La Granja Del Diablo - Clark Carrados
La Granja Del Diablo - Clark Carrados
La Granja Del Diablo - Clark Carrados
Una gran puerta, que era el nexo de unión entre dos sectores de
valla alambrada, le cerró el paso. Sobre el dintel en arco de la
puerta, construida en tubo de acero, vio un gran rótulo: ELLAD’S
FARM. Debajo el nombre del propietario, Morbihan K. Ellad.
Un enorme caimán disecado, de más de cuatro metros de
longitud, pendía del arqueado dintel. En vida, moviéndose, debía de
haber sido una visión espantable.
La puerta estaba cerrada. Tocó la bocina.
Un hombre surgió de repente al otro lado, ataviado con ropas
semínolas. Su frente estaba ceñida por una delgada cinta multicolor.
Sobre la pechera de su camisa de ante, llevaba una especie de
insignia de metal, con el nombre de la granja en esmaltes. Pendiente
del costado derecho llevaba un revólver en funda con tapa.
—¿Qué desea, señor? —preguntó el indio cortésmente.
—Me llamo Allen P. Frederick —respondió el forastero—. Deseo
hablar con el señor Ellad. Soy comprador de los artículos que aquí
se producen.
—Un momento, señor; voy a anunciar su visita al señor Ellad…
—No es necesario, Tago —dijo en aquel momento una voz
femenina—. Déjele pasar.
—Bien, señorita Sonia.
Frederick y la rubia del automóvil se miraron, separados por la
valla metálica. Ella vestía ahora una blusa sin mangas, que encerraba
un busto de proporciones perfectas, y unos pantaloncitos muy cortos,
tanto, que casi parecían la parte inferior de un traje de baño. Las
piernas eran de lo mejorcito que había visto en su vida.
El semínola abrió la puerta. Frederick avanzó lentamente.
—Yo le acompañaré, señor Frederick. —Ella se sentó
desenvueltamente al lado del forastero—. Me llamo Sonia Webtree
—se presentó.
—Encantado, señorita Webtree.
—Llámeme Sonia, simplemente. Una buena pelea, Allen.
—¿La vio usted?
—No me perdí detalle. En confianza, le diré que me alegro de que
le haya pegado una paliza a aquel bestia de Endimion. Es menos
idiota de lo que parece, ¿sabe?
—Ya he podido darme cuenta de ello. Quiso burlarse de mí.
—Y usted le dio una lección… ¡Oiga! —exclamó Sonia de repente
—. El volante está enderezado.
—Sí —contestó Frederick simplemente. Sonia realizó una
profunda inspiración.
—Ha sido usted —dijo.
—Lo confieso humildemente —sonrió el forastero, sin dejar de
seguir las curvas del camino enarenado que se deslizaba entre una
vegetación exuberante.
Ella le tocó los músculos del brazo derecho.
—Vaya fuerza —comentó—. Así, no me extraña que derrotase
tan fácilmente a Endimion. Con esos músculos, ¿se conforma usted
simplemente ser viajante de comercio?
Frederick se encogió de hombros.
—La vida, Sonia —contestó.
Un hombre les miró desde el sendero. Era otro indio semínola,
ataviado como el anterior, pero armado con un rifle.
—Muchas precauciones —observó Frederick.
—Los artículos que tenemos almacenados valen muchos cientos
de miles de dólares —contestó Sonia—. Han querido robamos en
más de una ocasión; una vez, Incluso descendiendo desde un
helicóptero. Es comprensible, pues, que tomemos todo género de
precauciones.
—Desde luego.
El coche desembocó de repente en una vasta explanada, cubierta
de hierba en su mayor parte. Sonia dijo:
—Pare, por favor.
Frederick obedeció. Entonces vio un espectáculo inusitado.
Había un espacio sin hierba, con algunas mesas protegidas por
grandes parasoles, muy cerca de un río de aguas mansas, cruzado
por un puentecillo de gracioso arco. Todas las mesas estaban
ocupadas por hombres y mujeres que contemplaban lo que sucedía
en el puente.
Al otro lado del río, había un par de tiendas de lona, con fajas
verticales de vivos colores. Una esbelta joven cruzaba en aquel
momento el puentecillo, ataviada con un vistoso chaleco de blanda
piel de cocodrilo, blusa blanca de mangas flotantes, falda cortísima,
también de piel, y botas que llegaban hasta más arriba de la rodilla.
Las botas estaban elaboradas también en piel de cocodrilo.
Al pie del puentecillo, un individuo, sobre un pequeño estrado,
armado de un micrófono, describía las características del modelo
que los visitantes, y posibles compradores, estaban contemplando.
La maniquí descendió a la explanada y paseó por entre las mesas,
soportando la curiosidad del público con corteses sonrisas.
Dos semínolas iban y venían con bandejas cargadas de
refrescos. Frederick entrevió a lo lejos, semiocultos por la
vegetación, varios edificios. Supuso que serían almacenes, salas de
curtido, elaboración y demás.
