Un payaso en el aparcamiento de un motel
(*) 5 agosto, Bar Harbor, Maine, Estados Unidos: A las 11 de una noche cerrada aparece un payaso en el aparcamiento del motel a la entrada de Bar Harbor, un pequeño pueblo en la costa de Maine. Aparece solo, en silencio y en medio de una oscuridad sólida, sin luna ni farolas; anda con movimientos lentos y con un rumbo indiferente; se limita a vagar por el aparcamiento con una sonrisa tan enigmática como su presencia en ese lugar.
Bar Harbor está situado en el parque nacional de Acadia, a los pies del monte Cadillac, orgullo de los paisanos y cuyos modestos 466 metros lo hacen el pico más alto de la costa Este de Estados Unidos. De la costa en sentido estricto, puesto que está sobre la misma orilla del mar. A cambio de su escasa altura ofrece una vista panorámica de 360 grados del bosque y las desnudas rocas calizas a sus pies, del océano y sus -pues fueron de su propiedad- islas colindantes, ya que está en el centro de una pequeña península de origen glaciar, como sus habitantes. La puesta de sol sobre la Bahía de los Franceses es el momento álgido del programa de vacaciones en que los turistas se dirigen en tropel a la cima. Es un turismo organizado espontáneamente, familiar y respetuoso con los protocolos propios del visitante de la naturaleza, sin más ambición que olvidar durante un rato su orfandad de lo natural. Hay un centro de información que cobra la entrada e informa de senderos, vistas panorámicas y atracciones, pero no interpreta el parque, más por costumbre de austeridad protestante que por falta de modernidad. Un voluntario solícito, vestido y con aspiraciones de ranger, ofrece una larga encuesta para medir la satisfacción del visitante. El cuestionario comprende respuestas tasadas, sobre y sello para evacuarlo. Cumplido el atardecer por el sol con puntualidad lacónica, la turba se retira disciplinadamente a cenar la célebre langosta del lugar y pasear por las cuatro calles del pueblo y el puerto de postal. El guión se repite sometido sólo a los cambios de las estaciones.
El motel está en la carretera de acceso al pueblo, a la derecha y a dos manzanas de la iglesia, lo suficientemente cerca para formar parte de él y lo suficientemente apartado para ser motel. Es un motel modesto, limpio, con habitaciones amplias y mal iluminadas, con un aparcamiento despejado, sombrío y útil, y una falta de personalidad que permite disfrutar del anonimato y resolver con eficacia el expediente de pasar la noche, las dos cosas más buscadas por los usuarios de este tipo de alojamiento.
Sólo cuando la procesión turística se ha congregado en el pueblo, devolviendo la desolación a los alrededores, es el momento en el que aparece el payaso, escondiéndose más que exhibiéndose, con una remota vergüenza por mostrar un aspecto tan excéntrico en un lugar sometido a un orden tan previsible. Al cabo de un rato desaparece el payaso y encuentro el disfraz sobre el mostrador de la minúscula oficina de recepción. El motel lo llevan un hombre y una mujer jóvenes, más cerca del matrimonio que de la pareja. El marido tiene aspecto de patán pacífico y educado por el trato con el turismo; no es de los que pegan a su mujer cuando pierde su equipo de béisbol. Es la mujer quien justifica, más que explica, que es ella quien se ha vestido de payaso para ensayar ante la próxima fiesta de cumpleaños de su hijo. Habla del acontecimiento con una devoción tranquila, sin resignación ni propósito de utilizarlo como refugio de su inevitable y querida soledad, con una mezcla de seguridad y conocimiento que lo hace exclusivamente propio, imposible de descifrar por cualquiera que no sea ella. Mientras habla mantiene la misma sonrisa ausente que tenía el payaso. Una breve cicatriz en forma de humilde cordillera recorre su lado izquierdo de la cara, junto a la comisura de los labios, convirtiendo su frecuente sonrisa en una cálida mueca de complicidad involuntaria con el interlocutor. La historia que cuenta con tanta amabilidad como certeza de no ser comprendida va aclarando el enigma del principio: hace tiempo que el pueblo, donde nació y de dónde no ha salido, no es su jurisdicción. Sigue viviendo ausente en él, sin intención alguna de salir, porque la mera pretensión de hacerlo pondría en evidencia reproches que no siente ni quiere hacer y le haría insoportable su autismo, obligado a reproducirse en otro decorado. Al fin y al cabo, la tranquila seguridad que transmite esta mujer sólo puede darse en un medio tan ajeno a ella como es su pueblo. Su cordialidad es una invitación cómplice al forastero a estar de paso, como vive ella misma. Como en una indeterminación matemática, su figura es sólo un concepto, para delimitar resultados incomprensibles. Sólo pretende que no se la interprete.
