19/9/10

Noche de verano

Miró con ojos pequeños a la luna. Ojos apenas visibles, de esos que se intuyen más que verlos. Ojos que ven, no de los que sólo miran.

Se quedó un rato así, perpleja divisando las zonas más oscuras, hasta que al fín habló. Su voz apenas era audible, pero no era un murmullo. Simplemente era una voz plácida, de esas que suenan claras como dentro de una catedral en silencio, sin necesidad de ser elevadas. Como la voz de una mujer en una catedral.

Nunca me habías dicho que rondaba tus sueños- dijo.

Me avergoncé por mi secreto descubierto. Hubiese deseado mantenerlo así, callado y solitario como esos tesoros que se esconden en el fondo del cajón de la mesa de luz, no olvidados sino sencillamente fuera del alcance de la cotidianeidad, de la vista constante destructora del regocijo de la sorpresa contenida, del placer íntimo, de la vulgaridad mansa.

Tampoco quise preguntarle cómo lo sabía. Lo sabía y punto. Era parte del influjo que me ceñía a su lado, parte de los misterios de su religión. La religión femenina, y la suya particularmente.

A veces quiero hablarte en esos sueños, pero sólo algo muy dentro mío me confiesa que esa persona desconocida sos vos- dije a media voz. Y temo hablarle a otra persona.-

Su mirada continuaba en lo alto, descifrando signos inverosímiles en aquel disco pálido colgado con un hilo invisible de la nada.

Temés, siempre tuviste temor.-

Bajé la mirada.

Temés ser el hombre simple, inmensamente cálido que te habita. Temés desnudarte, temés que la herida en tu talón se traslade a tu pecho. Temés la risa del encuentro, temés dejarte llevar a la deriva.

Temés ahogarte.-

...

Y de la vida lo único que nos llevamos con un júbilo supremo de haber vivido, son los ahogos.- dijo cerrando los ojos mientras rozaba mi frente con sus dedos.

Los ahogos...-
Sólo ahogos.-