29 de septiembre de 2009

Un payaso en el aparcamiento de un motel

(*) 5 agosto, Bar Harbor, Maine, Estados Unidos: A las 11 de una noche cerrada aparece un payaso en el aparcamiento del motel a la entrada de Bar Harbor, un pequeño pueblo en la costa de Maine. Aparece solo, en silencio y en medio de una oscuridad sólida, sin luna ni farolas; anda con movimientos lentos y con un rumbo indiferente; se limita a vagar por el aparcamiento con una sonrisa tan enigmática como su presencia en ese lugar.

Bar Harbor está situado en el parque nacional de Acadia, a los pies del monte Cadillac, orgullo de los paisanos y cuyos modestos 466 metros lo hacen el pico más alto de la costa Este de Estados Unidos. De la costa en sentido estricto, puesto que está sobre la misma orilla del mar. A cambio de su escasa altura ofrece una vista panorámica de 360 grados del bosque y las desnudas rocas calizas a sus pies, del océano y sus -pues fueron de su propiedad- islas colindantes, ya que está en el centro de una pequeña península de origen glaciar, como sus habitantes. La puesta de sol sobre la Bahía de los Franceses es el momento álgido del programa de vacaciones en que los turistas se dirigen en tropel a la cima. Es un turismo organizado espontáneamente, familiar y respetuoso con los protocolos propios del visitante de la naturaleza, sin más ambición que olvidar durante un rato su orfandad de lo natural. Hay un centro de información que cobra la entrada e informa de senderos, vistas panorámicas y atracciones, pero no interpreta el parque, más por costumbre de austeridad protestante que por falta de modernidad. Un voluntario solícito, vestido y con aspiraciones de ranger, ofrece una larga encuesta para medir la satisfacción del visitante. El cuestionario comprende respuestas tasadas, sobre y sello para evacuarlo. Cumplido el atardecer por el sol con puntualidad lacónica, la turba se retira disciplinadamente a cenar la célebre langosta del lugar y pasear por las cuatro calles del pueblo y el puerto de postal. El guión se repite sometido sólo a los cambios de las estaciones.

El motel está en la carretera de acceso al pueblo, a la derecha y a dos manzanas de la iglesia, lo suficientemente cerca para formar parte de él y lo suficientemente apartado para ser motel. Es un motel modesto, limpio, con habitaciones amplias y mal iluminadas, con un aparcamiento despejado, sombrío y útil, y una falta de personalidad que permite disfrutar del anonimato y resolver con eficacia el expediente de pasar la noche, las dos cosas más buscadas por los usuarios de este tipo de alojamiento.

Sólo cuando la procesión turística se ha congregado en el pueblo, devolviendo la desolación a los alrededores, es el momento en el que aparece el payaso, escondiéndose más que exhibiéndose, con una remota vergüenza por mostrar un aspecto tan excéntrico en un lugar sometido a un orden tan previsible. Al cabo de un rato desaparece el payaso y encuentro el disfraz sobre el mostrador de la minúscula oficina de recepción. El motel lo llevan un hombre y una mujer jóvenes, más cerca del matrimonio que de la pareja. El marido tiene aspecto de patán pacífico y educado por el trato con el turismo; no es de los que pegan a su mujer cuando pierde su equipo de béisbol. Es la mujer quien justifica, más que explica, que es ella quien se ha vestido de payaso para ensayar ante la próxima fiesta de cumpleaños de su hijo. Habla del acontecimiento con una devoción tranquila, sin resignación ni propósito de utilizarlo como refugio de su inevitable y querida soledad, con una mezcla de seguridad y conocimiento que lo hace exclusivamente propio, imposible de descifrar por cualquiera que no sea ella. Mientras habla mantiene la misma sonrisa ausente que tenía el payaso. Una breve cicatriz en forma de humilde cordillera recorre su lado izquierdo de la cara, junto a la comisura de los labios, convirtiendo su frecuente sonrisa en una cálida mueca de complicidad involuntaria con el interlocutor. La historia que cuenta con tanta amabilidad como certeza de no ser comprendida va aclarando el enigma del principio: hace tiempo que el pueblo, donde nació y de dónde no ha salido, no es su jurisdicción. Sigue viviendo ausente en él, sin intención alguna de salir, porque la mera pretensión de hacerlo pondría en evidencia reproches que no siente ni quiere hacer y le haría insoportable su autismo, obligado a reproducirse en otro decorado. Al fin y al cabo, la tranquila seguridad que transmite esta mujer sólo puede darse en un medio tan ajeno a ella como es su pueblo. Su cordialidad es una invitación cómplice al forastero a estar de paso, como vive ella misma. Como en una indeterminación matemática, su figura es sólo un concepto, para delimitar resultados incomprensibles. Sólo pretende que no se la interprete.