Bar Harbor está situado en el parque nacional de Acadia, a los pies del monte Cadillac, orgullo de los paisanos y cuyos modestos 466 metros lo hacen el pico más alto de la costa Este de Estados Unidos. De la costa en sentido estricto, puesto que está sobre la misma orilla del mar. A cambio de su escasa altura ofrece una vista panorámica de 360 grados del bosque y las desnudas rocas calizas a sus pies, del océano y sus -pues fueron de su propiedad- islas colindantes, ya que está en el centro de una pequeña península de origen glaciar, como sus habitantes. La puesta de sol sobre la Bahía de los Franceses es el momento álgido del programa de vacaciones en que los turistas se dirigen en tropel a la cima. Es un turismo organizado espontáneamente, familiar y respetuoso con los protocolos propios del visitante de la naturaleza, sin más ambición que olvidar durante un rato su orfandad de lo natural. Hay un centro de información que cobra la entrada e informa de senderos, vistas panorámicas y atracciones, pero no interpreta el parque, más por costumbre de austeridad protestante que por falta de modernidad. Un voluntario solícito, vestido y con aspiraciones de ranger, ofrece una larga encuesta para medir la satisfacción del visitante. El cuestionario comprende respuestas tasadas, sobre y sello para evacuarlo. Cumplido el atardecer por el sol con puntualidad lacónica, la turba se retira disciplinadamente a cenar la célebre langosta del lugar y pasear por las cuatro calles del pueblo y el puerto de postal. El guión se repite sometido sólo a los cambios de las estaciones.
El motel está en la carretera de acceso al pueblo, a la derecha y a dos manzanas de la iglesia, lo suficientemente cerca para formar parte de él y lo suficientemente apartado para ser motel. Es un motel modesto, limpio, con habitaciones amplias y mal iluminadas, con un aparcamiento despejado, sombrío y útil, y una falta de personalidad que permite disfrutar del anonimato y resolver con eficacia el expediente de pasar la noche, las dos cosas más buscadas por los usuarios de este tipo de alojamiento.
Sólo cuando la procesión turística se ha congregado en el pueblo, devolviendo la desolación a los alrededores, es el momento en el que aparece el payaso, escondiéndose más que exhibiéndose, con una remota vergüenza por mostrar un aspecto tan excéntrico en un lugar sometido a un orden tan previsible. Al cabo de un rato desaparece el payaso y encuentro el disfraz sobre el mostrador de la minúscula oficina de recepción. El motel lo llevan un hombre y una mujer jóvenes, más cerca del matrimonio que de la pareja. El marido tiene aspecto de patán pacífico y educado por el trato con el turismo; no es de los que pegan a su mujer cuando pierde su equipo de béisbol. Es la mujer quien justifica, más que explica, que es ella quien se ha vestido de payaso para ensayar ante la próxima fiesta de cumpleaños de su hijo. Habla del acontecimiento con una devoción tranquila, sin resignación ni propósito de utilizarlo como refugio de su inevitable y querida soledad, con una mezcla de seguridad y conocimiento que lo hace exclusivamente propio, imposible de descifrar por cualquiera que no sea ella. Mientras habla mantiene la misma sonrisa ausente que tenía el payaso. Una breve cicatriz en forma de humilde cordillera recorre su lado izquierdo de la cara, junto a la comisura de los labios, convirtiendo su frecuente sonrisa en una cálida mueca de complicidad involuntaria con el interlocutor. La historia que cuenta con tanta amabilidad como certeza de no ser comprendida va aclarando el enigma del principio: hace tiempo que el pueblo, donde nació y de dónde no ha salido, no es su jurisdicción. Sigue viviendo ausente en él, sin intención alguna de salir, porque la mera pretensión de hacerlo pondría en evidencia reproches que no siente ni quiere hacer y le haría insoportable su autismo, obligado a reproducirse en otro decorado. Al fin y al cabo, la tranquila seguridad que transmite esta mujer sólo puede darse en un medio tan ajeno a ella como es su pueblo. Su cordialidad es una invitación cómplice al forastero a estar de paso, como vive ella misma. Como en una indeterminación matemática, su figura es sólo un concepto, para delimitar resultados incomprensibles. Sólo pretende que no se la interprete.
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