió colaboración, se había establecido, por fin, el silencio del respeto. Ya no la bromeaba sobre su
feminismo o su inestabilidad. Ella casi lo echaba de menos. Ahora se limitaban a conversaciones
aburridas y sin sustancia. Paradójico, pensó, cuando más debieron haber hablado, cuando podían, al
fin, comunicarse en términos más igualitarios, menos paternalista de parte de Adrián... Su
machismo, de nuevo. Las distancias, ¡otra vez!
El mundo cambiaría. Tenía que cambiar, meditó, evocando a los compañeros sin rostros
peleando en la montaña, la esperanza de estas tristezas que sentía. ¿Qué eran estos malos momentos
comparados con el heroísmo cotidiano de otros?. En alguna parte de la ciudad, un grupo se
preparaba para asestar "el golpe"; la acción que no lograba imaginar claramente. Los envidió
juntos. Sin duda Felipe, Flor, Sebastián, estaban con ellos, eran parte del grupo. Todos menos ella.
Ella que estaba sola, abandonada a su soledad, al crujido de ramas del naranjo en el viento.
Aquel día nos despertamos cuando aún estaba oscuro.
Debíamos cruzar el río antes de la salida del sol. La noche anterior, Yarince y yo hablamos
largamente, como ancianos al lado de la lumbre, recordando los tiempos de nuestra infancia,
recordando los años de amor y guerra, las nubes tormentosas. Hicimos recuento de nuestras
vidas, un dibujo tenue de palabras aglomeradas.
Quizás moriríamos pronto, había dicho Yarince. Quería recordar el pasado ya que no
contábamos con la certeza del futuro.
Lo acuné en mis brazos delgados. Con esas alas, podrías abrazar el mundo, me dijo. Nos
acurrucamos el uno en el otro. Durante cuántas jornadas, nuestros cuerpos habían sido fuente
de gozo inagotable. Eran, a veces, la única fuerza que nos quedaba para no rendirnos.
Estábamos reducidos a un grupo de diez guerreros. Lucíamos flacos y ojerosos, con mirada
de animales perseguidos. Aquella mañana, hacía fresco, un viento suave soplaba doblando las
cañas, a la orilla del río. Andábamos muy cerca del campamento de los invasores, así que
debíamos cruzar con mucha cautela para no ser descubiertos.
Llevábamos poca carga, tan sólo algunos conejos salvajes que cazamos el día anterior, las
hamacas y petates que usábamos para acampar y algunas vasijas de barro. Tixtlitl marchaba al
frente, seguido por mí, luego iban tres guerreros y Yarince de último. Marchábamos a reunimos
con los viejos sacerdotes para la ceremonia de invocación, para leer los augurios y saber lo que
nos depararía el porvenir. Sentíamos la necesidad de orar, encomendarnos a nuestros totems
para reconfortarnos de tanta desgracia.
Tixtlitl había soñado con Tláloc. Lo había visto como una mujer de ojos húmedos, sonriendo
mientras el agua la cubría. Era un sueño confuso que sólo después pude interpretar.
Íbamos Tixtlitl y yo a mitad del río, cuando salieron los españoles.
Nos habían esperado agazapados entre la maleza. Quizás nos observaban desde el día
anterior. Giramos en el agua, desesperados porque estábamos indefensos. Oí los disparos de sus
bastones de fuego, cayendo en el agua, muy cerca. Mis ojos buscaron a Yarince, mientras mis
pies trataban de asirse en el fondo del río, en las rocas que nos ayudaban al cruce. Lo divisé
corriendo al otro lado. Había logrado salirse del agua. No corrió la suerte de Tixtlitl, cuya
sangre formó una mancha roja a mi alrededor, cuyo cuerpo vi flotar río abajo. No corrió mi
suerte. No murió como yo.
Sentí un golpe en la espalda, un calor espeso que me paralizó los brazos. Fue un instante.
Cuando de nuevo abrí los ojos, ya no estaba en mi cuerpo: flotaba a poca distancia del agua,
viéndome desangrar, viendo mi cuerpo irse también río abajo. Escuché los gritos de alerta de los
españoles y de pronto, de entre los árboles de la ribera, donde por última vez vi a Yarince,
escuché aquel alarido largo y profundo de mi hombre, herido, por mi muerte.
Fue un sonido espeluznante que silenció a los enemigos. Los aterrorizó y los hizo salir del
agua corriendo, regresando a esconderse entre las malezas.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Yo flotaba con mi cuerpo en la corriente río abajo. Apenas si adiviné a Yarince corriendo,
venado enloquecido, por la ribera, persiguiendo el rastro de mi sangre.
Abrí la boca para gritar y el viento bramó. Me di cuenta, entonces, que ya me estaban vedados
para siempre los sonidos y visiones humanas; sentía sonidos y visiones, pero eran sólo
sensaciones que mi espíritu registraba, imágenes diluidas reconstruidas por la memoria de la
vida. Ah, dioses, qué dolor fue sentir a Yarince sin que me viera, sin poder siquiera mover un
músculo para tocarlo, para secarle las lágrimas.
En un recodo del río me alcanzó, gracias a que allí el agua se arralaba entre las rocas.
Él y Natzilitl me sacaron, me arrastraron a la ribera.
El amor de Yarince me cayó encima como un huracán de gritos y lamentos. Me sacudía con
furia los hombros, me abrazaba. Decía "Itzá, Itzá" con el confuso lenguaje de la desesperación,
de la vida frente a la muerte.
Casi no podía resistirlo.
Fue entonces que empecé a perder el sonido. Seguía sintiendo a Yarince, pero sólo escuchaba
las ondas del agua, el sonido del agua rebotando contra las piedras, el agua lamiendo la orilla
del río.
Sé que Tláloc me concedió estar junto a Yarince en la ceremonia, cuando los sacerdotes
oraban junto a mi cuerpo al anochecer. Los ancianos, sabios, condujeron la ceremonia a la
orilla del agua, hasta que Tláloc me cedió a los jardines.
Luego Yarince tomó mi cuerpo y me trajo aquí, a este lugar donde aguardé por siglos, por
designio de mis antepasados.
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Capít ulo 24
AL DÍA SIGUIENTE SERÍA LA INAUGURACIÓN de la casa de Vela y no tenía ni con quién
consultar si debía ir o no. Decidió tomarse la tarde libre. Ir al cine, visitar a Sara o a su madre. No
podía con el nerviosismo de la soledad, el silencio de sus compañeros. No quería, además, que
Julián le preguntara de nuevo por Felipe. No sabía qué contestarle.
Tomó el carro y deambuló por la ciudad, sin determinar aún dónde dirigirse. Se vio, de pronto,
tomando la carretera que subía al cerrito verde de su infancia, al grabado de la niña viendo un
mundo que consideraba suyo. Nada era suyo ya, pensó. Después de todo, había alcanzado el sueño
de subordinar la propia vida a un ideal más grande. Era como una mujer contemplando su propio
parto, esperando que las contracciones de un cuerpo posesionado por la naturaleza dieran a luz a la
nueva vida construida silenciosamente durante meses de labor paciente de la sangre. Porque eso era
esta soledad. No el abandono, el miedo a que los seres amados desaparecieran tragados por un
oscuro destino; esta soledad era tan sólo la espera del nacimiento: Sus compañeros, en algún lugar,
se prepararían para desatar el látigo de los sin voz, los expulsados del paraíso y hasta de sus
míseros asentamientos. No la habían abandonado, se repitió. Era ella la que alimentaba esas
nociones descorazonadas. Pero debía ser capaz de dilucidar entre la realidad y sus fantasmas. Sin
duda, los preparativos de tantos meses llegaban a término. ¿Qué podía saber ella? ¿Qué otro
recurso más que especular le quedaba? ¿Quién podía saber si realmente no sería Vela el objetivo de
toda aquella larga preparación? ¿Quién podía saberlo?
Lo tendría que saber hoy, mañana, dentro de tres días, o cuatro, cualquier día que eligieran. Lo
sabría por las noticias.
La carretera serpenteaba hacia arriba. Las flores amarillas de diciembre se mecían en los bordes
del asfalto. Subió, pasando sin mirar al lado del camino marginal por donde se llegaba al sendero
de los espadillos. Siguió acelerando, doblando las cerradas curvas hasta dejar la carretera principal
y entrar al empedrado irregular, horadado por las lluvias, del camino que conducía al cerrito.
No había casi nadie por allí a esa hora de la tarde. Algunos mozos de las haciendas cercanas,
transitaban por la carretera vecinal, pero en el cerrito sólo el viento soplaba. Los novios llegaban
más tarde, a la hora del crepúsculo.
Se bajó del carro y caminó por el sendero entre la hierba, hacia la cima. Se sentó en la piedra, un
mojón que marcaba el límite de la propiedad. La inscripción se había borrado, desgastada por el
roce de tantos que habrían venido aquí a sentarse, a hablar de sus amores, proyectos o sueños.
Era un día claro. El paisaje se descalzaba a sus pies, desnudo de niebla. Las casitas minúsculas,
el lago, la hilera de volcanes azules, se extendían a lo lejos silentes, yertos, majestuosos. Más cerca,
la vegetación de las montañas, deshaciéndose en faldas hacia el valle de la ciudad, mostraba sus
verdes, los troncos de árboles enmarañados, inclinados peligrosamente hacia el vacío.
De los beneficios cercanos se venía un dulcete olor a café. El viento confundía las hojas con el
canto de los pericos volando en bandadas.
Apoyó la barbilla en el cuenco de la mano, mirando todo aquello.
Bien valía la pena morir por esa belleza, pensó. Morir tan sólo para tener este instante, este
sueño del día en que aquel paisaje realmente les perteneciera a todos.
Este paisaje era su noción de patria, con esto soñaba cuando estuvo al otro lado del océano. Por
este paisaje podía comprender los sueños casi descabellados del Movimiento. Esta tierra cantaba a
su carne y su sangre, a su ser de mujer enamorada, en rebeldía contra la opulencia y la miseria: los
dos mundos terribles de su existencia dividida.
Este paisaje merecía mejor suerte. Este pueblo merecía este paisaje y no las cloacas malolientes
a la orilla del lago. Las calles donde se paseaban los cerdos, los fetos clandestinos, el agua infestada
de mosquitos de la pobreza. ¿Dónde estarían ellos, sus compañeros? ¿En qué punto minúsculo, en
qué calle andarían? ¿Qué ocuparía el tiempo de Felipe en este momento en que ella se sentía por
fin, parte de todo aquello?
Antes de irse a la cama, en un súbito impulso, telefoneó a su madre.
—¿Lavinia? —dijo la voz al otro lado del teléfono...
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—Sí, mamá soy yo —cansada. Siempre empezaban así, pensó reconociéndose cada vez.
—¿Cómo estás?
—Un poco triste, para serte franca. —¿Por qué le estaría diciendo eso a su madre?, se preguntó.
—¿Por qué?, hija, ¿qué te pasa?
—No sé... sí sé. Me pasan muchas cosas. La verdad es que quisiera poder reconciliarme con
tantas cosas.
—¿No querés venir, hijita?
—No, mamá; estoy con sueño. No te preocupes. Fue sólo que sentí ganas de hablar con alguien.
—No hemos hablado desde hace mucho.
—Creo que nunca hemos hablado, mamá. Creo que siempre pensaste que no necesitaba hablar
más que con la tía Inés.
—Bueno —dijo la voz, tensándose—, vos sólo a ella la querías.
—¿Pero nunca se te ocurrió que la quería porque ella se preocupaba por mí, porque ella me
quería, mamá?
—Yo trataba, hija, pero vos la preferías siempre a ella. Conmigo eras muy callada.
—Es muy difícil hablar esto por teléfono. No sé por qué lo mencioné.
—Pero deberíamos hablarlo —dijo la madre, ocupando su rol—, no quiero que te quedes
siempre con esa idea de que nosotros no te queríamos.
—No he dicho eso, mamá.
—Pero lo pensás.
—Sí. Tenés razón. Lo pienso.
—Pues no deberías pensarlo. Deberías comprendernos.
—Sí, tal vez debería. Siempre soy yo la que debería comprender.
—No te pongas así, hija. ¿Por qué no venís?
—Bueno. Voy a pasar un día de estos.
—Pasa mañana.
—No sé si pueda...
—Hacé un esfuerzo.
—Bueno, mamá. Buenas noches.
—Buenas noches, hija, ¿estás segura que estás bien?
—Sí, mamá. No te preocupes.
—Pasas mañana, ¿entonces?
—Sí, mamá, mañana paso.
Colgó el auricular. Era la conversación más larga que tenía con su madre desde hacía meses,
años quizás. Conversación, al fin. Habían dicho, palpado, lo subterráneo, lo fundamental, de lo que
nunca hablaban. Quizás, algún día, podrían llegar a quererse, a comprenderse. Algún día.
Se sentía capaz ahora. Podía verla sencillamente como un ser humano, producto de un tiempo,
determinados valores. A su modo, su madre seguramente la quería, como ella también debía
quererla. El impulso de llamarla al sentirse sola tendría cierto significado.
Nunca entenderían, ni la una, ni la otra, sus modos de vida. Mucho menos ahora. Cada vez
mucho menos. Su madre jamás conocería los de ella.
Se metió al baño. Pensó que un día su madre, su padre y ella tendrían que tener la conversación
postergada desde siempre, no tanto por ellos, como por ella misma. Alguna vez tendría que
reconciliarse con la infancia. Se echaba agua en la cara, lavándose el maquillaje, cuando escuchó el
ruido en la sala. Un ruido sordo, como de un cuerpo desplomándose, la puerta cerrándose.
El corazón le dio un vuelco brusco en el pecho. El miedo la paralizó. Se vio la cara pálida en el
espejo, mientras agudizaba el oído, tratando de contener la súbita sensación de flojera en las
piernas.
Empezó a caminar, de puntillas hacia la sala, buscando primero, nerviosa, en el armario, la
pistola que Felipe le dejara al irse de la casa, cuando escuchó "Lavinia, Lavinia", como si alguien la
llamara bajo el agua. Tuvo apenas tiempo de percatarse de quién era la voz, cuando ya estaba en la
puerta de la habitación, cuando ya corría hacia la sala donde yacía, en el suelo, de bruces, Felipe.
—¡Felipe, Felipe! —casi gritó— ¿qué pasa? Aún de bruces, hablando con la voz ronca, como si
hiciera un gran esfuerzo, Felipe dijo:
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—Salí afuera, mira bien si no hay manchas en la entrada —y cerró los ojos.
Atolondrada, salió hacia la vereda. ¿Manchas? No había nada en los baldosas.
Cerca de la puerta, vio las manchas de sangre. Entró de nuevo a la casa. Se arrodilló a su lado.
—Limpia las manchas —dijo Felipe— limpia las manchas primero —dijo desde el suelo, sin
levantar siquiera la cabeza. Corrió a la cocina y buscó un trapo cualquiera. Lo mojó y salió, otra
vez, corriendo.
No supo ni cómo limpió las manchas. Caminó rápidamente por el jardín, mirando a todos lados,
pasando el pie sobre la grama húmeda donde había caído también sangre de Felipe.
No se veía nada en la calle. Era casi medianoche.
Entró y cerró con llave. Cerró también las ventanas, mirando una y otra vez a Felipe en el suelo,
con un brazo doblado bajo el cuerpo, pálido. No se había movido.
Se arrodilló, de nuevo, a su lado.
—Ya está —dijo—, ya quité las manchas. Ya cerré todo. Felipe, ¿qué te pasó?
—Ahora, ayúdame a darme vuelta —respiró—, ayúdame a ver si puedo llegar a tu cama. Estoy
pegado —dijo él, con la voz entrecortada. Pegado. Herido. Era lo mismo. Había oído la expresión
muchas veces. Tengo que calmarme, pensó. Respiró hondo y le ayudó a darse vuelta. Tuvo que
contenerse para no soltarlo, para no morirse, cuando vio el pecho, el estómago, la ropa
ensangrentada, el piso y la sangre sobre el piso.
Se veía el enorme esfuerzo que hacía Felipe para sentarse. Apretaba los ojos, la boca.
