(Blade Runner 01) Historia Del Futuro
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Les Martin
Blade Runner: Una Historia del Futuro es un libro de 1982 de Les Martin. Es una
novelización de Blade Runner, que a su vez estaba libremente basada en ¿Sueñan los
Androides con Ovejas Eléctricas? de Philip K. Dick.
Al mismo Dick se le habían ofrecido inicialmente $400.000 por escribir una
novelización de la película, pero él rehusó, pues los productores querían que atrajese a un
público más joven. ¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? pronto fue reimpresa
bajo el título Blade Runner, con el título original utilizado como subtítulo. Finalmente,
Les Martin fue contratado para escribir una adaptación en libro de la película.
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Blade Runner: Una historia del futuro
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Les Martin
CAPÍTULO 1
El enorme dirigible se movía sobre la ciudad. Por debajo, un millón de luces parpadeaban
en el brumoso aire nocturno mientras chimeneas industriales arrojaban llamas.
Tenuemente visibles a través de la neblina había dos enormes edificios, pirámides de
cima plana de ochocientos pisos de altura. Eran la sede de la Corporación Tyrell.
Silenciosas e impresionantes, empequeñeciendo los rascacielos estropeados que
quedaban del Siglo XX, se elevaban por encima de los barrios decadentes y las atestadas
calles iluminadas de neón, como templos colosales a un dios alienígena.
Estos grandes edificios eran los últimos suspiros de progreso en EE.UU. en el año
2019. Habían sido terminados justo antes de que los líderes de EE.UU. y el resto del
mundo por fin admitiesen que se acababa el tiempo para la civilización como la habían
hecho en la Tierra. Quedaba muy poco aire bueno y muy pocos recursos naturales. Sólo
había una manera de apartar el colapso total. Los estridentes altavoces superpotentes
bramaron su mensaje a la horda de humanidad que llenaba la ciudad:
—¡Atención! A todo el que quiera una vida mejor para sí mismo y sus hijos.
¡Atención! A todo el que pueda cumplir nuestros simples criterios de salud, edad y
capacidad, ¡le ofrecemos la oportunidad definitiva! Paga máxima, promoción automática,
un clima de estilo californiano completamente controlado, fabulosas áreas de recreo
llenas de diversión, y ahora, como una bonificación muy especial, le ofrecemos,
absolutamente libre de cargo, la generación más nueva y mejor hasta ahora de nuestra
maravillosa fuerza laboral hecha por el hombre. ¡Sí, puede usted ser el orgulloso y feliz
propietario de su propio replicante Nexus de Corporación Tyrell en la talla, color y sexo
de su elección, para servir todos sus deseos y necesidades en nuestras nuevas grandes
colonias espaciales Domínguez y Shimata!
Rick Deckard oyó el mensaje del dirigible mientras se sentaba comiendo pescado
crudo con arroz en un bar de comida al aire libre. La voz grabada cortaba a través del
estruendo de bocinazos y motores acelerando en la calle y el parloteo de chino, japonés,
español e inglés ocasional a su alrededor.
Cuando Deckard oyó «replicante Nexus» se paró con los palillos a medio camino
hacia su boca, perdiendo el apetito de repente. ¿Cómo eran, se preguntaba Deckard, los
replicantes más nuevos, o reps, o robots, o androides, o pellejudos, o como se quisiera
llamarlos cuando salían de las líneas de ensamblaje, cada nuevo modelo más parecido a
la vida que el anterior? ¿Cuán difícil era ahora controlarlos, cuán difícil era atraparlos
cuando se liberaban? ¿Cuán difícil era distinguirlos cuando fingían ser humanos? ¿Cuán
difícil era matarlos?
Deckard intentó dejar de preguntarse. Miró su pescado crudo. No quería imaginarse
cómo sería acabar con el último modelo de Nexus. El último rep escapado que había
cazado era un Nexus 3; hasta ese modelo temprano lo puso malo del estómago cuando
murió. Era demasiado cercano a ver morir a una persona real, y desde entonces la
Corporación Tyrell había mantenido a sus mejores cerebros trabajando horas extra para
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En español en el original (N. del T.)
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CAPÍTULO 2
Bryant no se molestó en levantarse cuando el japonés llevó a Deckard a su oficina. Ni
siquiera se molestó en parecer complacido. Sólo dijo:
—Bien, Gaff, puedes dejarlo aquí conmigo. Lárgate.
El hombre llamado Gaff le dio a Deckard una última mirada afilada como un cuchillo
y se fue.
—Buen chico tienes ahí —dijo Deckard.
—¿Gaff? —dijo Bryant—. No demasiado afable, pero hace su trabajo. No habrías
venido si sólo te hubiese enviado por correo una invitación. Siéntate, Deckard. Descansa
los pies.
