sábado, 22 de mayo de 2010
Un acto escolar
Y las celebraciones necesitan poco de la Historia, porque construyen su propia historia. Hoy me conmoví en el acto de la escuela primaria a la que van mis hijas pequeñas. Unos maestros inteligentes y con vocación, un puñado de niños con la esperanza intacta, la música de Blas Parera, la de León Gieco, la de Maria Elena Walsh en la voz de Mercedes, la de Lito Nebbia, unos versos de Enrique Santos Discépolo, la voz grabada de un niñito que después desaparecería y al que aún busca su abuela de Plaza de Mayo, un San Martín personificado por un pibe que dice que si somos libres lo demás no importa nada, una pequeña Evita que saluda a las mujeres que votan por vez primera en 1947, dos chicos que representan la primera huelga proletaria en el país, la de los tipógrafos de Buenos Aires en 1876. Y mucho más. Una historia colectiva, con tanteos, provisoriedades, avances, retrocesos, fiestas y tragedias. Una historia.
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miércoles, 19 de mayo de 2010
Identidades
La Historia no sirve para las celebraciones. La fiesta del Bicentenario supone la idea de que el 25 de mayo de 1810 se descorrió el velo colonial que ocultaba a la Argentina, y que allí estaban los argentinos, listos para iniciar su camino entre las naciones libres del mundo. No es eso lo que dicen los historiadores.
Lo que dicen es que en aquel tiempo la palabra argentinos sólo podía hallarse en alguna obra poética o en algún texto retórico, conocidos por un reducido círculo, y que aludía apenas a los habitantes de Buenos Aires. Los habitantes blancos. No se llamaba argentinos a los porteños descendientes de africanos, ni a los indígenas, ni a los mestizos. Sí, en cambio, a los andaluces, castellanos, vascos o gallegos que vivían en la ciudad.
Nadie sabía entonces que medio siglo más tarde iba a existir la República Argentina en una parte del territorio del Virreinato del Río de la Plata, ni que los nativos de Salta, Córdoba o Mendoza iban a compartir con los de Buenos Aires ese gentilicio: argentinos. El historiador Fabio Wasserman ha señalado que en 1810 esa identidad y ese futuro, que terminaron por imponerse, no eran los únicos posibles. La Historia es más rica, más contradictoria, más productiva y más feroz que las efemérides.
En 1820, un comerciante que hizo noche en una posta cercana a la cañada de Cepeda, donde se habían batido hacía poco el ejército del Director Supremo José Rondeau con el que mandaban el entrerriano Francisco Ramírez y el santafesino Estanislao López, se espantó al ver a una veintena de cadáveres de combatientes directoriales, argentinos, medio descompuestos ya, a los que se comían los ratones. “Haga que los entierren”, le reclamó al maestro de posta. “No haré tal cosa, me recreo con verlos: son porteños”, respondió el paisano.
Cuatro años antes, el 9 de julio de 1816, el Congreso de Tucumán había formulado la declaración de Independencia que comúnmente se considera argentina. Pero la entidad política que se declaraba independiente se llamaba Provincias Unidas de la América del Sur, y los firmantes representaban a algunas de las que más tarde serían provincias argentinas y a otras que lo serían de Bolivia. La declaración fue impresa en castellano, en quechua y en aymara.
En 1839, los jóvenes románticos que editaron en San Juan el periódico El Zonda relataron cómo habían elegido ese título. Alguien había propuesto El patriota argentino, pero los demás lo desecharon: el término argentino estaba desacreditado, dijeron, pero sobre todo no era sanjuanino. Uno de ellos se llamaba Domingo Sarmiento. Tendrían que pasar casi treinta años para que ese hombre presidiera una república llamada Argentina.
El propio Padre de la Patria, José de San Martín, atravesó la cordillera al frente de un ejército al que no llamó argentino sino de los Andes. Su bandera tampoco era la de Manuel Belgrano, ya reconocida oficialmente por las Provincias Unidas, y que andando el tiempo sería la bandera argentina. La que levantó San Martín era, como el ejército, de los Andes. Con ella hicieron la campaña oficiales argentinos y chilenos, criollos de Cuyo y del Litoral, africanos de Buenos Aires y mestizos de muchas provincias. No había un único futuro posible. Tampoco lo hay ahora, doscientos años después.
