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HEGEMONÍAS Y SUBORDINACIONES EN EL

CAMPO DE LOS DERECHOS CULTURALES.


PATRIMONIO CULTURAL, ETNICIDAD Y GÉNERO.

Lucía Carolina COLOMBATO1

RESUMEN
A partir de la sanción de múltiples normas nacionales y
provinciales que regulan la conservación, preservación y defensa
del patrimonio cultural –no exentas de profundas críticas- ha sido
posible registrar y proteger una serie de bienes y prácticas culturales,
que desde los distintos regímenes legales han sido elevados a la
categoría de patrimonio cultural de la nación o de las provincias.
Sin embargo, pese a los progresos que permitieron
incorporar en ese patrimonio a las producciones culturales
materiales y simbólicas de diferentes conjuntos humanos, siguen
existiendo grupos hegemónicos (académicos, políticos) que
delimitan los bienes culturales que resultan incluidos y excluidos
en los diferentes regímenes de protección.
Desde este presente, nos proponemos un replanteamiento
de lo patrimonial y su contenido partiendo de una perspectiva
interseccional, e interrogando sobre la articulación de las categorías
género y etnicidad en la construcción del relato de la ‘identidad
nacional’.

1 Abogada (UNLP, 2000), Especialista en Derecho Civil (UNLP, 2009),


Jefe de Trabajos Prácticos en la Cátedra de Derecho Internacional Público
y Ayudante de Primera en la Cátedra de Derecho Civil I de la carrera
de Abogacía (UNLPam), Becaria de la Maestría de Estudios Sociales
y Culturales (UNLPam), Co-directora e investigadora en Proyectos
de Investigación, Autora de capítulos de libros, artículos y ponencias
vinculados a la temática de derechos culturales y conservación del
patrimonio cultural. Correo electrónico: [email protected].
[email protected]

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LA IMPORTANCIA DEL PATRIMONIO CULTURAL
La conservación del patrimonio cultural es un tópico que
atrajo desde siempre a la sociedad, puesto que los recursos culturales
materiales e inmateriales tienen la cualidad de construir identidades
y de configurar la memoria colectiva de los pueblos.
Tradicionalmente, se consideraba patrimonio aquel bien
cultural, material o inmaterial, al que la sociedad atribuía ciertos
valores específicos que-como señala Mireia Viladevall i Guasch
(2003: 17)- podrían resumirse en: históricos, estéticos o de uso.
La idea de patrimonio se asociaba a otra noción, la
de monumento. Recuerda Josué Llull Peñalba (2005: 185)
que,etimológicamente, monumento procede del latín monere,
que significa recordar, lo que pone de resalto no sólo el valor
rememorativo sino sobre todo el valor documental de los bienes
culturales y así, se vincula al patrimonio con la capacidad de
reflexión histórica.
La transmisión se constituye en elemento esencial en el
contenido del patrimonio, dado que se postula que los objetos
culturales reciben y transmiten la herencia cultural de una
generación a otra.
Actualmente, a partir del reconocimiento de la relatividad
del concepto de patrimonio, se identifica un proceso permanente
de ensanchamiento de lo patrimonial que alcanza todo tipo de
manifestaciones culturales y que demarca la necesidad de superar
las concepciones previas, por otras que piensen al patrimonio como
un bien social, dotado de un sentido y un valor social (Viladevalli
Guasch, 2003).
Este proceso trae aparejada la incorporación progresiva
de nuevas categorías culturales a la idea de patrimonio, que hoy
comprende numerosos bienes y prácticas culturales, tales como
el patrimonio inmaterial, el patrimonio viviente, el patrimonio
artístico, el patrimonio digital, el patrimonio geográfico, que se
suman a las categorías clásicas de patrimonio arquitectónico,
arqueológico, documental, mueble. De tal modo, los alcances
del término patrimonio cultural, están en constante movimiento
adquiriendo en el presente aristas impensadas en el pasado.
De allí que postulemos junto a Villadevall i Guasch (2003:
17), que la conservación no es un fin en sí mismo, sino que “debe
servir en primera instancia para mejorar la vida de aquéllos que lo
han heredado y lo hacen posible día a día con su cotidianidad”.
“El núcleo de cualquier identidad individual o grupal está ligado a
un sentido de permanencia (de ser uno mismo, de mismidad) a lo

