No Todo Es Oro - Fran Barrero

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La brigada de subsuelo de la Guardia Civil encuentra un cadáver en los

túneles bajo la zona del Banco de España; el cuerpo ha sido mutilado para
impedir su identificación.
La inspectora Esther Gallardo, ahora al frente de Homicidios, investigará
junto a su equipo habitual las posibilidades de que se pueda producir un robo
en la reserva de oro nacional.
¿Logrará la inspectora jefe detener a los atracadores? ¿Se puede realmente
robar uno de los diez lugares más seguros del mundo? ¿Está preparada la
ciudad de Madrid para controlar el caos que supondría un robo de esa
magnitud?

Página 2
Fran Barrero

No todo es oro
Lullaby - 8

ePub r1.0
Titivillus 12.04.2024

Página 3
Título original: No todo es oro
Fran Barrero, 2024
Diseño de cubierta: Fran Barrero

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta

No todo es oro

Dedicatoria

Antes

Prólogo

El inframundo

El plan

Atrapado

Visita al banco

Gobernador

Confidente

El día a día

Máximo Huertas

Mucho ruido

Una decisión

Coordinación

ADN

Atando cabos

Avances

Nuevo fichaje

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David Bravo

Otras alternativas

Inventar la bombilla

Una partida inconclusa

Un mapa y opciones

Un cebo

Muerto

Ansiedad

Robo

Catástrofe

El oro

Se lo debía a todos

Siniestro

Espera interminable

Despedida

Sobre el autor

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Para Vanessa Gallardo

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Notaba el malestar de su acompañante a pesar de tenerlo a su espalda y no
poder verle la cara.
—¿Acaso no te gusta el lugar? Huele a ratas muertas, como seguro
esperabas, y es cercano a donde trabajabas y donde tenemos que entrar en
unas semanas, ya sabías que veníamos a esto, no protestes, joder.
El tipo omitió el suspiro, más por no vomitar después que por contrariar a
su patrón.
—No es que no me guste, es que no me garantizas que me vayas a pagar
lo que me prometiste.
—Eso llegará después, ¿acaso no confías en mí?
—Nos acabamos de conocer.
—Estoy a tus órdenes aquí abajo, tú me guías. Antes de la operación
quiero ver que conoces bien la zona, llévame hacia donde necesito, lo más
cerca posible del punto de entrada y salida.
—Pensaba que entraríamos por arriba, por alguna de las puertas.
—Hay que tener todo previsto, incluso las alternativas por si hay cambios
de última hora. —El tipo tosió y él sonrió—. No es El corte inglés, no hay
chicas echando perfume disimuladamente al paso de los clientes. Ya deberías
saberlo. Seguro que para mí está siendo más desagradable.
—Claro.
—Sé que cuesta respirar sin equipos especiales de oxígeno.
—Estamos muchos metros bajo la calle, como cincuenta, ya te dije que se
necesitarían respiradores.
—Sí, me ha quedado claro, aunque solo estaremos aquí unos minutos,
llévame al punto cero y regresamos.
—Está a pocos metros, sigue adelante.
—Eso hago.
—¿Ves ese colector que desemboca en lo que está fuera del alcance de las
linternas?
—Sí.

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—Justo debajo está el meollo.
—Pues gracias por hacerlo todo tan fácil.
—¿Cómo?
El patrón se dio la vuelta y puso la mochila que había llevado a la espalda
en el suelo, de allí sacó un arma que brillaba a la luz de la linterna.
—¿Qué haces?
—Lo que toca, no lo hagas difícil ahora.

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Prólogo

Ni se molestó en mirar la hora en la pantalla del teléfono móvil, su reloj


interno le decía que aún quedaba mucho para que el despertador cumpliese
con su misión, pero no podía aguantar más mirando el techo. Salió de la cama
con sigilo para no despertar a su pareja, que parecía sumido en un placentero
sueño por cómo sonaba su respiración bajo la penumbra del dormitorio.
Tras sentarse en una silla que colocó previamente al lado del ventanal del
salón, observó la calle desierta y solo iluminada por las farolas que parecían
molestas por el baile de las ramas de los altos árboles mecidos por el viento
de la madrugada. Una escena que no le provocaba sosiego en absoluto. Tenía
demasiadas dudas como para calmarse y encontrar motivos para volver a
dormir plácidamente.
Fue a la cocina para prepararse un té verde, hirviendo agua en un cazo y
así no hacer ruido con el microondas; allí mismo, de pie ante la encimera,
decidió beberlo despacio.
Habían vuelto de unas breves vacaciones de cinco días en el sur con sus
amigos de Huelva, y la inspectora seguía más que decidida a hablar con el
comisario una última vez, a pesar de las muchas conversaciones que habían
tenido para que ella cambiase de postura durante esos días; conversaciones en
las que su terquedad le había impedido cambiar de opinión, ni lo haría.
Una hora y otra taza de té más tarde apareció él arrastrando los pies, como
si aún siguiese medio dormido, como si fuese un sonámbulo deambulando por
la casa.
—¿Te he despertado?
—No, ha ocurrido cuando he notado tu ausencia en la cama. ¿Todo bien?
—Claro.
—No engañas a nadie.
Esther hizo un mohín. Moretti no podía verlo, pero conocía a la chica y lo
habría intuido.

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El comisario la recibió en su despacho a primera hora de la mañana. Ambos
parecían cansados, pero trataban de mostrar un rostro fiero en sus semblantes;
no eran dos jugadores de póker, sino los adversarios en un duelo a muerte.
—Buenos días, Gallardo.
—¿Simón?
—Veo por tu mirada seria que no has cambiado de opinión.
—No alarguemos esto más de lo que ambos queremos, nuestro tiempo
vale demasiado.
La chica puso su placa y el arma sobre la mesa del comisario, justo entre
los dos rascacielos de carpetas con casos que parecían coronar el mueble
desde el momento en el que se colocó en la estancia, desde que él decidió
aceptar el puesto.
Simón Ramos suspiró.
—Esperaba que harías eso.
—Ahora es cuando me dices que durante estos días has hablado con el
ministerio y han cambiado de opinión, que Moretti seguirá en el programa.
—¿Cómo sabes…? —El comisario se atusó los pocos cabellos que le
quedaban.
—No insultes mi inteligencia. Los del ministerio querrán seguir
resolviendo casos difíciles y aceptarán lo que sea para que el programa siga
adelante, pero eso no me vale. Quiero un blindaje, házselo saber a ellos.
—¿Un blindaje?
—Quiero un contrato para Moretti de cinco años, y que se pueda
prorratear en los lustros siguientes si se mantiene la efectividad.
—No creo que…
—Puedo ganarme la vida como psicóloga y Moretti es rico, lo sabes.
Estaremos fuera del programa en veinticuatro horas si no hay una aceptación
por escrito.
—Me pones entre la espada y la pared, joder.
La inspectora se encogió de hombros y desvió la mirada hacia el ventanal
de la derecha, la zona estaba en plena ebullición, como cada día, trabajadores
y turistas abarrotaban las aceras y el pitido de los coches atascados se filtraba
de una forma muy suave pero igualmente molesta hacia el interior del
despacho.
—Ya lo esperabas, no pongas cara de sorprendido.
—Lo reconozco, pero estoy en medio de una encrucijada como no
imaginas. El ministerio quiere recortar costes y ha pensado en Hugo como
cabeza de turco.

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—Pues diles que cobrará la mitad.
—No es su sueldo, es su sobre de gastos el que se escapa de los
presupuestos.
—Lo gestionaré yo, comeremos en el McDonald’s si es necesario a partir
de ahora.
—Me vale con que le digas a Hache que pague él las comidas en los
restaurantes que le gustan. Hablaré con el ministerio en el acto si me das tu
palabra, porque os necesito en el caso nuevo, tenemos que saber qué ha
pasado bajo el Banco de España.
La chica no pudo evitar la curiosidad en forma de chispa que le había
producido en la mente ese dato tan escueto al oírlo. Llevaba muchos días sin
investigar, lo que más le gustaba hacer, y algo relacionado con la entidad que
gestionaba el capital del país, además de donde se guardaba la reserva de oro,
provocaban su curiosidad.
—Espero tu informe sobre eso que me dices del banco, pero no nos
pondremos con él hasta que tenga la confirmación por escrito de lo que te he
pedido.
—De acuerdo, joder, de acuerdo. Déjame hacer una llamada.
Esther se marchó a la cocina para servirse un té verde, el tercero de la
mañana. Podría pensar que era el último que tomaría en aquel lugar, pero
tenía la suficiente seguridad en sí misma como para adivinar que seguiría en
esa comisaría durante muchísimo tiempo más. Conocía al comisario, sabía de
la importancia para él de resolver los casos complicados de homicidios y que
el ministerio claudicaría si veía reducir el gasto del programa. Era pura
psicología. Para obtener algo de alguien solo necesitas saber qué quiere esa
persona a cambio y ofrecérselo, a la vez que le haces ver o creer que sigue
siendo quien maneja la situación y no tú. Casos importantes resueltos a
cambio de gastos contenidos.
Se preparó el té verde sin prisas, evitó la tentación de comer una pasta del
plato que estaba en el centro de la mesa y se pensó seriamente llamar a la
suboficial África Sánchez para ver qué tal le iba al regreso de las vacaciones;
eso último podría hacerlo en unos minutos u horas. Prefirió permanecer
sentada, degustando la infusión y a la espera de la llamada de Simón, que era
lo que realmente le importaba ahora.
Observó a través del cristal de la puerta a Elena Castell, la recepcionista
de la comisaría. La animadversión entre ellas era épica desde que Esther
decidió acostarse, nada más llegar al lugar, con el inspector del que Elena
estaba enamorada. Aquello no había salido bien para ninguno de los

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interesados. La mujer, por su aspecto, podría pasar por su propia madre, a
pesar del tinte platino, la tonelada de maquillaje y esa ropa juvenil que no la
favorecía en absoluto, más bien lo contrario; ¿no era consciente de que
parecía una patética anciana queriendo aparentar ser una jovencita con un
resultado lamentable? «¿Caeré yo misma en esa trampa cuando alcance su
edad?», pensó la inspectora. Casi sentía pena por ella, casi… porque Elena la
había agobiado, rozando el acoso, hasta hacerle plantearse la idea de
marcharse y dimitir. Elena Castell no había comprendido lo que supuso todo
aquello para Esther, y a pesar de ello la había machacado por celos. Después
solo le quedó a Elena masticar despacio su propio amargo rencor.
«Sé que los celos provocan en la mente de las personas una reacción
idéntica al amor: nos hace comportarnos de un modo irracional, de una forma
que nos cuesta reconocer como propia, pero que justificamos igualmente.
Cuando dejamos los celos atrás, al igual que cuando dejamos de estar
enamorados, solo nos queda la vergüenza por nuestras acciones. A pesar de
ello, me costará mucho perdonarla. Aunque la comprenda perfectamente».
Esther apuraba su té cuando el comisario salió del despacho a su
encuentro.
—¿Y bien?
—Esther, Hugo tendría un sueldo de inspector, solo eso, nada de sobre de
gastos, salvo cuando estéis destinados fuera de la ciudad y alrededores; y por
supuesto que con un tope de gasto en dietas, como con el resto de inspectores.
—¿Y el coche?
—El coche seguirá como parte del programa, siempre fue un añadido a tu
labor como responsable del equipo.
—Me vale. Seguimos dentro. Ahora llamaré a Hugo y le contaré que todo
ha salido bien.
—Me alegro, no quiero perderos.
—¿No quieres perdernos o perderme?
—Esther, eres mi mejor activo. Antes lo era Moretti, pero ya solo es un
asesor, siento que suene como si eso fuese algo inferior o que él valga menos,
porque no es así. Lo valoro como persona y como policía, pero ahora eres tú
la que lleva los casos y lo haces de forma autónoma de un modo que el resto
de mis inspectores no comprenderían siquiera. Sé que podrías resolver
cualquier caso que se te pusiera por delante, tienes un cien por cien de
efectividad, tanto en casos comunes como en los difíciles. También
comprendo que la presencia de Hugo a tu lado te ayuda, te estabiliza y te
aporta mucho en situaciones extremas, por eso te hago una advertencia. —La

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chica no movía un músculo ni apartaba la mirada de su superior—. Si sigues
con ese porcentaje de efectividad, daré la cara por ti y también por Hugo y el
resto de tu equipo ante el ministerio sin dudarlo, pero de lo contrario…
—Pues menuda presión me estás generando.
—Lo sé, pero también sé que trabajas mejor cuando se te somete a
presión, cuando se te da una meta a seguir. Resuélvelo todo y de esa forma el
programa seguirá como hasta ahora.
—Hugo siempre dice que no se pueden resolver todos los casos, que no
dependen del investigador, que hay muchos factores que se escapan por
depender de las acciones de otros o de errores propios.
—Yo te digo otra cosa, otro enfoque: todos los casos se pueden resolver si
se trabaja sobre ellos, si se tienen en cuenta todas las variables y si se elige la
senda adecuada, la línea de actuación más acertada en ellos. Hugo no miente,
tampoco yo, son dos enfoques diferentes. Tú y tu mente prodigiosa tendrán
que elegir cuál de los dos es el que usarás como dogma en este trabajo.
Esther miró hacia la ventana de la cocina, estaban a solas y en silencio en
ese momento, solo se oía el tráfico de la calle, eterno en la zona, algún pitido
de un coche con su conductor impacientado… Suspiró hondo, pensó en
Moretti, en África y Fernando, en el futuro.
—Está bien, cuéntame más del caso que tienes.
—Es difícil, eso ya lo sabes, pero más de lo que imaginas porque no es
nuestra jurisdicción.
—¿Guardia Civil?
—Exacto.
—Joder…
—Ya sé que has tratado con ellos en el pasado.
—¿Vamos a pisarlos?
—Algo así, esta vez seréis de nuevo solo asesores.
—¿No tendremos potestad?
—Solo asesores, Gallardo. No se trata de un cuerpo encontrado en un
pueblo de las afueras, esta vez es algo mucho más complicado; tanto que
podrían intervenir desde arriba, hablo del CNI.
La adrenalina se sentía llegar con intensidad al cerebro de la inspectora,
sus ojos brillaban al oír los detalles que le daba el comisario. Aunque su
encontronazo, por suerte solo una vez en su corta carrera, con el CNI, le traía
los peores recuerdos.
—¿Y bien? —preguntó Simón.

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—Me pongo con ello en el acto —dijo Esther—. Quiero decir que nos
ponemos con el caso. ¿Sigo teniendo a África y Fernando a mi cargo?
—A ellos y a todo el departamento.
—¿Cómo dices?
—Lo que has oído. Llama a Moretti para que venga, no hay tiempo que
perder. Gestiona por ti misma los efectivos que necesites. ¿No te lo había
dicho aún? Eres la nueva inspectora jefe del departamento de Homicidios.
Esther abrió los ojos como nunca antes, eso era una información
inesperada.

El exinspector Hugo Moretti trataba de avanzar en sus funciones domésticas


en la casa, ya no contaba con la chica que le hacía tareas como la limpieza,
compras en el supermercado y las cenas; no se trataba de una cuestión
económica, sino de un ejercicio importante en su labor por sentirse más útil e
integrado en la sociedad tras su ceguera. Quizás así se sintiese más útil en el
caso de que Esther no lograra que regresase a su tarea de asesor en la
comisaría. Llevaba días pensando en las repercusiones que tendría el dejar las
investigaciones, aunque no se sentía tan agobiado ni presionado como su
pareja.
Recibió la llamada de la chica y no pudo evitar que brotase una sonrisa en
su rostro. Sabía que ella lograría su objetivo, por eso no estaba tan
preocupado como Esther; seguía confiando más en la inspectora que ella
misma. Desde el primer día juntos había visto esa terquedad y obsesión por
conseguir todo lo que se proponía. Era uno de los mil motivos que habían
hecho que se enamorase de ella.
El caso que le resumió Esther sonaba de maravilla, salvo por el detalle de
que era la Guardia Civil la que tendría el mando, un hueso duro; por no hablar
de las implicaciones en el futuro si entraba el CNI en escena.
Moretti temblaba ante la idea de que el recuerdo de Nacho y lo ocurrido
en aquel club clandestino volviese a trastocar la mente de Esther hasta el
punto de que cometiese una imprudencia.