Deckard se quedó de pie.
—No juguemos, Deckard —dijo Bryant—. No tengo la energía, y tú no tienes el
tiempo. Tengo a cuatro pellejudos pateando las calles que son tu caza. Mataron a 23
personas cuando se soltaron en Domínguez. Secuestraron una lanzadera espacial.
Encontramos la lanzadera en el desierto a cien millas de aquí… vacía.
—Qué embarazoso —dijo Deckard—. ¿Qué pensará la gente? Compadezco a los
bufones que idearon la nueva campaña publicitaria de fuera del planeta. Un rep que
puede volverse y matar a su amo será difícil de vender como un esclavo ideal.
—No va a ser embarazoso en absoluto —dijo Bryant—, porque nadie va a averiguar
sobre esos pellejudos, porque vas a encontrarlos primero y vas a ventilártelos.
—Prueba usando a Holden —dijo Deckard—. Es bueno.
—No está en tu liga —dijo Bryant—. No tiene tu clase de magia. De todos modos, sí
que probamos con él. Identificó a uno de ellos trabajando justo en el laboratorio de
Tyrell. El problema fue que el pellejudo también descubrió a Holden. Holden todavía
puede respirar, siempre que los médicos no lo desenchufen.
—Usa a Gaff, entonces —dijo Deckard—. Parece ansioso.
—Obtendrás paga doble —dijo Bryant—, y gastos.
—De ninguna manera —dijo Deckard—. He terminado. Te lo dije después de la
última vez.
Bryant sacudió la cabeza lentamente, como si hasta le doliese hacerlo. Bryant era un
hombre grande y calvo de mediana edad. Parecía una bola que se hubiese puesto
demasiado gorda. Tenía un mal estómago, un hígado podrido, un corazón holgazán. El
esfuerzo adicional le hacía sudar. No iba a malgastar palabras discutiendo.
—Sabes cómo son las cosas, Deckard. Cuando estás con nosotros, estás enchufado al
poder; cuando no estás con nosotros… —Bryant hizo un rápido y brutal movimiento de
tirón, como si estuviese arrancando un enchufe eléctrico de su encaje. No tenía que
decirse o hacerse nada más.
Deckard sabía cómo eran las cosas. Sólo había logrado olvidarlo por un momento.
Estar en el exterior hacía fácil imaginar que tenías elección, que podías decir no; pero
cuando te enfrentabas a Bryant, te enfrentabas a la verdad.
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Deckard se sentó.
—Bien —dijo—, infórmame de los detalles.
—Una cosa de la que estamos bastante seguros es que están en la ciudad —dijo
Bryant—. Por alguna razón están intentando entrar en el complejo de Tyrell.
Originalmente eran cinco sueltos; uno de ellos fue frito por el campo eléctrico que
protegía la Tyrell, y como decía, Holden encontró a otro que había entrado en el
laboratorio de Tyrell. Pero el pellejudo acabó con Holden y se fue.
—Con todos los sitios de la Tierra para esconderse —dijo Deckard—, ¿por qué se
dirigirían hacia Tyrell? Es el último lugar en el mundo donde estarían a salvo.
—¿Quién sabe por qué? —dijo Bryant—. ¿Quién puede descifrar lo que sucede en
esas cabezas suyas? Pero si alguien puede, eres tú, Deckard. Por eso vas a obtener el
mejor precio. Sabes cómo piensan.
—No piensan —dijo Deckard—. Sólo calculan. A veces sus cálculos se joden, eso es
todo.
—Si tú lo dices —dijo Bryant mientras pulsaba un botón. La habitación se oscureció
y toda una pared de pantallas de televisión se encendió. Aparecieron fotos de los
replicantes desaparecidos. Primero venía un hombre de pelo oscuro grueso como un
buey, sus ojos pequeños en su gran cara.
—Te presento a Leon —dijo Bryant—. Un verdadero encanto. Podría romperte el
brazo con una mano.
A continuación una morena de seis pies de altura2 con cara de muñeca.
—Zhora. Dejó tieso a su dueño con sólo una bofetada.
Después una mujer con el cuerpo de una diosa, sus rasgos perfectos enmarcados por
una masa de pelo puntiagudo de color pajizo.
—Pris. Mutiló a cinco hombres que iban tras ella.
Bryant dejó que las pantallas se pusiesen un momento en blanco.
—Ahora, aquí están las noticias realmente malas: Roy Batty.
