miércoles, 28 de septiembre de 2016

¿Dónde están mis recuerdos? (acto final)



Cuando desperté, intenté procesar todo lo que mis últimos sueños me habían revelado. Fui uniendo las piezas del puzle, que fueron encajando, poco a poco, formando un mosaico cuyo resultado no me gustó. Pero esa era la única información con la que contaba sobre mi vida y no era muy edificante. Esta vez no revelaría a la policía lo que había soñado. Sería como echar piedras sobre el propio tejado.

Salté raudo de la cama y me dediqué a registrar minuciosamente mi despacho hasta dar con lo que buscaba.

La única documentación personal que hallé fue mi pasaporte. La foto y el nombre atestiguaban mi identidad. Revisando las carpetas que encontré archivadas, comprobé que era un hombre muy rico. Disponía de muchísimo dinero en varias entidades financieras españolas y extranjeras y con muchas propiedades y empresas. El nombre y la firma de Utiel salían por todas partes pero era incapaz de entender de qué iba todo aquello. ¿En qué lío me había metido para que quisieran acabar conmigo? Si no era socio de ese tal Utiel –porque todo parecía indicar que yo era un cliente más de su asesoría- ¿por qué me hice pasar como tal en mis visitas a la prisión? Y si lo que dijo Tafalla era cierto, ¿qué motivos tenía para matarle?

Mis sueños fueron, en realidad, una amalgama de imágenes, un batiburrillo de sucesos aparentemente inconexos. No sabía si quería comprenderlos. Todo apuntaba, si mi mente no me jugaba una mala pasada, a que yo era un tipo despreciable. Un delincuente. El culpable y no la víctima, como  creía.

Decididamente no me quedaba otra salida que huir, al menos hasta que se aclarara todo ese entuerto. Los armarios estaban repletos de ropa y zapatos. Hice el equipaje a toda prisa. Tenía que desaparecer antes de que el inspector Giráldez volviera a visitarme, tal como había dicho la noche anterior.

Pero cuando abrí la puerta para marcharme, me di de bruces con el sabueso que, con el brazo en alto, se disponía a hacer sonar el timbre.

―Adónde cree que va, señor Latorre –me espetó, impertérrito.

Y antes de que pudiera darle alguna excusa, añadió:

―Queda usted detenido por el asesinato de Francisco Utiel y por el intento de asesinato del doctor Tafalla.

A continuación solo oí cómo otro policía me informaba de mis derechos mientras me introducían en un coche patrulla. No opuse resistencia. Me sentía flotar.
 
 
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Ahora estoy en las dependencias policiales, a la espera de que me sometan a un nuevo interrogatorio. Pero ¿qué les voy a decir? La cabeza me da vueltas. No pienso contarles nada de lo que he soñado porque dudo que tenga algo que ver con la realidad. Solo han sido sueños provocados por una mente alterada. Todavía no sé a ciencia cierta quién soy en realidad. ¿Dónde están mis recuerdos?
 
 
 
Entretanto, en el despacho del comisario, el inspector Giráldez le expone a su superior su teoría sobre todo lo acontecido.

―Alfonso Latorre, de 50 años, soltero y millonario hombre de negocios, tenía a Francisco Utiel como testaferro en algunas de sus empresas fantasmas. Por su parte, el doctor José Domingo Tafalla, un afamado cirujano plástico, propietario de una clínica de cirugía estética y cliente habitual de Utiel, su asesor financiero, estaba perdiendo una fortuna por culpa de una mala inversión aconsejada por este. Al parecer, Tafalla, fuera de sí, amenazó a Utiel con revelar todos sus trapos sucios si acababa arruinado. Utiel, angustiado, se lo comentó a Latorre, quien, a su vez, temió que, de llevarse a cabo esa amenaza, él también acabaría salpicado. Desde entonces Latorre no dejó de vigilar los movimientos del doctor Tafalla.

»Cuando Utiel es detenido y encarcelado, Latorre teme que le delate y le visita regularmente para cerciorarse de su fidelidad. Aunque Utiel le manifiesta repetidamente que mantendrá la boca cerrada y que no tiene nada que temer, Latorre prefiere asegurarse de ello encargando su asesinato a un tipo de la misma galería que ya había hecho trabajos sucios para él cuando estaba en libertad.

»Temiendo también que el doctor Tafalla acabe tirando de la manta –quizá incluso pensó que había sido él el artífice de la detención de Utiel-, decide acabar personalmente con su vida. Se hace con el coche de Utiel –para despistarnos- y con engaños cita a Tafalla y, bueno, ya conoce, señor comisario, los detalles del asesinato frustrado que acabó contra él. El típico caso del cazador cazado.

»Empezamos a sospechar de Latorre cuando descubrimos que no era socio de Utiel, tal como verificaron todos los clientes de éste a quien interrogamos. Luego supimos de su condición de inversor millonario y más tarde dimos con testigos que afirmaron haberle visto con Utiel en varias ocasiones pero siempre fuera de su despacho, suponemos para que nadie les relacionara, hasta que confirmamos que, en realidad, era su cliente. Con todas estas pruebas y la documentación que mis hombres están ahora mismo recogiendo de la casa de Latorre, tendremos más que suficiente para enchironarlo por muchos años. Si algún día sale, será ya muy viejo.