Lo que dicen es que en aquel tiempo la palabra argentinos sólo podía hallarse en alguna obra poética o en algún texto retórico, conocidos por un reducido círculo, y que aludía apenas a los habitantes de Buenos Aires. Los habitantes blancos. No se llamaba argentinos a los porteños descendientes de africanos, ni a los indígenas, ni a los mestizos. Sí, en cambio, a los andaluces, castellanos, vascos o gallegos que vivían en la ciudad.
Nadie sabía entonces que medio siglo más tarde iba a existir la República Argentina en una parte del territorio del Virreinato del Río de la Plata, ni que los nativos de Salta, Córdoba o Mendoza iban a compartir con los de Buenos Aires ese gentilicio: argentinos. El historiador Fabio Wasserman ha señalado que en 1810 esa identidad y ese futuro, que terminaron por imponerse, no eran los únicos posibles. La Historia es más rica, más contradictoria, más productiva y más feroz que las efemérides.
En 1820, un comerciante que hizo noche en una posta cercana a la cañada de Cepeda, donde se habían batido hacía poco el ejército del Director Supremo José Rondeau con el que mandaban el entrerriano Francisco Ramírez y el santafesino Estanislao López, se espantó al ver a una veintena de cadáveres de combatientes directoriales, argentinos, medio descompuestos ya, a los que se comían los ratones. “Haga que los entierren”, le reclamó al maestro de posta. “No haré tal cosa, me recreo con verlos: son porteños”, respondió el paisano.
Cuatro años antes, el 9 de julio de 1816, el Congreso de Tucumán había formulado la declaración de Independencia que comúnmente se considera argentina. Pero la entidad política que se declaraba independiente se llamaba Provincias Unidas de la América del Sur, y los firmantes representaban a algunas de las que más tarde serían provincias argentinas y a otras que lo serían de Bolivia. La declaración fue impresa en castellano, en quechua y en aymara.
En 1839, los jóvenes románticos que editaron en San Juan el periódico El Zonda relataron cómo habían elegido ese título. Alguien había propuesto El patriota argentino, pero los demás lo desecharon: el término argentino estaba desacreditado, dijeron, pero sobre todo no era sanjuanino. Uno de ellos se llamaba Domingo Sarmiento. Tendrían que pasar casi treinta años para que ese hombre presidiera una república llamada Argentina.
El propio Padre de la Patria, José de San Martín, atravesó la cordillera al frente de un ejército al que no llamó argentino sino de los Andes. Su bandera tampoco era la de Manuel Belgrano, ya reconocida oficialmente por las Provincias Unidas, y que andando el tiempo sería la bandera argentina. La que levantó San Martín era, como el ejército, de los Andes. Con ella hicieron la campaña oficiales argentinos y chilenos, criollos de Cuyo y del Litoral, africanos de Buenos Aires y mestizos de muchas provincias. No había un único futuro posible. Tampoco lo hay ahora, doscientos años después.
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jueves, 6 de mayo de 2010
El Bicentenario y el pueblo
Hace cien años, la República Argentina tiraba la casa por la ventana en la celebración de su primer centenario. Había pasado un siglo desde que en Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata, una Junta de gobierno reemplazó al virrey Baltasar Cisneros, cuya autoridad había quedado reducida a nada por el derrumbe de la monarquía española. Ese día empezó una gesta, en la que participó cada vez más un pueblo politizado y en armas. Los que manipularon esa historia extendieron después el certificado: el 25 de mayo de 1810 nació la patria de los argentinos. De acuerdo con esa partida de nacimiento, ahora toca festejar el bicentenario.
