Tribunal
de Distrito de El Bronx (NY). División Criminal. El Estado de Nueva York contra
Raymond Rodríguez. Lunes, 18 de julio de 2005. Preside el Honorable Mathew
Delaware
─¿Tiene
el jurado un veredicto? ─pregunta el Honorable Mathew Delaware, republicano
recalcitrante nacido en Charlotte (Carolina del Norte), pero residente en Nueva
York desde que se doctoró en Derecho y entró a trabajar en un renombrado bufete
de la Gran Manzana.
─Sí,
su señoría, lo tenemos ─responde el presidente del jurado, un hombre enjuto,
con cara de pocos amigos, vestido con traje negro y camisa blanca abotonada
hasta el cuello, sin corbata, y con una larga barba gris. Solo le falta una
kipá coronando su cabeza para parecer un rabino.
─Que
el acusado se ponga en pie para oír el veredicto del jurado ─dice el juez con
voz atronadora.
Raymond
Rodríguez Heredia, nacido en Ciudad Juárez (Estado de Chihuahua, México)
cuarenta años atrás y residente en los Estados Unidos desde hace veinte, y su
abogado de oficio, cuyo nombre no importa, se levantan a la vez con aire
marcial, el primero disimulando el tembleque de sus piernas y el segundo con
cara de hastío, pensando que todavía le queda mucho por hacer ese día, que está
lloviendo y que se le está haciendo tarde.
─Proceda,
pues, a leerlo ─señala el juez, tras un leve carraspeo.
Raymond
(en realidad Raimundo) traga saliva y su abogado sin nombre importante amaga un
bostezo. Mientras el hombre enjuto con pinta de rabino, también de pie, se
dispone a emitir su veredicto, el resto de los miembros del jurado observa al
acusado con cara de reprobación, como diciendo “ahora verás tú lo que es bueno”.
─Consideramos
al acusado culpable de todos los cargos ─espeta el hombre vestido de negro, arrastrando
las palabras en señal de desprecio y sin leer lo que lleva escrito en el papel
que sujeta en sus manos.
─¿Así,
sin más? ¿No va a detallar cada uno de los delitos por los que ha sido juzgado?
─pregunta el juez, por primera vez interesado después de los tres días que ha
durado el juicio rápido que el caso exigía para ahorrar dinero a la Comunidad.
─¿Para
qué, Señoría, si es culpable de todo?
─Pues
refrésqueme usted la memoria y hágame el favor de recordarme cuáles son esos cargos
que se le imputan, que ya he perdido la cuenta y a estas horas de la tarde no
estoy para esfuerzos inútiles.
─A ver… ─dice dubitativo mientras que, ahora sí, consulta lo que más bien parece
una chuleta─ Se le acusa de cuatro, no, de cinco. Eso es, de cinco delitos,
Señoría, a saber: robo, intimidación, ocultación de la verdad, falta de
cooperación con la autoridad y destrucción de pruebas ─y dicho lo cual se
sienta, mirando satisfecho al resto de sus compañeros, que le devuelven la
mirada asintiendo y con cara de satisfacción, como quien ha concluido un
trabajo bien hecho del que se siente orgulloso o de quien se ha quitado un peso
de encima.
─Pues
entonces ya estoy preparado para emitir la sentencia. Raymond Rodríguez
Heredia, se le condena a… hum…, a ver… cinco delitos por seis años cada uno
son… ¡treinta años de cárcel!, que cumplirá en la penitenciaría de Rikers
Island. Se cierra la sesión ─grita el señor juez para que su voz se oiga por
encima del mazazo que suelta sobre el bloque de madera, utensilios estos que le
regaló su mujer por el Día de Acción de Gracias y que hacen juego con la mesa
de caoba del estrado.
Oída
la sentencia, el abogado defensor recoge todos sus papeles, los introduce en un
desgastado maletín y, mirando a su defendido con cara de circunstancias, le da
unas palmaditas en la espalda y se despide de él con un tono condescendiente. Mientras,
unas hileras más atrás, los sollozos de una mujer con rasgos del sur quedan
apagados por el ensordecedor ruido que ocasionan los asistentes que van
abandonando la sala como quien abandona una cancha de baloncesto, unos con cara
de satisfacción y otros de derrota.