La maniquí volvió al puentecillo. Lo cruzó. Se detuvo en el centro,
dio una graciosa vuelta, la última, y siguió hacia las tiendas vestuario,
en el momento en que otra modelo salía de una de ellas.
Entonces fue cuando Frederick observó cierto movimiento en las
aguas del riachuelo.
Fijó mejor su atención. Se estremeció. El agua estaba llena de
caimanes.
La ciudad dormía.
Situado en un lado de su ventana, Frederick observaba la calle. Al
otro lado había un vigilante. Espiaban sus movimientos.
El tiroteo con los guisantes no había sido un divertimiento. El
había advertido a sus enemigos de que sabía que era vigilado, pero
ellos continuaban insistiendo.
El espía fumaba. De cuando en cuando, aspiraba el humo y la
brasa de su cigarrillo iluminaba su cara con rojizos resplandores.
Frederick consultó la hora. Iban a dar las once. Su coche estaba
detenido ante el hotel. Imposible usarlo sin que se enterase el espía.
La luz de su cuarto estaba apagada. El espía debía de creer que
estaba durmiendo. Frederick pensó que ya era hora de actuar.
Tendría que ir a pie a Ellad’s Farm. No le quedaba otro remedio.
Aquella tarde, hábilmente, sin despertar sospechas, se había
enterado de cuáles eran las habitaciones posteriores que estaban
desocupadas. Frederick pensaba utilizar una de ellas como vía de
escape.
Abrió la puerta. El pasillo estaba desierto.
Salió pisando de puntillas. El cuarto número nueve era su objetivo.
La ventana daba directamente a la parte trasera del edificio.
Entró en la habitación. Cuando estaba cerrando, oyó pasos por la
escalera que conducía al piso.
Quedóse junto a la puerta, observando. El rumor de los pasos se
atenuó casi por completo. Miró a través de una rendija y pudo ver a
un individuo que se detenía junto a la puerta de su habitación.
El hombre llevaba en las manos un objeto largo y cilíndrico, del
que sobresalía una especie de cordón negro. Frederick se
estremeció al darse cuenta de lo que era.
—No desdeñan procedimiento —murmuró.
El hombre sacó un encendedor y se dispuso a prender fuego a la
mecha. Frederick tras un corto titubeo, se dijo que los huéspedes del
hotel tenían derecho a un sueño tranquilo.
CAPÍTULO VIII
Ya era de día por completo. Frederick vio que había una docena
de bastidores pendientes del techo, todos ellos con pieles
atirantadas por medio de cordones.
Algunas pieles eran más blancas que otras. Las que eran blancas
por completo eran muy escasas. Habría dos o tres, solamente.
Frederick captó un vago detalle, que no sabía identificar. Había
algo raro en aquellas pieles. Era una extraña sensación, una especie
de campana de alarma que sonaba en medio de una espesa niebla,
lo que impedía su localización exacta.
Pero no pudo seguir pensando. Una voz sonó en la ventana
opuesta.
—¡Señor Frederick!
El joven corrió hacia aquella ventana.
—¿Quién es? ¿Qué quiere? —preguntó.
—Me han enviado a lanzarles un cartucho de dinamita. Soy
Keno…
—¡Keno! —exclamó Pru, súbitamente despierta. Frederick se
volvió hacia ella.
—¿Le conoce usted?
—Es el que le lanzó el mensaje a su habitación del hotel.
—Sigue siendo amigo —comentó Frederick—. Hable, Keno.
—Les traigo cartuchos para los rifles. Oiga, voy a tirar la
dinamita. Arranque la mecha. Es todo lo que puedo hacer por
ustedes.
—Bravo, Keno; lo tendremos en cuenta cuando salgamos de
aquí.
—Lo van a pasar mal. Ellad ha avisado al comisario Stanford.
Frederick torció el gesto. A pesar de su venalidad, Stanford
continuaba representando a la ley.
Un paquete atravesó la ventana y cayó al suelo. Era una caja de
cartuchos de rifle.
—Cuidado —advirtió Keno—. ¡Ahí va la dinamita!
El explosivo surcó el aire. Frederick, actuando
relampagueantemente, recogió el largo cilindro al vuelo y, de un tirón,
arrancó la mecha humeante.
—Listo, Keno.
—Yo me marcho —anunció el semínola—. Dispáreme un par de
tiros.
—¿No le echarán las culpas del fallo en la explosión?
—Yo no he preparado el cartucho —dijo Keno—. Adiós y buena
suerte.
Frederick se asomó a la ventana. Vio a un hombre correr en
zig-zag y le disparó un par de tiros lo suficientemente cerca para no
levantar sospechas. Keno ganó el laboratorio y desapareció de su
vista.
—Bravo muchacho —elogió.
