La Granja Del Diablo - Clark Carrados

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CAPÍTULO PRIMERO

Cuando detuvo el automóvil, se sintió envuelto en una húmeda y


sofocante oleada de vapor. Allen P. Frederick había estado en
muchos sitios cálidos y húmedos, pero no creía que ninguno pudiera
superar a Washakee.
Era un pueblo pequeño. La influencia de los pantanos cercanos
era fácilmente identificable. Por encima de las casas, bajas, chatas,
casi todas de un solo piso, se veían las copas de los árboles,
principalmente cipreses de la Florida y sauces.
Frederick había parado frente a una casa de pintura desconchada
por muchos sitios, sobre el dintel de cuya puerta se veía un pomposo
rótulo en el que se anunciaban bebidas y refrescos. Frederick quería,
además, saber algunas otras cosas.
La taberna estaba separada del suelo por una veranda, a la que
se accedía por una escalera de tres peldaños. Sintiéndole el sudor
correr en gruesas gotas por cara y cuello, Frederick subió la
escalera y entró en la taberna.
Había cuatro o cinco tipos sentados en torno a una mesa,
jugando a las cartas. Frederick no vio dinero. Los hombres vestían
desastrosamente, tenían barbas de varios días y olían a sudor.
Frederick los catalogó inmediatamente en la categoría de blancos
pobres, demasiado orgullosos para trabajar en empleos que sólo un
negro aceptaría, fanfarroneando continuamente acerca del color de
su piel, pero incapaces de salir de la miseria en que vivían.
Entre los jugadores había uno de enorme corpulencia y cara de
idiota. Frederick hizo un gesto de asco; el tipo babeaba. Se divertía
como los demás, imaginando que eran miles de dólares los que iban
en aquellas apuestas de póker. En conjunto, ninguno reunía arriba de
un dólar.
Se acercó al mostrador. Un grueso tabernero, con manchas
húmedas bajo los sobacos, le preguntó qué quería beber.
—Cerveza, si la hay fresca —contestó Frederick.
—Tengo cerveza fresca —contestó el tabernero, ofendido por las
dudas de su cliente.
—Veámoslo —sonrió el recién llegado.
La humedad empañaba el vaso. El tabernero no había mentido.
Frederick encontró la cerveza bastante agradable.
—Forastero, ¿verdad? —dijo el tabernero—. Me llamo Dorty
Flynn. Frederick tomó otro sorbo de cerveza.
—Sí, —contestó—. Soy forastero. Me llamo Allen Frederick y
estoy buscando un lugar llamado Ellad’s Farm.
Los jugadores suspendieron su partida inmediatamente. Frederick
se preguntó qué podía haberles ocurrido.
El gigante idiota se levantó de pronto y se dirigió a grandes
trancos hacia la calle. Frederick empezó a ponerse en guardia.
No era conocido en Washakee. Por tanto, no era de temer que le
ocurriese nada malo. Pero la súbita salida del hércules con cara de
imbécil le puso en guardia.
Estaba en Washakee para saber qué le había ocurrido a un
amigo suyo. Lo malo era que el amigo, a su vez, había ido a
investigar la desaparición de su hermana.
De ninguno de los dos había noticias. Respecto de la hermana,
Frederick no tenía la menor esperanza. Su desaparición había
ocurrido veinticinco años antes.
En cuanto al hermano, su amigo, había desaparecido hacía sólo
pocos meses; probablemente, no llegaban a cuatro.
Pero desde su llegada a Washakee, en que había enviado una
tarjeta postal, con una vista de los pantanos de la Florida, no se
había vuelto a saber de él. Todas las pesquisas realizadas hasta el
presente no habían tenido el menor resultado.
Terminó la cerveza.
—Buena —alabó lacónicamente, a la vez que depositaba medio
dólar sobre el mostrador—. Señor Flynn, antes hablé de Ellad’s
Farm y usted no me ha dicho todavía en dónde está.
—¿Para qué quieres saber dónde está Ellad’s Farm, forastero?
La voz procedía de la puerta. Frederick se volvió.
Había un hombre apoyado en una de las jambas. Vestía una
desteñida camisa caqui, pantalones del mismo color, con rodilleras
grasientas, botas negras y un revólver al costado derecho. Su pecho
parecía casi femenino, a causa de las adiposidades que enlazaban
con un vientre prominente, repleto de grasa. Colgando del bolsillo
izquierdo se veía una oxidada estrella de metal.
—Me interesan los productos que allí se elaboran, comisario —
respondió Frederick cortésmente.
—¿Hombre de negocios? —preguntó el comisario.
—Admitámoslo —sonrió Frederick—. Si veo algo que me agrade,
haré un buen pedido. Tengo entendido que los productos de Ellad’s
Farm son únicos en el país.
—Me llamo Stanford —dijo el hombre de la estrella—. ¿Va a
estar muchos días en Washakee?
—Depende.
—Puntualice, Frederick.
—¡Qué pronto se ha enterado usted de mi nombre, comisario!
Serví un par de años en Información Militar. Eramos buenos, pero no
le ganaríamos a usted ni de lejos.
—Mi obligación consiste en controlar a todas las personas que
accidental o habitualmente residen en Washakee —respondió
Stanford—. ¿Cuántos días?
Frederick hizo un gesto ambiguo.
—Tres, cuatro… quién sabe —contestó.
El tono de Stanford continuaba siendo hostil.
—Bien —dijo al cabo—, haga sus negocios y váyase de
Washakee. Ellad’s Farms está siete kilómetros hacia el Sudoeste.
Tiene camino particular, así que no puede perderse.
—Gracias, comisario.
Frederick se tocó con dos dedos el ala del sombrero blanco que
usaba. Avanzó hacia la puerta, pero cuando se disponía a salir,
Stanford se despegó de la jamba y puso una mano en su pecho.
—Aguarde —dijo.
Frederick miró al hombre de hito en hito. La mano del alguacil
penetró en el interior de su chaqueta y extrajo un revólver corto de
calibre 38.
—Pídamelo en el momento de marcharse, Frederick. El forastero
no se inmutó.
Stanford era un hombre listo, muy listo, a pesar de su aspecto
innocuo. Era un policía de pueblo, pero, al menos para el contorno
ambiental en que se movía, resultaba un sujeto de inteligencia poco
común.
—Los caminos no son muy seguros —sonrió Frederick—. A
veces, ya se sabe, hay quien practica el auto stop y luego resulta ser
un bandido. En mi profesión, yendo de un sitio para otro, conviene
ser precavido.
—Entiendo —contestó Stanford—. No olvide mis consejos.
Frederick asintió. Salió de la taberna y entonces vio al pueblerino
gigante hurgando en los mandos de su automóvil con gestos de gran
complacencia.

Descendió de la acera y se acodó en la portezuela del coche.


—¿Le gusta, amigo? —preguntó.
El gigante se volvió y le miró con sonrisa idiota.
—No, no me gusta —contestó, espurreando saliva a cada sílaba.
Frederick se irguió, dominando el asco que sentía.
—Bien, entonces, bájese —invitó con la mejor de sus sonrisas.
—Este auto no me gusta —insistió el tonto—. Y, de súbito,
apoyando ambas manos en los lados del volante, empujó hacia
abajo.
El volante se curvó en forma de silla de montar. Luego, el idiota le
miró con amplia sonrisa, satisfecho de su hazaña.
—¡Je, je! —Babeó.
Frederick dominó la ira que sentía. Detrás de él se oyeron varias
risotadas.
El idiota aumentó la estridencia de sus risas. Le complacía ser
objeto de la atención general.
Frederick dio la vuelta al coche y abrió la portezuela.
—Bájese, por favor.
—¿Y si no quiero?
El forastero apretó los labios. Stanford estaba en la veranda de la
taberna, contemplando la escena tranquilamente, sin ánimos de
intervenir. Frederick se dio cuenta de que el comisario pensaba dejar
al idiota que actuase a su gusto.
—Yo que usted —dijo Frederick calmosamente—, me bajaría en
el acto. Así evitaría el peligro de que ese escorpión que hay en el
asiento me picase en el muslo.
El tonto se lanzó fuera, emitiendo un rugido de pánico. Sin saber
cómo, tropezó con la pierna extendida de Frederick y cayó al suelo
cuan largo era.
Un coche frenó súbitamente a pocos pasos de distancia.
Frederick lanzó una rápida mirada a su ocupante. Era una
encantadora joven rubia, pero el forastero no tuvo tiempo de seguir
mirándola.
—Voy a tener que darle una lección —gruñó el idiota.
Y se arrojó contra el forastero.
En apariencia, Frederick era de mediana estatura. Las holgadas
ropas veraniegas que vestía disimulaban la fortaleza de sus
músculos, cultivados por una vida de continuo ejercicio físico. Su
adversario era fuerte, pero por volumen, no por entrenamiento
gimnástico.
Los pueblerinos disfrutaban con la pelea. La conductora del coche
contempló la escena desde su puesto, súbitamente interesada en lo
que ocurría a cuatro pasos de ella.
El gigante trató de abrazar a Frederick, pero sus brazos se
cerraron en el vacío. Alguien le golpeó rudamente en las posaderas.
—Estoy aquí —dijo el forastero.
Se oyó un rugido de rabia. Las risas de satisfacción habían sido
sustituidas por caras de ansiedad.
El idiota se volvió. Un puño le machacó los labios.
Otro le golpeó en la ingle, más abajo del ombligo. Los filos de dos
manos, rápida y contundentemente, le golpearon a ambos lados del
cuello, bajo las orejas. Unos nudillos se hundieron en su grasienta
faringe.
El tonto emitía unos rugidos indescriptibles. Movía los brazos
continuamente, pero no conseguía conectar un solo golpe.
Ahora, en vez de saliva, espurreaba sangre. Frederick continuó
hostigándole. En aquella mole humana, estaba dando una lección a
los paletos que habían esperado divertirse viéndole con los huesos
machacados.
Repitió una serie de golpes, recorriendo los puntos más
dolorosos de la anatomía de su adversario. Al fin, harto, fingió
detener su ataque.
El idiota se abalanzó sobre él, con la cabeza gacha, mugiendo
como un búfalo enloquecido. Frederick lo esperó a pie firme.
En el último instante, hizo un quiebro y dio un paso hacia atrás. Al
mismo tiempo, agarraba con ambas manos uno de los brazos de su
antagonista.
Ayudó con todas sus fuerzas al movimiento del idiota. El resultado
fue que el gigante se abalanzó contra el automóvil de la rubia con
todas sus fuerzas.
Se oyó un fuerte «¡crack!». Las piernas del idiota se estiraron y
luego se quedó quieto sobre el polvo.
Frederick lo agarró por los pies y lo arrastró a un lado de la calle.
Recogió su sombrero, caído durante la pelea, y dirigió una brillante
sonrisa a la chica del automóvil.
—Ya tiene el paso libre, señorita —dijo. Ella le miró, sonriéndole
amistosamente.
—¿De veras cree que puede continuar?
Frederick volvió los ojos hacia la parrilla frontal del coche,
abollada por el impacto de la cabeza del idiota. No era una avería de
importancia.
—Los aceros de Detroit son más duros que las cabezas humanas
de Washakee —respondió.
—En ese caso, muchas gracias.
Ella arrancó raudamente y abandonó el lugar de la pelea. Al
volverse, Frederick se vio frente al comisario.
—Recuerde lo que le he dicho —murmuró Stanford—. Márchese
de Washakee cuanto antes.
Frederick contempló pensativamente al hombre que tenía frente a
sí. «Mal enemigo», pensó.
Luego dirigió la vista hacia la taberna. Los pueblerinos, y también
Flynn, estaban en la veranda. ¿Por qué le miraban tanto?
De pronto, recordó el volante curvado. Sonrió para sus adentros.
Aquellos tipos necesitaban una nueva demostración. Sentóse en
el puesto del conductor, puso ambas manos sobre el aro del volante,
se llenó los pulmones de aire y tiró hacia arriba.
Más de una mandíbula inferior se aflojó, cuando el volante quedó
completamente normal. Segundos más tarde, Frederick dio el
contacto y arrancó en dirección a Ellad’s Farm.
Pronto encontró una flecha indicadora que le señaló el camino
deseado. Mientras rodaba, entre cipreses, álamos y sauces llorones,
se preguntó si su amigo habría terminado siendo pasto de los
caimanes.
Porque Ellad’s Farm no era una granja corriente, donde se
criaban gallinas y pollos, sino una granja donde había miles y miles
de caimanes, criados semiartificialmente, con un estudiado control,
para obtener de sus pieles, artículos para las damas, tales como
carteras, bolsos y zapatos.
Y los caimanes, pese a su alimentación artificial y controlada,
seguían siendo esencialmente carnívoros.
La posibilidad de que su amigo hubiese acabado repartido en los
estómagos de unos cuantos, de aquellos saurios no era, pues, tan
descabellada como parecía.
Luego recordó la acogida de que había sido objeto. Un vago
presentimiento le dijo que su presencia en Washakee no era recibida
con agrado.
¿Por qué?
Apretó los labios. Evidentemente, había alguien a quien no
convenía se investigase la desaparición de su amigo Freddie
Mullinois.
CAPÍTULO II

Una gran puerta, que era el nexo de unión entre dos sectores de
valla alambrada, le cerró el paso. Sobre el dintel en arco de la
puerta, construida en tubo de acero, vio un gran rótulo: ELLAD’S
FARM. Debajo el nombre del propietario, Morbihan K. Ellad.
Un enorme caimán disecado, de más de cuatro metros de
longitud, pendía del arqueado dintel. En vida, moviéndose, debía de
haber sido una visión espantable.
La puerta estaba cerrada. Tocó la bocina.
Un hombre surgió de repente al otro lado, ataviado con ropas
semínolas. Su frente estaba ceñida por una delgada cinta multicolor.
Sobre la pechera de su camisa de ante, llevaba una especie de
insignia de metal, con el nombre de la granja en esmaltes. Pendiente
del costado derecho llevaba un revólver en funda con tapa.
—¿Qué desea, señor? —preguntó el indio cortésmente.
—Me llamo Allen P. Frederick —respondió el forastero—. Deseo
hablar con el señor Ellad. Soy comprador de los artículos que aquí
se producen.
—Un momento, señor; voy a anunciar su visita al señor Ellad…
—No es necesario, Tago —dijo en aquel momento una voz
femenina—. Déjele pasar.
—Bien, señorita Sonia.
Frederick y la rubia del automóvil se miraron, separados por la
valla metálica. Ella vestía ahora una blusa sin mangas, que encerraba
un busto de proporciones perfectas, y unos pantaloncitos muy cortos,
tanto, que casi parecían la parte inferior de un traje de baño. Las
piernas eran de lo mejorcito que había visto en su vida.
El semínola abrió la puerta. Frederick avanzó lentamente.
—Yo le acompañaré, señor Frederick. —Ella se sentó
desenvueltamente al lado del forastero—. Me llamo Sonia Webtree
—se presentó.
—Encantado, señorita Webtree.
—Llámeme Sonia, simplemente. Una buena pelea, Allen.
—¿La vio usted?
—No me perdí detalle. En confianza, le diré que me alegro de que
le haya pegado una paliza a aquel bestia de Endimion. Es menos
idiota de lo que parece, ¿sabe?
—Ya he podido darme cuenta de ello. Quiso burlarse de mí.
—Y usted le dio una lección… ¡Oiga! —exclamó Sonia de repente
—. El volante está enderezado.
—Sí —contestó Frederick simplemente. Sonia realizó una
profunda inspiración.
—Ha sido usted —dijo.
—Lo confieso humildemente —sonrió el forastero, sin dejar de
seguir las curvas del camino enarenado que se deslizaba entre una
vegetación exuberante.
Ella le tocó los músculos del brazo derecho.
—Vaya fuerza —comentó—. Así, no me extraña que derrotase
tan fácilmente a Endimion. Con esos músculos, ¿se conforma usted
simplemente ser viajante de comercio?
Frederick se encogió de hombros.
—La vida, Sonia —contestó.
Un hombre les miró desde el sendero. Era otro indio semínola,
ataviado como el anterior, pero armado con un rifle.
—Muchas precauciones —observó Frederick.
—Los artículos que tenemos almacenados valen muchos cientos
de miles de dólares —contestó Sonia—. Han querido robamos en
más de una ocasión; una vez, Incluso descendiendo desde un
helicóptero. Es comprensible, pues, que tomemos todo género de
precauciones.
—Desde luego.
El coche desembocó de repente en una vasta explanada, cubierta
de hierba en su mayor parte. Sonia dijo:
—Pare, por favor.
Frederick obedeció. Entonces vio un espectáculo inusitado.
Había un espacio sin hierba, con algunas mesas protegidas por
grandes parasoles, muy cerca de un río de aguas mansas, cruzado
por un puentecillo de gracioso arco. Todas las mesas estaban
ocupadas por hombres y mujeres que contemplaban lo que sucedía
en el puente.
Al otro lado del río, había un par de tiendas de lona, con fajas
verticales de vivos colores. Una esbelta joven cruzaba en aquel
momento el puentecillo, ataviada con un vistoso chaleco de blanda
piel de cocodrilo, blusa blanca de mangas flotantes, falda cortísima,
también de piel, y botas que llegaban hasta más arriba de la rodilla.
Las botas estaban elaboradas también en piel de cocodrilo.
Al pie del puentecillo, un individuo, sobre un pequeño estrado,
armado de un micrófono, describía las características del modelo
que los visitantes, y posibles compradores, estaban contemplando.
La maniquí descendió a la explanada y paseó por entre las mesas,
soportando la curiosidad del público con corteses sonrisas.
Dos semínolas iban y venían con bandejas cargadas de
refrescos. Frederick entrevió a lo lejos, semiocultos por la
vegetación, varios edificios. Supuso que serían almacenes, salas de
curtido, elaboración y demás.
La maniquí volvió al puentecillo. Lo cruzó. Se detuvo en el centro,
dio una graciosa vuelta, la última, y siguió hacia las tiendas vestuario,
en el momento en que otra modelo salía de una de ellas.
Entonces fue cuando Frederick observó cierto movimiento en las
aguas del riachuelo.
Fijó mejor su atención. Se estremeció. El agua estaba llena de
caimanes.

El desfile había terminado.


