8 Cuentos3 Novelas15 Poemas 2 Obras de Teatro

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8 cuentos3 novelas15 poemas 2 obras

de teatro
1. Arreola

Una mujer amaestrada


[Cuento. Texto completo.]

Juan José Arreola

Hoy me detuve a contemplar este curioso espectáculo: en una plaza de las afueras, un
saltimbanqui polvoriento exhibía una mujer amaestrada. Aunque la función se daba a ras
del suelo y en plena calle, el hombre concedía la mayor importancia al círculo de tiza
previamente trazado, según él, con permiso de las autoridades. Una y otra vez hizo
retroceder a los espectadores que rebasaban los límites de esa pista improvisada. La
cadena que iba de su mano izquierda al cuello de la mujer, no pasaba de ser un símbolo,
ya que el menor esfuerzo habría bastado para romperla. Mucho más impresionante
resultaba el látigo de seda floja que el saltimbanqui sacudía por los aires, orgulloso, pero
sin lograr un chasquido.

Un pequeño monstruo de edad indefinida completaba el elenco. Golpeando su tamboril


daba fondo musical a los actos de la mujer, que se reducían a caminar en posición erecta,
a salvar algunos obstáculos de papel y a resolver cuestiones de aritmética elemental. Cada
vez que una moneda rodaba por el suelo, había un breve paréntesis teatral a cargo del
público. «¡ Besos!», ordenaba el saltimbanqui. «No. A ése no. Al caballero que arrojó la
moneda.» La mujer no acertaba, y una media docena de individuos se dejaba besar, con
los pelos de punta, entre risas y aplausos. Un guardia se acercó diciendo que aquello
estaba prohibido. El domador le tendió un papel mugriento con sellos oficiales, y el
policía se fue malhumorado, encogiéndose de hombros.

A decir verdad, las gracias de la mujer no eran cosa del otro mundo. Pero acusaban una
paciencia infinita, francamente anormal, por parte del hombre. Y el público sabe
agradecer siempre tales esfuerzos. Paga por ver una pulga vestida; y no tanto por la
belleza del traje, sino por el trabajo que ha costado ponérselo. Yo mismo he quedado
largo rato viendo con admiración a un inválido que hacía con los pies lo que muy pocos
podrían hacer con las manos.

Guiado por un ciego impulso de solidaridad, desatendí a la mujer y puse toda mi atención
en el hombre. No cabe duda de que el tipo sufría. Mientras más difíciles eran las suertes,
más trabajo le costaba disimular y reír. Cada vez que ella cometía una torpeza, el hombre
temblaba angustiado. Yo comprendí que la mujer no le era del todo indiferente, y que se
había encariñado con ella, tal vez en los años de su tedioso aprendizaje. Entre ambos
existía una relación, íntima y degradante, que iba más allá del domador y la fiera. Quien
profundice en ella, llegará indudablemente a una conclusión obscena.

El público, inocente por naturaleza, no se da cuenta de nada y pierde los pormenores que
saltan a la vista del observador destacado. Admira al autor de un prodigio, pero no le
importan sus dolores de cabeza ni los detalles monstruosos que puede haber en su vida
privada. Se atiene simplemente a los resultados, y cuando se le da gusto, no escatima su
aplauso.

Lo único que yo puedo decir con certeza es que el saltimbanqui, a juzgar por sus
reacciones, se sentía orgulloso y culpable. Evidentemente, nadie podría negarle el mérito
de haber amaestrado a la mujer; pero nadie tampoco podría atenuar la idea de su propia
vileza. (En este punto de mi meditación, la mujer daba vueltas de carnero en una angosta
alfombra de terciopelo desvaído.)

El guardián del orden público se acercó nuevamente a hostilizar al saltimbanqui. Según


él, estábamos entorpeciendo la circulación, el ritmo casi, de la vida normal. «¿Una mujer
amaestrada? Váyanse todos ustedes al circo.» El acusado respondió otra vez con
argumentos de papel sucio, que el policía leyó de lejos con asco. (La mujer, entre tanto,
recogía monedas en su gorra le lentejuelas. Algunos héroes se dejaban besar; otros se
apartaban modestamente, entre dignos y avergonzados.)

El representante de las autoridades se fue para siempre, mediante la suscripción popular


de un soborno. El saltimbanqui, fingiendo la mayor felicidad, ordenó al enano del
tamboril que tocara un ritmo tropical. La mujer, que estaba preparándose para un número
matemático, sacudía como pandero el ábaco de colores. Empezó a bailar con
descompuestos ademanes difícilmente procaces. Su director se sentía defraudado a más
no poder, ya que en el fondo de su corazón cifraba todas sus esperanzas en la cárcel.
Abatido y furioso, increpaba la lentitud de la bailarina con adjetivos sangrientos. El
público empezó a contagiarse de su falso entusiasmo, y quien más, quien menos, todos
batían palmas y meneaban el cuerpo.

Para completar el efecto, y queriendo sacar de la situación el mejor partido posible, el


hombre se puso a golpear a la mujer con su látigo de mentiras. Entonces me di cuenta del
error que yo estaba cometiendo. Puse mis ojos en ella, sencillamente, como todos los
demás. Dejé de mirarlo a él, cualquiera que fuese su tragedia. (En ese momento, las
lágrimas surcaban su rostro enharinado.)

Resuelto a desmentir ante todos mis ideas de compasión y de crítica, buscando en vano
con los ojos la venia del saltimbanqui, y antes de que otro arrepentido me tomara la
delantera, salté por encima de la línea de tiza al círculo de contorsiones y cabriolas.

Azuzado por su padre, el enano del tamboril dio rienda suelta a su instrumento, en un
crescendo de percusiones increíbles. Alentada por tan espontánea compañía, la mujer se
superó a sí misma y obtuvo un éxito estruendoso. Yo acompasé mi ritmo con el suyo y no
perdí pie ni pisada de aquel improvisado movimiento perpetuo, hasta que el niño dejó de
tocar.

Como actitud final, nada me pareció más adecuado que caer bruscamente de rodillas.

FIN

Un pacto con el diablo


[Cuento. Texto completo.]

Juan José Arreola

Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón


oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.

-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la
pantalla?

-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.

-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?

-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown


durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.

-¿Siete nomás?

-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de
sangre.

Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero
quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En
tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:

-En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?


-El diablo.

-¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido.

-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la
cedió.

-Entonces el diablo...

-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de
dinero, mírelo usted.

Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba.


Con ojos de reproche, mi vecino añadió:

-Ya llegarás al séptimo año, ya.

Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de


preguntar:

-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?

El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la


pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:

-Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?

-Siendo así...

-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.

Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina,
sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros
pensamientos:

-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el
diablo le ha dado tanto?

-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla
crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el
diablo no habrá perdido su tiempo.

-¿Y si Daniel se arrepiente?...


Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento
como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:

-Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces...

-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya
de las manos a pesar del contrato.

-Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.

-¿Qué dice usted?

-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para
explicarme.

-Por ejemplo... -y mi vecino hizo una pausa llena de interés.

-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró.
Por amor ha dado su alma y debe cumplir.

A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.

-Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.

-Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.

-Usted, ¿cumpliría?

No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no


bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa,
pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan
cambiada!

Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel,
como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas,
remordimientos.

Hice un esfuerzo y dije:

-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha
sacrificado por su mujer, lo demás no importa.

-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.

-¿Su alma?

Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas.
Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente
interesado en la conversación, me dijo:

-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.

No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba
llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.

Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la


pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente,
no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.

-Usted, ¿es pobre?

Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve


olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:

-Usted, ¿es muy pobre?

-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin
embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha
empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.

-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto
le merece?

