El Crimen No Es Rentable - Ralph Barby

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CAPÍTULO PRIMERO

Roger Nead prendió fuego a su cigarrillo, mientras se arrellanaba


en el asiento posterior del coche policial.
A su lado, el sargento Gorg parecía muy satisfecho y así lo
expresó.
—Asunto resuelto. Esa pandilla de hampones va a pasar mucho
tiempo dentro de la cárcel.
—Da satisfacción el deber cumplido —opinó el teniente Nead.
Roger Nead era mucho más joven que el sargento Gorg. Sin
embargo, sus estudios de abogacía, anteriores a su ingreso en la
policía metropolitana de Los Ángeles, le habían hecho alcanzar
graduación con cierta facilidad, máxime cuando los casos que se les
habían encomendado se contaban como éxitos.
—No estaríamos tan contentos si tuviéramos los casos que han
recaído sobre el teniente Michael y su equipo —objetó el sargento.
—¿Pretendes decir que nosotros no habríamos solucionado esos
casos de homicidio que mi colega Michael investiga hasta ahora sin
éxito?
—Bueno, creo que usted los resolvería como ha hecho con todos
hasta el momento —repuso a la sana fanfarronería del oficial.
—Dejemos al teniente Michael con sus casos. Es muy
susceptible cuando se le habla de los asuntos que le quedan sin
resolver. La prensa del Estado ya se ocupa demasiado de él,
haciéndole cosquillas en su ulcerado estómago.
—Teniente, ¿es cierto eso que dicen de que la plaza que hay
vacante de capitán va a ser para uno de los dos?
—Algo de eso hay. La jubilación del capitán Howard en la «12
Station Pólice» crea una vacante que no te niego me agradaría
ocupar.
—Y al teniente Michael más que a usted. Hace diez años que
persigue ese ascenso y usted es mucho más joven.
—Pesan muchas cosas a la hora de nombrar un cargo de capitán
de la policía, entre ellas la veteranía. Es cierto que el teniente Michael
la tiene sobre mí, pero ahora hablando en serio —dijo ya más
preocupado—, sino resuelve esos casos de homicidio, me temo que
va a tener dificultades.
—Cuatro homicidios sin resolver son demasiados y al pueblo eso
no le agrada y a la prensa amarilla todavía menos.
—No sé por qué, pero me parece que esos cuatro casos tienen
cierta unión entre sí.
—¿Lo dice porque todos pertenecen a la industria
cinematográfica?
—Sí. Es demasiado significativo que todos, —de una forma u
otra, vivan del celuloide. En fin, es asunto; suyo—. A continuación
interpeló al agente chófer: —Deténgase frente al Club Loving.
El conductor asintió con la cabeza, pero el sargento Gorg
protestó.
—Pero, teniente, hay que llenar todos los formularios del dossier
sobre nuestro último caso que se acaba de esclarecer.
—Muy bien, sargento, para eso te delego a ti. Eres un hombre
insustituible, no sé qué haría sin tu ayuda, sin tu apoyo. Recuérdame
que te recomiende para el puesto de teniente cuando a mí me hagan
capitán.
Al ver caer sobre sus espaldas todo el trabajo de rutina en el
despacho, Gorg lanzó un gruñido pero no dijo nada. No se podía con
el joven teniente Nead, siempre tenía argumentos convincentes para
eludir lo que le interesaba, aunque tras estos argumentos solía haber
una minifalda o, lo que era peor, es decir, mejor para él, un bikini,
dentro de cuya escasa tela se escondía una hembra escultural de la
cual lo que menos importaba era el color del pelo.
El automóvil policial se detuvo frente al Club Loving.
El teniente saludó con la mano al sargento que le miró con cara
de bulldog desde la ventanilla.
Roger pensó que si él fuera delincuente, se asustaría sólo de ver
al sargento, pero él conocía bien a Gorg y sabía que tras aquel rostro
impresionante de mal genio se escondía un pedazo de pan, que a
veces resultaba algo duro de roer.
El Club Loving era elegante y estaba animado a aquella primera
hora de la noche.
En verano, Los Ángeles tenía una gran vida nocturna. Parecía
como si los habitantes de la populosa urbe, oprimidos por el calor y el
bochorno del día, salieran por la noche a respirar un aire algo más
puro, más fresco y agradable.
El tintineo del hielo se podía escuchar en todos los lugares al ser
agitados los vasos conteniendo bebidas cualesquiera que fuesen, lo
importante es que tuvieran hielo dentro.
—¡Roger!
Se volvió hacia el mostrador. Una cabellera rubia, un rostro
alegre y bonito de mujer y unas piernas tostadas y bien moldeadas,
de las que no cabía dudar, ya que la corta falda las mostraba casi
treinta centímetros por encima de la rodilla, quedaron ante sus ojos.
—Hola, Sandra —saludó acercándosele.
—¿No toma una copa el apuesto teniente Nead, o es que tiene
que perseguir a alguna «vamp» de dientes afilados que anda
descuartizando a los niños?
—Sandra —dijo con mucha gravedad—, te voy a meter entre
rejas.
—¿Por qué? —inquirió ella, un tanto asustada por aquella noticia
que recibía a bocajarro.
—Para que mis hombres disfruten mirándote. Siempre andan
quejándose de que se aburren mucho en la estación de policía.
—Roger, Roger, siempre con tus bromas —reconvino la rubia
sonriente.
—¿Qué va a ser, teniente? —preguntó el barman, que conocía
sobradamente al oficial de la Metropolitana.
—Un doble con hielo.
—¿Y agua?
—No malgastes tus fuerzas en abrir el grifo. Hielo y whisky a
solas.
Roger siguió hablando de cara a Sandra, cuando alguien se sentó
tras él y pidió al camarero:
—Doble de ginebra y uno de whisky.
—¿Todo en el mismo vaso, señor?
—Sí —asintió el recién llegado, agregando—: Sin hielo, por favor.
Sandra continuó charlando mientras trataba de mostrar, más o
menos discretamente, los últimos centímetros que quedaban por
enseñar al oficial. Mas Roger no la escuchaba, estaba tratando de
recordar dónde había oído antes aquella voz inconfundible, gruesa,
cascada.
—Aguarda, querida —pidió Roger girándose hacia el recién
llegado a la barra del bar.
El hombre era grueso, fornido, y aunque se hallaba sentado
sobre el empinado taburete, no podía ser muy alto. Tenía muy escaso
el cabello sobre el cráneo y su edad oscilaría entre cuarenta y
cincuenta años. Parecía pesarle la cabeza, porque la sujetaba con
ambas manos mientras los codos se apoyaban sobre el mostrador.
—Marvin Trewor, el sargento «mala cara» de los Infantes de
Marina…
Instintivamente, el hombre le miró. Sus ojos fulguraron un
segundo, pero luego volvieron a clavarse sobre los anaqueles repletos
de botellas que habían en la pared frontal.
—Sargento Trewor, ¿es que no se acuerda de mí?
Ante la insistencia de Nead, el sujeto gruñó evasivo:
—Deje de molestarme, amigo. Yo no soy el tipo que busca.
—Pues yo juraría que usted es el sargento Marvin Trewor, de los
Infantes de Marina.
—¿Me dejará en paz de una vez? —Tomó de un solo trago la
mezcla que acababa de pedir y pagó marchándose.
Roger Nead lo vio alejarse y no ocultó su disgusto, frunciendo el
ceño.
—¿Por qué te preocupas por ese individuo? Es un maleducado
—observó la rubia.
—Sí, es cierto, pero ese hombre está en dificultades.
—¿Y a ti qué te importan? ¿Ha cometido algún delito?
—No lo sé, pero podría cometerlo.
—Anda —dijo burlona, y en cierto modo molesta—, ¿por qué no
lo detienes? Si lo metes entre rejas te sentirás más seguro con
respecto a él.
—No te burles, Sandra. Ese hombre me inquieta y pese a que
tenía un genio de mil diablos yo lo apreciaba.
—¿Te entrenó él en la milicia?
—Sí. Fue mi sargento instructor.
—Pero si dices que tenía mala cara y mal genio, no iba a
desentonar ahora.
—Sí, pero ¿por qué no habría de querer que le reconociera?
Llamó al barman y dejó unos billetes en el mostrador.
—Oye, Roger, no te irás a marchar ahora, ¿eh?
—Encontrarás sustituto fácilmente, monada.
Sin pensarlo otra vez, salió del local. En la calle iluminada por la
luz eléctrica vio a Trewor, aunque ya lejos.
Con paso rápido fue acortando la distancia entre ambos.
El antiguo instructor no parecía preocupado porque le siguieran y
ni una sola vez miró atrás.
Roger se mantuvo a poca distancia de él hasta que llegaron junto
a un callejón. Entonces lo empujó suavemente hacia éste.
—¿Eh, qué hace? —Gruñó el hombre, sorprendido.
—Sargento…
—Ah, usted, le voy a dar…
Marvin Trewor lanzó sus puños con evidente intención de alcanzar
el rostro de Nead, pero éste esquivó el golpe y fintó un par de veces.
De pronto, el sargento comenzó a respirar dificultosamente.
Apoyó su espalda contra una de las paredes del callejón. Las piernas
se le doblaron y quedó sentado en el suelo con los ojos cerrados.
—Pero, si no le he golpeado ni una sola vez —se dijo Roger,
perplejo.
Se inclinó sobre el hombre y le tocó el rostro. Estaba frío,
demasiado frío, más respiraba entrecortadamente. Tras unos
segundos que le parecieron interminable: Trewor abrió los ojos.
—¿Estás satisfecho, Nead?
—Vaya, parece que al fin me reconoce.
—¿Cómo no iba a reconocerte? Fuiste el mejor infante de Marina
que yo adiestré, aunque de eso ya hace algunos años. Tú ganas,
Nead, soy el sargento Trewor, es decir, el sargento Trewor licenciado.
—¿Dejó ya de ser el sargento «mala cara»?
—Me hicieron comprender que yo ya era un estorbo para la
milicia. Soy un desecho, Nead, un desecho que busca un basurero
para convertirlo en su tumba.
—Creo que está muy bajo de ánimos, Trewor. ¿Qué le sucede?
—Ayúdame a ponerme en pie, muchacho. Cuando malgasto mis
energías como he hecho contigo al tratar de golpearte, después
sobreviene la crisis.
—Si está muy enfermo, yo podría intentar hacer algo por usted.
—Imposible. Me han tratado los mejores médicos.
—¿Y qué dicen?
—Me dan un mes, quizá tres con mucha suerte, pero ya no hay
remedio para mí. Me pidieron que me quedara en la cama, esperando
la muerte, y pedí que me dejaran en paz los últimos días de mi vida.
—Pero si rehúye a los amigos como ha hecho conmigo, no va a
pasar, bueno…
—Puedes decirlo, Nead: los últimos días que me quedan.
—Pues ya que prefiere hablar francamente, sí.
—No quiero saber nada de nada.
—No debe resentirse. Sé que le duele demasiado, pero el resto
del mundo no es culpable de lo que a usted le ocurre.
—Es muy fácil hablar como tú lo haces, Nead, pero cuando se
está en mi situación…
—Pero no está solo.
—Quiero estar solo, que no es lo mismo.
—Si no recuerdo mal, estaba casado.
—Mi mujer murió.
—Pero tenía una niña. Estaba orgulloso de enseñar la fotografía
de una niña rubia, con trenzas y pecosa. Todos nos burlábamos un
poco de usted.
—¡Qué más da ya!
—Decíamos: «Al sargento “mala cara” se le cae la baba cuando
enseña el retrato de su hija».
—Sí, mi pequeña Elsie es un primor. Ella es el único pariente que
me queda y si hay más, no me hablo con ellos y no sé qué cara
tienen.
—¿Por qué no está junto a ella en estos tiempos?
—Elsie está estudiando. He ahorrado dólar a dólar para que ella
tuviera una carrera y le falta muy poco para concluirla.
—Magnífica. ¿Y qué estudia?
—No sé, algo de dirección de empresas. Yo no entiendo ni para
qué sirve lo que estudia, pero ella insistió diciendo que su actividad
tiene mucho porvenir.
—Recurra a ella en estos momentos.
—No, ella no sabe nada. ¿Cree que estaría alegre esperando el
final junto a mí? No, le amargaría este poco tiempo que me queda y
me lo amargaría a mí también. No podría mirarla porque vería
lágrimas en sus ojos y cuando riera, yo pensaría que le cuesta mucho
esfuerzo hacerlo. No, decididamente, no. Prefiero que se entere de
todo cuando haya terminado.
Roger suspiró. Marvin Trewor tenía razón. Aquella decisión no
había sido tomada en un instante. El sargento Trewor era como un
animal herido de muerte que buscaba la soledad para expirar.
—Sin embargo, su hija tiene derecho a…
—No, Nead, por favor, ella sólo tiene derecho a ser feliz, y
porque sufra antes no va a evitar mi muerte. Déjala en paz en su
universidad de San Francisco, y a mi déjame continuar mi camino, el
camino hacia la tumba.
Roger lo retuvo un instante por el brazo y dijo:
—Todos caminamos hacia la tumba y jamás sabemos quién será
el primero en llegar.
—Sí, pero yo sé ya los pasos que me quedan, mientras que tú
puedes morir en cualquier instante, pero también llegar hasta la luna si
hay un poco de suerte.
—Sin embargo, tome mi tarjeta. Si en algún instante necesita a
un amigo, sabrá dónde encontrarlo.
Trewor cogió la tarjeta por no desairarlo. Se la guardó en el
bolsillo superior de la chaqueta sin siquiera mirarla y dio una palmada
sobre el hombro de Roger. Luego, se alejó.
Roger Nead hubiera deseado ayudarle, pero era lo mismo que
intentar socorrer a un reo que ya caminara por el corredor de la
muerte al final del cual le aguardaba la cámara de gas.
Hundió sus hombros, abatido.
Por su parte, Marvin Trewor prosiguió su camino hasta llegar al
modesto Mohave Hotel donde se alojaba. Tenía dinero para gastar,
pero no demasiado.
Se sentía cansado, muy cansado. Los esfuerzos realizados al
tratar de golpear a Nead le habían provocado una crisis en aquella
enfermedad que le devoraba sin piedad y tan meticulosa como
rápidamente.
—Mi llave.
El conserje se la entregó. Al verle tan pálido preguntó:
—¿Se encuentra mal, señor? ¿Puedo ayudarle en algo?
—No, gracias. La llave —insistió al verla retenida en la mano del
empleado.
Trewor tomó la llave y subió a su habitación utilizando el
ascensor.
Al franquear la puerta observó que la luz de la estancia se hallaba
encendida y había un hombre cómodamente sentado en una butaca.
—Disculpe, hacen todas las llaves iguales —gruñó Trewor. Sin
embargo, al mirar al número metálico claveteado sobre la puerta, dijo
—: Me temo que el que se ha equivocado ha sido usted, amigo.
—No, no me he equivocado, señor Trewor. Le estoy esperando
desde hace una hora.
La respuesta de aquel hombre de rostro caucásico y mirada
penetrante, de edad indefinida pero elegantemente vestido y que
decoraba su faz con una barba recortada, consiguió que el
exsargento le mirara con suspicacia.
—Parece que me conoce. Sin embargo, yo no le recuerdo a
usted.
—Probablemente no me habrá visto jamás. Pero, pase, pase,
está en su habitación —dijo cínicamente.
Trewor era un hombre que no temía a las situaciones poco claras
y menos ahora que tenía que enfrentarse con la mismísima muerte a
plazo fijo.
Cuando hubo cerrado la puerta se adelantó. Sacó del interior de
un jarrón una botella de whisky y destapándola llevó el gollete de la
misma a sus labios. Bebió un largo trago sin preocuparse de invitar a
su visitante.
Cuando hubo ingerido el licor, que pareció dar algo más de color
a su rostro, dijo:
—No le pido que se ponga cómodo, porque veo que ya lo ha
hecho. Ahora, hable. Tengo poco tiempo para aguantarle.
Aquel hombre sonrió. Tomó un portafolios de cuero negro y
brillante que había dejado sobre una mesita de su interior extrajo una
carpeta.
La abrió con parsimonia, leyendo de modo lento, como si quisiera
escuchar sus palabras o tratara de influir en el ánimo de su oyente.
—Sargento Marvin Trewor. Edad, cuarenta y siete años. Sirvió en
Corea y también en Vietnam. Ha pasado siete años como instructor
en el campamento de reclutas de Infantería de Marina en San Diego,
California. Estado, viudo. Familiares allegados, sólo una hija llamada
Elsie, de veinte años de edad. Estudia dirección de empresas en la
Universidad Politécnica de San Francisco, California. Sus esperanzas,
un futuro lleno de triunfos. —Alzó sus pupilas levemente rojizas y
cínicas para mirar con cierto aire de superioridad a su interlocutor—.
¿Me he equivocado en algo hasta ahora?
—No, lleva una ficha perfecta. ¿Quién le envía, el generalato de
la Infantería de Marina, los de policía militar o acaso pertenece a una
empresa de pompas fúnebres?
El hombre de la barba recortada, que había tratado de no revelar
su propia personalidad, aunque parecía americano por su acento,
dijo:
—Aunque le parezca gracioso, estoy algo más cerca de lo último
que ha dicho.
—Entonces, lárguese. Todavía no necesito un ataúd. Mañana ya
veremos.
—Quizá mañana ya sea demasiado tarde, señor Trewor —siseó
el desconocido.
—¡Largo! —insistió de modo terminante, encaminándose él
mismo hacia la puerta para abrirla y despedir al inoportuno visitante.
Aquel sujeto no se movió de la butaca. Fríamente dijo:
—Sé que le queda un mes para comenzar a dormir el sueño de
los justos.
—¿Ah, sí? ¿Y si sabe tanto, para qué viene a fastidiarme el poco
tiempo que me queda?
—Amigo Trewor, ya ve que le llamo amigo, su hija tiene
problemas.
—¿Elsie problemas? ¿Qué clase de problemas? —rugió más que
gruñó, acercándose a su visitante.
—Usted se morirá ahora, y como siempre ha sido un hombre
sencillo, ha tenido que hacer grandes esfuerzos para que su hija
tuviera los mejores colegios y también los más caros caprichos que
usted costeaba con los ahorros que obtenía luchando contra el
enemigo.
—Eso es cuenta mía. No creo que deba dar explicaciones a
nadie por mimar a una hija única. Además, ya estoy harto de oírle.
—No, no, Marvin Trewor, no está harto, porque yo he venido a
ayudarle.
—¿Ah, sí? ¿Cómo? —preguntó desdeñoso—. ¿Va a facilitarme
un cuerpo nuevo?
—No, sólo le traigo una herencia muy sustanciosa que podrá
dejar a su hija. De este modo, ella podrá terminar sus estudios,
instalarse a lo grande después, y a partir de ahí, ya no tendrá
problemas.
—Si no he oído mal, ha dicho una herencia.
—Exactamente.
—Que yo sepa no tengo herencia que legar, ni siquiera puedo ya
morir en acto de servicio frente al enemigo para que le dieran algo a
Elsie.
—Ni el ejército ni nadie va a darle nada, excepto yo, es decir, la
sociedad que represento.
—¿Y qué sociedad es ésa? ¿Filantropía para los condenados a
muerte?
—Algo así. Les facilitamos un pequeño trabajo que luego
redunda en beneficio de sus familiares más allegados o muchas veces
en el propio individuo, pues algunos prefieren gastar el dinero que han
ganado en disfrutar los últimos días, semanas o meses que les
quedan. Es más divertido morir en cualquier music-hall de París,
viajando por el Japón o tomando el sol en Palermo que encerrado en
un hotel como éste.
—Y ese trabajo que me sugiere, ¿de qué se trata?
—Veo que comienza a interesarle. Es usted inteligente. Cuando
escogemos a nuestros hombres no solemos equivocarnos. Somos
americanos natos y llevamos unas perfectas estadísticas en nuestros
ficheros. Ahora, usted es la persona idónea para el trabajo.
—Aún no me ha explicado de qué trabajo se trata.
—Fácil, muy fácil. Se trata de no ir solo al otro mundo.
El sargento achicó sus pupilas. Las arrugas se multiplicaron en
sus sienes.
—¿He de entender que alguien más ha de morir?
—Sí, un trabajo sencillo. Alguien que no conoce y del que jamás
sabrá el nombre.
—No soy un estúpido. ¿Pretende convertirme en un homicida a
sueldo? —inquirió furioso.
—Calma, calma, la excitación no favorecerá su enfermedad.
Nuestra sociedad, Klein Limited, está dedicada a las estadísticas que
se nos encomiendan. Somos una entidad sólida y muy bien
reglamentada y le ofrecemos un futuro afortunado para su heredera
que, de lo contrario, pasará apuros.
—¡Son ustedes basura! —Insultó Trewor.
Aquel hombre era un experto sicólogo y por otra parte debía
haber pasado por muchas situaciones semejantes. Sonrió tranquilo y
siguió sentado mientras guardaba lentamente la carpeta dentro del
portafolios.
—Se equivoca, la basura es usted. Dentro de pocos días no
valdrá nada, absolutamente nada, y su hija perderá la oportunidad de
heredar cincuenta mil dólares.
Trewor parpadeó. No esperaba oír una cifra tan elevada.
—¿Cincuenta de los grandes, ha dicho?
—Sí, y si fuera un hombre inteligente no opondría reparos ni diría
más tonterías.
La respiración del exsargento se aceleró. Era evidente que
estaba nervioso.
—¿Quiere decir que otros, antes que yo, han aceptado?
—Sí, y se les ha pagado su trabajo escrupulosamente.
—¿Y siempre eligen a hombres que, como yo, están condenados
a muerte?
—Así es. Deje a un lado sus recelos y avéngase al trato.
—Pero ¿por qué nos escogen a nosotros, los condenados a
muerte?
—Porque ustedes son hombres idóneos para estos trabajos.
Ustedes van a morir y tienen derecho a que les acompañen en el
viaje. Por otra parte, en el aspecto legal, es muy difícil que les
atrapen porque no tienen móvil para matar, y nadie del círculo de la
víctima les conoce. Como le digo, aunque les atraparan, no podrían
llegar a ejecutarlos aunque les juzgaran. Ustedes están fuera del
alcance de la ley. El verdugo es su propia enfermedad y nadie puede
librarles de él, hagan lo que hagan. Aquí no vale apelar al gobernador
del Estado en el último instante. El cuerpo se desmorona poco a
poco, y al final… Bueno, dentro de una hora más o menos he de
comer algo y no me gusta hablar de este tema. Luego me costaría
engullir la comida. Usted ya me comprende. Son cincuenta mil
dólares. Su hija se encontraría con esa herencia limpia. Gastaría dos
mil dólares en su siguiente año de estudios.
—La tienen todo calculado.
—Ya le he dicho que nos dedicamos única y exclusivamente a las
estadísticas.
—Cincuenta mil dólares —repitió en voz baja, dejándose caer
sentado en otra de las butacas.
—Le quedarían cuarenta y ocho mil dólares que le servirían para
adquirir un lujoso apartamento y no se vería obligada a emplearse con
premura. Asistiría a lugares elegantes y obtendría su oportunidad
tratando con la gente adinerada, con la aristocracia del dólar. Su
futuro sería espléndido, mientras que si sigue como ahora, lo más
probable es que no consiga pasar el próximo curso por falta de
recursos económicos. Tendrá que buscar un puesto de secretaria, un
puesto muy digno, por supuesto, pero algo bajo de nivel para lo que
su hija se ha preparado durante tantos años. Usted tiene la
oportunidad de no defraudarla.
—¿Quién es la víctima?
—No, señor Trewor, eso no lo sabrá usted nunca probablemente.
Los sentimentalismos estropean muchos trabajos.
—¿También es resultado de una estadística?
—Naturalmente, y como conocemos nuestro trabajo, debe de
hacerse a nuestra manera.
—Pero si no le conozco, podría equivocarme y pagar otro.
—No tema, todo está calculado. Usted matará a bastante
distancia de la víctima. La distancia también hace mucho en estos
casos. La sangre está más fría y se puede hacer un mejor trabajo,
máxime cuando el que tira es un excelente tirador como usted,
provisto de un rifle de precisión, con teleobjetivo y visor de infrarrojos
incorporado. Usted verá a muchos hombres juntos, pero entre ellos
uno tendrá un cruz marcada en la espalda. Ésa será la víctima.
—Pero esa cruz, ¿la verán todos?
—No, sólo usted con su visor de infrarrojos. ¿Qué le interesa?
Nadie se va a enterar de nada y usted dejará una herencia
sustanciosa a su hija.
—Siga hablando —dijo ya sin fuerzas.
La firma de estadísticas Klein Limited había sabido tocar su
punto flaco.
CAPÍTULO II

