El Gran Arte
El Gran Arte
El Gran Arte
eL gRAN ARte
tçtULO ORIgINAL
DISeñO De cOLeccIÓN y cUBIeRtA
A grande arte
Esteban Montorio
Francisco Alves, Rio de Janeiro, 1983
tRADUCCIÓN
MAQUetACIÓN
Miriam Lópes Moura
Monti
pRIMeRA eDICIÓN De TXALAPARtA
IMPResIÓN
Noviembre de 2008
Gráficas Lizarra S.L.
Carretera a Tafalla, km. 1
© De LA eDICIÓN: Txalaparta
31132 Villatuerta - Navarra
© DeL textO: Rubem Fonseca
© De LA tRADUCCIÓN: Miriam Lópes
ISBN
978-84-8136-527-6
eDItORIAL txALAPARtA S.L.L.
Navaz y Vides 1-2
DepÓSItO LegAL
Apartado 78
NA. 3.371-08
31300 Tafalla NAfARROA
Tfno. 948 703 934
Fax 948 704 072
[email protected]
www.txalaparta.com
txalaparta
I
peRCOR
NO eRA UNA HeRRAMIeNtA COMO LAS OtRAS. Estaba hecha de
mate- rial de calidad superior y el aprendizaje de su manejo era
mucho más largo y difícil. Para no hablar del uso que de ella
hacía su portador. Él conocía todas las técnicas de su
instrumento, era capaz de ejecutar las maniobras más difíciles
–la in-quartata, la passata soto– con inigualable habilidad,
pero lo empleaba para escribir la letra P, sólo eso, escribir la
letra P en el rostro de algunas mujeres.
La mujer estaba acostada a su lado diciendo tonterías.
Él miró a su alrededor. Las paredes estaban pintadas de
verde, como las de algunos hospitales. Había un tocadiscos,
cubierto por una tapa polvorienta de plástico, al lado de un
televisor portátil. Una lata de talco ordinario estaba sobre
la cama y él la tocó con el pie descalzo.
De nada le servía imaginar por qué hacía aquello. Sería
una pérdida de tiempo especular por qué determinadas
cosas le dan placer a uno. La P no tenía resonancias
literarias, ni él se consideraba un psicótico puritano que
quisiera conjurar la con- génita corrupción femenina.
El hecho de que las mujeres fuesen prostitutas no tenía
ninguna influencia sobre su decisión. Sólo que no quería
correr
9
riesgos, por eso escogía a individuos que la sociedad conside-
raba desechables. Pero al mirar el rostro de la mujer inclinada
sobre su cuerpo desnudo, admitió que tal vez estuviera
min- tiéndose a sí mismo. Era sin duda una mujer corriente,
nadie la echaría de menos. El placer que podía ofrecer sería
mínimo, fácil de encontrar, de imaginar.
La mujer le pasó la lengua por el pecho, deteniéndose
en la tetilla. Al sentir la tensión en el bajo vientre, la apartó
y se levantó poniéndose de pie al lado de la cama. La mujer se
arro- dilló frente a él, dócil, funcional.
La agarró por el cuello y la tiró de espaldas al suelo,
suman- do a la fuerza de las manos el peso de su cuerpo. La
mujer abrió la boca, intentando respirar, emitió un gruñido
ronco, los ojos desorbitados fijos en el rostro de él, los
brazos erguidos, los dedos trémulos buscando un apoyo que
la salvara de hundir- se y sucumbir en la oscuridad que
rápidamente se la tragaba.
Todo duró pocos segundos.
Dentro de la vaina de cuero estaba el objeto brillante, que
agarró, poniéndose en guardia, los músculos del cuerpo
tenso: un entretenimiento que se permitió, en aquel
momento de euforia y lujuria. Pero en seguida cambió la
forma de empu- ñar el instrumento y se sentó al lado de la
mujer, en el suelo. Cuidadosamente trazó en su rostro la
letra P, que en el alfabeto de los antiguos semitas significaba
boca.
Cogió las ropas de una silla y se vistió, alerta, ágil, a
pesar de que su mente no había cesado de pensar y recordar.
Cuan- do terminó, inspeccionó la habitación y el baño.
Comprobó por la mirilla de la puerta que el pasillo estaba
vacío. Al salir limpió con un pañuelo el botón del timbre
haciéndolo sonar, el único fallo, aunque sin importancia, en
su cauto proceder.
No quedarían huellas digitales, testigos, ningún indicio que
lo identificase. Sólo su caligrafía.
1
No tuve conocimiento de los hechos de manera ordenada.
Los cuadernos de notas de Lima Prado llegaron a mis
manos mucho antes de mis conversaciones con Miriam, que
me ayu- daron a entender mejor las relaciones de Zakkai, el
Nariz de Hierro, con Camilo Fuentes. Para reconstruir lo que
pasó en el apartamento de Roberto Mitry, además de mis
deducciones e inducciones, me he basado en las
informaciones de Monteiro (su nombre verdadero no era
éste), el vendedor de material bélico.
Los acontecimientos fueron conocidos y comprendidos
mediante mi observación personal, directa, o según el testi-
monio de algunos de los implicados. A veces interpreté
epi- sodios y comportamientos, para eso era yo un abogado
acos- tumbrado, profesionalmente, al ejercicio de la
hermenéutica.
1
UNO
1
«No hay nada que hacer, señor Saboya. Hemos perdido el
último pleito. Miriam ha tenido más suerte. El Ayuntamiento
está buscando un sitio para las muchachas».
Me acordé de la primera vez que fui a aquella calle. Me
había parecido entonces una alegre verbena, llena de
hombres que andaban de un lado para otro, fumando y
conversando en las esquinas, o parados delante de las casas
mirando a las muje- res. Una pelirroja, parada en una puerta,
me había pregunta- do: «¿faltando a clases, chico?»; una mujer
joven de senos gran- des y brazos gruesos, que hizo una mueca
maliciosa enseñando una lengua del color de sus cabellos,
mientras yo la miraba indeciso.
«Ya sabía yo que eso iba a terminar así». Saboya puso otra
botella sobre la mesa.
«Tengo que irme». Golpeé levemente la mano de Miriam.
«Ya nos veremos».
1
«Ya se lo he dicho a usted».
1
«Bueno», dijo Wexler, «está siendo amenazada, ¿no es así?,
por un hombre cuyo nombre no sabe».
«Su nombre es Francés».
«Me dijiste que no sabías su nombre».
«Ése fue el nombre que Danusa me dijo».
«¿Quién es Danusa?».
«Mi amiga, que lo llevó a mi casa. Ella tiene un apartamento
en el edificio Santos Valis, en la Senador Dantas».
«¿Y por qué te está amenazando?».
La mujer, además de ser lacónica, no dejaba de mirarse
las uñas. Las llevaba pintadas de un barniz rojo. La palabra
que me vino a la cabeza fue carmesí.
Esperamos. Es necesario tener paciencia para hacer que
las personas hablen.
«Tengo una cosa de él».
«Te amenazó porque tienes una cosa de él y no se la
devuel- ves. ¿No es así?».
«Sí».
«¿Y por qué no se la devuelves?».
«Me da miedo».
«¿Qué es lo que tienes?».
«Una cinta de video».
«¿Qué hay en esa cinta?».
«No lo sé. No tengo aparato para verla».
«La cinta es de él. Se la devuelves y ya está», dijo Wexler.
«Tengo miedo. Cuando lo llamé para decirle que tenía
el casete me dijo que yo era una loca, que había visto lo
que no podía ver».
«¿Qué fue a hacer ese Francés a tu
casa?». Esperamos.
«Bueno...».
Esperamos.
«Bueno, soy masajista». Pausa. «Con título, inscrita. Él fue
a mi casa, a mi apartamento, con Danusa. Y olvidó esa caja
negra. Después me llamó muy nervioso».
1
Wexler me miró y puso cara de desencanto con esa huma-
nidad que sólo los judíos saben poner. «Y le pediste dinero
por devolverle la caja que abriste y viste que había una
cinta de video dentro».
Mirándose las uñas, ella movió la cabeza afirmativamente.
«Señora, no trabajamos para chantajistas», dijo Wexler.
«No hay nada que podamos o queramos hacer por usted».
Por primera vez ella levantó el rostro y nos miró. Sí, tenía
miedo. No era lo bastante inteligente para fingir tan bien.
«¿Quién te ha enviado aquí?».
«Fue Miriam. Ella me dijo que ustedes me podían ayudar».
«No podemos».
Desde la puerta nos miró por última vez. No era de mucho
hablar. Salió callada. Hundida.
«De hundida, nada. No eres capaz de tener una actitud fir-
me cuando se trata de mujeres. Además, no podemos
perder nuestro tiempo en cosas tan mezquinas», dijo
Wexler.
Por nuestro despacho habían pasado criminales e inocen-
tes de todo tipo. Gisela era uno de los más corrientes, entre
todos. Pocas horas después ya me había olvidado de que exis-
tía. Por la tarde, Sonia, la secretaria, me dijo que un
hombre llamado Roberto Mitry quería hablar conmigo.
Debía de tener unos cuarenta años y se vestía de la mane-
ra que los ricos creen refinada y negligente.
«El asunto que me trae aquí tiene que ver con un
objeto de mi propiedad que está en poder de una cliente
suya».
«¿Cliente mía?» Me había olvidado realmente de Gisela.
«Me temo que ella, doña Gisela, su cliente, por ser yo un
deportista, un hombre conocido, cuyo nombre sale en los
perió- dicos, al saber quién soy, quiera...».
Esperé.
«Los pobres...».
Esperé.
«Los pobres se sienten fascinados por las personas de buena
1
posición. Ellos son los consumidores de las páginas sociales».
1
«Y los ricos».
«Estamos en una democracia. Y los ricos, bueno. Me pare-
ce justo que todos tengan la misma oportunidad». Mitry
fin- gió que bostezaba. Parecía tener algo en la boca. Sus
maxila- res se movían lentamente.
«Todo es tan aburrido.». Otro bostezo.
«¿Puede usted esperar un momento?».
Salí a hablar con Wexler.
«Está en mi despacho un tipo llamado Mitry, que creo que
es el tal Francés, mencionado por la joven que estuvo aquí
esta mañana. Ella le dijo que era nuestra cliente».
«Me di cuenta de que era una embustera. Díselo».
«¿No le quieres echar un vistazo? Es un figurón. Lleno
de colgajos de oro».
Le presenté el tipo a Wexler. Wexler fue directo al grano.
«Esa señora no es cliente nuestra. Vino aquí diciendo
que tenía un objeto suyo, una cinta de video y que se sentía
ame- nazada por usted».
«Es mentira. Es mentira. Yo no la amenacé».
Disimulada- mente, Mitry se metió algo en la boca. Masticó
despacio. Tra- gó saliva a pequeños sorbos.
«A decir verdad, quien se siente amenazado soy yo».
«¿Por ella?».
«No, por ella no. Tengo mis razones, o mejor, ciertos
fee- lings que me permiten... Creo que estoy corriendo riesgos,
que me están siguiendo».
Ya me había acostumbrado a la paranoia de la gente.
«¿Pue- de explicarse mejor?».
«No. Es una intuición. No tengo enemigos, ¿me
compren- den?, pero me siento amenazado. Es algo
subjetivo, lo reco- nozco. Me gustaría que me creyesen».
Nos quedamos todos callados un rato. Encendí un
Pana- tela. El Panatela oscuro de la Suerdieck tiene la ceniza
gris, pue- de ser fumado a cualquier hora, no es como los
tabacos cuba- nos que deben ser fumados con el estómago
lleno. El Pimentel
1
número 2, otro de mis favoritos, es ordinario y huele mal,
impregna con su olor ofensivo cortinas, sofás y los vestidos de
las muchachas. Los norteamericanos fabrican un tabaco ver-
de que ya viene con un agujerito.
«Me gustaría tenerlos a ustedes por abogados», dijo Mitry,
finalmente.
«¿Para qué?», preguntó Wexler.
«Estoy siendo víctima de un chantaje. Y sé que usted es un
profesional muy competente, me informé antes de venir
aquí». Señaló hacia mí.
«Soy una blue chip», dije yo. Me daba la impresión de
que era uno de esos tipos que se han enriquecido mediante
chan- chullos en la Bolsa.
Mitry sonrió. «Estoy dispuesto a deshacerme de parte de
lo mío para pagar su precio. Y el de los demás, incluidos
los extras. Precio, no, perdón, ¿cómo dicen ustedes?».
«Honorarios», respondió Wexler.
«Honorarios». Se rió. Wexler y yo intercambiamos miradas.
«Muy bien. Usted nos dará poderes. Procuraremos solu-
cionar el caso sin interferencia de la policía».
«No telefonee, ni se comunique de cualquier otro modo
con esa mujer», dijo Wexler.
«Es un placer tenerlo como abogado, doctor Mandrake. ¿Me
permite llamarlo por su sobriquet?».
«Como quiera». El teléfono sonó. Era Ada.
«Hoy hace un año», dijo Ada.
«Me gustaría recuperar en seguida la cinta», le dijo
Mitry a Wexler.
«¿Te acuerdas del primer día?», preguntó Ada.
«Si es necesario, solicitaremos el auxilio de la policía», dijo
Wexler.
«La policía no, no por ahora», dijo Mitry.
