Los Murciélagos - Clark Carrados

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LOS MURCIÉLAGOS

CLARK
CARRADOS

LOS
MURCIÉL
AGOS

1.ª EDICIÓN
MAYO -1962

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BUENOS AIRES – BOGOTÁ
DEPÓSITO LEGAL B 5860 - 1962

PRINTED IN SPAIN - IMPRESO EN ESPAÑA

© CLARK CARRADOS – 1962

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.


Mora la Nueva, 2 - Barcelona - 1962

N. R. 780/62
Todos los
personajes y
entidades privadas
que aparecen en
esta novela, así
como las
situaciones de la
misma, son fruto
exclusivamente de
la imaginación del
autor, por lo que
cualquier
semejanza con
personajes,
entidades o
hechos pasados o
actuales, será
simple
coincidencia.
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PUBLICADAS POR ESTA EDITORIAL

En Colección BISONTE:
738 — Límites de sangre.
En Colección SERVICIO SECRETO:
611 — Muerte por correspondencia.
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438 — Capitán fracaso.
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6 — Sahara en rojo.
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307 — La vuelta del yanqui.
En Colección CALIFORNIA:
294 — Comerciantes en balas.
En Colección COLORADO:
228 — Seis al infierno.
En Colección KANSAS:
204 — La hija del sheriff.
CAPÍTULO PRIMERO

El viento silbaba con fuerza, y en el cielo, las nubes se


arremolinaban plomizas, envolviendo con sus grises celajes las
cumbres de las montañas, signo indicador, junto con la baja
temperatura reinante, de la proximidad del invierno, que se
anunciaba extremado y cruel.
Miré a través de la ventana de la sala principal de la posada. A lo
lejos, la borrasca batía la cumbre del Speik, a casi dos mil metros de
altura, cubriéndola de una fina cellisca blanca, que causaba la
sensación, del humo de alguna erupción precedente de alguna boca
volcánica abierta de modo inesperado en la cima de la montaña.
Casi al pie de la posada, en el fondo de un angosto barranco,
erizado de rocas agudas, cada una de las cuales era capaz de
destrozar a una persona por sí sola, el Kainach corría espumeante,
con su habitualmente exiguo caudal aumentado un tanto por las
últimas lluvias caídas, lluvias que a no tardar se transformarían en
grandes tormentas de nieve cuando empeorasen las condiciones
atmosféricas.
En la sala de la posada, en su centro, había una enorme
chimenea capaz de contener un buey entero, en donde se
consumían tres o cuatro grandes troncos, cuyas llamas
proporcionaban un agradable calorcillo a la estancia.
La posada, a la vez, era bar y lugar de esparcimiento de los
pacíficos moradores de Jagelwirt, una minúscula aldea de poco más
de cuatrocientas almas, a veinte kilómetros de Köflach, en el Austria
sudoriental y casi al pie de la cadena montañosa de los Glein Alpen,
el último lugar civilizado en dirección N.O., hasta haber franqueado
la citada cordillera, naturalmente.
El paisaje era maravilloso, propio de las zonas alpinas, pero el
tiempo desapacible lo echaba todo a perder. El tiempo y cierta
tensión nerviosa que reinaba entre los escasos concurrentes que
habían acudido aquella tarde a la posada, cosa que, según tenía
entendido, no era habitual entre los ciudadanos de Jagelwirt.
Consulté el reloj. Eran ya las cuatro y media de la tarde y pronto
anochecería, cosa que me enojaba bastante, pues me disgusta
llegar de noche a los sitios que desconozco. La persona que tenía
que venir a buscarme se retrasaba considerablemente, y ya
empezaba a considerar la conveniencia de encargar un lecho al
bueno de Klaus Stefan, el dueño de la posada, con el fin de
aguardar allí el nuevo día.
Pareció como si me hubieran adivinado el pensamiento, porque
casi en el mismo momento una voz interrumpió mis nada agradables
meditaciones.
—El señor querrá pasar la noche aquí, sin duda.
Me volví, contemplando a la persona que acababa de hablar.
Tratábase de Hansi, la rubicunda y rolliza hija del posadero, de
brazos gruesos y robustos, cara redonda, aunque agradable, y ojos
azules de cándido mirar. Tendía ligeramente a la obesidad, como
todas las buenas aldeanas austríacas, y la opresión de su ceñido
corpiño hacía que sus senos, rotundos y compactos, amenazaran
con desbordarse por el amplio escote de su blusa de lino blanco.
—Por ahora me parece que no, querida Hansi —dije, sonriendo—.
Estoy esperando que vengan a buscarme. Claro que, si la persona
que ha de venir a recogerme se retrasara demasiado, sería cosa de
considerar la proposición que usted acaba de formularme.
Hansi era muy ingenua. Por eso me hizo una pregunta:
—¿Puedo preguntarle al señor a dónde piensa dirigirse?
—Claro que sí, hermosa Hansi —dije, haciéndole ruborizarse
intensamente—. Soy invitado del conde von Lölhstadt y espero
pernoctar esta noche en su castillo.
El color huyó repentinamente de las mejillas de la joven. Sus ojos
se dilataron a la vez que la sonrisa se borraba de sus labios,
—¡El conde von Lölhstadt! —repitió, santiguándose
precipitadamente.
—El mismo, Hansi. Pero ¿qué...?
No pude concluir la pregunta; la hija del posadero dio media
vuelta y huyó precipitadamente, dejándome con la palabra en la
boca.
Al mismo tiempo noté una cosa extraña: el silbido del viento se
acentuó con lúgubres trémolos y los vidrios de las ventanas
repiquetearon amenazando romperse. El rumor de las
conversaciones había cesado de repente.
Me volví en redondo, examinando uno a uno los rostros de los
concurrentes. Todos me devolvieron la mirada con gesto
inexpresivo, pero pude captar en sus ojos el común pensamiento de
cada uno de ellos: yo estaba loco cuando había aceptado la
invitación del conde von Lölhstadt.
De repente, dos de los bebedores se levantaron. Se dirigieron a la
puerta y salieron. El viento penetró, haciendo arremolinarse las
llamas de la chimenea. La ráfaga subió luego por el cañón de la
misma, sonando de una manera musicalmente fúnebre.
Uno a uno, todos los contertulios fueron despidiéndose del
posadero, que aparecía tras su mostrador, con gesto impasible, sin
pronunciar la menor palabra. Finalmente, la sala quedó desierta, a
excepción de tres personas: Stefan, yo y un viejo aldeano que
sorbía flemáticamente su jarra de cerveza.
—Bueno —exploté al cabo—, ¿qué sucede aquí? Herr Stefan, he
pronunciado el nombre del conde von Lölhstadt y todos sus clientes
han huido como alma que lleva el diablo.
Klaus Stefan sonrió emitiendo una sonrisa de circunstancias.
—La gente, aquí, en Jagelwirt, es muy supersticiosa, señor
Bascomb, y nombrarles al conde es tanto como nombrarles al
diablo.
—Sí que es extraño. No sabía que el conde von Lölhstadt gozase
de tanta impopularidad en la comarca. ¿A qué se debe eso?
Stefan se encogió de hombros.
—¡Bah! Habladurías y rumores sin fundamento, señor Bascomb.
No haga caso de lo que dice la gente. Está llegando ya el invierno y
nos pasamos largas temporadas sin poder salir de casa. Entonces,
se habla, se habla y se...
—Se dice la verdad —le interrumpió de repente una voz cascada.
Pertenecía al vejete que no había abandonado la posada—. Sí, la
verdad —continuó con más energía—. ¿Por qué no se la dices tú,
Klaus?
El semblante del posadero se oscureció de repente.
—No diga tonterías, tío Schau —gruñó—. Usted bien sabe que
todo lo que se rumorea por ahí son fantasías.
—Conque fantasías, ¿eh? —rió carrasposamente el tío Schau—.
A ti te quisiera ver yo por esos caminos y en noche de luna llena,
cuando el conde sale por ahí a sorber la sangre de sus víctimas.
¿Vas a decirme que no mató a Putzi Stübmig, clavándole sus dos
colmillos en el cuello y dejándole las venas sin una gota de sangre?
Y cuando no tiene a mano una persona, se bebe la sangre de las
terneras que se aventuran por los prados cercanos al castillo.
El vejete me miró con ojos fulgurantes.
—¡No vaya al castillo, caballero! —me dijo—. ¡El conde es un
vampiro!
Confieso que las palabras del tío Schau me impresionaron
notablemente, tanto por su contenido, como por el ambiente en que
habían sido pronunciadas. Podrían ser fantasías todas las
murmuraciones referentes al conde, pero lo cierto era que Hansi se
había espantado al oír su nombre, santiguándose acto seguido, y
que segundos después, se había iniciado la desbandada de la
clientela de la posada.
Traté de componer una sonrisa de circunstancias.
—Bueno —dije—, eso de los vampiros es cosa del pasado... si es
que alguna vez fue algo más que una leyenda. Personalmente...
—Putzi Stübmig murió desangrado por el vampiro —insistió el
vejete—. Y a mí mismo me mató dos terneras. Hans Steo perdió
tres. Franz Josef Hayteln perdió otra. ¿Negarás que eso es cierto,
cabezota? —la frase iba dirigida al posadero, pero a continuación, el
tío Schau se volvió a mirarme—. Sólo ha habido un muerto: Putzi,
porque después de él, nadie volvió a acercarse al castillo del conde.
Y claro, a falta de sangre humana, se agarra a la de ternera, que
dicen es la más parecida a aquélla.
Miré al posadero, como consultándole con la mirada.
—El juez de Kainach decretó que Putzi había muerto a
consecuencia de la mordedura de una alimaña. No hay pues,
motivos para suponer que fuera el conde quien lo asesinara —
manifestó Stefan secamente.
—Desde luego, desde luego —rió el vejete—. Y a partir de
entonces, todos, por la noche, colocamos cruces en las puertas y
ventanas de nuestras casas y colgamos guirnaldas de ajos, para
impedirle penetrar en ellas al vampiro. Por eso no ha matado a
ninguna persona más, pero no desconfío de que lo haga en
cualquier momento con algún necio descuidado... como el caballero
—concluyó el tío Schau con énfasis insultante, en el cual fingí no
reparar.
—No le haga caso, señor Bascomb —dijo el posadero—. El tío
Schau siempre está de broma.
El vejete se indignó.
—¿De broma? ¿De broma yo, condenado...?
El tío Schau no pudo continuar, la puerta se abrió repentinamente
y un hombre. apareció en el umbral, envuelto en una aullante ráfaga
de viento.
Me estremecí a pesar mío. El hombre era alto, aunque no tanto
como yo, que mido casi un metro noventa, muy delgado y de rostro
esquelético, en el fondo de cuyas cuencas orbitarias fulguraban dos
ojos negros de una expresión inenarrable. Vestía severamente de
negro, a excepción de la camisa blanca, y se tocaba con un
sombrero de alas desusadamente anchas.
—¿El profesor Mortimer Earl Bascomb? —preguntó con voz que
parecía salida del fondo de una tumba.
Me adelanté hacia él.
—El mismo —repuse.
El recién llegado me hizo una inclinación de cabeza.
—Encantado de conocerle, profesor. Me llamo Kraubath y soy el
mayordomo de Su Excelencia el conde Frantz Joseph von Lölhstadt.
Su excelencia me envió a recogerle, profesor.
—Estoy dispuesto, Kraubath —contesté, estremeciéndome sin
poder evitarlo. Luego, reaccionando, me volví hacia el posadero—.
La nota, herr Stefan.
—Sí, profesor —dijo el posadero precipitadamente. Vino hacia mí
y me indicó verbalmente lo que le debía, procurando evitar
cuidadosamente la penetrante mirada del mayordomo.
Al terminar, dije:
—Cuando quiera, Kraubath. Esas dos maletas que hay ahí —
señalé las que había junto a la puerta—, son todo mi equipaje.
—Muy bien, profesor.
Kraubath tomó las maletas y salió de la posada, encaminándose
hacia un enorme coche negro, que se hallaba estacionado frente a
la misma y de cuya llegada no nos habíamos percatado ninguno de
los presentes.
El mayordomo colocó las maletas en el lugar correspondiente y
luego tomó asiento tras el volante. Para entonces, ya me había
acomodado en el asiento posterior.
El automóvil arrancó sin el menor esfuerzo, en el más completo
silencio. Cuando partíamos, capté con la vista dos detalles que me
causaron gran impresión.
Mientras el tío Schau huía apresuradamente de la posada, su
dueño cerraba la puerta de golpe. Sobre la madera de la misma,
pude divisar una pequeña crucecita de algo verde que me pareció
boj o laurel, no puedo asegurarlo.
Y en la ventana del piso superior, la hermosa Hansi descorrió
unos visillos y me miró compasivamente, al par que hacía la señal
de la cruz, como si quisiera protegerme con aquel signo.
Sumamente pensativo encendí un cigarrillo. Las razones que me
habían llevado a Jagelwirt, mejor dicho, al castillo del conde, eran
muy otras que descubrir supuestos o reales vampiros. ¿Iba a verme
mezclado en una aventura semejante, en plena época de bombas
de hidrógeno, cohetes a la Luna y demás adelantos científicos?
¿Cómo era posible que en una época tan adelantada pudieran
ocurrir cosas semejantes, más propias de la Edad Media que de la
nuestra?
El coche avanzó rápidamente, ya con los focos encendidos, pues
la noche había caído sobre la comarca. Sentado tras el volante,
Kraubath parecía una estatua.
La carretera serpenteaba continuamente, siguiendo el irregular
curso del Kainach, cuyas blancas espumas rebrillaban en las
tinieblas de tanto en tanto. La marcha del automóvil era tan
silenciosa, que se podían oír con la mayor claridad los alaridos del
viento y el continuo chocar de las aguas del arroyo contra las rocas
de su lecho.
Poco a poco fuimos ganando terreno. Tenía entendido que el
castillo distaba unos quince o dieciséis kilómetros de Jagelwirt, por
lo que calculé que emplearíamos unos veinte minutos en recorrer
aquel espacio, dadas las numerosas curvas del camino, que
impedían a Kraubath desarrollar una velocidad satisfactoria.
Poco más de un cuarto de hora después de haber salido de la
posada, las nubes se rasgaron repentinamente, dejando ver a través
del claro la luna en creciente. Una lívida claridad se extendió por el
paisaje y en lo alto, las cumbres nevadas de los Glein Alpen
parecieron convertirse de repente en una inmensa cadena de
montañas de plata.
El castillo apareció súbitamente a nuestra vista, al revolver una
curva, encaramado en lo alto de un promontorio rocoso, situado
directamente sobre el Kainach. Su silueta destacó con negros trazos
contra el resplandor de la luna.
El coche inició la última subida, la que nos llevaría directamente a
la explanada en la cual se hallaba la entrada principal del castillo.
De pronto, una figura surgió, como brotada directamente de las
entrañas de la tierra, apareciéndose en la cresta de una roca situada
a la derecha del camino.
Lo vi con toda claridad, a menos de veinticinco metros de
distancia. Era un individuo de elevada estatura, envuelto en una
gran capa negra, cuyos flotantes pliegues se agitaban de modo
continuo al recibir los embates del viento. El individuo permanecía
inmóvil sobre la piedra, que se alzaba a doce o quince metros sobre
el camino y a una distancia similar del mismo, y pareció
contemplarnos con ojos que fosforescían tenebrosamente en la
oscuridad.
Tragué saliva sin poder remediarlo. Rehaciéndome con un gran
esfuerzo, fui a llamar la atención de Kraubath.
En aquel momento, el individuo extendió los brazos. Los pliegues
de la capa formaron como dos alas negras que brotaban
directamente de sus hombros.
Permaneció en tal postura un instante. Luego dio un enorme salto
y se echó a volar, fundiéndose con las tinieblas en contados
segundos.
Y en aquel momento, los tableteantes ecos de una lúgubre
carcajada hirieron mis tímpanos, expandiéndose por el valle con
siniestras sonoridades.
CAPÍTULO II

Kraubath detuvo el coche ante la gran portalada del castillo. El


mayordomo abrió oficiosamente la portezuela e inclinó la cabeza
con gesto lleno de respeto al salir yo del vehículo.
Avancé hacia la enorme puerta de madera, sólidamente
claveteada, que guardaba el acceso a la fortaleza. Había en ella un
colosal llamador en forma de murciélago, con la boca abierta de par
en par y las alas desplegadas, en actitud de volar. La figura me
repugnó sin poder evitarlo.
La puerta se abrió brusca y silenciosamente, dejándome ver el
interior de un enorme vestíbulo, decorado con una docena de
armaduras antiguas y alumbrado por una colosal lámpara circular
pendiente del techo. Una enorme escalera arrancaba del costado
izquierdo, ascendiendo en amplia curva hasta el piso superior. La
barandilla de la escalera era de sólida piedra, artísticamente labrada
con grifos, dragones y otros animales mitológicos, y de trecho en
trecho, se elevaban de la misma varios postes de hierro que
sostenían sendas lámparas.
Un hombre se adelantó al verme entrar. Era aún más alto que yo,
delgado, de mirada penetrante, cabello negro cuidadosamente
planchado, cejas picudas y nariz aquilina. Vestía un traje gris
oscuro, de magnífico corte, camisa blanca de cuello duro, zapatos
negros y corbata del mismo color. Sus dientes emitieron
blanquísimos destellos al sonreír.
—El profesor Bascomb, según presumo —dijo, hablando el inglés
con excelente acento, un tanto matizado, sin embargo, por el del
idioma de aquellas regiones.
—El mismo —respondí, estrechando la mano que se me ofrecía.
El tacto me reveló unos dedos de hierro, envueltos en una carne fría
y sin vida, en curioso contraste con el fulgor de sus negras pupilas
—. Supongo que, a mi vez, tengo el honor de hablar con Su
Excelencia el conde Frantz Joseph von Lölhstadt.
—Bienvenido a mi humilde morada, profesor —dijo el conde—.
Celebro hacer efectivo el conocimiento que tuve el honor de entablar
por carta con usted.
—El honor y el placer son míos, Excelencia —repuse.
Von Lölhstadt rió suavemente.
—Por favor, sin tratamientos, mi querido profesor, sin
tratamientos. Conde a secas y ya está bien. Deje lo de Excelencia
para mis servidores. Y ahora, supongo que estará deseando
descansar unos momentos y cambiarse de ropa, ¿no es así? —el
conde chocó las manos un par de veces—. Ahora mismo le
enseñarán su habitación.
Un hombre surgió repentinamente de una puertecita situada al
fondo, bajo la escalera. No pude evitar un escalofrío de repugnancia
al contemplar al individuo.
Era un tipo de mediana estatura, tremendamente fuerte, con
manos de hércules, con un hombro mucho más levantado que otro y
que cojeaba señaladamente al andar. Tenía el ojo izquierdo cerrado
por completo y el derecho aparecía sanguinolento, como si
padeciese de conjuntivitis crónica. Una horrenda cicatriz en la mejilla
izquierda que le llegaba de la sien a la comisura de los labios,
contribuía a hacer aún más repulsiva la presencia del individuo.
—Litz —dijo el conde—, acompaña al profesor Bascomb a su
habitación. Profesor —se volvió hacia mí—, le esperamos en el
comedor a las siete y media en punto. Repito la bienvenida a mi
castillo.
—Un millón de gracias, conde —respondí, alejándome tras Litz, el
cual ya había cargado con las maletas.
Subimos por la escalera, llegando en pocos momentos al piso
superior. Un sombrío corredor se extendía a derecha e izquierda,
alumbrado de modo esporádico por unas cuantas lámparas de
evidente pobreza luminosa. El corredor tenía varias puertas a
ambos lados, todas ellas con marcos de piedra artísticamente
labrados, en los cuales no faltaba la imagen del que parecía ser el
animal totémico de la mansión: el murciélago.
Cuando ya estaba a punto de llegar a la que iba a ser mi
habitación, una puerta se abrió y por ella salió una mujer.
La mujer era joven y esbelta, de cabellos muy rubios, cepillados
cuidadosamente, hasta el extremo de parecer hebras de oro,
aunque sin peinar ni sujetar por ninguna cinta o corchete, cayendo
largamente por su espalda. Sus labios eran muy rojos, en contraste
curioso con la marfileña palidez de su rostro.
Vestía una especie de túnica de lino blanquísimo, que caía suelta
hasta el suelo, bajo la cual, no obstante, se adivinaban redondas
morbideces que quizá hubieran adquirido mayor relieve con un
vestido más ajustado. Las mangas de la túnica eran largas, y la
prenda, en conjunto, daba a su figura un aire de irrealidad y encanto
que me agradó singularmente.
La joven se dirigió rectamente hacia mí. Sus pupilas, de un tono
verde esmeraldino, brillaron unos momentos.
—¿El profesor Bascomb? —preguntó con voz de tonos suaves,
pero en la que palpitaba una oculta energía.
Incliné la cabeza.
—El mismo —repliqué—. A su disposición, señora...
—Señorita Kilda von Lölhstadt —me contestó ella—. ¿Por qué ha
venido, profesor?
La pregunta de la muchacha me dejó de piedra.
—¿Y por qué no iba a venir, señorita von Lölhstadt? El conde me
contrató para...
—Sí, ya lo sé —respondió ella—. La biblioteca del castillo
necesita de un buen repaso y, además, yo preciso de un profesor de
inglés para perfeccionar mis conocimientos de dicho idioma. Creo
que esos son los motivos de su estancia en el castillo, ¿no es cierto,
profesor?
Volví a inclinar la cabeza.
—Ciertamente, señorita —respondí.
Ella miró al criado.
—Litz, lleve las maletas del profesor a su cuarto.
—Sí, señorita Kilda —contestó el individuo mansamente.
Cuando nos quedamos solos, ella bajó la voz.
—Profesor, ¿no recibió usted mi carta?
Respingué. La noticia me causaba aún más asombro que las
anteriores manifestaciones:
Por un momento, pensé que estaba tratando con una loca. Los
ojos de Kilda resplandecían de un modo inusitado, en tanto que sus
senos se agitaban clara y rápidamente bajo el suave tejido que los
cubría.
—En absoluto, señorita —contesté—. Es la primera noticia que
tengo de ello, puedo asegurárselo. ¿Qué me decía usted en aquella
carta?
—Sencillamente... que me siento encantada de conocerle,
profesor. Espero que bajo su dirección, haré pronto grandes
progresos en el bello idioma de Shakespeare.
Empecé a creer que, efectivamente, Kilda von Lölhstadt estaba
loca de remate. Su expresión anterior, entre furiosa y enojada, se
había trocado por otra sonriente y acogedora.
De momento no supe qué decir. Mas no tardé en tener la
explicación de la insólita actitud de la muchacha, cuya edad calculé,
bastante acertadamente por cierto, no mayor de los veinte años.
—Hola, tío —dijo Kilda—. Estaba hablando con el profesor y
dándole la bienvenida al castillo.
Me volví rápidamente. El conde estaba detrás de mí y había
aparecido tan repentinamente como si hubiera surgido del mismo
suelo.
Improvisé una sonrisa de circunstancias.
—Ignoraba que su sobrina fuese tan hermosa, conde —dije,
procurando rehacerme de la impresión recibida—. Tengo entendido
que el castillo de los von Lölhstadt posee bellezas sin cuento, pero
ninguna supera a las de la señorita Kilda.
El conde inclinó brevemente la cabeza.
—Un elogio muy acertado, que agradezco en nombre de mi
sobrina —la miró imperativamente—. Kilda, creo que sería
conveniente te cambiases de indumento para asistir a la cena.
—Sí, tío —repuso ella con manso acento. Me saludó cortésmente
—: Encantada de conocerle, profesor.
—A sus pies, señorita.
Cuando nos hubimos quedado solos, saludé al conde con una
leve inclinación de cabeza y me dirigí hacia mi habitación.
El dormitorio que me habían destinado era una pieza inmensa,
con una enorme cama en su centro, cubierta por un dosel sostenido
por cuatro columnas relativamente cortas. Las telas que formaban el
dosel tenían el aspecto de una tienda de campaña cuadrangular,
debido a que pendían por su centro de un grueso cordón de seda,
sujeto por un gancho al techo envigado de la estancia.
Una puerta en el lado opuesto me indicó el acceso al baño, que
encontré confortable, aunque anticuado. La luz del día entraba en el
mismo a través de una estrecha tronera, por la cual difícilmente
hubiera podido pasar el cuerpo de un hombre.
Además de los muebles accesorios, había en el dormitorio un
gran armario biblioteca y en uno de sus ángulos una buena
chimenea, en la cual bailaban alegremente las llamas que
devoraban un par de troncos. El conjunto hubiera podido ser
acogedor, a no ser por el siniestro ambiente que me rodeaba y en
cuya decoración se veía de modo continuo el dichoso murciélago.
Me aseé convenientemente, tras de lo cual arreglé mis cosas en
el armario, cambiándome de ropa a continuación. Cuando terminé,
era ya casi la hora de la cena.
Salí de mi habitación y me dirigí al comedor, encontrando en él a
varios huéspedes con los cuales no había contado ciertamente.
CAPÍTULO III