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largo del tiempo y del espacio. Poder recordar y rememorar algo
del propio pasado es lo que sostiene la identidad” (Jelin, 2002: 24).
Por su parte, la idea de identidad está atravesada por la
noción de cultura, a la que se relaciona indisolublemente.
No pretendo ni puedo desarrollar aquí todo el recorrido que
las ciencias sociales han efectuado sobre el concepto de cultura, pero
puedo partir de la idea de que la cultura es un repertorio de hechos
simbólicos, de significados compartidos y relativamente duraderos,
en un determinado contexto espacio-temporal. (Giménez, 2005:
2-5).
La apropiación de esos recursos simbólicos, determina las
relaciones entre individuos y grupos, constituyendo en definitiva
relaciones de poder que los posicionan en la sociedad. En este
punto, resulta útil la distinción clásica de Bourdieu que explica que:
“El capital cultural puede existir en tres formas o estados: en estado
interiorizado o incorporado, esto es, en forma de disposiciones
duraderas del organismo; en estado objetivado, en forma de bienes
culturales, cuadros, libros, diccionarios, instrumentos o máquinas,
que son resultado y muestra de disputas intelectuales, de teorías
y de sus críticas, y finalmente, en estado institucionalizado, una
forma de objetivación que debe considerarse aparte porque, como
veremos en el caso de los títulos académicos, confiere propiedades
enteramente originales al capital cultural que debe garantizar”
(Bourdieu, 2000: 136)2.

A su vez, esa apropiación de repertorios culturales -de


sentido-, interiorizados y objetivados, construye identidades
culturales, al desempeñar una función diferenciadora e identificadora.
Así como la memoria colectiva conserva la identidad del
grupo en el tiempo, también permea la subjetividad, y a modo de
interpelación permite al sujeto construir un sentido de pasado y de
pertenencia. Este proceso lo involucra afectiva y emocionalmente,
de manera tal que la reflexión sobre el pasado va acompañada de
una intención de narrarlo.
En este sentido, se ha sostenido que la memoria es
comunicativa, porque en definitiva la memoria es una construcción
social narrativa (Jelin, 2002: 35), tendiente a dotar de sentido al
pasado individual y colectivo.
“La memoria, entonces, se produce en tanto hay sujetos que
comparten una cultura, en tanto hay agentes sociales que intentan
‘materializar’ estos sentidos del pasado en diversos productos
culturales que son concebidos como, o que se convierten en,

2 Destacado en el original
91
vehículos de la memoria3, tales como libros, museos, monumentos,
películas o libros de historia” (Jelin, 2002: 37).