—Mejor te llevo al carro, Felipe —dijo—. Yo sé dónde podemos ir —dijo, pensando en la casa
de los espadilles.
—No —dijo Felipe—, no. Ayúdame —dijo, con el dolor contrayéndole el rostro.
En un tiempo que parecieron extensos minutos de eternidad, Felipe logró incorporarse. De
rodillas casi arrastrándose, apoyado en Lavinia, fue moviéndose hacia adelante, hacia la luz de la
habitación. Nunca sabría cómo lograron llegar a la cama. Felipe se recostó de lado y hubo otra vez
que ayudarle para que pudiera tenderse boca arriba. Estaba totalmente extenuado por el esfuerzo.
Con sangre fría, que estaba lejos de sentir, Lavinia trajo una toalla del baño y empezó a
desabrochar los botones de la camisa, en un gesto casi ridículo, pues la camisa estaba toda
desgarrada.
Felipe la detuvo, poniendo su mano sobre la de ella, indicándole que esperara.
Pasaron varios minutos. Los pensamientos se atropellaban en la mente de Lavinia. Había que
llevarlo al hospital. Esto no era como lo de Sebastián. Felipe se estaba muriendo, se estaba
desangrando, tenía la carne abierta a la altura del estómago. No duraría mucho si no lograba
llevarlo a un hospital. Tendría que llamar a los vecinos. Nada importaba. Nada más que salvarle la
vida, aunque los echaran presos después. Nada importaba.
— Felipe, esto es serio — dijo Lavinia — , esto no es para que estemos aquí en este cuarto —
dijo — , te tengo que llevar al hospital.
Te vas a morir, iba a decir, pero se contuvo.
Felipe abrió los ojos. En su expresión había retornado la calma. Respiraba trabajosamente.
Instintivamente le metió unas almohadas por detrás para inclinarlo un poco, pensando en la
sangre, la hemorragia interna, los pulmones.
— Te tengo que llevar al hospital — repetía, mientras tomaba la decisión de llamar a Adrián.
Adrián le ayudaría.
— Acércate — dijo Felipe — . Voy a ir al hospital, pero primero tengo que hablarte... por
favor...
— Pero déjame llamar a Adrián — dijo Lavinia — , déjame llamar a Adrián para que venga
mientras hablamos, para que me ayude a llevarte al carro.
— No, no. Primero acércate. No hay tiempo. Después. Después puede venir Adrián...
— Pero...
— Por favor, Lavinia... por favor...
Era insistente. Insistía con sus ojos, con sus manos, con lo que le quedaba sano. Desesperada,
Lavinia se acercó.
— Escúchame bien. Mañana es la acción. La acción es en la casa de Vela. Nos vamos a tomar la
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Gioconda Belli
casa de Vela. Es un comando de trece personas. Yo soy parte de ese comando... era... — dijo con
una media sonrisa; hablaba con firmeza, como si hubiese acumulado fuerzas para hablarle, las
últimas fuerzas que le quedaban — , cada persona es imprescindible.
"Quiero que tomes mi lugar. Vos conocés bien la casa. Ya no hay tiempo para que nadie más la
conozca tan bien como es necesario. Quiero que seas vos quien tome mi lugar. Nadie más. Sé que
podes hacerlo. Además, te lo debo, porque fui yo quien me opuse a tu participación... —respiró,
cerrando los ojos; los abrió de nuevo—, te lo debo. Vos podés hacerlo. Lo has demostrado. Vos
podés hacerlo... Anda a la casa. Deciles que me pegaron cuando hacíamos el operativo de los taxis.
Deciles que no fue la guardia. Fue el taxista cuando le dije que me diera el taxi. Me tomó por
ladrón. Disparó a quemarropa. Demasiado tarde le dije que era del Movimiento. Me puse nervioso.
No creí que estuviera armado. Fallé. ¡Fue mi propia estupidez! Si le digo antes, no hubiera
disparado. "Me hubiera dicho", eso me decía el hombre —y Felipe sonrió burlándose de su propia
desgracia, de la paradoja del incidente desafortunado; tosió, cerró los ojos, pareció tomar aliento
para continuar—. Él mismo me trajo. Quería ayudarme. No hallaba qué hacer. Me iba a llevar al
hospital, pero lo convencí de dejarme cerca de aquí. Le advertí que no llamara a la policía. Lo
amenacé, incluso... —la voz de Felipe se adelgazaba— por si acaso.
Reconstruyó en su mente la mala suerte de Felipe. Seguramente había estado armado cuando se
volvió hacia el taxista para anunciarle "es un asalto: entregúeme el vehículo". Y el taxista, la
violencia, había reaccionado veloz, pegándole primero. Duelo fatal. Un error. Unos segundos.
Una frase dicha a tiempo y Felipe quizás no estaría herido. Algunos taxistas eran hasta
colaboradores del Movimiento. Quizás éste no le habría disparado. ¡Quizás tantas cosas! Ya no lo
sabrían. Ya no importaba. Las interrogantes se le borraban mirando la cara de Felipe, la expresión
que empezaba a atravesar la palidez de su rostro.
Era una expresión intensa, fija. La miraba desde una cercana lejanía. Tenía la sensación de
estarlo perdiendo como una tenue señal de radio que se disuelve en el aire. Se había quedado
detenida, casi paralizada, escuchándolo, oyéndole decir que había impedido su participación y
ahora le pedía tomar su lugar. Grandes embates de amor y desesperación se cruzaban en su pecho
con vientos fríos. No podía seguir así. No podían seguir así, mirándose, diciéndose con la mirada lo
que ya no había tiempo de resolver, las eternas discusiones se detenían aquí, frente a la muerte,
frente a la sangre de Felipe manando del pecho, expandiéndose sobre las sábanas de la cama donde
conocieron el amor, la vida, lo irreconciliable. —Déjame que llame a Adrián —dijo Lavinia,
suavemente, tratando de soltarse de la mano de Felipe, que la sostenía anclada a la cama donde él
se desangraba.
—No me has contestado —dijo Felipe— ¿vas a tomar mi lugar? ¿Lo vas a hacer?
—Sí, sí —dijo Lavinia—, lo voy a hacer.
—No vas a dejar que te digan "no".
—No. Felipe, no voy a dejar que me digan "no". —Se dio cuenta que le hablaba como a un niño
pequeño. Su voz era calma y consoladora, como la de su tía Inés cuando ella enfermaba.
Felipe cerró los ojos y aflojó la mano. Tosió apenas y su pecho sonó terriblemente
congestionado.
Aquel sonido trajo a Lavinia la inminencia de la vida que se escapaba frente a sus ojos y cuyo
fin simplemente no podía aceptar, no lo consideraba posible. Y, sin embargo, tenía que reaccionar,
pensó, no podía seguirse resistiendo, seguir pensando que, a pesar de todo, Felipe viviría.
Se levantó y fue hacia el teléfono, sin dejar de ver a Felipe. Felipe con los ojos cerrados. La
sangre de Felipe creciendo una laguna roja en la cama.
—¿Adrián?
La voz soñolienta le devolvió un ronco "sí".
—Adrián, es Lavinia, despertate, por favor.
La urgencia despabiló a Adrián. Sólo dijo que lo necesitaba. No le explicó nada más. Era una
emergencia. Por favor. Debía venir a su casa inmediatamente. Era sumamente urgente. "Ya llego",
dijo Adrián.
Calculó el tiempo que le tomaría llegar. Quince minutos máximo, pensó. A esta hora no había
tráfico.
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Fue al baño y buscó otra toalla limpia. Se acercó a Felipe, arrodillándose al lado de la cama. Él
abrió los ojos.
—¿Lavinia? —preguntó y su mirada de ausencia la asustó.
—Aquí estoy, Felipe. Ya viene Adrián. Ya te vamos a llevar al hospital. Todo va a salir bien.
Descansa. No te preocupes.
—Sos una mujer valiente, ¿sabes? —dijo Felipe, con una voz delgada, un sonido de viento a
través de un desfiladero.
—Creo que es mejor que no hables —dijo Lavinia—, estate quietecito, amorcito, mi amorcito...
—no pudo reprimir el deseo de acercársela, de poner su cabeza sobre la frente de Felipe, besarlo,
pasarle los dedos por el pelo.
—Amorcito, amorcito —dijo Felipe, cual si repitiera un nombre y tosió de nuevo, esta vez con
más violencia y para el horror de Lavinia, un hilo de sangre empezó a salirle por la boca, mientras
su cabeza se inclinaba hacia donde ella acercaba su pecho. Un suave movimiento de cabeza y se
quedó quieto.
Lavinia se inclinó para limpiar la sangre de la mejilla y vio los ojos fijos, la boca entreabierta.
Felipe estaba muerto. Se le había muerto hacía un instante, allí, tan cerca de ella: el pecho que antes
subía y bajaba casi resoplando, no se movía ya.
—¿Felipe? —dijo bajito, casi temiendo despertarlo, como si se hubiese quedado dormido—.
¿Felipe? —dijo un poco más alto.
No hubo respuesta. Ya sabía que no habría respuesta. Con sus dos manos, se apoyó sobre el
pecho de Felipe, presionó fuerte, para arriba y para abajo como más de una vez vio hacer a los
camilleros en demostraciones de primeros auxilios. Se le llenaron las manos de sangre. No sucedió
nada. Felipe, desmadejado, no se movió.
Está muerto, se dijo. No puede ser, se dijo. Dónde estará Adrián, se preguntó, cuándo vendrá,
pensó. Felipe no puede morirse, se repetía, tocándolo, poniendo su cara muy cerca de los ojos de
Felipe, de lo que debía ser la mirada de Felipe, la mirada triste que ya no la veía.
¡No! estuvo a punto de gritar. ¡No! dijo, a la soledad de la noche.
No puede ser, empezó a decir en voz alta. Felipe, empezó a decir en voz alta. Felipe no te me
muras, le dijo. Felipe, por favor, volvé. ¡Felipe! Y la voz se iba desesperando sin que él se moviera,
sin que él tratara de calmarla, de decirle "no te pongas así, Lavinia, cálmate".
Se levantó y, sin saber por qué, salió a prender las luces de la casa. Se movía frenética. Quería
hacer algo con las manos. No sabía qué. No sabía si quería golpear, agarrarse el pelo, empezar a
llorar. Pero las lágrimas no venían. Sólo podía pensar en Adrián. Adrián tenía que venir. No creería
que Felipe había muerto hasta que llegara Adrián. Felipe se había desmayado. Estaba desmayado
en su habitación. Perdió mucha sangre. Seguro era eso. Ella no era médico. No sabía reconocer la
muerte. Tenía que llegar Adrián. Todo estaría bien cuando llegara Adrián.
Y Adrián llegó. Ella abrió la puerta y lo agarró de la mano, sin decir nada, lo llevó al cuarto y el
otro no hizo preguntas porque la vio manchada de sangre, el vestido, las manos manchadas de
sangre.
Se arrodilló al lado de Felipe. Lo tocó, le puso la mano en la frente. Ella lo vio ponerle la mano
frente a la boca, le vio prender el encendedor y acercarlo a los ojos de Felipe. "Pásame un espejo",
le dijo. Se lo pasó y lo vio poner el espejo frente a la boca de Felipe. Luego lo vio cerrar los ojos de
Felipe, pasarle la mano por la cara, cerrarle los ojos de nuevo, cerrarle la boca entreabierta,
acomodarlo sobre la cama, doblarle las manos sobre el pecho como a los muertos.
Se levantó del lado de la cama. Se paró junto a ella, la miró.
—No hay nada que hacer —le dijo, en una voz muy bajita, como un secreto. Lavinia lo miró sin
querer comprender.
—Está muerto —le dijo Adrián—. No hay nada que hacer.
—Hay que llevarlo al hospital —dijo Lavinia—. Nosotros no sabemos de esas cosas.
Adrián le puso los manos sobre los brazos. La miró fijo en los ojos.
—Sí sabemos, Lavinia. Felipe está muerto —dijo, y la abrazó, le empezó a sobar la cabeza
lentamente.
—No puede ser —dijo Lavinia, y se soltó—. No puede ser —repitió—. ¡No puede ser!— gritó.
Y Adrián volvió a cogerla de los brazos, la volvió a abrazar.
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—Lavinia, por favor, no lo hagas más difícil. Por favor. Es terrible pero tenés que aceptarlo.
Felipe estaba muerto. Tenía que aceptarlo. ¿Por qué tenía que aceptarlo? pensó. ¿Por qué tenía
que aceptar que Felipe estaba muerto? Uno no tenía que aceptar nada. Se soltó de los brazos de
Adrián. Se arrodilló de nuevo junto a la cama. Tocó a Felipe. Estaba fresco. Su piel estaba fresca.
No estaba frío. Sólo fresco. Pero no se movía. No respiraba. Tenía que aceptarlo. Estaba muerto.
—¿Felipe? —dijo—.¿Felipe? —y se quedó arrodillada, con la cara caída sobre el pecho, los
hombros desplomados, sin lágrimas.
De nuevo Adrián se le acercó. Le puso la mano sobre el hombro. La levantó, la llevó al baño, la
hizo lavarse las manos, la hizo salir de la habitación, ir a la cocina, sentarse en los banquitos de la
cocina mientras le preparaba un café caliente.
—Tenemos que llevarlo al hospital —dijo Lavinia—. De todas maneras.
—¿Conoces a su familia?
—No. Sólo sé que viven en Puerto Alto.
—¿Y estás segura que podemos llevarlo al hospital? Sé que es difícil para vos, pero hacé un
esfuerzo. Trata de pensar un ratito, si es conveniente llevarlo al hospital. Allí van a hacer preguntas.
¿Qué les vamos a decir? ¿Decime qué pasó? ¿Cómo fue?
—Se metió en un taxi. Tenía que llevarse el taxi, quitárselo al taxista. Prestado, vos sabé cómo
es eso... Pero el taxista no entendió. Creyó que era un ladrón, que le estaba robando. Le disparó a
quemarropa. Después lo trajo hasta aquí... se asustó. Dijo que no iba a llamar a la policía...
—¿Cómo? —dijo Adrián—. No entiendo. Se metió en un taxi, el taxista creyó que era un ladrón
y disparó. Pero, ¿cómo es que lo vino a dejar aquí? ¿Y cómo es que Felipe no le disparó primero?
¿No estaba armado?
—No sé. No sé —dijo Lavinia—, supongo que sí. Supongo que no le disparó porque el otro lo
hizo primero, porque no pensó que le iba a disparar, ¡qué sé yo! Y después le dijo que era del
Movimiento, que no lo entregara a la policía. Y el hombre no lo entregó, lo trajo para acá.
¡Supongo que así fue! —sorbió el café que Adrián le puso en la mano. Estaba caliente. Era
bueno sentir el calor. Estaba tiritando. Tenía mucho frío. ¿Habría llovido? ¿Por qué tendría tanto
frío? la familia de Felipe... ¿Cómo sería la familia de Felipe?
Adrián se levantó y volvió trayendo una manta. Se la puso sobre los hombros.
—La familia de Felipe vive en Puerto Alto —dijo Lavinia—. Su papá es estibador... ¿Crees que
habría que llamarlos? ¿Habría que llamarlos y entregarles a Felipe?
Pensó "el cadáver", "el cadáver de Felipe". Eso pensó. Pero no lo dijo. No pudo. Empezó a sentir
en el estomago unas horribles ganas de vomitar. Puso el café sobre la mesa y se agarró el estómago,
se dobló sobre sí misma, puso la cabeza sobre sus piernas. Así quería quedarse. No volver a
levantar la cabeza. No volver a ver a nadie. Quedarse con Felipe allí en casa.
—Lavinia... —dijo Adrián.
No respondió. Empezó a pensar en la mamá de Felipe. ¿Cómo será? ¿Se parecería el hijo a ella?
¡Y qué horror! llegar con Felipe muerto. Se imaginó los gritos de la mujer, su mirada dolida. ¿Qué
le pasó? diría, seguramente. El pecho empezó a contraérsele.
Adrián la tocó en el hombro. Le preguntaba si se sentía enferma. Ella soltó un ruido feo que casi
no reconoció como suyo. Un sollozo seco y ronco.
—Llora —dijo Adrián—, te va hacer bien llorar. Levantó la cabeza.