El aspirante a senador por el Estado de California terminó su


discurso, que había sido más una arenga que una oratoria.
Gritos, silbidos, aplausos, hubo de todo, incluyendo cientos de
globos de colores que ascendieron hacia lo alto del amplio local
utilizado de ordinario para interpretaciones musicales.
El auditorio fue desfilando hacia la salida con más o menos
orden. La policía vigilaba el lugar atentamente. No quería disturbios
que pudieran desembocar en reyertas.
—¿Qué le parece el aspirante a senador, teniente Michael?
El oficial de policía tenía ya las sienes blancas. En aquellos
instantes su mirada era clara, amistosa. Se sentía satisfecho por el
desarrollo del mitin. La prensa sensacionalista no podría llevarse
recuerdos fotográficos escandalosos para luego repartirlos por toda
la cadena de información mundial.
—Ah, hola, teniente Nead —saludó al joven oficial—. Verá —y
bajó la voz—, no es mi favorito y tampoco creo que llegue a obtener
ni un diez por ciento de los votos que le hacen falta para ser elegido.
Sólo es un voceador al que gusta gastar sus millones dándoselas de
político, pero no saldrá.
—Creo que eso espera la mayoría del Estado de California. Por
cierto, ¿cómo le van los homicidios que la prensa de hoy ya ha
calificado como «la ejecución de los peliculeros»?
—La prensa está muy de broma y no sabe con qué alimentar al
voraz lector.
—No quiero que se lo tome a mal, colega, pero si necesita algo
de mí, llámeme sin reservas.
—Gracias, Nead, sé que lo dice sinceramente. No creo que con
esa ayuda que me ofrece trate de ganar el puesto de capitán en la
zona de Hollywood.
—Creo, teniente Michael, que usted estaría mejor que yo en la
estación de policía de Sunset Street. Después de todo, ya ha tenido
contacto con algunos amigos de los muertos y todos ellos pertenecen
al mundo ficticio del cine.
—Estoy averiguando el nexo de unión entre los cuatro difuntos,
aunque pudiera ser que el asesinato de alguno de ellos nada tuviera
que ver con los demás.
—¿Ha avanzado algo en sus pesquisas?
—Pues, sí. Tengo una pista que puede ser buena.
—¿Piensa comunicarla a la prensa?
—No, por supuesto, pero a usted, sí. Sé que será discreto.
—Teniente Michael, le escucho.
—Los muertos son: un cámara, un ayudante de dirección, un
actor segundón y una estrella sin demasiado nombre en el mundo
artístico, aunque yo diría que en el momento de su muerte ya era
exactriz. Estaba casada con un vívidor y ahora que ella ha
desaparecido, el marido no sabe qué hacer con el negocio que le
daba para vivir.
—No parece que él sea culpable de nada, a menos que tenga
algún seguro de vida a favor de su mujer, guardado dentro de la
manga —opinó Nead burlón.
—Sí, él no parece culpable, e ignoro quién puede serlo, sólo he
averiguado que las cuatro víctimas sólo coincidieron juntas una vez en
su vida.
—¿Trabajando en una película?
—Sí, un filme cuyos exteriores se rodaron en Sudamérica, y que
no se llegó a terminar.
—¿Hubo algún tropiezo?
—Sí, un accidente en el que perdió la vida el primer actor. Creo
que fue en una gruta, aunque no lo sé con certeza, pues pese a mis
esfuerzos por averiguar detalles sobre esta película inconclusa, me
encuentro con muy pocos datos. Parece que alguien se ha encargado
de ir borrándolos de todas partes, de ir hurtando los expedientes.
—¿Y en la productora no hay posibilidad de averiguar nada?
—No. Hace un año sufrió un incendio y todo quedó destruido. Su
promotor se arruinó y va a ser difícil dar con él.
Mientras hablaban, la gente había ido desalojando la sala. Sólo
quedaban ellos, algunos policías de paisano y los agentes de
uniforme.
Ambos oficiales de la policía salieron lentamente al vestíbulo y
luego a la calle. Era de noche y algunos gamberros habían roto las
dos farolas que iluminaban la entrada del elegante local. Aquello era
un triunfo. Dos farolas como desperfectos totales eran una pura
insignificancia.
El tráfico en la calle era intenso. Sobre la acera yacían algunos
cartelones en favor del aspirante a senador.
De pronto, el teniente Michael se tambaleó y lanzó un gruñido de
dolor.
—Michael, ¿qué le ocurre? —inquirió Roger Nead, sosteniéndole
con sus manos.
Roger notó que su diestra se humedecía con algo cálido y
viscoso. Era sangre, no cabía duda, y manaba por la espalda del
veterano oficial.
—¡Aquí, ayuda! ¡Llamen a una ambulancia!
Pronto los policías rodearon a sus jefes.
Michael yacía en el suelo y no volvió a abrir los ojos. Nead le
tomó el pulso y alzó su cabeza, para decir a los demás policías:
—Lo han asesinado de un balazo por la espalda.
—¿Quién? No hemos oído nada —exclamó un agente de
uniforme.
—Con este endiablado tráfico y si el arma llevaba silenciador, era
imposible oírlo. No obstante, den una batida. El asesino no puede
andar demasiado lejos. Detengan a todos los que lleven armas. Debe
ser encontrada el arma del crimen y al que la lleve encima, que Dios
le perdone, pero se meterá de cabeza en la cámara de gas —gruñó
Nead.
Siempre había considerado al teniente Michael como un rival,
pero aquella forma de perder un adversario no le había gustado.

—¡Dios mío! ¿Qué he hecho? —gimió el exsargento de Infantería


de Marina.
El crimen que acababa de cometer se le hizo patente. Aquello no
era como disparar contra el enemigo en las junglas del sudeste
asiático, no, era distinto. Jamás había matado a un hombre fríamente.
No era como tirar al blanco, como le había explicado aquel tipo para
convencerle.
Se hallaba en la terraza de un edificio de la Pershing Square.
Encima de él, parpadeaban unos luminosos.
Arrojó el rifle con mira telescópica y visor de infrarrojos al suelo,
y corrió hacia la parte posterior del edificio que daba a un solitario
callejón.
Trewor jadeaba, parte por su enfermedad y parte por la
sensación moral de haberse convertido en un asesino.
—Lo he hecho por Elsie, lo he hecho por Elsie —se dijo, mientras
se introducía por la escalerilla de incendios y bajaba peligrosamente
por los peldaños de hierro, corriendo a cada instante el riesgo de
precipitarse al vacío.
Al llegar a la calle tuvo que apoyarse con ambas manos en la
pared enladrillada para no caer. La vista se le nubló y tuvo que cerrar
los ojos.
Tras aguardar unos instantes corrió por el casi oscuro callejón
para salir a la Pershing Square. Se detuvo de golpe al ver a dos
agentes de uniforme que avanzaban con paso rápido y miradas
escrutadoras.
—Están dando la batida. No, no pueden cazarme ahora, lo he
hecho por Elsie, ella tiene que cobrar…
Retrocedió en el callejón para no ser descubierto y lo recorrió en
dirección contraria. El cuerpo le ardía como si se hubiera tragado
brasas al rojo.
—¡Taxi!
El coche de servicio se detuvo dando un frenazo brusco.
—¿Adónde le llevo?
—Mohave Hotel.
El conductor le miró a través del espejo retrovisor y preguntó:
—¿Se encuentra mal? ¿Prefiere que le lleve a algún médico?
—No, no, esto pasará.
Ansiaba dejarse caer en la cama y descansar. El nerviosismo
aumentaba la crisis de la enfermedad que iba estrangulando su vida
cada vez más aprisa.
Cuando llegó a la habitación del hotel, se dejó caer sobre el
lecho. Su cuerpo quedó vencido y perdió el conocimiento.
Cuando volvió a abrir los ojos, miró el reloj para averiguar el
tiempo que había transcurrido.
—Dos horas…
Respiró hondo. Se sentía un poco mejor.
Tomó el teléfono y marcó el número previamente grabado en su
cerebro.
—¿Diga?
—Póngame con Klein, por favor.
—¿Klein?
—Sí, eso he dicho.
—¿De parte de quién?
—Trewor, él ya sabe.
—Un momento.
Los instantes que aguardó se le antojaron una eternidad.
—¿Trewor? —interpeló una voz que le pareció desconocida.
—Sí, soy yo.
—Nuestra organización le felicita. Ha hecho un trabajo excelente,
exactamente lo que se le ordenó.
—Sí, pero ahora deben cumplir ustedes.
—Naturalmente, no se excite, Trewor —repuso la voz con
frialdad.
—¿Cuándo? Dijeron esta misma noche.
—Y así será. Acuda al muelle de Long Beach, adonde de parten
las barcas para la isla de Santa Catalina. Dentro de una hora
percibirá sus honorarios. Hasta luego, Trewor.
Al otro lado de la línea telefónica colgaron.
Trewor no se hizo de rogar. Se había ensuciado las manos de
sangre y ya que lo había hecho y no tenía remedio, debía cobrar
aquel dinero para Elsie. Al menos, que ella fuera feliz.
A la hora estuvo esperando en el muelle de donde partían las
barcas en dirección a la isla, situada a unas treinta millas de distancia.
—No ha faltado a la cita, señor Trewor —siseó a su espalda una
voz, sorprendiéndole.
Se volvió, descubriendo al hombre de la barba recortada y al que
ya conocía.
—¿Trae el dinero?
—Sí, cómo no. Nosotros siempre cumplimos los contratos. Ya le
dije que somos personas que llevamos las cosas muy estrictas.
—Le ha cambiado mucho la voz —observó Trewor, receloso.
—¿Por qué dice eso? —inquirió aquel hombre, mientras abría su
portafolios, del que no parecía querer separarse.
—Cuando ha hablado por teléfono, parecía otro.
—Es que no he sido yo quien le ha respondido.
—Si ha contestado al nombre de Klein que usted me dio…
—Trewor, no sea ingenuo. Yo no me llamo Klein, y tampoco se
llama así el hombre con el que usted ha hablado telefónicamente.
—¿Ah, no?
—No. Todos en la organización respondemos al nombre de Klein.
Es más seguro para no tener tropiezos más tarde —aclaró con una
sonrisa cínica, continuando después—: Ahora, para recibir el dinero,
tendrá que firmarme este contrato.
—¿Un contrato? No me habló de nada de eso.
—Quizá se me olvidó pero ya sabe, a nuestra organización le
gusta llevar las cosas muy estrictas. Sólo se trata de que firme un
contrato por el cual se constata que recibe cincuenta mil dólares.
—¿Y si rehúso? —preguntó suspicaz, mirando inquieto alrededor,
mientras el olor salobre de la brisa del muelle llegaba a su olfato.
—Cometería una tontería. Por supuesto, no creerá que he venido
solo. Me esperan en las sombras. Además, usted no cobrará hasta
que no haya firmado. El dinero lo tiene un compañero mío que no se
acercará hasta haber estampado su firma.
—Está bien, deme ese contrato y terminemos de una vez.
—Muy bien, Trewor. Después de todo, usted se hace
responsable de su trabajo, nada más.
El sujeto de la barba recortada le tendió el portafolios para que
sirviera de soporte y una pluma estilográfica con el capuchón
previamente quitado y dispuesta para escribir.
En el contrato había varios párrafos y también una firma. Sobre
la misma, un nombre mecanografiado que Trewor, aunque nervioso,
pudo leer mientras firmaba junto a él.
«Thomas Smith Roonsony», leyó para sí.
—Tenga, ahora dígale a su amigo que venga.
—No hace falta, Trewor, llevo el dinero encima.
—Conque lo llevaba encima, ¿eh?
—Perdone, sólo ha sido una treta inocente.
Trewor tomó el dinero que le tendía, un dinero que le quemaba
sólo tocarlo. Lo guardó inmediatamente en su bolsillo.
—¿No lo cuenta?
—No hace falta. Ustedes llevan las cosas muy estrictas. ¿No es
lo que me ha repetido constantemente?
—Sí, así es. Nosotros nos aseguramos de todo. Por ejemplo, si
a usted se le ocurriera ir a la policía a confesar su crimen, no haría
más que perjudicarse a sí mismo. Es cierto que por su enfermedad no
llegaría nunca a la cámara de gas, pero moriría en la cárcel y con el
nombre lleno de lodo, lo cual no beneficiaría a su hija.
—Está bien, no diré nada, pero, dígame, ¿quién es ese Thomas
Smith Roonsony?
—¿Quién va a ser? El que ha contratado el asesinato. Usted lo
ha ejecutado, simplemente.
—Entonces ustedes, los de la Klein Limited y demás diablos,
¿qué hacen? —inquirió un tanto furioso.
El hombre de la barba recortada sonrió con gran cinismo. La
situación parecía divertirle.
—Como en todos los negocios, hay unos intermediarios que
compran por un lado, venden por otro y efectúan ciertas operaciones
digamos comerciales más o menos bien pagadas. En este negocio no
iba a ser menos.
—Los intermediarios son unos chupadores de sangre, pero en
este negocio, el crimen es algo más que eso. Son lo más repugnante
que he visto jamás.
—No me insulte, Trewor, no olvide que usted es un asesino a
sueldo. —Dio un paso atrás, y antes de dar media vuelta y alejarse,
agregó—: Que disfrute con su dinero, y cuando vea a Satanás dele
recuerdos de la firma Klein Limited. Seremos unos buenos
proveedores suyos. Espero que cuando vayamos nosotros a verle
personalmente nos hará trato de amigo.
El exsargento tuvo que escuchar una carcajada de aquel cínico
antes de perderle en la negrura del muelle. Aquella noche, pese a ser
veraniega, se había levantado un smog que cada vez se hacía más
denso.

Al día siguiente, Trewor se gastó quinientos dólares en un «Ford»


del sesenta. El no pedía que el motor fuera bueno y tampoco se dejó
engañar por el pulido de la pintura de la carrocería. Dejó que el
vendedor chalaneara a su gusto, pero al fin le dio el dinero, porque
creyó que el coche le serviría y nada más.
—¿Dónde puedo encontrar una agencia de seguros contra
accidentes? —preguntó mientras le hacían la tarjeta de rodaje en la
misma casa de venta de automóviles usados.
Con gesto cansino, el administrativo le tendió un impreso sin
mirarlo.
—Aquí encontrará muchas casas de seguros con sus respectivas
direcciones. En realidad, todas hacen los mismos precios, dólar más
o menos. Escoja la que quiera.
Marvin Trewor se guardó el impreso y esperó a que le entregaran
la tarjeta de rodaje. Luego, tras abonar los quinientos dólares, se
marchó con el auto recién adquirido.
Ya en medio del fárrago del tráfico de Los Ángeles, sacó el
impreso y leyó la primera de las agencias:
—California Secures Corporation…
Condujo el coche en la dirección que figuraba junto al nombre de
la agencia y no tardó en quedar sentado ante un sonriente agente de
la empresa.
—¿Qué tipo de seguro desea, señor?
—De vida.
—¿Sólo de vida? Hay daños a terceros, daños al automóvil.
—No, sólo quiero un seguro de vida por accidente de automóvil
en favor de Elsie Trewor, es mi hija. Por si me ocurriera algo.
—Pero si atropella a alguien, tendría que abonar una fuerte
cantidad.
—Está bien, háganme el seguro obligatorio.
—Bien, le haré el obligatorio y respecto al de su vida, ¿en cuánto
quiere asegurarla?
—El máximo que de su compañía.
—¿El máximo? Eso le costará bastante.
—¿Cuánto?
—Cuatro mil quinientos anuales, incluido, por supuesto, el seguro
obligatorio.
—Y si me sucede lo peor, mi hija, ¿cuánto cobraría?
—La cifra nada despreciable de quinientos mil dólares.
—Está bien, hágame ese seguro.
—Debe ganar usted mucho dinero para pagar esa cifra
anualmente, señor Trewor. Así ha dicho que se llama, ¿verdad?
—Sí.
—Tendrá que abonar la primera anualidad ahora mismo, claro
que a partir del instante en que abandone estas oficinas nuestro
seguro le protege.
No deseando perder más tiempo y tras abonar la cuota anual del
seguro, Marvin Trewor salió de la agencia para dirigirse a otras
nueve, repitiendo en ellas el mismo tipo de seguro. Todo le salía a
pedir de boca.
—Elsie, Elsie, vas a cobrar cinco millones de dólares en vez de
los ridículos cincuenta mil. Al menos, que mi estancia en el infierno te
sirva para algo —gruñó mientras conducía el «Ford» con rapidez.
Con los seguros en los bolsillos, enfiló por la carretera de la
costa en dirección a San Francisco, la cual pasaba junto a peligrosos
acantilados. Estudio el lugar, estaba decidido a todo.
Eligió una pronunciada curva que, sin embargo, tenía mucha
visualidad por la anchura de la calzada. A un lado había una baranda
de acero que no resistiría el embate de un automóvil lanzado a regular
velocidad. Tras el parapeto, el acantilado, y abajo, las rocas cortantes
y puntiagudas, veteadas por las espumosas olas del Pacífico.
Cuando halló el lugar adecuado para encontrarse con Satanás,
recorrió un par de millas más y luego dio la vuelta para regresar a él.
Puso la marcha directa y pisó el acelerador a tope, adquiriendo el
vehículo una velocidad infernal. Se situó a la izquierda de la calzada,
rebasando uno tras otro los coches que le precedían.
Éstos, observando la marcha endiablada del suicida, iban
tocándole el claxon, pero Marvin Trewor no oía nada. Su vista estaba
fija en el horizonte, mientras el motor roncaba de tal forma que
parecía iba a estallar de un momento a otro. Aquel automóvil usado
no estaba preparado para hacer carreras de velocidad.
Al fin tuvo ante sí la pronunciada curva. En dirección contraria
venía una corriente continua de automóviles lanzados a más o menos
velocidad.
Trewor mantuvo el volante fijo y el pie al tope de acelerador.
Al salirse de su carril, lanzado a toda velocidad oprimió los frenos
haciendo chirriar los neumáticos sobre el asfalto y dejando sus huellas
impresas en él. Aquello sería muy convincente para las agencias de
seguros, quienes no tendrían otro remedio que admitir que él había
intentado frenar para evitar el choque, que se trataba de un accidente
y no de un suicidio.
Pese a hacer chirriar sus neumáticos sobre el asfalto impulsado
por la poderosa inercia, cruzó entre varios automóviles que venían en
dirección contraria, mientras él seguía hacia la balaustrada del
abismo.
Tal como había supuesto, uno de los coches no pudo maniobrar a
tiempo y arremetió contra él a sesenta millas por hora. Lo lanzó
contra la baranda de hierro en medio de un gran estallido y con tal
violencia que se abrió la portezuela y salió despedido sobre la
estrecha acera mientras el «Ford» solo, hecho pedazos, hacía saltar
la baranda de hierro y se precipitaba en el vacío.
En medio de la calzada se originó un incendio en el coche que
había embestido. Sus ocupantes, no obstante, lograron salir a tiempo.
En el aire, un helicóptero de la policía que controlaba la
circulación, inmediatamente dio la voz de alarma y del puesto volante
de sanidad partieron una ambulancia y dos motoristas con sus
ululantes sirenas.
CAPÍTULO III

El capitán Houston parecía preocupado y tenía el gesto grave.