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El inframundo

Hugo Moretti llegó a la comisaría y todo el equipo partió hacia la zona de la


plaza de Cibeles, donde confluían el paseo de Recoletos y el paseo del Prado
con la calle de Alcalá. Allí, además del Palacio de Comunicaciones, se
ubicaba la sede central del Banco de España, el organismo que controlaba,
con el beneplácito del Banco Central Europeo, el poder adquisitivo de cada
ciudadano del país. Pero no iban a entrar en tan insigne edificio, sino bajo el
mismo. Un oficial de la Guardia Civil los esperaba.
Antes que eso, el agente Fernando Costa hizo una pregunta y se extrañó al
comprobar que sus tres compañeros se mostrasen algo incómodos.
—Os he visto preocupados cuando detallabais la situación. ¿Qué hay de
malo en que el CNI entre en escena?
Fue Esther la que tomó la palabra para responderle.
—Yo solo tengo la experiencia de un caso, quizás Hugo tenga mucho más
que decir, pero, desde mi punto de vista, solo sirven para frenarnos, para usar
lo que descubrimos y apartarnos cuando hay que hacer detenciones. Todo se
tapa, la información, las personas que participan, los testigos… Es como
trabajar dentro de una piscina llena de lodo, como tener que nadar o bucear en
la misma. Por no hablar de que en ese caso en concreto murió un compañero
y el responsable del CNI se limitó a trabajar en nuestra contra, se puso de
parte del otro bando y nos persiguió como a criminales para defender a los
que realmente lo eran.
—Joder.
—Sí, Fernando —apuntó Moretti—. Yo no lo habría definido mejor.
En ese momento vieron bajarse de una furgoneta blanca a un tipo cargado
con dos grandes bolsas que parecían muy pesadas.
—Buenos días.
—Buenos días.
—¿Y todo eso? —señaló Esther al ver las mochilas enormes sobre el
suelo al lado de la tapa de alcantarilla abierta.

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—Son los equipos de soporte vital. Ahí abajo hay que llevar bombonas de
oxígeno como si fuese una inmersión en el mar; o casi, porque el peso de la
bombona es treinta veces superior al que se siente bajo el agua.
—Comprendo. Gracias por el apoyo, sé que es un engorro que vengamos
a pisar vuestro caso, pero te aseguro que solo pretendemos ayudar.
—Lo sé —dijo el guardia civil que previamente se había presentado como
teniente Adolfo Heredia; tendría unos cuarenta y cinco años, era muy
delgado, metro noventa, moreno de cabello y con sonrisa amigable.
—Examinaremos la zona del crimen y aportaremos lo que podamos.
—Lo agradezco, no me siento en absoluto pisado por otros compañeros.
¿Os vais preparando para entrar?
Esther miró la tapa de alcantarilla, que apenas permitía el paso de un
cuerpo menudo como el suyo, y respiró hondo varias veces. ¿Serían así de
estrechos los túneles y galerías por los que tendrían que caminar? ¿Cuánta
longitud? ¿A qué profundidad? Miró a Moretti. A pesar de su valía como
asesor, allí aportaría poco. Luego detuvo la mirada en África, estaba aterrada,
así lo mostraban sus ojos, así que la inspectora actuó con cordura.
—Fernando, bajas con nosotros.
—De acuerdo —dijo el agente.
Se colocaron los equipos a la espalda y, tras unos minutos adaptándose a
respirar por la boca y al peso de la bombona, siguieron al teniente
obedeciendo sus recomendaciones. Descendieron por un centenar de
rudimentarios escalones de metal oxidado clavados en el hormigón de un
agujero que parecía bajar hasta el infierno. El lugar estaba tan oscuro que
requería de la luz de las linternas que llevaban adosadas a los cascos de
seguridad. Pero lo peor era con diferencia el calor, casi cincuenta grados.
El túnel al final del descenso, nada más llegar a él, se mostraba como un
mísero pasillo tubular fabricado para niños, pues no se podía avanzar por él
sin agachar la cabeza y caminar con el cuerpo ladeado. Esther seguía al
teniente de la división de subsuelo sin evitar preguntarse dos cosas: ¿cómo
podía ese hombre trabajar en semejante lugar? Y ¿cómo podían caminar el
teniente y Fernando por un lugar donde apenas cabía alguien de más de metro
y medio y treinta y cinco kilos? Pero Fernando, a su espalda todo el rato, no
emitió queja alguna.
Claustrofobia, calor y terror era lo que provocaba el túnel, y eso que solo
llevaban cinco minutos allí, además del hedor que se filtraba por los
respiradores que llevaban, y que también aportaban su dosis de agobio al
momento. Esther oía su propia respiración mientras seguía los pasos del

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teniente que caminaba encorvado, como ella y seguro Fernando, sin saber
cuántos metros recorrerían hasta encontrar el lugar del crimen que habían ido
a investigar. Ni siquiera sabía cómo iba a describir con todo lujo de detalles a
su compañero, Moretti, lo sentido para que le diese una opinión, sin decirle
que se había sentido como caminando por un sendero del infierno diseñado
por el mismísimo Satán, o peor aún, como la teniente Ripley en Aliens.
No sabría calcular cuántos metros había avanzado, ni cuánto tiempo
llevaba caminando entre pasadizos de un laberinto seguramente creado por un
lunático, pero por fin llegaron a su destino. El teniente se detuvo y dio dos
saltos sobre el lugar como pudo, pues no era la zona como para explayarse.
Señaló el suelo, aunque Esther no vio nada.
—¿Aquí se encontró el cuerpo?
—Eso es.
Se comunicaban por un micrófono interno.
—No hay nada.
—El cuerpo se retiró, lo que quedaba de él, ahora está en el Anatómico
Forense.
—¿Lo que quedaba de él?
—Esta zona está plagada de ratas, prefieren un cuerpo recién fallecido que
la basura convencional que encuentran por otros canales de la zona.
—Comprendo. ¿Se tomaron muestras de la zona y se buscaron huellas y
restos?
—Claro.
—Disculpa la pregunta, es lo que… hago mi trabajo.
—Igual que yo, no tienes que disculparte, inspectora.
Esther se pensó la siguiente pregunta durante unos segundos.
—¿Tienes alguna idea preconcebida de lo ocurrido? Me refiero al motivo
de la muerte.
—No sabría decirte… Quizás lo único que se me ocurre es que es un buen
sitio para deshacerse de un cadáver y que no lo encuentren en mucho tiempo.
Claro que este se ha encontrado a las pocas horas o días del suceso.
—¿Casualidad?
—No lo creo, este túnel es transitado a menudo por mi división porque es
la norma.
—¿La norma?
—Tenemos el banco a un lado, con la reserva de oro, y al otro está el
Palacio de Telecomunicaciones, sede de la Comunidad de Madrid; solemos
hacer rondas para buscar artefactos explosivos.

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—Comprendo. Eso nos deja dos opciones: que el asesino quisiera que lo
encontraran rápido o que no sabía que esta galería o túnel era el lugar
equivocado para dejar un cuerpo y esperar a que nadie lo hallase.
—Es lo que pienso yo también.
La inspectora, tras la charla, cumplió con su función, observó, olió,
sintió… y dijo:
—Podemos regresar, no hay mucho más que hacer aquí.
Para que el teniente los llevase de regreso a la salida del laberinto,
tuvieron que pasar muchos minutos, ya que el guardia civil tuvo que avanzar
pasando por el estrecho pasillo de piedra entre los cuerpos de Esther y
Fernando para volver a guiarlos.
No había pasado más de una hora desde que entraron, pero, tras quitarse
los respiradores de la cara y las bombonas de oxígeno en la espalda, los
policías nacionales se derrumbaron empapados de sudor en el suelo por el
agotamiento y el calor soportado. No le pasó desapercibida a la inspectora
Gallardo la sonrisa del teniente antes de que este dijera:
—No es un lugar que uno desee inspeccionar a menudo, ¿verdad?
—No imaginaba que bajo Madrid existiese ese entramado de calles.
El teniente continuó exhibiendo la sonrisa.
—Fueron construidas hace siglos, no solo para albergar la red de
alcantarillado antigua, también para tener vías de escape en caso de guerras.
Madrid es una ciudad casi tan antigua como Toledo, aunque hace siglos no
era la capital de España. El caso es que todo esto se hizo por orden de
aquellos reyes para su seguridad. Luego todo se amplió para tener seguridad
en la custodia del oro de la reserva nacional.
—Pues qué irónico que una persona haya sido asesinada en un lugar
creado para la seguridad. Toda esa construcción no ha servido de mucho.
África y Moretti escuchaban la conversación sin comprender muy bien.
—No sabemos aún quién es el muerto ni qué hacía en el subsuelo bajo el
banco de España.
—Eso tendremos que descifrarlo entre todos.
Esa forma de hablar, añadiendo al teniente de la Guardia Civil al asunto,
hizo brotar dos sonrisas, la del teniente y la de Moretti, que veía a Esther
teniendo el tacto que se requiere en los casos con jurisdicción compartida o de
apoyo.
Tras despedirse de forma cordial, Esther y los suyos se marcharon a
visitar a una amiga.

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Llegaron al Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses en menos de
veinte minutos, conducía África a toda prisa, iba acostumbrándose poco a
poco a lo que el Audi RS5 era capaz de ofrecer. La bóveda de cristal era tan
familiar ya para ellos como las personas con las que se cruzaban por los
pasillos del edificio.
La directora Mariángeles Fuentes los recibió como de costumbre, con una
sonrisa y enfundada en la bata. No llevaba guantes de látex, eso indicaba que
estaba en un descanso de su tarea o iba a redactar un informe en el ordenador.
—Cuánto tiempo… hace semanas que no os veo.
Respondió Moretti:
—Un caso nuevo tras unas breves vacaciones.
—Os lo montáis bien. Ya me han dicho que vendríais por lo del tipo
encontrado en el subsuelo, vamos a tomar un café.
Fueron a una sala con máquinas expendedoras y cada uno hizo su
elección. Tras esa breve pausa en la conversación:
—¿Qué puedes decirnos del cadáver antes de que lo veamos?
—Gallardo, así eres tú, al grano.
—Ya me conoces.
—Pues el cuerpo llevaba muerto una semana, con esa humedad
imaginaréis que estaba en avanzado estado de descomposición, además de los
mordiscos de roedores que tiene por toda su superficie; aunque no siempre es
eso un problema para buscar la causa de la muerte y detalles para identificarlo
como huellas dactilares, facciones e historial dental, pero es que fue rociado
con ácido tras la muerte y se ha borrado todo rastro. Ya lo veréis en un
momento.
—¿Y la causa de la muerte?
—Un disparo en el corazón, los de balística de la Guardia Civil os dirán el
calibre y demás datos.
—Suponemos que el cadáver está desnudo.
—Sí, aquí lo desvestimos, como es lógico, y guardamos la ropa para el
análisis de la Científica. Claro que no quedaba mucho, solo jirones.
—Entonces ¿no puedes contarnos nada de su ropa?
—Algo sí, una ya tiene una experiencia… Ropa civil.
—¿No era de mantenimiento ni de la Guardia Civil?
—No llevaba esa ropa, aunque podría serlo, si estaba allí vestido de
paisano en ese momento. Ya sabéis que esa es vuestra labor.
—Está bien, enséñanos el cuerpo.

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Fueron a la cámara de las «neveras» y la forense sacó el cuerpo para
destaparlo luego. El aspecto del muerto se quedaría grabado para siempre en
la memoria de África y Fernando, además de la de Esther, cuyo don no le
permitía olvidar nada. Tenía la cabeza consumida por el ácido, así como las
manos, solo quedaba algo parecido a la gelatina machacada. El resto estaba
podrido y sembrado por completo de mordeduras. Las entrañas parecían haber
desaparecido, el manjar favorito de las ratas con respecto a un cadáver.
—Joder.
—Te dije que no era agradable de contemplar.
Fernando fue a vomitar. África miraba hacia la pared tratando de contener
las arcadas.
—Veo que lo has abierto, ¿algo que destacar de sus órganos y fluidos? —
preguntó Esther.
—¿Estás de broma? Casi no queda tejido de los órganos del abdomen.
—¿No tienes nada?
—Qué poco me conoces todavía. —Sonrió de forma maliciosa, incluso
buscó la complicidad de Moretti, pero este permanecía serio—. Bebía alcohol
a menudo, nada de drogas, tampoco tenía enfermedades como hepatitis,
venéreas y demás; era fumador empedernido por el estado de los pulmones.
Entre cuarenta y cinco y cincuenta años. No hacía deporte, mala alimentación.
Poco más que reseñar.
—¿Tatuajes?
—Ni idea, apenas hay piel.
—¿Radiografía?
—¿A qué te refieres?
—Quizás tenga prótesis, tornillos en una pierna, ya sabes… para acotar el
rango de búsqueda.
—No las he hecho aún, me pongo con ello hoy mismo y os digo.
—Tenemos que identificarle. Si el asesino lo ha rociado con ácido es para
impedirnos esa tarea, quiere que se descubra su identidad lo más tarde posible
o nunca. Estoy segura de que saber de quién se trata es importante para
descubrir el motivo del asesinato y lo que pretende el asesino. No lo ha
matado en una casa o en mitad de una carretera tras una trifulca o para vengar
una infidelidad. Ha sido encontrado en el subsuelo y bajo el Banco de España.
Un sitio de difícil acceso, que pocos conocen y con una gran seguridad en la
zona. El asesino planea algo importante, esto no es un crimen pasional o por
cobrar una herencia. Ponte con la radiografía en cuanto puedas y danos algo.
—Eso haré, inspectora. Por cierto, enhorabuena por el ascenso.

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—Bueno, es algo que no me importa.
—Es mérito y lo mereces.
Mariángeles le dio un abrazo fuerte y luego se despidieron. El equipo de
trabajo tenía mucho por hacer, además de la forense.

Regresaron a la comisaría tras almorzar e hicieron el obligatorio balance del


caso, pues durante la comida Esther decidió que no se podía hablar de trabajo,
solo detallar lo que habían vivido en sus vacaciones de una semana tras el
caso anterior. África había ido con sus padres y no había hecho gran cosa.
Fernando se marchó a Portugal con un amigo para hacer surf. Esther y
Moretti hablaron de sus días junto a los policías y amigos de Huelva; no
contaron nada sobre la decisión del ministerio de cesar a Moretti del
programa, pues era algo que ya estaba solucionado.
—Una suerte que el hallazgo del cadáver no haya trascendido aún a los
medios —dijo Moretti al iniciar la reunión.
—Sí, la prensa es un incordio.
—No lo decía por eso, Esther, sino por tu nueva tarea al frente de la
brigada.
—¿A qué te refieres?
—Te tocará dar las ruedas de prensa de los casos más significativos.
—¡Fantástico! —dijo para sí. Suspiró hondo y—: No tenemos gran cosa,
por decir algo. Un tipo, aún desconocido, ha sido asesinado de un disparo en
el corazón y rociado luego con ácido para hacer desaparecer su identidad. Ha
sido encontrado bajo el Banco de España, aunque eso no es muy significativo,
pero que tenemos que tener en cuenta. ¿Cuál es el motivo? ¿Se planea un robo
a la reserva de oro del país? Eso se me ocurre, aunque suena a película, pero
no hay que descartarlo. Lo principal es descubrir su identidad, aunque no
tengamos huellas dactilares y dientes o una foto del cadáver sin quemar por el
ácido. Hay que saber de quién se trata.
—¿Cómo vamos a investigar eso?
—Fernando, tenemos que saber quién tiene acceso a esos canales en el
subsuelo, ¿un guardia civil de la división, un operario de mantenimiento?
Además de probar con las grabaciones de cámaras oficiales y también civiles
de la zona y alrededores. Es nuestra mejor opción y lo primero que
investigaremos, averiguar si falta desde hace una semana un operario o agente
en el trabajo, además de poder ver, si tenemos suerte, a alguien entrando por
una alcantarilla hace una semana. También comprobaremos el registro de

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denuncias por desaparición de personas, sabemos por la forense que se trata
de un varón de unos cuarenta y cinco a cincuenta años, de una altura de metro
setenta y cinco y ochenta kilos. Este no es un caso fácil, no estamos aquí para
resolver robos de bolsos o altercados domésticos. Esta es la división de Casos
Difíciles de Homicidios, y tenemos que dar la talla. Quiero a todo el mundo
trabajando en menos de cinco minutos, ¿estamos?
Cada uno asintió y se marchó a su lugar de trabajo.
África parecía ansiosa por tener una conversación con Fernando, pero esta
no se produjo, el chico permanecía serio y distante en todo momento, y se fue
a su escritorio.
La suboficial no quiso atosigarlo, quizás estaba tenso tras un caso nuevo o
por haber entrado en el túnel con Esther. Pero lo cierto es que Fernando no se
había comunicado con ella desde el caso anterior, durante las vacaciones
había desaparecido y ella tampoco lo había llamado a la espera de que el
chico fuera quien diese el siguiente paso. ¿Se había olvidado de sus
encuentros con ella? La última vez hicieron el amor y eso para ella suponía un
vínculo, también un compromiso.
A pocos metros de ella, Fernando encendía su ordenador tras acomodarse
en la silla. No pensaba en África, solo en su situación, el caso que seguían era
lo segundo. Su situación no había cambiado, era el último en el equipo y eso
lo enfadaba, lo frustraba. Había trabajado más que nadie en el anterior caso y
no se le había reconocido ni por parte del equipo ni por las distinciones y
ascensos en el ayuntamiento. Estaba enfadado, aunque eso no iba a provocar
que dejara de esforzarse, lo haría un caso más, otro difícil en el que
demostraría que era el más capaz. Su enfado se originó durante la resolución
del anterior caso, en el que África resultó ascendida y nadie se acordó de él, y
todo por una casualidad. La inspectora podría haberlo llamado para
acompañarla, pero optó por pedírselo a África por amistad y porque ella es la
que tiene las llaves del coche oficial. Un ascenso por circunstancias. Un
durísimo golpe en la autoestima de Fernando.
Y luego tenía que lidiar con lo ocurrido entre África y él en el ámbito
sentimental.
La chica lo miraba como si fuesen pareja, no lo eran, solo habían tenido
una noche de sexo, quizás algo que no debió suceder, pero él asumía su parte
de culpa por haber creado esa atmósfera entre ellos. Hasta entonces no había
comprendido que era un trepa, que hacía lo que era necesario para prosperar y
crecer, que se había acostado con la chica para estar más cerca del éxito. Pues
sí, era un trepa, pero también un buen policía que lo había demostrado y al

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que no se le había reconocido. Estaba… furioso, pero no diría nada a sus
superiores, era un simple agente que podía ser destinado de vuelta a tareas
menores en el caso de mostrar disconformidad o generar un mal clima en el
equipo, y eso no es lo que deseaba.
Se puso con la labor de búsqueda que Gallardo le había indicado, esa era
su función, ni más ni menos. No estaba allí para enamorar a una compañera,
sino para resolver casos y que se le reconociese por ello.