—No hay tiempo —dijo—. No hay tiempo —repitió. Felipe había dicho que tenía que tomar su
lugar. No había tiempo. El amanecer empezaba a clarear en la ventana. A lo lejos, se escuchaban
los gallos.
Adrián tendría que encargarse de Felipe. Felipe que ya estaba muerto. Ella tenía que irse de allí,
irse a la casa, a la casa donde debió haber llegado Felipe. Seguramente lo estarían esperando. El
comando estaría nervioso, pensando en lo que podría haber pasado. Algo podría pasar si ella no
llegaba pronto, si no les avisaba lo que había sucedido. El taxista podría denunciarlos. Se dejó caer
en la silla.
—Adrián, vos te tenés que encargar de Felipe —dijo—. Yo tengo que irme.
Adrián pensó que estaba alterada, que no sabía lo que decía.
—No digas eso, Lavinia. Vas a ver que lo vamos a resolver juntos. No te pongas así. Cálmate.
Toma un poco más de café.
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—No emendes —dijo Lavinia—. Estoy bien. Estoy calma. Pero tengo que irme. Tengo que
avisarles.
—Lo podemos hacer más tarde —dijo Adrián.
—No. No se puede —dijo Lavinia—. No te puedo decir nada más. Pero más tarde no se puede.
Me tengo que ir ya, antes de que amanezca. Ya me tengo que ir.
—¿Y Felipe? —dijo Adrián— ¿qué vamos a hacer con Felipe? Estaba asustado.
—Hay que llamar a Julián —dijo Lavinia—. Julián es su amigo. Él sabe dónde localizar a la
familia. Y hay que sacarlo de aquí escondido, sin que el vecindario se entere. Sacarlo de aquí y
llevarlo a otra parte.
"A otra parte que no sea aquí. Es muy importante. Yo puedo llamar a Julián, pero no puedo
esperarlo. Vos te tenés que quedar aquí y esperarlo. Explicarle lo del accidente. Decirle que yo tuve
que irme. Que no pregunte nada. Él te va a ayudar. Estoy segura. Era su amigo. Se querían mucho
—dijo y de nuevo sintió que quería quedarse allí, ponerse a llorar, pero no había tiempo. Tenía que
irse.
—Pero vos no te podes ir así, solita. No estás bien, Lavinia. Por lo menos, espera que venga
Julián y yo te voy a dejar.
—No. Estoy bien. No me va a pasar nada. Sólo tengo que ir a avisarles. De verdad, créemelo.
No me podés llevar. Nadie me puede llevar. Tengo que ir sola —se pasó la mano por el pelo. Por
momentos, sentía que se volvía loca. Luchaba contra sí misma, contra el impulso de volver a la
habitación y quedarse con Felipe, de llorar. Pero las lágrimas no le salían. Se sentía frenética.
Desgarrada. Quería irse ya y quedarse. Debía irse, se repitió; debía cumplirle a Felipe. Era lo último
que le dijo, que tomara su lugar. Debía hacerlo. Y, además, los otros estarían preocupados. Se
podría suspender la acción. Todo podría fallar si ella no era fuerte, si se ponía a llorar, si se quedaba
al lado de Felipe. Pero era terrible dejarlo solo. Horrible dejarlo allí, todo sucio, todo ensangrentado
en su cama. Pero tenía que irse.
Entró a la habitación. Adrián le seguía los pasos. Felipe estaba igual. No se había movido. Había
tenido la esperanza de que al entrar, Felipe estuviera de lado. De lado como le gustaba dormir. Pero
estaba todavía boca arriba, con las manos sobre el pecho, como Adrián lo dejó. Se acercó al
teléfono. Buscó en su librito el número de la casa de Julián. La mujer de Julián respondió,
malhumorada, soñolienta. No eran todavía las cinco de la mañana. Julián se puso al teléfono. Le
dijo que debía llegar a su casa; que no dijera nada pero se trataba de Felipe. Felipe había tenido un
accidente. Era urgente que llegara inmediatamente.
Después entró al baño y se cambió la ropa ensangrentada. Se puso unos blue-jeans, una
camiseta, zapatos de tenis. Vio la chaqueta de azulón de Felipe y la agarró. Se la puso sobre los
hombros. Todavía temblaba de frío.
Antes de salir de la habitación, se arrodilló junto a Felipe. El llanto se le quedaba en el pecho
como un ahogo sin cauce, un dolor batiéndose contra cada rincón de su cuerpo.
—Ya me voy Felipe —dijo, acercándosele a la cara—. Ya me voy, compañero —repitió—.
Patria Libre o Morir —sollozó, besándole las manos, sintiendo por primera vez la humedad de las
lágrimas empezando a correr como ríos desatados.
Se levantó huyendo de aquella humedad que amenazaba con paralizarla, con dejarla allí sobre la
camisa ensangrentada de Felipe.
—Me voy —dijo a Adrián, y salió de la habitación casi corriendo.
Adrián la siguió hasta la puerta. Se despidieron rápidamente. Un abrazo fuerte. "Cuídamelo",
dijo Lavinia. "Cuídate" —dijo Adrián.
Miró su reloj. Eran casi las cinco de la mañana. Encendió el motor del carro. Pasó la mano por el
vidrio delantero cubierto de niebla y rocío. Y salió. Las calles empezaban a animarse con los
camiones repartidores de leche y los mensajeros en moto lanzando los periódicos en las veredas de
las casas. Era un día más. Otro día. Todo parecía normal. Pasó por casas que lucían adornos
navideños en los jardines. Árboles con bujías de colores. Ventanas por donde se vislumbraban
árboles de navidad. Nada parecía haber cambiado. El mundo no lloraba la muerte de Felipe. Era
como si no hubiese sucedido. Empezó a llorar. Los sollozos velaban la carretera que ahora tomaba,
las flores amarillas, húmedas de los bordes, meciéndose en el viento mañanero y fresco de
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diciembre.
Sentía que el llanto le brotaba desde los pies, le producía un agudo dolor en el vientre, en el
estómago. Respiró hondo. Debía calmarse. No podía llorar así. No podría manejar si seguía
llorando así.
Los pensamientos alborotaban un desorden de imágenes. Felipe riéndose, Felipe en la cama,
Felipe en la oficina, Felipe en la última mañana que lo vio, Felipe diciéndole que la acción no tenía
nada que ver con Vela, diciéndole que él no había querido que participara, Felipe cuando lo
conoció, Felipe en su cama, ensangrentado, inmóvil. El mundo sin Felipe. Nada había cambiado. Y,
sin embargo, para ella, todo había cambiado. La rabia, la rabia de su muerte, tan inútil, la muerte de
tantos, la dictadura, el Gran General, el general Vela y su absurda casa, las mujeres de Vela,
imbéciles. Los odiaba. Los odiaba con las vísceras que le dolían, con la entraña que punzaba, con el
estómago. Los podría matar con sus manos. Con sus manos desnudas. Sin asco.
Y había que seguir, que continuar. Felipe no podía haber muerto en vano. Habría que cumplirle
los sueños. A él y tantos otros. Evitar que sus muertes quedaran vacías, que no sirvieran para nada.
No podía morir en vano. Había que triunfar, había que hacer tantas cosas. Y Felipe riéndose en la
playa, Felipe en el barco yéndose a Alemania, Felipe niño en la escuela... Los Felipes que conoció
y los que no conoció, le saltaban en la mente. Duende Felipe, pájaro Felipe, colibrí Felipe, oso
Felipe, Felipe machista, Felipe dulce. Al final, le pidió que lo sustituyera. No porque lo hubiera
querido. Por necesidad. Las mujeres entrarían a la historia por necesidad. Necesidad de los hombres
que no se daban abasto para morir, para luchar, para trabajar. Las necesitaban a fin de cuentas,
aunque sólo lo reconocieran en la muerte. ¿Por qué? ¿Felipe? ¿Por qué? ¿Por qué te me fuiste a
morir? Amorcito, mi muchachito, mi hombrecito lindo.
Y así llegó a la casa de los espadillos. La casa oscura. Entró con el carro hasta el frente. Se
encendieron luces. Movimiento. Un hombre apareció. El compañero de la posta. "Soy Inés" —dijo
Lavinia—. "¿Aquí venden plantas? ", la contraseña. "Compañera ponga el carro aquí atrás" y lo
puso, lo metió por detrás de la casa. Vio otros carros. Taxis. Los taxis Mercedes Benz. Allí estaban.
Semiocultos. Eran dos taxis. Uno metido en un garaje. El otro por fuera tapado con una manta. Y su
carro. Serían tres carros. No haría falta el taxi de Felipe.
En la puerta de atrás de la casa, la puerta de vidrio que daba a un porche cubierto con una
pérgola, acababan de aparecer Sebastián y Flor. Se acercaban. Tenían unas chamarras sobre los
hombros. Caras de preocupación. Otra vez la desgarradura en el estómago cuando los vio. Aquellas
horribles ganas de llorar. Y de gritar también. Se limpió la nariz con el dorso de la mano. Flor y
Sebastián se acercaron, casi corriendo. Sebastián le puso un brazo sobre los hombros. ¿"Que pasó?
" —dijo. Y Lavinia no pudo decir nada. Se puso a llorar. Se abrazó a Sebastián y lloró sin poder
pronunciar palabra, sintiendo que había llegado, que estaba con su familia, con los suyos, con sus
hermanos. La metieron dentro de la casa. Una sala enorme casi sin muebles. Unas cuantas sillas de
aluminio con cubiertas de plástico floreadas.
Flor dijo algo al posta que salió de nuevo de la casa. Apagaron las luces. El día iba quebrando ya
la oscuridad.
Flor desapareció y volvió a aparecer con un vaso de agua en la mano. Se la dio a Lavinia.
Sebastián la había sentado en una silla. La mantenía abrazada, medio arrodillada a su lado. Ella
seguía llorando.
Tomó el agua, diciéndose que debía calmarse. No había venido a llorar. Tenía que decirles lo
sucedido, pero sentía como si Felipe fuera a morir en ese momento. Sólo en ese momento la muerte
de Felipe sería real, en el momento en que se lo dijera. Y no le salían las palabras. Iba a decirlo y
volvía a llorar.
—¿Te siguieron? —preguntó Sebastián—, ¿te buscaron? ¿Pasó algo?
Ella movía la cabeza contradiciéndose, diciendo que no y que sí, sin poder emitir palabra.
—Déjala que se calme —dijo Flor a Sebastián y se acercó a darle palmaditas en el hombro, a
darle más agua.
Tenía que decirles pronto. Los veía ponerse nerviosos a cada minuto que pasaba. Sintió la alerta
en la casa. Ruidos de pisadas en el piso de arriba. Cosas que se movían.
—No me vienen siguiendo —dijo por fin—. No se alarmen. No me vienen siguiendo. No pasó
nada con la guardia.
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Aspiró una gran bocanada de aire. Tenía que seguir. Tenía que mencionar a Felipe. En ese
momento. Ver morir a Felipe en los ojos de Sebastián y Flor. Tenía que hacerlo ahora, ahora que se
aminoraban los sollozos, y podía hablar.
—Lo que pasó fue que Felipe —tomó agua, respiró profundo—. Felipe asaltó un taxi. El taxista
creyó que era un ladrón. Le disparó a quemarropa. Felipe murió en mi casa. Hace como una hora,
como dos horas tal vez. Eso fue lo que pasó.
Ahora las lágrimas le corrían por las mejillas, pero los sollozos se iban calmando. Trataba de no
ver a Felipe. Cada vez que una imagen de Felipe le brotaba de la memoria, volvían los sollozos.
Trató de pensar en otra cosa, en las sillas de la sala, en el lugar aquel, inhóspito, abandonado, las
paredes descascaradas. No quería ver las caras de Flor y Sebastián.
—Vas a hacer un esfuerzo —decía Sebastián, arrodillándose frente a la silla, junto a sus rodillas,
tomándole la mano— y me vas a contar despacito lo que pasó.
Se lo contó lo mejor que pudo. Tomando sorbos de agua, usando el pañuelo tosco y grandote
que le pasó Flor, de pie al lado de la silla sobándole la cabeza.
Cuando terminó, Flor y Sebastián se apartaron de su lado. Dijeron algo entre ellos.
—Vamos a mandar a un compañero a que vea lo de tu casa —dijo Sebastián, y dirigiéndose a
Flor —quédate vos con ella.
—Dame las llaves de tu carro —dijo Sebastián.
—Espérate —dijo Lavinia—. No te vayas. Tengo que decir algo más. Felipe quiere que yo tome
su lugar. Insistió. Dijo que yo conozco la casa. Que él confía en mí. Que yo debo hacerlo. Que yo
debo tomar su lugar.
—Bueno, bueno. Ya vamos a hablar de eso.
—No. Yo tengo que hacerlo, Sebastián. Por favor. Felipe me lo pidió antes de morirse. Me dijo
que insistiera.
—Ya vamos a hablar de eso —dijo Sebastián, y salió sin darle tiempo de continuar.
—Flor, por favor, vos tenés que ayudarme —dijo Lavinia—, yo tengo que hacerlo. Yo conozco
esa casa mejor que nadie.
—Sí, sí. Cálmate. No te preocupes. Espera que venga Sebastián. El no ha dicho que no. Sólo que
ahora hay que hacer otras cosas más urgentes. Toma más agua.
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La Mujer Habitada
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Capít ulo 25
MURIÓ AL AMANECER. Retornó al lado del sol. Es ahora compañero del águila, un
quauhtecatl, compañero del astro. Dentro de cuatro años retornará tenue y resplandeciente
hutzilin, colibrí, a volar de flor en flor en el aire tibio.
El maíz y las plantas nacen en el oeste, en Tamonchan, jardín de las diosas terrestres de la
vida. Después hacen el largo viaje de la germinación bajo la tierra. Los dioses de la lluvia;
Quiote, Tláloc, Chaac, los guían y alientan para que no pierdan el rumbo y surjan otra vez en
oriente, en la región del sol naciente, de la juventud y la abundancia, el país rojo de la aurora
donde se escucha el canto del pájaro quetzalcoxcoxtli. Ni hombre, ni naturaleza, están
condenados a la muerte eterna. La muerte y la vida son sólo las dos caras de la Luna; una clara,
otra oscura.
La vida brota de la muerte como la pequeña planta del grano de maíz, que se descompone en
el seno de la tierra y nace para alimentarnos.
Todo cambia. Todo se transforma.
El espíritu de Felipe sopló viento en mis ramas. Ahora él sabe que yo existo; que velo desde la
sangre de Lavinia los designios escritos en la memoria del futuro. Él la mirará desde el cortejo
de astros que siguen al Sol hasta llegar al cénit. No la perderá de vista. Me lanzará su calor para
que yo la sostenga.
La sangre de Lavinia bulle igual que un colmenar enardecido. Su llanto hubo de contenerse
con rocas y el dolor transformarse en lanzas desenvainadas, igual que el dolor de Yarince ante
mi cuerpo yerto.
Dos hombres afanados de angustia recogieron el cuerpo del guerrero caído. Lo vistieron con
ropas limpias. Vendaron sus profundas heridas. Se lo llevaron cargado. Parecían llevar un
hombre borracho de puique.
Flor la llevó a una habitación pequeña, ocupada por dos colchones delgados y largos sobre el
suelo. Le dijo que tratara de descansar un rato mientras avisaba a los demás lo sucedido.
Al poco rato, Lavinia escuchó afuera murmullos de voces, sonidos de gente moviéndose.
Después un silencio y la voz de Flor diciendo algo sobre Felipe. No podía distinguir las palabras.
De vez en cuando oía distintamente el nombre de Felipe. Lo demás era ininteligible. Miró las
paredes verdosas de la habitación, ruinosas y descascaradas. Hacía frío. Se apretó el cuerpo con los
brazos. Ya no lloraba. Había caído más bien en un estado de estupor. No sabía si estaba viviendo en
la realidad o en un tiempo distorsionado por el dolor y la muerte.
Flor retornó llevando en la mano un pocilio metálico, café con leche, y un pedazo de pan
engrasado con mantequilla.
—¿No querés desayunar un poco? —dijo—. Te va hacer bien. Lo puso en el piso, cerca de ella y
se sentó en la otra colchoneta.