─Lo
siento, pero es lo que hay, ¿qué esperabas? Que te vaya bien. Treinta años
tampoco son tantos. Podían haberte caído unos cuantos más, y con buena conducta
puedes salir en libertad condicional dentro de unos diez. No estarás mal. Has
tenido suerte de que te haya tocado la cárcel más cercana a tu casa, así tu
familia te podrá visitar con mucha frecuencia. Además, tengo entendido que el
pastel de zanahoria de Rikers Island sigue siendo el mejor en todo el Estado. Si
no me crees, lee las memorias de Sonny Rollins*, que estuvo internado allí una
temporadita.
Lo que
no le dice el abogado sin nombre es que esa penitenciaría, conocida también por
“La Roca”, es el peor lugar para internar a alguien de origen hispano. Lo que
tampoco dice es que no se había preparado mínimamente ese juicio, por falta de
tiempo e interés ─son tantos los casos que le asignan y por los que cobra una
miseria─ y por sus inconfesables prejuicios racistas. Siempre ha pensado que no
vale la pena luchar por una causa perdida.
Para Raimundo
solo hay un cargo demostrable: haber robado una gallina ─que además estaba
enferma e hizo enfermar a su mujer y a sus tres hijos─ para poder pasar otro
día con el estómago no demasiado vacío. Así que no entiende cómo lo que no son
más que agravantes achacables a una misma falta puedan considerarse delitos
independientes a efectos del cálculo de la pena: intimidación (por haber
forcejeado con el dependiente), ocultación de la verdad (al principio negó
haberlo hecho), falta de cooperación con las autoridades (¿cómo podía colaborar
a que lo encerraran?), y destrucción de pruebas (no se halló el cadáver de la
gallina, la prueba del delito). Además, en las películas había visto que si no
aparecía el cadáver no había caso, o por lo menos la condena era mucho menor. “Raimundo
el mexicano”, como así le conocen en su barrio del Bronx, está cada vez más
convencido de que no es su falta sino la impericia ─o debería decir inutilidad
y desidia─ de su abogado de pacotilla lo que lo llevará a pasar, como mínimo, una década de su vida entre rejas.
Entre
los libros que leyó Raimundo en Rikers Island ─no tenía muchos estudios, pero
siempre le había gustado la lectura─, uno le llamó poderosamente la atención.
Trataba de un delincuente español encarcelado y fugado en distintas ocasiones, conocido
como El Lute, que en la cárcel aprendió a leer, escribir e incluso estudió la
carrera de Derecho, acabando ejerciendo de abogado. ¿Por qué no podía él hacer
lo mismo? Si ese hombre analfabeto llegó a ejercer la abogacía, él, que tenía
estudios primarios, bien podía lograrlo con menos esfuerzo.
Tuvieron
que transcurrir ocho años para sacarse el título de abogado. Solo le quedaba el
examen para obtener la licencia. Pero ese examen era presencial, no podía
hacerlo desde la cárcel. Le faltaban dos años para conseguir la condicional. En
esos veinticuatro meses presentó varios recursos para que se revisara su causa,
pero todos fueron denegados con el simple argumento de “No procede”, sin más.
Los
diez años de cautiverio fueron los más duros de su vida. Con cincuenta años
cumplidos, pisó de nuevo la calle, con libertad vigilada. Obtuvo la licencia
para ejercer la abogacía y finalmente consiguió una revisión de su juicio. El
juez que le tocó en suerte en la Corte de Apelaciones era un sesentón de origen
cubano, el Honorable Alexis García, oriundo de La Habana, pero nacionalizado
estadounidense.
Alexis
García (en realidad, su nombre de pila era Alexei, pero Alexis sonaba mucho
mejor, nada de nombres rusos en el país anticomunista por excelencia) leyó el
historial delictivo de Raymond Rodríguez Heredia con suma atención, así como
los pormenores del juicio y la sentencia. No podía creer tal desatino judicial.
¿Cómo podían haber condenado a alguien a treinta años de cárcel por robar una
gallina? Si hubiera sido un pavo para el Día de Acción de Gracias podría, en
todo caso, considerarse un atentado a las buenas costumbres y al sentimiento
patrio. ¡¿Pero una simple y vulgar gallina?! Pero claro, con un jurado mayoritariamente
WASP** y un juez republicano y decrépito
como Mathew Delaware, ¿qué se podía esperar?
