Ray, Jean - Cuentos
Ray, Jean - Cuentos
Ray, Jean - Cuentos
todas las
velas desplegadas, se perfiló en el horizonte.
Al día siguiente el mar se enfureció. Vimos a estribor un vapor danés
que, en
medio del viento, luchaba contra las olas. Iba rodeado de tal cantidad de
humo que
no pudimos leer su nombre.
Este fue el último barco que vimos.
Es verdad que, al despuntar la aurora del tercer día, observamos dos
humaredas
hacia el Sur, pero Walker dijo que era un aviso de la marina británica, y
eso fue todo.
El mismo día vimos resoplar a lo lejos un orkue, y su grave contrabajo
sonó hasta
nosotros. Esa fue la última manifestación de vida alrededor de nuestro
barco.
El maestro de escuela me invitaba por las noches a tomar una copa en
su camarote.
Él no bebía. Ya no era el locuaz compañero de la taberna del Coeur
Joyeux, pero
continuaba siendo un hombre correcto y bien educado, porque nunca
dejaba mi copa
vacía y, mientras yo bebía, tenía la mirada fija en sus libros.
Debo confesar que de estas jornadas conservo pocos recuerdos.
La vida era monótona; sin embargo, la tripulación me pareció inquieta,
tal vez
debido a un intermedio un poco brusco que hubo una tarde.
Fuimos atacados, al mismo tiempo pudiera decirse, por violentas
náuseas, y Turnip
gritó que habíamos sido envenenados.
Le ordené severamente que se callara.
Es preciso decir que ese malestar pasó pronto. Un repentino huracán
nos obligó
a hacer una ruda maniobra que nos hizo olvidarlo todo.
La aurora se levantó sobre el octavo día de viaje.
***
Encontré caras preocupadas y duras.
Conocía esas caras. En el mar, no dicen nada que valga la pena.
Denotan un sentimiento de inquietud, gregario y hostil, que agrupa a los
hombres,
los hace fundirse juntos en un mismo miedo o en un mismo odio; una
fuerza
maligna les sirve de ambiente y envenena la atmósfera del navío.
Fue Jellewyn quien tomó la palabra.
—Monsieur Ballister —dijo—, queremos hablarle y, sobre todo, queremos
hablar
al amigo, al gran camarada que es usted para todos nosotros, más que
al capitán.
—Magnífico preámbulo— dije, un poco burlón.
—Es precisamente porque es usted un amigo por lo que prescindimos de
los for-
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mulismos— gruñó Walker, y su espantosa cara se torció.
—Hablen— dije escuetamente.
—Hay algo que no marcha bien a nuestro alrededor —continuó Jellewyn
—, y lo
peor es que ninguno de nosotros puede explicar lo que es.
Eché una mirada sombría a mi alrededor y, bruscamente, les alargué la
mano.
—Es cierto, Jellewyn; lo siento como ustedes.
Las caras se serenaron. Los hombres encontraban un aliado en su jefe.
—Mire el mar, monsieur Ballister.
—Lo he observado como ustedes— dije, bajando la voz.
¡Oh, sí! Desde hacía dos días yo veía…
El mar había adquirido un aspecto insólito que, a pesar de mis veinte
años de
navegación, no recordaba haber visto en ninguna latitud.
Lo atravesaban estrías ligeramente coloreadas; a veces lo agitaban
remolinos repentinos
y ruidosos; ruidos desconocidos, parecidos a risas, surgían de pronto de
una
marejada que cesaba bruscamente, haciendo volverse a los hombres
con movimientos
de terror.
—Además, ya no nos sigue ningún pájaro— murmuró Friar Tuck.
Era cierto.
—Ayer noche —dijo, con su voz grave y pausada—, un grupito de
ratones que
anidaban en el pañol de los víveres, subieron corriendo al puente y
luego, en bloque,
se arrojaron al agua. Jamás había visto cosa parecida.
—¡Jamás!— dijeron todos los marineros, como un eco lúgubre.
—Yo he hecho la ruta por estos parajes más de una vez —dijo Walker— y
hacia
la misma época. Esto debería estar negro de negretas, y manadas de
marsoplas deberían
seguirnos desde la mañana a la noche. ¿Las ven ustedes?
—¿Observó usted el cielo ayer noche, monsieur Ballister?— me preguntó
Jellewyn
en voz baja.
—No— confesé, y debí de enrojecer un poco.
Había bebido enormemente en la compañía silenciosa del maestro de
escuela y
no me hallaba en condiciones de subir al puente, abatido por una
borrachera tremenda
que me atenazaba aún las sienes con un resto de dolor de cabeza.
—¿Adónde diablos nos lleva ese hombre?— preguntó Turnip.
—¿Adónde diablos, sí?— afirmó Steevens, el taciturno.
Todos habían dado su opinión.
Yo tomé una resolución repentina.
—Jellewyn —dije—, escúcheme: yo soy aquí el patrón, es cierto; pero no
tengo
vergüenza en confesar delante de todos que usted es el más inteligente
de a bordo
y sé también que es usted un marino poco corriente.
Tuvo una sonrisa afligida.
—Sea— dijo.
—Creo que usted sabe de esto más que nosotros.
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—No —respondió con franqueza—. Pero Friar Tuck es un fenómeno
bastante…
curioso. Como ya les he dicho, presiento algunas cosas sin poder
explicarlas. Tiene,
como diría yo, un sentido más que nosotros: el sentido del peligro. Friar
Tuck, habla.
—Sé poco —respondió la voz grave—, casi nada, aparte de que algo está
a nuestro
alrededor, algo peor que todo, peor que la muerte.
Nos miramos con terror.
—El maestro de escuela —continuó Friar Tuck, pareciendo buscar con
todo cuidado
sus palabras—, no es extraño a eso.
—Jellewyn —grité—, yo no tengo valor para ello; pero vaya usted a
decírselo.
—De acuerdo— dijo.
Bajó. Le oímos llamar a la puerta del camarote del maestro de escuela,
llamar una
y otra vez. Luego, abrir la puerta.
Transcurrieron unos minutos de silencio.
Jellewyn subió. Estaba pálido.
—No está allí —dijo—. Busquemos por todo el barco. Aquí no hay
escondrijo que
pueda ocultar por mucho tiempo a un hombre.
Buscamos, pues, uno a uno; volvimos a subir al puente y nos
contemplamos
mutuamente con aprensión.
El maestro de escuela había desaparecido.
***
Al caer la noche, Jellewyn me hizo señas de que fuera a cubierta y me
mostró la flecha
del mástil mayor.
Creo que caí de rodillas.
Un cielo extraño se abovedaba sobre el mar rugiente; las constelaciones
familiares
habían desaparecido; astros desconocidos, en agrupaciones geométricas
nuevas,
brillaban débilmente en un abismo sideral de un negro escalofriante.
—¡Jesús! —exclamé—. ¡Dios! ¿Dónde estamos?
Espesas nubes invadían el cielo.
—Esto va mejor —dijo Jellewyn tranquilamente—. Los demás pudieran
haberse
dado cuenta y volverse locos. ¿Dónde estamos?.. ¿Lo sé acaso?.. Demos
marcha
atrás, monsieur Ballister, aunque, según mi opinión, sea inútil.
Me cogí la cabeza entre las manos.
—Desde hace dos días la brújula está inerte— murmuré.
—Ya lo sabía— respondió Jellewyn.
—¿Dónde estamos?.. ¿Dónde estamos?
—Tenga calma, monsieur Ballister —dijo, un poco irónico—. Usted es el
capitán,
no lo olvide. Yo no sé dónde estamos. Podría emitir una hipótesis. Es una
palabra
sabia que cubre una imaginación a veces demasiado audaz.
—Qué importa —respondí—. Prefiero oír relatos de brujas y de diablos
antes que
23
ese desmoralizador "no sé nada".
—Probablemente estamos en otro plano de la existencia. Usted tiene
conocimientos
de matemáticas; ellas le ayudarán a comprender. El mundo
tridimensional que
es el nuestro está perdido seguramente para nosotros y yo definiría este
como el
mundo de la enésima dimensión, lo cual es muy vago. En efecto,
estaríamos transportados,
por efecto de una inconcebible magia o de una monstruosa ciencia,
sobre
Marte, o sobre Júpiter, o hasta sobre Aldebarán, lo cual no nos impediría
ver, en ciertas
regiones del cielo, alumbrarse las constelaciones que percibimos desde
la tierra.
—Pero ¿y el sol?— aventuré.
—Una similitud, una coincidencia del infinito, una especie de astro
equivalente
tal vez —respondió—. Además, esas no son más que suposiciones,
palabras, cosas
huecas, y puesto que nos será permitido, creo, morir en este mundo
extraño lo mismo
que en el nuestro, estimo que podemos conservar la calma.
—Morir, morir —exclamé—. ¡Defenderé mi pellejo!
—¿Contra quién? —preguntó socarrón—. Es verdad —añadió— que Friar
Tuck
hablaba de cosas peores que la muerte, si existen consejos u opiniones
que no hay
que desdeñar en el peligro, esas son las suyas.
Volví a lo que él llamaba su teoría.
—¿La enésima dimensión?
—Por amor de Dios —respondió, nervioso— no dé a mi pensamiento una
importancia
tan real. Nada prueba que la creación sea posible fuera de nuestras tres
vulgares
dimensiones. Lo mismo que no descubrimos seres idealmente planos,
que se
alzan del mundo de las superficies, o lineales de una sola dimensión,
tampoco somos
discernibles a las entidades, si las hay, que poseen más que nosotros.
No me
encuentro con ánimos en estos momentos, monsieur Ballister, de darle
un curso de
hipergeometría; pero lo que sí es cierto para mí es que un espacio,
diferente del nuestro
propio, existe. Por ejemplo, el que nuestros sueños nos hacen discernir y
que
presenta, en un plano único, el pasado, el presente y, quizá, el futuro; el
mundo mismo
de los átomos y de los electrones, con astros turbulentos; los espacios
relativos
e inmensos de las vidas vertiginosas y misteriosas…
Hizo un gran gesto de hastío.
—¿Cuál fue el fin de este enigmático maestro de escuela al conducirnos
a estos
parajes del diablo?.. ¿Cómo y, sobre todo, por qué desapareció?
De pronto, me di un golpazo en la frente. Acababa de recordar al mismo
tiempo
la expresión de terror de Friar Tuck y la del desgraciado payaso en la
taberna del
Coeur Joyeux.
Se lo conté a Jellewyn.
Movió lentamente la cabeza.
—Sin embargo, es preciso que no exageremos este poder más o menos
aprensivo
de mi amigo. Desde el primer día, Friar Tuck me dijo, al ver al pasajero:
"Este
hombre me produce el efecto de un muro infranqueable detrás del cual
debe de pa-
24
sar algo inmenso y terrible". No le pregunté más. Era inútil. Él no sabía
más. Su oculta
percepción se traduce por una imagen y, sin duda, se impone así en su
cerebro. Él
no podría analizarla absolutamente. Esta aprensión de Friar Tuck data
de más lejos.
Desde que supo el nombre de nuestro velero, se mostró preocupado,
diciendo que
había mucho sarcasmo bajo eso. Y como pienso en ello ahora, le
recordaré que en
astrología los nombres de los seres y de las cosas tienen un papel de
anteplano. Ahora
bien: la astrología es una ciencia de la cuarta dimensión, y sabios como
Nordmann
y Lewis comienzan a darse cuenta con pavor de que los arcanos de esta
sabiduría
milenaria y los de la ciencia moderna de las radioactividades, así como
los del hiperespacio,
completamente nueva, son hermanas trigemelas.
Me daba cuenta de que Jellewyn discurría así para intentar tranquilizarse
él mismo,
como si quisiera explicar el mundo que nos rodeaba, su razón, su
esencia natural,
creyendo vencer de esta forma el terror que venía hacia nosotros desde
el fondo
del horizonte de palastro negro.
—¿Cómo marcharemos?— pregunté, despojándome de casi toda
autoridad.
—Hacemos ruta estribo amura —dijo—. La brisa me parece muy igual.
—¿Nos resguardaremos en lugar seguro?
—¿Para qué? Sigamos nuestro camino. Es preferible que corramos
algunos riesgos.
Pongamos el parche antes que nos salga el grano.
—Walker, para comenzar, tomará el timón —dije—. Tendrá que procurar
apartarse
de las espumas.
Si tropezamos con un pitón escondido bajo el agua, nos hundiremos.
—¡Bah! —exclamó Jellewyn—. Quizá esa fuese la mejor solución para
todos nosotros.
No creía que lo dijera de verdad.
Si el peligro inminente y salvado afirma la autoridad de un jefe, el
ignorado lo
pone al nivel de sus hombres.
Aquella noche todo el mundo se instaló en el exiguo salón que me servía
de camarote.
Jellewyn nos regaló, aparte de su propia reserva, dos damajuanas que
contenían
un ron espléndido, que sirvió para hacer un ponche monstruo.
Turnip se puso de un humor estupendo y empezó a contar una historia
interminable
de dos gatos, de una muchacha y de una villa en Ipwich, historia en la
que él
había interpretado un papel importante.
Steevens se había confeccionado unos sandwiches fantásticos con
bizcochos y carne
de lata.
Un espeso humo de cigarrillos amontonaba una densa niebla alrededor
de la lámpara
de petróleo, suspendida inmóvil del cuadrante.
La atmósfera era agradable y familiar. A causa del ponche, iba muy
pronto a reírme
de los cuentos azules que Jellewyn me había servido antes.
Walker se llevó su parte de ponche caliente en un termo y, cogiendo una
linter-
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na encendida, nos deseó buenas noches y subió a ocupar su puesto.
Mi reloj dio lentamente las nueve.
Un movimiento acentuado del navío nos hizo comprender que el mar
estaba más
picado.
—Tenemos poca tela fuera— dijo Jellewyn.
Aprobé silenciosamente con la cabeza.
La voz de Turnip ronroneaba monótona, dirigiéndose a Steevens, que
escuchaba
triturando bizcochos entre las muelas espléndidas de su dentadura.
Vacié mi vaso y se lo presenté a Friar Tuck para que me lo volviera a
llenar, cuando
vi la expresión huraña de su fisonomía. Su mano apretaba la de
Jellewyn, y ambos
parecían estar escuchando algo.
—¿Qué..?— empecé a preguntar.
Pero en ese momento una ruidosa imprecación estalló por encima de
nuestras
cabezas, seguida de una carrera precipitada de pies desnudos hacia el
puente. Luego,
un grito estremecedor.
Nos miramos aterrorizados.
Una llamada estridente, una especie de tirolesa, se oyó a lo lejos, en el
mar.
Ya, como un solo hombre, habíamos corrido al puente, atropellándonos
en la
oscuridad.
Sin embargo, todo estaba tranquilo. El velamen ronroneaba gozoso;
junto a la
barra del timón, la linterna lucía con hermosa llama, iluminando la forma
rechoncha
del termo abandonado.
Pero ¡no había nadie en el timón!
—¡Walker!.. ¡Walker!.. ¡Walker!..— gritamos hasta ahogarnos.
Muy lejos, hacia el horizonte guateado por las brumas nocturnas, nos
respondió
la misteriosa tirolesa.
La inmensa noche silenciosa se había tragado, para siempre, a nuestro
pobre
Walker.
***
Una aurora siniestra, violácea, como la rápida noche de las sabanas
tropicales, siguió
a aquella noche fúnebre.
Los hombres, abrumados por un insomnio angustioso, miraban el fuerte
mar de
fondo. El navío baqueteaba frenéticamente entre la espuma de las
erizadas olas.
Un ancho agujero practicado en una de nuestras velas cuadradas, hizo
que Steevens
abriese el pañol de las velas para sustituirla.
Friar Tuck sacó su aguja y se dispuso a hacer un concienzudo remiendo.
Todos los movimientos eran instintivos, mecánicos y morosos. De
cuando en
cuando, yo daba un golpe al timón, murmurando:
—¿Y para qué?.. Después de todo, ¿para qué?
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Turnip, sin haber recibido ninguna orden, subió al palo mayor. Le seguí
maquinalmente
con los ojos hasta la verga más alta. Luego, el velamen lo ocultó a mis
ojos.
De pronto le oímos gritar salvajemente:
—¡De prisa! ¡Suban! ¡Hay alguien en el palo mayor!
Hubo un ruido fantástico de lucha aérea; luego, un aullido de agonía y,
al mismo
tiempo, igual que habíamos visto caer los cuerpos de los piratas del
Wrath desde
la cima del acantilado, una forma rápida pirueteó alto, en el aire, y cayó
lejos, en
las olas.
—¡Maldición!— rugió Jellewyn, subiendo a la arboladura seguido de Friar
Tuck.
Stevens y yo habíamos dado un salto en dirección a la única barca de
salvamente.
Ya los musculosos brazos del flamenco la deslizaba hacia el agua,
cuando nos
quedamos clavados de estupor y de espanto. Algo gris, brillante e
indistinto como
cristal rodeó de pronto el bote, las cadenas saltaron, una fuerza
desconocida hizo que
el velero se inclinara hacia babor, una ola terrible invadió y cubrió el
puente y se
metió en el pañol de las velas aún abierto.
No quedó rastro alguno del bote de salvamento, aspirado por el abismo.
Jellewyn y Friar Tuck descendieron del palo mayor.
No habían visto a nadie.
Jellewyn cogió un trapo y se limpió las manos, temblando. Había
encontrado la
verga y las jarcias salpicadas de sangre tibia.
Con voz desgarrada, recitó las plegarias de los muertos, entremezclando
a las
santas palabras maldiciones en dirección al Océano y al misterio.
***
Muy tarde subimos al puente.
Jellewyn y yo, decididos a pasar la noche juntos en el timón.
Creo que, en cierto momento, me eché a llorar y mi compañero me
golpeó cariñosamente
la espalda. Luego renació un poco de calma, y encendí la pipa.
No teníamos nada que decirnos. Jellewyn parecía dormido en el timón;
yo tenía
la mirada perdida en las tinieblas.
De pronto, me quedé helado por un espectáculo inaudito. Acababa de
inclinarme
sobre la barandilla de babor y me alcé, lanzando una exclamación
ahogada.
—¿Ha visto usted, Jellewyn, o es que estoy ofuscado?
—No, señor —respondió, muy bajo—. Ha visto usted perfectamente;
pero, por
amor de Dios, no diga nada a los otros. Sus cerebros están ya muy cerca
de la locura.