—Me parece mentira —dijo Flor, hablando como para sí misma—. Casi no puedo creer que
Felipe haya muerto. Me sucede últimamente. No puedo creer en la muerte de los compañeros. No
reacciono. No sé si algún día de estos voy a empezar a llorar sin poder detenerme. Llorar por los
que no he llorado. Decimos que uno se acostumbra a aceptar la muerte como parte de este oficio. A
verla de frente, sin bajarle la vista. A verla con naturalidad. Pienso que, más bien, lo que sucede es
que la negamos. No la podemos aceptar. Simplemente la rechazamos. Seguimos esperando ver
vivos a los compañeros. Pensamos que el día del triunfo los encontraremos a todos, que allí nos
daremos cuenta que no habían muerto, que estaban escondidos en alguna parte...
Lavinia apoyaba la cara en las rodillas, se las abrazaba, moviendo las manos nerviosamente.
—¿Y se te murió a vos sólita? ¿Estabas sola con él?
—Sí —dijo Lavinia—. Cuando lo vi, pensé que se moría de un momento al otro, pero después,
cuando estábamos hablando, me negué a aceptar que pudiera morir. Todavía cuando llegó Adrián y
me lo dijo, no lo creí.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
"Más tarde, incluso, entré al cuarto a ver si había cambiado de posición, si se había movido. Pero
nada...
—¿Y él te explicó que la acción es hoy, en la casa de Vela?
—Sí. Me dijo que debía tomar su lugar; que me lo debía porque era él quien se había opuesto a
mi participación. "Sos valiente", me dijo, "podés hacerlo. No aceptes que te digan que no."
—¿Pero te das cuenta que es difícil incorporarte ahora?, los compañeros del comando nos hemos
pasado dos meses entrenando, reconcentrados, haciendo simulacros...
—Pero yo conozco la casa mejor que nadie. Yo he estado allí, ustedes no. Yo la diseñé.
—Pero eso no es todo, Lavinia. Nosotros conocemos bien los planos.
—Sí, yo sé. Yo le di un juego de planos a Felipe, pero después se hicieron varios cambios...
—Pero no se cambió lo básico...
—No, pero se hicieron algunos cambios. Yo puedo ser útil. No es lo mismo ver un plano que
haber estado allí.
Tenía razón, accedió Flor, pero debían esperar a Sebastián. Se quedaron en silencio.
—Ya te sentís un poco mejor, ¿verdad? —dijo Flor.
—No sé. No sé ni como me siento. Me parece que nada de lo que está sucediendo es real.
—Tenés que ser fuerte —dijo Flor—, sobre todo si querés participar en la acción. Sebastián no
te puede ver así, tan decaída. Tenés que hacer un esfuerzo para recomponerte, para dejar de estar
con la mirada perdida, sonámbula. Tenés que hacerlo. Hacelo por Felipe. Él lo esperaría de vos.
—Es triste que, hasta el final, no reconoció que yo podía participar, ¿verdad? Es triste.
Lavinia se alisó el pelo con las manos. Se arregló la camiseta dentro del pantalón. Flor tenía
razón. Debía sobreponerse a su dolor si quería participar. Acercó el pocilio de café con leche y
empezó a dar pequeños sorbos y a mordisquear el pan.
Silenciosamente, Flor la miró.
—Hubiera sido más triste que nunca lo reconociera... —dijo Flor, después de una larga pausa—.
Lavinia —añadió, adoptando un tono solemne—, Felipe tenía sus problemas. Vos, mejor que nadie
los conocías. Pero el Movimiento considera que vos has demostrado coraje y disposición.
Recientemente acordamos otorgarte la militancia. Se te iba a informar después de la acción, pero
creo que es importante que lo sepas ahora. Yo también quería decirte que, suceda lo que suceda,
podés contar conmigo. Yo te quiero mucho, te quiero como a una hermana. Sé que estás pasando
momentos difíciles, pero tengo confianza que vas a salir de esta situación fortalecida. Yo que te he
visto superar tus dudas e inquietudes, sé que tengo razones para confiar en vos, razones para
respetarte. Optaste por unirte a nosotros, arriesgarlo todo, poner tu vida en la línea de fuego. Eso
tiene su valor y yo te prometo que voy a luchar porque se te permita participar por tus propios
méritos. No porque Felipe te lo pidió, sino porque vos lo mereces.
Se abrazaron apretadamente. Las dos lloraron lágrimas calladas sin estridencia de sollozos. Flor
se limpió la cara con el dorso de la mano y salió dejando a Lavinia apaciguada, serena, con una
sensación de calor, de paz, en el pecho.
Afuera, los compañeros se preparaban. Todo era excitación. Desde hacía dos meses esperaban
este momento. Se habían entrenado cuidadosamente. Ninguno sabía de qué se trataba exactamente.
No bien llegara Sebastián se lo explicaría con detalles. Mientras tanto, Flor les dio instrucciones
para dejar "limpia" la casa. Quemaban papeles. Guardaban la ropa que no utilizarían en un saco.
Revisaban las armas.
Originalmente, el grupo consistía en cuatro mujeres y nueve hombres.
Ahora, con la muerte de Felipe, habría que ver si serían cinco las mujeres que participaran.
Sebastián regresó cuando ella terminaba de darse una ducha. Flor la había llevado a un pequeño
cuarto de baño. "El agua está muy fría" le dijo, "pero te hará bien."
Fue como un latigazo el chorro de agua sobre la piel. Agua fría de montaña. La hizo
estremecerse, reanimándola. Se paró bajo la ducha, dejando correr el agua por la cara, el pelo largo
y espeso. Quería lavar las imágenes terribles de las últimas horas, los ojos abotargados por el llanto.
Pero la sensación de agua en las mejillas soltó otra vez las lágrimas; ahora mansas, resignadas.
Lágrimas que eran a la vez nostalgia y propósito.
Se volvió a poner su ropa, la chaqueta de azulón de Felipe. Ya no lloraba. No podía llorar más.
No cuando tenía que hablar con Sebastián. El sol calentaba ya, pero en esa zona el clima era fresco,
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
especialmente en esta época del año.
Salió a la sala. No vio más que a Sebastián y Flor, inclinados sobre un juego de planos
colocados en la mesa de un comedor de aluminio y fórmica.
Sebastián levantó la cabeza, sintiéndola llegar.
—Ya te ves mejor —dijo.
Lavinia sonrió, diciendo que se sentía mejor, el agua la había reanimado. Lo miró tratando de
adivinar, en la expresión de los dos, qué pasaría con ella.
—¿Ya decidieron sobre mi participación? —preguntó, haciendo un esfuerzo para sonar
ecuánime.
—Sí —dijo él—. Está aprobada. Vas a participar. Creemos que, en efecto, tu conocimiento de la
casa es valioso. Sin embargo, tenemos que darte una preparación acelerada. Contamos con poco
tiempo. Diez horas aproximadamente. "Cinco" te va a enseñar a manejar el arma. Vos serás la
número "Doce". Yo soy "Cero" y Flor es "Uno". De ahora en adelante, nos llamaremos por número.
No debes mencionar nuestros nombres delante de los demás. Dentro de un momento, nos
reuniremos todos aquí para revisar los detalles de la operación —había asumido su tono
"ejecutivo".
Participaría, pensó Lavinia. La habían aprobado. Por un momento, casi se sintió feliz.
Sebastián estaba tenso. Grave. Esta vez, seguramente, no habría llanto sordo; el ronquido animal
y plañidero de aquella noche —lejana ya— de su casa. Esta vez, no había tiempo ni espacio para
llorar. Y sin embargo, Lavinia podía sentir el dolor envolviéndolos en un círculo de agudas puntas.
—Gracias —dijo aliviada—. Sólo una cosa más, ¿se arregló lo de Felipe?
—Sí—dijo Sebastián—. Y también localizamos al taxista. Juró que si hubiera sabido que era un
operativo del Movimiento, no habría disparado. Dice que nos respeta. Según él, Felipe no dijo nada
hasta después. Es extraño. Difícil de creer. De todas formas, ya lo tenemos controlado al hombre.
¡Desgraciado! —musitó el adjetivo, con rabia e impotencia.
¿Cómo sería el hombre que había matado a Felipe?, pensó Lavinia, No sintió odio contra él. No
supo qué sintió. Hubiera querido verlo quizás. Pero no tenía importancia. ¿Para qué? ¿De qué
serviría ahora? lo cierto es que Felipe había muerto víctima de la violencia del país. La violencia de
las calles de tierra, de los borrachos en las cantinas, de las chozas a la orilla de basureros insalubres,
la delincuencia, las capturas a medianoche, fotografías de muertos en los periódicos, los FLAT
patrullando las calles, hombres de cascos y toscos rostros imperturbables, las tropas élites y sus
consignas terribles, la casta, la dinastía de los grandes generales.
Era contra ellos que había que dirigir la ira, el coraje.
Se distrajo. Flor la miraba. La mirada de Flor la hizo reaccionar.
—Vení —dijo Sebastián, indicándole que se acercara a los planos—. Me gustaría que les dieras
una última revisada a estos planos.
Se acercó. Recordó la tarde cuando Felipe se los pidió. Los tuvieron que sacar de la oficina sin
que nadie se enterara. Fotocopiarlos. No quería prestárselos. Tuvo que vencer otro límite cuando
finalmente aceptó. Felipe no había sabido explicarle para qué los necesitaba. "Sólo para tenerlos",
le dijo. "Nunca se sabe cuándo serán útiles. Necesitamos recopilar todo cuando podamos. Recordá
que cuando fuiste a la oficina de Vela, también te pedimos el croquis."
El blue-print sobre la mesa era exacto. Algunos ligeros cambios se introdujeron a última hora: la
pérgola más grande en la terraza, la barbacoa bajo techo; un cuarto de costura... Lo que no estaba
en los planos y era importante, era el complicado sistema de cierres y candados que el general
mandara a instalar para aislar, durante la noche, los diferentes niveles de la casa. Así lo dispuso
para evitar que un presunto ladrón pudiera moverse de uno a otro nivel. Cada nivel podría quedar
aislado del resto, mediante una cancela enrejada y candados.
—Eso es muy importante —dijo Sebastián—. Nos preocupaba la posibilidad de acceso desde
otros niveles, el tráfico de un nivel al otro.
—Pero no sabemos si el general los va a tener cerrados —dijo Lavinia—. Eso sólo está supuesto
a funcionar por la noche, cuando se van a dormir.
—Pero lo podemos hacer funcionar nosotros —dijo Sebastián—cuando tengamos asegurada a la
gente en un nivel... ¿Y el patio? ¿Qué me podés decir?
El patio estaba amurallado. No había posibilidades de que alguien se saliera por allí. La casa era
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La Mujer Habitada
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una fortaleza.
—¿Y el truco de la pared que me explicaste? —preguntó Flor, mirando a Lavinia.
Sebastián levantó los ojos. Frunció el ceño intrigado.
—Es aquí —dijo Lavinia, señalando el estudio privado en los planos. El general tiene sus armas
en esta habitación, acomodadas en estantes sobre la pared. La pared es giratoria. Si no ven las
armas, quiere decir que están al otro lado, ocultas.
—¿Y cómo es eso? —preguntó Sebastián—. No está en los planos.
—No —dijo Lavinia—. Está en un plano separado.
—Mejor llamas a los demás —indicó Sebastián a Flor—. Vamos a hacer ya la última formación
cerrada y a darles todas las instrucciones. Es importante que oigan esto.
Flor desapareció por una escalera que conducía al piso de arriba.
Minutos después, el grupo bajó ordenadamente.
Eran siete hombres y tres mujeres. Lavinia reconoció a Lorenzo y René, los instructores de la
escuela militar a la que asistió. No pudo disimular su sorpresa cuando vio, entre ellos, a Pablito, su
amigo de infancia, con el que bailó en la fiesta del Social Club, el que dijo trabajar en la
recientemente inaugurada Oficina de Investigaciones Sociales del Banco Central. Pablito, el
"inofensivo". Según Sara, se había marchado del país a trabajar en un Banco en Panamá. La
sorpresa fue mutua. Los dos estuvieron a punto de desatarse cuando comprobaron la incredulidad el
uno en la cara del otro. Él le indicó con la mirada que se hiciera la desentendida. Los cuatro
hombres restantes le eran desconocidos, al igual que las mujeres. Una de ellas, era pequeña, bien
formada, de pelo largo, lacio castaño y ojos almendrados que miraban con una dulzura particular.
Había otra, gordita y morena, de expresión simpática. Las otras dos eran serias y un poco adustas,
mayores que el resto del grupo. La característica más destacada entre tanta fisonomía diferente era
la edad. La mayor parte de los miembros del comando oscilaba entre los veintidós y treinta años, a
excepción de dos de las mujeres que estarían en la mitad de su treintena.
Cuando estuvieron todos en la sala, Sebastián dio la voz de mando de "formación". Se formaron
en dos filas. Flor le indicó que se alineara como los demás. Se colocó de última. Era la número
"doce".
— ¡Firmes! —y todos se envararon, adoptando la posición militar.
—¡Numerarse de frente a retaguardia! —ordenó Sebastián.
Se inició el conteo. Pablo era el "Nueve"; Rene y Lorenzo eran "Dos" y "Cinco". La muchacha
de ojos almendrados, el "Siete", la gordita simpática, el "Ocho"...
—¡Descansen! —se quedaron, relajados en el mismo lugar.
Sebastián se puso frente al grupo y empezó a hablar. Era tradicional en el Movimiento explicar
políticamente cada acción, reiterar su significación. Lavinia, como los demás, guardaba una
silenciosa y respetuosa atención a las palabras firmes de Sebastián, que explicaba cómo la
Organización había confiado en ellos, en su capacidad, para llevar adelante el operativo "Eureka".
Se tenía confianza, decía, en que todos y cada uno sabrían poner en alto el nombre del Movimiento,
dando a conocer su vigencia; la lucha en las montañas; la represión y violencia de la dictadura.
Con esa acción, seguía diciendo, se rompería el silencio guardado durante meses en las ciudades,
por el Movimiento.
—Uno de los miembros de este comando ha muerto esta madrugada, el número "Dos" —dijo,
después de una pausa. Lavinia miró las caras de los demás. La tristeza.
Con sencillez, Sebastián narró las circunstancias de la muerte de Felipe. "Así son los gajes de
este oficio...", dijo, Felipe debía vivir entre ellos añadió. La acción honraría su memoria. Se había
decidido que llevara su nombre. La muerte de Felipe, la muerte de tantos compañeros, seguía
diciendo, los comprometía a hacer realidad los sueños por los cuales ellos habían entregado su vida.
Sebastián se detuvo. Miró al suelo un instante. Alzó la cabeza y dijo con voz alta y gruesa:
—¡Compañero Felipe Iturbe!
—¡Presente! —dijeron todos.
Hubo un breve silencio de recogimiento y memoria, en el que Lavinia no pudo visualizar a
Felipe muerto, pensando una y otra vez, que todo aquello no estaba sucediendo. Oía el eco del
"presente", lejano, terrible, en sus oídos.
Luego Sebastián continuó explicando cómo la violencia no había sido una opción; sino una
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imposición. El Movimiento luchaba contra esa violencia; la de un sistema injusto, que sólo podría
ser cambiado con una lucha larga de todo el pueblo. No se trataba de vender sueños a corto plazo,
ni de cambiar personas. Se perseguían cambios mucho más profundos. Nada de ilusiones de fin del
régimen que perpetuaran el estado de cosas. Eso había que tenerlo claro, enfatizó, para poder
comprender y hacer comprender porqué la acción no se iniciaría sino hasta que el Gran General
hubiera abandonado la casa.
El operativo, dijo, era sólo el inicio de otra etapa. Se proponía aliviar la presión a los
compañeros de la montaña, aislados y perseguidos hacía meses; abrir otros frentes.
Finalmente explicó las demandas que se harían: la libertad de los presos políticos; la difusión en
todos los medios de comunicados explicando a la población los motivos de la acción: los
requerimientos innegociables del comando.
Era una operación, dijo, "Patria Libre o Morir". Sin retirada. O salían victoriosos, o morían.