En el despacho de Moretti y Esther se entabló una conversación que tenía


como protagonista al agente, aún sin saberlo él.
—Fernando está… raro.
—¿A qué te refieres, Esther?
—Está distante, lo percibo, lo hace con los comentarios y también con las
miradas.
—No comprendo.
—Verás, África y él han tenido un acercamiento.
—¿Te refieres a físico o sentimental?
—Así es.
—No me cuentas nada, no sabía que eso había pasado. No es bueno.
—Pienso igual y así se lo hice saber a ella.
—Entonces, ¿qué te preocupa de Fernando?
—No ha obtenido distinciones por su trabajo, a pesar de haber sido
recomendado por nosotros al comisario y al ministerio.
—Hemos hecho lo posible por él, quizás le llegue su momento en casos
futuros.
—Eso no lo dudo si sigue por esa senda, se esforzó más que nadie en el
anterior caso, pero no estaba en el momento de la detención de la asesina y
eso fue determinante. Llamé a África porque ella tiene el coche, aunque sé
que él hubiera dado la talla igualmente.
—Quizás debas hablar con él, o lo hago yo.
—No, es mi equipo y yo me encargo. En unos minutos salgo y hablo con
él. Deja que me ponga con los informes.
—Tú mandas.
—No sé si me gusta mandar en el departamento.
—Simón te ha dicho que eres la inspectora jefe.
—No creo que esté preparada para ese cargo.
—¿Dudas de tus capacidades?

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—Claro que sí, solo tengo veinticinco años y apenas llevo dos como
policía, aún tendría que estar patrullando por las calles para endurecerme y
pasar a ser un apoyo cuando demostrase mis capacidades.
—Trabaja esa autoestima. Simón no te habría dado el cargo sin estar
completamente seguro de que podrías responder ante el mismo.
—La seguridad que otros tienen sobre mí no me da seguridad.
—Ve a hablar con Fernando, usa la psicología, verás cómo te sientes
mejor tras motivarlo y comprender que el departamento va en la línea
adecuada. Confío en ti, confía tú también.
—Está bien, eso haré.
Y eso hizo al instante, levantarse del sillón e ir a hablar con Fernando
Costa, eso sí, sintiendo las miradas en la nunca de África en la sala principal.
—¿Inspectora?
—Prefiero Esther.
—Lo siento, es el respeto por el rango y por haberme seleccionado para la
brigada.
—Eso último lo hizo el comisario, yo no tenía potestad entonces para
elegirte.
Fernando calló.
—Lo hubiera hecho.
—¿Cómo?
—Digo que te hubiese elegido, el comisario tuvo buen criterio. Tu
desempeño en el caso anterior fue insuperable, por eso Moretti y yo te
recomendamos para una distinción y un ascenso, pero decidieron desde arriba
que fuese para África por su colaboración en la resolución del caso, sumado a
lo que aportó en el anterior.
—Bueno, se la merece.
—Pero tú también, eso no lo dudes, yo no lo hago. Sé que eres un gran
policía y que llegarás muy lejos en la brigada.
Fernando agachó la cabeza. A pesar de su seguridad, siempre demostrada,
se vio en la tesitura de reconocer que estaba siendo alabado por su superior y
que ella sabía de su malestar. No iba a protestar, pues los reconocimientos
llegaban cuando tenían que llegar.
—Gracias por los halagos, solo trato de hacer mi trabajo lo mejor posible.
Seguiré haciéndolo mientras esté en la brigada, que espero que sea para
siempre.
—Así será, Fernando. Sigue así; te garantizo que Moretti, el comisario y
yo misma lo valoramos mucho. Eres un activo que no va a salir del programa

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y que tiene mucho que aportar, así como te llegará el reconocimiento que
mereces.
—Es un detalle que me digas esto.
—Creo que es parte de mi trabajo hacértelo saber.
—Y yo lo agradezco.
—En lo que a mí respecta, el mérito que obtenga cada miembro del
equipo, es de todos por igual.
Fernando asintió y Esther se marchó hacia su despacho de nuevo.
«Has asentido, pero veo en tu mirada que no estás conforme. Has
trabajado más que África en el caso anterior y no te has llevado el ascenso ni
un aumento de sueldo. Me temo que no ha servido de mucho esta charla,
aunque siento que debía tenerla contigo, no solo porque Hugo me lo pidiese».
Se marchó de regreso al despacho sintiendo la mirada fría de Fernando en
su nunca, como también sentía la de una África curiosa llegando desde otro
ángulo.
«Lo que me faltaba, no bastaba con las miradas de Elena Castell, la
recepcionista, y las demás de quienes piensan que no merezco este puesto.
Este puesto, ahora soy la inspectora jefe del departamento de Homicidios.
¿Cuántas personas quieren clavarme dardos en la espalda?».
Moretti no le hizo ninguna pregunta al llegar, eso lo agradecía, era la
persona que más fácil le hacía la vida desde que llegó allí. Y pensando en
personas que le hacían la vida más llevadera tuvo la idea de irse a la cocina a
mantener una llamada privada.
—¿Quieres un café, Hugo?
—¿Cómo dices?
—Voy a la cocina.
—¿Ya hablaste con Fernando?
—Sí, todo bien.
—No necesito nada, gracias.
Se marchó sabiendo que él podría leer su mente con esos ojos de ciego,
pero en estos momentos pensaba en otra cosa, más bien en otra persona.
Mientras calentaba agua para prepararse un té verde, hizo una llamada en
la que deseaba que respondiesen lo antes posible.
—¿Esther?
—Cristina.
—¿Ha pasado algo?
—No lo sé, ni siquiera sé por qué te he llamado.
—¿Necesitas consejo?

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—Quizás, no estoy segura. Me había propuesto no llamarte para pedirte
consejos u orientación, para tomar las decisiones por mí misma, pero ahora
estoy dudando.
—Si no me dices nada…
—¿Te pillo en mal momento?
—No, puedo hablar, estoy en mi pausa del café. Cuéntame.
Cristina Collado era su mentora, por así decirlo. Recurría a ella cada vez
que tenía una duda, aunque su terapia para curarse del narcisismo hacía que
Esther tratase de alejarla de ella lo máximo posible para no pedirle consejo.
—Estoy en un caso nuevo.
—¿Otro difícil?
—Sí, para variar, pero no te llamaba por eso, sino porque es el primero
que afronto como inspectora jefe de la brigada.
—¡Enhorabuena!
—Entre comillas.
—¿Por qué dices eso? Ya lo capto, es porque consideras que no estás
capacitada para el cargo.
—Ya me conoces. Por eso te he llamado, a ti te dieron ese puesto también
a una edad muy temprana.
—Quizás porque mi marido es el comisario.
—No digas tonterías.
—Esther, si te han otorgado el mando es porque consideran que eres la
más adecuada para él. Confía más en ti misma.
—Eso me decís todos, tendré que hacer un esfuerzo.
—Olvida eso y céntrate en el caso como has hecho con los anteriores.
Háblame de él, si es que puedes, y así te distraes, me vendrá bien, porque yo
no salgo de casos comunes que me tienen muy aburrida.
—No sé qué contarte, aún no tenemos identificado el cuerpo, así que
estamos en la casilla de salida; lo único interesante es que ha sido encontrado
en el subsuelo bajo el Banco de España.
—Vaya, sí que es interesante ese dato, invita a la imaginación a crear
escenarios muy de película.
—Sin duda. Por otro lado tengo a un recurso valioso de mi equipo
desanimado, no creo haberle dado los ánimos adecuados.
—No me extraña.
—¿Cómo dices?
—Estás llamando recurso valioso a quien intuyo que es una persona. Deja
de verlo como un recurso y míralo como un compañero y amigo.

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—Es que llevo solo unos pocos meses con él, pero entiendo lo que me
dices.
—¿Por qué consideras que no le has dado los ánimos adecuados?
—Porque dudo de que me haya esforzado en la tarea, ya que se trata de un
trepa.
—Quiere crecer en el departamento.
—Eso es.
—No creo que eso implique que vaya a defraudaros, sino todo lo
contrario; los trepas se esfuerzan mucho para mostrar su valía y crecer.
—Sí, es una opción.
—¿Entonces?
—No sé, por eso te llamo.
—Dale la oportunidad y espera a ver resultados.
—Es lo evidente, lo que tenía pensado.
—¿No te fías de él en el siguiente caso?
—No, no es eso.
—Vale, entonces es que tienes una implicación emocional con él.
—¡No! Aunque sí la tiene África.
—Pues deja de pensar en esas cosas. Los problemas de África son suyos,
no tuyos; no tienes que solucionarle la vida.
—Ya suponía que me dirías eso.
—Si ato cabos… El tipo es un trepa, hace bien su trabajo, se ha encamado
con tu agente de apoyo y ahora hay un conflicto; consideras que eso puede
repercutir en los resultados. ¿Me equivoco?
—Eres un hacha.
—El tipo se descubrirá si no logra lo que desea, dale tiempo. Si es valioso
y obra bien, pues lo reconocéis y estará contento. Tu amiga África, por contra,
tendrá que vivir sabiendo que no ha tenido lo que quería de la relación. La
vida es así.
—Tan fría y directa como esperaba.
—Es como debe ser. La vida y este trabajo son así. No hay lugar a
sentimientos más propios de adolescentes de instituto.
—Guau, te veo seca y al grano.
—Es que he tenido mala noche.
—¿Con Pablo o con los niños?
—No, un caso fácil que ha terminado como no esperaba, no pensaba que
la madre fuese la asesina de su propia hija pequeña.
—¡Qué horror!

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—No finjas, a estas alturas ya sabes que el horror es un ingrediente
habitual de nuestra dieta.
—Es cierto, perdona.
—Deja de disculparte y cuéntame más sobre ese caso nuevo, me has
intrigado.
—Ya te lo he dicho, solo es un tipo hallado bajo los túneles del Banco de
España.
—¿Túneles?
—La zona centro de Madrid está horadada de ellos, me he enterado hoy
mismo. Túneles construidos por los reyes de hace siglos para escapar de
guerras. He entrado en ellos y te garantizo que no sé cómo esos reyes iban a
poder escapar sin oxígeno asistido y linternas.
—¡Qué agobio me da oír eso!
—Pues no lo has vivido. Por ahí solo camina con soltura un hobbit, y eso
contando con luz artificial.
—Me hago una idea.
—No, no te la haces. Entramos con equipos de respiración y linternas,
llegamos al cabo de unos minutos eternos a un cruce de esos túneles y allí se
había producido el crimen, un disparo al corazón de la víctima, pero no se
puede identificar a la misma porque rociaron con ácido su cara y las manos.
—Joder. No quiere el asesino que se le identifique.
—Obvio.
—A través de radiografías, buscaremos en su cuerpo operaciones en las
que se le hayan puesto placas o tornillos en piernas, brazos o la columna.
—Bien pensado.
—Aún no tenemos nada.
—Cuestión de tiempo.
—¿Qué te parece el caso?
—Puede ser un intento de robo al banco, pero eso es solo una conjetura.
El abanico de posibilidades es infinito.
—Lo sé.
—Mantenme informada.
—Lo haré. Gracias por estar ahí.
—Aquí me tienes, Esther, para lo que necesites. Aunque veo que cada vez
menos, porque sigo tus éxitos en la televisión más que por las llamadas.
—Terapia, solo eso. Te necesito, pero intento avanzar sin ti.
—Eso está bien.

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El plan

Sentía un calor horrible a esas horas de la tarde de un verano que había


llegado de forma prematura, a pesar de que por la mañana la temperatura lo
obligaba a llevar una cazadora para ir al trabajo.
Acababa de terminar el turno y regresaba a casa, como cada día. Se había
despedido cordialmente de sus compañeros antes de marcharse y buscar el
coche. Era afable, no podrían recriminárselo, aunque no fuese nunca con ellos
a tomarse una cerveza tras la jornada, como llevaban años pidiéndole. Él
siempre se excusaba con que tenía que cuidar de sus hijos, que su mujer le
pedía esa labor para ayudarla por las tardes. Hacía años que no hacía caso a
los comentarios de sus compañeros: «calzonazos», «deja que tu mujer haga su
función», «esa no es tarea para ti». Patéticos machistas malcriados que no
comprendían que la vida y los roles habían cambiado, que ya no estaban a
mediados del siglo veinte; luego se llevaban las manos a la cabeza y
exclamaban frases lastimeras cuando le llegaba a este o a aquel la notificación
de divorcio o régimen de custodia de los hijos.
Y no pensaba en eso por sus propios hijos, pues no los tenía, tampoco una
mujer esperando en casa. Todo era una mentira necesaria. Simplemente tenía
mucha tarea pendiente en su otra ocupación, la que para él era la principal.
Aparcó en el garaje de la urbanización y subió a casa, allí le esperaba su
gato Mefisto, que ya tenía once años, pero no había perdido ni un ápice de
agilidad y ganas de recibir caricias.
Se dio una ducha y fue al salón de la vivienda, nadie había visto ese
inmueble desde que lo heredó, ni amigos ni familiares, de estos últimos no
tenía, tampoco de los primeros, así que era fácil. Una suerte, no el hecho de
no tener familia y amigos, sino que nadie viese la casa por dentro, pues estaba
forrada, especialmente el salón, de mapas, fotografías, datos y demás detalles
que necesitaba tener a la vista constantemente para no olvidar nada y seguir
adelante con su misión. Lo que más llamaba la atención de las paredes del
salón era el mapa con el entramado de canales bajo la zona del banco de
España, en el que había anotaciones por doquier, además de chinchetas con

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hilo rojo que conducían de un sitio importante al otro, principalmente
entradas desde el exterior, bifurcaciones y posición de los sensores de
movimiento y sísmicos.
Los informativos de la televisión no decían nada sobre el cuerpo que él
mismo había dejado en los canales una semana atrás, no tardarían mucho en
hacerlo, pues esa zona está en constante vigilancia por la Guardia Civil
encargada del subsuelo, pero no hallarían más que carne descompuesta y
comida por las ratas, además de la imposibilidad de identificar a la víctima, ya
se había encargado de ello. Había hecho los deberes. El plan seguía adelante y
todo saldría a la perfección.
Había pedido un crédito de doscientos mil euros avalado por la casa y su
sueldo para comprar todo lo necesario para la operación. Los gastos se
dispararon y tuvo que recurrir a usar sus conocimientos sobre robo de coches,
tres o cuatro al mes de alta gama, y venderlos a un precio contenido de cinco
mil cada uno y así ir acumulando lo necesario para los gastos que iban
surgiendo.
Se preparó una cena ligera tras hacer ejercicio en el propio salón,
abdominales, flexiones y unas dominadas en una barra que había comprado
por Amazon y luego atornillado a la pared. Se duchó de nuevo, esta vez
rápidamente y con agua fría, y puso las noticias. Seguían sin hablar del
suceso.
Mefisto se subió de un salto a la cama sin pedir permiso, lo que le hizo
brotar una sonrisa. Se sentía seguro y pronto culminaría su obra, una que
empezó entre sueños por parte de su padre. En la mesita de noche tenía una
foto del mismo y no defraudaría su memoria. Y hablando de sueños, se reunió
con Morfeo en cuestión de pocos minutos.