-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de
vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra
vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se
improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.

-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le


encargaré un par de trajes.

-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a
ponerse contenta.

-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría
proponerle un negocio, hacerle una compra...

-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de
Paulina...

-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...

Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con
voz extraña:

-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara,
no tenía nada para vender, y, sin embargo...

Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un
letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi
turbación y dijo con voz clara y distinta:

-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a
sus órdenes.

Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del
bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de
su corbata, dijo con toda calma:

-Aquí, en la cartera, llevo un documento que...

Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje
gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y
sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra
fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana
habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa.
¿El alma?

Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego


crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.

"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi
mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas
mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo.
Bruscamente, me decidí:

-Trato hecho. Sólo pongo una condición.


El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:

-¿Qué condición?

-Me gustaría ver el final de la película -contesté.

-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso
es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma,
aquí sobre esta raya.

La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:

-Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.

Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:

-Necesito ver el final de la película. Después firmaré.

-¿Me da usted su palabra?

-Sí.

Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar


fácilmente dos asientos.

En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio


sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.

Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego,
preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al
hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo,
dichoso.

Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los


dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de
la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia
pobreza de la casa, preguntó:

-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las
cosas que teníamos?

La mujer respondió lentamente:


-Tu alma vale más que todo eso, Daniel...

El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la
casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las
imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras
blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.

Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando,
atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de
sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.

Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por
echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más
tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.

Paulina me esperaba.

Echándome los brazos al cuello, me dijo:

-Pareces agitado.

-No, nada, es que...

-¿No te ha gustado la película?

-Sí, pero...

Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y
luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y
confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo
reproche:

-¿Es posible que te hayas dormido?

Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:

-Es verdad, me he dormido.

Y luego, en son de disculpa, añadí:

-Tuve un sueño, y voy a contártelo.

Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle
contado. Parecía contenta y se rió mucho.

Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un
poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.

FIN

JOSÉ EMILIO PACHECO

Los conspiradores

No queremos dejarla en paz. Antes de suicidarse, B llamó a sus amigos. No dijo lo que intentaba ni
alcanzamos a imaginarlo. B no había hecho simulacros ni ensayos generales. Nadie acudió al
llamado. El abandono es injustificable. Pero, como es de suponerse, tenemos paliativos, coartadas.
El teléfono suena a medianoche. Hay sobresaltos. No somos los que fuimos. Ahora cada uno tiene
deberes y necesidad de levantarse temprano.
El suicidio es una crítica radical a nuestro modo de vida y, en primer término, un asesinato
simbólico. Todos sentimos que matamos a B, y ella, en venganza, acabó con nosotros. Nos
sobrevaloramos al pensar que una palabra nuestra, un gesto solidario, los consuelos de la filosofía
cristiana o estoica, la esperanza de la revolución mundial, la memoria de los buenos momentos en
compañía, el despliegue de nuestras propias humillaciones y fracasos, un sarcasmo oportuno y
escarnecedor... algo hubiera bastado para conjurar el suicidio.
Más que en nuestro íntimo sufrimiento, en estas maniobras se revela el horror de estar vivo. Nos
sentimos tan culpables que nadie quiere cargar al culpa.
Entre habladurías y reproches directos, sostenemos una campaña cerrada para que alguno de
nosotros expíe el remordimiento colectivo –y le haga a B en la muerte la compañía que no supimos
hacerle en vida.

Fin
JOSÉ EMILIO PACHECO

La zarpa

Padre, las cosas que habrá oído en el confesionario y aquí en la sacristía… Usted es joven, es
hombre. Le será difícil entenderme. No sabe cuánto me apena quitarle tiempo con mis problemas,
pero ¿a quién si no a usted puedo confiarme? De verdad no sé cómo empezar. Es pecado
alegrarse del mal ajeno. Todos lo cometemos ¿no es cierto? Fíjese usted cuando hay un
accidente, un crimen, un incendio. Qué alegría sienten los demás porque no fue para ellos al
menos una entre tantas desgracias de este mundo.

Usted no es de aquí, padre, no conoció México cuando era una ciudad pequeña, preciosa, muy
cómoda, no la monstruosidad que padecemos ahora en 1971. Entonces nacíamos y moríamos en
el mismo sitio sin cambiarnos nunca de barrio. Éramos de San Rafael, de Santa María, de la
colonia Roma. Nada volverá a ser igual… Perdone, estoy divagando. No tengo a nadie con quién
hablar y cuando me suelto… Ay, padre, qué vergüenza, si supera, jamás me había atrevido a
contarle esto a nadie, ni a usted. Pero ya estoy aquí. Después me sentiré más tranquila.

Mire, Rosalba y yo nacimos en edificios de la misma calle, con apenas tres meses de diferencia.
Nuestras madres eran muy amigas. Nos llevaban juntas a la Alameda y a Chapultepec. Juntas nos
enseñaron a hablar y a caminar. Desde que entramos en la escuela de párvulos Rosalba fue la
más linda, la más graciosa, la más inteligente. Le caía bien a todos, era amable con todos. En
primaria y secundaria lo mismo: la mejor alumna, la que portaba la bandera en las ceremonias,
bailaba, actuaba o recitaba en los festivales. “No me cuesta trabajo estudiar”, decía. “Me basta oír
algo para aprendérmelo de memoria.”

Ay, padre, ¿por qué las cosas están mal repartidas? ¿Por qué a Rosalba le tocó lo bueno y a mí lo
malo? Fea, gorda, bruta, antipática, grosera, díscola, malgeniosa. En fin… Ya se imaginará lo que
nos pasó al llegar a la preparatoria cuando pocas mujeres alcanzaban esos niveles. Todos querían
ser novios de Rosalba. A mí que me comieran los perros: nadie se iba a fijar en la amiga fea de la
muchacha guapa.
En un periodiquito estudiantil publicaron: “dicen las malas lenguas que Rosalba anda por todas
partes con Zenobia para que el contraste haga resplandecer aún más su belleza única,
extraordinaria, incomparable”. Desde luego la nota no estaba firmada. Pero sé quién la escribió. No
lo perdono aunque haya pasado más de medio siglo y hoy sea muy importante.

Qué injusticia ¿no cree? Nadie escoge su cara. Si alguien nace fea por fuera la gente se las arregla
para que también se vaya haciendo horrible por dentro. A los quince años, padre, ya estaba
amargada. Odiaba a mi mejor amiga y no podía demostrarlo porque ella era siempre buena,
amable, cariñosa conmigo. Cuando me quejaba de mi aspecto me decía: “Qué tonta eres. Cómo
puedes creerte fea con esos ojos y esa sonrisa tan bonita que tienes”. Era sólo la juventud, sin
duda. A esa edad no hay quien no tenga su gracia.

Mi madre se había dado cuenta del problema. Para consolarme hablaba de cuánto sufren las
mujeres hermosas y qué fácilmente se pierden. Yo quería estudiar Derecho, ser abogada, aunque
entonces daba risa que una mujer anduviera en trabajos de hombre. Habíamos pasado juntas toda
la vida y no me animé a entrar en la universidad sin Rosalba.

Aún no terminábamos la preparatoria cuando ella se casó con un muchacho bien que la había
conocido en una kermés. Se la llevó a vivir al Paseo de la Reforma en una casa elegantísima que
demolieron hace mucho tiempo. Desde luego me invitó a la boda pero no fui. “Rosalba, ¿qué me
pongo? Los invitados de tu esposo van a pensar que llevaste a tu criada.”