Además del conde y de su sobrina, la cual se había cambiado de


ropa, vistiendo un sencillo traje azul oscuro, había cuatro personas
más esperando la hora de la cena, en torno a la boca de la gran
chimenea que prestaba su calor a la pieza.
Una de ellas era una mujer, de cabellos tan negros como el
vestido que ceñía prietamente las sensuales curvas de su magnífica
escultura. Sus marmóreos hombros quedaban al descubierto por el
amplio escote del vestido, el cual estaba sujetó a los mismos por
dos insignificantes tiras del mismo tejido. Calculé su edad en unos
peligrosos treinta y cinco años, espléndidamente cuidados.
Respondía al nombre de Gerda Rathenau y sus rojos y pulposos
labios me sonrieron cautivadoramente en tanto me estrechaba la
mano al ser presentados por el conde.
El segundo huésped era un individuo menudo, insignificante, de
mirada huidiza y gestos temblorosos. Von Lölhstadt me lo presentó
como Theo Kapitz, un pintor que estaba pasando una temporada en
el castillo, a fin de trasladar a sus lienzos las bellezas de los
paisajes circundantes.
Los otros dos eran unos tipos corrientes, aunque de mejor
aspecto. Meyer Lange y Thomas Hailsd eran sus nombres y, según
manifestó el conde, se trataba de unos amigos suyos, devotos de la
caza, que pasaban también una temporada en el castillo.
Después de las presentaciones, tomamos un aperitivo y poco
después el impasible Kraubath sirvió la cena, magníficamente
condimentada. Tenía apetito y devoré cuanto me sirvieron en el
plato. En cambio, pude observar que Kilda apenas si probaba su
cena y que, de vez en cuando, me arrojaba miradas que se me
antojaron llenas de aprensión.
Al terminar la cena, nos sentamos en torno al fuego. Kraubath
sirvió un exquisito café, mientras oíamos los alaridos del viento y
sus embates contra los recios muros del castillo. Poco a poco, sin
saber cómo, la conversación se generalizó, yendo a recaer sobre un
tema que cuadraba muy bien en aquel ambiente: los vampiros.
Gerda Rathenau soltó la carcajada al oír la primera mención del
tema.
—No existen, son fábulas —dijo, enseñando los dientes,
blanquísimos y parejos.
—Yo creo que sí —contestó el pintor con fúnebre tono—. Tengo
entendido que no hace mucho, un aldeano de Jagelwirt murió
víctima de uno de esos seres repelentes.
El conde negó enérgicamente la especie. Dijo que todo se debía a
un infundio de los campesinos.
—Poseo grandes propiedades, y la mayoría de los colonos están
atrasados en el pago de los arrendamientos —manifestó—.
Desearían verme desaparecer de aquí para no tener que
entendérselas con mi administrador.
—En la posada —tercié—, oí algo sobre el tema. Los aldeanos se
quejaron de que, a falta de sangre humana, los vampiros atacaban a
sus terneras.
—Puede que sea cierto —contestó despectivamente el conde—.
Pero no hemos de olvidar que también abundan por aquí las
comadrejas y los hurones y que estas bestias sienten gran
predilección por la sangre de los animales.
—¿Y el campesino que murió atacado por un vampiro? —
preguntó Gerda Rathenau.
—La autopsia demostró que Putzi Stübmig murió a consecuencia
de un colapso cardiaco —contestó el conde—. Su cuerpo quedó
abandonado en el campo durante toda la noche. No es extraño, por
tanto, que alguna comadreja se aprovechase de la circunstancia
para darse el gran banquete.
La conversación era repugnante, pero atraía por su misma
morbosidad.
Hailsd expresó:
—Yo creía que Austria no era país de vampiros, conde.
Von Lölhstadt hizo un gesto de enojo.
—Y no los hay, redondamente —respondió—. En todo caso, los
vampiros han existido siempre en los Cárpatos o en Transilvania,
pero nunca en esta región de Austria. Es cierto que, según la
leyenda, dichos seres se extendieron por algunas comarcas de la
Europa Central. Por lo tanto, no es aventurado suponer,
considerando siempre como ciertas tales leyendas, que algunos de
los citados vampiros pudieran haber llegado y establecerse por
estas tierras. Personalmente —concluyó el conde—, no creó en
ellos, y todo cuanto se diga acerca de los mismos, debe ser
considerado como pura fábula.
La Rathenau rió argentinamente.
—Me alegro mucho de su opinión, conde. Pero, aunque la
cuestión de los vampiros entre de lleno en la leyenda y en la
fantasía, ¿puede decirme usted cuáles son sus principales
características? Es decir, las que se supone poseen.
—Bien —carraspeó ligeramente el conde para aclararse la voz—,
se dice que sólo salen por la noche, especialmente en época en que
hay luna, desde el creciente hasta el menguante.
—O sea que la época de su aparición dura unas tres semanas —
dijo Lange.
—Algo menos —rectificó von Lölhstadt—. Pongamos dos
semanas y media. Durante el día, permanecen en su tumba,
esperando el momento de oscurecer, para salir en busca de
víctimas con cuya sangre saciar su vil apetito. Dícese, además, que
la persona que es mordida por un vampiro, se convierte a su vez, al
morir, en otro vampiro, por lo que la especie de esos seres
fantasmagóricos no puede extinguirse jamás.
—¿Es cierto también que se convierten en murciélagos para
atacar a sus víctimas?
—No, solamente cuando vuelan para desplazarse con mayor
rapidez. En el momento de atacar, toman su aspecto normal de
persona humana.
—Habrá, sin duda, algún medio de defensa contra ellos —
preguntó Gerda Rathenau.
Me fijé en que Kilda permanecía completamente silenciosa,
contemplando a su tío con expresión de hipnótica fijeza. Su busto se
movía acompasadamente, como si estuviera fascinada por la
conversación que estaba oyendo.
—Sí —respondió el castellano—. Los dientes de ajo, las ramitas
de boj en forma de cruz, el agua bendita y, generalmente, cualquier
objeto que adopte la forma de una cruz. Eso les detiene
fulminantemente.
—Y según creo, no se reflejan en los espejos —exclamé.
—Así es —el conde posó en mi rostro la incisiva mirada de sus
negros ojos—. Son seres corpóreos solamente para la visión
directa, no a través de un espejo. Por eso los temen tanto y huyen
de todo lugar donde existe uno de esos muebles... —von Lölhstadt
sonrió humorísticamente—, tan queridos de las mujeres bellas.
Gerda inclinó la cabeza graciosamente. Luego dijo:
—Pero debe haber alguna forma de matar a esos seres tan
repugnantes, ¿no es así?
—Desde luego. Suelen usarse las pistolas cargadas con balas de
plata, aunque el medio más efectivo es una estaca de madera,
aguzada en uno de sus extremos, la cual se clava en su corazón,
aprovechando el momento en que descansan de sus nocturnas
correrías. La muerte es fulminante y definitiva, porque mientras no
sucede tal cosa, el vampiro es un ser que pudiéramos llamar
híbrido: ni vivo ni muerto.
—En suma —apunté—, un no muerto, como los zombies
tropicales de Haití.
—Algo parecido, aunque con una gran diferencia. El zombie es un
cadáver viviente, valga la paradoja, un muerto que anda, pero que
se limita a obedecer las órdenes que le da su amo. En cambio, el
vampiro tiene voluntad propia y actúa como mejor le conviene,
aunque no faltan ocasiones en que uno o dos vampiros están
sujetos al poder de otro. Principalmente, cuando han sido
convertidos en vampiros por dicho ente.
Gerda rió forzadamente.
—La verdad, es que la conversación no tiene nada de agradable
que digamos.
—Pero sí muy curiosa —observó Meyer Lange—. Gracias a ella,
me he enterado de muchas cosas que ignoraba.
—Bueno —dijo la Rathenau—, antes de irme a la cama, me
pasaré por la cocina y le pediré a la cocinera unos cuantos dientes
de ajo.
—Señora Rathenau —dijo galantemente el conde—, en mi castillo
no hay vampiros; puedo garantizárselo. No obstante, si prefiere
dormir tranquila, daré orden a Kraubath a fin de que le proporcione
cuanto necesite para defender su sueño de esos repugnantes seres.
—Se lo agradeceré —contestó Gerda con un fuerte
estremecimiento—. No creo en los vampiros, pero por si acaso, no
estaría de más protegerse contra ellos —se volvió hacia la
muchacha—. Kilda, tú has estado callada durante toda la noche.
¿No tienes nada que decir?
La muchacha se puso en pie, sonriendo forzadamente.
—Estoy cansada —dijo—. Les ruego me dispensen.
Nos pusimos en pie todos. Kilda salió con paso suave y elástico,
que más bien parecía un fácil deslizarse sobre el suelo.
La interrupción pareció cortar la conversación. Uno tras otro, los
huéspedes fueron despidiéndose, hasta que, al fin, quedamos solos
en el comedor el conde y yo.
Von Lölhstadt me miró, sonriente.
—Supongo que usted, un espíritu selecto y cultivado, no prestará
oídos a semejantes majaderías —dijo—. Porque no pueden
calificarse dichas leyendas de otro modo.
Sacudí la cabeza, un tanto pensativo.
—Desde luego, nunca he creído que todo lo referente al
vampirismo fuera otra cosa que una leyenda —contesté—. Sin
embargo, aunque hoy día existan fuerzas sobrenaturales, poderosas
y a veces incontrolables, cuyo origen nos es muy difícil, por no decir
imposible, explicar
—Es posible que tenga usted razón, profesor Bascomb —
concordó el conde—. De todas formas, como dije antes a la señora
Rathenau, no creo en semejantes leyendas ni, además, que se
produzca un caso semejante en el castillo.
—Bien —sonreí—, de todas formas, como los vampiros sólo
actúan por la noche y mi labor ha de realizarse durante el día, en
todo caso bien poco tengo que temer de ellos.
—Así lo espero, profesor. Y también espero que reorganice usted
mi biblioteca, harto desordenada. Está necesitada de un repaso a
fondo; calculo que lleva más de ochenta años sin que nadie se haya
molestado en colocar un volumen en el sitio que le corresponde.
—Trataré de hacer honor a la confianza que se me ha otorgado —
respondí con una breve inclinación de cabeza—. Conde, con su
permiso.
—Buenas noches, profesor.
—Buenas noches, conde.
Salí del comedor y me dirigí a la gran escalinata, por medio de la
cual accedí al corredor superior. Entré en mi habitación y, ¡qué
diablos!, por si las moscas, como suele decirse, cerré la puerta con
llave.
Realicé la acción de un modo mecánico. De pronto, al levantar la
vista, hallé algo que me hizo sufrir una fuerte sacudida.
Sujeta por un clavito a la madera de la puerta, había una especie
de guirnalda hecha con una docena de dientes de ajo.
La boca se me secó repentinamente. El conde había negado todo
lo referente a vampiros y, posiblemente, desde su punto de vista,
tenía razón. Pero yo no podía olvidar la conversación sostenida
entre Klaus Stefan y el tío Schau, así como tampoco la visión que
había contemplado a mi llegada al castillo.
El viento chocó de repente contra una de las ventanas, haciendo
vibrar los cristales. Separé mi vista de la guirnalda de ajos y fui
hacia la cama con ánimo de desnudarme.
De nuevo otro choque. Sobre la almohada había una crucecita
hecha con dos ramitas de lo que me pareció boj, la mayor de las
cuales mediría unos veinte centímetros por doce o catorce la menor.
Las ramas estaban unidas por un hilo de seda blanca.
Encendí un cigarrillo con mano temblorosa. ¿Quién había sido el
autor de todo aquello?
Desistí de averiguar nada, al menos en aquellos momentos. Fuera
quien fuera, por lo menos había en el gesto dos intenciones
evidentes: una, avisarme contra la posible actuación de un vampiro
y otra protegerme del mismo.
Me desnudé rápidamente, poniéndome el pijama. Apagué la luz y
ya iba a meterme en la cama, cuando, de repente, noté que la luz de
la luna entraba libremente por la ventana, cuyas cortinas no había
corrido todavía.
Me acerqué a la ventana, con ánimo de correr las cortinas.
Entonces, un impulso irrefrenable, al cual hube de obedecer de
modo inapelable, me hizo mirar a través de los vidrios.
En esta ocasión, la sorpresa no fue tanta. A unos cincuenta
metros de distancia, vi claramente la silueta del vampiro, en pie
sobre una prominente roca, envuelto en los flotantes pliegues de su
gran capa negra, inmóvil como una estatua, indiferente a los
embates del viento.
De pronto, se oyó un enorme alarido. Era una mezcla de chillido
de espanto y silbido de alguna gigantesca serpiente y no parecía
salir de garganta humana alguna. El vampiro desplegó sus alas y se
lanzó hacia adelante, planeando en la noche, hasta fundirse con las
sombras.
Una estridente carcajada, rebotó con crispantes ecos contra los
muros del castillo. No pude contenerme; cerré las cortinas de golpe
y de un salto me metí en la cama, cubriéndome con el embozo
hasta la cabeza.
CAPÍTULO IV

Desayuné a la mañana siguiente con magnífico apetito. El cielo


estaba completamente despejado y en él lucía un sol radiante. Theo
Kapitz, el pintor, desayunó también conmigo, pero nuestra
conversación se redujo a los temas corrientes y vulgares que
pueden ligar a dos personas que recién acaban de conocerse.
El desayuno nos fue servido por Litz, el contrahecho. Sus manos
se movían con infinita suavidad y gran rapidez, pese a sus defectos
físicos y, francamente, no tengo la menor queja del modo como nos
servía.
Mientras desayunaba, pensé en los sucesos de la noche anterior.
Por supuesto, no quise comunicar a nadie lo que me había
sucedido; parte por temor al ridículo y parte por no meterme en
averiguaciones que quizá hubieran resultado demasiado molestas.
Por supuesto, había guardado el crucifijo y los ajos en una de las
maletas, cuya llave reposaba en uno de los bolsillos de mi traje.
Al terminar de desayunar, encendí un cigarrillo y, tras despedirme
del pintor, pregunté a Litz por la biblioteca.
—Por aquí, profesor, tenga la bondad —dijo el individuo.
Salimos del comedor y cruzamos el vestíbulo en toda su amplitud,
dirigiéndonos a una puerta situada justamente frente al mismo. Litz
la abrió, sosteniéndola con una mano para que pudiera pasar.
—Muchas gracias, Litz —dije.
—Estoy a su servicio, profesor —contestó el individuo, clavando
en mi rostro la única mirada de su ojo enrojecido.
Entré en la biblioteca, admirándome de sus colosales
dimensiones. Salvo la parte correspondiente a las ventanas, a la
puerta y a una gran chimenea —detalle que parecía ser
consubstancial con cada una de las estancias del castillo—, el resto
de los muros estaba cubierto por libros, apilados irregularmente en
largas estanterías, las cuales llegaban hasta el techo. Este resultaba
tan elevado que, para poder tomar un volumen de los estantes
superiores, era preciso utilizar una escalerilla de caracol, que
conducía a una especie de corredor saledizo, que rodeaba por
completo la estancia y el cual estaba protegido por una sólida
barandilla, también de hierro.
Cerré la puerta a mis espaldas y me enfrenté con la biblioteca.
Calculé que habría allí treinta o cuarenta mil volúmenes, cantidad
más que suficiente para entretener a un hombre durante medio año
al menos, si quería realizar una labor con medianos resultados.
Torcí el gesto; estábamos a principios de octubre y yo había
planeado regresar a Edimburgo para mediados de diciembre lo más
tardar. Nunca me ha gustado pasar las Navidades fuera de casa, y
aunque era soltero y no tenía familia, sí en cambio contaba con muy
buenos amigos, los cuales no me hubieran perdonado mi ausencia
en fechas tan señaladas.
Puesto que me habían contratado para ello, no me quedaba, por
tanto, otro remedio que poner mano a la tarea. Me acerqué a la gran
mesa que había en el centro, dispuesta especialmente para la
lectura, con ánimo de bosquejarme un plan racional de trabajo, que
me permitiera adelantar el mayor tiempo posible. Además, había
que contar con que durante mi permanencia en el castillo tenía que
perfeccionar el inglés de la señorita von Lölhstadt y esto me robaría
horas a mi labor de archivero bibliotecario.
De repente, divisé un enorme libraco situado en el extremo
opuesto de la mesa. El libro era tamaño de folio y muy grueso, diez
centímetros al menos. Estaba forrado en una gruesa piel amarilla,
de tacto tan suave como desagradable y tenía dos enormes cierres
de plata, ya oscurecida por el paso de los tiempos.
Leí el título, estampado en gruesos caracteres góticos en la
portada, con algo que parecía un hierro al rojo, tal era la sensación
que ofrecía la impresión de las letras. El título era, por demás,
altamente sugeridor: Genealogía de los condes von Lölhstadt, desde
la creación de su título en 1.083 hasta nuestros días.
Y debajo de las letras, el inevitable animal heráldico de la casa: el
murciélago negro. El que había estampado en bajorrelieve sobre la
cubierta del libro poseía una singular cualidad, que no había visto en
los restantes: sus ojos eran dos piedras amarillas, ópalos muy
posiblemente, las cuales despedían extraños fulgores que no
pudieron por menos de impresionarme.
Presa de una irrefrenable curiosidad, solté los broches y abrí el
libro por la primera página. En aquel momento, pareció como si
hubiese abierto la puerta de los vientos: una ráfaga aulló en el
exterior y los cristales vibraron con fuerza.
Me sequé el, sudor que había brotado en mi frente de modo
repentino. Luego, me dispuse a leer el contenido de la primera
página.
—¿Le interesa mucho conocer el origen de los condes von
Lölhstadt? —dijo de repente una voz a mis espaldas.
Creo que el salto que pegué me llevó a unos dos metros de
distancia. Luego me volví, procurando dominarme.
Kilda von Lölhstadt estaba frente a mí, contemplándome con
expresión impasible. La muchacha vestía un simple pullover
blancogris y una falda algo más oscura, calzándose con unos
zapatos de medio tacón, tipo deportivo. Tenía los brazos cruzados
delante del pecho y sobre los hombros llevaba una chaqueta de
punto de color rojo oscuro.
Traté de componer una sonrisa de circunstancias.
—Me interesó el título del libro, eso fue todo.
—Si lo desea, puedo relatarle la historia de los condes —dijo ella.
—Bueno, quizá en otro momento —moví la mano circularmente—.
Me espera un trabajo ingente y... Por cierto, aún no hemos
convenido las horas de nuestras clases.
—Lo dejo a su elección, profesor —dijo ella.
—Muy bien. Entonces, ¿qué le parece de tres a cinco? Luego yo
podría continuar aquí hasta la hora de la cena.
—Estoy a su disposición, profesor —su voz era tranquila, aunque
sin inflexiones Efectivamente, necesitaba perfeccionar su inglés.
Con los demás, salvo cuando había hablado a solas con el conde,
me había entendido, en alemán, idioma que domino fácilmente.
—Muchas gracias, señorita —contesté. Quería preguntarle por su
frase de la noche anterior, pero no me atreví.
Permanecimos unos momentos en silencio. Luego, Kilda se
despidió de mí y salió.
Cerré el libro y sujeté los broches. Acto seguido, empecé a
trabajar.
El trabajo me libró momentáneamente de toda otra preocupación.
Cuando quise darme cuenta, era ya la hora de comer.
A las tres, Kilda compareció puntualmente en la biblioteca. Por
indicación mía, Kraubath había dispuesto dos cómodos sillones a
ambos lados de la chimenea, entre los cuales había situado una
mesita. Kilda se sentó frente a mí y dimos comienzo a las clases.
Transcurrió una hora con plena normalidad. De repente, la
muchacha preguntó:
—¿Recibió usted mi carta, profesor?
Había estado esperando aquella pregunta durante largas horas.
Tratando de disimular mi ansiedad, dije:
—No entiendo a qué carta se refería, señorita.
—Cuando usted aceptó el trabajo que le ofrecía mi tío, pude leer
su dirección y le escribí a Edimburgo.
—Lo siento, señorita von Lölhstadt, pero no he recibido ninguna
carta suya. Quizá esto la contraríe, pero es así.
Ella me miró fijamente. De pronto, murmuró:
—Sé quién es usted y cuál es su verdadero objeto en este castillo,
pero sepa que no me prestaré jamás a ninguna maniobra de esa
especie, profesor.
Las palabras de la muchacha me dejaron estupefacto. Quise
interrogarla acerca de las mismas, pero Kilda no me dejó seguir
adelante.
—Continuemos con la lección, se lo ruego.
—A su gusto —contesté, completamente desconcertado.
Desde lo alto de la chimenea, el murciélago que había grabado en
ella, sobre una enorme losa de piedra, pareció mirarme
burlonamente. Y el repentino silbido de un golpe de viento pareció
su irónica carcajada.
A las cinco en punto suspendimos la clase, tal como habíamos
acordado. Kilda se puso en pie y yo la imité. La muchacha no volvió
a mencionar el tema y se marchó silenciosamente.
Cuando me quedé solo, fumé un cigarrillo, mientras meditaba en
la extraña cadena de sucesos que se habían producido en las pocas
horas que llevaba en el castillo. Acabé por encogerme de hombros y
sumirme en el trabajo de archivar y clasificar.
La cena transcurrió sin ninguna incidencia. Todos los huéspedes
del castillo nos encontramos en el comedor y, al menos por aquella
noche, el tema de los vampiros no fue rozando ni de lejos siquiera.
Al concluir, y tras una breve charla, me retiré a mi dormitorio. En
cuanto me hube quedado solo, saqué los ajos y el crucifijo. También
yo había empezado a creer en los vampiros.
Podrá parecer absurdo, pero lo cierto era que tenía motivos para
ello. Y en cuanto pude, me metí en la cama y apagué la luz.
Pasaron cuatro o cinco días sin que sucediera nada de particular.
Aunque el viento soplaba de modo casi continuo, el tiempo parecía
tender a mejorar. Una mañana, pues, cuando mi estancia no llegaba
aún a la semana, decidí tomarme un pequeño descanso.
Para ello no encontré nada mejor que darme un paseo por los
alrededores del castillo. Salí fuera por la gran portalada, sin que
nadie, al parecer, se extrañara de mi decisión y, tras un breve
estudio del terreno, encaminé mis pasos hacia el Kainach, cuyas
aguas burbujeaban casi al pie del castillo.
El lugar era tremendamente abrupto y por algunos sitios resultaba
verdaderamente difícil pasar. No obstante, a fuerza de tenacidad,
adobada con algunos golpes poco agradables, conseguí llegar hasta
el fondo del arroyo.
Una vez allí, miré hacia arriba. El castillo se alzaba sobre una roca
de aspecto impresionante, y su mole pétrea, musgosa en algunos
puntos y patinada por el tiempo, repelía y atraía a la vez, con
morbosa fascinación. El castillo no era excesivamente grande, en
comparación con otros que yo conocía, ni tampoco era del tipo
clásico que suele verse en fotografías e ilustraciones. Más bien
parecía una gran casa de campo, muy antigua, como las de los
señores de la Edad Media, mitad residencias, mitad fortalezas.
Tenía dos grandes torres cilíndricas, situadas en el extremo
opuesto a la entrada. A continuación venía el cuerpo principal del
edificio, con un tejado muy inclinado de pizarra gris, y luego otra
torre, más pequeña que las anteriores y de planta hexagonal, en
contraste con las grandes. Las tres tenían el dentado de las
almenas y estaban rematadas con el clásico tejado puntiagudo que
es peculiar de dichas construcciones.
En el lado que miraba al barranco en cuyo fondo me hallaba, pude
advertir un gran mirador de piedra, situado en el centro de la
fachada y suspendido directamente sobre el abismo. Una persona
que hubiera caído desde allí, habría recorrido libremente cincuenta o
sesenta metros antes de chocar contra la primera roca. Y luego,
habría descendido rebotando y destrozándose su cuerpo contra las
piedras, otra distancia similar.
Por el lado opuesto, la montaña era de pendientes más suaves,
aunque también bastante abruptas. No había ningún árbol, salvo a
una distancia de ciento cincuenta metros de la puerta de acceso, en
que se veían los primeros abetos, entremezclados con algunos
álamos y chopos, éstos en su mayoría situados en las márgenes del
Kainach.
Una leve columnita de humo brotaba de una de las numerosas
chimeneas que sobresalían al exterior. Debía ser la de la cocina,
calculé.
Estuve contemplando el espectáculo que, brillantemente
iluminado por el sol, era realmente atractivo. Luego, mi vista se fijó
en una gran piedra que sobresalía de la pendiente de subida al
castillo, elevándose unos doce o quince metros sobre el terreno.
Fruncí el ceño. Allí era donde había visto el vampiro las dos
veces. La época era ideal; estábamos en la luna llena. ¿Era cierto
que había un vampiro en el castillo?
Traté de alejar tales ideas de mi mente. Di media vuelta y procuré
contemplar el panorama que se extendía al otro lado del Kainach.
Allí el terreno era más suave y esmaltado de verdes prados,
separados por frecuentes muros de seto vivo. De repente, divisé un
bulto blanco tendido en el suelo junto a unos matorrales, a unos
cincuenta metros de distancia.
La curiosidad me picó. Aquella cosa blanca destacaba tan
claramente contra el verdor de los pastos, que no me quedó otro
remedio que decidirme a ir a verla.
Contemplé el arroyo que corría rápidamente a mis pies. Busqué
un vado con la vista y no tardé en hallar una especie de puente
construido con unos cuantos troncos tendidos de cualquier manera
sobre unas piedras que sobresalían de la corriente.
Atravesé el puente con cuidado; posiblemente, no me habría
ahogado de caer al arroyo, pero la fuerza del agua era considerable
y me hubiera causado serias lesiones antes de poder asirme a algún
punto sólido. Al fin, conseguí salvar el obstáculo y me encaminé a
toda prisa hacia el bulto blanco.
Cuando estuve cerca del objeto, distinguí lo que era: un animal
muerto.
Era una ternera joven, de pocos meses, de pelaje blanco y negro.
El color más oscuro se confundía de lejos con las matas que casi
ocultaban el cadáver del animal, del cual, lógicamente, sólo
destacaban las zonas blancas de su pelaje.
Un súbito presentimiento, asaltó mi ánimo. Sin poder contenerme,
me hinqué de rodillas junto al animal, dándole la vuelta a la cabeza
para examinarle el lado opuesto del cuello, ya que el que estaba a la
vista aparecía completamente normal.
El frío invadió mis miembros Mi cabeza vaciló y durante unos
instantes, todo se volvió oscuro y confuso en torno mío.
Después se aclaró mi vista. Pero allí estaban, en el cuello de la
pobre bestia muerta, los dos menudos orificios, cubiertos por la
sangre ya seca, que indicaban el lugar donde los colmillos del
vampiro habían hecho su presa para saciar sus repugnantes deseos
con la sangre del animal.
Me puse en pie, tambaleándome, vacilante. Pasé mi mano por la
frente, como para alejar de ella una visión de pesadilla. La razón se
negaba a admitir la existencia de los vampiros, pero la realidad lo
afirmaba de un modo rotundo e incontrovertible.
De repente, una voz sonó a mis espaldas.
—Y esta no será la última víctima que haga el vampiro.
CAPÍTULO V