La revisión
del juicio, que se fijó para el viernes 13 de noviembre de 2015, tenía muchos
puntos a favor, a menos que uno fuera supersticioso, cosa que excluía a
Raimundo y al juez García. Los miembros del jurado eran mayoritariamente
hispanos, concretamente ocho contra cuatro, y de origen humilde. Además, esta
vez contaba con un abogado de cierto prestigio en la defensa de causas contra
inmigrantes y con visos de xenofobia. Durante los años en que Raimundo estuvo
entre rejas, sus familiares y amigos recaudaron una suma de dinero suficiente para
satisfacer los honorarios de ese abogado que les garantizó un veredicto
favorable y una rebaja más que sustancial en la pena, pudiendo, incluso,
reclamar una indemnización por prevaricación por parte del juez y negligencia
legal por parte del abogado de oficio. El nuevo juicio sería más breve que el
primero, probablemente en dos jornadas, a lo sumo, estaría visto para
sentencia.
La
vista, a puerta cerrada, dio el pistoletazo de salida con una acalorada y
entusiasta proclama del abogado defensor, Richard J. Murphy, exponiendo los
hechos juzgados previamente y presentando a Raimundo como un padre de familia
ejemplar que solo buscaba el sustento de sus tres escuálidos hijos y de su
mujer enferma, necesitada de una medicación que no le cubría ningún seguro médico
por inexistente, y que con ese hurto solo logró enfermarlos aún más por estar
la gallinácea en cuestión infectada vaya usted a saber con qué microorganismo
patógeno. ¡Una indemnización por lesiones debería recibir en todo caso! Abundando en la injusticia cometida contra su
defendido, alegó que había sido víctima de los prejuicios ─”qué digo
prejuicios, racismo puro y duro”─ por parte del jurado y del propio juez que
dictó la pena desmesurada e incomprensible de treinta años de reclusión por una
falta a la que correspondía aplicar un delito menor de hurto con el
consiguiente pago de una multa, puesto que la restitución de lo hurtado era del
todo imposible pues ya había sido consumido y comprar otra gallina en tan mal
estado como la que les intoxicó era, no solo inmoral sino también imposible.
Tras
esa brillante exposición que lo dejó exhausto, las miradas de los ocho miembros
del jurado, los de cabello azabache, tez morena y venidos largo tiempo atrás del
sur, fueron de clara comprensión y condolencia hacia el acusado que, de su
estado inicial contrito había pasado a una ligera euforia esperanzada. Los
otros cuatro miembros parecían abstraídos mirando las musarañas.
Cuando
Richard Murphy, de origen irlandés, se sentó junto a su defendido, le susurró
palabras de ánimo, como “esto está chupado, tío”, lo que hizo crecer a aquel
unos centímetros más en la silla que le había tocado en suerte, muy incómoda,
por cierto. Así pues, Murphy, contrariando a su homónimo, el aguafiestas de la
famosa Ley, tenía razón: todo parecía ir viento en popa.
El
fiscal, un hombre de corta estatura, con sobrepeso y una más que clara desgana y
falta de interés en el desarrollo de la causa, actuó con la mayor de las
pasividades. Parecía comprado por la defensa. No mostró ningún signo de emoción
a lo largo de sus escasas intervenciones, salvo cuando pronunciaba la palabra
“gallina”, momento en que una expresión de asco inundaba su cara. Los únicos
testigos presenciales fueron el agente de policía que había arrestado a
Raimundo diez años atrás y que apenas recordaba el incidente ─debía rondar los
sesenta años y probablemente estaba más interesado en su jubilación que en
hacer un ejercicio de memoria─ y el hijo del propietario del puesto de comestibles
─su padre ya hacía años que criaba malvas─ donde el ave incomestible por tóxica
fue robada para desgracia de Raimundo y de toda su familia.
Tal
como había previsto el abogado defensor, la revisión del juicio estuvo listo
para sentencia al cabo de treinta y seis horas. El jurado declaró a Raimundo
inocente de todos los cargos, excepto el de hurto, que se calificó, como era
justo y necesario, como una falta menor. Sin necesidad de meditarlo, el
Honorable juez Alexis García dictó sentencia, con la cual, gracias al atenuante
de gran necesidad de supervivencia, quedó el hurto penalizado con el pago del
precio original del animal, más la inflación y los intereses de demora, menos un
50% de su valor por el lamentable estado en el que aquel se encontraba, lo
cual, echando cuentas grosso modo, resultaba
en un dólar americano. Al comerciante al que se le sustrajo el ave enferma se
le multaba con dos mil dólares por comercializar mercancía en mal estado, cuyo
pago recaía en su heredero, presente en la sala, por responsabilidad civil
subsidiaria.