Las pantallas se llenaron con un gigante de hombre bien plantado de pelo pálido
llevando sólo un taparrabos. Estaba haciendo flexiones con un brazo, primero un brazo,
luego el otro, cientos y cientos, sin siquiera respirar fuerte. Después estaba golpeando un
poste de acero, sus manos ensangrentándose, sin un indicio de dolor en sus ojos gris
aguanieve.
—Roy Batty es el modelo de combate Nexus 6 superior de la línea de Tyrell, un
supersoldado. Ha luchado a 1200º Fahrenheit en las Lunas Argentinas y a 800 menos en
el espacio profundo3. Ha sobrevivido a cada guerra espacial de los últimos dos años sin
un arañazo. Los de Tyrell se pasaron con él. Gracias a Dios al menos pusieron un
dispositivo de control especial dentro de los Nexus 6.
—Así que hasta Tyrell se puso nervioso —dijo Deckard. Todavía miraba a Roy
Batty, medio hipnotizado por su pura perfección—. Puedo ver por qué.
2
Unos 1,83 metros (N. del T.)
3
649 y 204ºC respectivamente. Si fuesen -800ºF, serían -462ºC ó -189ºK (N. del T.)
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CAPÍTULO 3
Un pequeño y hermoso búho blanco revoloteaba por la oficina del Dr. Eldon Tyrell,
fundador y cerebro guía de la enorme Corporación Tyrell.
—¿Le gusta nuestra mascota? —preguntó Rachael, la secretaria del Dr. Tyrell.
—¿Es artificial? —preguntó Deckard.
—Por supuesto que no —dijo Rachael.
—¿Caro?
—Mucho —dijo Rachael—. Quedan menos de una docena en la Tierra.
Rachael era como ese búho, pensó Deckard. Hermosa y finamente emplumada con
ropa lujosa y un peinado elegante. Era la clase de secretaria que un dignatario como
Tyrell tendría, para mostrar lo gran dignatario que era. Ahora mismo Rachael estaba
hablando de banalidades mientras esperaban que llegase su jefe.
—¿Qué opina de nuestros nuevos Nexus 6, Sr. Deckard? Espero que su trabajo no lo
predisponga contra ellos.
Deckard dio su respuesta automática:
—Los replicantes son como cualquier otra máquina. Pueden ser un beneficio o un
peligro. Cuando son un beneficio, no son asunto mío.
—¿Puedo hacerle una pregunta personal, Sr. Deckard?
—Dispare.
—¿Alguna vez ha retirado a un humano por error?
—¡No! —dijo Deckard, y se paró. Estaba tan sorprendido como Rachael por lo fuerte
que había salido la palabra. El silencio que siguió pareció aún más fuerte. Cuando el Dr.
Tyrell entró en la habitación Deckard sintió una oleada de alivio. Deckard no tenía que
preocuparse de ponerse personal con el Dr. Tyrell. Tyrell era todo negocios, desde las
punteras de sus relucientes zapatos negros hasta la parte superior de su pelo oscuro muy
corto. Tenía una barbilla como de granito, una trampa de acero por boca y ojos brillantes
tras gafas brillantes. Hasta los Nexus 3 parecían más humanos que su creador.
—¿Ha traído el Voight-Kampff? —preguntó el doctor enérgicamente.
—Justo en esta maleta —dijo Deckard—. ¿Dónde está su Nexus 6?
—¿El Voight-Kampff? —preguntó Rachael.
—Es una prueba para medir reacciones emocionales —explicó Tyrell—. Solía ser el
único modo seguro de distinguir a replicantes de humanos. Pero debo decir que ya no
estoy convencido de su fiabilidad. De hecho, Sr. Deckard, me gustaría ver un
experimento; una prueba de su prueba. Quiero ver el resultado que hace un humano antes
de que pruebe a nuestro Nexus más nuevo. Deje que Rachael lo pruebe.
—Una pérdida de tiempo —dijo Deckard.
—Deje que yo lo juzgue —dijo Tyrell.
—Si no le importa… —le dijo Deckard a Rachael.
—¿Por qué debería importarme? —dijo ella—. Será divertido.
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Una hora más tarde, cuando la prueba se acercaba a su final, la diversión para
Rachael había desaparecido. Estaba sentada con las cejas fruncidas, concentración
intensa, esperando la siguiente pregunta. Los ojos de Deckard se movieron de la pantalla
del Voight-Kampff, donde la imagen mostraba las pupilas de los ojos de Rachael, a las
agujas cambiando del verde al rojo en los indicadores Voight-Kampff.
—Última pregunta —dijo Deckard—. Está viendo una película antigua. Muestra a
gente disfrutando de una comida de ostras crudas.
—¡Agh! —dijo Rachael, y las agujas oscilaron violentamente.
—El siguiente plato es perro cocido relleno de arroz —dijo Deckard.