Tanta ilusión que tuve y desde los dieciocho años me vi obligada a trabajar, primero en El Palacio
de Hierro y luego de secretaria en Hacienda y Crédito Público. Me quedé arrumbada en el
departamento donde nací, en las calles de Pino. Santa María perdió su esplendor de comienzos de
siglo y se vino abajo. Para entonces mi madre ya había muerto en medio de sufrimientos terribles,
mi padre estaba ciego por sus vicios de juventud, mi hermano era un borracho que tocaba la
guitarra, hacía canciones y ambicionaba la gloria y la fortuna de Agustín Lara. Pobre de mi
hermano: toda la vida quiso hacerse digno de Rosalba y murió asesinado en un tugurio de
Nonoalco.

Pasamos mucho tiempo sin vernos. Un día Rosalba llegó a la sección de ropa íntima, me saludó
como si nada y me presentó a su nuevo esposo, un extranjero que apenas entendía el español. Ay,
padre, aunque no lo crea, Rosalba estaba más linda y elegante que nunca, en plenitud, como suele
decirse. Me sentí tan mal que me hubiera gustado verla caer muerta a mis pies. Y lo peor, lo más
doloroso, era que ella, con toda su fortuna y su hermosura, seguía tan amable, tan sencilla de trato
como siempre.

Prometí visitarla en su nueva casa de Las Lomas. No lo hice jamás. Por las noches rogaba a Dios
no volver a encontrármela. Me decía a mí misma: Rosalba nunca viene a El Palacio de Hierro,
compra su ropa en Estados Unidos, no tengo teléfono, no hay ninguna posibilidad de que nos
veamos de nuevo.

A esas alturas casi todas nuestras amigas se habían alejado de Santa María. Las que seguían allí
estaban gordas, llenas de hijos, con maridos que les gritaban y les pegaban y se iban de juerga
con mujeres de ésas. Para vivir en esa forma mejor no casarse. No me casé aunque oportunidades
no me faltaron. Por más amolados que estemos siempre viene alguien a nuestra espalda
recogiendo lo que tiramos a la basura.

Se fueron los años. Sería época de Ávila Camacho o Alemán cuando una tarde en que esperaba el
tranvía bajo la lluvia la descubrí en su gran Cadillac, con chofer de uniforme y toda la cosa. El
automóvil se detuvo ante un semáforo. Rosalba me identificó entre la gente y se ofreció a llevarme.
Se había casado por cuarta o quinta vez, aunque parezca increíble. A pesar de tanto tiempo,
gracias a sus esmeros, seguía siendo la misma: su cara fresca de muchacha, su cuerpo esbelto,
sus ojos verdes, su pelo castaño, sus dientes perfectos…
Me reclamó que no la buscara, aunque ella me mandaba cada año tarjetas de Navidad. Me dijo
que el próximo domingo el chofer iría a recogerme para que cenáramos en su casa. Cuando
llegamos, por cortesía la invité a pasar. Y aceptó, padre, imagínese: aceptó. Ya se figurará la pena
que me dio mostrarle el departamento a ella que vivía entre tantos lujos y comodidades. Aunque
limpio y arreglado, aquello era el mismo cuchitril que conoció Rosalba cuando andaba también de
pobretona. Todo tan viejo y miserable que por poco me suelto a llorar de rabia y de vergüenza.

Rosalba se entristeció. Nunca antes había regresado a sus orígenes. Hicimos recuerdos de
aquellas épocas. De repente se puso a contarme qué infeliz se sentía. Por eso, padre, y fíjese en
quién se lo dice, no debemos sentir envidia: nadie se escapa, la vida es igual de terrible con todos.
La tragedia de Rosalba era no tener hijos. Los hombres la ilusionaban un momento. En seguida,
decepcionada, aceptaba a algún otro de los muchos que la pretendían. Pobre Rosalba, nunca la
dejaron en paz, lo mismo en Santa María que en la preparatoria o en esos lugares tan ricos y
elegantes que conoció más tarde.

Se quedó poco tiempo. Iba a una fiesta y tenía que arreglarse. El domingo se presentó el chofer.
Estuvo toca y toca el timbre. Lo espié por la ventana y no le abrí. Qué iba a hacer yo, la fea, la
gorda, la quedada, la solterona, la empleadilla, en ese ambiente de riqueza. Para qué exponerme a
ser comparada de nuevo con Rosalba. No seré nadie pero tengo mi orgullo.

Ese encuentro se me grabó en el alma. Si iba al cine o me sentaba a ver la televisión o a hojear
revistas siempre encontraba mujeres hermosas parecidas a Rosalba. Cuando en el trabajo me
tocaba atender a una muchacha que tuviera algún rasgo de ella, la trataba mal, le inventaba
dificultades, buscaba formas de humillarla delante de los otros empleados para sentir: Me estoy
vengando de Rosalba.

Usted me preguntará, padre, qué me hizo Rosalba. Nada, lo que se llama nada. Eso era lo peor y
lo que más furia me daba. Insisto, padre: siempre fue buena y cariñosa conmigo. Pero me hundió,
me arruinó la vida, sólo por existir, por ser tan bella, tan inteligente, tan rica, tan todo.

Yo sé lo que es estar en el infierno, padre. Sin embargo, no hay plazo que no se cumpla ni deuda
que no se pague. Aquella reunión en Santa María debe de haber sido en 1946. De modo que
esperé un cuarto de siglo. Y al fin hoy, padre, esta mañana la vi en la esquina de Madero y Palma.
Primero de lejos, después muy de cerca. No puede imaginarse, padre: ese cuerpo maravilloso, esa
cara, esas piernas, esos ojos, ese cabello, ser perdieron para siempre en un tonel de manteca,
bolsas, manchas, arrugas, papadas, várices, canas, maquillaje, colorete, rímel, dientes falsos,
pestañas postizas, lentes de fondo de botella.

Me apresuré a besarla y abrazarla. Había acabado lo que nos separó. No importaba lo de antes.
Ya nunca más seríamos una la fea y otra la bonita. Ahora Rosalba y yo somos iguales. Ahora la
vejez nos ha hecho iguales.

Fin

¡Diles que no me maten!


[Cuento. Texto completo.]

Juan Rulfo
-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles.
Diles que lo hagan por caridad.

-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.

-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo
haga por caridad de Dios.

-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver
allá.

-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.

-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber
quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.

-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

-No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del
corral. Luego se dio vuelta para decir:

-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de


los hijos?

-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas
haces por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí,
amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de
dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el
hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a
matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un
recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan
enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No
nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus
razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que
él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que,
siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio
cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre
don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a
romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se
hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la
cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se
tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre
pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía
oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que
una vez don Lupe le dijo:

-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos
son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

"Y me mató un novillo.

"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el
monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el
embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con
lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por
eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra
Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así
que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo
está.

"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don
Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la
viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos,
donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y
seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.

"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días
comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran
correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo
tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos
esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar
morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la
muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los
sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por
los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció
con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención
de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde,
con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin
meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría
a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para
que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron
cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como
sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo
dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de
pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le
hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y
esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le
pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que
lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza.
Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al
Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era
oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena
de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de
sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir
sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor
de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo
como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a
decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie,
muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré",
pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería
hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose
de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo
parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había
bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se
detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse
escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después
volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de
que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a
marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en
un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les
veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que
cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos
pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran
venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en
algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en
medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

-Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por
respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

-¿Cuál hombre? -preguntaron.


-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.

-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.

-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente
a él.

-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.

-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.

-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado
de la pared de carrizos:

-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba
muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para
enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en
el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron
tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a
su familia.

"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es
llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la
ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho
de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él.
No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:

-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!

-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito,


derrengado de viejo. ¡No me mates...!

-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.


-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron
de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado,
siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así,
coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me
maten!.