A la
salida, le esperaban su mujer, con el pelo cubierto de canas y un pañuelo en la
mano por si acaso debía usarlo, y sus tres hijos, unos muchachotes con pinta de
raperos, marcando paquete, y mascando chicle sin cesar. Al conocer la noticia,
se unieron todos en un interminable abrazo, como queriendo recuperar el tiempo
que los había mantenido separados. Fueron a celebrar la buena nueva a la
hamburguesería favorita de los chavales. Entre mordisco y mordisco, le fueron
poniendo al día de sus últimas actividades e inquietudes. El mediano, de 18
años, dijo querer estudiar Derecho, como su padre, solo que en un aula de una
Facultad. “¿Con qué dinero, hijo?, le preguntó Raimundo. “Pues…no sé, padre,
pero ¿acaso no te corresponde una indemnización por lo que te hicieron?”, le
contestó. El chico, desde luego, apuntaba a abogado. Llevaba razón.
Tras
diez años de injusto encierro, a Raimundo le quedaba ahora la posibilidad de
solicitar una indemnización al Estado por error judicial y mala praxis, cuya
cuantía, según Richard Murphy podía ascender a un millón de dólares, de los
cuales él se embolsaría un pellizco de solo un veinticinco por ciento. Había
que ponerse de inmediato manos a la obra. Este sí que sería un proceso largo y
laborioso, pero para esto estaba él y su experiencia en procesos difíciles. Raymond,
a las órdenes de Richard, trabajaría por primera vez en un caso, el suyo, que sin
duda despertaría un gran interés mediático.
Y así
fue. Todos los medios de comunicación se hicieron eco de lo sucedido con
Raymond Rodríguez. La sociedad norteamericana se dividió en dos bandos: los
defensores y los detractores de ese mexicano que había robado una gallina como
medio de sustento de su famélica familia. Los unos condenaban el todavía
existente racismo en una sociedad aparentemente tan avanzada. Los otros repudiaban
cualquier tipo de acto vandálico por parte de quien ha sido recibido con los
brazos abiertos y paga esa generosidad atacando los valores más sagrados de una
convivencia pacífica. Incluso llegaron a producirse manifestaciones de signo
opuesto que acabaron en enfrentamientos violentos. En todas las tiradas de la
prensa y en las imágenes televisadas siempre aparecía, como telón de fondo, una
fotografía de Raimundo, el motivo de tales disturbios urbanos. Pintadas a favor
y en contra de la sentencia exculpatoria y de los inmigrantes, por muy legales
que fueran, aparecían a diario en todos los barrios de Nueva York y se
extendieron por todo el país.
Raimundo
llegó a sentirse culpable de haber propiciado esos tumultos, reabierto viejas
heridas y exacerbado los sentimientos supremacistas. Richard Murphy acabó
recomendándole contratar una seguridad personal, unos guardaespaldas que
velaran por su integridad física. Él lo pagaría de su bolsillo, como hizo con
la matrícula de su hijo, ya se lo devolvería todo cuando cobrara la millonaria indemnización.
Y así
lo hizo. Contrató a dos exmarines para que le cubrieran las espaldas. Salía
poco, pero cuando lo hacía, esos dos ángeles de la guarda, como él los llamaba
irónicamente, no se despegaban de él, ni a sol ni a sombra. Eran dos aguerridos
excombatientes que no temían a nada ni a nadie. Uno acabada de reincorporarse a
la vida civil tras varios años sirviendo en Afganistán. Contaba con treinta
años y, aunque taciturno, se le veía buena gente. El otro, un cincuentón de
pelo canoso y cortado al uno, era un héroe de guerra que participó en la
invasión de Irak de 2003. Eran dos tipos altos, fornidos, de una gran corpulencia.
Solo con verlos, la gente se apartaba por temor a ser arrollados. Su mujer
nunca les permitió poner los pies en su humilde piso. No les temía, pero su
pasado militar le disgustaba.
Un día
el más joven faltó a su trabajo. Una indisposición propia del estrés
postraumático, le dijo su compañero. “No se preocupe, jefe, que yo valgo por
dos”, le aseguró acompañando la frase con una sonrisa que más bien acojonaba a
quien la presenciaba. Y es que esa cicatriz que le cruzaba media cara solo
hacía que empeorar su ya espantosa imagen.
