Miro mis manos y no parece que haya nada especial en ellas. Venas azules y tendones marcados en la parte posterior y todas las rayas, las de la vida, las del amor y las la muerte, en la anterior. Dedos ni cortos, ni largos; ni finos, ni gruesos. Con uñas también de tamaño medio, casi siempre sin pintar. Dos sortijas: una con un rubí marcado en su interior que habla de mí, y otra con un pequeño diamante que no habla de nadie.
Hay tres marcas que convierten estas manos en únicas: una cicatriz de infancia en el dedo corazón izquierdo que lo deformó para siempre; un trozo de grafito clavado en el anular izquierdo desde hace 25 años -pronto hará 26- y que jamás extirparé, salvo que algún día suponga un problema grave de salud, y la marca curada y perenne de la infección por un parásito en la parte superior de la mano derecha. No tengo buena encarnadura: las cicatrices nunca desaparecen del todo.
Parecen manos como tantas, pero no, éstas son mías. Son manos que han acariciado cuerpos curtidos y recién nacidos, que se abrieron a todo tipo de amores. Manos que igual que curan pupas, se derrumban ante la fatalidad. Frágiles dorsos, puertas al corazón; encallecidas palmas, a fuerza de parar golpes. Son las que acunaron noches eternas, palparon un cuerpecito menudo protegiéndolo de nada; las que enjugaron lágrimas infantiles y ayudaron a cruzar la calle. Las que acarician la cara triste de la abuela y toman sus manos cuando tiemblan para calmarlas. Manos suaves que agarran sin apretar y aún tiemblan ante lo desconocido.
Manos que abarcan el mundo, que callan más de lo que cuentan.