Estos bienes culturales constituyen lo que denominamos


patrimonio cultural.
La conservación del patrimonio cultural, se encuentra de
este modo indisolublemente ligada a las nociones de memoria e
identidad.
En la actualidad, cuando “la sociedad contemporánea
ha acelerado de una manera extraordinaria, en relación con otras
épocas, el ritmo de producción de objetos gracias al progreso
tecnológico y también de generación de desechos y aun el de
destrucción de objetos subrepticiamente convertidos en obsoletos”
(Ballart 1997:37), la preocupación de las distintas sociedades por la
conservación del patrimonio ha ido en aumento.
Este fenómeno puede ser analizado desde distintas escalas:
A escala global, los trascendentes desarrollos tecnológicos
que se vienen produciendo desde la década del setenta, en particular
los del campo de la informática y las telecomunicaciones aceleraron
y profundizaron las tendencias globalizantes del capitalismo,
favoreciendo su impacto geográfico a nivel mundial (Borón, 1999:
223). Castells (1995: 22), afirma que el proceso transformación
histórica al que asistimos, y en el que las nuevas tecnologías de la
información y comunicación nacen y se desarrollan, se caracteriza
por: a) el surgimiento modelo de organización socio-técnica, al que
llama ‘modo de desarrollo informacional’; b) la reestructuración
del capitalismo como matriz fundamental de la organización
económica e institucional de nuestras sociedades.
A la vez, considerando que la mayoría de la población mundial
no dispone de acceso a éstos soportes, se traslada a primer plano el
fenómeno de la ‘brecha digital’ (Colectivo Conosur, 2004:91), es
decir la distancia tecnológica “entre distintos países y dentro de los
países, que depende del poder adquisitivo de los consumidores y
del desarrollo de las infraestructuras de comunicación” (Castells,
2010: 90).
Es así que contemporáneamente, las demandas de los
grupos tradicionalmente postergados se ven influidas por una serie
de factores que Briones identifica como: 1) “la internacionalización
de la diversidad como derecho humano y valor” (Briones, 2005:10),
2) “la multiplicación de agencias y arenas vinculadas a la gestión
de la diversidad” (Briones, 2005: 11); 3) la posibilidad de que

3 Destacado en el original.
92
opere una transnacionalización de los movimientos en apariencia
particularistas (como los indígenas) que se inscriben ahora en
escenarios globales.
Es entonces que “el escenario de la política en las naciones
de nuestro continente se ha orientado cada vez más a luchas por
recursos y derechos –o, más exactamente, a luchas por derechos
a recursos– centradas en la idea de identidad” (Segato, 2010: 14).
En este contexto, señala Briones (2005: 12), operan al menos
tres paradojas: 1) el reconocimiento de derechos particulares va de
la mano de la conculcación de derechos universales económicos
y sociales; 2) se promueve una politización de las identidades en
contextos de despolitización de la política; 3) los reconocimientos
simbólicos de las agencias multilaterales, rara vez van acompañados
de redistribución de recursos.
En el mismo sentido, sostiene Martín-Barbero que:
“Los permanentes homenajes a la diversidad cultural que
encontramos hoy, no sólo de parte de los gobiernos y la instituciones
públicas internacionales, sino también de organizaciones del
ámbito empresarial de las industrias culturales, son inversamente
proporcionales a lo que sucede en el plano de las políticas que
protegen y estimulan esa diversidad” (Martín-Barbero, 2010: 150).
Desde esta mirada, el fenómeno de la ‘globalización’4
puede ser visto como amenaza, por sus efectos homogeneizantes
en relación a la cultura, pero también como oportunidad, en
tanto moviliza las capacidades de superviviencia de las distintas
culturas, estimulando la creatividad expresiva en la narración de sus
identidades.
“Es entonces, desde la diversidad cultural de las historias nacionales
y los territorios regionales, desde las etnias y otras agrupaciones
locales, desde las distintas experiencias y las memorias, desde
donde no sólo se resiste sino que se negocia e interactúa con la
globalización, y desde donde se acabará por transformarla” (Martín-
Barbero, 2008).
4 Diferentes autores han analizado el llamado proceso de globalización en sus
diversas dimensiones dando cuenta de la complejidad que este proceso supone.
Situándonos en dos extremos claramente explicativos diferenciales: por un lado
ubicaríamos a Octavio Ianni, quien sostiene que el globalismo constituye una
nueva etapa histórica, por lo que centra su análisis en las transformaciones que
esta conlleva y su correlato en el campo de las ciencias sociales en tanto ruptura
epistemológica. En una posición diametralmente opuesta Atilio Borón rebate los
argumentos que dan cuenta de los cambios que caracterizan la etapa actual, ya
que la globalización constituye un fenómeno de muy antigua data, una tendencia
intrínseca y secular del modo de producción capitalista.