Los visitantes se agolpaban en torno al locutor. Sonia dijo:
—Será mejor que espere a que se hayan ido todos.
—No tengo prisa —contestó Frederick.
Un indio pasó cerca y Sonia le encargó bebidas. El indio asintió
en silencio.
Frederick había podido darse cuenta de que las maniquíes eran
cinco en total. Una de ellas salió en aquel momento de una de las
tiendas. Era alta, esbelta, lógicamente, de frondosa cabellera
dorada, un tanto oscura, de ojos violeta y expresión soñadora. Cruzó
el puentecillo y se perdió entre la vegetación.
Los visitantes empezaron a desperdigarse. Entonces, el locutor
se fijó en el coche y en sus ocupantes.
Sonia agitó la mano.
—Venga, Allen; conocerá al dueño de la granja.
Para asombro de Frederick, el propietario de Ellad’s Farm era el
mismo locutor. Se apeó de su asiento y siguió a Sonia.
Ellad era un sujeto de buena estatura, corpulento, de ojos muy
negros y brillantes, y una abundante barba de collar, que le prestaba
un aspecto distinguido y atrayente al mismo tiempo. Lo único que no
le gustó a Frederick era la pulsera de oro que tenía en la muñeca
derecha.
—Morb —dijo Sonia—, te presento a Allen Frederick, un posible
comprador de nuestros artículos. Allen, éste es Morbihan Ellad.
«Unos nombres más bien raros», pensó Frederick mientras
estrechaba la mano del dueño de la granja.
—¿Viene como particular o representa a alguien? —preguntó
Ellad, después de los primeros saludos.
—He sido enviado por los almacenes Shakery —respondió el
forastero—. Espero que haya oído hablar de ellos.
—En efecto —admitió Ellad.
—Sus artículos han alcanzado gran renombre. Por el momento,
mi visita es más bien exploratoria, aunque adquiriré algunas muestras
para llevármelas. En caso de que agraden, Shakery enviaría una
comisión más nutrida y, por supuesto, con plenos poderes para hacer
una compra de gran estilo.
—Me sentiría muy honrado, señor Frederick. Ahora, por el
momento, estoy ocupado. Sonia, sin embargo, le llevará a ver
algunos aspectos de la granja. Enséñale también el salón de
exposiciones, ¿quieres? —Se dirigió Ellad a la joven.
—Con mucho gusto, Morb —accedió Sonia.
Frederick estrechó de nuevo la mano de Ellad. Entonces se fijó un
poco más en su barba. Habría jurado que se la teñía.
En ese caso, Ellad tendría más de los cuarenta y tantos años que
aparentaba. Posiblemente, rebasaba de sobras la cincuentena.
Caminó junto a la joven. Cruzaron la pasarela. Frederick no pudo
por menos de mirar hacia abajo.
Había tantos caimanes como vacas en un rancho ganadero de
Tejas. ¿Qué pasaría si un hombre se cayera allí?
Aquellos caimanes, sin embargo, no medían más de dos metros.
Pero muchas bocas de saurio, mordiendo a la vez…
Era preferible no pensar en ello.
Sonia le enseñó distintos lugares de la granja, desde las playas
semejantes a las naturales, donde las hembras de caimán ponían sus
huevos y vigilaban el crecimiento de sus pequeños, hasta el
matadero y desolladero, sin olvidar las salas de curtido y preparación
de las pieles.
Frederick se fijó especialmente en un detalle: la mayoría de los
operarios eran indios semínolas. Se preguntó por los motivos de
aquella preferencia. Sin duda, se dijo, eran más activos que los
gandules blancos de Washakee.
Luego, Sonia se detuvo al borde de un monumental estanque,
cruzado asimismo por otra pasarela, desde la cual un semínola
arrojaba comida especialmente preparada a los saurios. El estanque
tenía a todo su alrededor una vasta playa, en la que pereceaban
algunos caimanes.
Frederick parpadeó. Ninguno de aquellos caimanes bajaba de los
cuatro metros de longitud.
—Eso tiene una explicación —dijo Sonia, cuando él le formuló una
pregunta aclaratoria—. Es el que nosotros llamamos Sector A,
debido a que los caimanes que ahí se crían viven un tiempo
excepcionalmente largo. Naturalmente, se hacen mucho mayores que
el término medio y su piel no sólo es mejor, sino que adquiere
mayores dimensiones. Siempre hay caprichosos que quieren una piel
entera o un juego completo de vestir hecho de una misma piel,
incluyendo cartera, bolso y zapatos.
—Y los caprichos se pagan.
—Naturalmente —sonrió Sonia. De pronto, agitó la mano.
Frederick volvió la cabeza. Otra chica movió la mano en el lado
opuesto del estanque.
—Es Pru, una de nuestras mejores modelos —dijo Sonia.
—¿Pru? —repitió Frederick, extrañado.
—Prudence Dillman —explicó Sonia—. Guapa, fina y esbelta. ¿Le
gusta?
—Es difícil elegir —contestó él galantemente. Sonia soltó una
alegre carcajada.
—Además de buen luchador con los puños, sabe pelear también
con las palabras. Sigamos, ¿quiere?
Antes de abandonar el Sector A, Frederick volvió la cabeza.
Prudence Dillman se alejaba entre los árboles, solitaria,
caminando con aire pensativo. A Frederick le dio la sensación de que
la joven estaba bajo el influjo de una pena oculta. Pero casi en el acto
la borró de su mente.
Sonia continuaba hablando a su lado. De pronto, Frederick se
acordó de algo.
—He visto varias maniquíes en el pase de modelos —dijo—.
¿Vienen aquí cuando se anuncia un acto semejante?
—Oh, no —contestó Sonia—. Viven en la granja, en una casa
especial para ellas… bueno, yo también tengo una habitación en la
misma residencia. Pero no son modelos exclusivamente; esta granja
necesita de algo que se llama burocracia.
—Ah, ya, mecanógrafas.
—Y traductoras y contables. Las elegimos por sus conocimientos
y su físico, conjuntamente, y cobran un sueldo muy superior al que
cobrarían en una oficina corriente. Su contrato es por un mínimo de
dos años, al cabo de cuyo tiempo quedan en libertad de irse o
prorrogarlo por un tiempo análogo.
—Comprendo. Entonces… aquella chica, Pru, se irá algún día de
aquí.
—Lo dudo mucho —sonrió Sonia—. Vive aquí desde que era una
niña. Sabe que Morb no es su padre, pero lo considera como tal.
CAPÍTULO III

En la oscuridad de su cuarto del hotel, Allen Frederick, mientras


fumaba un cigarrillo, se preguntó si había dado ya con la hermana de
su amigo.
Sería demasiada suerte, se dijo. Pero, a fin de cuentas, a eso
había venido a Washakee. Todavía recordaba su entrevista con
Harriet Mullinois, la madre de su amigo Freddie. Los dos habían
servido juntos en el ejército. Habían realizado los cursos de
entrenamiento en la selva panameña y luego habían pasado un duro
año en Vietnam.
Frederick había salvado la vida una vez a Mullinois y éste le había
correspondido con un favor análogo al poco tiempo. Ello había
cimentado aún más la amistad existente entre ambos.
Los dos se habían licenciado al mismo tiempo y entonces se
habían separado. Frederick tenía un buen empleo y durante un año
largo vivió lejos de su amigo.
Un día, sin embargo, recibió una carta. Era de la madre de
Freddie.
La señora Mullinois no tenía a quien recurrir. Frederick no era de
los que consideraban la amistad como una palabra vana.
Entonces conoció lo que ocurría. La señora Mullinois había tenido
una hija veintisiete años antes, primer vástago de su matrimonio.
Freddie había nacido apenas, dos años más tarde, cuando Betty,
que así se llamaba la niña, fue raptada. Nunca más habían vuelto a
saber de ella.
Harriet, sin embargo, había abrigado siempre la esperanza de
que un día volvería a ver a Betty. Los años habían ido pasando hasta
que un día recibió una carta.
Frederick se la sabía de memoria:

Su hija está en Washakee, Florida, más


concretamente, en Ellad’s Farm. Allí podrá rescatarla…
si Morbihan Ellad lo consiente. Haga que su enviado se
entreviste antes conmigo. La contraseña será «Caimán
Blanco».

Realmente, Frederick creía que la niña había muerto. No la había


conocido, no la había visto jamás; el rapto se había producido
cuando él contaba escasamente cinco años de edad. Betty había
muerto. Una niña raptada a los dos años, tenía muchas posibilidades
de morir, debido a la falta de los adecuados cuidados matemos. Los
secuestradores se preocupaban siempre más de no ser capturados
que de su víctima raptada.
Pero, en cambio, sí había conocido a Freddie. Y era por él, por
su amigo, por lo que se hallaba en Washakee.
Harriet Mullinois seguía creyendo en que Betty vivía. No obstante,
la consumía la falta de noticias del otro hijo.
—Freddie hablaba mucho de usted, Allen —le dijo—. No sé a
quién recurrir. Poseo una inmensa fortuna, pero ¿de qué me sirve
sino tengo a quien dejársela?
Y luego había añadido:
—Siempre sospeché que el autor del rapto había sido Richard
Twoster, un antiguo pretendiente que nunca supo consolarse de mi
matrimonio con otro. Realmente. Richard pese a su simpatía, poseía
un genio muy violento y yo supe que no seríamos felices.
Desapareció a poco de mi boda, jurando que se vengaría de mi
desdén, y ya no he vuelto a verle. La policía le buscó, lo encontró en
San Francisco, pero pudo probar concluyentemente que él no tenía
que ver con el rapto.
—Quizá lo encargó a otros —apuntó Frederick.
—No me extrañaría. También poseía bastante dinero. Pero eso
es lo de menos. Ahora que, por fin, había tenido noticias de Betty…
Sí, Harriet había sabido de la hija tan añorada durante un cuarto
de siglo y entonces le había desaparecido el otro hijo.
Un muchacho fuerte, robusto, alegre, simpático. Veinticinco años
convertidos en… ¿comida para los caimanes?
Frederick se estremeció. Se acordó de los saurios del Sector A,
con mandíbulas capaces de seccionar limpiamente la pierna de un
hombre. En aquel estanque podía desaparecer perfectamente una
persona, sin dejar el menor rastro.
Luego se preguntó quién podía ser el anónimo informante de la
señora Mullinois. La contraseña era «Caimán Blanco». ¿Hombre?
¿Mujer?
Era lo de menos. Lo que más importaba era la forma y el
momento de poder ponerse en contacto con él.
Porque Frederick no tenía la menor duda de que «Caimán
Blanco» entraría en contacto con él. No había más que recordar la
acogida de que había sido objeto a su llegada a Washakee.
Era indudable que Freddie había hablado de él. Por tanto,
esperaban su llegada un día u otro.
Y «Caimán Blanco», naturalmente, no podía ser menos. De
pronto, oyó un ruido en el suelo de su habitación.
Se sentó en la cama inmediatamente. Tenía la ventana abierta.
Alguien había lanzado un objeto a través del hueco.
Encendió la luz. Vio una cosa blanca y se levantó. Su forma
parecía esférica, aunque un tanto irregular. Pronto vio que era un
mensaje. Desató la cuerda que sujetaba el papel a la piedra y alisó
éste.
El mensaje decía:

Mañana, a las doce de la noche, junto al Sector


A. Cruce la valla a ciento cincuenta metros al E. de la
puerta principal.
«Caimán Blanco».
Frederick sonrió satisfecho. El misterioso comunicante había
entrado en contacto con él antes de lo que esperaba.
Encendió un cigarrillo y quemó el mensaje. Con la misma llama,
prendió un segundo cigarrillo. Luego apagó la luz y se tendió de
nuevo en la cama.
Al cabo de un rato, sintió que le invadía el sueño. Empezó a
sumirse en la irrealidad.
De pronto, le pareció que no estaba solo en la habitación.
Entreabrió los ojos. Había alguien cerca de la puerta, con un
voluminoso objeto en las manos.
El hombre se arrodilló. Manipuló en el objeto. Luego, sin hacer
ruido, pero con gran rapidez, se escabulló del dormitorio.
Entonces, Frederick oyó un sonido que le heló la sangre en las
venas.
Era el ruido inconfundible de una serpiente de cascabel.

Se sentó en la cama, chorreando sudor. Procuró mantener la


serenidad.
El crótalo había sido transportado en una cesta de mimbre. Para
no dejar rastro y hacer creer que se trataba de un infortunado
accidente, el intruso se había llevado el cesto. Así, pues, Frederick
estaba solo, frente al mortífero reptil.
Había un poco de luz lunar. Tenía los ojos habituados a la
oscuridad.
La serpiente se agitaba inquieta, irresoluta. Ciertamente,
Frederick no estaba tan desarmado como creía el comisario.
En la maleta tenía una pistola provista de silenciador. Pero no
podía llegar a ella sin pasar por la vecindad del reptil.
De pronto, oyó voces bajo su ventana. La noche era tan
silenciosa, que, a pesar de que los dos hombres hablaban bajo, pudo
escuchar claramente sus palabras.
—¿Está ya? —preguntó uno.
—Sí. No se ha enterado siquiera.
—Se enterará cuando le muerda.
—Y entonces chillará como un condenado. Sonó una risita. Uno
de los hombres dijo:
—Bien, quédate aquí un rato. Escucha atentamente. Ya sabes
dónde verme.
—De acuerdo.
Los crótalos de la serpiente volvieron a sonar. Frederick saltó
lentamente de la cama.
El animal estaba allí, moviendo lentamente la cabeza a un lado y
a otro. Frederick caminó unos cuantos pasos.
Se situó a poco más de un metro del animal, que medía
cumplidamente los ciento cincuenta centímetros.
En Vietnam, sin embargo, los habían capturado de mayor
longitud.
Lo hacían por apuesta, para divertirse. Naturalmente, se
protegían las manos con guantes de artillero. Ahora era distinto. Sus
manos estaban desnudas.
La serpiente empezó a moverse hacia él. Su lengua bífida
entraba y salía de sus fauces, y se oía un siniestro siseo que ponía
los pelos de punta.
De repente, Frederick dio un salto. Durante una fracción de
segundo, quedó detrás de la serpiente.
Su mano se movió como el rayo, pese a la velocidad de tales
reptiles. Sus dedos, como zarpas de acero, aferraron al animal por la
base del cuello. La cola onduló como un látigo.
Ahora ya no podría morderle. Frederick sonrió en la oscuridad.
Se acercó a la ventana y asomó la cabeza con grandes
precauciones. Sabía un hombre parado en la esquina, casi justo
debajo de él. Fumaba indolentemente, esperando oír en cualquier
momento el chillido de angustia de un hombre atacado por un reptil
de mordedura letal.
Frederick movió la mano. La serpiente voló por los aires y fue a
caer sobre el hombro del individuo.
Frederick se retiró en el acto. El hombre se sobresaltó. Casi en el
mismo instante, la serpiente, enloquecida de rabia, se revolvió y
mordió furiosamente aquel cuello tan cercano.
Se oyó un espeluznante alarido de angustia. Luego el rumor de
unos pasos que se alejaban a la carrera. Frederick volvió a la cama.
Procuró enjugarse el sudor.
Los chillidos perdieron volumen.
—Lo siento por ti, hermano —dijo Frederick a media voz—. Pero
no he hecho más que devolverte la pelota.
A lo lejos, se formó un más que regular escándalo.

Sentado en una butaca de mimbre, en la veranda del hotel,


Frederick dejaba pasar el tiempo sin prisas.
Al alcance de su mano tenía un refrescante julepe de menta. De
cuando en cuando, tomaba un sorbo.
La temperatura era tórrida, casi exasperante. No se movía una
brizna de viento.
Perry Stanford, comisario de Washakee, subió las escaleras y se
sentó a su lado, sudando por todos los poros de su cuerpo.
—¡Condenado país! —masculló—. Se derrite uno.
—Tómese un julepe de menta. Le invito yo —sonrió Frederick.
—Acepto —dijo ávidamente el comisario. Y batió palmas
estrepitosamente.
Una guapa camarera, de formas abundantes, trajo la bebida a
poco. Stanford consumió la mitad de un golpe.
—Calor y reptiles, esto es Florida —gruñó el comisario—. ¿Le
gusta el país?
—Tiene su encanto, claro —contestó Frederick.
—Y sus cosas malas. A veces se encuentra uno con un crótalo…
y como no ande listo, se lo llevan al cementerio.
—Hay suero antitóxico —alegó el joven.
—Cuando a uno le pica en el cuello uno de esos bichos, no hay
suero que valga. La muerte se produce en cuestión de minutos.
—Bueno, pero para que un crótalo pique en el cuello, se necesita
estar tumbado en el suelo, digo yo.
—O en la cama. Son muy audaces. Hay ocasiones en que entran
en las casas.
—Lo tendré en cuenta y esta noche cerraré bien puertas y
ventanas, después de haberme convencido de que no hay serpientes
en el dormitorio.
—Hará bien —aprobó Stanford—. Precisamente, esta madrugada
ha muerto un tal Rusty Michaels. El bicho le picó en el cuello.
—¡Qué horror! —Se estremeció Frederick.
—Sí, un caso de mala suerte, porque Michaels no estaba
tumbado. El bicho debió de reptar por algún poste, en busca de
algún nido. En las casas viejas, que son la mayoría de las de
Washakee, a veces hay nidos en algunos huecos. Fallaría o vaya
usted a saber, el caso es que el pobre Michaels estaba debajo y
recibió la picadura. No vivió ni diez minutos.
—Lástima —murmuró el joven—. Un caso de verdadera mala
suerte.
—Sí, muy mala suerte. —Stanford subrayó la frase de modo
inequívoco—. ¡Cómo chillaba el pobre! ¿No lo oyó usted?
—Tengo un sueño muy pesado, comisario —sonrió Frederick.
—Pues ya es suerte también, aunque en mejor sentido, claro.
Celebro que no haya visto el espectáculo, Frederick. El pobre médico
intentó hacer todo lo que pudo, pero Michaels no tenía ya remedio.
—¡Pobre hombre! —repitió el forastero.
Stanford quería tirarle de la lengua, estaba visto, pensó
Frederick. Pero él era un hombre duro y correoso y no sólo en lo
físico.
El comisario cambió de tema.
—Me gustó su pelea con Endimion —dijo.
—No tuvo alicientes. El pobre es sólo una masa de carne… mejor
dicho, grasa y huesos —contestó Frederick con ligero desdén.
—Usted, en cambio, pelea muy bien. ¿Dónde aprendió?
—Llevé una boina verde durante tres años.
La respuesta de Frederick era deliberadamente suave, pero
contenía implícita una advertencia que no quería dejar de emitir.
Stanford mostró su asombro.
—Sufren un entrenamiento muy duro, creo —opinó.
—Durísimo. Hay algunos que prefieren la guerra de verdad al
entrenamiento.
—No me extraña. —Voluble, Stanford varió nuevamente el tema
—. ¿Le agradó Ellad’s Farm?
—Hay muchas cosas interesantes, en efecto.
—Pero usted no ha terminado todavía.
—No. He hecho un informe previo y lo he remitido a mi central.
Mañana o pasado recibiré respuesta telefónica. Entonces, visitaré la
granja de nuevo.
—Es una de las mayores atracciones de Washakee. Hasta vienen
turistas para ver los caimanes y comprar artículos de piel en la
exposición permanente que Ellad tiene en un edificio. Pero se
marchan el mismo día —añadió Stanford intencionadamente.
—Yo no soy un turista, comisario —dijo Frederick sonriendo.
—Desde luego. Sin embargo, su estancia aquí no puede
prolongarse mucho.
—Lo justo nada más, comisario, sólo lo justo. Stanford terminó su
bebida. Se puso en pie.
—Gracias por su invitación, Frederick.
—Hasta que quiera, comisario.
Stanford se alejó. Frederick lo contempló a través de sus gafas
ahumadas.
Cada vez estaba más convencido de que su presencia en
Washakee no sólo era incómoda, sino indeseada.
Pero no pensaba abandonar la partida, por muchas serpientes de
cascabel que le echasen en el dormitorio. Tenía que conocer la
suerte corrida por su amigo.
Y encontrar a Betty Mullinois.
CAPÍTULO IV

