Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Saturno (o Cronos, que me gusta más)



Hace poco, en un relato de Jose apareció este cuadro que podemos ver en el Museo del Prado. Fue pintado por Rubens para la Torre de la Parada, un pabellón de caza (en realidad un palacete de estilo Austria) situado en el Monte del Pardo (Madrid), en el que Felipe IV se retiraba de tanto en tanto, supongo que para relajarse de las duras tareas de rey. Sin comentarios, que ya sabemos todos lo duro que es ser rey: antes y ahora.

Pero el mayor interés del desaparecido edificio (fue destruido en 1714 durante la guerra de sucesión con los Borbones) era la serie de pinturas mitológicas basadas en las Metamorfosis de Ovidio que el rey encargó a pintores tan relevantes en aquel momento como Rubens o Velázquez, y de la que este cuadro es una muestra más. 

Vemos que Rubens nos muestra a un Saturno anciano en el que el cuerpo flácido, cuya sensación de decrepitud se acentúa con el uso de tonos amarillos en el pecho y el vientre, no parece encajar con unas piernas poderosas. En cambio, su hijo (no sabemos a cuál representa) es un niñito rubito y regordete, de piel clara. Con gesto horrorizado ante el dolor (la mueca de la boca resulta estremecedora) causado por el mordisco de su padre que, con mirada de loco, le está arrancando la piel y la carne del pecho, el niño con un brazo parece tirarle del pelo, en un intento de defensa abocado al fracaso. Todo el lienzo rebosa dramatismo y dolor, las formas: repulsivo, el viejo; enternecedor, el bebé; el color, con predominio de tonos fríos y grises, y el negro de la tela como contrapunto luctuoso; el uso de la luz que se concentra en el brazo del crío, centrando la atención en él y su gesto desesperado. Todo está calculado para provocar sensaciones intensas, inevitables a la vista del crudo realismo de la carne infantil rasgándose en la boca del anciano trastornado. Barroco en estado puro.

Y ahora, la historia que hay detrás. Saturno, ¡qué personaje! Aunque es un dios de origen romano, se le suele identificar con Cronos, el dios del tiempo griego y rey de los dioses de la primera generación. Se le suele representar como un anciano que porta una guadaña, la que usa para segar las vidas de los mortales, aunque también en una de las versiones del mito, la más truculenta, la guadaña la usó Cronos para... Pero vayamos por partes, que la historia tiene tela.

Cronos era hijo de Gea –la Tierra- y Urano –el Cielo-, quien a su vez, también era hijo de Gea, que lo concibió por sí misma. Así, esta extraña pareja (madre y esposa, hijo y marido), no podía por menos que concebir hijos también raros, como los cíclopes, gigantes de un solo ojo; los hecatónquiros, gigantes de cien manos y cincuenta cabezas; y los primeros titanes y titánides (seis varones y seis mujeres), dioses de la edad de oro, de los que Cronos era el menor. Pues bien, Urano, al que no le debió gustar parte de su prole, decidió encerrar a los cíclopes y a los hecatónquiros en el Tártaro (el infierno), en lo más profundo de la Tierra. Pero, cómo Gea era la propia Tierra, la pobre tenía a todos hijos aprisionados en su interior, lo que no debía resultarle nada agradable. Así, intentó convencer a sus otros hijos –los Titanes- para que asesinaran a su padre. Para ello, fabricó una guadaña de adamantio (material mitológico que se convierte en indestructible una vez frío), para que sus hijos la vengaran. Pero, todos los titanes se negaron y se pusieron del lado Urano, siendo Cronos el único que se alió con su madre, castrando a su padre mientras Gea le entretenía en placeres erótico-festivos. Tras semejante proeza, Cronos arrojó al mar los testículos de su padre. De la espuma que provocaron al caer, surgió de entre las aguas, la diosa Afrodita, y de la sangre que se vertió, las Erinias, diosas de la venganza. 

Urano, castrado pero no vencido, y ayudado por los titanes, luchó contra su hijo Cronos, que tenía a su lado a los cíclopes y hecatónquiros a los que había liberado, resultando derrotado... Urano, por supuesto. Cronos ocupó el lugar de su padre como rey de dioses. Los titanes, que no pasarán a la Historia como paradigma de nobleza y pundonor, abandonaron a su padre y se aliaron con su hermano vencedor.

Como cualquier gobernante que se precie, Cronos tampoco cumplió sus promesas y volvió a encerrar a sus hermanos cíclopes y hecatónquiros en el Tártaro, con el consiguiente mosqueo de su madre, que le maldijo vaticinando que, llegado el momento, sus hijos le derrocarían a él. Obviamente, Cronos no echó en saco roto semejante maldición: después de todo venía de una poderosa diosa… y de una madre. Y ya se sabe que las madres nunca se equivocan. Es una de las leyes más indiscutibles del universo. 

Una vez puesto el mundo en orden, Cronos se casó con su hermana Rea, y cada vez que tenían un hijo, el rey de dioses se lo comía entero (no cómo lo pintan Rubens o Goya -como no mencionar a Goya-, pero claro, si lo hubieran pintado así no habría resultado tan impactante), creyendo que así evitaría la maldición. Poco a poco fueron desapareciendo todos los hijos que paría su mujer: Démeter, Hera, Hades, Hestia y Poseidón, hasta que, harta de que la acémila de su marido devorase a su prole, Rea, embarazada de nuevo, marchó a la isla de Creta dónde nació Zeus. El niño quedó en manos de la cabra Amaltea que lo amamantó y la ninfa Adamantea que lo crió, aunque hay quien dice que fue su propia abuela, Gea, quien lo hizo. En lugar del niño, Rea entregó a Urano una piedra, que sin fijarse mucho (sería por la costumbre), el dios se tragó creyendo que era su último hijo.



Cuando Zeus creció y Gea vio llegado el momento de la venganza, entregó a su nieto un bebedizo que, mediante engaños, consiguió que Cronos bebiera, regurgitando a todos sus hermanas. Después, volvió a liberar a los pobres cíclopes y hecatónquiros (que no ganaban para entradas y salidas del Tártaro), y apoyado por éstos y por sus hermanos, inició una guerra contra su padre y sus tíos, los titanes, conocida como la Titananomaquia, de la que Cronos salió derrotado, acabando encerrado junto con sus hermanos en el Tártaro… y, por supuesto, con los cíclopes y hecatónquiros. Gea, otra vez enfadada (no paraban de llenarle las entrañas de indeseables), engendró a un monstruo llamado Tifón, pero el pobre no tendría ningún éxito contra Zeus, quien junto con sus hermanos se asentó en el Olimpo, desde donde gobernarían el mundo de dioses y hombres de forma más bien arbitraria a tenor de la cantidad de historias que nos han legado. Pero esto lo contaré en otra ocasión.


martes, 26 de noviembre de 2013

Tartessos, envuelto en misterio



Todo lo que rodea a esta cultura está teñido de un cierto misterio, porque si bien se conoce su existencia por fuentes escritas y por hallazgos ocasionales y descontextualizados, no se han encontrado yacimientos urbanos amplios que le sean claramente atribuibles (Schulten le dedicó a este asunto gran parte de su vida, esperando ser el Schliemann ibérico y encontrar su "Troya Tartéssica", pero no encontró nada); se conocen nombres de reyes -Gerión, al que Hércules robó el ganado en el marco de su décimo trabajo; Gárgoris, rey inventor de la apicultura y que ordenó matar a Habis, el hijo habido de su relación incestuosa con su hija, aunque el niño logró sobrevivir llegando a reinar; Argantonio, al que las fuentes señalan como paradigma de riqueza y longevidad de reinado-, pero no se sabe si realmente existieron o si se trata de simples leyendas o títulos de dignidades; se conoce su escritura, pero ha sido imposible descifrarla porque no se sabe qué idioma representa; se relaciona su existencia con la leyenda de la Atlántida, un reino más allá de las Columnas de Hércules (Estrecho de Gibraltar) aunque no se ha demostrado nada...

Tartessos puede ser considerado como el primer estado peninsular y, además de por la arqueología, se conoce por las fuentes griegas y bíblicas que mencionan la riqueza de los reyes (sobre todo el mítico Argantonio) de aquellas tierras, gobernantes de un reino rico en metales preciosos, además de una ganadería, agricultura y comercio desarrollados. Aunque no se han encontrado más que pequeños indicios, se sabe que los asentamientos tartéssicos estaban emplazados en el suroeste peninsular (desde Huelva y Sevilla hasta probablemente Cartagena) desde principios del siglo VIII a.C.