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A escala nacional, se atraviesa desde principios de este
siglo, lo que Pierre Nora (2008) llama una ‘temporada memorial’,
es decir, un período donde alumbró una especial preocupación
por la memoria, en particular, la memoria de la última dictadura
militar argentina, manifestándose mediante diversas expresiones
culturales, conmemoraciones, creación de nuevos museos (como el
de la ex - ESMA) y renovación del interés en la conservación del
patrimonio cultural. Se vive un presente en el que se incorporan
narrativas y relatos diferentes sobre el pasado, antes censurados, lo
que permite visibilizar otras memorias. Naturalmente este fenómeno
tiene también su impacto en la Provincia de La Pampa, donde desde
2010 se desarrollan los juicios tendientes a investigar y condenar
los crímenes cometidos durante la última dictadura militar.
Finalmente, a escala local, este proceso se ha visto
profundizado por la celebración de los centenarios de la fundación
de los pueblos inmigrantes de La Pampa, es decir, aquellos nacidos
con posterioridad a la ‘Conquista’ del territorio indígena. Los
Centenarios, se muestran como acontecimientos que desatan la
reflexión colectiva sobre el pasado, su presente y aquello que se
quiere legar a las generaciones futuras. Ese razonamiento no es
otra cosa que la preocupación por su patrimonio cultural y por su
transmisión. En este sentido, tienen una vocación paradójicamente
conservadora e impugnadora, revalorizan y resignifican las
identidades y prácticas culturales hegemónicas tradicionales, a la
vez que desnudan aquéllas que han sido invisibilizadas.
Desde este presente, nos proponemos un replanteamiento de
lo patrimonial y su contenido desde una perspectiva interseccional,
interrogando sobre la articulación de las categorías género y
etnicidad en la construcción del relato de la ‘identidad nacional’.

PATRIMONIO E “IDENTIDAD(ES) NACIONAL(ES)”


La complejidad que la noción de patrimonio cultural
supone, exige no perder de vista que se trata
“…además (de) un campo en el que se dirimen cuestiones teóricas,
éticas y axiológicas, generalmente con un alto contenido ideológico.
Y es también un ámbito donde la sociedad opina y decide sobre las
formas de selección de aquellos aspectos culturales que merecerían
formar parte del denominado ‘patrimonio nacional” (Lagunas y
Ramos, 2007: 123).
Como sostiene Tello (2007: 2)
“El patrimonio cultural toma cuerpo no sólo en la práctica política
de una memoria activa, que conserva y protege lo que nos ha sido

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heredado, sino que también despliega un olvido activo5 que segrega
elementos de la cultura y la historia al patíbulo de lo inmemorial.
Esta operación conjunta de incorporación y segregación es la más
básica de las manifestaciones de la política del patrimonio cultural”.

En este sentido, es necesario destacar que existió un avance


desde las primeras normas que definieron al patrimonio cultural
con criterios de excepcionalidad y valor científico (como la Ley de
Yacimientos N°9080 de 1913 y la Ley 12.665 de 1940). De la mano
de las ciencias humanas, como la antropología, paulatinamente se
produjo un“cambio de concepción respecto de los bienes (...), cuyo
valor no está dado ya por su ‘interés científico’ sino por formar parte
del patrimonio cultural y contribuir a la formación de la identidad
nacional”(Endere, 2000: 51). Éste cambio de criterio se vincula a las
nuevas ideas que van surgiendo internacionalmente en la materia,
y a la adhesión de la Argentina a normas internacionales como la
Convención sobre Protección del Patrimonio Mundial Cultural y
Natural aprobada por la Conferencia General de la UNESCO en su
decimoséptima reunión en París en noviembre de 1972.
En Argentina, con la Reforma Constitucional de 1994,
se incorporaron varias normas referidas a la pluralidad cultural,
política que acompañaron otros países de América Latina (Briones,
2004: 32). El artículo 75 inc. 17, faculta al Congreso a dictar
leyes tendientes a reconocer a los pueblos indígenas argentinos
su preexistencia étnica y cultural, el respeto a su identidad, y el
derecho a una educación bilingüe e intercultural. El nuevo artículo
75 inc. 19, asigna al congreso la facultad de dictar leyes que den
protección a la identidad y pluralidad cultural.
Más allá de los cuestionamientos que la formulación de
dichas normas ha generado, así como la técnica constitucional
escogida, que no las incorpora junto a las libertades, derechos y
garantías sino dentro de las facultades del Congreso, no puede
negarse que:
“Esto contribuyó para que se incluyeran a los ‘otros’ (ausentes,
estigmatizados, primitivos, entre otras consideraciones) dentro
del campo social e histórico, con estatuto humano. De este modo,
lo producido, usado, intercambiado (casas, muebles, inmuebles,
vestigios, etc.), por estos nuevos actores –individuales o grupales–
se transforma en bienes culturales/patrimoniales, concepto que
permite avanzar en la definición de la compleja identidad nacional
(si es que la hubiere)” (Lagunas y Ramos, 2007: 122).
Al respecto, afirma Grimson (2006: 37) que:

