e-ISSN: 1562-4072
Vol. 10, número 25 / enero-junio 2023
Universidad de Guadalajara
Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades
Revista electrónica semestral de estudios y creación literaria
Pedrito maricón
Leonam Lucas Nogueira Cunha
[email protected]
(Salamanca, España)
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.
Pedro, desde pequeño, miraba los cuerpos de los coleguitas de la escuela. Hasta los ocho o diez años, no los
miraba con deseo, solo que los miraba; en una palabra: se daba cuenta de que existían. Así como también se
daba cuenta de la existencia de los cuerpos de las amiguitas. Pero el verdadero infierno se instauraba, crecía
por las paredes de la casa, se subía por las cortas piernas de Pedro, cuando las personas se percataban de
todo aquello. El problema se concebía en el momento de la constatación de que Pedrito se paraba a
contemplar los cuerpos de los niños. Y con el paso del tiempo, la trama ha ido ganando sustancia porque el
entorno comenzó a dictaminar sus normas y los ojos ajenos iniciaron el periplo de las confesiones –
confesaban como Pedrito era visto por ellos. Siempre oía de algún familiar: “lo de ser maricón está muy
mal”, o de algunos colegas de la escuela: “Pedro tiene modales de niña”. Pedro no sabía qué era aquello de
tener modales de niña o niño, simplemente tenía unos modales. ¿Pero qué eran los modales? ¿Los cuerpos
tenían modales? ¿O sería mejor decir que los cuerpos solamente existen – y cobran importancia por existir?
Pedro siempre pensaba que los cuerpos lo eran y los miraba, y seguía a mirarlos detenidamente.
Un día, Pedro escuchó de una parienta: “cambia esa forma de mover el culo al andar, que ya sabes que tu
abuelo no aceptaría a un maricón en la familia en ninguna circunstancia”. No sé precisar cuántos años
contaba Pedro, pero que era pequeño, bastante pequeño, esto lo puedo asegurar. Pedro no entendía muy
bien qué era “maricón”, obvio, nadie le explicaba qué significaba esa cosa tan nefasta, prohibida y
merecedora de amplia y pública execración. Pero, aparentemente, lo de Pedro tener modales de niña,
siguiendo una lógica mimética, tenía una conclusión infalible: Pedro era maricón.
Lo que Pedro no sabía era que tenía que ser un alguien específico, sin embargo, internalizó una
norma: modales de niña ¡no!, y ser maricón… mejor dejarlo lejos también. Pedro entonces empezó a
observar a las niñas y los niños, estableciendo entre ellos una frontera imaginaria (todas las fronteras
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establecidas son imaginarias), para comprender en qué aspectos se diferenciaban y para saber qué diablos
era tener modales de niña. No tuvo éxito, vaya. No llegó a puntos objetivos: reparaba que algunos amiguitos
movían el culo al andar, como lo hacían las niñas – lo apuntó, pero sorprendentemente no eran blanco de
las mismas observaciones que le hacían a él; se percató también de que algunas niñas eran más agresivas y
preferían los pantalones a las faldas – era regla en el colegio que las niñas llevaran falda. Y lo de llevar
pantalones, anotó Pedro, era una forma de ser para niños. Con todo, tampoco recibían unos sonoros
“fulanita tiene modales de niño” o “fulanita es maricona” (¿lo femenino de maricón es maricona?, se
preguntaba Pedro).