Me acordaba del primer día: una noche iba por la
Aveni- da Ataulfo de Paiva y vi las ventanas iluminadas de
una aca- demia de gimnasia. Desde los tiempos de Eva
Cavalcanti Meier
2
estaba fascinado por las mujeres que hacen gimnasia. Pero
esto es otra historia. En la Ataulfo de Paiva varias mujeres
corrían en fila, al ritmo de una música que no se oía desde
la calle. Delante, con una malla negra, una mujer alta y delgada,
de pier- nas largas y fuertes, el cuello un poco inclinado, se
movía sin esfuerzo. Esperé que la clase terminara y que
ella saliera. La abordé en la calle. «La estaba observando
hacer gimnasia. Pare- cía el caballo de un cuadro de Ucello»,
dije yo. «Sé quién es Ucello», dijo ella, «el de la Uffizi». No
era el de la Uffizi, era el del Louvre, el negro del centro, con
las patas erguidas, mor- diendo el freno, el hocico torcido
hacia la izquierda. Ella no hablaba con extraños, pero mi
cara inspira confianza a todas las mujeres del mundo.
Además, era la primera vez que alguien le decía que parecía
un caballo.
«¿Qué hay en la cinta?», preguntó Wexler.
«A decir verdad, no lo sé. Pertenece a terceros», dijo Mitry.
Los recuerdos de Ada me intimidaban. A las mujeres
les gusta recordar el pasado.
«¿Hay algún modo de identificar el tape?», preguntó Wexler.
«Estoy en una reunión, cariño. Después te llamo».
«Está en una caja negra, de ésas de cintas de video, pero
sin etiqueta», dijo Mitry.
Mitry firmó los poderes. «¿Tengo que pagar algo? Me mar-
cho hoy a Angra, a la isla de un primo».
«Más adelante veremos».
«Entonces, adieu. Les telefonearé dentro de algunos días.
Confío en ustedes».
2
«Figenbaum está muerto».
Tal vez lo estuviera.
2
Cogí el teléfono y marqué.
«¿Danusa? Me gustaría darme un masaje, ¿puedo ir?».
«Aquí no. Sólo hago masajes a domicilio. O en hoteles».
«Gisela me dio tu nombre. ¿La conoces?».
«Sí. De la Avenida Beira Mar. Ella recibe clientes. Yo no.
Sólo en casos muy especiales».
«Yo podría ser un caso muy especial».
«No, no. No te conozco».
«¿Entonces vienes aquí? ¿Plaza Marechal Floriano, en
la Cinelandia?» Le di la dirección.
«Dame el teléfono», dijo Danusa. El mundo estaba lleno de
graciosos, y ella no quería perder el viaje.
Poco después, Danusa telefoneó. «Estaré ahí dentro de
media hora».
«Es mejor que me vaya. Si nos quedamos los dos tal vez se
asuste», dijo Wexler. Sonia ya se había marchado. A las seis
en punto arreglaba sus cosas y se iba.
Danusa aparentaba poco más de veinte años. Corpulenta,
cabellos castaños oscuros cortos, un diente, delantero, partido.
«¿Qué es esto? ¿Una oficina? ¿Dónde va a ser el masaje?».
«¿Sirve este sofá?».
Se encogió de hombros.
Hay personas que se pasan el día suspirando.
Se quitó la ropa y se quedó en blúmer y ajustador. Me que-
dé en calzoncillos. «Quiero un masaje con aceite», dije yo.
«¿Aceite?» En sus planes no había ningún masaje. ¿Qué
tipo de cliente sería aquél?
«No he traído aceite».
«Entonces, talco».
«No he traído talco».
«¿Qué es lo que has traído?».
«Nada».
«Qué mala suerte».
Me miró, pensativa. ¿Sería un tonto? ¿O alguien que que-
ría reírse de ella?
2
«¿Jugamos un poquito?».
«Quiero un masaje».
«Entonces será en seco», dijo Danusa, irritada. Era la
pri- mera vez que un cliente quería de verdad un masaje en
vez de algo más sustancioso. «Acuéstate ahí».
Me acosté en el sofá. Danusa agarró un dedo de mi pie
y lo retorció. Retorció todos los dedos de mi pie.
«Vamos a quitar ese calzoncillito».
Me lo quité.
«¿Quieres que le dé un besito?».
«¿Tienes una amiga llamada Elisa?».
«Claro. ¿No te lo he dicho? ¿Por teléfono?».
Sus ojos se cruzaron con los míos. Me apretó con fuerza la
pierna; sus manos sudaban. Pareció dominada por un miedo
súbito. Miró hacia la cortina de la habitación, como si hubiera
alguien escondido detrás.
«Me tengo que ir, perdóname, mi madre está sola en la casa.
Enferma».
«Creo que estás mintiendo».
«Está bien. No es mi madre. Es mi marido».
«¿Tu marido?».
«Trabaja en un restaurante de la calle Uruguaiana,
cerca de la calle Larga. Se llama Gilberto. Lo juro por Dios».
Las per- sonas quieren ser amadas, hasta por su verdugo.
«No te voy a estrangular. ¿Tengo por casualidad cara
de estrangulador?».
«No, no, no».
«Quiero hablar contigo».
«Sí, sí, sí». Las manos en la boca. Comenzó a temblar.
Sin quitarme los ojos de encima, se puso los pantalones.
«Antes de salir le pregunté al portero del edificio cómo lle-
gar hasta aquí. Me lo explicó y casi no llego, porque dejé la
dirección en su casa».
No era tonta. Pero ¿por qué aquel miedo de pronto? No
sabía aún de la muerte de Gisela. ¿Intuición femenina?
2
«Vamos a tomar algo», le dije.
Nos dirigimos al bar Amarelinho, en la esquina de la
calle Alcindo Guanabara. Al bajar en el ascensor, después de
obser- varme, Danusa se quedó más tranquila.
En el Amarelinho, ella pidió una caipirinha.1 En aquel
bar no había vino que se pudiera tragar. Pedí una cerveza.
«¿Te acuerdas de un tipo llamado Roberto Mitry?
Fuiste con él al apartamento de Elisa. Ella le dijo que se
llamaba Gise- la. ¿Te acuerdas?».
«¿Roberto qué?».
Danusa había terminado su caipirinha. Partiendo del estó-
mago, un calorcito agradable se irradiaba por su cuerpo.
Me sonrió. «¿Puedo tomarme otra?».
«Un tipo lleno de pulseras, reloj de oro, mastica
despacio algo que puede ser su propia lengua. Fueron a su
apartamen- to, juntas».
«¿Un dúplex? Déjame ver. ¿Y se mastica la lengua?».
La segunda caipirinha duró menos que la primera.
Pidió otra.
«¿Cómo es él?».
«Muy blanco, delicado, lánguido, blando, suave. Vara, correa,
porra, vergajo, garrote, zurriago, junco, bastón».
«¿Qué quiere decir eso? Tienes gracia. Otra, camarero». La
voz más confiada.
«Es la segunda vez que me llaman gracioso, hoy. Látigo».
«¿Látigo? Sí, tenía un látigo. Es el Francés, me acuerdo
de él. Pagó bien, pero la pasamos muy mal. Tiene látigo».
«¿Y después?».
«Tiene también una máscara de cuero, una cadena de hie-
rro. Lo llevaba todo en una maleta. No, era un bolso
grande».
Otra caipirinha.
«La pasamos muy mal».
1.- Bebida hecha con limón en rodajas o macerado, azúcar y hielo, batidos con aguar-
diente (N.E.).
2
«Ya lo has dicho. ¿Y después?».
«Después le dije a Gisela. Elisa, dije yo, Carlotica no se
vuel- ve a meter en ese rollo».
«¿Y después?».
«Hasta me gustan unos mordisquitos, unos apretoncitos,
que me halen el pelo, ¡pero látigo!».
«¿A él se le olvidó algo allí?».
«No, creo que no. Lo puso todo en un bolso y se
marchó». El bar empezó a llenarse con la gente que salía
de las ofi-
cinas.
«Hubo un momento en que me cogió por el cuello, fue
apre- tando, silbando y echando espuma por la boca... Hay
cada loco por ahí».
Apretando, silbando y echando espuma por la boca. Cosas
de la televisión.
«¿Me avisas si él te llama otra vez?».
Nos quedamos un rato más en el bar. Salimos tambaleán-
donos, Danusa-Carlota apoyada en mi brazo, ambos
riendo, divirtiéndonos uno con el otro.
2
DOS
2
co-mayor, un pez que vive en la oscuridad del abismo oceáni-
co; el macho muerde a la hembra adhiriéndose a su cuerpo
y se convierte en un parásito el resto de su vida, todos sus
órga- nos se degeneran, excepto los de la reproducción, y
se funde totalmente con ella, hasta en sus sistemas
vasculares».
«Tienes ojeras, mi... ¿cómo has dicho?».
«Xarroco. Mi tierra tiene palmeras donde canta el sabiá».
«Tienes miedo de ser romántico. Finges ser cínico».
En el espejo del baño examinamos cuál de nosotros
tenía el rostro más grisáceo. La piel de los dos, expuesta a la
luz matu- tina filtrada por las cortinas, parecía frágil y
enferma. De la nariz de Ada dos pelos largos salían como
insectos vivos.
«¿Te acuerdas de cuando me dijiste que me ibas a dar
la llave de tu apartamento?».
«¿Por qué hablas de eso ahora?».
«Me dijiste: te voy a dar la llave de mi apartamento».
«Estás loco».
«Pero nunca tenías tiempo de sacar un duplicado».
«Y es verdad».
«Por eso, por aquello, por lo otro. Nunca tenías tiempo de
hacer la llave».
«Estás loco».
«¿Cómo puedo querer a una mujer que no confía en mí?
Amor es confianza».
«¿Hablas en serio?».
«Todas las mujeres que he tenido confiaban en mí».
«No creo que hayas llorado».
«No lágrimas gordas que gotean como las tuyas. Mis ojos
son pequeños».
«Tonto».
«¿Tienes vino?».
«Hay café y queso de Minas. Salvado de trigo con
yogur». Escuché los ruidos que venían de la cocina. La
primera vez: Ada caminaba por la sala de su apartamento,
2
observándose a través de mis ojos, como si fuesen el espejo
de la Academia en
2
el que se enamoraba de su propio cuerpo. Fue así como cami-
nó para abrazarme y yo, sintiendo su narcisismo, me ladeé un
poco, impidiendo que el abrazo se hiciera más íntimo. Al per-
cibir mi esquivez, me preguntó sorprendida «¿Qué pasa?»
Aspi- ré el olor de su piel, sintiendo el calor de su cuerpo
sólido y musculoso entre mis brazos. Contra mi voluntad, una
enorme emoción me dominó. Después, poco después, en la
cama, una sorpresa: virgo intacta.
3
«Berta siempre tenía una botellita de Faísca helada
para mí».
«El yogur con salvado de trigo es mejor para tu salud».
«Berta tenía los senos grandes».
«¿Por qué no vuelves con ella? Beber vino y jugar al aje-
drez el día entero. Debía de ser una vida emocionante. Más
aún con una mujer de senos grandes».
«Berta no era bizca».
Ada se arrodilló delante de mí.
«Cásate conmigo y ven a vivir aquí».
3
«No fui yo. Llegué a la casa y, al abrir la puerta, me di
cuen- ta de que algo había ocurrido, los muebles de la sala
estaban revueltos, ella estaba tirada en el suelo. Vivíamos
peleándonos,
¿quién me mandó a casarme con una mujer más joven?
Pero yo no quería que aquello le ocurriera. Carlota me botó
de la casa, pero no le cogí rabia, tenía derecho, pagaba el
aparta- mento, todo. Me quedé seis meses sin trabajo y ella
cargó con los gastos. Era muy joven, y se dejó llevar por la
otra».
Se restregó los ojos con el dorso de la mano, con un gesto
parecido al que había hecho antes al limpiarse la boca.
«¿Qué otra?».
«¿Me va a detener?».
«No soy de la policía. Creo que será mejor que desa-parez-
cas por algunos días. Búscate un abogado».
«No tengo dinero para abogados».
Saqué una tarjeta del bolsillo y se la di. «Búscame».
El mulato fuerte se acercó. «Eh, Gilberto, ayúdame a llevar
la basura».
3
arroz, una masa pas- tosa. De los latones, después de haber
sido revueltos por las
3
manos ávidas de los rapiñadores, salía una peste más repug-
nante aún. En aquel momento en las puertas traseras de otros
restaurantes de la ciudad, otras chusmas de desposeídos
reco- gían los restos de las comidas servidas a los que pueden
pagar».
«¿Y Gilberto?».
«Me quedé mirando a la gente que recogía la basura, y
cuan- do me di cuenta había desaparecido. Él habló de
“otra”, pero me despisté y se me pasó».
Encendí un Pimentel número 2.
«Aquí dentro no. Fuma un Panatela.
«Restos podridos del banquete ajeno».
«Así es el mundo».
«El mundo. Latones llenos de comida. No se ve ya a
nadie silbando por las calles. En fin, ¿y Mitry?».
«Me pareció preocupado, de una manera muy obvia.
Dijo, eso no me gusta, me preocupa –después de haberme
hecho jurar que yo no estaba bromeando–. Me dijo que nunca
lee la cróni- ca roja. Le pregunté por qué estaba preocupado, y
solamente me dijo: es la segunda, la segunda. No confío en
ese tipo».