Etiquetas:

26 de septiembre de 2009

Nunca revises los neumáticos si sales de vacaciones…salvo que quieras convertirlas en un parque temático (y II)

(*) Resumen de lo publicado anteayer: Acuciado por una especie de débito conyugal hacia este blog, un sujeto cuenta sus dudosas e inesperadas vacaciones con no menos dudoso estilo y en dos entregas, buscando tanto la intriga como la economía, que el tiempo que as obligaciones dejan a la devoción no da más de sí. Ésta es la última, en la que el final suple al desenlace.



El bar, curiosamente, no estaba despoblado. Una corta y variopinta fauna, reunida allí por el mismo descarnado azar que si les hubiera llevado a mejor sitio lo hubieran confundido con buena suerte, ocupaba sin entusiasmo pero con bebidas y tapas rancias buena parte de las mesas. En una de ellas, con las esquinas del tablero de raylite levantadas dejando el aglomerado y su fe a la vista, estaban sentadas un par de monjas negras y jóvenes acompañadas de un tipo de mirada decidida y pinta de cura de paisano. Tenía el aspecto implacable de los que no te ayudan a subir la maleta al altillo del autobús de línea porque creen tener un destino manifiesto al que servir de inmediato con una metódica compulsión que les salve del riesgo de toda duda. Estaban los tres tiesos como palos ante sus tazas de café con leche ya agotadas y guardaban un silencio más aburrido que contemplativo, desprovisto de toda intriga. De todo ese montón de datos y como el día había sido espeso no pude deducir más que las monjas no eran irlandesas. Aparqué mi perspicacia en otra mesa con la intención de saciarla con una copiosa y típica cena mientras falcaba la pata de la silla con una servilleta de papel doblada en ocho para evitar que el balanceo pudiera parecer obsceno. Al levantar la vista me topé con un sujeto muy pulcro que ocupaba la mesa vecina y leía con devoción un libro encuadernado con pastas antiguas que se titulaba Manual para aprender a escribir a máquina en 3 semanas. No llevaba gafas de concha ni tenía pinta de oficinista psicópata ni se sometía a ningún otro guión previsible, pero resultaba tan ajeno a todo lugar que dejaba a este bar más anacrónico de lo que ya era. Con gestos secos y rápidos y un pulgar bañado en saliva pasaba las páginas del manual con una familiaridad que demostraba llevar más de tres semanas dedicado a tan noble empeño. Lo hacía con la misma fruición con que pasamos los días de vacaciones.

La víspera de esa página había empezado yo las susodichas con una visita a una supuestamente exclusiva playa de Levante sitiada por un campo de golf, un parador nacional y la suciedad ácida del mar procedente de los desagües de los barcos que llegaban al cercano puerto. Habían pasado los tres días de riguroso y sofocante poniente que ofrece todo verano que se precie y era el primero en que el viento giraba hacia el piadoso y habitual levante, con tanta decisión que se había transformado en una marejada disuasoria del baño. Las olas habían arrojado montada en su espuma verde a una dorada de buen tamaño cuyas escamas ya estaban grises y opacas al quedar varada en la orilla. La indolencia de los escasos paseantes al pasar a su lado remató su débil esperanza de ser devuelta al agua y sólo las gaviotas que planeaban sobre el festín daban señales de vida en un paisaje que parecía detenido bruscamente por una vieja y terminante orden de rutina. En ese solar en el que los bañistas se habían petrificado como postes indicadores de la desgana vacacional, una gaviota empezó a picotear el pez con vergüenza, mirando nerviosamente de reojo a ambos lados como si temiera ser detenida por comportamiento indecoroso. Y algo de indecente había en la saña con que empezó a aplicarse sobre la cabeza del cadáver, primero alrededor del ojo, después con una ambición no exenta de elegancia desde su torso rígido y el cuello como martillo neumático. Fue en ese preciso momento cuando decidí salir en busca de parajes menos carnívoros, sin saber que la mecánica del automóvil moderno me llevaría a conocer otros comensales no menos voraces.