Em resumen, la investigación ha sido infructífera. Y válgame, dios, qué tristeza. De alguna forma, ¡su
vida dependía de eso! Tras algún tiempo, o tal vez concomitantemente, Pedro ha sido presentado a otros
conceptos: cosas de niño y cosas de niña (creo que aquí entraría el dilema de los pantalones y las faldas,
pero déjalo estar, que ya lo hemos explicado). A Pedro no le gustaba el fútbol. Bueno, ¡entonces Pedro es un
poco nenita! A Pedro le gustaba salir de casa siempre guapetón y arregladito – ahora pues se puede tener la
certeza de que Pedro es muy nenita; pero a Pedro no le iba mucho lo de jugar con muñecas y entre las
muñeras y los carritos prefería jugar con los carritos. Entonces ¿será que Pedro no es tan nenita como lo
suponíamos? Pedro se sintió aún más perdido cuando le contaron sobre los sentimientos de niñas y los de
niños. ¿Y la gente simplemente no sentía? Es decir, ¿había fronteras en esto también? ¿No es que tenemos
un montón de sentimientos entremezclados o algunos cuerpos sienten así y otros así así? No,
aparentemente las niñas sentían miedo y los niños no. Pero en lo que cabe a la rabia, era al revés, fíjate, o al
menos se pensaba que si las niñas sintiesen rabia, tenían que controlarse, aunque los niños podían – y hasta
debían hacerlo en algunas ocasiones – externarla. ¿Por qué? Pedro definitivamente se veía en un laberinto
esdrújulo y las personas no le indicaban cuáles eran las puertas de salir y entrar, solo las de no entrar. En
todas las incursiones preguntativas sobre el tema, recibía un “pero bueno, Pedro, es así y punto pelota”.
Eran difíciles las ecuaciones. Le parecía que concurría una serie de factores para llegar a un resultado
concreto: estaba la cosa de los modales, la cosa de los preferencias y gustos, la cosa de los sentimientos.
Pedro, con el tiempo, fue dándose por vencido y decidió que lo que decían era cierto: él debería
realmente ser maricón. Y hasta aquí hemos llegado. Si le requirieran que definiese qué era ser maricón,
seguramente fracasaría porque, en realidad, sus apuntes empíricos eran confusos y no hay conclusiones
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sencillas en este tema. Solo después empezó a entender que admirar a los cuerpos de los niños y constatar
que eso era bueno significaba ser maricón. Es decir, todas las veces que el pitilín de Pedro se entumeciera,
con su tamañito de pila AA, él tendría que mantener el acontecimiento en secreto. De: Pedro. Para: Pedro.
“Hoy, en el vestuario de la piscina municipal, he visto que un amigo mío tiene alrededor del pito un vellito
ralo y rubio que despierta un encanto único. Mi pila AA se despertó y me ha dado vergüenza de meterme en
la piscina y que me profe notara mi pila AA encendida. Eso de llevar bañador ajustadito es un horror”. Pedro
tenía que mantenerlo todo oculto, mas lo apuntaba en su diario mental.
Pero desde luego que lo peor era el catecismo. Allí, fue iniciado en el razonamiento de que mirar los
cuerpos de sus colegas y aceptar que eran cuerpos deseables era algo pecaminoso. Nadie decía tampoco
qué significaba la palabra pecado. Pero reafirmaban que era prohibido. Terminantemente prohibido. Y la
profesorita tan tontita que le enseñaba los evangelios un día le dijo: si a algunos de vosotros os paso eso,
rezad y pedidle a Dios que aniquile ese sentimiento de vuestro ser.
Ya que Dios todo lo podía, Pedro iba a su habitación – escondido, en las horas de poca luz – y le
prendía fuego a su vela, quemándose las puntas de dos dedos con las cerillas robadas, y juntaba las manitas
y rezaba pensando: Dios, saca de mí ese pecado Dios saca de mí ese pecado Dios sácalo de mí sácalo de mí
Dios te lo pido eso está muy mal haz que no sienta esas cosquillas porque miro a mis amigos y ellos son tan
guapitos y eso no puede ser Dios saca de mí ese pecado.
¿Y tú crees que Dios oía al pobre Pedro? Nada de nada. El cielo es un ambiente burocrático, hay que
estar pendiente de mucho papeleo, y sellar las estancias en el paraíso, hay que drenar el agua de la Calle San
Longinos que los días de lluvia se inunda y hace que se forme un charco que puede ser buen criadero de
mosquitos. El cielo genera demasiado dolor de cabeza. Por ende, Dios solo atiende los problemas terrenos
durante los fines de semana o días festivos, pero el domingo hay que descasar (es obligatorio) y los días
festivos siempre se revisten de esa somnolencia y esas pocas ganas de trabajar. Solamente le quedaba el
sábado. Pero justo el sábado que Pedro cogió a Dios en día libre y empezó a hacerle la oración de siempre,
coincidió ser un domingo que hubo un terremoto en el océano índico que generó un tsunami horrible que
mató a casi 300 mil personas. Dios define qué es prioridad, y obviamente no pudo oír el ruego de Pedrito.