Rachael estaba en silencio. Las agujas apenas se movían.
—Las ostras crudas son menos aceptables para usted que un plato de perro cocido —
dijo Deckard apagando la máquina.
—Déjeme explicarme —empezó Rachael.
—Eso será todo, Rachael —dijo el Dr. Tyrell—. El Sr. Deckard y yo tenemos asuntos
que discutir. Asuntos sumamente reservados —indicó la puerta con los ojos.
Rachael se levantó. Manteniéndose rígida, sin mirar atrás, abandonó la habitación.
—Dios mío —dijo Deckard—. ¡Ella no lo sabe!
—Me temo que está empezando a sospechar —dijo el Dr. Tyrell—. Una pena, en
verdad. Es un proyecto favorito mío. Parece que nuestros Nexus 6 tienen una necesidad
de recuerdos. Hay lugares vacíos dentro de ellos que exigen ser llenados. En Rachael
implanté réplicas de las células de memoria de mi sobrina de 16 años. Rachael recuerda
exactamente lo que mi sobrina recuerda. Puede usted ver el éxito que ha sido. Al Voight-
Kampff le ha costado al menos diez veces más de lo normal penetrar en su núcleo no
humano.
—En realidad, ni siquiera había necesitado nunca el Voight-Kampff —dijo Deckard,
hablándose más a sí mismo que a Tyrell—. Simplemente siempre lo he sabido en el
momento en que me encontraba con uno. Hasta ahora. —Deckard sacudió la cabeza para
despejarla. Se sentía como si alguien lo hubiese abofeteado fuerte en la cara. Miró al
búho blanco posado en un escritorio. Ese búho era más real que Rachael. Excepto que
Rachael era real para Deckard, muy real.
—Estoy seguro de que encontrará que nuestros Nexus 6 son un desafío francamente
estimulante —dijo el Dr. Tyrell—. Lo envidio a usted. El ajedrez es el único juego que
me ofrece un desafío, y es muy difícil encontrar oponentes lo bastante buenos para
hacerlo interesante.
Deckard estaba de pie junto a Tyrell en la ventana de su alta oficina. Miró abajo a los
acres de fábricas humeantes rodeando el edificio de Tyrell, y más allá, a la ciudad
extendiéndose hasta el horizonte. En algún lugar en aquel inmenso tablero de ajedrez,
cuatro figuras se estaban moviendo. Cuatro figuras que encontrar y tomar.
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CAPÍTULO 4
El hombre grande con ojos diminutos y bigote pequeño estaba en la oscuridad debajo de
una farola quemada. Su nombre era Leon, y ardía de cólera mientras observaba a dos
hombres saqueando su habitación de hotel al otro lado de la calle. Uno de ellos tenía pelo
corto y llevaba una gabardina marrón. El otro era un japonés ricamente vestido.
La ira de Leon se encendió aún más cuando vio al hombre de la gabardina de pie
junto a la ventana hojeando una colección de fotos que había encontrado. Batty tenía
razón, pensó Leon. La policía había averiguado la dirección del hotel a través de los
archivos laborales de Leon en el laboratorio de Tyrell. Leon había sido tonto por
arriesgarse a volver aquí sólo por algunas instantáneas de Zhora y los demás. Pero esas
fotografías eran todo lo que le quedaba de todos ellos juntos antes de que se hubiesen
separado por seguridad. Ahora ni siquiera las tenía. Ellos las tenían. Al igual que ellos
tenían todo lo demás. Al igual que ellos solían tenerlo a él y a Zhora, y hasta a Batty,
aunque era difícil imaginar a nadie poseyendo a Batty.
Pensando en Batty, Leon miró su reloj y se alejó rápido como un gato. Batty estaba
esperando donde dijo que estaría. Leon sabía que Batty estaría ahí. Batty siempre hacía lo
que decía.
—No pierdas tiempo diciéndome que llegaste demasiado tarde —dijo Batty—. No
tenemos tiempo que perder —ya estaba moviéndose hacia la puerta de una tienda en cuyo
letrero se leía «Hannibal Chew».
—Debemos advertir a Zhora de que encuentre un nuevo lugar seguro antes de que la
policía la localice —dijo Leon.
—No son tan rápidos —dijo Batty—. Si lo fuesen, ya estaríamos todos muertos.
Avisaremos a Zhora, pero primero debemos hacerle una visita al Sr. Chew.
Dentro del edificio, el Sr. Chew llevaba su equipo de trabajo habitual: un pesado
abrigo de piel y guantes aislantes. Aun así, su arrugada cara china estaba apretada de frío,
su barba estaba escarchada y su aliento humeaba en el aire helado del laboratorio. Se
quedó inmóvil de la sorpresa cuando la puerta fue repentinamente abierta de un empujón.