Sus antecesores fueron los factores de las culturas almerienses de Los Millares y El Argar -de la Edad del Bronce- mezclados con gentes llegadas a la Península Ibérica en el marco de las invasiones de Los Pueblos del Mar, las cuales, hacia el 1.200 a.C., produjeron un verdadero cataclismo en el Oriente Mediterráneo y en el Próximo Oriente Asiático; cataclismo que se extendió, como efecto colateral, a las tierras occidentales, hasta entonces poco conocidas y que despertaban poco interés. Sus sucesores serían los distintos pueblos iberos que acabarían extendiéndose por toda zona mediterránea, sur y central (aquí mezclándose con los pueblos celtíberos en un batiburrillo de impresión) de la Península Ibérica.

La cultura o civilización tartéssica es especialmente atractiva por las formas orientalizantes de los objetos que se les atribuyen, algo que resulta chocante en un territorio tan occidental y alejado de los principales focos culturales de aquellos tiempos (fenicios y griegos) y que se explica precisamente por el contacto directo con estos pueblos orientales, especialmente con los fenicios, que llegaron a Occidente en el marco de los movimientos marítimos mediterráneos de finales del I milenio a.C. (posteriores a movimientos de los Pueblos del Mar) que partieron desde la costa asiática del Mediterráneo en las zonas siria y palestina.

Cuando llegaron los fenicios se encontraron con una cultura autóctona dedicada a la agricultura, la ganadería y, sobre todo, a la minería y la metalurgia, especialmente del hierro, lo que les habría dado el poder sobre los distintos pueblos de la zona, pudiendo establecer un régimen político de tipo monárquico. También parece que realizaban actividades comerciales por el Guadalquivir hacia Sierra Morena, por la llamada Vía de la Plata y por el Atlántico siguiendo la Ruta del Estaño hacia Galicia y las Islas Británicas. Este auge del comercio, tanto interior, como exterior, sería el que permitió que las estructuras urbanas (según Estrabón, había más de 200 ciudades) progresaran y la civilización se enriqueciera.

Pero sería su contacto con los fenicios, que se establecieron en la costa, lo que daría ese aire tan extrañamente oriental a los objetos de este pueblo tan occidental. Y eso se puede ver en las piezas encontradas, entre las que destacan las del Tesoro de Aliseda o las del Tesoro del Carambolo (si bien éste en los últimos tiempos tiende a considerarse más fenicio que tartésico).



También están sumidos en el misterio los motivos y la rapidez con que desapareció una cultura tan importante, especulándose sobre el declive fenicio y el consiguiente auge cartaginés, mucho más invasivos que los fenicios, la presión de los pueblos guerreros del interior, o las luchas internas por el poder. Sin duda, un pueblo de lo más interesante y del que aún queda mucho, muchísimo por saber.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Eloísa y Abelardo.




Pedro Abelardo (1079-1142) fue un renombrado filósofo medieval de la Escuela de París, pero pese a su gran categoría intelectual en esta ocasión lo traigo a colación por haber vivido una preciosa, trágica y, en cierto modo, moderna historia de amor -si tenemos en cuenta los tiempos que corrían entonces- con Eloísa.

Inés de Castro: reina después de muerta




Hay cerca de Coimbra un palacio (convertido ahora en hotel) al que llaman la "Quinta das lágrimas". El porqué de tan triste nombre se debe a que allí fue asesinada Inés de Castro, protagonista junto con Pedro I el Cruel de Portugal (en los mismos años reinaba en España otro Pedro I el Cruel: causalidades de la Historia), de una de las más truculentas historias de amor de todos los tiempos. Seguramente la leyenda se alejó de la realidad, pero tantos siglos después… quedémonos con la leyenda que con seguridad es mucho más bella de lo que fue la realidad.


jueves, 21 de noviembre de 2013

Más de mil años (final)


Medidas radicales 


El sol del mediodía atravesaba las copas de los árboles del claro en el que Alda y Pelayo, recostados en un roble gigantesco, charlaban despreocupadamente. Un ruido cada vez más cercano les impuso el silencio de la alerta. Ambos se pusieron en pie al ver aparecer un grupo de soldados que, amenazándoles con sus espadas, arrestaron a Alda acusada de practicar brujería. Pelayo, estúpida y valientemente, se interpuso entre ellos, pero un golpe certero le dejó tumbado en el suelo sin conocimiento. 

Cuando despertó no había nadie. Estaba aturdido y poco a poco fue recordando que había ocurrido. Mi padre, maldito sea, pensó. Se levantó de un salto comido por la ira, pero volvió a caer, mareado. Maldito sea, maldito sea, maldito sea. No paraba de repetir maldiciones contra su padre, convencido de que había partido de él la orden de prender a Alda. Con mayor cuidado, se incorporó, hasta estar seguro de tener las fuerzas suficientes para caminar hacia el lugar en el que había dejado atado a su caballo. Vio que sus ropas estaban teñidas de sangre y fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía una herida en la frente. Se limpió como pudo y siguió andando, buscando salir cuanto antes de aquel bosque. 

El Conde estaba cenando solo cuando ruidos provenientes del corredor le interrumpieron. La puerta se abrió de golpe y Pelayo, con un aspecto indigno de su cargo, forcejeando con los soldados de la guardia, se plantó frente a él gritándole.

- Suéltala inmediatamente.

- Tranquilízate, hijo. ¿Quieres comer algo? Da pena verte.

- Te he dicho que la sueltes – le ordenó.

Rodrigo hizo un gesto para que salieran sirvientes y soldados. Miró a su hijo. Le dolía hacerle aquello, pero no le quedaba más remedio si quería seguir manteniendo su posición en los juegos de poder de un reinado convulso, expuesto a riesgos exteriores peligrosos en extremo, y a riesgos internos aún más temibles. Sí, odiaba ver a su hijo sufrir, pero no podía poner en riesgo lo que le había costado años conseguir. 

- Imposible, hijo. Ya está bajo custodia en el torreón, acusada de brujería. No se puede hacer nada por ella. Además, ha confesado.

- ¿Que ha confesado? Pero ¿qué va a confesar? ¿Que hace ungüentos y bebedizos con hierbas? ¿Que ayuda a curar?

- Ha confesado que practica brujería con pociones que anulan la voluntad de los hombres y que a través de ellos fornica con el diablo que los posee. Lo que ha hecho contigo. 

Pelayo no daba crédito a lo que estaba oyendo de boca de su padre. ¿Se había vuelto loco? Él sabía que eso era falso. A él nadie le había dado ningún bebedizo ni le había poseído ningún diablo. De hecho, estaba casi seguro que ni siquiera existía nada similar a un diablo. Así se lo dijo, aun a riesgo de ser también acusado de herejía, exhortando a su padre a que liberase a Alda con tonos que pasaban de la exigencia al ruego. Nada consiguió ablandar a Rodrigo. No podía permitirse ninguna vacilación que diese alas a sus enemigos. Tenía que seguir manteniendo la cuota de poder que tantas batallas le había costado conseguir.

- Lo siento, hijo. Mañana morirá en la hoguera y tú, tras un tiempo de penitencia pública, volverás a tus obligaciones como obispo, sin dar más que hablar, guardando las apariencias. 

- No puedes hacer eso, no puedes asesinar a una mujer inocente sólo por mantener tu autoridad sobre esta parte del reino. No es digno, ni honorable. 

- Lo siento, pero esto es lo que ha de hacerse. Ahora estás ofuscado, crees estar enamorado, pero con el tiempo me agradecerás esto que hago por ti. 

Pelayo comprendió que no había posibilidad alguna y que jamás le haría entender que lo que había surgido entre Alda y él trascendía el hecho físico del placer. Nunca entendería que ella le había mostrado otra forma de entender el mundo, otro modo de vivir. No, nunca entendería. 

Tras asearse, empleó el resto del día en intentar mover todas las influencias a su alcance para liberar a Alda, pero encontraba todas las puertas cerradas. El Conde había dejado todo bien atado. La ejecución estaba programada para el anochecer de aquel mismo día. En la plaza ya estaba preparado el madero al que la atarían y la leña que acabaría con su vida. Pelayo, consciente de que no tenía ninguna posibilidad de salvarla, intentó que le dejaran despedirse de ella. Ni siquiera eso consintió su padre. 

Poco a poco, la plaza empezaba a llenarse de gente, atraídos por el macabro espectáculo de la ejecución de la bruja. Gente que había acudido a ella cuando necesitaba ayuda, gente asustadiza que no movería un dedo en contra del poder ni siquiera por ayudar a quien les ayudó a ellos, gente que iba para ser vista más que para ver y que no pudieran acusarles de complicidad. 