―¿Y cree usted, inspector, que recobrará alguna vez la memoria? Yo preferiría obtener su confesión voluntaria y por escrito.
―Eso no lo sabemos, señor comisario. Este hombre es capaz de fingir amnesia el resto de su vida, si es que no la está fingiendo ya.
 
 
FIN
 
 
 
 

lunes, 26 de septiembre de 2016

¿Dónde están mis recuerdos? (cuarto acto)



―Señor Latorre, su residencia está en la calle de Panamá, número 2. Es un chalé casi como el que tiene Antonio Banderas en Inglaterra –me informó uno de los policías uniformados que vino acompañando días atrás al inspector.
―¿Y cómo lo han averiguado?
―Pues muy sencillo. Fuimos al registro de la propiedad y apareció usted como propietario de ese chalé.
―¿Y desde cuándo tienen esa información? –inquirí, extrañado de que hubieran tardado tanto en averiguar algo tan sencillo.
―Eso no lo sé, señor Latorre –contestó, lacónicamente, el agente.
―¿Y dónde ha dicho que está mi domicilio? –volví a preguntar, pues no me sonaba de nada la dirección que había mencionado.
―Pues en la zona alta de Barcelona, donde vive la gente con mucha pasta.
 
 
Al cabo de dos días, cuando por fin salí del hospital, un coche patrulla me llevó hasta lo que dijeron que era mi hogar. No podía creer lo que veían mis ojos. ¿Cómo podía un asesor financiero permitirse vivir en aquella mansión? Porque de chalé no tenía nada.

Mis dudas sobre el verdadero propietario de aquella lujosa vivienda quedaron disipadas cuando un hombre, que se presentó como el jardinero, me saludó efusivamente y, con un duplicado del juego de llaves que, según él, yo le había proporcionado para que se ocupara de la casa en mi ausencia, me abrió la puerta principal, tras lo cual todos se despidieron deseándome una pronta recuperación y dejándome más solo que la una.

Todo a mi alrededor me resultaba desconocido. Cuadros, objetos de arte, un piano de cola y un sinfín de enseres y muebles adornaban la estancia, así como una gran cantidad de fotos en marcos de plata. En unas aparecía, feliz, a bordo de un yate rodeado de algunos hombres y muchas mujeres sonrientes. En otras en lugares y con personas que no recordaba haber visto en mi vida. Caras, lugares y situaciones desconocidas para mí. Una crisis de ansiedad me obligó a tenderme en un enorme sofá junto a uno de los ventanales que daban al jardín. ¿Cuándo volvería a recordarlo todo?

Me mantuve así el resto del día, en decúbito supino sobre el sofá, sin apenas moverme, mirando el blanco techo hasta que éste se fue oscureciendo a medida que la luz solar iba menguando. Me esperaba otra larga noche en vela.

Decidí acostarme –por lo menos así estaría más cómodo, en la gran cama que sin duda hallaría en el dormitorio principal-, pero cuando deambulaba, como un sonámbulo, por un largo pasillo, en su busca, un individuo alto y corpulento me interceptó el paso. A pesar de la penumbra reinante, pude adivinar de quién se trataba: era el doctor Tafalla, empuñando un arma de fuego. Quise refugiarme en la primera habitación que vi pero antes de que pudiera cerrar la puerta tras de mí, la abrió de un empellón lanzándome contra la cama –luego vi que habría sido imposible cerrar la puerta pues no tenía pestillo.

―No me mate, por favor –le supliqué-. ¿Qué le he hecho para que quiera matarme? –añadí con el corazón en la boca.
―Así que todavía no recuerdas nada. Pues, mira, te lo voy a contar. Este va a ser el último deseo que verás cumplido en esta vida.

Mientras yo me mantenía recostado sobre la cama, apoyándome en los codos, él se sentó en un silloncito que casi no daba cabida a su corpachón y, sin soltar el arma, se dispuso a contarme lo que yo no lograba recordar.
 
 
Según él, yo le había citado, haciéndome pasar por socio del difunto Utiel, para tratar de un tema de interés común. Se extrañó, pues desconocía que tuviera un socio, pero aun así accedió a encontrarse conmigo creyendo que iba a darle alguna salida satisfactoria a la ruinosa inversión a la que Utiel le había conducido. Como aparecí con el coche de Utiel, no desconfió. Solo empezó a inquietarse cuando vio que, sin mediar palabra, tomamos la C-31 en dirección a Sitges. Cuando empezó a ponerse nervioso y a increparme, sin que yo le diera ninguna explicación, paré el coche en el arcén y, a punta de pistola, le obligué a ponerse al volante y a seguir conduciendo. Una vez en las costas del Garraf, le hice detener el coche junto a un acantilado y entonces intenté golpearle con el arma, la misma que ahora sostenía en sus manos. Sin saber todavía el motivo, entendió que mi intención era dejarle inconsciente para luego despeñar el coche. Le dije que la policía creería que se había tratado de un suicidio cuando comprobara la ruinosa situación económica en la que se encontraba. También le confesé que había encargado el asesinato de Utiel y que el hecho de que el vehículo fuera del difunto solo añadiría más suspense a la historia.