«Pero es nuestro cliente».
«Desgraciadamente. Dijo que se quedaría en Angra toda la
semana».
Encendí el Panatela. Wexler y yo nos quedamos
mirando el humo. Pasado un rato, yo comenté: «Ada se cree
que es un caballo».
«Es linda como un caballo», dijo Wexler.
«Estás enamorado de ella, pérfido judío».
«No lo sé. De cualquier modo es demasiado buena para ti».
«Su madre también piensa lo mismo».
Nos quedamos pensando en Ada. Me dirigí hacia la ven-
tana. El tránsito en la Avenida Rio Branco comenzaba a embo-
tellarse.
«Una masajista llamada Carlota, alias Danusa, un día va
a la casa de su amiga Gisela, en realidad Elisa, para darle un
3
masa- je, digámoslo así, a nuestro cliente».
3
«Látigo, máscara negra, cuerdas, Alphonse/Sacher».
«Ahora están muertas. ¿Será Mitry un aura tiñosa?».
«¿Un asesino?».
«Si Mitry fuera un asesino, no utilizaría todas esas más-
caras. Le bastaría la mejor fantasía, que es estrangular muje-
res».
«Símbolos. Símbolos».
«¿Te imaginas a Gilles de Rais con máscara negra?».
«Tenía algo mejor, el uniforme de Mariscal de Francia,
luchando contra el enemigo. Un patriota. Amigo de Juana
de Arco. Su rostro era como el de Jack el Destripador,
corriente, como el de esos tipos que uno encuentra en el
ascensor, quie- tos, mirando hacia arriba, esperando que se
abra la puerta».
«¿Qué le sucede a un sujeto para que estrangule a una
fula- na que casi no conoce?».
«Las masajistas no eran desconocidas. Entre ellas y el
estran- gulador se establece un rapport metafísico, como se
diría en un coloquio de la televisión».
«¿Qué tal una llamada a Raúl? Está en Homicidios. No
te olvides de la cinta».
«Éxtasis estupefaciente se llama al momento en que el
sádi- co alcanza el cenit de la afectividad. ¿O el nadir del
sentimiento? El apogeo, el perigeo, los vértices invertidos de
la pasión. ¿Qué tal? El sadismo es una perversión
micropolítica».
«Es mejor que llames a Raúl».
Llamé.
«No me digas. ¿También estás metido en eso?», dijo Raúl.
«Un cliente».
«Oye, Mandrake, quiero hablar contigo. El caso lo llevamos
nosotros».
«Cuéntame».
«Por teléfono no. Quiero verte la cara».
«Estoy más lindo que nunca».
«Ponte colorete y nos vemos».
3
«El caso lo lleva Raúl», le dije a Wexler.
3
«Creo en él», dijo Wexler.
«Cuando era pequeño creía en Papá Noel y en la Zwig Mig-
dal.2 Ella trajo las polacas con las que mi abuelo templaba
en la calle Conde Lage».
«Basta de bla-bla-bla, vete a ver a Raúl».
«¿Así es como habla un judío? Bla-bla-bla, comer mierda.
Tisk. Tisk. Tisk».
2.- Zwig Migdal: organización mafiosa que llevaba prostitutas polacas a América del
Sur. Era una organización de proxenetas judíos, y judías eran las prostitutas, que
eludían así los pogromos y persecuciones (N.T.).
3
tReS
3
anchos sujetos por tirantes,
4
tenía el tórax desnudo, grueso y musculoso. En los intervalos
entre un número y otro contaba chistes e imitaba a un
gorila rascándose y caminando por la selva. Esperaba, con
eso, que los blancos miserables que lo observaban se
sintiesen impor- tantes: al fin y al cabo, había en el mundo
alguien inferior a ellos –un negro sin dientes que parecía
un mono estúpido–.
«¿Quieres decir que has vuelto a la soltería?».
«A decir verdad, creo que me estoy volviendo impotente»,
dijo Raúl.
Estábamos ligeramente borrachos.
«Es una buena idea, dejar de beber, dejar de fumar, almor-
zar con la familia los domingos, ser enterrado con la bandera
del equipo. Ver la televisión».
El negro se subió a una caja, se colocó las piernas sobre la
cabeza y se dobló con la barbilla en la región pubiana.
«Ella», dijo el artista negro, «también era contorsionista y
estaba en la misma posición que yo ahora, sólo que
desnuda y con la puerta abierta».
«Dormir el sueño de los impotentes», siguió Raúl, soltan-
do círculos de humo.
«Eso no es modo de fumar un Panatela», dije. «¿Y las
mucha- chas?».
«Trabajaban juntas en un shopping center en
Madureira. Sólo Carlota estaba casada. De una de ellas
partió la idea de abandonar aquella vida y ganar dinero
fácil. Antes se necesi- taba una matrona para conseguir
clientes. Ahora basta con poner un anuncio en los
periódicos».
«Entonces pasó un tipo por el corredor, un minero3 del
inte- rior» –el artista negro enrolló las erres en el cielo de la
boca y puso cara de imbécil, aún en la misma posición, con
las pier- nas en el cuello–, «vio a la mujer de este modo que
estoy y salió gritando, vengan, socorro, hay un hombre caído
en el piso del
4
3.- Minero: natural del Estado brasileño de Minas Gerais (N.T.).
4
dormitorio, tiene el pelo largo y barba rizada, lo mataron de
un navajazo que le abrió la garganta de arriba abajo».
«Carlota me parece más bonito que Danusa», dije.
«Danusa debía de parecerle un nombre más excitante que
Carlota. Te voy a contar un secreto. No eran dos. Eran tres».
(¿La «otra» mencionada por Gilberto?)
«Esta historia empieza a resultar interesante».
«¿Interesante? Estás loco de curiosidad, confiésalo».
«Lo confieso».
«Se llama Oswalda. Ando detrás de ella».
«No debe ser difícil encontrar a una mujer llamada Oswalda».
«Tiene un nombre de guerra. Cila. Aquí tengo su retrato».
Raúl me enseñó una pequeña foto».
«En una de 3x4 no se puede ver mucho».
«Es todo lo que tengo. La he conseguido en el
Departamento de personal del shopping center».
El negro escupía fuego y hacía malabarismos con dos
antor- chas. Se pasaba el fuego por la piel haciendo muecas de
mono.
«Fue Cila quien les metió en la cabeza a las otras dos la
idea de establecerse por su cuenta. Una muchacha del
shopping cen- ter que trabajó con ellas me lo dijo. Cila, por la
descripción que me hizo, es una persona dominante y
calculadora».
«Leí en el periódico que sospechan del marido».
«¿En el periódico? ¿No andas diciendo que no lees los
perió- dicos?».
La sospecha del marido era sólo un camuflaje («camuflaje,
qué palabra más antigua has desenterrado») de la policía. Gil-
berto no podía haber matado a Carlota porque en el
momen- to del asesinato estaba en el restaurante, según
declaraciones de testigos considerados confiables. Gilberto
había desapare- cido y Raúl se arrepentía de no haberle
echado mano en segui- da, incluso siendo inocente. Había
otro detalle que Raúl no podía, aún, mencionar. Los dos
asesinatos estaban relaciona- dos. El comportamiento
4
humano no es lógico y el crimen es humano, por tanto...
Para Raúl, la lógica era una ciencia cuya
4
finalidad sería la de determinar los principios de los que
depen- den todos los raciocinios y que pueden ser aplicados
para pro- bar la validez de toda conclusión extraída de
premisas. Una trampa.
«¿Y el portero del edificio en el que ella vive?».
«¿El portero? El portero no sabe nada. Ni la vio salir».
El artista negro seguía su representación. «Una mujer
se dirigió a un cura y le confesó que había cometido
adulterio con el vecino. ¿Fue contra su libre albedrío?, le
preguntó el cura. No, fue contra la pared, le respondió la
mujer».
Raúl y yo habíamos sido compañeros en la facultad.
Raúl había estudiado en colegios jesuitas. Yo... a mí no me
gusta hablar de mi vida con nadie.
Coloqué un billete de cien cruzeiros en la bolsa de
papel del artista negro.
«Un tipo llamado Epifanio descuartizó a su mujer,
metió los pedazos dentro de una maleta y se fue de su casa.
No con- siguió dejar la maleta en ningún sitio. No tenía
ningún moti- vo lógico para matar a su mujer, pero la
mató. Y tenía todos los motivos lógicos para dejar la
maleta en cualquiera de los muchos lugares por donde
estuvo, pero no la dejó, fue hasta São Paulo, en ómnibus, y
volvió por el mismo camino a su casa, con la maleta y la
mujer dentro de la maleta. ¿Me entiendes ahora?»,
preguntó Raúl.
En la Facultad habíamos tenido la misma novia, Ligia.
Ligia se creía que me había desmayado en la morgue. Raúl
sabía que no había sido un desmayo, y sí una crisis de
náusea, pero fin- gió creer en la suposición de Ligia. Sette
Neto nos había man- dado que describiéramos las lesiones
internas y externas de una víctima de estrangulamiento –
una muchacha tumbada sobre la mesa de aluminio de las
autopsias–. Sette Neto pasó el dedo por las marcas rojas
diseminadas en la cara de la mujer y preguntó si alguien sabía
lo que era aquello. Punteado escar- latiniforme de Lacassagne,
4
respondió Raúl. A Sette Neto no le gustaba que los alumnos
respondiesen a las preguntas que
4
hacía. Abrió el ojo de la mujer y preguntó: ¿y esto? Exoftal-
mia, con congestión de la conjuntiva, y midriasis,
respondió de nuevo Raúl. Si fuésemos estudiantes de
Medicina tal vez Sette Neto perdonase la osadía de la
respuesta, pero los alum- nos de Derecho en una clase de
Medicina Legal no deberían saber aquello. Irritado, Sette
Neto metió el dedo en el oído de la muerta. Otorrea
resultante de la ruptura de la membrana del tímpano, dijo
Raúl, añadiendo que el cadáver tal vez pre- sentase fractura
del hueso hioides y fracturas de los cartílagos tiroides,
cricoides y aritenoides, todos dependientes del apa- rato
laríngeo de la víctima, que, a los dieciocho años de edad, tal
vez no hubiese aún alcanzado el necesario grado de osifi-
cación. Podrían también encontrarse equimosis epicraneales
y congestión de meninges subpleurales y subpericárdicas.
Sette Neto oyó todo eso, cada vez más pálido y furioso, y fue
enton- ces cuando tuvo el famoso acceso de locura que haría
de Raúl un héroe (mientras tanto yo vomitaba en el baño).
Sette Neto súbitamente empezó a dar puñetazos sobre el
pecho del cadá- ver y a gritar y a tirarse de los pelos, los suyos
y los de la muer- ta, un espectáculo inolvidable. El frío tirano
que había pasado el año torturando a sus víctimas se
transformaba, delante de todos, en un idiota descabellado, en
un loco histérico que gri- taba palabras sin sentido. Raúl y
Ligia salieron a tomar una cerveza al bar de la Mem de Sá
con Lavradio. Luego se casa- ron. Luego Ligia descubrió
que me amaba o que me seguía amando. Oh, vida.
El artista negro se puso una camisa gris desteñida. Una
mujer mulata, con cara de india, estaba a su lado. Cogió el
dine- ro, metió en el saco los utensilios de su profesión –
antorchas apagadas, una lata de combustible, sogas–. Ahora
tenía el ros- tro enfurruñado y amenazador. Notó que yo lo
observaba. Se acordó de los cien cruzeiros. Hizo un gesto
amistoso, cerran- do la mano y levantando el pulgar. Lo invité
señalando un vaso de cerveza.
El artista negro se acercó a nuestra mesa.
4
«Tómate una cerveza con nosotros. Llama a tu mujer».
Se llamaba Almir, y ella Doralice. Eran gente de circo y
esta- ban sin empleo. Doralice actuaba con perros
amaestrados, y los animales se les habían muerto de
moquillo. El Circo Gran Maravilla había cerrado. «La gente se
queda en la casa viendo la televisión». Se tomaron dos
cervezas cada uno, comieron papas fritas y pidieron
permiso para marcharse, vivían lejos y tenían dos niños
esperándolos en casa.
«Ese tipo de prostituta que trabaja sola, cuando desapare-
ce no deja rastro. Cambia de nombre, de casa, se tiñe el
pelo, se va para Bahía, al quinto infierno. ¿Conoces la
historia del fotógrafo y del japonés?».
«¿Conoces aquel chiste de la mujer jorobada?».
«¿Quién es tu cliente?».
«No confío en ti. No confío en ningún maldito policía, y
encima impotente».
«Obstrucción de la justicia».
«Es solamente un tipo asustado, con miedo a que su nom-
bre aparezca en los periódicos».
«Puedes arreglarlo conmigo ahora, más tarde no daré la
cara por tu cliente».
«Se llama Roberto Mitry. Está preocupado porque se le
olvi- dó una cinta de video en casa de Elisa, la que mataron
prime- ro».
«¿Cinta? He estado en su apartamento en la Avenida
Bei- ra Mar y no he visto ninguna cinta».
Anochecía. El tránsito de la Avenida Rio Branco estaba
pesado y lento. Los conductores tocaban el claxon. Las facha-
das de los edificios del Ayuntamiento, del Teatro Municipal
y de la Biblioteca Nacional se iluminaron.