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Atrapado

Alegres luces de colores y sonidos estridentes de las tragaperras se fusionaban


con los semblantes de derrota de los que ocupaban las mesas aparte, las de la
ruleta, juegos de cartas o monitores de apuestas deportivas; lo mismo de cada
noche a esas alturas de la jornada.
Eduardo Fonseca salió del casino con los bolsillos vacíos, le tocaría
regresar a casa caminando, como hacía a menudo. Lo peor no era la caminata,
sino el saber que debía ocho mil euros más al prestamista que lo avalaba, el
dueño del propio local, que ya no le prestaría más dinero y al que no tenía
forma de pagarle, pues no contaba con un euro y estaba a punto de perder la
casa en la que vivía con su mujer y sus dos hijos, a los que no había contado
nada sobre su adicción. El banco no le daría más prórrogas de pago. Jamás se
había sentido tan con el agua al cuello como en aquel momento. No sabía a
quién contárselo, ni a quién más pedir dinero; le debía cantidades importantes
a todos sus conocidos de confianza. El póker siempre se le había dado bien,
pero había descubierto que en el casino, donde podría ganar mucho más de lo
imaginado, había mejores jugadores que él, y mejores que sus compañeros de
trabajo o amigos.
Empezaba a refrescar, pero él sudaba tanto que tenía la ropa pegada a la
espalda.
Su vida estaba terminada y sentía en esos momentos el deseo de arrojarse
ante el primer autobús que pasase por la calle; morir y terminar con la
situación era lo que solucionaría de la forma más rápida sus problemas.
O quizás no.
Recordó la llamada recibida desde un número de teléfono oculto unos días
antes, no le dio importancia, como si se tratase de un compañero del trabajo
gastándole una broma. El caso es que el tipo volvió a llamar para hacerle la
oferta de nuevo y le dio un número de teléfono al que consultar dudas,
asegurándole que la llamada no podría ser localizada.
«¿Y si fuese cierto? Doscientos mil euros por dar datos sobre mi trabajo
diario solucionarían mis pagos de deudas, tanto de prestamistas como del

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banco para pagar la hipoteca. Solo tendría que facilitar a un desconocido el
acceso al banco».
La cláusula de confidencialidad que había firmado en el trabajo le impedía
hablar sobre cualquier detalle de sus funciones. ¿Estaba ese desconocido
poniéndolo a prueba en nombre de sus jefes para comprobar su lealtad? ¿Era
una broma de sus compañeros? A esas preguntas, y otras muchas más, tuvo en
su momento media docena de respuestas, pero ahora tenía una única en la
mente: si es algo serio y le podía salvar de la situación, era una opción que
tenía que tener en cuenta.
Llegó a la puerta del edificio en el que vivía y sacó el teléfono móvil del
bolsillo para leer de nuevo el mensaje. No perdía gran cosa al llamar, pues su
vida ya se había terminado esa noche; tampoco agravaría mucho su situación
que lo despidiesen de la empresa.
El teléfono emitió dos tonos, luego tres, nadie caminaba por la calle,
entonces recibió la respuesta.
—¿Sí?
—Me llamaste hace unos días. ¿Es esto una broma?
—En absoluto. ¿Estás dispuesto a cooperar?
—No… no lo sé. ¿Qué es lo que quieres?
—Necesito los planos de la planta sótano uno del banco en el que trabajas.
—Todo esto suena raro, ¿quieres robar el banco?
—Es evidente.
—No me fío, ¿eres Gustavo, Fernando, Arturo?
—Deja de decir gilipolleces y no gastes el tiempo, quiero la información
que puedes darme y ya te he dicho que te pagaré bien por ella.
—Quiero un millón.
—¿Cómo dices?
—Allí hay miles de millones, sacarás mucho si te facilito el acceso.
—Bueno, solo es el acceso a la planta siguiente, quedará mucho por hacer
luego.
—Eso es cosa tuya. ¿Un millón? ¿Sí o no?
—Está bien, joder, un millón.
—En efectivo, en billetes de cincuenta.
—Ya te he dicho que sí, no será un problema.
—¿Qué tengo que hacer?
—Un mapa detallado de toda la planta en la que trabajas, metros
caminando hacia cada estancia, vallas de seguridad, cámaras, turnos de
vigilancia, etcétera, y con un añadido.

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—¿Un añadido?
—Ya que te pago un millón, quiero que me digas quién tiene las llaves de
seguridad que acceden al sótano, al pasillo de la bóveda donde se guardan las
cámaras más grandes de seguridad y el oro. Quiero los nombres de los
responsables de esa tarea.
—Pero…
—Ellos nunca sabrán que me los has dado, como tampoco te he dicho
quién me dio tu nombre. Puedes confiar en mí y lo sabes. Vamos, no
desperdicies esta oportunidad.
—No quiero acabar en la cárcel.
—Me dijo la persona que me dio tu contacto que necesitas dinero, tú verás
si quieres el millón de euros para ti o para otro compañero.
—Ya has dicho que sabes que lo necesito, que necesito ese dinero. Estoy
atrapado en este contrato sin sentido.
—Tendrá sentido cuando te pague, solo cumple con tu función.
—No será fácil, pues la bóveda del oro es una pantomima, casi toda la
reserva está en el subsuelo, bajo la fuente de Cibeles.
—Lo sé, pero tú me darás la información para acceder al túnel más seguro
que lleve a donde deseo ir, o me darás los nombres de las personas que
conocen ese sector y datos sobre ellos para que elija al más adecuado.
—No me fío, darte nombres de compañeros…
—Ellos nunca sabrán que lo has hecho. Hay dinero de sobra para todos.
Estoy dispuesto a pagar un millón a cada uno de vosotros, dinero imposible
de rastrear y que solucionará la vida a quienes trabajan rodeados de riqueza a
cambio de un sueldo miserable por salvaguardar la misma.
—Necesito…
—Pensarlo. Lo sé, tómate un día y vuelve a llamar. Si le das este número
a la Policía, a la Guardia Civil o a tus jefes, no encontrarán nada y yo
desapareceré con la oferta. Es en eso en lo único que debes pensar, en que
todo estará acabado para ti y yo solo tendré que posponer el robo hasta
cuando todo se haya calmado.
La comunicación se cortó y Eduardo Fonseca subió a su domicilio para
acostarse junto a su esposa, dormida desde hacía horas, también con el deseo
de que todo saliese bien, aunque no tenía muchas esperanzas de ello. Si el
robo salía mal y daban con él, iría a la cárcel, pero eso no era peor que lo que
sucedería si no devolvía el dinero que había pedido prestado. Su vida se había
desmoronado en los últimos años y él era el único responsable de la debacle.
Era consciente de ello y por eso abrazó el cuerpo de su mujer con cuidado de

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no despertarla, para sentir su calor y tratar, de algún modo, de pedirle perdón
por lo que había hecho, por haberse convertido en un miserable adicto al
juego, y también por lo que pudiera suceder en el futuro si lo de aquel
acuerdo delictivo seguía adelante y no salía bien.
Tratar de dormir era una tarea imposible, pero él se conformó con
visualizar un futuro idílico para su familia en el que no tuviese adicciones y
todos fueran felices. Ya intentaba lo mismo cada día desde hacía meses, pero
esa noche tenía una motivación más. Ese millón solucionaría todos los
problemas, pero era un dinero tan esquivo como el que soñaba ganar en cada
partida de cartas, en la realidad solía perder.
«Quizás la suerte cambie, quizás ese desconocido sepa lo que hace, quizás
todo se solucione».
Pero Eduardo Fonseca solo podía conciliar el sueño pensando en picas,
corazones, tréboles y rombos. Usaría ese millón para tratar de ganar dos o tres
millones más en una partida con los grandes, con los mejores jugadores.
Estaba atrapado, en todos los sentidos.

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Visita al banco

La guía turística no paraba de dar datos sobre la historia del edificio. Esther y
Moretti habían desconectado de la verborrea y la inspectora se centraba en
darle información a su compañero.
—El vestíbulo es una preciosidad, tiene forma hexagonal, de unos
doscientos cincuenta metros cuadrados o más, no sé calcular eso bien, está
rodeado de ventanales y con una claraboya que cubre todo el techo. Todo es
de piedra color hueso y ornamentos de forja del mismo color, hay escaleras
para subir a las plantas superiores.
—¿Crees que eso nos ayudará en la investigación?
—Tienes razón. De todas formas, la hipótesis del robo no es definitiva.
—Pero sí la más plausible.
—Intentaré algo más efectivo.
—¿En qué has pensado, Esther?
Ella no respondió, ya había llamado la atención de la guía,
interrumpiéndola en su monólogo aprendido, para lanzar la pregunta.
—¿Vamos a ver la bóveda del oro?
—Bueno, aun no es el turno de preguntas, pero le digo que la zona de la
bóveda está en estos momentos cerrada a las visitas por obras, continuará así
durante los próximos dos meses.
—¿Y sabe con quién podría hablar sobre robos en el edificio?
En solo cinco segundos, Esther había alarmado a la guía, provocado el
asombro entre los visitantes y conseguido que un agente de seguridad de
paisano se acercase a ella por la espalda.
—¿Se puede saber por qué ha hecho esa pregunta? —inquirió el policía o
guardia civil de paisano.
—Es un tema de trabajo, es confidencial.
—Me temo que tendrá que acompañarme.
—No tengo la más mínima intención de hacer eso.
Moretti lanzó un hondo suspiro y luego intervino.

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—Esther, deja de jugar con el tipo; muéstrale la placa y sigamos
trabajando.
Ella sonrió a la vez que ponía su identificación a centímetros de la cara
del policía.
—Inspectora, no… no sabía… No hemos recibido información sobre un
caso que tuviese que investigarse aquí.
—Porque solo es una conjetura.
—Si lo desean, podría guiarles yo, además de llevarles a la bóveda,
aunque necesitaría sus credenciales y llamar a su comisario antes de pedir el
permiso a mis superiores y al director de seguridad del banco.
—Claro, es su trabajo.
El tipo se llevó los documentos de Esther y Moretti y este último
aprovechó para preguntar:
—¿Por qué no te identificaste desde el principio? ¿Querías divertirte a su
costa?
—Claro que no, es por el caso.
—No quieres que sepan los empleados que la Policía está husmeando por
un posible futuro robo.
—Lógico. Eso podría alarmar al asesino, si es que el móvil del crimen es
por ese motivo. Podríamos haber pedido al ministerio una tapadera para que
nos hiciesen la visita privada solo para nosotros, pero tardaría días y no
tenemos motivos firmes para sospechar lo del robo; imagina que en el
ministerio hay un funcionario que oye nuestra sospecha y lo filtra a la prensa;
imagina que los noticiarios informan a todo el país y nuestro asesino aborta el
plan.
—Podríamos no atraparlo nunca.
—La fiscalía ha decretado el secreto de sumario para el caso, pero eso
nunca es una garantía de que no se produzcan filtraciones.
—Eso es.
El agente de seguridad llegó al cabo de quince minutos con dos
acreditaciones, les devolvió los documentos y los guio hacia el sótano por un
entramado de pasillos y escaleras.
—Esto es un laberinto.
—Así es, inspectora, uno tarda semanas en aprenderse las rutas cuando es
destinado aquí.
—Vaya, pues espero que nos acompañe de regreso para que no nos
perdamos.

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El tipo no dijo nada, no sabía si el comentario era sincero o se trataba de
sorna. ¿Acaso ella no respetaba su trabajo? Quizás no fuese tan importante a
sus ojos como el de resolver asesinatos, pero era una labor que le habían
asignado y que hacía con ahínco cada día.
Llegaron por fin a la bóveda y comprobaron que se estaban haciendo
obras de reforma, pues no paraban de moverse por el lugar operarios de una
empresa de construcción, el suelo estaba muy sucio y la puerta que daba
acceso a donde se almacena el oro se mostraba cerrada, la típica compuerta
redonda de acero y un metro o más de espesor.
—Vaya, cómo desentona esta estancia con respecto al resto del edificio —
dejó escapar Esther.
—¿A qué se refiere?
—Aquí todo parece caos, arriba, por contra, es todo orden, limpieza y sin
empleados alrededor.
—Bueno, es lo que tienen las obras, recuerdo cuando hice reformas en mi
casa, también fue una locura.
La inspectora no replicó el comentario, se limitó a observar para tener
almacenados en su memoria todos los datos. Hasta que formuló una pregunta:
—¿Hay algún acceso desde esta sala o desde el interior de la bóveda al
subsuelo?
—Que yo sepa, no hay conexión con las alcantarillas.
—¿Sabe de algún superior que pudiera tener la confirmación de ese dato?
—Puedo hablar con el responsable, claro.
—¿Ahora?
—No sé si estará ocupado…
—Serán solo unos minutos.
—Si es importante…
—Quizás lo sea.
Y de nuevo al entramado de pasillos y escaleras para regresar a la planta
principal. En un lateral y accediendo a través de una puerta oculta, como la
del servicio en una mansión victoriana dos siglos atrás, llegaron a los
despachos de los empleados. En uno de ellos encontraron al responsable de
seguridad del banco, una estancia que parecía demasiado pequeña y austera
para alguien que ostenta semejante cargo.
El sujeto tenía más de sesenta años, calvo, algo entrado en kilos y
ataviado con un sobrio traje negro con camisa blanca y corbata gris.
—Buenos días, soy Pedro Zapatero, ya me dijo David que vendrían a
verme. El aludido los dejó a solas cerrando la puerta a sus espaldas.

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—Buenos días, soy la inspectora Esther Gallardo y este es mi asesor, el
exinspector Hugo Moretti. Aunque eso ya lo sabrá usted.
—Así es, me han comunicado su interés por un posible futuro robo.
—Eso es lo que investigamos.
—Les aseguro que el lugar es impenetrable.
—Me alegra oír tanta seguridad en su trabajo, aunque tenemos que
contemplar todas las posibilidades en el caso que seguimos.
—¿Qué tienen?
—El caso está bajo secreto de sumario, pero compartiré los pocos datos
que tenemos si me garantiza con su palabra que no habrá filtraciones, ya sabe
cómo funciona esto.
—Lo sé, pertenecí al Cuerpo durante más de treinta años y he tenido
muchos casos en los que ha habido chivatazos, con lo que eso conlleva. Puede
estar… pueden estar seguros los dos de que lo que digan no llegará más que a
mis oídos, o a los del gobernador del banco si lo considero oportuno.
—Me fío de usted, pero de sus empleados…
—Yo los controlo, yo me encargaré de David.
—Está bien, no tenemos tampoco mucho tiempo para seguir discutiendo
sobre ello. —Moretti no dijo una palabra, veía que Esther manejaba la
situación con maestría—. Los agentes del subsuelo de la Guardia Civil han
hallado bajo el banco el cadáver de un hombre aún no identificado y no
tenemos pistas sobre el suceso; sobra decir que la víctima no murió de causas
naturales.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Conocía el hallazgo, ayer vinieron los de la UCO para hacerme las
mismas preguntas que usted.
—Me temo que no nos han comentado aún los compañeros de la Guardia
Civil ese movimiento.
—Solo puedo decirles lo mismo que a ellos. No falta ningún empleado en
activo del banco, me he cerciorado en el acto.
—Quiero preguntárselo de nuevo, si no le importa. ¿Considera la
posibilidad del robo al banco algo imposible?
—Nada es imposible, pero sí muy poco probable. Piense que este banco
tiene su mayor recurso en el oro de la reserva nacional y apenas hay un uno
por ciento en el edificio, casi todo está bajo la fuente de Cibeles.
—Explíqueme eso más al detalle.