¿Yo un asesino? No podía dar crédito a lo que oía. Pero no me atrevía a abrir boca pues cada vez que intentaba protestar, Tafalla me apuntaba con el arma.

Pero él –siguió contando-, mucho más corpulento y fuerte que yo, pudo reducirme y hacerse con mi arma, tras lo cual la situación se invirtió. Me dejó inconsciente de un culatazo e hizo lo que yo pretendía hacer con él.

―No sabía quién era usted, así que le sustraje la cartera y miré su DNI. Su nombre me sonaba y al buscar con mi móvil en internet descubrí que era un millonario inversor, por lo que supuse que debía ser también cliente de Utiel. Con los nervios, me quedé con su cartera. De ahí que lo encontraran indocumentado. Lo que no entendía era el motivo por el que quería deshacerse de mí. Podía haberle dejado allí, inconsciente, y huir. Pero iría a por mí de nuevo. Así que era usted o yo. Con lo que no contaba era que sobreviviría. Comprenderá que no podía dejarle con vida, pues, en cuanto recobrara la memoria, o bien volvería a intentar matarme o iría a la policía inventando cualquier historia contra mí, como así ha sido. Hasta ahora yo era un hombre decente, respetado, tenía una vida social envidiable, aunque pasara por un momento complicado, y por su culpa mire dónde he ido a parar. Prefiero estar vivo y tener este peso en mi conciencia que tener que estar temiendo por mi vida el resto de mis días.

Dicho esto, un fuerte ruido detuvo de golpe sus explicaciones. Los dos dirigimos la mirada hacia la puerta, que permanecía abierta.

Como suele decirse en estos casos, todo ocurrió tan deprisa que no me dio tiempo a entender lo que sucedía. Una patrulla de policías armados irrumpió en la habitación reduciendo a Tafalla, quien no tuvo tiempo de decir “esto no es lo que parece”.

Se lo llevaron esposado y casi a rastras, lanzando improperios contra mi persona. Yo seguía perplejo y paralizado, sin saber muy bien si despertaría de aquella pesadilla.

Cuando me quedé solo, sentado al pie de la cama, apareció por la puerta el inspector Giráldez, quien, con cara de pocos amigos, me conminó a que no abandonara la casa, y mucho menos la ciudad, hasta nueva orden. Me dijo que descansara y que al día siguiente volvería con noticias.

―Afortunadamente dejé a uno de mis hombres haciendo guardia por lo que pudiera ocurrir. Él nos ha avisado. De lo contrario, usted sería ahora mismo hombre muerto.

Todavía temblando por lo que acababa de oír por boca del cirujano y por haber temido acabar con una bala en el cuerpo, asentí sin decir esta boca es mía.

―¿Qué le ha revelado el doctor Tafalla? ¿Le ha dicho por qué quería matarle? –me preguntó Giráldez.
―No, inspector. Aunque se lo he preguntado, la irrupción de sus hombres no le ha dado tiempo a decir nada –mentí.

No sé si me creyó pero se marchó silenciosa y parsimoniosamente, como si nada hubiera ocurrido.
 
 
Al parecer, la mente actúa a su antojo y casi siempre a fuerza de golpes, porque aquella noche tuve más sueños reveladores.
 
CONTINUARÁ...
 
 


jueves, 22 de septiembre de 2016

¿Dónde están mis recuerdos? (tercer acto)



Según las pesquisas de la policía, los hechos debieron producirse de la siguiente manera:

Francisco Utiel Serrano, de sesenta años, viudo sin hijos, llevaba años asesorando a ricos empresarios y a algún que otro político corrupto, participando con ellos en negocios que la fiscalía todavía seguía estudiando. Una vez reunidas pruebas suficientes, aunque no exhaustivas, de su implicación en esos negocios fraudulentos, fue detenido y puesto a disposición judicial. El juez, vista la gravedad de las imputaciones y existiendo, según él, riesgo de fuga, ordenó su reclusión sin fianza, a la espera de juicio.

Alguno de sus clientes, temeroso de que pudiera llegar a un acuerdo con la justicia y le delatara, se adelantó e hizo que lo liquidaran.

―De todos modos llegaremos al fondo de la cuestión y acabaremos descubriendo al culpable o culpables –oí que decía el inspector Giráldez mientras mi cabeza daba vueltas a medida que avanzaba en sus explicaciones.

Cuando hallaron el cadáver de Utiel, indagaron si había recibido visitas en la cárcel y dieron con mi nombre, su único visitante en todo aquel tiempo, y registrado como socio del interfecto. Las cámaras de seguridad ofrecieron testimonio de ello y mi rostro apareció claro y nítido. Cuando Giráldez visionó las imágenes grabadas, identificó al visitante de Utiel como la persona a la que habían hallado inconsciente en un vehículo al borde de un acantilado y que yacía, desde hacía veinticuatro horas, en un hospital de la ciudad en estado de coma. Su nombre aparecía bien legible en el registro de entrada de la prisión: Alfonso Latorre Gutiérrez. No sabían, de momento, nada más. Ni estado civil, ni familia, ni domicilio, ni nada.

