Cuando desperté, intenté procesar todo lo que mis últimos sueños me habían revelado. Fui uniendo las piezas del puzle, que fueron encajando, poco a poco, formando un mosaico cuyo resultado no me gustó. Pero esa era la única información con la que contaba sobre mi vida y no era muy edificante. Esta vez no revelaría a la policía lo que había soñado. Sería como echar piedras sobre el propio tejado.
Salté raudo de la cama y me dediqué a registrar minuciosamente mi despacho hasta dar con lo que buscaba.
La única documentación personal que hallé fue mi pasaporte. La foto y el nombre atestiguaban mi identidad. Revisando las carpetas que encontré archivadas, comprobé que era un hombre muy rico. Disponía de muchísimo dinero en varias entidades financieras españolas y extranjeras y con muchas propiedades y empresas. El nombre y la firma de Utiel salían por todas partes pero era incapaz de entender de qué iba todo aquello. ¿En qué lío me había metido para que quisieran acabar conmigo? Si no era socio de ese tal Utiel –porque todo parecía indicar que yo era un cliente más de su asesoría- ¿por qué me hice pasar como tal en mis visitas a la prisión? Y si lo que dijo Tafalla era cierto, ¿qué motivos tenía para matarle?
Mis sueños fueron, en realidad, una amalgama de imágenes, un batiburrillo de sucesos aparentemente inconexos. No sabía si quería comprenderlos. Todo apuntaba, si mi mente no me jugaba una mala pasada, a que yo era un tipo despreciable. Un delincuente. El culpable y no la víctima, como creía.
Decididamente no me quedaba otra salida que huir, al menos hasta que se aclarara todo ese entuerto. Los armarios estaban repletos de ropa y zapatos. Hice el equipaje a toda prisa. Tenía que desaparecer antes de que el inspector Giráldez volviera a visitarme, tal como había dicho la noche anterior.
Pero cuando abrí la puerta para marcharme, me di de bruces con el sabueso que, con el brazo en alto, se disponía a hacer sonar el timbre.
―Adónde cree que va, señor Latorre –me espetó, impertérrito.
Y antes de que pudiera darle alguna excusa, añadió:
―Queda usted detenido por el asesinato de Francisco Utiel y por el intento de asesinato del doctor Tafalla.
A continuación solo oí cómo otro policía me informaba de mis derechos mientras me introducían en un coche patrulla. No opuse resistencia. Me sentía flotar.
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Ahora estoy en las dependencias policiales, a la espera de que me sometan a un nuevo interrogatorio. Pero ¿qué les voy a decir? La cabeza me da vueltas. No pienso contarles nada de lo que he soñado porque dudo que tenga algo que ver con la realidad. Solo han sido sueños provocados por una mente alterada. Todavía no sé a ciencia cierta quién soy en realidad. ¿Dónde están mis recuerdos?
Entretanto, en el despacho del comisario, el inspector Giráldez le expone a su superior su teoría sobre todo lo acontecido.
―Alfonso Latorre, de 50 años, soltero y millonario hombre de negocios, tenía a Francisco Utiel como testaferro en algunas de sus empresas fantasmas. Por su parte, el doctor José Domingo Tafalla, un afamado cirujano plástico, propietario de una clínica de cirugía estética y cliente habitual de Utiel, su asesor financiero, estaba perdiendo una fortuna por culpa de una mala inversión aconsejada por este. Al parecer, Tafalla, fuera de sí, amenazó a Utiel con revelar todos sus trapos sucios si acababa arruinado. Utiel, angustiado, se lo comentó a Latorre, quien, a su vez, temió que, de llevarse a cabo esa amenaza, él también acabaría salpicado. Desde entonces Latorre no dejó de vigilar los movimientos del doctor Tafalla.
»Cuando Utiel es detenido y encarcelado, Latorre teme que le delate y le visita regularmente para cerciorarse de su fidelidad. Aunque Utiel le manifiesta repetidamente que mantendrá la boca cerrada y que no tiene nada que temer, Latorre prefiere asegurarse de ello encargando su asesinato a un tipo de la misma galería que ya había hecho trabajos sucios para él cuando estaba en libertad.
»Temiendo también que el doctor Tafalla acabe tirando de la manta –quizá incluso pensó que había sido él el artífice de la detención de Utiel-, decide acabar personalmente con su vida. Se hace con el coche de Utiel –para despistarnos- y con engaños cita a Tafalla y, bueno, ya conoce, señor comisario, los detalles del asesinato frustrado que acabó contra él. El típico caso del cazador cazado.
»Empezamos a sospechar de Latorre cuando descubrimos que no era socio de Utiel, tal como verificaron todos los clientes de éste a quien interrogamos. Luego supimos de su condición de inversor millonario y más tarde dimos con testigos que afirmaron haberle visto con Utiel en varias ocasiones pero siempre fuera de su despacho, suponemos para que nadie les relacionara, hasta que confirmamos que, en realidad, era su cliente. Con todas estas pruebas y la documentación que mis hombres están ahora mismo recogiendo de la casa de Latorre, tendremos más que suficiente para enchironarlo por muchos años. Si algún día sale, será ya muy viejo.
―¿Y cree usted, inspector, que recobrará alguna vez la memoria? Yo preferiría obtener su confesión voluntaria y por escrito.
―Eso no lo sabemos, señor comisario. Este hombre es capaz de fingir amnesia el resto de su vida, si es que no la está fingiendo ya.
FIN