Sus manos ya rugosas, pues eran muchos los años que pesaban
sobre sus espaldas, se juntaron en un gesto impaciente.
—La muerte del teniente Michael no puede quedar en blanco. Se
debe hacer justicia. Un asesinato es una acción execrable y siempre
debe ser castigada, pero la muerte de un oficial de la policía debe ser
investigada sin descanso, sin tregua para el homicida. Si es
necesario, serán desplegados todos los efectivos de la policía para
cuando el caso lo requiera.
Frente a la mesa había varios oficiales, jóvenes unos y maduros
los otros.
Entre ellos se hallaba el teniente Roger Nead. El asesinato del
teniente Michael no era un simple caso que debiera ser tratado por
una sola estación de policía con su equipo correspondiente, sino que
incumbía a toda la policía de la ciudad, con sus miles de agentes en
servicio.
—Capitán Houston, ¿me permite unas palabras?
—Adelante, teniente Nead. Exponga cuanto quiera.
—Yo apreciaba al teniente Michael. Bueno, todos los que
estamos aquí le apreciábamos. Era un miembro más de la
Metropolitana de Los Ángeles.
—Usted lo ha dicho, teniente. Siga —indicó el capitán Houston.
—Bien, tengo mi teoría sobre su muerte.
—¿Tiene idea de quién ha podido ser su asesino?
—Eso es muy complicado, capitán. Creo que detrás de esto está
toda una organización.
—¿Y el teniente Michael estaba en su lista negra?
—Creo que investigaba el caso de los homicidios de los
peliculeros y, habiendo averiguado demasiado, se le silenció.
—¿Y qué sugiere usted?
—Que me encargue del caso. Yo haré justicia al teniente Michael
o tendrán que investigar mi muerte también.
—Acepto su ofrecimiento, teniente. A partir de este momento
queda comisionado para este caso especial.
—Sólo al sargento Gorg, y la ayuda de todos los efectivos de la
policía si en algún momento determinado los necesito, pues no creo
que el asesino sea un solitario.
El capitán Houston sonrió.
—De acuerdo, teniente Nead, le encomiendo este caso tal como
usted pide. Todos deseamos que tenga mucha suerte en sus
pesquisas y sabe que le aguardamos para ayudarle en cuanto usted
solicite. Sin embargo, le voy a poner una objeción.
—¿Cuál?
—Antes de una semana deberá obtener información. Si no la
consigue, yo mismo dirigiré el caso.
—Una semana es poco tiempo para un asunto tan embrollado
como éste, señor, pero acepto.
Todos sus colegas desearon suerte a Roger Nead y le ofrecieron
su total ayuda para cuando él la requiriera.
Al salir del despacho, un agente se le acercó interpelándole por
su nombre, pues Roger Nead era muy conocido en el ámbito policial.
No había pasado inadvertido como un oficial oscuro, sin relieve,
sino que era un oficial cuya fotografía había salido muchas veces en
la primera página de los periódicos por los éxitos logrados.
—¿Qué sucede, agente?
—Han pasado un aviso para usted, señor.
—¿De quién?
—Del sargento Gorg. Le espera en el hospital general.
—¿Le ha dicho para qué?
—Creo que un amigo de usted lo está pasando mal.
—¿Ha dicho su nombre?
—No, señor.
—Gracias, agente.
Abandonó la estación central de policía donde tenía su sede el
sheriff del condado y sus ayudantes personales, entre ellos el capitán
Houston.
Los Ángeles, segunda ciudad populosa de la Unión y la primera
en superficie y millas de calles, precisaba de una amplia plantilla
policial, de un engranaje que tenía que funcionar sin fallos, máxime
cuando la industria aumentaba y con ella la vida del hampa, pues
muchos delincuentes habían abandonado Nueva York, Detroit y el
mismísimo Chicago, que un día fuera la capital del hampa, para
trasladarse a Los Ángeles de California. Dicha ciudad comenzaba a
tener ventajas sobre sus hermanas del Norte y del Este, y una de
ellas era su benigno clima y las excelentes playas de Long, Redondo
y Manhattan Beach.
Con su automóvil personal, un «Chevrolet-68», se dirigió al
hospital general tratando de averiguar el nombre del personaje que le
requería.
Lo cierto era que le molestaba perder aquellos minutos
preciosos, pues sólo tenía una semana de tiempo para investigar la
muerte del teniente Michael.
El propio sargento Gorg le recibió en uno de los pasillos del
hospital.
—¿Qué ha ocurrido, sargento?
—Un accidente de circulación en la carretera de la costa Norte,
pero dentro de los límites de la ciudad.
—¿Quién es el hombre?
—Un tal Marvin Trewor.
—¡Diablos!
—Por lo visto, sí le conocía. Se le encontró una tarjeta de usted
en los bolsillos, por este motivo han llamado a la estación de policía.
Como usted estaba en la estación central, he venido yo en su puesto
para ver lo que sucedía.
—Pobre Trewor. ¿Dices que ha sido un accidente?
—Sí, por poco se precipita en el acantilado. Bueno, el coche ha
caído al vacío, pero él ha quedado en la carretera, aunque muy mal
herido. Hace un rato que ha salido del quirófano.
—¿Qué dicen los doctores?
—Que está grave, máxime cuando le han descubierto una
enfermedad maligna que le tiene sentenciado a muerte.
—Sí, ya lo sabía.
—¿Conocía dicha enfermedad?
—El mismo me la comunicó.
—Pues ahora la cosa está que arde, teniente.
—¿Por qué? Ese pobre hombre, un exsargento de la Infantería
de Marina, estaba condenado a muerte por su enfermedad. No creo
que le importe demasiado morir por accidente de automóvil.
—A él no, pero a las casas de seguros sí.
Nead se detuvo y miró interrogante al sargento Gorg, mucho más
bajo que él.
—¿Qué quieres decir con la compañía de seguros?
—Compañía, no; compañías, en plural, teniente. Cuando llegue
frente a la habitación de su amigo le va a dar la impresión de que se
ha metido en un avispero. Está plagada de inspectores de agencias
de seguros y no me extrañaría que metieran en esto a detectives
privados.
—¿Tan grave es la situación?
—Lo comprenderá cuando le diga que la vida de su amigo estaba
asegurada, en caso de accidente de automóvil como ha sucedido, en
cinco millones de dólares.
—¿Qué? —exclamó Roger Nead verdaderamente sorprendido.
—Sí, y los seguros han sido inscritos y pagados esta misma
mañana, por lo tanto, en el momento del accidente, ya entraban en
vigor. Como puede ver, hay mucha diferencia entre que Trewor muera
por su enfermedad o como consecuencia del accidente. Una
diferencia de cinco millones de dólares.
—¡Diablos! ¿De dónde sacaría Trewor tanto dinero para pagar
las elevadas cuotas de los seguros?
—Eso se lo tendrá que preguntar a él si el doctor le deja pasar a
su habitación, porque a los inspectores de seguros los han mantenido
a raya hasta ahora, pero no cesan de importunar y son diez. Cada
compañía debe abonar quinientos mil dólares a la hija de Trewor. La
sala de espera parece un nido de cotorras y como el peligro para
todos ellos es el mismo, se han unido. En caso de que Trewor fallezca
a consecuencia del accidente, tratarían de demostrar que ha sido
suicidio, aunque esa hipótesis parece muy difícil de probar, aunque
sea factible moralmente. En el momento de ocurrir el accidente,
Trewor iba lanzado a más de noventa millas por hora. Se salió de su
carril, pero trató de evitar el accidente oprimiendo los frenos. Las
marcas de la pastilla han quedado impresas en el asfalto y han sido
fotografiadas antes de que sean borradas por el intenso tráfico.
Luego, sorteó a otros automóviles y fue un coche que venía en
dirección contraria el que le lanzó al vacío su «Ford», lo que pone las
cosas muy difíciles para las agencias de seguros.
—Sí. No obstante, como el sueldo de abogados caros entre en
los gastos generales, entablarán pleito en el caso de que tengan que
pagar. En fin, voy a ver qué puedo hacer, pero me temo que será
poco. Estamos metidos en otro lío más duro tú y yo, Gorg.
—¿Usted y yo? —repitió el sargento.
—Sí. El capitán Houston, ayudante del sheriff del condado, nos
ha comisionado para investigar la muerte del teniente Michael y en
consecuencia los crímenes de los peliculeros. Lo malo es que sólo
tenemos una semana de tiempo para sacar algo en claro, de lo
contrario quedaremos en ridículo y nos quitarán el caso de las manos.
—Por todos los santos, me parece que este verano vamos a
sudar más de lo normal.
—Pues si hace falta, quítate la chaqueta y ponte algo cómodo.
Ahora, condúceme a la habitación de mi amigo Trewor.
Al llegar al corredor frente a la habitación, uno de los inspectores
de seguros les avistó, reconociendo de inmediato al teniente.
—¡Teniente Nead, aguarde un momento!
Pronto se vio rodeado de diez rostros impacientes que
representaban a otras tantas agencias que no parecían muy
satisfechas por los acontecimientos.
—Señores, lo siento, pero por ahora no puedo darles ninguna
noticia. Todavía no estoy al corriente del caso.
—¡Dígale que confiese! Tiene que hacerlo, de lo contrario nuestra
compañía le demandará —advirtió uno de los inspectores.
—Es un hombre que sabe que va a morir —dijo Gorg—. Poco le
importa que ustedes le vayan a demandar.
—Pero si ganamos el pleito, no tendremos que pagar —a la
beneficiarla quinientos mil dólares.
—Que sumados todos, arroja un total de cinco millones —advirtió
otro.
—Aguarden fuera.
Un agente custodiaba la puerta de la habitación en que había
sido confinado el moribundo para que no se le molestara.
—¿Dónde está el doctor Lemon? —inquirió Nead.
—Dentro, con el herido.
—Bien, pasemos pues.
El doctor Lemon era un cejijunto con cara de pocos amigos.
—Este hombre está al borde de la muerte. No debe hablar, no
puede hacer declaraciones ahora.
—Doctor Lemon, no vengo como policía, sino como amigo del
herido.
—¡Nead! —llamó con voz débil el propio Trewor, abriendo los
ojos.
El doctor Lemon lanzó un gruñido de aceptación con reservas.
—Bien, pero no estén mucho rato. Este hombre está muy grave y
mi responsabilidad en estos instantes es mucha.
—Lo sé. Los inspectores de seguros tienen sus pezuñas encima
de su cabeza.
—Y que lo diga, teniente. Si este hombre se muere a causa del
accidente, si un médico forense certifica, que su muerte ha sido
traumática y no a consecuencia de la enfermedad que padece, esos
chacales que esperan afuera son capaces de ponerme pleito. He oído
que las pérdidas de las compañías ascienden en total a cinco millones
de dólares.
—Comprendemos su situación, doctor, y no es nuestra intención
agravar su estado. Aunque sólo sea por salvaguardar su
responsabilidad posible, o se muere de una cosa o de otra. Lo único
que se puede hacer en este caso es tratar de que viva el máximo de
tiempo posible y que muera de enfermedad.
—No olvide que en ese caso también saldrá perjudicado alguien,
una mujer, la hija de ese hombre —advirtió Gorg.
—Sí, pero no creo que ella me vaya a poner pleito por haber
impedido que su padre muera de accidente —gruñó el doctor Lemon,
mientras abandonaba la alcoba.
Trewor tenía algunos vendajes en la cabeza y contusiones en el
rostro, pero no era en estos lugares donde radicaban las peores
heridas.
La colcha y la sábana de la cama cubrían vendajes que rodeaban
todo su cuerpo y lo mantenían inmóvil. Sin embargo, el exsargento de
la Infantería de Marina parecía conservar íntegra su lucidez.
—Nead…
—Hola, Trewor. Parece que ha querido crear problemas.
—Nead, quiero hablar contigo a solas —pidió con voz débil.
El teniente miró a su subordinado y éste comprendió,
abandonando la estancia.
—Ya estamos solos.
—Me he enterado de que eres teniente de la policía.
—Sí, ésa es mi profesión ahora. ¿Quiere hacer alguna confesión
respecto a lo sucedido?
—No. Sobre el accidente no pienso decir una sola palabra.
—¿Nunca?
—Nunca.
—¿Quiere llevarse su secreto a la tumba? Las agencias de
seguros van a poner pleito a su hija. Tratarán de negarle esos cinco
millones de dólares.
—Aunque Elsie contrate a un abogado necio, saldrá adelante.
Todo está de su lado.
—Es como si lo hubiera calculado muy bien, ¿verdad Trewor? —
preguntó sarcástico, pues no aprobaba la conducta del exsargento.
—No quiero hablar de ese asunto, teniente.
—Bien, es usted libre de descargar o no su conciencia. Luego,
serán las leyes quienes decidan lo que deba hacerse.
—Nead, muchacho, lo que quiero decirte es más grave.
—Veo que una vida limpia, de honradez intachable, tiene un final
bastante oscuro. ¿Acaso quiere hablarme del dinero con el que ha
pagado las elevadas cuotas de los seguros? No me diga que ha
cometido un robo.
—Peor.
—¿Homicidio?
Trewor cerró los ojos, quizá cansado, quizá avergonzado porque
aquélla era la primera vez que confesaba su crimen.
—Sí —asintió de modo apenas audible.
—¡Por todos los demonios, Trewor! ¿Qué ha hecho usted?
—No me pueden llevar a la cámara de gas, lo sé, tampoco
estarían a tiempo. Ya estoy condenado de antemano.
—¿Y por qué esté condenado se cree en libertad de cometer un
crimen, se considera inmune?
—Todo lo que me quieras decir es cierto, muchacho. Puedes
vituperarme, apartarte de mí o hacer poner rejas en la ventana. De
todos modos no voy a escapar.
Roger Nead respiró hondo. Sacó el paquete de cigarrillos y lo
tendió al moribundo.
—¿Puedo fumar?
—Sí, ¿por qué no? Después de todo, peor no voy a quedar y no
le hagas caso al «doc», él sólo quiere que no me muera de accidente,
pero de la muerte no me ya a salvar.
Nead le colocó un pitillo entre los labios y luego puso uno en su
propia boca.
Instantes después, encendía ambos cigarrillos. Trewor se vio
obligado a fumar sin utilizar las manos, pero era un experto y no
perdió el pitillo de la boca.
—¿Quién era la víctima?
—Lo ignoro. Podía haberlo leído en los periódicos para
averiguarlo, pero he preferido no hacerlo.
—Es usted un hombre muy práctico con los problemas de
conciencia —dijo Nead vigilando que Trewor no perdiera su cigarrillo ni
las cenizas del mismo pudieran quemar la ropa del lecho.
—Puede —se sonrió—. No es el único hombre al que he matado
en mi vida. En Vietnam he visto a muchos seres cosidos a balazos y
esos balazos los había disparado yo. Aunque tuvieran los ojos
oblicuos y fueran más pequeños de estatura, no dejaban de ser
personas.
—Es cierto, Trewor. No vamos a polemizar sobre la guerra, pero
quiero decirle que lo que ha hecho usted es distinto. Es homicidio y
por lo que deduzco, en primer grado, frío y alevoso, con todas las
agravantes.
—Pareces un fiscal, pero no te molestes en gastar saliva. Todos
los reproches e insultos que puedas hacerme, ya me los he dirigido yo
y ya no tiene remedio.
—De acuerdo, pero le advierto que por lo que me ha dicho,
tendré que denunciarlo y quedará arrestado en la cama.
—¿Qué más da? Después de todo, no voy a salir vivo de esta
habitación. Por mí, como si quieren poner la guardia nacional en la
puerta; será un gasto inútil.
—Está bien —aceptó Nead con cierta rabia—. Cuénteme algo
más sobre ese homicidio.
—Maté a un hombre que salía de un teatro musical, no recuerdo
cuál. Sé que había mucha gente con cartelones y policías de
uniforme. Era en las inmediaciones de la Pershing Square.
Roger Nead quedó pálido como la cera. Frente a él tenía al
asesino del teniente Michael.
Toda la máquina policial había estado a punto de ponerse en
marcha para capturar al criminal y éste resultaba un desgraciado que
semejaba padecer perturbaciones mentales en las postrimerías de su
vida.
—Pero, Trewor, ¿qué me dice?
—Veo que te afecta, Nead. ¿Ya has leído los periódicos?
—Cuando disparó contra aquel hombre, ¿no vio que había otro al
lado?
—Sí, creo que sí. Estorbaba la línea de tiro por instantes, pero al
fin pudo quedar bien centrada en el visor la víctima y apreté el gatillo.
—Trewor, el hombre que estaba al lado de su víctima era yo.
—¡No!
—Sí, y el hombre al que asesinó era el teniente Michael.
Las pupilas de Roger Nead se helaron. Trewor había dejado de
ser su amigo a partir de aquel instante. Sin embargo, siguió sintiendo
lástima por él.
Por un momento tuvo el deseo de abofetearle, pero la posición y
la enfermedad de Trewor le contuvieron. Su sangre fría prevaleció una
vez más a lo largo de su vida.
—¿Por qué lo mató? —inquirió con voz metálica. Su postura
frente al moribundo había cambiado.
—Por un puñado de dólares.
—¿Cuántos?
—Cincuenta mil.
—Ahora comprendo el pago de los seguros tan elevados. La
situación se complica más con esos seguros que pagó con dinero
sucio.
—Era dinero bueno, no pueden ponerle ninguna falta. Si alguien
hurtó diez dólares cuando era joven, no pueden quitarle cuando es
adulto todo el dinero que ha ganado a partir de aquellos diez dólares
primeros, iniciadores de su fortuna.
—Es un problema difícil y creo que va a poner las leyes en vilo,
Trewor, pero ése no es asunto mío. Mi problema estriba en averiguar
los datos suficientes para encartarlo.
—¿Por qué, si ni siquiera vas a poder llevarme a juicio?
—Es lo mismo. La cadena de la justicia no se puede detener, lo
mismo que a la conciencia. Siempre nos traiciona. De lo contrario,
usted se habría llevado su secreto a la tumba. Sin embargo, ahora
me confiesa su crimen creyendo que puede ser perdonado en alguna
forma. Usted trata de buscar un perdón que no encontrará. Ahora
dígame, ¿ha pensado qué opinará su hija Elsie cuando se vea
señalada por la gente porque su padre es un asesino?
—¡No metas a mi hija en esto!
—Yo no la meto, lo ha hecho usted.
—Si no quieres que te cuente más, márchate, déjame solo o
toma una pistola y ejecútame tú mismo, así dejarán de dar paseos
arriba y abajo esos buitres que aguardan fuera.
—¿Buitres? Creo que usted se ha comido a todos los buitres y lo
que sucede es que no puede digerirlos. Está bien, le escucho, pero no
me pida ninguna clase de ayuda, no voy a dársela. Ah, por si le
interesa saberlo, estoy encargado desde hace muy poco tiempo de
investigar la muerte del teniente Michael.
—Magnífico, así podrás apuntarte un éxito. Ya tienes al culpable.
—Pero no poseo todos los datos. ¿Cómo y por qué iba a obtener
cincuenta mil dólares por el asesinato de un hombre al que ni siquiera
conocía, según lo que me ha confesado?
—Alguien vino al hotel y me ofreció este trabajo. Me convenció y
yo acepté.
—Convirtiéndose en un sicario.
—Lo admito, pero ellos cumplieron pagándome lo estipulado.
—Bien, en este caso ya tenemos la mano ejecutora, pero sólo la
mano, es la suya, Trewor. Ahora, quiero saber quién era ese alguien.
—No lo sé. Ocultó su nombre en todo tiempo. Según él
pertenecía a la Klein Limited, una organización que se dedica a hacer
estadísticas y por lo que me mostraron, tienen fichas de cuánto les
interesa. A mí mismo me conocían bien, mi enfermedad, mi hija, sus
estudios.
—¿Le amenazaron con ella?
—Sé que me sería más fácil decir que sí, eso me restaría
culpabilidad, pero confesaré la verdad. No, sólo me ofrecieron dinero
para ella, para que lo disfrutara después de mi muerte.
—Y usted pensó que ese dinero podría multiplicarlo con los
seguros.
—Ya te he dicho que sobre este asunto no pienso decir una sola
palabra.
—Está bien, siga hablando de lo otro, me interesa más, mucho
más. ¿Qué aspecto tenía el sujeto que lo contrató?
—Un rostro caucásico, de barba recortada, muy elegante y
cuidado. Pero hay varios en esa organización que luego me enteré
sólo actúa como intermediaria en los crímenes.
—¿Cómo se enteró?
—Por un contrato que me hicieron firmar conforme cobraba
cincuenta mil dólares por el crimen. No quise leer el nombre de la
víctima, pero sí leí el de la otra parte.
—¿Se refiere al que les contrató a ellos la muerte del teniente
Michael?
—Sí, eso creo que es. Ellos decían que debían protegerse, que
si se me ocurría confesar, ese documento les protegía. Yo era el
asesino y el otro sujeto, el que pagaba por el crimen. Ellos no
tomaban parte en nada y en realidad son los peores, los que facilitan
las cosa.
—El nombre que pudo leer en el contrato, ¿lo recuerda?
—Sí, se cinceló en mi cerebro. Thomas Smith Roonsony.
En aquel instante se abrió la puerta de la habitación y apareció el
rostro huraño del doctor Lemon.
—¿Cómo se le ha ocurrido darle un cigarrillo y fumar usted
también en esta habitación?
—«Doc», sé que es su paciente, pero la justicia suele dar a los
condenados a muerte su última voluntad y en este caso ha sido un
cigarrillo. Buenas tardes.
—¡Agente! —interpeló Nead al que vigilaba la puerta.
—A sus órdenes, teniente —respondió, pues sabía por el
sargento quien era el oficial.
—Prohíba la entrada a toda persona a esta habitación, excepto
al doctor y a la enfermera.
—¿Va a protegerlo? —preguntó el sargento.
—No, está arrestado por homicidio. Dispón tumos de guardia y
aleja a los inspectores de seguros. Este asunto es más grave de lo
que a simple vista parecía.
Dicho esto, Roger Nead se alejó con el ceño fruncido del hospital
general.
CAPÍTULO IV