«¿Te acuerdas del gavilán que vivía en la cornisa de la
facha- da de la Biblioteca Nacional?», le pregunté. «Era un
gavilán real, harpia harpyja, el gran falcónido de penacho
blanco. Sus alas debían medir más de dos metros. Cortaba
el aire a 280 kilómetros por hora. Agarraba las palomas al
4
vuelo. Espero
4
que haya cogido a la paloma que un día se cagó en mi
cabeza, aquí mismo. No sé si tuvo tiempo, porque aparecieron
los colom- bófilos con sus almas piadosas exigiendo
medidas. Tomaron medidas, el gavilán desapareció. Creo que
era el último, en Bra- sil, en el mundo. Pero las palomas, esos
animales feroces que la ignorancia de los artistas ha
escogido como símbolo de la Paz, esas no desaparecerán
nunca».
«Las cucarachas me parecen peores», dijo Raúl.
5
instaron a que David se levantase y comiese con ellos, pero
no consiguieron nada. Al séptimo día de ayuno y oraciones
de David, el niño murió.
5
Los siervos del rey no tuvieron el valor de contarle lo que
había ocurrido, temerosos de su reacción; si la desesperación
del rey ya era grande cuando el hijo aún vivía, ¿qué ocurriría
cuando supiera de su muerte? David, sin embargo, viendo que
sus sier- vos susurraban lúgubremente entre sí, comprendió
que el niño había muerto. Entonces, se levantó del suelo, se
lavó y se sen- tó a la mesa para comer. Sabía que no podía
hacer nada más que lo que ya había hecho. ¿Has
entendido?».
«Ustedes, los judíos, son una gente rara. Y su Dios
también». En ese momento entró Sonia y anunció una
visita.
Con la elegancia de quien domina su propio cuerpo,
vis- tiendo un traje sastre de lino bien cortado, hecho a la
medida, mirándome a mí y a los muebles como alguien que
viene a una subasta y evalúa los objetos en venta, la visita
entró en la sala y me tendió un sobre. «La portadora», leí
«es hija de un viejo amigo, Vasco Japiassú. Buena gente, de
tradición (des- cienden del barón de Aroeira, que hizo
historia durante la Regencia) y de carácter. Te pido que le
des toda tu atención y paciencia. Tu colega y admirador,
Medeiros».
«El doctor Medeiros me dijo que usted es un hombre de
acción, y que no perdiera el tiempo con rodeos». Se detuvo.
Esperé. «Todo es normal para un abogado, ¿no es
verdad?».
«Abogados, policías, curas, médicos. Pecados, enfermeda-
des, crímenes». Lilibeth me miró como si meditara sobre lo
que yo había dicho.
«Es mejor ir derecho al grano», dijo Lilibeth.
«Es mejor».
«¿Qué necesito para efectuar una denuncia de flagrante
adulterio contra mi marido?».
«El adulterio es un delito de índole privada. El ofendido
tiene el plazo de prescripción de treinta días, a partir del
cono- cimiento del hecho, para proponer la acción. El
5
flagrante adul- terio tendrá que ser denunciado por la policía»
(Sea paciente, etcétera).
«¿Flagrante?».
5
«La ley lo considera flagrante cuando hay indicios de que
la persona cometió el delito recientemente. La palabra viene
del latín flagrans, flagrantis, que significa ardiente, que
está ardiendo. En términos de simbolismo, el flagrante
adulterio sólo queda detrás del incendio doloso».
«Entonces los dos tienen que ser cogidos, cuando
estén... hum... es imposible».
«Basta con que estén en un dormitorio, encerrados, eso es
suficiente. Pero usted debe pensarlo bien antes de presentar
la denuncia».
«Ya lo he pensado bien».
La existencia del delito de adulterio en la ley brasileña era
una excrecencia anacrónica que hace mucho tiempo debía
haber sido extirpada. Alguien me había dicho que sería supri-
mida del nuevo Código Penal, en elaboración. Me habría
gus- tado decirle eso a la mujer que tenía delante, pero la
reco- mendación de Medeiros me inhibía (Paciente,
etcétera).
«¿Puedo saber cuáles son sus razones? Estadística-mente,
el objetivo de ese tipo de denuncia es garantizar la custodia
de los hijos o eludir la pensión de alimentos».
«No tengo hijos».
«El querellante, para evitar que la denuncia caduque, ade-
más de promover la tramitación del proceso, tendrá que estar
presente en todos los actos del mismo. Un verdadero sufri-
miento, algo aburridísimo. Llegue a un acuerdo».
Lo peor del mundo es explicar la Ley a un cliente.
«No quiero acuerdos. ¿Los dos son culpables o solamente
mi marido?».
«Su marido y la mujer, ambos son autores del delito».
«No es otra mujer».
Esperé.
«¿A usted no le parece extraño?». Lilibeth sonrió. «A decir
verdad, si encontrar a un marido en la cama con otro hombre
no fuera tan grotesco hasta podría ser un caso interesante,
¿no le parece?».
5
«Mucho», dije gravemente. «Si llevamos el caso
adelante será el primer caso en la jurisprudencia brasileña,
creo yo. Muy interesante desde el punto de vista de la
hermenéutica. Una denuncia de adulterio promovida por la
mujer ya es rara, pero más aún cuando el otro es un
hombre. Realmente insólito».
«¿Entonces, puedo meter a mi marido en la cárcel?».
«A su marido ciertamente no lo encerrarían. La Ley prevé
la pena de arresto de quince días a seis meses. Obtendría
la libertad condicional en el caso de ser condenado».
«El mundo es de los hombres. Y estamos en el siglo XX».
«Una mujer también tendría las mismas ventajas».
Silencio incómodo.
«No habiendo custodia de hijos o separación de bienes,
tra- tándose solamente de una venganza del ofendido,
compren- sible, le sugiero que se olvide de sus propósitos
punitivos. La represalia a ciertos ultrajes vilipendia más que
desagravia a la víctima. ¿Por qué no se separa de su
marido?, al fin y al cabo ya existe el divorcio, aunque lleno
de obstáculos, queda libre y se olvida de todo».
«Usted no me está ayudando mucho. Esperaba que encon-
trase una solución a mi problema».
«Es lo que estoy haciendo».
Comprendía que ella quisiera vengarse. Pero como
abogado tenía que aconsejar lo mejor para mi cliente.
Pacientemente (ah, doctor Medeiros) procuré persuadirla de
no hacer la denuncia.
«¿Es usted casado?», preguntó Lilibeth.
«Bueno...».
«Ya me he dado cuenta. Cuando un hombre responde a
esa pregunta de ese modo, es porque tiene algún tipo de
compro- miso no sacramentado».
Yo también me había dado cuenta. Y encima decían que
yo era mujeriego. Me quedaba quieto y las mujeres me
pro- vocaban. Las muecas que hacía Lilibeth. ¡Qué diablo!
¿Tendría yo el aspecto de estar tan disponible? Asumí un tono
5
doctoral:
«El proceso penal es una pieza teatral, de varios actos encade-
5
nados, el verpharen de los procesalistas alemanes. Es también
una novela que describe las relaciones entre el juez y las par-
tes. Rechtsbezienhungen. Los romanos usaban el término iudi-
cium –iudicium est actus trium personarum: iudicis, actoris
et rei. El acto de tres personas, sería mejor decir
personajes, el juez, el autor y el reo. El protagonista, el
antagonista y el tri- tagonista».
«Esa palabrería no me impresiona, ¿sabe?».
«Lo sé».
«¿Tiene tiempo para escuchar la historia de mi matrimonio?».
«Claro».
«Es una historia interesante».
«Soy todo oídos».
«Voy a empezar por el día de la boda. Estaba todo el mun-
do, es decir, la gente importante, ejecutivos, políticos, toda
la jet-society. Las mujeres lindísimas –yo no estaba en
condicio- nes de notarlo, pero mi madre me dijo que nunca en
una boda se habían reunido tantas mujeres elegantes–. Es
verdad que mirando hoy en día las fotos no tengo esa
impresión –aque- llas mujeres con la cabeza cubierta de
borsalinos, canotiers, capelines, regarde moi, brétons, pill
boxes, berrés, turbans, coif- fures de penas, aigrettes, me
parecen ridículas, sus vestidos dan la impresión de que han
sido hechos con telas de cortinas o forros de tapicerías, creo
que bonita de verdad estaba yo, pero todas las novias están
bonitas, y los novios suelen tener cara de imbécil. Pero Val –
se llama Valdomiro, pero todos lo cono- cen como Val,
detesta que lo llamen Valdomiro– no quedó feo en las fotos,
pero tampoco era un novio como los demás. Lo que nos
trajeron de regalos fue una locura, todo lo que usted pueda
imaginar, casi necesitamos alquilar espacio en un guar-
damuebles para colocar lo que nos sobró. Por fin, una parte la
enviamos a la hacienda de mi padre, en Vassouras,
llenamos un camión de mudanzas, y la otra, más pequeña y
más valio- sa, a nuestra casa, en Gávea. Todos los periódicos
comentaron la boda, y no solamente en las crónicas sociales,
5
salió también
5
en las otras páginas y en todos los canales de televisión. Al
leer los periódicos no pude reprimir un ingenuo
sentimiento de vanidad, no había una mujer en Brasil, en
aquel momento, que no me envidiara. Para que usted vea.
En la fiesta de boda Val bebió mucho y no se quería
marchar. La gente, los amigos, le pedían que dejase de beber,
contándole aquellos chistes de mal gusto relacionados con la
noche de bodas. Teníamos una sui- te reservada en el
Copacabana Palace para aquella noche, y al día siguiente
partiríamos hacia Nueva York. Al fin, ya muy tar- de, nos
fuimos al hotel con las maletas del viaje. Val llegó y cayó en
la cama y durmió hasta el otro día sin que yo consi- guiera
despertarlo. Por la mañana fuimos a la playa, leímos los
periódicos y volvimos al hotel. Me hubiera gustado
almorzar en la habitación, pero Val insistió en bajar al
restaurante. Duran- te el almuerzo, Val bebió mucho y él no
era de mucho beber, al contrario, estaba siempre
preocupado por la salud, por el físico, evitaba cometer
excesos, pero aquel día bebía como un alcohólico
empedernido, y cuando me quejé respondió con un insulto,
dijo, estamos casados hace pocas horas y ya empiezas a decir
lo que tengo que hacer, no dijo exactamente eso, pero fue
algo así. Le dije que no quería darle órdenes y me contes- tó
es mejor así porque no voy a permitir que ninguna mujer
asquerosa me domine, o algo parecido. Para que usted vea.
Debía haberme dado cuenta de que las cosas no iban a termi-
nar bien y haber vuelto a casa de mi padre aquel mismo
día,
¿pero quién tendría valor de hacer tal cosa? ¿Tendría usted el
coraje de hacerlo, habiendo tenido una boda tan sonada como
aquélla? Y entonces me fui a Nueva York, nos hospedamos en
el Regency, en Park Avenue, en una suite con todas las
como- didades. Y, ¿sabe quién estaba hospedada allí?
Elizabeth Tay- lor. Un día bajamos juntas en el ascensor,
tiene una papada fea, es bajita y gordita, pero los ojos, sus
ojos son una maravi- lla, de un azul brillante, parece un
5
gato. En Nueva York, Val apenas me tocó. Fuimos a todos los
shows musicales, a la ópe- ra y al ballet en el Lincoln Center,
dimos la vuelta a la isla en
6
barco, visitamos todos, o casi todos, los museos, comimos
en los restaurantes típicos del Village, del Soho, de la Little
Italy, del barrio chino, todas esas cosas de turistas. Un día, ya
hacía una semana que estábamos allí, Val me llevó a ver una
de esas películas que los americanos llaman for adults o X-
rated. Nun- ca había visto una película de ésas y aquella
primera que vi, aunque muy fuerte, no era desagradable, es
decir, no chocaba mucho, incluso excitaba un poco. Pero las
que vimos a conti- nuación eran con homosexuales y dos
hombres haciendo aquel tipo de cosas, le voy a decir, no fue
fácil. No me importa que me llamen ingenua, pero dos
hombres igualito que si fuesen un hombre y una mujer, le
voy a decir, es difícil aceptarlo. Fue después de ver una de
esas películas –oiga, no le estoy ocul- tando nada, nunca le
conté eso a nadie– cuando Val tuvo rela- ciones conmigo en
el hotel, la única vez en todo el viaje. Para que usted vea.
Pero yo estaba ciega y no desconfié de nada, o no quise
desconfiar, los regalos todavía estaban dentro de las cajas, o
casi todos.
Al volver a Rio le pregunté por qué se había casado
con- migo y tuvimos una discusión terrible. Yo quería, quiero,
tener hijos. Val odiaba a los niños, por lo menos fue lo que
me dijo aquel día, que sería mejor que tuviéramos un perro,
que ya me estaba convirtiendo en una bruja como todas las
esposas bur- guesas, un parásito, que nunca trabajó,
hablando de la bur- guesía. Resumiendo, y ya no queda
mucho más que contar, ésa fue mi vida con Val. Ah, se me
olvidaba decir que antes de casarnos fuimos una vez a la
cama. Ahora, para concluir, el día culminante. Yo había salido
para jugar al tenis en el Country, por la tarde, pero empezó
a llover y volví a casa, y allí estaba Val acostado en nuestra
cama haciendo cosas con un amigo nuestro. Igual que en la
película. Me encanta el olor de su taba- co. ¿Qué marca es?».