5 Destacado en el original.
95
“Agencias internacionales y líneas de financiamiento promovían
el fortalecimiento de grupos tradicionalmente excluidos, no
reconocidos. Esto adquiría una dinámica propia en un país como la
Argentina, donde la invisibilización había llegado a instituir la idea
de que se trataba de un país sin ‘negros’ y sin ‘indios”.
Pese a la referida transnacionalización del multiculturalismo
y sus políticas, cabe reconocer que cada país se apropia de estas
agendas internacionales desde distintas perspectivas,
“…entramando formaciones nacionales de alteridad cuyas
regularidades y particularidades resultan de –y evidencian–
complejas articulaciones entre sistemas económicos, estructuras
sociales, instituciones jurídico-políticas y aparatos ideológicos
prevalecientes en los respectivos países” (Briones, 2004: 16)6.
El problema es que las formaciones nacionales de alteridad,
producen no sólo identidades y pertenencias sino, condiciones de
existencia diferentes para aquellos grupos de personas que son
considerados ‘otros culturales’ en relación a los grupos que se
consideran representativos del mito de la ‘identidad nacional’.
“Así, explicita Segato que, en Argentina, la metáfora del crisol
usada para construir una imagen homogénea de nación ha ido
inscribiendo prácticas de discriminación generalizada respecto de
cualquier peculiaridad idiosincrática y liberando en el proceso a
la identificación nacional de un contenido étnico particular como
centro articulador de identidad (una nación uniformemente blanca
y civilizada en base a su europeitud genérica)” (Briones: 21).7
Entonces, podría decirse que desde la construcción del mito
de la nación argentina, se desarrolló un proceso de ‘desetnicización’
(conf. Grimson) de ocultamiento de todo lo que pudiera considerarse
no-blanco que tuvo como antagonistas en primer lugar a los
indígenas, luego a ciertos extranjeros (anarquistas, socialistas), más
adelante a los ‘cabecitas negras’ del ‘interior’ y finalmente a los
inmigrantes limítrofes.
La invisibilización de la diversidad cultural, dio lugar a un
“…mestizaje –crisol de razas, trípode das raças, cadinho– [que] se
impuso entre nosotros como etnocidio, como cancelamiento de la
memoria de lo no-blanco por vías de fuerza” (Segato, 2010: 26).

6 Destacado en el original.
7 En el mismo sentido, señala Grimson (2006: 38): “En la Argentina el
relato nacional habla de que la población del país es el resultado de un
“crisol de razas”. Pero mientras en el imaginario brasileño las “razas” que se
habían mezclado fueron los blancos, los indígenas y los afrodescendientes,
en la Argentina se trata de una mezcla de “razas” solamente europeas.
Los argentinos, según ese relato, descenderían de los barcos. Carecen de
sangre indígena.”