Pedro se ponía a llorar y sentía una culpa que le aplastaba y le arrugaba el pecho. Y su madre
aplastaba y reaplastaba el corazón de Pedro, que ya no iba muy bien. Un día, pillaron a Pedro dándose un
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beso con un colega (esos besitos ruidosos, ¡pero en los labios!) y la madre de Pedro de alguna manera se
enteró. Truenos hicieron eco por toda la vivienda. La madre gritaba a los cuatro vientos, exasperada, a la vez
que gemía: Yo no te he educado para esto, Pedro. ¡Yo te he educado como hombre!
La que se lio en la cabeza de Pedro. Pedro empezó a pensar que el hecho de haberle besado a su
coleguita automáticamente deshacía la posibilidad de que Pedro fuera hombre. En ese momento, pues,
Pedro dejó de ser hombre. Se convirtió en cualquier cosa entre hombre y mujer, o cualquier trapo ajeno a
todo esto. Primero, Pedro se hizo maricón, luego dejó de ser hombre. Resáltese que Pedro ni siquiera sabía
que ya era hombre, se pensaba que era niño. Listo, puesto. Pedro dejó de ser hombre o niño y se puso a
pensar que besar a su coleguita también implicaba que él dejaría de ser maricón, puesto que para
consagrarse como maricón había que cumplir el prerrequisito de ser hombre. Y le besó a su colega de
nuevo. Pero todo ello era muy curioso: parecía que esto solo aumentaba la mariconería de Pedro; y lo que
era aún más curioso es que los amiguitos de Pedro no eran maricones, o no se convirtieron en maricones, o
no aceptaron que era maricones. También es cierto que las personas no llamaban a sus amigos maricones. El
flagelo le tocó a Pedro. No se nace maricón, se hace maricón. Y Pedrito se iba haciendo maricón.
Pero como tornarse maricón es causa de interdicción, Pedro empezó a reflexionar que si se echara
novia las personas dejarían de decir que él era maricón. En ese punto, se emparejó con una chica, un año
más pequeña. Pedro tenía trece años y le daba muchos besos en la niña y la niña tocaba su pila AA, que ya
no era una pila AA sino un nabo en etapa de desarrollo. Y todos decían que Pedro debería colocar su nabo
en la cuevita salada de la niña pero a Pedro le daba un miedo espeluznante. Sin embargo, también le daba
miedo la costumbre que había en su cateto pueblo: se solía llevar a los chicos, cuando cumplían los quince
años, a un burdel para acostarse con una prostituta. Los abuelos y otros familiares machos se encargaban de
poner el suplicio en marcha. Pedro tenía más miedo a que le llevaran al puticlub; ¿y si en el gran momento,
por la tensión y por los sudores y por los nervios ardiéndole en las venas, el nabo de Pedro simplemente
siguiera en estado de adormecimiento? Pedro se compró unas capas para envolver su nabo para prevenirse
ante la ocasión de conocer la cuevita salada de su novia. Quererlo no lo quería. Y le daba pena por la chica
porque ella sí que daba señales de querer hacerlo y además le parecía a él que le estaba engañando con
aquellas repetidas frases de “mejor lo dejamos pa otro día” o “la verdad es que hoy no me apetece” o “me
dan nervios nada más pensarlo”. Y todo eso, claro, le daba mucha pena. Pero le gustaban los besitos que
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intercambiaban; los besitos, sin embargo, se acompañaban de una sensación de falta: un corazón latiendo
desesperado, un sentimiento de vida real. Hasta que la chica se hartó de Pedro y le preguntó si era maricón.
Ay, ¡pero otra vez el puto cuento de Pedro maricón! Que no, que no soy maricón, hostias – Pedro, por una
estrategia de supervivencia social, le mentía a la novia y sus familiares, y lo peor es que también empezaba a
mentirse a sí mismo. Entonces, en los carnavales, la chica le hizo bomba de humo a Pedro y se fue con otro a
explorar su cuevita. Y bien que lo hizo. Pedro se sentía como verdaderamente suyo, de alguna manera
sonrientemente liberado, y por fin, entre la barahúnda, le dijo a su novia lo nuestro ha llegado hasta aquí.