El «Chevrolet» blanco descapotable de Roger Nead rodó por


Beverly Hills, frenando ante una de las mansiones de los poderosos
del firmamento cinematográfico. Aquellas mansiones representaban el
encumbramiento de unos seres que, ganando dinero fácilmente, sólo
conseguían destruir sus vidas.
La casa frente a la que se había detenido era suntuosa, pero
entre las demás resultaba ligeramente mediocre. Quien viviera allí
había alcanzado un buen puesto en el mundo del celuloide, pero no la
cumbre.
Tocó el claxon y salió un portero uniformado, pero ya bastante
viejo.
—¿Qué quiere?
—Soy el teniente Nead de homicidios. Quiero hablar con Linda
Pearl.
El empleado se apresuró a franquear la verja y el auto se
introdujo en el jardín de la finca, deteniéndose frente a la pérgola del
edificio estilo Victoriano.
Desde el coche y apenas había bajado del mismo, escuchó
voces propias de una discusión, aunque estaban algo alejadas. En el
piso superior, el cristal de una ventana se rompió por algún objeto
contundente lanzado contra él, un objeto que resultó un pisapapeles y
que Roger recogió de entre la gravilla.
La puerta estaba entreabierta y se coló en el interior de la casa.
Una mujer de voz cascada y que llevaba el uniforme de doncella
como un elefante podría lucir un babero, le interpeló con brusquedad.
—¿A dónde va, qué hace aquí, qué quiere, cómo ha entrado?
—Perdone, señora, pero tendría que ir a la escuela de la policía
para enseñar cómo se practica el tercer grado en un interrogatorio.
Usted no pregunta, bombardea.
—Déjese de bromas, pollo. Al grano.
—Quiero ver a Linda Pearl.
—Pues vaya al cine y pague su butaca.
—Señora, creo que ya estoy algo cansado de sus
impertinencias. Dígale a la señorita Pearl que el teniente Nead de
homicidios quiere verla.
—¿De homicidios? —repitió un tanto pensativa—. Pues no está,
pero le advierto que ella no ha matado a nadie.
—Como siga hablando, quien será acusado de homicidio seré yo
y usted la víctima.
—¿Qué ocurre, quién está ahí? —preguntó una voz en lo alto de
la escalera.
—Con que no estaba, ¿eh?
—Este hombre dice que es de la policía y quiere verte.
—¿Para qué? —preguntó la actriz asomando por la balaustrada.
—Para hacerle algunas preguntas, y le agradecería que no me
hiciera perder el tiempo.
—Ahora voy —y comenzó a descender la escalinata.
Linda Pearl era una morena de cabello corto y con muchos
bucles sobre la cabeza. Labios repletos de rouge y ojos cargados de
pintura.
Tenía una figura que atragantaría la saliva a más de uno, una
figura de pronunciadas caderas y senos agresivos que ella procuraba
realzar en su indumentaria.
En aquellos momentos vestía una escotada blusa y un pantalón,
ambas prendas en color blanco marfil. Su tez, más debido
seguramente a la química que al padre sol, se hallaba muy tostada.
Roger Nead se había informado bien sobre aquella mujer.
Había sido la máxima estrella de dos películas sin demasiado
éxito, pero luego no había tenido la misma suerte y se había visto
obligada a aceptar algunos papeles de segundona como en sus
anteriores tiempos.
—¿Qué ha sucedido, oficial? —preguntó con su modulada voz—.
¿Voy a salir en la primera página de los periódicos?
—Lo siento, no suelo hacer publicidad gratis.
—Le puedo pagar, si salgo en todas las revistas, claro.
—Lo siento, no hay trate —repuso irónico.
—Entonces, ¿de qué se trata?
—En primer lugar, déjeme preguntarle cómo ha ido la batalla que
ha sostenido arriba, —dijo, pues se había percatado de una rojez que
tenía en la cara.
—Ignoro de qué me habla —dijo ella abriendo mucho sus ojos
dorados, asombrada.
—Al llegar a la casa he oído algunos gritos y he recogido esto
del suelo tras haber salido disparado por la ventana, rompiendo un
cristal —le devolvió el abstracto pisapapeles.
Ella recogió el objeto con una sonrisa ampulosa, quizá
prefabricada como muchos de sus gestos y ademanes.
—Oh, sí. Es una amiga mía que está arriba, ha venido a
visitarme. Estábamos charlando y…
—El objeto se ha caído de la mesa y ha dado la casualidad de
que ha encontrado la ventana delante.
—Justo, eso ha sido.
Roger estuvo a punto de preguntarle si lo tomaba por imbécil,
pero se contuvo. Las rabietas que tuviera con su director, su doncella
o su amante, no le importaban en aquellos momentos y fue al grano.
—Estoy investigando algunos casos un poco extraños. Se
refieren a lo que la Prensa llama «la ejecución de los peliculeros».
—Ah, sí, qué emocionante. Yo podría salir en camisón corto, por
supuesto, tratando de huir de un monstruo que pretende clavarme sus
zarpas. En primera página quedaría muy bien. Si quiere, yo misma me
encargaría de encontrar a algún amigo que hiciera ese papel.
—No trato de montar un spot publicitario, lo que quiero decirle es
que los cuatro asesinados trabajaron en una misma película que
comenzó a rodarse en Centroamérica, un film que en principio se
titulaba…
—¿«El valle perdido»?
—Exacto, y mis informes me han traído hasta esta casa, porque
al parecer usted era la segunda actriz en dicho film que jamás llegó a
su fin.
—Oh, sí, un desastre, todo aquello fue un desastre. Yo era la
segunda actriz porque Myrna, la protagonista, recibió el papel del
director que era amigo suyo, muy amigo suyo. Dormían en la misma
rulotte, usted me comprende, ¿verdad?
—¿Y usted de quién era amiga?
—¡Oficial!
—Disculpe si la he ofendido, no era esa mi intención. Conozco
sus valores como actriz y la mala suerte que ha tenido.
—¡La mala suerte me acosa, pero pronto, muy pronto, seré la
estrella más rutilante del firmamento de Hollywood y de todo el
mundo, seré tan grande…!
Roger concluyó la frase gruñendo:
—Será tan grande que hasta los rusos le pondrán un satélite
alrededor.
—¡Oh, qué lindo, un estupendo slogan, se lo diré a mi publicista!
—Si sale bien, acuérdese de darme comisión. Después de todo,
la idea es mía.
—Ahora, oficial, si quiere decirme algo más…
—Deseo preguntarle los nombres de todos los que actuaron,
dirigieron y llevaron la parte técnica de aquella película.
—Búsquelos en otra parte, yo no tengo los datos que pide.
—Es que los estudios se quemaron y en el Sindicato
Cinematográfico faltan algunos datos. En fin, que todo no está muy
claro y me ha costado mucho averiguar que usted trabajó en esa
cinta.
—Pues yo no me acuerdo de esos nombres.
—Tendrá que hacer un poco de memoria. Me ha dicho que la
estrella era Myrna, ¿y el primer actor?
—Jackson Boud, un hombre fascinante, lástima que murió. Por su
culpa se estropeó todo el asunto de la película. Luego, el director…
—¿Cómo se llamaba?
—Donaldson, un hombre insufrible. Siempre estaba chillando
como un energúmeno. A veces, tenía que ponerme algodones en los
oídos para no oírle.
—¿El segundo actor, digamos su partenaire?
—Jacobo Spanetra, un tipo ridículo que no iba coa mi
personalidad. El director se empeñó en que sí, pero lo cierto era que
no.
—¿A quién recuerda más?
—A nadie más.
—Haga memoria, le daré veinticuatro horas de tiempo.
—Oficial, ese ultimátum parece una amenaza.
—Verá, yo sólo le pido que haga un pequeño esfuerzo mental, no
es demasiado.
—¿Y si no puedo? En cuanto pienso un poco más de lo debido
me duele la cabeza horriblemente.
—Entonces la arrestaré como principal sospechosa de cuatro
homicidios. Usted también trabajó en la película de «El valle perdido»
y por ahora, en mi lista, figura como principal sospechosa.
Nead se dirigía ya a la puerta, cuando ella le cortó el camino
interpelándole:
—Oficial, no irá en serio esa amenaza, ¿verdad?
—Me temo que sí si no colabora. Lo del spot publicitario, creo
que tendré que buscar a alguna ingenua doncellita y usted hará el
papel de monstruo persiguiéndola como la acusen de los cuatro
asesinatos. —Ella alzó la mano armada con el pisapapeles, pero
Nead atajó con ironía—: Cuidado, no se le vaya a escapar. El
asesinato de un teniente de homicidios resulta mucho más difícil de
perdonar.
Roger abrió la puerta y salió a la pérgola, cerrando tras de sí.
Escuchó un fuerte golpe contra la madera y se dijo que era una
suerte que la puerta no fuera de cristal.
Linda Pearl subió la escalera rápidamente.
En su habitación encontró a un hombre de elevada estatura y
muy bien musculado. Su rostro era de trazos duros y si no resultaba
hermoso era a causa de unas feas cicatrices que lo cruzaban en
distintas direcciones.
—¡Jack, ha estado aquí la policía!
—¿Y cuántas estupideces le has dicho a ese policía? —preguntó
siguiendo con la mirada el «Chevrolet» descapotable que se dirigía a
la puerta.
—Nada, no le he dicho nada, pero él hacía preguntas.
—¿Qué clase de preguntas? —inquirió con dureza, pues el tal
Jack no parecía tener muchas contemplaciones con la estrella.
—Quería saber los nombres de todos los que trabajamos en la
película.
—¿Y tú qué le has contestado?
—Que no me acordaba, que no tengo obligación de saberlo.
—Espero que seguirás con la boca cerrada.
—Pero Jack, ese hombre volverá y me ha prometido arrestarme
si no le doy los datos que pide.
—¿Y bajo qué cargos te arrestará?
—Homicidio, de cuatro asesinatos.
—¡Estúpida!
—¡Jack, no te consiento que me insultes ni que me pegues como
antes!
—¿Ah, no? Pues ve con tu madre y llora en su regazo de criada.
—¡No insultes a mi madre!
—¿Insultarla yo? Pero ¿quién la emplea de chacha en tu casa?
Vamos, vamos, que si se enteran de que ese bípedo con cara de
cerdo es tu madre, ni dando crédito al Banco Nacional te contratan
para una película.
—¡Eres un grosero, un insolente!
El hombre, dándose cuenta de que había sido demasiado duro
con la fémina, se le acercó para acariciarle las mejillas. Después de
todo, le interesaba estar a bien con ella, ya que vivía en su casa.
—Cariño, si te he llamado estúpida es porque lo eres. Ese oficial
no puede acusarte de unos asesinatos que no has cometido, lo que
sucede es que te ha visto la cara de campesina que tienes.
—¿Campesina yo? ¡Seré la estrella más rutilante de Hollywood!
—protestó enfática.
—Bueno, como quieras —dijo ya, tomándola por imposible—,
pero mantén tu boca cerrada, que ese oficial no te detendrá a menos
que cometas alguna tontería que le dé motivos para hacerlo. Ahora
disculpa, cariño, tengo que ir a visitar a alguien.
—¿Te marchas?
—Sí, ya te lo he dicho.
Ella se le colgó del cuello y lo besó en la boca. El tuvo que
aguantar pacientemente lo que al parecer no le satisfacía demasiado.
—Tengo miedo. Cuatro asesinados de los que estuvimos en
Centroamérica. Puede que yo sea la próxima.
—No temas, cariño, yo me encargaré de que el asesino no se fije
en ti.
—¿Cómo me protegerás, Jack?
—Si le veo, diciéndole quién es tu madre.
Rápidamente, abandonó la estancia alejándose de la enfurecida
Linda Pearl.
Conduciendo su «Chrysler», Jack se alejó de Beverly Hills para
rodar por el centro de Los Ángeles, el Wilshire Boulevard,
deteniéndose ante una de las más lujosas joyerías de la ciudad.
Decidido, aunque mirando alrededor disimuladamente, penetró en
el establecimiento, dentro del cual la gente hablaba en voz baja, como
si estuvieran dentro de un santuario.
Tres elegantes dependientes vestidos de negro atendían a los
clientes mostrando con sumo cuidado las joyas, envueltas en
terciopelos negros o sacadas de estuches ya de por sí valiosos.
—¿Qué desea, señor? —le preguntó un dependiente que
apareció entre unas cortinas.
—Ver a Holloway. Me llamo Jack.
—Un momento, señor, veré si el patrón puede recibirle.
Jack no tuvo que esperar mucho. Pronto fue conducido al
despacho del tal Holloway, quien lo recibió puesto en pie, con la
diestra extendida y una amplia sonrisa.
—Siéntese, es usted bien recibido en este despacho. —Se
encaró con el empleado y agregó—: Qué no nos moleste nadie por
ningún motivo.
—Sí, señor Holloway, cuidaré de ello.
Cuando el dependiente hubo salido, Jack se sentó en la butaca
cómodamente. Con aire seguro, casi de superioridad, observó al
joyero.
Holloway era todo lo contrario que él. Calvo, menudo, usaba
gafas y su naturaleza debía ser débil, aunque también era distinto a
Jack, pues poseía una elegancia innata de la que éste carecía.
—Su mercancía es buena y el mercado la absorbe con bastante
facilidad.
—No diga buena, Holloway, sino excelente. Ha tenido usted
suerte de que me fijara en usted para colocarla —replicó Jack
procurando ser él quien gobernara el diálogo.
—Sin embargo, se corren muchos riesgos. Esto es contrabando.
Las gemas no han pagado impuestos al entrar en el país y resulta
algo peligroso.
—Pero usted las vende como churros, como dirían en el barrio
donde me crié.
Holloway carraspeó.
—¿Seguirá proveyéndome de más mercancía?
—Sí. Tengo esmeraldas de más grueso tamaño que las que ya le
he traído.
—¿Sería indiscreto preguntarle de dónde las saca?
—Sí, muy indiscreto. Usted limítese a comprarme y a vender
después. Gana lo suficiente como para no cometer la tontería de
querer ser indiscreto.
—Bien. ¿Cuándo me las traerá?
—Primero, cobraré el segundo envío que le hice.
—¿No se fía? —le preguntó sonriente.
—Con el dinero nunca me he fiado de nadie, el negocio es el
negocio. Yo le dejé la mercancía sin cobrarle, claro que si usted me
hubiera hecho una jugarreta la habría pagado con su vida, pero yo me
fié de usted y ahora quiero cobrar. Luego traeré más mercancía y
será tan espléndida en cantidad como en calidad. Le van a temblar
las manos cuando la vea. Estoy seguro de que sus agentes
comerciales en Europa se las quitarán de las manos. Quizá algún
reyezuelo de los que quedan todavía en el bajo Oriente o en Europa
se las compre para su corona. No hace mucho, en la coronación de
una emperatriz, se gastaron mucho dinero en adquirir gemas para la
corona.
—Bien, bien, haré lo que pueda. No siempre es fácil vender
cuando es de contrabando, pero, como usted ha dicho, terminemos el
pacto comercial del segundo envío.
—Sí, he venido a cobrar. En otro momento le traeré la
mercancía.
—¿Quiere cobrar en cheque?
—No, en billetes, tal como le dije.
—Lo tengo preparado.
—Supongo que no se habrá olvidado de la cantidad.
—Por supuesto que no.
El despacho del joyero era muy elegante y espacioso.
Grandes cortinajes oscuros cubrían las paredes como si la
estancia fuera un gigantesco estuche que tuviera que guardar una
gran joya.
Holloway tiró de un cordón y uno de los cortinajes se desplazó,
dejando al descubierto una pared en la que había empotradas tres
cajas de caudales de regular tamaño.
—Es usted precavido.
—Sí. Si viene algún ladrón sólo tendrá tiempo de abrir una caja
en caso de que lo consiga. Es más seguro así que una sola caja
fuerte tan grande como las tres.
—De veras es usted un tipo listo.
Cubriendo con su espalda la combinación, Holloway abrió la caja
y extrajo dos maletines de piel negra que llevó hasta la mesa.
Entregó las llaves a Jack.
—¿Está todo?
Mientras Jack abría los maletines, más para ver los billetes que
para contarlos, Holloway respondió:
—Sí, un millón trescientos cincuenta mil dólares. Es el precio que
se convino de antemano por todo el lote del, segundo envío.
—Perfecto. Creo que vale la pena hacer tratos con usted.
—Espero que no se olvide de mí en ese nuevo envío del que me
ha hablado. En cuanto vea las gemas tasaremos su importe y, como
en los tratos anteriores, se le pagará cuando la mercancía haya sido
vendida.
Jack tomó ambos maletines y abandonó la joyería. Todo lo que
planeara durante los años que estuviera ausente le salía perfecto, sin
contratiempos.
CAPÍTULO V