"Vencemos o Morimos" —dijo y luego, en voz alta y resonante, la consigna: "Patria libre ... ".
—¡O Morir! —respondieron todos a coro.
—¡Rompan filas! —ordenó Sebastián. Estaba visiblemente emocionado. La muerte de Felipe
pesaba en el aire, prestaba a los rostros contrastes solemnes.
Debía ser terrible, pensó Lavinia, para ellos, entrar en acción con aquella muerte fresca y tierna
en sus memorias. Le costó romper filas, moverse de donde estaba. Se le vino de pronto la
enormidad de lo que estaban emprendiendo. Y ella, en medio de todos, novata. Le infundía espanto
la idea de cometer alguna torpeza que los pusiera en peligro; crear riesgos en un operativo tan
cuidadosamente preparado, tan significativo y determinante para el futuro del Movimiento. La
confianza depositada en ella la confortaba, obligándola a vencer dudas y temores fundados en la
propia inexperiencia. Tendría que ser capaz, se dijo.
Los compañeros se movieron.
—Ahora haremos un semicírculo alrededor de la mesa. Les voy a explicar los detalles del
operativo —dijo Sebastián—. La compañera "Doce" estuvo involucrada en el diseño de la casa —
añadió, señalándola a manera de presentación—. Participará con nosotros en el operativo. Ella nos
ampliará los detalles sobre el interior.
Los integrantes del comando la miraron atentamente, con camaradería. Una más entre ellos, se
paró al lado de Sebastián que hablaba, señalando el plano.
—Revisemos —dijo él, recorriendo con sus dedos las estancias de la casa. "La deben conocer
casi mejor que yo", pensó Lavinia, escuchándolo. —La casa tiene una entrada principal. Se puede
entrar también por los garajes. En el primer nivel hay tres salas, separadas por jardineras, un hall, el
comedor con una escalera para bajar al segundo nivel, un baño para huéspedes y la cocina. En la
pared lateral izquierda hay una puerta desde la que se puede entrar por el garaje a la sala...
Miraba el plano casi sin verlo. Sebastián explicaba el segundo nivel, los dormitorios, el cuarto de
música, la armería, el cuartito de costura... Perdió el hilo. Recordó los meses de trabajo, absorta
sobre la mesa de dibujo diseñando aquella casa. Aquella casa causante de la muerte de Felipe.
Felipe no habría muerto si las hermanas Vela no hubiesen llegado aquella tarde lejana en su
memoria en que Julián la llamó para que las atendiera. Le pareció verlas de nuevo, a las dos.
Recordó sus primeras impresiones sobre Azucena, la señorita Montes. Impresiones que luego la
realidad corrigiera para arrojar el perfil frívolo y parasitario de la solterona, ocupada tiempo
completo en proteger la comodidad que su hermana le brindaba. La hermana obsesionada con
pertenecer a "la sociedad", como llamaba a la gente de nombre y alcurnia... Pensó en el hijo de
Vela soñando ser pájaro.
—¿Cómo dijiste que era el sistema de cancelas? —preguntó Sebastián, trayéndola de regreso a
la sala, a los ojos de los compañeros, mirándola.
—Hay dos cancelas enrejadas —dijo Lavinia, aparentando haber estado atenta a toda la
explicación—: la primera está en el comedor; la segunda entre el estudio privado y el costurero en
el segundo nivel. La primera aisla el área pública de la zona de dormitorios y del área familiar más
íntima. La segunda divide ésta del área de servicio. Es previsible que, durante la fiesta, todas las
cancelas estén abiertas. Imagino que el general y su mujer, querrán enseñar toda la casa a las
visitas.
—¿Y lo de las armas?
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
—Las armas están en el estudio de Vela. Al frente de la puerta hay una pared de madera. La
pared es giratoria. Él puede tener las armas expuestas u ocultas según lo desee. Si no las ven, será
necesario activar el mecanismo que se encuentra situado detrás de un apagador falso a la derecha de
la pared. Aquí —dijo y todos se inclinaron—. Para abrir el apagador, se descorre un pequeño
cerrojo, y luego se levanta la palanca diminuta que sirve de cierre. Eso libera los paneles. Yo pienso
que lo más probable es que durante la fiesta tenga las armas expuestas.
—No sabíamos nada de esto —dijo Lorenzo.
—Nadie sabía —dijo Lavinia—. Ni Felipe...
—¿Y las instalaciones cerca del jardín, la sauna, el gimnasio y lo demás? —interrumpió,
ejecutivo, Sebastián.
—Aquí pueden verlo —dijo Lavinia, señalando el diseño a la orilla de la piscina. Este pabellón
tiene dos baños con ducha; dos vestidores; la sauna, un cuarto-gimnasio y, en este espacio que
divide los baños y vestidores de la sauna, hay un bar, un espacio social techado.
—Ese lugar era el que no entendíamos —dijo la gordita, número "Ocho".
—Hay un acceso directo, esta vereda empedrada que ven aquí, desde la piscina, tanto al nivel
social como al familiar. También esos accesos tienen cancelas y rejas.
—Está bien asegurada la casa... —dijo Pablito, el número "Nueve".
Lavinia continuó explicándoles los accesos, los ambientes. Hablaba con aplomo. Conocía la
casa; era su íncubo, su engendro. Los demás la miraban con expresión de respeto.
—¿Y en el estudio, qué armas hay? ¿Sabes? —preguntó Sebastián, "Cero", jefe de la operación.
—Hay de todo —dijo Lavinia—, rifles, pistolas, subametralladoras —le dolía terriblemente la
cabeza.
Flor sacó un papel y explicó que se dividirían en tres escuadras de cuatro compañeros cada una.
Una de las escuadras entraría por el frente; la otra por el acceso del servicio, ubicado al lado de la
cocina; la última por el garaje. El "Cero" no pertenecía a ninguna escuadra, pues debía comandarlas
a todas. Penetraría con la escuadra número dos por la puerta principal.
—Lo más importante —dijo Sebastián— es entrar. El que se quede afuera es hombre muerto. La
escuadra dos y yo nos vamos a encargar de sacar las armas del cuarto ese y distribuirlas.
Los jefes de escuadra debían asegurar, una vez dentro, el cierre de cada acceso. La escuadra
número uno, la que entraría por la puerta del servicio, debía unirse con la dos, entrando al segundo
nivel de la casa; la número tres debía rodear la casa, revisar la orilla de la piscina, recoger a los
invitados que se encontraran allí y penetrar por la puerta de acceso del tercer nivel, revisando éste y
trasladando al segundo nivel a los invitados y personal de servicio que encontraran. Luego, con las
armas que recuperaran, se dividirían en dos escuadras: una para custodiar a los invitados y otra para
asegurar la defensa y vigilancia de la residencia. A todos los invitados se les reuniría en el segundo
nivel, el más protegido.
Lo más delicado y peligroso era el momento en que descenderían de los vehículos. Sebastián
indicó que la escuadra de información estaba ya vigilando la casa. Ellos pasarían, telefónicamente,
la información sobre el aparato de seguridad que permaneciera custodiando a otros invitados, una
vez que se marchara el Gran General. Se sabía, por fuentes, que asistirían varios embajadores a la
fiesta, además de altos miembros de las fuerzas armadas, apellidos "notables" del país y varios
miembros de la familia del Gran General.
—Al bajarnos, dispararemos a cualquier cosa que se mueva —dijo Sebastián—. Los ocupantes
de los dos primeros vehículos, deben abrirse camino hacia la puerta. Los del tercer vehículo los
cubrirán, mientras también se abren camino. Tenemos que entrar lo más rápido posible, en
formación de cuña.
—"Cero" —dijo Pablito, el "Nueve" —dirigiéndose a Sebastián—. Desde el principio me ha
preocupado que seamos muy pocos para controlar a la cantidad de gente que habrá en esa fiesta...
—Calculamos que mucha gente se irá cuando el Gran General se marche.
—Y mucha gente no va a llegar —añadió Lavinia—. El general Vela no es muy popular
socialmente.
— Del Gran General y el número de gente depende el momento en que entraremos en acción.
De todas formas no podemos permitir que se nos vayan los "peces gordos" —aclaró "Cero"—. Es
muy importante recordar que no deben maltratar, ni disparar contra ningún invitado, a menos de ser
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atacados. El óptimo resultado es salir de allí con la gente viva. No queremos, no podemos hacer una
carnicería. Es fundamental que los rehenes se den cuenta que están tratando con revolucionarios, no
con asesinos ni desalmados.
Aunque el comando estaba compenetrado del tipo de acción a realizar, no había conocido sino
pocas horas antes, por razones de seguridad, cuál sería el objetivo, la misión específica. Sin
embargo, llevaban dos meses, según había dicho Flor, en el entrenamiento, haciendo simulacros,
asaltos, conociendo sus armas. Ahora revisaban una y otra vez, detalles y movimientos. Siguieron
haciendo preguntas por largo rato, discutiendo, hasta que pareció que todos estaban satisfechos y
claros; hasta que se cercioraron de poder visualizar paso a paso, lo que debía suceder.
Entonces Sebastián indicó que se iniciara el "zafarrancho de combate", la fase inmediata previa
a entrar en acción.
Flor dio instrucciones al grupo de revisar las mochilas, constatando provisión de medicinas,
alimentos enlatados, bicarbonato, baterías, agua... Lo que necesitarían, en caso de asedio
prolongado, bombas lacrimógenas, heridas.
También orientó la revisión de las armas, asignadas a cada uno. Dispuso con la compañera que
atendía la cocina, una comida ligera, temprano. Era importante haber hecho la digestión cuando
entraran en acción o en caso de cualquier herida en el estómago. Eran más peligrosas con el
estómago lleno.
Indicó a Lavinia que debía dirigirse a una habitación al fondo con el "Cinco", para recibir
instrucciones sobre el uso de su arma, una subametralladora Madzen, vieja y descascarada.
La actividad frenética de la casa, se desarrollaba en orden. Los muchachos revisaban,
extendiendo sobre el suelo, la provisión contenida en las mochilas. Sebastián discutía otros detalles
de la operación con los jefes de escuadra Flor, el "Dos" y el "Tres".
Eran las doce del día.
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Capít ulo 26
HEMOS LLEGADO AL DÍA. La fecha favorable para el combate, marcado por el signo "ce
itzcuintli" "uno perro", consagrada al dios del fuego y del sol.
Antes de la llegada de los invasores, nosotros nunca íbamos a la guerra por sorpresa. Muchas
embajadas enviaban nuestros calachunis a las tierras en disputa, para tratar de lograr acuerdos
amigables. No sólo le dábamos al adversario tiempo suficiente para preparar la defensa, sino que
incluso les proporcionábamos rodelas, macanas, arcos y flechas. Nuestras guerras obedecían a
la voluntad de los dioses desde el origen del mundo, desde que las cuatrocientas serpientes de
nubes olvidaron su misión de dar de comer y beber al sol. Las guerras se decidían a "juicio de
los dioses" y por eso, era menester que su juicio no fuese falseado con enfrentamientos
desiguales o enemigos atacados sin aviso.
Fueron los invasores los que impusieron nuevos códigos de guerra. Ellos eran arteros,
engañosos. Las guerras que nos hicieron estaban profanadas de principio a fin. No respetaban
las reglas más elementales. Nos dimos cuenta que a ese enemigo debíamos enfrentarlo de noche,
agazapados, con argucias de ratón, quimichtin —los guerreros disfrazados que mandábamos a
investigar a tierras enemigas— o en terrenos que sólo nosotros conocíamos y a donde los
conducíamos haciendo relucir el teguizte, el metal dorado que les fascinaba.
Pero mucho han cambiado las artes de la guerra en el mundo trastocado de este tiempo. Los
guerreros que rodean a Lavinia guardan silencio. No tienen chimailis para defenderse del fuego
enemigo; olvidados están ya el atlatl, el arco y las flechas, los tlacochtli envenenados. Ellos no se
preparan el cuerpo con aceite antes de la batalla y me imagino que, cuando se encuentren frente
a frente con el enemigo, no ulularán los caracoles, ni sonarán los pitos de hueso su agudo
chillido ensordecedor.
¡Ah! Pero qué digo, ¡qué recuerdo! Mis recuerdos son viejos aun para mí. Los invasores
quebraron todas nuestras leyes. Ellos no se conformaban como nosotros, con posesionarse del
templo más importante de la tierra enemiga, marcando así la derrota de su dios blanco y español,
y la victoria de Huitzilopochtli. Arrasaban todo lo que encontraban a su paso.
Ellos no guardaban guerreros, como nosotros soldados invasores, para ofrecerlos en
sacrificio, darles la muerte sagrada. Ellos mataban sin piedad o herraban a los cautivos como
animales, como reses, para luego servirlos de comida a los perros o usarlos como bestias de
carga. Los invasores no hacían, como era la costumbre, tregua con los vencedores o los
vencidos, para establecer en armonía, después del fallo de los dioses, los tributos que debían
entregarse a los victoriosos. Ellos simplemente se posesionaban de todos los bienes. No dejaban
piedra sobre piedra.
Su guerra era total.
Su único dios, más fiero que todos los nuestros, más sanguinario.
Su calachuni, que llamaban "rey" era insaciable de taguizte.
Sólo el coraje nos quedó. Al final sólo el ardor de la sangre teníamos para oponerles.
Con ardor venció Yarince a la muerte. Buscó caparazones, las duras conchas refugio de los
caracoles y se vistió de cal y piedra para enfrentar la múltiple soledad de las noches.
Muchos días erró aún, mientras yo dormía en mi morada de tierra, sentía sus pasos,
inconfundibles entre las pisadas de los jaguares y los venados.
Hasta que lo cercaron los invasores. Y todo esto lo vi yo en un sueño. Se encaramó, puma,
sobre las rocas y desde allí, desde la altura del monte, miró una única última vez, las cabelleras
de los ríos, el cuerpo extendido de las selvas, el horizonte azul del mar, aquella tierra que había
llamado suya, a la que había poseído.
"No me poseerán —gritó, a los barbudos que lo miraban asustados—. No se adueñarán de
una sola brizna de este cuerpo."
"Iltzá!" —gritó, sacándome para siempre de mi sueño, y se lanzó al espacio, sobre las rocas
que se encargaron dulcemente de dispersarlo. Jamás pudieron los conquistadores recuperar ni
siquiera un vestigio de su cuerpo: esa tierra de mis cantares, territorio amado negándose para
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siempre al invasor.
Siguiendo las instrucciones de Flor, Lavinia y Lorenzo se retiraron a la habitación indicada.
No bien entraron, Lorenzo le dio un abrazo fuerte.
—Lo siento, hermanita —dijo—. ¡Casi no puedo creer lo de Felipe! ¡Qué mala suerte! ¿Y cómo
fue que el taxista le disparó?
Le explicó con voz calma. Por alguna razón estaba sintiendo como si la muerte de Felipe
hubiese ocurrido hacía mucho tiempo, o como si ella ya no fuera ella, la de ayer, sino otra mujer,
fuerte y decidida, inconmovible ante el peligro o la muerte. "Quizás ya no me importa morirme",
pensó por un momento. Quizás a eso se debía esta sangre fría con que contemplaba lo que
sucedería en las próximas horas.
Lorenzo, tosco y autoritario durante el entrenamiento de fin de semana en la finca, hizo esta vez
acopio de cuanta dulzura y suavidad encontró en su cuerpo fuerte y musculoso.
Le enseñó las secretas cámaras del arma, el arme y el desarme, las propiedades combativas, las
características de equipo de asalto de la Madzen, cual si estuviera hablando de un cuerpo de mujer,
de una novia negra y sólida. Su voz era íntima y suave, tranquilizante por la convicción que
exudaba de que nada podía salir mal. La operación sería un éxito.
Pasaron varias horas en aquel ejercicio. Lavinia, atenta, no perdía detalle. Aquella habitación y
las palabras de Lorenzo parecían ser la única zona iluminada en el universo oscurecido de su
mente. Tenía que salir bien, pensaba. Ella era Felipe.
Felipe era ella.
Se fundían para tomar posiciones en la batalla. Felipe viviría en sus manos, en su dedo apretando
el gatillo, en su presencia de ánimo, en la sangre caliente y la cabeza fría, en el "endurecerse sin
perder la ternura", del Che.