El sol estaba a punto de ocultarse cuando, al fondo de la plaza, la vio. Estaba aún más pálida de lo habitual y con el pelo desgreñado. Llevaba las manos atadas junto al regazo con una soga demasiado gruesa para alguien en un estado tan lamentable. Tenía marcas sanguinolentas en la cara y los ojos hundidos. No había duda de que la habían torturado. Caminaba mirando al suelo mientras se oían voces crispadas insultándola al amparo de la masa que, de cuando en cuando, le tiraban algún objeto o una piedra. 

Pelayo se había ocultado entre la multitud bajo un hábito de monje. La enorme capucha que le cubría la cara por completo le permitía moverse entre la gente sin levantar sospechas. En el estrado su padre presidía la ceremonia. Al mismo tiempo que Alda avanzaba hacia su final, Pelayo también se aproximaba al lugar en el que había instalado la pira. 

Una vez hubieron llegado, el capitán de la guardia del conde y el diácono mayor de la catedral ataron a Alda al poste que estaba en medio de la pila de leña. Si se hubieran parado a mirar, habría notado cómo temblaba aquella mujer, cómo apenas le sostenían las piernas magulladas por los golpes. Si la hubieran mirado a los ojos, ahora con el gris apagado del mar, quizá sus almas se les habrían revuelto en el pecho. Pero el capitán era un hombre acostumbrado a obedecer sin pensar y el diácono carecía de cualquier capacidad que pudiera llevarle a compadecer la suerte de otro ser humano. Entre ambos la ataron con fuerza al palo y, una vez bien amarrada, se bajaron de la pira para tomar cada uno una antorcha con la que, cada uno por un lado, prendieron la leña. 

Pelayo avanzaba entre la multitud que se apartaba ante la magnitud del fuego cuyo humo empezaba a ahogar a Alda. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se descubrió y la llamó con fuerza. Alda levantó a duras penas la cabeza, y entre toses y gemidos quedos, pareció que su mirada se volvía a iluminar. 

- Por favor, mi amor, no te desvanezcas en el tiempo. Te busqué una vez y seguiré buscándote a lo largo de todas las vidas que podamos vivir. Puede que pasen años, quizá siglos, pero no dejes de esperarme porque yo nunca dejaré de buscarte aunque tenga que emplear en ello cien vidas.

La cabeza de Alda se desplomó sobre su pecho inerte sujeta firmemente por las cuerdas, mientras las llamas empezaban a prender su vestido. Pelayo se dio la vuelta, abriéndose paso entre la multitud silenciosa, sin verter una lágrima. Sabía que volverían a encontrarse, que el destino les uniría de nuevo. 

Epílogo 

El pueblo estaba hasta arriba de gente, como todos los años en fiestas. Venían de todas partes: de los pueblos de alrededor, de la capital e, incluso, algún turista despistado. La plaza estaba rodeada de puestos en los que servían bebidas y algo de tapeo para acompañar. Al final de la plaza había un escenario para la verbena, que solía empezar algo más tarde.

Mario y sus amigos no solían ir a las fiestas de ese pueblo, pero ese año uno de los del grupo había quedado con unos compañeros de trabajo que le habían jurado que iban a presentarles a unas amigas que estaban buenísimas. Tampoco tenían mejor plan para ese sábado. 

Llegaron pasadas las diez y enfilaron hacia el primer chiringuito que vieron. Ya con los botellines en la mano, intentaban decidirse acerca del asunto del condumio. No es que hubiera mucho que elegir, pero aún así le dieron unas cuantas vueltas hasta que terminaron con lo clásico: montaditos de beicon y queso para todos. Luego ya verían que más pillaban.

Mientras bebían, charlaban y comían, Mario no dejaba de mirar de reojo a una rubia chiquitilla que también le miraba desde el final de la barra con su grupo de amigos. Tenía algo. No hubiera sabido decir qué era, pero tenía algo. Le gustaban sus movimientos suaves, su aspecto frágil. La observaba en la distancia, atrapado por su gesto. Se acodó en la barra y aislándose de los amigos con los que había ido a las fiestas de aquel pueblo, se concentró en ella que, ajena a ese interés, seguía charlando con la gente del grupo con el que estaba. Llevaba una minifalda azul y una camiseta negra ceñida; el pelo suelto, parecía flotar con cada movimiento de cabeza. La veía girarse para hablar con unas y con otros, riendo, moviendo las manos suavemente, como siguiendo el ritmo de sus palabras. 

Aunque de vez en cuando les contestaba, sus amigos hacía un rato que habían desistido de integrarle en su conversación visto que no hacía más que mirar a aquella chica. Está gilipollas este tío, colgado con la rubia. Pasaron de él.

Se le había terminado la cerveza y estaba pidiendo otra, cuando al girarse se encontró con ella, justo a su lado, que había ido a por bebida. Fue entonces cuando vio sus ojos. Azules, tan claros que casi herían. Se quedó parado, y perdiéndose en aquella mirada, sin entender nada, supo quién era. Habían pasado más de mil años y más de cien vidas. Mario nunca sabría por qué estaba tan seguro de que era ella, la que buscaba. O quizá, sí.



Más de mil años (IV)


El padre 


Sentado a la mesa de su padre, Pelayo aún se preguntaba el porqué de aquella invitación. El Conde no solía prodigarse y menos aún con su hijo, salvo en ocasiones importantes que requirieran la presencia de ambos. De hecho, hacía meses que no coincidían más que en las misas solemnes que oficiaba Pelayo en la catedral.

En contra de lo habitual, don Rodrigo no hizo esperar mucho a su hijo. Se saludaron fríamente y se sentaron a la mesa. La comida fue más bien frugal por lo que Pelayo supuso que era un asunto muy serio aquél del que quería hablarle. Tras unas primeras frases intrascendentes, cuando se retiraron los criados, Rodrigo sacó el tema de forma directa.

- Pelayo, ha llegado a mis oídos que andas de amoríos con una bruja del bosque.

Pelayo se quedó paralizado: era lo último que esperaba oír. No sabía qué decir. ¿Cómo se habría enterado su padre? Lo primero que pensó fue negarlo, pero aquello supondría que tendría que dejar de ver a Alda y a eso no estaba dispuesto. Pero tampoco se atrevía a decirle a su padre la verdad, que le ataban unos lazos poderosos a aquella mujer que, desde luego, no era ninguna bruja.

- No es una bruja – contestó.

- Sí lo es, una meiga como las llaman por aquí. Todo el mundo la conoce, saben de sus pociones y remedios, de sus dotes sanadoras, aunque nadie lo admitirá abiertamente porque podría costarle la hoguera. 

- No es ninguna bruja, ni meiga, si prefieres ese nombre. Es una buena mujer que simplemente vive en armonía con la naturaleza.

Don Rodrigo no daba crédito a las estupideces que estaba oyendo de boca de su hijo. ¿Acaso se había vuelto loco? ¿No estaría hechizado por esa bruja? Lo que sí sabía era que no podía permitir de ninguna manera que todo aquello continuara adelante. Tenía demasiados enemigos como para perder la sede compostelana y que el rey pusiera allí a cualquier otro que, con toda seguridad, no sería un aliado tan dócil como su hijo. Había que acabar con aquello, pero prefirió no estallar, sino intentarlo por las buenas, llevar a su hijo por su camino como había hecho siempre. 

- Bueno, hijo, sea o no una bruja, tienes que dejar de verla. No quiero decir que no tengas mujeres, pero al menos piadosas, de las que se mueven con discreción. Lo mejor sería la mujer de algún noble del lugar o alguna que pase a formar parte del servicio de tu casa. Pero tienes que dejar de ir al bosque y cortar con las habladurías.

- No. – La reacción de Pelayo fue inmediata, sin pensarlo. Era la primera vez que le llevaba la contraria a su padre y cuando fue consciente de lo que había hecho, se dio cuenta de que le temblaban las piernas bajo la mesa.

- ¿No? ¿Cómo qué no? 

Aquella negativa puso a don Rodrigo fuera de sí acabando con el propósito de control que se había hecho. Se levantó y dando un golpe a la mesa dijo:

- Vas a dejar a esa mujer inmediatamente. ¿Quién te has creído que eres para poner en riesgo todo lo que a mí me ha costado años construir? ¿Qué te crees que pensará el rey cuando se entere de que el obispo de Iria, mi hijo, anda fornicando por los bosques con una bruja? ¿Te has vuelto loco?

- No es una bruja – repitió Pelayo. 

- Me da igual lo que sea. No volverás a verla, no voy a consentir que un calentón acabe con nuestra familia. No hay más que hablar. A partir de ahora, te ocuparás de las cuestiones religiosas y políticas que yo te mande, y si se te calienta la entrepierna, pues buscas una mujer como hacemos los demás, con discreción.