Giré rápidamente sobre mis talones, enfrentándome con Kilda,


que era la persona que acababa de hablar.
La muchacha estaba frente a mí, con su habitual expresión de
estatismo e impasibilidad, en la cual destacaba únicamente el fulgor
de sus verdes pupilas. El viento hacía ondear libremente sus
cabellos, como una dorada bandera de combate.
—¿Qué sabe usted de ello? —pregunté bruscamente.
—Lo que está viendo, profesor —respondió la. muchacha—. ¿No
le parece suficiente?
—Han sido las alimañas del bosque —dije, no muy convencido de
mis manifestaciones.
—Ha sido el vampiro. O los vampiros —contestó Kilda—. No trate
de encubrir la verdad; usted sabe que es cierto. Tanto como yo.
—No, eso no es cierto. Yo soy un recién llegado al castillo, en
tanto que usted...
—No es preciso llevar mucho tiempo en el castillo para conocer lo
que es positivamente verídico —afirmó ella rotundamente—. Usted
lo sabe tan bien como yo.
Sacudí, la cabeza, enormemente desconcertado.
—Lo siento, pero me gustaría conocer más detalles sobre el
particular. Estamos a más de la mitad del siglo XX; se han enviado
cohetes a la luna; dominamos el átomo; vivimos una época de
civilización adelantadísima...
—Y sin embargo, existen los vampiros, profesor. Ahí tiene usted la
prueba de ello.
Volví a mirar el cadáver de la bestia.
—Aparentemente, es cierto, pero... —¿qué más podía decir yo?
Guardamos silencio. De pronto, ella dijo:
—Márchese, profesor, márchese antes de que sea demasiado
tarde. De lo contrario, cualquier noche, el vampiro penetrará en su
dormitorio y le chupará la sangre.
Hizo una pausa. Su expresión había variado. Ahora tenía el rostro
encendido y el seno le palpitaba con violencia.
—No le sorberá toda la sangre de golpe, sino en etapas
sucesivas. Usted se irá debilitando poco a poco, hasta que muera
por anemia. Entonces, se convertirá en otro vampiro más, que
saldrá en las noches de luna para buscar más víctimas y
convertirlas a su vez en sendos vampiros. ¡Váyase, profesor, váyase
antes de que sea demasiado tarde!
Y apenas pronunciadas tales palabras, la muchacha dio media
vuelta y trató de echar a correr.
Pero yo fui más rápido. Salté hacia ella y la agarré por un brazo.
—¡No! —grité—. ¡No se marche usted, señorita! ¡Tiene que
explicarme lo que sucede en este maldito castillo!
—¿Es que no lo está viendo con sus propios ojos? ¿No ha visto al
vampiro volar por las noches en busca de su repulsivo alimento?
¿No ha escuchado sus satánicas carcajadas cada vez que
encuentra una víctima?
Las palabras de la joven me dejaron mudo de estupefacción. Ella
aprovechó el momento y soltó su brazo de mi mano.
Antes de marcharse, me arrojó una última mirada, junto con una
frase absolutamente incomprensible:
—Y yo no estoy loca en absoluto, ¿me comprende usted?
Dio media vuelta y echó a correr rápidamente, poniéndose fuera
de mi alcance antes de que pudiera detenerla.
Dejé allí el cadáver de la bestia; ¿qué otra cosa podía hacer?
Regresé lentamente al castillo, calculando en mi interioridad los
innumerables comentarios a que daría lugar en Jagelwirt el hallazgo
de la ternera vaciada de su sangre por el vampiro.
Esperé a la tarde para la clase con Kilda, pero la muchacha no se
presentó. Kraubath vino de su parte, rogándome la excusara ya que
no se sentía bien. Procuré ocultar la decepción que sentía, en vista
de lo cual me apliqué al trabajo con todo fervor.
Llegó la hora de la cena, durante la cual nadie efectuó el menor
comentario acerca de la ternera. Antes al contrario, todo se
desarrolló en la mayor cordialidad y armonía, con la única excepción
de Kilda, quien no compareció tampoco en el comedor.
Sin embargo, pude darme cuenta de que reinaba una tensión
extraña en la mesa. Las risas, muchas veces, eran forzadas y hasta
violentas, especialmente las de la señora Rathenau. Esta, en
aquella ocasión, por contraste con sus escotadísimos vestidos,
llevaba aquella noche uno de color rojo y brillante, aunque sin
mangas, ceñido de manera harto ajustada a su escultural silueta.
El vestido era de cuello alto, de encajes, que le llegaban hasta el
mentón. En uno de los movimientos que hizo, sin duda
inconscientemente, para arreglarse uno de sus pendientes, el
encaje cedió un poco.
Me quedé helado de terror. ¡Bajo la oreja izquierda de Gerda
Rathenau había dos puntitos rojos, cuyo origen resultaba
completamente inconfundible.
Gerda no pareció darse cuenta de mis miradas. Por mi parte,
hundí la vista en el plato, tratando de dominar el temblor de mis
nervios. El vampiro empezaba ya a producir víctimas humanas.
Y entonces advertí un detalle que se me había pasado por alto
hasta entonces.
¡En todos los días que llevaba residiendo en el castillo, no había
visto nunca a Gerda Rathenau hasta hacerse de noche!
No sé lo que cené en está ocasión, ni el tiempo que empleé en
devorar, sin darme cuenta siquiera de que comía, los manjares
contenidos en el plato.
Lo único que recuerdo con cierta exactitud era que temblaba de
miedo, un miedo espantoso, insuperable, y que tomé el café a
grandes sorbos. En cuanto hube terminado, me despedí de los
huéspedes y salí del comedor.
Subí a mi habitación más que aprisa, encerrándome en ella con
llave. Los dientes me castañeteaban y todo mi ser estaba envuelto
en el aura de una fuerte excitación nerviosa.
Poco a poco, sin embargo, me fui calmando. Sobre un aparador
cercano tenía una garrafita de vidrio con algunas copas. Puse vino
en una de ellas y despaché el contenido de un solo trago.
Me miré al espejo que había sobre el aparador, encontrándome
tan pálido como un difunto. Una segunda copa de vino me hizo
recobrar en buena parte la ecuanimidad perdida y el calorcillo del
alcohol me corrió agradablemente por mis venas.
Empecé a pasearme por la estancia, hondamente turbado. Los
indicios de la existencia del vampiro eran cada vez más positivos y
reveladores. No se podía dudar de ello, después de haber visto la
ternera muerta y luego las dos marcas de colmillos en el cuello de
cisne de Gerda Rathenau.
¿Era ella el vampiro? O...
¿El conde?
Recordé. Von Lölhstadt no había sido visible tampoco durante el
día en todo el tiempo que llevaba allí. Sólo lo había visto y
conversado con él siempre después de oscurecer.
Entonces...
El conde y Gerda eran la pareja de vampiros que aterrorizaba a
los sencillos habitantes de Jagelwirt. Posiblemente, von Lölhstadt
había transmitido a Gerda el virus diabólico del vampirismo y ésta se
había convertido en un ser más de aquellos que no podían morir
después de muertos.
Una estridente carcajada sonó de pronto, entre dos alaridos del
viento. Los cristales de la ventana rechinaron.
De pronto recordé una cosa: los ajos y el crucifijo.
Tenía que colocarlos; los había guardado en mi maleta como
todas las mañanas, pero seguía aún sin sacarlos de allí, aturdido
por la increíble visión que había tenido momentos antes.
Extraje de mi bolsillo la llave de la maleta y me dirigí al armario
donde estaba acomodada. Abrí el armario y luego la maleta.
Una vez más en aquel horrible día, mi piel se cubrió de un sudor
instantáneo y helado.
¡El crucifijo y la guirnalda de ajos habían desaparecido!
Retrocedí tambaleándome. No, no era posible aquello; recordaba
perfectamente haberlos guardado antes de bajar a desayunar y
precisamente en la maleta de encima, ya que las dos estaban
colocadas la una sobre la otra.
Por si se tratase de un error, busqué frenéticamente en la
segunda maleta. El resultado fue idéntico.
Miré como un alucinado en torno mío. Presentía que algo horrible
me iba a suceder aquella noche. La desaparición de las armas de
defensa contra los vampiros así lo indicaba.
Temblando de horror, me encaminé hacia el aparador. Vertí en
una copa y la vacié de un trago. Luego volví a repetir la misma labor.
Levanté la copa y la acerqué a mis labios. Pero no pude beber el
segundo trago.
Mis ojos horrorizados contemplaron a través del espejo la puerta
de entrada al dormitorio que se abría silenciosamente.
Seguí con la vista clavada en el cristal reflector, el movimiento de
giro de la puerta. Esta se abrió hasta formar ángulo recto con la
pared y luego volvió a cerrarse, con la misma ausencia de ruido.
Entonces me volví rápidamente y no pude contener un grito de
horror.
¡Gerda Rathenau estaba frente a mí, sonriéndome incitantemente!
La mujer vestía una especie de amplio camisón negro de flotantes
velos, que ocultaban mal las redondas morbideces de su magnífico
cuerpo. Los ojos le brillaban codiciosamente y sus rojos labios, más
rojos y jugosos que nunca, se entreabrían ligeramente, dejando ver
el fulgor de unos dientes de blancura perfecta. No se había
molestado siquiera en cubrirse el cuello, en el cual destacaban,
como dos rubíes, sendas gotitas de sangre a pocos centímetros
bajo la oreja izquierda.
Me estremecí. ¡La imagen de la mujer no se había reflejado en el
espejo! No cabía la menor duda; era un vampiro. Hermosísimo, pero
vampiro al fin y al cabo.
—Hola, profesor —dijo con voz baja, de tonos cálidos y sensuales
—. ¿No me invita a una copa de vino?
Se me acercó, ondulando sinuosamente.
—Eres un hombre muy atractivo, profesor —murmuró,
tuteándome—. Me gustas, palabra.
Estaba envuelta en un penetrante perfume que casi mareaba. La
sonrisa no se borraba de sus labios un solo momento.
—Bu... bueno —dije—. La... tomaremos una copa juntos —y me
volví rápidamente hacia el espejo, comprobando, como la vez
anterior, que la imagen de Gerda no se reflejaba en el cristal
azogado.
El cuello de la garrafa tintineó al chocar contra el borde de la
copa, tal era el temblor de mis manos. Cuando hube llenado la copa,
me volví, abrigando la vaga esperanza de que todo fuera un sueño.
Pero no, allí estaba ella, sonriendo tan incitantemente como
desde el primer momento. Alargó el brazo, tomó la copa y dijo:
—Por los dos, profesor.
Bebió casi todo el vino de golpe. Luego, con gesto indolente, dejó
caer la copa al suelo.
—Acércate —susurró—. Me gustas, Mortimer, no lo puedo
remediar.
Alargó sus blanquísimos brazos hacia mí, rodeándome el cuello
antes de que pudiera oponer el menor inconveniente. La carne era
fría y ardiente a un mismo tiempo.
Una oleada de algo que no había sentido jamás me envolvió con
llamaradas de fuego. Los ojos de Gerda fosforescieron como si
fueran los de un animal maligno. Sabía que me encaminaba a mi
perdición, pero no podía rehuir el satánico hechizo de aquellas
ondas pupilas negras.
Sus labios se acercaron a los míos. Los tocaron, quemándome
con su pulpa jugosa. Abandoné todas mis precauciones al rodear
con mis brazos el talle cálido y cimbreante de Gerda.
Permanecimos así unos momentos. De pronto, ella separó sus
labios de los míos. Me miró un instante y luego, de modo repentino,
su boca buscó mi cuello ávidamente.
Fue una visión que duró apenas una décima de segundo, pero
suficiente, sin embargo, para que mis pupilas captaron la doble
imagen de unos colmillos puntiagudos que buscaban con ansia
voraz mi yugular. Sentí en mi carne el pinchazo de los colmillos.
Aquello rompió el infernal encanto que me había subyugado
durante unos instantes. Apoyé mis manos en sus hombros y la
rechacé con fuerza.
El hermoso rostro de Gerda Rathenau se deformó a impulsos de
una ira bestial, infrahumana. Un ronco sonido inarticulado brotó de
sus labios, y aquel grito no tenía nada en común con los susurros
amorosos, cargados de pasión, que había musitado momentos
antes en mis oídos.
Se arrojó sobre mí y pude rechazarla una vez. Obscenas
imprecaciones se escapaban de sus rojos labios, en tanto que sus
ojos despedían fulgores de cólera. Nuevamente trató de
abalanzarse sobre mí, con las uñas fuera, como una gata de gran
tamaño.
Me vi perdido. El terror y el espanto habían disminuido
notablemente mi capacidad defensiva. Si Gerda conseguía
morderme en el cuello, podía considerarme perdido.
Entonces, en vista de que carecía casi de fuerzas para rechazar
sus ataques, hice lo único que cabía hacer en aquellos momentos
de tan intenso dramatismo; junté los dos dedos índices de mis
manos, colocándolos transversalmente de modo que formaran una
cruz.
El efecto resultó instantáneo.
Gerda lanzó un horroroso aullido, a la vez que se cubría los ojos
con las manos.
Gerda retrocedió a trompicones, a la vez que gritaba
espantadamente. Henchido de satisfacción, avancé hacia ella.
—¡Fuera, vampiro! —exclamé—. ¡Vete, vete de aquí!
En aquel momento, sonó algo parecido a un cañonazo. La luz se
extinguió súbitamente, al mismo tiempo que la ventana se abría de
golpe. Una racha de aire helado y bramador irrumpió en la estancia,
haciendo ondear las cortinas.
Sonó un agudísimo chillido. La luz de la luna penetraba a través
de la ventana.
Un murciélago revoloteó dentro del dormitorio varias veces, hasta
que encontró la ventana y desapareció a su través, alejándose
mientras chillaba estruendosamente.
Empapado en sudor, helado de espanto, corrí hacia la ventana y
la cerré sólidamente. En el mismo momento la luz volvió a
encenderse.
Miré en torno mío. Estaba solo.
¡Gerda Rathenau había desaparecido!
Tambaleándome, vacilando espantosamente, me dirigí al
aparador. Agarré la botella y tiré el tapón de vidrio a un lado. Bebí
directamente, con ansia; oyendo el rápido glu-glu del vino al
atravesar mi garganta. No me detuve hasta haber vaciado por
completo la botella.
Entonces, con paso tembloroso, me dirigí al lecho. Caí sobre él
como un tronco.
El alcohol hizo el resto. Dormí de un tirón hasta que llegó el nuevo
día.
CAPÍTULO VI

Cuando me desperté, el sol penetraba de lleno en el dormitorio.


