Decíamos
ayer, de las atmósferas de
Peter Weir y sus circunstancias. Para algunos un tipo raro con algunas buenas películas, para mí es uno de los realizadores más personales e interesantes que se pasean por la cinematografía contemporánea, un señor que desde las antípodas (ojo al ingenioso chascarrillo) (sí, hombre: antípodas-Australia...) (¡señora, vuelva!) del convencionalismo es capaz de pintar frescos de estilos totalmente contrapuestos sin dejar de asomar su pátina de autor. Buena parte de sus héroes tienen características comunes: son hombres incomprendidos, visionarios, obstinados, enfangados en sus obsesiones, imperfectos, capaces de remar contra todo pronóstico con tal de vivir su aventura y proclamar sin ceremonial su individualidad. Y si no, échenles un vistazo en sus memorias a personajes como el
Guy Hamilton de “
El año que vivimos peligrosamente”, el excéntrico inventor
Allie Fox de “
La costa de los mosquitos”, el profesor
Keating de “
El club de los poetas muertos”, el
Truman Burbank de “
El show de Truman” o, por supuesto, el capitán
Jack Aubrey de “
Master and commander”. Todos peleados con el mundo, de una u otra manera, sin que eso les suponga poco más que una traba en su camino. A este arquetipo “weiriano” pertenece, desde luego, Max Klein, el absoluto protagonista de la más desconocida película de Peter Weir desde que salió de
Australia, “
Fearless (Sin miedo a la vida)”, un film que congregó críticas antagónicas y una unanimidad absoluta entre el público: no la vio casi nadie. Mi Majestad se quedó solo en la sala y se puso de parte de este extraño viaje que es “Fearless”.
De entre la espesura de un maizal, emerge un hombre con un bebé en sus brazos y expresión zen. No se escucha más que una sombría nota musical (llamarla melodía sería un eufemismo), mientras el hombre avanza. Poco a poco, los sonidos de la realidad (gritos, lamentos, sollozos, crepitaciones) asoman, mientras el plano se abre para que identifiquemos los restos de un accidente aéreo. Con esta escena se abre “Fearless”, y con ella la migración de Max Klein (el gran
Jeff Bridges) hacia la insondabilidad, o así, de la experiencia paramortal. ¿Qué hace uno después de sobrevivir a un accidente de avión? Lo típico: una duchita en un motel, un viajecito a toda leche en automóvil (con los
Gipsy Kings en el radiocassette, dadle al play ahí abajo), una visita a una ex que no ves en veinte años. Enseguida comprobamos que Max Klein no es el mismo de antes, a pesar de que nunca conocimos ese “antes”, gracias a una alergia a las fresas que se convierte en pretérito imperfecto. Así, en apenas quince minutos, Peter Weir nos sitúa en el disparadero de su mirada para adentrarnos en una extraña atmósfera, algo irreal, sutilmente onírica, que rodea a un personaje fascinante y fascinado, del que Weir nos permite incluso oír sus pensamientos de vez en cuando. Klein se convierte en una especie de Mesías compasivo, un adulto que decide volver a la inocencia del niño que dice las verdades a la cara, un vitalista adicto al miedo que se siente invulnerable (
“¡Me quieres matar, pero no puedes!”, le grita a Dios mientras vence a su vértigo en una cornisa); se ve como un muerto en vida, un ente finito que ha sobrevivido a su destino, y habita en sus vivencias en medio de un inexplicable sentimiento de amor por el prójimo y un indisimulado complejo de superioridad. Esto no encaja con una familia-tipo burguesa, así que, mientras se distancia lenta pero inexorablemente de su mujer Laura (
Isabella Rossellini), se aproxima a Carla (
Rosie Perez, más contenida de lo habitual), una superviviente de la tragedia incapaz de superar la pérdida de su hijo de dos años... hasta que llega ese alucinógeno llamado Max, con quien se funde en una empatía post-traumática de difícil diagnóstico.
La pregunta que embute todo el largometraje es: ¿qué es Max Klein? ¿Un salvador? ¿Un visionario? ¿Un tarado? ¿Un ángel, quizás? ¿Está enfermo o es el más lúcido de todos? Parece que ni a Peter Weir ni a
Rafael Yglesias (guionista y autor del libro en el que se basa el filme) les importa demasiado la respuesta, sino la travesía de Max (su
experiencia cercana a la muerte, expresada gráficamente a través de luces petendidamente cenitales, y con el cuadro “
The ascent into the Empyrean”, de
Hiemonymus Bosch), que en ocasiones es comparable con la desintoxicación de un drogadicto. La película es indudablemente irregular: desfallece en su tramo central de manera notoria de tanta vuelta que se le da al ombligo de un, por otra parte, genial Jeff Bridges (la compasión que transmite su mirada es emocionante); la religiosidad de Carla, potencialmente interesante, se queda un poco en punto muerto; y algún personaje no sobrepasa el cliché (el abogado
Tom Hulce). Pero la atmósfera onírica está muy bien lograda, varias de sus escenas son de considerable calado (pienso en esa violenta reunión de supervivientes que el psiquiatra interpretado por
John Turturro es incapaz de manejar), y, algo cada vez más insólito en el cine contemporáneo, es una película que hace pensar. Y luego está la escena final.
Pocas veces una escena me ha sobrecogido tanto en una sala de cine. Desde la simple ingestión de una fresa, la
Sinfonía nº 3 de
Henryk Górecki toma el mando de la secuencia y de la garganta del espectador, a través de la contemplación del accidente (y de la verdadera heroicidad de Max), mientras el protagonista lucha por volver a la vida desde la no muerte, cerrándose así el círculo abierto en la primera escena. Y nosotros, mientras la sollozante melodía de Górecki enlaza con los créditos, nos preguntamos si valía la pena la vuelta a la sucia y costumbrista realidad, si no hubiese sido mejor que Max se hubiese quedado allí arriba, donde quiera que estuviese.
P.D.: la escena es esta, subida al Youtube con estas manitas. Obviamente, es un espoilerazo, y como se disfruta más es viendo la película entera. Sin embargo, ahí queda, por si alguien quiere recordarla, o simplemente disfrutar de la música, o... lo que sea. Quejas, al maestro armero (maestro armero=Alice la Directrice)...