Ana Silvia Gutiérrez Roa: 30 de enero de 1916
Esta no es una historia para contar en un blog. Pero, hoy dejo aquí su registro.
Al otro lado del río Magdalena queda Villavieja, y a este, Aipe. Detrás de
los dos pueblos permanece el desierto de la Tatacoa. En Aipe, en una casa de bahareque y
techo de paja, el
penúltimo día del mes más caluroso del año, el 30 de enero de 1916, Ana Silvia.
Una mujer alta, blanca y pecosa, curtida por el sol y por el tabaco que
fumaba con elegancia, experta en coser toda clase de ropas, era su madre, Inés Roa. Y un hombre
delgado, trigueño, de nariz aguileña, un poco melancólico y de una tranquilidad
calentana, era su padre, Eugenio Gutiérrez. Mis abuelos maternos.
A orillas del río, Ana Silvia aprendió a nadar, a sajar y comer bocachico, y en Neiva se hizo
maestra.
Luego escogió su meta, su alegría y su tristeza. Se fue a trabajar en las escuelas del sur del Huila, del sur montañoso, fresco y arrogante, que nunca abandonaría. Pasó como maestra rural por la Argentina,
Naranjal, y terminó en Saladoblanco, un corregimiento, por entonces, década del 30, de la Mesa de Elías.
De allá jamás regresaría. Sería su condena. Su marido y sus hijos no la
dejaríamos regresar a su norte luminoso y árido. Allá se quedó para siempre mi madre.
Sus huesos se mezclaron, noventa años después, con los huesos de su marido, mi padre, en un osario del desapacible cementerio de Pitalito.
Y nos dejaría muchas lecciones: la humildad, la paciencia, el amor a la
vida, el llanto, el miedo a la soledad, el silencio. Y algo increíble hoy día:
saberse de memoria el día del nacimiento de cada uno de todos los miembros de
la familia para, en cada ocasión, recordarlo con puntualidad soberana. ¡Ah, y también, saberse –de
memoria, por intuición o porque lo había aprendido- la música de los signos de
puntuación y la forma plástica de las letras para jamás cometer un error gramatical o de
ortografía en las bellas cartas que escribía! Más las de todos los que comenzábamos a escribir.
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