―Tuve que esperar a que usted saliera del coma para poder interrogarle, pero no contaba con que padeciera un episodio de amnesia. Aun así le mostré la noticia de la muerte de Utiel, publicada justo antes de su accidente, para ver si conseguía hacerle reaccionar. Todo fue en vano. Así que tuvimos que dirigir nuestras investigaciones, momentáneamente, en otra dirección.
―Y, por lo que veo, siguen sin tener la más mínima idea de lo ocurrido –comenté con  cierto enojo.
―Por ahora, hemos investigado al doctor Tafalla y hemos descubierto que había realizado una inversión millonaria en unos bonos en el extranjero siguiendo los consejos de su socio y que esta inversión ha resultado ruinosa. El doctor está al borde de la quiebra, pues invirtió casi todo lo que tenía.
―¿Y él qué dice de eso? –pregunté.
―No lo niega, por supuesto. Pero asegura que, aunque se enfureció mucho, admitiendo haber tenido un fuerte altercado verbal con Utiel, no ha tenido nada que ver con su muerte ni con el accidente que usted sufrió.

La cabeza me dolía como si me la estuvieran taladrando desde dentro. Demasiada información para digerirla de golpe. Aun así intenté seguir el hilo de sus explicaciones y aplicar la lógica.

―¿Cómo no va a negarlo? No creerá usted, inspector, que admitirá ser el responsable de la muerte de mi socio y de intentar la mía sin más. Yo vi claramente su cara, aunque fuera en sueños. Y lo vi entrar en mi habitación para inyectarme no sé qué. Él es médico, se coló como tal en mi habitación. Debió tomar una bata de algún otro sanitario. ¡Ahora recuerdo que no llevaba ninguna tarjeta de identificación como el resto del personal del hospital!

Giráldez iba asintiendo, pensativamente, a mis atropelladas explicaciones. Entonces me miró de nuevo. Parecía que iba a preguntarme algo pero que no sabía cómo. Por fin se decidió.

―Hay una cosa que no entiendo. Si usted era socio de Utiel, ¿cómo es que nadie en el edificio dice conocerle? Alguien tiene que haberle visto alguna vez, digo yo. Como mínimo el conserje.

Me quedé mudo. Si eso era cierto, resultaba muy extraño. Debía de haber alguna explicación. Y me aventuré a favor de la primera que me vino a la cabeza.

―Quizá es que hacía muy poco tiempo que éramos socios y ya sabe usted que las caras nuevas… -ni yo mismo me acababa de creer tamaña idiotez pero tenía que ganar tiempo mientras mi memoria no volviera a funcionar como era debido.

Sin más que decir, el inspector abandonó la habitación meditabundo, dejándome a mí más confuso que el primer día que abrí los ojos en esta cama.

¿Quién había querido deshacerse de mí si no era Tafalla? ¿Quizá otro cliente furioso, el mismo que encargó asesinar a Utiel, y que ahora mismo debía estar al acecho, a la espera del desarrollo de los acontecimientos? ¿Y si Utiel y yo estábamos involucrados en algo muy grave y, al saber que él había sido asesinado por ello, me sentí incapaz de afrontar las consecuencias y me había intentado suicidar? De ahí que no me hubiera atado el cinturón ni existieran señales de frenada. Pero un suicida no hace desaparecer su documentación…

Seguía en un punto muerto y sin recordar nada de todo lo ocurrido. Dentro de unos días me darían el alta y quedaría a merced del asesino o asesinos. ¿Y a dónde iría?

Pero a la mañana siguiente un enviado del inspector Giráldez aclaró este último pormenor.

 

CONTINUARÁ...
 
 


lunes, 19 de septiembre de 2016

¿Dónde están mis recuerdos? (segundo acto)


Aquella noche no lograba conciliar el sueño. Me venía continuamente a la mente ese nombre: Latorre. Pero, por muchas vueltas que le daba, no conseguía recordar nada.

Ya clareaba cuando debí quedarme dormido. Y entonces mi cerebro se puso, por fin, a trabajar. Haber repetido tantas veces ese nombre quizá hizo que mi subconsciente provocara el sueño que tuve a continuación.

Primero veía a un hombre, corpulento y vestido elegantemente, que, visiblemente encolerizado, gritaba, amenazante, a un individuo enjuto y de pelo canoso, que tenía el rostro de ese tal Utiel que aparecía en la fotografía del periódico que me había mostrado el inspector. Cada vez que aquel hombre agitaba los brazos, como aspas de un molino de viento, bajo la manga izquierda de su chaqueta asomaba un reluciente Rolex de oro. A continuación aparecía también el hombre con la cara de Utiel, sentado tras una mesa de despacho. Atemorizado, me aconsejaba que desapareciera por un tiempo, pues ambos podíamos estar en peligro.

Me desperté sobresaltado. ¿Sería un sueño revelador? ¿Pero revelador de qué?

Esa mañana no pude desayunar. Era incapaz de tragar nada, tanta era la ansiedad que me embargaba por querer encontrar un sentido a esas señales.