Pelayo calló y su padre pensó que había vuelto a ganar la batalla con el pusilánime de su hijo. Pero algo había cambiado. 

- No. No voy a dejar de verla, padre. Arreglaré mis asuntos y renunciaré a todos los honores y prebendas de las que disfruto. Me iré al bosque con ella. No tendrás que preocuparte por habladurías ni por nada. Y, ciertamente, no hay más que hablar.

(Continuará...)



miércoles, 20 de noviembre de 2013

Marte y Velázquez


Este es un cuadro que me ha fascinado desde la primera vez que lo vi en el Museo del Prado. Se trata de una tela que representa a Marte, dios de la guerra, y que fue realizado en 1640, por un Velázquez estilísticamente maduro (lo que a veces lleva a datarlo en fechas posteriores) y que es una maravilla por distintos motivos. 

Uno de ellos es la magnífica técnica utilizada por Velázquez, que recuerda las obras de Rubens por el uso de colores suntuosos, vitales. La cara, ensombrecida por el casco, es la zona menos trabajada, apenas unas pinceladas superficiales que resaltan las luces y sombras, así como la sensación de atmósfera. En general, la técnica es libre, de pinceladas sueltas, vivas y enérgicas, que difuminan los detalles resaltando el conjunto, y muestran un total dominio de los efectos de claroscuro y del color. En estos momentos, Velázquez ya es capaz de pintar el aire, de dar vida al cuadro.

Otro motivo que hace excepcional este cuadro es que es uno de los pocos cuadros mitológicos del Barroco español, bajo el dominio de la Contrarreforma, tiempo en el que raramente se tocaban temas al margen de la religión. Velázquez escapó de esta norma por ser pintor de palacio y tener una cierta influencia sobre el rey, Felipe IV. Otro maestro que hizo pintura mitológica fue Zurbarán, que por encargo de Velázquez (para el Salón de Reinos) realizó, con mucha menor fortuna, los Trabajos de Hércules.

Además, este Marte admite interpretaciones variadas. Nos muestra un hombre que ya no es joven, semidesnudo, de enorme bigote (¿no os recuerda a Alatriste?) y cubierto con un casco, que está sentado al borde de una cama con las ropas desordenadas, y a cuyos pies yacen sus armas. La postura que adopta, pensativo, con una mano en la barbilla, recuerda a la de la escultura que Miguel Ángel hizo de Lorenzo el Magnífico (Il Pensieroso) para su capilla funeraria en Florencia. Ahora bien: ¿qué le hace adoptar esa actitud? Son diversas las interpretaciones.

La primera interpretación sería en clave mitológica: Marte reflexiona tras el episodio de sus amores con Venus, a juzgar por la cara de perplejidad, resignación y tristeza que tiene. El gesto ha sido perfectamente captado por el pintor, poniendo de manifiesto su facilidad para mostrar el alma de sus personajes. Vulcano, tras ser informado por Apolo de los amores entre su mujer, Afrodita, y Marte, elaboró una malla de plata invisible e irrompible para sorprender y atrapar a los amantes y que los demás dioses del Olimpo, avisados por él, contemplaran el enredo, con la consiguiente burla que esto traería para los adúlteros. En el cuadro, todo esto ya ha ocurrido, Venus ha huido, avergonzada por ser objeto de la burla, y Marte aparece desconcertado, aturdido y derrotado. Todo un dios de la guerra... derrotado por un herrero cojo. Esta interpretación es bastante plausible ya que Velázquez, además de un pintor excepcional, era un hombre culto que conocía muy bien las obras de los clásicos, en este caso la de Ovidio, quien narró esta historia en las Metamorfosis (libro más que recomendable, por cierto).

Otra visión del cuadro habla de una burla que Velázquez realizaría de los temas paganos, y que tienen como telón de fondo las tesis artísticas de la Contrarreforma, de carácter moralizante. Sin embargo, a la vista de otras obras mitológicas de Velázquez, y de la dignidad que emana de esta y otras figuras mitológicas, esta propuesta no parece muy plausible.

Por último, también hay quienes (como Camón Aznar o Angulo, eminencias ambos en el conocimiento de la pintura de Velázquez) interpretan este cuadro como una referencia a las derrotas de los ejércitos españoles en las guerras que se producían en los Países Bajos, y de soslayo, al carácter español. Durante el reinado de Felipe IV, los tercios españoles estaban siendo vapuleados en Flandes (como cuenta Pérez-Reverte... maravillosamente), pero aún se mantenían en pie valores y defectos que definirán al hombre español y que, en cierto modo, perduran en el tiempo. Así, Marte derrotado reflejaría a un militar español del momento que mantiene su dignidad en la adversidad, su sentido del honor, la aceptación del destino que le toca vivir. 

Sin embargo, ese sentido del honor tiene un doble filo, pues provocaría que en España se diera importancia capital a conceptos como la limpieza de sangre, la hidalguía o la nobleza, llevando a los nobles a considerarse por encima de los demás y a creerse merecer más de lo que tienen, no por lo qué hacen ni por lo que saben, sino por lo que son por nacimiento. Y a los que no eran nobles, les inclinaría a intentar adquirir la nobleza por el medio que fuera.

¡Cuánto daño no habrán hecho a lo largo de los siglos estas pretensiones de nobleza! El futuro desarrollo español se vio seriamente limitado por esta pretensión de ennoblecimiento de todos, frente al mundo protestante que buscaba su valía en el trabajo, en la industriosidad, en construir algo, y no en esperar que todo les llegara caído del cielo. La Historia está repleta de personajes que tras trabajar duramente y conseguir un capital, lo dilapidaban en buscar tan sólo el ennoblecimiento social. Aún hoy todos conocemos personas que se creen más que los demás debido a su origen, gentes que consideran denigrantes ciertos trabajos, que piensan que ser de un sitio concreto es un valor añadido, o que se creen por encima del bien y del mal, blindados ante la vida. 

Incluso el propio Velázquez sucumbió ante tales aspiraciones: sus deseos de ennoblecimiento (propio y, de paso, de la pintura) le llevaron a supeditar toda su vida a la consecución de esa posición social. De hecho, cuando finalmente consiguió ser nombrado Caballero de la Orden de Santiago, modificó Las Meninas para pintarse en el pecho la cruz del apóstol: toda una actitud. Así pues, si alguien del nivel moral e intelectual de Velázquez estaba dominado por este sentimiento, qué no ocurriría entre los militares, funcionarios reales, grandes terratenientes…

Y aunque podría parecer improbable que Velázquez, teniendo en cuenta su posición en la corte, su relación con Felipe IV y sus deseos de ennoblecimiento, hiciera un cuadro que cuestionara el honor de los afamados tercios de Flandes, su inteligencia y su inigualable calidad artística consiguieron que esta intención, si es que realmente existió en ese cuadro, no levantase ninguna ampolla. 

Pero a pesar de todo, la interpretación que más me seduce a mí, es la mitológica: el gran Marte, dios de la guerra, incapaz de controlarse ante la belleza de una mujer, acaba siendo ridiculizado por el feo y cojo dios herrero que le hace objeto de escarnio por sus colegas. Todo un símbolo... incluso hoy.

El banquete de Tereo


Hoy, revisando artículos de mi antiguo blog me he encontrado con una historia mitológica terrible y no de las más conocidas. Se trata de la del Banquete de Tereo, que me trae bontios recuerdos, a pesar de la truculencia de la historia. Los recuerdos vienen de hace mucho tiempo, cuando llevé a mi hija, mi sobrina y una de mis ahijadas al Museo del Prado; tenían 5, 6 y 7 años, más o menos. Un museo es un sitio estupendo para ir con críos de esa edad siempre y cuando se cumplan dos condiciones: 

1. Nunca estar más tiempo del que ellos pueden aguantar sin aburrirse.
2. Contar lo que están viendo de forma que les resulte interesante: esto es algo más complicado.

Yo ese día di con lo que les resultó interesante en la mitología y los intensos cuadros de Rubens (nadie ha retratado con tantísima fuerza la esencia de los mitos), suntuosos, desgarradores, llenos de matices y fuerza. En esos momentos estaba leyendo las Metamorfosis de Ovidio y tenía toda la mitología más o menos fresca (lo que se me olvidaba, lo inventaba sin sonrojo alguno) de forma que con palabras sencillas les contaba las historias que narraban cada uno de los cuadros. Al cabo de un ratito, una de las niñas me dijo muy bajito: "hay gente que nos sigue" y yo, muerta de risa, me di cuenta de que había algunas personas que se ponían junto a nosotras para escuchar los cuentos que yo les contaba a las crías. Así que alcé un poquito más la voz para que todos pudieran oír bien y, de vez en cuando, miraba para ver si seguían atentos. Y sí, allí seguían. Por supuesto, mi ego recibió una inyección de esas buenas de verdad.