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra.


Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había
venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a
caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala
impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a
Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no
eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena
de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

FIN

Viaje a la semilla
[Cuento. Texto completo.]

Alejo Carpentier

-¿Qué quieres, viejo?...

Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía.
Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de
frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos
con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería,
haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las
almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían -despojados de su
secreto- cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y
papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda.
Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de
negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones
borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque
bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros
sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había
sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar
de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle
mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de
aves desagradables y pechugonas.

Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo quedaron escaleras
de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de
sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos
pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras
en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún
relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían
sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.

Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto
descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta
jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de
la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas
de sus bisagras desorientadas.

II

Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su
cayado sobre un cementerio de baldosas.

Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las
piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal
claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a
hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.

En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus
fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura
del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y
vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua
llamó begonias olvidadas.

El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir


ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un
estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas
de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de
chocolate.

Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado


de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida

III

Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los
apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La
casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un
teclado invisible y abrió los ojos.

Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de
medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las
palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con
desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó
bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de
pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho
tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró,
de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó
con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del
lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada
y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre
con monedas de oro.

Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se


vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y
escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus
pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una
tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras
negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas,
enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios,
declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada
del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados
por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las
palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y
enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel. Era el
amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.

IV

Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al


principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero,
poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos
crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes
con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces
cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los
caballos de la calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero,
durante todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al
parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.

Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las
lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y
palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: "¡Desconfía de los
ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!" No había día en que el agua no revelara su
presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el
vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la
Colonia.

Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras,


las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al
clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa.
Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso
Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de
gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura
fresca llenó la casa.

Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los biombos,
las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin
la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad. Partieron para el ingenio,
en gran tren de calesas -relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al
sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior de la
vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de
Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños
de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban
caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el
toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras
gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre.
Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y
cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje
por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar
su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y
alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María
de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller
del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa
de las rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente
adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el
alba, las luces de los velones.

VI

Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus
amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco,
luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la
percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de
vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles
firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la
menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.

Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad.
Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los
registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en
que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los
códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared
una guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj
que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia.

Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros
encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traída de Aranjuez. Marcial, que
estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando
en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al
desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se
guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de
alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras
emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de
damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas
de amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de
chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos.

La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne


criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para
avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.

Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de


regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse,
que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar
por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se
habían hecho según el reciente patrón de "El Jardín de las Modas". Las puertas se
obscurecieron de fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias
y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego se
jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un
biombo chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo
perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las
muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se
pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan
sabrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca -así fuera
de movida una guaracha- sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los
del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared
medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y
sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa,
casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.

VII

Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se
sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón
de ácana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita
de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo
quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces
cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.

Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos
las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había
sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas,
controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera.
Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando
por bueno lo que se dijera en cualquier texto. "León", "Avestruz", Ballena", "Jaguar",
leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, "Aristóteles",
"Santo Tomás", Bacon", "Descartes", encabezaban páginas negras, en que se catalogaban
aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco
a poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se
hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué
pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas
del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en
una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario,
olvidó los libros. El gnomon recobró su categoría de duende: el espectro fue sinónimo de
fantasma; el octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.

Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que
cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que
llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de
calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le
hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando
para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que
le hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada,
señal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el
umbral de los perfumes.

Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de


porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos,
ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía
en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un
objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano
al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a
imágenes que recobraban su color primero.

VIII

Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la
mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando
el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las
butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No
había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de
mármol.

Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar
con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo
bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio
era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso.
Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al
abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando
la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados
de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.

-¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...


Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el
negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.

Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las
ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al
terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a
notario -como Don Abundio- por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del
mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y
perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de
insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial
se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia,
poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda
de calderones -órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.

IX

Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo


que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis pasteles de la
confitería de la Alameda -cuando sólo dos podían comerse, los domingos, después de
misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por
debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro,
portando una caja con agarraderas de bronce.

Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo
sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez.
Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar
de una en una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El
juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del
Comercio.

Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El


Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los
"Sí, padre" y los "No, padre", se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas,
como las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era
por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada
estatura y salía, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le
envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había
comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque,
cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la
rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio
salir poco después, llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que
siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.
El padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse después de Dios. Para
Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero
prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.

Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había
debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no
tenía encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el
obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.

Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes,
hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en
habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno
de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los
cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender,
porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las
cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había
apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la
Amargura.

En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese
querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La
izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo
encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía
chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y
ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas
destinadas al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de
grageas y almendras, que llamaban el "Urí, urí, urá", con entendidas carcajadas. Ambos
habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que existía un
pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván
inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder
las alas en caja de cristales rotos.

XI

Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a
los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las
tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas
determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.

Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los
rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida
de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez
en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con
brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se
enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después
de haber sido abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que
los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.

Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para
dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba
castigo de cintarazos.

Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban, en
cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión
de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de "bárbaro", Marcial
miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y
todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de
los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los
canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre
las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decía "urí, urá", sacándose
del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el ratón que
tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.

-¡Guau, guau! -dijo.

Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con
sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.

XII

Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas
realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre.
Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera
la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El
universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban
gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que
moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.

Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos
sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.

Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva,
dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las
pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas
y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores.
Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando
el vellón de carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las
mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de
las selvas.

Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde,


llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los
herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían,
engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se
metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro volvió al barro, dejando un
yermo en lugar de la casa.

XIII

Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el
trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un
anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos
de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una
Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares.
Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las
horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las
que más seguramente llevan a la muerte.

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Espantos de agosto
[Cuento. Texto completo.]

Gabriel García Márquez

Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando
el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en
aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto,
ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles
abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil,
abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja
pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse
nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que
sólo íbamos a almorzar.

-Menos mal -dijo ella- porque en esa casa espantan.

Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su
credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la
idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un
comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había
hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la
mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se
disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos
almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas
cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin
embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el
más insigne de Arezzo.

-El más grande -sentenció- fue Ludovico.

Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había
construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el
almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte
espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado
a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus
feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio,
que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en
tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.

El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y
el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas
otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin
asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños
sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir
un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física,
y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había
sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún
carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se
conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el
dormitorio de Ludovico.

Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el
sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la
amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño
convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del
caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos
que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me
impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación
posible en el ámbito del dormitorio.

Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene
en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran
más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della
Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado
bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos
la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.

Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas
antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la
mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las
puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a
quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó
encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.

Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de


la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no
tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques
insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la
pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un
sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las
enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los
inocentes. "Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos
tiempos". Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea
con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste
que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba
de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de
Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre
todavía caliente de su cama maldita.

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El Hombre de Plata
Isabel Allende

El Juancho y su perra «Mariposa» hacían el camino de tres kilómetros a


la escuela dos veces al día. Lloviera o nevara, hiciera frío o sol radiante,
la pequeña figura de Juancho se recortaba en el camino con la
«Mariposa» detrás. Juancho le había puesto ese nombre porque tenía
unas grandes orejas voladoras que, miradas a contra luz, la hacían
parecer una enorme y torpe mariposa morena. Y también por esa manía
que tenía la perra de andar oliendo las flores como un insecto cualquiera.

La «Mariposa» acompañaba a su amo a la escuela, y se sentaba a


esperar en la puerta hasta que sonara la campana. Cuando
terminaba la clase y se abría la puerta, aparecía un tropel de niños
desbandados como ganado despavorido, y la «Mariposa» se
sacudía la modorra y comenzaba a buscar a su niño. Oliendo
zapatos y piernas de escolares, daba al fin con su Juancho y
entonces, moviendo la cola como un ventilador a retropropulsión,
emprendía el camino de regreso.