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A partir de la sanción de múltiples normas nacionales y
provinciales que regulan la conservación, preservación y defensa
del patrimonio cultural –no exentas de profundas críticas- ha sido
posible registrar y proteger una serie de bienes y prácticas culturales,
que desde los distintos regímenes legales han sido elevados a la
categoría de patrimonio cultural de la nación o de las provincias.
Ello por supuesto, no se ha visto traducido aún en políticas
culturales efectivas que garanticen el acceso y goce democráticos
de toda la población a dicho patrimonio, lo que implicaría además
la participación activa de todos los grupos en los procesos de
selección.
De manera tal que pese a los progresos que permitieron
incorporar en ese patrimonio a las producciones culturales
materiales y simbólicas de diferentes grupos humanos, siguen
existiendo grupos hegemónicos (académicos, políticos) que
delimitan los bienes culturales que resultan incluidos y excluidos
en los diferentes regímenes de protección.

PATRIMONIO CULTURAL Y GÉNERO


Conforme señala Anthias (2006: 50) “Las mujeres son
en muchas ocasiones la piedra angular de la transmisión étnica, y
de la transmisión y reproducción cultural, así como lo son en la
reproducción del patriarcado”.
Sin embargo, la incorporación de las mujeres como sujeto
histórico y productor de bienes culturales, así como la representación
de las identidades femeninas a lo largo del tiempo, ha sido un tópico
que las políticas de preservación del patrimonio cultural han dejado
de lado en el proceso que describimos antes, o que se ha visto
restringida a ciertos espacios domésticos, íntimos o privados.
Si bien en el mundo occidental podemos señalar que a partir
de los movimientos feministas de los ’60 se produjo una paulatina
inclusión de las mujeres en distintos aspectos de la vida pública,
la cuestión de los derechos culturales ha sido subestimada por una
serie de obstáculos.
Por un lado, los tratados internacionales de derechos
humanos que propugnan la igualdad de derechos de mujeres y
varones y establecen mecanismos para garantizar dicha igualdad,
han soslayado la cuestión de los derechos culturales.
Así, en el sistema universal de protección de los derechos
humanos que se desarrolla en el ámbito de la Organización de
Naciones Unidas (ONU), la Convención sobre la eliminación de

97
todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW)8,
adoptada en 1979, consagra normas que regulan expresamente la
igualdad de acceso en materia de derechos políticos, laborales, la
capacidad civil, las relaciones de familia, la educación, la salud,
pero nada dice respecto de los derechos culturales.
En el ámbito de la OEA, la Convención de Belem do Pará
(Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar
la violencia contra la mujer, 1994)9 no contiene ninguna norma
que proteja o resguarde los productos y prácticas culturales de
las mujeres. Ni siquiera una norma que consagre la igualdad en la
participación de la vida y los desarrollos culturales de la comunidad
en que viva. Sólo una referencia genérica en el artículo 5 que
prescribe:
“Toda mujer podrá ejercer libre y plenamente sus derechos civiles,
políticos, económicos, sociales y culturales y contará con la total
protección de esos derechos consagrados en los instrumentos
regionales e internacionales sobre derechos humanos. Los Estados
Partes reconocen que la violencia contra la mujer impide y anula el
ejercicio de esos derechos”.
Estas omisiones no son casuales, y tienen que ver por un
lado con que los derechos culturales constituyen en sí mismos
una categoría descuidada dentro del concierto de los derechos
humanos(Symonides, 1998) y por el otro, con la invisibilización de
las mujeres como sujetos de los derechos culturales.
Respecto de la primera cuestión cabe señalar que la
disminución que denunciamos, proviene de la circunstancia de que
tales derechos han sido dotados de mecanismos de protección más
débiles e imperfectos que los de los derechos civiles y políticos,
e incluso los de sus congéneres, los derechos económicos y
sociales.
También se origina en la debilidad en la formulación de sus
contenidos en el discurso jurídico, aspecto que excede el propósito
de este trabajo y que ya hemos desarrollado en otras oportunidades10,
en queidentificamos como cuestiones que atraviesan la postergación
de los derechos culturales en el concierto de los derechos humanos
8 http://www.un.org/womenwatch/daw/cedaw/text/sconvention.htm.
9 http://www.oas.org/juridico/spanish/tratados/a-61.html
10 Ver nuestro trabajo: “DERECHOS CULTURALES. Debilidades
discursivas en la formulación de sus contenidos. Cuestiones transversales”
(2012) Revista Perspectivas. Facultad de Cs. Económicas y Jurídicas
(UNLPam). ISSN 2250-4087.