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—Veo que no conocen la serie esa de La casa de papel, en las últimas
temporadas robaban precisamente la bóveda.
Esther lanzó una mirada rápida a su compañero, este no se inmutó.
—Desconocía ese dato, me temo que no hemos visto la serie.
—En la misma se dan muchos datos, aunque ninguno real, qué extraño,
porque están disponibles en una simple búsqueda en Internet. Ellos mostraban
el edificio del Ministerio de Transporte, Movilidad y Agenda Urbana, situado
en Nuevos Ministerios, y la bóveda estaba allí mismo, en el sótano y tras una
única puerta. La realidad es bien diferente. La auténtica bóveda está ubicada
treinta y cinco metros bajo el suelo, justo bajo la fuente de Cibeles, dispone
de dos mil quinientos metros cuadrados y está construida con hormigón
armado y cemento fundido, para acceder a ella hay que pasar por varias
puertas acorazadas de entre nueve y dieciséis toneladas, además de rejas de
seguridad intermedias, no se puede abrir una puerta si no se ha cerrado la
anterior. Dentro hay doscientas ochenta toneladas de oro en lingotes,
doscientas más que en la serie, además de medio millón de monedas y otros
artículos de inmenso valor. Si alguien accede a la bóveda, esta se inundará al
instante con el agua de la fuente.
—¿Cómo ha dicho? ¿Qué es eso del agua? ¿No se puede acceder? ¿Cómo
lo hacen los responsables del banco?
—Nunca se ha accedido al interior desde que la construyeron y tras
llenarla de oro y activar el sistema de seguridad.
—Pero… ¿de qué sirve tener esa fortuna bajo tierra si no se puede tocar?
Pedro Zapatero arqueó las cejas hasta donde seguro había cabello unas
décadas atrás.
—¿A qué viene esa pregunta?
—Es cierto, no tiene nada que ver con el caso que nos ocupa.
—Resumiendo, señores, porque tengo mucha tarea pendiente: el lugar es
de los más seguros del mundo. Dudo que pueda robarse con la facilidad que
muestra esa serie.
—Gracias por su atención.
Ya se marchaban Gallardo y Moretti cuando el ciego se detuvo y giró para
hacer una pregunta.
—¿Qué ha querido decir antes con lo de que se había asegurado de que no
faltaba ningún empleado en activo?
—No le comprendo.
—Me refiero a si tiene empleados que en este momento no estén en
activo.

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—Claro… quiero decir que hay personal de baja por enfermedad, otros
por vacaciones y el resto por excedencias personales.
—Doy por sentado que no se ha puesto en contacto con ellos.
—No he pensado que…
—¿Le importaría hacernos un listado con los nombres y demás datos de
esas personas? Ya nos encargaremos nosotros de localizarlos y, si no es
molesta, también querría un listado de los que se han jubilado o se han
despedido en los últimos diez años.
—Eso me llevaría un día entero… quiero decir que lo haré, les mandaré la
información en cuanto la tenga disponible.
—Gracias de nuevo por su atención, esperamos esa información.
—¿Necesitan que los guíen hacia la salida?
—No, gracias, creo recordar el camino —dijo Esther.

Siendo la hora del almuerzo, pararon en un restaurante para recapitular,


aunque había poco que hablar sobre lo investigado esa mañana.
—Pide las costillas, son una gozada.
—No tengo ganas de comer carne, Hugo. Prefiero una ensalada y el
pescado a la plancha.
—Una pena, tú te lo pierdes.
—Ya veo que tú no tienes pensado privarte de ellas. Que no veas cómo te
crece la curva de la felicidad mes a mes no significa que no la sientas.
—He notado que me queda la ropa algo tirante, pensaba que era porque la
lavan a demasiada temperatura.
—Claro, estará encogiendo…
—Muy sutil ese comentario.
—Ya no eres un chaval, tampoco vas al gimnasio ni haces otro tipo de
ejercicio.
—Vale, ya me ha quedado claro que debo cuidarme.
—Te gusta demasiado la carne, la comida en general sin control.
—Que sí, que ya lo he oído.
«Mujeres, es imposible discutir con ellas. Mejor obedecer».
Y ambos pidieron ensalada y pescado a la plancha.
—¿Qué vamos a hacer con el caso? Lo del banco de España no es más
que una simple sospecha, los motivos para matar a la víctima pueden ser
infinitos.
—Pero rociando con ácido su cabeza y manos…

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—Sí, aun así.
—Entonces no pasará nada si se filtra nuestra visita con preguntas
incómodas sobre robos.
—Casi preferiría que fuese lo contrario, que supusiera un inconveniente,
eso significaría que vamos por la senda adecuada y que hemos descubierto el
móvil del crimen.
—Estaría bien para avanzar, aunque no supiéramos ahora cómo hacerlo.
—No hables tan alto, Esther, tengo confidentes y amigos, alguno de ellos
nos podría decir algo sobre robos a gran escala.
—Ya no recordaba a tus confidentes, aunque es una forma de hablar y por
supuesto que nunca nadie podría olvidar a Aramís Fuster cuando cubríamos el
caso del Malleus Maleficarum.
—Esperaba esa respuesta —dijo él con una sonrisa.
—Me está entrando hambre, quizás esas costillas…
—Eres detestable.
—Nada de eso, soy adorable.
—Claro.
El camarero trajo el primer plato, las ensaladas, y dejaron la conversación
para más adelante. Aunque no volvieron al tema de la comida ni del caso, se
limitaron a detallar una escapada romántica en las próximas semanas, también
teniendo como opción secundaria ir a Guadalajara para volver a ver a la
hermana mayor de Esther, Gloria, y pasar un día de barbacoa divertido como
el anterior.
Una vez terminaron con el postre:
—No te he dicho nada, pero ha sido brillante el detalle sobre los
empleados que no están en activo, podría ser importante y lo he pasado por
alto.
—Lo que más me ha preocupado es que el responsable de la seguridad no
haya caído en eso. Si alguien que está o ha estado trabajando en el banco y
conoce los sistemas de seguridad ha desaparecido, lo lógico es que hubiera
buscado más allá que en los simples empleados en activo. Ese tipo se ha
henchido de orgullo mencionando que ha trabajado en el Cuerpo durante más
de treinta años, pero ha pasado algo por alto que es inaceptable.
—Se ha apoltronado en el cargo, se ha oxidado.
—Todos lo haríamos si nos destinan a un cargo similar tras tantos años
investigando crímenes, no te olvides que ese lugar nunca ha sido robado,
exceptuando en la ficción, eso te da una seguridad que puede jugar en tu
contra.

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—¿Y si está implicado?
—¿Crees que podría ser un socio del asesino?
—No descarto nada, eso me lo enseñaste tú.
—Es cierto.
Llegaron a la comisaría antes de las tres de la tarde. Ya en el despacho
comprobaron que no tenían avances de Científica ni Forense; tardarían en
llegar datos unos días, si es que se hallaba algo. También llegaría en más de
veinticuatro horas el listado de empleados del banco, por lo que solo les
quedaba llamar a los responsables de la Guardia Civil, a la UCO, para saber si
habían averiguado algo nuevo. Moretti se ofreció a hacerlo, Esther denegó la
propuesta al instante y su asesor y compañero solo le susurró: «ten tacto».
Moretti oía a Esther asentir al teléfono cada pocos segundos, intuía que no
había avances y que los compañeros guardias civiles no habían informado de
que la entrevista con el responsable de seguridad se había producido sin
resultados y por eso no se les había notificado.
—¿Y bien? —preguntó el exinspector tras oír cómo colgaba el teléfono.
—Nada, pero nos comentarán lo que vayan descubriendo a cambio de que
hagamos lo mismo.
—Lógico.
—¿Qué hacemos ahora?
—Supongo que eso lo dirá Simón, seguro que tiene casos de homicidios
de esos fáciles para nosotros y así liberarse de trabajo pendiente.
—No me apetece hacer eso.
—Tampoco a mí, pero es nuestra tarea, sobre todo la tuya en tu nuevo
cargo. Piensa en positivo, podrás asignar esos casos a los inspectores y
oficiales de la brigada, ahora trabajan a tus órdenes.
La inspectora resopló emitiendo el mismo sonido que un globo inflado al
que aflojan la presión sobre la boquilla.
—Esther…
—Sí, ya sé que es mi tarea, pero no sé cómo voy a mirar a la cara a
compañeros que me duplican la edad, y seguro ansiaban este puesto, mientras
les doy órdenes.
—Te acostumbrarás.
—No sé si…
No pudo terminar la frase porque sonó el teléfono.
—¿Comisario?
—Espero que hayas traído ropa decente hoy.
—¿Cómo?

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—Ha habido filtraciones a la prensa, tenemos a dos docenas de periodistas
a la espera de que des una charla informativa con ronda de preguntas en
veinte minutos.
—¿Es una broma?
—¿Alguna vez he bromeado? —Y colgó.
Se quedó mirando el auricular del teléfono durante unos eternos segundos,
con la boca abierta y la mente en blanco.
—¿Esther?
Nada.
—¿Esther?
—¿Sí?
—¿Ha pasado algo?
—¿Podría llegar a casa para cambiarme de ropa y regresar en menos de
veinte minutos?
—¿Cómo dices?
—Mi primera rueda de prensa.
—Vaya, pues sí que te ha llegado pronto —dijo sin poder contener del
todo la carcajada.
—¿Qué te hace tanta gracia, idiota?
—Seguro que estás preciosa.
—He venido con vaqueros, una camiseta y cazadora de cuero.
—Pues apúntate que tendrás que trabajar a partir de ahora con camisa
blanca y americanas grises o negras.
—Ja… ja… ja… Me parto con tu humor.
—Venga. Dedica estos minutos a preparar frases tipo y a mejorar lo que
creas que puedes tu aspecto físico para la televisión y las fotos.
—Como si me hubieras hablado en chino, ¿frases tipo? ¿Aspecto físico
que crea mejorar?
—Las frases tipo son: «aún no tenemos suficientes datos como para
informaros», «todo el departamento está trabajando para averiguar la
identidad del cuerpo», «no hay razón para pensar que el homicidio esté
relacionado con el banco de España», «estamos trabajando codo con codo con
la Guardia Civil y con el servicio de seguridad del banco para obtener más
datos», «cualquier avance se les comunicará a través de los canales
habituales», «no existe motivo para crear alarma social ni económica con
respecto a lo sucedido» y todos los demás que se te ocurran. Recuerda que no
tienes que responder a las preguntas que te hacen, solo soltar esas respuestas y
ellos se darán por satisfechos.

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—No es cierto.
—Claro que no, los periodistas quieren oír noticias alarmantes, quieren
que les digas que van a dejar a España sin su reserva de oro; pero es tu tarea
contenerlos en esas estúpidas ideas.
—¿Estúpidas?
—Lo son por ahora. Por cierto.
—Dime.
—Imagina que están todos desnudos ante ti.
—¿Cómo dices?
—Es una forma de liberarte de presión.
—Ya lo había oído, pero me parece algo estúpido.
—Lo es.
—Espera, ¿qué has querido decir con lo de arreglar mi aspecto físico?
—Me refería a lo que hacen los hombres que tienen que dar una rueda de
prensa: se recortan la barba o afeitan por completo aprisa en el cuarto de
baño, además de peinarse a conciencia. Las mujeres se perfilan el maquillaje
y arreglan el cabello.
Esther no se había maquillado ni para ir a bodas o cenas de fin de año, por
no hablar de que se limitaba a peinar durante treinta segundos cada mañana su
media melena y con eso tiraba todo el día.
—Me da igual el aspecto físico.
—Pues eres la primera que conozco a la que no le importa cómo saldrá en
todos los noticiarios y en portadas de periódicos del país entero.
—Solo quiero no derrumbarme o titubear, o bloquearme ante las
preguntas y las miradas de los periodistas.
—Eres psicóloga, manéjalos a tu antojo.
—Fácil de decir…
—Haz que sea fácil de hacer.
—Claro, súper fácil.
—En serio, el tiempo vuela, sabes todo lo que tenemos sobre el caso,
porque tú no olvidas nada. Usa barreras para que no se te escape nada
comprometedor ni des nombres de colaboradores como los responsables de la
UCO o de la seguridad del banco, limítate a las frases tipo, hazme caso.
Esther comenzó a hacer ejercicios de control de la respiración que había
aprendido en la Universidad para hacer disminuir los nervios. El ataque de
ansiedad se veía venir de lejos como la ola de cincuenta metros de altura de
un tsunami que los bañistas aprecian paralizados desde la orilla de la playa. A
toda velocidad.

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A pesar de que había invertido todo el tiempo en controlar su mente y el
temblor del estómago, quiso pasarse unos pocos minutos por el cuarto de
baño para vaciar la vejiga y atusarse con los dedos el cabello ante el espejo.
Repitió de memoria las frases tipo que le había dicho Moretti, amén de otras
más ideadas por ella, de camino a la sala en la que la esperaba la jauría de
periodistas.

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Gobernador

La panorámica que disfrutaba desde su despacho era tan bella —siempre—


como asfixiante —ahora— por el calor que se apreciaba en la plaza de
Cibeles —él detestaba el calor— y porque había recibido otro correo interno
del jefe de seguridad con el mismo mensaje que el día anterior, aunque
cambiando los protagonistas.
El despacho de Álvaro del Pino, gobernador del banco de España, siempre
tenía una temperatura de diecinueve grados, ya que al usuario del mismo le
gustaba el frío y no era de esos que se despojan de la chaqueta para trabajar a
diario, le gustaba mantener las formas desde que lo educaron las institutrices,
en la infancia, y luego los asesores y profesores contratados por su padre,
Nicolás del Pino, marqués de Sotomayor y grande de España. Los títulos y el
grueso del dinero y propiedades los había heredado su hermano mayor para
conservar unido el patrimonio familiar, él se había conformado con una
mansión-palacete en la calle Alcalá y el puesto de trabajo que ostentaba desde
hacía diecisiete años, no estaba nada mal; aunque las costumbres son las que
son y seguía comportándose como si perteneciese a la aristocracia.
Ese día el traje de tres piezas a medida parecía quedarle una talla más
pequeño, sin duda debido al calor que sentía, porque no había engordado un
solo gramo desde hacía décadas.
Caminaba en círculos con algo de ansiedad por el despacho, sin oír los
pasos que daba sobre la gruesa alfombra; dicha ansiedad se la provocaba el
hecho de que tanto la Guardia Civil como la Policía Nacional contemplasen la
idea de que podría efectuarse un robo al banco.
«Es imposible, la bóveda no se puede robar, pero un intento de robo es
casi igual de negativo para la entidad que realizarlo con éxito. Necesito
información, no me gusta estar aquí sentado sin saber qué ocurre a mi
alrededor».
Se sentó ante el escritorio, donde curiosamente no había ordenador, ni fijo
ni portátil, y llamó a su secretaria.
—¿Señor?

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—Ponme con Zapatero.
—Inmediatamente.
Álvaro del Pino no conocía otro número más que el de su secretaria,
mejor dicho su extensión, el cero.
El teléfono comenzó a sonar y lo cogió antes de que finalizase el primer
tono.
—¿Señor?
—Quiero un informe para ahora mismo sobre lo que han indagado los
inspectores que cubren el asesinato en el subsuelo. Que sea lo más detallado
posible.
—Bien, voy a…
—Quiero que tengas un contacto directo y diario con ellos —lo
interrumpió—. Ofréceles toda la ayuda posible y, a cambio, que nos informen
a nosotros en tiempo real de cualquier descubrimiento que hagan. Ten un
control exhaustivo de cada empleado que entra y sale, de cada empleado que
esté de baja o suspendido momentáneamente. Cada dato que tengas y que
consideres importante, ya sabes, me lo envías a la hora que sea el día que sea
de la semana.
—¿Eso es todo?
—Sí.
Y colgó sin despedirse. Se levantó y comenzó a caminar de nuevo por el
despacho en círculos, ya no observaba la plaza al otro lado de los ventanales.
«¿Cómo estoy tan seguro de que la bóveda es imposible de robar? Se
construyó hace mucho tiempo, los sistemas que conocen los ladrones de alto
nivel han evolucionado mucho en estos años. No creo que un edificio, aunque
esté considerado de los más seguros del mundo, sea inexpugnable».
El gobernador recordó los momentos en los que vio la serie de La casa de
papel, se la había recomendado su propia secretaria. No le gustaba ese tipo de
contenido, pero se forzó a verla por el asunto del robo al banco, con interés y
curiosidad sobre lo que iba a suceder, si los ladrones conseguían su propósito.
Que la productora hubiera elegido otro edificio fue un alivio por el
inconveniente que hubiera supuesto dejarles rodar en su edificio, también
sintió ese alivio cuando vio que todos los datos sobre la bóveda y su
contenido eran ficticios. Hasta las atribuciones del ejército dentro del caso
eran absurdos, pero quién sabe, quizás en el caso de un robo real al banco, el
Ministerio del Interior tomase partido y asumiera el control. El actor que
hacía su papel no era malo, una imitación decente. En ese último aspecto,
Álvaro pensó que él no habría obrado como un héroe para salvaguardar el

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contenido de la bóveda cuando fue golpeado. El suyo, después de todo, era un
trabajo, solo eso, aunque se lo tomase muy en serio, pero para dar la vida por
él… en absoluto.
Apartó esos pensamientos de su cabeza y miró su reloj de pulsera,
quedaban dos horas para terminar la jornada, pero no iba a poder hacer más.
Todas las tareas diarias habían sido asignadas y estaban cumpliéndose, así
que se decidió a marcharse a casa para tratar de calmar los nervios. Si había
novedades, lo llamarían a su teléfono particular.
«Nadie entrará en la bóveda, eso es imposible, no puede suceder. Es más,
¿cómo podrían sacar el oro y resto de contenido? No, salvo que… salvo que
sepan qué hay dentro».

