El silencio se carga a la palabra y no paga por ello, más bien recibe felicitaciones.
La escritura es un semáforo. El rojo es un segundo más de espera por convicción y por seguridad que tiene al miedo como fundamento universal. El verde es una aceleración invitada, pura confianza hacia el otro lado del renglón asumiendo un cumplimiento civil del código de seguridad, la esperanza de la ausencia de colisión por la presunción de acatamiento.
Admiro a los detentadores de la densidad, esos parásitos de la espesura que son temidos en razón de que circula por sus arterias y venas una especie de plasma machucado. Porque cuando se une el ejercicio de la profesión de la liviandad intelectual con el calor de enero en la piel, la amenaza amerita una evacuación preventiva de toda manifestación de vida asentada en los dominios de la conciencia-talud. Los densos debieran colgarse en la solapa una de esas tarjetas de acreditación que diga con letras bien claras “Sujeto que transporta sustancias peligrosas”. Y hay que aconsejarles que se embardunen con aceite tibio para evitar pegarse ante cada roce urbano.
La receta es una vez más y como siempre como sobrevivir a los congéneres, a su presencia amenazante, a su voracidad excluidora. El primer nombre de pila de todo ser humano es Ninguno. El Ninguno habita en el hervor purulento de los enconos, en la miserosa aguardiente de las traiciones y los desamores. El hombre nace manso, crece indeciso y contradictorio pero se vuelve definitivamente querellante cuando adquiere esa vital experiencia de asestar y absorber violencias. Y lubrican sus telarañas con engrudo, nos invitan a jugar pero ponen en la mesa naipes de mármol. La directriz la ejercen los que son capaces de amonestar a sus propias miserias jugadores de pelota ovalada entre rebotes mágicos. Se cuelgan de cualquier evanescencia social que permita disipar los deberes aplicables, la contracción de deudas en tiempo real, la decadencia está más vigente que nunca pero nada se compara todavía con el fuego de un goce tribal, de una ceremonia de resistencia. Eso que somos cada uno, el yo, lo que empuja detrás de las cámaras de nuestros ojos, lo que nos pone mirando a la realidad desde el lado de atrás.
Tengo un espía en la realidad publicada, él redacta informes y va recogiendo conceptos con una espumadera. Va anotando todo aquello que pueda desbordar de cualquier medio donde los mensajes se dejen leer, oler, oír o degustar. El affaire Tarcus-González encaminándose a su tratamiento en las Naciones Unidas. En el caso de González, tanta vacuidad ingrávida en el discurso pone los pelos de punta. ¿Se puede ser tan adicto a la vaguedad conceptual como para inmolarse intelectualmente de sobredosis? Hasta ahora él y los que defienden su “lado” han sido incapaces de fabricar una sola idea que al menos si no puede ser sólida que sea bebible, y lo único que han hecho es defenderse a los tiros con una escopeta con el caño tapado. Aclara el que esto flexiona que le importa un carajo si uno es peronista y el otro es trotskista, o si uno se la come y el otro se la da; cuando todo se expone en público para que lo veamos lo que importa más que cualquier otra cosa es la calidad del espectáculo.
Se trata de símbolos políticos, artificios de la señalética social. Ya nada puede ser real como el pan y el vino. Había una vez un tiempo en el que un albergue transitorio era un lugar donde se podía ir a hacer el sexo y no un centro social para el ejercicio de la libertad sexual. Hay una ficción de la izquierda para la cual cualquier cosa que cumpla su fin es de derecha. La escuela debe ser una guardería, una biblioteca un centro cultural, y un hospital un centro social de irradiación del destino fatal. Cuando la derecha dice que salvar vidas sin que ninguna empresa facture dividendos no tiene sentido alguno, aparte de no atraer inversiones; esa izquierda opina que salvar a un niño con meningitis es un acto de opresión individualista burguesa, se opone a la autodeterminación del meningococo en la sangre de los que menos tienen, de esos transculturados. Si señores, alfabetizar es cometer un acto fascista de penetración cultural y violación etnológica. ¿Que derechos tienen los alfabetos a imponer su cultura letrada a los analfabetos?
Las papeleras y Gualeguaychú desmoralizan porque se licuan en un circo cortador de rutas. Para las almas culturales porteñas obviamente algo que pasa más allá de La Plata al sur o Pilar al norte es de una ajenidad insolente, no se acepta ninguna incomodidad que en cambio si se tolera cuando cortan el Puente Pueyrredón por un reclamo del premio por presentismo atrasado de cuatro empleados públicos de Villa Insuperable. Se hacen películas, se procesan fallos de cortes internacionales, pero los uruguayos decidieron unilateralmente meter una planta industrial ambientalmente agresiva en un río que comparten. Es inútil, me sale el hargentino de adentro.
Podemos probar a beber el champán como los perros beben el agua, en horizontal y a lengüetazos. Todas son admisiones de sentido, descuidos de la sustitución. La mejor forma de agasajar el imperioso recurso del grito de ruptura y protesta es estornudar siempre dentro del plato, hablar sin mirar a los ojos del interlocutor que no es capaz de validarse a si mismo mediante una contribución creativa al entorno. Por eso nada de fijar miradas gratuitamente, la palabra en off, oblicua, prestando atención a cualquier pared o árbol. Si Llach y Cucurto es la pareja literaria del año, si a Grimi lo vendieron al Milán, todo texto puede y debe terminar con un proverbio cochino como éste:
“Si se juntan demasiadas moscas en la puerta de tu casa asegúrate bien porque es probable que lo que saques todos los días sea un pedazo de mierda”
Música
Banco del Mutuo Soccorso R.I.P