(*) Publicado en Nickjournal 26 de agosto de 2009.

Etiquetas:

24 de septiembre de 2009

Nunca revises los neumáticos si sales de vacaciones (I)

(*) … porque no tendrás sorpresas en ese programa anual de organización del tedio. Un pinchazo indignante, aunque sin filtraciones periodísticas, me dejó tirado en la Nacional 320. La carretera había conocido mejores tiempos, de un esplendor provinciano pero orgulloso de sus largas rectas, con sus cambios traicioneros de rasante y su cupo de accidentes exigido puntualmente como tributo silencioso a los forasteros, al que los lugareños se sentían secretamente acreedores. La antigua ruta empezó a morir con la inauguración de una autovía sólo deseada por las autoridades de la ciudad y por la epidemia de seguridad vial que aquejaba a todo el país y había convertido a sus conductores en coleccionistas avaros de miedo tasado en puntos.

El caso es que pinché a la altura del Km. 170 y de una tarde de domingo en caída libre, sin posibilidad de recurrir a una grúa que me sacara del exotismo improvisado y me devolviera al preciso programa vacacional que había trazado. Había elegido la carretera como atajo y no como pretensión de exclusividad perdida, así que, descartadas la nostalgia y la paciencia como motivos de aventura, recalé en un tugurio tras un torpe y largo cambio de rueda digno de peor causa. El lugar tenía un solo y desvencijado rótulo de coca-cola que lo distinguiera de una funeraria o un taller. Al menos tenía la decencia de no llamarse “El Frenazo” o “Curva peligrosa”. Exhibía unas gigantescas letras negras sobre las ventanas de su fachada lateral que componían el triste y original título de “HABITACIONES”. Anunciada la amenaza con honestidad por parte de la dirección del local cometí la tan inevitable como cortés pregunta de si tenían dónde dormir. Al cabo de un buen rato, cuatro desganados pases de bayeta por la barra y con desidia de quien se sabe una ruina tan lenta que los demás no podrán nunca advertirle de su inexorable descomposición, una mujer entrada en carnes me acompañó a una de las avisadas habitaciones. Bajo una luz mortecina de 40 vatios que pretendía alargar en vano el tiempo de cierre, se adivinaba un mobiliario familiar en desuso al que muebles nuevos habían arrumbado en un tímido intento de diseño e inútil de renovación en alguna tienda de algún cercano y anónimo polígono industrial, que hoy debían adornar la no menos triste vivienda de los dueños del bar. Destacaba como pieza principal una cómoda de color indefinido con cajones labrados y huérfanos de toda historia, en los que era imposible rastrear cualquier drama personal al haber sido despojados de todo rastro humano precisamente por el trasiego continuo de humanidad indiferente por aquellos cuartos. Completaba el esperanzador espectáculo una misántropa mesilla de noche con su orinal desvencijado pero limpio en su tétrico interior y un espejo de un rococó vencido por el paso del tiempo y avergonzado por la pintura desconchada de su marco. La impresión que producía el cuarto era la de un combate en permanentes tablas entre la apatía y la angustia sin huésped que hiciera de árbitro y se atreviera a sacarlo de su estancamiento. Al panorama no cabía oponerle más que literatura de ocasión, de la que ya había recorrido un trecho, o un par de copas como antídoto hacia las que me dirigí con urgencia al bar de abajo.