Poco a poco fui formándome una vaga idea de lo que significaba el sueño que había tenido: el hombre al que había visto amenazar a Utiel era quien le había hecho asesinar, cumpliendo así sus amenazas. Yo debía ser el socio de Utiel, lo cual explicaría que el vehículo en el que me hallaron estuviera a nombre de la asesoría. Y como socio suyo, Utiel me había recomendado desaparecer para no ser también objeto de la venganza de aquel hombre peligroso.

Cada vez lo veía más claro. Ese hombre, evidentemente adinerado, según los signos externos que mostraba en sueños, debía ser un cliente muy cabreado por algo que, como sus asesores financieros, no habíamos hecho correctamente o que había salido mal y le había afectado hasta el extremo de llegar a amenazar a Utiel por ello. Debía de ser algo muy grave, desde luego, para mandar matar a Utiel estando este en la cárcel. El inspector había dicho que Utiel había sido encarcelado por negocios turbios y el periódico hablaba de evasión fiscal y blanqueo de capitales en paraísos fiscales. Quizá la detención y posterior encarcelamiento de Utiel pusiera muy nervioso a ese individuo, haciéndole temer que mi socio acabaría dando nombres a cambio de una rebaja de la pena o lo que fuera que le ofrecieran por colaborar con la justicia. Por eso se deshizo de él, antes de que pudiera cantar, y luego fue a por mí, sabiéndome o creyéndome al corriente de todo. El inspector dijo también que habían hallado en el coche huellas digitales de otra persona. Todo encajaba. Así pues no se trató de un accidente sino de un intento de asesinato. Lo que no tenía claro era cómo había podido perpetrarlo ese individuo si era yo quien iba al volante. Debió obligarme a conducir hasta ese acantilado, me dejo inconsciente de algún modo y empujó el coche por la pendiente. Por eso no llevaba el cinturón de seguridad abrochado ni había huellas de frenazo.

Por un momento me sentí como Sherlock Holmes al descubrir al culpable de un asesinato. Pero acto seguido me paralizó un temor: si el asesino fallido se enteraba de que había sobrevivido y que estaba amnésico, vendría a por mí antes de que recobrara la memoria y pudiera hablar, y esta vez se aseguraría de no dejarme con vida.

Eso se lo tenía que contar al inspector en cuanto entrara por la puerta.

Pero, a los pocos minutos, quien entró por la puerta fue otra persona.

Iba vestido con una bata blanca que le quedaba a todas luces corta y estrecha, como si hubiera encogido en la secadora. Era un tipo corpulento y bien parecido. Su cara me resultaba familiar. Sonreía pero a la vez me miraba con recelo.

―¿Qué tal está usted hoy señor… Latorre? –dijo leyendo lo que parecía un expediente-. ¿Cómo va esa memoria, eh? –añadió, mientras miraba de soslayo la botella de infusión que pendía de un soporte junto a la cabecera de mi cama.

Y como yo mantenía un total mutismo, continuó:

―Tranquilo, todo irá bien. Soy neurólogo y me encargo de su caso. No tiene de qué preocuparse. La resonancia craneal que le practicaron tras su ingreso en urgencias no reveló ninguna lesión cerebral grave. Poco a poco irá recobrando la memoria. Ahora voy a administrarle un sedante suave. Ya verá como, en un estado más relajado, sus recuerdos empezarán a fluir.

Y dicho esto, sacó una jeringuilla del bolsillo de su minúscula bata y se dispuso a inyectar su contenido en una de las vías que me habían practicado para la administración intravenosa de fármacos. Cuando extendió el brazo izquierdo para sujetar la vía, un Rolex de oro asomó por debajo de la manga. Entonces lo vi claro. Esa cara, que me había resultado familiar, era la del hombre del sueño, el que amenazaba a Utiel. Era el asesino y había venido a acabar su obra incompleta.

Grité como un orate a quien intentan reducir para ponerle un chaleco de fuerza. Del susto o la sorpresa, la jeringuilla le resbaló de la mano y cayó al suelo. Yo seguía gritando con todas mis fuerzas. Al asesino no le quedó más remedio que salir corriendo antes de que llegara alguien alertado por mis gritos.

Esta vez sí que tuvieron que administrarme un sedante, el cual me dejó fuera de combate durante no sé cuánto tiempo. Cuando volví en mí, tenía al inspector Giráldez sentado junto a mi cama, con dos agentes uniformados a cada lado que, de pie, parecían custodiarle. Esta vez, el inspector me miraba con cara contrariada.

―¿Qué es eso de que le han intentado asesinar? –me espetó, sin más preámbulos, enarcando sus gruesas cejas.

Somnoliento y con la boca pastosa, le conté lo que había ocurrido y lo que había soñado la noche anterior. Giráldez se dirigió en voz baja a sus dos acompañantes y estos, asintiendo casi de forma marcial, se marcharon apresuradamente como si les hubiera encargado algo muy urgente.

