Esta
mañana volviendo a mi casa, en la Plaza de Tirso de Molina, por dos euritos me
compré un jacinto, de color azul amoratado y olor voluptuoso. Lo cambié
de maceta y lo fotografié, reflejándose su imagen en el cristal de la mesa del
salón.
Según la mitología griega, Jacinto era un
hermoso joven, amado y deseado por el dios Apolo. Ambos jugaban a lanzarse el
disco. Y Apolo, para impresionar a
Jacinto, lo lanzó muy muy fuerte. Al
intentar atraparlo, Jacinto fue golpeado. Y del impacto, murió.
Otra
versión dice que la causa del fallecimiento fue debida a Céfiro, dios del
viento. Apolo, dios del Sol, y Jacinto eran muy amigos y la belleza del último
hizo que Apolo y Céfiro (del que también era muy afín nuestro protagonista),
pelearan: los celos causaron que el dios del viento desviase el disco para
matar a Jacinto. Y así lo hizo.
De
la sangre derramada, Apolo hizo brotar una flor, el jacinto. Las lágrimas de
Apolo cayeron sobre los pétalos y la convirtieron en una señal de luto. También
se ha convertido en un símbolo de prudencia y de fragilidad, lo que
tiene los días contados y no puede recibir de lleno los rayos de su amigo, el
sol.
En
estos días de difuntos, de bellezas (arquitectónicas) efímeras, de amigos que traicionan, de dificultades y de crisis prolongadas, quise comprar esta flor
que he colocado en una estantería frente a la mesa de mi despacho. Nada sucede
por casualidad…
Espero
que mi nuevo amigo Jacinto me acompañe unos cuantos días de este noviembre que
comienza. Que me infunda fuerza ante la fragilidad de situaciones personales,
políticas y colectivas. Y también confianza.
Una hermosa flor para este frágil mes otoñal ...
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