Los días de invierno anochece muy temprano. Cuando hay nubes


en la costa y el mar se pone negro, a las cinco de la tarde ya está
casi oscuro. Ese era un día así: nublado, medio gris y medio frío,
con la lluvia anunciándose y olas con espuma en la cresta.

Mala se pone la cosa, Mariposa. Hay que apurarse o nos pezca


el agua y se nos hace oscuro... A mí la noche por estas soledades
me da miedo, Mariposadecía Juancho, apurando el tranco con
sus botas agujereadas y su poncho desteñido.

La perra estaba inquieta. Olía el aire y de repente se ponía a gemir


despacito. Llevaba las orejas alertas y la cola tiesa.

¿Qué te pasa? le decía Juancho. No te pongas a aullar,


perra lesa, mira que vienen las ánimas a penar...

A la vuelta de la loma, cuando había que dejar la carretera y


meterse por el sendero de tierra que llevaba cruzando los potreros
hasta la casa, la Mariposa se puso insoportable, sentándose en el
suelo a gemir como si le hubieran pisado la cola. Juancho era un
niño campesino, y había aprendido desde niño a respetar los
cambios de humor de los animales. Cuando vio la inquietud de su
perra, se le pusieron los pelos de punta.

¿Qué pasa, Mariposa? ¿Son bandidos o son aparecidos? Ay...


¡Tengo miedo, Mariposa!

El niño miraba a su alrededor asustado. No se veía a nadie.


Potreros silenciosos en el gris espeso del atardecer invernal. El
murmullo lejano del mar y esa soledad del campo chileno.

Temblando de miedo, pero apurado en vista de que la noche se


venía encima, Juancho echó a correr por el sendero, con el bolsón
golpeándole las piernas y el poncho medio enredado. De mala
gana, la Mariposa salió trotando detrás.

Y entonces, cuando iban llegando a la encina torcida, en la mitad


del potrero grande, lo vieron.

Era un enorme plato metálico suspendido a dos metros del suelo,


perfectamente inmóvil. No tenía puertas ni ventanas: solamente
tres orificios brillantes que parecían focos, de donde salía un leve
resplandor anaranjado. El campo estaba en silencio... no se oía el
ruido de un motor ni se agitaba el viento alrededor de la extraña
máquina.

El niño y la perra se detuvieron con los ojos desorbitados. Miraban


el extraño artefacto circular detenido en el espacio, tan cerca y tan
misterioso, sin comprender lo que veían.

El primer impulso, cuando se recuperaron, fue echar a correr a


todo lo que daban. Pero la curiosidad de un niño y la lealtad de un
perro son más fuertes que el miedo. Paso a paso, el niño y el perro
se aproximaron, como hipnotizados, al platillo volador que
descansaba junto a la copa de la encina.

Cuando estaban a quince metros del plato, uno de los rayos


anaranjados cambió de color, tornándose de un azul muy intenso.
Un silbido agudo cruzó el aire y quedó vibrando en las ramas de la
encina. La Mariposa cayó al suelo como muerta, y el niño se tapó
los oídos con las manos. Cuando el silbido se detuvo, Juancho
quedó tambaleándose como borracho.

En la semi-oscuridad del anochecer, vio acercarse un objeto


brillante. Sus ojos se abrieron como dos huevos fritos cuando vio lo
que avanzaba: era un Hombre de Plata. Muy poco más grande que
el niño, enteramente plateado, como si estuviera vestido en papel
de aluminio, y una cabeza redonda sin boca, nariz ni orejas, pero
con dos inmensos ojos que parecían anteojos de hombre-rana.

Juancho trató de huir, pero no pudo mover ni un músculo. Su


cuerpo estaba paralizado, como si lo hubieran amarrado con hilos
invisibles. Aterrorizado, cubierto de sudor frío y con un grito de
pavor atascado en la garganta, Juancho vio acercarse al Hombre
de Plata, que avanzaba muy lentamente, flotando a treinta
centímetros del suelo.

Juancho no sintió la voz del Hombre de Plata, pero de alguna


manera supo que él le estaba hablando. Era como si estuviera
adivinando sus palabras, o como si las hubiera soñado y sólo las
estuviera recordando.

Amigo... Amigo... Soy amigo... no temas, no tengas miedo, soy tu


amigo...

Poquito a poco el susto fue abandonando al niño. Vio acercarse al


Hombre de Plata, lo vio agacharse y levantar con cuidado y sin
esfuerzo a la inconsciente Mariposa, y llegar a su lado con la perra
en vilo.

Amigo... Soy tu amigo... No tengas miedo, no voy a hacerte


daño... Soy tu amigo y quiero conocerte... Vengo de lejos, no soy
de este planeta... Vengo del espacio... Quiero conocerte
solamente...

Las palabras sin voz del Hombre de Plata se metieron sin ruido en
la cabeza de Juancho y el niño perdió todo su temor. Haciendo un
esfuerzo pudo mover las piernas. El extraño hombrecito plateado
estiró una mano y tocó a Juancho en un brazo.

Ven conmigo... Subamos a mi nave... Quiero conocerte... Soy tu


amigo...
Y Juancho, por supuesto, aceptó la invitación. Dio un paso
adelante, siempre con la mano del Hombre de Plata en su brazo, y
su cuerpo quedó suspendido a unos centímetros del suelo. Estaba
pisando el brillo azul que salía del platillo volador, y vio que sin
ningún esfuerzo avanzaba con su nuevo amigo y la Mariposa por el
rayo, hasta la nave.

Entró a la nave sin que se abrieran puertas. Sintió como si


«pasara» a través de las paredes y se encontrara despertando de
a poco en el interior de un túnel grande, silencioso, lleno de luz y
tibieza.

Sus pies no tocaban el suelo, pero tampoco tenía la sensación de


estar flotando.

Soy de otro planeta... Vengo a conocer la Tierra... Descendí aquí


porque parecía un lugar solitario... Pero estoy contento de haberte
encontrado... Estoy contento de conocerte... Soy tu amigo...

Así sentía Juancho que le hablaba sin palabras el Hombre de


Plata. La Mariposa seguía como muerta, flotando dulcemente en
un colchón de luz.

Soy Juancho Soto. Soy del Fundo La Ensenada. Mi papá es


Juan Soto dijo el niño en un murmullo, pero su voz se escuchó
profunda y llena de eco, rebotando en el túnel brillante donde se
encontraba.

El Hombre de Plata condujo al niño a través del túnel y pronto se


encontró en una habitación circular, amplia y bien iluminada, casi
sin muebles ni aparatos. Parecía vacía, aunque llena de
misteriosos botones y minúsculas pantallas.

Este es un platillo volador de verdad dijo Juancho, mirando a


su alrededor.

Sí... Yo quiero conocerte para llevarme una imagen tuya a mi


mundo... Pero no quiero asustarte... No quiero que los hombres
nos conozcan, porque todavía no están preparados para
recibirnos... decía silenciosamente el Hombre de Plata.
Yo quiero irme contigo a tu mundo, si quieres llevarme con la
Mariposa dijo Juancho, temblando un poco, pero lleno de
curiosidad.

No puedo llevarte conmigo... Tu cuerpo no resistiría el viaje...


Pero quiero llevarme una imagen completa de ti... Déjame
estudiarte y conocerte. No voy a hacerte daño. Duérmete
tranquilo... No tengas miedo... Duérmete para que yo pueda
conocerte...