98
a: 1) la ausencia de una definición jurídicamente vinculante de
cultura, 2) la indefinición de los sujetos comprendidos (donde
abordamos el tópico del multiculturalismo) y 3) el retraso en la
formación de mecanismos institucionalizados con idoneidad para
producir interpretaciones válidas sobre las normas que enuncian
derechos culturales.
Por otro lado, en lo referido específicamente a los derechos
culturales de las mujeres, las dificultades señaladas se profundizan,
ya que –al menos en el ‘mundo occidental’- la concepción ideológica
hegemónica entendía a sus bienes culturales como provenientes de
un sujeto devaluado.
Si partimos con Butler de que los mecanismos de
visibilización y legitimación de las mujeres como sujetos de
representación política se basan en estructuras jurídicas, debemos
concluir que la inexistencia de normas que reconozcan a las
mujeres como sujetos de derechos culturales obstaculiza dicha
representación.
La autora citada sostiene que:
“El poder jurídico ‘produce’ irremediablemente lo que afirma
sólo representar; así, la política debe preocuparse por esta doble
función del poder: la jurídica y la productiva. De hecho, la ley
produce y posteriormente esconde la noción de ‘un sujeto anterior
a la ley’ para apelar a esa formación discursiva como una premisa
fundacional naturalizada que posteriormente legitima la hegemonía
reguladora de esa misma ley” (Butler, 2002: 5).

En el campo de los derechos culturales, se revelan


mecanismos hegemónicos que excluyen a las prácticas culturales
de las mujeres de la protección que se brinda a lo que se considera
‘patrimonio cultural’ o bien las relega a espacios y jerarquías
subordinados.
La propia etimología del término patrimonio propone un
impedimento, ahora desde el discurso, a la consolidación de tales
derechos. Está cuestión ha sido analizada por Lagunas y Ramos
(2007: 126), quienes sostienen que estamos frente a un término
fuertemente generizado desde lo masculino. En efecto, el vocablo
patrimonio proviene de la expresión en latín patrimonium.
“Su raíz, pater, está fuertemente ligada a una figura masculina y
asociada a la constitución de específicos vínculos con otras/os,
como son los familiares (…). Esta noción de pater se vincula con
bienes trasmitidos en herencia (cargos, honores, funciones) que por
intermedio de la vía masculina, la del primogénito, se constituyen
en el patrimonio de un linaje” (Lagunas y Ramos, 2007: 125).

99
Trazando un paralelismo entre dicho término y la palabra
matrimonio, podemos observar que esta última se vincula a la
reproducción y la educación de los hijos, es decir, al ámbito privado.
“Por lo tanto, estamos frente a dos conceptos que no admiten
ninguna forma de deslizamiento: patrimonio, que alude a varones
con poder y matrimonio, a mujeres en una relación de procreación.
Estos dos conceptos operan así generizados como un código cultural
constituido en un momento y que por su fuerza parece devenido en
un código genético” (Lagunas y Ramos, 2007: 125).
Los mecanismos sobre los que se ha construido la
dominación masculina también se ven representados en los museos,
fechas patrias, billetes, monumentos, nombres de calles, edificios
y otros bienes u objetos que integran el llamado ‘patrimonio
nacional’, donde las mujeres aparecen “asociadas a las actividades
que contribuyen a la constitución de los estereotipos femeninos:
junto a su marido, con sus hijos, o como un objeto decorativo, tanto
ella, en sí misma, o aquellos objetos que contribuyen a posicionarla
en tal lugar” (Lagunas y Ramos, 2007: 128), revelando de ese
modo la naturalización de la subordinación de género, aun en las
sociedades contemporáneas.
En este contexto, resulta necesario un replanteamiento
de lo patrimonial que revalorice los bienes y objetos culturales
producidos por las mujeres, desde una perspectiva teórica que
apunte al reconocimiento de una ‘cultura de las mujeres’ entendida
no como subcultura sino como un aspecto de la vida cultural general.
En ese sentido, no debe olvidarse que
“…para algunos todavía resulta difícil el plantearse quede la
existencia de tal cultura deviene la posibilidad que lo producido,
usado, intercambiado por las mujeres en sus múltiples relaciones
consigo mismas, con la sociedad, con el lenguaje, con lo simbólico,
pueda ser conceptualizado como patrimonio cultural” (Lagunas y
Ramos, 2007: 133)11.