Me fue preciso hacer un gran esfuerzo para volver al empalletado.
Jellewyn se puso a mi lado.
El fondo del mar acababa de ser abrazado por un amplio fulgor que se
extendía
por debajo del navío. La claridad se deslizaba bajo la quilla e iluminaba
por debajo
las velas y el cordelaje.
27
Teníamos aspecto de estar en un barco de teatro, iluminado por unas
candilejas
invisibles, construidas por llamas movedizas de bengala.
—¿Fosforescencia?— aventuré.
—Mire— me sopló Jellewyn.
El agua se había vuelto transparente como una bola de cristal.
A enorme profundidad vimos grandes macizos oscuros de formas
irreales. Eran
casas solariegas de torres inmensas, cúpulas gigantescas, calles
terriblemente rectas,
bordeadas de edificios frenéticos.
Parecía que estábamos sobrevolando, a una altura fantástica, una
ciudad espantosamente
industrial.
—Diríase que se nota movimiento— murmuré, angustiado.
—Sí— me sopló mi compañero.
Porque aquello hormigueaba de una masa amorfa, de seres de
contornos mal
definidos que se dedicaban a yo no sé qué tarea febril e infernal.
—¡Atrás!— aulló de pronto Jellewyn, tirándome brutalmente del cinturón.
Del fondo del abismo acababa de surgir uno de esos seres a una
velocidad increíble
y, en menos de un segundo, su sombra inmensa nos ocultó la ciudad
submarina.
Era como una mancha de tinta expandiéndose instantáneamente a
nuestro alrededor.
La quilla recibió un golpe tremendo. En la claridad escarlata vimos tres
enormes
tentáculos, de una altura de tres mástiles superpuestos, golpear
furiosamente el espacio
y una formidable cara de sombra, agujereada de dos ojos de ámbar
líquido, se
izó a la altura de la muralla de babor y nos echó una mirada
aterrorizadora.
Aquello duró menos de un par de segundos. Una brusca marejada atacó
de través.
—¡Pronto! —gritó Jellewyn—. ¡La barra de estribor!
Era tiempo: rotos los amantillos, el palo de cangreja cortó el aire como
una hacha,
y el palo mayor crujió a punto de partirse. Las drizas saltaron con sonido
claro
de cuerdas de arpa.
La formidable visión habíase evaporado y el agua rugía, jabonosa.
A estribor, bajo el viento, el fulgor corría como una franja ardiente bajo
las galopantes
olas. Luego, desapareció.
—¡Pobre Walker, pobre Turnip!— murmuró Jellewyn, ahogando un
sollozo.
La campana sonó en el puesto de mando: el cuarto de hora de guardia
de medianoche
empezaba.
***
Siguió una mañana sin acontecimientos.
El cielo permaneció cubierto de una nube espesa, inmóvil, de un sucio
tinte ocre.
Hacía un frío relativo.
Hacia mediodía me pareció ver, tras la alta bruma, una mancha
luminosa que
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hubiera podido tomarse por el sol. Resolví determinar esta posición,
aunque, según
Jellewyn, aquello no significaba nada.
La mar estaba fuerte. Yo trataba de retener el horizonte, pero olas cada
vez más
frecuentes corrían dentro de mi campo visual, y el horizonte se
confundía con el cielo.
Sin embargo, llegué a conseguirlo. Pero buscaba en el espejo del
sextante la mancha
luminosa cuando vi que, delante de ella, palpitaba a gran altura una
especie de
banderilla lechosa.
Del fondo de las profundidades nacaradas del hielo algo saltó hacia mí.
El sextante
saltó en el aire; yo recibí un violento golpe en la cabeza… Luego oí
gritos, ruido
de lucha, gritos otra vez…
***
Yo no estaba, propiamente hablando, desvanecido. Estaba tirado en el
puente y un
interminable voltear de campanas tañían en mis oídos. Hasta creí
escuchar la grave
sonoridad del Big Ben en las noches sobre el Támesis.
A esos ruidos agradables se superponían rumores más inquietantes,
pero más
lejanos.
Iba a hacer un esfuerzo para ponerme en pie cuando sentí que me
agarraban y
me alzaban.
Me puse a aullar y a batallar con todas las fuerzas recobradas de pronto.
—¡Dios sea alabado! —exclamó Jellewyn—. No está muerto, no.
Intenté levantar un párpado que pesaba como una tapadera de plomo.
Un trozo de cielo amarillo apareció cruzado por jarcias oblicuas. Luego vi
a Jellewyn
zigzagueando como un ebrio.
—Por amor de Dios, ¿qué ha sucedido?— pregunté con voz plañidera,
porque
la cara del marino estaba bañada en lágrimas.
Sin responder, me condujo al camarote.
Vi que una de las dos literas estaba ocupada por una masa inmóvil.
A la vista de eso recobré todo el conocimiento. Me llevé las manos al
corazón.
Acababa de reconocer la cabeza completamente aplastada de Steevens.
Jellewyn me obligó a beber.
—Es el fin— le oí murmurar.
—El fin, el fin— repetí estúpidamente, intentando comprender.
Puso compresas frescas en la cara del marinero.
—¿Dónde está Friar Tuck?— pregunté.
Jellewyn estalló en sollozos convulsivos:
—Como… a los otros… no le volveremos… a ver… ¡jamás!
Me contó, con voz entrecortada por las lágrimas, lo poco que sabía.
Todo había pasado con una rapidez loca, como todos los dramas
sucesivos que
formaban nuestra existencia actual.
29
Estaba abajo ocupado en verificar el engrasador cuando oyó llamadas
angustiosas
en el puente.
Cuando llegó allí, vio a Steevens debatiéndose con furia como en el
centro de una
burbuja de plata; luego, derrumbarse y quedar sin movimiento. La aguja
y el hilo
de Friar Tuck, que empleaba para coser la vela, estaban esparcidos
alrededor del palo
mayor. Él no se hallaba ya allí. La barandilla de babor estaba
impregnada en sangre
fresca. Yo me encontraba tendido sin conocimiento sobre el suelo del
puente. Él no
sabía nada más.
—Cuando Steevens recobre el sentido, nos lo contará todo— murmuré
débilmente.
—¡Recobrar el sentido! —exclamó amargamente Jellewyn—. Su cuerpo
no es más
que un horrible saco, una amalgama de huesos rotos y de órganos
hechos jirones. Su
constitución de gigante le permite respirar aún; pero se puede decir que
está muerto,
tan muerto como los otros.
Dejamos ir al Salterio a su albedrío. Ya no llevaba más que una
arboladura reducida
y perdía tanto a la deriva que casi no andaba.
—Todo parece demostrar que el peligro está, sobre todo, en el puente—
dijo Jellewyn,
como hablando consigo mismo.
Cuando llegó la noche, nos encerramos en mi salón-camarote.
La respiración de Steevens era difícil y penosa de oír. Era preciso todo
nuestro
tiempo para limpiarle la baba sanguinolenta que le corría de la boca.
—No dormiré— dije.
—Ni yo— respondió Jellewyn.
Habíamos tapado y obturado los ojos de buey a pesar de la atmósfera
agobiante.
El barco marchaba un poco.
De pronto, hacia las dos de la mañana, un sopor invencible me embrolló
las ideas
y un duermevela, cargado de pesadillas, se apoderaba ya de mí. Me
sobresalté.
Jellewyn estaba muy despierto. Sus ojos miraban con terror el brillante
techo de
madera.
—Andan por el puente— dijo en voz baja.
Agarré el mosquetón.
—¿Para qué? Mantengámonos tranquilos. ¡Oh, oh! ¡Ya no se moleste!
Un ruido de pasos rápidos hacía resonar el puente. Hubiérase dicho que
una
muchedumbre ajetreada se movía de un lado para otro.
—Me lo presumía— añadió Jellewyn.
Se burló:
—Nos hemos convertido en rentistas. Trabajan para nosotros.
Los ruidos se habían precisado. El timón crujía; una maniobra trabajosa
se ejecutaba
con el viento de cara.
—¡Están izando las velas!
—¡Diantre!
30
El Salterio cabeceó fuertemente; a continuación tomó una fuerte banda
a estribor.
—Una marcha a estribor amura, bajo este viento —aprobó Jellewyn—.
Son monstruos,
brutos ebrios de sangre y de crimen, pero son marineros. El mejor
yachtman
de Inglaterra, con un premio de carreras del año pasado, no se atrevería
a ceñir el
viento tan de cerca. ¿Qué prueba eso?— añadió con aire doctoral.
Hice un gesto de desánimo, no comprendiendo ya nada.
—Que llevamos un destino fijo, y que desean que lleguemos a alguna
parte.
Reflexioné y dije a mi vez:
—Y que no son ni demonios ni fantasmas, sino seres como nosotros.
—¡Oh, oh! Eso es mucho decir…
—Me expreso mal: seres materiales, que no disponen más que de
fuerzas naturales.
—De eso no he dudado jamás— dijo Jellewyn fríamente.
Hacia las cinco de la mañana llevaron a cabo una nueva maniobra, que
hizo cabecear
otra vez fuertemente al navío. Jellewyn destapó un ojo de buey: una
aurora
sucia se filtraba por las compactas nubes.
Nos aventuramos con grandes precauciones sobre el puente.
El barco capeaba el tiempo.
***
Transcurrieron dos días tranquilos.
Las maniobras nocturnas no se realizaron de nuevo, pero Jellewyn objetó
que
íbamos arrastrados por una corriente rapidísima que nos conducía hacia
lo que hubiera
debido ser el Noroeste.
Steevens continuaba respirando, pero más débilmente.
Jellewyn había cogido de su equipaje un pequeño botiquín portátil y, de
cuando
en cuando, ponía una inyección al moribundo.
Hablábamos poco.
Hasta creo que ni pensábamos: por mi parte, estaba embrutecido por el
alcohol,
porque bebía el whisky por vasos enteros.
Una vez, en mitad de una imprecación de borracho en la que prometía al
maestro
de escuela cortarle la cara en cien pedazos, hablé de los libros que él
había embarcado
a bordo.
Jellewyn dio un salto y me zarandeó vigorosamente.
—¡Eh! —exclamé, sin fuerzas—. ¡Que yo soy el capitán!
—¡Al diablo los capitanes de su especie! —juró groseramente—. ¿Qué
dice usted?..
¿Libros?..
—Sí, en su camarote, una maleta entera, yo los he visto; están en latín.
Yo no conozco
esa jerga de boticario.
—Pero yo sí. ¿Por qué no me ha hablado nunca de ellos?
31
—¿Qué importancia tenía eso? —repuse, con la boca pastosa—. Y,
además, yo soy
el capitán…, usted… debe… respetarme…
—¡Condenado borracho!— exclamó colérico, mientras se dirigía al
camarote del
maestro de escuela, donde le oí encerrarse.
El inerte y lamentable Steevens, más taciturno que nunca, fue mi
confidente durante
las horas de soledad que siguieron.
—Yo… soy… el capitán —hipaba— y yo… me quejaré… a las autoridades
marítimas…
Él me… ha tratado de… condenado borracho… A… bordo…, yo soy el
amo… después de Dios… ¿No es verdad, Steevens?.. Tú eres testigo… Él
me ha insultado
suciamente… Yo lo tiraré al mar.
A continuación me dormí un poco.
***
Cuando Jellewyn regresó a tomarse un bocadillo de bizcochos y
conservas, sus mejillas
estaban ardiendo y sus ojos fulguraban.
—Monsieur Ballister —me preguntó—, ¿nunca le habló el maestro de
escuela de
un objeto de cristal, de una caja tal vez?
—Yo no era su confidente— gruñí, recordando aún su inconveniencia.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Si yo hubiera tenido esos libros antes de todo esto!
—¿Ha encontrado, pues, algo?— pregunté.
—Vislumbres… Busco, una pista se abre. Probablemente es insensato;
pero, en
todo caso, inaudito. Entiéndame: inaudito.
Estaba terriblemente excitado. No pude sacarle más. Corrió a hundirse
en el famoso
camarote, donde yo le dejé tranquilo.
No le volví a ver hasta la noche, durante algunos minutos. Vino a llenar
una lámpara
de petróleo y no me dijo ni una palabra.
Dormí hasta la mañana siguiente. Me desperté muy tarde. En cuanto me
levanté,
me dirigí al camarote del maestro de escuela.
Jellewyn ya no estaba allí.
Embargado por dolorosa inquietud, llamé:
—Jellewyn.
No obtuve respuesta.
Recorrí el barco y, despreciando toda prudencia, el puente, gritando su
nombre.
Luego me tiré al suelo de mi camarote, llorando e invocando al Cielo.
Me hallaba solo a bordo del navío maldito, solo con Steevens moribundo.
Solo, terriblemente solo.
***
Hacia el mediodía me dirigí de nuevo al camarote del maestro de
escuela. Inmediatamente,
mis ojos cayeron sobre una hoja de papel clavada con un alfiler, bien a
la vista, en la pared de madera.
32
Era una carta escrita por Jellewyn:
"Monsieur Ballister, voy a subir a todo lo alto del palo mayor. Tengo que
ver una
cosa.
"Tal vez no regrese jamás. En ese caso, perdóneme mi muerte, que le
deja solo,
porque Steevens, como usted sabe, es hombre perdido ya.
"Pero, entonces, no tarde en hacer lo que yo voy a aconsejarle:
"Queme todos esos libros, pero hágalo en la popa del barco, lejos del
palo mayor
y sin acercarse a la borda. Creo que intentarán impedírselo. Todo me lo
hace creer.
"Pero quémelos, quémelos rápidamente, aunque arriesgue prender
fuego al Salterio.
¿Le salvará eso? No me atrevo a esperarlo. ¿Acaso la Providencia le
reserva una
oportunidad? ¡Que Dios tenga piedad de usted, monsieur Ballister, como
de todos
nosotros!
"El duque de…( 1), llamado Jellewyn."
***
Al entrar en el salón, completamente trastornado por este extraordinario
adiós y
maldiciendo mi borrachera vergonzosa, que seguramente impidió que
me despertase
mi valiente camarada, no oí ya la respiración entrecortada de Steevens.
Me incliné sobre su destrozada cara, que se crispaba.
Él también se había marchado.
Cogí de la pequeña habitación de las máquinas dos bidones de gasolina
y, movido
por no sé qué instinto providencial, puse el motor a toda marcha.
En el puente, cerca del timón, amontoné los libros y los regué de
gasolina.
Una alta llama pálida se elevó de ellos.
En ese mismo instante, un grito partió del mar y oí que me llamaban por
mi nombre.
Me llegó a mí la vez de gritar de estupor y de espanto.
En la estela del Salterio de Maguncia, a veinte brazas detrás, nadaba el
maestro de
escuela.
***
Las llamas crepitaban, los libros se transformaban rápidamente en
cenizas.
El infernal nadador aullaba imprecaciones y súplicas.
—¡Ballister! Te haré rico, más rico que todos los hombres de la tierra
reunidos.
Te haré morir, imbécil, en medio de espantosas torturas que no se
conocen en tu
maldito planeta. Te haré rey, Ballister, de un reino formidable. ¡Ah,
carroña! ¡El infierno
te sería más dulce que lo que yo te reservo!
Nadaba desesperadamente, pero avanzaba poco hacia el navío lanzado
a enorme
velocidad.
33
De repente, el barco hizo algunos movimientos insólitos. Golpes sordos
lo sacudieron.
De pronto vi la ola alzarse hacia mí. Tiraba del barco hacia las
profundidades del
océano.
—¡Ballister, escucha!— aulló el maestro de escuela.
Se acercaba con velocidad. Su rostro era atrozmente impasible, pero sus
ojos brillaban
con un fulgor insostenible.
En medio de la masa de cenizas ardientes vi un pergamino retorcerse
como una
piel y brillar un objeto.
Recordé las palabras de Jellewyn.
Un libro falso ocultaba la famosa caja de cristal de la que me había
hablado.
"¡La caja de cristal!", exclamé para mí.
El maestro de escuela lo oyó. Lanzó un aullido de loco y tuve la increíble
visión
de verle ponerse en pie sobre las llamas, con las manos tendidas hacia
mí como si
fueran garras amenazadoras.
—¡Es la ciencia! ¡La ciencia más grande lo que tú vas a destruir,
condenado!—
rugió.
De cada punto del horizonte me llegaban ahora tirolesas estridentes.
Las primeras llamas se corrieron por el puente.
Salté en medio de ellas y con el talón destrocé la caja de cristal.
Entonces, tuve una sensación de aniquilamiento, una náusea horrible.
El agua y el cielo zozobraron en un caos fulgurante; un clamor inmenso
invadió
la atmósfera. Comencé una caída espantosa en las tinieblas…
Bien, ya os lo he contado todo. Me he despertado en medio de vosotros.
Voy a
morir. ¿He soñado? Eso quisiera…
Pero voy a morir entre los hombres, sobre mi tierra.
¡Ah, qué feliz soy!
***
Briggs, el grumete del Nord-Caper, fue quien descubrió al náufrago.
El muchacho acababa de robar una manzana en la cocina y, agazapado
en el centro
de un montón de cables enrollados, se disponía a saborear el producto
de su rapiña
cuando vio a Ballister nadando pesadamente a algunos metros del
barco.
Briggs se puso a gritar con todas sus fuerzas, porque veía que el
nadador iba a
ser aspirado por el remolino de la hélice. Lo pescaron. Estaba sin
conocimiento y
parecía dormido. Sus movimientos natatorios habían sido
completamente automáticos,
como se observa, a veces, en los nadadores del mar que poseen
exorbitante
vigor.
No se veía ningún navío en el horizonte ni rastro de náufrago sobre las
aguas;
pero el grumete contó que le parecía haber visto una especie de barco,
transparente
34
como el cristal…, son sus propias palabras…, elevarse por la parte de
babor y desaparecer
después en las profundidades.
Eso le valió un par de cachetes propinados por el capitán Cormon, para
que
aprendiera a decir cosas tan carentes de lógica.
Se logró echar un poco de whisky en la boca del rescatado. El mecánico
Rose le
cedió su litera y se le tapó para que recobrase el calor.
Muy pronto pasó, sin transición, de su desvanecimiento a un sueño
profundo y
febril. Se esperaba con curiosidad a que se despertara, cuando se
produjo el hecho
más espantoso.