Durante
el corto itinerario a pie hasta el bufete de Murphy, Raimundo iba leyendo,
absorto a lo que ocurría a su alrededor, un artículo sobre los defectos del
sistema judicial norteamericano. Ello le hizo pensar en los años pasados en la
cárcel injustamente y en el revuelo que se había armado con su exoneración. Un
claxon le devolvió al presente. Estuvo a punto de cruzar un semáforo en rojo.
Retrocedió de un salto hasta la acera y buscó a su acompañante. ¿Cómo no le
había advertido? Un guardaespaldas también debe vigilar la seguridad ante
cualquier eventualidad, no solo ante una posible agresión. Su héroe de guerra no
se veía por ninguna parte. Miró a su alrededor, pero no aparecía. Su estatura y su aspecto lo hacían inconfundible. ¿Dónde se había
metido? El resto de peatones ya había cruzado la calle y él permanecía en el
puesto de salida, junto al semáforo.
De
repente quedó paralizado. No sabía qué le ocurría. Se desplomó cuan largo era.
La gente se arremolinó junto a él, unos haciéndole fotos con el móvil, otros
hablando por teléfono, ¿estarían pidiendo ayuda? Oyó a alguien gritar “está
sangrando” mientras le señalaba con el dedo índice y con cara de aprensión. Se
palpó el pecho, donde sentía un intenso dolor y se percató de que sus ropas
estaban mojadas. Se miró la mano y vio que estaba manchada de sangre. De entre todas
las caras que le observaban, apareció el inconfundible careto del maduro
guardaespaldas. ¿Le sonreía o lo que esbozaba era ese rictus tan desagradable
que ya le resultaba familiar? “Despejen la zona, yo me ocupo”, ordenó aquel en
tono militar. Todo el mundo obedeció. Se quedaron los dos solos. Lo que aparecía
en sus labios era sin duda una sonrisa, que se fue agrandando a medida que
Raimundo iba perdiendo la visión, pero no el oído. Todavía pudo ver, medio
borrosa, la cara del joven guardaespaldas, que apareció junto a la de su
compañero de armas. “¿Acaso creías que te saldrías con la tuya, maldito
chicano?”, fue lo último que Raymond Rodríguez Heredia, alias el mexicano, pudo
oír antes de que todo se volviera oscuro.
Alfred G. Bowman, excombatiente en Afganistán, y John
F. Halloway, condecorado por su valentía durante la Guerra del Golfo, acabaron detenidos y juzgados. Se descubrió
que eran unos supremacistas pertenecientes al renovado Ku Klux Klan. Fueron
acusados de asesinato en primer grado el primero y de colaboración y encubrimiento el segundo. Tuvieron, como marca la Ley, un juicio
justo, el cual tuvo lugar después de dos años del fallecimiento de Raymond. El
juez que les tocó en suerte fue, qué casualidad, el viejo Mathew Delaware, a
punto de jubilarse. Tras un juicio de dos meses de duración, cuyas imágenes
dieron la vuelta al mundo, se les condenó a diez y cinco años de cárcel, respectivamente, con el
atenuante de alienación mental por estrés postraumático provocado por los
horrores de la guerra, según los expertos, que cumplirían en el mismo centro
penitenciario donde Raymond estuvo encarcelado. Al
cabo de tres años ambos salieron en libertad. Cuando todos les preguntaban
por su experiencia en Rikers Island, siempre contestaban lo mismo: que el
pastel de zanahoria era el mejor de todo el Estado.
*Sonny Rollins (Nueva York,
1930) es un músico estadounidense de Jazz que, en 1950, fue arrestado por robo
a mano armada y pasó diez meses en la cárcel de Rikers Island antes de su
libertad condicional en 1952.
**White Anglo-Saxon and Protestant (blanco, anglosajón y protestante), término usado en los
EEUU para representar a un grupo social dominante que defiende los valores
tradicionales y que rechaza la influencia de cualquier etnia, nacionalidad o
cultura ajenas.
Pido disculpas si algún lector
experto en leyes halla alguna anomalía o incorrección, bien en la terminología,
bien en los procedimientos legales descritos. Este es tan solo un relato de
ficción cuya similitud con hechos reales es pura coincidencia (nota del autor).