Roger Nead pasó al despacho del director de la Klein Limited, un


sujeto muy refinado, de rostro caucásico y barba recortada.
Le recibió con una amplia sonrisa tras su lujosa mesa despacho.
—Pase, pase, teniente. Me han dicho que deseaba verme…
Roger Nead identificó inmediatamente a aquel tipo por la
descripción que le había dado Trewor sobre él, pero prefirió seguir la
entrevista con el mismo cinismo con que le recibía aquel sujeto.
—En efecto.
—Siéntese, por favor. ¿Se interesa ahora por las estadísticas?
Le advierto que la Klein Limited hace unas estadísticas casi perfectas,
sólo cometemos el error de un uno por ciento. Muchos políticos y
financieros se interesan por nosotros y nos encargan trabajos muy
difíciles que sacamos adelante, desde cuántos transistores compra
determinado grupo de personas a los votos que se llevará tal o cual
político. Es una labor ardua.
—Pero que deben cobrar bien, a juzgar por el lujo de sus
oficinas.
De pronto se abrió una puerta lateral y apareció un sujeto no tan
elegante como el director de la empresa.
Impulsivamente exclamó:
—¡Me han dicho que ha venido la «poli»!
—Sí, aquí estoy —se presentó el propio Nead, viendo la mueca
de sorpresa y desagrado de aquel hombre de aspecto fornido.
—Teniente, Jeckins es mi brazo derecho, es el segundo en la
empresa.
—Entonces, puede quedarse en nuestra conversación.
—Si a usted le parece…
No obstante, el hombre de la barba miró de reojo a su ayudante,
lanzándole un mudo reproche que el otro captó y Roger también. Su
presentación no había sido muy feliz.
—Resulta que me han hablado de ustedes —prosiguió Nead.
—Ya le he dicho que estamos a su disposición. A veces también
trabajamos para el Gobierno. Somos una entidad privada pero
realizamos estadísticas de todos los tipos, siempre que se nos pague
bien, desde luego.
—¿También hacen estadísticas de los hombres condenados a
muerte por enfermedad?
El disparo en forma de pregunta que había lanzado Nead afectó
al tal Jeckins que palideció, no así el de la barba recortada, que
encajó el golpe con naturalidad.
—Es una estadística un poco extraña la que nos propone, pero si
le interesa podríamos realizarla. Nos atrevemos con todo.
—De eso estoy seguro.
—Teniente, ¿ha venido a contratar un trabajo o a interrogarnos?
—inquirió Jeckins impulsivo.
—He venido tan sólo a conversar.
—En ese caso, tendrá que volver en otro momento Ahora
tenemos mucho trabajo —gruñó Jeckins.
—Por favor, por favor, no seas tan impulsivo —clamó el de la
barba. Luego se encaró con Roger—: Discúlpele, es muy activo y
cuando considera que está perdiendo el tiempo se irrita un poco y
resulta algo descortés.
—Sí, yo también considero que el tiempo es oro y me gustaría
ver ya en la cámara de gas al asesino del teniente Michael.
—¿Viene en acto de servicio? —preguntó Jeckins.
—Es posible. —Hizo una pausa y prosiguió—: Sucede que
alguien me ha contado que existen unos maquiavélicos personajes que
contratan a determinadas personas aprovechándose de sus
problemas para asesinar a otros.
—¿Está hablándonos de asesinatos? —preguntó el de la barba.
—Sí. Es una agencia dedicada a las estadísticas y que obtiene
ciertos extras económicos haciendo de intermediaria en determinados
crímenes, crímenes que paga un tercero, claro que le cuesta caro,
pero es un medio de seleccionar a los posibles clientes y a los
personajes contratados, que reciben cincuenta mil dólares por crimen.
—¿Y por qué nos cuenta todo esto, teniente? Sé que es muy
interesante y a la vez complicado, pero no comprendo el motivo que le
ha conducido a este despacho.
—Es que me han contado que la agencia que contrata tales
asesinatos se llama Klein Limited.
—¡Teniente! —cortó ahora bruscamente el de la barba, mientras
el otro perdía el color de sus mejillas—. Creo que se propasa en sus
atribuciones.
—Yo de ustedes iría buscando un buen abogado. Van a tener
problemas.
Jeckins inquirió:
—¿Es que piensa arrestarnos?
—Ustedes no son tontos y saben que necesito pruebas para ello,
pero las obtendré y entonces sí quedarán arrestados. No se les vaya
a olvidar que cuando se comete un delito y muere un oficial de la
policía, se paga, y muy caro. Si quieren, les explico el funcionamiento
de la cámara de gas. Sé que es algo morboso, pero quizá les sirva de
algo.
—Es usted muy amable, teniente, y por lo tanto se marchará
ahora mismo de esta oficina. Si es cierto que piensa arrestarnos,
tráigase una orden y no se olvide de las pruebas.
—Sí, eso estoy pensando, pero creo que un testigo de cargo
bastará para convencer a un fiscal. En fin, caballeros, no se cansen
haciendo sus estadísticas. Las penitenciarías del Estado tienen unas
buenas celdas en las que se veranea estupendamente, claro que si se
va a la cámara de gas se descansa para el resto de la eternidad.
Abandonó el despacho antes de tener que oír algunos
improperios.
Estaba seguro de que no había errado con aquellos sujetos.
Ellos, en su papel de intermediarios, semejaban no temer a la justicia,
pues era difícil demostrar su culpabilidad en los crímenes, ya que ni
habían sido ellos los ejecutantes de las víctimas ni los que salían
beneficiados con la muerte de las mismas.
El sargento Gorg le aguardaba impaciente en la estación de
policía. Apenas había entrado en su despacho le abordó:
—¡Teniente, he averiguado cosas muy interesantes!
—¿Como qué? —preguntó Nead, dejándose caer en su butaca,
en la que se sentía más a gusto.
—¿Sabe cómo se llamaba en realidad el primer actor Jackson
Boud?
—Thomas Smith Roonsony, pero como resultaba un nombre poco
artístico, se lo cambió.
El sargento abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Lo sabía? —preguntó desilusionado, pues esperaba darle un
notición.
—Sí.
—¿Cómo lo ha averiguado?
—Simple intuición.
—Con esa intuición, yo apostaría a las carreras.
—Vamos, vamos, Gorg, no soy un brujo, simplemente hago mis
deducciones.
—Entonces, ¿qué opina, que Marvin Trewor ha mentido con
respecto al nombre que vio escrito en el contrato del crimen?
—No; Trewor dijo la verdad. Ha cometido un tropiezo irreparable
que ha embarrado el fin de su vida, pero no miente. Diría mejor que
no sabe hacerlo, por ello se niega a hablar de los seguros.
—En ese caso, el tal Thomas Smith, alias Jackson Boud…
—Está vivo. Por lo visto, no murió en Centroamérica. —Hizo una
pausa y agregó—: Sargento, ese hombre debió ser un mal actor, un
principiante sin éxito, porque yo no recuerdo haber visto su rostro en
ninguna parte.
—Yo tampoco.
—En ese caso, tu tarea va a consistir en buscar una fotografía
del tal Jackson Boud.
—¿Dónde?
—En el sindicato de actores o en las firmas cinematográficas.
Esa clase se actores, para poder conseguir un papel, van enviando
fotografías suyas a las productoras y ellas las archivan con método,
quizá en alguna de ellas encuentre la foto que buscamos.
—¿Y luego?
—Posiblemente demos una orden de búsqueda y captura a toda
la policía. El capitán Houston se ofreció a poner a nuestra disposición
la máquina policial.
—Pero si buscamos al tal Jackson Boud, deberemos tener una
prueba para su arresto.
—Quizá la tengamos cuando sea el momento oportuno, claro que
para que todo fuera mejor sería preciso arrestar a Jackson Boud y
luego, con su testimonio y el de Trewor, podríamos detener a los de
la Klein Limited, que en realidad son los más peligrosos y los que
están metidos en estos crímenes con más frialdad. Pero, se saben
protegidos, demasiado protegidos, tanto que ya no les importa que se
les conozca. Parece una jactancia.
—Algo leí de esto en una novela policíaca. A veces, la jactancia
pierde al asesino, poniéndole en evidencia.
—Esperemos que esta vez suceda lo mismo y nosotros
colaboraremos dándole empujoncitos. De momento, he preparado
unos fuegos artificiales, sólo falta quien los encienda.
—¿Habrá tiroteo?
—Si lo hubiera y cazáramos al culpable, sería el segundo
arrestado en este caso y quizá una prueba firme para seguir adelante.
—Magnífico, teniente. Es usted muy astuto.
—Gorg, no hace falta que me des coba. Después de la muerte
del teniente Michael y el ascenso de otro oficial teniente al puesto de
capitán, tendrás tu puesto de teniente seguro.
—No me satisface ese puesto cuando lo debo a la muerte de un
compañero.
—Tienes razón, a mí tampoco me agrada, pero hay que seguir
adelante y en especial yo tengo el ansia de desenmascarar a toda
esa organización. Cuando el crimen se organiza, cuando se establece
como empresa, como sucedió en Chicago en tiempos de Capone y
Anastasia, corren ríos de sangre. Se pierde el respeto a la vida del
prójimo, cunde el miedo y el terror y el ciudadano común deja de
confiar en los estamentos policiales que, deben protegerle, ya que
para eso nos pagan.
—Teniente, preséntese a gobernador. Si suelta uno de esos
discursos tiene los votos asegurados.
—No digas tonterías, Gorg.
Roger Nead sacó un cigarrillo tendiendo antes la cajetilla a su
subordinado, quien también tomó uno.
Tras comenzar a fumar fue el sargento quien expuso:
—Ha llegado un personaje interesante a la ciudad. Los periódicos
y revistas van a escribir mucho sobre ella e incluso puede que, ante la
publicidad gratuita del caso, le ofrezcan algún papel en una película
donde la economía no esté demasiado fuerte como para escoger a
una actriz cotizada. Será un descubrimiento.
—¿Me estás hablando de Elsie Trewor?
—Sí. Me han avisado telefónicamente de su llegada al hospital.
Los buitres de las agencias de seguros van a caer sobre ella y
tratarán de asustarla.
—Será bueno que vaya a verla. Después de todo, voy a pasar la
noche en el hospital.
—Que le sea leve, teniente. Las noches de guardia suelen ser un
poco duras.
—¿Ah, sí? Pues prepárate, que vas a venir conmigo.
—¿Yo? Precisamente mi mujer tenía una fiesta preparada para
esta noche y me había prometido una tarta de las que ella hace.
—Entonces, agradécemelo. Tu estómago se librará del martirio
—arguyó irónico, al tiempo que abandonaba el despacho para
dirigirse al hospital. Al llegar a la puerta se volvió para decir—: Echa
una cabezada. Por la noche te necesito bien despierto. Por teléfono
ya te daré más instrucciones.
CAPÍTULO VI

Por el hospital ya no merodeaban sólo los inspectores de


agencias de seguros que trataban de resolver aquel difícil e intrincado
caso. Un hombre iba a morir en plazo breve. Lo mismo podía durar
horas que un máximo de un mes, pero dependía del tipo de muerte
para que se originara una pequeña catástrofe en el mundo de los
seguros.
Los segundos pajarracos que habían acudido al hospital eran los
reporteros gráficos. Las enfermeras se habían atildado y embellecido
al máximo por si tenían la oportunidad de quedar deslumbradas por
un «flash».
—Será mejor que entre por otra puerta —se dijo Roger Nead.
Sin embargo, los agentes habían despejado el corredor frente a
la habitación del enfermo.
Consiguió pasar sin ser abordado por los que esperaban noticias.
El agente que custodiaba la puerta le saludó y le franqueó la entrada.
Dentro de la habitación había dos personas. El moribundo, que
no había perdido el raciocinio, aunque en aquellos instantes dormía
pesadamente gracias a una droga que le habían inyectado para
calmar su dolor, y una mujer.
—¿Elsie Trewor?
La chica resultó ser una escultural rubia de ojos verdes y labios
generosos. Su mirada era inteligente y su aire moderno, aunque
debido a la situación, se había vestido con una indumentaria más
seria que no restaba un ápice a su hermosura natural.
—Sí —asintió la fémina con gravedad.
—Soy el teniente Roger Nead.
—Magnífico —aplaudió con ironía y cierta amargura que no
trataba de ocultar.
—Elsie —hizo una pausa, como tratando de hallar las palabras
más adecuadas—. Yo fui instruido en la milicia por su padre y había
visto muchas veces la fotografía que tenía de usted. Su padre la
mostraba con gran orgullo, aunque la verdad es que la chica de la foto
no se parece en nada a la mujer que estoy contemplando.
—¿Y qué quiere ahora, que me ruborice y esponje ante sus
halagos? Teniente, no soy una estúpida, como usted cree. Todas las
mujeres no corremos como histéricas tras los ídolos de moda, ni nos
estremecemos ante el halago fácil de un mal galán.
—No ha sido mi intención ofenderla —lamentó Roger, dándose
perfecta cuenta de que aquella mujer no era como las otras.
Estaba mucho más segura de sí misma, pero no por simple
ignorancia del resto del mundo, sino porque sabía el lugar justo que
ocupaba en la sociedad.
—Llevo dos horas aquí y aparte de ser importunada y
amenazada por una serie de señores, no se me ha dicho por qué está
mi padre en calidad de arrestado, cuando su estado es tan crítico.
—Elsie, el problema es difícil, muy difícil. Las agencias de
seguros están con problemas.
—Sí, ya me han dicho que si mi padre muere a causa del
accidente soy beneficiaría de cinco millones de dólares.
—¿Y qué le parece esa cantidad?
—No soy ninguna tonta. Sé que con una cantidad semejante
desaparecen los problemas económicos de una vida, pero la vida de
mi padre está ante todo.
—Una respuesta que la favorece, pero si hemos de proseguir
este diálogo será mejor hacerlo en otra parte. Su padre podría
despertarse.
—Bien —aceptó ella.
Salieron de la estancia y Roger, que ya conocía bien el lugar, la
condujo a una pequeña salita privada.
Allí se acomodaron en un sofá, teniendo el hombre buen cuidado
de cerrar la puerta para que los que aguardaban no se echaran sobre
ellos.
—¿También teme a los periodistas y a los inspectores de
seguros? —preguntó Elsie con sarcasmo.
—Sé que están presionando mucho y francamente le diré que
tengo más problemas de los que desearía y la mayor parte de ellos
me los ha causado su padre, aunque a usted le sepa mal el oírlo.
—¿Acaso mi padre no podía hacer un seguro a mi favor? Soy su
hija. Toda la vida me ha cuidado y si estudio en la universidad ha sido
gracias a él.
—Lo sé y aplaudo su actitud, pero los problemas no están en esa
clase de acciones. ¿Sabe usted la cantidad de dinero que ha debido
abonar su padre para que usted salga beneficiada con su muerte?
—Pues no, no estoy al corriente de los pagos de seguros.
—Su padre, en un solo día, ha pagado más de cuarenta y cinco
mil dólares. ¿No le parece extraña esa cifra?
Ella no pudo por menos que parpadear, asombrada.
—¿Cuarenta y cinco mil dólares? ¡Cuánto dinero! ¿De dónde lo
habrá sacado?
—Eso mismo se lo preguntan todos los que aguardan afuera.
Este caso ya ha salido en primera página de la prensa y seguirá
siendo candente hasta que termine. Usted les proporcionará
excelentes fotografías, ya que es hermosa, pero permítame
aconsejarla que haga oídos sordos a los cantos de sirena. Niéguese a
contestar a los periodistas con cualquier pretexto o la despedazarán
en sus artículos. Cualquier palabra por su parte, que se preste a
doble sentido, les servirá para convertirla en algo espantoso.
—Sé cuidarme sola.
—Lo creo, pero nunca está de más un consejo a tiempo.
Conozco bien a los que la aguardan. Ahora, continuemos hablando de
su padre. ¿Últimamente él no le ha dicho nada?
—Sólo que estaba jubilado; la verdad es que a mí me pareció
demasiado joven para el retiro forzoso del ejército.
—Elsie, su padre la quiere mucho y ha preferido mantenerla
ignorante.
—¿Ignorante de qué?
—Mejor será que se lo cuente todo antes de que se entere por lo
que digan los titulares de la prensa sensacionalista.
—Si se refiere a la cruel enfermedad que padece, lo sé. Los
periódicos han dicho algo sobre eso, pero el doctor me lo ha aclarado
más.
—Bien, su padre estaba enfermo, condenado a muerte.
Abandonó su empleo en el ejército y, como animal herido, ha ido
escondiéndose, buscando un lugar donde morir.
—No me agrada el modo en que me lo representa.
—Pues es cierto y lo peor de todo es que alguien sin escrúpulos,
que conocía su situación, ha sabido aprovecharse de ella.
—¿Tiene algo que ver con los seguros?
—El asunto de los seguros ha sido una idea de él. Poco sabían
los agentes de seguros la que se iba a organizar cuando él firmaba
contratos. Dio la campanada, sí, señor.
—Entonces, ¿de qué se aprovechó ese sujeto de que me habla?
—En realidad, no es un sujeto, sino una organización. Le
explicaré cómo ha conseguido el dinero para abonar las cuotas.
—No me dirá que robó…
Roger vio la mano perfecta, nívea, de la mujer, engarfiada sobre
el brazo del sofá. Parecía como si aferrándose a la tela hallara más
fuerzas para no caer en un vacío que llenara su cuerpo de nubes
tormentosas.
—Sé que voy a hacerle mucho daño, Elsie, pero lo que le diré
todavía no se ha notificado a la prensa. Guardo el secreto porque
estoy llevando a cabo una concienzuda investigación que ha de
culminar en la captura de unos indeseables, de los causantes de la
actual situación de su padre. No es la ley, la justicia ni la policía en sí,
la culpable de lo que sucede, no; son esos delincuentes sin
escrúpulos. Por ello, quiero su palabra de que guardará el secreto
hasta que la propia policía de el comunicado oficial.
—De acuerdo, tiene mi palabra. Ahora, siga adelante. Estoy
preparada.
Roger Nead se dijo que aquélla era la situación más delicada con
que se había encontrado a lo largo de su vida.
Se hallaba frente a una hermosa mujer, sensata, instruida, que
adoraba a su padre, y precisamente tenía que decirle:
—Su padre ha cometido homicidio en la persona de un teniente
de la policía.
—¡No! —Fue la exclamación incontenible y espontánea.
—El mismo lo confesó, lo que está ayudando mucho a la
investigación, pero si quiere hacerme caso, no le diga a él que lo
sabe. Sufrirá menos en este poco tiempo que le queda.
Toda la entereza de la joven se desmoronó y aunque
silenciosamente, las lágrimas fluyeron torrenciales por sus hermosos
ojos mientras dejaba que fuera el sofá quien sostuviera su espalda.
Un dolor intenso se reflejó en su actitud. Roger respetó su
silencio hasta que ella lo rompió con palabras apenas audibles, medio
ahogadas por el llanto, mientras las pupilas verdes se clavaban en la
sencilla lámpara acoplada al techo.
—¿Estaba consciente del crimen que cometía?
—Me temo que sí… Fue un crimen premeditado, con rifle de
precisión y mira telescópica. Todo estaba preparado y él parapetado
en una terraza. Si le sirve como descargo, sepa que él no conocía a
la víctima ni sabía quién era. Para él fue como disparar al tiro al
blanco.
—Pero, Dios mío, ¿por qué lo hizo, por qué?
—Sabía que se moría y quería que por lo menos usted pudiera
aprovecharse de su muerte.
El llanto estalló desconsolador. Elsie escondió la cara entre sus
brazos mientras apoyaba éstos contra el brazo del sofá.
Roger Nead creyó conveniente dejarla sola para que desahogara
su pena y se dirigió a la habitación del exsargento.
—¿Ha entrado alguien? —preguntó al agente.
—El doctor Lemon está dentro.
Lemon observaba en silencio el gráfico de temperaturas mientras
Marvin Trewor dormía pesadamente. Al oír abrirse la puerta, se giró
hacia ella.
—Buenas noches, teniente Nead.
—¿Cómo va el paciente?
—La situación se complica cada vez más.
—¿Existe el peligro de un desenlace rápido?
—Sí.
—No me gustaría; sin embargo, sé que es inevitable.
—Totalmente inevitable —corroboró el galeno.
—¿Cree que mañana podrá recibir a varias personas?
—¿Para qué?
—Precisa testificar, hacer una declaración ante testigos que
luego puedan presentarse a una corte.
—Si la conversación no es muy larga, sí. Después de todo, no se
puede salvar, la ciencia es impotente en este caso. Incluso, las
heridas sufridas en el accidente han sido muy graves y no se ha
podido intervenir quirúrgicamente, pues su organismo no hubiera
resistido.
—¿De qué cree que morirá?
—Lo siento, teniente, pero esta respuesta que sé vale cinco
millones de dólares, deberá darla el médico forense y no yo.
Lógicamente, en un caso tan excepcional como éste, el médico
forense ha sido avisado ya para que en el momento justo en que se
produzca la muerte venga a diagnosticar, y lo hará ayudado por dos
colegas suyos catedráticos en medicina. El caso es difícil e incluso, a
parte de la cuestión económica, existe el problema de la publicidad.
Afuera hay una nube de periodistas que desean llenar sus columnas
con algo, sea lo que sea. El Colegio de Médicos de Los Ángeles no
va a permitir que quede en entredicho nuestra profesión, nuestra
eficacia, ya que también algunos empiezan a murmurar infundios.
—¿Como el de que las agencias de seguros tratan de
sobornarles a ustedes para que Trewor muera de enfermedad y no
de accidente?
—Sí, y eso es falso totalmente. Sólo la naturaleza decidirá esta
suerte.
—Es algo así como la ruleta. La bola baila y será buena para
unos y mala para otros.
—Y mientras, nadie se preocupa de la verdadera humanidad de
este hombre, sólo se apuesta para saber de qué morirá. Enfermos
encamados en otros pisos que se han enterado de la noticia,
apuestan entre ellos. Es una situación que da asco.
—Respeto sus sentimientos, doctor, pero le aseguro que sí hay
personas que se preocupan por la humanidad de este hombre.
—¿Se refiere a la hija?
—Sí, a ella, y a mí también. Este hombre fue en ciertos
momentos algo así como un padre para mí. Yo traté de ayudarle
cuando la situación estaba ya mal… En fin, sólo quiero decirle que
alguien le aprecia por sí mismo y le perdona sus errores, aunque no
por ello se le quiten las responsabilidades a que se ha hecho
acreedor.
—Creo que en principio le juzgué mal, teniente, lo confieso. Había
oído hablar mucho del joven teniente Nead. Cada caso un éxito, es la
frase que le han adjudicado.
—Supongo que algún día tendré que sufrir algún tropiezo.
—Confío en que no sea así ahora que, le conozco mejor.
—No me abrume, «doc». —Volvió la cabeza hacia el moribundo y
preguntó, desviando la conversación—: ¿Cuándo despertará?
—Posiblemente dentro de un rato, quizá una hora, o si su
organismo está muy fatigado puede que no abra los ojos hasta que
nazca el nuevo día. Por esta noche no se le administrará ningún
medicamento, salvo la gota a gota de glucosa que ya tiene conectada
en el brazo.
Roger Nead observó aquella bolsa de plástico puesta boca abajo
y de la que partía un tubo que terminaba en una fina aguja que se
hundía en la vena del brazo del herido, alimentándolo de esta forma.
—¿No le administrarán más estimulantes o medicamentos?
—No, no le son necesarios en estos instantes y le harían más
daño que bien. Sus heridas están bien vendadas y la droga que ya
corre por su sangre le hace dormir, alejándole el dolor. Créame,
teniente, la muerte de este hombre va a ser en la cama, pero no
plácida en cuanto a dolor se refiere. Nosotros haremos cuanto esté
de nuestra mano para que sufra el mínimo posible.
En aquel momento se abrió la puerta y ambos hombres desviaron
sus miradas para ver quién entraba en la habitación.
Elsie Trewor aparecía más serena y sólo en sus ojos podía
observarse la desmoralización de hacía unos instantes.
—¿Cómo sigue? —musitó, tratando de no delatar lo quebradizo
de su voz.
—Durmiendo, no siente dolor —explicó el galeno—. Cuanto más
duerma, mejor para él. Además, tantas personas en esta habitación
es nocivo para su padre. Le gastamos el aire que él precisa, y aunque
ya no podemos salvarlo, es deber de los médicos hacer vivir a sus
pacientes el máximo de tiempo posible.
—Comprendo —aceptó ella, bajando la cabeza.
—Si me acompaña, la invito a cenar —propuso el teniente—. Hay
un pequeño restaurante en el bajo del hospital, ¿no es cierto, doctor?
—Sí, su minuta es frugal, pero les irá bien si han de permanecer
aquí el resto de la noche.
Ella bajó la cabeza, asintiendo. Estaba muy lejos de tener
apetito, pero no deseaba quedarse sola, y ya que con su padre no
podía estar, aceptó la compañía de Roger Nead, el hombre que la
había herido como si la traspasara con un hierro candente. Sin
embargo, no podía culparlo; él sólo había cumplido con su deber.
El doctor Lemon les dejó en el corredor y ellos, utilizando una
solitaria escalera, descendieron al restaurante.
CAPÍTULO VII

El agente que custodiaba la puerta consultó su reloj.