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Confidente

Al otro lado de la ventanilla del coche se apreciaba el ajetreo típico de una


tarde cualquiera en pleno mes de junio en Madrid, sobre todo en la zona
céntrica que se veía rodeada por la M-30. Aunque campaban a sus anchas los
turistas descuidados con las mochilas a la espalda y las sandalias en los pies,
dentro de un par de horas, a estos y a los carteristas se les unirían todos los
empleados que terminan su jornada laboral y huyen a casa, al bar, al gimnasio
o a hacer unas compras de última hora para llenar el frigorífico.
El Audi RS5 se dirigía a la zona de Retiro con África al volante, Esther a
su lado y Moretti y Fernando Costa en el asiento trasero. Solo el ciego sabía
qué encontrarían en el destino, aunque la inspectora intuía que se trataría de
uno de esos confidentes que podrían aportar algo al caso que acababan de
iniciar. Más les valdría a todos, porque no contaban con nada aún a lo que
aferrarse.
Aparcaron en doble fila ante la fachada de un edificio señorial cincelada
en mármol blanco y con una entrada de madera noble de esas que uno sabe
que en el interior encontrará un vestíbulo como el de un hotel, con
recepcionista uniformado incluido.
—África, quédate en el coche, no quiero que se lo lleve la grúa a pesar de
dejar el distintivo policial en el parabrisas.
—Pero…
Nadie dejó que siguiera con la réplica, se bajaron los tres en silencio y la
pelirroja tuvo que morderse la lengua.
El conserje de la finca, uniforme de corte militar incluido, los recibió
como si fuese el propietario del inmueble, como ya estaban acostumbrados
cuando visitaban esa zona o la del barrio de Salamanca. Dieron el nombre del
vecino al que visitaban y el empleado tomó el teléfono fijo para hacer la
llamada interna de rigor.
—El señor Smith les espera en su apartamento —dijo el conserje sin
cambiar el tono de voz ni mover un solo músculo de su rostro.

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Esther, ya en el ascensor centenario, preguntó a Moretti si lo había
avisado de su visita.
—No es necesario, lleva unos veinte años sin salir de su casa.
—¿Cómo…?
—Agorafobia.
—Ya me extrañaba de que fuese una persona completamente funcional si
era amigo y confidente tuyo.
—No digas eso, y más siendo psicóloga.
Esther esbozó una media sonrisa. Fernando no tenía ni idea de lo que
hablaban.
El rellano tenía el tamaño de un piso medio en España, con una zona de
descanso equipada con tres sillones, mesa baja y plantas de interior, además
de alfombras nobles por doquier; en esos sitios parecía molestar incluso el oír
caminar a un vecino por el pasillo. La puerta a la que se dirigían se
diferenciaba de las demás porque estaba unos centímetros abierta, lo justo,
por si decidía entrar alguien indeseable sin ser invitado.
Esther abrió algo más la puerta a la vez que Moretti decía «Soy Hugo,
Walter, vengo con dos acompañantes». No se oyó respuesta. Entraron en la
vivienda despacio, con el respeto que se siente al pensar que uno pudiera pisar
arenas movedizas; y eso que la decoración y limpieza rivalizarían con las que
habían visto por la mañana en el banco de España. Al fondo estaba el salón
sumido en la penumbra de dos lámparas, pues todas las ventanas estaban
cerradas. Y encontraron a su anfitrión, desentonando con el lugar, aunque no
con la oscuridad, ataviado con un pijama azul de franela que le quedaba
grande, zapatillas de felpa y barba desaliñada.
—No dijiste que vendrías acompañado. ¿Quiénes son? ¿Por qué no me
avisaste? —Se mostraba temeroso, incluso temblaba mientras se mantenía lo
más alejado de ellos que podía.
—Walter, son mis compañeros, pueden esperar fuera, pero me gustaría
que se quedasen, solo serán unos minutos y podemos hablar desde la distancia
si así te sientes más seguro.
—Di-dime qué es lo que quieres.
—Está bien, iré al grano. ¿Sabes algo de futuros robos a gran escala en la
ciudad?
—No.
—Ni te lo has pensado.
—Es que llevo diecisie… dieciocho años y medio sin saber nada de eso,
no he conversado con antiguos socios sobre el tema, supongo que porque

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ellos tampoco saben nada.
—Quizás no sean holandeses.
—No me insultes, sabría de movimientos aunque fueran de pakistaníes o
brasileños, no solo de compatriotas. ¿Qué tipo de robo? Tengo curiosidad.
—Un gran banco.
—Las medidas de seguridad se han reforzado mucho en las últimas
décadas, es casi imposible robar uno con garantías de éxito.
—¿El banco de España? —preguntó Esther.
Walter Smith se encogió como si le hubieran disparado en el estómago, no
estaba acostumbrado a tener a un desconocido en su casa, menos aún que le
hablase.
—¿Walter?
—No pasa nada… ¿Has dicho el banco de España? —Le había
preguntado a Moretti, no a la chica.
—Eso es.
—Uno de los diez moby dick.
—¿Cómo dices?
—Uno de los diez robos imposibles, como capturar a la ballena blanca, ya
sabes, la novela…
—Claro. ¿Por qué es imposible? ¿Por las medidas de seguridad?
El hombre había recuperado la compostura. Tendría unos setenta años,
pero se mantenía en forma, que es la manera de decir que estaba delgado y no
con la tripa prominente que te regala la edad en asociación con el hábito
sedentario de un jubilado.
—Además de eso —dijo por fin—, también por el contenido de la bóveda.
Hablamos de casi doscientas toneladas si quieres llevártelo todo, ¿dónde
metes ese peso para llevártelo en mitad de una ciudad sumida en atascos?
¿Dónde vendes esos lingotes marcados?, además de monedas históricas que
están registradas a conciencia; ya no digamos el oro nazi.
—¿Oro nazi?
—Muchos lingotes pertenecen a los pagos que hizo Suiza a España por su
apoyo a Hitler durante la Segunda Guerra Mundial, los suizos los recibieron
directamente del Tercer Reich para actuar de banco intermediario con Italia,
España, Japón… Aunque se fundiera ese oro y se tratase de colocar en forma
de pepitas, sería difícil venderlo sin hacer saltar todas las alarmas de los
organismos internacionales de control, como la Interpol.
—Imposible —murmuró Moretti.

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—Imposible por completo —repitió Walter—. Hablamos de la dificultad
de entrar con esos controles de seguridad, de salir con toda la policía y el
ejército, de cargar el peso en camiones, de abandonar el país o desaparecer en
alguna zona poco poblada, fundir el oro durante días o semanas, venderlo
luego sin que los organismos de control detecten la venta. No tengo que
seguir, ya ha quedado bastante claro, ¿no? Y me olvidaba de la devaluación
que tendría ese oro.
—¿Devaluación?
—Claro. El oro vale algo más de cuarenta euros el gramo si lo compras,
pero la mitad si lo vendes. Eso no es todo. Tienes que tener en cuenta que los
lingotes con la marca del Tercer Reich cuestan una fortuna en el mercado
negro, así que perderían entre un setenta y un ochenta por ciento del valor si
se vende fundido y en pepitas, también la depreciación del medio millón de
monedas de valor histórico.
—Seguiría siendo un botín millonario.
—Mil millonario, pero es mucho riesgo cuando puedes hacer un atraco
mucho más seguro llevándote divisas o acciones que no ocupan más espacio
del que cabe en un simple pen drive.
—Hablas como si tú mismo hubieras pensado alguna vez en robarlo.
—Todos lo hemos pensado y estudiado, por supuesto, pero ya sabes que
no podría hacer nada en mi estado y a mi edad. Si te sientes más seguro, pon
una patrulla vigilando mi puerta día y noche.
—Está bien, me ha quedado claro. Aun así, me gustaría que me llamases
si averiguas algo. ¿Indagarás por mí entre tus conocidos por si ellos saben
algo?
—No tengo mejor cosa que hacer, la verdad. Las conversaciones con
antiguos socios son lo único que me mantienen cuerdo, eso y los culebrones
turcos. ¿Los has visto? Perdón, no he tenido tacto —dijo eso último
señalándose los ojos—. Me acabo de señalar los ojos.
—Lo imaginaba. Me apunto lo de los culebrones.
Bajaban en el ascensor cuando Esther preguntó:
—¿Quién es ese tipo?
—Uno de los mejores atracadores de bancos de la historia.
—¿En serio?
—¿No lo has intuido con la conversación?
—¿Qué le pasó?
—Robó la Reserva Federal de México en mil novecientos noventa, lo
pillaron y encerraron durante más de quince años en una celda en la que

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apenas puedes ponerte de pie. No cedió a las presiones ni torturas, salió con
un cambio de régimen político y se vino a vivir a España con el capital
obtenido guardado en un paraíso fiscal. Es incapaz de salir de esa cárcel que
es su hogar ahora, oscuro aunque más espacioso que la celda.
—¿De qué lo conoces? Espera, ya lo imagino, tus padres con sus tareas de
abogacía por los derechos humanos.
—Chica lista.
El agente Fernando Costa se sentía como si estuviese atado de pies y
manos durante una negociación con rehenes, veía y escuchaba, pero no era
capaz de intervenir, ni siquiera de formular una palabra para aportar algo de
provecho, pensó que así se habrían sentido Esther y África antes que él en
situaciones similares.
Entraron en el coche, que estaba estacionado unos metros más atrás de
donde lo habían dejado. África estaba en silencio y con cara de pocos amigos.
Partieron de nuevo hacia la comisaría. La música de la radio era disco de los
noventa, lo que tomó por sorpresa a los tres acompañantes de la conductora,
ya que África siempre ponía discos de Bon Jovi, pero nadie dijo nada porque
el volumen no era tan alto como para suponer un inconveniente.
África esperaba hablar con Esther sobre lo ocurrido, pero la conversación
no se llevó a cabo y cada uno partió hacia su puesto de trabajo. El reloj
marcaba las siete y media de la tarde.
—Ya sabemos que robar el banco es una posibilidad demasiado remota —
dijo Esther cuando acabó de comprobar que no tenía nada nuevo sobre el caso
en el correo electrónico.
—Eso es. Tenemos que buscar otros móviles para el homicidio. Es pronto
para hacer una reunión en la cocina con el equipo, ya que no hay novedades
que informar al comisario ni a los que formamos parte del operativo. A ver
cómo te desenvuelves luego en la rueda de prensa.
—¿Otra vez tengo que hablar?
—Hasta que se cansen de no tener avances y busquen otro hueso que roer.
—Aún queda una hora y media, podríamos darle vueltas al asunto o
llamar a Forense y Criminalística para meter prisa.
—No seas ansiosa y deja de presionar al equipo, no servirá de nada que lo
hagas, encontrarán lo que tengan que encontrar a su debido tiempo. Y lo de
darle vueltas al asunto… ¿en qué has pensado?
—Posibles móviles para el asesinato, además del poco probable del robo.
—No ha sido algo impulsivo, nadie mata de repente y recuerda que lleva
consigo una botella de ácido y una palanca para abrir una alcantarilla.

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Tampoco es el tipo de cadáver que te encuentras, ni la localización, cuando se
trata de un crimen pasional o una venganza. ¿Ajuste de cuentas? Suelen dejar
los cuerpos bien reconocibles y a la vista para mandar el mensaje a quienes
deseen hacerle lo mismo al asesino de turno. ¿Celos? Podría ser, aunque no
suele haber ese ensañamiento con ácido, o por contra rocían todo el cuerpo y
no solo las partes que sirven para el reconocimiento.
—Comprendo, no es necesario que sigas, ya conozco todos los motivos de
un asesinato. En definitiva, que no sabemos aún el motivo, pero todo apunta a
que la identificación del cuerpo es algo que el criminal no quiere que suceda;
y lo de colocarlo allí.
—Colocarlo no es la palabra exacta, quizás lo mató allí. Eso nos los dirán
nuestros colaboradores. En el caso de que lo matara allí, ¿qué hacían en el
subsuelo?
—Y bajo el Banco de España, nada menos.
—Demasiadas incógnitas por ahora, y ninguna respuesta.
En ese momento apareció en el despacho Marta Herreros, la secretaria del
comisario, portando su semblante malhumorado de siempre y una carpeta que
dejó sobre la mesa de Esther sin pronunciar palabra alguna; se marchó con el
mismo mutismo que había entrado.
—Tenemos caso nuevo, seguro que uno de esos fáciles.
—¿Cómo sabes…?
—El perfume de Marta en mi olfato y la forma de entrar y salir en silencio
en mi oído. ¿De qué va el asunto?
Esther no respondió, se limitó a leer el informe y la documentación anexa
durante algo más de cinco minutos. Luego llamó a Fernando Costa por
teléfono para que se personara en el despacho.
La cara del chico era un cuadro impresionista al comprender que la
inspectora le estaba asignando un caso de homicidios siendo un simple
agente. La de Moretti no se quedaba atrás.
—¿Cómo? ¿Llevar yo el caso?
—No te lo asignaría si considerase que no puedes hacerlo. Mientras no
tengamos avances en nuestro caso principal, investigarás esto. Consulta
conmigo y con Hugo lo que necesites y ten a África como apoyo.
—Pero…
—¿Pero qué?
—No, nada. Me pongo ya a estudiarlo.
—Tienes los informes detallados en la carpeta, empieza con llamadas a
Forense y Criminalística, luego visita el lugar del crimen y ponte con las

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entrevistas a testigos, búsqueda de cámaras de vigilancia y más entrevistas
con amigos, compañeros de trabajo y familiares.
—Lo sé, conozco el procedimiento.
—Pues dale caña.
El agente se quedó unos segundos en silencio, sin saber bien qué hacer o
decir, y se limitó a dar las gracias por la oportunidad.
—Esther —dijo Moretti cuando el chico cerró la puerta al marcharse.
—Sé lo que me vas a decir, que no está preparado, que es una temeridad y
que el comisario no lo aprobará.
—No. Iba a decirte que esta tarde tendrás dos momentos incómodos, no
solo la rueda de prensa sin tener nada de que informar, sino también una
conversación tensa con África.

Se atusaba el cabello sin cesar, a un lado, al otro, la media melena de color


castaño parecía mecida por un vendaval entre sus dedos, como siempre que
estaba muy nerviosa. La rueda de prensa había ido como esperaba. Aunque
llevaba un traje de chaqueta y pantalón, como le había sugerido Moretti el día
anterior, el tener que repetir las mismas frases y reconocer que no había
avanzado en el caso ante los insistentes periodistas le había hecho perder el
apetito, cenaría ligero o se acostaría sin cenar, además de hacerle pensar que
esa atribución a su nuevo cargo no era algo que motivase a Esther en su
trabajo. Su pareja y compañero se había marchado a casa para ir preparando
algo en la cocina, ella se marcharía en taxi. O eso pensaba.
—¡Joder, África, qué susto me has dado!
—Te esperaba para llevarte a casa.
—No era necesario.
—No me importa, así hablamos.
¿Así hablamos? Eso quería decir mucho, aunque solo se tratase de dos
palabras.
Una vez en el coche, la suboficial se lanzó.
—¿Un caso para Fernando?
—Creo que está preparado y necesita motivación.
—¿Yo no estoy preparada ni necesito motivación?
—No me hagas esto, no te lo hagas tampoco a ti misma.
—¿Qué es lo que me estoy haciendo?
—África, el caso lo podrías llevar tú sin problemas.
—¿Entonces? Se lo has dado a él.

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—Esto no es una disputa en el patio del recreo del colegio.
—¿Ahora soy infantil?
—No me gusta ese tono. Los casos los lleva la brigada y me toca
asignarlos en función de muchos criterios. Los éxitos son de todos.
—Pero él está al mando, sumará puntos.
—Claro que sí. Por cierto, no vi que te quejaras en casos anteriores
cuando solicité tu apoyo y eso te valió un ascenso.
—¿Lo has hecho por eso?
—Sabes que Fernando merecía el ascenso igual que tú. No quiero discutir,
estoy muy cansada. Si no quieres hacerle el apoyo en el caso, me parece
estupendo y encargaré la tarea a otro.
—No he dicho que no vaya a trabajar con él, solo quería dejar claro…
bueno, quería saber tus motivos.
—Pues ya los sabes. No espero que los compartas ni que los aceptes, pero
sí que los respetes.
África no dijo nada más durante el trayecto, aunque Esther la conocía lo
bastante como para saber que se sentía avergonzaba y querría disculparse,
quizás lo hiciese el día siguiente tras meditarlo con la almohada. Esther, por
su parte, no le preguntó cómo iba su relación con el chico, aunque intuía que
el rechazo o la indiferencia de Fernando era el motivo principal de su enfado
por haberle asignado el caso a él.
Definitivamente no cenaría esa noche, solo quería ducharse y meterse en
la cama para tratar de dormir.