A la luz de la luna, Frederick contempló pensativamente la


elevada valla metálica que contorneaba y delimitaba la posesión de
Morbihan Ellad.
Demasiado alta para evitar la posible evasión de algún saurio
ansioso de aventuras. ¿No se había construido para encerrar a algo
más que simples caimanes?
Los postes sustentadores y de refuerzo eran muy gruesos, de
tubo de acero, y medían cinco metros de altura, los mismos de la
valla, cuyo alambre tenía asimismo un grosor realmente notable.
Se preguntó si estaría electrificada. No parecía probable.
Demasiado gasto. La altura de la valla y la vigilancia de los
semínolas armados, eran más que suficientes para cortar cualquier
veleidad de fuga.
El mensaje decía ciento cincuenta metros al Este de la puerta.
Bien, ya estaba en el lugar adecuado. Y ahora, ¿cómo salvar la
valla?
Se acercó a ella. Por pura precaución, agarró una ramita y la
lanzó contra la red metálica. No ocurrió nada. La rama habría ardido
de estar electrificada la valla.
Tanteó la red metálica con ambas manos. Era muy fuerte. Se
necesitaba algo más que unas simples cizallas para cortar aquel
alambre. Un soplete… pero él no podía usar semejante artefacto.
Había ido prevenido. Cuando salió del hotel, no creyó tener que
usarlo, pero ahora se felicitaba por su precaución.
Volvió al auto, estacionado en lugar discreto, y sacó del
portaequipajes una sólida cuerda, provista de un gancho forrado de
goma en uno de sus extremos. Regresó al mismo lugar, sin
explicarse muy bien por qué «Caimán Blanco» le había mencionado
aquel punto exactamente.
Había esperado encontrar una abertura, pero no la había. Tenía
que pasar por sus propios medios.
Lanzó el gancho, que agarró al borde superior. Tanteó un par de
veces y luego se izó rápidamente. Las mallas de la red facilitaron su
ascensión.
Pasó al otro lado, lanzó la cuerda al interior del recinto y se
descolgó con la misma rapidez. Luego corrió unos pasos y se
agachó detrás de un macizo de flores.
Alguien venía. Frederick esperó cosa de medio minuto.
Un semínola armado con un rifle pasó por su lado. El indio se
alejó.
Realmente, ¿justificaba el valor de las pieles de cocodrilo la
vigilancia tan intensa y realizada por tantos hombres armados?
Dejó la respuesta a ion lado. Cuando el indio se hubo alejado,
continuó su camino.
Minutos más tarde, estaba en las cercanías del estanque donde
moraban los grandes saurios. De cuando en cuando, se oía un
estremecedor entrechocar de mandíbulas.
Avanzó ahora paso a paso, mirando a derecha e izquierda.
¿Dónde estaba «Caimán Blanco»?
Sacó la pistola que el comisario no le había recogido. De pronto,
oyó un leve siseo a su izquierda.
Volvió la cabeza. Había un enorme sauce de grueso tronco.
Creyó ver bajo el mismo una oscura silueta. Por pura precaución le
apuntó con el arma.
Se acercó al individuo.
—¿«Caimán Blanco»? —preguntó.
—Sí.
Frederick contuvo una exclamación de asombro.
—Es una mujer —dijo.
Unos dientes brillaron en la oscuridad.
—Siento haberle defraudado —dijo ella.
—Nada de eso, señora. Las mujeres jóvenes y guapas no me
defraudan jamás.
—Lo celebro, señor Frederick. Usted no es comprador de
artículos de piel de cocodrilo.
—¿Posee usted el don de la clarividencia? Por favor, usted me
conoce, pero yo a usted no. Dígame su nombre; la oscuridad es muy
intensa y no puedo verle la cara… y no es Sonia Webtree.
—Soy Prudence Dillman.
—Ah, Pru —sonrió él—. Encantado de conocerla.
—Gracias, señor Frederick.
—Dígame Allen, simplemente… o Allie, cómo me llaman los
amigos.
—Muy bien, Allie. Usted ha venido para ver si encuentra a Freddie
Mullinois.
—Sí.
—No lo encontrará. Ha muerto.
Frederick procuró mantener la compostura.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó.
—No podría afirmarlo rotundamente, pero sé que ha muerto.
—Si no ha vuelto a casa, es que, en efecto, ha muerto. ¿Quién lo
mató?
—¿Quién otro podría ser? —replicó la joven. Hubo un corto
espacio de silencio.
—Ellad —dijo Frederick al cabo.
—El mismo. No quiere que la hija de Harriet Mullinois le
abandone.
—¿La conoce usted?
—Sí.
—¿Quién es, Pru?
Ella le miraba intensamente.
—¿No le habló la señora Mullinois de la marca de familia?
—Es cierto. La mancha en forma de media luna situada en la
parte interna del brazo, más arriba del codo, una especie de antojo
común a los Mullinois.
—Usted es detective. ¿No ha traído consigo una linterna, aunque
sea pequeña?
—Tengo la linterna, pero no soy detective —sonrió Frederick a la
vez que metía la mano en el bolso—. ¿Para qué la quiere?
—Enciéndala, pero tape el foco con la mano —pidió Prudence.
Frederick obedeció. Entonces, Prudence levantó el brazo izquierdo.
—Mire —dijo.
Frederick lanzó un rápido destello al miembro. Tuvo que
esforzarse para no lanzar una exclamación de asombro.
—¡Usted! —dijo al cabo, cuando se hubo recobrado del golpe.
—Sí. Yo soy Betty Mullinois.
Frederick se pasó una mano por la cara.
—Vámonos —dijo de repente. Pero ella se resistió.
—No. Todavía no es tiempo —contestó.
—¿Qué le pasa? Su madre la está esperando desde hace un
cuarto de siglo.
—¿Se ha olvidado del pobre Freddie?
—Es cierto —murmuró Frederick.
—Y no es él solo, Allie. Han muerto aquí muchas otras
personas… mujeres jóvenes y bonitas, por ejemplo.
Frederick se estremeció.
—¿Qué me está diciendo? —preguntó, atónito.
—¿Para qué se cree que está la valla? ¿Por qué cree que hay
tantos semínolas armados? Ellad contrata a las modelos, es
cierto…, pero una vez que están aquí, ya no pueden salir más.
Alguna lo intentó, trató de escapar y se quedó para siempre.
—Enterrada en algún rincón de este extenso parque. Prudence
meneó la cabeza lentamente.
—No —dijo con laconismo.
Frederick creyó comprender. A cincuenta metros se oían
chasquidos de mandíbulas.
—Esos caimanes han probado la carne humana —dijo.
El silencio de la joven era una respuesta afirmativa.
—Frederick sintió un frío glacial en la espalda.
—Pero ¿cómo un hombre puede…? ¡Y Sonia le ayuda!
—Sí.
—Me siento anonadado. ¿Qué hacen las autoridades de
Washakee? ¿Es que no han puesto coto a tales desmanes?
Prudence sonrió desdeñosamente.
—¿Acaso no se ha dado cuenta de que Stanford está en la
nómina de Ellad?
—Sí, es verdad —musitó Frederick, recordando los incidentes del
día de su llegada—. ¿Vio usted a su hermano?
—Unos momentos tan sólo. Empezamos a planear mi fuga… pero
no pudimos realizar nuestros deseos.
—Murió antes.
—Sí. Acordamos una hora determinada. Nunca llegó. Frederick
guardó silencio unos momentos.
—Y ahora quiere vengarlo —dijo a poco.
—A Freddie y a mis compañeras.
—Sin pruebas…
—Usted las hallará. Freddie era más impulsivo. Usted parece
más astuto. Acabe con esta carrera de crímenes, Allie.
—Lo intentaré —prometió Frederick—. Una cosa, Pru… bueno,
¿cómo debo llamarla, si es usted Betty Mullinois?
—No cometa errores. Siga llamándome Pru por el momento —
contestó ella.
—De acuerdo. ¿Habló mucho con Freddie?
—Varias veces. El mencionó su nombre en varias ocasiones,
Allie. Me contó algunas de sus peripecias en la guerra.
—Comprendo. Era un buen muchacho.
Callaron un instante. Frederick miró con fijeza a la joven.
¿Qué pretendía Prudence Dillman?, se preguntó.
¿Cuáles eran sus proyectos?
Porque de una cosa estaba seguro, tan seguro como que era de
noche. Aquella joven no era Betty Mullinois, aunque llevase en el
brazo la marca de la familia.
Harriet Mullinois era inmensamente rica. ¿Trataba Pru de
conseguir la fortuna de la dama?
De momento, se dijo, le seguiría el juego. Merecía la pena.
Después…
—Una pregunta, Pru —dijo al cabo.
—¿Por qué me indicó aquel lugar a ciento cincuenta metros de la
puerta? Pru sonrió en la oscuridad.
—Sabía que estaría sin vigilancia —contestó.
—Ah, tiene algún… amigo entre los semínolas.
—¿No recibió mi mensaje?
—Claro —dijo Frederick, sonriendo también—. Su amigo.
—Justamente. Mañana volverá usted como comprador. Si me
acaricio dos veces la mejilla izquierda, acuda por la noche a la misma
hora. En caso contrario, espere a otro mensaje.
—De acuerdo.
—He de retirarme. Vuelva por el mismo sitio. Buenas noches,
Allie.
—Buenas noches, Pru.
La joven se esfumó sin hacer ruido entre las tinieblas. Frederick
quedó solo.
Estuvo inmóvil durante unos momentos, formulándose a sí mismo
infinidad de preguntas. ¿Cómo había entrado Pru en conocimiento
del rapto acaecido veinticuatro años antes?
¿Era Ellad el mismo Richard Twoster, antiguo pretendiente de
Harriet?
Pero, si Pru no era Betty Mullinois, ¿quién era de las chicas que
habitaban en la granja? Y, lo más importante de todo, ¿vivía aún?
Frederick no tuvo tiempo de continuar sus especulaciones. Algo
duro se apoyó en sus riñones.
—Levante las manos —sonó una voz a sus espaldas.
CAPÍTULO V

Frederick obedeció en el instante, maldiciéndose por su descuido.


La voz no parecía de Ellad, pero, para el caso, era lo mismo. El
rifle que oprimía sus riñones resultaba un argumento convincente.
—Camine —ordenó el seminola. Frederick echó a andar. El
guardián dijo:
—Ponga las manos sobre la nuca. Estará más cómodo.
—Gracias por su interés, amigo —contestó Frederick
irónicamente. Siguió andando. De pronto, el indio dijo:
—A su izquierda.
Frederick ejecutó una conversión oblicua en la dirección que
seguía. De pronto se dio cuenta, alarmado, que caminaban hacia el
estanque del Sector A.
—Eh, allí están los caimanes grandes —dijo.
—Ya lo sé —contestó el indio—. Estamos advertidos de su
posible incursión y tenemos órdenes precisas caso de capturarlo.
—Oiga, si es por eso, yo puedo darle cuarenta o cincuenta
dólares para comida de esos bichos. No me gustaría que pasaran
hambre.
—Usted se lo calmará —manifestó el semínola
imperturbablemente.
Llegaron junto a la valla. Sin dejar de encañonarle con el arma, el
indio abrió una portezuela y luego empujó a su prisionero hacia
adelante.
—A la pasarela —ordenó.
Frederick obedeció. El indio caminaba tras él.
Llegaron a la mitad del puentecillo. A metro y medio escasamente
bajo ellos, chasqueaban tétricamente las mandíbulas de los saurios.
De repente, Frederick percibió una alteración en el ritmo
respiratorio de su aprehensor. Instantáneamente, se echó a un lado.
El indio empujaba en aquel momento con todas sus fuerzas,
utilizando el rifle a modo de pica. Falló su blanco y se tambaleó.
Caído a medias en el suelo, Frederick elevó la pierna izquierda y
golpeó con todas sus fuerzas las corvas del semínola. Éste se
tambaleó visiblemente y soltó el rifle, como para buscar un punto de
apoyo.
No lo consiguió. Un horrendo alarido se escapó de su garganta al
darse cuenta de lo irremediable de su suerte. Cayó de cabeza al
estanque y se oyó un fuerte chapoteo.
El indio asomó repentinamente medio cuerpo, elevando sus
manos hacia arriba. Frederick, a pesar de que el hombre había
intentado arrojarle a aquel lugar de infierno, trató de ayudarle.
Incluso agarró una de sus manos. La cara del semínola tenía una
expresión horrible. De repente, algo tiró del hombre hacia abajo.
Sus facciones sufrieron una espeluznante transformación.
Frederick se vio obligado a soltarle, para no seguir su mismo camino.
Los saurios se arremolinaron en el estanque, coleteando
furiosamente. Frederick apartó la vista a un lado, horrorizado por los
chasquidos de las mandíbulas.
Tenía que abandonar aquel espantoso lugar. El indio había
gritado. La alarma era inevitable.
A fin de sentirse mejor protegido, se apoderó del rifle, caído al
borde de la pasarela. Se puso en pie y echó a correr.
Treinta metros más adelante, se dio cuenta de un notable detalle.
Todo parecía tranquilo, nada se movía, excepto los caimanes.
Entonces se dio cuenta de que ya se sabía cuál iba a ser su fin,
ya se daba por supuesto que gritaría.
Por tanto, los gritos del semínola habían sido confundidos con los
que se esperaba lanzase él al ser precipitado en el estanque.
Moderó su paso y caminó con normalidad, procurando hacer
ostentación del rifle.
Iba sin sombrero, que había dejado en el auto, a fin de moverse
con más comodidad. De lejos, su silueta podía parecer la de uno
cualquiera de los vigilantes que recorrían la granja por la noche.
Llegó a las inmediaciones de la valla. Entonces vio a un indio
examinando con curiosidad la cuerda que pendía de lo alto.
—Ese tipo entró por aquí —dijo el semínola.
—Sí —contestó Frederick con voz natural.
—Bueno, ya ha dejado de molestar —sonrió el vigilante. Y de
súbito se dio cuenta de que el intruso continuaba aún con vida.
—¡Usted…! —empezó a decir.
Frederick movió el rifle con celeridad. El cañón del arma golpeó
primero la garganta del individuo y luego su sien. El paso quedó libre.

Se estiró voluptuosamente en la cama. Había dormido como un


tronco.
Miró a través de la ventana. El sol estaba muy alto. Se anunciaba
otro día de tórridas temperaturas.
Frederick se levantó y fue a la ducha. Se aseó rápidamente y
bajó al comedor del hotel. Terminaba de desayunar, cuando vio a
Endimion apoyado en una de las columnas del porche. El gigante con
cara de idiota parecía muy interesado en la contemplación de lo que
pasaba en la calle.
Pero sólo lo parecía. Frederick tenía la seguridad de que le
vigilaban.
Encendió un cigarrillo después de la última taza de café. Se puso
en pie y abandonó el comedor.
Endimion le dirigió una rencorosa mirada cuando apareció en el
porche. Frederick sonrió cortésmente. Casi en el mismo momento,
vio al comisario que se acercaba resoplando.
—Hola, Frederick —saludó Stanford.
—¿Qué tal, comisario?
—Muy tarde se levanta hoy —observó el hombre de la estrella.
Se quitó el sudado sombrero y empezó a abanicarse—. ¿Es así
como hace usted sus negocios?
—Por el momento, no tengo prisa. ¿Para qué salir a la calle a
sofocarme?
—Ya. Se comprende. ¿Cuánto se marcha? Frederick entornó los
párpados.
—Estoy muy bien en Washakee —dijo.
—No es una población muy bonita —manifestó Stanford.
—Hay gustos para todo, comisario. Además, si se hace negocio,
miel sobre hojuelas.
—¿Usted cree?
—Estoy aquí, porque un buen amigo me recomendó Washakee.
Tal vez usted haya oído hablar de él. Freddie Mullinois era su
nombre. Aunque los amigos más íntimos le llamábamos Blackie. Era
muy moreno, j¿sabe?
Stanford sacó un palillo y empezó a hurgarse los dientes.
—No he oído nunca ese nombre —declaró sin inmutarse.
—Bueno, tampoco es importante —sonrió Frederick. Levantó el
sombrero—. Con su permiso, comisario.
—¿Adónde va, Frederick?
El joven se volvió.
—¿Puede hacerme esa pregunta? —dijo fríamente.
—Se la he hecho —contestó Stanford en tono no menos glacial.
—En ese caso, le diré que voy a la oficina de Telégrafos. Ah, y no
intente curiosear para enterarse del mensaje que voy a despachar.
La cara del comisario adquirió un pronunciado color escarlata.
—Conozco mis deberes. Y también mis derechos —dijo.
—Muy mal, por lo que veo. Buenos días.
Frederick se marchó, sin que el aturdido comisario hubiese
reaccionado todavía. Pero unos segundos después, Stanford hizo un
gesto con la cabeza y Endimion asintió.
El gigante abandonó la veranda y siguió los pasos de Frederick.
Mientras, el joven había llegado a la oficina de Telégrafos, no muy
distante del hotel.
Pidió un impreso y empezó a escribir. De pronto, notó un
apestoso aliento por encima de su hombro.
Además, percibió olor a cuerpo sudado, sucio. Trató de dominar
las bascas que sentía. Estaba acostumbrado a toda clase de cosas
horribles y malos olores, pero la repugnancia que sentía era más
bien psíquica. Había abundancia de agua y jabón en Washakee, no
era como en la jungla de Vietnam, donde a veces se pasaban días y
aun semanas enteras sin cambiarse de ropa y sin poder lavarse,
como no fuese en algún pestilente arroyo de aguas insalubles. Pero
allí, en una ciudad, donde resultaba tan fácil meterse bajo una ducha
y ponerse una camisa blanca…
Terminó de escribir. Se incorporó un poco y puso el mensaje
debajo de la nariz de Endimion.
—Léalo con más comodidad, por favor —dijo irónicamente. Y tras
unos segundos de pausa, añadió—: Como habrá podido observar,
felicito a mi abuelita en su nonagésimo cumpleaños. Nonagésimo es
el ordinal de noventa, por si no lo sabía.
Endimion le miró inexpresivamente. Luego dio media vuelta y
salió.
Frederick entregó el telegrama, abonó su importe y se dispuso a
abandonar la oficina. Cuando llegaba a la puerta, le dio de nuevo
aquel hediondo olor en las narices.
Endimion le esperaba a la salida. El idiota era rencoroso. Sabía
que no podía vencerle de frente y pensaba atacarle a traición.
Frederick pisó fuerte, subrayando sus pasos. Endimion cayó en la
trampa y alargó una pierna, para ponerle la zancadilla.
El joven sonrió. Cuando vio la pierna, levantó su pie derecho y
golpeó duramente los músculos de la pantorrilla. Dio a la carne; si
hubiera dirigido el golpe al hueso, se lo habría partido.
Endimion chilló. Se agarró la pierna con ambas manos y empezó
a dar unos ridículos saltitos a lo largo de la acera. Frederick pasó
delante de él, se quitó urbanamente el sombrero y continuó su
camino.
Momentos después, se sentaba al volante de su coche. Dio gas,
embragó y arrancó en dirección a Ellad’s Farms.
Mientras rodaba a buena velocidad, se preguntó, una vez más,
cómo había entrado Prudence Dillman en posesión del secreto del
secuestro de Betty Mullinois.
Tendría que obligarla a hablar, aunque, por el momento, no
estimaba propicia la ocasión. Usó un símil de pescador para calificar
la circunstancia: era preciso soltar hilo para que el pez acabara
cansándose y abandonando la lucha. De momento, sin embargo, Pru
era un valioso aliado y eso era lo que importaba.
Porque no sólo era preciso conocer la muerte de Freddie, sino
que había que probarlo.
Y ésta era la parte más difícil de su misión.
En cuanto al delito de secuestro, habían pasado ya veinticinco
años y ello había motivado su prescripción legal. Por tanto, Richard
Twoster, suponiendo que viviera, no podía ser perseguido por aquel
delito.

—Unos trabajos muy bien hechos —alabó Frederick, después de


que hubo visitado la exposición a conciencia, acompañado por Sonia
Webtree—. Se explica así la fama que han conseguido ustedes.
—Oh, todavía no ha visto lo mejor —sonrió la hermosa rubia.
—¿Qué es? —preguntó Frederick, intrigado.
—Venga, por favor.
El joven siguió los pasos de Sonia. Ella le condujo a una puerta
cerrada con llave, en la que había un cartel con las palabras:

RIGUROSAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA

Sacó una llave del bolsillo de su vestido y la insertó en la


cerradura.
—Va a ver usted algo que sólo mostramos a muy pocos visitantes
—dijo sonriendo.
Abrió la puerta. Frederick vio ante sí una estancia sumida en la
penumbra, alumbrada por unas lámparas de color amarillo muy
pronunciado, casi marrón, pero de escasísima intensidad luminosa.
Colgadas de unas perchas vio fragmentos de pieles de un color
casi blanquecino. El olor a curtimbre no era nada agradable, aunque
se podía soportar.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Parte de unos trabajos experimentales —dijo la rubia—.
Estamos intentando conseguir pieles de cocodrilo de color blanco.
Frederick apretó los labios. «Caimán Blanco». El pseudónimo
tenía su motivo en aquellas pieles.
—¿Cómo lo consiguen? —preguntó.
—Se ha intentado por medios naturales, mutación genética,
principalmente, pero aparte de, que es muy lento e inseguro, hemos
preferido, por ahora, centrar nuestros esfuerzos en la decoloración
química de las pieles, con ayuda de otros medios: especial
temperatura ambiental, iluminación también especial y, naturalmente,
tratamientos químicos adecuados.
—Una piel blanca de cocodrilo tendría un éxito fabuloso —
pronosticó Frederick.
—Eso es lo que estamos intentando —sonrió Sonia—. Salgamos,
no podemos permanecer aquí mucho tiempo.
Una vez fuera, Frederick, dijo:
—Tendrán un laboratorio, supongo.
—Claro. ¿Quiere verlo?
—Si no es molestia…
—Estamos aquí para servirle —contestó Sonia amablemente.
CAPÍTULO VI

Sonia le condujo hasta un bloque aislado, con grandes ventanales,


sombreado por unos cuantos cipreses de Florida y sauces. Abrió la
puerta y permitió que el visitante echara un vistazo a su interior.
—Un laboratorio como otro cualquiera, claro que adecuado a
nuestro negocio —dijo Sonia.
Frederick asintió. Había varias personas con bata blanca
trabajando ante diversos instrumentos científicos. Una joven de pelo
leonado estaba inclinada sobre un microscopio.
—A esa señorita me parece haberla visto —dijo.
—Sí, es Pru, una de nuestras modelos. Es diplomada en biología,
lo cual no excluye que tenga un tipo estupendo. Naturalmente, aceptó
cuando le propusimos pasar modelos para los visitantes y
compradores.
—Ah, ya.
Pru levantó la vista en aquel momento. Miró a Sonia y agitó la
mano a la vez que sonreía. Sonia contestó con un gesto análogo.
Luego, Pru, con aire natural, se tocó la mejilla con dos veces.
Frederick respondió con un vivo pestañeo de asentimiento.
—Querrá ver ahora al señor Ellad —propuso Sonia.
—Me disgustaría molestarle —dijo Frederick.
—No se preocupe. Sígame.
Momentos después, entraban en un despacho sencillamente
amueblado, pero con lujo. Morbihan K. Ellad estaba hablando en
aquel momento.
La mesa parecía suspendida en el aire. En el lado izquierdo había
una gran lámpara, cuya pantalla era de piel de caimán blanco.
Ellad colgó el teléfono y sonrió.
—Bien, ¿qué dice nuestro visitante?
—Creo que los almacenes Shakery les harán a ustedes un
importante pedido —manifestó Frederick—. Todo cuanto he visto, me
ha agradado enormemente.
—Lo celebro infinito, señor Frederick.
—En especial, el intento de conseguir pieles blancas es muy
notable. Hablaré con mis superiores para que le firmen una exclusiva.
La piel blanca de cocodrilo causará sensación en el mercado.
—Eso es lo que nos proponemos —respondió Ellad—. ¿Piensa
quedarse todavía muchos días en Washakee?
—Espero contestación a un informe que envié. Lo recibiré
mañana o pasado. Todo depende de esa respuesta, señor Ellad.
—Ah —murmuró el dueño de la granja. Y en aquel momento, se
oyeron pasos precipitados en el exterior.
Antes de que ninguno de los tres pudiera reaccionar, la puerta se
abrió bruscamente y una hermosa mujer penetró en la habitación.
—¡Morb! He querido salir y no me han dejad…
Un relámpago de ira se formó en los ojos de Ellad.
—¡Anita, repórtate! —dijo con voz tonante. La joven se quedó
parada.
—No sabía que tuvieras visita —se excusó—. Perdóname.
Lanzó una mirada a Frederick. El joven se mantenía impasible.
—Perdóname, Morb —repitió. Y salió del despacho.
Frederick fijó la vista en Ellad. El hombre tenía las mejillas rojas y
respiraba con dificultad.
—Le ruego excuse el incidente —dijo, esforzándose por sonreír
—. Es una chica muy impulsiva.
—Quería ir a la ciudad, olvidando que tiene que probarse unos
modelos, que han de ser examinados hoy mismo por unos
compradores —manifestó Sonia, en apoyo de las palabras de Ellad.
—Comprendo —dijo Frederick con una sonrisa neutra—. Bien,
señor Ellad, no quiero molestarle más.
—Ha sido un placer —declaró el dueño de la granja, poniéndose
en pie para estrechar la mano de su visitante.
Frederick se había acercado más a la mesa. Entonces se fijó en
la pantalla, que no parecía hecha de una sola pieza.
Un detalle le llamó la atención. Había un trozo oscuro en uno de
los lados de la pantalla. Medía unos tres centímetros de lado por uno
de anchura y tenía forma de media luna. No obstante, resultaba casi
imposible de ver, a menos que uno se fijase con cierto detenimiento.
Frederick se sintió invadido por un sudor frío.
¡Era la marca de la familia Mullinois!