Era la hora del relevo, de un momento a otro aparecería el que
habría de sucederle en la guardia, una guardia por demás tranquila,
sólo turbada por los molestos periodistas e inspectores de seguros.
Oyó ruido y miró hacia el fondo del pasillo.
Por él apareció un hombre vestido de blanco que empujaba un
carrito de curas sobre el que bailaban diversas ampolletas e
instrumentos brillantes que al agente no le hicieron ninguna gracia.
El agente creía que el hombre vestido de blanco pasaría de
largo, mas éste se detuvo frente a la puerta de la habitación de
Marvin Trewor.
—¿Adónde va?
—Soy un enfermero. Por orden del doctor Lemon voy a ponerle
una inyección de antibióticos y a revisar cómo está el enfermo.
—Pase.
El propio agente franqueó la puerta al enfermero.
—Puede cerrar, agente, yo le avisaré al salir.
El policía cerró cuando a pasos rápidos llegaba el agente de
relevo, que tomó su puesto.
—Ya era hora. Creí que no ibas a venir nunca —gruñó al
compañero al que conocía bien.
—Si sólo me he retrasado unos minutos… Estaba abajo en el
restaurante tomando un café.
—Pues ahora voy a tomarlo yo —replicó el agente que dejaba el
servicio.
Abandonó el corredor y en el ascensor bajó rápidamente.
Al entrar en el restaurante descubrió a la hija de Trewor
acompañada en la mesa por el teniente Nead.
Éste, al verle, le interpeló:
—¿Cómo sigue todo arriba?
—Muy bien, teniente. Acaba de entrar un enfermero para darle
un antibiótico.
—¿Un enfermero para darle un antibiótico? —repitió Nead,
frunciendo el ceño.
—Sí, eso ha dicho. Es por orden del doctor Lemon.
—¡Por todos los diablos, el doctor Lemon ha dado orden de no
administrarle nada! ¡Sígame, agente!
Como una exhalación, Nead abandonó el restaurante.
Elsie le llamó, pero Roger no tenía tiempo para atenderla. El
agente corrió tras él temiendo que algo malo había sucedido a juzgar
por el rostro del oficial.
Nead se encontró con que el ascensor estaba en funcionamiento
y no quiso esperar. Sabía que su tiempo era precioso, un segundo
podía dar paso a la muerte.
Echó a correr escaleras arriba. Tras él jadeaba el agente, menos
ágil que él.
Irrumpió a la carrera por el pasillo y ni siquiera respondió al
agente que montaba guardia. Entró como una tromba en la habitación
y encontró al falso enfermero oprimiendo una almohada sobre el
rostro del moribundo, para acelerar su muerte.
Al verle, el homicida quedó estupefacto. No reaccionó a tiempo y
tuvo que encajar un puñetazo que lo lanzó por el aire. Por su parte, el
agente apartó la almohada del rostro de Trewor y allí se inició una
lucha a muerte, pues el asesino estaba decidido a todo.
—¡Quieto! —ordenó el agente, sacando su pistola y
encañonándolo.
—Tendrán que matarme —rugió aquel tipo.
—No disparen, déjenmelo a mí. Lo quiero vivo —advirtió el
teniente, inmovilizando a los dos agentes en la puerta.
Éstos impidieron la huida del homicida.
Roger se aproximó lentamente al tipo vestido de blanco. Éste, de
un salto, se acercó a la mesita de ruedas y tomó un afiladísimo bisturí
para incisiones profundas.
—Si se me acerca, lo abro en canal —advirtió.
—No seas estúpido. Por asesinato vas a la cámara de gas, pero
por intento de asesinato sólo pasarás unos años en la cárcel —dijo
Roger, adelantándose poco a poco, pulgada a pulgada.
Aquel tipo acorralado era como un animal furioso y herido,
dispuesto a matar.
—Cuidado, teniente, ese sujeto va a operarlo gratis si se
descuida —masculló el agente que había bajado al restaurante.
Nead se acercó cada vez más y tuvo que saltar como un felino
para que el bisturí no se hundiera en su estómago.
Al mismo tiempo, un golpe de karate contra la nariz del frustrado
homicida hizo que éste diera vueltas entre gruñidos de dolor.
Nead le propiné un puntapié en la mano armada y el bisturí saltó
por el aire.
El sujeto trató de golpear a Nead en el rostro y sólo consiguió
acertarle en el hombro, empujándolo hacia la pared mientras su nariz
sangraba.
Nead le vio la intención de saltar por la ventana y se tiró a sus
pies derribándolo. Poco después, tras un codazo y dos puñetazos, lo
sujetaba con una llave de judo.
—Agente, póngale las esposas.
El policía se apresuró a obedecer y el delincuente quedó bien
sujeto. Elsie, más lenta, acababa de irrumpir en la habitación.
—¡Padre!
—Creo que hemos llegado a tiempo —le dijo Nead, acercándose
a la cama y comprobando la respiración algo más lenta pero
continuada del moribundo, que seguía inconsciente gracias a la droga
que le había inyectado el propio Lemon para que descansara.
—Pero, han tratado de asesinarlo, ¿no es cierto?
—Sí, y ese tipo pronto nos va a explicar por qué motivo. Agente,
llévelo a la salita pequeña, procurando que no nos vean los de la
prensa. Usted —interpeló al otro agente— prohíba la entrada a todo
el mundo, excepto al doctor Lemon. Si alguien trata de
desobedecerle, dispare sin contemplaciones.
—Comprendido, teniente —asintió el agente de turno,
comprobando con un movimiento instintivo si el revólver seguía en su
sitio.
No pudieron evitar que los periodistas, atraídos por el ruido de la
lucha, se asomaron al corredor.
Al ver detenido al falso enfermero y manando sangre por la nariz,
asomaron las cámaras fotográficas y se produjeron las primeras
instantáneas. Mas pronto aparecieron dos agentes que se hallaban en
la escalera principal para retirar a los curiosos.
Una vez estuvieron en la salita, Roger dejó pasar a la hija de
Trewor y al agente que quedó vigilando la puerta por el lado interior.
Sin contemplaciones, Nead empujó al frustrado homicida contra
uno de los sillones de tapicería plástica.
—Te conviene hablar, amiguito.
—No sé nada.
—¿Nada? Te puede salir pena de muerte. Irás a la cámara de
gas, a menos de que colabores.
—No; conozco mis derechos —dijo ya más calmado—. No
hablaré si no viene mi abogado.
—Tú hablarás, o de lo contrario te empapelo por el asesinato del
teniente Michael.
—¡No, yo no he matado a ningún teniente!
—Pero sí tratabas de liquidar al hombre que yace en una cama.
¿Por qué?
—¡No diré nada, nada, quiero un abogado! —insistió.
—¿Quién te ha contratado para este trabajo?
—¡No lo sé!
—Lo que quiere decir que te han contratado.
—Está bien, sí; me han ofrecido dinero para que ayude a morir a
un hombre que sufre. Creo que a eso no le llaman homicidio, sino
eutanasia.
—No te vas a escapar por ésas, amiguito. Ha habido cinco
asesinatos.
—¿Cinco?
—Sí. Los que te han pagado se dedican a aliviar al prójimo de
sus padecimientos, convirtiéndole en cadáver.
—Yo no les conocía, no les había visto nunca.
—¿Dónde te contrataron?
—En el Shopping Woman «Night Club».
—Conozco el lugar.
—Eso está cerca del Chinatown —intervino el agente que vigilaba
la puerta.
Furiosa contra el frustrado homicida, Elsie interpeló:
—¡Diga quién le pagó para matar a mi padre!
—No lo sé, ya se lo he dicho. En estos casos no prenuncian
nombres, no es prudente.
—¿Te pagaban bien el trabajo?
—Sí —asintió más sumiso, sabiéndose comprometías hasta el
cuello aquel hombre que no hacía mucho abandonara la adolescencia
—. Además, me habían dicho que si me pillaban podía apelar a que
había tratado de aliviar el dolor de ese hombre.
—Tonterías, un crimen siempre es un crimen. Tú te has dejado
involucrar como un estúpido —le espetó Roger Nead.
—Después de todo, nada podrán hacerme. No lo he matado.
—Sí, y eso te libra de la cámara de gas, siempre que
demuestres que no te has metido en más líos que éste. La pena
puede ser de cinco a diez años por intento de homicidio, aunque
podrías tener unos magníficos atenuantes que te rebajarían la pena.
Incluso, si tienes un abogado listo, puedas salir bajo fianza a los seis
meses.
—¿Qué he de hacer? —preguntó vivamente interesado, pues
temía que iba a pasarlo mucho peor.
—Identificar a quien te ha pagado.
—Eran dos —puntualizó.
—Bien. Primero, ¿cuál es tu nombre? Que sea el verdadero, de
nada te serviría empezar a decirme apodos.
—Aldo Benutti, pero me llaman Alben.
Italiano, ¿eh? ¿Nacido en Estados Unidos o en Europa, Aldo?
—En Brooklyn, Nueva York.
—Bien, sigue.
—Eran dos, pero no me han dicho sus nombres. Uno de ellos
tenía unas cicatrices en la cara y parecía muy nervioso, molesto con
el otro tipo.
—¿Qué cara tenía ese otro?
—Pues era corriente, no sé cómo decirle.
—Agente —interpeló Nead.
—¿Diga, señor?
—Vaya a buscar al médico de guardia. Quiero que curen la
herida de la nariz de este sujeto y lo dejen como nuevo cuanto antes.
El y yo tenemos que pasear un rato esta noche.
—¿Pasear? —repitió perplejo.
—Sí. Iremos al Shopping Woman Nigth Club. Y allí vas a
señalarme a los dos tipos de que me hablas en cuanto los veas.
—¡Me matarán!
—Está bien —señaló el teléfono que había sobre la mesita—.
Pide línea a la centralita del hospital y llama a un abogado, pero luego
ya será tarde para ti.
—Está bien, le acompañaré —aceptó Benutti.
—Te advierto que si intentas escapar frenaré tu huida aunque sea
enviándote al infierno.
Se abrió la puerta y apareció el doctor de tumo.
—¿Qué ha sucedido?
—Nada, «doc», que este sujeto se ha dado un golpe al abrir una
puerta, claro que llevaba las manos sujetas a la espalda.
—¿Está arrestado?
—Sí. Se ha hecho pasar por enfermero y ha molestado al señor
Trewor.
El médico no hizo más preguntas y curó a Aldo Benutti.
Dos horas más tarde, ya con ropas normales y acompañado de
Roger Nead, Aldo Benutti se detenía frente al Shopping Woman
«Night Club».
—Métete en esa cabina de teléfono.
—¿Para qué?
—No estás en condiciones de hacer preguntas —repuso Nead,
empujándolo suave pero de modo terminante.
Roger también entró en la cabina y allí, siempre vigilando a su
arrestado, introdujo un níquel en el aparato telefónico y marcó unos
guarismos.
—¿Diga?
—¿Sargento Gorg?
—Teniente, ¿es usted?
—Sí. Ve al hospital y hazte cargo de todo. Yo voy a tener trabajo
esta noche en otra parte.
—Seguro que en alguna sala de fiestas —gruñó Gorg.
—Has acertado. Ah, cuida bien de Elsie Trewor, ha sido un rudo
golpe para la chica.
—De acuerdo, teniente. Si vuelve a llamarme, hágalo al hospital,
marcho ahora mismo.
—De acuerdo y buena suerte. El agente de turno ya le contará lo
que ha ocurrido allí.
Abandonaron la cabina telefónica y se encaminaron a la sala de
fiestas, en la que en aquellos instantes penetraban algunas parejas
ansiosas de divertirse.
—Si entro ahí, me juego el cuero.
—Haberlo pensado antes, amiguito. Cuando uno se mete en un
lío debe saber a lo que se expone. Camina y recuerda que no quiero
tonterías. Podría ser fatal para ti.
—Enciérreme en una celda, es su deber —gruñó Aldo Benutti.
—Mi deber es hacerte pagar caro tus intenciones de homicidio.
Vamos, camina. Ah, y no te preocupes por la cuenta del club: en esta
ocasión paga el Estado.
El local se diferenciaba muy poco de los de su especie.
Poca luz, mucho humo y murmullos de voces que se elevaban por
encima de las notas que desgranaba un conjunto arreglado que lo
mismo podía tocar «jazz» que los últimos ritmos en boga.
Tres parejas bailaban con bastante desenfreno en el entarimado.
—Date una ojeada y dime si ves a los tipos que te han pagado
por el crimen que has tratado de cometer.
Aldo Benutti miró y denegó con la cabeza.
—No veo a ninguno de los dos. Será muy difícil volverlos a
encontrar.
—No tan difícil si tenemos paciencia y aguardamos.
—¿Desean una mesa? —preguntó un camarero acercándoseles.
Al reconocer al delincuente, agregó más familiarmente—: Hola,
Benutti. ¿Traes clientes al club?
—Sí —asintió con algo de nerviosismo—. Búscanos una mesa
discreta, pero desde la que podamos ver toda la sala.
—De acuerdo, síganme.
Subieron a la zona de palcos, separados entre sí únicamente por
unas barandas de madera.
—¿Qué les traigo?
—¿Qué sueles tomar tú, Benutti?
—Ginebra.
—Pues, dos ginebras; la mía con martini.
El camarero se alejó y Roger miró en todas direcciones.
Benutti le secundó, pero sin éxito inicial.
Las parejas que bailaban abandonaron la pista y el conjunto
comenzó a tocar una música más sinuosa y sensual. Se apagaron
algunas luces de la sala y se encendió un cañón lumínico que se
dirigió a la pequeña pista, iluminando de lleno la bailarina que acababa
de aparecer.
En el local, los murmullos aumentaron.
Aquél era el plato fuerte del repertorio, un número de strep-tease
por la estrella del club, una estrella que cubría su rostro con un
plateado antifaz.
Tenía una larga y espesa cabellera rubia, uñas muy largas y
pintadas que debían ser postizas y un cuerpo verdaderamente
escultural, y si seguía adelante con la actuación, todos podrían
comprobar que no había trampa en las líneas de su cuerpo.
—Juraría que conozco a esa mujer —gruñó Roger.
—Pues está de suerte, porque ella no parece querer amigos —
replicó Benutti.
—¿Cómo se llama?
—White, pero ese nombre no se lo traga nadie.
Conforme avanzaba la música, escaseaba la ropa de la bailarina,
que estaba muy segura de sus atractivos físicos. Poco le importaba si
su arte en la danza no era perfecto, ya que sus propósitos se iban
consiguiendo.
—¿Tan difícil es hablar con ella?
—Dicen que es la protegida de algún pez gordo.
—¿Y cuál es el nombre de ese pez?
—No se sabe y la gente aquí no pregunta demasiado, no es
saludable para los huesos. Han sido varios los que se han encontrado
en el callejón junto a las basuras y no en muy buen estado. Luego
dicen: «Una borrachera…». O lo que usted: «Un golpe de puerta…».
—Comprendo —sonrió irónico.
—La verdad es que esa mujer es atractiva, aunque imagino que
hablando con ella ha de resultar tonta, pero ¿qué puede pedirse más
a una mujer, que ser hermosa y tonta?
—Creo que no te equivocas, esa mujer en su modo de hablar es
bastante tonta, pero puede que sea más astuta que los dos juntos.
—¿No me diga que la conoce?
—Me temo que sí. Voy a dejarte un rato solo, rato que
aprovecharás para ir buscando a los dos tipos que le han metido en el
lío. Mientras, yo hablaré con la chica.
—No me diga que va a confiar en mí —preguntó incrédulo—.
Puedo escaparme.
—No sé de dónde has sacado que voy a fiarme de ti.
Nead se inclinó bajo la mesa y con la destreza propia de su
profesión, sujetó un tobillo de Aldo Benutti al cruzado de hierro que
reforzaba las patas de la mesa y que ahora impedía que uno de los
aros de la esposa se deslizara.
—Esto no me gusta, teniente.
—No estás en situación de decir lo que te gusta y lo que no. Tú
te quedarás aquí observando a cada hombre de los que hay en la
sala y si no localizas a esos tipos, no sales de la cárcel en unos
cuantos años. No se te olvide que has ofrecido resistencia con arma
blanca a un oficial de la policía. Eso puede ser un agravante para tu
condena y será interesante saber además qué ficha tienes, porque si
has estado en prisión con anterioridad, se te cae el pelo.
—¡Eso es chantaje!
—Llámalo como prefieras, pero busca a esos tipos si en algo
aprecias tu libertad.
Tras la advertencia, tomó de un trago la bebida que le habían
servido y se dirigió a los camerinos antes de que terminara el número,
aunque ya poco quedaba a la tal White por mostrar.
CAPÍTULO VIII