Este hecho lo cuenta ahora John Copeland, servidor de ustedes, segundo
de a
bordo del Nord-Caper, el cual, con el marinero Jolks, vio cara a cara el
misterio y el
espanto que salieron de la oscuridad.
***
El último punto indicado en la jornada señalaba al Nord-Caper a 22
grados de longitud
Oeste y 60 grados de latitud Norte.
Yo mismo había cogido el timón y me prometí pasar la noche en el
puerto, porque
el día anterior habíamos visto grandes témpanos de hielo iluminarse, al
horizonte
Noroeste, a la luz de la luna.
El marinero Jolks colgó los faros, y como padecía un terrible dolor de
muelas, el
calor del puesto de mando agravaba, vino a fumarse una pipa conmigo.
Aquello me gustaba, porque las guardias solitarias, cuando se prolongan
a una
noche entera de vigilia, son terriblemente monótonas.
Para aclarar las ideas de ustedes, he de decirles que el Nord-Caper, a
pesar de ser
un barco sólido y bueno, no es un navío del último modelo, aunque lo
hayan dotado
de telegrafía sin hilos.
El espíritu de hace medio siglo pesa sobre el navío todavía, dejándole un
sistema
de velas que suple a la fuerza limitada de su máquina de vapor.
La alta cabina encristalada y antiestética de los navíos modernos, que se
coloca
como un chalet inconveniente en medio del puente, no existe en él.
El timón está aún instalado a popa, frente al mar inmenso, al viento y a
las salpicaduras
de las olas.
Si hago esta descripción es para decirles que habíamos asistido a este
incomprensible
drama, no desde un observatorio cerrado y encristalado, sino desde el
mismo
puente. Si no hubiera dado esta explicación, mi relato hubiera podido
extrañar con
justeza a los que conocen más o menos la topografía de los barcos de
vapor.
No había luna. El cielo estaba cubierto de nubes. Sólo un débil fulgor y,
en la cresta
de las olas, una fosforescencia digna de una línea de rompientes
permitían ver un
poco.
Podían ser las diez de la noche. Todos los hombres se hallaban en el
primer
35
sueño.
Jolks, a causa de su dolor de muelas, gruñía y juraba por lo bajo. La
claridad de
la lámpara de bitácora hacía que su cara crispada surgiera de las
sombras que nos
rodeaban.
De repente, vi su rictus doloroso transformarse en una expresión de
estupor; luego,
de verdadero terror.
Se le cayó la pipa de la boca, completamente abierta ahora. Aquello me
pareció
tan cómico al principio que le gasté una broma.
Por toda respuesta, me señaló con el dedo el fanal de estribor.
Mi pipa fue a reunirse con la de Jolks ante el espectáculo que yo vi: a
algunos
centímetros por debajo del fanal, aferradas a la parte baja de los
obenques, dos manos
crispadas, chorreando agua, surgían de las tinieblas.
De golpe, las manos hicieron un esfuerzo y una figura oscura y húmeda
saltó al
puente.
Jolks dio un salto de lado y la luz de la bitácora golpeó la figura de lleno.
Vimos entonces, con estupefacción indescriptible, una especie de
clérigo, con
sotana negra, chorreando agua de mar, con una cabecita cuyos ojos
eran dos brasas
ardientes que nos miraban fijamente.
Jolk hizo un movimiento para coger su cuchillo, pero no tuvo tiempo: la
aparición
saltó sobre él y, de un solo golpe, lo derrumbó. Al mismo tiempo, la
lámpara
de la bitácora quedó hecha trizas. Un segundo más tarde, se oyeron
gritos desgarrados
procedentes de la cabina del radiotelegrafista. Quien los daba era el
grumete, que
velaba al enfermo:
—¡Socorro! ¡Que lo matan! ¡Socorro!..
Desde que tuve que reprimir algunos plantones entre los hombres de la
tripulación,
tengo la costumbre de llevar por la noche mi revólver.
Era un arma de grueso calibre que disparaba balas blindadas y del que
me servía
perfectamente. Lo armé.
Un rumor confuso invadía el navío.
Ahora bien: en algunos instantes de intervalo de esta serie de
acontecimientos,
un salto de viento que abofeteó el barco, desgarró la nube y una
pincelada de rayo
de luna siguió al Nord-Caper como un proyector.
Oía elevarse ya, por encima de los gritos de Briggs, los juramentos del
capitán,
cuando percibí un ruido sordo de saltos de gato a mi derecha y vi al
clérigo franquear
la borda y saltar a las olas.
Vi su cabecita sobresalir por la línea de remate de una ola. Fríamente
apunté y
disparé.
El hombre lanzó un aullido especial y la ola lo llevó cerca del barco.
A mi lado, Jolks se había levantado, aún un poco aturdido, pero llevando
en la
mano un palo con un garfio en la punta.
El cuerpo flotaba ahora a lo largo del barco, golpeándolo con golpecitos
sordos.
36
El garfio atrapó la ropa, se hincó bien y subió su presa con increíble
facilidad.
Jolks arrojó un informe paquete mojado sobre el puente, preguntando si
era una
pluma.
Ben Cormon salió de la cabina del radiotelegrafista balanceando un farol
encendido.
—¡Han tratado de asesinar a nuestro náufrago!— exclamó.
—Hemos cogido al bandido —dije—. Salió del mar.
—¡Tú estás loco, Copeland!
—Mírele, patrón. Disparé y…
Nos inclinamos sobre el lamentable despojo; pero inmediatamente nos
incorporamos,
gritando como posesos.
Allí había una sotana vacía; dos manos artificiales y una cabeza de cera
estaban
atados a ella. Mi bala había agujereado la peluca y roto la nariz.
***
Ya conocen ustedes la aventura de Ballister.
Nos la contó al final de aquella noche infernal, cuando se despertó,
sencillamente,
como si lo hiciese con felicidad.
Le cuidamos con devoción. Tenía el hombro izquierdo hundido, como si
le hubiesen
pegado dos fuertes hachazos. Sin embargo, si hubiéramos podido
contener la hemorragia,
lo hubiéramos salvado, ya que ningún órgano esencial estaba dañado.
Después de haber hablado tanto, cayó en una especie de sopor, del que
se despertó
para preguntar cómo le habían producido aquellas heridas.
Briggs estaba solo con él en ese momento y, contento de hacerse
interesante, le
respondió que, a mitad de la noche, él, Briggs, había visto una forma
oscura saltar
sobre él y golpearle. Inmediatamente después le relató la historia del
disparo y le
enseñó el burlesco despojo.
A la vista de ello, el náufrago lanzó gritos de espanto.
—¡El maestro de escuela! ¡El maestro de escuela!
Y cayó en un estado febril del que no se despertó hasta seis días
después, en el
hospital marítimo de Galway, para besar la imagen de Cristo y morir.
***
El trágico maniquí fue remitido al reverendo Leemans, un digno
eclesiástico que
ha recorrido el mundo y sabe muchos secretos del mar y de las tierras
salvajes.
Examinó con detenimiento aquellos restos.
—¿Qué es lo que pudo haber tenido dentro? —preguntó Archie Reines—.
Porque,
al fin y al cabo, algo había dentro. Eso se movía, vivía.
—Eso es seguro y yo puedo atestiguarlo— gruñó Jolks, tanteándose el
cuello
37
enrojecido e hinchado.
El reverendo Lemans olfateó la cosa como si fuera un perro y, luego, la
rechazó
con disgusto.
—Ya me lo figuraba— dijo.
Nosotros lo olimos a nuestra vez.
—Huele a ácido fórmico— dije.
—Azufre— añadió Reines.
Cormon reflexionó un minuto; luego, sus labios temblaron un poco al
decir:
—Huele a pulpo.
Lemans le miró fijamente.
—El último día de la creación —dijo—, Dios hará salir del mar la Bestia
Espantosa.
No adelantemos al Destino con una búsqueda impía.
—Pero…— comenzó a decir Reines.
—¿Quién es el que oscurece mis designios por discursos sin
conocimientos?
Ante la palabra divina, bajamos la cabeza y renunciamos a comprender.
38
¡YO HE MATADO A ALFRED HEAVENROCK!
APOYÉ la bicicleta contra un poyo y desplegué el mapa que me habían
entregado en
la casa Calson, Mivvins y Mivvins.
Era un mapa del condado de Kent y de una parte del de Surrey, pero la
empleada
que me lo dio afirmó que el de Kent se daba mejor.
Había mentido, por supuesto, porque no he conocido jamás gentes
menos dispuestas
que los habitantes de Kent a comprar navajillas de afeitar de Sheffield,
tubos
de pasta de jabón, frascos de lociones…; en fin, todo lo necesario para
que una
cara esté bien afeitada.
El mapa era lo suficientemente detallado para dirigirme a St. Mary Cray,
saliendo
de Londres por Lewisham; pero, a partir de Orpington, presentaba
vergonzosos
errores y lagunas.
Así fue como busqué en vano Chelsfield, que la empleada había
marcado con
lápiz rojo para hacerme creer que era un buen sitio para vender.
Afortunadamente, un ser hirsuto y flaco vino en mi ayuda.
Surgió de una espesura, en donde seguramente acababa de echar un
sueñecito
provechoso, cubierto de ramitas y de arena rojiza.
—¿Puede usted darme fuego?— preguntó, tocándose los restos de un
sombrero.
Tenía y se lo di.
—Es que tampoco tengo cigarrillos— añadió.
Le di el cigarrillo y el fuego y me echó una mirada de perro agradecido.
—¡Busca usted algo por aquí?— me preguntó entre dos bocanadas de
humo.
—En efecto: Chelsfield.
—Le da usted la espalda, pero no lo sienta. Está lleno de cretinos… Esto
es Ruggleton.
—¡Ruggleton? Ese pueblo no figura en el mapa.
—Ya no es necesario. La aviación alemana hizo todo lo preciso para que
desapareciera.
Usted ha apoyado su bicicleta contra los últimos vestigios de mi casa.
—¿Este poyo?
—Es la piedra angular de la chimenea del comedor. De cuando en
cuando ven-
39
go a visitarle y a quitar las hojas secas de la tumba de Polly.
—¡Oh!.. ¿Su esposa?
—No, mi burro. Un animal muy inteligente. Aún me pregunto en que
podía beneficiar
su muerte a los boches. ¿Pensarían ganar la guerra con ello?
Y se dispuso a marcharse.
—Si ha venido aquí a vender algo, diríjase más bien hacia la parte de
Elms. La
gente es allí menos bestia que en Chelsfield— dijo.
—Por tanto, ¿todo esto es lo que queda de Ruggleton?— murmuré,
acariciando
el poyo.
—No todo en realidad. Está la casa de miss Florence Bee, que ha sido
respetada
milagrosamente. Pasará por delante de ella cuando vaya a Elms. Está
casi enfrente
del cementerio. La casa está por alquilar; pero ¿quién sería el loco que
viniera aquí?
E hizo un gesto circular con la mano.
—Ruggleton…, Polly…, os digo adiós para siempre— dijo con énfasis.
—¿Para siempre?
—He conseguido trabajo en un buque de carga que va a las Caribes. Una
vez allí,
pienso dejar el trabajo de a bordo y buscar algo en tierra.
Sosteniendo la bicicleta con la mano, pasé por delante del cementerio,
devastado
por las bombas de los alemanes más concienzudamente que el Valle de
los Reyes
por el equipo de lord Carnarvon, y vi a miss Florence Bee apoyada
contra la cerca
de su jardín observando cómo me acercaba.
Era una mujer que se aproximaba a la cuarentena, de rostro agradable,
aunque
un poco severo. Me vio echar una mirada sobre el cartel amarillo que
estaba colocado
sobre la cerca y sonrió.
—Si le ha enviado la agencia…— empezó.
Negué con la cabeza.
—Si fuese usted un caballero, intentaría venderle una libra de jabón de
afeitar—
dije, devolviéndole la sonrisa.
Las ocasiones de cambiar algunas palabras con sus semejantes debían
de ser muy
raras para miss Bee, porque ella emitió algunos lugares comunes sobre
los tiempos
tan malos que corrían y sobre la inseguridad en que se vivía, con la
evidente intención
de no volver demasiado pronto al silencio y a la soledad.
Desde el momento en que entré al servicio de Calson, Mivvins y Mivvins,
a comisión,
eso ni que decir tiene, hasta el instante en que dejé al amo de Polly y
que
sonreí a miss Bee, no había tenido otras intenciones que vender navajas
de afeitar y
jabón a los habitantes del condado de Kent.
Un instante más tarde empecé a elaborar un plan completamente
diferente de los
que debían proporcionarme el condumio cotidiano.
Y fue en ese momento cuando nació Alfred Heavenrock.
Eché una amplia mirada a mi alrededor y moví pensativamente la
cabeza.
—Es extraño —dije a media voz—, realmente extraño…
40
Mientras decía esto, mis ojos iban del cartel anunciador al cementerio,
sin detenerse
en miss Bee.
—¿Extraño?— preguntó ella.
—Sí. Estaba pensando en lo que Alfred Heavenrock me decía el otro día.
Alfred
Heavenrock es primo mío, un hombre no como los demás, sobre todo en
lo que concierne
a sus ideas. Un bribón de la cabeza a los pies, a pesar de ser primo mío.
—Heavenrock —murmuró, pensativa, miss Bee—. El nombre no me es
desconocido
del todo.
Mentía, evidentemente, con la esperanza de prolongar aquella
conversación inesperada.
—¡Bah! —continué—. No creo que hubiese un Heavenrock en Hastings ni
más
tarde en la Cámara de los Lores o en la de los Comunes. El único que
tiene dinero
es Alfred Heavenrock. Yo, yo me contenté con hacer la guerra.
Ella me miró con simpatía.
—¿Quiere usted sentarse, señor..?
—David Heavenrock. Los amigos me llamaban Dave, y si hablo de ellos
en pasado
es porque todos dejaron la piel sobre el suelo francés cazando
alemanes.
Nos acomodamos en un banco del jardín.
—¿Por qué ha dicho usted «extraño» cuando miró al cartel anunciador y
después
al cementerio? Seguí la dirección de su mirada.
Imité el gesto del hombre que se siente sorprendido en el fondo íntimo
de su
pensamiento.
—¿De verdad se dio usted cuenta? —pregunté, ingenuo—. Pues bien…
Pasó un ángel. Fue un silencio lleno de espera para miss Bee y de
confusión, perfectamente
interpretada, para mí.
Pero mi proyecto tomaba cuerpo…
—Pues bien —continué en un tono que ponía de manifiesto un verdadero
aturdimiento
—: el otro día Alfred me dijo: «Oye, David (nunca me llama Dave), oye:
ya
estoy harto de Londres, de las grandes ciudades y de los viajes.»
«Prueba Bath, Margate
o Sorlingues», le aconsejé. Gruñó. «Cierra tu folleto de propaganda. Sin
duda
esperas sacar de ello una comisión, pero conmigo no la conseguirás. Lo
que yo quiero
es una casa en un desierto y cerca de un cementerio que no reciba ya ni
muertos ni
visitas.» Eso es lo que me dijo.
Miss Bee abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Es posible? ¡Dios mío!— exclamó.
—Alfred no es un tipo como los demás —repetí—, y no es que pretenda
que esté
loco, porque no hay nadie más astuto que él para redondear su dinero,
pero es un
poco…, ejem…, maniático…
—¿Hasta qué punto?
—Digamos que su manía es mover el velador y leer obras de espiritismo.
No jura
más que por el doctor Dee, una especie de brujo del tiempo de la reina
Isabel, que
41
se ocupaba en hacer salir a los muertos de sus sepulturas.
—¡Qué horror!— exclamó miss Florence, cuyos ojos brillaban de alegría
y de esperanza,
ansiosa de oír más.
Pero me guardé muy bien de ampliar mi información.
—Esas tonterías me revuelven el estómago —continué—, pero me veo
obligado
a escucharlas porque de cuando en cuando Alfred me ayuda algo, muy
poco, debo
confesarlo. Sin embargo, tal vez le haga un servicio hablándole de su
casa que se
alquila, precisamente.
Me levanté para marcharme, aunque mi proyecto exigía una entrevista
mucho
más larga.
—Permítame que le ofrezca… un vaso de vino— propuso miss Bee tras
un momento
de vacilación.
Hice un ademán cortés de rehusar su ofrecimiento.
—Jamás bebo vino ni licores.
Me echó una mirada llena de admiración.
—En ese caso, no me rechazará una taza de té. Es muy bueno. Es de
Lyon, de
antes de la guerra.
Acepté, no sin haber vacilado visiblemente a mi vez.
Me hizo entrar en un salón de aspecto agradable y hasta rico, porque
desde la
entrada reparé en dos telas de Histler y en una fastuosa colección de
objetos de plata,
pero no manifesté asombro alguno.
El té era excelente, así como los cigarrillos: muratti.
—Hábleme de su primo —me pidió miss Bee—, puesto que puede llegar
a convertirse
en inquilino mío.
—¡Oh! —exclamé—. No le he prometido a usted nada. En verdad, Alfred
no es
un tipo vulgar, y aunque es supersticioso como el diablo, no espere que
le sacará gran
cantidad de dinero. Cuando se trata de dinero, se vuelve frío y exacto
como una
máquina eléctrica de calcular.
—No tengo esa intención —protestó la mujer—. Me sentiré contenta con
alquilar
esta casa completamente amueblada por un precio razonable, a fin de
poder evadirme
para siempre de estos lugares malditos. Cuento con retirarme a
Doncaster, en
donde poseo una propiedad.
—¡Qué feliz es usted al poder decir eso!— murmuré.
Las mujeres han afirmado frecuentemente que mi boca es agradable de
mirar
cuando, por una rápida bajada de sus comisuras, expresa amargura.
Creo que no
están equivocadas.
Esbocé, pues, una ligera mueca de esta clase y miss Florence la
apercibió.
—No se ponga triste, señor… Dave —balbució—. La propiedad de
Doncaster no
puede causar la dicha de nadie.
—Una bala bien disparada, digamos en pleno corazón, hubiera hecho la
mía —
dije, componiéndome una cara triste—; una bala como la que recibió
Percy Wood-
42
side en Octeville, y Bram Stone un poco más lejos…
Ni Percy Woodside ni Bram Stone había existido jamás, y ni por la
casualidad
mayor hubiera podido alcanzarme jamás una bala, ya que hice el
servicio militar muy
a retaguardia, como ayudante de farmacia.
