Hoy inicio la publicación de una serie de cuentos que escribí hace algo más de ocho años y que formaron parte de un blog en catalán que abrí en noviembre de 2013 y que falleció de puro aburrimiento en febrero de 2018. Espero que tengan aquí una segunda oportunidad y que os resulten, como mínimo, entretenidos. El primero de la serie que os presento a continuación lleva por título “Un cuento de brujas”. Aunque Hallowen ya queda atrás, creo que esta historieta todavía tiene su vigencia. Espero que os guste.
Hace muchos, muchos años, en Vilanova de
Bellpuig, un pueblo del Pla d’Urgell (Lleida), vivía Dolors Armengol, conocida
por los aldeanos como la bruixa Lola. Vivía sola en la última —o
primera, según se mire— casa del pueblo.
Unos decían haberla
visto volar de noche sobre una escoba; otros transformada en un enorme cuervo
que, con sus afiladas garras, arrancaba los ojos de los pobres desgraciados con
los que se cruzaba; y los más osados juraban que convertía en un gato negro a
sus enemigos.
Con o sin razón, casi
todo el pueblo la temía y algunos la odiaban. Enterada de todo ello, Lola
vivía, sin embargo, tranquila y pasaba los días recolectando hierbas
medicinales y las noches preparando pociones y ungüentos que luego vendía por
los alrededores, ya que sabía de sobra que en Vilanova de Bellpuig nadie se atrevería
a comprarlos y mucho menos a probarlos.
Un día, llegó al pueblo
Isidre Gonyalons, el nuevo médico, para hacerse cargo de la consulta que había
quedado recientemente vacante. Tan pronto como el doctor Gonyalons tomó
posesión de su cargo, recibió la visita de una pequeña delegación de buenos
ciudadanos, encabezados por el cura párroco, el padre Perramón, un octogenario
que llevaba toda su vida sacerdotal al frente de la parroquia. Todos le dijeron
lo mismo:
—Doctor, vaya con
cuidado con la bruja Lola. Todos los que le han precedido han acabado muy mal.
No tenemos pruebas, pero han ido desapareciendo uno tras otro sin dejar rastro.
—Ya he oído hablar de
este cuento de brujas —les contestó Isidre—, pero no creo en las brujas y
ustedes harían bien olvidándose de estas tonterías.
—¿Tonterías?, replicó,
furioso, el viejo cura. Se nota que usted es un joven descreído. Pero no se
descuide y esté al quite, porque a esa bruja no le gusta la competencia y un
día de estos usted acabará como Antoni Bruguera, Pere Ermengol y tantos otros
que, ignorando nuestros consejos, se atrevieron a ocupar el lugar de médico en
este pueblo.
Hastiado de oír, día
tras día, tantas historias absurdas sobre la presunta bruja, el joven médico
decidió ir a su encuentro y así poder sacar sus propias conclusiones. «Seguro
que solo es una mujer arisca y estrafalaria que hace de curandera y nada más. Esta
gente son un hatajo de ignorantes», se decía a sí mismo
mientras se encaminaba hacia la última —o la primera, según se mire— casa del
pueblo.
Luego de llamar tres
veces a la puerta donde vivía la interfecta, aquella se abrió, apareciendo una
cara cubierta por mil y una arrugas, que casi parecía una pasa gigante, con una
nariz como una alcachofa y unos ojos saltones y grandes como dos ciruelas
mustias que le escrutaban de arriba abajo.
—¿Quién eres y qué
quieres?, le espetó sin ningún tipo de recato.
El joven, amedrentado
por el aspecto de la anciana, contestó con una voz más temblorosa de lo que
pretendía.
—Soy, ejem, el nuevo
médico del pueblo. Me llamo Isidre Gonyalons y venía a...
—Me da igual quien
seas, como te llames y a qué cojones venías. Vete de aquí inmediatamente y
déjame en paz —le abroncó la vieja Lola, cerrándole la puerta en las narices.
Pero Isidre, tozudo
como era y picado por la curiosidad tras ese encontronazo, no se contentó con
largarse y aquí no ha pasado nada. Quería saber, ahora más que nunca, cómo era
aquella extraña mujer y qué hacía exactamente para ganarse la vida. Tan solo quería
salir de dudas para poder demostrar a todos aquellos supersticiosos del pueblo,
un buen puñado, por cierto, que eran unos necios.