—¿Ya sentís que es como parte tuya? —preguntó Lorenzo—. Eso es lo que debes sentir. En el
combate, uno tiene que sentir que el arma le va a ser fiel, que responderá como un brazo o una
pierna, como alguien que lo quiere a uno y lo defiende a morir... ¿Ya la sentís así? —dijo,
acercándosela, poniendo una mano sobre su hombro y otra sobre la subametralladora que Lavinia
sostenía contra su pecho.
—Ya —dijo Lavinia—. La siento como una hermana... o como si fuera Felipe.
—Eso es. Eso es—dijo Lorenzo—. Eso tenés que pensar. Ella es tu Felipe. Pensá eso cuando
dispares. Pensalo cuando la uses para defenderte.
Tuvo ganas de llorar otra vez, de llorar encima del arma imaginándola Felipe. Pero no debía
pensar en Felipe muerto. Debía pensarlo vivo. Vivo y ágil. Vivo y valiente. Sólido. Fuerte.
Se limpió los ojos humedecidos. Lorenzo la miraba con dulzura.
—Eso es, mamita —le dijo—, no se me raje. No se rajaría. Ya habría tiempo para llorar.
Se acercaba el momento. Sebastián había salido a recibir el último parte del equipo de
información. Totalmente preparados, corredores en sus marcas, con los músculos tensos, haciendo
bromas intermitentes que semejaban escapes de vapor, el grupo se encontraba en la sala; unos
sentados en las sillas y otros en el suelo, con la espalda apoyada en la pared.
Qué pensarían, se preguntó Lavinia, mirándolos.
Después que salió de la habitación con Lorenzo, Pablito se acercó. Se tocaron en un reconocerse
torpe y afectuoso, perdonándose con el gesto lo que sabían habrían pensado el uno sobre el otro.
Ahora, sentada en el suelo, lo veía, pensativo, callado. De vez en cuando, sonreía cuando sus
miradas se cruzaban. Al contrario de los demás, ellos no tuvieron que atravesar pobrezas o
humillaciones. Llegaron aquí compelidos por el vacío de la abundancia: la nada de sus vidas,
aparentemente tan colmadas de bienes, tan cómodos y mullidos. Nunca pensó que pudiera sentirse
así de plena, después de la muerte de Felipe. Pero estar allí, con la espalda apoyada contra la pared,
en medio de aquellas personas que se atrevían a soñar, le producía un suave calor interno, la certeza
de haberse encontrado por fin, de haber arribado a puerto.
Sintió que finalmente, había trascendido sus miedos. Por fin, creía, confiaba. Estaba segura de
querer estar allí, compartiendo con ellos, con estas personas y no otras, lo que quizás serían los
últimos momentos de su vida.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Estaba allí, confundida en el grupo, cual si la cercanía del peligro de pronto los hubiera
homogeneizado. Aquí se acababan las cunas de tul o de palo, los distintos recuerdos de infancia. Si
íntimamente la aceptaban o no, quizás nunca lo sabría. Lo cierto es que, en este instante, en este
paréntesis de tiempo, todos se fundían, animales de la misma especie. Sus vidas dependían las unas
de las otras. Confiaban los unos en los otros, confiaban sus vidas a la sincronía colectiva, a la
defensa mutua, al funcionamiento de equipo.
Se defenderían, actuarían como un solo cuerpo, movidos por un mismo deseo, una misma
inspiración.
Después de tantos meses, tuvo la sensación de haber alcanzado una identidad con la cual
arroparse y calentarse. Sin apellido, sin nombre —era tan sólo la "Doce"— sin posesiones, sin
nostalgias de tiempos pasados, nunca había tenido una noción tan clara del propio valor e
importancia; de haber venido al mundo, nacido a la vida para construir y no por un azar caprichoso
de espermatozoides y óvulos. Pensó su existencia como una búsqueda de este momento.
Olfateando, sin mapas ni cartas astrales, había logrado llegar a esta sala, sentarse en ese piso duro y
frío, apoyar la espalda en aquellas paredes. Tantas dudas, dolores, la muerte de Felipe, fueron
necesarias. Abandonar a sus padres, distanciarse de Sara... Pensó en el hijo que nacería de su amiga
a un futuro ojalá distinto.
Su tía Inés se hubiera sentido orgullosa de ella. Creía en la necesidad de darle trascendencia al
paso por el mundo; "dejar huella". Y su abuelo, fervoroso admirador de las rebeliones indígenas,
iconoclasta, abogado de causas perdidas, instaurador pionero de jornadas de ocho horas y
dispensarios para los trabajadores, casi en los oscuros tiempos de la esclavitud, la estaría mirando,
pensando que, al fin, se había puesto las alas y volaba.
A no ser por la muerte de Felipe, el futuro sin él, aquel momento de espera habría tenido el
júbilo desatado de la euforia.
A pesar de Felipe, sentía ganas de sonreír —sonreía a cuantos ojos la encontraban en la sala— y
de confusa manera, intuía que si bien él no estaría a su lado, encontraría en el amor colectivo
respuestas profundas que la aliviarían de la soledad.
Reconciliada de todo cuanto la afligiera durante meses, se decidió a aceptar, tristemente, el
hecho de que únicamente en su relación con Felipe no hubo conciliación. En el combate en que se
enfrentaron, sólo la muerte los igualó. Sólo la muerte de Felipe le devolvió sus derechos, le
permitió estar allí. El símbolo era oscuro y desgarrador. Pero no podía aceptarlo como augurio
funesto del amor o del viejo antagonismo de Adán y Eva. Felipe fue un habitante del principio del
mundo, de la historia. Un hombre bello y peludo de las cavernas. Más adelante, las cosas
cambiarían. Más adelante. Por lo pronto sabía que Sebastián andaba por allí con promesa en la
mano. ¿Harían los demás recuento de sus vidas, como ella?, pensó, recorriendo con la mirada los
rostros ensimismados.
Sebastián había dicho que vencerían o morirían. Era una acción sin retirada.
Eran éstos, tal vez, los últimos momentos de sus vidas. Seguramente lo pensaban, se dijo. Aun
cuando se confiase en la victoria, la muerte era una pasajera posible de este viaje. Lo sabían,
aunque le hurtaran la mirada.
Pero el ambiente era sereno. "Los árboles serenos", pensó evocando la imagen del naranjo. Se
sentía serena también, árbol.
No se temía esta muerte como otras. No estaba rodeada de oscuros terrores o fantasmas
desconocidos. Sucedería casi de forma previsible. Era un riesgo calculado. Ningún misterio la
envolvía. Si morían, no tendrían vagos arrepentimientos. Habría sido una decisión consciente. Una
opción libremente elegida. No ofrendarían la muerte, sino la vida. Sería un fin digno. Nada de
decrepitud y vacío.
Sabrían por qué y para qué morían. Eso era importante. Reconfortante. Sus vidas no eran
páramos yertos o ánforas sedientas de la obligación de llenarse. Tenían sentido. Paguas no era una
gran urbe donde todo estaba decidido de antemano y ninguna vida significaba mayor cosa. Aquí no
había cabida para las grandes dudas existenciales. Era fácil tomar partido. En este su pequeño país
de plastilina, donde todo estaba todavía por hacerse, no se podía evadir la responsabilidad con
argumentos arduamente desarrollados en largos ensayos filosóficos.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Se optaba por la luz o la oscuridad.
Aunque era terrible, pensó, tener que poner la vida en la línea de fuego. Quedarse sin más
alternativa que la lucha. Morir como Felipe en plena juventud. Era un recurso extremo éste, como
alguna vez le explicara Felipe. Reacción violenta ante la violencia considerada "natural" por los
privilegiados.
Todos ellos tendrían que haber tenido derecho a otro tipo de vida.
Miró a las mujeres. Pensó en lo que habrían vivido para llegar a estar allí, sentadas, esperando,
en silencio. A ella le había costado la muerte de Felipe. Había tenido que morir Felipe para cederle
su lugar.
Las mujeres entrarían a la historia por necesidad.
Faros en el ventanal. Sebastián regresaba. Se pusieron de pie. Levantaron sus mochilas.
Acomodaron en los bolsillos las máscaras de media.
Lavinia vio su reloj. Los trece portaban relojes cronometrados que marcaban la misma hora.
Eran las diez y treinta de la noche.
—¡Nos vamos! —dijo Sebastián al entrar—. Ya el Gran General se marchó. También el
embajador yanqui y un buen número de invitados. Pero hay suficientes "peces gordos" en la
pecera...
Los reunió en el centro de la sala para explicar el aparato de seguridad que permanecía en la casa
de Vela: Unos pocos agentes de seguridad, escoltas de los "peces gordos".
—Hay varios custodios que están jugando naipes —dijo Sebastián—. No se imaginan nada, así
que tenemos que aprovechar al máximo el elemento sorpresa. ¡Y entrar rápido! No se olviden, ¡el
que se quede afuera es hombre muerto!
"A menos que sea mujer", pensó Lavinia. No podía evitar, al oír hablar de esta forma, burlarse
del lenguaje.
Se formaron las escuadras.
Los jefes de escuadras, Flor "Uno" el "Dos" Rene y el "Tres" un muchacho de mediana estatura,
moreno claro, grandes bigotes, salieron rumbo a los vehículos aparcados en el jardín.
Eran dos taxis Mercedes Benz, algo viejos, pero en perfectas condiciones.
Y el carro de Lavinia.
Cada escuadra se acomodó en un vehículo.
Lavinia formaba parte de la escuadra número uno. Flor era la Jefe de escuadra. La integraban,
además, la "Ocho" y Lorenzo.
"Doce" —dijo Flor, con voz de mando— vos manejas.
Lavinia se acomodó al volante. Flor, la gordita "Ocho" y Lorenzo subieron rápidamente al
vehículo. Se encendieron los motores y pronto entraban al camino de los espadillos. La vereda, la
vetusta casa, quedaban atrás, borrados en la neblina rala que cubría la noche.
—Vamos a dejar los vehículos como parapeto al llegar —dijo Flor, mientras tomaban la
carretera. En una especie de trapecio. "Once" lo va a esquinear. Vos lo dejas en medio, recto y
"Siete" lo va sesgar con el tuyo. Así formaremos una especie de trinchera frente a la puerta, cuando
nos bajemos. ¿Comprendes? —le dijo.
—Sí —respondió Lavinia, manejando a mediana velocidad, consciente de la responsabilidad de
conducir sin cometer fallas que pudieran poner en peligro la operación. No apartaba los ojos de la
carretera, manteniéndose muy cerca de "Once" y sin perder de vista a "Siete", los conductores de
los otros vehículos.
Dejaron atrás la neblina de las zonas altas. La noche era fresca y ventosa. Noche de diciembre.
—Va a ser hermosa esta Navidad —dijo la gordita—. Navidad sin presos políticos.
—Y con buena comida —dijo Lorenzo—. Seguro que en la casa de Vela vamos a comer pavo.
Rieron todos de la ocurrencia.
—¿Te sentís bien? —preguntó Flor a Lavinia.
—Muy bien —respondió Lavinia—. A no ser por lo de Felipe, podría decir que me siento feliz.
—Felipe está con nosotros —dijo Flor—, podes estar segura que nos va a ayudar a todos.
—¿Y qué iba a hacer él? —preguntó.
—El hubiera sido el Jefe de la escuadra tres —dijo Flor— y el segundo al mando de la
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La Mujer Habitada
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operación. "Dos" lo sustituyó.
Lavinia sonrió, no sin ironía, comentando sobre la imposibilidad que hubiera tenido de sustituir
a Felipe.
—Vos no venís a esta acción para sustituir a Felipe —dijo Flor—, recordá que te lo dije.
Agradeció que se lo recordara, aunque sabía que de no haber muerto Felipe, en este momento
estaría en su casa, esperando aún, nerviosa, afuera, negada de participar.
—Revisemos nuestra misión —dijo Flor, volviéndose de medio lado en el asiento para ver a la
gordita y Lorenzo—. Primero: Nos bajamos disparando, en formación de cuña. Disparan a lo que se
mueva y corren hacia la puerta del lado derecho, la del servicio. Dos: Entramos rápidamente y
bajamos por la vereda que va a la piscina, al segundo nivel de la casa. Si encontramos a alguien, lo
reducimos, sin disparar, a menos que esté armado y lo llevamos al segundo nivel. Recuerden que
sólo nos batiremos con los agentes de seguridad. En el segundo nivel, nos reunimos con la escuadra
uno. Recuerden que las máscaras debemos ponérnoslas no bien penetremos en la casa. ¿Está claro
todo?
Respondieron afirmativamente. Lavinia trataba de visualizar cada uno de los pasos; la vereda
hacia la piscina por donde a menudo bajaba a revisar los trabajos, angosta, construida con losas de
concretos superpuestas. Entraban al camino residencial que los conduciría frente a la casa de Vela.
Sentía el peso del arma sobre sus piernas, evidencia inapelable de una realidad insólita. Nunca
disparó un arma de este tipo. Sus únicos disparos los hizo con pistola, un solo día, con Felipe, en
una playa desierta. "Varios de nosotros nunca hemos disparado las armas que llevamos" —había
dicho Lorenzo. Era casi increíble, pero así era. La acción había sido montada más con audacia que
con recursos. De nada valía mortificarse. Se separaron un poco para pasar sin despertar sospechas
frente a la esquina cercana a la casa de Vela donde había algunos agentes de seguridad, con radios.
Estaban distraídos, conversando. Varios automóviles cruzaban por el sector. No dieron importancia
a los taxis.
El equipo de información había dado detalles pormenorizados de la localización de todos los
agentes de seguridad, y escoltas de los invitados, que estaban más cerca de la casa. A partir de esta
información se había asignado a cada miembro del comando un sector de fuego. Debían disparar
aunque no vieran nada. Disparar al sector asignado. Esas eran las instrucciones.
Cuando estuvieron a poca distancia de la casa, Lavinia aceleró al unísono con los demás.
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Gioconda Belli
Capít ulo 27
INSTANTES DESPUÉS DESCENDÍAN de los vehículos frente a la casa de Vela. Tomaron por
sorpresa a los agentes de seguridad que, como dijo Sebastián, jugaban naipes y apenas ahora, al
acelerar ellos y cruzar el límite proscrito, se habían alertado empezando a correr en desorden.
La escuadra uno con Sebastián a la cabeza, hacía los primeros disparos.
Lavinia debía lanzarse hacia el lado derecho y abrir fuego con la subametralladora. "La agarras
con fuerza" —había dicho Lorenzo—. Se bajó en medio del sonido ensordecedor. Los disparos
sonando por todas partes. Corrió hacia adelante, se volvió calculando estar en su área de fuego y
presionó el gatillo. Tuvo un momento de pánico cuando sintió la embestida del arma levantándole
las manos, el ruido infernal zumbándole en los oídos. Recordó que debía estar firmemente asentada
en el suelo y sostener la Madzen a la altura de su cintura con fuerza. La descarga la había
desequilibrado por un instante, pero no llegó a perder pie. Si se quedaba en un solo lugar podrían
darle, pensó.
Corrió hacia adelante zigzagueando, como le indicara René en los entrenamientos de la finca y,
de nuevo, se asentó firme sobre sus piernas y descargó otra ráfaga. Los oídos le zumbaban. Los
disparos silbaban por todos lados. Divisó a Sebastián y René, empujando la puerta. Quitó el dedo
del gatillo y corrió otra vez en cuclillas y zigzag hasta llegar a la entrada del servicio a reunirse con
los demás. Sebastián y la primera escuadra ya habrían penetrado por la puerta principal al interior
de la casa.
—¡Las máscaras! —oyó que Flor decía— ¡Las máscaras!
El corazón le latía espantosamente. Estaba aturdida por el ruido de los disparos. Le parecía que
todo aquello era una confusión. No sabía si estaba saliendo bien o no. Sentía desesperación por
entrar a la casa. No quería quedarse afuera. Ser "hombre muerto".
Lorenzo empujaba la puerta con el hombro, embistiéndola con fuerza.
— Rápido "Cinco", rápido —decía Flor, con urgencia—, dale con todas tus fuerzas.