Se despidió de Sonia, procurando disimular el trastorno de su


mente.
¡La piel de su amigo… para una pantalla!
Debía de haber visto visiones, se dijo. Porque aquellos trozos de
piel mostraban los relieves propios de su procedencia, es decir, que
eran de un caimán.
—No, no es posible tanto sadismo —se dijo—. Será algún
defecto del curtido… una piel procedente de los primeros ensayos de
blanqueo…
Si Freddie había muerto, su cuerpo no sería hallado jamás. Ellad
no sería tan tonto como para dejar tras sí una prueba que podía
conducirle a la silla eléctrica.
Si al menos la piel hubiese sido lisa…
Pero los relieves eran característicos de su origen animal. Sí, era
un defecto, lógico en los primeros intentos de conseguir un nuevo y
más atractivo tipo de piel.
Caminó a buen paso hacia donde había dejado su automóvil. De
pronto, al pasar junto a un espeso macizo de flores, oyó un siseo.
—Eh, oiga…
Frederick se detuvo en el acto. Volvió la cabeza.
—¿Quién me llama? —preguntó.
—Soy yo, Anita Coburn. Le vi antes en el despacho del ogro.
—¿El ogro?
—Sí, yo le llamo así. Oiga, usted me parece de confianza. Quiero
pedirle un favor.
—Si está en mis manos…
—Acérquese y simule contemplar las flores. Obre con
naturalidad, hombre —pidió ella con acento casi irritado.
Frederick obedeció. A través de los ramajes divisó el rostro de
Anita. Ella le entregó un papel doblado.
—Ponga este telegrama, por favor —pidió—. No tengo dinero
encima, pero ya se lo pagaré.
—Pero…
—¿Es que tiene miedo?
—No es eso, señorita…
—El papel no está metido en un sobre. Por tanto, usted puede
leerlo perfectamente.
—Lo que yo quería preguntarle es por qué no envía usted misma
este telegrama. Desde aquí, simplemente con un golpe de teléfono a
la oficina de Telégrafos…
—¿Cree que no lo haría si pudiera? —respondió Anita
indignadamente—. ¿Por qué cree que recurro a usted? Es decir, si
se siente lo suficientemente galante como para ayudar a una dama
en apuros.
Frederick sonrió.
Una frase un tanto rimbombante —contestó—. ¿Es exacta?
—Exactísima. Hablando claro: quiero largarme de aquí.
—¿La tienen secuestrada?
—Algo parecido. No quiero seguir aquí por más tiempo, eso es
todo.
—Bueno, en ese caso, ¿por qué no recurre a las autoridades de
Washakee?
—¡Qué hombre! —se encolerizó la bella Anita—. Le digo casi lo
mismo que lo referente al telegrama. Aquí no puedo confiar en nadie,
salvo en usted… y aun así estoy corriendo un riesgo. Pero ya no
quiero ni puedo esperar más. ¿Enviará un telegrama?
—Se lo prometo —sonrió Frederick.
—Gracias, gracias —dijo la joven vehementemente.
—Oiga, ¿qué clase de riesgo está corriendo usted? —preguntó
Frederick.
—Ahora no tengo tiempo de más explicaciones —respondió ella.
Y se escabulló rápidamente entre los arbustos.
Frederick permaneció pensativo unos momentos en el mismo
sitio. Luego, como obedeciendo a un oscuro instinto, volvió la cabeza.
Dirigió la vista hacia el edificio donde Ellad tenía instalado su
despacho. Le pareció que había un hombre tras el cristal de uno de
los ventanales, pero no hubiera podido asegurarlo.
De todas formas, se dijo, no tenía nada de extraño que vigilaran
todos sus pasos. Y él, a su vez, tendría que mostrarse más vigilante
que nunca.
A la noche, esperaba, aclararía algunas cosas más, cuando se
entrevistara con Prudence Dillman.

Cuando detuvo el coche frente al hotel, Perry Stanford, comisario


de Washakee se acercó a él y tendió la mano.
—Deme el mensaje —pidió secamente. Frederick le miró de hito
en hito.
—¿Con qué derecho…? —empezó a preguntar.
Stanford no le dejó seguir.
—Maldito curioso —silabeó en voz baja—. Quiero terminar con
ciertas cosas que está haciendo y que no nos gustan a los habitantes
de la ciudad. ¡El mensaje, pronto!
—Las noticias vuelan en esta comarca, ¿eh? —dijo Frederick
sarcásticamente—. Bien, aquí lo tiene, comisario.
Metió la mano en el bolsillo y sacó el papel que le había
entregado Anita. Stanford lo rompió en mil pedazos, sin mirarlo
siquiera.
—Pero esto no es todo —gruñó.
Levantó la mano derecha y chasqueó los dedos. Endimion
apareció en la puerta del hotel, portador de la maleta del joven.
—¿Qué significa esto? —preguntó Frederick, asombrado.
—Sencillamente, que su estancia en Washakee ha terminado —
contestó el comisario agriamente—. Sube atrás, Endimion —ordenó
—; yo iré en el asiento delantero.
—Sí, señor —dijo el gigante, sonriendo estúpidamente.
Abrió la tapa del portaequipajes, lanzó la maleta en su interior y
luego cerró de un manotazo que hizo crujir todas las estructuras del
vehículo, Frederick apretó los labios, pero no dijo nada.
Stanford se sentó a su lado. Endimion lo hizo detrás.
—Arranque —ordenó el primero.
Frederick dio media vuelta a la llave de contacto. Luego preguntó:
—Stanford, usted es solamente comisario o alguacil local,
¿verdad?
—En efecto. ¿Por qué lo dice?
—Washakee no es cabecera de condado —siguió el joven.
—No, pero eso no importa. Ahora le vamos a llevar hasta
Orlando, que sí es capital de condado.
—¿Y cómo volverán?
—Alquilaremos un taxi, no se preocupe.
—¡Ah! —murmuró Frederick.
Pero, de pronto, vio a su derecha un rótulo en la fachada de una
tienda y desvió el coche, frenando en el acto.
—¿A dónde va? —Gruñó Stanford.
—Espere unos minutos. Vuelvo enseguida.
Frederick se apeó del vehículo y entró en la tienda de artículos
deportivos. Tras unos segundos de indecisión, Stanford saltó del auto
y le siguió, pero quedándose en la entrada.
El joven hizo unas cuantas compras. Luego, con los paquetes en
los brazos, volvió al coche y los depositó en el portaequipajes.
—Ya estoy listo —dijo con brillante sonrisa.
—Muy bien, salgamos de una maldita vez —rezongó el comisario.
Frederick arrancó a marcha lenta. Empezó a pensar que, dadas
las circunstancias, era hora ya de quitarse la máscara, al menos en
parte.
—Comisario —dijo:
—¡Uh! —Gruñó Stanford.
—¿Conoció usted a un tipo llamado Freddie Mullinois? Ya se lo
cité en una ocasión…
—No sé de qué me habla, Frederick.
—Freddie Mullinois vino aquí hace cuatro meses. Tengo
vehementes sospechas de que fue asesinado y su cadáver hecho
desaparecer de modo que no queda el menor rastro. Usted está
impidiendo deliberadamente que se investigue ese crimen.
—Los crímenes en Washakee son más bien escasos. Cuando se
comete uno, se investiga hasta el final. Y aquí nadie ha visto a ese
sujeto que usted dice llamarse Mullinois.
—Se llamaba, Stanford, se llamaba —puntualizó el joven. De
pronto, se apartó a un lado de la carretera y paró el coche.
—¿Por qué se detiene? —Gruñó Stanford.
—Muy sencillo, comisario. Hemos salido ya de los límites de la
ciudad. Aquí, en este sitio, usted no tiene autoridad alguna.
—¿Que no…?
Imperturbable, Frederick continuó:
—Y como aquí su estrella ya no le sirve de nada y yo soy un
ciudadano libre, me he comprado una tienda de campaña para
acampar y seguir adelante, hasta esclarecer por completo el
asesinato de Freddie Mullinois, a cuyo autor está usted protegiendo y
ocultando deliberadamente.
CAPÍTULO VII

Después de aquellas palabras, se produjo un espacio de profundo


silencio.
En el asiento posterior, Endimion lanzó un hosco bufido. Stanford
se apeó bruscamente del coche.
—Salga —ordenó, a la vez que desenfundaba su pistola.
Frederick se apeó del vehículo. En aquel lugar, la vegetación de
los bordes del camino era sumamente espesa.
Endimion se apeó también. Stanford movió el revólver.
—Camine —dijo.
Frederick miró aprensivamente al representante de la ley.
El lugar estaba solitario. ¿Iban a asesinarle? Una justificación
para el crimen se encontraría fácilmente.
¡Podrían alegar tantas excusas! Y esta vez no habría nadie que
viniese a investigar su muerte, como él lo estaba haciendo con la de
su amigo.
—Vamos, camine —gruñó el comisario.
Frederick rompió la marcha. Sudaba copiosamente.
Stanford y Endimion caminaban tras él. ¿Oiría el disparo fatal que
le rompería la nuca?, se preguntó.
Unos minutos después, a cosa de ciento cincuenta metros de la
carretera, Stanford dijo:
—Párese. Dé la vuelta.
Frederick obedeció. El comisario se echó a un lado.
—Anda, Endimion, es tuyo.
El idiota sonrió anchamente.
Frederick comprendió la astucia de Stanford. Con el revólver le
tendría a raya, mientras Endimion le golpeaba a placer.
Le golpearía hasta causarle la muerte. Luego se diría que
Endimion lo había hecho por venganza.
Un jurado de pueblerinos lo absolvería en cinco minutos de
deliberaciones. A fin de cuentas, era un idiota y su intelecto estaba
muy por bajo de lo normal.
Endimion disparó un puño que parecía un saco de patatas.
Frederick se dejó caer hacia atrás, a la vez que se agarraba con
todas sus fuerzas a la muñeca de su adversario.
El idiota se tambaleó, pero no cayó. Levantó el brazo y así izó a
pulso a Frederick, quien se asombró de aquella enorme potencia
muscular.
Endimion sacudió el brazo con todas sus fuerzas. Movió la mano
izquierda y asestó una terrible bofetada a su adversario. Frederick
creyó que le juntaban la mejilla derecha con la izquierda.
Los oídos le zumbaron terriblemente. Lágrimas de dolor brotaron
de sus ojos. Stanford sonreía complacidamente. Disfrutaba con la
pelea.
Endimion consiguió al fin soltarse del joven. Se preparó para
atacarle de nuevo.
Alargó ambas manos para agarrarle por la cintura. Frederick obró
en esta ocasión con velocidad relampagueante.
Dejó una mano libre de su adversario, pero se aferró a la otra.
Agarró cuatro dedos, por parejas, y ejecutó un rapidísimo
movimiento con ambas manos.
Se oyó un alarido de dolor cuando dos de los dedos afectados
resultaron fracturados instantáneamente. Endimion bramaba como
una fiera herida.
El dolor le enloqueció. Se arrojó hacia adelante con frenesí de
venganza. En su mente primitiva sólo había una idea: matar a su
adversario, fuera como fuera.
Pero Frederick había recuperado ya la iniciativa. Esquivó el
ataque y se situó a espaldas del gigante. Elevó ambas manos y
golpeó simultáneamente con los filos a los lados del cuello.
Endimion se agarró la cabeza, rugiendo de dolor, Frederick elevó
el pie derecho y proyectó al gigante hacia adelante, haciéndolo
estrellarse contra un árbol.
A pesar de todo, Endimion no caía. Se revolvió, sangrando por la
cara. Frederick decidió asestar su último golpe.
Saltó hacia arriba y adelante. En el aire, movió las piernas en
tijereta. Su pie derecho alcanzó la mandíbula del idiota.
Se oyó un seco chasquido. Endimion cayó como un saco de
patatas.
Acto seguido, se volvió hacia Stanford, cuyos ojos expresaban la
estupefacción que sentía. El comisario parecía haber olvidado la
pistola que tenía en la mano.
Frederick permaneció ante él, encorvado, con las manos
ligeramente separadas del cuerpo.
—Vamos, tire si se atreve —le desafió con un violento apostrofe.
Stanford se lamió los labios. Frederick hervía de ira.
Se acercó al comisario y le arrebató el revólver. Luego disparó su
puño derecho. Stanford cayó de espaldas. Sin embargo, no perdió el
conocimiento.
Frederick vació el tambor del revólver y lanzó las balas a la
maleza. Luego dejó caer el arma sobre el regazo del aturdido
representante de la ley.
—Voy a decirle algunas cosas, comisario —habló en tono firme
—. Primero, está encubriendo a un asesino, sea quien sea. Segundo,
la víctima era un gran amigo mío y haré que su muerte sea
castigada. Y tercero, no pienso irme de Washakee, por mucho que
usted se empeñe.
Stanford se puso torpemente en pie.
—Ah, olvidaba una cosa —añadió Frederick—. Tengo buena
memoria, así que ahora mismo voy a enviar el telegrama cuyo
original rompió usted hace unos momentos.
Cuando abandonó aquel lugar, Endimion continuaba todavía sin
sentido y el comisario no había recobrado el habla.
Frederick caminó con paso firme.
Ahora sabía una cosa con seguridad: el criminal se sentía
inseguro. Temía ser descubierto.
Pero al mismo tiempo se daba cuenta de que, en aquella partida,
las cartas habían sido puestas boca arriba. Sólo faltaba por ver
quién era el que había recibido una mejor mano.
Ése sería el ganador de la puesta en juego: la vida.

El telegrama de Anita Coburn iba dirigido a un tal Prescott


Hayden, de Dallas, Texas, y en él le pedía que viniera a buscarla.
Frederick se preguntó quién podía ser aquel Hayden.
Si correspondía al telegrama, pronto llegaría a Washakee.
Entonces lo vería y trataría de averiguar, no sólo sus intenciones,
sino la clase de lazos que le unían a la joven. Para Frederick,
cualquier detalle era bueno y aprovechable para llegar al final de sus
investigaciones.
Entretanto, tenía que ir a ver a Prudence Dillman. La hermosa
joven le había hecho la señal convenida.
Se preguntó qué querría Pru de él. Pronto lo sabría… si podía
salir del hotel.
Había un tipo en la acera de enfrente, apoyado en la pared de
una casa, muy entretenido, al parecer, en sacar astillas de un trozo
de madera con una navaja de respetable aspecto. A Frederick no se
le engañaba tan fácilmente; el tipo aquel era un espía.
Decidió comprobarlo. Se puso la chaqueta y abandonó su cuarto.
Salió a la calle y se dirigió a una ferretería, en donde hizo una
pequeña compra. El dueño le miró bien extrañado, pero le atendió
sin más explicaciones.
Luego buscó un supermercado. De cuando en cuando, se volvía.
Entonces, el espía se detenía y simulaba contemplar algún
escaparate. Frederick sonreía.
Media hora más tarde, estaba en su habitación. Todavía faltaban
dos horas al menos para que anocheciera.
Estuvo trabajando al menos por espacio de treinta minutos. Al
terminar, contempló su obra satisfecho.
Miró por la ventana. El espía continuaba en el mismo sitio.
Frederick corrió las cortinas, pero dejando un espacio de diez
centímetros en el centro. Luego agarró el artefacto que había
construido y que no era sino un tirador de tamaño superior a lo
normal y con gomas asimismo sumamente reforzadas.
En el bolsillo tenía una buena cantidad de guisantes secos. Puso
uno en el tirador, distendió las gomas cuanto pudo y luego abrió los
dedos.
El guisante partió como una bala y se deshizo con seco golpe en
la pared, junto al hombro del espía, quien se sobresaltó
enormemente al oír el ruido del impacto.
—Tendré que mejorar mi puntería —sonrió Frederick.
Preparó otro guisante. Esta vez, el proyectil fue a dar en el muslo
del espía, que pegó un salto de sorpresa. Su mano frotó con fuerza
el punto de impacto. Un tercer guisante le alcanzó precisamente en la
mano con que se estaba frotando y su respingo fue de tal calibre,
que Frederick no pudo por menos de soltar el trapo de la risa.
El cuarto proyectil fue el definitivo. Alcanzó la mejilla del sujeto y
éste, acobardado y desmoralizado, emprendió una huida carente de
dignidad. Frederick continuaba riendo.
Pero no era cosa de risa, se dijo a poco. El problema estribaba
en salir luego del hotel sin ser visto, porque tenía la seguridad de
que, a la noche, continuarían vigilando sus pasos.
Y aparte de que ello no le convenía, tampoco quería poner a Pru
en apuros.
Una hermosa muchacha, se dijo. Pero le había defraudado al
fingir una personalidad que no era la suya. Era fácil saber los
motivos.
Harriet Mullinois poseía una inmensa fortuna. Ello explicaba
sobradamente la suplantación adoptada por Pru.
Y conociendo su profesión, era lógico pensar que no le había
resultado difícil «construirse» en la piel del brazo la mancha de
familia de los Mullinois.

