Durante la madrugada del 15 de mayo de 1986 hubo un incendio que fue
calificado por los diarios de "dantesco" en el edificio de Avenida
Callao 2014, del barrio de Recoleta. El fuego se inició en una suerte de
cabaña construida ilegalmente en el patio trasero de un departamento
del noveno piso. La joven pareja que lo habitaba pudo saltar en baby
doll y pijama a un balcón lindante. Ella se quebró un tobillo; él tosía
monóxido de carbono. La noche anterior, tras un asado con amigos, fueron
a dormir sin extinguir del todo las brasas. Ahora estaba a la vista el
efecto de tal descuido. Las llamas ya envolvían las plantas superiores.
Otros vecinos –algunos en paños menores– evacuaban de manera atropellada
el lugar. Y en el ascensor yacía el cadáver chamuscado del portero. En
aquellas circunstancias, el hombre del pijama, al ser subido a una
ambulancia en estado de shock, de pronto, abrió los párpados para decir:
"¡Mi Rolex! ¡Busquen mi Rolex!" Luego, se desvaneció. Era Daniel
Scioli.
Por entonces, a los 29 años, él ya poseía una módica celebridad debido a
una extravagancia deportiva: la motonáutica. Sus hazañas semanales como
piloto de lancha, en la clase 6L del Offshore, se transmitían desde un
helicóptero por Canal 9. Aquella atractiva vidriera hizo que la
pinturería Alba patrocinara su campaña sin fijarse en gastos. Tanto es
así que hasta repatrió de Nueva York al maestro Pérez Celis para decorar
–por 10 mil dólares– el catamarán del campeón. Su pincel dejó sobre la
carrocería una muy vistosa llamarada roja y amarilla.
Esa misma nave lo llevó a plantarse de cara ante la muerte, luego de que
una ola producida por un buque petrolero le hiciera volar por el aire
para caer de refilón sobre su brazo. Ocurrió el 4 de diciembre de 1989
en el río Paraná, a la altura de Rosario, durante una competencia
internacional. Scioli, entonces, fue trasladado con desesperante premura
a un quirófano, mientras en el río aún se buscaba el brazo con miras a
un implante. Tal vez, en estado de shock, Scioli haya evocado la
llamarada del maestro Pérez Celis. Es que, de pronto, abrió los párpados
para decir: "¡La carrocería! ¡Busquen la carrocería!" Luego, se
desvaneció.
No es una exageración alegar que Scioli hizo del infortunio su
fortaleza. Tal cualidad, en el campo de la motonáutica, se tradujo en el
logro consecutivo de ocho títulos mundiales. Su arribo a las movedizas
arenas de la política –vista por algunos con desdén– no fue menos
meteórica: entre 1997 y la actualidad fue diputado nacional por el PJ,
secretario de Deportes y Turismo durante el interinato de Eduardo
Duhalde y, ya en la era kirchnerista, vicepresidente de la Nación y
gobernador reelecto de Buenos Aires. Al cabo de semejante travesía, su
imagen aún es saludable. Él cree que ello se debe a su filosa cruzada
contra la inseguridad.
Su apego a esa lucha se vislumbra, incluso, en sus actos más casuales.
Como –el 26 de junio– cuando dijo: "Yo a las cosas las hago así, con
naturalidad." Se refería a la jornada futbolera compartida en su quinta
de Tigre con el líder de la CGT, Hugo Moyano. Lo notable es que el
gobernador abordó aquel tema nada menos que en un allanamiento. La
policía había desbaratado una pequeña gavilla que traficaba neumáticos
robados. Y él estaba allí, en un aguantadero de Avellaneda, para dar
cuenta de ello. Pero hablaba sobre asuntos políticos de coyuntura. A su
lado, el superministro Ricardo Casal sonreía.
Una semana después se entregó a la requisitoria periodística, para
afirmar: "Esto nos obliga exigir a los jueces el máximo control de las
excarcelaciones." Se refería al crimen en Cañuelas de los hermanos
verduleros, supuestamente en manos de un ex presidiario con ansias de
venganza. Lo notable fue que el gobernador abordó ese tema en medio de
la crisis por la deuda de aguinaldos a los estatales bonaerenses. Al
respecto, ese día suscribió un drástico recorte del gasto público. Pero
hablaba sobre sus ensoñaciones punitivas. A su lado, el superministro
Casal sonreía.
Resulta curioso cómo se fueron encadenando las cosas. Luego del incendio
de 1987, Scioli recurrió al joven abogado Joaquín Da Rocha para
conjurar las demandas judiciales por el asunto. La defensa fue exitosa. Y
también fue el comienzo de una gran amistad. Dos décadas después, al
ser Scioli elegido en la provincia, Da Rocha era procurador del Tesoro
de la Nación. El flamante gobernador lo tentaría con el Ministerio de
Justicia. Pero Da Rocha declinó el ofrecimiento. Y sugirió a Ricardo
Casal, un oscuro ex alcaide penitenciario con diploma de abogado. Nadie
imaginaba que aquel hombre sería su ministro preferido, su brazo derecho
y el fetiche de su gestión. Una gestión cifrada en una presunta guerra
contra el delito urbano.
Los resultados están a la vista. Sólo en los últimos días, la separación
de la Bonaerense del caso Candela –considerado la mayor estafa
jurídico-policial de la década– y la difusión pública de imágenes sobre
torturas a un preso de la Unidad 32 son apenas postales de un
inframundo. Las estadísticas –también difundidas esta semana en el
informe anual de la Comisión Provincial por la Memoria– cuentan el
resto: en 2011 hubo 129 muertes violentas en las 54 cárceles del
Servicio Penitenciario Bonaerense, además de 7089 denuncias por
violaciones a los Derechos Humanos, que incluyen maltratos y torturas.
Del otro lado de las rejas, en el vasto territorio provincial, los
episodios de gatillo fácil aportaron ese año 133 cadáveres, sobre 241 en
todo el país.
"Hay que controlar las excarcelaciones", repite el gobernador. A su lado, el superministro sonríe.