Me senté en el lecho, frotándome los ojos con ambas manos. De
repente advertí que estaba vestido.
Entonces recordé de golpe los espantosos momentos que había
vivido la noche anterior. Me parecía imposible que hubiera sucedido
una cosa semejante, pero así era; no había forma humana capaz de
desvirtuar los hechos.
Tenía la boca reseca como consecuencia del alcohol ingerido. Me
dirigí al baño, desnudándome y metiéndome bajo el agua helada, lo
cual me hizo reaccionar de manera notable, haciéndome sentir al
acabar, de manera un tanto incongruente, un soberano apetito.
Al terminar mi aseo, me vestí con ropas limpias, unos zapatos
blandos, unos pantalones grises y un pullover azul encima de la
camisa. Entre mi equipaje había traído algo que siempre solía llevar
en mis excursiones para caso de que lo necesitara en alguna
circunstancia imprevista; un magnífico cuchillo de varios usos, todos
los cuales habían sido pacíficos hasta aquellos momentos.
Naturalmente, no pensaba matar con ello al vampiro, harto sabía
que, según la leyenda no podía morir más que de dos formas: con
una bala de plata o con una estaca de madera hincada en su
corazón. Pero había tomado el cuchillo con otro fin muy distinto:
construiría una o varias cruces de madera que me sirvieran de
eficaz protección contra los vampiros. Y hablo en plural, porque
estaba firmemente convencido de que eran dos al menos: Gerda
Rathenau y el conde.
Desayuné fuertemente, solo, porque, al parecer, los demás ya lo
habían hecho, después de lo cual salí del castillo, en dirección
opuesta al arroyo. Pude encontrar, tras algunas pesquisas, un seto
de boj, del cual corté unas cuantas ramas rectas, adecuadas por
completo al objeto a que las destinaba.
Al terminar, me volví, dispuesto a regresar al castillo. Lo hice de
modo tan imprevisto, que estuve a punto de tropezar con Kilda.
Maldije entre dientes el susto que acababa de llevarme. No
obstante, procuré sonreír.
—Buenos días, señorita —dijo—. ¿Se encuentra ya mejor?
—Sí, gracias —contestó ella un tanto secamente—. ¿Qué estaba
haciendo, profesor?
Miré las ramitas de boj que tenía en la mano.
—Bueno... entreteniéndome un rato. Ahora me disponía a ir a la
biblioteca para comenzar mi tarea.
Ella miró también las ramitas.
—Quiere hacerse cruces para defenderse de los vampiros, ¿no es
así?
—Por favor —dije, haciendo una mueca—. Señorita Kilda, yo no
creo en semejantes paparruchas...
—Pero, por si acaso, trata de defenderse de esos repugnantes
seres, ¿no es cierto?
—Bueno —confesé—, cierto o no, nunca está de más tomar
ciertas precauciones. Si lo desea, puedo hacerle también una cruz.
—No es necesario, gracias; yo sé defenderme a mí misma.
—Es una cosa que celebro infinito —respondí.
Callamos unos momentos. De pronto, Kilda preguntó:
—¿Ha vuelto a ver a alguno de los vampiros?
—¿Yo? En absoluto. Y me gustaría, no crea —sonreí—. De este
modo, cuando regrese a Edimburgo, siempre tendré algo
interesante que contar entre mis amistades.
—¿A su familia, no?
—Soy soltero y no tengo a nadie en el mundo, señorita Kilda,
excepto media docena de buenos y sinceros amigos, que disfrutarán
enormemente con el relato de las aventuras que les haga a mi
vuelta.
Kilda asintió pensativamente.
—Sí, seguramente tendrá mucho que contarles. Y será así,
porque es usted tan obstinado que no quiere marcharse en el acto
del castillo, sin esperar siquiera a que vengan a recoger su equipaje.
—Mire usted, señorita —dije, tratando de armarme de paciencia
—, no estaría bien que ahora dejase a su tío plantado por la
cuestión de unos vampiros, supuestos o reales. Cuando se conoce
el peligro, es fácil adoptar medidas de defensa, ¿no cree?
—Es cierto, pero, ¿qué sucede cuando el enemigo es más listo o
más inteligente que nosotros mismos?
—No creo que la inteligencia de un vampiro pueda superar a la
mía —expresé con algo de orgullo.
Kilda sonrió conmiserativamente.
—En todo caso, le deseo mucha suerte, profesor —e inició un
movimiento como para marcharse...
—¡Espere un momento! —dije.
Ella me miró de lado.
—¿Sí? —murmuró.
—¿Acudirá usted a la clase esta tarde?
—Trataré de hacerlo... es decir, si me siento mejor, profesor.
—Celebraré que se reponga cuanto antes, señorita Kilda.
—Gracias. Hasta la vista, profesor.
Quedé en el mismo sitio, contemplando cómo se alejaba hacia el
castillo cansinamente, con paso lento y débil, profundamente
preocupado por los dos detalles que había observado en ella
durante nuestra breve conversación.
Kilda estaba muy pálida, completamente blanca, y tenía el cuello
rodeado por una gran bufanda de lana, que le cubría casi la mitad
de las orejas. ¿Por qué aquella palidez? ¿Qué motivos la
impulsaban a usar la bufanda en una época, en que, si bien hacía
fresco por las noches, la temperatura resultaba aún tolerable por el
día?
La solución de estas dos preguntas era sumamente fácil. Después
de lo que me había pasado, se contestaban por sí solas.
Regresé al castillo y entré en la .biblioteca, dejando las ramas de
boj sobre la mesa. Mi vista reparó entonces sobre el libro de la
genealogía de los von Lölhstadt.
Instantes después, me hallaba sumido en las páginas de un libro,
cuya lectura reputé de fascinadora desde el primer momento.
Cuando alcé la cabeza del mismo, comprobé con asombro que
habían transcurrido bastante más de dos horas y que era ya llegada
la de comer.
Pero en aquel tiempo me había enterado de muchas cosas, una
breve síntesis de la cual es la siguiente:
El primer antepasado vampiro del conde, del cual se tenía
noticias, era un voivoda, o señor de una localidad muy pequeña,
situada al pie del Candrelu, una cima de los Alpes de Transilvania,
en Rumania, que eleva su cota a dos mil doscientos cuarenta y
cinco metros sobre el nivel del mar.
El voivoda Rosiorii DeVede, que tal era su nombre, hizo un pacto
con otro vecino suyo, de quien se sabía era un brujo reconocido con
excelentes influencias en el infierno. A cambio de sus favores,
DeVede recibió la facultad de la inmortalidad, mediante su
transformación en vampiro.
Ello no le impidió casarse y fundar una familia normal, algunos de
cuyos miembros se convirtieron igualmente en vampiros. Una
descendiente del voivoda, matrimonió siglos después con un
antecesor del conde von Lölhstadt, cuando dicho antepasado hizo
una breve estancia en aquella localidad transilvar, con motivo de la
guerra que los austríacos sostuvieron contra las huestes de Solimán
el turco. El conde regresó a su tierra con su flamante esposa, la
cual, según podía deducirse, porque no lo expresaba en el libro con
demasiada claridad, lo convirtió a su vez en vampiro. Este fue el
primer vampiro de los von Lölhstadt.
Los monstruos empezaron a asolar la región. Naturalmente, los
campesinos se defendieron y lograron dar muerte a muchos de
ellos, hasta el punto de que llegó el momento de que creyeron
haberlos exterminado a todos. La comarca de Jagelwirt había
permanecido en paz, sin la menor noticia de dichos seres
repugnantes, desde finales del siglo XVII hasta unos meses antes,
en que el actual conde von Lölhstadt, saliendo al parecer de su
tumba, donde había permanecido ignorado durante casi trescientos
años, había empezado a merodear por los contornos en busca de
sangre con la cual saciar su sed secular.
Esto último, naturalmente, hube de deducirlo por mí mismo, ya
que no lo expresaba el libro. La última referencia a vampiros era la
que mencionaba la muerte del decimotercer conde con Lölhstadt.
Juzgando por el tiempo pasado, el actual tendría que hacer el
número veintiuno o veintidós... a menos que fuera el mismo que
murió en 1688.
Entonces... en alguna parte del castillo tenía que existir una
tumba. Una tumba, en la cual el conde y su execrable cómplice —
¿la condesa, su esposa?— reposarían durante el día de sus
diabólicas correrías nocturnas.
Me estremecí. ¿Sería Gerda Rathenau tan antigua como el
conde? ¿O se habría casado con éste después de su resurrección?
Cerré el libro, sumamente pensativo. Una y otra vez me repetía
que aquello no podía ser, que era fantástico e irreal... pero los actos
de Gerda Rathenau durante la noche anterior lo probaban de modo
concluyente, sin contar con la res que había hallado muerta y vacía
de sangre... y el crucifijo y los ajos que alguien había puesto en mi
habitación la noche misma de mi llegada.
Por cierto, ¿quién los había retirado tan oportunamente? Ni el
conde ni Gerda podían haber sido; ellos no podían acercarse ni ver
siquiera aquellos objetos que consideraban nefastos para su
demoníaca naturaleza. Lo cual significaba una cosa: que tenían un
cómplice en el castillo.
¿Cuál era ese cómplice? Estaban Kraubath el mayordomo, Litz, el
criado y, además, los tres huéspedes, Kapitz, Lange y Hailsd.
Cualquiera de ellos podía ser... pero esto no me aclaraba la
identidad de la persona que había querido protegerme colocando la
guirnalda de ajos y el crucifijo en mi estancia. ¿Kilda?
Terriblemente desconcertado, me acerqué a la ventana del rincón.
Vi que se acercaba un carro, cargado hasta arriba, tirado por un
robusto percherón, en cuyo pescante vi a dos personas conocidas:
el posadero Stefan y su rolliza hija Hansi.
Desde el punto en que me encontraba, pude ver a Kraubath y a
Litz que salían por la puerta y empezaban a descargar los bultos
que traía el carro y que, acertadamente, supuse se trataba de
víveres para el castillo.
La descarga duró aproximadamente un cuarto de hora, al cabo de
la cual, Stefan y Hansi se dispusieron a regresar a la aldea.
Mientras se efectuaba aquella operación, pude fijarme en el
posadero y en su hija. Los dos parecían muy nerviosos y aprensivos
y, por lo que respecta a Hansi, no hacía más que santiguarse
nerviosamente con suma frecuencia. Vi claramente el gesto de alivio
de la moza al terminar la descarga y su rostro, del cual habían
desaparecido los colores de manzana que tan atractivo lo hacían,
volvió a recobrarlos.
Entonces, cuando ya Stefan estaba dando la vuelta al carromato,
Litz salió del interior del castillo con un pesado bulto en las manos.
Parecía una maleta forrada en lona, la cual entregó al posadero.
Este la colocó en la trasera del carro, después de lo cual fustigó al
caballo, alejándose de allí con toda la rapidez posible.
El carro desapareció muy pronto en la revuelta más próxima.
Unos momentos después, sonó el batintín que anunciaba la comida
a los huéspedes.
Acudí al comedor. Como de costumbre, el conde y Gerda faltaban
a la mesa.
CAPÍTULO VII

Gerda y el conde comparecieron puntualmente a la hora de la


cena. Von Lölhstadt vestía tan pulcramente como de costumbre y en
cuanto a ella, lucía un atrevido modelo sin hombreras, de color
amarillo, rabioso, que contrastaba curiosamente con su tez de cera
y sus negrísimos cabellos. Me fijé en ella muy especialmente; las
huellas de las mordeduras del vampiro apenas si eran notables bajo
la capa de maquillaje que las cubría.
Gerda estuvo alegre y desenvuelta como nunca, en tanto que la
actitud de Kilda era actitud totalmente opuesta. La muchacha
apenas desplegó sus labios, mostrándose seria y circunspecta como
pocas veces. Durante la clase de inglés de la tarde, había
rechazado contundentemente cuantos intentos de acercamiento
realicé yo, por lo que no me había quedado otro remedio que
desistir y resignarme a tener paciencia.
Y digo tener paciencia, porque, a pesar de cuanto me había
sucedido, mi curiosidad crecía a cada segundo que transcurría; y
este sentimiento me hacía actuar de modo totalmente contrario a
como Kilda esperaba de mí, es decir, quedándome en el castillo en
lugar de huir en el acto.
En cuanto a los restantes invitados, bien que terciaran en la
conversación, su papel parecía ser el de meros comparsas del
drama que se estaba gestando. ¿Comparsas... o cómplices de
aquella pareja de vampiros?
Kilda me miró de vez en cuando con actitud suplicante. “¡Váyase,
váyase!”, parecía decir su mirada, pero, a fuerza de buen escocés,
por mucho miedo que sintiera —y lo tenía, no me da vergüenza
confesarlo—, me había forjado el propósito de descubrir las tumbas
de los vampiros y aniquilarlos para que no pudieran repetir sus
horrendos crímenes.
La cara de Kilda continuaba muy blanca, y su esbelta garganta
estaba envuelta en un pañuelo de gasa hasta inmediatamente
debajo de las orejas. Esto me confirmó que había sido mordida con
toda seguridad por alguno de los vampiros —el conde,
probablemente.
Era preciso actuar con cierta rapidez, si no quería que Kilda, a su
vez, se convirtiera en otro vampiro. El conde, suponiendo que fuese
él, y no había razón para pensar lo contrario, iría sorbiéndole la
sangre noche tras noche, hasta hacerla sucumbir por pura anemia.
Entonces, Kilda, a su vez, se convertiría en un horrible ser no
muerto, en otro vampiro que saldría en las noches de luna en busca
de su infernal alimento.
La muchacha me inspiraba una gran pena y, todo hay que decirlo,
una singular simpatía. No, no podía tolerar que llegase a un estado
tan horrible. Tenía que hacer algo para evitarlo. Pero ¿cómo obrar,
cómo actuar, si prácticamente desconocía todo sobre el particular?
Terminamos de cenar y nos levantamos, yéndonos junto a la
chimenea, donde Kraubath nos sirvió el café. Una especie de oscuro
presentimiento, me hizo tomar tan solo unos sorbos del mío, menos
de media taza. El resto cayó al suelo, cuando, con un hábil
movimiento, fingí haber tropezado y la taza salió despedida de la
mesita por mi mano.
Pedí excusas, limpié con mi pañuelo un poco los bajos de los
pantalones de Lange y rechacé una segunda taza de la infusión.
Durante unos momentos reinó en aquel lugar un ligero desconcierto.
Kilda me miró interrogantemente. Puse mi mejor expresión de
inocencia; tenía formado un plan y no quería que nadie adivinara, ni
aun sospechase tan siquiera lo que pretendía hacer aquella noche.
Como de costumbre, la muchacha fue la primera en marcharse.
Kapitz y Hailsd se retiraron minutos después, seguidos por el conde.
Quedamos en el comedor Lange, quien charlaba muy
animadamente con Gerda, y yo.
Lange se retiró minutos después, dejándonos a Gerda y a mí
mano a mano. La sugestiva morena se me acercó, con un cigarrillo
en la mano.
—¿Tiene un fósforo, profesor? —preguntó con voz cautivadora.
—¡Cómo no, señora Rathenau!
Gerda aspiró el humo y me miró con ojos traviesos. Sonrió
ampliamente.
—¿Qué tal van sus trabajos, profesor? Tengo noticias de que se
pasa la mayor parte del día en la biblioteca. ¿No se toma nunca un
momento de descanso?
—Verla a usted a la hora de la cena, es ya suficiente descanso, mi
querida señora Rathenau.
Ella echó la cabeza hacia atrás y rió argentinamente,
mostrándome una garganta sin tacha. Luego me miró, sonriendo
ampliamente.
—Una frase muy ingeniosa, profesor, y que agradezco
cumplidamente. Dígame —añadió—, y aparte de su trabajo, ¿qué tal
lo pasa en el castillo?
—No puedo quejarme, señora; las distracciones abundan —
contesté significativamente.
—Lo celebro —respondió ella—. Kilda es muy hermosa.
—Cierto, aunque no me refería a ella exclusivamente.
Gerda arrojó el cigarrillo a la chimenea. Sus negras pupilas me
miraron con tal intensidad, que por un momento llegué a sentir
verdadero pánico.
—Es usted astuto y sinuoso como una serpiente, profesor, y
conste que lo digo en el mejor sentido de la frase —manifestó.
Avanzó un paso hacia mí, con ojos inflamados por el deseo—. Y,
¿no le gustaría aumentar el número de sus distracciones?
La pregunta fue formulada en tono bajo, insinuante. El opulento
busto de Gerda palpitaba aceleradamente, en tanto que sus labios
se entreabrían invitantemente.
—El deseo de divertirse del hombre ha sido siempre connatural
en él —respondí—. Ahora bien, es preciso saber distinguir entre las
distracciones sanas y convenientes y...
—¿Las inconvenientes? —rió suavemente, dando otro paso hacia
mí.
—Exactamente.
De repente, sus brazos se dispararon como sendas serpientes de
cálido y flexible marfil, enroscándose en torno a mi cuello. Su aliento
quemaba.
—Y yo, ¿qué clase de distracción le parezco, profesor? —dijo
apretándose fuertemente contra mí.
Continuaba sonriendo. Pero pude advertir un detalle; no tenía
aquellos colmillos tan puntiagudos que yo le había visto la noche
anterior. Además, el comedor no era el lugar adecuado para ejercer
sobre mí sus execrables funciones.
Estrujé su talle con fuerza, de tal modo, que arranqué de sus
labios un suave quejido de dolor. Luego aplasté aquellos labios
jugosos, llenos de vida y de calor, con los míos.
Las manos de Gerda se crisparon sobre mi nuca. Si era o no un
vampiro, en aquel momento no parecía más que una mujer
apasionada entregada por completo a la sugestión y al hechizo del
beso que nos unía frenéticamente.
Permanecimos así unos instantes. De pronto, sonó una voz a
nuestras espaldas.
—¿Estorbo?
Nos separamos rápidamente. Sentí que mis mejillas se
encendían, en tanto que Gerda se ahuecaba el cabello con gesto
displicente.
—En absoluto, querido conde —dijo—. No se quede en la puerta,
por favor.
—Desearía hablar unos momentos a solas con usted, mi querida
señora Rathenau —dijo von Lölhstadt.
—Les dejaré solos —me ofrecí, adelantándome un paso, a la vez
que maldecía entre dientes al inoportuno.
—Oh, no, no por favor —exclamó Gerda. Se alisó el traje por la
parte de las caderas con ambas manos y respiró profundamente,
haciendo que su seno resaltara con fuerza bajo la tela del vestido—.
Hablaremos más cómodamente en la biblioteca, ¿no le parece,
conde? Dispénseme, profesor.
—A su disposición, señora —contestó él. Se retiró a un lado para
dejarla pasar y cuando ella le hubo rebasado, me arrojó una mirada
preñada de amenazas.
Inspiré con fuerza, tratando de normalizar mi pulso. ¡Rayos!,
Gerda podría ser un vampiro, pero en aquellos momentos se sentía
una mujer, como había tenido ocasión de comprobar plenamente.
¿Por qué había tenido que venir el conde a interrumpirnos en lo
mejor?
Bastante enojado, tomé una taza de café sin darme cuenta de lo
que hacía ni de que faltaba más de la mitad del contenido de la
misma. Sorbí aquel resto, pero antes de que el líquido hubiera
terminado de pasar por mi garganta, lo escupí con fuerza a las
llamas de la chimenea.
Hice un gesto de repugnancia y me limpié los labios con el
pañuelo. Acto seguido, saqué un cigarrillo y lo encendí, con objeto
de quitarme el mal gusto del brebaje.
De pronto, reparé en un detalle en el cual no me había fijado
hasta entonces. Uno de los bordes de la taza estaba manchado
ligeramente de carmín.
Había otra taza también manchada, pero el tono en ésta era
mucho más intenso, como si fuera sangre. En cambio, el color de
aquella en que yo había bebido inconscientemente era mucho más
claro.
Era obvio, pues, deducir a cuál de las dos mujeres pertenecían las
tazas. La que Gerda Rathenau había utilizado estaba vacía, en tanto
que Kilda se había dejado casi la mitad de su porción, que yo había
arrojado después al fuego.
Entonces comprendí que aquel sabor desusadamente amargo no
se debía a la carencia de azúcar. ¡Habían puesto una droga en el
café de la muchacha!
Ya no me quedó duda acerca de lo que iba a sucederle aquella
noche. Estaba seguro de que ella había notado también el amargor
del narcótico debido a lo cual, no se había concluido el contenido de
la taza. A pesar de todo, me dio la sensación de que la joven había
ingerido el suficiente narcótico para dormir profundamente durante
varias horas.
Y mientras dormía, el vampiro realizaría su repugnante obra.
Arrojé el cigarrillo a la chimenea y salí al corredor, El silencio más
absoluto reinaba en el castillo, interrumpido de modo esporádico por
las ráfagas de viento que chocaban con fuerza contra sus bastiones.
Crucé el vestíbulo, cuya iluminación había sido reducida al
mínimo, lo mismo que la de la escalera y el corredor. Subí
presurosamente a mi habitación y cerré la puerta con llave a mis
espaldas.
Hecho esto, busqué las ramitas de boj que había cortado aquella
mañana y, de modo apresurado, me dispuse a fabricar hasta cuatro
cruces, que era el número de las que podía construir con el material
que me había procurado. Entonces, tremendamente consternado,
me di cuenta de que carecía de hilo para atar las ramas.
Mis vacilaciones no duraron mucho. Abrí una de las maletas y
extraje de ella una camisa, cuya tela rasgué rápidamente en tiras.
En pocos momentos, tuve dispuestas cuatro cruces, una de las
cuales guardé bajo el pullover, sujetándola por la parte inferior con
el cinturón de mis pantalones.
En aquel momento sonó una estridente carcajada.
Los cabellos se me erizaron de horror al escuchar por todas
partes. La carcajada se multiplicó por mil y los diabólicos ecos de
aquella risa, que parecía retumbar acabó fundiéndose con los
silbidos del viento.
Una súbita premonición me asaltó en el mismo momento. Apagué
la luz y me dirigí hacia la ventana, que abrí de par en par.
Mis suposiciones se convirtieron en certidumbre. ¡El vampiro
estaba allí, sobre la roca en que solía posarse!
Su negra capa se agitaba con los soplos del viento. En su rostro
pude ver brillar dos pupilas amarillas, que fosforecían de un modo
singular en las sombras de la noche, especialmente y más todavía
por hallarse situado a contraluna.
De repente, el vampiro extendió sus brazos, desplegando la capa
en toda su amplitud. En el mismo momento, un hondo gemido
pareció brotar del fondo del valle, junto al lecho del arroyo. El
gemido era súplica y alarido de horror a la vez y poseía unas
tonalidades vagamente musicales, pero de un fondo horrendamente
siniestro que helaba la sangre en las venas.
El vampiro dio un salto hacia adelante y se fundió con las
tinieblas. De pronto, sentí un agudo chillido muy cerca de mí.
Un murciélago revoloteó alborotadamente a pocos pasos de la
ventana. El repugnante animal pareció querer entrar en mi
habitación, pero tras unas cuantas evoluciones sin sentido, acabó
por desaparecer, chillando estridentemente.
Retrocedí y cerré de golpe, echando la falleba. Tomé una de las
cruces que había construido y la coloqué junto a la ventana. Al
menos, le había cerrado al vampiro una vía de acceso.
Colgué otra de la puerta del dormitorio y la tercera en fin, de la del
baño. Hecho esto, me dispuse a socorrer a Kilda.
Estaba seguro de que el vampiro atacaría aquella noche a la
muchacha.
CAPÍTULO VIII