―Hemos descubierto que las otras huellas que encontramos en el vehículo pertenecen a un tal José Domingo Tafalla, un afamado cirujano plástico. ¿Le suena a usted ese nombre?
―No conozco a ningún cirujano plástico y espero no tener que necesitarlo. No me he visto todavía la cara pero no creo que esté tan mal como para…
―Deje de decir tonterías, señor Latorre, y dígame si le suena un tal doctor Tafalla entre los clientes de su asesoría.
―Disculpe, inspector, no pretendía… Yo… es que todavía estoy bajo los efectos del sedante que me administraron y no sé muy bien lo que me digo.
―Ahora mismo mis agentes se dirigen a la clínica del doctor Tafalla para interrogarle. ¿Está usted seguro de que era el hombre que vio en sueños?
―Completamente, inspector –asentí y suspiré un tanto aliviado al pensar que habíamos dado con el causante de toda aquella locura.
 
 
 
Pero el cirujano plástico negó –cómo no- haber estado en  el hospital. Encima, según su opinión médica, lo que yo había creído ver tenía que ser producto de mi imaginación, dado el estado de shock en el que todavía debía encontrarme.

―¿Alucinaciones? –grité cuando el inspector me informó del resultado del interrogatorio al doctor Tafalla-. ¿Y cómo justifica sus huellas dactilares en mi coche, eh? Además, si sus huellas dactilares están en la base de datos de la policía es que se trata de un delincuente –añadí creyendo haber dado en el blanco.
―Todo tiene su explicación. En primer lugar, no era su coche sino el coche de la empresa. En segundo lugar, si tenemos las huellas del doctor es porque, hace años, tuvo un pequeño altercado, nada grave, por el que resultó detenido y fichado, hasta que el tema quedó aclarado. Y en tercer lugar, en cuanto a que sus huellas aparecieran en el coche, el doctor Tafalla reconoce haber subido en él junto al fallecido señor Utiel, por ser cliente suyo.
―Querrá usted decir junto al asesinado señor Utiel –le corregí.

El inspector Giráldez, por primera vez, me miró preocupado, no sabría decir si por mi estado físico, mental  o por otra cosa. Así que le rogué que me contara todo lo que sabían, especialmente lo referente a mi identidad.
 
CONTINUARÁ...
 
 


viernes, 16 de septiembre de 2016

¿Dónde están mis recuerdos? (primer acto)



Los médicos dicen que se debe a un shock postraumático a raíz del accidente. Yo no recuerdo nada en absoluto. Al parecer, salvé la vida milagrosamente. El coche se empotró contra unas rocas al borde de un acantilado, en las costas del Garraf. De no ser por ellas me hubiera precipitado al mar desde casi cien metros de altitud. Supongo que el cinturón de seguridad y el airbag hicieron su labor, aunque resulté con un traumatismo cráneo-encefálico, varias costillas rotas y abrasiones en la cara. Eso me han contado porque cuando desperté llevaba diez días en coma y las lesiones faciales ya habían sanado. Todavía me duelen, eso sí, las costillas, al igual que la cabeza y el cuerpo entero.

¿Qué hacía yo en ese coche y en ese lugar? ¿Adónde iría? Y lo peor de todo es que ni siquiera recuerdo quién soy ni pueden asegurarme cuándo recobraré la memoria, si es que la recobro. Insisten que debo tener paciencia, que seguramente iré recordando cosas paulatinamente, pero que puede ser un proceso muy lento.

Nadie ha llamado preguntando por mí. ¿Acaso nadie ha notado mi ausencia? Amigos, familiares, compañeros del trabajo, qué se yo. Alguien a quien le extrañe mi repentina desaparición del ámbito en el que solía moverme.

La policía trabaja en ello pero, de momento, sin resultado alguno. No encontraron ningún documento que me identificara. El coche está a nombre de una empresa. De momento no me han querido decir nada más para, según el médico, no estresarme. Si sigo así, cuando me den el alta no sabré adonde ir. No sé dónde vivo. Suponen que debo ser una persona de buena posición económica. El coche de alta gama y mi ropa apuntan en esa dirección. Lo único que saben a ciencia cierta es que no estoy fichado, lo cual es todo un alivio. Han llevado a cabo un reconocimiento facial mediante un programa informático, comparando mis rasgos físicos con los de todos los delincuentes fichados. No ha habido ninguna coincidencia. Así que estoy limpio. Algo es algo. Me han dicho que han publicado mi fotografía en todos los medios, recabando información sobre mi persona. A ver si alguien me reconoce y puede decir quién soy.

Llevo ya ingresado dos semanas y no me viene nada a la memoria. Empiezo a estar muy preocupado. El hecho de que no hallaran marcas de frenazo indica que me precipité hacia el acantilado sin percatarme de ello. Quizá me desvanecí. Todo es  muy extraño, tanto como el hecho de que nadie me haya reconocido por la fotografía que han distribuido de mí. Quizá sea un individuo solitario, sin amigos ni familia. Pero en alguna parte debo haber estado trabajando y mi ausencia debería haber llamado la atención a mis colaboradores o subordinados, en caso de que sea un empresario. A menos que trabaje por cuenta propia como freelance. Pero ¿y los vecinos? Claro que si soy un hombre adinerado quizá viva en un chalé a las afueras y, en tal caso, no sea una persona muy conocida y mi ausencia haya pasado inadvertida. Demasiados interrogantes. Por no decir de lo sospechoso que resulta que fuera indocumentado. Le he estado dando muchas vueltas y, a menos que me esté volviendo paranoico, cabe la posibilidad de que alguien me sustrajera la documentación a propósito, para que no fuera reconocido. De ser así, no se trataría de un accidente fortuito sino provocado. Entonces, si el autor del mismo sabe, por los medios, que sigo con vida y con amnesia postraumática, intentará acabar conmigo antes de que recobre la memoria. Me voy a volver loco. Si no fuera por el ansiolítico que me administran, estaría al borde de la histeria.
 