(Continuará)

Etiquetas:

21 de septiembre de 2009

Juicio, valor y ley


(*) No cabe duda que el verano es estación propicia a lecturas escogidas y Montaigne un tipo meticuloso que sometió sus experiencias, impresiones y opiniones a un método que las sacudiera tanto de moral impuesta como de azar en su formación, impugnando a la vez la utilización de la opinión como moral cambiante que pueda imponerse a todos, ya que sería perversa por polivalente e inútil por indeterminada. Despejó esas variables de moral y azar que podían haberle reducido a la condición de un nuevo moralista o, en la versión progresivamente laica del Renacimiento, arbitrista. Y anticipó el imperio del prestigio o desprestigio que la opinión personal supone para la posición social o grupal, anulando cuando así se forma el valor y carácter particular del juicio. Es útil leerlo ahora que prima la marca social que nuestro juicio nos asigna en los mercados de valores, habilitándonos o desacreditándonos para ser reconocidos e integrarnos, pero impidiendo el conocimiento –por oposición al reconocimiento ajeno- y la independencia de criterio. Sin duda previó que sería fuente inagotable de citas y comentarios, aunque su clarividencia no llegó a intuir que sería inspiración de entradas para el Nickjournal. No es la primera vez que se le utiliza ni será la última.

A propósito de la moral y su fuerza como corsé sobre la opinión, frente a su capacidad como sistema para ordenar el pensamiento y el tráfico social de juicios, escribe en el capítulo XL del Libro I de los Ensayos toda una talla y declaración de principios en su título: Que la experiencia de los bienes y los males depende en buena parte de nuestra opinión. Y dice lo siguiente:
«A los hombres», dice una antigua sentencia griega, «les atormentan sus opiniones sobre las cosas, no las cosas mismas». Si pudiera establecerse la plena verdad de esta proposición, se ganaría un punto importante para el alivio de nuestra miserable condición humana. Porque si los males han penetrado en nosotros tan sólo a través de nuestro juicio, parece que está en nuestro poder despreciarlos o trocarlos en bienes. Si las cosas se rinden a nuestra merced, ¿por qué no disponer de ellas o acomodarlas a nuestra conveniencia? Si lo que llamamos mal y tormento no es mal ni tormento de suyo, y únicamente nuestra fantasía le confiere esa calidad, cambiarla está en nuestras manos. Y, si podemos elegir, si nada nos fuerza, es una extrema insensatez decantarnos por el partido que nos resulta más fastidioso, y dar a las enfermedades, a la indigencia y al menosprecio un sabor agrio y molesto, pudiendo dárselo bueno y siendo así que la fortuna nos brinda simplemente la materia y a nosotros nos atañe darle forma. Ahora bien, veamos si puede sostenerse que lo que llamamos mal no lo es de suyo (…)

Separados de las cosas, deambulamos sin juicio por el reinado de las opiniones. Centrado el problema en si la condición natural de las cosas determina nuestro criterio sin posibilidad de apelación que las modifique, a continuación impugna toda moral natural y religión como norma universal e intemporal en la formación unívoca del juicio:
Si el ser original de las cosas que tememos tuviese el poder de alojarse en nosotros por su propia autoridad, lo haría de manera parecida y semejante en todos. En efecto, los hombres son todos de la misma especie y, salvo diferencias de más o menos, están provistos de útiles e instrumentos similares para entender y juzgar. Pero la variedad de opiniones sobre las cosas muestra claramente que éstas sólo penetran en nosotros con una transacción. Quizá alguno las cobije en su interior en su verdadero ser, pero otros mil les confieren un ser nuevo y contrario en ellos.

La clave está en esa transacción entre naturaleza de la cosa y opinión y en los mecanismos que determinan esa transacción. El distinto parecer con que los hombres afrontan un mismo hecho al que se atribuye en su origen una cualidad negativa, indica no sólo distintos valores y utilidad para distintas culturas y épocas sino también la dificultad de asignar valor y ordenar esos pareceres sin que prevalezca sobre ellos un interés y criterio común. Es decir, la ley.

Aplíquese lo anterior a casos como la muerte, la pena de muerte, la pobreza, la tortura o al mismo manejo de los caudales públicos por parte de nuestros gobernantes.