La ciudad dormía.
Situado en un lado de su ventana, Frederick observaba la calle. Al
otro lado había un vigilante. Espiaban sus movimientos.
El tiroteo con los guisantes no había sido un divertimiento. El
había advertido a sus enemigos de que sabía que era vigilado, pero
ellos continuaban insistiendo.
El espía fumaba. De cuando en cuando, aspiraba el humo y la
brasa de su cigarrillo iluminaba su cara con rojizos resplandores.
Frederick consultó la hora. Iban a dar las once. Su coche estaba
detenido ante el hotel. Imposible usarlo sin que se enterase el espía.
La luz de su cuarto estaba apagada. El espía debía de creer que
estaba durmiendo. Frederick pensó que ya era hora de actuar.
Tendría que ir a pie a Ellad’s Farm. No le quedaba otro remedio.
Aquella tarde, hábilmente, sin despertar sospechas, se había
enterado de cuáles eran las habitaciones posteriores que estaban
desocupadas. Frederick pensaba utilizar una de ellas como vía de
escape.
Abrió la puerta. El pasillo estaba desierto.
Salió pisando de puntillas. El cuarto número nueve era su objetivo.
La ventana daba directamente a la parte trasera del edificio.
Entró en la habitación. Cuando estaba cerrando, oyó pasos por la
escalera que conducía al piso.
Quedóse junto a la puerta, observando. El rumor de los pasos se
atenuó casi por completo. Miró a través de una rendija y pudo ver a
un individuo que se detenía junto a la puerta de su habitación.
El hombre llevaba en las manos un objeto largo y cilíndrico, del
que sobresalía una especie de cordón negro. Frederick se
estremeció al darse cuenta de lo que era.
—No desdeñan procedimiento —murmuró.
El hombre sacó un encendedor y se dispuso a prender fuego a la
mecha. Frederick tras un corto titubeo, se dijo que los huéspedes del
hotel tenían derecho a un sueño tranquilo.
CAPÍTULO VIII

La llama del encendedor se acercó a la mecha. Entonces, el


hombre se encontró con que, de repente, el cartucho de dinamita le
había desaparecido de la mano.
Se revolvió velozmente. Un duro puño le golpeó en el estómago.
Ello le hizo abrir la boca instintivamente.
Entonces, Frederick, actuando como un relámpago, le encajó el
cartucho en la boca abierta de par en par. Los ojos del sujeto, uno de
los indios semínolas de Ellad’s Farm, se desorbitaron, mientras
forcejeaba por sacarse el mortífero cilindro.
Frederick le golpeó ahora con el puño en la sien. El semínola se
derrumbó fulminado.
—Debiera encender la mecha —masculló rabiosamente.
Agarró al desvanecido semínola por el cuello de su blusa de piel
de ante y lo condujo a otra habitación desierta, atándolo rápidamente
con tiras hechas de sábanas, y amordazándolo a renglón seguido.
Guardó la dinamita, podía resultarle útil.
Minutos más tarde, se descolgaba por la ventana de la habitación
número nueve. Apenas tocó el suelo, echó a correr.
Trotó incansablemente. Hacía calor y pronto estuvo empapado de
sudor. Pero no por ello cesó en sus esfuerzos.
Hora y media después, se detenía en las proximidades de la valla
que enmarcaba la granja de caimanes. Se dejó caer fuera del
camino, sobre la hierba, y durante unos minutos se tomó un
descanso más que merecido.
Un cuarto de hora más tarde, se sintió en condiciones de iniciar el
asalto. Sacó la cuerda con el gancho y se acercó cautelosamente a
la valla.
En aquel momento, no había ningún centinela a la vista. Lanzó el
gancho y empezó a trepar.
Poco después, se hallaba al otro lado. Caminó cautelosamente
suponiendo, con lógica, que Prudence Dillman le esperaría en el
mismo sitio de la otra vez.
Poco a poco, se fue acercando a su objetivo. De pronto, oyó
voces.
—Cuidado —dijo alguien—. El detective debe de estar
acercándose.
Frederick se agazapó tras unos arbustos. Indudablemente,
habían encontrado ya al semínola atado, descubriendo su fuga a
renglón seguido.
La ausencia de explosión habría llamado la atención del vigilante,
quien habría terminado por subir a investigar. El resto, sabiendo que
había teléfonos, era fácil de averiguar.
—Si lo veis, disparad en el acto, sin más requisitos —dijo la
misma voz.
Era Ellad, no cabía duda. Frederick se preguntó qué relación
podría existir entre el hombre y Richard Toyter, el secuestrador de
Bett y Mullinois. ¿Eran… ambos la misma persona?
Oyó pasos en las inmediaciones. Dos semínolas pasaron
trotando a pocos metros de distancia. Frederick continuó en el
mismo sitio, hasta que el ruido hubo cesado totalmente.
Por un momento, pensó en enfrentarse con Ellad, pero desistió
de la idea. No podría hacerlo hasta que no hubiese adquirido pruebas
irrefutables de la muerte de su amigo.
Reanudó su marcha, buscando los lugares más oscuros. Poco
después, se detenía en las inmediaciones del Sector A.
Aguardó un buen rato, estremeciéndose cada vez que oía las
mandíbulas de los saurios. Pru no daba señales de aparecer.
Frederick empezó a preocuparse. ¿Habrían averiguado que la
muchacha estaba en contacto con él?
De pronto, se le ocurrió una idea.
Abandonó aquel lugar y se dirigió a los laboratorios. Se felicitó
por haberlo hecho. Había una ventana con luz.
Llegó junto a la ventana y miró por un lado. Pru estaba
trabajando.
Tocó en los cristales. Pru levantó la cabeza y le vio. Hizo con la
mano una señal. Frederick comprendió que le decía que esperase
unos momentos.
Se pegó a la pared. Cinco minutos después, se apagó la luz.
Silenciosamente, Pru abrió la ventana un poco y dijo:
—Vaya a la puerta trasera.
—Está bien.
Momentos después, estaban reunidos. Frederick creyó observar
una expresión de ansiedad en la cara de la muchacha.
—Ha tardado mucho —dijo Pru nerviosamente.
—Lo siento. Me fue imposible llegar antes. He tenido que venir a
pie.
—¿Por qué? ¿Y su automóvil?
Frederick le explicó las causas de su retraso. Ella, al enterarse,
movió la cabeza con preocupación.
—Ellad se siente cada vez más acosado —dijo.
—Lo que significa que es el autor de la muerte de mi amigo
Freddie Mullinois.
—Sí, —admito Pru sin rebozos.
—Su hermano, según usted.
—Mi hermano —confirmó ella—. Vino a rescatarme… y murió.
—Bueno, y ahora, ¿por qué no se viene conmigo? Puesto que
dice ser la hija de Harriet…
—Lo soy —exclamó Pru con vehemencia—. ¿Acaso lo duda
usted? ¿Es que no vio la marca de la familia?
—No se enfade —sonrió Frederick—. Tengo que pasar por su
palabra. Pero no soy yo quien tiene que afirmar o negar que sea
usted Betty Mullinois, sino su madre.
—Ella me reconocerá en el acto —aseguró ella con suficiencia.
—Mejor para usted, por supuesto.
Frederick no quería decirle todavía que sabía que ella era una
impostora. Comprendía que una mujer podía sentirse alucinada por
el señuelo de una fortuna valorada en una decena larga de millones
de dólares.
Además, era muy bonita. Frederick pensó en su desilusión
cuando le dijera la verdad.
—Le hice la señal para que viniera —dijo Pru, interrumpiendo sus
reflexiones.
—Por eso estoy aquí. ¿Qué pasa?
De repente, se oyó un ruido en las inmediaciones. Rápido como el
pensamiento, Frederick atrajo a la joven hacia sí y la oprimió contra
su cuerpo, procurando quedar sumidos en la oscuridad.
Una pareja de semínolas armados pasaron a menos de diez
metros, sin verles. Frederick sintió contra su pecho la cálida
palpitación de los senos de la joven y percibió el perfume de su
cabello.
La reacción fue lógica. Apenas si tuvo que bajar un poco la
cabeza para pegar sus labios a los de Pru.
Ella respingó en el primer instante. Luego trató de separarse.
Finalmente, y casi sin transición, se rindió y enlazó el cuello del joven
con sus brazos.
Al cabo de unos segundos, se separó y dijo:
—Me gustaría poder hacer ruido.
—¿Para qué? —sonrió Frederick.
—La bofetada que le daría, se escucharía en Washakee, tipo
fresco —dijo ella indignadamente.
—¿Tan mal le ha sabido? Usted es muy hermosa…
—Dejemos eso a un lado, Allen. He sabido una cosa terrible.
—¿Sí? ¿De qué se trata?
—Una de mis compañeras. Francine Sery. Ha desaparecido.
Estoy segura de que ha sido asesinada.
Frederick arrugó el entrecejo.
—¿En qué se basa para afirmar una cosa semejante?
—Ellad ha dicho que ha cumplido su contrato y que se ha
marchado. No es cierto.
—Pero, bueno, usted debe de tener algún motivo para asegurarlo
—dijo Frederick.
—Sí. El reloj de pulsera de Francine. Lo llevaba Sonia. Frederick
se quedó perplejo.
—Estará confundida, Pru —dijo.
—No. Es un reloj de una forma inconfundible. Francine no se lo
quitaba para nada. Era impermeable, ¿comprende?
—Pero ¿es que Sonia no tiene su propio reloj? ¿Por qué iba a
llevar el de otra persona?
—Era un reloj que valía miles de dólares. Platino y diamantes, y
pulsera también de platino. Además, lleva sus iniciales grabadas en
la contratapa.
—Eso no cuela, Pru —dijo Frederick. Ella respingó.
—¿Es que no me cree?
—Una chica que está aquí para ganarse la vida, por muy buen
sueldo que cobre, no tiene un reloj que vale miles de dólares.
—Se lo regaló un… un admirador hace tiempo —explicó Pru—.
Naturalmente que ella no se podría comprar una joya semejante. Ni
yo tampoco, claro. Pero si alguien se la regala a una…
—¿La admitiría usted si se la regalasen? Pru se sofocó.
—¡Allen! —exclamó, indignada.
—No se enfade. Sólo fue una pregunta —sonrió Frederick—.
Bueno, yo opino que marcharse de aquí no es cosa excesivamente
difícil. Ahora, dígame, ¿por qué no lo ha hecho usted?
—¿Con la vigilancia que Ellad mantiene continuamente en torno a
la granja?
—Yo he entrado y salido más de una vez —indicó él.
—Sí, pero usted está acostumbrado a los ejercicios fuertes y yo
no —alegó Pru—. Además, quiero vengar la muerte de mi hermano.
—Y la de Francine Sery. ¿Era francesa?
—Sí.
—¿Sabe qué ha sido de su cuerpo?
—No tengo la menor idea, Allen. Pero el reloj está ahora en poder
de Sonia.
—Lo cual significa que Sonia es cómplice de Ellad.
—Y algo más —dijo Pru intencionadamente. Frederick hizo un
gesto de asentimiento.
—Tengo entendido que los semínolas son muy leales a Ellad —
manifestó.
—Obedecen ciegamente sus órdenes —contestó ella.
—Todos, menos uno —le recordó él.
—Me costó un buen puñado de dólares —respondió Pru
significativamente.
—Ya —murmuró Frederick—. ¿Qué me dice del comisario
Stanford?
—Ellad lo tiene en su nómina. Hace lo que él le manda.
Frederick reflexionó unos momentos. Empezaba a comprender
parte de lo que sucedía en la granja.
En el fondo, había algo más que un simple negocio de curtido y
fabricación de objetos de piel de cocodrilo. Estaba como fondo de
todo lo que ocurría allí la fortuna de Harriet Mullinois.
Veinticinco años antes, Richard Twoster se había apoderado de
la hija de Harriet.
¿Trataba ahora, bajo la apariencia de Morbihan Ellad, de
conseguir la fortuna de Harriet?
—Tengo que irme —dijo—. ¿Cuándo podré verla de nuevo?
—Venga mañana —propuso ella—. Ponga como pretexto un
súbito interés de su empresa por las pieles de cocodrilo blancas.
Haga que le enseñen los laboratorios con más detenimiento. Yo
buscaré la forma de quedarme a solas unos momentos con usted.
—Bien, lo intentaré. Quizá me retrase un poco, incluso hasta
pasado mañana. No se alarme, pues, si tardo.
—De acuerdo.
Pru le tendió la mano. El se quedó inmóvil.
—¿Sólo la mano? —dijo en tono quejumbroso.
—Tipo fresco —repitió ella con una sonrisa—. Conténtese con la
mano… no se tome el brazo y algo más.
—Lo de antes fue obligado por las circunstancias.
—Ya, no me diga —se burló ella.
—Juraría que no le disgustó del todo, Pru.
—Si sigue así, me pondré colorada. Váyase, Allen.
Le empujó con ambas manos. Pero de pronto, estiró un poco y
rozó con sus labios los del joven.
Frederick quiso apresarla por la cintura, pero ella, ágil y
desenvuelta, se escurrió de sus brazos y desapareció en la
oscuridad. Una ligera sonrisa se dibujó en los labios del joven.
Si descontaba la impostura de que ella quería hacerle objeto,
podía decirse que era una buena chica. Por el momento, sin
embargo, no quería desilusionarla; ya llegaría el momento de hacerle
saber la verdad.
Mientras tanto, uno de sus problemas más acuciantes era hallar
las pruebas de la muerte de Freddie Mullinois. Pero sin el cuerpo de
la víctima, ¿cómo conseguirlo?
Eran ya las cuatro de la madrugada cuando llegó al hotel.
Regresó por el mismo camino y se dirigió hacia su habitación.
Abrió la puerta y dio un paso en su interior. Demasiado tarde
percibió un repugnante olor a sudor humano.
Trató de maldecirse a sí mismo por su descuido, pero no tuvo
tiempo.
Algo le golpeó en la nuca con fuerza. Sintió un violento estallido en
su cráneo y en el acto se produjo la pérdida de conocimiento.
CAPÍTULO IX

El desmayo no duró demasiado, sin embargo. Frederick volvió a


la consciencia, sintiendo fuertes oleadas de dolor en la parte
afectada. Pronto empezó a notar alivio y pudo abrir los ojos.
Apenas vio nada. Estaba en un sitio completamente oscuro.
Quiso moverse, pero notó que estaba atado de pies y manos. Unas
manos sudorosas pusieron una mordaza en torno a su boca.
—Listo —dijo alguien con voz espurreante.
Era Endimion, pensó Frederick. El gigante idiota no había
perdonado sus derrotas.
¿Quién más había con él?
—Bueno, cárgalo y llévalo a dónde sabes —comentó el otro.
Era Stanford. A toda costa, pensó Frederick, debía desaparecer.
Se había convertido en un personaje incómodo para Ellad. Y
teniendo en cuenta que Stanford obedecía ciegamente a Ellad, las
deducciones surgían por sí solas.
No intentó moverse. Le convenía fingir que continuaba sin sentido.
A pesar de sus dos dedos rotos, Endimion se lo cargó al hombro con
gran facilidad y se dirigió hacia la salida.
—Allí, en el pantano, no lo encontrarán jamás —dijo con babeante
risotada.
Frederick sintió que la frente se le cubría de un sudor frío. ¿Había
muerto su amigo de la misma manera?
Momentos después, notó el aire más fresco de la calle. Todavía
faltaba bastante tiempo para amanecer.
Endimion arrojó su cuerpo al asiento posterior de un coche, como
si fuera un saco de patatas. Stanford gruñó:
—No te entretengas. Procura volver lo antes posible, Endimion.
—Está bien, jefe.
El coche arrancó a los pocos momentos. Entonces, Frederick
empezó a trabajar para desatarse.
Tenía las manos atadas a la espalda. Éste era el mayor
inconveniente. En otro caso, se habría soltado con mucha mayor
facilidad.
Encogió el cuerpo cuanto pudo. Trabajar con el movimiento del
coche no resultaba cosa fácil.
Procuró moverse, hasta quedar con la cara apoyada en el suelo
del vehículo, encogido el cuerpo hasta el máximo. Lenta y
tenazmente, se contorsionó hasta que pudo pasar los pies por entre
las manos.
El esfuerzo le costó torrentes de sudor. Al terminar, se volvió y
agitó los antebrazos con rápidas y seguidas contracciones.
Una navaja descendió lentamente hasta su muñeca derecha.
Frederick la agarró con los dientes. Usando éstos y las yemas de los
dedos, consiguió abrirla.
El resto fue ya obra de tenacidad. Al fin, quedó libre de sus
ligaduras. De pronto, notó un olor fétido.
Al mismo tiempo, advirtió fuertes bamboleos en el coche. Se
habían salido de la carretera y rodaban por un camino secundario, en
una zona por completo selvática.
Frederick continuó en la misma postura. Prefería esperar hasta el
último momento. El automóvil se detuvo de pronto. Se oyó un gruñido
animal.
Frederick se preparó para la acción. Oyó que Endimion
descendía del auto y que abría una de las portezuelas traseras.
Cuando se inclinó hacia adelante, Frederick distendió ambos pies a la
vez y se los estrelló en la cara.
Se oyó un rugido animal. Cegado por el dolor, Endimion
retrocedió dos o tres pasos. Frederick se tiró fuera del coche.
El gigante había dejado los focos encendidos, a fin de ver mejor.
Rehecho de la sorpresa, cargó contra el joven.
Frederick eludió el ataque y dio un salto lateral, buscando
colocarse a espaldas de su adversario. El idiota se revolvió con
sorprendente velocidad y estiró el brazo buscando asestar un golpe
mortal a su contrincante.
Casi al mismo tiempo, disparó el otro brazo. El segundo golpe
alcanzó a Frederick de lleno y lo tiró de espaldas sobre una hierba
empapada en agua.
Un rugido inhumano brotó de la garganta del gigante. Endimion,
con la cara llena de sangre, se abalanzó sobre su adversario.
Frederick lo vio venir y replegó ambas piernas, distendiéndolas en
el momento oportuno, bajo el estómago de su rival. La potencia de
sus extremidades, unida al propio impulso de Endimion, hizo que éste
volteara larga y aparatosamente por encima de su cabeza.
Se oyó un alarido aterrador, una fracción de segundo antes de
que sonara un tétrico chapoteo. Frederick se volvió, quedando a
gatas, apoyado sobre las manos y las rodillas.
La luz de los faros, aunque de manera lateral, alumbró la escena.
La cabeza y los hombros de Endimion aparecieron un instante,
tétricamente cubiertos de fango semilíquido y de hierbajos podridos.
Un gorgoteo inhumano brotó de labios del idiota. Estiró sus
manos, se agarró a un arbusto de la orilla, pero su peso excesivo lo
rompió y volvió a hundirse.
Frederick reaccionó. El gigante le miró con ojos de súplica.
—Ayúdame —gimió.
El joven corrió hacia el auto. Las cuerdas que le habían atado…
Cortadas, ningún trozo alcanzaba a más de cincuenta
centímetros. Febrilmente, empezó a empalmarlos por medio de
nudos.
Espantosos gritos de terror brotaban de labios de Endimion. El
cual notaba que se hundía cada vez más y más en aquel fango
inconsistente, que no parecía tener fondo. Frederick consiguió hacer
un trozo de cuerda de un par de metros y regresó corriendo a la
orilla.
Los gritos habían cesado. Ya no había el menor rastro del
gigante.
Una gran burbuja afloró lentamente a la superficie y explotó con
sordo estallido. Dos o tres burbujas más se deshicieron con tétricos
sonidos. Luego, la superficie del pantano recobró su aspecto
habitual.
La cuerda cayó al suelo. Frederick inspiró profundamente.
El pantano guardaría su presa para siempre. ¿Estaba haciendo
compañía Endimion a su amigo Freddie?
Lentamente, regresó al auto. Maniobró para virar y emprendió el
camino de vuelta.
Sentíase mortalmente cansado y, al mismo tiempo, lleno de una
terrible cólera contra el autor de aquellas muertes.
Porque para él, Ellad era el culpable de todo. A Endimion lo había
matado él, lo mismo que al que le había dejado la serpiente en su
dormitorio y al semínola que había caído al estanque de los
caimanes. Pero aquellos tres hombres podían estar vivos ahora, si
Ellad no hubiera sido un hombre sin escrúpulos.
Un redomado y sanguinario asesino, era el calificativo que mejor
le cuadraba.

Desde la ventana de su habitación, Frederick divisó al comisario.