—No sea amargo, Dave— suplicó.
Su mano se había posado sobre la mía.
—Todo el mundo tiene preocupaciones… A propósito: ¿es usted casado?
Me encogí de hombros.
—A Dios gracias, no. No hubiera podido ofrecer a mi mujer más que
amor y agua
clara, lo cual, según el proverbio, nutren muy mal a todo el mundo.
Esta vez no mentía.
La vi sonreír.
Era muy agradable de ver, y mis miradas se posaban con placer en su
boca un
poco grande, sus dientes deslumbradores y sus ojos oscuros. Al mismo
tiempo admiré
el espléndido camafeo que llevaba prendido en el pecho y que valoré en
unas
cien libras.
—Hábleme de su primo— repitió, lamentando visiblemente tener que
dar otro
giro a la conversación.
—Puedo describírselo: se cree guapo, pero es deplorablemente feo, con
su bigotillo
retorcido, sus espesas cejas rojizas y sus horribles gafas oscuras. Está
echando
barriga. (No puedo sufrir a los hombres gordos). Siempre tiene las
manos sucias,
como si acabase de rebuscar en el fondo de una buhardilla…, y…, y…
¡bebe!
—Y usted —dijo miss Florence sonriendo—, usted es sobrio, lo cual
explica su
repugnancia, aunque en eso demuestra usted un poco de falta de
caridad.
—Si bebiese whisky o ginebra, como todo el mundo, podría pasar; pero
no sale
jamás sin una botella plana completamente llena de kirschwasser. ¡Qué
horror! Y si
acabara ahí… Pero considera una injuria si se niega uno a saborearlo,
porque es lo
único que gusta compartir con su prójimo. ¡Lo que me ha hecho sufrir
imponiéndome
por la fuerza ese atroz brebaje!
Miss Florence se echó a reír.
—¡Exagera usted! Yo misma no retrocedo ante un vasito de kirsch fresco
y perfumado.
Fruncí las cejas y adquirí aspecto descontentadizo.
—No se haga el malo —dijo ella amablemente—.
No hay que juzgar demasiado severamente a los demás. Hay que saber
perdonar
sus pequeñas faltas. ¿Acaso no tiene usted algunas?
Fijé mis ojos en los suyos.
—Sí, y no sólo pequeñas, sino grandes. Y no son faltas, sino defectos.
Primero,
quiero que se respete a los muertos y que no se les moleste en su divino
reposo por
medio de prácticas de brujerías…
—Pero eso no es un defecto…— exclamó mi nueva amiga.
43
—Conforme, a condición de no conducirse como un borracho indecoroso
cuando
se vulnera lo que yo considero como ley sagrada.
—¿Sería usted… un poco… violento?
—Lo soy. Más de una vez he descargado mi puño en las narices de
Alfred por
este motivo. Escuche: yo soy de los que defienden a sus amigos. Los
míos están
muertos…, ¡y muertos continúo defendiéndolos!
Vi que sus labios temblaban.
—¡Dios mío! —exclamó ella lentamente—. Dave, usted es un verdadero
hombre.
Me levanté del sillón y esperé, para estrecharle la mano, a que ella me
alargase
la suya.
—Adiós, miss Bee —dije—. Hablaré a Alfred. Pero recuerde que no tengo
ninguna
influencia sobre él.
—¿Por qué me dice usted adiós?
Bajé los ojos. Mi boca esbozó su rápido y amargo rictus.
—Porque…, y, además, no lo sé. ¡Adiós!
Me alejé a largos pasos, sin volverme. Luego monté en mi bicicleta.
Mientras marchaba no aparté mis ojos del espejo retrovisor.
Miss Florence Bee, inmóvil contra la cerca, con la mano apoyada en el
corazón,
me seguía con la mirada…
***
Necesité varios días para poner mi plan a punto y encontrar cinco o seis
libras.
La bicicleta pertenecía a Colson, Mivvins y Mivvins; pero vendí mi tomo
de
Shakespeare, una edición muy bonita que lamentaré toda mi vida. Me
gasté dos
chelines apostando sobre Halifax, que corría en las carreras de Norwood.
El diablo tenía que estar a mi lado, porque el caballo me hizo ganar diez
libras.
Tuve algunas dificultades en encontrar una botella de Kirschwasser;
menos, en
procurarme ácido prúsico, porque ya he dicho, creo, que durante la
guerra había sido
farmacéutico.
Un tinte capilar, que volviese mi cabellera pelirroja y que, en un dos por
tres,
recuperase su verdadero color, fue más difícil de encontrar. Pero lo
logré.
Bigotes postizos, un traje bastante decente, aunque algo llamativo;
gafas de cristales
ahumados…; todo eso lo conseguí en pocas horas.
En el colegio había interpretado algunos papeles en las comedias de
salón y todo
el mundo me predestinaba que yo acabaría siendo actor.
La vida se complace en desmentir a los profetas. Desde aquella época
lejana he
hecho cientos de trabajos, excepto el de actor.
Lo que no impidió que el espejo me devolviese la imagen de un Alfred
Heavenrock
perfecto.
Mis cálculos no concedían a este recién nacido de bigotes y gafas más
que vein-
44
ticuatro horas de existencia apenas.
***
—Míster Alfred Heavenrock —dijo miss Florence Bee—, le he reconocido
inmediatamente;
tanta exactitud empleó su primo al describirle.
—Entonces, ha debido de parlotear bien a cuenta mía —respondí con
espantosa
voz de carraca—, porque no lo haría de otra forma.
—No dijo nada de particular— respondió miss Bee.
—Vamos, vamos, conozco bien a David. Es un ser envidioso porque no
triunfó
en la vida. Pretende que no existe nada por encima de la estricta
honradez. ¡Qué
imbécil!, ¿verdad?
—No lo considero así— dijo miss Florence, mordiéndose los labios.
—Ta, ta, ta, es un animal. No vacila en emplear sus puños hasta cuando
no se le
ataca directamente. Es cierto que eso le sirvió de mucho durante la
guerra. Es valiente,
debo admitirlo, aunque yo no sea de los que admiren esa virtud militar.
¿Cómo
lo encuentra usted? Muy bien de aspecto, ¿verdad?
—En realidad, no está mal— respondió con franqueza miss Bee.
—¿Ve? Todas las mujeres están de acuerdo para decir lo mismo. ¿Cree
usted que
saca algún provecho de eso, como podría hacerlo si quisiera? En
absoluto. ¡Ese asno
es un virtuoso!
—¿Quiere usted ver la casa?— le preguntó miss Bee con voz helada.
—A eso he venido, y también —añadí, riendo groseramente— para ver si
era
usted tan bonita como él dijo.
—¿Cómo? ¿Él dijo que…?
—Lo dijo, sí; pero no espere nada de ese dechado de virtud.
Miss Bee se irguió, con las mejillas encendidas.
—Dejemos eso, míster Alfred Heavenrock —dijo, recalcando con fuerza
el nombre
—, y sírvase seguirme.
La casa era muy bonita, cómodamente amueblada y muy bien cuidada.
—¿Le cuestan muy caros los criados?— pregunté.
—Hace meses que carezco de ellos. El lugar es muy solitario; pero no lo
siento.
Claro que, a veces, el cuidado de esta casa se hace demasiado pesado
para mí sola.
Hice una mueca de disgusto.
—Seguramente encontrará usted personal en Elms— dijo, muy de prisa.
—O en Londres, no se preocupe —respondí—. En el fondo, esta gran
soledad es
lo que me agrada.
Me volví hacia la ventana y me quedé contemplando el cementerio. De
cuando
en cuando, como perdido en mis pensamientos, murmuraba:
—¡Oh, sí!.. Está bien eso… Eso podría convenirme…
Me volví a miss Florence y mi voz se hizo más agria, más apagada que
nunca.
—Escuche, pequeña mía…
Noté cómo reprimía un sobresalto de indignación.
45
—…soy hombre franco como el oro —continué—, lo cual no quiere decir
que lo
tire por la puerta o por las ventanas. Su casa me gusta lo suficiente para
alquilarla.
Pero no vaya a pedirme un precio exorbitante, porque, entonces, no hay
nada que
hacer.
—¿Cien libras al año? —dijo—. Y un alquiler por tres años.
—Corre demasiado —respondí—. La mitad, no digo que no.
—No discutamos —dijo con desgana—. El precio es razonable…
—Pongamos sesenta libras y pago al contado…
Saqué un fajo de billetes. Eran billetes falsos, adquiridos por tres
chelines y el
ciento. Quedamos de acuerdo en sesenta libras y no oculté mi alegría.
—Extienda el recibo, querida mía. Acaba usted de hacer un negocio
fabuloso, y
yo, yo no me quejo, aunque, según mi opinión, sea un poco caro.
¿Quiere que lo celebremos
con una copa?
—No tengo vino para ofrecerle— dijo fríamente.
—Yo tengo el que me hace falta— dije, sacando del bolsillo mi frasco
achatado
y cogiendo dos copas del aparador.
La suerte estaba echada. Miss Florence iba a morir. El licor, del que iba a
entregarle
una copa, la mataría dentro de unos cuantos segundos.
Yo ya había reparado en la caja de caudales que no tenía ni un disco
cifrado: su
bolso de mano, entreabierto sobre un velador, y que estaba repleto de
billetes de
banco y de algunas alhajas de valor.
Hecho eso, Alfred desaparecía y volvería David.
Pero he aquí que, de repente, abandoné este plan e inmediatamente
concebí otro, hacia el
cual no se alargaba la sombra de la horca.
Me es imposible determinar el tiempo que esto me llevó. Yo creo que la
cuestión
tiempo no estuvo en juego; tan inmediato, tan espontáneo fue, pero
¡cuán grandioso!
Volví a dejar las copas sobre el aparador y me guardé el frasquito.
—Dígame, pequeña —murmuré—, ¿sabe usted que David es menos
tonto de lo
que yo creía?
Miss Florence dejó la pluma, porque se disponía a escribir, y me miró
interrogativamente.
—Bonita…, ya lo creo que lo es usted, ¡caramba!, y si no me he dado
cuenta hasta
ahora, es que no pensaba más que en nuestro negocio y los negocios
son antes que
todo, ¿verdad, bonita mía?
—¿Entonces?
—¿Sabe usted que ese imbécil de David no quiere volver a verla jamás?
La pluma se escapó de la mano de miss Bee y echó un borrón sobre el
recibo aún
en blanco.
—Porque está enamorado de usted… ¡Fue un flechazo! Me dijo…
(déjeme que
me ría) que jamás podría amar a otra mujer que no fuera usted. Sí, sí, sí.
Dijo eso, el
46
triple idiota.
Vi cómo se pasaba la mano por la frente y se estremecía todo su ser.
—¡El estúpido! —grité yo con todas mis fuerzas—. Si yo hubiese estado
en su
lugar, ¿sabe usted lo que yo hubiera hecho?
Miss Florence no dijo una palabra, no hizo un gesto; pero creí ver
deslizarse una
lágrima por su mejilla.
—¡Esto es lo que yo hubiera hecho!
Me acerqué a ella y le planté bruscamente los labios en el cuello.
¡Ah, amigos míos! ¡Qué tigresa!
Dio un salto, su silla se cayó con ruido, algo se rompió sobre la mesa,
creo que
fue el tintero, y recibí la bofetada más formidable que jamás deshonró la
mejilla de
un hombre.
—¡Salga de aquí! —aulló—. ¡Y no vuelva a poner jamás los pies en esta
casa!
—¿Y… el alquiler?— balbucí.
—Haré de mi casa un asilo para perros errantes antes que alquilarla a un
sinvergüenza
de su especie. ¡Salga le digo, Alfred Heavenrock!
¡Con qué dureza fue lanzado este «Alfred» y con cuánto desprecio!
Deslicé mi frasco de kirsch en el bolsillo y me retiré.
Una vez en el jardín, me volví y lancé a miss Bee el más innoble de los
insultos
que un hombre puede arrojar a la cara de una mujer.
***
Alfred Heavenrock desapareció aquel mismo día con su bigote postizo,
su tinte
rojo, sus gafas, su frasco de kirsch sus billetes falsos, y David
Heavenrock recuperó
su lugar en la vida.
Dos días después yo llamaba a la puerta de miss Bee, y por un instante
creí que
iba a ponerse enferma.
Cerré precipitadamente la puerta detrás de mí.
—No creo que nadie me haya visto —murmuré—. He tomado senderos
apartados.
—¿Por qué? —preguntó la mujer—. Usted puede venir aquí sin ocultarse
de nadie.
—No— dije con voz sorda.
Sólo entonces ella se dio cuenta de mi aspecto descompuesto, mis ojos
huidizos
y mis manos temblorosas.
—Quería verla por última vez, Florence— balbucí.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado, Dave?
—Ha pasado que… Pero no, permítame que le haga una pregunta, una
sola, mas
será terrible.
—No podría hacerme semejante pregunta. Le conozco demasiado bien—
exclamó
ella, cogiéndome una mano.
—Lo será, sin embargo.
—Entonces, ¡hágala!
47
Me puse a hablar en voz muy baja.
—Alfred me dijo que…, que usted… ¡Dios mío, las frases se niegan a
salir de mi
boca!.. ¡No, no puedo preguntárselo!
—Insisto— dijo, y sus labios estaban muy cerca de los míos.
—Que él le hizo la corte, que usted no le negó nada, que… ¡Oh, no!..
De repente, sentí sus labios sobre los míos.
—Ha mentido. ¡Es el más bajo de los hombres!.. ¿Me cree usted, Dave?
Me separé de ella y me cogí la cabeza entre las manos.
—La creo ahora, pero… Perdóneme, le creí a él, y…
—¿Y qué?
Me erguí, feroz.
—Perdí la cabeza, lo vi todo rojo, cogí algo que estaba sobre la mesa,
algo pesado,
y golpeé.
—Y golpeó— repitió ella como un eco.
—Cayó… No se movió más.
—No… se… movió… más— repitió ella lentamente.
—Muerto.
Hubo un silencio, muy largo, casi terrible. Luego ella sollozó y se apretó
contra
mi pecho.
—Mi amado, mi hombre… Tú has hecho eso… ¡por mí!
La rechacé suavemente.
—Tengo que marcharme. No lo lamente, Florence, puesto que yo mismo
no lo
siento. ¡Que se cumpla mi destino!.. ¡Adiós!
—¡No!
Y echó el cerrojo.
***
No me hizo más que una sola pregunta sobre «mi crimen» y sólo una
vez:
—¿El cadáver?
—En el río —murmuré—. Es espantoso, ¿verdad?
—Es perfecto.
***
Yo esperaba que miss Bee me ofreciera dinero suficiente para atravesar
el mar y
rehacer mi existencia.
No ocurrió nada de eso.
Abandonamos Ruggleton algunos días más tarde. Nos dirigimos a
Doncaster, y
tres semanas después estábamos casados.
Ningún matrimonio fue jamás más perfecto, más feliz. Mi mujer era muy
rica y
me prohibió que buscase una ocupación. Un año más tarde nacía
nuestro hijo: un
varón.
48
***
Tenía Lionel veinte meses cuando Florence regresó un día del paseo,
descompuesta
y temblorosa.
—Dave, ¿estás completamente seguro de que Alfred está muerto?— me
preguntó.
La miré con estupor.
—Claro que sí, querida. ¿Por qué esa pregunta?
—¡Porque le he visto!
—¡Imposible!
—Sin embargo, así es. Paseaba a lo largo de la tapia del cementerio,
cuando la
verja se abrió y él se encontró delante de mí. Era él, no había duda, con
sus cabellos
rojos, su espantoso bigotito, sus manos sucias de tierra, sus gafas
ahumadas…
—Un parecido— balbucí.
—No, ¡oh!, no. Se reía burlón y, de repente, con su horrible voz de
falsete, me
lanzó el insulto, el espantoso insulto que fue la última palabra que me
dirigió.
Creo que todo empezó a dar vueltas a mi alrededor y, de pronto, supe lo
que era
el espanto.
Algunos días más tarde, Florence, sentada en la ventana, lanzó un grito
de terror:
—¡Ahí va!
La tarde caía, una chotacabras gritaba en la sombra que empezaba a
extenderse.
Pegué la frente contra el cristal.
A lo lejos, una figura que la noche hacía indefinida se perdía en la
bruma: ¡Alfred
Heavenrock!
Pero el crepúsculo y la niebla se prestan corrientemente a la
fantasmagoría.
***
«Mi querido Dave:
»No puedo más. Ha vuelto. Me habla. Exige. Amenaza. Tengo que ceder
por ti,
amado mío, por nuestro Lionel. Me marcho con él. No creo que vuelva a
verte jamás.
»¡Que Dios tenga piedad de mí!
»Tu desgraciada.
»Florence.»
Hace hoy tres años que recibí esta carta. La leo todos los días.
Florencia no volvió.
No volverá jamás.
Lo presiento, lo sé.
No se tienta impunemente a las fuerzas del infierno.
Lionel ha crecido. Es pelirrojo como un fuego; su voz es agria y
crepitante. Se
pasan grandes apuros para lavarle. Siempre tiene las manos sucias. Es
malo y le gusta
extraordinariamente el dinero. Su mayor placer son los chelines nuevos
y brillantes.
49
En sus paseos siempre lleva a la criada hacia el cementerio.
—¿Qué hay debajo de esas losas?— pregunta.
—Pues… muertos.
—Quiero hacerlos salir— berrea.
El otro día, en casa de los vecinos, servían licores. Lionel paseó la
mirada sobre
las botellas y se puso de repente a gritar:
—¡Quiero de ese!.. ¡Quiero de ese!..
Y con un dedo ávido señaló un frasco de kirschwasser.
Sus amiguitos le llaman Freddy.
¿Por qué?
…¡Oh mi querido Shakespeare, cómo te echo de menos! ¡Cómo tus
frases, profundas
y sombrías, cantan en mi espantada memoria:
«Hay en el cielo y en la tierra más cosas, Horacio, en las que no pueden
ni soñar
los filósofos…»
50
EL GRAN NOCTURNO
I
UN carillón vertió su lluvia de hierro y de bronce por entre la persistente
lluvia del
Oeste que, desde el alba, flagelaba sin merced a la ciudad y sus
alrededores.