Cuando la fémina, aún cubierta por el antifaz plateado y una bata


que le tenían preparada entre bastidores, llegó a su camerino, se
encontró con la sonrisa irónica de Roger Nead.
—Qué pequeñito es el mundo. Nos volvemos a encontrar,
muñeca.
—Eh, ¿quién es usted? No le conozco.
—Yo sí.
—Le advierto —dijo ella, manteniéndose en el umbral de la
puerta—, que si no se marcha pediré ayuda.
—Sí, ya me han dicho que no es muy saludable importunarla, que
usted sólo se exhibe en el escenario y que particularmente es muy
decente.
—¿Qué pretende?
—Vamos, Linda Pearl, no se haga la tonta. Quítese el antifaz y la
peluca. A mí no me ha engañado. Soy buen fisonomista y a veces no
sólo unas líneas del rostro, sino una forma de moverse, delatan a la
persona.
Ella dio dos pasos adelante y cerró de un portazo.
Se arrancó la larga cabellera rubia y el antifaz. No cabía duda,
Roger Nead era un excelente fisonomista.
—¿Qué pretende, arruinar mi carrera?
—No, sólo quiero charlar un rato con usted. La verdad, creí que
era una gran estrella del séptimo arte y resulta que es una vulgar
bailarina de strip-tease.
—Vulgar, no, soy la estrella del local —concretó Linda,
sentándose ante el espejo.
—¿Y quiere decir que eso le da categoría?
—Aunque se burle, sí. Hasta en esta profesión hay categorías y
no todas llegan adonde estoy yo, para eso hay que tener gracia,
sentido de la danza y…
—Bueno, lo que tiene debajo del batín no está nada mal.
—Con halagos no va a quitarme el mal humor, teniente.
—¿Se ha molestado? No le he hecho nada.
—Me ha estado siguiendo y ahora ya sabe que estoy aquí.
Puede traerme complicaciones, porque eso perjudicaría mi carrera
cinematográfica.
—¿Y todavía piensa en ella después de lo que hace aquí?
—Sí. Muy pronto tendré mi gran oportunidad.
—¿Y quién va a dársela?
Iba a decir «un hombre», pero consiguió callarse a tiempo. Para
disimular su silencio, tomó un lápiz de «rouge» y comenzó a
repasarse los labios.
—Quizá yo le diga el nombre.
—No me diga que es adivino —sonrió despectiva.
—¿Qué le parece el nombre de Jackson Boud?
La mujer no pudo evitar palidecer y el lápiz labial escapó de sus
dedos.
—¿Qué dice, teniente?
—Hum, parece que se ha impresionado la escultural Linda Pearl.
—Es una broma de muy mal gusto. Jackson Boud murió en el
rodaje de una película, usted lo sabe tan bien como yo.
—No, yo no estaba allí, y será mejor que me cuente lo que de
veras ocurrió, porque sé que Jackson Boud o mejor dicho, Thomas
Smith Roonsony vive y es un pájaro de cuenta.
—Teniente, opino que su fantasía se desborda. Jackson Boud
murió, todos lo vieron.
—¿Todos? ¿Quiénes son ésos, los que han sido asesinados,
además del teniente Michael, que investigó demasiado? —interrogó
en tono peyorativo, molesto.
—Pues ándese con cuidado, no vaya a ocurrirle a usted otro
tanto —advirtió Linda.
Debido a que la bata femenina era excesivamente larga, Roger
Nead no pudo ver cómo un pie de ella oprimía un pulsador dispuesto
bajo el tocador para casos en que la mujer solicitara ayuda.
—¿Me está amenazando?
—No, ni sé de qué me habla, por eso le pido que se marche de
mi camerino. No tengo nada que tratar con usted.
—¿Ésas son las órdenes que le ha dado Jackson?
—Jackson murió —insistió ella.
—¿Ah, sí? ¿Cómo se llama ahora, Jakson, Boud, Thomas, o
quizá Jack a secas?
Roger Nead no obtuvo la respuesta deseada. En aquel instante
se abrió la puerta y aparecieron dos tipos que si le hubieran dicho que
salían de un OVNI se lo habría creído.
Pasarían de los dos metros y frisarían en los ciento diez kilos de
peso. Rostro grande, nariz aplastada, dos gorilas en toda regla.
—Me está molestando —dijo Linda Pearl.
—Oiga, amigo… No nos gusta que importunen a la señorita.
—Vamos, lárguense. Soy el teniente Nead de Homicidios y no me
agradaría crearles problemas. La verdad es que no parecen buenos
chicos, pero si no desean estar entre rejas…
—¿Has oído, Lucke? —Gruñó uno de ellos.
—Sí, es de la «bofia». A mí siempre me ha gustado toparme con
ellos desde una vez que me doblaron la espalda con sus porras.
Roger miró a la chica. Como si estuviera charlando en una
terraza de Long Beach y la cosa no fuera con él, cuando otro en su
lugar no estaría muy tranquilo ante la actitud de aquellos dos tipos,
dijo sonriente:
—Será mejor que les aconseje que se larguen. No me caen
simpáticos.
Linda Pearl hizo todo lo contrario. Un gesto suyo bastó para que
los dos bouncers se adelantaran hacia Roger, mientras ella escapaba
por detrás de los gorilas.
—Lo siento, amiguitos, pero voy a tener que zurraros —dijo Nead
con sentimiento.
—¿Has oído, Lucke? ¡Un fanfarrón, como todos los de la «poli»!
Roger les aguardó esperando firmemente el primer puñetazo,
que de haber sido dado contra una puerta, la habría hecho saltar de
cuajo, pero no le tocó gracias a una finta que hizo.
A cambio, Roger propinó un fuerte puñetazo en el ojo de aquel
tipo, que por ser un exboxeador estaba acostumbrado a encajar y los
golpes no parecían afectarle demasiado al igual que a su compañero.
Roger tomó un pulverizador y llenó los ojos de uno de los gorilas
de fuerte perfume, dejándolo fuera de combate por unos instantes,
mientras al otro le lanzaba el frasco contra la frente.
La pelea prosiguió pero sólo breves minutos más. Roger Nead
sabía salir de situaciones apuradas como aquélla y sacando su arma
golpeó la nuca de uno de los gorilas, para luego castigar la frente del
otro. Ambos quedaron fuera de combate y bien perfumados.
Miró en todas direcciones. Linda Pearl había escapado, pero
ahora sabía que ella podía decirle bastante sobre aquel caso.
Pensó que sería inútil buscarla, ya que lo mismo podía
esconderse allí que salir del local. Optó por regresar junto a Aldo
Benutti.
Al salir a la sala su mirada fue directa al palco.
Junto a Benutti descubrió a un hombre, aunque no pudo
identificarlo por la distancia y poca luz. Sin embargo le pareció que
tenía cicatrices en el rostro.
Aldo Benutti le decía algo nerviosamente. Roger observó que
Aldo inclinaba la cabeza sobre la mesa, y el otro tipo desaparecía con
rapidez por el corredor que había tras los palcos.
No perdió el tiempo y aceleró su paso para llegar cuanto antes al
palco.
Levantó el rostro de Benutti.
—El era… uno de ellos —musitó antes de doblar la cabeza
definitivamente.
La mano del oficial quedó manchada de sangre. Aldo Benutti, sin
poder escapar de la mesa, había recibido dos cuchilladas en el
costado. El crimen no era rentable otra vez.
Optó por ir en busca del sujeto de las cicatrices, abandonando a
Benutti allí. Otros agentes se encargarían de ir a recogerlo, aunque,
por supuesto, se armaría un escándalo en el local cuando el cadáver
fuera descubierto.
Al salir a la calle vio un «Chrysler» color gris perla con matrícula
tejana que se ponía en marcha, y no cabía duda de que lo conducía el
tipo de las cicatrices.
Nead corrió hacia su «Chevrolet» y lo puso en marcha dispuesto
a perseguir al fugitivo homicida.
—He de alcanzarlo —se dijo.
Mas no tuvo suerte. Le habían preparado unos clavos delante de
los neumáticos y éstos, al quedar perforados por los puntiagudos
hierros, estallaron.
—Maldita sea, no hay duda de que me esperaban —gruñó
Roger, deteniendo el motor del auto que, por el momento, había
quedado inservible.
Estaba seguro de que el fugitivo tenía cómplices en aquel local.
Quizá el otro personaje del que le hablara Benutti antes de morir, pero
¿quién era? El, por el momento, no podía identificarlo.
Pasó a la cabina telefónica y efectuó dos llamadas, una para que
recogieran el cadáver de Benutti y la otra para que se llevaran su
coche y le pusieran neumáticos nuevos.

El nerviosismo del director de la Klein Limited se ponía de


manifiesto en sus manos. La hoja de un cortaplumas golpeaba
rítmicamente la palma de su zurda, accionado por la diestra.
—Señor Sullivan —llamó una voz femenina a través del dictáfono.
—¿Diga? —contestó oprimiendo el botón correspondiente del
aparato.
—El señor Jeckins acaba de entrar en el edificio.
—Bien, le aguardo en mi despacho.
La impaciencia de Herbert Sullivan, director de la compañía de
estadísticas, aumentó, mas esta vez lo disimuló mejor. Tenía mucho
control sobre sus nervios.
—Herbert —llamó Jeckins apareciendo en la puerta.
—Cierra antes de seguir hablando —gruñó Sullivan—. Siempre
cometes torpezas.
El tal Jeckins no traía un rostro muy feliz.
—Todo va mal, Herbert.
—Deja de moverte como una peonza y siéntate. Me estás
irritando —gruñó Sullivan.
Jeckins obedeció. Sabía que, cerebralmente, Herbert Sullivan era
superior a él y en ocasiones le temía. Era frío e implacable cuando
convenía a sus intereses.
—Ese exsargento continúa vivo en el hospital.
—Sabías cuáles eran mis órdenes, ¿no?
—Sí, pero siempre no sale todo bien.
—Porque eres un estúpido y si no llevo por mí mismo el control
de todas las cosas, salen mal.
—La culpa la tiene ese entrometido del teniente Nead. No es fácil
luchar contra él.
—Deja de echar las culpas a otros. Si tú hubieras obedecido al
pie de la letra, todo habría salido bien. ¿Qué te dijo Smith Roonsony?
—Se molestó.
—¿Por qué?
—Arguyó que él ya había pagado suficiente y que no debíamos
mezclarlo en líos. Que no tenía por qué mancharse las manos de
sangre.
—A veces, en nuestro negocio conviene que tipos como ese
Smith se manchen, así los tenemos atrapados de por vida. Ese tipo
tiene mucho dinero, ignoro de dónde lo saca, pero ya lo
averiguaremos.
—¿Cómo?
—¿Recuerdas a quien nos lo presentó, y cómo empezamos a
trabajar para él?
—Sí, fue Linda Pearl. El tenía muchas ansias de venganza, pero
prefería pagar para que fueran profesionales quienes se encargaran
de los asesinatos.
—Eso es porque el dinero no le escasea. Además, piensa
disfrutar de él cuando haya eliminado a todos los que en su mente ya
han muerto para él.
—Bueno, pero él, al final y aunque a regañadientes, se avino a
contratar a un tipo, uno de esos italianos con ganas de tener dinero
para gastarlo en chicas.
—Sí, y fue ese idiota quien falló.
—Parecía bueno, pero no pudo con Nead.
—Y luego, el teniente se llevó al muchacho ése al Shopping
Woman «Night Club».
Jenkins parpadeó sorprendido.
—¿Lo sabías?
—Yo lo sé todo, por eso estaba impaciente por verte y llamarte
estúpido.
—Pero si los periódicos no han publicado la muerte de Benutti…
—En esta partida, el teniente Nead sabe qué cartas juego y no le
ha interesado dar demasiada publicidad al asunto para que nosotros
nos confiemos. Ni siquiera ha dicho la verdad sobre el arresto del
moribundo Trewor. Los periódicos sólo hablan de la importancia de
los cinco millones de los seguros que deben ser abonados a su hija.
—La verdad, Sullivan, es que ese tipo ha sido listo; lástima que lo
haya complicado todo.
—Pero nosotros pondremos las cosas en su lugar. No nos
dejaremos atrapar como incautos. Lo que lamento es que ese imbécil
de Smith Roonsony se precipitara asesinando a Benutti. No hacía
falta.
—Nos podía haber reconocido a Smith y a mí, que fuimos los que
le contratamos —refunfuñó Jeckins al ver cómo se empequeñecían
las pupilas del hombre de la barba recortada, un ser carente de alma,
pero que socialmente era considerado como honorable.
Sin embargo, pocos eran los vicios que le faltaban por saborear
aunque él, siempre fino, siempre elegante, sabía rodearse de una
aureola de respetabilidad con la cual dominaba todos los ambientes
que frecuentaba.
—A estas horas, el teniente Nead ya sospecha quiénes son los
culpables de la muerte de Benutti.
—Pero una sospecha no basta para llevar a un hombre a la
corte, tú Siempre has dicho lo mismo —objetó Jeckins.
—Sí, pero cuando hay sospechas, no paran de molestarle a uno
hasta que caemos en una trampa, y eso es precisamente lo que
trama ese maldito teniente.
—La verdad es que Michael iba averiguando, pero resultaba
menos peligroso y entrometido que Nead.
—Sí, por ello es necesario que Nead corra la misma suerte.
—¿Cómo?
—El teniente Nead debe desaparecer. Si muere, todo lo que bulle
en su cerebro morirá con él y cuando otro lo supla, tendrá que
empezar de nuevo y entonces ya no cometeremos las mismas
torpezas. Yo mismo me encargaré de ello.
—Pero si le digo a Smith que Nead debe morir, va a apuñalarme
a mí en vez de al teniente, lo mismo que hizo con Benutti, pese a que
yo le ayudé a escapar del club poniéndole clavos a los neumáticos del
coche de Nead.
—Jeckins, tú eres muy hábil preparando situaciones digamos
especiales.
—¿Qué estás tramando, Herbert? —inquirió preocupado.
—Tú —dijo de modo terminante, señalándole con su índice como
si fuera el fiscal general acusándole de homicidio— te encargarás de
Nead y lo harás de un modo tan especial que parecerá accidente.
—¡No, no! —protestó, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—¡Jeckins No me digas que le tienes miedo…!
—Yo no tengo miedo a nadie —protestó orgulloso—, pero
siempre tengo que realizar yo los trabajos, mientras tú…
—¿… Sigo sentado aquí? —terminó el propio Sullivan.
—Sí.
—¿Es que olvidas que he hecho sólo los trabajos de contratar a
esos moribundos para que perpetraran los asesinatos?
—Pero yo te cubría en las sombras para que todo saliera bien.
Además, por lo visto, el plan no ha sido perfecto. Ha fallado con
Trewor.
—Porque ese imbécil ha querido ganar más, cincuenta mil le han
parecido poco. Si al menos hubiera muerto en el accidente…
—Pero no murió.
—Vamos, Jeckins, deja de lamentarte y prepara las cosas para
eliminar al teniente Nead. No me interesa cómo lo hagas, pero que
sea pronto y bien.
—¿Y si me niego?
Herbert Sullivan sonrió felinamente antes de silabear:
—En ese caso, no hace falta que huyas, porque aunque pusieras
miles de millas entre los dos, sabría encontrarte. No olvides que soy
el cerebro de la Klein Limited. Te encontraría, Jeckins, y siempre
habría alguien que, por un puñado de dólares, te mandaría al infierno.
No sabrías cuándo, lo mismo podría ser junto a una chica en cualquier
cuartucho de un hotel del lugar más remoto, porque ella misma podría
empuñar el cuchillo, o recibiendo un balazo mientras conducías tu
auto. No, Jeckins, no te interesa desobedecerme y lo sabes.
Jeckins bajó la cabeza. Se sentía atrapado, dominado por aquel
hombre. Se levantó como un autómata y dijo:
—Está bien, terminaré con el teniente Nead, pero no olvides que
si yo caigo, tú lo harás también.
CAPÍTULO IX

Cuando el sargento Gorg llegó al despacho de la estación de


policía, Roger Nead colgaba el teléfono tras hacer una llamada
importante.
—Hola, sargento, ¿cómo va todo?
—Muy bien, pero tendrá que darme la fórmula.
—¿De qué fórmula me hablas?
—La de mantenerse bien sin dormir. Cuando me alisté en la
policía no pensé en esto. Creí que cuando se terminaba un turno de
trabajo se iba uno a casa a descansar para reponer fuerzas.
—Eso sucede cuando no hay problemas importantes. Ahora
debemos seguir al pie del cañón aunque empalmemos un turno con
otro. No podemos permitir que se nos adelanten.
—Cuando yo sea teniente le prometo que las horas de descanso
serán respetadas.
—Entonces te veo convertido en simple agente en poco tiempo.
El éxito en los casos que debe resolver el cuerpo policial está en:
trabajo, trabajo y más trabajo. Ah, se me olvidaba, y tenacidad.
Gorg carraspeó:
—Será para los que no duermen, como usted. Cualquier día le
cambio esas pastillas de menta que toma por somníferos.
—Vamos, Gorg, deja de gruñir y dime, ¿traes lo que te pedí?
Gorg sacó de su bolsillo un sobre amarillo que depositó sobre la
mesa del oficial.
—Aquí están. Me ha costado conseguirlas, pero al fin he dado
con ellas.
Roger abrió el sobre y de su interior extrajo tres fotografías,
todas ellas correspondientes al mismo individuo.
—«Jackson Boud, futura luminaria del séptimo arte». —Rezaba
la propaganda.
—Parece un tipo duro, de los que gustan ahora a las chicas.
Antes eran distintos, más románticos y endebles.
—Sí, tienes razón.
Roger tomó la fotografía en que aparecía el actor de perfil y
tomando un lápiz comenzó a dibujar sobre ella.
—¿Puedo preguntarle qué hace, teniente?
—Sí, pintar unas cicatrices.
—¿Para qué?
—Intuición.
—Si ese actor murió, de momento no hay pruebas que indiquen
lo contrario. Me he informado bien.
—Y según el parte oficial, ¿qué sucedió?
—Mientras rodaban «El valle perdido», el primer actor se
introdujo en una abrupta gruta natural cuando se produjo un
derrumbamiento de piedras y tierra que lo sepultaron en vida.
—¿Se hicieron excavaciones para recuperarlo?
—Era imposible. Millones de toneladas de tierra y rocas habían
enterrado a Jackson Boud. La productora, falta de recursos
económicos, se limitó a poner una cruz de piedra en el lugar.
—Pero Jackson Boud no murió —dijo al terminar su dibujo—. Yo
mismo lo he visto.
—¿Usted?
—Sí. Le vi cuando —acababa de hundir un arma blanca en el
cuerpo de Aldo Benutti.
—¿Está seguro de que era él?
—Sí. Era un tipo con cicatrices en la cara. Yo las vi aunque de
lejos, pero ya me habían hablado de ellas, y sólo he tenido que
dibujarlas en esta fotografía para identificarlo totalmente.
—Pero, al parecer, ese tipo prefiere pasar por muerto que por
vivo.
—Porque algo sucio tiene que ocultar. Lo cierto es que escapó y
ha regresado a los Estados Unidos. ¿Cuándo? Eso lo ignoramos
todavía y luego pagó para que asesinaran a algunos de sus
compañeros. ¿Por qué? Tampoco lo sabemos por el momento.
—¿Venganza?
—Quizá. Pero también podría ser por interés. Aunque ya
tendremos tiempo de preguntárselo a él mismo cuando lo tengamos
entre rejas.
—Es usted muy optimista, teniente. Un tipo que ha escapado a
un alud de piedras semejante y que se encarga de eliminar a seis
personas, entre ellas un teniente de la policía, no es fácil de capturar
y resulta muy peligroso.
—No lo dudo, Gorg, pero ya discutiremos eso más tarde. Ahora,
tenemos trabajo.
—¿Dónde?
—Ya te lo iré contando por el camino.
Gorg hundió sus hombros paciente. Había que seguir adelante y
mientras, en su mente se dibujó una cama con ruedas que nunca
lograba alcanzar.
En el «Chevrolet» blanco de Roger Nead llegaron al edificio
donde se ubicaba la Klein Limited.
—El director de ahí arriba, ¿no es el tipo de la barba del que
habla Trewor?
—Sí, el mismo. Voy a hacerle sudar un poco, a ver si se
descubre él solo.
—¿Le acompaño?
—No, aguarda aquí. No hace ni dos horas que me han pinchado
los neumáticos y me desagradaría profundamente que volvieran a
ponerme clavos delante.
—¿Adónde va? —le interpeló la secretaria, una trigueña en la
que importaba muy poco el peinado que llevaba, pues todos los
hombres se fijaban en los pectorales que ella mostraba
generosamente.
—A ver a su patrón.
—No puede, ahora tiene mucho trabajo.
—Da lo mismo, yo también lo tengo.
Sin hacer caso de la secretaria, la cual no pudo por menos que
admirar la masculinidad del recién llegado, Nead abrió la puerta del
despacho y se introdujo en él.
Hubo un destello de cólera en los ojos de Herbert Sullivan al
verle, más como siempre, controló hábilmente sus reacciones y pasó
a sonreír con su habitual cinismo.
—¿Otra vez —por aquí? ¿Trae ya la orden de arresto de la que
me habló?
—No, sólo vengo a pedirle un favor.
—¿Cree que voy a concedérselo?
—Sí, porque es usted inteligente.
—Gracias por el halago, pero ¿y si me niego?
—Pongamos las cartas boca arriba. Si usted se niega, tendría
que pedir una requisitoria oficial y a usted no le conviene. Este caso
está lleno de periodistas que lo hincharían todo y su Klein Limited
saldría perjudicada, ¿no cree?
Herbert Sullivan ensombreció el rostro.
—¿Para qué me quiere? No tiene nada contra mí, soy un hombre
honorable. Pregunte en todas partes. No basta con que algún
maníaco homicida me acuse.
—Sí, es verdad, pero acompáñeme. Como máximo sólo será una
hora de pérdida de tiempo por su parte y después podrá regresar
aquí.
—Bien, pero como me complique las cosas, llamaré a mis
abogados y tendrá trabajo para deshacerse de ellos. Ah, se me
olvidaba decirle que tengo muchas influencias. He realizado trabajos
para importantes políticos que están en la cumbre. Un simple
telefonazo por mi parte y tendré cuanta ayuda precise.
—Magnífico. Ya ve que nada puede temer de un simple teniente
de la Metropolitana como yo —dijo Roger, burlón.
Sullivan abandonó el despacho advirtiendo a su secretaria que no
tardaría en regresar. Por su parte, Roger lanzó una ojeada a las
magníficas piernas de la mujer y ésta no se apresuró a bajar el borde
de la falda.
Gorg les aguardaba abajo y pasó al asiento posterior, dejando
que el teniente se situara al volante y el sujeto de la barba a su lado.
—Todavía no me ha dicho adónde vamos —gruñó Herbert
Sullivan.
Escrutaba a Nead receloso, temiendo una estratagema por parte
de él y maldiciéndose porque Jeckins no había actuado aún contra él.
El «Chevrolet» rodó con la rapidez habitual con que Roger Nead
conducía por el centro de la urbe. Dejó el coche en la zona de
aparcamiento reservada al hospital general.
—Ya, pretende que ese homicida moribundo me vea —masculló
Sullivan.
—Pues sí, no voy a negárselo.
—¿Y ere que su testimonio valdrá?
—Por favor, no se moleste. Yo sólo pretendo que quede bien
claro que usted no es el hombre que él acusa. Ayúdeme a aclarar las
cosas, a dejar su buen y honorable nombre limpio —siseó Roger con
una ironía que no se preocupó de disimular.
Entraron en el hospital. Sullivan advirtió:
—No me metan en jaleos de periodistas, porque si ellos publican
algo contra mí, les demandaré por difamación.
—Seremos complacientes y entraremos por la puerta de los
médicos, aunque todo está vigilado por agentes, ¿verdad, sargento?
—Sí, desde luego.
Subieron al piso donde se ubicaba la habitación de Trewor.
Al quedar frente al agente, Roger preguntó:
—¿Cómo va todo?
—Parece que mal. Dentro están la hija, el doctor Lemon y el juez
Sherman.
—¿El juez? —repitió Sullivan, ligeramente lívido.
—Sí. El dará validez al testimonio de Trewor, ya que es muy
difícil, por no decir imposible, que llegue a la corte alguna vez.
Mientras Roger Nead abría la puerta de la estancia, Gorg empujó
ligeramente la espalda de Sullivan hacia el interior de la alcoba sumida
en ligera penumbra. Sólo una luz en la mesita de noche la iluminaba.
Elsie Trewor aparecía rígida, con los ojos secos pero el rostro
grave. El juez Sherman tenía un rictus de contrariedad y el doctor
Lemon movía las manos algo nervioso.
—¿Qué sucede?
—Ha muerto —anunció el médico—. No ha podido resistir, era
demasiado para un simple cuerpo humano.
Herbert Sullivan sonrió respirando tranquilo, aunque disimuló tal
expresión.
—Me temo que sólo me ha hecho perder el tiempo, teniente. Si
ése era su testigo de cargo, creo que ya no le va a servir de mucho.
—Sí, es cierto, pero todo no termina aquí, no lo olvide. Ahora, ya
puede irse.
—Lamento que las cosas no salgan tal como esperaba, pero no
podía confiar en un moribundo que, por otra parte, no era más que un
maniático.
Esta vez, la propia Elsie espetó:
—¡Márchese!
Roger miró a la joven. Sus ojos ya no tenían lágrimas. Elsie había
llorado tanto que su caudal de lágrimas se había agotado.
—Está bien, adiós. Espero que no volveremos a vernos nunca —
gruñó Sullivan, encaminándose a la puerta.
—Pues yo espero todo lo contrario.
—Le deseo más suerte para nuestro próximo encuentro, Nead.
—No dude que la tendré.
Cuando Herbert Sullivan hubo desaparecido, Nead preguntó:
—¿Cuándo ha ocurrido el desenlace?
—Hace pocos minutos. Elsie se ha dado cuenta de que
empeoraba y me ha llamado.
La muchacha corroboró las palabras del galeno, añadiendo:
—No ha llegado a recobrar el conocimiento.
—Elsie, su padre ha cometido errores al final de su vida, pero
por lo menos los ha confesado y confesar un pecado es como liberar
el alma de él. Su padre no era malo —dijo Nead, gravemente.
—Pero mató a un hombre, aunque fuera por mi causa.
—Por su causa no, y si cometió ese crimen fue porque otros se
aprovecharon del forzoso desequilibrio mental que se apodera de un
hombre en las circunstancias en que se hallaba su padre. Sólo Dios y
él saben hasta dónde llega su culpa.
—Ha sido una lástima que no se le haya podido sacar una
declaración en regla —objetó el juez Sherman—. Llevar un hombre a
la corte simplemente por lo que le confesó a usted, es muy poco. Un
abogado mediocre bastaría para anular el pleito por falta de pruebas.
—Lo sé, juez Sherman, lo sé. —Luego se encaró con Lemon—.
¿Qué van a hacer ahora?
—Empieza el caso difícil para nosotros. Cuando lleguen los
forenses comenzará la autopsia.
—¿Es necesario que despedacen a mi padre? —inquirió Elsie en
voz baja.
—Señorita Trewor, esa autopsia decide cinco millones de dólares
—arguyó Sherman.
Tajante y claramente, Elsie replicó:
—Renuncio a ellos.
—Eso la honra, Elsie, pero la ley es la ley y debe seguirse
adelante con ella —dijo Nead—. Es imprescindible practicar la
autopsia. Su muerte no ha sido muy clara.
La muchacha bajó la cabeza y se dejó conducir por la mano de
Roger Nead, que la sacó de la habitación.
Ya no era conveniente que en unas cuantas horas viera el
cadáver de su padre, que habría de ser estudiado meticulosamente.
CAPÍTULO X