 
 
Esta mañana el médico que me atiende ha entrado seguido de un individuo con cara de malas pulgas y ambos se han parado al pie de mi cama.

―Querido amigo –no sé por qué ese doctor se toma siempre tanta familiaridad llamándome amigo cuando no me conoce de nada- le presento al inspector Giráldez, que quiere hacerle algunas preguntas –y dicho esto me ha dejado a solas con el susodicho inspector, que me miraba como quien observa a un bicho raro y que, tras un  ligero carraspeo introductorio, ha intentado ponerme en antecedentes.

―Supongo que le habrán referido que le encontramos, inconsciente, en un Audi A6 gris plata que, por fortuna, se había empotrado contra unas rocas en las costas del Garraf. Digo por fortuna porque de no haber estado ahí esas rocas se hubiera precipitado al mar y en ese trecho la altura es considerable. Ni el airbag le hubiera salvado la vida. Pero hay tres cosas que nos llaman la atención: iba usted indocumentado, no llevaba puesto el cinturón de seguridad y en el pavimento no había señales de frenada. Me ha dicho el doctor que sigue sin recordar quién es, pero ¿no recuerda usted nada de lo sucedido?

Desconcertado como estaba, solo negué con la cabeza. El hombre prosiguió refiriéndome lo poco que sabían.

―Desde que le ingresaron en este hospital, hace de eso dos semanas, hemos intentado esclarecer los hechos que rodean a este aparente enigma. El vehículo está a nombre de una empresa, Asesoría Utiel, S.L., con sede social en la calle Pelayo, 22, 3º 2ª, de Barcelona. Cuando nos personamos en esa dirección allí no había nadie. Se trata de un piso cuyo propietario se halla actualmente en “chirona”, a la espera de juicio por... bueno, eso es lo de menos. Su nombre completo es… -y tras leer en una pequeña libreta que se sacó del interior de su chaqueta continuó- Francisco Utiel Arroyo. ¿Le suena este nombre?

¿Asesoría Utiel?, ¿Francisco Utiel no sé qué? No tenía ni idea de lo que me estaba hablando aquel individuo. Así que negué de nuevo, aunque sin demasiada convicción dado mi estado amnésico.

―No, señor, digo inspector- acerté a decir-. No me suenan de nada esos nombres.
―Además –prosiguió el inspector-, en el coche hemos hallado tres tipos de huellas: unas pertenecen al mencionado Utiel, cosa que no es de extrañar si, según parece, era el propietario; otras son suyas, como es lógico, pues le encontraron sentado al volante; y las restantes todavía no lo sabemos. Todas estaban en lugares que solo un conductor puede dejarlas. En otras palabras, usted, el señor Utiel y esa tercera persona habían conducido el coche en alguna ocasión. Pero vayamos por partes.

Entonces, sin dejar de dirigirme una mirada escrutadora, de uno de los bolsillos de su abrigo sacó un periódico, lo desdobló y me lo tendió. Estaba abierto por lo que parecía ser la página de sucesos.

―Vamos a intentar refrescarle la memoria. ¿Le dice algo lo que pone ahí y esa fotografía? –me preguntó señalándome un artículo firmado por un tal A. Nieto.

Tomé el periódico no sin cierta aprensión por lo que pudiera descubrir. Leí la noticia que el inspector no cesaba de señalarme con su hirsuto dedo índice. Decía así: “Ayer, a las siete de la mañana, fue hallado muerto, en su celda de la prisión de Cuatro Caminos, Francisco Utiel Arroyo, que llevaba ingresado en ese centro penitenciario desde principios de año, a la espera de juicio, por su implicación en negocios turbios, y acusado de actuar como intermediario en la evasión fiscal y el blanqueo de capitales en paraísos fiscales. El cuerpo del finado apareció, en su cama, con indicios de haber sido estrangulado, según la información preliminar a la que hemos podido tener acceso en tanto no se dispone de los resultados de la autopsia. Utiel era el propietario de una asesoría fiscal y financiera que llevaba su nombre. Se sospecha que se trata de un asesinato por encargo, seguramente por parte de algún cliente que temía ser delatado. La policía está llevando a cabo una intensa investigación para esclarecer los hechos y encontrar al culpable o culpables, tanto dentro como fuera de la cárcel”.

