(Español) Carta de Adviento 2024
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CARTA DE ADVIENTO
Escrito en Rusia en el siglo XIX por un autor anónimo, es la historia real de un hombre
que lo había perdido todo: su esposa y todos sus bienes. Un día, en un sermón, oyó las palabras
de san Pablo: “Orad sin cesar” (1 Tesalonicenses 5-17). Se sintió profundamente conmovido.
Estas palabras no le dejaban en paz.
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resolverían todas las preguntas, retos, dificultades y luchas de la vida. Además, se haría realidad
el camino hacia la paz interior, la alegría, la conversión y, finalmente, la resurrección personal.
Empezó leyendo la Biblia una y otra vez, escuchando numerosos sermones, viajando
de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, en busca de consejos de sabios. Finalmente, tras
años de peregrinación por las vastas estepas de Siberia, conoció a un viejo Padre espiritual que,
paso a paso, a través de largos periodos de escucha, preguntas, reflexión y meditación, empezó
a abrir los ojos del corazón del peregrino. He aquí los frutos de su encuentro:
- Recuerda, dice el Padre espiritual, que no son las buenas obras las que nos hacen capaces
de orar, sino que es la oración la que nos lleva a las buenas obras. Por tanto, el trabajo de la
oración es lo primero.
- La oración del corazón es capaz de apagar todas las pasiones que nos llevan al pecado. De
hecho, no hay tentación o pasión que no se pueda vencer. La oración es un escudo, una
armadura protectora, aunque no nos demos cuenta.
- A nuestros enemigos espirituales hay que combatirlos con las armas adecuadas, y la más
poderosa de ellas es la oración continua: con ella, usamos el nombre de Jesús como un
martillo que aplasta las pasiones y éstas se desintegran. Hay que probarlo para creerlo. La
oración transfigura a la persona.
- Jesús nos dijo que rezáramos sin cesar porque, aunque podemos influir en la cantidad,
tenemos muy poco control sobre la calidad de nuestra oración, porque ¿quién de nosotros
puede decir que “reza bien”?
Es el Espíritu de Jesús el que ora en nosotros, es la gracia de Dios la que hace eficaz la
oración que ofrecemos. Sólo podemos decidirnos a rezar y poner en ello nuestra cantidad: será
entonces el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, quien dará calor, fuerza y eficacia a nuestra
oración. Jesús nunca dijo que rezáramos poco y con productos de buena calidad. La experiencia
de la oración continua nos enseña que, si ponemos nuestro corazón en la oración perseverante,
podremos rezar más, el Espíritu de Jesús tomará posesión de nuestra propia oración y la
transformará en un torrente de agua viva que cambiará toda nuestra existencia. Entonces ya no
rezaremos, sino que nos convertiremos en una oración viva. Todo el mundo quiere los frutos
de la oración. El secreto se revela aquí de un modo maravilloso. Tenemos que decidirnos a
intentarlo, entonces la oración no se detendrá.
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Es la gota de agua que erosiona la piedra y, al caer sobre un corazón de piedra (porque
en realidad la piedra es nuestro corazón endurecido), acaba por hacerlo añicos, y el efecto es
un cambio radical: la oración desencadena un mundo misterioso que no tiene fronteras. El
problema no es tanto saber cuándo rezar, sino cuándo dejar de rezar.
El peregrino descubre con sorpresa que la oración ya está presente en su corazón, que
no hay nada que inventar, que basta con ponerse a la escucha de la oración ya presente y dejarla
fluir. Así, es el Espíritu de Jesús en nosotros quien grita, reza, se expresa (“habéis recibido un
Espíritu que os hace hijos; y en él gritamos “Abba”, es decir: ¡Padre!” (Romanos 8, 15)).
Basta ponerse a la escucha de la palabra del Espíritu presente en lo más profundo de nuestro
corazón y dar una voz humana a la voz divina.
- Los verdaderos orantes tienen el corazón abierto: están totalmente poseídos por el Señor,
que es misericordia infinita. Quieren abrazar al mundo, rezan por la salvación de todos,
llevan a todos en su corazón ante Jesús e, incesantemente, imploran misericordia para todos
los pecadores. No porque se crean buenos, sino porque se identifican con toda la humanidad:
se hacen toda la humanidad pecadora, sintiendo dolorosamente el peso del pecado e
intercediendo sin cesar para que el pecado sea perdonado.
- En un momento dado, el peregrino se hizo la siguiente pregunta: “¿De verdad necesita Dios
que la gente interceda por los demás?” “¿No podría hacerlo todo él mismo?” No, respondió
el Padre espiritual, porque todos estamos unidos, como un solo cuerpo: el bien de uno es el
bien de todos, el mal de uno es el mal de todos. Necesitamos hermanos y hermanas que
intercedan por nosotros.
El mundo subsiste gracias a estas oraciones. Por eso las almas orantes son las más útiles
y las más necesarias para el mundo, aunque esto se escape a los ojos del mundo.
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b) que “orar sin cesar” significa armonizar nuestra oración con la de Jesús, que ora
continuamente por nosotros y con nosotros, intercediendo por nosotros ante su Padre
y nuestro Padre, todo ello en lo más profundo de nuestro ser: el corazón.
En esta aventura del amor, debemos recordar constantemente que “el Espíritu acude en
ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu
mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Romanos 8, 26). También necesitamos
escuchar la intercesión constante de Jesús, su oración por nosotros y con nosotros. Debemos
seguir repitiendo en silencio o en voz alta, en la cámara más profunda de nuestro ser, las
palabras: “¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!”. Así, el corazón de Jesús y nuestro corazón se
unen de tal modo, el uno con el otro, que nos convertimos en “oración”.
San Vicente de Paúl, místico de la Caridad, hizo él mismo esta peregrinación al corazón,
para lograr una conversión personal, repitiendo, en voz alta o en silencio, la oración del
publicano en el templo, literalmente o con otras palabras, pero con el mismo sentido, de modo
que el corazón de Jesús y el suyo se compenetraron tan bien que Vicente mismo se convirtió
en “oración”. Insistió en que sus discípulos hicieran lo mismo, diciendo a las primeras Hijas de
la Caridad: “Así pues, mis queridas hermanas, es preciso que vosotras y yo tomemos la
resolución de no dejar de hacer oración todos los días. Digo todos los días, hijas mías; pero,
si pudiera ser, diría más: no la dejemos nunca y no dejemos pasar un minuto de tiempo sin
estar en oración, esto es, sin tener nuestro espíritu elevado a Dios” Coste IX-1, 385).
Que el tiempo de Adviento nos ayude a comprender cada vez mejor las riquezas
inexpresables e inestimables que llevamos en el corazón, y a esforzarnos por ser nosotros
mismos “oración”.
Tomaž Mavrič, CM