Stanford se hallaba en la acera de enfrente, con un cigarrillo
apagado pendiente de sus labios. Frederick lo notó, a pesar de su
aspecto de indiferencia, nervioso y desasosegado. El continuo
golpeteo de la puntera de su bota derecha contra la acera era
resultaba un síntoma inequívoco.
Stanford vigilaba su automóvil, parado ante la fachada del hotel.
Frederick calculó que el comisario debía de estar inquieto por la
tardanza de Endimion.
El joven había dormido muy pocas horas. Se había acostado al
filo del amanecer y todavía faltaba bastante para mediodía. Terminó
de arreglarse y bajó a la calle.
El cigarrillo se desprendió de los labios de Stanford y cayó al
suelo. Frederick fingió no haberse percatado de la inmensa sorpresa
del comisario y se sentó tras el volante. Segundos después, ponía el
motor en marcha y arrancaba raudamente.
Frederick lanzó un rápido vistazo por el retrovisor lateral. Sonrió
satisfecho. Stanford se precipitaba hacia la cantina de Flynn. Seguro
que iba a telefonear a la granja pensó.
Cuando llegó ante la puerta de Ellad’s Farm, dijo al guardián que
quería ver a Sonia. El semínola llamó por teléfono y abrió la puerta,
después de recibir el asentimiento de la interesada.
Frederick encontró a Sonia al pie del edificio de las oficinas. La
joven le recibió con hechicera sonrisa.
—Me sorprende su visita —dijo, al tenderle la mano.
—¿Por qué? Ellad’s Farm es un lugar muy interesante y no sólo
por su industria —contestó él intencionadamente.
—No sea malo —le reprochó ella en tono suave—. Si ha dicho
eso por mí, piense que yo soy lo menos atractivo de la granja. Bien,
¿puedo saber qué le ocurre ahora?
—Mi empresa me ha pedido algunos datos suplementarios antes
de enviar la comisión de compras. Creo que usted podría ayudarme
a conseguirlo —mintió Frederick.
—Muy bien, adelante. Dígame y le complaceré, amigo Allen.
—Se trata de ver nuevamente su exposición de pieles, así como
el laboratorio y demás.
¿Es difícil? Sonia sonrió.
—En absoluto. Venga conmigo.
Durante un rato, Frederick estuvo examinando de nuevo los
objetos elaborados como muestra. Luego pidió ver otra vez el cuarto
de las pieles blancas.
Sonia pareció sobresaltarse.
—¿Para qué? —preguntó.
—Bueno, la Shakery se siente muy interesada en objetos de piel
de cocodrilo blanca. Comprenda, es algo nuevo y si consiguiera
adelantarse a las demás competidores habría ganado una partida
muy importante.
—Me lo figuro. Sin embargo, hay muy poca cosa todavía en
existencia.
—No importa. Me piden que puntualice más en mi informe.
¿Vamos?
Ella parecía obrar a desgana. Frederick lo advirtió, pero simuló
no haberse dado cuenta de nada. Para desviar su atención de la
joven, cogió de repente su muñeca.
—Un reloj muy bonito —elogió. Sonia se puso colorada.
—No marcha bien —dijo.
—Pero es precioso.
Ella hizo un gesto de desdén.
—La maquinaria es un trasto. ¿Vamos?
Frederick siguió a la joven, dándose cuenta de estaba cada vez
más violenta. Entraron en el cuarto y fingió examinar las pieles con
gran atención.
Al cabo de unos momentos, reparó en un aparato que estaba
sobre un banco de trabajo, cubierto por una lona. Antes de que Sonia
pudiese detenerlo, levantó la lona.
—¿Qué es esto? —preguntó.
Parecía una prensa de imprimir o de encuadernar, de tipo
anticuado. Frederick se fijó en la cara de la joven y vio reflejada en
ella una viva contrariedad.
—No tiene importancia —respondió Sonia—. Es un troquel.
—¿Un troquel? —repitió él, extrañado.
—Sí, ¿no lo sabe? Sirve para marcar en las pieles dibujos
semejantes a los de la piel de un caimán auténtica. Pero no lo
usamos, ya.
—Lo han usado —dijo Frederick.
—Al principio, cuando comprábamos pieles de otros animales:
ternera y cordero, principalmente. Hacíamos imitaciones de piel de
cocodrilo. Ahora ya son artículos auténticamente originales.
—Claro —sonrió él—. ¿Cree que tendrán éxito las pieles
blancas?
—Estamos seguros de ello. ¿Algo más, Allen?
—Por mi parte, eso es todo. Sonia, creo anticiparles que la
Shakery les hará un pedido muy importante.
—Le quedaremos muy reconocidos —contestó Sonia fríamente.
Salieron del cuarto y luego al exterior. Frederick se dio cuenta de
que su visita no había sido del agrado de Sonia.
—No hace falta que se moleste en acompañarme —dijo él—.
Conozco el camino. Hasta la vista, Sonia.
Ella hizo un esfuerzo y sonrió:
—Adiós, Allen.
CAPÍTULO X

Una voz femenina pronunció su nombre desde el otro lado de


unos arbustos y Frederick se detuvo en el acto.
—¿Anita? —preguntó a media voz.
—Yo misma. ¿Envió el telegrama?
—Sí. ¿Quién es Hayden?
—Mi prometido. Quiero que venga a sacarme de aquí.
—¿Cree que vendrá?
La joven soltó una risita.
—Vendrá y arrasará con todo, si no le dejan que me vaya con él
—contestó.
—Debe de ser un hombre muy valiente —opinó Frederick.
—Lo es. Yo no me enamoraría nunca de un cobarde.
Frederick dio un paso lateral y se metió casi dentro del arbusto.
—¿Eh? ¿Qué hace? —preguntó ella.
—Espere. Quiero verla mejor. Las ramas son muy espesas.
—Bueno, ¿está ya?
—Sí. Anita, ¿cuántos años tiene usted? —preguntó él de
sopetón.
—¡Indiscreto!
—No se lo repetiré a nadie —aseguró Frederick.
—Está bien. Acabo de cumplir los veintisiete.
—¿Ha vivido siempre en esta granja?
—¿La granja? Oh, no, sólo llevo cuatro años. Antes residía en
Dallas.
—¿Sola?
—Con mi padre.
—¿Cómo se llamaba?
—¿Cómo se iba a llamar? ¡Coburn, por supuesto!
—¿Está segura?
—Oiga, ¿trata de decirme que mi padre no era mi padre? Eso es
un insulto y no estoy dispuesta a tolerar que…
—Tenga paciencia —dijo él—. Su prometido vive en Dallas.
—Sí, claro, ya se lo dije… y usted leyó el telegrama.
—Bueno, bueno. Anita, ¿dígame, qué fue de su padre?
—Murió hace cuatro años.
Una nota de tristeza veló la voz de la joven. Anita hizo una pausa
y añadió:
—Lo quería mucho, señor Frederick.
—Me lo imagino. ¿Cómo vino a parar aquí?
—Ellad era muy amigo de él. Me ofreció su casa… y acepté.
—¿Ha estado siempre aquí desde entonces?
—Oh, no; algunas veces iba a Dallas. Dejé muy buenas
amistades allí.
—Entre las cuales figura Prescott Hayden.
—Lo conocí hace un año. Nos enamoramos y prometimos
casarnos. Pero ya no he podido verlo de nuevo.
—Porque Ellad la tiene secuestrada.
—Sí, es cierto.
—Y a las demás chicas, también.
—También, señor Frederick.
—Una de ellas, sin embargo, ha conseguido marcharse.
—No es cierto. Francine ha sido asesinada.
—¿Cómo la mataron?
—¿Cómo se mata aquí a la gente? Los caimanes hacen
desaparecer los cadáveres y ya no se encuentran más. La chica que
entra en Ellad’s Farm se queda para toda la vida.
—¿Y no han intervenido nunca las autoridades?
—Una vez intentó hacerlo Stanford, el comisario de Washakee —
respondió Anita—. Vino aquí… y se volvió a marchar. Ya no ha vuelto
a molestar más a ese monstruo que es Morbihan Ellad.
—¿Qué le trajo a la granja?
—Se había denunciado la desaparición de una chica llamada
Galina Danilova, descendientes de rusos blancos. Stanford informó a
la familia que Galina se había marchado, una vez terminado su
contrato, y que no había dejado señas.
Frederick reflexionó unos momentos. ¿Se encontraba en
presencia de un nuevo Barba Azul?
En todo caso, Barba Azul tenía un colaborador: Sonia Webtree.
Pero resultaba ridículo retener allí a las muchachas sólo por contar
con maniquíes esbeltas y agraciadas. Algo había en el fondo de
aquel oscuro asunto que todavía no había surgido a la luz.
—Usted dijo antes que Ellad le ofreció su casa. ¿Por qué no se
marcha ahora?
—¿Cree que no lo haría, si pudiera? ¿Para qué están la valla y
los semínolas armados?
—¿Era Ellad muy amigo de su padre?
—Muchísimo. Casi parecían hermanos —contestó Anita.
—Está bien —dijo él—. Una última pregunta, Anita. ¿Podrá ver
luego a Prudence Dillman?
—Por supuesto.
—Dígale que acuda esta noche a la valla, al sitio de costumbre.
Ella debe acudir, no lo olvide. Insista en este detalle. Es muy
importante ¿comprende?
—Sí, pero… ¿qué pasará después?
—No se preocupe. Anita, creo que pronto podrá estar libre.
—Muy bien. Se lo agradeceré toda la vida. Ahora, por favor,
váyase, Allen.
—De acuerdo. Adiós, Anita.
Frederick salió del matorral y continuó su camino, sumamente
preocupado, porque no había visto a Pru. ¿Se habría sentido
indispuesta?
Salió sin la menor dificultad y subió a su coche. Arrancó y pocos
minutos más tarde, se paraba frente al hotel.
Cuando se apeó, vio al comisario sentado en la baranda. El hecho
no le sorprendió en absoluto.

—Estaba esperándole, Frederick —dijo Stanford.


—Ya veo. El joven se sentó frente al sudoroso representante de
la ley. —Los negocios me retrasaron, ¿sabe?
—Ya, ya —murmuró Stanford sarcásticamente—. ¿Cuándo se va
a dar cuenta de que lleva demasiados días en Washakee?
—¿Cuándo se va a dar cuenta usted de que pienso estar aquí
todo el tiempo que se me antoje?
Los dos hombres se desafiaron con la mirada.
—¿No ha observado una ausencia, Frederick —preguntó Stanford
de repente?
—¿Conozco yo a esa persona ausente?
—Sí. Usted y él se pelearon en alguna ocasión. Frederick
chasqueó los dedos.
—Endimion —dijo.
—El mismo —corroboró Stanford.
—¿Qué le ocurre, comisario?
—Ha desaparecido.
—Se habrá perdido. Era deficiente mental, ¿verdad?
—Sí, aunque no tanto como para no conocer bien los pantanos.
El joven fingió asombro.
—¿Trata de decirme que se ha ahogado?
—Muy posiblemente. El rumor popular le acusa a usted de
haberle conducido con engaños hasta un pantano y haberlo arrojado
luego al fango movedizo.
Frederick no se inmutó siquiera.
—Tengo un amigo en Washington —mintió—. Es un alto cargo del
F.B.I. El rumor público dice que va a enviar una bandada de
investigadores a la ciudad, Se han presentado varias denuncias de
hermosas jóvenes desaparecidas, sin que nadie sepa qué ha sido de
ellas.
La cara de Stanford se puso gris. Frederick sonrió interiormente.
Especulaba con la ignorancia del comisario. Éste le había tomado
por un investigador, fuera de la clase que fuera, particular o del
gobierno. Naturalmente, ello implicaba que su llegada a Washakee no
se había producido sin que alguien de fuera de la ciudad lo supiera.
Naturalmente, Frederick no iba a sacarle de su error, Stanford
había estado encubriendo los crímenes de Ellad, sin pensar en que
un día podía venir alguien a destapar el pastel.
—Los rumores —siguió el joven—, hablan también de un hombre
de estrella que tiene la mala costumbre de atacar a los huéspedes
de cierto hotel, ayudado por un cómplice. Mala cosa son las
habladurías, Stanford —sonrió Frederick—; en su lugar, yo
procuraría cortarlas con la mayor rapidez posible.
—¿Cómo? —preguntó Stanford. Frederick se puso en pie.
—Eso es cosa suya —respondió—. Pero me han dicho que ese
huésped atacado llevaba una navajita oculta en una de las mangas
de su traje y que gracias a ella pudo cortar las ligaduras que le
sujetaban. Lo llevaban a un pantano, pero el que debía hacerlo, se
asustó tanto que perdió pie y fue él mismo quién se cayó al barro.
Una lástima, ¿verdad?
Stanford estaba lívido. Sin hacer ya más caso de él. Frederick se
levantó y entró en el hotel.
El recepcionista llamó su atención:
—Señor Frederick —anunció—. Ha llegado un telegrama para
usted.
—Muchas gracias —contestó el joven.
Tomó el sobre y lo rasgó. Luego sacó de su interior el despacho y
lo leyó atentamente. Una débil sonrisa se formó en sus labios.
Algunas de las cosas que estaban oscuras empezaban a aclararse.

La tarde estaba bochornosa.


Nubes sombrías cruzaban el cielo. De cuando en cuando se veía
un relámpago, que iluminaba el ambiente, pero sin hacer ruido. No
obstante, a veces se oía radar un trueno sordo, largo, de efectos
semejanzas a decenas de carros rodando por un camino
pavimentado con sujetas planchas de hierro.
Frederick tenía sed. Entró en la cantina de Flynn y se acercó al
mostrador.
—¿Cerveza? —sugirió el tabernero.
—Es lo apropiado, ¿no? —contestó Frederick con una sonrisa.
Estaba muy fría y sabrosa. Frederick bebió un par de tragos con
verdadero placer.
Luego miró al tabernero.
—Observo una ausencia, Dorty —dijo.
—¿A quién se refiere usted, señor Frederick?
—Endimion, el gigante idiota. Flynn se encogió de hombros.
—No es un cliente de mi agrado —dijo.
—Si no hace gasto, no es cliente, ¿verdad? Y estoy seguro de
que Endimion le hacía muy poco gasto.
—Según como quiera calificar las cosas. Consume, pero no
paga. ¿Qué se puede decir en tal caso?
—Un gorrón —sonrió Frederick—. ¿Por qué no le para usted los
pies?
—No soy amigo de conflictos —contestó Flynn, haciendo una
mueca—. Le aseguro que en Washakee nos quedaríamos mucho
más anchos si él no estuviera aquí.
—Parece ser que es un tipo poco simpático.
—Nada, en absoluto. El único que se entiende con él es el
comisario.
—¿Stanford?
—Sí. Le tolera muchas cosas. No sé por qué, la verdad.
Frederick sí lo sabía. Endimion había ayudado a Stanford en
muchas de sus trapacerías. Ya no lo haría más, se dijo.
Flynn torció el gesto.
—No me hable de él, por favor —contestó.
Una sonrisa se dibujó en los labios del joven. La situación se
despejaba todavía más.
—Dorty, ¿usted puede decirme si se ven caras extrañas en
Washakee con alguna frecuencia? Digamos una vez al mes,
aproximadamente. Flynn arqueó las cejas.
—¿A qué se refiere usted? —preguntó.
—Pues… individuos que vienen a la ciudad, preguntan por Ellad’s
Farm y desaparecen misteriosamente. Quiero decir que no son como
yo, que ya llevo algunos días o los turistas y compradores, que se
dejan ver y actúan con entera naturalidad. Me refiero a tipos que…
vamos, que parece como si no quisiera que se sepa que han estado
aquí.
El tabernero se concentró unos momentos.
—Ahora que recuerdo… —murmuró—. Sí, algunas veces llegan
tipos como esos que usted dice. Y siempre llevan un pequeño
maletín en la mano izquierda. Nunca lo sueltan, ¿sabe? Una vez me
fijé en uno de ellos y lo llevaba esposado a la muñeca izquierda.
¿Cree usted que eso es natural, señor Frederick?
—No, en absoluto —sonrió el joven, sumamente satisfecho de la
respuesta—. No tiene nada de natural, amigo Dorty.
CAPÍTULO XI

Era ya de noche cerrada. Frederick, moviéndose cautelosamente,


llegó a la valla y se detuvo unos instantes a escuchar.
No se oía el menor ruido. Las luces de los edificios estaban
apagadas.
Sonaron pasos en las inmediaciones. Frederick se tiró al suelo,
aplastándose contra las hierbas.
Una pareja de semínolas rifle en mano, pasaron a corta distancia.
Caminaban serios, ceñudos, escrutando el terreno palmo a palmo.
Frederick esperó unos minutos hasta que los guardianes se
hubieron alejado. Luego se puso en pie y trató de forzar las tinieblas
con la vista.
No se percibía el menor rastro de Prudence Dillman. Frederick
empezó a sentir una vaga alarma.
¿Le habría sucedido algo a la muchacha?
Trataba de ser una impostora, pero Frederick se sentía muy
atraído hacia ella. Si le había ocurrido algo…
De repente, oyó pasos precipitados. Una voz susurró su nombre
a cincuenta metros de distancia.
—Allen, Allen…
—Aquí, Pru.
La joven corrió hacia él.
—No soy Pru, Allen —manifestó Anita sorprendentemente.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Frederick con avidez.
—No lo sé. No he podido verla en todo el día. Frederick apretó
los labios.
Empezó a temer lo peor. Anita dijo:
—He recorrido la valla, llamándole de cuando en cuando… pero
los vigilantes no paran… ¡Ahí creo que vienen! ¡Escóndase!
Anita desapareció. Frederick se tiró de nuevo al suelo.
Los semínolas desfilaron a pocos metros de distancia. Uno de
ellos dijo:
—Si ese tal Frederick viene, se va a llevar un buen chasco.
—Sí, el jefe lo está esperando —contestó el otro.
Los vigilantes se alejaron. De nuevo volvió el silencio. Anita se
hizo visible por segunda vez.
—¿Ha oído, Allen? —preguntó angustiadamente.
—Sí —respondió él con ceñudo acento—. Pero todavía hay tipos
que no conocen de lo que es capaz el hijo de la señora Frederick.
Espere un momento, Anita.
Una vez más, Frederick empleó su cuerda para pasar al otro lado
de la valla. Inmediatamente, agarró el brazo de la joven y tiró de ella.
—Alejémonos de aquí —propuso.
Había bastante luna y ello permitía ver con facilidad. Corrieron
medio centenar de metros y se detuvieron bajo un frondoso sauce.
—Anita, supongamos que Pru ha muerto —dijo él, una vez se
hubieron detenido—. ¿Dónde puede hallarse su cuerpo?
Ella se mordió los labios un instante.
—En alguna de las habitaciones del cuerpo principal —contestó
—. Yo creo que lanzarán su cadáver a los cocodrilos más tarde,
cerca de la madrugada, cuando duerma todo el mundo.
—¿Podría usted guiarme?
—Por supuesto. Venga.
Ahora era Anita quien tiraba de la mano del joven. No tardaron en
llegar al edificio principal.
—Ellad y Sonia viven aquí —dijo ella en voz baja. Y puntualizó—:
En una habitación del piso superior.
—¿Podría conducirme a su despacho? Yo no lo recuerdo muy
bien…
—Sí.
Anita abrió la puerta con decisión y encendió la luz de la escalera.
Lentamente, sin hacer el menor ruido, subieron al primer piso y
entraron en el despacho de Ellad. Frederick cerró la puerta y
encendió las luces. Anita, sin necesidad de que se lo dijeran, corrió
las cortinas.
Durante unos segundos, Frederick paseó la vista por la estancia.
Había una caja fuerte empotrada en la pared, a la vista, de un
modelo bastante anticuado, pero el joven la desdeñó.
Buscaba un escondite menos conspicuo. Si sus suposiciones
resultaban demasiado ciertas, Ellad guardaba algo sumamente
interesante en algún lugar difícil de descubrir.
La estantería repleta de libros llamó su atención. También se fijó
en la pantalla de piel de cocodrilo.
—Revise los libros, por favor, Anita —pidió.
—Pero… ¿no habíamos venido a buscar el cuerpo de Pru? —se
extrañó ella.
—Haga lo que le he dicho —insistió Frederick.
Anita se encogió de hombros y empezó a sacar libros y volverlos
después a su estante. Mientras, Frederick se acercó a la pantalla y
examinó la piel con gran atención.
Aquella tenue marca le hizo estremecerse. ¿Era un defecto de la
piel o se trataba de la marca auténtica que él había visto en más de
una ocasión?
El pie de la lámpara era de metal, grande y pesado. Frederick la
tomó con la mano izquierda, mientras que con la derecha trataba de
desenroscarlo.
Fue una labor inútil. La lámpara no era ningún escondite. De
pronto, oyó una exclamación:
—¡Eh, Allen! Venga —le llamó Anita.
Frederick acudió en el acto. Anita le señaló una hilera de libros.
—No ceden —dijo.
El joven trató de sacar uno de los tomos. Pronto se dio cuenta de
que no eran sino libros ornamentales.
—Aquí hay gato encerrado —dijo Anita.
Frederick asintió. Se dispuso a hacer fuerza nuevamente y, en
aquel instante, oyeron el picaporte de la puerta.
El joven tiró de Anita y la llevó tras la mesa, donde se agazaparon
ambos en el momento en que se abría la puerta y una cabeza
humana asomaba al interior.
—¿Señor Ellad?
Era uno de los semínolas de vigilancia. De alguna forma, la luz del
despacho había trascendido al interior y el hombre lo había notado.
—Señor Ellad —insistió, dando un par de pasos dentro de la
estancia. De pronto, se quedó quieto.
Frederick lo notó en el acto. Miró a la joven.
Su vista resbaló por el cuerpo de Anita. Instantáneamente, se
puso rígido.
Uno de los pies de Anita, calzado con zapato de tacón alto,
asomaba fuera de la mesa. Frederick adquirió la seguridad de que el
semínola había visto aquel pie.
Se oyó un paso al otro lado de la mesa. Frederick miró a la joven
y le hizo señas de que permaneciera en el mismo sitio.
Acto seguido, se arrastró en sentido contrario, dando la vuelta a
la esquina de la mesa, grande, maciza. En el mismo instante, oyó la
voz del semínola:
—¡No se mueva o disparo!
Frederick se irguió en aquel momento.
—Tire el rifle —ordenó.
El indio se volvió, enormemente sorprendido. Vio la pistola con
silenciador en manos de Frederick y vaciló.
Anita le arrebató el arma antes de que pudiera reaccionar.
—Bravo —elogió Frederick con una sonrisa.
Se acercó al indio, cuyos ojos le miraban con fiereza. De repente,
movió la mano derecha y golpeó la nuca del vigilante con el cañón de
la pistola.
El semínola se derrumbó como una masa inerte. Frederick
enfundó el arma.
—Ahora nos dejará tranquilos un buen rato —dijo.
Regresó a la biblioteca. Agarró con dos manos el bloque de libros
y tiró con fuerza.
Se oyó un seco chasquido. Todo el estante giró silenciosamente a
un lado, dejando ver una especie de recámara de pequeñas
dimensiones, al otro lado de las cuales había una puerta.
Pero la atención de Frederick estaba centrada en la parte interior
del estante, que era lisa en apariencia. Sin embargo, una vez se
observaba con atención, se veía en el largo panel de madera algunas
subdivisiones a modo de puertecitas de otros tantos estantes.
Frederick sacó su navaja y forzó la cerradura del primer estante. No
había nada.
El hueco, de unos treinta centímetros de ancho, por veinte de
altura y diez de profundidad, estaba completamente vacío.
En el cuarto, encontró varias bolsitas de terciopelo, cerradas por
cordones. Desató una y vertió parte de su contenido en la palma de
la mano de Anita.
La joven se quedó sin aliento al observar los fulgores que
despedían aquellos objetos que parecían cristales a primera vista.
—¡Dios mío! ¿Qué es esto? —preguntó.
—¿Es que no lo adivina? —sonrió Frederick—. Diamantes, Anita,
diamantes que valen una millonada.
—Me mareo —dijo la joven débilmente—. ¿Cuánto pueden valer,
Allen?
Frederick se encogió de hombros y empezó a devolver los
diamantes a su sitio.
—Cualquiera lo sabe —respondió—. Yo no soy perito en la
materia, pero cualquier cifra que fije usted me parecerá bien, por
muy exagerada que sea. Uno, dos millones… ¿quién puede
afirmarlo?
Ató la bolsita y la lanzó de nuevo a su escondite.
—¿Va a dejarla aquí? —preguntó ella, atónita.
—Hemos venido a buscar a Pru —le recordó Frederick.
—Es cierto. Suponiendo que viva —dijo Anita intencionadamente.
Frederick se puso rígido.
—Si ha muerto…
Se calló de repente. Alguien golpeaba repetidas veces a muy
pocos pasos de distancia. Eran unos golpes hechos con cierto ritmo.
La mano de Anita se crispó en torno al brazo de Frederick.
Éste le hizo señas de que callara. Los golpes sonaban en la
puertecita interna de la recámara.
—Parece morse —observó Anita. Frederick asintió.
—Tres puntos… tres rayas… tres puntos… ¡S.O.S.! —exclamó
—. ¡Alguien pide socorro!
Frederick tanteó la cerradura. Era muy sólida y comprendió que
no podría forzarla sólo con la navajita.
Pero tenía una llave infalible. Sin embargo, para no causar daños
a la prisionera, usó los nudillos de la mano derecha para enviar un
mensaje:
—Apártese de la puerta…
Esperó unos segundos. Luego sacó la pistola y disparó dos veces
contra la cerradura.
Los tiros apenas hicieron mido, merced al silenciador. Frederick
empujó la puerta, cedió fácilmente.
Al otro lado sólo había oscuridad. Encendió la luz y entonces
vieron a Pru, tendida en el suelo, amordazada y atada de pies y
manos.
CAPÍTULO XII