Juancho sintió un sueño profundo y pesado subirle desde la planta


de los pies y, sin esfuerzo alguno, cayó profundamente dormido.

El niño despertó cuando una gota de agua le mojaba la cara.


Estaba oscuro y comenzaba a llover. La sombra de la encina se
distinguía apenas en la noche, y tenía frío, a pesar del calor que le
transmitía la Mariposa dormida debajo de su poncho. Vio que
estaba descalzo.

¡Mariposa! ¡Nos quedamos dormidos! Soñé con... ¡No! ¡No lo


soñé! Es cierto, tiene que ser cierto que conocí al Hombre de Plata
y estuve en el Platillo Voladormiró a su alrededor, buscando la
sombra de la misteriosa nave, pero no vio más que nubes negras.
La perra despertó también, se sacudió, miró a su alrededor
espantada, y echó a correr en dirección a la luz lejana de la casa
de los Soto. Juancho la siguió también, sin pararse a buscar sus
viejas botas de agua, y chapoteando en el barro, corrió a potrero
abierto hasta su casa.

¡Cabro de moledera! ¡Adonde te habías metido! gritó su madre


cuando lo vio entrar, enarbolando la cuchara de palo de la cocina
sobre la cabeza del niño. ¿Y tus zapatillas de goma? ¡A pata
pelada y en la lluvia!

Andaba en el potrero, cerca de la encina, cuando..., ¡Ay, no me


pegue mamita!..., cuando vi al Hombre de Plata y el platillo flotando
en el aire, sin alas...

Ya mujer, déjalo. El cabro se durmió y estuvo soñando. Mañana


buscará los zapatos. ¡A tomarse la sopa ahora y a la cama!
Mañana hay que madrugar dijo el padre.
Al día siguiente salieron Juancho y su padre a buscar leña.

Mira hijo... ¿Quién habrá prendido fuego cerca de la encina?


Está todo este pedazo quemado. ¡Qué raro! Yo no vi fuego ni sentí
olor a humo... Hicieron una fogata redondita y pareja, como una
rueda grande dijo Juan Soto, examinando el suelo, extrañado.

El pasto se veía chamuscado y la tierra oscura, como si estuviera


cubierta de ceniza. El lugar quemado estaba unos centímetros más
bajo que el nivel del potrero, como si un peso enorme se hubiera
posado sobre la tierra blanda.

Juancho y la Mariposa se acercaron cuidadosamente. El niño


buscó en el suelo, escarbando la tierra con un palo.

¿Qué buscas? preguntó su padre.

Mis botas, taita... Pero parece que se las llevó el Hombre de


Plata.

El niño sonrió, la perra movió el rabo y Juan Soto se rascó la


cabeza extrañado.

FIN

Casa tomada

Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben
a la mas ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos,
el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían
vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete,
y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina.
Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos
platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos
bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejo
casarnos. Irene rechazo dos pretendientes sin mayor motivo, a mi se me murió María Esther antes
que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que
el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía
asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos
primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los
ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado
tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el
resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se porque tejía tanto, yo creo que las mujeres
tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así,
tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y chalecos
para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le
agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su
forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto,
se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas
para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura
francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me interesa
hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho
Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede
repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de
pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve
valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida,
todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la
entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mi se me iban las horas viéndole las
manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde
se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca
y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña.
Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde
había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los
dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba
al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los
lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas
retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro
lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un
pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía
uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se
edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi
nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble como
se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus
habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el
polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo
sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de
nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba
tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la
pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al
codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia
impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de
conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que
traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado
tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y
además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo
que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas
cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca.
Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente
sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa mas de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a
las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se
acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se
decidió esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche.
Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer
y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de
comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba mas tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a
causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas
de papa, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas,
casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el
mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no
pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz
de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis
sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa.
Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos
y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico
de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo
haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos
poníamos a hablar en vos mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay
demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces
permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa
se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era
por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le
dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella
tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo
apagaba el sonido. A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado
sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado
de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al
lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel,
sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras.
Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la
cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido
sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.


-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya
era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura
de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima,
cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le
ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Las batallas en el desierto, de
José Emilio Pacheco
Publicado el septiembre 16, 2011 por Martín Cristal
Por Martín Cristal

El siguiente es el libro que recomendamos en el Nº 15 de la revista Ciudad X(septiembre


de 2011).

_______

“Voy a guardar intacto el recuerdo de este instante, porque


todo lo que existe ahora mismo nunca volverá a ser igual”. Esto piensa Carlos, el protagonista,
en un pasaje crucial de Las batallas en el desierto. En ese momento, Carlos es un chico de ocho
o diez años; ahora es el hombre mayor que nos narra aquella historia, y hay que reconocer que
su memoria del México de fines de los cuarenta es nítida y consistente.

Remebranza vívida de una ciudad y una infancia perdidas, esta novela corta de José Emilio
Pacheco (1939) es un exitoso intento de volver a ser niño —como quería Korczak— para
batallar otra vez en el desierto de un patio de escuela. También es una forma de volver a
enamorarse por primera vez. El primer amor es lo que congrega los recuerdos de Carlos, una
memoria urbana hecha de nombres de autos, anuncios comerciales o la “Obsesión” por un
bolero. Muchos de estos indicios son reconocibles como marcas de época; otros se centran en la
demarcación de lo local: más que el tiempo, nos señalan el espacio de la Ciudad de México.
También se infiltran las antiguas (las persistentes) moralinas, las diferencias de clase y de
origen: entre capitalinos y provincianos, o entre mexicanos y extranjeros.

La prosa es impecable, viva prueba de que, para tener ritmo, las frases cortas y secas no son la
única opción disponible; la variedad sintáctica puede ser mucho más efectiva. Lo que hay que
manejar es la cadencia, y Pacheco (Premio Cervantes en 2009) la domina como el reconocido
poeta que es. Incluso las enumeraciones —de películas, de revistas, de programas de radio—
suenan perfectas en el orden que el autor les asigna. No es entonces sólo la brevedad de esta
novela la que puede llevarnos a leerla en lo que duran una tarde y dos cafés, sino la hipnosis
producida por el depurado oficio de un poeta que, esta vez, eligió narrar. Pacheco no nos cuenta
una historia de amor ambientada en los años cuarenta del DF; nos cuenta los cuarenta y el DF,
condensados en una historia de amor. Eso hace deLas batallas en el desierto una gran novela
corta, y no un muy buen cuento largo.

_______

Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco. Novela. Tusquets, 2010.

(Publicada originalmente en 1981).

PD1. .

Novela
Los de Abajo
de Mariano Azuela, este análisis escrito por ©Eduardo Díaz Díaz

(Demetrio Macías) - "¿Pos cuál causa defendemos nosotros ?" Alberto Solís responde :
"Me preguntará por que sigo entonces en la revolución. La revolución es el huracán, y
el hombre que se entrega a ella ya no es el hombre, es la miserable hoja seca
arrebatada por el vendaval".

Los de Abajo

No pudo haber un segmento tan sencillo como este que nos proporcionara una perspectiva de
reflexión de lo que considero la temática básica de "Los de Abajo", novela escrita por Mariano
Azuela ; un estudio de la lucha en la revolución mexicana desde el punto de vista del autor como
testigo y primer escritor de la novela revolucionaria.

"Los de Abajo" fue publicada por entregas en un periódico de El Paso, Texas, Estados Unidos, en
1916, pero esta no ganó éxito y aceptación mundial hasta su tercera edición en 1925. El
movimiento caudaloso y sangriento contra Victoriano Huerta y la forma espontánea en que los
campesinos engrosaron las filas revolucionarias son situaciones históricas en que la novela se
basa para su desarrollo, iniciando una abundante literatura narrativa sobre las luchas
revolucionarias del México moderno.