Monsieur Théodule Notte podía seguir, desde el fondo de la calle
brumosa, la
marcha de un invisible farolero, observando el encendido de las luces.
Subió la mecha de la lámpara de petróleo colocada en una esquina del
mostrador
repleto de retales de tela de seda y de algodón.
La redonda llama iluminó una tienda vieja, de cajones de madera oscura
llenos
de quincallería.
Para el mercero, aquella hora de las primeras claridades vespertinas era
la de un
alto tradicional en el tiempo.
Entreabrió suavemente la puerta para evitar que la campanilla sonase
demasiado
fuerte y, plantado en el umbral, aspiró con placer el ambiente húmedo
de la calle.
La muestra, una enorme bobina de chapa pintada, le protegía de un
chorro de
agua continuo que caía del agujereado canalón.
Encendió su pipa de arcilla roja…, porque, por prudencia, no fumaba
dentro de
la tienda… y, volviendo la espalda a la labor del día, espió a los
transeúntes que regresaban
a sus casas.
—Ahí viene monsieur Desnet, que tuerce la esquina de la calle del Canal
—murmuró
—. El campanero podría poner en hora el reloj de la ciudad guiándose
por el
paso de monsieur Desnet: es hombre muy respetable. Mademoiselle
Bulus se retrasa.
Por lo regular, se cruzan delante del café de la Trompeta, en donde
monsieur
Desnet no entra más que los domingos después de la misa de once. ¡Ah,
ahí llega!..
Se saludarán delante de la casa del profesor Deltombe. Si la lluvia no
cayese, se pararían
un momento para hablar del tiempo y de su respectiva salud. Y el perro
del
profesor se pondría a ladrar…
El mercero suspiró.
51
Aquella infracción a la norma de las cosas le desconcertaba.
La tarde de octubre gravitaba sobre los tejados del Ham y el fuego de la
pipa
ponía una mancha rojiza en la barbilla de monsieur Notte.
El coche de ruedas amarillas dobló la esquina del puente.
—Llega monsieur Pinkers… Mi pipa se apagará pronto.
Era una pipa de cazuelilla minúscula que no admitía más que un par de
pulgaradas
de fuerte tabaco flamenco. Una bocanada de humo se difundió por el
aire y
subió dando vueltas en la oscuridad.
—¡Oh, qué bien ha salido! —exclamó maravillado el fumador—. Y no lo
he hecho
a propósito… Se lo diré a monsieur Hippolyte.
Así acababa la jornada laboral de Théodule Notte y empezaban las horas
de descanso,
que consagraba a la amistad y a la distracción.
Toc, toc, toc.
Un bastón con contera de metal golpeaba la acera en la lejanía brumosa
de la
calle. Monsieur Hippolyte Baes apareció.
Era bajito, de piernas cortas, vestido con una elegante levita varonesa y
cubierto
con un sombrero de copa irreprochable.
Desde hacía treinta años venía todas las noches a jugar su partida de
damas a La
bobina de hierro, y su correcta aparición provocaba la admiración de
Théodule. Cambiaron
frases de bienvenida en el umbral, espiaron un momento la marcha de
las
nubes surgidas del Oeste para sacar conclusiones meteorológicas y
luego entraron.
—¿Cierro las contraventanas?
—Que golpeen lo que quieran. ¿Qué nos importa?— declamó monsieur
Baes.
—Me llevo la lámpara.
—La luz— dijo monsieur Hippolyte.
—Hoy, martes, cenaremos juntos antes que le gane en el juego de
damas— insinuó
Théodule.
—De ninguna manera, amigo mío. Hoy pienso ganarle a usted.
Aquellas frases sempiternas, cambiadas desde hacía tantos años, en el
mismo
tono, acompañadas de los mismos gestos, despertando idénticas
reacciones de alegría
y de malicia, daban a los dos viejos una reconfortante sensación de
inmutabilidad.
Los hombres que dominan el tiempo, no permitiendo que las vísperas
sean diferentes
de los días siguientes, son más fuertes que la muerte. Ni Théodule Notte
ni
Hippolyte Baes lo decían, pero lo experimentaban como una verdad
profunda contra
la cual nada prevalecía.
El comedor, que la lámpara de petróleo iluminaba ahora, era pequeño,
pero de
techo muy alto.
Un día monsieur Notte lo comparó con un tubo de chimenea y él mismo
se asustó
de la exactitud de la imagen. Pero, tal como era, con el techo invadido
de sombras y
de misterio, agujereado por la luna minúscula del hueco de la lámpara,
agradaba
52
mucho a los dos amigos.
—Hace exactamente noventa y nueve años que mi madre nació en esta
habitación
—decía Théodule—. Porque, en aquella época, el piso estaba realquilado
al capitán
Soudan. Sí, cien años menos uno. Yo tengo cincuenta y nueve, y a mi
madre,
casada a una edad bastante razonable, le concedió Dios su hijo a los
cuarenta años.
Monsieur Hippolyte contó con sus deditos nudosos.
—Yo tengo sesenta y dos. Conocí a su madre, una santa, y a su padre,
que fue el
que puso la muestra de La bobina de hierro. Tenía una hermosa barba y
le gustaba
bastante el vino. He conocido también a las señoritas Beer, Marie y
Sophie, que frecuentaban
la casa.
—Marie fue mi madrina… ¡Cuánto la quería!— exclamó, suspirando,
Théodule.
—…y al capitán Soudan —continuó Hippolyte Baes—. ¡Un hombre
espantoso!
El suspiro de Théodule se hizo más profundo.
—Sí, un hombre terrible. A su muerte, dejó todo su mobiliario a mis
padres, que
no cambiaron nada de la disposición de las habitaciones que él ocupó.
—Como usted, amigo mío, tampoco cambió nada de ellas.
—¡Oh, no! Yo…, ya lo sabe usted…, no me atrevería a hacerlo.
—Actuó usted muy sabiamente, amigo mío —respondió gravemente el
viejecillo,
retirando la tapadera de una fuente—. ¡Vaya, vaya! Aquí tenemos
cordero asado
y frío en su jugo, y apuesto a que esta terrina oscura contiene pasta de
pollo de
casa Cerneau.
Baes hubiera ganado seguramente su apuesta, porque el orden de las
minutas del
martes por la noche cambiaba muy raramente.
Comieron lentamente, triturando finas galletas con mantequilla que
monsieur
Hippolyte mojaba ávidamente en el jugo.
—¡Es usted un cocinero de primera, Théodule!
Aquel cumplimiento tampoco variaba jamás.
Théodule Notte vivía solo; buen comedor, pasaba los largos ratos que le
dejaba
su tienda poco visitada en confeccionar platitos delicados.
El trabajo duro de la casa estaba confiado a una vieja mujer sorda que
se consagraba
a él todos los días durante un par de horas, moviéndose y
desapareciendo
como una sombra.
—¡A las pipas, a las copas y a las damas!— exclamó Hippolyte cuando
hubieron
saboreado, a guisa de postre, un enorme flan de membrillo.
Las damas blancas y negras se pusieron a viajar por el tablero de
damas.
Así sucedía todas las noches, excepto los miércoles y los viernes, días en
los cuales
monsieur Hippolyte Baes no participaba de la cena de su amigo, y el
domingo, que
no acudía a la tienda.
Cuando sonaban las diez en el reloj de alabastro, se separaban, y Notte
acompañaba
a su amigo hasta la puerta, blandiendo en alto, como una antorcha, una
lamparilla
de grueso cristal azul. Inmediatamente, se metía en la cama, situada en
el
53
dormitorio del segundo piso y que había sido la de sus padres.
Pasaba de prisa por el descansillo del primer piso, por delante de las
puertas
cerradas de las habitaciones del capitán Soudan, puertas estrechas y
altas, tan negras
que agujereaban las tinieblas de las paredes negras de mugre y de
noche. No las
miraba jamás ni jamás se le ocurría la idea de empujarlas y permitir a la
luz de la
lamparita azul que penetrase en las habitaciones que aquellas puertas
guardaban.
Solamente entraba en ellas los domingos.
***
El piso del difunto capitán Soudan no tenía, sin embargo, misterio
alguno.
El dormitorio era como otro cualquiera, con su alto lecho de baldaquino,
su mesa
de noche cilíndrica, sus dos armarios de nogal brillante y su mesa
redonda de barniz
quemada por la pipa y los cigarros, y marcada por las manchas
redondas de los
viejos vasos y botellas.
Pero el capitán parecía haber querido compensar, por la comodidad y el
valor del
salón, la mediocridad del dormitorio.
Un enorme armario, espléndido, ocupaba completamente una de las
paredes; dos
sillones Voltaire, de terciopelo de Utrecht, sillas masivas forradas de
cuero de Córdoba
punteado de cobre dorado, un hogar de pesados morillos, una mesa
esculpida,
dos veladores de Boule, un enorme espejo de chimenea con marco
dorado y, por
último, una biblioteca llena de libros hasta ras del techo, llenaban la
habitación, haciendo,
a causa del exceso de muebles, difícil moverse en ella.
Para monsieur Théodule Notte, que no abandonaba su casa más que
para hacer
breves visitas a proveedores próximos, el salón del capitán Soudan
ofrecía silenciosas,
pero incomparables fiestas dominicales.
Acababa de comer alrededor de las dos de la tarde, se ponía una bonita
bata de
cuello bordado, se calzaba unas zapatillas bordadas, se ponía un gorro
de seda negra
en la cabeza, que ya iba volviéndose calva, y empujaba la puerta del
salón. El aire
allí era pesado, olía a cuero viejo y a polvo; pero Théodule Notte
detectaba allí efluvios
lejanos, misteriosos y cuán maravillosos.
Del viejo Soudan no guardaba más que la imagen confusa de un
inmenso anciano,
vestido con una hopalanda rojiza, fumando delgados cigarros negros;
pero los
rostros de su padre, de hermosa barba negra, y de su madre, delgada y
silenciosa, y
de las hermosas y lozanas señoritas Beer, sólo le parecía que habían
desaparecido el
día anterior.
Sin embargo, hacía ya más de treinta años que la muerte se los había
llevado a
todos en muy pocos años. Recordaba que cinco años escasos habían
bastado para
apagar para siempre aquellas cuatro existencias que formaban una
parte tan enorme
de la suya propia.
Se reunía en el minúsculo comedor del piso bajo para ágapes en los que
esas
54
cuatro finas bocas le habían dejado el gusto. Pero, el domingo, a la hora
en que las
viejas del Ham, arrebujadas en sus gruesos capuchones de seda negra,
se dirigían a
las vísperas de Saint-Jacques, se instalaba en el salón del primer piso.
Monsieur Théodule Notte recordaba…
Con mano vacilante, papá Notte retiraba uno o dos libros de la biblioteca
bajo la
mirada ligeramente desaprobadora de su mujer.
—¡Vamos, Jean-Baptiste, deja eso!.. No se aprende nada bueno en los
libros.
El buen barbudo protestaba débilmente.
—Stéphanie, no creo que haga mal en…
—Pues sí, pues sí… Basta un libro de misa y un libro de horas para leer.
Además,
se dan malos ejemplos al niño…
Jean-Baptiste Notte obedecía, un poco desilusionado.
—Mademoiselle Sophie nos va a cantar algo.
Sophie Beer depositaba sobre una silla la obra de tapicería en color que
llevaba
en un enorme maletín de peluche granate, y se acercaba al armario.
Este gesto era
el límite de una eterna maravilla para el joven Théodule. La parte baja
del armario
ocultaba un clavecín corto y bajo, que un esfuerzo ejercido sobre una
palanca lateral
hacía avanzar hacia el salón y que una maniobra contraria volvía a
meter en el
inmenso armario. Las teclas del instrumento estaban amarillas como
rebanadas de
calabaza y emitían al tocar altas notas agudas.
Mademoiselle Sophie cantaba con voz agradable y ligeramente
temblona:
¿De dónde vienes tú, nube hermosa, traída por el viento..?
O bien una canción cuyo tema se refería a una alta torre, una golondrina
y muchas
lágrimas.
Aquellas lágrimas de armonía provocaban muchas verdaderas en mamá
Notte
y hacían temblar los dedos de papá Notte, crispados sobre su hermosa
barba negra.
Sólo mademoiselle Marie no parecía emocionarse apenas. Cogía a
Théodule sobre
sus rodillas y lo apretaba contra su pecho enfundado en surach azul.
—Iremos al jardín de las tres mil flores…, flores…, flores…, flores—
cantaba muy
bajito.
—¿Dónde está ese jardín?— preguntaba Théodule, muy bajito también.
—No te lo diré jamás. Hay que encontrarlo.
—Mademoiselle Marie —murmuraba el pequeño—, cuando yo sea
grande, seré
tu marido y nos iremos juntos…
—Ta, ta— decía ella, riendo, y le besaba en la boca.
Un fino perfume de flores y de frutos subía de su blusa azul, y Théodule
se decía
que nada era más hermoso ni más dulce en el mundo que aquella dama
de hermosas
mejillas sonrosadas, de ojos de muñeca y de vestidos de seda ruidosa.
Cuando, un día tórrido de julio, echó un puñado de tierra sobre su ataúd.
Théodule
Notte comprendió que había amado profundamente a esta mujer que
era cuarenta
años mayor que él, porque mademoiselle Marie Beer era amiga de la
infancia
55
de su madre. Apenas diferían en edad.
Un día, ¡oh!, muchos años después de su muerte, un domingo jamás
maldecido
bastante, descubrió en un cajón secreto de una de las mesas de Boule,
cartas que
probaban que el anciano capitán Soudan y mademoiselle Marie…
Monsieur Théodule Notte no había querido transformar en palabras la
vergonzosa
imagen que asesinaba el único recuerdo amoroso de su vida. Había
sufrido
profundamente en su ser y en su memoria. Ocho días seguidos perdió a
las damas
y, con profunda estupefacción de monsieur Hippolyte Baes, había
estropeado un filete
con puré de castañas cuya prestigiosa receta le había legado su madre.
Fue además el único acontecimiento que marcó sus días desde que
ocupaba solo
la casa centenaria del Ham, hasta el domingo del mes de marzo, negro
de lluvia, de
viento y de frío, en que, por no se sabe qué cataclismo secreto, el libro
cayó del estante
superior de la biblioteca del capitán Soudan.
II
Sería inexacto decir que monsieur Théodule no había visto jamás el
libro, pero eso
databa de tan lejos que otro que no fuera él hubiera perdido
seguramente todo recuerdo.
Ahora bien: aquel día ocho de octubre, enterrado en el tiempo desde
hacía casi
medio siglo, había permanecido asombrosamente vivo en su memoria.
Además, su papel en la vida, ¿no parecía ser precisamente recordar y
recordar?
Lo inverosímil, lo extraño, todo lo que nos produce náuseas de angustia
en la
boca, le había saltado al rostro como un gato, aquel día, a las cuatro de
la tarde, al
volver del colegio.
***
Las cuatro de la tarde es una hora neutra. Huele a café recién hecho y a
pan caliente.
No causa mal a nadie.
Las criadas abandonan las aceras brillantes de agua soleada, y las
ancianas, que
han vaciado su saco de malicias, abandonan sus observatorios de tul por
las cocinas
interiores oscurecidas por la bruma del escalfador.
Théodule volvía la espalda al colegio con toda la lasitud de su juventud
perezosa
e ignorante: un odioso problema de aritmética le había cepillado el
cerebro.
—¿Para qué me servirá este espantoso problema en el que se trata de
hombres
que no se atrapan jamás? Papá y mamá ganan bastante dinero y me
dejarán una tienda
en donde yo lo ganaré a mi vez…
—Los palomos del guarnicionero corren por la placita. Voy a tirarles
piedras,
porque me gustaría matar el azul— respondió alguien.
Théodule no esperaba ninguna respuesta, porque hablaba para él
mismo. Se dio
cuenta, entonces, de que iba caminando con un muchacho zambo, el
que ocupaba
uno de los últimos bancos de la clase.
56
—¡Vaya! —dijo—. No sabía que venías conmigo… Me parecía que, desde
la salida
del colegio, Jérôme Meyer me acompañaba, y resulta que eres tú.
Hippolyte Baes.
—¿Entonces no has visto que Meyer se ha refugiado en la alcantarilla?—
preguntó
el joven Baes.
Théodule se rió de dientes para afuera, por agradarle. Apenas le
conocía, porque
Hippolyte pasaba por ser un mal alumno, poco querido de los maestros,
y era de
buen tono no frecuentarlo. Sin embargo, aquel día se sentía atraído por
él.
Las calles estaban vacías, pero llenas de sol y de calor final de estación.
Los palomos
habían huido y se agrupaban sobre un aguilón lejano. Hippolyte dejó
caer las
piedras que les destinaba. Los muchachos habían llegado a la altura de
una triste y
sombría panadería.
—Mira, Baes —dijo Théodule—. No hay más que un pan en el
escaparate.
En efecto, los enrejados de mimbre estaban vacíos, las cajas y los
bocales no contenían
más que tiernos grumos. No había más que aquel pan gris y arcilloso
posado
sobre el mármol del escaparate, como un islote en medio de la soledad
del océano.
—Hippolyte —dijo el pequeño Notte—, hay algo en todo eso que no me
gusta.
—Tú no llegarás jamás a resolver el problema de los correderos— replicó
su compañero.
Théodule bajó la cabeza. Le parecía que la peor desgracia que podía
sucederle
era no encontrar esa solución.
—Si se abriese ese pan —continuó Baes—, se vería que estaba lleno de
cosas vivas.
El panadero y su familia le tienen mucho miedo. Por eso se han
refugiado en el
horno de la tahona después de haberse todos ellos provisto de cuchillos.
—Las señoritas Beer les han mandado panes de salchichas a cocer. Son
estupendos,
Hippolyte. Si logro robar uno, te lo llevaré…
—No vale la pena. Toda la panadería arderá esta noche y todos se
quemarán
dentro, así como las cosas que viven en ese pan.
Théodule no encontró nada que decir a eso, excepto que era una pena
que los
panes de salchichas no fueran cocidos.
—En todo caso, tú no los comerás— acabó Baes.
Y una vez más, el pequeño Notte se encontró sin saber qué decir.
No podía expresar cómo, en aquel momento, todo detalle, todo
fragmento de
pensamiento, toda cosa entrevista le eran penosos.
