“Los días se alargaban, pero el tiempo seguía
discurriendo con suma lentitud. Los cerezos jóvenes que Genji había plantado en
su jardín el año anterior empezaron a florecer mientras el aire tibio y suave
se iba llenando de olores que le hacían llorar de tristeza al recordar tiempos
pasados”
Extracto de La novela de Genji(I):Esplendor de
Murasaki Shikibu, nacida en el último tercio del siglo X en la corte imperial
japonesa. Libro editado por la editorial Destino.
El rocío reverdece
cada hoja de las pequeñas plantas de limitada vida. Cada vez que las aplastamos
con nuestras pisadas, de forma terca vuelven a aparecer entre las rendijas de
las maderas que sutilmente forman parte de este espacio lleno de belleza.
Cerca de esas
maderas, entre los cantos rodados, un verde esmeralda de inusitada pureza surge
desde un mundo subterráneo que se oculta a nuestra mirada. Cada semilla florece
a su tiempo, sin que nadie las manipule, cuando ellas lo deciden, con la complicidad del humus y de la humedad
de la lluvia.
En el jardín de la Casa
del Este hay un estanque.
Las hojas de los nenúfares recogen las gotas de agua que
purifican sus flores. Son blancas, de una pureza extrema. Algo emerge de ellas.
Su visión hipnotiza la mente y nos lleva a otros lugares de serena belleza.
En el estanque no
solo están ellas.
Sus aguas dan
cobijo a otros seres de vivos colores que se mueven ingrávidamente; son aguas turbias. En esa oscuridad aparecen y
desaparecen de forma repentina; son seres asustadizos. Pero siempre conocen la
mano del que les da de comer.
Los observo; no sé
de qué manera lo hacen. El tiempo no transcurre para ellos. En su ausencia cierro mis ojos para retener por un instante
su plasticidad. Ningún sonido perturba
sus vidas.
Son las cinco de
tarde y la luz va cambiando de tonalidad. Oro viejo, todo lo invade.
La luz del sol se
posa en sus hojas, en sus aguas, y en los bambús largos y secos, que son como puentes
que unen las dos orillas.
Más tarde, al
amparo de la noche, la luz de luna emerge en este espacio, y unos seres
diminutos y mágicos cruzan esos puentes; pululan por el jardín. Ellos abandonan
la protección de las vegetaciones que habitan durante el día, y el jardín se
llena de rumores.
Entonces las flores
de los nenúfares se cierran, se recogen hasta que llegue el alba. Se ocultan a
todas las miradas. Los peces duermen.
En el jardín de la Casa
del Este hay un magnolio.
A la luz de la tarde,
conoces el camino a la colina.
Bajo el magnolio no hay camino
conoces el camino a la colina.
Bajo el magnolio no hay camino
Tampoco debajo del magnolio transcurre el tiempo. Hay un largo banco
de madera que contribuye a esa ausencia y un viento suave mece sus ramas y sus
hojas. La temperatura es agradable y su sombra nos protege. Es una sombra
erótica y el cuerpo lo agradece.
De una de sus ramas
cuelgan unos tubos de sonido; son el camino para las ráfagas de aire. Son su cálido
vientre. Su música se expande en el jardín; cuesta levantarse.
No puedes describirlo, no puedes imaginártelo,
No puedes admirarlo, no puedes percibirlo.
Es tu verdadero yo, no tiene ningún lugar donde ocultarse.
Cuando el mundo se destruya, él no se destruirá.
Es tu verdadero yo, no tiene ningún lugar donde ocultarse.
Cuando el mundo se destruya, él no se destruirá.
(Koan de Wu-men Huei-k`ai, Japón 1183-1260)