PALABRAS FINALES
Como señalábamos al comienzo, los derechos culturales y
su acceso y goce democráticos, revisten una particular relevancia
en el contexto de la globalización donde a la vez que se acelera la
circulación de bienes, servicios, información, personas y productos
culturales occidentales, se profundizan las diferencias entre ricos y
pobres, y con ellas los conflictos raciales, étnicos y religiosos.
Si se reconoce el patrimonio cultural como campo de

11 Destacado en el original.

100
disputas simbólicas y por el dominio de sentidos de identidad y
pertenencia, no cabe sino afirmar la necesidad de reflexión sobre
las razones que dieron origen a la subalternización de diversos
colectivos humanos, cuyos bienes y productos culturales no se han
visto reflejados en los discursos hegemónicos acerca de la identidad
y memoria provincial.
La tendencia a ‘naturalizar’ ideológicamente las
desigualdades sociales, de la que da cuenta Stolke (2000: 29), se
evidencia también en el campo de los derechos culturales.
Es así que, el análisis de la reproducción de desigualdades
sociales dentro de dicho campo de estudio, no puede realizarse partir
de las dimensiones de género y etnia comprendidas aisladamente,
sino que es necesaria su articulación para atravesar su complejidad.
Si partimos de la idea de interseccionalidad, concebida
como la articulación de las diferencias de género, etnicidad y clase,
no debemos soslayar que dichas categorías no forman conceptos
fijos, sino que es necesario comprender que ellas mismas son
producidas interseccionalmente.Es decir, se trata de reconocer que
existe entre género y etnicidad un proceso de mutua co-constitución
que origina desigualdades sociales.
Pensar la interseccionalidad implica entonces comprender
que el ‘sexo’ y la ‘raza’ no constituyen hechos biológicos que
cimentan relaciones de ‘género’ y ‘etnicidad’, sino recursos
ideológicos construidos para justificar desigualdades sociales y
de género, en un procedimiento que resulta inherente a la misma
sociedad de clases.
Como imponente categoría discursiva, el patrimonio
cultural tiene la potencialidad de destacar a determinados sujetos y
sus bienes y prácticas culturales como protagonistas de la identidad
y memoria nacional. Paralelamente detenta la potestad de eclipsar a
aquellos que no lo integran.
Desde esta perspectiva, la realización plena de los derechos
culturales y en particular del derecho al acceso y goce democráticos
del patrimonio cultural requiere de políticas públicas que:

a) Entiendan a la ‘identidad nacional’ como una construcción


histórica, heterogénea y compleja, comprensiva de
identidades diversas en permanente disputa;
b) Desalienten la declaratoria de bienes patrimoniales que
refuercen discursos culturales hegemónicos, a partir del
reconocimiento de la influencia del patrimonio en la
reproducción de desigualdades sociales;

101
c) Reconozcan a los pueblos originarios y a las mujeres como
sujetos productores de bienes culturales;
d) Favorezcan el empoderamiento de dichos sujetos
históricamente segregados, lo que implica no sólo
la adecuada protección de sus productos y prácticas
culturales sino también su participación en los órganos y
procedimientos de selección que permiten la incorporación
de dichos bienes en la categoría ‘patrimonio cultural’
e) Incorporen en las legislaciones relativas a derechos
culturales, normas que garanticen condiciones igualitarias
de acceso y goce a tales derechos.

BIBLIOGRAFÍA
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