Ese día, el cuadro y la historia que más impresionó a mis tres niñas fueron los que ahora os reproduzco, quizá porque aparecía un niño, quizá por la truculencia de la Historia. 



Tereo, hijo de Ares, dios de la Guerra, era el rey de Tracia. Su actuación como árbitro en una disputa entre los hijos de Pandión, rey de Atenas, le valió el derecho a casarse con una de las hijas de éste, Procne. Sin embargo, Tereo no quería a su esposa, sino que se había enamorado locamente de Filomela, la hermana de Procne. Como Tereo ya había dado su palabra de matrimonio a Procne, mantuvo en secreto su pasión por Filomela, mientras pensaba en el modo de poseerla.

Pasó el tiempo y, aunque Procne había dado un hijo a Tereo, Itis, la pasión de aquél por Filomela no había hecho sino crecer y ocupar por completo su corazón, endureciéndolo de forma atroz. Pasado un tiempo prudencia, creyó llegado el momento de poner en marcha el plan que había ideado. Así, Tereo encerró a Procne en las estancias de las esclavas, tras confesarle que estaba loco de deseo por su hermana Filomela y cortarle la lengua para que no pudiera contar a nadie lo que ocurría. La locura se apoderó de ella, y ya no pensó en otra cosa que en vengarse de su marido. El transcurso del tiempo encerrada y el alma roída por el dolor y la traición, convirtieron a Procne en un monstruo sediento de venganza. Ella también empezó a maquinar.

Mientras tanto, Tereo había ido a la casa de Pandión a comunicar el fallecimiento de su mujer, y a pedir a Filomela para que la sustituyera. Pandión, con el alma destrozada por el dolor de la pérdida de su hija, no supo negarse, pese a las reiteradas peticiones de Filomela, que detestaba la idea de tener que casarse con Tereo.

Así pues, Tereo y su futura esposa emprendieron el camino hacia Tracia, pero incapaz de contenerse hasta celebrar el matrimonio, violó a Filomela durante el viaje. Filomela creyó morir. La humillación y el dolor, llenaron su alma, pero era tanta su vergüenza que no era capaz siquiera de pensar en vengarse. Se sentía miserable, como si hubiera traicionada a la hermana que ella creía muerta y a la que seguía llorando por las noches. Era incapaz de reaccionar, y así, durante todo el tiempo que duró el trayecto hasta la casa de los futuros esposos, fue violada cada noche por el monstruo que habría de ser su marido, sin que ella hallase el valor necesario para reaccionar.

Ya en Tracia, se pusieron en marcha los preparativos para la boda, entre ellos el traje de novia de Filomela, que sería confeccionado por las esclavas. Esclavas entre las que se encontraba Procne, que gracias a este trabajo pudo ponerse en contacto con su hermana. De niñas habían inventado un lenguaje de signos sencillos, sólo conocido por ellas dos: era su gran secreto. Ahora Procne lo utilizó para bordar en el vestido de novia de su hermana el siguiente mensaje: “Procne está entre las esclavas”.

Cuando Filomela se puso el vestido para la boda, reconoció de inmediato el lenguaje inventado tantos años atrás. Dejando toda la preparación para la boda, corrió a las estancias de las esclavas, donde liberó a Procne. A través de gestos y la nunca perdida complicidad entre las hermanas, Filomela supo todo lo que había ocurrido, así como el plan que Procne llevaba tanto madurando. Filomela, hasta entonces sumida en la apatía de la degradación constante, se sintió revivir y se prestó de inmediato a colaborar en el plan de su hermana.

Los esponsales se celebraron como estaba previsto, pero durante el banquete, Filomela insistió en servir personalmente a su flamante esposo el plato principal. Mientras Tereo comía, alabando la excelente calidad de la carne, Filomela sentada a su lado le miraba con una expresión indefinible, entre sarcástica y vengativa. Cuando terminó, Filomela le anunció el postre. Tereo, satisfecho tras tan magnífico banquete se recostó y se dispuso a esperar que lo trajeran.

Sin embargo, el gesto de satisfacción se heló en su rostro, cuando vio que tras Filomela venía Procne, con una bandeja cubierta. Al llegar a su altura, ambas hermanas se pararon frente a él, y destapando juntas la bandeja, Tereo pudo ver la cabeza de su amado hijo Itis. Con una saña sin igual, Filomela le contó con todo detalle la procedencia de la comida que acababa de degustar, y cuyos únicos restos reposaban en aquella bandeja. La sorpresa de Tereo se transformó en repulsión, y finalmente en odio.

Tomó un hacha enorme y se lanzó contra las dos hermanas, que huyeron despavoridas fuera del castillo. Pero en el momento en que Tereo les dio alcance y se disponía a asesinarlas, los dioses, horrorizados, decidieron no permitir más sangre, y los transformaron en pájaros a todos: Filomela, en ruiseñor y Procne, en golondrina, mientras que Tereo fue convertido en un halcón.

Más de mil años (III)



Descubrimiento 


El religioso esperaba pacientemente a ser recibido por el conde. Florián Gelmírez era el diácono principal de la catedral de Iria Flavia. Aunque siempre quiso ser presbítero, su condición de expósito le había impedido acceder al sacerdocio y con ello, había cercenado las posibilidades de un ascenso en el escalafón. A pesar de todo, a sus cincuenta y seis años, ya hacía veintidós que era el diácono principal en la sede de Iria Flavia, y Pelayo era el tercer obispo de esta sede al que servía. No es que le gustara servir a nadie, pero era lo que Dios quería e intentaba aceptarlo; tampoco tenía otra opción. Ninguno de los presbíteros u obispos a los que había servido anteriormente le habían gustado, pero al menos mantenían las formas. Pelayo, sin embargo, descuidaba su apostolado y sus obligaciones litúrgicas, y los rumores crecientes podían atraer la atención sobre otros asuntos que sí podían afectarle. 

Mientras esperaba, intentaba dar forma al discurso que expondría al conde. Al fin y al cabo, Rodrigo Velázquez era el padre de Pelayo. Pero no podía dejar que crecieran habladurías sobre la sede que podían acabar minando a todos y él tenía demasiado que perder. No podía permitir que la inconsciencia de un obispo cuyo nombramiento no era más que una recompensa a los servicios prestados por su padre, pudiera llamar la atención sobre el resto de los miembros de la sede compostelana. Especialmente sobre él. Florián era el que controlaba los donativos que, en demasiadas ocasiones, no llegaban íntegros a las arcas de la Iglesia. Desviados a su patrimonio particular, le habían enriquecido considerablemente, riqueza con la que adquiría tierras, oro, joyas… dejando una parte para satisfacer instintos de la carne cuya culpa intentaba mitigar con mortificaciones físicas. Sin embargo, el cilicio no había conseguido aún domeñar la fuerza del deseo, que satisfacía gracias al miedo y a generosas compensaciones a los padres de las criaturas con las que aplacaba el vicio que le corroía. No podía permitir que todo se derrumbara por culpa del capricho de Pelayo.

Y es que Florián, intrigado por las ausencias del obispo, le había seguido para ver en qué ocupaba el tiempo. Y sólo Dios sabe el trabajo que le costó no perderle cuando se adentró en el bosque. Afortunadamente el tiempo que llevaba en aquellas tierras gallegas le había permitido conocerlas bien. Se manutuvo a la distancia justa que le dejaba ver sin ser visto ni oído. Claro que tampoco él podía oír nada, aunque no era algo que le preocupara, tenía suficiente con ver. Y descubrió el secreto de Pelayo. Una mujer. No era como las que a él le gustaban. Rondaría los treinta, demasiado mayor. No tenía nada que le pareciera especial: rubia, baja, flaca. Sin embargo, mientras los observaba hacer el amor, él abandonado a la maestría antinatural de ella que le montaba como si fuera una amazona, se mostraba plena y bella, y le amaba con tanta fuerza, emoción y pasión, que Florián no pudo evitar una erección que le llevó a masturbarse mientras los observaba. Cuando terminaron, mientras el diácono cargaba con la losa de la culpa que seguía a cualquier momento sexual, ellos, aún desnudos, se acariciaban y besaban… y hablaban, lo intuía por sus movimientos. Reprimió la ira que le provocaba aquella intimidad, algo que él no había sentido nunca. No le gustaba la mujer, pero hubiera matado por que alguien le hubiese amado así alguna vez. Sus relaciones estaban marcadas por el dolor y el llanto, por la impericia de criaturas vírgenes que no sabían qué hacer, por la violencia de forzarlas a algo que les producía horror. Le excitaba su poder sobre ellas, el miedo que sentían y que nadie las hubiera tocado nunca, pero en ocasiones echaba de menos la ternura y complicidad que acababa de ver entre Pelayo y su amante. Tenía que terminar con eso. Necesitaba hacerlo. Y ya no sólo para evitar que se descubrieran sus miserias. 