Pero antes de adentrarme en el análisis de dicha obra creo necesario narrar primero la historia
de esta, con el fin de ir introduciendo dentro de ella los puntos adecuados de estudio y que todo
tenga una secuencia y orden lógico.

Por ser una novela "Los de Abajo" tiene una historia principal, diégesis, a partir de o en la cual
se desarrollan los hechos. El narrador de dicha historia se puede clasificar de acuerdo a su
participación como extradiegético, es claro que no participa en la novela ; en cuanto a sus
conocimientos sobre lo que ocurre estos no es solamente de un tipo, hay ocasiones en que el
sabe lo mismo que los personajes, pero en general podría decirse que es de tipo deficiente
debido a que los personajes nos proporcionan la mayor parte de la información de la historia,
que en sí parece ser desconocida por el narrador. No se marca claramente quien es el narrador,
además de desconocerse el narratario, debido a que no incluye ninguna referencia que me haga
inferir tal cosa y por lo cual ambos son implícitos ; pero de lo que si puedo estar seguro es que
el narrador habla en tercera persona debido a que me baso en las descripciones realizadas en
ciertas partes de la diégesis, como los siguientes extractos del texto :

"Demetrio ciñó la cartuchera su cintura y levantó el fusil"


"Encendieron lumbre con zacate y leños secos, y sobre los carbones encendidos
tendieron los trozos de carne fresca"

"Demetrio siguió tirando y advirtiendo del grave peligro a los otros pero éstos no
repararon en su voz desesperada sino hasta que sintieron el chicoteo de las balas por
uno de los flancos."

"Luis Cervantes se animó a sacar la cabeza de su escondrijo..."

"Ascendían la cuesta, al tranco largo de sus mulas, pensativos y cabizbajos"

Esto me parece más que suficiente para soportar mi opinión de el tipo de persona que utiliza
para narrar, así que ahora es mi deber comenzar a relatar la historia principal.

La situación inicial de Demetrio Macías es la de un campesino que vive en las cercanías de


Juchipila, un pueblo localizado en el sur del estado de Zacatecas, involucrado en la revolución no
por sus ideales, sino por el conflicto que tuvo con un cacique. Este último utilizó federales para
atacar a Demetrio con el supuesto de que se iba a levantar, lo que provocó dicha acción en lugar
de detenerla, y lo obligó a refugiarse con sus amigos, quienes no se dejaron dominar y
contraatacaron a la amenaza que les imponían : derrotando al ejército federal, comenzando su
lucha contra las amenazas que tal situación les traía, acumulando seguidores y nunca
estableciendo un objetivo o analizando la verdadera razón de lo que hacían ; todas acciones que
dan comienzo al conflicto y desarrollo de la novela debido a que se ha expuesto la situación que
trae a los personajes a involucrarse en el movimiento armado, ahora ya se tiene sentada la base
para desarrollar los sucesos posteriores.

A continuación entra en escena Luis Cervantes, un hombre educado de clase media que desertó
al ejército federal, con la intención de unirse a Demetrio por tener "sus mismos ideales", pero en
el momento que lo conoció y dijo dicha cosa se quedo sorprendido debido a que los supuestos
revolucionarios tenían poca idea de el porque de su lucha.

Permanecieron en espera del próximo movimiento de los federales, tiempo de pausa durante el
cual se introduce una metadiégesis que viene a completar la historia, pero no en sí la temática
del libro, hablándonos esta de como una mujer llamada Camila se comenzó a enamorar de Luis
Cervantes, pero el último no la aceptaba y le decía que se fuera con Demetrio. Cabe destacar
que las metadiégesis no son la fuerza conmovedora que se presenta en otras novelas, debido a
que la diégesis contiene la temática y en si la intención comunicativa de una forma
perfectamente estructurada que me hace pensar que las metadiégesis sólo están "de relleno".

A continuación, los "revolucionarios" atacan a varios federales de un pueblo cercano después de


ser mal informados de la cantidad de ellos, pero a pesar de ello logran la victoria aún estando en
desventaja, llegando más tarde a Fresnillo, Zacatecas ; lugar donde se unen con el Gral. Natera
con el fin de tomar Zacatecas, uno de los últimos lugares ocupados por el ejército federal de
Huerta en 1914. Logran su misión en una batalla notable que se narra de una forma peculiar
para el lector, un amigo de Cervantes llamado Alberto Solis le dice los sucesos al primero en
forma de analepsis (narrando lo que ya ocurrió) en el mismo momento que está acabando la
batalla y sólo poco tiempo después de haber ocurrido los hechos, esta me pareció una forma
muy interesante de narración debido a que es diferente a otras que he visto anteriormente.

Ya que ha pasado la batalla entra el Güero Margarito a la historia, un hombre que describiré
junto con los demás personajes posteriormente, y regresan al pueblo de Moyahua, donde en su
propia forma Demetrio por ya sentirse poderoso y liberado desea vengarse del que comenzó
todo el conflicto de la historia, el cacique local, por lo que le quema su casa y huye a Tepatitlán,
Jalisco, siendo esta parte de la historia una donde se integra otra metadiégesis. Esta nos narra
el conflicto entre la Pintada, una mujer que se ha encontrado apegada a Demetrio durante un
tiempo, y los combatientes con el efecto de la separación de esta del grupo, dicha historia no me
parece necesaria mencionar debido a su poca importancia.

Ahora que se han introducido todos los personajes de la historia, creo necesario partir un breve
momento del relato de la diégesis para permitir la clasificación y descripción de lo que cada
personaje representa y su persona. He relacionado a los involucrados en tres categorías ,
localizadas en la página siguiente para una lectura más fácil, realizadas de acuerdo a la razón
por la cual se encuentran envueltos en la revolución : Haz clic aquí para saber más de
los personajes de la historia

Los hombres de Demetrio ahora parten hacia San Juan de los Lagos, Jalisco, volviendo a
encontrarse con Natera. Este les trae noticias que vienen a dificultar su situación, ya que
acababa de establecerse la rivalidad entre Villa y Carranza en la Convención de Aguascalientes
realiza en Octubre-Noviembre de 1914, dejando incierto lo que harán en ese momento debido a
que antes se encontraban involucrados en la lucha contra federales y se dan cuenta de que
deben de tomar una decisión.

La rivalidad entre Francisco Villa y Venustiano Carranza fue uno de los principales
motivos que alargó el movimiento revolucionario más de lo necesario

En este momento la historia se detiene un poco, ya que Luis Cervantes parte hacia Estado
Unidos después de percatarse que lo de Revolución era algo casi interminable de lo que debía
separarse. El nos cuenta en una analepsis, a través de una carta a Alberto Solis, su situación
actual como estudiante y nuevo empresario que hace ver a los combatientes como el aprovecho
la oportunidad de obtener provecho a diferencia de ellos. Pero con esto no se detienen las
asombrosas noticias para ellos, el hombre que parecían haber apoyado era Villa, y su ejército
acababa de perder ante Carranza en la batalla de Celaya acontecida en abril de 1915, las
dificultades seguían acumulándose para dar forma a la situación final.