«Panatela. Oscuros, cortos».
«¿Qué le parece mi vida?».
«Las hay peores».
6
«Dudo que una mujer del pueblo se case con un homose-
xual».
«Tal vez».
«¿Tal vez qué?».
«Tal vez. Puede ser. No lo sé. A veces. Etcétera».
«No le caigo bien, ¿verdad?».
«Si usted realmente creyese que no me cae bien no lo pre-
guntaría».
«Quien se quedó más abatido con lo que ocurrió, fue mi
padre. A mi madre también le afectó, pero menos. Pero le voy
a confesar algo que lo va a sorprender. Val es una persona, cómo
le diré, buena, le iba a gustar si lo conociera. Es muy gracioso,
tiene un sentido del humor fantástico, es inteligente y
culto, sabe mucho de arte, lee mucho. Siempre está
ayudando a los demás sin esperar nada a cambio. Creo que
he tenido la culpa, deberíamos haber sido sólo amigos, él
hubiera sido un amigo maravilloso, pero quise hacer de él
un marido, porque ahora está de moda que la gente se case,
todo el mundo se casa. No sé si ya se ha dado cuenta. Val no
quería, pero terminó por estar de acuerdo, si hubiese sido
una ceremonia íntima, con media docena de amigos, pero
mi padre terminó por hacer aquella superproducción. A
decir verdad, yo también lo quería así, ya que me iba a casar,
que fuese como manda la norma, iglesia, traje de novia,
ajuar, fiesta. Todas las novias quieren casarse en la iglesia
con velo y guirnalda. ¿Lo estoy aburriendo?».
«Más o menos».
«Usted es la persona más ambigua que conozco. ¿Sabe por
qué quise saber la marca de su tabaco? Para regalarle una
caja. Ahora ya no tengo ganas. Me gustan las personas
transparen- tes, soy un libro abierto, usted es un
introvertido. ¿Lo estoy aburriendo o no?».
«Más o menos».
«¿Sabe por qué le estoy hablando de todo esto, sobre
mi boda? Porque necesitaba hablar con alguien, cualquiera
que me escuchase, y eso lo tengo que reconocer, es usted un
6
buen
6
oyente, por lo menos. Creo que nuestro destino lo hacemos
nosotros mismos, no culparé más a Val por lo que ocurrió,
ade- más usted ha sido el primero en sugerirme eso
cuando dijo que desistiera del ridículo del flagrante
adulterio, no sé dónde tenía la cabeza esos días. ¿Cómo es el
nombre del tabaco?».
«Panatela».
«Había algo más».
«Oscuros, cortos».
«Usted no sabe cómo es mi madre. Está siempre enfadada
y amargada, pero si usted me pregunta el porqué, no se lo
sabría decir. Ni ella. Mi padre hace todo lo que ella quiere y
ella sólo hace lo que se le antoja».
«Cómo es el sombrero pill box?».
Conversamos una media hora más hasta que Sonia nos
interrumpió.
«El doctor Wexler aguarda a la señora».
«Panatelas, ¿no? Oscuros, cortos».
«O Pimentel del número 2».
«Sonia, ¿quieres hacer el favor de llamar a Raúl, de
Homi- cidios?».
Mientras esperaba la llamada: era bueno no resistir la ten-
tación de una mujer hermosa. Ada, la gracia muscular; Lili-
beth, la regularidad armónica. Pensé también en Berta Brons-
tein y Eva Cavalcanti Meier.
6
6
CUAtRO
4
la
5
besaba y le hablaba. Llegó a odiar la soledad, uno de los
gran- des placeres de los gatos jóvenes y sanos. Al llegar a
casa, del despacho, me perseguía por todas partes del modo
más indig- no, como hacen los perros, implorando cariño.
Ya había sido capaz, en tiempos no muy lejanos, de vivir con
un lagarto. (Un día –entonces yo vivía con Berta Bronstein–
estaba en la playa, en la acera, frente a la playa de Leblon,
cuando vi a un tipo con un lagarto grande, de más de un
metro, negro con manchas amarillas brillando al sol,
amarrado del cuello por un cordón de naylon. Fue un amor a
primera vista. Le pregunté qué solía comer el lagarto.
«Huevos», respondió el tipo que sujetaba al animal, «hoy ya
se comió ocho, antes de venir a pasear». El lagar- to enseñó la
lengua, rápidamente, como si le hubieran queda- do restos
del gusto de huevos en la boca. «Y pensar que hay gente
que mata a un animal de éstos para hacer una correa de
reloj», dije. «Éste no», respondió el hombre con cierto orgullo
en la voz. «Éste es grande, da para un par de zapatos y una
car- tera. Además de la correa». Me incliné y acaricié al
animal; su piel era como un ropaje ancho, y su cuerpo por
dentro parecía estar hecho de un único y durísimo hueso.
«Dos mil cruzei- ros», dijo el hombre. Me llevé el lagarto a
casa. Berta, al ver al animal, dijo solamente «no es posible»
[más tarde añadió «ade- más tiene órgano copulador doble y
reversible y hendidura clo- acal transversal». ¡Ah, las
mujeres!] pero Elizabeth se detuvo, en medio del salón,
tumbada sobre sus cuatro patas frente al lagarto, como
hacen los gatos cuando están al mismo tiempo divirtiéndose
y descansando, pero respetuosamente. Diaman- te Negro [así
le pusimos de nombre al lagarto] no era un ratón, sino un
fascinante y alegre misterio. Más de un mes los dos, gato y
lagarto, jugaron y comieron huevos juntos hasta que
Diamante Negro [«o él o yo», dijo Berta], fue enviado a la
fin- ca de un amigo). (Ah, las mujeres).
«Te estás poniendo vieja», dije. Elizabeth no me
respondió, y para demostrarme que no estaba tan vieja, dio
5
un salto ágil, colocándose peligrosamente en el alféizar de
la ventana.
5
Ya había cambiado la arena de la bandeja. Corté en trozos
tres sardinas frescas, ya limpias, y las puse en el plato
lavado de Elizabeth; después cogí un libro para leerlo. Me
gustaba quedarme leyendo en la cama, por las mañanas,
antes de ir al despacho. Aquel día, hojeaba uno de los libros
de mi infancia, en el que se hablaba del valor como la mayor
de todas las vir- tudes, el valor romántico de héroes
individualistas, no el valor cívico hegeliano, sino el valor
irracional, muchas veces injus- to, violento pero nunca
inescrupuloso, de mis sueños de ado- lescente. Valor no es lo
mismo que falta de miedo. Intenté recor- dar dónde había
leído aquello. Había ya varios libros abiertos en el suelo. Me
gustaban los libros pero no admiraba a los escri- tores, como
tampoco admiraba a los viticultores o a los fabri- cantes de
tabacos. Un famoso y consagrado novelista había sido
cliente mío.
El teléfono sonó. Era Wexler.
«Estuvo aquí ese tal Gilberto, el marido de Carlota. Quería
hablar contigo».
«El tipo vino temprano. ¿Dejó algún recado?».
«Parece asustado. Dijo que sabe dónde está Cila. No te
demo- res».
«En cuanto acabe de leer El Protocolo de los Sabios de Sión.
A ver si me curo la resaca».
«No me sorprendería que fuera verdad», dijo Wexler,
de mal humor.
5
«Necesitamos un poder firmado».
Mientras Sonia escribía a máquina el poder, Gilberto con-
tó su historia. Al volver a Rio consiguió un trabajo de emplea-
do en un edificio residencial de Ipanema. Por las noches,
dor- mía en la caseta del motor del ascensor. Al principio era
molesto, los ricos no tienen hora para entrar y salir, y el
ascensor no para- ba en toda la noche, un ruido constante. Pero
terminó por acos- tumbrarse. Un día que estaba libre, al
pasar por una calle de Ipanema vio a Cila en una tienda de
ropas femeninas. Se había asomado a la vidriera para recoger
un artículo. Gilberto llegó hasta la puerta de la tienda para
hablar con ella, pero le dio mie- do de que Cila avisara a la
policía.
«Es muy ordinaria».
«¿Qué ibas a decirle?».
«Crucé la calle y me quedé al otro lado. Quería ver si
era ella realmente». Cila no apareció más. Gilberto esperó
algún tiempo y se fue.
Cuando hubo garabateado su nombre en el poder, le di
algún dinero y le dije que se quedase en el trabajo y que ense-
ñase la cara lo menos posible.
5
«¿Talla?».
«Sí, el tamaño».
5
«Es un poco gordita».
Las dos mujeres cruzaron una mirada rápida. Las gorditas
no solían comprar en Messina.
«La talla más grande que tenemos es la cuarenta y cuatro».
«Creo que Ésa es la suya. Cuarenta y cuatro u ochenta y
ocho».
Las dos rieron.
«Voy por unos modelos para que usted los vea».
Me quedé solo con una de las dependientas.
«¿La dueña de la tienda se llama Messina?».
«Messina no se llama nadie. No es el nombre de nada. Algo
así como bleblanruge, mesbla, fanta».
«¿No es una flor?».
«Nada».
«¿Así que no existe una dueña Messina?».
«La dueña se llama Laura. Laura Lins».
La dependienta trajo los modelos. Tras mirar y revolver
las ropas le dije que sería mejor volver en otra ocasión, con mi
mujer, para que ella misma escogiese. Mientras conversaba con la
mucha- cha, tenía la sensación de que había algo importante que
no con- seguía identificar, dejando que se escapara de mi
mente, algo despertado por la relación mitológica Cila-
Messina.
5
(¿o serían tres?) eran casadas y las veía con menos frecuencia
que a las solteras. Todos los días me iba a la cama con una
de ellas. Pero a partir de Berta mi gineco-manía comenzó a
dis- minuir, singularizándose finalmente en la persona de
Ada. Ahora, al arreglar los libros de mi estantería y
descubrir un montón de libros de Berta –Millet, Friedan,
Green, Dworkin, Steiner, Horter, Rich, autores que me
había obligado a leer– sentí la falta de una compañía
femenina permanente. Ada y yo habíamos decidido no vivir
juntos. Aquél era el día en que limpiaba su apartamento y
se acostaba temprano. Coloqué a Elizabeth en mi regazo,
pero mis preocupaciones etológicas, en aquel momento, eran
mínimas. Elizabeth emitía varias ve- ces un maullido
diferente, cuyo significado, en otras circuns- tancias, yo
hubiera intentado descubrir. Pero la puse en el suelo y
llegué incluso a irritarme con ella y conmigo, porque me
seguía continuamente refregándose en mis piernas, dán-
dome pequeños mordiscos cariñosos en el calcañar. Pensé en
las piernas gruesas y musculosas de Ada, en el contorno
pos- terior de su cuerpo. Me bañé e intenté leer. «Un día de
otoño, oscuro, silencioso, sombrío. Nubes bajas y opresivas».
Dejé el libro. Un epígrafe: «A quien le resta apenas un
momento de vida no le queda nada que disimular».
Llamé a Raúl.
«¿Qué estás haciendo?».
«¿Por qué?».
«Ven a mi casa. Te dejaré que me cuentes tus viejos
chis- tes».
Raúl llegó con una botella de Periquita bajo el brazo.
«Hay lugares en Brasil en los que Periquita significa
cho- cha. Por eso compré este vino para que bebamos».
«J. M. da Fonseca es un buen vino portugués».
«Estos gallegos inventan cada nombre», dijo Raúl. «¿Cono-
ces aquel chiste del portugués que fue al médico y se sacó
la picha para que se la examinaran?».
Abrimos el Periquita.
5
Ciertos vinos se pueden beber a grandes sorbos, fuera
de las comidas, como un refresco embriagador. Éste, sin
embar- go, hubiese ido mejor con panza guisada al estilo de
Oporto.
Bebimos el vino chascando con la lengua y emitiendo
otros sonidos no vocales.
«¿Encontraste la cinta?», le pregunté.
«No», dijo Raúl.
Cogí del refrigerador una botella de Acácio helado.
Raúl me miró con una cara que me pareció de cariño.
Comenzaba a estar borracho, lo que lo ponía alegre y
generoso. Yo, cuan- do bebía, me ponía melancólico y
agresivo.
«Te voy a contar un secreto», dijo Raúl. «El tipo trazó
una P en el rostro de las mujeres. Un corte fino y limpio, una
línea continua».
«Fui yo el que ahorcó a las mujeres y trazó una P en sus
frentes».
«No fueron ahorcadas, fueron estranguladas. El ahorca-
miento es una constricción mecánica del cuello que se hace
con una cuerda, el estrangulamiento se hace con las manos. Y
la P no fue hecha en la frente, sino en la mejilla».
«En la mejilla».
Comenzamos a reír de la palabra mejilla, fuertes carcaja-
das que cesaron de pronto.
«¿Qué vino es el que bebemos?».
«Ya te dije que se llama Acácio».
«Estoy muerto de sueño».
Cuando Raúl salió encendí un Habano Medio. Una cinta
de video. Podría haber cualquier cosa en una cinta de video.
5
que, por celos, de vez en cuando la golpeaba. Me gustaría
decirle a la criada que se
5
pusiese una dentadura a mi cuenta, pero temía que eso fuera
a perturbar su felicidad conyugal.
Cogí el teléfono.
«¿Está el señor Mitry?».
«¿Quién quiere hablar con él?».