—Hippolyte —dijo—, mis ojos tienen mala vista, tú me hablas con un
peine de
hierro. Es una suerte que el viento no me traiga el olor de las cuadras y,
si una mosca
debía posarse sobre mi cabeza, tendría seis patas de acero que hundiría
en mi cráneo.
La respuesta fue como un bordoneo que captó mal.
—Tú has cambiado de plano y tus sentidos están en rebeldía.
—Hippolyte —imploré—, ¿cómo es que yo veo al viejo Soudan junto a su
biblio-
57
teca, pegándose con un libro?
—Bueno, bueno —dijo el joven Baes—, todo eso es perfectamente cierto.
Pero
entre ver y ver en el tiempo, como tú lo haces ahora…
Théodule no comprendía nada. Un terrible dolor de cabeza le taladraba
el cráneo.
Le era odiosa la presencia de su compañero, mientras que, al mismo
tiempo, la
soledad de la calle le llenaba de terror.
—Debe de hacer mucho tiempo que salimos de la escuela— dijo.
Hippolyte movió la cabeza.
—Pues no. ¿Acaso las sombras han cambiado de sitio?
En efecto, la placita no había cambiado sus sombras, ni siquiera la de su
alta y
ridícula bomba, ni la del carricoche del panadero, que clamaba al cielo
por el mal
estado de sus varillas.
—¡Ah! Aquí llega por fin alguien— exclamó el pequeño Notte.
La plaza que atravesaban con lentitud era la del Gros Sablon. Era
triangular y en
cada uno de sus vértices terminaba una calle larga y triste como un tubo
de chimenea.
En el fondo de la calle de Cèdre era donde se movía una forma humana.
Théodule no la reconoció. Era una dama de ancho rostro pálido,
iluminado por
una tenue sonrisa. Iba vestida con un traje negro bordado con algunos
abalorios. Una
capota de tul cubría sus cabellos canosos.
—No sé quién es —murmuró—. Pero me recuerda a la pequeña Pauline
Bulus,
que vive junto a nosotros, en la calle de los Bateaux. Es muy tranquila y
no juega con
nadie.
De repente, lanzó un grito ahogado y agarró el brazo de Baes.
—Mira…, pero mira… Ya no lleva el vestido negro, sino un peinado de
flores. Y,
además… llora y grita. Yo no la oigo, pero grita. Se cae… Todo está rojo
a su alrededor.
—No hay nada— dijo Baes.
Théodule suspiró.
—En efecto, no hay nada, no hay nada.
—Todo eso se encuentra en alguna parte en el tiempo —dijo Baes con
ademán
vago e indiferente—. Ven, te convido a una limonada rosa.
Ahora sí habían cambiado las sombras de la plaza. Un rayo de sol se
refugiaba
contra las fachadas.
Los dos colegiales recorrieron una parte de la calle de Ceder.
—Vamos a tomarnos una limonada —dijo Baes—. Aunque esté coloreada
en rosa,
no por eso deja de ser una limonada. Entremos…
Théodule vio una casita extraña de ladrillos, blanca y como nueva, llena
de ventanas
ladeadas y cerámicas irisadas.
—Es bonita —dijo—. ¡Y decir que yo nunca la había visto! El hotel del
barón Pi-
58
sacker toca, sin embargo, con el de monsieur Minus; no obstante, este
agradable
edificio está situado entre los dos. ¡Mira!.. Me parece que al hotel del
barón le han
quitado algunas ventanas.
Baes se encogió de hombros y empujó una puerta, preciosa como una
enorme
espetera, donde se podía leer en letras claras sobre un fondo rayado:
Taverne de l'Alpha
Penetraron en un rincón paradisíaco, metálico y muy iluminado, como en
el corazón
de un cristal raro.
Las paredes eran todas de cristales, sin dibujos definidos, pero detrás de
los cristales
palpitaba una luz animada. Abajo, contra el suelo cubierto de una
alfombra
oscura, había unos divanes continuos, forrados de tela rameada de color
de laca
encendida.
Un pequeño ídolo, de mirada torva, se miraba en un espejo de agua
brumosa; su
ombligo monstruoso, en forma de pebetero, estaba horadado en una
piedra con vetas.
Unas cenizas perfumadas ardían aún allí.
Nadie acudió.
A través de los cristales esmerilados se veía ensombrecerse la luz de la
calle. La
luz zodiacal, tras las paredes de cristal, corría, alocada, con movimientos
bruscos de
insecto perseguido.
Un ruido de agua corriente venía de los estanques.
Entonces, sin que la viese llegar, una mujer se hizo presente contra la
luz del ventanal,
repentinamente inmovilizada.
—Se llama Roméone— dijo Baes.
Y también, repentinamente, Théodule no la vio más. Pero su corazón
estaba oprimido.
Algo zozobró delante de sus ojos y sintió un verdadero malestar.
—Vámonos— dijo Baes.
—¡Gracias a Dios que al fin veo a alguien que conozco! —exclamó
Théodule—.
¡Es Jérôme Meyer!
Este estaba sentado, en efecto, en el escalón más alto de la casa del
comerciante
en granos Gryspeerd.
—Eres tonto —le sopló Baes, cuando el pequeño Notte quiso acercarse
—. Vas a
hacer que te muerda. ¿Es que no sabes distinguir, pues, una persona de
un vulgar
ratón de alcantarilla?
Vio, entonces, con inexpresable dolor que lo que había tomado por
Jérôme Meyer
se estaba zampando de una forma comiquísima puñados de granos
redondos y,
¡horror!, que una espantosa cuerda rosada y grasosa azotaba sus
piernas.
—Ya te lo dije, que se había refugiado en la alcantarilla.
Al fin apareció el Ham, como si fuera un abra. Las señoritas Beer
esperaban en
el umbral de la tienda paterna, y la cabeza decrépita del capitán Soudan
se asomaba
a la ventana del primer piso. Su mano, que sobresalía por el reborde de
piedra
azul, sostenía un libro de un color rojo sucio.
59
—¡Dios mío! —exclamó mademoiselle Marie—. Este niño arde de fiebre.
—Está enfermo —dijo Hippolyte Baes—. Me ha costado mucho trabajo
traerle.
Ha estado delirando durante todo el trayecto.
—No he comprendido nada de ese problema— gimió Théodule.
—Esa terrible escuela…— deploró mademoiselle Sophie.
—¡Calla, calla! —exclamó madame Notte—. Le vamos a meter en la
cama sin
tardar.
Le acostaron en el dormitorio de sus padres, que le pareció
completamente desconocido
y agitado.
—Mademoiselle Marie —suspiró Théodule—. ¿Ve usted ese cuadro que
está enfrente
de mí?
—Sí, niñito mío. Es Sainte-Pulchérie, una santa muy digna elegida del
señor…
Te protegerá y te curará.
No —gimió—. Se llama Bulus… Se llama Roméone… Se llama Jérôme
Meyer, y
es un feo ratón de alcantarilla.
—¡Misericordia! —lloró mamá Notte—. ¡Delira! Hay que llamar al médico.
Le dejaron solo un momento, nada más que un momento.
De repente, extraños golpecitos sonaron contra la pared. El niño
enfermo vio la
tela del cuadro hincharse bajo febriles papirotazos.
Hubiera querido gritar, pero era muy difícil. Le parecía que su voz
retumbaba en
parte distinta a la habitación.
Y de pronto un ruido argentino fluyó por toda la casa; una bandada de
piedras
inundó la fachada, rompiendo los cristales, rebotando en el interior de la
habitación.
Entonces las cortinas de la ventana se hincharon y, con un rugido de
furor, una
enorme llama las devoró.
***
Ese fue el comienzo de la grave enfermedad de Théodule que reunió
alrededor de
su lecho a los mejores médicos de la ciudad y que le dispensó, una vez
curado, de
volver al colegio.
De este día dató su gran amistad con Hippolyte Baes que achacó al
delirio todos
los incoherentes recuerdos de la jornada del ocho de octubre.
—Roméone…, la Taverne de l'Alpha…, la transformación de Jérôme
Meyer…,
pamplinas, amigo mío.
—¿Y el cuadro de Sainte-Pulchérie, la lluvia de piedras y las cortinas
prendidas
fuego?
Mademoiselle Marie asumió la responsabilidad de eso. Ella había
encendido un
infernillo de alcohol para calentar té. En cuanto a la caída de las piedras,
fue preciso
admitir que en este momento una parte de la cornisa de la fachada se
había derrumbado
debido a las continuadas lluvias otoñales.
60
Había en todo eso muy extrañas coincidencias.
Se olvidó la cosa.
Sólo Théodule continuó recordándolo; pero ese era, hay que convenir en
ello, su
papel en la vida.
III
El libro, pues, cayó sobre el parquet del salón sin que nadie pudiese
explicar su caída.
Es cierto que, en los últimos días, habían pasado por el Ham pesados
camiones
transportando mercancías del puerto y que todas las casas habían
temblado desde
sus cimientos, como en los sombríos estremecimientos de un temblor de
tierra.
Monsieur Théodule reconoció inmediatamente el libro por su cubierta de
un color
rojo sucio, empañado de polvo y de manchas. Permaneció un buen rato
contemplándolo,
posado sobre la lana azul de la alfombra. Luego, se agachó para
recogerlo con
mano vacilante.
Su incomprensión fue enorme: ignoraba que existiesen semejantes
obras.
Era un tratado muy vulgar del Grand Albert, seguido de una sucinta
exposición
de la Clavícula de Salomón y del resumen de los trabajos de un tal
Samuel Podgers
sobre la Cábala, la Nigromancia y la Magia Negra, según los escritos de
los antiguos
maestros de la Gran Ciencia Hermética.
Notte lo hojeó sin gran interés y lo hubiera puesto de nuevo en su sitio si
unas
hojas intercaladas y manuscritas no hubieran llamado su atención.
El papel era de un grano muy fino y precioso, y la escritura, a tinta roja,
era muy
bella, pero de caligrafía minúscula.
En el fondo, después de haber acabado su lectura, Théodule no se
consideró apenas
más enterado y hasta se sintió poco atraído por su misterio al releer
esas páginas.
Trataban de la evocación de las fuerzas oscuras, llamadas infernales, y
del comercio
que los seres humanos podían llevar a cabo con esas terribles entidades.
De hecho, constituían una crítica de los antiguos métodos revelados en
el libro,
rechazándolos como ineficaces y hasta ridículos.
«Los hombres», decía el comentarista desconocido, «no pueden alcanzar
el plano
donde se mueven los ángeles caídos, y es evidente que, para estos
últimos, ellos
presentan tan poco interés, que no se molestan en abandonar sus
regiones para mezclarse
directamente en nuestra vida».
La palabra directamente estaba escrita en caracteres grandes.
«Pero se debe admitir que existe un plano intermedio que es el del Gran
Nocturno
».
Esto estaba escrito en la parte baja de una de las cuartillas, y Théodule
se dio
cuenta, al volver la hoja, de que la continuación, que debía de ocupar
varias pági-
61
nas manuscritas, faltaba.
Las siguientes insistían sobre las críticas anteriores, y Notte, que ya se
mostraba
impresionado por ese nombre de Gran Nocturno, buscó en ellas una
explicación más
amplia. No encontró sino cosas muy confusas. Sin duda, el autor
estimaba haber
dicho bastante sobre ello en las hojas perdidas.
«Es evidente que el Gran Nocturno teme que se le descubra, porque su
conocimiento
constituye, para los humanos, que lo hubieran descubierto, una defensa
contra
él y un debilitamiento de su propio poder».
Théodule se hizo entonces de ello una imagen bastante sencilla que le
agradó:
esta criatura, si criatura era, sería una especie de lacayo de los Grandes
Poderes de
las Tinieblas, delegado, para oscuras y culpables tareas, entre los
hombres.
Volvió a colocar el libro en su sitio sin demostrar gran emoción. Sólo el
recuerdo
de haber entrevisto el libro rojo entre las imágenes brumosas de una
pesadilla
infantil le perturbó. Esperó algún tiempo antes de contar todo esto a
Hippolyte Baes,
el cual, a su vez, hojeó el libro y se lo devolvió, diciendo que, por
sesenta francos,
se encargaba de encontrar la pareja entre los libreros de viejo. En
cuanto al manuscrito,
apenas pasó los ojos por él.
—Todo esto nos hace perder un tiempo precioso para nuestra partida de
damas—
concluyó.
Aquella noche comieron un buen trozo de pato asado, y monsieur
Théodule atribuyó
a una digestión penosa la noche de pesadillas que siguió.
***
La verdad es que esa noche de pesadillas empezó, no por un sueño, sino
por una
realidad.
Théodule, una vez despedido a su amigo, subió a acostarse, llevando la
lamparilla
en la mano. Cuando alcanzaba el descansillo del primer piso, la puerta
del salón
del capitán Soudan se abrió y Notte olió un penetrante olor a cigarro.
Se detuvo, ligeramente asustado; cualquiera otra noche hubiera bajado
la escalera
de cuatro en cuatro peldaños y hasta salido a la cale.
Pero había bebido tres vasos de whisky famoso que había comprado a
un marinero
del puerto.
El licor prodigioso proporcionó un valor desacostumbrado a su almita y
entró
valientemente en la habitación oscura. Todo estaba en su sitio y apenas
si aspiraba
ya el olor del cigarro. No obstante, le pareció oler otro perfume, más
suave, que se
expandía por el salón: el de flores y frutas.
Se retiró después de haber inspeccionado las dos habitaciones, y cerró
con todo
cuidado las puertas antes de ganar su propia habitación.
Una vez en la cama, experimentó un ligero vértigo; pero logró vencerlo y
se durmió.
62
«¿De dónde vienes tú, nube..?»
Se había despertado y estaba sentado en la cama, muy erguido. El gusto
del whisky
ponía mal sabor en su boca, sabor amargo y pastoso, pero su mente
estaba clara
y desprovista de brumas, al parecer.
El clavecín sonaba muy bajito, muy claro, en el silencio de la noche.
«Es mademoiselle Sophie», se dijo.
Y su corazón palpitó con fuerza, pero sin temor.
Oyó claramente una puerta que golpeaba; luego, unos pasos subiendo la
escalera.
Eran los pasos pesados y lentos de una persona inmensamente cansada.
«¡Es mademoiselle Marie! Sí, sí, presiento que es ella. Pero ¡qué cansada
está por
haber soportado durante tantos años la tierra que la cubría! Esa tierra
que hacía floc,
floc, cuando caía sobre su ataúd».
La lamparilla ardía con llama minúscula, pero iluminaba suficientemente
la puerta,
que Théodule vio abrirse con lentitud.
No había más que sombra en la abertura y un fino rayo de luna que caía
desde
una ventana alta de la fachada posterior.
Alguien andaba ahora por la habitación, pero Théodule no lo veía,
aunque estaba
bastante iluminada.
La otra extremidad de la cama crujió y comprendió que se había posado
en él un
gran peso.
«Es mademoiselle Marie se dijo otra vez. No puede ser más que ella».
El peso se desplazó y Théodule tendió la mano hacia el sitio donde veía
el edredón
de seda roja hundirse.
Bruscamente todo su ser se sumió en el terror.
Le cogieron la mano, se la apretaron, se la estrujaron. Se trataba de algo
abominable
que, con furor invisible, se arrojó sobre él.
—Mademoiselle Marie— suplicó.
La cosa retrocedió hacia el otro extremo del lecho y allí hizo un pozo
enorme en
el edredón y en las mantas.
Théodule vio perfectamente el sitio de dos manos gigantes apoyadas
sobre la
cama y, a continuación, un tronco inverosímil, sentarse en ella.
No oía nada, pero tuvo la sensación de una respiración monstruosa a su
lado.
Abajo, el clavecín volvió a interpretar la canción en una sucesión de
tonos horriblemente
agudos; luego, se calló bruscamente.
—Mademoiselle Marie…— empezó a decir.
No pudo hablar más. La cosa se arrojó sobre él y lo hundió en los
almohadones.
De repente, Théodule se puso a luchar con ese innominado ente que le
había
agarrado y, con un ademán que le costó sus últimas fuerzas, lo arrojó
lejos del lecho.
No oyó ruido ninguno de caída; pero tuvo la sensación de que el
tenebroso enemigo
había sufrido una derrota y lo lamentaba.
Gracias al rayo de luna que se colaba por la entreabierta puerta pudo
ver, al fin,
63
algo.
Era informe y muy negro; pero presentía perfectamente que era
mademoiselle
Marie quien, con sufrimiento inaudito, se movía en un torbellino de
sombra.
No obstante, la cosa estaba recuperando fuerzas y eso también lo
presentía.
Pero sabía igualmente que, esta vez, sería vencido de mala manera en
esa lucha
cuyo final sería para él peor que la muerte.
De repente, oyó un ruido extraño, maravilloso y, a la vez, terrible; otra
presencia
estaba allí, por encima de toda comprensión, espantosa.
El clavecín tocó con tono quejoso y muy dulce. Luego, la masa negra se
fundió
en un humo que siguió al rayo de luna antes de desaparecer.
Un dulzor infinito penetró en el corazón de Théodule. El sueño volvió a él
inmediatamente
y le acogió como onda salvadora.
Pero antes de hundirse en él, en la beatitud del olvido, vio una gran
sombra interponerse
entre la luz de la lamparilla y él.
Vio una inmensa figura vuelta hacia él, tan alta, que el techo se alzó por
encima
de ella, rodeando su frente de un halo de estrellas. Era más tenebrosa
que la noche
misma y provista de una tristeza tan grande y tan grave que todo el ser
de Notte se
estremeció de dolor.
Supo, entonces, por una revelación misteriosa nacida en lo más
profundo de su
alma, que acababa de encontrarse cara a cara con el Gran Nocturno.
***
Monsieur Théodule no ocultaba nada a su amigo Hippolyte, y le contó
todo
minuciosamente.
—Un mal sueño, ¿no es verdad? Un sueño muy extraño— dijo.
Monsieur Baes guardó silencio.
Por primera vez en su vida, Notte vio hacer a su viejo amigo un gesto
que no
pertenecía a la norma corriente de los días.
El viejecillo subió al piso, cerró la puerta del salón del capitán Soudan y
se metió
la llave en el bolsillo.
—¡Te prohíbo que vuelvas a entrar allí!— dijo.
Monsieur Théodule tardó tres semanas en construir una llave falsa que
le abriese
de nuevo la puerta prohibida.