Sobre la grama, a poca distancia, vio dos agentes de seguridad, guayaberas blancas, pantalones
negros, tendidos, muertos. Habían estado custodiando la puerta que finalmente se abría, por donde
finalmente penetraban al interior de la casa de Vela.
Lorenzo cerró. Él y la "Ocho", movieron una macetera grande y pesada. La pusieron contra la
puerta. Aseguraron los cierres. Flor indicó a Lavinia que la siguiera, se movían hacia la entrada del
segundo nivel, mirando para todos lados; las armas listas para disparar.
Afuera sonaban tiros dispersos. El silencio empezaba a hacerse en la calle.
Habían logrado penetrar en la casa.
Alcanzaron a escuchar el motor de un automóvil, que arrancó a toda velocidad.
—Rápido —dijo Flor, volviéndose hacia los otros dos—, rápido, peinemos esta zona.
Se habían puesto las máscaras. Sus facciones lucían desfiguradas y extrañas bajo la media de
nylon.
Recordó cómo bromeó con Sebastián cuando le dijo que comprara dos docenas de medias de
nylon.
Se sentían casi seguros, cuando un disparo silbó al lado de Lavinia. Provenía de un arbusto en el
jardín. Todos se dejaron caer de bruces sobre el suelo. Se tendieron. Lavinia sintió que la sangre se
le había trasladado a los pies.
—Cúbranme —gritó Lorenzo, mientras, zigzagueba en dirección al arbusto, disparando. La
"Ocho" y Flor, abrieron fuego. Lavinia apretó el gatillo entrecerrando los ojos, esperando la
descarga; pero no pasó nada. La Madzen hizo un sonido seco. El gatillo no bajaba. Se había
quedado sin arma. Sin defensa. Trató de manipular la subametralladora.
Lorenzo llegaba al arbusto disparando su UZI. Una de las descargas arrancó un quejido detrás
del arbusto y el sonido de un cuerpo desplomándose.
Sigiloso, Lorenzo se acercó, arrastrándose. Miró. Se puso de pie.
—Este no dará más problemas —gritó, corriendo a unírseles de nuevo.
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—"Cinco" —dijo Lavinia—. Mi arma no dispara. Lorenzo la tomó. La miró un instante y
tratando de ser amable, le dijo:
—Tenés que cambiarle el cargador. No es nada.
En el nerviosismo, el susto del disparo pasándole tan cerca, había olvidado lo más elemental.
Dos días de no dormir producían su efecto.
Siguieron avanzando. Dentro de la casa se escuchaban gritos de mujeres, sonidos atropellados.
La zona del jardín por donde avanzaban lucía ominosamente quieta, alumbrada pálidamente por
faroles y una luna menguante y tímida.
Divisaron al fondo de la piscina, a la escuadra tres avanzando. Dos compañeros llevaban a dos o
tres invitados, con las manos arriba. Poca gente había estado en el jardín a la hora del asalto.
Seguramente debido a la noche fría y ventosa, oscura.
Alcanzaron finalmente la cancela que, desde el jardín, daba acceso al segundo nivel. Estaba
cerrada. Asegurado por un pesado candado.
—¿Qué hacemos? —dijo la gordita, volviéndose con cara de aflicción hacia Flor.
—Apártate —dijo Flor, apuntando al candado con la pistola, disparando. El disparo, tan cercano,
los aturdió aún más. Lavinia sentía que le zumbaban miles de abejas en la cabeza.
—"Cinco", tírate contra la puerta —dijo Flor.
—Lo voy a agarrar de oficio —dijo Lorenzo, sonriendo un instante y luego embistió la puerta,
cerrada detrás de la cancela recién abierta, con toda su fuerza de nervios y músculo.
La puerta se abrió. Desordenadamente, irrumpieron en el segundo nivel.
La escena habría sido jocosa, a no ser por el contexto y la tensión extinguiendo el humor y la
risa: Hombres y mujeres de trajes brillantes y planchados, estaban contra la pared con las manos en
alto. Lavinia vio también a varios con uniforme de altos oficiales. Uno de ellos, yacía muerto en el
suelo. No pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda.
"Siete" y "Seis" se movían por entre los invitados, cateándolos, cuidadosamente acercándose a
los militares, a los tobillos de donde salieron dos o tres pistolas, mientras Sebastián y René
mantenían vigilancia con las armas en posición de tiro. Lavinia vio a la señora Vela y la hermana.
Pálidas. Los ojos redondos en las órbitas. Y los hijos de Vela. La niña lloraba desconsolada. Al
muchacho le castañeteaban los dientes. Se pegaba a la madre como venado asustado.
Eran unas treinta personas. Muchas en aquel ambiente. Sintió pena por los niños.
Miró rápidamente hacia la puerta abierta del estudio. Las armas habían estado en exhibición.
Sebastián y los demás las habían tomado de sus lugares. Se preguntó si habrían descorrido los
paneles.
"Nueve" y "Diez", entraron en ese momento, desde el tercer nivel, llevando seis músicos, varios
meseros y empleadas domésticas, así como tres invitados.
— ¡Contra la pared! —gritó Sebastián, sólo para percatarse que ya no había pared libre—.
¡Aquí! —corrigió, señalando el centro de la sala.
—Regresen al jardín —gritó a "Nueve"—. Llévense a ése de aquí —añadió, señalando el oficial
muerto.
Los dos compañeros salieron, llevándose el cadáver. Sólo quedaban los invitados, el personal y
los músicos.
—¡Catéenlos! —indicó "Cero" a Flor.
Se acercaron. Lavinia había visto cateos en las calles de la ciudad. Sabía cómo los hacía la
guardia. Lo hizo procurando ser menos brutal, recordando que ellos debía demostrar que eran
diferentes. No eran esbirros, no eran guardias.
Los músicos y las muchachas de servicio gemían casi llorosos. "No nos hagan nada, por favor.
¡Nosotros no tenemos nada que ver!" decían plañideramente.
—¡Silencio! —dijo Flor, autoritaria.
Lavinia miró alrededor del salón, una vez que terminaron de catearlos y situarlos alrededor y al
medio del mismo. Las caras, ahora vueltas hacia ellos, reflejaban miedo. Los oficiales, que
aparecían tan seguros de sí mismos, tan sonrientes en la televisión, movían su mirada de un lado al
otro. Eran profesionales de la guerra. Con seguridad estarían pensando qué podían hacer. En el
rincón, las hermanas Vela, con las caras lívidas y desfiguradas por el terror, abrazaban al hijo y la
hija. El muchacho ahora gimoteaba. La niña seguía gritando. Una ola de lástima por aquellos niños
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La Mujer Habitada
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la anegó. Ellos tampoco escogieron donde debían nacer. Cargaban la culpa del padre despiadado.
La cargarían quizás para siempre. Aún no podían entender. Y, sin embargo, debían sufrirlo.
Lavinia se percató de que Vela no estaba. "Se fue con el Gran General. Fue a acompañarlo a su
casa", decía la señora Vela, lloriqueando, mientras Sebastián la interrogaba. "¿Qué otra cosa se
podía esperar de él? ", pensó Lavinia. "Todavía tiene los hábitos de cuando era escolta."
De pronto, se escucharon afuera descargas descomunales. Los seis se miraron. Los oficiales
hicieron un movimiento, en el momento en que Flor musitaba "morterazos", suavemente,
hablándole a Lorenzo.
— ¡Nadie se mueva! —ordenó Flor, percatándose del sutil desplazamiento de los oficiales—
"Cinco" —ordenó—, sácame a esos guardias del grupo y los llevas a aquella habitación —dijo,
señalando el dormitorio del hijo de Vela. Deja la puerta abierta y te quedas con ellos. "Ocho",
acompáñalos.
El muchacho miró hacia su cuarto. Había empezado a llorar. "Cinco" encañonó a los guardias y
los condujo a la habitación, acompañado por la "Ocho".
—A dividirse en dos escuadras —dijo Sebastián—. "Dos" y "Cuatro", vayan al jardín.
¡Aseguren la defensa del lugar! —ordenó.
La voz de Sebastián era un rayo. Le recorrió la columna vertebral, enderezándola. La escuadra
uno quedó integrada por "Cero", Flor, Lorenzo, la "Ocho" y ella.
La rapidez de los acontecimientos la tenía mareada, con náuseas. La adrenalina le había
producido una terrible resequedad en la boca. Tenía sed, los labios partidos cual si hubiera
transcurrido un duro y gélido invierno. Miró de nuevo a su alrededor. Reconoció algunas caras. No
había casi nadie de los círculos que acostumbraba frecuentar. Sólo reconoció a dos parejas, una era
el gerente de la Easo y su esposa, la otra un rico industrial que dominaba el negocio de la madera
en el país. La esposa lloraba. Él, con la mano, le hacía gestos para acallarla, nervioso.
Algunas caras le eran familiares por haberlas visto en el periódico y los noticieros de televisión.
Las descargas afuera detonaban más seguidas. Se oyeron ruidos de motores. Serían FLAT, pensó
Lavinia. Los rodearían y asesinarían a todos.
—"Doce" —dijo Sebastián—, ¡acércate!
Se acercó. Le dolía moverse. El cuerpo le pesaba. Experimentaba la sensación de estar
observando la escena desde fuera de sí misma. Al oído, Sebastián le dijo que sacara al centro de la
sala a la cuñada de Vela y a dos invitados más. Los mandarían afuera con un pañuelo blanco, con la
orden de no disparar o mataban a todos los rehenes. "Si no, se nos va a armar una carnicería" —dijo
Sebastián.
Sin decir palabra, se acercó a la esquina de la habitación donde la señorita Montes, aterrorizada,
abrazaba a la hija de Vela. "¿Me reconocerán?", pensaba, diciéndose que no, que a ella misma le
costaba reconocer bajo la media los rostros de sus compañeros. No quería que la reconocieran.
Temía verse descubierta.
Tomó de la muñeca a la señorita Montes, sin decir palabra, empujándola al centro de la
habitación. La señorita Montes la miró con expresión de pánico.
—No, no. ¡Por favor! —suplicaba.
—¡Vamos! —dijo, tratando de sonar autoritaria, lográndolo.
Llevó a los tres al lado de Sebastián. La señorita Montes no la había reconocido.
Sólo al volverse para revisar el resto de la sala, el grupo apretujado del centro, los invitados
contra la pared, su mirada se tropezó con la cara asombrada, incrédula, del muchacho adolescente,
pálido y larguirucho. La miraba fijamente. Había dejado de llorar y parecía no poder apartar sus
ojos de ella. La había reconocido. Estaba segura. Apartó la mirada, sobresaltándose de su propia
reacción de susto y miedo.
—Ustedes —dijo Sebastián, dirigiéndose a la señorita Montes— van a salir, van a salir por la
puerta del garaje. Van a decirles que no sigan disparando o los matamos a todos. ¿Entendieron? ¡A
todos!
La señorita Montes, asintió con la cabeza. Temblaba. En el rincón, con su madre, la niña
gimoteaba descontrolada. El muchacho parecía que iba a desmayarse. Miraba a Lavinia como
hipnotizado.
Los sonidos afuera eran amenazantes. Se oían guardias corriendo.
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Morterazos. Disparos. La escuadra del jardín disparaba. Los guardias disparaban afuera. Estarían
tratando de rodear la casa. Oyeron el sonido lejano de un helicóptero.
—¡Rápido! —dijo Sebastián— ¡rápido! "Uno", llévalos a la puerta. ¡"Seis" acompáñalos! —Y
volviéndose a los de la sala, ordenó a las mujeres que gritaran "no disparen". —Griten —les
decía— griten con todas sus fuerzas; griten que no disparen.
Entregó un pañuelo blanco a Flor.
La confusión crecía por momentos. El helicóptero había sobrevolado.
Sebastián, la gordita, Lavinia y la "Siete", mantenían el control sobre aquel grupo de ojos
abiertos de pánico, las mujeres gritando a todo pulmón.
Flor salió. Pasaron varios minutos de tensión. Los disparos sonaban por todas partes. Los
morterazos.
De pronto, silencio.
Flor y "Seis" regresaron. La cuñada de Vela y los otros dos se encontraban ya fuera de la casa.
El muchacho no dejaba de mirar a Lavinia. Habían transcurrido dos horas desde el inicio de
"Eureka".
Apoyada en la pared del estudio, Lavinia custodiaba a los rehenes, tratando de evadir la mirada
del hijo de Vela.
La estancia era grande, pero aun así, la cantidad de gente era peligrosa. Demasiada gente,
pensaba, apretando la subametralladora. Le dolían las manos y la quijada de la tensión. Le seguía
doliendo la cabeza.
El silencio se fue extendiendo.
—"Seis" —dijo Sebastián—, anda al jardín. Traeme un reporte de la situación de la escuadra
tres.
Sebastián miraba los rostros en la habitación. Hablaba muy cerca de ella con Flor. Era obvio que
Vela se había marchado, decía, escoltando al Gran General. Cuando regresara, encontraría su casa
tomada. La cuñada le daría detalles. Pero tenían a su mujer, a sus hijos —soltarían a los niños no
bien se permitiera la entrada del mediador— dos empresarios, varios miembros del Estado Mayor,
los embajadores de Chile y Uruguay, el ministro de Obras Públicas, el ministro de Relaciones
Exteriores, y lo que era más importante, el cuñado del Gran General, esposo de su única hermana,
uno de sus primos... Tenía suficientes "peces gordos", todo saldría bien.
Pero había demasiada gente.
—Vamos a dejar salir otro grupo —anunció Sebastián en voz alta, y empezó a seleccionar
algunas mujeres, los músicos, las domésticas.
—Van a salir de cuatro en cuatro —dijo— ¡rápido!
Se repitió la operación de formarlos para ir hasta la puerta. La habitación quedaría más
despejada. El helicóptero sobrevoló de nuevo.
—Les dicen a esos hijos de puta que si ese helicóptero vuelve a pasar, ¡vamos a empezar a sacar
muertos! —vociferó Sebastián a los que iban saliendo. En ese momento, sonó el teléfono. Los
miembros del comando se envararon.
—"Doce", contesta —dijo Sebastián.
Lavinia se dirigió al teléfono. Era terriblemente cursi, blanco con dorado, semejante a los viejos
aparatos de principios de siglo.
Levantó el auricular. La voz del otro lado, autoritaria, acostumbrada al mando desde hacía
generaciones, la sobresaltó. Era el Gran General, quien decía:
—Habla el Presidente ¿Quién habla allí?
—Usted habla con el Comando "Felipe Iturbe" del Movimiento de Liberación Nacional —
respondió Lavinia con voz firme.
—¿Qué quieren? —preguntó el Gran General. Lavinia no respondió. Indicó a Sebastián que se
acercara. "Cero" tomó el auricular. El helicóptero sobrevoló de nuevo.
—¡Detenga toda agresión contra esta casa o nadie se salva! —dijo Sebastián—. Dígales a sus
pilotos que dejen de sobrevolar la casa.
En la habitación, se hizo silencio. Todos escuchaban el intercambio telefónico.
—Demandamos al sacerdote Rufino Jarquín, como mediador. También queremos un médico, el
doctor Ignacio Juárez.
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Las dos personas eran conocidas por "apolíticas", pero de trayectoria honesta.
Sebastián escuchaba.
—Demandamos la liberación de todos los presos políticos y la difusión, sin censura, por todos
los medios, de los comunicados que entregaremos al mediador —dijo Sebastián—. De lo contrario,
usted será el único responsable de lo que les suceda a los rehenes. Tiene una hora para enviar al
mediador.
Y cortó la comunicación.
Mientras Sebastián hablaba, Lavinia se paró en el centro de la sala, a pocos metros del grupo de
los Vela.
El muchacho la seguía viendo, pero ahora la miraba de forma diferente. Ella le evadía la vista.
Sin embargo, sentía algo extraño en la forma en que insistía en mirarla. Parecía determinado a
lograr que ella lo viera, se fijara en él.
Flor y los que salieron a dejar a los músicos a la puerta, estaban de regreso. Afuera se
escuchaban voces, automóviles.
Flor se acercó a Sebastián. Lavinia oyó la conversación de susurros.