«El doctor Mandrake».
«¿Doctor... qué?».
«Mandrake».
«Un momento, por favor. Sonido de cajita de música».
«El señor Mitry no está».
«¿Puede anotar un recado?».
«Sí, dígame».
«Dígale al señor Mitry que la policía tiene la cinta de video».
«¿Cómo?».
«Lo voy a dictar. La policía tiene la cinta de video».
«La policía tiene la cinta de video».
«Eso es. Muchas gracias».
6
Price, modulando la voz y abriendo mucho sus grandes y expre-
sivos ojos, pero no lo consiguió, se sentía muy infeliz.
6
«Es la pura verdad».
«Gracias por el café. Adiós».
Pedí otro café. Echaré a la basura sus cartas, pensé. Una
de ellas tenía más de veinte páginas y cada párrafo empezaba
así: te quiero. Sus manos estaban frías cuando nos acostamos
por primera vez. Y en la cama Berta comenzó a hablar bajito
como una niña mimada asustada. Había sido educada con
rigor, como una idische meidale.
6
«¡Ah! Bueno, allí estaban las personas más importantes
del Gobierno, del empresariado, de la intelectualidad. Y las
ramas destacadas de la familia –la paulista, la carioca, la
francesa...–».
«La hemofílica».
«También». Mitry sonrió. No quería pelearse conmigo. Que-
ría la cinta. Volvió a su estudiada actitud de enfado. «Mi padre
era un conde francés. Murió ahogado en Angra. La abuela Lau-
rinda fue musa y patrocinadora de la Semana del 22. Una
mujer extraordinaria».
«El tipo que mató a las mujeres escribió una P en sus meji-
llas».
«¿Escribió una P? ¿Por qué no una doble uve?». Otra
son- risa.
«Escribió una P. Tal vez con el mismo significado».
«No lo quiero presionar, pero me gustaría saber algo
sobre la cinta de video. Con dinero todo se consigue en este
país, ¿no es verdad?».
«No siempre».
«Espero que este caso no sea una excepción».
«¿De verdad no sabe lo que hay en la cinta?».
«No lo sé. Realmente no lo sé. Pertenece a otra persona. Ya
se lo he dicho. Por eso necesito recuperarla. Para
devolvérsela. Y no regatee. Pague lo que pidan, sea lo que
sea. Además, no debe ser mucho. Los que se venden, se
venden por poco, ten- go experiencia».
«No siempre».
Me miró desconfiado.
«¿Ya tiene la cinta?». Esta pregunta era muy
importante, como supe luego, mucho más tarde.
«No».
«No tiene interés para usted». Su voz era tensa. Masticó
más de prisa. Pequeñas gotas de sudor aparecieron en su
frente.
«No la tengo. En cuanto la tenga, lo llamo».
6
Después que le conté mi entrevista con Mitry, mi socio ini-
ció una serie de investigaciones misteriosas en el Tribunal. Al
final me dijo de qué se trataba.
«Vi el inventario de doña Laurinda Lima Prado. En el
Juz- gado número 2».
«No somos detectives», dije, pero a Wexler no le
importó la broma.
«La vieja no tenía ni un centavo. ¿Qué te parece? Nunca
tuvo nada. Su padre, el consejero Barros Lima, sólo le dejó
deu- das».
«Eres un genio. Pero, ¿y qué?».
«Doña Laurinda se casó con un millonario paulista
llamado Priscilio Prado. El tipo quebró y se pegó un tiro en
la cabeza».
Encendí un Habano Supremo.
Wexler hizo algunos cuadraditos en una hoja de papel.
«Aquí tenemos a Barros Lima, casado con doña
Vicenti- na. Tuvieron dos hijas. Laurinda y Maria do Socorro.
Las casas de doña Laurinda eran los salones más elegantes de
Rio y São Paulo. No había escritor, músico, pintor, político
famoso, gran industrial o hacendado que no frecuentase, o
desease frecuentar, la casa de doña Laurinda, la gran
patrocinadora que subven- cionó el montaje de las óperas de
Carlos Gomes, financió revis- tas literarias, movimientos de
vanguardia. Ayudó a traer a Bra- sil a Serge Lifar, al Ballet
Ruso y al maestro Toscanini».
«¿Quién te contó todo eso?».
«Doña Miloca. ¿Te acuerdas de doña Miloca?».
«No».
«Un día la ciudad de São Paulo, horrorizada, supo que
Pris- cilio Prado se había pegado un tiro en la cabeza. Dicen
que doña Laurinda se llevaba a sus protegidos a la cama
mientras el marido jugaba al póker en el Automóvil Club.
Tuvieron tres hijos». Dibujó tres cuadraditos más en el papel.
«Éste de aquí es Fernando Lima Prado, que se casó con una
señora cuyo nom- bre no apunté. Ésta es Maria Augusta Lima
6
Prado, que se casó con un conde, o tal vez falso conde
francés, llamado Bernard
6
Mitry, que pensaba que ella era rica». Dos cuadraditos más.
«Fernando y su mujer tuvieron un solo hijo. Thales Lima
Pra- do, primo de Mitry, nuestro Mitry, hijo de Maria Augusta
y Ber- nard».
«Fin de la novela».
«No. La parte mejor viene ahora. El padre de Roberto
Mitry, el falso conde, abandonó a la mujer y al hijo pequeño y
regre- só a Francia. Fernando, padre de Thales, se mató. O sea,
que el padre y el abuelo hicieron la misma cosa».
«¿A dónde quieres llegar con toda esa historia?».
«A decirte que Mitry no heredó el dinero que tiene. Pre-
tende hacer creer a la gente que nació rico. ¿Por qué? Las per-
sonas prefieren enorgullecerse de lo contrario. De pronto se
hizo una luz en mi mente. Tengo una teoría sobre todo eso.
Mitry estranguló a las mujeres. Cila se escapó, pero lo sabe
todo».
«¿Y por qué Mitry nos buscó mostrándonos su juego?».
«Quiere la cinta de video. Sabe que conocemos a los de
Homicidios y que será fácil comprar el material y borrar
su nombre del mapa».
«¿Qué habrá en la cinta?».
«No lo sé».
«¿Y por qué estranguló a Carlota?».
«Él no sabe dónde está Cila. Por eso aún no ha acabado
con ella. Las dos eran amigas. Hay un nexo en esto, que hay
que descubrir».
Me quedé un rato fumando, pensando en las palabras
de Wexler. Algo no encajaba bien, pero no sabía lo que era.
Pero no costaba nada seguir la intuición de mi socio.
Un buen abogado, decía Wexler, tiene que tener buena cabe-
za y buenas piernas.
6
Sólo había una dependienta en la tienda.
«Buenas tardes. ¿Se acuerda de mí?».
La muchacha puso cara de duda. Con un gesto, dije:
«Éste es el doctor Vrosmer, mi colega de la Secretaría de
Hacienda. Venimos a examinar los libros».
«¿Libros?». La burocracia no era asunto suyo.
«Eso mismo, los libros».
«La dueña no está».
«¿A qué hora viene a trabajar?».
«No lo sé. Hace tres días que no aparece».
Conseguí sólo otra información más: doña Laura vivía en
algún lugar de la calle General Urquiza, en Leblon.
«¿Cómo has dicho que me llamaba?», dijo Wexler ya en la
calle.
«Vrosmer, Grosmer, Krosmer, un nombre difícil de apren-
der y comprobar. Cila, desde su cueva en el estrecho de Messi-
na, no podrá descubrir si somos o no de Hacienda, Dr.
Prosmer».
En casa llamé a Felipão, un detective particular que
vivía en el Barrio de Fátima. «Su nombre es Cila Oswalda, fue
pros- tituta, falsa masajista, ahora es dueña de la boutique
Messina en la Vinicius de Moraes. Utiliza el nombre de Laura.
Se deco- loró el pelo, vive en la calle General Urquiza, en el
Leblon. Quie- ro que me averigües su dirección».
«No hay problema», dijo Felipão.
6
No
6
estaba en casa. El portero cree que está de viaje, pero la
criada dice que estuvo libre el sábado por la tarde y la
patrona no habló de ningún viaje. La zona de servicio del
apartamento está separada de la social por una puerta. Esta
puerta está cerra- da y doña Laura, cuando viaja, suele
dejarla siempre abierta, para que la criada le dé comida a
los peces. La pecera está en la sala. El panorama es ése.
¿Alguna cosa más?».
«¿Cómo se llama la criada?».
«Maria de Fátima. Fafá. Es de Paraíba. Le he dicho que
esta- ba trabajando para un abogado y di tu nombre».
«Muy bien, Felipão. Envíame la factura».
Cogí un taxi en Cinelandia, me aflojé el lazo de la
corbata, encendí un Habano Medio. Laura Lins –se había
inventado un nombre musical–. Imaginé cómo sería, piel
suave sobre una carne dura y templada y sentí un
principio de erección. Peor que una enfermedad.
El portero del edificio de la General Urquiza, detrás de
la puerta de vidrio irrompible, cogió un teléfono y me hizo
señas para que cogiera el que estaba fuera y preguntó con
cuál de los vecinos quería hablar. A través del vidrio vi un
sofá con dos sillones, un enorme tapiz de colores en la pared y
una mesa con una centralita interna.
«Doña Laura Lins».
«Está de viaje».
«Entonces me gustaría hablar con su criada. Soy abogado».
«Un momento». El portero cortó la comunicación. Apretó
algunos botones en el aparato que tenía delante y habló por el
teléfono. Volvió a comunicar y me dijo que esperara en la
puer- ta de servicio, al lado, cerca de la entrada del garaje. En
la entra- da del garaje había otro portero, tan mal encarado
como el pri- mero. «Ya viene», dijo el tipo. La puerta del
garaje se abrió verticalmente, girando sobre un eje para
dejar pasar una limu- sina; en el asiento de atrás un hombre
de mediana edad leía un periódico. Un vigilante, dentro,
me encaró, desconfiado, mientras accionaba el botón que
6
cerraba la puerta. Poco des-
7
pués Fafá apareció, saliendo por una puertecita ubicada en la
propia puerta del garaje. Era baja, morena, joven y parecía
pre- ocupada.
«¿Usted quiere hablar conmigo?».
«No sé si mi ayudante le ha dicho algo, pero los
inspecto- res del Gobierno han puesto una multa a la tienda
de doña Lau- ra y tengo que hablar con ella para saber qué
hacer. Se trata de una multa grande, ¿lo entiende?». Fafá,
que no entendió nada, asintió con la cabeza: «¿Sabe dónde
está?».
«No, no tengo idea. Estoy muy preocupada, los
pececitos ya deben de haber muerto». Miró hacia los lados,
bajó la voz.
«Esta noche tuve un sueño».
«¿Un sueño?».
«Por la noche doña Laura cierra la puerta, pero en
cuanto despierta me deja entrar. Cuando viaja, siempre me
avisa, deja una lista de cosas para hacer, dar la comida a los
peces, echar agua a las plantas, abrir las ventanas para que las
plantas res- piren, cerrar bien las puertas, no hablar con
extraños». Se calló al decir eso.
«No soy un extraño. Soy su abogado. ¿Qué sueño fue?»,
pregunté amable.
«Soñé que doña Laura estaba muerta en su habitación.
Ton- terías».
«No lo sé. Hay muchos sueños que son verdaderos. Tal
vez fuera mejor que hablásemos con un amigo o amiga de
ella».
«No tiene amigos. Ni parientes ni amigos, está sola en
el mundo».
«Bueno, vuelva al apartamento. Creo que tengo que ir a la
policía. ¿Me ha entendido?».
Dejé a la muchacha asustada y llamé a Wexler desde un
teléfono público próximo al Marina Hotel, en la calle Bartolo-
mé Mitre. El comisario del distrito del Leblon era un tal Licur-
go, que había estudiado en la Facultad con Wexler.
7
«Localiza a Licurgo y dile que voy a verlo ahora
mismo», le pedí a Wexler.
7
La Comisaría quedaba en la calle Afranio de Melo
Franco, y fui caminando hasta allí. Licurgo ya me esperaba.
Wexler era muy respetado por policías, notarios,
funcionarios y jueces.
«¿Por qué crees que tu cliente está muerta?».
«Tiene peces en una pecera, no los dejaría morir de hambre».
«¿Y crees que es motivo suficiente para que forcemos
la puerta de su apartamento?».
«Sí».
«Un policía es una mezcla de científico, psicólogo y
artis- ta», dijo Licurgo, lanzando hacia mí una larga mirada
que sig- nificaba no intentes engañarme, soy todo eso.
Todo. Todo.
«Lo creo», dije, escondiendo mi irritación. El único policía
con el que yo discutía era Raúl. Un tipo, para ser policía, tenía
que ser un poco, si no mucho, loco. Tampoco discutía con den-
tistas y funcionarios públicos detrás de las ventanillas, por
otros motivos.
«Has venido aquí con una sospecha, y ¿qué es una sospecha?».
«Una premonición artística», dije.
«No te estás burlando de mí, ¿verdad?», preguntó Licurgo,
después de una pausa. «Sería un error».
«Claro. Como sería un error que no derribásemos
ahora mismo esa puerta».
Licurgo me miró de nuevo. Se levantó inesperadamente.
«Vamos allá».
7
ladrones entran».
«Espéranos abajo», ordenó Licurgo al portero.