Frederick fue más práctico. Se imaginó el astado en que se


hallaría la joven y se volvió a medias hacia Anita.
—En el despacho debe de haber alguna botella. Traiga una copa,
Anita.
—Ella obedeció en el acto. Mientras, Frederick se ocupaba en
desatar a la prisionera.
A Prudence Dillman pudo por fin sentarse en el suelo. Se frotó las
muñecas y miró al joven con expresión de agradecimiento.
—¿Qué debo decirle ahora, Allen? —preguntó sonriendo.
—Nada. Me basta con haberla encontrado sana y salva, Pru.
—Te creíamos ya repartida en el estómago de unos cuantos
caimanes —dijo Anita, tendiéndole una copa llena de coñac.
—Ten compasión del mío —se estremeció Prudence. Tomó un
par de sorbos y los colores volvieron a su cara—. Pero hubiera
acabado como tú dices, Anita.
—¿Por qué la encerró aquí precisamente? —preguntó Frederick.
—Pensaban matarme a la madrugada. A esa hora, duerme todo
el mundo, menos los vigilantes, claro —respondió la joven—. Y
muchos de los que trabajan en la granja son inocentes de los
crímenes de ese asesino.
Pru hizo un esfuerzo y se puso en pie.
—Sonia me hizo venir con engaños al despacho —declaró—.
Cuando me di cuenta, Ellad me apuntaba con una pistola. Luego me
obligaron a beber un narcótico. Al despertar, me encontré atada y
amordazada.
—Y utilizó el morse para llamar nuestra atención —dijo Frederick.
—Me arrastré por los suelos al oír sus voces al otro lado de la
puerta —siguió—. No es que sepa morse por completo, pero hacer
la señal de S.O.S. no es cosa del otro mundo.
—Para ti, de este mundo —rió Anita—. ¿Cómo sospecharon de
ti?
—Me estaban vigilando. Quizá sólo sospechaban, pero decidieron
eliminar riesgos.
—¡Allen, en esta granja se han cometido crímenes horribles! —
exclamó Pru con gran vehemencia.
—Y otras cosas que entran también en el terreno de lo delictivo
—dijo Frederick. Pru le miró con expectación.
—Contrabando de diamantes —aclaró Anita.
—¿Cómo? —se sorprendió la joven.
—Hemos encontrado seis bolsitas escondidas en un armario
secreto —manifestó Frederick—. Al menos valen un par de millones,
contando por lo bajo.
—Estoy atónita —contestó Pru—. Pero no entiendo…
—Yo tampoco lo veo muy claro, pero ya lo averiguaremos. Ahora
—dijo Frederick—, lo importante es escapar de aquí.
—¿Cree que podremos? —preguntó la más joven de las dos
ansiosamente. Frederick asintió.
—Sí. He venido preparado para ello —respondió.
—La valla es muy alta —objetó Anita. El joven sonrió.
—He traído un cartucho de dinamita —dijo—. La haremos saltar
por los aires.
—Vaya, no olvida usted un detalle —respondió Anita. Luego, en
tono quejumbroso, dijo—: Prescott me ha olvidado.
—Ya encontrará a otro hombre que la quiera —sonrió Frederick
—. Usted es todavía joven y muy bonita.
—Sí, pero yo quería a Prescott…
—¡Vamos, no perdamos más tiempo!
Frederick se dirigió hacia la salida. Anita recogió el rifle del
vigilante al pasar por la recámara.
De pronto, cuando ya estaban en el despacho, Frederick lanzó
una exclamación:
—¡El indio ha escapado! Anita se espantó.
—Habrá ido a avisar a Ellad. ¡Corramos!
Se lanzaron hacia la puerta. En el mismo momento, Ellad, seguido
de Sonia, aparecía por el fondo del corredor.
Frederick se volvió y disparó un tiro, obligando a la pareja a
esconderse precipitadamente. Luego empujó a las chicas:
—¡Abajo, pronto!
Ellas no se hicieron de rogar. Se lanzaron escaleras abajo,
seguidas por el joven, quien, antes de abandonar el corredor por
completo, se volvió a tiempo para ver asomar la mano de Ellad,
armada con un revólver.
Sonó un fuerte estampido. Frederick se agachó y la bala rebotó
en la pared por encima de su cabeza. Disparó a su vez y Ellad lanzó
un grito de angustia cuando el proyectil le arrancó el arma de la
mano.
Frederick torció el gesto.
La detonación había sonado como un cañonazo. Si los demás
vigilantes no habían sido aún alertados, lo serían a partir de aquel
momento.
Pru y Anita estaban ya en la puerta. Afuera se oyó el trueno de un
rifle.
—¡Nos atacan! —gritó Pru, aterrada.
Valientemente, Anita quiso hacer fuego con el rifle capturado al
semínola y lo consiguió, pero el culatazo la derribó con los pies por
alto. De no haberse hallado en tan crítica situación, Frederick se
habría echado a reír.
Alcanzó de dos saltos el final de la escalera. Las dos chicas se
habían guarnecido en el quicio de la puerta.
Frente a ellos, chasqueaban dos rifles. Frederick adivinó que
pronto serían muchos más. Recogió el rifle caído en el suelo y
esperó unos momentos. De pronto hizo fuego.
A cincuenta metros, se oyó un alarido desgarrador.
—¡Blanco! —gritó Anita, entusiasmada.
El otro semínola envió una andanada de balas hacia la puerta.
Frederick esperó prudentemente.
Cuando el fuego de su enemigo amainó, tiró dos veces en
dirección a los fogonazos. Una silueta humana rodó por la pendiente
herbosa en dirección al río donde anidaban los saurios.
Sonó un espeluznante chillido. Las mandíbulas de los caimanes
cortaron en seco los gritos del desdichado.
Sobrevino una pausa de silencio. Al otro lado del río, Frederick
divisó varias siluetas que corrían buscando posiciones.
Frunció el ceño. La situación empeoraba por momentos.
—No podremos escapar —dijo Pru.
—¿De cuántos indios dispone Ellad? —preguntó él.
—Doce, quizá algunos más —respondió Anita.
—Pru, usted dijo que tenía un semínola amigo suyo.
—Bueno, me hacía favores, pero por dinero. No sabemos ahora
de qué bando se pondrá, Allen.
—No deja de ser una contrariedad —murmuró Frederick—.
¿Alguna de ustedes sabe de un edificio sólido, aislado, donde
podamos refugiamos y resistir mejor que aquí? —preguntó.
—El almacén pequeño —indicó Anita.
—¿Está muy lejos?
—No. Sólo hay unos cien metros… Asómese con cuidado y mire
hacia su derecha, Allen.
Frederick lo hizo así y consiguió ver un pequeño barracón de
mampostería, completamente aislado del conjunto general. El edificio
más próximo se hallaba a cincuenta o sesenta metros.
—Bien —dijo, inspirando con fuerza—, prepárense para correr
como no han corrido en los días de su vida. Yo las protegeré con el
fuego de mi rifle.
Las chicas no se hicieron de rogar. Frederick esperó unos
instantes a que se hubiesen separado del edificio y entonces abrió el
fuego, disparando el rifle a ritmo veloz, hasta agotar la carga del
mismo.
Entonces, a su vez, abandonó la casa y corrió a toda velocidad,
pero no hacia el almacén pequeño, sino en dirección al lugar donde
habían caído los dos semínolas.
El sitio iba a ser largo, calculó, y necesitaba más armas. Recogió
un rifle y entonces sintió que mía bala rozaba su brazo derecho.
Disparó la pistola, una vez. Alguien emitió un gruñido de dolor.
Ello le permitió recoger el otro rifle. Con las dos armas, corrió a
reunirse con las muchachas.
Con gran sorpresa suya, se las encontró guarecidas en el quicio
de la puerta.
—¿Qué hacen ahí? ¿Por qué no entran? —preguntó, asombrado.
—La puerta es de hierro y no podemos abrir —respondió Pru
lastimeramente.

—Ha sido un error de cálculo por mi parta —reconoció Anita—.


Pero las paredes son muy gruesas y…
Frederick tanteó la puerta. Una voz tronó furiosas órdenes desde
el edificio principal. Llamearon los rifles y las balas silbaron al azar.
El joven comprendió que ni siquiera a tiros podría violar la
cerradura. Tal vez podría conseguirlo, a fuerza de muchas balas,
pero no podía permitirse, el lujo de desperdiciar ni un solo proyectil.
—Esperen —dijo.
Dio la vuelta a la esquina. Una ventana, cuyo antepecho estaba
situado a un metro sobre el suelo, le salió al paso.
La ventana estaba oculta por unas espesas cortinas. Frederick
golpeó el cristal con el cañón de uno de los rifles.
El cristal resistió.
Frederick se quedó atónito.
—¿Vidrio blindado?, —se preguntó.
Cambió de posición el fusil y golpeó varias veces con todas sus
fuerzas. El cristal saltó por fin.
Frederick metió una mano y buscó la falleba. De repente, notó un
fétido olor que le hizo retroceder un par de pasos.
—¡Rayos! ¿Qué…?
Las dos chicas se le unieron en el acto. Habían oído el ruido de la
ventana y supusieron libre la entrada.
Pero también percibieron el hedor que salía de la ventana. Era
algo insufrible.
—¿Qué hay aquí adentro? —preguntó Frederick.
—Pieles en proceso de curtición —respondió Anita—. Es decir,
supongo… Una bala zumbó amenazadoramente cerca.
—Más vale oler mal que no oler nada —rezongó.
Frederick, resignándose a soportar aquel hedor. Levantó el
bastidor, limpió de cristales el antepecho con el codo y dijo:
—¡Adentro!
Pru y Anita saltaron inmediatamente. El las siguió en el acto.
—Procuren abrir todas las ventanas —aconsejó—. De este
modo, el almacén se ventilará más pronto. Pero no enciendan
ninguna luz.
Colgado del techo, entrevió un bastidor de madera, en el que se
estiraba una piel blanquecina. Pronto notó una consoladora corriente
de aire que alivió un tanto la infecta atmósfera del local.
Llegó una bala y se estrelló contra la pared, junto a una de las
ventanas. La voz de Ellad sonó amenazadora:
—¡Ríndanse! ¡Están rodeados y no podrán escapar!
CAPÍTULO XIII

Una débil claridad empezó a insinuarse hacia el Este. Frederick


sé caía de sueño, pero procuró mantener los ojos abiertos.
Habían rechazado contundentemente todas las intimaciones de
Ellad. Ninguno de los tres creía en sus falsas promesas.
Estaban seguros de que los mataría. Después de lo que habían
descubierto, ya no podían salir con vida de aquel tétrico lugar.
Frederick creyó oír pasos cautelosos. Decidió jugar una de sus
bazas fuertes.
Era la hora peor para unos sitiados, la mejor para los atacantes;
los momentos que preceden al amanecer. Los cuerpos están
fatigados y la mente se nubla por el sueño.
Frederick buscó un rincón y encendió un cigarrillo. Las chicas le
contemplaron asombradas.
La brasa del cigarrillo sirvió para encender la mecha del cartucho
de dinamita que había arrebatado al semínola. Esperó unos
momentos y luego, acercándose a la ventana, lo arrojó hacia
adelante con todas sus fuerzas.
Inmediatamente, se agachó. Se oyeron unos gritos de terror.
Luego brilló un vivísimo fogonazo. La detonación estremeció la
atmósfera.
—Es usted un hombre terrible —dijo Anita, admirada.
Frederick asintió, mientras aspiraba con fuerza el humo del
cigarrillo. Tras unos segundos de silencio, los semínolas enviaron una
andanada de proyectiles hacia el almacén.
—¿No les contesta? —preguntó Pru.
—Me quedan solamente siete cartuchos para un rifle y cuatro
para la pistola. El otro rifle está descargado —explicó él.
—Comprendo —murmuró la joven.
La luz del día aumentaba rápidamente. Frederick se fijó entonces
en los bastidores con las pieles.
—Todas son blancas —dijo.
—Sí, las traían aquí para acabar el proceso de blanqueo —
manifestó Pru.
—¿No había estado usted nunca en el almacén?
—No formaba parte de mi trabajo. Yo me limitaba a prepararlas y
a observar luego los resultados.
—Ah…
De nuevo sonó la voz de Ellad.
—¡Frederick! ¡Quiero hablar con usted! ¡Le propongo un trato!
—No se moleste, Ellad. Usted está acabado y lo sabe —contestó
el joven, prudentemente guarecido junto a una de las ventanas.
—No diga tonterías. Tengo más hombres armados…
—Sí, pero ¿cuántos hay que no son sus cómplices? ¿Cree que
todos callarán sus crímenes?
Ellad no respondió.
—Ha dado en el blanco, Allen —dijo Anita riendo.
Frederick la miró. Anita estaba sentada en el suelo, junto a Pru, la
cual, agotada, daba cabezadas de cuando en cuando. Anita vestía
pantalones largos y una blusa sin mangas.
—Alguno avisará a la policía —manifestó la joven, elevando sus
brazos para atusarse el pelo—. ¡Uf, debo de tener un aspecto
horrible!
Frederick se quedó sin aliento. Sus suposiciones, muy vagas sin
embargo, acababan de tener confirmación.
La señal de los Mullinois aparecía en el interior del brazo de
Anita.
Y la edad… Pru tenía unos veinticuatro años. En cambio, Anita
contaba la edad justa. Veintisiete años debía de tener ahora Betty
Mullinois, de seguir con vida.
Y a Frederick no le cabía la menor duda de que Betty, la hermana
de su amigo, estaba viva.

Ya era de día por completo. Frederick vio que había una docena
de bastidores pendientes del techo, todos ellos con pieles
atirantadas por medio de cordones.
Algunas pieles eran más blancas que otras. Las que eran blancas
por completo eran muy escasas. Habría dos o tres, solamente.
Frederick captó un vago detalle, que no sabía identificar. Había
algo raro en aquellas pieles. Era una extraña sensación, una especie
de campana de alarma que sonaba en medio de una espesa niebla,
lo que impedía su localización exacta.
Pero no pudo seguir pensando. Una voz sonó en la ventana
opuesta.
—¡Señor Frederick!
El joven corrió hacia aquella ventana.
—¿Quién es? ¿Qué quiere? —preguntó.
—Me han enviado a lanzarles un cartucho de dinamita. Soy
Keno…
—¡Keno! —exclamó Pru, súbitamente despierta. Frederick se
volvió hacia ella.
—¿Le conoce usted?
—Es el que le lanzó el mensaje a su habitación del hotel.
—Sigue siendo amigo —comentó Frederick—. Hable, Keno.
—Les traigo cartuchos para los rifles. Oiga, voy a tirar la
dinamita. Arranque la mecha. Es todo lo que puedo hacer por
ustedes.
—Bravo, Keno; lo tendremos en cuenta cuando salgamos de
aquí.
—Lo van a pasar mal. Ellad ha avisado al comisario Stanford.
Frederick torció el gesto. A pesar de su venalidad, Stanford
continuaba representando a la ley.
Un paquete atravesó la ventana y cayó al suelo. Era una caja de
cartuchos de rifle.
—Cuidado —advirtió Keno—. ¡Ahí va la dinamita!
El explosivo surcó el aire. Frederick, actuando
relampagueantemente, recogió el largo cilindro al vuelo y, de un tirón,
arrancó la mecha humeante.
—Listo, Keno.
—Yo me marcho —anunció el semínola—. Dispáreme un par de
tiros.
—¿No le echarán las culpas del fallo en la explosión?
—Yo no he preparado el cartucho —dijo Keno—. Adiós y buena
suerte.
Frederick se asomó a la ventana. Vio a un hombre correr en
zig-zag y le disparó un par de tiros lo suficientemente cerca para no
levantar sospechas. Keno ganó el laboratorio y desapareció de su
vista.
—Bravo muchacho —elogió.
Y acto seguido, procedió a recargar el otro rifle.
—¿Cuál de las dos lo quiere? —preguntó.
—Deme —pidió Pru resueltamente—. No tengo puntería, pero
haré ruido.
Y para demostrar su aserto, disparó un par de tiros que fueron
fragorosamente contestados desde el otro lado.
—Está bien —aprobó Frederick—, pero economice municiones.
No sabemos cuánto podrá durar esto.
—Yo ya empiezo a tener sed —se quejó Anita.
—Paciencia —rogó el joven.
Luego se situó junto a una de las ventanas. Desde allí, podía
divisar el Sector A, cuyo borde se hallaba a unos cuarenta metros.
Algunos caimanes, indiferentes a las luchas de los humanos,
tomaban apaciblemente el sol en la pequeña playa que contorneaba
el gran estanque.
Pru habló de pronto:
—Me pregunto cómo sacarían de aquí los diamantes. Jamás
supimos nada de eso.
¿Sabías tú algo, Anita?
—Ni idea —contestó la aludida.
—¿Qué me dice usted, Frederick? —inquirió Pru.
—Opino que la granja era un centro de distribución —respondió
Frederick—. Estas cosas se hacen en diversas etapas, a fin de
borrar rastros. Y, por ejemplo, las asas de su bolso de moda podían
ocultar muy bien una docena de piedras… aparte de que hay mil
medios de reexpedir la mercancía sin que nadie lo sepa, salvo el
destinatario, naturalmente. ¿Qué me dicen de, por ejemplo, los
tacones de zapatos y botas para señora?
Pru hizo un gesto de asentimiento. Luego dijo:
—Pero eso, ¿justifica sus crímenes?
—No —suspiró Frederick—, nada puede justificar el asesinato de
una persona. Claro que el punto de vista de Ellad y de Sonia es muy
diferente.
Una bala entró zumbando rabiosamente en el almacén y fue a
estrellarse contra la pared opuesta.
—Me pregunto qué excusa dará Ellad a los que no están
complicados en el asunto —murmuró Frederick.
—Les habrá dicho que somos ladrones de pieles —opinó Anita.
—¡Caramba! ¡No había pensado en eso! —se alarmó el joven.
Y luego volvió la vista hacia las pieles que colgaban del techo en
sus bastidores.
—Pero aquí hay muy pocas…
¿Qué detalle había llamado antes su atención y le había sido
imposible puntualizarlo?
Se acercó a una de las pieles. Los dibujos indicaban netamente
su procedencia. La tocó con dos dedos, observando su grosor, que
más adelante, pensó, sería conveniente rebajado a fin de darle la
flexibilidad necesaria para el uso a que iba a ser destinada.
La piel siguiente no tenía ningún dibujo. Era completamente lisa,
mucho más blanca y de una finura excepcional.
Frederick se puso pálido.
La contextura de aquella piel le recordaba la de la pantalla del
despacho de Ellad.
En una de las esquinas de la piel, muy cerca del borde, divisó un
diminuto círculo oscuro, no negro por completo, pero de forma
inconfundible.
Su palidez aumentó. Además, empezó a sentir náuseas. Pru le
estaba mirando y observó sus reacciones.
—¿Qué le sucede, Allen? —exclamó, alarmada. Frederick se
pasó una mano por la cara.
—Esta piel… —dijo, con voz vacilante.
Las dos mujeres se acercaron. Frederick, con mano temblorosa,
señaló el círculo oscuro situado junto al borde inferior.
—Esa mancha… no es de origen animal… Fue… fue en
tiempos… un lugar…
Pru exhaló un grito ahogado al comprender. La cabeza le dio
vueltas y hubo de retroceder hasta apoyarse en la pared. Estaba a
punto de desplomarse al suelo.
Anita se mordió los labios hasta hacerlos sangrar.
—Reconozco ese lunar —dijo al cabo. Frederick volvió la vista
hacia ella.
—Hable —pidió.
—Francine Sery tenía un lunar análogo en el costado izquierda,
un poco hacia atrás y más abajo de la cintura. —Anita giró de pronto
en redondo—. ¡Es horrible, horrible! —exclamó, sufriendo fuertes
estremecimientos.
Frederick inspiró con fuerza. Aquellas pruebas enviarían a Ellad a
la silla eléctrica.
¿Cómo era posible semejante sadismo en un ser humano?, se
preguntó. De repente, sonó un disparo en el patio.
—¡Frederick! —gritó Ellad.
El joven corrió hacia la ventana. Ellad se hallaba parapetado al
otro lado del laboratorio.
—¿Qué quiere? —preguntó.
—El comisario Stanford ha llegado —dijo Ellad—. ¿Va a resistirse
también a un representante de la ley?
Frederick dudó un momento. Las dos chicas le contemplaban
ansiosamente. Pru y Anita aguardaron su decisión.
CAPÍTULO XIV