Estuvo aún más sorprendido cuando vio que a los hombres que entraron no les importaba
el frío, aunque la escarcha cubría sus ropas.
—Tenemos preguntas —dijo Roy Batty con una sonrisa más fría que el aire. Todavía
sonriendo, sumergió su mano desnuda en un tanque de ultra-congelación. Sacó un ojo
azul perfecto.
—¡Tú replicante! —vociferó Chew—. ¡Tú ilegal!
Batty soltó el ojo y con un movimiento fácil arrancó el abrigo de piel de Chew al
mismo tiempo que el enorme puño de Leon rompía un acuario de cristal rebosante de
miles de ojos flotantes que no pestañeaban. Los ojos inundaron el suelo. Chapotearon
bajo los pies de Batty cuando seleccionó un abrigo de piel de un perchero de repuestos.
Bamboleó el abrigo delante de Chew, que tiritaba violentamente.
—Está bien, doy respuestas —dijo Chew—. Sólo dame abrigo.
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Al día siguiente, al anochecer, los ojos de J.F. Sebastian se dilataron cuando tropezó con
un cuerpo medio oculto en la basura delante de su apartamento. Se dilataron más cuando
una hermosa joven se levantó para encararlo, su cara asustada enmarcada por una masa
de pelo puntiagudo de color pajizo.
Sebastian estaba acostumbrado a que la gente se sorprendiese por su cara marchita.
Los médicos llamaban a lo que le pasaba el síndrome de Matusalén. Significaba que sus
glándulas lo estaban envejeciendo antes de tiempo; a los 20 tenía la cara y el cuerpo de
un septuagenario en rápido deterioro, las emociones de uno de nueve años ligeramente
atrasado y la inteligencia asombrosa de un genio cuando se trataba de sus poquísimos
intereses en la vida. Las jóvenes hermosas nunca habían sido uno de ellos. Hasta ahora.
—Hola. Soy Pris —dijo la joven—. Estoy perdida y no tengo ningún lugar para vivir.
Me echo aquí para descansar un rato. ¿Puede ayudarme?
—Ha venido al lugar adecuado —dijo ansioso Sebastian—. Los apartamentos aquí
están vacíos. Todo el mundo de este sector se fue del planeta. Excepto yo. No me
dejarían ir. Decían que no iba a vivir lo suficiente para justificar el coste del viaje, por
esta extraña enfermedad que tengo. Pero no se preocupe, no es contagiosa. Venga
conmigo. Puedo darle comida. Póngase cómoda.
—Es muy amable —dijo Pris con una sonrisa deslumbrante—. ¿Vive solo?
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De la canción infantil «To Market, to Market» (N. del T.)
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CAPÍTULO 5
Deckard estaba haciendo lo que hacía mejor: juntar piezas de un rompecabezas,
trabajando tan rápida y eficientemente como una máquina. En su apartamento, examinaba
las instantáneas que había encontrado en la habitación del hotel. No le decían nada,
excepto que los reps guardaban fotos como recuerdos. Debían de tenerse cariño unos a
otros, pensó. Quizá más que cariño. Quizá hasta se amaban unos a otros. Debería haberle
preguntado al Dr. Tyrell por las posibilidades de que eso sucediese, aunque tenía la
sospecha de que Tyrell no tendría una respuesta en las puntas de sus dedos. Nada podría
haber estado más alejado de los cálculos de Tyrell.
A continuación Deckard utilizó su escáner esper para examinar las fotos que se había
llevado de la habitación del hotel. La máquina iluminó cada detalle. En una foto de un
oscuro ropero, entre trajes raídos, colgaba un vestido reluciente de cabaretera. Deckard
movió los selectores del esper para obtener una imagen de quien había vestido las ropas.
Todo lo que consiguió fueron borrones locamente coloreados. Marcó para más
información. La voz llena de estática del esper declaró que los trajes pertenecían a un
hombre grande y el vestido pertenecía a una mujer que lo había olvidado con la prisa por
marcharse. Grandes noticias, pensó Deckard, maldiciendo silenciosamente al vendedor
que le había vendido esa cara maravilla de tecnología detectivesca moderna.
Cuando Deckard le pidió que identificase una partícula misteriosa que había recogido
del suelo de la habitación del hotel, el esper amenazó con fundir un microchip. Deckard
tuvo que suponer él solo que la partícula era una escama de pez. Pero descubrió que se
equivocaba cuando fue a rastrear su fuente al mercado de pescado abierto toda la noche.
Una camboyana que hacía réplicas de peces le contó que era una escama de serpiente.