El joven supo por sus
vecinos, convertidos en espías y confidentes, que Lola iba cada domingo a
Mollerussa, que distaba a unos 15 Km del pueblo, pero nadie había osado
seguirla, no fuera que... «Seguro que va a ofrecer sus hechizos y pociones
mágicas a pobres infelices y vaya usted a saber si también a otras brujas»,
le dijeron. Incluso le informaron del autocar que tomaba y a qué hora salía de
su casa para ir hasta la carretera a esperarlo. Tanto le presionaron que Isidre
se vio forzado a preparar un plan, consistente en seguirla hasta el mercado de
la capital de la comarca y ver qué hacía exactamente aquella mujer allí.
El domingo que tenía
que llevar a cabo el seguimiento, llovía a cántaros y hacía un frío de tres
pares de narices. Isidre, guarecido bajo su paraguas y medio escondido en la
esquina de enfrente, vio cómo Lola salía de casa con paso ligero, seguramente
hacia la parada del autocar. A pesar del mal tiempo, el joven no quiso
desaprovechar la ocasión y la siguió convenientemente disfrazado de campesino,
aunque con el breve encuentro cara a cara que habían tenido días atrás, no era
probable que le reconociera.
Después de un cuarto de
hora de trayecto, al llegar a la plaza del mercado de Mollerussa, donde el
autocar tenía su última parada, la lluvia había amainado, pero las nubes
seguían con aspecto amenazador. Tan pronto la vieja puso los pies en la plaza,
se internó por el laberinto de callejones que formaban los puestos ambulantes
del mercado con una agilidad impropia de una mujer de su edad. Isidre corrió
para no perderla de vista, pero el gentío le impedía avanzar a paso ligero.
Cuando la volvió a ver, aceleró la marcha, pero un enorme gato negro se le echó
encima, le hizo trastabillar y darse de bruces contra el pavimento, con un
estrépito de mil demonios producido por la caída de botes, cazuelas y todo tipo
de cacharros de uno de los puestos de venta al que quiso agarrarse en su caída.
Cuando se incorporó, avergonzado y deshaciéndose en disculpas, la lluvia volvió
a hacer acto de presencia y con una furia desmedida. Alzó la cabeza para mirar
al cielo desdibujado por las abundantes gotas que caían sin piedad y entonces
le pareció vislumbrar algo que le llamó poderosamente la atención: sobre una
torre cercana que daba a la plaza había una figura negra y jorobada. Era ella,
sin duda. De lejos pudo ver cómo le observaba con aquellos inconfundibles ojos. El agua le enturbiaba la vista y quizá también la cordura, pero vio cómo
la vieja saltaba al vacío y se convertía en un gran pájaro negro, como un
cuervo gigante, que se alejaba volando y emitiendo un graznido que le puso los
pelos de punta. Curiosamente, nadie se percató de lo que pasaba sobre sus
cabezas empapadas por la cortina de agua que caía como no recordaba haber visto
jamás.
El joven médico se sintió
de pronto muy cansado, como si hubiera envejecido cien años. Volvió al pueblo
con las manos vacías y la cabeza ardiendo, con la única intención de descansar.
Ya volvería a intentarlo en otra ocasión. Pero con lo que había visto, o le
había parecido ver, no lo tenía nada claro.
Cuando llegó a casa,
encontró, clavada en la puerta, una nota escrita con una caligrafía propia de
un escolar de primer grado. La nota decía así:
Ten cuidado con lo que
haces y dices, no sea que tenga que convertirte en otro de mis gatos. Ten más
sentido común que los otros y no me obligues a hacer uso de mis poderes. Déjame
en paz y yo te dejaré en paz.
Cuando los vecinos
preguntaron a Isidre si había descubierto algo extraño allá, en Mollerusa, este
les contestó, con una sonrisa socarrona: «Pero ¿qué queréis que descubriera,
majaderos? Nada de nada».
Y así pasaron los años.
Isidre ejerció de médico hasta su jubilación, a los setenta años. Cuando llegó
su relevo, un joven venido de Lleida, el viejo doctor Gonyalons decidió no
ponerle en antecedentes. «Ya se ocuparán de contárselo los fisgones de siempre.
Y cuando se lo hayan explicado, que haga lo que quiera. No quiero tener nada
que ver con esta historia. Yo ahora aprovecharé a hacer lo que he estado
esperando todos estos años: poner pies en polvorosa tan pronto como pueda».
Y así, generación tras
generación, continuaron las murmuraciones sobre aquella mujer más vieja que
Matusalén, conocida como la bruja Lola que, según las malas lenguas, tiene más
de trecientos años y un montón de gatos negros y gordos en su casa.
Y es que, bien pensado,
si no quieres problemas, no te metas donde no te llaman.