—Gracias por los informes, Gorg, son muy interesantes. Eres un


sabueso de la vieja escuela y sabes cómo encontrar datos decisivos.
—He hecho lo que he podido. Creo que merezco un descanso;
los ojos se me cierran, teniente, no puede más.
—Pues toma un estimulante para no dormirte, porque vas a tener
que quedarte al pie del teléfono por si llamo en demanda de ayuda.
—¡No! —Se escuchó al otro lado del hilo.
Roger Nead colgó antes de tener que oír una serie de
imprecaciones.
La tarde declinaba. Hacía calor y pronto llegaría la noche con su
agradable brisa.
A bordo de su «Chevrolet» se dirigió a Beverly Hills y se detuvo
frente a la mansión de Linda Pearl.
Nead comprendía ya cómo la actriz mantenía aquella casa.
Había podido comprarla gracias a sus principios en el celuloide y la
sostenía gracias al Shopping «Night Club» y a ciertos personajes que
se movían en las sombras y que eran dadivosos con la musa de sus
week-ends.
Tocó el claxon y el portero no apareció por ninguna parte. La
casa semejaba desierta.
Insistió con el claxon, pero la respuesta fue la misma, sólo
silencio. Sin embargo, Roger tenía la impresión de que alguien le
observaba desde alguna ventana.
Se apeó del auto y encarándose con la puerta comprobó que la
cerradura estaba abierta. Con cuidado, empujó la verja.
Sabía que su acción podía acarrearle complicaciones, pero se
arriesgó, internándose en la mansión y haciendo crujir la grava con el
cuero de sus zapatos.
Llegó a la casa, rodeada de un espectral silencio. Después de lo
del camerino, Linda había preferido poner tierra de por medio.
La puerta estaba cerrada, pero Roger la abrió sin grandes
dificultades, empleando una pequeña ganzúa. Luego, pasó al interior.
Algún abogado podía buscarle las cosquillas por su allanamiento
de morada, pero se dijo que no tenía mucha importancia cuando
estaba tratando de hallar al asesino del teniente Michael, que estaba
seguro se ocultaba allí dentro.
Fue observando detenidamente la casa, pero sin tocar nada.
Lentamente comenzó a ascender hacia las habitaciones
superiores cuando escuchó un ruido sospechoso. Se volvió con
rapidez, pero ya era tarde.
La mujer que viera la primera vez vestida de criada, le
encañonaba con un rifle de caza, seguramente atiborrado de
perdigones de plomo. Si apretaba el gatillo, cuando encontraran su
cuerpo pensarían que había pasado la viruela poco antes de morir.
—¡Quieto! ¿Qué hace aquí?
—Ah, hola, es usted —dijo en plan amigable, comenzando a
descender la escalera.
—Si baja un solo escalón más, lo mato como a un conejo.
—No se sienta tan cazadora y baje su arma.
—¿Por qué?
—Soy teniente de la policía.
—No me gusta la policía.
—Y a su hija tampoco, ¿verdad?
—¿Mi hija? No sé de qué me habla —gruñó la vieja sin apartar la
escopeta.
—Es inútil que trate de ocultarlo. Sé que es usted la madre de
Linda Pearl y que si la tiene en este empleo es porque no posee
dinero suficiente para costear una doncella. Ya paga demasiado con
los impuestos de esta casa. Hay que vivir a lo grande para ser
cotizada, pero esta casa huele a poco dinero y desde lejos. No han
engañado a nadie con esta charada.
—¿Quién se lo ha dicho? —Gruñó molesta.
Aquella vieja, nerviosa, podía dispararle a bocajarro y no
deseaba morir lleno de agujeritos. Prefirió mentirle para ganar su
favor.
—Su propia hija.
—Sí, ella misma, y sé que está en dificultades.
—No me diga…
Nead bajó todos los peldaños jugándoselo todo a una carta.
Al llegar a la altura de la vieja, con energía y seguridad la
desarmó. Ella no opuso resistencia.
—Vamos, señora, su hija es ambiciosa.
—¡No le consiento que hable mal de mi hija!
—Si no fuera una ambiciosa, ¿cree que permitiría que usted haga
el papel de sirvienta en su casa?
—Yo se lo propuse cuando ella andaba mal de dinero. Ahora va a
colocar servicio bueno, del mejor.
—Porque ahora gana más dinero, ¿no?
—¡No le diré nada, nada!
—Pues yo sí. El tipo que la acompaña la está utilizando como
cómplice de seis crímenes y si él va a la cámara de gas, puede que
su hija, con mucha suerte, se vaya a la cárcel para el resto de su
vida. ¿A usted le agradaría este porvenir para su hija?
—¡No puede ser lo que me dice! —protestó ella sin demasiada
fuerza, dejándose caer sentada en una butaca.
—Sí puede ser. El es un homicida y quizá su propia hija sea la
siguiente víctima. Claro que, si usted me ayuda, puede que llegue a
tiempo para salvarla.
—Se han marchado juntos. El ha dicho que aquí corrían peligro.
—¿Adónde han ido? Es importante para Linda. Si usted me
ayuda, yo la ayudaré a ella. De lo contrario, su hija podrá escoger una
vida en la cárcel o caer muerta a manos de ese asesino.
—Sí, ya me lo suponía yo… Ese miserable no podía traer nada
bueno. Linda me decía que no le hiciera caso, que solamente se
trataba de una antipatía mutua y natural como la que existe entre
suegra y yerno, pero no, no, yo tenía razón, es un criminal…
—Deje de lamentarse y no perdamos más tiempo. ¿Dónde
están?
—Se han ido a un cottage de la costa. Es un lugar muy escondido
y seguro.
—¿Ha estado allí alguna vez?
—Sí. Es en la milla mil ciento catorce. Hay un camino a la
izquierda que va a una pequeña bahía entre los acantilados. Allí está
el cottage. Es un sitio muy bonito pero ahora, con ese asesino y de
noche por los acantilados, me da miedo.
—¿Quiere acompañarme hasta allí? Quizá entre los dos
logremos sorprenderlos. Podría ser que él tratara de escudarse en
Linda…
—Sí, sí, claro que le acompaño, es mi hija.
—No es precisamente una santa, pero todos tenemos derecho a
salvar la vida. Camine hacia la puerta mientras doy un telefonazo.
—Espere. Voy a quitarme esta ropa y salimos juntos.
—De acuerdo.
Roger Nead llamó al sargento Gorg, que le respondió con voz
quejumbrosa. A intervalos podía escucharse claramente un largo
bostezo.
Nead le dio las órdenes oportunas y colgó después. En el jardín
ya le estaba aguardando la madre de Linda Pearl.
Conduciendo el «Chevrolet», Nead dio un rodeo a la ciudad y
luego pasó lentamente a la carretera.
—¿No puede ir más aprisa? —preguntó la vieja, que contradecía
el refrán de que «no hay ninguna mujer fea».
Roger, que lo único que pretendía era sincronizar su tiempo con
las órdenes que había dado al sargento Gorg, mintió:
—Me expongo a quedarme sin frenos. He de llevar el auto a
reparar, pero no he tenido tiempo hasta ahora.
La vieja lanzó un suspiro de impotencia, pero no volvió a
protestar.
Mientras avanzaba lentamente por la carretera, Roger pensó en
lo que debía de estar haciendo ya el sargento Gorg y se dijo que era
completamente imprescindible atrapar vivo a Thomas Smith
Roonsony.
Los faros taladraron la oscuridad nocturna.
—Allí, allí, es por aquel camino —indicó la vieja con la mano, tras
rebasar el poste de indicación longitudinal.
Roger apagó las luces y confió en la claridad nocturna que
aquella noche era considerable por acercarse al plenilunio. Comenzó
a rodar por un camino lleno de tierra y baches.
El chalet se ubicaba como a dos millas de la carretera general y
tal como le explicara la madre de Linda, estaba en una pequeña bahía
muy recogida.
En las ventanas del cottage había luz. Roger detuvo el
«Chevrolet» a prudente distancia introduciéndolo entre unos
matorrales para que no fuera visto.
—Acerquémonos a pie.
—Se van a extrañar de verme.
—Si le preguntan algo, diga que tenía miedo de estar sola en la
casa y que la ha traído un taxi hasta la carretera general. Luego, ha
bajado sola a pie hasta aquí.
—Bien, pero no sé si me creerán. Suelo mentir muy mal.
—Pues esta vez hágalo bien. Mientras, yo trataré de sorprender
a ese sujeto, o su hija va a pagarlo caro. Ese hombre no tiene
escrúpulos.
Roger Nead dejó que la vieja se adelantara y aprovechó para
caminar hacia la parte de atrás del cottage, situándose junto a la
puerta de la cocina.
Escuchó la llamada de la campanilla y luego voces en el interior
de la casa.
Abrió la puerta de la cocina y se introdujo en la vivienda.
Hasta él llegaban claramente las explicaciones de la madre, las
preguntas de la hija y las imprecaciones de un hombre.
—Que no se mueva nadie —advirtió súbitamente, pasando al
living del chalet, pistola en mano.
El hombre de las cicatrices tenía un arma en la diestra, pero
prefirió dejarla caer al ver en el rostro del recién llegado la decisión de
dispararle si hacía falta.
—¿Qué significa esto, un atraco? —preguntó aquel individuo.
—No, un arresto, simplemente.
Linda increpó a su madre:
—¡Tú lo has traído, tú, te odio!
—Pero, hija, si Jack es un asesino.
—¡Te han enredado, se han burlado de ti!
—No, no me he burlado de ella —denegó Roger—. ¿Verdad,
Jackson Boud, o mejor dicho, Thomas Smith Roonsony?
—¿Qué quiere de mí? No puede acusarme de nada —puntualizó
Smith, mientras Roger recogía el arma del suelo.
—Todos dicen lo mismo: «¡No puede acusarme de nada, de
nada!». Se han aprendido bien la cancioncilla y todo porque los
tribunales estadounidenses son benévolos con los enjuiciados,
dándoles derechos y más derechos. Pero esta vez usted no
escapará, Smith. Ahora, siéntese en el sofá, de cara a la puerta de la
cocina.
—¿Para qué?
—Para charlar un rato. Usted —interpeló a la madre de Linda—,
baje las persianas de todas las ventanas y cierre bien la puerta de
entrada.
—Jack pagará un buen abogado y explicará por qué ha utilizado
otro nombre, haciéndose pasar por muerto —explicó Linda Pearl,
impulsivamente.
—Eso es lo que menos me importa, ¿verdad, Smith?
—No sé de qué me quiere hablar.
—Ocurrió una historia en Centroamérica, en el rodaje de una
película. Usted quedó sepultado en una gruta natural por millones de
piedras y roca, sólo que la gruta tenía otra salida que, a juzgar por las
cicatrices que tiene, debió costarle mucho de encontrar.
—Cinco días. Salí medio muerto.
—Me lo figuraba, pero también encontró algo interesante que le
ayudó a salir, ¿verdad?
—No recuerdo.
—Vamos, vamos, haga memoria… Esmeraldas, esmeraldas que
ha ido vendiendo a un joyero sin escrúpulos y por las que le han
pagado interesantísimas sumas en efectivo.
Jack miró interrogante a Linda y ésta negó con la cabeza.
—¡Yo no he dicho nada, ni a él ni a nadie!
—Cuando la visité por primera vez, Linda —prosiguió Mead—,
tuve la precaución de esperar algo más lejos y seguir a Boud. Cuando
salí de la casa imaginé que había un hombre en ella y muy allegado a
usted. Le seguí hasta la joyería, y el joyero, en vista de que está
usted involucrado en varios asesinatos, ha hablado claramente,
aunque ha costado un poco. Pero estas investigaciones las llevamos
muy silenciosamente para irle dando confianza y cazarlo al final,
porque habría sido una torpeza arrestarlo por contrabando de gemas,
cuando lo que de veras importa es llevarlo a la cámara de gas por
asesinato múltiple. No habrá abogado que le libre, máxime cuando se
le incaute todo el dinero por traficante de piedras preciosas.
—Puede arrestarme por contrabando de esmeraldas, sí, pero
por nada más. No tiene pruebas —rugió Roonsony.
—Se equivoca. Las pruebas me las traerán aquí. Usted, al salir
de la cueva y darse cuenta de la fortuna que había allí dentro en
esmeraldas, consiguió tomar contacto con varios de los compañeros
de rodaje que habían quedado en aquella región de Centroamérica,
faltos de dinero a causa de la quiebra de la productora, para que le
ayudaran. Entre todos comenzaron a sacar las gemas, que luego más
o menos astutamente fueron entrando en los Estados Unidos. Usted
se puso en contacto con Linda, su antigua amiga, pero ella ya tenía
un honorable protector, precisamente el propietario del local donde
trabajaba. Un hombre que en sus negocios un poco sucios prefería
pasar inadvertido y que se llama Herbert Sullivan.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque dispongo de un sabueso de la vieja usanza que es algo
espectacular revisando documentos y libros de registros, y el nombre
de Sullivan no ha sido difícil de encontrar. Así se comprende que
usted, Roonsony, se pusiera en contacto con él y su ayudante Jeckins
para contratar asesinos que eliminaran a sus compañeros de trabajo
en el asunto de las esmeraldas. De este modo, aunque gastaba
dinero en pagar los crímenes, ganaba mucho más quedándose su
parte. En cuanto al teniente Michael, lo eliminaron en cuanto se
percataron de que había averiguado demasiado.
—Todo esto es una historia fantástica —gruñó Roonsony.
—Pues yo opino que no, porque el propio Herbert Sullivan, con su
recortada barba, vendrá a confirmarla. Le estamos aguardando —dijo
Roger junto a la pared a la que daba la puerta de la cocina, pero
desde la que era casi imposible descubrirle a él.
—Herbert no vendrá —advirtió Linda.
—Sí, sí vendrá. Alguien, con voz soñolienta porque hace un par
de días que no duerme, le ha telefoneado advirtiéndole que su querida
Linda Pearl, por la que tanto se ha desvelado haciéndola estrella
principal de su local y poniéndole bouncers para protegerla, le da el
esquinazo marchándose con Roonsony. Además, le han dicho el sitio
exacto donde se encuentra la parejita.
Pudieron escucharse unos ruidos en el exterior. Roger dijo
irónico:
—Ahí están, no son muy silenciosos.
Por la cocina irrumpieron dos hombres armados que pasaron al
living apuntando a Jackson Boud.
—Conque queríais escaparos, ¿eh? —Bruñó Sullivan, colérico.
—¡Herbert, esto sólo es una trampa! —gritó Linda, poniéndose
en pie.
—A ti te hundiré, Linda, y a él…
—A él no le hará nada porque ya se encargará la justicia de darle
su merecido —advirtió Roger, que había quedado a sus espaldas,
algo oculto en el sofá.
Sullivan y Jeckins, ambos armados, se volvieron con presteza
hacia Roger, pero éste también tenía una pistola.
Antes que quedar arrestados, prefirieron luchar. Sabían que la
cámara de gas les aguardaba.
Roger Nead saltó del sillón como impulsado por un resorte al
tiempo que disparaba contra Jeckins, alcanzándole en mitad del
corazón.
Por su parte, Herbert Sullivan disparó a bocajarro y sólo
consiguió hundir tres plomos en el respaldo del sillón, lugar donde
unos segundos antes estuviera el cuerpo del policía.
—¡Tire su arma! —pidió Roger, mas no fue escuchado.
Nead disparó contra Herbert Sullivan y, obligado por las
circunstancias, se vio convertido en su aprehensor, juez y verdugo al
alcanzarla de lleno en la cabeza.
Aprovechando el tiroteo, Roonsony se lanzó sobre la pistola que
tenía en la mano el cadáver de Jeckins, pero la madre de Linda sacó
un arma que había cogido antes de marchar de la casa mientras se
cambiaba de ropa.
Disparó a bocajarro contra él cuando Roger hubiera preferido
capturarlo vivo.
—¡Madre! —chilló Linda desesperada, lanzándose sobre el
cuerpo acribillado de Roonsony, al que amaba.
—¡Teniente! —gritó el sargento Gorg, apareciendo con varios
policías de la estatal, todos bien pertrechados.
—Ya no hace falta tu intervención, sargento. Todo ha terminado
aquí. Es decir, arresten a… —Miró a la vieja que aún tenía el arma en
la mano y dijo—: No, no hay que arrestar a nadie. Ella me ha ayudado
a acabar con esos asesinos. Registren la casa, seguramente
encontrarán escondido un alijo de esmeraldas. El joyero que
interrogamos nos dijo que esperaba un nuevo envío. Hay que
encontrarlo.
—Yo sé dónde está —musitó Linda pesarosa.
El sargento Gorg bostezó largamente y exclamó:
—¡Al fin podré dormir!
EPÍLOGO

El capitán Houston, delante de las máximas jerarquías policiales


de la ciudad de Los Ángeles, leyó la orden general. Luego, felicitó a
los nombrados.
—Enhorabuena, capitán Nead, y a usted también, teniente Gorg.
—Este último sonrió abiertamente—. Han realizado un excelente
trabajo. Han destruido una organización de asesinos por lucro, han
descubierto un contrabando de gemas, han vengado la muerte del
teniente Michael y las casas de seguros están muy satisfechas con la
policía, aunque esta última papeleta la haya resuelto la propia
naturaleza al fallecer el exsargento Marvin Trewor de muerte natural
por enfermedad y no por accidente, como se había temido, ya que los
forenses lo han diagnosticado así. Agradezco a la señorita Elsie
Trewor, aquí presente, que comprenda la situación y su gravedad y
no haya querido entablar pleito poniendo en problemas a las
entidades aseguradoras. Para ello, ha desoído cantos de sirenas de
algunos abogados que le han prometido mucho. Señorita Elsie, su
padre murió en paz consigo mismo porque confesó su crimen y ello
ayudó a que se descubriera con más prontitud a los verdaderos
culpables de este caso. El crimen no es rentable para nadie, ni
haciéndose seguros de vida. En cuando a ustedes dos, quedan
designados para la estación de policía de Sunset Strip.
Roger Nead sonrió, pero el flamante teniente se puso serio y
preguntó:
—¿Tendré que seguir a las órdenes del teniente Nead, digo, del
capitán Nead?
—Por supuesto —respondió Nead categórico—. ¿Es que no
estás satisfecho de mi modo de resolver los casos difíciles?
—Oh, sí, claro, pero tendré que ir acostumbrándome a la falta de
sueño.
No pudo por menos que empezar a bostezar, ante la hilaridad
general.
Terminó la ceremonia y Roger Nead se acercó a Elsie.
—Te agradezco que hayas venido, y permite que te tutee.
—Puedes hacerlo. Sé que eras amigo de mi padre.
—Lamento que en algún momento el capitán Houston haya dicho
algunas palabras duras con respecto a ti y a tu padre, pero…
—Las comprendo y acepto, el crimen no es rentable.
Se cogieron de la mano, entrecruzando sus dedos, y sin
pronunciar más palabras abandonaron el despacho.
Elsie Trewor ya no volvería jamás a San Francisco para
proseguir sus estudios. Si algo tenía que dirigir sería un hogar en el
cual el brillante capitán de la Metropolitana sería su compañero.

FIN
Table of Contents
Capítulo primero
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Epílogo

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