Para entonces, Deckard estaba todo cargado, como siempre se ponía en un trabajo,
como si la electricidad estuviese corriendo a través de él, empujándolo más y más
deprisa. Sólo una cosa lo ralentizaba: Rachael.
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—¿Equivocado? —dijo Rachael, y por fin Deckard vio una chispa de interés en sus
ojos.
—No era asunto mío romperla de esa manera —dijo Deckard—. Quiero arreglar las
cosas. Tomemos una copa y hablemos de ello. Encuéntrese conmigo en el Foso de
Serpiente. Es un bar de espectáculos en el cuarto sector. Un sitio realmente divertido. La
veo en media hora.
Deckard colgó. No tenía ni idea de qué le diría a ella cuando llegase. Quizá unas
copas fuesen la mejor forma de hacerle olvidar. Tendría que seguir tocando de oído. Pero
ahora mismo todo lo que podía hacer era esperar y mirar.
Una hora más tarde seguía esperando, y empezaba a preguntarse si el destello en los
ojos de Rachael no había sido esperanza sino rabia. Se sentaba solo mirando las
serpientes que decoraban las paredes del bar, arrastrándose por el suelo y enroscadas
alrededor de mujeres que vestían poco más. Las serpientes eran réplicas, por supuesto; de
otro modo habrían costado una fortuna. Pero las cabareteras eran claramente reales, su
carne cálida contra las frías escamas de las serpientes.
Excepto una, pensó Deckard. Una que parecía aún más tentadora que las demás.
Estaba anunciada como Salomé, y cuando terminó su actuación y se fue entre bastidores,
Deckard ya no pudo esperar más a Rachael. Tenía un trabajo que hacer. Un trabajo
pellejudo: Zhora.
Bajo la elaborada peluca y el grueso maquillaje, Salomé era Zhora. Deckard estaba
seguro de ello. El problema era que no estaba lo bastante seguro como para sacar su
desintegrador y presionar el gatillo. Nunca antes había tenido ese problema. Nunca había
tenido que dudar. Eso era antes de los Nexus 6. Eso era antes de Rachael. Deckard tenía
que estar absolutamente seguro. Nunca había cometido un error y no pretendía empezar
ahora. Llamó a la puerta de su camerino. Cuando ella la abrió una rendija él dijo:
—Soy del Escuadrón Moral. ¿Le importa si entro?
Había atravesado la puerta antes de que ella pudiese detenerlo. Ésa fue la última vez
que fue demasiado rápido para ella. Ella supo instantáneamente que no la estaba mirando
como otros hombres. Antes de que pudiese detenerla, ella recogió una pitón de su
actuación y la balanceó hacia él como un bate. Él saltó fuera de la trayectoria, sacando el
desintegrador cuando alcanzó el suelo; pero su disparo se perdió cuando el pie de ella
pateando lo dobló de dolor. Después Zhora había salido por la puerta, corriendo como el
viento.
Fue tras ella. Fuera en la calle luchó a través de las mareas cambiantes de gente.
Había una brecha en la multitud, y la vio apresurándose más adelante. Soltó un disparo,
su ruido se ahogó en el estruendo del tráfico. El proyectil del desintegrador atravesó el
hombro de ella, pero increíblemente siguió moviéndose más deprisa justo delante de un
autobús que llegaba. Zhora estaba muriendo cuando Deckard la alcanzó. Su cara
ensangrentada era una máscara de odio. Deckard se apartó y vio a Rachael mirándolo con
horror.
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CAPÍTULO 6
—Miré por mi ventana y vi el rotador llegando —dijo Rachael—. Supe que venía a por
mí. Sabía lo suficiente para correr. Supongo que te debo eso al menos.
—Yo también te debo —dijo Deckard—. Mi vida.
—No sé por qué fui corriendo a ti —dijo Rachael—. Tú de entre toda la gente. Tú,
un… —se detuvo.
—Un blade runner —dijo Deckard.
—Quizá fue porque acababa de terminar de hablar contigo —dijo Rachael—, y fuiste
la única persona que me vino a la mente.
—Quizá —dijo Deckard.
—Quizá fue algo más que eso —dijo Rachael—. Algo que sentí sobre ti. No sé el
qué. Todo lo que sí sé es que nunca antes me he sentido así por nadie. ¿Tiene sentido,
Deckard?
—Cualquiera que fuese tu motivo —dijo Deckard—, hiciste bien en venir a mí —la
besó suavemente, para no asustarla.
—De modo que así es besarse —dijo ella—. No me dieron ese recuerdo. La sobrina
del Dr. Tyrell debe de haber vivido una vida muy protegida. Tengo mucho que aprender,
Deckard —miró por su apartamento—. Quiero saber de ti. Todo. Dime, ¿de quién son
esas fotos?