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El día a día

Se había acostado la noche anterior pasadas las tres de la madrugada, los


nervios le habían anulado el sueño por completo, no era para menos, lo que
tenía entre manos era todo un sueño hecho realidad, valga la redundancia.
Tras ducharse y cenar, se puso a memorizar cada palabra impresa en el
informe que le habían dado. Tras eso comenzó a organizar el operativo como
si se tratase del asunto más importante de su vida, también como si lo fuese
de la comisaría en la historia. Cómo abordaría cada entrevista y el orden de
las personas a entrevistar, cómo catalogaría cada pista o prueba que fuese
llegando, cómo coordinaría las tareas con África e, incluso, las palabras que
elegiría con cuidado en su trato con ella para que no hubiera roces. Quizás la
inspectora Gallardo estaba poniéndolo a prueba no solo para saber si era
capaz de resolver un caso, sino también para evaluarlo en su relación con el
resto del equipo cuando él estuviera al mando. No iba a defraudarla… No, a
quien no pensaba defraudar era a sí mismo.
Fernando Costa apenas había logrado conciliar el sueño más de dos horas,
pero no lo necesitaba. Volvió a ducharse y desayunó un café bien cargado
antes de partir a la comisaría para ser el primero en llegar. Recordó al mismo
tiempo que se sentaba ante su escritorio que la noche anterior debió recortar y
perfilar su barba, pero no le importó eso; los detalles estéticos quedaban en
segundo plano.
—¿Qué pasa, figura?
Se giró ante la voz. Era Carlos, un compañero de su misma promoción.
—Carlos, ¿con qué estás ahora?
—¿Con qué va a ser? Patrulla, para variar. Ya me marcho a casa, la noche
ha sido movida.
—Vaya, suena divertido.
—No tanto como tu nuevo caso. Creo que es la primera vez que se le
asigna un caso de homicidios a un agente.
—¿A qué viene esa sonrisa? No me gusta nada.

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—Yo no digo nada, pero todo se sabe, la comisaría es grande, pero no
tanto como para que los rumores no se extiendan.
—¿Rumores? Ilústrame.
—Estoy cansado, me voy a casa.
Fernando se puso de pie como accionado por un resorte y se encaró con su
compañero.
—No te lo voy a repetir.
—Oye, relájate, yo solo he escuchado cosas sobre ti y la inspectora jefe.
—¿De qué coño hablas?
—Joder, Fernando, solo hay que sumar dos más dos. Tú te lo has montado
con las agentes más guapas, la inspectora tiene un buen revolcón y seguro que
el ciego no le da todo lo que ella necesita. No es de extrañar que te haya
otorgado el caso.
Chin pum.

Veinte minutos después era Esther Gallardo la que apretaba los dientes a
pocos metros, justo en el despacho del comisario.
—¿Me estás hablando en serio?
—Claro que sí.
—Me diste el mando de la brigada, eso me da potestad para asignar los
casos según mi criterio.
—Solo es un agente con dos misiones de apoyo como experiencia.
—Lo he tenido trabajando a mi lado, sé de lo que es capaz. Si no me
consideras apta, devuélveme al cargo anterior.
—No me jodas, Gallardo. Mantener un buen clima en la comisaría es mi
función y esta idea tuya no solo ha generado mucha controversia, también
traerá consecuencias.
—No sé de qué me estás hablando.
—Te hablo de que Fernando Costa está declarando ahora mismo en
Asuntos Internos por haber golpeado a un compañero hace unos minutos.
—No tenía idea de… ¿qué ha pasado?
—Lo que tenía que pasar. Todos hablan del trato de favor.
—No hay trato de favor alguno.
—Tienes oficiales y suboficiales con más experiencia en simples
funciones de apoyo, así que darle un caso a un agente es extraño.
—Extraño…
—Sí. ¿Hay algo que yo deba saber?

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—No sé a qué te refieres.
—Pues usa tu imaginación, o esa memoria prodigiosa tuya. ¿Hay algo
personal entre Costa y tú?
—¡Por supuesto que no!
—Pues ya tienes otro conflicto encima, y eso que aún no se ha olvidado lo
que ocurrió entre tú y el inspector Bruno Gómez cuando llegaste aquí.
Esther no supo qué decir, no se podía creer que aquello estuviera
ocurriendo. De nuevo. Esta vez sin haber nada de cierto en las acusaciones.
—Soluciona esto y hazlo hoy mismo.
Esther se marchó al cuarto de baño, allí se lavó la cara a conciencia con
agua fría. Suspiró hondo varias veces para controlar la ansiedad y no acabar
vomitando o algo peor, llorando. Se miró al espejo y se preguntó cuántas
veces iba a fallar en su desempeño. Las dudas volvían a estar ahí. «¿Es este
trabajo el adecuado?», «¿debería renunciar?», «¿cómo demonios voy a
trabajar si cada paso que doy es un error o así es como lo ven los demás?»,
«nunca me ha preocupado lo que piensen los demás sobre mí, pero no hay
duda de que me afecta en mi vida personal y laboral».
El sonido de la puerta la sacó de sus pensamientos, era una agente de
uniforme que se llamaba Carla o Carolina, Esther no estaba segura del todo.
La agente tardó unos segundos en saludar tras mirarla fijamente, se limitó a
un «inspectora» y se metió en un cubículo a hacer sus necesidades.
«¿Y esa mirada? ¿Y ese tono de voz? Maldita sea, volvemos a la época
del instituto. Eso es este puto edificio, un centro de enseñanza con adultos en
apariencia, porque por dentro son adolescentes ávidos de tener a quién
machacar. No tengo suficiente con el caso, también con tener que asignar
otros casos bajo un criterio que no casará con la opinión de los implicados,
además de eso me toca cargar con rumores que merman mi autoridad y mi
concentración. ¿Habrá oído Hugo esas habladurías? Claro que sí, él aquí tiene
docenas de amigos y no se le escapa nada de lo que ocurre. ¿Le dará
credibilidad a esa tontería? Y luego está África… Joder, acabo de llegar de
vacaciones y ya necesito otras».

La trifulca con su compañero no era lo que más le preocupaba, a pesar de


haberle golpeado en la mandíbula y haber tenido que ser apartado y sujetado
por cuatro agentes para no darle más puñetazos. Tampoco el tener que pasar
por Asuntos Internos y estar a partir de ahora bajo vigilancia, a la espera de
que Carlos presentase una denuncia formal, si lo hacía, y las consecuencias

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que eso llevaría. Tampoco que toda la brigada lo mirase de reojo y lanzase
más rumores sobre él. Lo que de verdad preocupaba a Fernando Costa era el
haber perdido tanto tiempo que tenía pensado usar para ponerse con el caso.
También perdería otros minutos u horas muy valiosas en dar explicaciones a
Gallardo y Moretti. Por no hablar del trato que tendría con África, la que era
su apoyo a la vez que superior por rango. Una puta pesadilla. Quizás su día a
día a partir de ese momento.
El caramelo se había vuelto muy amargo de repente.
Quizás, pensó, no era necesario ir al despacho de sus superiores si estos
no lo llamaban para ello. Así que se limitó a acercarse al escritorio de África.
—Deberíamos ponernos con el caso, ya vamos muy tarde esta mañana y
hay muchas tareas por hacer.
La pelirroja lo miró con un semblante más serio de lo habitual.
—¿África?
—Sí, claro, tú mandas —dijo a la vez que se ponía de pie.
—Vamos a la cocina.
La chica lo siguió en silencio hacia el espacio donde se sucedían la
mayoría de reuniones oficiales y todas las extraoficiales. Allí él tomó asiento
y esperó a que ella se sentase enfrente.
—Cuéntame.
—¿Yo? —preguntó incrédula ella.
—Está bien, es lógico que tenga que ser yo el que te cuente lo ocurrido.
Esta mañana he llegado y un compañero me ha hecho un comentario que no
puedo aceptar, uno que mancilla mi honor y el de la inspectora jefe. He
perdido los estribos y lo he golpeado, culpa mía y responderé por ello. No
creo que sea necesario que te diga que no hay nada más allá que lo
estrictamente profesional con Gallardo.
—No tienes que darme explicaciones de tu vida privada.
—No me gusta ese tono, tampoco esa mirada. ¿Acaso te crees los
rumores?
—No, no me los creo, aunque comprendo que los demás piensen que pasa
algo turbio cuando se te asigna a ti el caso.
—No estoy preparado, no me merezco el caso. ¿Es eso?
—No he dicho eso.
—Pero lo piensas.
—¿Qué importa lo que piense?, eso no afecta a…
—Claro que afecta, afecta al caso, me afecta a mí personalmente, afecta al
trato con los demás del equipo. Pensaba que tendría tu apoyo, pero veo que

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me tienes en el punto de mira, como todos los demás. No lo esperaba de ti tras
ser la persona que más me conoce en la comisaría.
—No te conozco, solo hemos cenado y tomado algunas copas, además de
acostarnos una vez.
—¿A qué viene ese tono de rencor? ¿Querías algo más que una relación
esporádica? Nunca me lo has dicho. ¿Ahora resulta que el problema no es el
rumor, sino el rencor por no haberte llamado más para intimar?
—No…
—Pues no lo parece por tu actitud. Si el caso te lo hubieran asignado a ti y
yo fuese tu apoyo, estaría muy feliz por ti.
—Me alegro por ti.
—No es la sensación que tengo al hablar contigo.
—Deberíamos ponernos con el caso.
—¿No quieres hablar más sobre el tema del rumor o sobre lo nuestro?
—Sobre nada que no sea trabajo. Quizás en otro momento —dijo sin
levantar la mirada de la mesa, así había permanecido durante toda la
conversación.
Fernando sabía que aquello iba a ser difícil, el doble de lo pensado la
noche anterior, el triple. El rumor con los compañeros, la actitud de su policía
de apoyo y resolver el caso.
Partieron hacia el aparcamiento, donde tomaron un coche patrulla para
dejar el Audi oficial disponible para Gallardo y Moretti si tenían una urgencia
en el caso principal.

—Deberías dejar el tema ya.


—Pero si no he dicho una palabra desde hace un buen rato.
—Pero percibo los engranajes en tu cerebro dando vueltas a toda
velocidad. No te haces ningún bien pensando en cosas que no tienen relación
con el caso. Estamos aquí para trabajar, las habladurías deberían resbalarte.
—Quizás aún no he logrado impermeabilizarme del todo.
—Lo sé, date tiempo. Quiero aprovechar para pedirte perdón.
Esther miró a su compañero sin comprender qué quería decir.
—¿Perdón?
—Yo te dije que una de tus principales labores era la de motivar a los
compañeros y decidiste darle el caso a Fernando para contentarlo, supongo
que también para ponerlo a prueba.

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—No te cargues con la culpa por mí y mis decisiones, detesto que hagas
eso.
—Lo sé, pero sé, y tú también lo sabes, que tengo razón. Nada de esto
habría ocurrido si yo no te hubiera dicho aquello.
—Tu labor es asesorarme en los casos y también en el día a día, en todos
los aspectos, hiciste lo que tenías que hacer. Yo me he extralimitado.
—¿Acaso crees que Fernando no será capaz de resolver el caso?
—Quizás sí. Como tú mismo has dicho, se lo he dado también para
ponerlo a prueba.
—Olvida el asunto. ¿Has mirado el correo electrónico en busca de
avances?
—Lo he olvidado con todo este jaleo, voy a entrar en el sistema.
La sorpresa llegó al comprobar que tenía informes detallados de los
departamentos Forense y Científica. No eran gran cosa, al menos a simple
vista, pero era un comienzo, al fin y al cabo.
—Tenemos varias piezas dentales, aunque no son determinantes para
lograr un historial. Hay una operación de cadera y otra de rodilla, por
fracturas, pero no llevan prótesis o tornillos que podamos rastrear. Los de la
Científica dicen que el ADN no se corresponde con criminales fichados en la
base de datos. El tipo murió en el acto por el disparo en el corazón, lo
mataron allí mismo, aunque es lógico que no se encontrase tanta sangre
porque la zona está sometida a corrientes de agua del alcantarillado, también
porque, este dato lo desconocía, las ratas actuaron rápido y les encanta
beberse la sangre del cuerpo. No hay huellas dactilares en la escena, tampoco
se aprecian pisadas, se las llevaría el agua o las taparían las ratas al caminar
sobre ellas, pero sí se han encontrado fibras textiles de color negro que no se
corresponden con la ropa de la víctima.
—¿Qué tipo de fibras?
—Nylon.
—El asesino iba vestido para la ocasión. ¿A quién asignaste para buscar
cámaras de vigilancia en las calles cercanas a las tapas de alcantarillas de la
zona?
—A Gutiérrez. Aún no ha notificado nada.
—Dale un toque para que mueva el culo más rápido.
—Me pondré yo misma también a revisar esas cámaras, ahora sabemos
con seguridad que el cuerpo llevaba allí entre siete y ocho días, así que
observaré las cámaras de esas dos noches.
—Cuatro ojos ven más que dos. Tarea de chinos, no te envidio.

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Máximo Huertas

El coche patrulla aparcó justo delante de la cancela cerrada que daba acceso a
la finca en la que había sido encontrado el cuerpo del anciano. La cinta
policial aún precintaba la puerta de hierro toscamente soldado, lo que solía
indicar que había poco o nada que robar al otro lado y el dueño lo sabía.
Apenas habían hablado durante el trayecto, lo justo para que Fernando
hiciese un resumen del caso: la víctima, el propietario de la finca, tenía
setenta y dos años, no residía ya allí, pues llevaba tres años alojado en casa de
su única hija, pero seguía yendo a cuidar del huerto y las gallinas, aquellas
tareas eran su única ocupación desde que se jubiló siete años atrás. El cuerpo
fue encontrado en mitad del huerto con varios golpes en la cabeza, la causa
más probable de la muerte. Fueron la hija y el yerno los que hicieron el
hallazgo tras personarse en el lugar porque el anciano no daba señales de vida
desde hacía muchas horas y estaban preocupados.
Fernando partió la cinta policial y abrió la cancela, regresó al coche y se
dirigieron hacia el huerto, que se encontraba a unos ochenta metros de
distancia y flanqueado por un gallinero elaborado con una malla metálica que
le confería el aspecto de una gran jaula y, al otro lado, una pequeña
construcción de ladrillo con techo de chapa, seguramente era una vivienda
décadas atrás y ahora haría las funciones de cuarto de herramientas y almacén
de trastos y aperos de labranza.
África dio varias patadas al suelo para recuperar la circulación por
completo de las piernas; solo había conducido durante cuarenta minutos, pero
la tensión que acumulaba le producía un extraño hormigueo incluso en la
espalda.
—¿Qué pasará con las gallinas?
La chica se giró hacia su compañero sin comprender lo que le había
preguntado. Él observaba con detenimiento el gallinero.
—¿Las gallinas?
—Si nadie viene a alimentarlas y limpiarlas, tendrán que regalarlas a
algún vecino, sería cruel dejarlas aquí muriendo de hambre y sed. ¿Crees que

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la familia del tipo se estará haciendo cargo?
África se encogió de hombros.
—Siempre puedes echarles pienso y agua antes de irnos, además de
llevarte unos huevos para la cena.
Fernando no dijo nada ante el comentario, se limitó a adentrarse en el
huerto, que estaba bastante seco.
—Ha perdido la cosecha, aunque eso ya no podrá verlo. Fue aquí donde
encontraron el cuerpo —dijo a la vez que señalaba el lugar en el que varias
plantas de cebollas estaban aplastadas y se apreciaba mucho ajetreo de
pisadas alrededor—. Con el cráneo abierto, boca abajo. No llevaba
herramienta alguna en las manos, como si solo paseara para comprobar el
estado de la cosecha. Los golpes los recibió por la espalda, fue sorprendido.
—¿Te refieres a un desconocido?
—No, podría ser alguien de su entorno cercano. Me refiero a que el
asesino lo atacó por la espalda para sorprenderlo. Lo hizo para que no pudiera
defenderse o para que fuese todo más rápido y menos doloroso para ambos.
—África lo observó extrañada—. Quiero decir que, si se trata de un amigo o
familiar, tanto para el asesino como para la víctima es más fácil si no se miran
a los ojos, si la víctima no es consciente de la traición en ese instante.
También para evitar que pudiera tratar de defenderse.
—¿Qué resistencia podría poner con su edad?
—Si venía todos los días a cuidar de un huerto de este tamaño con sus
manos, no te quepa duda de que no era un ancianito desvalido, posiblemente
nos costaría reducirlo entre nosotros dos. Un tipo duro, seguro que hubiera
presentado batalla.
—Ahora sabemos que el asesino es un cobarde, aunque eso nos sirve de
poco para localizarlo. ¿El arma?
—Se encontró un palo de madera ensangrentado y con restos de cabello
en aquella dirección, cerca del gallinero. Se trata del mango de una
herramienta, seguramente un azadón.
—Lo arrojaron allí, seguro que para no verlo o por arrepentimiento por lo
sucedido. ¿Y las huellas de pisadas?
—Las fotos están en el informe, había dos tipos, las correspondientes a la
víctima, con botas de goma del cuarenta y uno y las del presunto asesino,
zapatillas de deporte del cuarenta y cuatro; me refiero, claramente, a cuando
se descartaron las de la hija, que fue la que se acercó al anciano. Marca
Adidas, algo desgastadas por el interior.
—¿Eso es supinación o pronación? Siempre me lío.