Obvio que Pedro reutilizó la historieta de la novia para tener seducidos y disuadidos a sus familiares, que no
había la necesidad de que lo llevaran al puticlub porque él ya era un joven experimentado, etc. etc. Se lo
creyeron, o al menos lo fingieron muy bien.
Tras algún (poco) tiempo, empezó a salir con un colega de clase. A estas alturas ya estaba casi
terminando el instituto. Pedro empapó su cara con las gotas del mar, pero estaba decidido a aceptar el
hecho de que era maricón. Y descubrió la cuevita (más oscura y apretada) de su colega de clase, y en aquel
momento se dio cuenta de que era justo aquello lo que él deseaba. Ni puticlub ni pollas en vinagre, sino un
cuarto de baño en el que dos cuerpos se conocían y podían estar en paz con el mundo al menos
efímeramente.
Pedro sabía que lo de ser maricón aún le daría muchísimo dolor de cabeza y sufría por ello. No por
que sus padres no supieran que fuera maricón, sino por que sus padres no sabían que él había aceptado que
era maricón. El día D, cuando no hubo victoria ninguna – las tensiones sociales, en las que los límites se
ponen en riesgo, funcionan como la guerra: los victoriosos no triunfan, solo pierden menos que los caídos –,
Pedro decidió contárselo todo. La madre de Pedro pensaba que él se iba a convertir en una mujer (porque
tampoco se nace mujer, se hace): que él se dejaría el pelo largo, que comenzaría poco a poco con el
maquillaje, luego con los vestidos y por fin vendrían las maravillosas medias con liga. Dentro de la cabeza de
su madre, hacerse mujer era así de sencillo. Pero no fue lo que pasó. Pedro se mantuvo básicamente igual,
con la diferencia de que había admitido que Dios tenía otras preocupaciones y los cuerpos de sus amigos
eran de hecho bonitos y ha sido por eso que, cuando Dios creó al hombre, vio que era bueno. O que estaba
bueno. No se acordaba muy bien porque hacía años que no se leía el Génesis, pero como que esa imagen
general del libro le parecía estupendamente oportuna.
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Hoy dicen por ahí que Pedro es mucho más maricón de lo que era antes, que sale de cañas con
travestis, con gente estrafalaria, que tiene unos amigos hombres que tienen vagina, que los domingos – ¡que
encima es día de descanso! – frecuenta unos ambientes en los que hay hombres que visten de mujer y
doblan canciones sin ningún sentido y que nadie logra comprender nada porque han mezclado tanto todos
los conceptos que todo se vuelve un desorden. Pero otras personas relatan que hay que quien asevere que a
Pedro le gusta todo ese desorden y que le parece más palpable la felicidad en medio del caos. Hasta ahí,
todo perfecto. No lo voy a juzgar porque no soy Dios. Ni tampoco los amiguitos de infancia de Pedro, ni
tampoco sus parientes. Lo que me parece verdaderamente insólito con respecto a Pedro es algo de que me
enteré por la mismísima boca de una amiga íntima suya. Me lo confesó en un café un poco alejado del
centro, porque parece ser que esto hasta podría ser blanco de intervención terapéutica o algo así; no me
acuerdo los detalles de su relato porque ella hablaba mientras tenía las manos sobre la boca, y su dicción se
amortiguaba. Pero bueno, según me lo contó ella (¡no empecéis a poner palabras en mi boca!), parece que a
Pedro le gusta comprarse libros físicos, en papel, o sea, que tiene una compulsión extraordinaria, digna de
referencia – conforme a mis lecturas el tema todavía se está investigando, es decir, aún no se puede
garantizar que sea algo patológico, o si no lo es, o si es compulsión realmente, o solo es manía. En fin, sea
como sea, Pedro tiene una obsesión por comprarse los libros y olerles entre las doblas. Ahí os lo dejo para
que reflexionéis. Yo elijo callarme. Uno tiene sus rarezas
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