Y acto seguido, procedió a recargar el otro rifle.
—¿Cuál de las dos lo quiere? —preguntó.
—Deme —pidió Pru resueltamente—. No tengo puntería, pero
haré ruido.
Y para demostrar su aserto, disparó un par de tiros que fueron
fragorosamente contestados desde el otro lado.
—Está bien —aprobó Frederick—, pero economice municiones.
No sabemos cuánto podrá durar esto.
—Yo ya empiezo a tener sed —se quejó Anita.
—Paciencia —rogó el joven.
Luego se situó junto a una de las ventanas. Desde allí, podía
divisar el Sector A, cuyo borde se hallaba a unos cuarenta metros.
Algunos caimanes, indiferentes a las luchas de los humanos,
tomaban apaciblemente el sol en la pequeña playa que contorneaba
el gran estanque.
Pru habló de pronto:
—Me pregunto cómo sacarían de aquí los diamantes. Jamás
supimos nada de eso.
¿Sabías tú algo, Anita?
—Ni idea —contestó la aludida.
—¿Qué me dice usted, Frederick? —inquirió Pru.
—Opino que la granja era un centro de distribución —respondió
Frederick—. Estas cosas se hacen en diversas etapas, a fin de
borrar rastros. Y, por ejemplo, las asas de su bolso de moda podían
ocultar muy bien una docena de piedras… aparte de que hay mil
medios de reexpedir la mercancía sin que nadie lo sepa, salvo el
destinatario, naturalmente. ¿Qué me dicen de, por ejemplo, los
tacones de zapatos y botas para señora?
Pru hizo un gesto de asentimiento. Luego dijo:
—Pero eso, ¿justifica sus crímenes?
—No —suspiró Frederick—, nada puede justificar el asesinato de
una persona. Claro que el punto de vista de Ellad y de Sonia es muy
diferente.
Una bala entró zumbando rabiosamente en el almacén y fue a
estrellarse contra la pared opuesta.
—Me pregunto qué excusa dará Ellad a los que no están
complicados en el asunto —murmuró Frederick.
—Les habrá dicho que somos ladrones de pieles —opinó Anita.
—¡Caramba! ¡No había pensado en eso! —se alarmó el joven.
Y luego volvió la vista hacia las pieles que colgaban del techo en
sus bastidores.
—Pero aquí hay muy pocas…
¿Qué detalle había llamado antes su atención y le había sido
imposible puntualizarlo?
Se acercó a una de las pieles. Los dibujos indicaban netamente
su procedencia. La tocó con dos dedos, observando su grosor, que
más adelante, pensó, sería conveniente rebajado a fin de darle la
flexibilidad necesaria para el uso a que iba a ser destinada.
La piel siguiente no tenía ningún dibujo. Era completamente lisa,
mucho más blanca y de una finura excepcional.
Frederick se puso pálido.
La contextura de aquella piel le recordaba la de la pantalla del
despacho de Ellad.
En una de las esquinas de la piel, muy cerca del borde, divisó un
diminuto círculo oscuro, no negro por completo, pero de forma
inconfundible.
Su palidez aumentó. Además, empezó a sentir náuseas. Pru le
estaba mirando y observó sus reacciones.
—¿Qué le sucede, Allen? —exclamó, alarmada. Frederick se
pasó una mano por la cara.
—Esta piel… —dijo, con voz vacilante.
Las dos mujeres se acercaron. Frederick, con mano temblorosa,
señaló el círculo oscuro situado junto al borde inferior.
—Esa mancha… no es de origen animal… Fue… fue en
tiempos… un lugar…
Pru exhaló un grito ahogado al comprender. La cabeza le dio
vueltas y hubo de retroceder hasta apoyarse en la pared. Estaba a
punto de desplomarse al suelo.
Anita se mordió los labios hasta hacerlos sangrar.
—Reconozco ese lunar —dijo al cabo. Frederick volvió la vista
hacia ella.
—Hable —pidió.
—Francine Sery tenía un lunar análogo en el costado izquierda,
un poco hacia atrás y más abajo de la cintura. —Anita giró de pronto
en redondo—. ¡Es horrible, horrible! —exclamó, sufriendo fuertes
estremecimientos.
Frederick inspiró con fuerza. Aquellas pruebas enviarían a Ellad a
la silla eléctrica.
¿Cómo era posible semejante sadismo en un ser humano?, se
preguntó. De repente, sonó un disparo en el patio.
—¡Frederick! —gritó Ellad.
El joven corrió hacia la ventana. Ellad se hallaba parapetado al
otro lado del laboratorio.
—¿Qué quiere? —preguntó.
—El comisario Stanford ha llegado —dijo Ellad—. ¿Va a resistirse
también a un representante de la ley?
Frederick dudó un momento. Las dos chicas le contemplaban
ansiosamente. Pru y Anita aguardaron su decisión.
CAPÍTULO XIV
FIN