IV
Mademoiselle Pauline Bulus pasó una piel de ante ambarina por encima
del mármol
de la chimenea, el archivo de cajas y la cara de algunos bibelots de
porcelana y de
imitación de Sèvres, aunque no tenían ni una mota de polvo para
hacerlo.
Por un momento, se preguntó si no haría bien en sustituir las mustias
margaritas
por algunos crisantemos del tiempo, pero la idea de llenar de agua los
altos y finos
jarrones de porfirio blanco, que se alzaban a ambos lados de la
chimenea, le hizo
64
temblar.
El espejo le devolvió, a la suave claridad de la lámpara, una imagen que
le era
poco familiar. Se había hecho ondular el cabello canoso y puesto un
rosetón de polvos
rosas en las mejillas.
De ordinario, llevaba una larga bata de grueso paño color castaño que
se asemejaba
a un hábito monjil; pero, esta tarde, la había reemplazado por un ligero
peinador
de seda estampada con florecillas purpúreas. Una bandeja de laca de
China ocupaba
el centro de una mesa cubierta con un mantel bordado en grandes
flores.
—Kummel…, anisete…, coñac…— murmuró a media voz, mirando a
través las
facetas de los tres frasquitos panzudos.
Tras un minuto de duda, sacó del aparador una caja de hojalata, de la
que se
desprendió un olor a vainilla.
—Barquillos rellenos…, almendrucos…, paciencias —enumeró con
aspecto de
gata golosa—. Aún no hace mucho frío. Además, las gruesas velas de la
lámpara dan
bastante calor.
Un ruido de pasos nacía en la silenciosa calle. Con precaución, Pauline
Bulus levantó
con un dedo la pesada cortina de tapicería.
—No es él… Me pregunto…
De vivir sola en su casita de la calle Blanchisseurs, había tomado la
costumbre
de hablar consigo misma o de dirigirse a todas las cosas familiares que
la rodeaban.
—¿Sería este un gran cambio para bien en mi vida?
Se dirigía ahora a una figura de barro cocido que tapaba el fondo
amarillo claro
del papel que tapizaba la pared. Era una cara gorda, tonta y sonriente,
que el modelador
había titulado «Eulalia».
La pregunta no turbó la serenidad de la máscara de piedra.
—¡No sé, en verdad, a quién pedir consejo!
Se inclinó hacia las colgaduras, pero no oyó más que el fuerte viento
barrer las
primeras hojas secas del otoño a lo largo de la acera.
—¡Claro que aún no es la hora!..
A Pauline le pareció que una sombra de ironía cruzaba por la gorda cara
de Eulalia.
—¡No puede venir hasta que sea completamente de noche!
¿Comprendes, querida?..
¿Qué dirían los vecinos?.. ¡En un dos por tres, mi reputación quedaría
por los
suelos!
Apoyando una mano temblona sobre su escuálido pecho, murmuró:
—Es la primera vez que permito que un hombre me visite. ¡Y por la
noche, además!
¡Cuando la mayoría de las personas duermen! Señor, ¿soy mala?.. ¿Voy
a caer
en el más odioso de los pecados?
Su mirada se fijaba en la llama redonda de la lámpara.
—Es un secreto… No hubiera debido hablar de él a nadie… ¡Ah!
No había oído el ruido de pasos, pero la trampilla del buzón de cartas
había
65
emitido un ligero picotazo. Abrió la puerta del salón para alumbrar un
poco el tenebroso
vestíbulo.
—¿Es usted?.. —murmuró en un soplo, entreabriendo la puerta—. Pase.
Su fina y temblorosa mano señaló un sillón, los frascos y los dulces.
—Kummel, anisete, coñac, barquillos rellenos, almendrucos,
paciencias…
No hubo más que un golpe sordo, apagado, enorme.
Una mano firme volvió a su sitio los licores y la caja de galletas; luego,
bajo la
lámpara antes que un soplo breve se apagara.
En la oscura calle, el viento era más fuerte y atacaba con frenesí a las
contraventanas
mal ajustadas de las casas viejas.
—¡Je, je!.. Nada de gritos…, nada de sangre en el peinador estampado
con flores…
¡Je, je!.. Sin embargo, recuerdo… Pero era falso, archifalso… Nada de
gritos…,
nada de sangre… ¡Je, je!
El viento se llevó hacia el río estas palabras extrañas.
Era un miércoles por la noche, día en que monsieur Théodule Notte no
recibía
la visita de Hippolyte Baes. En el salón del capitán Soudan, se hallaba
sentado en el
sillón, junto al armario del clavecín. Lentamente, volvía las páginas del
libro rojo.
—Pues bien —murmuró—, pues bien…
Parecía que esperaba algo, pero nada sucedía.
—¿Valía la pena?— se preguntó.
Y su boca se plegó amargamente.
Regresó al comedor para fumar su pipa y leer bajo la lámpara uno de
sus libros
favoritos: Las aventuras de Telémaco.
***
—Dos crímenes en menos de quince días— gimió el comisario de policía
Sanders,
paseando nervioso por su despacho de la calle Ursulines.
Su secretario, el gordo Porthals, firmó un largo informe.
—La asistenta de mademoiselle Bulus afirma que nada ha desaparecido
de la
casa, ni siquiera un alfiler. La señorita no tenía amistad con ningún
vecino ni recibía
a nadie. Por otra parte, no hay ningún rastro de intrusión… ni de nada.
¡Me pregunto
si será crimen!
El comisario le lanzó una mirada furiosa.
—Se hundió ella misma el cráneo, ¿no?.. De un simple golpetazo contra
la pared,
¿eh?
Porthals se encogió de hombros y continuó:
—En cuanto a ese pobre Meyer, tampoco se sabe qué pensar. Su
cadáver fue retirado
de la alcantarilla del Molino, en Foulons. Las ratas le habían destrozado
terriblemente
la cara.
—Podría hablar usted con más delicadeza —le corrigió el comisario—.
¡Pobre
66
Jérôme! ¡No tenía más que amigos! ¡La garganta abierta, y cómo! ¡Ah, la
bestia que
ha hecho eso no tiene entrañas!; ¡puaf!
—¿Va a detenerse a alguien?— preguntó el secretario.
—¿A quien? —ladró el comisario—. Consulte el periódico, la columna de
los recién
nacidos, y elija entre ellos, si gusta.
Pegó el enrojecido rostro contra el cristal de la ventana y saludó con un
ligero
movimiento de cabeza a monsieur Notte que pasaba por la calle.
—¡Tenga! ¡Póngale las esposas a ese idiota de Théodule!— exclamó.
Porthals estalló en una carcajada ruidosa.
Monsieur Notte cruzó la plaza del Gros Sablon, echó una mirada
amistosa a la
alta bomba y se metió por la calle Roitelet.
Al llegar delante del hotel Minus su corazón se sobresaltó.
Durante un breve segundo, vio una puerta de cobre rojo y las palabras
brillantes:
Taverne de l'Alpha. Pero, cuando se acercó, no encontró más que las
sucias fachadas
de siempre.
Mientras que atravesaba la antigua calle de Peignes, vio una puerta
abierta sobre
un jardincillo pobre, donde una mujer alta y delgada daba de comer a
unos pollitos
esqueléticos. Se entretuvo un momento en mirarla y, cuando ella alzó
los ojos,
la saludó. La mujer pareció no conocerle y no le devolvió la cortesía.
—Me pregunto —decía Théodule— dónde puedo haberla visto, porque, a
fin de
cuentas, yo la he visto en alguna parte, de eso no hay duda.
Siguiendo a lo largo del parapeto de piedra del puente de Lait Tourné, se
dio un
golpazo en la frente con la mano:
—¡Sainte-Pulchérie! —exclamó—. ¡Ah! ¡Cómo se parece a la santa del
cuadro!..
Había cerrado la tienda aquel día y se daba prisa en volver a encontrar
el Ham
familiar.
«Esta noche cenaremos pollo con vino —se dijo—, y monsieur Hippolyte
podrá
traer uno o dos panes de salchichas que he mandado a cocer a casa del
panadero
Lambretchs».
***
Pulchérie Meire dejó con disgusto el plato donde se enfriaba un caldo de
cebollas
poco apetitoso.
—¡Las once! —gruñó—. Vamos a ver si puedo ganar todavía unos
céntimos.
De once a una de la mañana se ponía a la puerta de los cafés que
cerraban tarde
para presentar a los últimos clientes su grotesca pacotilla de galletas
crujientes, huevos
duros y habas fritas.
En otra época había sido una muchacha muy bonita, muy solicitada por
los hombres,
pero aquellos años felices huyeron muy pronto.
Su asombro fue grande cuando, al abandonar la oscura calle Epingles,
vio una
67
sombra ponerse a su paso.
—¿Puedo ofrecerle..?— vaciló una voz en la sombra.
Pulchérie se detuvo y señaló las ventanas rosadas de una taberna
próxima.
—No, no —protestó el hombre—. En su casa, si no le importa.
Pulchérie se echó a reír al decirse que, según el proverbio, de noche
todos los
gatos son pardos.
—Si eso no me hace perder la ganancia de esta noche… —dijo—. Yo
hago a veces
más de cien francos.
Por toda respuesta el hombre hizo sonar algunas monedas de plata en
su bolsillo.
—Bueno —aceptó Pulchérie—. Abandono el trabajo por una noche… En
mi casa
tengo cerveza y ginebra.
Caminaron juntos por la plaza del Marché completamente desierta y fue
Pulchérie
quien hizo todo el gasto de conversación.
—La vida es dura para una mujer sola. He estado casada; pero mi
marido me
abandonó por una puerca que hace las ferias por las provincias. Si recibo
a alguien
en mi casa, tengo derecho a ello, ¿no es verdad?
—¡Muy cierto!— respondió el hombre.
—Pero no puedo tenerle hasta mañana…, por los vecinos, que son muy
malos.
—¡Comprendido!
La mujer abrió la puerta del jardincillo y le cogió la mano.
—Déjeme que le guía. Tenga cuidado, hay dos escalones…
La cocina donde introdujo al visitante nocturno era pobre pero muy
limpia; las
baldosas rojas brillaban y, en la alcoba, la cama revelaba atrayentes
blancuras.
—Está todo muy limpio, ¿eh?— exclamó ella con orgullo.
Luego se volvió hacia él, socarrona cuando menos.
—Así, pues, acosa a las damas en la calle, ¿eh, malvadito?
El hombre gruñó, con la cara vuelta hacia la puerta.
—¿Cerveza o ginebra?
—¡Cerveza!
—Bueno. Yo bebo de lo que gotea.
Se dirigió a un armario de muñeca y retiró un caneco de barro azul. En
un rincón,
cubierto de un trapo húmedo, un barril dejaba caer a pequeños ruidos
gotas de
cerveza en un grueso cuenco de escayola.
—Es cerveza de Duyckers —anunció la mujer—. ¡Le debería gustar esta!
—La bebo algunas veces— gruñó el hombre.
Bebieron.
La mujer había encendido una lámpara de cristal con mecha lisa que
apenas
alumbraba la mesa y los vasos.
—Está usted bien instalada aquí— dijo el hombre, cortés.
Pulchérie Meire era sensible a las atenciones y al civismo masculino, del
que es-
68
taba falta desde hacía mucho tiempo.
—Para ser pequeña, mi casa no es menos que otras. El viejo Minus la
separó de
su propia mansión, no se sabe por qué, y la alquiló.
—Minus…— repitió el huésped de medianoche.
—Sí, ese viejo barón de la calle Roitelet. Si se hiciese un agujero en esta
pared,
se entraría de golpe en sus cocinas.
Se rió de buena gana.
—Apuesto que allí se encontraría menos de beber y de comer que aquí.
Volvió al barril y dejó correr la cerveza desde lo alto para que hiciera
espuma en
el vaso. Al agacharse, su gruesa echarpe de lana azul se desenrolló.
De pronto, la corbata se cerró, se cerró…
Pulchérie Meire suspiró profundamente. No era muy fuerte, y casi sin
resistencia
se deslizó al suelo.
Tiraron la lámpara, y la llama verdosa corrió a lo largo del petróleo
vertido.
Una puerta se cerró, chirriando sobre sus goznes. En el jardín, una
gallina, turbada
en su sueño, se despertó y cacareó ligeramente.
En la sombra, dos gatos se enfrentaron lanzándose asustadizos gritos de
guerra.
El reloj de Beffroi dio las doce campanadas de la medianoche en el
momento en
que el sereno Dierick tocaba la trompeta de alarma al ver altas llamas
elevarse por
encima de los tejados de la vieja calle de Peignes.
—Ya hasta las desgracias nos siguen a nuestra inmediata vecindad —
lloriqueó
el comisario Sanders—. ¡Un incendio y un cadáver! Me pregunto…
—Si no es un doble delito —acabó Porthals—. Es posible. Todas las cosas
se hacen
en tres tiempos, a creer la moral de los marineros; pero lo que queda de
Pulchérie
Meire no es suficiente para probarlo. Es inútil que nos metamos en un
caso más.
—Es lo que yo digo —aprobó Sanders, con voz lastimera—. Pero se lo
repito,
Porthals: en el ambiente hay algo dañino, como en los tiempos de
epidemia.
El sereno Dierick, que estaba de plantón, pasó su cabeza de bellota por
la abertura
de la puerta.
—El doctor Santherix está aquí, y quiere verle, señor!
Sanders suspiró.
—Si hay algo que repique en el caso de Pulchérie Meire, será ese
condenado de
Santherix quien lo descubrirá.
Y, en efecto, el doctor había encontrado algo.
—Llevo mi informe al procurador del rey —declaró—. Pulchérie Meire fue
estrangulada.
—¡Bah! —protestó Porthals—. Si de ella quedaban solamente algunas
cenizas
grasientas…
—Vértebras del cuello rotas —respondió el médico—. La cuerda de la
horca no
lo hubiera hecho mejor.
—¡Tres! —suspiró Sanders—. ¡Y que no me encuentre en víspera de
retirada!..
69
Con letra fina y apretada, se puso a rellenar largas páginas de papel
cuadriculado
que iba pasando a su ayudante. Un agente trajo lámparas y, cuando las
ventanas
del café del Miroir se alumbraron, los dos policías continuaban aún
ennegreciendo
páginas.
—¡Se acabó la buena vida!— maulló Sanders, frotándose las manos, que
se le
quedaban heladas.
—Si yo tuviese en mis manos al hijo de perra que nos ha jugado
semejante faena
—añadió Porthals—, sería capaz de robar el puesto al verdugo.
V
Monsieur Théodule quedó algún tiempo a la escucha de los ruidos de la
calle. Los
pasos de monsieur Baes se acallaron, y solamente el golpeteo de su
bastón a lo largo
del borde de la acera se oía aún. Se oyeron por espacio de algunos
segundos más.
Ya en la habitación del capitán Soudan, encendió todas las velas de los
candelabros
y se instaló en la butaca.
El libro rojo estaba sobre la mesa, al alcance de su mano, y Notte la
puso sobre
él con toda solemnidad.
—O yo he comprendido mal tu ciencia o he llenado todas las
condiciones, ¡y me
debes lo que me debes!— dijo con cierto énfasis.
Miró a su alrededor, esperando algo.
Pero la puerta no se abrió y las llamas de las velas continuaron rectas.
Ningún
desplazamiento de aire, ningún viento, las movía.
Théodule retiró la mano y se la llevó a la frente.
—Para un hombre que, en el colegio, no comprendía nada sobre el
problema de
los corredores, tiene que ser muy difícil comprender lo que hagas para
mí, ¡oh extraño
libro rojo!, y más difícil aún para… actuar según tu terrible voluntad.
Gotas de sudor perlaban sus sienes.
—Obedecer al Destino…, todo estriba en eso, diría Hippolyte. Pero eso
no me
explica nada. Ahora bien: ese destino me parece que está encerrado en
aquella jornada
del ocho de octubre. Mi vida se detuvo allí de alguna forma; su marcha
fue
bloqueada ese día como un freno potente detiene un coche. ¿Qué o
quién quitará ese
freno?
Continuó lamentándose, dirigiendo una mirada de reproche al libro rojo.
—¿Me habrás mentido, libro sabio?
Se sobresaltó.
Nada había sucedido, nada se había movido en la habitación, pero él se
puso en
pie y se dirigió de prisa hacia la puerta, empujado por una fuerza que se
revelaba
fuera de sí mismo.
—No he pedido nada —soliloquió, mientras bajaba la escalera—; pero
alguien
sabe lo que yo deseo verdaderamente, cuál es el único fin de mi vida.
¿Voy a saber-
70
lo hoy?
El Ham estaba desierto cuando subió por él hacia la parte alta de la
ciudad. El
puente de Latí Tourné sonó bajo sus pisadas y, al cruzar la explanada de
Saint-Jacques
no vio ya ninguna luz en los cafés.
«Debe de ser muy tarde— se dijo».
No experimentó ninguna extrañeza al ver una ancha franja de luz que
agujereaba
las tinieblas de la calle Roitelet.
Respiró profundamente y una repentina fiebre se apoderó de él.
—¡Por fin…, ahí está…, la Taverne de l'Alpha!
Empujó la puerta y volvió a ver los divanes bajos, el monstruoso ídolo de
piedra
y las vidrieras, tras las cuales palpitaba la misteriosa claridad.
—Roméone!— gritó.
Sin que la viese llegar la encontró a su lado.
—Aquí está —dijo Théodule—. Ahora sé lo que he deseado toda mi vida.
Ella fijó una larga mirada sobre él. Luego murmuró en voz baja:
—¡Ah! ¡Qué dulce sería para mí vivir ahora!
—¿Vivir?
Se apretó contra él y Théodule sintió que le invadía un gran frío.
—¡Hace tantos años que estoy muerta, pequeño!
Théodule gritó de terror; pero, al mismo tiempo, le invadió una terrible
alegría.
—Roméone…, sí, te reconozco perfectamente; sin embargo, encuentro a
alguien
más en ti.
Un brazo suave y robusto le rodeó. Se sintió atraído sobre un cuerpo
firme, pero
frío.
—¡Mademoiselle Marie!
—Si así lo quieres… respondió ella—. Un día te darás cuenta, tal vez,
que, para
ser extraña y terrible, la verdad es sencilla: Hubo años entre nosotros,
ya no los hay…
¡Ven!
Tras las vidrieras, la claridad enloqueció repentinamente. Théodule la
señaló con
el dedo, pero Roméone le apartó vivamente la mano.