Asomé cautelosamente la cabeza por la puerta apenas


entreabierta. El corredor estaba débilmente iluminado por dos
amarillentas lámparas situadas en sus extremos, de tal modo que
apenas si se podían distinguir algunos detalles. La puerta de la
habitación de la muchacha estaba en sombras, lo cual no dejó de
satisfacerme, pues ello contribuía notablemente a mis propósitos.
Salí de mi cuarto y avancé sigilosamente a lo largo del corredor.
Al llegar a la puerta del dormitorio de Kilda, tanteé la cruz que
llevaba bajo el pullover; aquella era mi única defensa para caso de
que me encontrase con el vampiro. Con el cuchillo no había ni qué
soñar tan siquiera, a pesar de lo cual, también lo llevaba encima.
Escuché atentamente. No se oía el menor ruido, excepto los
intermitentes embates del viento contra los gruesos muros del
castillo, ruido al cual ya me había acostumbrado tanto que había
llegado a parecerme natural.
Entonces me decidí a abrir la puerta. Estaba dispuesto a pasarme
la noche en vela junto a Kilda, con objeto de que no le sucediera
nada. Hice girar muy suavemente el pomo y miré a través de la
rendija.
Sólo podía divisar desde allí el final del lecho de Kilda, idéntico al
mío. Abrí un poco más y pude ver que el dosel cubría la cama casi
por completo.
Respiré profundamente. El vampiro, a lo que parecía, no había
llegado aún.
Penetré en la estancia, cerrando a mis espaldas. Entonces divisé
la ventana abierta de par en par. Las cortinas flotaban libremente,
ondeando a las rachas de viento.
La habitación estaba completamente a oscuras. Sin embargo, la
luz de la luna penetraba a través de la ventana, produciendo una
penumbra que, para unas pupilas habituadas a las tinieblas,
resultaba más que suficiente.
Ello me permitió de repente distinguir un bulto negro que
sobresalía a medias del dosel de la cama.
Un helado escalofrío de horror sacudió mi cuerpo de arriba a
abajo. ¡El vampiro había llegado ya!
En mi interés por salvar a Kilda, olvidé toda precaución. Me
abalancé sobre el monstruo, a la vez que, sin darme cuenta de lo
que me hacía, emitía un grito bárbaro, bestial.
El vampiro se volvió hacia mí. Era el conde, no podía dudarlo en
modo alguno.
Su rostro estaba deformado por una diabólica mueca de odio. Un
leve resplandor verdoso se desprendía de su rostro, infundiéndole
un aspecto realmente espantoso. Sus dedos, como garfios de acero,
se tendieron hacia mí de pronto, buscando ávidamente mi garganta.
Reparé, en una fracción de segundo, en sus largos colmillos y en
la sangre que le goteaba a lo largo del mentón en un delgado hilo.
¿Cuánto tiempo llevaba allí, practicando en Kilda su demoníaca
labor?
No podía ser mucho, porque apenas habían pasado diez minutos
desde que lo viera echarse a volar desde la roca. Sin embargo, era
imperativo alejarlo de allí fuera como fuera.
Retrocedí un paso, huyendo de aquellas garras que buscaban mi
cuello con voracidad. Manoteé aparatosamente, logrando apartarlas
en el último instante.
Luego disparé mi puño derecho. Como no era una bala de plata ni
una estaca de madera, el conde acusó el golpe con un gruñido de
dolor, muy poco acorde con su singular situación. Lo repetí con
todas mis fuerzas, y von Lölhstadt retrocedió.
Volví a lanzarme sobre él. Entonces, su mano atrapó la mía y,
antes de que pudiera evitar la presa, me retorció el brazo a la
espalda, haciéndome girar en redondo, de tal modo que quedé
dándole la espalda.
Sentí su cálido aliento en mi nuca, junto a la oreja. El horror de la
situación me causó pánico, pero el mismo miedo me hizo
reaccionar. A riesgo de partirme el brazo, me incliné hacia adelante,
haciéndolo voltear aparatosamente.
La capa del monstruo revoloteó unos instantes. Luego, su cuerpo
chocó contra el suelo.
A pesar de todo, poseía una magnífica agilidad. Se puso en pie
casi en el acto y de nuevo inició la acción de arrojarse sobre mí.
Pero ya había recordado que poseía un arma formidable para
detener al vampiro. Precipitadamente, metí la mano bajo mi pullover
y extraje la cruz que coloqué entre el conde y yo.
—¡Fuera! ¡Vete, bestia maldita! —le increpé.
Un horrendo rugido de furia impotente se escapó de los
ensangrentados labios del conde, a la vez que se cubría el rostro
con la capa. Miró un instante por encima de su brazo y luego
retrocedió de nuevo, bramando espumeantes interjecciones.
Y, de repente, una luz vivísima estalló silenciosamente en el
dormitorio, deslumbrándome por unos instantes. A pesar de todo,
tuve la suficiente serenidad para mantener mi brazo en alto, al
extremo del cual, el crucifijo de boj era la más eficaz protección que
podía soñar para Kilda y para mí.
Cuando la luz se hubo apagado y las tinieblas hubieron vuelto a
descender sobre el dormitorio, comprobé que el conde había
desaparecido.
Un murciélago chilló agudamente fuera de la ventana; luego, todo
quedó en silencio.
Tambaleándome como un beodo, caminé hacia la ventana, la cual
cerré fuertemente. Luego, mientras respiraba con fuerza, a fin de
recobrar la normalidad de mi pulso, encendí un fósforo.
Junto a la cama, sobre una mesilla de noche, había una
palmatoria con una vela. Encendí ésta y soplé la cerilla.
Luego aparté a un lado los cortinajes del dosel. Kilda dormía
apacible y sosegadamente, con uno de sus brazos fuera del embozo
y los rubios cabellos esparcidos sobre la almohada, en torno a su
cabeza, de modo que formaban una aureola que parecía hecha de
hilos de oro.
El rostro de Kilda aparecía singularmente pálido. Tenía la cabeza
ladeada hacia la derecha y en el cuello, bajo la oreja, se veían dos
puntitos rojos, separados entre sí por unos centímetros.
Tomé el pulso de la muchacha, hallándolo regular, aunque un
tanto débil. Por el momento, no parecía correr un inminente peligro
de muerte, aunque resultaba de todo punto evidente que si los
ataques del vampiro se repetían, acabaría por morir desangrada.
Y yo no podía consentir que le sucediera tal cosa. Había
demasiados enigmas en su actitud para que no me sintiera
sumamente intrigado y resuelto a desvelarlos a toda costa, a la vez
que advertía que el sentimiento de simpatía que me había inspirado
Kilda desde un principio, empezaba a transformarse en algo más
profundo.
Coloqué el crucifijo de boj sobre su seno. Luego, tomando una
silla, me senté junto al lecho dispuesto a velar el de Kilda durante
toda la noche.
CAPÍTULO IX

Regresé a mi cuarto cuando apenas apuntaba el alba y ya, por lo


tanto, no eran de temer los ataques del vampiro. Las cruces
continuaban en su sitio y, después de cerrar cuidadosamente la
puerta, me tendí unos momentos en el lecho para descansar un
rato, pues físicamente me sentía agotado.
Pensé una y otra vez en los sucesos ocurridos horas antes. Era
imposible, imposible, me repetí infinidad de veces... pero los
vampiros existían... y atacaban. Lo había podido comprobar por mí
mismo; no cabía la menor duda.
Parecíame sencillamente horrible que pudieran suceder tales
cosas en pleno siglo XX, pero... ocurrían. Y puesto que aquello era
una verdad incontrovertible, a partir de aquellos momentos todos
mis esfuerzos debían dirigirse a la destrucción, como fuera, de
aquellos seres malignos.
Pensé en el fuego como medio salvador, desechándolo casi
inmediatamente. No, quemar el castillo no serviría de nada; los
vampiros son inatacables por el fuego... aparte de que sólo
conseguiría hacer arder unas cuantas vigas. Y aun suponiendo que
lograse incendiar el castillo por completo, ¿dónde estaba la tumba
de los vampiros para hacer llegar a ellos los efectos de las llamas?
Había que buscar otro medio. El más cómodo y el que mejor tenía
a mi alcance, era el de la estaca de madera aguzada por uno de sus
extremos, método clásico para destruir a los vampiros. Sin embargo,
aunque procurarme dicha arma era fácil, la dificultad estribaba
precisamente en hallar la tumba donde el conde y Gerda Rathenau
reposaban durante el día.
Después de llegar a tales conclusiones, no demasiado
satisfactorias por cierto, dormí unas cuantas horas. Eran ya cerca de
las diez de la mañana cuando bajaba al comedor, donde desayuné
fuertemente. Necesitaba conservarme en buena forma, si quería
conseguir mis propósitos, y no era haciendo gazmoñerías ante la
comida como podría conseguirlo.
Litz me sirvió en silencio, sin hacer la menor observación acerca
de mi tardanza. Al terminar, encendí un cigarrillo y me dirigí a la
biblioteca.
Estuve trabajando hasta cerca de las dos de la tarde. Cuando me
noté un tanto fatigado, hice un alto en mi tarea.
Me acerqué a la ventana, desde la cual observé se divisaba
parcialmente la entrada al castillo. Mi sorpresa fue enorme al ver a
Klaus Stefan al pie de su carro, discutiendo enérgicamente con
alguien a quien no podía divisar desde el lugar en que me hallaba.
No pude escuchar una sola palabra de la discusión. Lo único que
vi fue que Stefan parecía tremendamente irritado. Terminó con un
violento ademán y trepó al pescante de su carro. Tomó el látigo y
azuzó al animal, haciéndolo arrancar velozmente por la cuesta
abajo.
Sin darme demasiadas prisas, salí de la biblioteca. Entonces pude
ver a la persona con quien discutía el posadero.
Era Kraubath. El mayordomo me contempló con interés lleno de
deferencia.
—El señor profesor se ha olvidado de la comida —dijo
cortésmente.
—Es cierto —contesté—. Me enfrasqué en el trabajo y…
—Si el señor profesor desea pasar al comedor, diré a Litz que le
sirva de comer al instante.
—Muchas gracias, Kraubath, es usted muy amable.
—Estoy a las órdenes del señor profesor —contestó el
mayordomo, inclinándose. Y se alejó en dirección a la cocina.
Entré en el comedor, encontrándome con la agradable sorpresa
de ver a Kilda en la estancia.
La muchacha se hallaba sentada frente al fuego, en actitud
abstraída, y no se dio cuenta de mi presencia hasta que la llamé:
—¡Señorita von Lölhstadt!
Kilda se irguió un tanto. Sus ojos brillaron ligeramente, a la par
que sonreía.
—¡Profesor!
Me senté con rápido gesto frente a ella, tomándole ambas manos.
Se las encontré frías, pero con vida interior, no obstante.
—¿Cómo se encuentra, señorita? —pregunté.
—Bien —contestó—, aunque un poco débil y cansada —separó
sus manos de las mías con ligera sonrisa y se pasó una de ellas por
la frente marfileña—. No sé a qué puede deberse esta debilidad;
francamente no lo entiendo.
Miré su cuello, las señales de la mordedura del vampiro aparecían
claramente bajo su oreja izquierda, aunque con cierta tendencia a
cicatrizar.
—Yo puedo decírselo, señorita —expresé en voz baja—, aunque
no son estos el momento ni el lugar más adecuado. ¿Ha comido
usted ya?
Kilda contestó afirmativamente, un tanto extrañada ante la que
parecía una incongruente pregunta.
—Espere a que lo haga yo —dije. Acababa de ocurrírseme una
idea—. Después, saldremos a practicar el inglés al aire libre,
empleando como tema de nuestra conversación el castillo y el
paisaje que lo rodea.
Ella hizo un signo de aquiescencia, comprendiendo que quería
decirle algo importante y que no debía ser escuchado por oídos
ajenos. Casi en el mismo momento, penetró Litz con una bandeja
cargada de comida.
Media hora después, Kilda y yo salíamos del castillo, tomando la
dirección del valle del Kainach. Llegamos abajo en otro tanto tiempo
y, una vez al pie del montículo, empecé a hablar.
—Esta mañana, al despertarse —dije—, se habrá encontrado
sobre su pecho una cruz de boj.
—Sí —respondió ella—. Por cierto, la cosa me intrigó
notablemente.
—Tiene su explicación —manifesté—. Se la puse a usted, aunque
un poco tarde ya, después de que el vampiro la había atacado,
aprovechándose de que usted estaba narcotizada.
El rostro de la muchacha tomó un pronunciado tono ceniza.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Es eso cierto?
—Cuando regresemos a su habitación, mírese al espejo. Verá en
su garganta las huellas del monstruo. Afortunadamente, llegué a
tiempo de impedirle que siguiera adelante con su obra infernal.
Kilda se cubrió el rostro con las manos.
—¡Qué horror! Entonces... —me miró poco después—, eso
explica mi... mi debilidad... He perdido sangre y...
—Exactamente. Y vamos a procurar que en lo sucesivo no
vuelvan a producirse hechos semejantes. Podrá parecerle extraño,
pero yo también fui atacado noches atrás por otro vampiro: la
señora Rathenau. Afortunadamente, pude rechazarla a tiempo; de lo
contrario, habría sucumbido a sus viles designios.
La muchacha se retorció las manos.
—¡Qué situación tan espantosa! —exclamó—. ¿Cómo podríamos
evitarla, profesor?
—Hay dos medios —repuse lentamente—: Uno sencillo y otro
difícil. El sencillo es, pura y simplemente, la huida. El difícil es hallar
las tumbas de esos seres repelentes y matarlos para que no puedan
continuar cometiendo crímenes tan abominables.
—¡Huir! —repitió ella absorta—. Sí, sería el medio más cómodo
de evitar a los vampiros. Pero... —sus grandes ojos me miraron con
expresión implorante—, si nos vamos, los vampiros proseguirán su
obra de horror y muerte.
—Entonces, nuestro deber es evitar que continúen actuando. Y
para ello, lo mejor es hallar sus tumbas y matarlos.
—Sí, es una buena idea —concordó. Luego dijo—: Podríamos
participárselo también a los otros huéspedes de este modo,
tendríamos más ayuda y, por lo tanto, nuestras posibilidades de
victoria serían mucho mayores.
Reflexioné unos momentos sobre la propuesta de Kilda. Luego
moví la cabeza negativamente.
—Es mejor que no se divulgue el secreto —respondí—. Además,
estimo que no nos creerían si se lo dijéramos. No, debemos hacerlo
nosotros mismos, Kilda.
—Tiene usted razón, profesor. A usted, quizá pudieran creerle,
pero a mí... —sacudió la cabeza con aire pensativo—. No, eso
empeoraría mi situación mucho más de lo que ya lo está.
—No la entiendo —dije—. ¿Quiere explicarme lo que le sucede?
Kilda —había abandonado ya los tratamientos—, confíe en mí, se lo
ruego. Considéreme como un amigo de verdad, completamente
sincero.
Ella vaciló. Pareció por un momento que iba a abrirme su corazón,
pero en el último momento, retrocedió.
—No, no quiero —dijo—. Le ruego me dispense, profesor, pero no
creo oportuno todavía expresarle lo que me sucede... y que no tiene
que ver nada en absoluto con los vampiros.
—Está bien. Respeto sus razones, Kilda. Y ahora, ¿quiere
contestarme a unas cuantas preguntas?
—Desde luego, profesor.
—Llámeme por mi nombre —sonreí—. O, si lo prefiere, llámeme
Timmy, como lo hacen mis amigos.
Kilda sonrió y su rostro pareció iluminarse con un resplandor
sobrenatural, ultraterreno.
—De acuerdo, Timmy —dijo.
—Está bien. Ahora, dígame: En todos los castillos, por regla
general, suele haber una cripta donde hay una o más tumbas, en las
cuales reposan los restos de algunos de les antepasados de
quienes habitaron en el castillo en tiempos remotos. ¿Conoce usted
la existencia de un lugar semejante en éste?
—No, en absoluto. Jamás he visto ni oído nada que pueda
relacionarse de lejos con una cripta sepulcral. ¿Por qué?
—Temo que en esa cripta duerman los vampiros durante el día —
dijo—. Si la encontrásemos, destruirlos sería la cosa más fácil del
mundo.
—¿Lo cree usted así? —preguntó ella ansiosamente.
Respiré con fuerza.
—Mi apreciada Kilda —dijo—, nunca había creído en cosas
semejantes... hasta que he tenido la ocasión de verlas y palparlas.
Por lo tanto, si es cierto que en el castillo hay dos vampiros, no es
menos cierto también que deben dormir durante el día en un lugar
escondido donde se sitúan fuera del alcance de los mortales.
—Pero ¿qué podemos hacer para hallar sus tumbas? Jamás oí
hablar de una cripta en el castillo; es la primera noticia que tengo... y
no pasa de ser una suposición suya, Timmy.
—Si existen vampiros —insistí—, hay tumbas y donde hay
tumbas, hay también una cripta. Nuestro problema principal consiste
ahora en hallarla.
—Bien, haremos todas las pesquisas posibles. Es todo cuanto
puedo decirle, Timmy.
—Gracias, Kilda —respondí—. Y mientras practicamos esas
investigaciones —por supuesto, con toda la discreción posible—,
debemos procurarnos medios de defensa suficientes para los
ataques nocturnos de los vampiros.
—Lo haré así. Deme instrucciones, Timmy, y procuraré cumplirlas
al pie de la letra.
—Eso me gusta —sonreí, tomándola una mano, que esta vez no
intentó soltar—. Ahora, dígame, una cosa. Su tío, ¿no sale nunca
durante el día? Lo he estado observando atentamente desde que
me encuentro aquí y no he podido verle más que a las horas de
cenar.
—Se encierra en su habitación y tiene dada orden de que no se le
moleste para nada en absoluto.
Empecé a ver claro en el asunto.
—¿Ni usted tampoco?
Kilda denegó con la cabeza.
—Una vez entré en su habitación y estaba vacía. El hecho me
intrigó, pues estaba segura de que no había salido de ella en todo el
día.
—¡Ya está! —exclamé alborozado—. Entonces, es seguro que la
habitación de su tío tiene algún pasadizo secreto que la comunica
con la cripta donde reposa durante el día. Tendremos que buscar
ese pasadizo; en los edificios antiguos como el castillo, eso es cosa
corriente.
—De acuerdo —contestó Kilda—, pero no hoy; se nos está
haciendo tarde y dentro de poco anochecerá.
—Podemos dejarlo para mañana por la mañana, después del
desayuno. Miraremos también la estancia de la señora Rathenau.
Posiblemente, tiene también una comunicación con la cripta.
Los ojos de la muchacha brillaban febrilmente.
—Y entonces podré demostrar concluyentemente que no estoy
loca —exclamó.
CAPÍTULO X

La noche transcurrió, afortunadamente, sin el menor incidente. Si


los vampiros salieron de sus tumbas, no se acercaron a nuestros
dormitorios respectivos. Las cruces de boj y las guirnaldas de ajos,
además de un sólido cierre de puertas y ventanas, habían sido unos
efectivos medios de defensa contra los ataques de aquellos seres
inmundos, algunos de cuyos estridentes chillidos llegaron a nuestros
oídos durante el resto de la noche.
Por la mañana, apenas hubimos desayunado, y Kapitz se hubo
marchado a pintar y los cazadores a cazar, Kilda y yo nos
encaminamos a la habitación del conde.
Dos horas más tarde, podíamos comprobar, bastante
defraudados, que no solamente en el dormitorio del conde, sino en
el de la encantadora y sinuosa Gerda Rathenau, no existía el menor
indicio que pudiera señalarnos la entrada del supuesto pasadizo
Kilda y yo nos miramos bastante desconcertados. Al fin, pateando
el suelo, exclamé con rabia:
—¡Esto no puede ser! ¡La cripta existe! Busquemos por todas
partes, hemos de hallar las tumbas!
Reemprendimos la búsqueda hasta la hora de la comida. El
resultado fue tan infructuoso como anteriormente.
La comida se desarrolló en un ambiente sombrío y cargado de
oscuras amenazas. El viento soplaba con fuerza, barriendo las
nubes, signo indudable de que en cuanto se ocultase la luna durante
su fase de novación, el tiempo se haría insoportable. Al menos, sin
embargo, tendríamos un consuelo: los vampiros permanecerían
inactivos durante una docena de días.
Después de comer, salimos a dar un paseo. Para no despertar
extrañeza, yo había manifestado, durante la comida, que
practicaríamos el inglés al aire libre, como el día anterior. De esta
forma, si alguno de los huéspedes era cómplice de los vampiros,
nuestro gesto podría parecer completamente natural.
Una vez fuera, nos dirigimos hacia la derecha, es decir, hacia la
parte menos abrupta, pero con la intención de dar la vuelta por
completo al castillo. Caminamos tranquilamente, sin prisas,
deteniéndonos aquí y allí, mientras charlábamos de temas
aparentemente convencionales.
De repente, con plena deliberación, para coger desprevenida a la
muchacha, pregunté:
—¿Por qué dice usted, casi continuamente, que no está loca,
Kilda?
Ella se detuvo un momento y sus verdes ojos me miraron con
intenso fulgor. Su seno experimentó de pronto un brusco movimiento
de vaivén.
—Quieren demostrar que lo estoy, para apoderarse del castillo y
mis restantes propiedades, pero me encuentro completamente sana
de mente, Timmy, se lo aseguro.
Parpadeé, extrañado.
—¿Cómo? ¿Que quieren...? Pero ¿quiénes?
—Mi tío, el conde, naturalmente.
—No lo entiendo —sacudí la cabeza—. Por favor, Kilda, ¿tiene la
bondad de explicarme?
Ella asintió.
—Verá. Hace unos meses recibí la visita de Kraubath, el cual
venía en nombre de mi tío. Entre paréntesis, le diré que resido
habitualmente en Viena y que mi medio de vida es un empleo que
tengo en una importante empresa comercial. Bien —suspiró—,
Kraubath se presentó como enviado de mi tío el conde, rogándome
me fuera a vivir con él al castillo durante una temporada.
“Tras mucho meditarlo, accedí a ello. Efectivamente, sabía que el
castillo era mío, pero mi padre, por reveses de fortuna derivados de
la guerra, se vio en la precisión de hipotecarlo para subvenir a
nuestro mantenimiento. Los pocos ingresos que se reciben del
castillo y de algunas tierras que tengo en arrendamiento, apenas si
bastan para cubrir los réditos de la hipoteca; de este modo, es
lógico, pues, que yo tuviera que trabajar para comer.
“No conocía a mi tío, pero supe que era él por el extraordinario
parecido que tiene con mi difunto padre. El conde es el heredero del
título, pero el castillo era nuestro. Al cabo de poco tiempo,
comenzaron las presiones para que le autorizara a venderlo.
”Me negué. No sé por qué, quizá por un exceso de
sentimentalismo, pero no pude acceder a sus pretensiones. Y
entonces fue cuando mi tío empezó a hacer presión sobre mí y,
entre otras cosas, empezó a insinuar ciertas deficiencias en mi
estado mental. Me dijo que la guerra y la falta de alimentos y
vitaminas adecuados durante la misma, cuando yo era una niña,
podían haber afectado mi cerebro y que sería conveniente fuera
reconocida por una especialista.
“Seguí negándome e insistiendo en mi perfecto estado de salud
mental. Entonces, él le escribió a usted. Dijo que se necesitaba un
bibliotecario para arreglar los libros y, al mismo tiempo, así tendría
yo ocasión de perfeccionar mis conocimientos de inglés.
Un relámpago de comprensión iluminó mi cerebro.
—Y usted creyó que yo era un psiquiatra traído especialmente
para reconocerla, bajo la capa de bibliotecario y profesor de inglés.
—Exactamente. ¿Y no es así, Timmy?
—Mi querida niña —dije—, tengo de la psiquiatría la misma idea
que podría tener un caballo de la pintura de Picasso. Efectivamente,
soy lo que su tío dijo, pero no lo que dejó insinuar. Y si yo no recibí
su carta es debido, posiblemente, a que se la interceptaron. ¿La
llevó usted a la estafeta de Jagelwirt?
—No. Se la entregaré a Stefan para que la echase al correo.
—¿A Stefan? —pregunté, extrañado.
—Sí. Al mismo. El posadero se mostró muy amable y prometió
acceder a mis deseos.
—Y luego —dije con labios contraídos por la ira—, entregó la
carta a su tío. Este la leyó y, consiguiente la destruyó acto seguido.
—Así debe ser —concordó ella—. Pero no me explicó por qué fue
a contratarle a usted para el papel del supuesto psiquiatra.
—Recibí la propuesta por medio de la Real Sociedad Histórica y
Geográfica de Edimburgo, de la cual soy miembro insignificante,
aunque activo. Sabían que estaba preparando una tesis sobre
historia austríaca y supusieron, acertadamente, que nada mejor que
esta ocasión para documentarme directamente sobre el terreno. Y
en cuanto a que su tío pidiese un pretendido psiquiatra inglés, se
debe, estimo, a que no quería traer ninguno de Viena, el cual, quizá,
hubiera aumentado sus dificultades.
—Es muy posible —murmuró ella, asistiendo.
—¿Y qué interés le guía al querer vender el castillo? Si lo vende,
quizá tenga que abandonar su tumba. Además, ¿para qué necesita
un vampiro el dinero?
—La compradora es la señora Rathenau —dijo Kilda de manera
sorprendente.
—¡La señora Rathenau! —exclamé, absorto.
—Así es, Timmy.
—¿Cuánto tiempo lleva en el castillo?
—Unas cinco o seis semanas, aproximadamente.
—Y llegaría de noche.
—En efecto. Desde luego, puedo asegurarle que tampoco se la ve
por el día.
Encendí un cigarrillo, hondamente meditabundo. Luego continué:
—¿Y los otros huéspedes?
—Kapitz lleva algún tiempo más que la señora Rathenau. En
cuanto a los otros dos, vinieron poco después, un mes más tarde,
aproximadamente.
—¿Y se pasan el día cazando?
—Bueno, al menos eso es lo que dicen.
—¿Usted les ha visto regresar alguna vez con piezas cazadas en
el morral?
—Sí, tres o cuatro, no muchas, sin embargo. Son poco
comunicativos y, salvo a las horas de las comidas, suelen estar
ausentes siempre del castillo.
—Sería cosa de investigar las actividades de esa pareja de aves
de mal agüero —manifesté—. Parecen inofensivos, pero en vista de
lo que sucede, no estaría de mal tenerlos bajo vigilancia. ¿Y
Kraubath?
—Es muy atento y servicial, no puedo decirle más.
—¿Litz?
—Se pasa el día limpiando y cocinando. No hay otra servidumbre
en el castillo.
—Pues como cocinero lo hace estupendamente —dije—. Ahora,
fíjese en lo que voy a preguntarle, Kilda, es muy interesante que me
responda exactamente y, sobre todo, la verdad.
Ella se detuvo frente a mí y se me quedó mirando con sus
grandes y cándidos ojos.
—Sí, Timmy —respondió sencillamente.
—La noche de mi llegada, recordará que estuvimos
desmenuzando el tema de los vampiros, su modo de actuar y las
maneras de defenderse de ellos.
—Así es —respondió la muchacha.
—Cuando subí después a mi habitación, me encontré con un
crucifijo de boj y una guirnalda de dientes de ajo. ¿Los había
colocado usted?
La cabeza de Kilda negó vigorosamente, a la par que su rostro
expresaba el asombro que sentía.
—En absoluto, Timmy.
Me froté la mandíbula con fuerza.
—Ese es un extremo —dijo—, que habrá que aclarar en el
momento oportuno.
Mientras charlábamos, habíamos dado ya la vuelta casi completa
al castillo, quedando frente a la fachada del mirador. De pronto, la
mano de Kilda se crispó sobre mi brazo.
—¡Timmy!
Miré en la dirección que me indicaba. Los dos cazadores, Lange y
Hailsd, cruzaban a unos cuarenta o cincuenta metros de nosotros, al
pie mismo del derrumbadero, armados de sus escopetas. Agitaron
sus manos para saludarnos y les correspondimos en igual forma.
Esto no hubiera tenido nada de particular, a no ser porque,
segundos antes, la escena estaba completamente desierta, a
excepción de nosotros dos. De haber bajado del castillo por el lado
contrario al que habíamos venido nosotros, tendríamos que haberlos
visto a la fuerza. En la forma en que se habían hecho visibles, daba
la sensación de haber surgido directamente de debajo de la tierra.
No pude seguir haciéndome más reflexiones sobre el particular.
De repente, un gemido ahogado se escapó de los labios de Kilda.
—¡Timmy! ¡Timmy! —dijo, con voz estremecida de horror.
Se me abrazó, temblando convulsivamente, a la vez que ocultaba
su cabeza en mi pecho. Rodeé sus hombros con mis brazos.
—¿Qué le sucede, muchacha? ¿Por qué tiembla tanto?
—A su derecha, Timmy, a su derecha —dijo, sin levantar la vista.
Miré en la dirección indicada. La sangre se me heló en las venas
instantáneamente.
Una mano humana, blanca como la nieve, asomaba sus dedos
crispados por entre unos matorrales cercanos, a cuatro o cinco
metros de distancia.
CAPÍTULO XI

