Siempre había sido obsesivo y desmemoriado. Su único recuerdo infantil, se reduce a su primera lupa, de plata. Flores marchitadas, insectos, quemados bajo la luz solar a través del cristal de aumento. También había sido muy curioso. No tardó en aplicarse la lupa sobre su piel, y esa urgente palpitación que sentía al achicharrar insectos, subía por momentos desde su bajo vientre. Se intensificaba el latido entre sus piernas, el calor, el tamaño, todo aumentaba visto por una lupa al sol del mediodía. Creció amando el lúbrico Sol dorado en su cuerpo. A una misma vez, descubrió el mito de Ícaro y que las alas de mosca no arden bajo una lupa.
Ahora sabía como gozar más cerca el Sol, su astro. Despegando desde el tejado, llegaría lejos, tanto como para hacer sombra con su cuerpo sobre la Tierra entera, sin atmósfera que le preservara de su amor. Alado, con innumerables alas de mosca tejidas como plumas, desnudo para abrazarse al Sol, subió con el amanecer. En el crepúsculo llovieron del cielo sus cenizas entre alas de mosca.