—"Nueve" está pegado —dijo Flor—. La escuadra tres lo tiene en los vestidores de la piscina.
Tiene herida la pierna a la altura del femoral. Ya se le aplicó un torniquete, pero está perdiendo
mucha sangre.
—Esperaremos al médico —dijo Sebastián, con los ojos inconmovibles.
Habían pasado cuatro horas.
El muchacho seguía mirando a Lavinia fijamente. Ya no le castañeteaban los dientes, aunque
lucía pálido, más enclenque que nunca.
¿Por qué la miraría así el hijo de Vela?, se empezó a preguntar. Parecía querer decirle algo con
la mirada. Sintió calor. La media le estorbaba. Estaba sudando. Sufría consecuencias de la tensión,
la larga vigilia. Aún estaba aturdida por los disparos. En el oído derecho continuaba oyendo un
zumbido.
Cada vez que se abría la puerta, por la que entraban y salían al jardín los compañeros del
comando, contenía la respiración. Esperaba la descarga. Pero no sucedía nada afuera. Un silencio
tenso flotaba en la noche, interrumpido por pisadas y comunicaciones de radio, sonidos de
vehículos.
El muchacho la seguía mirando. Lo miró. Los ojos se encontraron reconociéndose. Lavinia
estuvo a punto de sonreírle, darle seguridad. No debía temer, no le pasaría nada, quería decirle.
Pero continuó seria. Una vez que captó su atención, el muchacho lanzó su mirada detrás de ella
insistentemente. Parecía querer indicar algo de espaldas de Lavinia.
Ella no se movió. Quizás era un truco. Querría distraerla. Después de todo, era hijo de Vela. El
muchacho insistía. De vez en cuando, casi imperceptiblemente, acompañaba la dirección de su vista
con un movimiento de la barbilla. La señora Vela, a su lado, no le prestaba atención, sumida en su
propio miedo; ocupándose de la niña que lloraba a intervalos.
El muchacho insistía en que ella mirara para atrás.
Lavinia hizo un esfuerzo mental que se llevó casi sus últimos fuerzas, para visualizar lo que
tenía a sus espaldas.
Los rehenes, a órdenes de Sebastián, se sentaron en el suelo. "Cero" había salido con "Seis" a
constatar el estado de Pablito.
Lavinia proyectó los planos en la memoria. Al lado izquierdo, la cancela de salida al patio, el
cuarto de música y billar... A la derecha, el estudio privado de Vela, donde habían estado las armas.
"Uno" y "Cero" las habían distribuido entre todos. Algunas armas viejas, pistolas antiguas y armas
de cacería que ellos llevaban, se habían estropeado. A no ser por las armas de Vela, varios estarían
ya desarmados. Ahora cada uno andaba con dos armas. Lavinia tenía una pistola Magnum en el
cinto.
¿Por qué miraría tanto el muchacho el estudio?
Sebastián regresó. Pablito se encontraba muy malherido. Por lo demás, en el jardín la situación
estaba bajo control.
Lavinia se dio vuelta para retornar a su posición.
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
Capít ulo 28
EL TELÉFONO SONÓ DE NUEVO.
—"Doce" —dijo Sebastián— contesta. Si es el Gran General me lo pasas.
No era el Gran General. Era el sacerdote que habían solicitado como mediador. El Gran General
accedía a negociar. El sacerdote pedía instrucciones para acercarse a la casa.
Sebastián habló con él.
Mientras se encaminaba nuevamente a ocupar su lugar, Lavinia vio de frente a ella, la pared de
madera jaspeada del estudio, formada por varios paneles. El cuarto secreto. ¡Qué extraño!, pensó.
¡Ahora se daba cuenta! ¡Eso era lo que el muchacho insistía que ella mirara! Pero, ¿por qué?,
pensó. Las armas ya no estaban en su lugar. Sebastián y "Uno" las habían repartido... Pero, ¿Y si no
habían abierto el cuarto secreto?, pensó de pronto. Quizás no siendo arquitectos, sólo se habían
preocupado por ver si las armas estaban sobre la pared giratoria...
Llegó de nuevo a su puesto de vigilancia. Se dio vuelta. Apoyó la espalda contra la pared fría del
estudio privado de Vela, intrigada.
El muchacho la seguía mirando. Lo miró fijamente interrogante. Los ojos de él brillaban, tenían
la expresión de hallazgo del hermano de Sara cuando, en las vacaciones en la hacienda del abuelo,
delataba dónde estaba el tesoro.
Y entonces ella se dio cuenta. Lo supo. La certeza la invadió dejándola paralizada. El
adolescente vio su expresión, la vio tensarse, enderezarse como si la pared quemara; y le hizo un
gesto de asentimiento. Inclinó la cabeza simulando mirar al suelo, en un "sí" sólo perceptible para
ella.
Nadie se había percatado de aquel intercambio. Ella y él estaban solos en el mundo, hablándose
un lenguaje de señas. Vela estaba allí. ¡Escondido en el cuarto secreto! ¡Cómo no haberlo
sospechado antes!
Nadie había sospechado que la señora Vela mintiera. ¡Nadie! ¡Ni ella que sabía las dimensiones
de aquel cuarto! Simplemente no se le había ocurrido. Creyó a la mujer igual que todos los demás.
Era propio de Vela ser así de servil, acompañar al Gran General a su casa. ¡Nadie lo consideró
extraño! ¿Y ahora cómo decirlo? Vela estaba allí. La certeza la congeló. ¡Estaba allí esperando el
momento propicio para salir y matarlos a todos! ¡Salir disparando y matarlos a todos! ¡Hacer
fracasar la operación!
¿Por qué no habría insistido ella en que revisaran aquel cuarto? ¡Simplemente asumió que los
demás lo harían! ¡No pensó que quizás pensarían que se trataba únicamente de una pared giratoria!
Porque seguramente pensarían eso... Ahora, recordando la explicación que diera al comando tan
sólo unas horas antes, se daba cuenta que ella no había entrado en detalle sobre el espacio oculto.
Incluso, en cierto momento al inicio de la operación, "Uno" había comentado que las armas estaban
"a la vista" y a ella no se le ocurrió preguntarle si había descorrido los paneles.
¿Por qué? ¿Por qué oscuro mecanismo descartó la importancia de revelar la existencia de la
madriguera donde ahora Vela se ocultaba, como un animal maligno esperando el momento
propicio?
¿Y cómo decirlo? Vela estaba allí. Ya no le cabían dudas. Eso era lo que el muchacho había
estado tratando de decirle. Estaba allí.
Sentados en el suelo, con la espalda contra la pared, los invitados aguardaban. Sebastián habló
con el sacerdote por teléfono. Ahora sólo restaba esperar a que llegara. Flor y otros compañeros
habían salido a preparar las condiciones para su ingreso a la casa. Era cuestión de esperar. El
silencio pesaba alrededor.
Lavinia miró al muchacho. Estaba en cuclillas. Expectante. ¿Por qué la habría alertado? se
preguntó. Le pareció verlo el día de la entrega de la casa, serio, adusto, caminando detrás del padre
sin emitir palabra, ensombrecido. Seguramente lo odiaba. El padre no comprendía sus sueños. Se
mofaba de él, de sus sueños de volar. Para Vela, conocido como "el volador", paradójicamente,
volar era lanzar campesinos desde el aire. Matar.
¿Lo sabría el muchacho?, se preguntó. ¿Sería una de esas terribles venganzas infantiles? Sintió
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La Mujer Habitada
Gioconda Belli
un escalofrío. ¡Entregar al propio padre! Y ella. ¿Qué haría ella?
"Cuatro" había entrado. "Nueve" estaba muerto. Ella oyó la clave cuando se la dijo a Sebastián.
"Nueve" era Pablito. Pablito estaba muerto.
Debía enfrentar a Vela sola, pensó. Nadie tenía por qué arriesgarse más que ella. Pablito había
muerto. Nadie más debía morir. Miró a su alrededor. Sebastián se apoyaba en la pared del
dormitorio principal.
"Seis" y la "Ocho" hacía el costado del costurero. "Siete" cubría la escalera hacia el primer nivel.
Nadie estaba directamente frente al sector de la armería. No podía suceder nada si Vela estaba allí.
No podría disparar contra nadie más que contra ella. Le empezaron a sudar las manos. Apretó la
subametralladora. Con movimientos lentos, disimulados, revisó el magazine. Estaba montado. Listo
para disparar.
El muchacho no le quitaba los ojos de encima. Quería que lo hiciera. Era terrible, pero ella sentía
que quería que lo hiciera. La empujaba con la mirada. Le costaba creerlo. Quizás tenía esperanzas
de que ella encontrara al padre y le salvara la vida. Quizás era eso. Ella le había hablado de lo triste
que era la guerra. Matar gente. Pensaría que protegería al padre. Tendría que actuar rápido.
Aguardar el instante preciso.
Revisó en su memoria el mecanismo de los paneles. Debía de descorrer el cierre en la pared.
Luego podría empujar el panel con el pie. Se abriría si ella daba una patada con fuerza. Un panel
sería suficiente.
Desde allí podría encañonar a Vela, conminarlo a que se entregara. Vela se entregaría. A estas
alturas, sabría que era hombre muerto si salía de allí disparando.
Se oyeron sonidos afuera. El mediador había llegado. Flor entró a avisarle a Sebastián. Él salió.
Flor ocupó su lugar. Ella y Lavinia no habían cruzado palabra desde el inicio de "Eureka" desde
hacia una eternidad.
Empezaba a amanecer. Las caras de los invitados, sentados en el suelo, estaban demacradas por
el desvelo. La niña de Vela se había dormido. Los ojos del muchacho se cerraban de vez en cuando,
sin poder dominar el sueño. Luchaba contra el sueño, sin querer quitarle los ojos de encima.
Cuando abría los ojos después de un breve dormitar, la miraba.
Ahora debía hacerlo, pensó Lavinia. Ahora. Cuando el muchacho dormitara lo haría. Apretó de
nuevo el metal negro de la Madzen.
El muchacho empezó a cerrar los ojos. Era adolescente. ¿El sueño podía más que el temor, la
expectativa... qué? pensó, Lavinia; ¿qué sentiría?
No bien lo vio quedarse adormecido, empezó a deslizarse hacia el interior del cuarto. Flor,
"Seis" y la "Ocho" miraban a los invitados. Tardarían en percatarse de su desplazamiento.
Tardarían poco. Pero sería suficiente.
La alfombra marrón acalló sus pasos.
Ya dentro de la habitación, se movió rápidamente. Estaba calma.
De algún lugar le llegaba una ola de sangre fría. Tenía que sorprenderlo, pensó. Tenía que
moverse rápido.
Con sigilo, para no alertar a Vela, soltó el mecanismo del panel en el extremo izquierdo. No hizo
ruido.
Empujó la primera hoja con el pie.
—Ese niño que no se mueva —oyó la voz de Flor en la sala.
Y luego, en el preciso momento en que los ojos de Lavinia, adivinaron la figura de Vela
agazapado se escuchó el alarido de horror del muchacho, el "Nooooooo" largo y desgarrado,
retumbando.
Lavinia, que empuñaba firmemente el arma, mirando al general Vela descubierto en la oscuridad
del recinto aquel inventado por ella, sintió un escalofrío de espanto. Vela y ella quedaron detenidos
en una fracción de tiempo por el grito desgarrador del niño.
Se apartó cubriéndose, haciendo girar el panel. Vela estaba listo a dispararle.
Pensamientos desordenados con la velocidad de astros viajando en un espacio enloquecido,
llovían en su mente.
—Nooooooo —gritó el niño otra vez.
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Allí estaba aquel hombre, como los capitanes invasores; su cara esculpida de dios maligno,
mirando a Lavinia, reconociéndola.
Y el grito del muchacho.
La sangre de ella se congeló. Sentí las imágenes apretujarse. Imágenes brillantes y opacas,
recuerdos viejos y presentes.
Vi la cara de Felipe. Vi los grandes pájaros metálicos lanzando hombres desde su entraña,
calabozos terribles y gritos.
Vi el niño de Sara sin nacer, el cuarto oscuro de Lucrecia, su olor a alcanfor; los zapatos en
el hospital, el médico forense asesinado.
Y vi al muchacho. El que quería volar. Aquel niño que había denunciado a su padre,
odiándolo. Y sólo en el último momento, comprendiendo que lo amaba, intentaba salvarlo con su
graznido de pájaro herido, paralizando a Lavinia. El muchacho construido de dudas en el que
ella se vio reflejada de modo misterioso.
Yo no dudé. Me abalancé en su sangre atropellando los corceles de un instante eterno. Grité
desde todas sus esquinas, ululé como viento arrastrando el segundo de vacilación, apretando sus
dedos, mis dedos contra aquel metal que vomitaba fuego.
Lavinia sintió en el tumulto de sus venas, la fuerza de todas las rebeliones, la raíz, la tierra
violenta de aquel país arisco e indomable, apretándole las entrañas, dominando sobre la visión del
muchacho, la visión de sí misma proyectada en aquellos ojos adolescentes, en el amor y el odio, en
el bíblico "no matarás". Supo entonces que debía cerrar el último trazo de todos los círculos,
romper el vestigio final de las contradicciones, tomar partido de una vez y para siempre. Se
desplazó veloz. Se situó frente a frente al hombre fornido, que la apuntaba y apretó sus dedos —
agarrotados y duros— sobre el gatillo.
Los disparos atronaron apagando los gritos quebrados del niño. La ráfaga de su Madzen rompió
el aire un segundo antes de que Vela disparara, pensándose vencedor, descargando el oscuro odio
de su casta, entrenada por años para matar.
Lavinia sintió el golpe en su pecho, el calor inundándole. Vio al general Vela aún de pie frente a
ella, sosteniéndose, disparando, salpicado de sangre su uniforme; la mirada, agua regia, veneno.
Aún bajo los disparos de Vela, ella recuperó el equilibrio, y firme, sin pensar en nada, viendo
imágenes dispersas de su vida empezar a correr como venados desbocados ante sus ojos, sintiendo
los impactos, el calor almacenarse en su cuerpo, apretó el arma contra sí y terminó de descargar
todo el magazine.
Vio a Vela caer doblado, derrumbado, y sólo entonces permitió que la muerte la alcanzara.
Todo había sucedido en segundos. Flor y la "Ocho", alertadas por el grito del niño, alcanzaron a
llegar en el momento en que se decidía la contienda.
Instantes después apareció Sebastián.
El mediador se había llevado la propuesta.
Se negociaría.
"Eureka" había salido bien.
Mañana todo habría terminado.
La casa está en silencio. El viento sobre mis ramas apenas parece el aliento de nubes sobre el
fuego apagándose. Estoy sola de nuevo.
He cumplido un ciclo: mi destino de semilla germinada, el designio de mis antepasados.
Lavinia es ahora tierra y humus. Su espíritu danza en el viento de las tardes. Su cuerpo abona
campos fecundos.
Desde su sangre vi el triunfo de los ximiqui justicieros.
Recuperaron a sus hermanos. Vencieron sobre el odio con serenidad y teas de ocote ardientes.
La luz está encendida. Nadie podrá apagarla. Nadie apagará el sonido de los tambores
batientes.
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Veo grandes multitudes avanzando en los caminos abiertos por Yarince y los guerreros, los de
hoy, los de entonces.
Nadie poseerá este cuerpo de lagos y volcanes, esta mezcla de razas, esta historia de lanzas;
este pueblo amante del maíz, de las fiestas a la luz de la luna; pueblo de cantos y tejidos de todos
los colores.
Ni ella y yo hemos muerto sin designio ni herencia.
Volvimos a la tierra desde donde de nuevo viviremos.
Poblaremos de frutos carnosos el aire de tiempos nuevos.
Colibrí Yarince
Colibrí Felipe, danzarán sobre nuestras corolas, nos fecundarán eternamente
Viviremos en el crepúsculo de las alegrías, en el amanecer de todos los jardines.
Pronto veremos el día colmado de la felicidad.
Los barcos de los conquistadores alejándose para siempre.
Serán nuestros el oro y las plumas, el cacao y el mango
La esencia de los sacuanjoches
Nadie que ama muere jamás.
Fin
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