7
Cruzamos la puerta, entramos en un vestíbulo. Un
punto de luz, en el techo, iluminaba un cuadro delante de la
puerta. Sentí un leve hedor, como si fuera la parte
superficial de una fragancia más espesa y envolvente. La
luz del día penetraba en el salón, filtrada por los vidrios
ahumados de las ventanas de aluminio. El salón había sido
diseñado por un decorador profesional. Muebles, cuadros,
luces, tapices, creaban un ambien- te de lujo moderno que
pronto quedaría anticuado cuando sur- giese la nueva moda.
«Pasatiempo de arribistas en país sub- desarrollado», dije.
«¿Qué?», preguntó Licurgo en voz baja.
«Decoración», le contesté al oído. En una pecera de cerca
de dos metros de ancho, pececitos de colores flotaban
muertos; un pez negro con listas plateadas, mayor que los
demás, el úni- co vivo, nadaba alegre detrás del cristal. La
pecera estaba pró- xima a la ventana del salón en forma de
L. Una puerta abier- ta mostraba una despensa de paredes
cubiertas de azulejos de colores; cruzamos la otra puerta
hacia una salita íntima, don- de había un sofá, dos sillones, un
enorme televisor encendido, pero sin sonido, y una mesita
con revistas –Amiga, Status, Pato Donald–. La salita daba a un
baño, un dormitorio y un pasillo. El dormitorio tenía
solamente una cama de matrimonio y no parecía usado
habitualmente. Licurgo y el detective camina- ban por el salón
con cuidado, como si hubiera en el suelo indi- cios delicados
que pudiesen ser destruidos por sus pies. Incons- cientemente
adopté la misma manera de caminar. Licurgo y el detective
cruzaban miradas, en silencio. De la salita pasamos a un
pasillo de paredes cubiertas de reproducciones de pintu- ra
erótica japonesa, al fondo del cual había una puerta de otro
dormitorio. El hedor se había convertido ahora en insoporta-
ble y en seguida vimos la causa. El cuerpo hinchado de una
mujer estaba tirado sobre la cama; su rostro entumecido
pare- cía el de una muñeca grotesca, con la lengua fuera,
haciendo una mueca. Durante un rato nos quedamos
contemplando el cadáver. La cama estaba desarreglada. La
7
lámpara de una de las mesitas de noche había caído al
suelo. Las puertas de un
7
gran armario empotrado, que ocupaba toda la pared, estaban
abiertas. Se veía una profusión de ropas, zapatos, cinturones,
bolsos, pañuelos ordenados en perchas y en compartimientos,
en una combinación viva de colores y formas. De dentro
del armario brotaba un suave olor a ropas finas, cueros, a
cosas nuevas y limpias en contraste con el hedor
nauseabundo que procedía de la cama. «Tendría que vivir
muchos años para poder usar toda esa ropa», dijo el
detective. «Mi mujer, si vie- ra este armario, se moriría de
envidia». Me entraron ganas de vomitar. «No toquen nada»,
dijo Licurgo, «quiero una investi- gación muy bien hecha».
Me cogió del brazo y salimos de la habitación, seguidos por
el detective, a quien el comisario man- dó que llamara desde
la portería a los peritos, ya que podía haber huellas
dactilares en el teléfono del apartamento. En el salón me
senté con Licurgo en un sofá. «No me estás ocultan- do nada,
¿verdad?», preguntó el comisario.
«¿Puedo coger una olla de la cocina?», pregunté.
«¿Para qué diablos quieres una olla?».
«Para sacar los peces muertos de la pecera».
«No, no puedes tocar nada».
«Oye, Licurgo, fui yo quien descubrió el crimen».
«¿Y qué pasa? Sólo me has creado problemas».
«¿Ves ese pez negro? Resistió mucho tiempo y tal vez sólo
aguante unos minutos más. Me gustaría quitar los peces
muer- tos y darle un poco de comida».
«Los peces muertos se quedan donde están. Voy a mandar
que los examinen».
«No han sido asesinados».
«Empiezas a molestarme».
«Sólo quiero salvar al pez».
Licurgo encontró en la cocina el recipiente con el
rótulo Hipromin –Staple Flake Food for Tropical Fish–, y él
mismo esparció sobre la superficie del agua de la pecera el
polvo fina- mente granulado que había en él. El pez lo devoró
con embes- tidas cortas y ávidos bocados.
7
«Una mujer muerta y nosotros preocupados por una mier-
da de pez. Además de que, encima, los peces traen mala suer-
te». Licurgo miró la olla llena de peces muertos.
«Todo trae mala suerte», dije. «Vámonos de aquí, no
aguan- to ese olor».
En la portería, Licurgo interrogó al portero.
«¿Recibía visitas doña Laura?».
«Sólo a dos personas. Una muchacha y un señor. A
veces pasaban semanas sin aparecer».
«¿Venían juntos?».
«Que yo recuerde, no».
El portero no consiguió describir a los visitantes. El señor
no era ni viejo ni joven, estatura mediana. ¿Delgado? Ni
del- gado ni gordo.
«¿Y la muchacha?».
La muchacha era lo mismo. Ni eso ni aquello.
«La gente no sabe observar», dijo Licurgo sin
importarle el portero, que oía lo que él decía, «no ven el
mundo a su alre- dedor, son verdaderos zombis. No existen
dos personas igua- les, ni existen dos narices iguales en el
mundo, pero, ¿crees que los testigos lo perciben? Es duro
ser policía».
Los peritos tardaron en llegar. El portero subió con ellos y
Licurgo. Al salir me encontré con la puerta de vidrio
cerrada. Mi primera reacción fue pulsar con impaciencia el
botón del ascensor. Luego examiné el lugar donde estaba.
Detrás de la pared de mármol había una serie de buzones con
los números de los apartamentos. En el buzón C-01 había una
carta que me metí en el bolsillo.
Cuando el portero volvió, dije: «Me ha dejado
encerrado aquí».
«Perdón», dijo secamente, «sólo me di cuenta cuando lle-
gué arriba».
Al llegar a la oficina me encerré con Wexler en su
despa- cho y abrí la carta.
7
CINCO
7
Me acordé de mi primera novia, vecina del sobrado4 en
que yo vivía, en la calle Evaristo da Veiga, casi esquina a
Trece de Mayo –desde el balcón les escupía en la cabeza a
los que iban con trajes nuevos al Teatro Municipal–: una
niña alta, more- na, de abundantes cabellos que cubrían su
cabeza como una pirámide de hilos crespos de lianas negras
que bajaban hasta sus hombros dándole el aspecto de un
bello árbol frondoso. Teníamos trece años. Pasaba las noches
despierto pensando en ella. Comencé pronto a amar a las
mujeres.
«¿Quieres que hable con Raúl sobre esa Rosa?».
«Háblale. Tengo que ir a prestar declaración».
Licurgo no estaba. Un funcionario tomó mi declaración.
«Que el declarante había sido requerido por Oswalda
de Souza, que decía llamarse Laura Lins, para promover una
acción judicial relacionada con las actividades comerciales de
la víc- tima, que dijo haber sido multada indebidamente por
inspec- tores de la Hacienda estadual; que el declarante, sin
embargo, no había encontrado el registro de ninguna
acción ejecutiva fiscal en contra de su cliente; que al llegar
a la residencia de su cliente, con quien había quedado citado,
sospechó que algu- na anormalidad había ocurrido,
poniéndose en contacto con la policía; que en compañía del
comisario Licurgo y de un detec- tive cuyo nombre no
recuerda, entró en el apartamento de la víctima
encontrándola muerta; que no tiene conocimiento de otra
información que pueda ayudar a elucidar el hecho; y nada
más dijo ni le fue preguntado».
4.- Sobrado: construcción de dos pisos (la planta baja y el piso superior), de influen-
cia portuguesa, que predominó en las ciudades coloniales brasileñas. Rio de
8
Janei- ro conserva aún algunos sobrados en el centro (N.T.).
8
«Mi carné ya está completo. Y además, no bailo con
abo- gados calvos».
Fuimos a cenar en el Cosmopolita, en la calle Vizconde de
Maran- guape esquina con Travessa do Mosqueira. Pedimos una
botella de Terras Altas, antes incluso de saber lo que íbamos a
cenar.
«Tengo demasiado trabajo», dijo Wexler. «Esta semana
han entrado cuatro clientes nuevos y ni te has enterado.
¿Crees que es justo?».
«No».
«Pareces un obstinado, un loco, sólo piensas en el caso de
las masajistas. ¿O será alguna mujer? ¿Lilibeth?».
Nos quedamos callados. El vino comenzó a hacer efecto.
«Bueno. Haz lo que quieras», dijo Wexler.
Una pareja entró en el restaurante y la mujer se sentó
fren- te a mí. Se acarició la nuca y apartó los cabellos en un
ademán sensual, liberando el calor que irradiaba de su
cuerpo. Era una mujer bonita, pero en seguida perdí el
interés por ella.
8
que nun- ca se quita de la muñeca. Su Mercedes deportivo
está en el garaje. La secretaría está tratando el asunto de
este modo: el
8
director general lleva las investigaciones con su propia gente.
Me llamaron para saber qué había ido yo a hacer en el
apar- tamento del doctor Leitão».
«¿Estuviste allí?».
«Sí. En la Avenida Sernambetiba. Él, el marido, no me reci-
bió, pero llamó al secretario de Seguridad, que es amigo suyo.
He dicho en el Gabinete que había posibilidad de que la desa-
parición de Rosa pudiera estar relacionada con el asesinato
de Cila. Ellos, los del Gabinete, me dijeron que no me
metiera en el asunto, mientras tanto, pero ése mientras
tanto parece ser siempre. Me quitaron de en medio. Pero
conmigo se joden. ¿Te acuerdas de la carta que robaste?
¿Vamos a bailar al L.? ¿Sabes lo que es el L.?».
«Anda, di», dije, levantándome para lavarme los dientes
en el baño. Raúl vino tras de mí.
«Cuando un brasileño mea, todos mean», dijo Raúl. Él y yo
orinamos simultáneamente, evitando cada uno mirar el pene
del otro.
«L. de Lesbos, la boîte de las tortilleras».
«¿Comprobaste si Mitry es el hombre que frecuentaba
el apartamento de Cila?».
«No lo es. Le enseñé al portero su foto y él me garantizó
que no. Otra cosa: Mitry tiene preparado un viaje a Europa
y a los Estados Unidos. Tenemos a una confidente en la
Mitry Participaciones y Realizaciones. Pero volviendo a lo de
la boî- te Lesbos: tienes que venir conmigo. ¿Te la imaginas
tapizada de rojo, con espejos y globos giratorios de cristal
centelleante bajo focos de fulgurante luz? Nada de eso. Está
decorada en tonos suaves, beige y amarillo y las parejas
bailan abrazadas, como antiguamente, y se besan en la boca
al compás de ada- gios barrocos. Confieso que me pareció
precioso».
Me acordé de Ada y de su principal fantasía sexual, besar
a una mujer en la boca y en los senos.
8
«¿Y en Lesbos saben que Rosa es la mujer de Gonzaga
Leitão, presidente de la Asociación Brasileña de Comercio
y Exportación, diputado federal, etcétera?».
«Sí. Pero no hay problema. El Lesbos es un club privê
fre- cuentado por la mejor sociedad de Rio».
«Adagios clásicos».
«Albinoni, tan, taratán, tan, tan. Le entran a uno ganas
de abrazar a una de aquellas mujeres y dejar que el cuerpo
se balancee dulcemente. Dicen que las lesbianas son mujeres
estu- pendas. Tú, que ya te has acostado con cinco mil
mujeres, me podrías explicar si es verdad».
«¿Hay hombres allí en Lesbos?».
«Pocos. Finos, señoritos».
«Y tú, con esa pinta de policía, ¿no armaste un alboroto?».
«Iba vestido de camarero. El dueño, el Nariz de Hierro, me
debe favores».
Fue la primera vez que oí hablar de José Zakkai, el
Nariz de Hierro.
Raúl había ido a visitar a Nariz de Hierro y este lo
recibió detrás de una enorme mesa en uno de los
apartamentos que ocupaba en el centro de la ciudad.
«Estás prosperando en la vida, ¿eh, Nariz?», le dijo
entonces Raúl. El otro respondió:
«Uno tiene que saber cuánto dinero hay que meter en la
olla. Cada segundo nace un tonto, como dijo Platón, mi
filósofo favo- rito. Los idiotas nacen en cuna de oro o en la
mierda, no hay discriminación».
«Conoce todos los chanchullos que se traman en los
altos y bajos fondos. Le pedí que me consiguiera la ficha de
Mitry, me dijo que lo iba a pensar, como si supiera algo. El
Nariz de Hierro».
«Dos prostitutas muertas. Una ex prostituta dueña de una
boutique, también muerta. Otra mujer, desaparecida. No
son cosas para interesar al mundo durante mucho
tiempo», dije, cogiendo el teléfono. «Graham Bell no llega a
ser un genio tan importante como la mujer que inventó el
8
estofado de judías
8
verdes, pero el teléfono sí lo es. Oiga, ¿está doña Rosa Leitão?
¿No? ¿Quién habla? ¿Su hija? Aquí, el abogado L. Wexler, sí,
como el fotógrafo del mismo nombre. El mismo. Tengo que
tratar un asunto importante con ella, muy importante, por
favor, dígale que me llame».