—Mi mujer. Mi hijo.
—¿Dónde están ahora?
—Fuera del planeta. Querían irse. Yo no.
—¿Por qué?
—No lo sé. Quizá porque si lo hacía no me quedarían más opciones. Me gusta tener
opciones.
—Y a mí. ¿Qué eliges hacer conmigo?
El teléfono sonó.
—Sal del alcance del vídeo —le dijo Deckard. Recogió el teléfono y apareció la cara
de Bryant.
—Espero no perturbar tu primer sueño —dijo Bryant—. Hemos encontrado un
fiambre en el octavo sector. Un fiambre congelado. Un hombre de China llamado Chew,
uno de los hombres principales de Tyrell. Supongo que Batty. Ponte en marcha —la cara
de Bryant desapareció cuando el teléfono se apagó.
—Tengo que moverme deprisa —le dijo Deckard a Rachael—. Aquí estarás a salvo.
Volveré en cuanto termine.
—¿Tienes que hacerlo? —dijo Rachael.
—Tengo que hacerlo —dijo Deckard tecleando un nombre en su esper y después en
su videoteléfono. Apareció una cara soñolienta.
—¿Sí? —dijo el hombre con un fuerte acento alemán.
—¿Dr. Herman Schlect, a cargo de la seguridad de Tyrell?
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—Sí.
—Aquí Deckard, autorización máxima de investigación, código 474TYF.
Schlect lo tecleó en su ordenador.
—Sí, ¿qué puedo hacer por usted, Sr. Deckard?
—¿Cuántas personas tienen acceso directo al Dr. Tyrell?
—Tres.
—¿Quiénes?
—Yo mismo, el Dr. Hannibal Chew, J.F. Sebastian.
—Deletree ese último nombre, por favor —dijo Deckard.
****
J.F. Sebastian miraba con admiración asombrada a Roy Batty.
—Vaya —dijo—, eres aún mejor de lo que imaginaba. Y pensar que alguien como yo
podría haber ayudado a hacer a alguien como tú… es difícil de creer.
—No te menosprecies tanto —dijo Pris, y le besó la mejilla—. Eres dulce, y amable,
y bueno.
—Y brillante —dijo Batty—. Me has ganado cuatro partidas de ajedrez seguidas.
—Es natural —dijo Sebastian—. Puedo ganar incluso al Dr. Tyrell, y él diseñó tu
cerebro. Yo sólo hice tu cuerpo.
—Y un trabajo magnífico hiciste —dijo Batty.
—Quería hacerte como todo lo que yo habría querido ser —dijo Sebastian—. Quería
hacerte tan diferente como pudiese de como soy.
—Pero no lo hiciste, en realidad. No cuando piensas en ello —dijo Batty—. En el
fondo tú y yo somos iguales. Ambos tenemos programado morir pronto.
—Discutí con el Dr. Tyrell sobre eso —dijo Sebastian—. Yo quería que vivieseis
para siempre. Entonces parte de mí viviría para siempre. Me habría gustado eso.
—Quizá no sea demasiado tarde —dijo Batty—. Quizá podríamos persuadir al buen
doctor para que cambie de opinión, si me viese cara a cara y viese el buen trabajo que
hiciste.
—¿Realmente piensas eso? —dijo Sebastian.
—Si tan sólo hubiese alguna manera de alcanzarlo… —dijo Batty.
—¡Pero la hay! —la cara marchita de Sebastian pareció casi joven de alegría. Fue
hasta un tablero de ajedrez donde las piezas estaban organizadas para una partida ya en
progreso. Triunfalmente, levantó la reina negra—. ¡Tengo la clave!
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El altavoz en el dormitorio del Dr. Tyrell en el piso 800 del edificio Tyrell declaró:
—Sebastian solicita entrada al ascensor y después a sus alojamientos privados.
Identificación verificada.
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Metanosulfonato de etilo, agente mutagénico (N. del T.)
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Les Martin
cuarenta pisos por encima del pavimento. Entonces sintió la brisa cuando Batty saltó por
encima de él para quedarse sobre el tejado y mirarlo.
—Ahora sabes qué se siente al aferrarse a la vida —dijo Batty—. Sabes cómo es
sentir tu agarre debilitándose y saber que no hay nada que puedas hacer al respecto.
Para entonces, los dedos rotos de la mano de Deckard habían perdido su sujeción. Los
dedos de su otra mano estaban dando calambres, deslizándose. Pero todo lo que Deckard
podía ver era la fría sonrisa de Batty. Todo lo que Deckard podía sentir era rabia.
—Quieres que suplique —le gruñó Deckard a Batty—. Quieres que te ruegue que me
salves. Bien, diviértete con otro.