—Quédese quieta aquí, y no se mueva, Kilda —rogué.


La muchacha asintió, con un nuevo estremecimiento.
Separándome de ella, fui hacia el matorral, apartando sus ramas a
un lado.
Me arrodillé junto al cadáver, cuya presencia hubiera podido
pasarnos desapercibida, a no haber sido por la mano que asomaba
fuera de las matas.
El muerto, porque se trataba de un hombre, era alguien a quien
habíamos mencionado Kilda y yo, no hacía mucho.
—¡Stefan! —exclamé, al reconocer al viejo posadero. Luego
advertí un detalle singular.
Por un momento, me quedé atónito, sin respiración.
¡El rostro del posadero, en cuyos ojos se advertía el infinito horror
de su agonía, estaba completamente blanco, exangüe.
Stefan yacía un tanto sobre el lado izquierdo. Precipitadamente, le
di la vuelta y examiné su garganta.
¡Las huellas del vampiro aparecían, de modo inconfundible, bajo
la oreja izquierda!
Me incorporé, vacilando espantosamente. Retrocedí un par de
pasos, los ojos fijos en el cadáver con una morbosa fascinación. Las
manos me temblaban como las de un azogado.
—¡Timmy! —gritó la muchacha.
Me volví hacia ella.
—¡No te vuelvas, Kilda! —ordené perentoriamente.
Ella contuvo su gesto. Sus ojos me contemplaron con expresión
ansiosa.
—Se trata de Stefan, el posadero. Ha muerto... desangrado por el
vampiro.
—¡Oh!
Kilda gimió agudamente y se tapó los ojos con las manos.
La atraje hacia mí.
—Tienes que ser fuerte y saber hacer frente en todo momento a
las circunstancias, Kilda.
—Sí, Timmy.
—Stefan está muerto y ya no podemos hacer nada por él —
continué—: Ahora, nuestra obligación es volver al castillo y desde él
avisar a los gendarmes de Jagelwirt.
—¡Timmy! ¡En el castillo no hay teléfono! —exclamó la muchacha
de repente.
Contuve una imprecación. El teléfono era un servicio del cual no
había tenido la menor precisión durante mi estancia en el castillo,
por cuyo motivo no había reparado siquiera en su inexistencia.
—Bien —resolví—, entonces irá Kraubath al pueblo. Regresemos
nosotros.
Mientras volvíamos, Kilda no cesaba de gemir y lamentarse
continuamente. Apenas llegados al castillo, echó a correr hacia su
habitación.
Busqué a Kraubath, y lo encontré en la cocina, ayudando a Litz en
la preparación de la cena.
—Kraubath —dijo—, hemos hallado un cadáver en el arroyo, al
pie del mirador.
—¿Un cadáver? —repitió el mayordomo, atónito.
Los ojos de Litz me contemplaron con mal oculto interés.
—Así es, Kraubath. Se trata de Stefan, el posadero, por lo que le
ruego se desplace inmediatamente a Jagelwirt y avise al jefe de la
gendarmería local.
Kraubath se desciñó el delantal con gesto impasible.
—Muy bien, señor —declaró—; así lo haré.
Salí de la cocina y me encaminé a la biblioteca, profundamente
conturbado. Estuve allí largo rato, hasta que se hizo de noche.
Entonces me extrañé que no hubiera acudido nadie desde
Jagelwirt. Vi en un rincón de la estancia un largo cordón de llamada
y, yéndome hacia él, tiré con fuerza.
Kraubath compareció momentos después.
—¿Señor profesor? —dijo obsequiosamente.
—¿Avisó usted al jefe de los gendarmes, tal como le ordené?
—Ruego al señor profesor se sirva disculparme —contestó el
impasible mayordomo—. Me he permitido la libertad de ir al arroyo
para examinar el cuerpo del pobre Stefan, pero me he encontrado
con la desagradable sorpresa de no hallar ningún cadáver.
—¡Qué!
La sorpresa era ahora mía. Estaba seguro; Stefan había muerto,
yo mismo lo había visto y había palpado su carne fría y sin vida, al
tocarle la muñeca para tomarle el pulso.
¡Y ahora, Kraubath decía que no había ningún cadáver en el
arroyo!
—Así es, señor —contestó Kraubath, iniciando la acción de
retirarse.
—¡Un momento! —dije imperativamente.
El mayordomo se volvió, contemplándome con gesto inexpresivo.
—¿Señor profesor? —dijo.
—¿Quién le ordenó a usted ir al arroyo.
—Nadie, señor profesor —contestó—. Únicamente, en mi exceso
de celo, creí...
—Usted no debió creer nunca nada —le corté tajantemente—. En
lo sucesivo, cuando le dé alguna orden, limítese a cumplirla de
modo estricto, sin salirse en absoluto de los términos de la misma.
¿Me ha comprendido usted, Kraubath?
Los ojos del mayordomo relampaguearon. No obstante, supo
mantener su ecuanimidad.
—Así lo haré en lo sucesivo, señor profesor —contestó. Y tras
una profunda inclinación, se alejó.
Quedé nuevamente solo en la biblioteca, devorando mi furia.
Tenía la seguridad de que nos habían estado espiando desde algún
lugar del castillo y habían contemplado nuestro descubrimiento del
cadáver, retirándolo acto seguido una vez nos habíamos alejado del
lugar del macabro hallazgo.
Pero, entonces, ¿por qué lo habían retirado? ¿Acaso no querían
que se divulgase por la comarca la existencia de los vampiros,
cuando ya era algo completamente notorio y público?
Se me ocurrió de repente una idea, que acogí con calor. Era un
excelente razonamiento y a él me aferré con la misma ansia con que
el náufrago se aferra a la tabla salvadora. Habían matado a Stefan y
luego habían dejado su cuerpo, de modo que resultara fácil
descubrirlo, para que pudiéramos ver las causas de su muerte. Y
después, aprovechando nuestra ausencia, lo habían retirado,
escondiéndolo en algún lugar completamente desconocido para
nosotros.
¿Quién había retirado el cadáver?
Inmediatamente pensé en los cazadores. El lugar abundaba en
accidentes tras los cuales esconderse con toda facilidad para vigilar
nuestros movimientos. Era indudable que ellos y no otros habían
sido quienes habían escondido el cuerpo del infeliz posadero.
Otra pregunta, ésta ya sin respuesta, asaltó mi imaginación a
renglón seguido. ¿Qué hacía el posadero por aquellos lugares?
¿Tendría que ver su presencia con la discusión que le había visto
sostener el día anterior con Kraubath?
Me acerqué a la ventana, fumando pensativamente un cigarrillo.
Era ya noche cerrada y aún no había salido la luna. Llevaba diez
días en el castillo y el satélite estaba a punto de entrar en su fase de
menguante. Por lo tanto, dentro de unos cuatro días, más o menos,
los vampiros cesarían en sus nocturnas correrías.
Luego las reanudarían. Y nos amenazarían a Kilda y a mí,
además de a otros desdichados como Putzi Stübmig y Stefan.
¿Podríamos librarnos de ellos?
Quizá, si abandonábamos el castillo, ahora que era tiempo
todavía. Pero aquello significaba tanto como desertar ante el
enemigo. Y no podíamos hacerlo; teníamos la obligación moral de
derrotar definitivamente a los vampiros.
Harto de pensar, tiré el cigarrillo y abandoné la biblioteca.
Después de cenar, me escabullí del comedor en cuanto pude y me
retiré a mi habitación, colocando mis armas defensivas en la forma
acostumbrada.
Fui a desnudarme, pero al tomar el pijama, noté en él un bulto
duro. Aparté la prenda a un lado, hallándome con la enorme
sorpresa de encontrarme con una pistola en las manos.
Contemplé el arma con ojos incrédulos. ¿Qué hacía un artefacto
semejante en mi habitación?
Y, de pronto, lo comprendí todo de un golpe. Con gestos febriles,
extraje el cargador, examinando los cartuchos atentamente.
¡Las balas eran de plata!
Había alguien en el castillo que quería ayudarme. El mismo que
había colocado el crucifijo de boj y la guirnalda de ajos en mi
estancia la noche de mi llegada. Esto era evidente y no podía
negarse, pero ¿quién era mi desconocido benefactor?
Recargué el arma nuevamente, dejándola de tal modo que
pudiera empuñarla y disparar en el acto si era necesario. Luego,
sonriendo beatíficamente, me quedé dormido a los pocos
momentos.
A media noche me desperté, sintiendo un gran sobresalto. Pero
no se debía a ningún susto.
Mientras dormía, mi subconsciente había estado trabajando activa
y continuamente durante todo el tiempo. Y ello me había hecho
descubrir, de modo completamente fortuito, la forma de llegar a la
cripta del castillo.
Recordé el incidente de la tarde anterior, en los momentos
precedentes al hallazgo del cadáver de Stefan. Los cazadores
parecían haber surgido del fondo de la tierra.
Esto no era verdad. Habían salido de algún lugar magníficamente
escondido, con toda seguridad, de algún túnel cuya boca exterior se
hallaba situada al pie del derrumbadero, y por medio de la cual
debía tenerse más acceso, sin duda, a la cripta donde yacían los
vampiros durante el día.
Me recosté de nuevo en la cama. Escuché. Incluso los gemidos
del viento parecían haberse acallado.
Al día siguiente buscaría la entrada a la cripta. Pero no durante el
período de luz, sino cuando hubiese llegado la noche, con objeto de
pasar más inadvertido.
Tales pensamientos calmaron mis nervios de modo notable. Cerré
los ojos y, a los pocos momentos, dormía de nuevo como un
bendito.
CAPÍTULO XII

Lo primero que hice, a la mañana siguiente, fue cerciorarme del


perfecto estado de salud de Kilda... La muchacha me manifestó que
no había sucedido nada durante la noche y el ver un poco de color
en sus habitualmente descoloridas mejillas, confirmó sus palabras.
Miré su cuello; las huellas de los dientes del vampiro cicatrizaban
normalmente. El no haber perdido más sangre y una sólida
alimentación, habían obrado en dos días un cambio espléndido en
su aspecto.
La dejé para que se vistiese. Luego me dirigí hacia la escalera.
Antes de llegar a ella, sin embargo, escuché una voz alterada. La
voz procedía de una garganta femenina, que no era la de Gerda
Rathenau.
Una súbita sospecha me asaltó de inmediato. Caminando de
puntillas, me asomé por la esquina del corredor.
Hansi Stefan estaba en el centro del enorme vestíbulo,
discutiendo vivamente con el mayordomo. Kraubath trataba de
calmarla, pero la muchacha aparecía tremendamente excitada.
—Mi padre ha desaparecido aquí —decía poco menos que a voz
en grito—. Ustedes lo están escondiendo si no algo peor. Quiero ver
al señor conde inmediatamente.
—Mi querida Hansi —respondió Kraubath benévolamente—, su
padre vino anteayer aquí y luego regresó a Jagelwirt. Eso es todo
cuanto sabemos de él.
—¡No! —contestó Hansi con voz vibrante—. Mi padre está aquí.
Quiero verle en el acto, lo exijo, ¿me oye usted, Kraubath?
—Le repito que el señor Stefan se marchó del castillo y ya no ha
vuelto. Lo que haya podido sucederle después, es algo que no se
me alcanza, linda Hansi.
—Entonces, avísele al conde de que estoy aquí. Deseo verle.
—Mi hermosa Hansi —dijo el mayordomo—, Su Excelencia tiene
dada orden terminante de que no se le moleste en absoluto durante
unas horas que tiene señaladas de antemano. Hasta la hora de la
cena no podrá usted verle.
Hansi emitió una risa estridente y nerviosa.
—Claro que no lo veré —dijo—. Como que es un vampiro y los
vampiros duermen de día —su tono se hizo de pronto incisivo y
contundente—. Ahora ya sé lo que le ha sucedido a mi pobre padre:
el vampiro le cejó sin gota de sangre.
Dio media vuelta y se encaminó con paso enérgico hacia la
puerta.
Una vez en ella, miró al mayordomo.
—El jefe de los gendarmes tendrá sin duda que hacer muchas
preguntas al conde, se lo aseguro, Kraubath —manifestó la
muchacha.
Y salió.
Contemplé al mayordomo desde mi puesto de observación. Pude
advertir la crispación de sus manos y la cólera que se reflejaba en
su esquelético rostro, habitualmente tan imperturbable. Kraubath
permaneció así unos instantes y luego, dando media vuelta, se alejó
con paso rápido hacia la cocina.
Entonces salí de mi escondite y bajé a desayunar al comedor.
El resto del día transcurrió con aparente normalidad. No obstante,
pude advertir en Kapitz y en los otros dos huéspedes cierta
ansiedad que no les era corriente. Fingí no haberme dado cuenta de
ello y al terminar, me llevé a Kilda a la biblioteca, so pretexto de dar
nuestra clase de inglés.
Le expliqué todo cuanto había sucedido aquella mañana y le
comuniqué asimismo mi extrañeza por la incomparecencia del jefe
de los gendarmes de Jagelwirt.
—Posiblemente, Hansi se ha arrepentido y espera un poco más a
que aparezca su padre —sugirió la muchacha.
—Es muy probable —dije, de acuerdo con ella.
—¿Qué va a hacer hoy, Timmy?
Le expliqué mi plan. Kilda se mostró ansiosa.
—Ten mucho cuidado —me dijo—. Esos seres son muy
peligrosos.
Me eché a reír, al tiempo que tocaba con fuerte palmada el bolsillo
posterior de mis pantalones.
—Tengo una pistola con balas de plata —respondí—. Alguna
persona benévola, a quien nunca agradeceré su gesto lo suficiente,
me la dejó anoche bajo la almohada.
—Es curioso —observó ella—. A mí me ocurrió lo mismo. Yo
también tengo una pistola con balas de plata.
—Eso sí que es una extraordinaria coincidencia—manifesté—. Me
gustaría saber quién es el que trata de ayudarnos, para darle las
gracias personalmente.
Ella asintió pensativamente.
—También a mí. De todas formas, lo principal es que estamos
protegidos.
—Cierto. Y por la noche, el vampiro se cuidará muy mucho de
atacarme o de lo contrario...
Kilda me tomó por el brazo con gesto ansioso.
—¡Timmy, yo iré contigo! —dijo.
—No, en absoluto. Empiezo a sospechar que me estoy
enamorando de ti y, por lo tanto, no quiero exponerte a ningún
peligro. Iré yo solo y tú estarás en tu cuarto, esperándome si
quieres, pero bien protegida, ¿me comprendes?
Un gesto de decepción se pintó en su hermoso rostro.
—¡Oh, Timmy! —dijo.
—No se hable más —respondí tajantemente, y ella ya no insistió.
Llegó la noche y, como de costumbre, el conde y Gerda Rathenau
hicieron acto de presencia. También como de costumbre, Gerda
lucía uno de sus vistosos atavíos: un escotadísimo vestido azul
oscuro, sin tirantes, que dejaba su espléndida espalda
completamente al descubierto. Ser un vampiro no estaba reñido, al
parecer, con la coquetería de lucir su tipo escultural, envuelto —es
un decir— en los mejores modelos parisinos.
Deliberadamente, hice omisión a cuanto se refiriese al posadero y
a su linda hija. La cena transcurrió en un ambiente de extrema
cordialidad, al menos en lo que al conde y Gerda y yo se refería.
Kilda mostraba su aspecto taciturno cada vez que estaba en
presencia de la pareja y, en cuanto a los otros tres, apenas si
terciaban en la conversación. Los noté nerviosos y aprensivos a
más no poder. Era evidente que actuaban en complicidad con los
vampiros. ¿Por dinero?
El conde se mostró un brillantísimo conversador, en lo cual Gerda
no le fue a la zaga. Gracias a ello, la velada se prolongó un poco
más de lo acostumbrado, por lo que ya eran casi las once de la
noche cuando nos retirábamos a nuestras habitaciones.
Esperé largo rato antes de salir de mi dormitorio Cuando lo hice,
caminé con todo el sigilo que me fue posible, llegando a la puerta en
contados momentos
Entonces me di cuenta de que había olvidado un detalle
imperdonable: no tenía ningún medio de alumbrarme, y la luna
tardaría aún dos horas, al menos, en salir.
Me mordí los labios, sumamente indeciso. De pronto, una voz
sonó suavemente a mi lado.
—El señor profesor desea sin duda darse un paseo, ¿no es
cierto?
El salto que pegué me llevó a dos metros de distancia de la
persona que acababa de hablar. Era Litz, el contrahecho, el cual me
sonreía de un modo que me pareció horrible, deformado su rostro
por aquella espantosa cicatriz que le cruzaba el lado izquierdo de
lado a lado.
Su único ojo brillaba con reflejos sanguinolentos, pero su
expresión parecía contener cierta bondad que cuadraba mal con su
horripilante semblante.
—Es cierto, Litz —dije—. Me sentía... algo desvelado y quise...
quise tomar un poco el aire.
Me alargó un objeto que tomé no sin asombro.
—Entonces —contestó—, le será muy útil esta linterna, señor
profesor. La noche está muy oscura, y una caída por los
derrumbaderos podría serle fatal.
Contemplé fijamente al individuo.
—Gracias, Litz —contesté al cabo.
—Siempre a la disposición del señor profesor —contestó el
contrahecho, alejándose acto seguido con su peculiar cojera.
Estuve aún algunos momentos en el mismo sitio luego,
resolviéndome, abrí la puerta y salí al exterior.
CAPÍTULO XIII