—¡No, no! ¡Haz como si no estuviera ahí!
—¿Qué hay detrás?— preguntó.
La mujer hizo un gesto de espanto.
—Siempre habrá tiempo de saberlo, pequeño, cuando no tenga más
remedio que
volver allí y tú también…
Puso sus labios sobre los de él para evitar una pregunta.
—Hace tantos años que te he besado así… —dijo febril—. ¿Te das cuenta
ahora
de quién soy?
—¡Oh, sí! Roméone… No, mademoiselle Marie. ¡Te he amado! ¡Ahora ya
sé cuál
era mi destino: amarte! Por eso he obedecido al libro; he solicitado la
ayuda del…
Gran Nocturno.
71
La mujer lanzó un grito espantoso.
—¿Y me has arrancado de la tumba por eso?
Théodule trató de separarse un poco de ella.
—El pasado… Yo soy el hombre que sólo ha vivido para él…, que he
consagrado
mi tiempo a mi recuerdo. Comprendo. ¡Me vuelven a él!
***
Tres días más tarde, el comisario Sanders comenzó un nuevo informe
que su ayudante
releyó, retocó y del que hizo tres copias. La apostilla que se le añadió
decía:
Desaparición del llamado Théodule Notte
El pobre Sanders se hubiera hundido en la más negra demencia si
hubiese podido
ver que, a aquella hora, el llamado Théodule Notte fumaba
beatíficamente su
pipa delante de la gran bomba del Gros Sablon, a treinta pasos de la
Comisaría.
Dos horas después, se cruzaba con él delante de las ventanas
iluminadas del café
del Miroir, y, hacia medianoche, doblaba, al mismo tiempo que él, la
esquina de la
calle Roitelet para dirigirse a la Taverne de l'Alpha.
Claro que esta taberna no existía para Sanders ni para los demás,
porque se situaba
fuera del tiempo del buen comisario y de sus conciudadanos, así como la
propia
vida de monsieur Notte.
Ni Sanders ni los otros estaban iniciados en los misterios del libro rojo, y
el Gran
Nocturno no se preocupaba de ellos.
Esta vida de Théodule Notte no se parecía en nada a un sueño. El bello
cuadro
de la taberna y el ardiente amor de Roméone o de mademoiselle Marie
eran suficientes
para hacerla tangible y bella.
—¿No quieres volver a ver a «los otros»?— preguntó un día la mujer
amada.
Théodule tardó algún tiempo en comprender lo que quería decirle.
Era un hermoso domingo por la tarde, un poco frío, pero claro y
agradable.
Abandonaron la taberna y descendieron por la calle del Roitelet. La plaza
de
Saint-Jacques estaba llena de gente, porque habían levantado en ella un
quiosco
donde una banda tocaba a bombos y platillos.
Pasaron a través de la muchedumbre, invisibles para ella, puesto que se
movían
fuera de su tiempo.
En el momento en que atravesaban el puente y vieron la profundidad
soleada del
Ham abrirse ante ellos, monsieur Notte se estremeció.
—¿Vamos…, a mi casa?— preguntó.
—Sin duda alguna— respondió mademoiselle Marie, presionándole con
cariño
el brazo.
—¿Y…?— empezó a decir, con un poco de angustia.
Ella se encogió de hombros y lo arrastró.
Cuando empujaron la puerta de la tienda, oyó una apagada canción
procedente
72
del piso:
¿De dónde vienes, hermosa nube… empujada por el viento…?
Apenas si se asombró de encontrar, en el salón del capitán Soudan, a
mademoiselle
Sophie, instalada delante del clavecín, ni de volver a su madre,
bordando espantosas
zapatillas amarillas, ni de sentarse al lado de su padre, que fumaba una
larga pipa de Holanda.
Nada en esta reunión dominical hacía pensar que treinta años de
sepultura había
separado a esos seres.
No hubo ninguna frase de saludo ni nadie se extrañó de ver a Théodule
viejo, con
más de cincuenta años, al lado de mademoiselle Marie.
Théodule vio que su amiga llevaba un grueso traje de lana bordado con
azabache,
y no la fina tela de seda, bordada en plata, que llevaba Roméone al salir
de la
Taverne de l'Alpha.
Pero él aceptó todo esto como perteneciente a las cosas normales.
Cenaron con muy buen apetito y Théodule volvió a saborear con placer
una salsa
con vino y otros platos cuyo secreto había guardado siempre
celosamente su madre.
—¡Vamos, Jean-Baptiste!… No se aprende nada bueno en los libros.
Así reprendía solamente mamá Notte a su marido, que se había atrevido
a echar
una mirada de soslayo hacia la biblioteca.
Se separaron cuando acabó la noche. Thédole y mademoiselle Marie
regresaron
a la Taverne de l'Alpha.
—¡Vaya! —exclamó de pronto—. no hemos visto al capitán Soudan.
Su compañera se sobresaltó.
—No hables de él —suplicó—. ¡Por nuestro amor, no hables jamás de él!
Théodule la miró con curiosidad.
—¡Jé, jé! —exclamó—. Sea… No te preocupes.
Luego, sus ideas se bifurcaron.
—Me parece que todo lo que mamá y papá han dicho, lo habían dicho
ya; que
yo ya había oído el concierto de la plaza de Saint-Jacques y hasta
recuerdo haber
comido…
Su compañera le interrumpió con alguna impaciencia.
—Evidentemente… Esas no son más que imágenes pasadas entre las
cuales estás
errando ahora.
—Entonces, ¿papá y mamá Notte y mademoiselle Sophie continúan…
realmente
muertos?
—Claro que sí…
—¿Y tú?
—¿Yo?
Dijo esa palabra envuelta en un grito tembloroso de horror.
—¿Yo? Tú me has arrancado de la muerte para que sea tu propiedad,
tu…
Por un momento, él creyó ver algo que cambiaba en ella. Entrevió algo
negro,
73
monstruoso y espantosamente hostil; pero fue tan breve que pudo
sospechar que se
trataba de un juego de sombras, porque, en ese segundo, las finas
llamas de las velas
vacilaban en el viento de la tarde que se colaba por una ventana
abierta.
—Nunca he deseado nada más que esto —dijo con simplicidad—, pero
no llegué
a fijar este deseo ni a expresarlo.
No fue ya cuestión entre ellos este extraño y doloroso intermedio. Vivían
días
tranquilos y gozosos, sin abandonar para nada la taberna, y monsieur
Théodule no
pensó en regresar más al Ham para moverse allí entre imágenes.
Una noche se despertó y tendió la mano hacia la almohada donde debía
reposar
la cabeza de su amiga.
El sitio estaba vacío y helado.
Llamó y, al no recibir respuesta alguna, abandonó el dormitorio.
La casa le pareció extraordinariamente desconocida y tuvo la sensación
de hundirse
en un mundo de ensueño, irreal y esfumado…
Subió escaleras, bajó otras, atravesó habitaciones bañadas en claridades
pobres
y siniestras.
Sin embargo, volvió a encontrar la suya, con la cama vacía.
Se le crispó el corazón. Un sentimiento nuevo y desgarrador acababa de
nacer
en lo más profundo de su ser.
«Se ha marchado… Ha ido a su encuentro… Lo sé, porque tengo la
prueba de ello
en las cartas que encontré en el secrétaire de Boule».
Se lanzó a la calle como un nadador al mar, y recorrió a grandes
zancadas la plaza
de Saint-Jacques, pasó los dos puentes y se hundió en la espesa sombra
del Ham.
Un rayo de luna se agarraba a la gruesa bobina de hierro de la mercería
y Théodule
observó durante un rato la fachada. La claridad lunar cambiaba los
escasos fulgores
interiores que él creía ver por entre las aberturas de los estores.
—¡Ah! —gruñó de pronto—. Él está en mi dormitorio. Él ha encendido las
velas.
¡Él lee en su infame libro rojo y ella está al lado de él!
Su llave abrió la puerta de la tienda, cuyos cerrojos no habían sido
corridos.
En cuanto alcanzó los primeros peldaños de la escalera llegó a su nariz
el olor
del cigarro.
Anduvo sin dificultad en la oscuridad, ayudado por un poco de luna que
se filtraba
por una claraboya de los pisos superiores. En el primer piso, una raya de
luz
subrayaba la parte de una puerta.
Théodule se lanzó al interior de la habitación.
Seis velas ardían en los altos candelabros de cobre y un poco de brasa
enrojecía
aún el hogar de la chimenea.
—¡Ah! —exclamó una voz ronca—. ¡Es usted!
El viejo capitán Soudan, sentado en la butaca Voltaire, levantó hacia él
una cabeza
calva y dejó el libro sobre la mesa.
—¿Dónde está ella?— gruñó Théodule.
74
El anciano le miró fijamente, pero no respondió.
—Me lo va usted a decir… No me la quitará más… He hecho todo lo que
me ha
aconsejado su asqueroso libro y la quiero, ¿me oye usted?
Por la vidriosa mirada del capitán pasó un ligero fulgor.
—¿Se marchó? —preguntó con una voz espantosamente profunda—.
Sí…, sí…
Le bastó un rayo de luna para huir. Por tanto, se marchó…
Volvió a coger el libro rojo.
—¡Deje su infame libraco y respóndame! —gritó Théodule—. Quiero
saber en
dónde está.
—¿En dónde está?.. ¿De veras?.. Esa es la cuestión: ¿en dónde está?
Una enorme sombra parpadeó en la pared de enfrente y Notte vio que
las tres
velas de uno de los candelabros acababan de apagarse a la vez. Por las
aberturas de
los estores era visible el rayo de luna, el cual se deslizó hasta la butaca
del capitán.
Théodule avanzó hacia él, con las manos amenazadoras.
—Le odio —gruñó—. Me la quitó usted en mi juventud y quiere volver a
robármela
ahora.
Las manos estaban a la altura de los hombros del viejo, que permanecía
inmóvil,
hundido en los almohadones de su asiento.
Las llamas de otras tres velas se desvanecieron, como si las hubieran
soplado
bruscamente; pero los rayos de la luna dibujaban claramente la forma
agazapada del
capitán sobre la pantalla de tinieblas.
—Voy a matarle, Soudan— murmuró Théodule.
Agarró algo frío y fofo, oyó un estertor y una risita. Después notó sus
dedos cerrarse
sobre el vacío.
—¡Muerto! —gritó—. ¡Ya no me la quitará mas!
De repente, las contraventanas golpearon, se abrieron de par en par y
una amplia
claridad lunar invadió el salón.
Théodule dio un grito de espanto: una masa brumosa se movía en la
habitación
y rodaba hacia él con una ferocidad que él adivinaba más que veía.
Por la verde claridad vio pasar manos fantasmales y gigantescas,
mientras se
precisaba un rostro terrible.
—¡Mademoiselle Marie!— sollozó, recordando la pesadilla de una noche
lejana.
La cosa innominada fue hacia él, ahogándole, aplastándole, soplándole a
la cara
un espantoso aliento de sepultura.
Y la pesadilla se desarrolló de la misma forma que aquella otra noche: la
monstruosa
bruma retrocedió y huyó, dejando trazos fuliginosos a lo largo de los
rayos
lunares.
Durante un segundo, Théodule entrevió la inmensa y seria cara
suspendida en
el cielo, entre las estrellas. Luego se achicó y se acercó a la ventana a
una velocidad
increíble. Las velas se encendieron, las contraventanas golpearon al
cerrarse de nuevo,
y Théodule volvió a verse en el salón, con los ojos fijos en una butaca
vacía.
75
Pero, ante el fuego que agonizaba, se hallaba en pie, mirándole con una
sonrisa
un poco triste, monsieur Hippolyte Baes.
***
—¡Hippolyte!— exclamó.
No había visto a su antiguo amigo desde que siguiera el destino que le
había
marcado el libro rojo.
Monsieur Baes continuaba llevando su levita veronesa, y su bastón con
contera
de metal lo tenía colgado del brazo.
De golpe, lo alzó y, con la punta, señaló la butaca.
—¿Ya no lo ves?
—¿A quién?.. ¿Al capitán Soudan?
Hippolyte Baes se rió burlón por espacio de unos segundos.
—Un asqueroso demonio… Allá se hacía llamar Tegrath. Se vanagloriaba
de ser
el demonio de los libros y es el único que ha quedado sobre la tierra.
—Un demonio…, un dominio— balbuceó Théodule, sin comprender.
Su compañero le miró con ternura.
—Mi pobre amigo, el tiempo apremia y no podré hacer ya mucho por ti.
Tú has
suprimido radicalmente todo lo que le quedaba de vida terrestre al
apretar el cuello
de esa porquería que el infierno había dejado en la tierra. Pero, al
hacerlo, te has
colocado en otro plano del tiempo que no podrá ya acogerte…
Théodule se apretó las sienes con las manos.
—¿Qué me ha sucedido?.. ¿Qué he hecho, pues?
Hippolyte puso la mano sobre el hombro de su amigo.
—Voy a decirte algo que va a causarte mucho dolor, pobre amigo mío. El
capitán
Soudan… no, Tegrath, era… tu padre… Por tanto, tú…
Théodule dio un grito de horror y de desesperación.
—Mamá… Entonces, yo… el hijo de una…
Hippolyte le cerró la boca.
—Ven —dijo—. Ya es hora…
Théodule volvió al Ham, a los dos puentes, a la plaza de Saint-Jacques,
pero los
espacios que veía no eran ya tan solitarios, le parecía a él. Veía por
todas partes sombras
y oía confusos rumores.
Había luz en la Taverne de l'Alpha en el momento en que Hippolyte
empujó la
puerta.
—¡Atención! Hoy ella existe para todo el mundo…— dijo.
Prestó oído atento a los ruidos lejanos de las calles.
—Un hombre, nacido de Dios, fue el Redentor de los hombres —
murmuró—.
Ahora bien…, un espíritu de la noche, copiando ese gesto de amor y de
luz, hizo
nacer un hombre…
Miró a Théodule con un poco de afectuoso desprecio.
—Hizo de él el más triste y el más lamentable de los hombres.
76
—Yo —dijo Théodule—. Triste y lamentable…, ¡oh, sí!
Miró el decorado caliente y familiar de la solitaria taberna.
—Todo el mundo me ha traicionado —suspiró—, y… sin haberme
querido.
—¡Sí!
Era un grito sordo que había vibrado en el aire.
—Roméone… ¡Mademoiselle Marie!— exclamó Théodule, y un fulgor de
alegría
apareció en sus ojos.
Pero Hippolyte Baes negó con la cabeza.
—Alguien se preocupó de tu gran miseria, amigo mío. Pero no podía
hacer nada
contra el destino que debía ser el tuyo. Sin embargo, anduvo a tu lado,
defendiéndote
contra los atroces entes de la pesadilla. Trató de detener las horas y de
verte
hundido en el pasado, a ti, para quien el porvenir no reservaba más que
el último
de los espantos…
—¡Hippolyte! —exclamó Notte—. Como el día en que caí enfermo, no
comprendo
nada de esto…, ni a ti mismo.
Baes se volvió de repente hacia la puerta.
—Hay hombres que andan por la calle— murmuró.
Luego, continuando su discurso, dijo:
—Él te seguirá allí donde debes ir, aunque, tal vez, él se haya
traicionado a sí
mismo…
Théodule se dio cuenta que su amigo hablaba más para sí mismo que en
dirección
a él.
De golpe, la claridad se hizo en su alma.
—¡El Gran Nocturno!— exclamó.
Baes sonrió y le cogió la mano.
—¡Jé, jé!— se rió burlona una voz a su espalda.
Hippolyte se volvió hacia el pequeño buda.
—¡Cállate, monstruo!— ordenó.
—Me callo— dijo la voz.
La calle se llenaba de ruidos confusos.
Théodule Notte tenía los ojos fijos en las vidrieras de las paredes, tras
las cuales
el fulgor empezó a vacilar.
Se llevó la mano al corazón.
—Hippolyte, veo… Pauline Bulus está caída sobre un lado, con el cráneo
destrozado…
Las ratas de la alcantarilla roen el rostro del pobre Jérôme Meyer… La
mujer
Maire arde dentro de su casa en llamas… ¡Ah! Me hacía falta matar tres
veces,
según la ley del libro rojo.
De pronto, las ventanas y el cuadrado de cristal de la puerta volaron
hechos añicos,
y una lluvia de piedras se abatió en el interior de la taberna.
—¡La lluvia de piedras! —exclamó Théodule— El destino se ha cumplido.
Así,
pues, en aquella espantosa jornada del ocho de octubre, yo viví toda mi
vida.
77
Una muchedumbre abigarrada rugía ahora en la oscuridad de la calle.
Linternas
y antorchas iluminaban los rostros retorcidos por el odio.
—¡A muerte el asesino!
Tras uno de los cristales rotos, el rostro lívido del comisario Sanders se
hizo presente.
—¡Théodule Notte, dése preso!
Hippolyte Baes tendió la mano y un silencio extraño reinó. Théodule le
miró con
estupor.
El anciano acababa de agarrar el buda de piedra y lanzarlo contra las
vidrieras,
que se desvanecieron como el humo.
Théodule vio abrirse ante él una senda tenebrosa, como horadada en
una humareda
inmóvil y que terminaba en una perspectiva lejana, en medio de un
rugido alocado,
indescriptible.
—Fue preciso huir por allí— dijo dulcemente Hippolyte Baes.
—¿Quién…, quién eres tú?— preguntó Théodule.
La muchedumbre, lanzando gritos de rabia, invadió la Taverne de
l'Alpha, pero
Théodule no la veía ni la oía ya. Sus pies pisoteaban un terciopelo negro
muy suave.
—¿Quién eres tú— preguntó otra vez.
Hippolyte Baes ya no estaba a su lado, sino una forma inmensa, cuya
frente formidable
estaba aureoleada de nubes.
—¡El Gran Nocturno!— suspiró Théodule.
—Ven— dijo una voz amiga, que parecía descender de inmensas
altitudes, pero
que Théodule reconoció como la que se alzaba junto a él durante las
agradables cenas
y las tranquilas partidas de damas.
—Ven… Hasta en el más allá hay niños prodigios.
El corazón de Théodule Notte estaba en paz, y el ruido del mundo, que
abandonaba
para siempre, llegaba hasta él como el suspiro de un último soplo de
brisa en
los altos álamos enhiestos en la paz dichosa de una hermosa tarde.