Ahora tenían todos que regresar al lugar donde comenzó todo, las cercanías de Juchipila, en una
condición aún más pobre y miserable de la que tenían antes, vistos todos ya en la obligación de
continuar la lucha a pesar de no tener un objetivo preciso, pero la mala suerte esta a punto de
terminar de la peor forma posible. El pueblo es atacado por las fuerzas carrancistas que buscan
acabar con los últimos reductos de los grupos de Villa, y tal vez el adoptar dicha actitud haya
sido el peor error que Demetrio pudo haber cometido porque fue la razón de la muerte de su
grupo, del fin de una historia que en su desgracia nos hace ver la triste realidad de la Revolución
Mexicana, una situación final que es peor que la inicial.
Se podría decir que el mensaje que nos da Mariano Azuela de la época con su novela es la
primera que podemos encontrar en la literatura mexicana, una que sin influencias de otros
autores y que a mi me parece más confiable que cualquier estudio que se pudiera realizar en el
presente de la Revolución. La estructura de la novela y el año en que se escribió me sugiere que
se realizó al mismo tiempo que sucedían los hechos históricos, incitandome a pensar que Azuela
buscó una parte de la Revolución Mexicana en donde podría colocar a un grupo de luchadores
ficticios que se integraran completamente con los hechos reales, pareciendo en sí ser unos
verdaderos revolucionarios, a pesar del hecho que todo el movimiento de Demetrio es una
creación ficticia que en sí representa la visión de una lucha revolucionaria desorganizada en
donde todas las fuerzas en conflicto chocaban sin un plan doctrinal preciso, una situación donde
un mayor esfuerzo para la conciliación de intereses pudiera haber evitado consecuencias
terribles en lugar de dejar al pueblo mexicano peor que estaba antes ; como sucedió con
Demetrio porque al principio tan siquiera tenía su propia vida como campesino, lo cual fue
totalmente eliminado en la situación final y hace ver que el progreso no fue lo que Azuela vio al
momento de escribirlo, pero que a pesar de ello si se ha visto con el paso del tiempo.

La forma en que nos plantea la problemática de forma indirecta es digna de reconocerse, nunca
he visto una forma tan efectiva de dar a conocer un mensaje en una novela que parece tener
más el desarrollo de una obra cinematográfica que una literaria.

Mariano Azuela entonces deja pensante al lector, presentándose ya en la mente de este la idea
de un movimiento que tal vez haya sido inútil en su mayor parte y que el autor nos da a conocer
como un hecho que al no tener un objetivo claramente planeado por la mayoría de los grupos no
tuvo un resultado eficiente tampoco, una de las tantas consecuencias de no organizarse.

El autor parece haber encontrado particularmente interesante la forma en que cada tipo de
individuo de la sociedad mexicana entró a formar parte en la revolución, desde el hombre más
humilde y decente hasta el hombre más brutal nunca visto. En sí la novela es una obra que nos
incita a reflexionar, ¿era necesario tanto sufrimiento ?, ¿se pudo haber evitado ?, ¿fue un
verdadero "beneficio" ?

Un hombre que haya vivido dicho movimiento en la época tal vez tenga más idea de lo que
habla Mariano Azuela, no hay nada mejor que la experiencia propia, pero tal vez está novela
haya incitado al hombre de ese tiempo a reflexionar en verdad sobre lo ocurrido, sobre el
porvenir del futuro y sobre la realidad de su tiempo, todos hechos que trajeron un cambio total a
la vida mexicana, y que tal vez hasta sean responsables de que nuestro país no sea más grande
de lo que pudiera haber sido, o peor de lo que es de acuerdo al punto de vista desde que se
analiza. En sí, si yo fuera un revolucionario que se entera de dicha novela, lo más probable es
que me daría cuenta de lo que me parecería un análisis válido de lo que yo hice pero sobre lo
que nunca tuve oportunidad de reflexionar, tal vez tenga un tono pesimista Azuela en su novela
pero, ¿no fue pésima la condición en que dejó al país la revolución?

Aún así, me parece que "Los de Abajo" nos habla de un análisis de la Revolución que varios
escritores no pudieron hacer hasta varios años después cuando las consecuencias eran notables,
pero no Mariano Azuela. El estudia la situación de su tiempo, la generaliza y por último la
plasma en lo que es una gran obra de la literatura mexicana, transmitiendo sus ideas en una
novela magníficamente relatada y sin la cual no pudiéramos conocer la realidad de dicho tiempo,
ya que todo escritor desde entonces se ha dejado influir por la visión que se tiene de la
Revolución como un movimiento generalmente benéfico y útil para México, un movimiento que
ahora veo de forma totalmente diferente gracias a Azuela, la historia no tiene mejor escritor que
el mismo individuo que la vive.
Ahora que terminaste de leer mi análisis, te invito
a visitar el resto de mi sitio www.eddieting.com
Se trata de la primera y única novela de Augusto Monterroso.
Publicada en 1978, narra la vida de Eduardo Torres, sometido a
una construcción apócrifa en la que destacan diversas
textualidades, entre ellas: los testimonios de sus amigos y
colegas, también el de su esposa, Carmen, que constituyen la
primera parte de la novela. La segunda parte comienza con unos
escritos del propio Torres, que incluyen ensayos de tipo
académico sobre El Quijote, los problemas de la traducción, el
análisis de un poema de Góngora y culminan con un «Decálogo
del escritor», además de una carta de Torres a un editor muy
conocido de una revista mexicana. Completan esta parte unos
dibujos de animales para celebrar el día mundial del animal
viviente, que se complementan con un ensayo titulado «De
animales y hombres». Asimismo, en la segunda parte, se incluye
una ponencia de Torres que enlaza con el «Decálogo del escritor» y versa sobre
problemas en torno a la educación y la enseñanza de la literatura. La tercera parte consta
de una selección de aforismos, dichos, refranes y apotegmas publicados en el suplemento
dominical de El Heraldo de San Blas, ciudad en la que vive el doctor Torres. Concluye
con un Addendum, que explica los procedimientos seguidos para la publicación de este
libro que, en palabras de su propio autor, Eduardo Torres, constituye la biografía
fragmentada de sí mismo. En «Punto final», Torres declara dejar plena libertad a los
lectores para juzgar su obra, una obra que no pretende competir con la de otros sabios
hispanistas, aunque sí asegura, que ofrece la posibilidad de suscitar la polémica y las
envidias. Como consecuencia, queda retratado en múltiples y fragmentarias facetas, un
personaje ficticio, inexistente, pero verosímil y posible; un personaje ambiguo, porque se
representa como estúpido e inteligente al mismo tiempo, también sagaz y meticuloso,
observador y erudito, brillante y simple. Sin duda, para Monterroso, Eduardo Torres es
un dispositivo, tan eficaz como en su día lo fueron las fábulas, pergeñado con el fin de
elaborar y expresar una sátira mordaz contra los engaños del mundo intelectual, además
de atacar la estupidez humana y reflexionar sobre temas un tanto eruditos, sin caer en la
pedantería libresca, todo ello envuelto en la ironía más sutil a la par que en la sencillez
léxica más sofisticada.

¿Quién es en realidad el Dr. Torres? ¿Es el alter-ego de Augusto Monterroso? En la


novela aparece como un hombre ya maduro, casado, con hijos también casados; aunque
el escritor provinciano es una gloria local, lo más sorprendente, es que goza de mucho
poder en el mundo editorial y literario. Si bien la vida privada del autor queda detallada
minuciosamente —de manera que se nos dan detalles de su carácter en tanto que esposo,
padre o amigo— lo que llama la atención de los lectores, en definitiva, es la faceta
ambigua, doblemente irrisoria de una entidad literaria muy curiosa, que interesa por el
modo en que está construida. Sabido es que a Monterroso hay que leerlo con las manos
en alto, y como esta novela es una crónica burlesca de la coherencia imaginativa ejercida
sobre el oficio de escritor, tenemos que acordar que el autor Monterroso construye una
autobiografía ficticia de sí mismo con agudeza, ingenio, originalidad, y también con
sentido del humor. Para que el lector la deconstruya y la haga suya.

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