Pero, ¿cómo enfocar todo esto ante el conde? ¿Cómo haría para que el conde acabará con aquella historia? Necesitaba echar mano de todas sus habilidades para llevar a Don Rodrigo a su terreno, para que fuera él quien sintiera la necesidad de hacer volver al buen camino a su descarriado hijo.

Había pasado ya un rato largo cuando el soldado le indicó que el conde le recibiría. Entró andando despacio, con las manos cruzadas sobre el vientre, la cabeza inclinada ocultando su mirada. El conde no parecía de buen humor, seguramente sólo le había recibido por ser el diácono que servía a su hijo. 

- Bien hallado, señor Conde. Le estoy infinitamente agradecido de que haya tenido a bien recibirme con tanta premura. 

El conde le miró con desprecio. Él era un soldado y odiaba a los buitres y alimañas que poblaban los palacios, y tanto el episcopal y su propio castillo estaban repletos.

- Olvida la parafernalia y dime qué te ha traído aquí.

- Un asunto ciertamente lamentable, don Rodrigo, y que podría poner en cuestión el honor de vuestra familia, lo que no sería conveniente en estos tiempos que corren con los moros a las puertas del reino. Es por su hijo.

- ¿Pelayo? ¿Le ocurre algo? ¿Está enfermo, tiene algún problema?

Florián se desconcertó ante la sincera preocupación del conde: no era habitual que los caballeros mostrasen tan abiertamente lo que sentían.

- No, señor, don Pelayo está perfectamente. Al menos su cuerpo. Sin embargo, tengo razones para temer por la integridad de su espíritu y su vocación. 

El tono alambicado y zalamero del diácono incomodó aún más a don Rodrigo, no podían presagiar nada bueno. 

- ¿Qué demonios le ocurre a mi hijo?

- Desde hace un tiempo desatiende sus obligaciones litúrgicas y desaparece durante horas de la ciudad. Nadie sabía dónde iba ni qué hacía. 

- ¿Y ahora sí se sabe?

- Sí, ahora lo sé yo –dijo Florián.

Observó detenidamente la reacción del conde, esperando con su silencio provocar el interés de su señor. Aunque hubiera jurado que estaba alterado, ni un solo movimiento mostró emoción alguna. Don Rodrigo, seco pero tranquilo, le pidió que siguiera. Fue entonces cuando Florián le contó, sin entrar en los detalles de cómo lo había averiguado, que su hijo tenía una amante y que fornicaba con ella a plena luz del día entre los árboles, yaciendo después juntos sin cubrirse tras tan espantosos actos. 

El conde contuvo una sonrisa. Ya sabía él que su hijo no tenía vocación y que le gustaban las mujeres; aquella seguro que no era su primera amante. Pero era importante para que su familia mantuviera el poder que habían conseguido en los campos de batalla, que ejerciera de obispo en una sede tan relevante como la de Iria Flavia. Sin duda, que su hijo tuviera amantes carecía de importancia, al fin y al cabo, todos los prelados las tenían, pero debía mantener las formas.

- ¿Osas interrumpir mis ocupaciones simplemente para contarme que mi hijo tiene una amante?

- No, mi señor, no es una amante cualquiera. Es una hechicera que vive en el bosque, una mujer peligrosa que no sólo fornica pecaminosamente, sino que también fabrica pociones, bebedizos y ungüentos, quebrantando con ello las leyes divinas y humanas. Una meiga.

- ¿Me estás diciendo que Pelayo está liado con una bruja?

- Eso parece – dijo Florián sin titubear -. Y ya sabe el señor Conde lo que eso puede traer. No quiero ni pensar qué ocurriría si llegara a oídos de nuestro señor el rey Bermudo que el obispo de Iria Flavia fornica con una buja en pleno bosque. Y más en estos tiempos en los que los infieles acechan su reino por todos lados.

Rodrigo cambió de semblante. Ese miserable tenía razón. No podía permitir que el rey se enterara de esta situación. Pelayo sería expulsado, humillado públicamente, posiblemente encarcelado de por vida, lo que traería deshonor para su familia. Incluso él podría ser desposeído del condado de Galicia. No podía dejar que las cosas llegaran a más. Evitando ostensiblemente dar las gracias al diácono, le despidió sin siquiera dignarse a mirarle, lo que le ahorró ver la sonrisa de medio lado que hacía que su cara pareciera una máscara.

(Continuará...)


martes, 19 de noviembre de 2013

El Laocoonte.


Y ya puesta con obras que me gustan... La foto no hace honor a lo magnífica que es esta escultura, pero incluso así, en dos dimensiones, resulta impresionante.



En los Museos Vaticanos, entre infinidad de obras maestras nos encontramos con esta joya del arte Helenístico. El original se sitúa a finales del siglo I a.C., ya en una época en la que Roma dominaba el mundo, cuando Octavio que había vencido a Marco Antonio, y Cleopatra prefirió morir víctima de una serpiente antes que darle el gusto a su enemigo de llevarla encadenada a la Ciudad Eterna. Al tiempo que se iniciaba una nueva época, en Rodas, una pequeña y preciosa isla del Egeo una serie de artistas, discípulos de Lísipo, daban vida a una escuela en la que primaba la pasión y la fuerza en las formas y en las historias.

Los romanos supieron apreciar el valor del arte (y de la cultura… ¡cuántos no podrían aprender hoy día!) de los griegos y a su manera, les rindieron homenaje… si bien eso supuso además de la imitación de formas, con magníficos resultados en muchas ocasiones, el trasladar a Roma muchas de las obras griegas lo que, en cierto modo, sirvió para conservarlas. Ésta obra, al parecer de Agesandro y sus hijos Polidoro y Atenodoro, fue una de las obras trasladadas a la capital, y siglos después fue encontrada entre las ruinas del palacio del emperador Tito. 

La escultura nos muestra al sacerdote troyano Laocoonte contemplando cómo unas enormes serpientes asesinan a sus hijos. Es posible que los gestos resulten demasiado teatrales o que las anatomías tan marcadas sean excesivas, pero es innegable que ambas contribuyen a acentuar el dramatismo de la escena. Pero, ¿por qué unas serpientes asesinan a los hijos delante de él? ¿Qué historia hay detrás?

Como ya hemos dicho, Laocoonte era un sacerdote troyano, en concreto consagrado al dios Apolo. En los tiempos de la Guerra de Troya, cuando los griegos ofrecieron al pueblo de Troya un caballo de madera como regalo de confraternización, Laocoonte avisó a sus compatriotas del peligro que suponía confiar en los enemigos griegos: desconfiad de los griegos, incluso cuando tren regalos, dijo. Pero como vio que no le hacían caso, lanzó una tea de fuego contra el caballo, momento en el que Poseidón, enemigo de Troya, lanzó contra sus hijos dos serpientes marinas que empezaron a devorarlos. Laocoonte, loco de dolor al ver a sus hijos morir de aquella forma, se lanzó contra las serpientes, siendo él también devorado por las mismas. El resultado es bien conocido: el caballo estaba lleno de soldados griegos que se colaron así dentro de las murallas de la, hasta entonces, inexpugnable Troya, inclinando de su lado la balanza de la guerra. 

Es fácil comprender los gestos de dolor profundo del padre ante el sufrimiento de sus hijos que se reflejan en su cara mientras su cuerpo se rompe en torsiones imposibles intentando zafarse de las serpientes, mientras la fatalidad se impone inexorable. 

Más difícil es comprender (o quizá no) el odio de un dios hacia una ciudad y sus habitantes hasta el punto de ser capaz de asesinar a unos niños (aunque en la escultura no lo parezcan, los hijos de Laocoonte eran niños) por inclinar la balanza de la guerra a favor de los suyos. En realidad… nada que no siga ocurriendo en nuestro mundo de hoy, con distintos dioses, distintas guerras, pero la misma miseria moral capaz de sacrificar a cualquiera en aras de sus propios intereses. No, creo que no, que no es difícil de comprender.

Duelo a garrotazos.






Hace unos meses un amigo muy querido me pidió un comentario sobre este cuadro, dándome así la oportunidad de retomar el placer de mirar lo que esconden los cuadros. 