Frederick habló con ellas brevemente. Luego gritó:


—El comisario puede venir, pero nadie más. Cualquiera que
intente acercarse al almacén, será recibido a tiro limpio.
—Stanford les ordena tirar las armas —exigió Ellad.
—Olvídelo —contestó Frederick—. ¿Nos toma por tontos? Repito
que no haremos nada al comisario, pero no soltaremos las armas.
Volvió el silencio. Frederick adquirió la convicción de que Ellad y
Stanford deliberaban al otro lado del almacén. Conociendo al
comisario, calculó que no le haría demasiada gracia acercarse a los
sitiados.
Pero claudicó al fin.
—¡Frederick! ¡Soy Stanford! ¡No dispare; voy a hablar con
ustedes!
—Venga tranquilamente, no le haremos ningún daño —aseguró el
joven.
La rechoncha silueta del representante de la ley se hizo al fin
visible. Avanzaba con las manos separadas del cuerpo, brillante su
cara por el sudor y sus pasos eran irresolutos.
Cuando llegó cerca de la casa, Frederick dijo:
—La puerta está abierta, comisario.
Stanford se desvió un poco para alcanzar la puerta, que
Frederick, con tiempo suficiente, había conseguido descerrajar. La
empujó y cruzó el umbral.
Frederick estaba frente a la entrada, desarmado. Al observarlo,
Stanford sacó su revólver.
—Está detenido —anunció con voz no demasiado segura—. Será
mejor que no oponga resistencia.
Dos rifles se apoyaron súbitamente en su grasiento cuello.
—Deje caer el revólver al suelo —ordenó Pru.
—O le rebanamos el pescuezo a tiros —añadió Anita.
El revólver se estrelló contra el pavimento. A pesar de todo,
Stanford intentó gallear.
—Su situación es mala, Frederick. Invasión de propiedad ajena,
robo, homicidios… hay dos hombres muertos, ¿lo sabía usted?
—Legítima defensa —contestó el joven sin pestañear—. Pero su
situación es todavía mucho peor, comisario. ¿Sabe que ha estado
protegiendo a un asesino?
—No me diga —se burló Stanford, rehaciéndose—. ¿De verdad?
—Ellad nunca le habló del contrabando de diamantes que tenía su
sede central en la granja, ¿verdad?
—¡Qué embustes está contando! —farfulló el comisario—. Ellad
es una persona honradísima.
Los ojos de Frederick despidieron chispas.
—Honradísima —repitió con inmenso desprecio. De súbito agarró
al comisario por un brazo y lo llevó a empujones hacia uno de los
bastidores—: ¡Mire eso! ¡Es la piel de un ser humano, curtida como
si fuese la de uno de esos caimanes de ahí afuera! ¿Se da cuenta
ahora de quién es el hombre al que usted está protegiendo por
encima de todo?
Stanford se puso a temblar convulsivamente. Parecía que los ojos
se le iban a salir de las órbitas.
—No, no… —gimió.
Y de súbito, enloquecido por el pavor, se arrancó de las manos
de Frederick y echó a correr, profiriendo gritos apenas inteligibles.
—¡Pieles humanas! ¡Pieles humanas! —chillaba frenéticamente.
Frederick corro hacia una de las ventanas.
—¡Se ha vuelto loco! —dijo Pru.
—No me extrañaría en absoluto —contestó él ceñudamente—.
Porque esto que sucede es para hacer perder la razón a…
Los alaridos de Stanford resonaban estridentemente. De súbito
se oyó una detonación. Stanford corrió todavía unos pasos. Luego
empezó a inclinarse y finalmente cayó de bruces. Se estremeció
varias veces y luego su grueso corpachón se quedó quieto poco a
poco.
—¡Ellad! —gritó Frederick.
—¿Qué quiere? —preguntó el asesino.
—¡Ahora es cuando ya no tiene salvación! ¡Ha matado al
comisario! Sonó una sarcástica carcajada.
—¿Quién? ¿Yo? Lo menos una docena de personas han visto
que ese disparo salió del almacén donde están ustedes.
—¡Miserable! —dijo Pru, poseída por el furor.
Frederick torció el gesto. La situación no mejoraba en absoluto.
—¡Ellad! ¿Ha recogido ya los diamantes que enviaba en los
bolsos y los zapatos? Se oyó una torva maldición.
—¡No sé de qué me está hablando!, Frederick.
—¿De veras? ¿Tampoco sabe nada de la piel de Francine Sery,
asesinada por usted? Anita Coburn la ha identificado. ¿Qué excusa
pondrá ante el juez que lo juzgue?
No hubo respuesta.
Frederick continuó:
—¿Está ahí Sonia?
La voz de la joven se dejó oír casi en el acto.
—¿Qué quiere usted, Allen? ¡Salgan, están perdidos! ¡Les
perdonaremos la vida…!
—Sonia, ¿quiere usar con nuestras pieles el troquel que tiene en
el laboratorio y que antiguamente se usaba para fabricar las
imitaciones de piel de cocodrilo auténtico? ¿Fue con ese troquel con
el que imprimieron los relieves de la piel de la pantalla del despacho?
¿Cree que no sé que perteneció a mi amigo Freddie Mullinois?
Pru dejó escapar un hondo gemido. Anita tenía la boca abierta de
par en par.
—¡Dios mío! —murmuró—. ¿Es cierto eso? Frederick hizo un
signo de asentimiento.
—Sí. Mi amigo tenía una marca en el brazo izquierdo. No
consiguieron borrársela del todo. Pero para cualquiera que no lo
supiera, esa marca parecería una impureza de la piel del caimán que
no se había podido eliminar en el proceso de curtición.
Anita estaba palidísima.
—¡Ese hombre es un sádico! —exclamó.
—Puede que no ande usted tan descaminada como cree, porque
esas cosas no son propias de una persona normal.
De nuevo se hizo una pausa de silencio. Pero fue muy corta,
porque casi enseguida estalló una descarga cerrada.
Las balas llovían como espeso granizo y entraban en el almacén
a través de todas las ventanas. Los bastidores con las pieles se
agitaban con frecuencia a causa de los impactos que recibían.
Valerosamente, Pru sacó su rifle para contestar al fuego
adversario, pero una bala se lo arrebató de las manos, arrancándole
un grito de dolor.
El arma cayó al suelo, inutilizada. Los ojos de la muchacha se
llenaron de lágrimas. Era el fin.
Frederick, en la ventana opuesta, derribó a dos semínolas que
corrían furiosamente hacia la casa. Uno se quedó quieto en el acto;
el otro, con una pierna lisiada, empezó a arrastrarse en busca de
protección.
Pero el joven se dio cuenta de que Ellad había ordenado el asalto
final. Apenas les quedaban unos minutos de vida.
Era lógico pensar que Ellad no tendría compasión de ellos. Luego
se justificaría con la muerte del comisario, achacándoles a ellos la
culpa.
Descargó el rifle. Media docena de semínolas avanzaron,
disparando sus armas frenéticamente.
Frederick se acordó entonces del segundo cartucho de dinamita.
No tardó en tener encendida la mecha.
El explosivo salió volando a través de la ventana. Los esbirros de
Ellad, al verlo, dieron media vuelta y escaparon a la carrera.
Un cono invertido de humo y tierra se levantó casi en el acto,
acompañado por una violentísima detonación. Cuando se disipó la
humareda, Frederick, decepcionado, observó que los indios habían
salido indemnes.
De nuevo tomaron a la carga. Frederick sacó su pistola.
Sólo disponía de cuatro cartuchos. Insuficiente para una
resistencia eficaz.
Paso a paso, seguros de su triunfo, satisfechos al observar que
no salía ningún disparo del almacén, los sicarios de Ellad empezaron
a acercarse a su objetivo.
Sobre la pasarela del estanque grande, Ellad, con la sonrisa en
los labios, observaba complacidamente el avance de sus acólitos.
Sonia ascendió lentamente por el puentecillo y se unió al hombre.
También sonreía.
Uno de los semínolas preparó un cartucho de dinamita.
Tranquilamente, prendió fuego a la mecha y se dispuso a arrojarlo.
—¡Cuidado! —advirtió Frederick—. Van a atacamos con dinamita.
En aquel instante, en medio del casi absoluto silencio que reinaba
en la granja, se oyó un salvaje alarido.

Era un grito penetrante, extraño, agudísimo. Frederick lo había


oído alguna vez en ciertas películas.
El alarido se multiplicó. Sonaron algunos tiros. Ellad y Sonia se
alarmaron.
—¿Qué pasa? —preguntó Anita.
—No lo sé —contestó Frederick—. Parece que viene gente…
—¡Allí los veo! —exclamó Pru—. No los conozco… ¡Y qué forma
tan rara de vestir!
¡Parecen vaqueros disfrazados para una opereta!
Los alaridos sonaban ahora con gran fuerza. Eran chillidos de
hombres que se lanzaban al ataque.
Frederick corrió hacia la ventana y divisó a siete u ocho hombres
que avanzaban a la carrera, disparando ensordecedoramente sus
revólveres. Todos ellos llevaban grandes sombreros de ala ancha y
copa alta y, como había observado Pru, semejaban vaqueros de
opereta.
Anita lanzó de repente un chillido.
—¡Es Prescott!
—¿Qué? ¿Su prometido?
—Sí… ¡Prescott, Prescott! ¡Aquí! ¡Soy Anita! —gritó la muchacha
desaforadamente. Y añadió, con los ojos brillantes—. Sabía que no
me abandonaría. ¡Es un chico estupendo! Los recién llegados oyeron
las voces de Anita y oblicuaron un poco, dirigiéndose hacia el
almacén, con gran alboroto de voces y de pistoletazos. Frederick
corrió hacia la puerta. Salió afuera. Los semínolas, amedrentados
por la llegada de unos refuerzos inesperados, emprendieron una
retirada poco honrosa.
En el centro del puentecillo, Ellad se desgañitaba increpando a
sus hombres. Algunos de éstos arrojaron las armas y empezaron a
levantar los brazos en señal de rendición.
De repente, el indio que tenía el cartucho de dinamita, se dio
cuenta de que aún no lo había lanzado. Paralizado por el asombro,
había llegado a olvidarse del explosivo.
Lleno de miedo y sin duda, a fin de no empeorar su situación,
movió el brazo hacia atrás y lo lanzó hacia un punto donde calculó no
podría causar daños. Frederick vio el gesto y adivinó lo que iba a
suceder.
Ellad y Sonia observaron asimismo la trayectoria del cartucho. La
joven lanzó un cuchillo de espanto.
—¡Tiéndete! —ordenó Ellad, uniendo la acción a la palabra.
Los dos criminales se tumbaron boca abajo, sobre el puente. El
cartucho cayó, rodó un par de veces y explotó fragorosamente en el
punto de unión de la pasarela con la tierra firme.
Se oyó un terrible crujido. Frederick detuvo su carrera.
Unas uñas se clavaron en la carne de su brazo, pero no lo notó
siquiera. El puentecillo empezó a ceder.
Sonia se puso en pie, chillando de pánico. Ellad la imitó.
El asesino inició una precipitada huida. Sonia corría tras él.
En aquel momento, cuando ya casi estaban al alcance de su
salvación, el cemento de la pasarela acabó de romperse en varios
trozos. Ellad y Sonia cayeron al estanque donde pululaban los
saurios.
Sonia emitió un alarido agudísimo al sentirse precipitada en el
vacío. Se sumergió en las aguas y apareció casi en el acto, gritando
horripilantemente.
Los caimanes se arremolinaron. Sonia desapareció entre un
torbellino de mandíbulas que chasqueaban vorazmente. Ellad
consiguió ganar la orilla a nado.
Salió fuera. Entonces, un espeluznante alarido se escapó de sus
labios.
Horrorizado, Frederick observó que le faltaba una pierna. Ellad
permaneció unos instantes con el medio cuerpo fuera del agua,
agitando con violentísimas convulsiones el muñón sangrante.
Luego, otra bocaza le aferró por la pierna intacta. Casi con
lentitud, Ellad acabó sumergiéndose de nuevo en el estanque.
Lo último que se vio de él fue una mano que se agitaba
patéticamente. Después, sólo quedó el agua alborotada y teñida de
rojo.
Pru no pudo resistirlo y se volvió de espaldas, ocultando la
cabeza en su pecho. Sollozaba agudamente.
Frederick comprendió que la muchacha necesitaba desahogarse.

Anita tenía cogidas las manos de su prometido, un robusto


individuo de unos treinta años, de pelo claro y ojos ingenuos. Con
aire de satisfacción, se lo presentó a sus amigos.
—Éste es Prescott Hayden —dijo—. Yo sabía que llegaría a
salvarme.
—Me retrasé un poco —explicó el tejano—. Tuve que reunir unos
cuantos amigos y, además, también traje algunos peones de mi
rancho. No iba a consentir que mi prometida sufriese ningún daño.
—Pero yo no te pedí que trajeses refuerzos —alegó Anita.
—Entonces, ¿por qué pusiste aquel telegrama? —se extrañó
Hayden. Anita se volvió hacia Frederick.
—Fue usted —dijo.
—Lo admito —reconoció el joven, sonriendo—. Era una forma de
probar al señor Hayden. Si de veras la quería, como así se ha visto,
traería consigo algunos hombres de refuerzo. Era la única forma de
arrancarla de las garras de Ellad. Además, tenía informes privados
de él y sabía que así lo haría.
—¿Cómo es posible eso? —se asombró Anita.
—Yo también tengo amigos en Dallas —contestó Frederick.
—Entiendo —murmuró Hayden. Se dirigió a la joven—. Anita, ya
no necesitarás trabajar más. Tengo un montón de pozos petrolíferos
y en Dallas vivirás como una reina.
—Antes tendrá que ver a su madre —dijo Frederick. Anita
respingó.
—Yo no tengo madre. Murió cuando yo era muy pequeña —dijo.
—Su madre vive —afirmó él—. Y usted no se llama Anita Coburn,
sino Betty Mullinois. Al hablar, miraba a Pru. La joven se puso
colorada hasta la raíz de las cejas.
—Eso es absurdo —exclamó Anita—. Mi padre se llamaba
Coburn…
—Su padre se llamaba Mullinois. Coburn era el nombre falso de
Richard Twoster, quien la secuestró a usted cuando tenía dos años.
Por lo visto, era muy amigo de Ellad y la encomendó a éste al morir.
Twoster sentía tal odio hacia su madre, que no quiso que ella la
volviera a ver jamás.
—Me siento anonadada —balbuceó la muchacha.
—Luego le contaré más cosas —dijo Frederick—. De momento,
ha de saber que no es pobre. Harriet Mullinois posee una fortuna
evaluada en diez o doce millones.
—Yo tengo más —protestó Hayden.
—Eso ya es cuenta de ustedes dos —sonrió el joven. Y en aquel
momento, sonó un grito.
—¡Eh, aquí hay un tipo que está vivo todavía!
Frederick se volvió. Dos de los amigos de Hayden llevaban en
brazos el cuerpo de Stanford.
—Hay que llamar a un médico —propuso Anita inmediatamente—.
Si Stanford vive, podrá decir muchas cosas.
Un hombre se acercó en aquel momento. Vestía correctamente y
se tocaba con un sombrero gris.
—Soy Kovalik, del departamento del Tesoro —se presentó—.
¿Alguno de ustedes se llama Frederick?
—Yo mismo —contestó el interpelado.
—Teníamos sospechas de que en Ellad’s Farms se organizaba
un contrabando de diamantes —manifestó Kovalik—. ¿Sabe usted
algo al respecto, señor Frederick?
—Un poco —sonrió el joven—. Usted, al parecer, responde a
cierto telegrama que yo puse al FBI solicitando información de Ellad.
—En efecto. Hacía años que andábamos tras él. Su nombre no
era tal, sino mucho más vulgar: Francis Higgins. Un tipo astuto, que
siempre se nos escurría de entre los dedos. ¿Dónde está?
Frederick movió la cabeza.
—Temo que sólo los caimanes del estanque grande puedan
contestar a esa pregunta, señor Kovalik —dijo.
El agente del Tesoro se puso una mano en la boca.
—No diga esas cosas —refunfuñó. Frederick sonrió.
—Venga conmigo —dijo—. Se volvió hacia Pru. —Espérame.
—Sí, Allen —contestó Pru mansamente.

Los empleados de la granja se ocupaban en reparar los


desperfectos. El jefe de policía de Orlando había destacado a varios
agentes para practicar una investigación.
Stanford había sido conducido al hospital. Kovalik se había ido
con él en la misma ambulancia, llevándose, de paso, los diamantes.
Frederick se reunió con Prudence Dillman. Ella bajó los ojos al
verle.
—Llámame impostora —dijo, avergonzada—. Me lo merezco.
Frederick le puso las manos sobre los hombros.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó.
—Escuché cierto día una conversación entre Ellad y Sonia —
explicó ella—. Ellad había sido muy amigo de Coburn… bueno, de
Twoster. Los dos comentaron el asunto. Sonia le propuso revelar el
secreto a la señora Mullinois, pero Ellad se negó. Sabía que Anita
era muy independiente y no habría accedido a convertirse en una
chantajista de su propia madre. Yo creo —añadió la muchacha—,
que Ellad poseía cierto espíritu morboso, que le hacía preferir este
género de vida. Y, por otra parte, no se puede decir que no ganase
dinero entre la granja y el contrabando de diamantes.
—Eso es cierto —suspiró Frederick—. ¿Qué más?
—Hablé varias veces con Freddie. El me contó lo que había
venido a hacer. Entonces no le dije nada. Trataba de persuadirle
poco a poco. Pero murió antes.
—Y entonces te hiciste ese tatuaje en el brazo.
—Sí —admitió ella con voz apenas audible—. Bueno, una no es
perfecta y pensé que la fortuna de los Mullinois… Me siento muy
avergonzada, Allen.
—Lo comprendo —sonrió él—. Ellad era un tipo sádico —agregó
con voz sorda—. Mataba a las chicas que querían irse, hacía
preparar sus pieles, como hizo con la del pobre Freddie.
—¡Por favor! —rogó Pru, con voz crispada—. No sigas, Allen.
Frederick hizo un gesto de asentimiento. Era una historia
demasiado horrenda para ser contada en voz alta.
Pero la pesadilla había terminado ya. De pronto, Pru exclamó:
—Allen, ¿cómo supiste que yo no era la hermana de Freddie? El
se echó a reír.
—Muy sencillo —contestó—. Si de veras lo hubieras sido,
Freddie, en primer lugar, no te habría dejado aquí. Y, en segundo
lugar, te habría dicho que todo el mundo, incluida su madre, le
llamábamos Blackie. Y, por último, la auténtica Betty Mullinois cuenta
veintisiete años y tú tienes tres o cuatro menos. ¿Lo entiendes
ahora?
—De modo que dejaste que yo continuara con la superchería…
—¿A cuántos más se lo dijiste? —preguntó él.
—A nadie. Sólo a ti —respondió Pru.
Frederick pasó un brazo por encima de sus hombros.
—Entonces, no te preocupes de más —dijo—. Vamos a ver si
entre los dos procuramos olvidar ese pequeño delito. Es decir, si te
parece bien.
Pru le miró y sonrió.
—Si me ayudas…
—Tenemos muchos años por delante para olvidarlo —afirmó él,
convencido de lo que decía.
Y muy juntos, estrechamente enlazados, caminaron hacia la
salida del infierno. Buscaban el paraíso.

FIN

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