El viento volvía a silbar. Sus rachas eran frías y desagradables. El


cielo estaba completamente cubierto por una espesa capa de
nubes, que no permitían ver el menor rayo de luz de las estrellas.
De tanto en tanto, el mugido del Kainach llegaba a mis oídos,
entremezclado con el ulular de las ráfagas de viento.
Un murciélago pasó cerca de mí, chillando estridentemente. Se
alejó antes de que pudiera agitar la mano tan siquiera.
A pesar de la ayuda de la linterna eléctrica que me había dado
Litz, me era preciso caminar con infinito cuidado; el menor paso en
falso, podría precipitarme de cabeza por el barranco, con los fatales
resultados que son fáciles de adivinar.
De pronto, cuando menos lo esperaba, mis pies se hundieron en
algo blando y elástico. Extendí las manos hacia adelante para
agarrarme a algo, pero no encontré ningún asidero y caí de bruces.
Durante una décima de segundo, temí estrellarme. Cuál no sería
mi asombro al advertir, no solamente que no recibía el menor daño,
sino que mi cuerpo rebotaba en algo blando y elástico, parecido a
un enorme colchón de espuma o una red de hilos de goma.
¿Una red?
La frente se me cubrió de un sudor frío al pensar en una araña
gigantesca y su tela para atrapar las presas que le servirían de
alimento. Pronto, sin embargo, deseché idea tan desatentada.
Luchando contra aquello blando e inconsistente, pude salir a
terreno firme. Cuando me sentí en lugar seguro, volví a encender la
antorcha, la cual, sin embargo, no había soltado de la mano.
No pude ver otra cosa que un trozo de suelo cubierto de plantas y
hierbajos de escaso tamaño. La blandura de aquel trozo de terreno
no dejó de intrigarme.
Lo examiné con toda atención, centímetro a centímetro, sin
encontrar el menor resquicio donde pudiera hallarse una posible
entrada a la cripta que tanto buscaba. Al fin, desalentado, hube de
convenir que se trataba de un amontonamiento insólito de hierbas y
plantas acumuladas de tal modo que cubrían un gran hoyo de unos
cinco o seis metros de ancho, por una profundidad menor de la
mitad.
Aquello no era lo que yo buscaba. Di media vuelta y proseguí mi
descenso.
Un cuarto de hora más tarde, me hallaba al pie del derrumbadero.
Entonces, con ayuda de la lámpara, empecé a examinar los muros
rocosos palmo a palmo.
Mi investigación resultó completamente infructuosa. Al cabo de
una hora larga de atento examen de la base del derrumbadero,
llegué a la conclusión de que allí no estaba la entrada a la cripta.
Y, sin embargo, un oscuro presentimiento, basado,
principalmente, en la inesperada aparición de Lange y Hailsd, me
decía que el acceso tenía que estar allí ¿Cómo? ¿De qué manera
se las habían arreglado para ocultarlo tan astutamente?
Apagué la antorcha y medité unos momentos. La luz de la
lámpara era insuficiente. Tendría que bajar por el día,
arriesgándome a ser observado. No me quedaba otro remedio si
quería...
Un ruidito inesperado interrumpió bruscamente mis pensamientos.
Me volví, justo en el mismo instante en que una sombra negruzca se
arrojaba sobre mí.
Apenas tuve tiempo de levantar la mano derecha y golpear el
rostro del desconocido con la propia linterna. La lámpara estalló
sordamente y mi asaltante emitió un gruñido de dolor.
El individuo se rehízo pronto, no obstante, y tornó a la carga. Me
golpeó con fuerza en la mandíbula y retrocedí hasta que mi espalda
chocó contra el muro rocoso.
El impacto resultó dolorosísimo. Me retorcí, tratando de alejar de
mí el momentáneo aturdimiento que me había asaltado. Mis
esfuerzos resultaron baldíos.
Algo cayó sobre mi cráneo con devastador estruendo. La noche
se convirtió de pronto en un bramador fogonazo rojo, que se
extinguió sin embargo en una reducidísima fracción de segundo. Y
la oscuridad me abrigó de nuevo con un consolador manto de
silencio.
Cuando me desperté, era ya casi de día. Me senté en la cama,
notando un terrible dolor en la cabeza y un singular torpor en todos
mis miembros.
Poco a poco, mis ideas, confusas y alborotadas, fueron
aclarándose hasta recobrar la claridad normal de mi mente.
Entonces recordé lo que me había sucedido la noche anterior.
Permanecí todavía unos momentos en el lecho, hasta que me
sentí un poco mejor. Entonces me dispuse a encaminarme al baño,
donde tenía aspirinas que me aliviarían el todavía persistente dolor
de cabeza.
No me asombró hallarme en mi habitación. Después de todas las
extrañas cosas que me estaban sucediendo, encontraba lógico y
natural que el individuo que me atacó, me hubiera transportado
hasta el dormitorio. Seguramente habría sido ayudado por algún
compañero; no es cosa fácil transportar mis noventa kilos de peso,
pero éste era un detalle relativamente sin importancia en aquellos
momentos.
Eché el embozo a un lado y me puse en pie. Inmediatamente, me
sentí asaltado por un terrible vértigo, a la vez que la estancia
empezaba a girar en torno mío con enorme velocidad.
Perdí momentáneamente el sentido. Cuando lo recobré,
momentos después, me hallé tendido a medias al pie del lecho,
advirtiendo en mi cuerpo una extraña debilidad cuyo origen no sabía
explicarme.
Me arrastré hasta los pies de la cama, agarrándome a una de las
columnas que sustentaban el dosel. Haciendo un enorme esfuerzo,
conseguí ponerme en pie nuevamente.
Otra vez me asaltó el vértigo, aunque en esta ocasión, conseguí
mantener mi lucidez. Al cabo de unos momentos, durante los cuales
permanecí asido con todas mis fuerzas a la columna, creí haber
hallado las energías suficientes para salvar la distancia que había
de la cama al baño.
Caminé a trompicones, teniendo que agarrarme a una de las
jambas de la puerta para no desplomarme de nuevo. Finalmente, y
tras no pocos esfuerzos, que me cubrieron de sudor de arriba abajo,
conseguí llegar hasta el lavabo.
Abrí el armario de las medicinas y saqué el tubo de analgésico.
Puse dos aspirinas en la mano y después de llenar un vaso de
agua, me las eché en la boca.
Para beber el agua, tuve que inclinar la cabeza hacia atrás.
Tragué unos cuantos sorbos del líquido y entonces miré la imagen
que se reflejaba en el espejo.
Me asustó la horrible palidez de mi rostro. Todo mi cuerpo se
sintió instantáneamente acometido por un temblor convulsivo, que
me costó bastante dominar.
Cuando hube recobrado la serenidad en parte, volví a mirarme en
el espejo. Entonces comprobé de una vez mis siniestros temores.
¡Las marcas de los colmillos del vampiro aparecían claramente
grabadas en mi cuello, bajo la oreja izquierda!
CAPÍTULO XIV

No sé cómo pude conseguir llegar hasta la cama. Lo único que


recuerdo es que pasó largo rato antes de que al fin, consiguiera
recuperarme de la espantosa sorpresa recibida.
El vampiro se había aprovechado de mi inconsciencia, para
sorberme la sangre. Entonces, ¿dónde estaban mis defensas?
Por más que miré, no pude conseguir encontrar los crucifijos de
boj Esto significaba claramente que alguno de los viles cómplices
del monstruo, obedeciendo sus órdenes, había retirado aquellos
símbolos sagrados, con el fin de permitirle cumplir sobre mi cuerpo
su diabólica tarea.
¿Quién había sido el vampiro?
Sólo podía tratarse de una persona: Gerda Rathenau. La imaginé
inclinada sobre mí, mordiéndome en el cuello y devorando con
repugnante ansia la sangre que le servía de alimento. Por eso me
encontraba tan débil y de ahí provenían los vértigos y mareos que
me habían acometido al intentar ponerme en pie.
Cuando al fin recobré la serenidad, me dije que había un medio
de contrarrestar los efectos del maligno poder de los monstruos. A la
cabecera de la cama había un cordón del cual tiré unas cuantas
veces.
Kraubath apareció poco después.
—Tráigame un buen desayuno —le ordené secamente—. No me
encuentro muy bien y por eso quiero permanecer en cama. Ello no
impide, sin embargo, que tenga un magnífico apetito.
El rostro de Kraubath no expresó extrañeza alguna por mis
palabras. Saludó y se fue tras asentir deferentemente.
Volvió media hora después, con una bandeja cargada de
alimentos. No tenía demasiado apetito, pero era preciso comer para
contrarrestar siquiera fuese en parte la debilidad de mi cuerpo. Y,
aun haciendo un esfuerzo, conseguí hacer desaparecer todos los
manjares que me habían servido.
Cuando estaba terminando de desayunar, llamaron a la puerta.
—¡Adelante! —dije.
Kilda entró, cerrando a sus espaldas. Se asombró enormemente
al verme todavía en el lecho.
—¡Timmy! —gritó, mientras corría hacia mí—. ¿Qué te sucede?
Me bajé el cuello de la chaqueta del pijama, enseñándole las
marcas dejadas por los dientes del monstruo.
—¡Mira, Kilda!
La muchacha lanzó un chillido de horror.
—¡Timmy, te ha mordido!
—Así es —dije, con aire ceñudo—. Pero te aseguro que no va a
morder a nadie más.
—¿Qué es lo que piensas hacer? —me preguntó, cogiéndome las
manos con ansia.
—Dentro de unos momentos, me vestiré y saldré en busca de la
entrada de la cripta. Y puedo garantizarte que no volveré a entrar en
el castillo sin antes haber matado a los monstruos.
El rostro de la muchacha se inflamó.
—Yo iré contigo, Timmy —dijo.
—No, no quiero exponerte a ningún peligro...
—Anoche cedí —dijo ella con voz firme—. Pero hoy te
desobedeceré. Y en el caso de que no quieras que te acompañe, iré
yo por otro lado.
Su resolución me convenció.
—Está bien —dije—. Ven conmigo... Aguarda un momento.
¿Conservas aún la pistola de balas de plata?
—Sí, la tengo en mi cuarto.
Le conté en pocas palabras lo que me había sucedido. Luego dije:
—Ve a buscarla, y también la cruz de boj. Mientras tanto, me
vestiré.
—De acuerdo —contestó la muchacha, saliendo en el acto.
Aparté la bandeja a un lado y salté de la cama. El desayuno había
obrado prodigios en mi cuerpo, pues me sentí muchísimo mejor.
Aunque las piernas me flaqueaban un tanto, esta vez, sin embargo,
no volvieron los mareos.
Minutos después, me hallaba vestido y en disposición de entrar en
campaña. Entonces llegó Kilda.
La muchacha se había ataviado con un pullover azul claro y
pantalones negros. Estaba adorable, y sentí que mi corazón se
inflamaba de un apasionado amor hacia ella.
No pude contenerme y la estreché entre mis brazos. Kilda no
opuso la menor resistencia.
—Kilda, cariño —dije—, cuando todo esto haya terminado, te
pediré que te cases conmigo y nos iremos a vivir a mi tierra.
Ella me miró con ojos cargados de amor.
—Sí, querido —respondió sencillamente.
Nos besamos durante unos instantes maravillosos. Luego, la
realidad se impuso y fue necesario, que nos arrancásemos al
hechizo de aquel momento que hubiéramos querido prolongar
eternamente.
Guardé la pistola en el bolsillo posterior de mi pantalón. Acto
seguido tomé la mano de Kilda.
—¡Vamos!
Salimos de la habitación y bajamos las escaleras a la carrera,
cruzando de igual forma el vestíbulo.
Cuando ya alcanzábamos la puerta, oímos una voz imperativa.
—¡Quietos!
Detuvimos nuestra alocada marcha en el acto, volviendo el rostro
hacia donde había sonado la voz.
Kraubath estaba en un lado del vestíbulo, a media docena de
pasos de distancia, empuñando una pesada pistola automática.
—¡Vuélvanse por donde han venido! —dijo—. Vuélvanse o
dispararé.
Kilda se soltó de mi mano y avanzó un paso hacia el mayordomo.
—Kraubath —exclamó—, arroje esa pistola. Le recuerdo que la
dueña del castillo soy yo y que debe obedecer mis órdenes sin
discusión alguna. ¡Tire la pistola, le digo!
—Mi único dueño es Su Excelencia el conde von Lölhstadt y sólo
debo obedecer lo que él me mande. Lo siento, señorita Kilda pero
Su Excelencia me ha prohibido dejarles salir del castillo en absoluto.
A los dos —concluyó para que no hubiera lugar a dudas.
Calculé nuestras posibilidades. Eran muy escasas, teniendo en
cuenta la pistola que nos amenazaba. Antes de que hubiera podido
sacar la que tenía en el bolsillo, Kraubath habría tenido tiempo
sobrado para vaciar sobre nosotros el cargador entero de la saya.
—¿Se da cuenta de que se está haciendo cómplice de un horrible
delito, Kraubath? —exclamé.
Una desdeñosa sonrisa curvó los labios del mayordomo.
—Deje eso de mi cuenta, profesor —respondió. Movió la mano
armada significativamente—. Vamos, suban a sus habitaciones.
Kilda me miró y, resignadamente. Inició un movimiento de
retirada. Pero yo me planté impertérrito en el mismo lugar, dispuesto
a todo antes que confesarme derrotado.
Kraubath avanzó hacia mí, situándose entre la puerta y nosotros
dos. La distancia se redujo considerablemente, de tal modo que sólo
con alargar la mano, hubiera podido tocar la boca de la pistola.
Con la mano izquierda, Kraubath tanteó la puerta, con el fin de
cerrarla con llave. Entonces, con voz completamente natural,
mientras volvía el rostro a un lado, dije:
—Litz, ¿también usted está con este forajido?
Kraubath cayó en la trampa. Giró levemente la cabeza, apartando
sus ojos de los míos durante una fracción, de segundo.
Esta era la ocasión que esperaba. Salté hacia adelante,
manoteando para apartar la pistola de mi cuerpo.
Sonó un estampido que retumbó estruendosamente bajo la
bóveda del vestíbulo. El ruido del disparo ahogó el seco ¡crack! del
impacto de mi puño contra la mandíbula del mayordomo.
Kraubath se inclinó hacia adelante, a la vez que la potencia del
impacto, no perdió el conocimiento. Trató de levantar de nuevo la
mano armada.
Era preciso dejar a un lado las consideraciones si queríamos vivir.
Alcé el pie derecho y se lo clave sañudamente, con todas mis
fuerzas, en el bajo vientre.
Kraubath se inclinó hacia adelante, a la vez que emitía un aullido
de agonía. Soltando la pistola, se oprimió la parte afectada con
ambas manos.
Cerré el puño y le golpeé, tras la oreja, una, dos, tres veces, hasta
hacerle perder el sentido por completo. Al fin, Kraubath quedó
tendido en el suelo, convertido en una masa inerte.
—Busca algo para atarle, pronto —dije a Kilda.
La muchacha reaccionó prestamente. Mientras traía lo necesario,
me apoyé en la pared, respirando fatigosamente. Todavía notaba en
mi cuerpo la debilidad que me había causado la pérdida de sangre,
y si había podido sostener la pelea con éxito se debía
principalmente a la excitación nerviosa, que me habían devuelto por
el momento unas fuerzas perdidas a medias.
Kilda regresó poco después con los cordones de unos cortinajes,
con los cuales atamos sólidamente al infiel mayordomo. También
traía una servilleta de la cocina, que sirvió para amordazarle.
Luego lo escondimos bajo la escalera. Al terminar, pudimos
considerarnos con el paso libre.
Recogí la pistola que Kraubath no había tenido tiempo de utilizar.
Acto seguido, abrí la puerta y nos precipitamos al exterior.
El cielo continuaba cubierto y las nubes galopaban velozmente,
arrastradas por el viento cuyos fúnebres aullidos se dejaban oír con
frecuencia. Con la mayor rapidez que nos fue posible, descendimos
la escabrosa pendiente, hasta hallarnos al pie del derrumbadero.
—Estoy seguro —dije—, de que la entrada a la cripta debe
hallarse por aquí. Recuerda que Lange y Hailsd surgieron
repentinamente, como por arte de magia. Aunque anoche miré todo
detenidamente, no es lo mismo hacerlo a la luz de una lámpara
eléctrica que a la luz del día.
Kilda me miró esperanzada.
—Deseo de todo corazón que consigas tus propósitos —dijo.
—Pues para ello lo mejor es empezar cuanto antes. ¡Manos a la
obra!
Y empezamos a buscar.
Cada uno por un sitio, tal fue lo convenido, sin alejarnos de los
límites laterales del derrumbadero. Tanteé cuidadosamente las
rocas, apartando los matorrales para ver si ocultaban la entrada a
una galería practicada en el seno de la montaña sobre la cual se
hallaba asentado el castillo. Me subí a todos los salientes,
examinando con infinito cuidado las grietas y hendeduras, por ver si
formaban parte de alguna roca que simulase el acceso que tanto
buscábamos.
Llevaríamos media hora de incesantes pesquisas cuando, de
pronto, oí gritar a Kilda.
—¡Timmy! ¡Timmy!
Miré hacia la muchacha. Estaba encaramada en una roca que
sobresalía un poco del cantil, a una docena de metros sobre el
suelo, y llamaba mi atención con frenéticos gestos.
—¡Ven, Timmy! ¡Pronto, pronto, por favor!
El tono de su voz parecía de alarma, pero no tardé en comprender
que, al fin, habíamos hallado lo que buscábamos con tanta ansia.
CAPÍTULO XV

Cuando llegué junto a la muchacha, hube de apoyarme contra la


pared, pues, literalmente, me había quedado sin aliento. Necesité
varios minutos para sentirme un poco mejor, pasado cuyo espacio
de tiempo, recobré las fuerzas para poder continuar nuestras
pesquisas.
Kilda tuvo la suficiente paciencia para esperarme. Al fin, cuando
vio que ya estaba repuesto, me enseñó su descubrimiento.
Tratábase de una grieta situada en la pared del derrumbadero, la
cual permitía el paso de una persona, pero tan hábilmente
disimulada con plantas y matojos, que resultaba dificilísimo advertir
su existencia, a menos que se apartasen aquellas plantas a un lado.
Kilda había tropezado con ella poco menos que por casualidad, pero
habíamos descubierto la entrada, y esto, a fin de cuentas, era lo que
nos interesaba en aquellos momentos.
Apartamos las matas y hierbajos a un lado. La grieta era estrecha,
pero permitía el paso de una persona con cierta facilidad. Fuimos a
entrar en ella, pero en aquel momento reparé en que nos faltaba lo
más esencial: la luz.
Por un momento nos quedamos desconcertados; parecía
imposible que hubiéramos podido olvidarnos de lo más importante.
Pero era así, y sin una luz resultaba imposible adentramos por el
túnel en cuya boca nos encontrábamos.
De pronto. Kilda tuvo una inspiración salvadora.
—Timmy, dame tu cuchillo. Espérame aquí; tú estás débil todavía.
Accedí a lo que me pedía la muchacha. Le entregué el cuchillo y
Kilda descendió ágilmente hasta el suelo del barranco.
Regresó minutos después, con una gruesa rama de pino resinoso.
cuyo extremo prendimos después de consumir unos cuantos
fósforos. Encendida ya aquella tea improvisada, pudimos
adentrarnos por el túnel.
Este serpenteaba irregularmente por el interior de la montaña,
aunque ascendiendo de modo continuo. Era estrecho apenas un
metro, y su altura venía a ser del doble Sus paredes estaban
cubiertas de musgo rezumante de humedad.
De pronto. cuando menos lo esperábamos, a unos treinta metros
de la entrada, el pasadizo se bifurcó. Ante nosotros se abría una
especie de Y mayúscula, cuyas ramas eran muy cerradas pero que,
evidentemente, seguían direcciones distintas.
Tanto daba ir por un lado como por otro. Sin excesivas
vacilaciones, señalé la rama de la izquierda y por ella nos
adentramos.
El pasadizo se hizo más y más empinado hasta que, de pronto, la
pendiente se transformó en una escalera de peldaños excavados en
la roca viva.
Ascendimos por acuella escalera, durante unos cuantos minutos.
De repente, nos encontramos con que una pared nos cerraba el
naso.
Kilda y yo nos miramos desconcertados.
—Esto no puede ser —mascullé—; el pasadizo tiene que dar a
alguna parte. No tiene sentido excavar un túnel en la roca y construir
una escalera si luego no conduce a algún lugar de utilidad.
—Mira bien a ver si encuentras la forma de franquear ese
obstáculo —dijo ella, sin desanimarse.
Le entregué la antorcha. Kilda la levantó cuanto pudo, con el fin
de alúmbrame mientras empezaba a tantear con las manos en la
pared.
De repente, mi mano derecha tropezó con un pequeño saliente
que en forma alguna podía confundirse con la roca del túnel. Apreté
con fuerza y la pared que nos cerraba el paso empezó a girar en
absoluto silencio, sobre unos bien engrasados goznes.
Esperamos a que aquella puerta se hubiese abierto para pasar al
otro lado. Entonces, avanzamos dos pasos... ¡Y nos encontramos
en mi dormitorio!
Miré estupefacto a mi alrededor, como si no creyera en lo que
estaba viendo. Sí, en efecto, aquella era la habitación que ocupaba
desde mi llegada al castillo. Y la entrada a ella se efectuaba a través
del armario ropero donde guardaba mis trajes y demás efectos
personales.
Kilda y yo nos contemplamos absortos, estupefactos. Entonces
comprendí la extraña forma como la señora Rathenau había entrado
por dos veces —al menos—, en la estancia y también comprendí
cómo había sido trasladado hasta allí después de recibir el golpe
que me dejara inconsciente.
Sin embargo, no perdimos mucho tiempo en la estancia.
—Vamos —dije—, recorramos el otro pasadizo.
Agarré la mano de Kilda y volvimos de nuevo al túnel, no sin tener
antes la precaución de cerrar nuevamente aquella singular puerta,
en la cual pocas personas hubieran podido sospechar.
Deshicimos nuestro camino hasta llegar a la bifurcación. Una vez
en ella, hicimos un pequeño alto.
Respiré profundamente, mientras miraba a Kilda. La llama de la
antorcha vacilaba, arrojando sombras fantasmagóricas sobre las
paredes.
Presentíamos que el momento supremo estaba a punto de llegar.
Dentro de unos instantes, nos hallaríamos frente al conde y,
seguramente también, frente a su demoníaca compañera.
—Toma la antorcha —dije.
Revisé la pistola de balas de plata, comprobando minuciosamente
su mecanismo. Luego tiré de la corredera, introduciendo un cartucho
en la recámara. Con ella en la mano y la de Kraubath en el cinturón,
pensaba que podía reírme impunemente de los vampiros y de sus
cómplices.
Hecho esto, reanudamos la marcha cogidos de la mano. Kilda
mantenía en alto la antorcha, en tanto que yo empuñaba firmemente
la pistola mágica.
El túnel continuaba en pendiente ascendente, aunque no tan
pronunciada como el del otro pasadizo. Caminamos por él durante
medio centenar de metros, al cabo de cuyo espacio desembocamos
súbitamente en una gran cripta excavada también en la roca viva.
La cripta tendría unos treinta metros de longitud por veinte de
anchura, y parte de sus muros y techos estaban reforzados por
arcos y contrafuertes de piedra labrada y unida con argamasa, con
el fin de evitar inoportunos desprendimientos. El suelo era de arena
finísima y en algunas partes colgaban restos de viejísimas telarañas.
En el centro había una especie de túmulo, situado en la parte alta
de una pequeña pirámide de piedra, de tres o cuatro escalones. El
túmulo contenía una sepultura de piedra. En el fondo divisé un bulto
informe, envuelto en un paño negro.
Kilda se apretujó contra mí, temblando convulsivamente. La llama
de la antorcha osciló, amenazando con apagarse.
—No tengas miedo —dije en voz baja, pero que, no obstante,
resonó con curiosos ecos bajo la bóveda de la cripta, cuyo vértice se
alzaba a unos diez metros sobre nuestras cabezas—. El vampiro
está atado a su tumba por la luz del día y no puede hacernos daño.
Ella asintió.
—¿Y la señora Rathenau?
—Yacerá seguramente en otra tumba. La encontraremos más
tarde, no te preocupes.
Avancé unos cuantos pasos, subiendo los peldaños que
conducían a lo alto de la pirámide, y me situé junto al túmulo.
La sepultura de piedra estaba abierta y su losa, enorme,
pesadísima, descansaba al lado. Inclinándome, pude leer una
inscripción en latín.