Duelo a garrotazos. Impactante título para una obra no menos impresionante. Sin embargo, este nombre sólo se utiliza desde 1900, ya que su título original era Dos forasteros, algo que choca en una escena que parece representar la esencia de nuestro país. 

Resulta difícil resistirse a ver aquí el carácter de nuestra tierra, porque parece encajar a la perfección con nuestra España de hoy, casi dos siglos después de que Goya pintara todo este conjunto de pinturas negras en los muros de su Quinta, una serie de cuadros que resultan impresionantes por una crudeza tan profunda que nos conmueve y una ferocidad que aterra.

Un paisaje yermo y sin posibilidades, tan parecido a nuestro país de hoy en la que cada día que pasa, parece más difícil poder plantar nada; un cielo gris, en el que se entrevé un breve toque de azul, como si fuera un respiro, aunque presto a desaparecer, engullido por nubes amenazantes; dos idiotas enterrados hasta las rodillas que en lugar de ayudarse a salir del hoyo en el que están, pierden el tiempo apaleándose, posiblemente hasta la muerte. La España del XIX, la España del XX, la España del XXI… la España de siempre. Goya, sin duda, supo ver la esencia de nuestra tierra, de nuestra gente. 

Pero puestos a soñar, podríamos imaginar que estos dos tipos no fueran tan imbéciles; que, en lugar de atizarse con sus garrotes, los utilizaran para remover la tierra que les inmoviliza; que, en vez de perder fuerzas y tiempo, agotándose y agrediéndose hasta la muerte… soñemos que, en lugar de todo esto, usaran las garrotas para remover la tierra que les atenaza, que se ayudaran para salir adelante, que se dieran las manos sumando sus fuerzas; imaginemos que juntos, consiguieran ser libres, olvidaran rencillas estúpidas, y colaboraran en cambiar esa tierra estéril, en hacerla fructífera y fértil, en disfrutarla en lugar de agostarla en disputas agotadoras y vanas. 

Pero el caso es que esto no es más que un ejercicio de imaginación y ensueño. La realidad es que Goya reflejó lo que fuimos y lo que somos en las paredes de su Quinta. Junto a estos dos tontos puso un perrillo, entre asustado y triste que apenas se atreve a asomar la cabeza; un aquelarre en el que un cabrón dirige a una panda de malvados; la procesión del Santo Oficio, en el que una caterva de ignorantes e idiotas, siguen a quien les quita la felicidad presente prometiéndoles la futura, a cambio de renunciar a su dignidad; dos viejas, demacradas y decrépitas comiendo lo poco que encuentran; la romería de San Isidro, en el que lo que se anuncia como diversión no es más que entontecimiento e intentos de ocultar miedos; Saturno que devora, sangrientamente, a su hijo… Ojalá Goya se equivoque con respecto al futuro, aunque, visto lo visto… me temo que no.

Más de mil años (II)


Vuela el tiempo


Aún no había pasado una semana del encuentro con Alda y Pelayo no podía pensar en nada que no fuera aquella mujer de ojos transparentes que no reconocía ningún señor. Despertaba al amanecer pensando en ella, sudando y con una erección que le costaba controlar. Pasaba el día cumpliendo con sus obligaciones litúrgicas y administrativas de forma ausente y las noches intentando arrancarse el deseo de volver al bosque a buscarla. Por mucha penitencia que hizo, al quinto día, sucumbió.

Montando de nuevo a Bizarro y vestido de cazador volvió a adentrarse en el bosque por el mismo lugar dónde lo había hecho la vez anterior. Llegó temprano en la tarde al claro dónde estuvo la primera vez, pero no había nadie. Decepcionado, se sentó bajo un árbol sin saber bien por qué. Debió haberse vuelto, pero aún negándoselo a sí mismo, se quedó allí, esperando que ella apareciera.

Pasaron las horas y cuando apuntaba el anochecer, Pelayo, convencido de que había perdido el tiempo, se levantó para marcharse antes de que la noche le ocultara la salida.

- Te dije que me buscarías.

Ella. Por fin. A Pelayo le temblaban tanto las piernas que apenas podía disimularlo.

- No te buscaba, sólo pasaba por aquí. He salido de caza – dijo.
- Mientes.

Mientras Pelayo se afanaba en ocultar la vergüenza que le producía el que le hubiera descubierto mintiendo, Alda se acercó a él y tomándole de la mano, le llevó al lugar en el que había permanecido toda la tarde esperándola.

-  ¿Ves esta hojarasca hollada? Aquí ha habido alguien sentado mucho tiempo, quizá toda la tarde. Tampoco llevas arco, ni flechas, y tu ropa no está sudada. No me mientas. A mí no. Es un mal principio. Yo nunca te mentiré.
- Perdóname, Alda. En realidad, no sé por qué lo hice. 
- Por miedo. Lo hiciste por miedo. 
- ¿Miedo? No, no. Tú no me inspiras miedo. 
- Claro que no, a quien temes es a ti mismo, a lo que puedes llegar a hacer por estar conmigo. Temes perderte, abandonar tus principios, cambiar de camino, enfrentarte a tu padre, a tu dios… si decides ir a mi lado.


Pelayo se sentó en silencio. Sí, era cierto, tenía miedo de cómo ella le hacía sentir. No era la primera mujer con la que se encontraba, ni la primera a la que deseaba. Tenía 37 años, era hijo de noble, obispo de una sede importante, tenía tierras y bienes… tenía todas las mujeres que quería. Pero ninguna como aquella. Ninguna se había atrevido a hablarle como Alda le hablaba, con ninguna se había sentido intimidado. Ella parecía saber lo que él sentía, lo que pensaba, lo que deseaba, como si pudiera colarse bajo su piel.

La noche cayó sobre ellos y Alda volvió a encender la tea que le sirvió de guía aquella primera noche. La clavó en el suelo, como si se tratase de una hoguera, frente a ellos, y a la luz de aquella débil llama, Alda siguió hablando.

- ¿Me dirás qué te ha hecho volver? ¿Lo sabes?

Pelayo la miró. Apenas podía ver sus rasgos más allá de los ángulos que dibujaba el fuego, pero sentía la energía de su mirada clavada sobre él. Decidió no mentir más.

- Es cierto, no lo sé. No sé por qué he venido a buscarte, no sé por qué quería verte, no sé por qué todas las madrugadas me despierto pensando en ti. 
- Veo que se acabaron las mentiras. Me alegro, Pelayo – dijo Alda. Le miró detenidamente, sorprendida por el arranque de sinceridad, por la sencillez con la que había hablado, por la franqueza con que había expuesto su debilidad. Algo muy extraño en un hombre con tanto poder. – Y me alegro aún más de que hayas venido a buscarme.

El silencio volvió a instalarse entre ellos, movido por el aire al mismo ritmo que las ramas de los árboles que los cobijaban. Fue Pelayo quien, con la tranquilidad de poder mostrarse sin coraza, retomó la conversación.

- Me dijiste que vivías en el bosque, que no tenías ningún señor. ¿Cómo lo haces? ¿De dónde sacas la comida? Porque de la caza no parece.
- No, claro que no. Recolecto hierbas, raíces, frutos, bayas…, preparo ungüentos y medicinas que cambio a las personas que las necesitan por comida, ropa o enseres. No necesito mucho. La gente sabe cómo dejarse encontrar, en claros como éste en el que te he hallado a ti, porque yo no muestro a nadie dónde vivo, ni salgo nunca del bosque. Es demasiado peligroso para alguien como yo. Podía acabar en cualquier mazmorra e, incluso, en la hoguera. Aunque mis remedios sólo hacen bien, en estos tiempos mezquinos no sería difícil que terminara siendo acusada de bruja.
- No creo que seas una bruja, pero has de saber que Dios no aprueba estas cosas que tú haces. Él da la vida, Él la quita. Nosotros, simples mortales, no tenemos derecho sobre ella.
- ¿Dios? ¿Qué dios? ¿El tuyo, el de los judíos o el de los musulmanes? A todos, cristianos, judíos y musulmanes, los he visto acudir desesperados cuando sus hijos tenían fiebres, o heridas purulentas, o roturas de huesos imposibles. Ninguno pensaba en su dios, sólo en la vida. 
- Pero, si no sales del bosque, ¿no vas a ningún oficio religioso?
- Verás Pelayo, y sé que por esto que te voy a contar podrían matarme, no creo en ningún dios, en ninguno. Los dioses son invenciones humanas para consolar nuestras almas del dolor de la muerte eterna. Lo que cuenta es la vida, el ahora.