Sus dedos perdieron su asidero. Su cuerpo cayó. Su brazo casi se desgarró de su sitio
cuando la mano de Batty agarró la suya. Deckard se balanceaba sobre el espacio vacío.
—No más juegos —logró decir—. Sólo déjame caer y acaba de una vez.
Entonces fue arrastrado hacia arriba y se encontró de pie sobre el tejado con Batty.
Por un momento que pareció extenderse a la eternidad, se quedaron cara a cara. Luego
Batty se hundió para yacer sobre la espalda. Arrastrar a Deckard arriba había agotado su
fuerza, que se desvanecía rápidamente.
—Tienes coraje —le dijo Batty—. Eres el único humano que he conocido con tanto
coraje como yo. Quizá incluso tengas más. Hasta a mí me tentó suplicar no morir. —
Batty hizo una pausa mientras su mente convertía sensaciones en palabras—. No podría
destruir el coraje así. Sería como destruir lo mejor de mí.
Deckard se sentó junto a Batty mientras Batty miraba arriba hacia el cielo lleno de
estrellas.
—¿Sabes? —dijo Batty—, nunca antes había perdonado una vida. Me alegra haber
podido hacerlo ahora. Me alegra haber sido libre de no matar, al menos una vez, antes de
morir.
LSW 28
Blade Runner: Una historia del futuro
CAPÍTULO 7
—Lo observé morir toda la noche —le contaba Deckard a Rachael mientras estaban
sentados lado a lado en un rotador de policía la mañana siguiente—. Fue algo largo y
lento, y él luchó todo el rato: nunca se quejó y nunca abandonó. Tomó todo el tiempo que
tenía como si amase cada segundo de vida, incluso el dolor. Me contó lo que había visto
en los puestos avanzados más distantes del espacio. Me contó lo que había sentido en lo
profundo de su corazón. Me contó todo lo que pudo antes de que desapareciese con él
para siempre.
—Ahora tú debes contarme algo a mí —dijo Rachael—. Viste el archivo de Tyrell
sobre mí, ¿no?
—Tenía autorización máxima de investigación —dijo Deckard.
—¿Entonces viste… cuánto tiempo tengo que vivir?
—Podría haberlo hecho, pero no lo hice —dijo Deckard—. No quería averiguar eso
de ti más de lo que querría averiguarlo sobre mí.
—¿Crees que hay una posibilidad?
—Siempre hay una posibilidad —dijo Deckard—. Eres uno de los experimentos de
Tyrell. Quizá quería ver lo que sucedía si seguías viviendo. Supongo que simplemente
tendremos que esperar y ver.
El comunicador del rotador zumbó. Deckard presionó el botón del receptor mientras
Rachael se movía fuera de vista. La cara de Bryant llenó la pantalla y su voz resonó.
—¡Gran trabajo, Deckard! Sabía que podías hacerlo. Todavía no han hecho a otro
blade runner que pueda acercarse a ti. Pásate y cobra tu bonificación.
—Ya lo he hecho —dijo Deckard—. Uno de tus rotadores. Me tomo unas pequeñas
vacaciones para el resto de mi vida.
—Nunca te cansas de engañarte a ti mismo, ¿verdad? —dijo Bryant sonriendo—.
Sólo tendré que colgar un pellejudo delante de ti y vendrás corriendo. Pero vale, te has
ganado un descanso. Lárgate una semana. Gaff podrá encargarse de esa última, Rachael,
o cual sea su nombre. Fácil como disparar a peces en un barril.
—Puede que lo encuentre un poco más difícil que eso —dijo Deckard, y sostuvo su
desintegrador delante de los ojos repentinamente entrecerrados de Bryant. Entonces
Deckard apagó el comunicador y presionó el botón de arranque.
El rotador se alzó por encima de las calles de la ciudad. Aceleró hacia el norte a
través del aire brumoso. Pronto alcanzó el aire más claro donde la ciudad terminaba. Allí
empezaban los campos ondulados, abandonados desde que la ciudad había absorbido a la
gente dentro de sí, y después la había canalizado fuera del planeta. Más allá se alineaban
los bosques y montañas de los que la vida había huido y donde la vida podría nacer de
nuevo.
Deckard tenía una mano sobre los controles, la mano con dos dedos en férulas. Su
otro brazo estaba alrededor de Rachael.
LSW 29
Les Martin
—Lo han dejado todo atrás para nosotros —dijo él—. Somos herederos de toda la
Tierra.
—¿Pero por cuánto tiempo? —preguntó Rachael.
—¿Cómo es esa promesa anticuada? —dijo Deckard—. «Mientras ambos vivamos».
LSW 30