―¿Sigue sin recordar nada, señor Latorre? –me espetó aquel hombre que, arrebatándome el periódico de las manos, me sonrió sardónicamente,  como si desconfiara de la veracidad de mi amnesia.
―¿Latorre? ¿Por qué me llama así? ¿Es ese mi nombre? ¿Acaso sabe quién soy? ¿No decía que no conocían mi identidad? –balbucí, atónito, tras lo cual el inspector se despidió con un leve movimiento de la cabeza mientras mantenía aquella enigmática sonrisa en los labios.
―Tranquilo, ahora descanse. Volveré mañana para ver cómo se encuentra y si ha recordado algo. Quién sabe, a lo mejor en sueños tiene una revelación –y sin más, dio media vuelta y desapareció por donde había venido.


CONTINUARÁ...
 


viernes, 9 de septiembre de 2016

Debajo de la cama



Siempre me han gustado las historias de terror. Mi abuela materna me contaba cuentos y leyendas sobre brujas y fantasmas. Aunque disfrutaba con  ello, por la noche me costaba conciliar el sueño y, cuando lo hacía, solía tener terribles pesadillas. La que se hizo más frecuente y repetitiva consistía en que un ser demoníaco, agazapado bajo mi cama, me atrapaba con sus garras y me arrastraba bajo la cama y de ahí a lo más profundo del averno. Cuando despertaba, aterrorizado, todavía notaba en mis brazos o en mis piernas la presión de sus afiladas uñas.

Desde entonces, aun sabiendo lo ridículo que era, no podía meterme en la cama sin antes mirar debajo de ella para cerciorarme que no había nada ni nadie. Aun así, la pesadilla seguía atormentándome cada noche.

Cuando se lo conté, un tanto avergonzado, a mi abuela, esta me dijo que rezara diez padrenuestros y dos avemarías y me encomendara a mi ángel de la guarda para que me protegiera. De este modo no me ocurriría nada malo.

Aun así, el engendro seguía tirando de mi cada noche, momento en que me despertaba con un sudor frío y el corazón cabalgando como un potro desbocado. Abría la luz, miraba bajo la cama y, lógicamente, allí no había nadie. Pero la sensación de una presencia extraña no desaparecía. Decidí entonces dormir con la luz abierta. Cada noche, cuando mis padres ya se habían acostado, encendía la luz de la lamparilla de mi mesilla y así me dormía más relajado.

Al principio todo fue bien. Lo que fuera que intentaba apresarme desde debajo de mi cama dejó de manifestarse en sueños. Así que lo que le debía haber ahuyentado no eran los rezos sino la luz.

Pero una noche, en un estado de duermevela, sentí de nuevo como una fuerza invisible tiraba de mí. Abrí los ojos sobresaltado. No veía nada pero mi cuerpo era arrastrado lentamente fuera de la cama por mucho que me resistía agarrándome con todas mis fueras a ella. Proferí un grito como nunca había salido de mi garganta y la fuerza de arrastre cesó de repente. Mis padres, alarmados, corrieron a ver qué había ocurrido y no tuve más remedio que contarles lo que me había estado pasando.

Mi madre intentó, cariñosamente, convencerme de que todo había sido fruto de mi imaginación desbocada y lo achacó a esas historias con las que me llenaba la cabeza mi abuela y los cuentos y películas de terror que tanto me gustaban. Mi padre, en cambio, se burló de mí haciéndome ver que ya era lo suficientemente mayor para esas tonterías. Como yo no cesaba de gimotear y temblar de puro miedo, arremetió contra mí diciendo que debía comportarme como un hombre, ser valiente, y no lloriquear como una niña. Añadió que a él nunca le había ocurrido nada de eso porque simplemente no creía en esas supercherías de vieja.

―La próxima vez que veas a ese demonio o lo que sea que te atormenta, le dices que venga a mi cama, que sabrá lo que es bueno –atajó mi padre con chanza y dando así el asunto por concluido ante la cara de circunstancias de mi madre.

Lejos de haberlas ahuyentado, mis pesadillas nocturnas siguieron visitándome a diario incluso con la luz abierta. Hasta que un día, al acostarme, y tras rezar mis oraciones, me dirigí al ente que me tenía aterrorizado.

―Conmigo eres muy valiente porque soy un niño pero seguro que con mi padre no te atreves. La próxima vez por qué no vas a su cama y verás lo que es bueno –dije en voz baja pero contundente, esperando que ese desafío funcionara.

Esa noche fue la primera de muchas que el demonio de mis desvelos no vino a visitarme. Dormí de un tirón sin pesadilla alguna.

Por la mañana, a pesar de ser festivo, me desperté muy temprano y salté de la cama contento por haber pasado una noche tranquila y con el deseo imperioso de contárselo a mis padres aunque me regañaran por haberlos despertado antes de tiempo.

En la habitación de mis padres encontré a mi madre llorando, pegada al cabezal de la cama y con la manta hasta la barbilla, como si quisiera ocultarse o protegerse de alguien. Cuando me vio, abrió lo ojos de una forma desmesurada, reflejando un pánico incontenible. El lugar que ocupaba mi padre en la cama de matrimonio estaba vacío. La cama revuelta como si se hubiera librado una batalla.

―¿Y papá? –pregunté temiendo la respuesta.
―No lo sé, hijo. Algo…, algo se lo llevó de madrugada. Le oí gritar y agitarse violentamente. Cuando abrí la luz solo tuve tiempo de verle desaparecer debajo de la cama.