Aquel primer Centenario fue la fiesta de los que habían logrado quedarse con los beneficios de setenta años de guerras civiles. Miles y miles de pobres y desconocidos criollos, indios y africanos habían muerto durante el siglo anterior para que fueran posibles sus cuentas bancarias, sus palacetes y sus estancias. Dueños de la tierra, del trigo y de la carne, de los ferrocarriles y del puerto, regenteaban con brutalidad un país en el que trabajaban y sufrían, además de los antiguos pobladores, los recién llegados inmigrantes de todas partes del mundo.
Apenas un año antes de la gran fiesta, el 1º de mayo de 1909, la policía montada que mandaba el coronel Ramón Falcón masacró a decenas de trabajadores anarquistas que se habían concentrado en Plaza Lorea. Cumplía órdenes del Presidente José Figueroa Alcorta, cuyo nombre - que entonces era conocido por su furia contra el movimiento obrero - campea hoy en una de las más elegantes avenidas de Buenos Aires, que atraviesa el barrio de querer y poder. Algunos años después, el mismo Falcón sería muerto por el anarquista Simón Radowitzky en la esquina de Callao y Quintana, y premiado póstumamente con su nombre en otra calle de Buenos Aires.
Era una Argentina cruel, la del Centenario. En esos primeros cien años, sin embargo, le pesara a quien le pesase, se había amasado un pueblo, de orígenes múltiples pero con una identidad cada vez más afianzada: en el siglo XX ya había un pueblo que se llamaba a sí mismo argentino, y que estaba dispuesto a dar pelea por las condiciones de su propia vida. Ese pueblo lloró a muchos muertos: en las calles de Buenos Aires durante la Semana Trágica de 1919, en los campos de la Patagonia en 1921, en la Plaza de Mayo bombardeada en junio del 55 y en los basurales de José León Suárez en el 56, en todo el país durante la última dictadura, en el Puente Pueyrredon hace apenas siete años. Ese pueblo, además, trabajó, produjo, cantó, escribió, creó. Si este país va a celebrar el Bicentenario de lo que sea que haya empezado aquel 25 de mayo, será bueno que el mejor homenaje sea para él.
Aquel primer Centenario fue la fiesta de los que habían logrado quedarse con los beneficios de setenta años de guerras civiles. Miles y miles de pobres y desconocidos criollos, indios y africanos habían muerto durante el siglo anterior para que fueran posibles sus cuentas bancarias, sus palacetes y sus estancias. Dueños de la tierra, del trigo y de la carne, de los ferrocarriles y del puerto, regenteaban con brutalidad un país en el que trabajaban y sufrían, además de los antiguos pobladores, los recién llegados inmigrantes de todas partes del mundo.
Apenas un año antes de la gran fiesta, el 1º de mayo de 1909, la policía montada que mandaba el coronel Ramón Falcón masacró a decenas de trabajadores anarquistas que se habían concentrado en Plaza Lorea. Cumplía órdenes del Presidente José Figueroa Alcorta, cuyo nombre - que entonces era conocido por su furia contra el movimiento obrero - campea hoy en una de las más elegantes avenidas de Buenos Aires, que atraviesa el barrio de querer y poder. Algunos años después, el mismo Falcón sería muerto por el anarquista Simón Radowitzky en la esquina de Callao y Quintana, y premiado póstumamente con su nombre en otra calle de Buenos Aires.
Era una Argentina cruel, la del Centenario. En esos primeros cien años, sin embargo, le pesara a quien le pesase, se había amasado un pueblo, de orígenes múltiples pero con una identidad cada vez más afianzada: en el siglo XX ya había un pueblo que se llamaba a sí mismo argentino, y que estaba dispuesto a dar pelea por las condiciones de su propia vida. Ese pueblo lloró a muchos muertos: en las calles de Buenos Aires durante la Semana Trágica de 1919, en los campos de la Patagonia en 1921, en la Plaza de Mayo bombardeada en junio del 55 y en los basurales de José León Suárez en el 56, en todo el país durante la última dictadura, en el Puente Pueyrredon hace apenas siete años. Ese pueblo, además, trabajó, produjo, cantó, escribió, creó. Si este país va a celebrar el Bicentenario de lo que sea que haya empezado aquel 25 de mayo, será bueno que el mejor homenaje sea para él.
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