«Prefiero el estofado de col», dijo Raúl.
«Muchacha lista. ¿Quién le teme a Virginia Woolf? Black
and white es más difícil. Qué película más antigua».
8
según San Pablo) «una
8
forma de que cada uno evitase la lujuria». «Pero, pero, pero»
–y esa adversativa, con su acento polaco, crecía en intensidad
como latigazos en un condenado, y siempre antecedía a
una revelación terrible– «pero incluso en el matrimonio, la
relación sexual es pecaminosa» (San Agustín, ¿quién lo diría?).
La mujer llevaba al hombre al pecado, explicaba Lepinski. ¿No
había sido así desde Eva, la tentadora, agresiva y sensual
raíz de todo el Mal? «Toda mujer debería avergonzarse al
reflexionar sobre el hecho de que es una mujer», gritaba el
cura con disgusto, citan- do a su teólogo favorito, Clemente de
Alejandría. La concupis- cencia había destruido Sodoma,
Gomorra, Egipto, Grecia, Roma y los Estados Unidos. Pero, a
pesar de que el mundo preten- diese impedir que eso
ocurriera, las personas cambiaban, y no cambiaban más
porque estaban reprimidas, los que cambiaban eran
amedrentados con la acusación de desleales, incoherentes,
traidores, yo lo sabía y no iba a permitir que otros me
dijesen lo que debía ser y hacer. Ahora el Derecho ya no me
gustaba (otro cambio) ni tampoco mi mayor alegría era llevar
una mujer a la cama. ¿Cuánto tiempo duraría eso? No me
había conver- tido, lo sabía, en una persona moralmente
mejor que en la épo- ca en que mantenía, alternadamente, la
cópula fornicatoria con ocho mujeres. Me seguían gustando
las mujeres, tal vez inclu- so más, pero había cambiado.
Encontré a Wexler en la ventana del despacho. Había llo-
vido el día anterior; a través del aire limpio aparecían,
lumi- nosos, los árboles del parque del Flamengo, el mar azul
oscu- ro de la bahía y la fuente erguida en el espacio
abierto tras la demolición del Palacio Monroe, donde
funcionaba el Senado Federal cuando Rio era la capital del
país. Mirando hacia la izquierda contemplé la masa de
edificios a los dos lados de la Avenida Rio Branco, formando
un largo canion de cemento.
«¿Cómo van las cosas?», pregunté.
Había muchas cosas por hacer, clientes que atender, peti-
8
ciones y alegatos por redactar, defensas en el Juzgado.
9
Como si leyese en el rostro de Wexler lo que pasaba por
su mente le dije: «Eres un gran amigo, un hermano. Llevas el
bufe- te a tus espaldas, como un buen judío, trabajador y
honesto».
«Hum», respondió Wexler.
«Eres mi mejor amigo».
«Tú no tienes amigos. Plural. Soy el único».
«Figenbaum era amigo mío».
«Figenbaum murió».
«Unos náufragos perdidos en el océano ponían agua sala-
da en sus labios agrietados con la esperanza de calmar la
fie- bre que los consumía, pero eso servía solamente para
aumen- tar la sed, de tal forma que eran impulsados a
buscar alivio bebiendo su propia orina».
«Sí».
Un sueño. Echaron a suerte quién debía matar y quién
debía morir para ser comido por los demás.
«Entré en el sorteo. ¿Sabes lo que me tocó?», continué.
En ese momento oímos un carraspeo detrás de nosotros.
«La puerta estaba abierta», dijo la muchacha que estaba
de pie en el centro de la habitación. Era joven, de piernas
grue- sas, bajita, rostro redondo, parecía un bebé grande,
astuto. Lle- vaba un bolso ancho, que parecía una maleta.
«La puerta estaba abierta», repitió.
«¿Buscas a alguien?», preguntó Wexler.
«Me llamo Bebel Leitão. Maria Isabel Marques da Costa
Leitão».
La muchacha estaba nerviosa y hablaba con voz casi inau-
dible.
«Soy hija de Rosa Leitão. Un tal doctor Wexler llamó a casa
y le dejó un recado a mi madre».
«Siéntate, por favor», dije, previniendo a mi socio con una
mirada. «Él es el doctor Wexler».
Bebel Leitão, con los dedos trémulos, sacó de dentro del
bolso un paquete de cigarros. Revolvió el bolso mientras apar-
9
taba el pelo que se le caía repetidamente sobre el rostro.
«¿Alguien tiene fósforos?» Parecía desamparada.
Wexler le encendió el cigarro a la muchacha, que
aspiró profundamente.
«¿Te molesta si fumo un tabaco?».
«¿Un tabaco? ¿Si me molesta? ¿Por qué habría de
moles- tarme?».
Encendí un Panatela pequeño, oscuro. No encontraba
el Pimentel número 2 en los bares, el único que me gustaba
fumar con el estómago vacío.
Esperamos.
Bebel sorbió y carraspeó, encendiendo un cigarro con el
otro. Estaba a punto de llorar. Wexler la cogió por el brazo
y la llevó hasta la ventana.
«¿Has visto un día más bonito que éste? Sólo en Rio hay
días así. ¿Ves aquella fuente al final de la plaza? Vino de
Fran- cia, entera, en el siglo pasado».
Bebel sorbió, sin interés.
«El hombre de la policía dijo que todos los días
desapare- ce un montón de gente que nunca más se
encuentra. ¿Qué que- ría usted de mi madre?».
«Bueno, una mujer fue asesinada, una cliente nuestra, y
tal vez tu madre sepa algo», dije yo.
Esperamos.
Desde la ventana se veía, a lo lejos, el tranvía subiendo de
la Urca al Pan de Azúcar. Comenzaba a formarse una cola
en el cine Odeón para ver Orgía de Tarados. Un filme
genuina- mente pornográfico.
«Creo que sé dónde está mi madre», dijo Bebel por fin.
«Encontré las cartas que aquella mujer le escribía. Las rompí
todas y las tiré a la basura».
El tranvía desapareció, protegido por la loma de la Urca.
«Aquella mujer tenía una finca en Itaipava. Mi madre está
allí. Se está escondiendo. Mi madre no es lo que parece ser. Se
esconde de mi padre, de mí».
9
«¿Qué lugar de Itaipava?».
«Carretera de las Arcas. No sé el número, nunca he estado
allí ni tampoco sé cómo es la casa. Leí en una de las cartas
refe- rencias al lugar».
Yo conocía la región. La Carretera de las Arcas era
larga, sin saber el número sería difícil encontrar la casa. La
carta que Bebel había destruido hablaba de bañarse desnudas
en la pis- cina, de abrazos ardientes delante del fuego de la
chimenea, pero la muchacha tuvo vergüenza de decirlo,
sólo mencionó la piscina y la chimenea. Todas las casas, o
casi todas las de aquel lugar, tenían piscina, chimenea y
otras comodidades.
«¿Han leído Retrato de un matrimonio?».
«Formamos parte de los S.A., Solteros Anónimos».
Bebel puso una cara que significaba que la broma de Wex-
ler había hecho un efecto contrario al que él esperaba.
«Uno de ustedes podría llevarme, eh, ir conmigo en carro».
«¿Cuántos años tienes?», pregunté. Percibí la mirada
sus- picaz de Wexler. ¿Qué será, qué será, qué querrá decir
Man- drake con eso? El socio sátiro. Pero yo sólo quería saber
si Bebel tenía licencia de conducción.
«Sí la tengo, todo en orden». Dieciocho años, manejaba
des- de los catorce.
«Perderemos el día entero en eso», comentó Wexler. Su
voz tuvo entonces la mezcla de tontería e indulgencia que los
mayo- res suelen usar cuando hablan con los niños. «Nosotros»,
miran- do hacia mí, «tenemos mucho que hacer aquí.
Mucho traba- jo».
«¿Qué?» Bebel parecía no entender lo que decía Wexler.
«Clientes», dije. «Cuando llegaste, mi socio me estaba dicien-
do que nuestros clientes necesitan más atención».
«¿Yo no soy un caso del bufete?», preguntó Bebel.
«No. Si tu madre no quiere ver a nadie, como tú misma
dices, ¿por qué no la dejas en paz?», dijo Wexler.
«Hay decenas de casas, en la Carretera de las Arcas», dije.
9
Su labio inferior se proyectó hacia delante, sorbió dos
o tres veces, pero no lloró.
«Yo pago, los contrato», dijo Bebel en voz baja.
«Ella nos paga, Wexler». Comenzamos a reírnos discreta-
mente. «Bueno, bueno», murmuró Wexler, balanceando la
cabe- za de la forma que hacen los judíos cuando se
conforman con alguna desgracia.
9
«Antes me mato».
9
«Conozco la cara de los suicidas. Suelen ser más delgados
que tú».
«Estoy a dieta», dijo Bebel seria.
«Cheeseburger con Coca-Cola y papas fritas».
«Sólo ha sido hoy», dijo Bebel, sin mucha convicción.
Miré sus muslos gruesos y bronceados y sus rodillas tor-
neadas moviéndose a medida que efectuaba los cambios
de marcha. Tuve ganas de abrazarla e imaginé cómo serían
sus senos y su vientre alrededor del ombligo. Un inicio de
erec- ción en seguida dominado. Peor que una enfermedad.
«¿Crees en el mal de ojo?», preguntó Bebel. Todos los
31 de diciembre, su madre, Rosa, y ella, le arrojaban flores a
Yema- yá en el mar frente a su casa. Dos veces por año iban
a un macumbeiro de confianza para bendecirse el cuerpo.
Bebel lle- vaba un amuleto de oro y marfil al cuello. «Precioso,
¿verdad?». El amuleto anidaba en el cauce entre los senos
rollizos y opu- lentos de la muchacha. «Un día que salí sin él
me rompí una pierna. ¿Me crees?».
«Sí».
«Iba en bicicleta y me detuve en un cruce, y un tipo de pie
en la acera se me quedó mirando. Yo llevaba las piernas al
aire pero no me miraba las piernas, ni el fondillo, como
hacen los hombres, me miraba a los ojos queriendo
agarrármelos. Algo increíblemente perturbador que me dio
miedo. Cerré los ojos y pedaleé, huyendo de él, no quería
quedarme allí, quería ir lejos. Un carro me golpeó y me
rompió una pierna».
«¿Por qué no volviste el rostro para evitar la mirada de
aquel hombre? ¿Necesitabas cerrar los ojos?».
«Sí».
Bebel tenía ojos castaños, limpios y brillantes. Dieciocho
años, pensé.
«Me gustó aquello de que asociaste un Wexler al otro».
«El cine es mi vicio. Y la fotografía».
«¿Quién hizo Ciudadano Kane?».
«Ésa es demasiado fácil».
9
«A ver».
«Gregg Toland».
«The Heart Is a Lonely Hunter».
Bebel encendió un cigarro con el encendedor del carro.
Puso otra cinta.
«Dame una pista».
«Body and Soul».
«Dame la inicial».
«Hache».
«Hache, hache...».
«Lo sabes todo, ¿verdad?».
«Dime otra de sus películas».
«Rose Tatoo».
«James Wong Howe. Caramba, no sé cómo he tardado tan-
to en acordarme».
9
nues-
9
tras preguntas y nos respondiera, transcurrió mucho tiempo.
En la mayoría de las casas ocurrió lo mismo. Cuando llegamos
a la mitad prevista, la noche había caído, de pronto, como si el
día fuese una luz que se apagara con un interruptor.
Estába- mos frente a la verja de una gran villa construida
sobre un terraplén, a unos cien metros de la carretera. No
había timbre y Bebel gritó varias veces sin obtener
respuesta.
Una luz encendida brillaba en el interior, pero eso no
sig- nificaba que hubiese alguien en aquel momento, era
muy corriente que la gente dejase una luz encendida para
alejar a los posibles ladrones: una ola de robos y asaltos
azotaba últi- mamente las zonas de veraneo. Al fondo había
una casa más pequeña, bastante iluminada, que debía de
ser la del guarda. Decidimos entrar, gritando. «Ah de la casa»,
como suele hacer la gente del pueblo.
El perro me atacó sin un ladrido previo de advertencia,
sur- giendo súbitamente de la oscuridad –«bufando como
un fan- tasma», dijo Bebel más tarde– y no llegó a herirme
de grave- dad porque el guarda, que encendió las luces del
jardín, al ver que no éramos ladrones, le ordenó que se
quedase quieto. Era poco más que un arañazo, pero aun así,
con miedo a contraer hidrofobia (tengo una faceta de
hipocondríaco), exigí que me enseñara el certificado de
vacunación antirrábica del perro. Cuando todo terminó –el
guarda me hizo una cura en el bra- zo, con merthiolate–
eran casi las nueve de la noche y estába- mos sin muchos
ánimos para seguir nuestra búsqueda. Bebel sugirió que
pasásemos la noche en un hotel de Petrópolis y
siguiésemos la investigación la mañana siguiente.
La idea me pareció absurda. Le dije que estábamos
cerca de Rio y que podíamos volver al otro día. Bebel
argumentó que si regresábamos a Rio difícilmente
volveríamos a Petrópolis. Fue una larga conversación. Al
final me confesó que se había escapado de su casa y que no
9
quería volver, y si regresaba a Rio, a aquellas horas, no
tendría dónde quedarse. Ninguno de
1
estos argumentos me convenció, pero no sé por qué, acabé dán-
dole la razón.