HIC JACET
FRANCISCUS JOSEPHUS
DOMINUS XIII LÖLHSTADTALENSIS
1632-1688

—Aquí yace Francisco José, decimotercer señor de Lölhstadt —


traduje—. Nacido en 1632 y muerto en 1688.
Kilda se situó a mi lado, temblando de pánico. Yo también
temblaba, pero ello no me impidió advertir que en la inscripción de la
lápida faltaba el crucifijo del encabezamiento, como es costumbre
en casos similares, y las tradicionales siglas R.I.P. ¿Cómo podían
hallarse tales signos en la tumba de un hombre que se había aliado
con los poderes infernales y que, además, era un no-muerto?
Lo que sí figuraba grabado en la losa era el murciélago, emblema
de la casa de Lölhstadt. Hubiera resultado extraño no encontrarlo.
Y en la sepultura, en fin, había un ataúd de brillante madera
negra.
Sobre la tapa del ataúd había otro murciélago con ojos de fuego,
cuya boca parecía abrirse ávida de sangre. Y debajo...
Era preciso decidirse. Pronto anochecería y entonces el conde se
sentiría libre de sus limitaciones. Si no podía atacarnos, se
convertiría en un murciélago y huiría hasta encontrar el momento
propicio.
Me coloqué la pistola en el bolsillo posterior y busqué las asas de
la tapa del féretro. Agarré una de ellas e hice girar la cubierta.
La tapa se abrió con crispante rechinamiento y giró hasta quedar
vertical. Kilda gritó.
Sin poderlo evitar, retrocedí un paso, horrorizado por lo que
estaba viendo.
El conde se hallaba en su ataúd, con las manos cruzadas sobre el
pecho, vestido en la forma acostumbrada con que solíamos verle.
Permanecía absolutamente inmóvil, pero sus ojos estaban abiertos
y lanzaban rayos de cólera impotente al vernos allí, a su lado,
dispuestos a matarle.
Los ojos del conde arrojaron llamas. Pero no hizo el menor
movimiento. ¿Cómo iba a poder hacerlo, si todavía no era de
noche?
—¡La pistola, Timmy, la pistola! —clamó Kilda, rompiendo el
maléfico silencio que se había desplomado sobre nosotros.
Los gritos de la muchacha retumbaron bajo las bóvedas. Sentí un
torpor infinito en todos mis miembros, como si las miradas que me
dirigía continuamente aquel ser afectaran a mi fuerza muscular.
Hice un gran esfuerzo y conseguí sacar la pistola. Mi mano tembló
visiblemente, pero pude fijar la puntería un momento y situar el caño
del arma a escasos centímetros del corazón del monstruo.
Un segundo más y saldría la bala de plata que pondría fin a la
existencia de un ser tan repulsivo.
Apreté el gatillo.
¡Y sólo oí el clic del percutor al golpear sobre un cartucho vacío!
CAPÍTULO XVI

Una sonora carcajada, que parecía salida directamente del


infierno, atronó los muros de la cripta. En contestación, Kilda lanzó
un grito agudísimo.
Oprimí de nuevo el gatillo. Vano empeño. Tiré de la corredera,
expulsando aquel cartucho, por si había resultado defectuoso. Otra
vez volví a presionar sobre el disparador.
El arma se me cayó de la mano cuando comprendí que ninguno
de los cartuchos contenía ni siquiera pólvora en su fulminante. ¡El
monstruo no podría, pues, ser destruido!
Retrocedí espantado. Olvidé que me hallaba en la cúspide de la
pequeña pirámide y al pisar en falso, caí de espaldas, rodando por
los escalones hasta el suelo de la cripta.
Me puse en pie de un salto. Todavía podía intentar un medio.
—¡La antorcha, Kilda!
Corrí hacia ella y le arrebaté la rama que nos había servido para
alumbrarnos. El extremo apagado tenía cierto aguzamiento y, a falta
de una estaca debidamente preparada, podía servirnos al fin que
perseguíamos.
De nuevo trepé los escalones del túmulo. Ciego de ira, levanté la
estaca con ánimo de clavarla en el pecho del conde.
En aquel momento sonó una voz imperativa, tajante.
—¡Tire eso inmediatamente, profesor!
Sin bajar las manos, volví la vista hacia el que acababa de hablar.
No me extrañó en absoluto ver a Meyer Lange apuntándome con
una escopeta a diez pasos de distancia.
Hailsd estaba a su lado, también con otra escopeta, pero no me
apuntaba a mí, sino a Kilda.
—¡Suelte la antorcha, profesor! —dijo el segundo—. ¡En el acto o
dispararé contra la señorita sin más dilación!
Miré a Kilda. La muchacha permanecía absolutamente inmóvil,
con las manos caídas laciamente a lo largo de sus costados. Las
lágrimas fluían silenciosamente de sus mejillas.
Habíamos estado a punto de triunfar y en el último momento
conocíamos la derrota.
Respiré hondo y dejé caer la antorcha al suelo. Luego, con paso
retardado, descendí la escalera hasta situarme junto a Kilda.
Hubo una pausa de silencio. Me pregunté por dónde podían haber
surgido los compinches del conde, ya que, dada la postura en que
nos hallábamos, de haber venido por el pasadizo, tendríamos que
haberlos visto forzosamente.
Y en aquel momento, el conde se sentó en el féretro.
Nos miró con expresión de triunfo, a la vez que una perversa
sonrisa flotaba en sus crueles labios. Luego se puso en píe,
extendiendo los brazos como si fuera a echarse a volar.
Pero no lo hizo. Simplemente, se limitó a salir del ataúd y
acercarse a nosotros.
Kilda exhaló un gemido y escondió su cabeza en mi pecho. Rodeé
sus hombros con mi brazo. Todavía guardaba un as en la manga: la
pistola de Kraubath.
—Habéis descubierto mi refugio y moriréis —dijo el conde con voz
de ultratumba—. Vuestros cuerpos serán arrojados al Kainach...
como el de esa osada que se atrevió a interrumpir mi descanso
diurno.
Von Lölhstadt movió la mano izquierda, y los dos esbirros se
separaron a un lado. Entonces miré el bulto que yacía en un rincón,
cubierto por una tela negra, y en el cual apenas si había reparado a
la entrada.
Lange tiró de la tela. El cadáver de la linda Hansi apareció ante
nuestros despavoridos ojos, con una mueca de horror grabada en
su lindo rostro. A pesar de la distancia, pude divisar en su cuello las
marcas de los dientes del vampiro.
—Ni ella ni vosotros tendréis la suerte suprema de revivir después
de muertos. No todos quienes me entregaron su sangre pueden
ufanarse de haber recibido tan maravillosa propiedad. Ella y
vosotros dos seréis arrojados al Kainach, cuyas aguas destrozarán
vuestros cuerpos contra las rocas.
La escena era de un intenso dramatismo. Para completarla, la
señora Rathenau surgió de repente en la cripta, apareciendo a
través de una grieta que se había abierto inesperadamente en aquel
muro.
Gerda Rathenau sonreía triunfalmente. Sus ojos brillaban de un
modo singular.
—Querido —se dirigió al conde—, supongo que dejarás para mí al
apuesto profesor Bascomb.
Von Lölhstadt hizo una galante inclinación de cabeza.
—Por supuesto, querida —respondió—, si ese es tu gusto.
Gerda Rathenau avanzó hacia mí, sonriéndome lúbricamente, con
su peculiar caminar ondulante Sus rojos labios brillaban húmedos
con ansia no disimulada y al hallarse a pocos pasos de distancia,
levantó los brazos hacia mí.
Cuando ya estaba a punto de tocarme con la punta de sus uñas,
que parecían cubiertas de sangre, la decoración sufrió un brusco
cambio.
—¡Lange, Hailsd! ¡Tiren las armas al suelo o haré fuego!
CAPÍTULO XVII

La voz era familiar, pero el hombre que había emitido la intimación


me resultaba completamente desconocido.
Era un tipo fornido, casi cuadrado, con gafas de cristales color
ámbar, en cuya mano podía verse un revólver de seis tiros, calibre
38.
Después de la intimación del desconocido, se produjo una densa
pausa de silencio. Gerda Rathenau se volvió como picada por un
áspid, con el bellísimo rostro deformado por una horrible mueca de
cólera.
Aquello no duró apenas un par de segundos. Casi en el acto,
Lange levantó su escopeta.
El desconocido disparó su revólver una fracción de segundo
antes. El disparo nos ensordeció bajo las bóvedas de la cripta.
Lange lanzó un agudísimo alarido. Levantó las manos y, en el
último instante de su vida, su dedo se crispó en torno a los gatillos
de la escopeta. Al girar a un lado, ametralló a su compañero Hailsd
a menos de un metro de distancia, volándole la cabeza.
Hailsd cayó fulminado al suelo, literalmente decapitado por la
doble descarga de ambos cañones. Pateó espantosamente durante
unos momentos y luego se quedó inmóvil, al lado de su compañero
de fechorías, en medio de un lago de sangre.
El conde lanzó un rugido de rabia e intentó huir.
—¡Frantz —gritó Gerda—, espérame!
La mujer le agarró por el brazo, intentando detenerle.
—¡Quieto, conde! —gritó el desconocido.
Entonces me acordé de que tenía una pistola en el cinturón. La
saqué con rápido movimiento y apunté hacia el conde.
Este trataba de desasirse de la presa que había hecho en su
brazo la mano de Gerda. Al fin, viendo que no podía lograrlo, sacó
de entre los pliegues de su flotante capa una pistola y, antes de que
pudiéramos impedirlo, aplicó la boca del cañón a la sien de la mujer
y apretó el gatillo.
Gerda cayó fulminada. Un segundo después, mi pistola y la del
recién llegado, vomitaba humo y llamas en medio de una serie de
estruendosos estampidos. Los alaridos de dolor de von Lölhstadt
fueron apagados por el fragor de las detonaciones. Al fin, cubierto
de sangre de pies a cabeza, se desplomó al suelo.
Después de aquello, se produjo un momento de silencio, roto por
la vacilante voz de un individuo que apareció en el mismo sitio por el
que había salido Gerda con las manos en alto.
—¡No disparen —clamó temblorosamente—, me rindo!
Era Theo Kapitz.
—Muy bien —ordenó el desconocido—. Sitúese en aquel rincón,
cara a la pared, y no se mueva o lo acribillaré a balazos.
—Sí, sí... —Kapitz obedeció, con el pánico más absoluto pintado
en su rostro.
Entonces, el desconocido se volvió hacia nosotros y sonrió.
—Permítanme que me presente. Inspector Hans Litzmann, de la
policía de Viena.
Un súbito chispazo brilló en mi mente.
—¡Litz! —grité.
El policía sonrió.
—El mismo —dijo. Y acto seguido, se quitó las gafas y cerró el ojo
izquierdo, a la vez que levantaba el hombro del mismo lado y torció
la boca. Dio unos cuantos pasos renqueando y volvió junto a
nosotros—. Falta la cicatriz, pero como era postiza, no he tenido
tiempo de volver a ponérmela.
Me pasé la mano por la frente.
—No comprendo —murmuré.
—Vengan conmigo —rogó Litzmann, adoptando de nuevo su
continente de persona normal. Se colocó las gafas y emitió un
gruñido—. ¡Maldita conjuntivitis! Estoy loco por volver a Viena para
que me la curen... pero ya falta poco, afortunadamente.
Agarró a Kapitz por un hombro y lo empujó hacia la abertura, por
la cual entramos todos uno a uno.
Cruzamos un estrecho pasadizo de unos dos metros de largo y
salimos a otra gran cripta, en la cual presenciamos un espectáculo
que nos dejó a Kilda y a mí sin aliento.
La luz era abundante y procedía de varios potentes reflectores,
alimentados por un generador que funcionaba casi silenciosamente
en un rincón. Vimos allí varías máquinas y aparatos, cuya utilidad no
supe comprender hasta que el policía nos lo explicó todo.
—Aunque lo hacían muy bien y cualquiera, incluso yo, en algunos
momentos, podía ser encañado, no había tales vampiros. Idearon
este truco para poder desempeñar mejor sus criminales actividades.
Litzmann se fue hacia una mesa cercana en la cual había unos
cuantos rectángulos de papel verdoso y tomó uno de ellos,
volviendo luego junto a nosotros.
—¡Eran falsificadores! —exclamé, aturdido por la increíble
revelación.
—Exactamente —aprobó el policía—. Y actuaban desde aquí, un
lugar magnífico para establecer su base de operaciones, sin ser
descubiertos por la policía.
“Hacía ya tiempo que notábamos una falsificación en los billetes
de cien, quinientos y mil schillings, sin que pudiéramos hallar la
fuente de donde procedían los billetes espurios. Finalmente, y tras
muchas investigaciones, conseguimos averiguar que, más o menos,
el lugar de donde eran irradiados dichos billetes parecía hallarse
situado en Jagelwirt o sus alrededores.
“Entonces, mis jefes me destacaron para descubrir a los
falsificadores. Convenientemente disfrazado, pude entrar como
criado al servicio del conde. Durante los primeros tiempos, forzoso
es decirlo, no hice el menor progreso. Sospechaba que el conde y
su...bueno, la señora Rathenau, eran los cerebros de la banda, pero
no podía hacer nada en tanto no los cogiera con las manos en la
masa, esto es, en la imprenta donde estampaban los billetes falsos.
“Entonces llegó usted, señorita Kilda. Sus proyectos de venta del
castillo a una empresa turística no fueron muy del agrado de su tío.
El castillo está situado en una región privilegiada desde donde se
pueden emprender magníficas excursiones en el buen tiempo a las
montañas vecinas y, además, durante el invierno, servir de refugio a
los amantes del esquí y el alpinismo. Pero con esto lleno de turistas,
el negocio del conde se veía afectado seriamente.
Litzmann hizo una pausa y sacó cigarrillos. Fumamos unos
momentos y luego continuó:
—Entonces ideó su plan de volverla loca para, como único
heredero suyo, quedarse con el castillo. ¿Qué mejor plan que
hacerse pasar por vampiro? Estoy seguro de que dicho plan le fue
sugerido por la señora Rathenau en cuanto supieron sus
pretensiones de venta. Un asesinato no entraba en un principio en
sus cálculos; podían haberse hecho molestas investigaciones que
quizá hubieran puesto en peligro su saneado negocio.
“Para mejor convencer a la señorita de que estaba loca,
contrataron al profesor Bascomb. Este ignoraría lo que se pretendía
de usted, señorita Kilda, puesto que, oficialmente, había sido traído
como archivero y profesor de inglés. Y usted siempre sospecharía
de él como un psiquiatra traído especialmente de Escocia para
reconocerla con la mayor discreción posible. No querían arriesgarse
a traer un hombre de Viena para no correr peligros innecesarios. En
lugar de estar seis o siete meses aquí, usted, profesor, hubiera sido
despedido a las dos semanas, con cualquier pretexto y entonces
hubieran continuado las presiones sobre la señorita hasta conseguir
sus deseos.
—Pero, entonces, no comprendo por qué empezaron a asustarme
a mí también con el tema de los vampiros —objeté.
—Todo cuanto he dicho antes, o la mayoría, son deducciones,
que, sin embargo, tienen una gran base de verosimilitud. Como yo
estaba con la mosca tras la oreja, le puse la primera noche el
crucifijo de boj y la guirnalda de ajos. Y ellos, entrando
subrepticiamente durante su sueño, vieron aquellos objetos.
Entonces no les quedó otro remedio que seguir adelante con la
farsa. Esperaban hacerle huir y, al mismo tiempo, que convenciera a
Kilda de la necesidad de hacer lo mismo, para de este modo
quedarse con el terreno despejado. Sabían que entonces la señorita
Kilda no querría vender, para que los vampiros no hicieran más
víctimas inocentes. Y a partir de ese momento, ellos podrían
continuar tranquilamente su criminal trabajo.
—Entiendo —dije—. Pero antes de que llegara yo, Putzi Stübmig
ya había muerto desangrado por los vampiros.
—Seguramente, Putzi, que era un merodeador, debió descubrir la
entrada al pasadizo y lo mataron, dejándolo en lugar visible para
escarmiento de posibles curiosos. Ustedes ya saben cómo son los
sencillos aldeanos de la comarca, temerosos y supersticiosos a más
no poder. Y claro, cuando, además de Putzi, empezaron a morir
terneras, el terror se expandió entre los habitantes de la aldea. Una
situación ideal para los falsificadores.
—¿Y Stefan?
—El posadero era cómplice también. Stefan era el primer eslabón
de la cadena que distribuía los billetes falsos.
Recordando la maleta forrada de lona que Kraubath le había
entregado, tuve que convenir en la veracidad de las palabras del
policía.
—Debió pedir más parte en su tajada y le mataron igualmente. Le
dejaron de modo que ustedes pudieran verle y luego lo enterraron
sabe Dios dónde. Nos costará mucho trabajo hallar su cadáver.
—La pobre Hansi murió también a manos de esos desalmados —
dije furioso, recordando a la linda muchacha, que había debido sufrir
horrores antes de entregar su vida.
—Se mostró muy curiosa. Amenazó con dar parte al jefe de los
gendarmes y, calculo, Lange y Hailsd debieron sorprenderla y
detenerla antes de que llegara a Jagelwirt. El resto es fácil de
imaginar.
—¡Pero yo vi volar al vampiro! —exclamé.
Litzmann se echó a reír.
—Bajo la roca había una red elástica que amortiguaba la caída.
Reí también. Mi caída en la red. El susto que me había llevado.
¿Cómo no se me había ocurrido entonces?
—Ustedes, sin embargo, han conseguido algo que yo no pude
hallar en los meses que llevaba en el castillo —manifestó Litzmann
—: la entrada al pasadizo y, por consiguiente, al taller de impresión
—el policía meneó la cabeza—. Kapitz, el supuesto pintor, a quien
estimo un magnífico grabador, y Kraubath, que sigue atado allá
arriba, terminarán de esclarecernos algunos puntos que ahora nos
parecen oscuros.
—Sobre todo —dije, estremeciéndome—, la forma en que
extraían la sangre a sus víctimas.
—Quizá Kapitz quiera indicárnoslo —sugirió el policía—. Le
conviene hablar; quizá así sus jueces se sientan inclinados a la
benevolencia. Estoy seguro de que él no aprobó nunca esas
muertes, ¿verdad, Kapitz?
El pintor se volvió, temblando de miedo.
—Sí, sí... —balbució—. Diré todo lo que quieran... La... la sangre
la sacaban con aquel aparato... —señaló un extraño utensilio que
había sobre una mesa.
Litzmann lo tomó, examinándolo con infinita atención. Estaba
constituido por un depósito metálico de unos tres litros de
capacidad, con un tubo de goma de un metro de largo, más o
menos, cuyo extremo se partía en dos ramas. Una de ellas estaba
terminada en una pera de goma de buen tamaño y la otra en una
horquilla formada por dos gruesas agujas similares a las de inyectar
medicamentos, aunque terminadas en punta triangular. Una vez
clavadas las agujas bajo la piel de la víctima, la pera servía de
aspirador. Después, la sangre extraída era arrojada al Kainach... y el
aparato quedaba listo para ser usado nuevamente cuantas veces se
precisara.
—Al conde le gustaba que la mise en scéne fuera perfecta y
cuidaba hasta del último detalle —dijo el policía—. Micrófonos y
amplificadores, conectados a una grabadora; eran los productores
de las carcajadas y los alaridos. Hace días vi por un rincón del
castillo una jaula con murciélagos que soltaban en el momento
oportuno. El conde y la señora Rathenau solían actuar de modo
conjunto o bien secundados por alguno de sus cómplices, Lange y
Hailsd, que eran quienes llevaban el peso de los trabajos más
penosos.
—Gerda Rathenau tenía colmillos extraordinariamente largos el
día en que intentó atacarme en mi dormitorio —dije.
—Eran postizos —me aclaró Kapitz.
—Y su imagen no se reflejaba en el espejo —rezongué.
—¡Claro! —exclamó el policía—. La puerta se abría y cerraba por
un sistema eléctrico. Usted miraba a la puerta y, mientras tanto, ella
entraba por otro sitio, situándose a su lado antes de que se diera
cuenta de su presencia en el dormitorio.
Cerré los ojos un momento, evocando la escena. Sí, así debía
haber sido. Cada vez que me había vuelto al espejo, dándole la
espalda por completo, Gerda había saltado a un lado, situándose de
nuevo frente a mí al girarme hacia ella para ofrecerle el vino. La
sugestión y el ambiente habían hecho el resto.
—¿Y la pistola con balas de plata?
—Debió colocársela el conde para ayudar a la simulación, lo
mismo que la de la señorita Kilda. Claro, no era tonto y puso los
cartuchos vacíos. No era un vampiro y, como ha podido ver, las
balas de plomo han servido igualmente para matarlo —Litzmann
meneó la cabeza—. Lo siento; hubiera preferido que las cosas se
desarrollasen de otra manera.
De pronto soltó una carcajada:
—Ahora podré volver a Viena y hacer que otros guisen para mí.
He quedado muy harto de cocina en estos meses.
Ya no quedaba nada más por aclarar. Salimos de allí,
alumbrándonos con una linterna eléctrica. La antorcha resinosa se
había extinguido.
Antes de abandonar la cripta, arrojé una última mirada a su
interior.
El rostro del conde había adquirido una placidez suprema, como
si hubiera acogido la muerte con infinita alegría. Su rostro brillaba
espectralmente, con un leve resplandor verde que parecía nacer
directamente de debajo de su piel.
Fósforo, pensé.
CAPÍTULO XVIII

Semanas más tarde, Kilda y yo contrajimos matrimonio. La


ceremonia fue sencilla y se celebró en la propia Viena, en la catedral
de San Esteban, y a ella asistieron algunos de mis mejores amigos,
además de, naturalmente, el inspector Litzmann, ya curado de su
pertinaz conjuntivitis.
La noche de bodas, Kilda se estrechó contra mí, inmensamente
dichosa. Me besó apasionadamente y luego, sus labios fueron
resbalando por mi mejilla hasta llegar al lóbulo de la oreja.
—¡Cuidado! —dije, evitando que siguiera más adelante.
—Es que... te quiero tanto, Timmy —susurró.
—Desde luego, pero ¡hay cariños que matan, Kilda!
—El mío —musitó—, te hará vivir eternamente feliz.
Por consejo mío, no ha vendido el castillo. Solicitó un crédito, que
le fue concedido, y ahora Jagelwirt se está convirtiendo en una
estación de moda, tanto en el verano como en el invierno. La
demanda de habitaciones para pasar unos días en el castillo es
extraordinaria y no podemos dar abasto a tantas peticiones como
recibimos.
Por supuesto, la leyenda de los vampiros atrae morbosamente a
la gente. Y nos hemos cuidado de que la curiosidad de nuestra
clientela sea satisfecha.
Litzmann dijo que estaba harto de guisar, pero se equivocaba. Su
habilidad como chef de cuisine del castillo es reconocida y ha
resultado un factor nada despreciable en la atracción de nuestra
clientela.
Kilda y yo vivimos felices. Pronto tendremos un heredero. A cada
momento que pasa, nos sentimos más enamorados el uno del otro.
La cripta donde el conde fingía descansar durante el día, está
arreglada convenientemente, aunque, por supuesto, con el féretro
cerrado. Los huéspedes visitan constantemente el lugar, pero
ninguno de ellos sabe que, en la realidad, los restos de Frantz
Joseph von Lölhstadt reposan allí para siempre.
Sólo ven la crucecita de boj sobre la tapa del sarcófago que yo
mantengo constantemente renovada... por si acaso.

FIN
Table of Contents
CAPÍTULO PRIMERO
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII

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