Alda se acercó aún más a Pelayo y le cogió las manos, sosteniéndolas con suavidad, recorriéndolas como si quisiera aprenderlas. Su primera reacción fue de incomodidad, pero el tacto de aquella mujer le serenaba y tampoco le encontraba explicación. Se dejó llevar y tirando de las manos la atrajo y la besó. Ella respondió a aquel beso como respondería a otros muchos que siguieron; como respondió a su piel cuando la recorrió por completo; como respondió a su pecho cuando fundieron sus latidos.

A lo largo de los dos meses siguientes, Pelayo acudió cada atardecer al claro del bosque para encontrarse con ella, que le mostraba cómo se movía en el bosque, como uno de tantos de los seres que lo habitaban, uno más en armonía con el resto; para descubrir, en los momentos de sosiego tras haberse amado, que había sustituido al dios del terror y la venganza por la paz de espíritu que le daba saber que podía ayudar a los demás; para descubrir que vivía la vida como si fuera a acabarse al día siguiente aunque con la esperanza de renacer y seguir formando parte de un todo sin principio ni fin.


Poco a poco, aquellos encuentros, fugaces al principio, fueron alargándose y Pelayo empezó a descuidar sus obligaciones. Había oficios a los que no acudía, personas a las que no recibía, sus ausencias empezaron a ser la comidilla de todos aquellos, laicos y religiosos, que le rodeaban.  No le importaba. Su fe, que nunca había sido demasiado firme (su cargo fue un beneficio logrado gracias a los servicios de su padre al rey Bermudo y él se limitó a hacer lo que se esperaba que hiciera), se tambaleaba más y más al hilo de las conversaciones con Alda. 

Más de mil años (I)

 Un animal herido

Pelayo espoleó a su caballo. No quería perder esa pieza: no podía permitirse regresar otra vez al palacio con las manos vacías. Estaba seguro de haberle herido, pero aún así, el animal había sacado fuerzas para huir buscando refugio en el bosque. Siguió el rastro de sangre hasta que llegó a un punto en el que hubo de continuar a pie. Aunque sabía que no faltaba mucho para que anocheciera y no conocía bien aquellos parajes, desmontó, ató a Bizarro a un árbol y se internó en el bosque.

Pendiente de no perder el rastro, no se dio cuenta de que a cada paso el follaje se volvía más tupido. Como le ocurría con tantas otras cosas, no pensó en cómo volver. Siguió avanzando sin perder de vista el reguero de sangre que le marcaba el camino, cada vez con más dificultad, hasta que, al fin, dio con su pieza. Un pequeño corzo yacía junto a un arroyuelo en brazos de una mujer de la que no veía más que los destellos que la luz del atardecer arrancaba a su pelo trigueño. Dudó si acercarse o no. Intentó no hacer ruido, pero sus pesadas botas hacían crujir las ramas secas que alfombran el suelo. Sin siquiera volver la cabeza ella le dijo:

-        Puedes acercarte, pero deja tu arco en el suelo, no quiero que asustes más a esta pobre criatura.

Pelayo se paró en seco. ¿Cómo se atrevía a decirle lo que tenía que hacer? ¿Quién se creía que era esa mujer? Siguió avanzando y entonces, con una autoridad que sólo había oído en boca de su padre, Pelayo escuchó:

-        ¿Acaso no has oído lo que te acabo de decir? ¡Deja ahora mismo tu arco en el suelo si quieres acercarte a nosotras!

No supo reaccionar ante el tono autoritario de aquella mujer. Ahora la veía mejor. Delgada y pálida, no era tan joven como creyó en un primer momento, pero su pelo era claro como la luz del sol y sus ojos tan azules que parecían transparentes. Y su voz sonaba poderosa, segura. Intimidado, dejó el arco en el suelo y avanzó hacia ellas. Según se acercaba vio que la mujer estaba aplicando un ungüento en el lomo herido de la corza que le contenía la hemorragia provocada por su flecha.

-        ¿Eres tú el que has provocado este desastre? Casi la matas, pobrecita – le soltó sin más.
-        Estoy de caza y esa corza es mi pieza.
-        ¿Tu pieza? ¿Y quién te dio propiedad sobre su vida?

Pelayo nunca había pensado en las vidas de los animales que cazaba… y menos aún sobre la propiedad de esas vidas. A lo largo de su existencia, todo le había venido dado. Su padre siempre se ocupaba y él raramente se planteaba los porqués de las cosas.

-        Soy el obispo de Iria Flavia y mi padre, el conde de Galicia, señor de estas tierras. Mi familia puede disponer de todo lo que hay en ellas, así que puedo cazar todo lo que se me antoje – contestó con un punto de altivez que no conseguía esconder una cierta inseguridad.
-        Así que todo un obispo… no lo pareces con esa ropa. E hijo del señor de estas tierras… ¿Y puede saberse quién nombró señor a tu padre?
-        Mi padre es Rodrigo Velásquez, nuevo conde de Galicia por decreto de nuestro nuevo señor, el rey Bermudo de León tras la muerte de nuestro señor don Rodrigo, que en paz descanse.
-        Nuestro señor, nuestro señor… Tu señor, querrás decir. Yo no tengo señor – respondió la mujer sin interrumpir la aplicación del bálsamo en el lomo de la pobre corza herida.
-        Claro que lo tienes, todos los que habitamos estas tierras tenemos como señor al conde nombrado por el rey, también nuestro señor. Además de nuestro señor verdadero, nuestro padre que está en el cielo.

La mujer al oír aquello no pudo evitar una carcajada tan limpia que ofendió a Pelayo, aunque no tenía muy claro por qué. La pequeña corza se puso en pie con dificultad y lentamente se perdió entre el ramaje del bosque.

-        Vaya, pues sí que hay señores en éste y otros mundos... Y yo, sin saberlo.

El tono sarcástico de la mujer molestó a Pelayo. Después de todo, él era un representante de Dios en la tierra, ungido y con poder. Y su padre, el representante legítimo del Rey, elegido también por Dios. Así habían sido siempre las cosas, Dios y feligreses, señores y siervos, capitanes y soldados. Pero ¿quién se creía esta mujer que cuestionaba el orden natural del mundo?

-        ¿Acaso no respetas a Dios, al Rey y a sus representantes? – dijo, visiblemente enfadado.
-        No. ¿Me respetan ellos a mí y a mi gente? No, no lo hacen. Les he visto perseguir y condenar a mis hermanas en nombre de un dios que juzga sin dejar el menor resquicio a la compasión, a la bondad; he visto a los caballeros de tu rey matar a los míos a ciegas, sin pensar, sin sentir, sin más motivo que acumular tierras y oro robándoselos a sus dueños; he visto como los curas, representantes de su dios en la tierra abusaban de las mujeres, de los débiles, de los indefensos, para luego condenarles y esconder así sus infamias. ¿Acaso merecen respeto?
-        ¿Sabes que podría mandarte prender por esto que estás diciendo? Traición y herejía – dijo Pelayo, atónito ante lo que estaba escuchando.
-        Claro que lo sé. Soy pobre, soy mujer, pero no soy estúpida. También sé que no harás nada.
-        ¿Segura?
-        Completamente. En contra de lo que pensé en un primer momento, tienes una mirada limpia. Tan solo estás perdido. Pero eso tiene solución; lo que no tiene arreglo es la maldad. Quizá algún día te encuentres. Por ahora, te ayudaré yo a encontrar el camino de salida.

Pelayo cayó en la cuenta de que había oscurecido y aunque hubiera luna llena, aún no estaba tan alta como iluminarlo todo. La mujer sacó una pequeña antorcha de su talega, un poco de yesca y un par de piedras con las que logró chispas que prendieron la tea, iluminando la noche con un tono mortecino, pero suficiente salir de allí. Pelayo sabía que estaba en manos de aquella mujer que se movía en la oscuridad con la seguridad de un lobo y la agilidad de un lince; aquella mujer, a la que había amenazado veladamente, era ahora la que le conducía al exterior del bosque. No supo cómo, pero le llevó justo hasta el punto donde había dejado a Bizarro, que le esperaba paciente. Cuando llegó al límite de la espesura, la mujer se paró.

-        ¿No vienes? – dijo Pelayo.
-        No. Yo vivo en el bosque. Además, si siguiera contigo, podría terminar acusada de traición y herejía – dijo ella, sonriendo.
-        ¿Me dirás al menos cómo te llamas?
-        Alda.
-        Yo soy Pelayo.
-        Ya sé, el señor obispo – dijo riéndose.
-        ¿Volveré a verte?
-        Seguro. Me buscarás. Hasta entonces.


Sin más, Alda se dio la vuelta y desapareció entre los árboles. Pelayo montó en su caballo entre desconcertado e irritado ante aquella seguridad de Alda que en ese momento se le antojó prepotente.