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—Creo que pronación.
—¿Huellas de neumáticos?
—Comunes, marca Michelin y perfil medio, un utilitario o turismo
pequeño.
—Esto está a tomar por culo del mundo, solo hay terrenos y parecen
abandonados, igual que este. ¿Qué posibilidades tenemos de que alguien haya
visto llegar o marcharse al asesino?
—Los agentes hicieron una batida y no encontraron a nadie en diez
kilómetros a la redonda, así que nos olvidamos de testigos.
—Y de cámaras de vigilancia, claro —apuntó África con un suspiro a la
vez que observaba la construcción—. ¿Vemos qué hay ahí dentro?
—Vamos.
En su día seguro que estuvo más limpio y recogido, pero ahora se había
visto reducido el pequeño espacio a un camastro con cajas de cartón encima y
debajo del somier, una cocina de gas y un viejo frigorífico oxidados, una
letrina a la que, por su aspecto, no era recomendable acercarse, y todo tipo de
herramientas, además de sacos de pienso, de abono, fertilizantes, bidones para
mezclar los productos antes de pulverizarlos sobre las plantas y un largo
etcétera.
—Esto habrá sido revuelto a conciencia por los compañeros.
—No te creas, Fernando. Si encontraron las huellas de neumáticos y las
de pisadas junto al cadáver, además del arma homicida, ya te garantizo que
tenían poco que buscar aquí y se basaron en echar un simple vistazo.
—¿Me estás proponiendo que pongamos esto patas arriba?
—Eso es.
—¿Con qué objetivo? ¿Qué esperas encontrar?
—Te respondo con una frase típica de Moretti: «lo sabré cuando lo haya
encontrado».
Fernando no pudo objetar nada y se repartieron la tarea. A esa hora del
día, con el calor que daba la chapa del techo, empezaron a sudar a los cinco
minutos.
—Aquí solo hay trastos viejos.
—Ya lo veo, pero quedan muchas cajas y varios muebles de cajones.
—Pues démonos prisa. Así luego iremos a hablar con la familia de la
víctima.
África encontró dos cajones llenos de documentos, eran extractos
bancarios y facturas de luz y agua.
—Este tipo lo guardaba todo, igual que hacen mis padres.

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—¿Cómo dices? —Fernando se acercó a ella, ahora estaban en camiseta
tras despojarse de parte del uniforme para paliar el calor.
—Tiene documentos que datan algunos de hace más de treinta años.
—Los ancianos no tiran nunca nada.
—Hummm. Parece que paga los gastos de suministro de un piso en la
calle General Ricardos.
—Es la casa de la hija.
—Quizás la hija y su marido tengan problemas económicos, o el anciano
lo hacía porque no suponía esfuerzo para él. Su extracto bancario más reciente
informa de un saldo de más de medio millón de euros, el tipo tenía una
pensión de jubilación privada de casi tres mil euros.
—Supongo que todo eso lo tendremos pronto en el informe de la
Científica sobre los datos de la víctima y de sus familiares directos.
—Sí… Terminemos con esto, por si hay algo más que sirva de algo, y
salgamos de aquí, necesito una botella de agua bien fría.
—Que sean dos.

Llegaron al número ciento treinta y dos de la calle General Ricardos y


llamaron al telefonillo, eran las dos y media de la tarde, debería haber alguien
almorzando, aunque los dos policías aún no lo habían hecho. Una voz
femenina preguntó y luego abrió la puerta. En la segunda planta los esperaba
en el umbral de la vivienda.
—¿Otra vez la policía? Ya hablamos durante horas con ellos. —La mujer,
hija de la víctima, se mostraba tan cansada como abatida.
—Solo son unas preguntas de rigor. ¿Es usted la hija de Máximo Huertas?
—Sí.
—De acuerdo, ¿la hemos interrumpido mientras comía? —Ella negó con
la cabeza—. ¿Nos permite pasar?
—Claro, vamos a la cocina para que termine de hacer el guiso.
La decoración del piso pedía a gritos una reforma y nuevos muebles,
seguro que también lo habría hecho una década atrás. Olía a guiso de patatas
y eso hizo rugir las tripas de los policías. Llegaron a la pequeña cocina, donde
apenas cabían los tres, y permanecieron de pie.
—¿No está su marido?
—Llegará en un rato, ha salido a dar una vuelta, como cada mañana. Por
cierto, su número de pie es el cuarenta y siete, por si me van a preguntar lo
mismo que sus compañeros. También les digo que el día en que papá… ya

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saben… él estaba en el bar y los otros policías ya lo habrán comprobado
preguntando a Genaro, el dueño, además de los que siempre están por allí.
—Su marido y usted no trabajan, eso consta en nuestro informe. ¿Qué
ingresos obtienen para sufragar sus gastos?
—¿Cómo? ¿Eso qué tiene que ver con la muerte de mi padre? ¿Acaso no
están buscando al asesino?
—Señora Huertas, es lo que estamos haciendo. Se trata del procedimiento
habitual, empezamos con las personas más allegadas, con la familia directa.
—¿Sospechan que yo o Raúl…?
—Solo estamos indagando, es nuestro trabajo. Aún no ha respondido a la
pregunta.
—A Raúl lo despidieron con un ERE hace tres años y desde entonces no
ha encontrado trabajo, con la crisis y a su edad… Era papá el que se hacía
cargo de los gastos de la casa. Entiendan que Raúl no es un vago, solo está
pasando una mala racha.
—Nosotros no juzgamos, solo necesitamos tener todos los datos posibles
para seguir un camino o descartar otro. Para continuar, nos gustaría que nos
contase de nuevo dónde estuvo usted ese día entre las tres y las cinco de la
tarde.
—¿Creen que yo mataría a mi padre?
—No creemos nada, se lo aseguro, solo necesitamos tener localizadas a
todas las personas del entorno de su padre en el momento del suceso.
—Ya le dije a sus compañeros que estuve en casa, no recibí visitas, estaba
limpiando y recogiendo todo tras la comida.
—De acuerdo, gracias por su atención, la llamaremos si necesitamos
preguntarle algo más.
África intervino antes de que se marcharan.
—¿Sabe si su padre había discutido con alguien en los últimos días o
semanas, o si arrastraba alguna enemistad con vecinos o cualquier otra
persona?
—¿Mi padre? No, se llevaba bien con todo el mundo, ya se lo dije a sus
compañeros. No salía de casa más que para ir al terreno, a su finca.
—Está bien, eso es todo.

—¿Te has dado cuenta de cómo ha reaccionado a esa última pregunta?


Habían parado en el primer restaurante de comida casera que encontraron
al salir de la casa. Esperaban el primer plato haciendo balance de la entrevista.

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—Me di cuenta, claro, aunque lo que más me preocupa es que no le
pregunté eso yo, se me olvidó una pregunta de manual.
—Con lo ocurrido esta mañana y siendo tu primer caso como responsable,
tampoco es necesario que te mortifiques con eso, Fernando. Además, todas
esas preguntas están en el informe, se las hicieron los agentes que le tomaron
declaración en la escena del crimen.
—No tengo excusa, un buen investigador tiene que saber aislar la presión.
—Tienes… tenemos aún muy poca experiencia. Seguro que en la próxima
entrevista no te dejas ninguna pregunta en el tintero. ¿Qué me dices de lo de
los posibles enemigos que pudiera tener la víctima?
—Que sería mejor presionar al tal Raúl que a la hija del fallecido. Seguro
que, pasando tanto tiempo en el bar, podemos sacarle información si lo
visitamos antes de la hora de la cena; si está ebrio, soltará la lengua con más
facilidad.
Sirvieron el primer plato y se lanzaron a paliar el hambre, dejando la
conversación en pausa durante unos minutos.
—Esta tarde quiero visitar el Anatómico Forense para ver qué tienen
sobre el caso, también vamos a presionar a la Científica para que geolocalice
el teléfono de la mujer y de su marido, eso certificaría sus coartadas.
—La mujer tiene un pie pequeño, como el mío, yo calzo un treinta y seis.
—Sí, ya me fijé. Aun así no me fío, cualquiera puede ponerse zapatos más
grandes para dejar huellas que despisten. Y no la voy a descartar por ser su
hija; tiene problemas económicos y ahora heredará una gran suma, crímenes
más horribles se han visto.
África asintió.
Terminaron de comer y partieron para consultar con los forenses, ya
regresaban sin haber obtenido pistas nuevas cuando sonó el teléfono de
Fernando. Era Esther.
El agente respiró hondo antes de responder a la llamada.
—¿Sí?
—¿Cómo vais con el caso?
—Acabamos de salir del Anatómico Forense, esta mañana investigamos
en el escenario del crimen y luego nos hemos entrevistado con la hija de la
víctima, en unas horas abordaremos a su marido.
—¿En unas horas?
—Sí, ya lo especificaré en el informe. ¿Cómo va el caso del subsuelo?
—Sin novedades a destacar.
—Bien, jefa.

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—Seguid así, mañana por la mañana a primera hora haremos balance.
Y Esther colgó.
Fernando se quedó mirando la pantalla del teléfono.
—¿Estás bien? ¿Pasa algo? —preguntó África, que conducía hacia una
cafetería tranquila en la que poder hacer tiempo y tomar como base de
operaciones sin tener que recorrer la ciudad para hacer el mismo trabajo en la
comisaría.
—Sí, todo bien, aunque esperaba que Gallardo me preguntase por lo de
esta mañana.
—Quizás no le dé importancia al asunto, después de todo no es más que
un rumor absurdo y lo importante son los casos. O quizás se sienta incómoda
abordando el tema, ella ya tuvo que soportar habladurías y que la
cuestionasen como policía.
—Lo sé, también estaba en la comisaría cuando pasó lo de ese imbécil de
Bruno.
—¿Tuviste trato con el inspector Gómez?
—No mucho, pero ya sabes lo que pasa cuando eres un chico.
—No, no lo sé, no sé a qué te refieres.
—Que el juego de hacerse el macho, el líder de la manada, es algo que
necesitan algunos hombres, presumir de conquistas.
—Dicen cosas parecidas de ti.
—Ninguna de esas cosas las he dicho yo. Es cierto que he quedado con
compañeras para tomar algo tras el trabajo, igual que quedo con compañeros,
pero no me rebajaría a contar lo que he hecho o no he hecho. Eso me parece
patético. Me alegro de que Gallardo esté con Moretti, es un buen tipo,
siempre lo ha sido, aunque hace unos años también tuvo esa fama de
conquistador en el lugar. Una comisaría es como un patio de vecinos, los
chismes vuelan por docenas, no solo los de posibles amantes, también se
cuestionan el valor y las capacidades de los compañeros, suposiciones sobre
adicciones al alcohol y drogas, aceptación de sobornos… de todo. No te
cuento nada nuevo, llevas unos años ahí dentro también.
—Tienes mensajes nuevos.
—Lo sé, acabo de oírlos también, espera… Ya me ha llegado el informe
de la geolocalización de los teléfonos, coinciden con las coartadas, incluso
hay mensajes de WhatsApp emitidos y recibidos a esas horas.
—Tampoco es concluyente, la mujer podría haber usado el teléfono del
marido mientras este mataba al anciano, o a la inversa.

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—Lo sé, pero es un comienzo. Por cierto, aunque es pronto aún, vayamos
a buscar al yerno de la víctima a ver qué sacamos de él. En el informe dice
que estuvo en el bar Victoria, en la misma calle de su edificio, a ver si hay
suerte y ya está allí.
Y allí estaba. En total había siete tertulianos, tres silenciosos y solitarios y
cuatro haciendo pandilla a voz viva. Raúl era de los primeros.
—Espera —dijo África, y agarró del brazo a Fernando.
—¿Esperar a qué?
—Tomémonos algo en la barra. Al ver a dos policías de uniforme, quizás
se ponga nervioso, observemos de soslayo cómo se comporta al tenernos
cerca.
—¿Otra lección de Moretti?
Ella asintió a la vez que pedía dos refrescos al único empleado que parecía
tener el bar. En la pared tras el camarero o propietario del lugar había un
espejo con estanterías llenas de botellas de licor, estaba sucio, pero servía
para observar a Raúl, que los miró algo extrañado al principio y luego volvió
la vista al vaso de cerveza que tenía en la mesa, parecía afligido.
—No está nervioso.
—No, no lo está. A su cerveza solo le queda un sorbo.
Pidieron un vaso y se acercaron a la mesa.
—¿Raúl López?
—Sí, ¿ha pasado algo?
—Solo hemos venido a hablar un rato con usted. Ya le habrá dicho su
mujer que estuvimos en su casa hace unas horas.
—Sí… pero…
—Solo serán unas preguntas. Espero que nos acepte esta cerveza, así no
bebemos mi compañera y yo solos.
—Gra-gracias.
Tras sentarse en la mesa, flanqueando a Raúl, África comenzó con la
conversación justo antes de que Fernando se lanzase con las preguntas que
tendría meditadas.
—El local está vacío, supongo que porque es pronto aún, ¿no?
—¿Eh? Sí, es pronto. —Consultó la hora en el teléfono móvil—. Dentro
de una hora u hora y media empezarán a entrar los que salen del trabajo.
—¿Echas de menos el trabajo, Raúl? ¿No te importa que nos tuteemos?
—Bueno, no, claro.
—¿Lo echas de menos?

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—Sí. Antes lo detestaba, como todo el mundo, ¿no? Iba cada día como lo
hacen los demás, porque hay que traer dinero a casa. Pero cuando lo
pierdes… es una locura. —Se bebió medio vaso de un sorbo—. No imaginaba
cómo una persona puede sentirse un cero a la izquierda, un inútil, antes de
cumplir los cincuenta.
—He oído eso muchas veces, sobre todo tras la llegada de la crisis.
Raúl no contuvo la risa amarga.
—¿Qué vais a saber dos niños como vosotros? Y tenéis la suerte de ser
funcionarios, no os echarán como a un perro tras haber estado décadas
dejándoos la piel por una puta empresa desagradecida. —Y se bebió el resto
de la cerveza de otro sorbo.
Fernando hizo un ademán hacia la barra.
—No tiene que ser fácil quedarse sin ingresos y tener que recurrir al
suegro.
Fernando se arrepintió en el acto por haber dicho eso, no estaba siendo su
mejor día. África lo fulminó con la mirada, aunque Raúl, que acusó el golpe
en pleno estómago, fue el que respondió.
—¿Habéis venido para humillarme? ¿No tenéis nada mejor que hacer,
como encontrar a quien ha matado a Máximo?
—Disculpa, no era mi intención… Estamos investigando su muerte.
—¿No sois demasiado jóvenes para investigar un caso? ¿Esto es todo lo
que ofrece la Policía a día de hoy?
La pareja se mantuvo en silencio durante unos segundos, tenían que
reconducir la entrevista. Allí no estaban Moretti ni Gallardo para salvarles el
culo y no podían, especialmente Fernando, meter la pata otra vez en el primer
caso que se le había asignado en solitario.
—Hemos participado en casos importantes y muy complejos, y te
garantizo que ponemos los cinco sentidos en descubrir qué ha pasado con tu
suegro. Si no te importa —dijo Fernando a la vez que servían la nueva
cerveza—, me gustaría que me respondieras a unas preguntas.
—Os agradezco la invitación, pero no quiero seguir con esto más de lo
necesario. ¿Qué queréis saber?
—¿Tenía tu suegro enemigos o había discutido últimamente con alguien?
—Yo no sé nada de eso.
—¿De qué no sabe nada?
—¿Cómo?
—No lo ha negado de forma rotunda, se ha limitado a decir que no sabe
nada de eso, ¿qué es eso?

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—Es una forma de hablar, no conozco enemigos de mi suegro, no
recuerdo que haya dicho nada.
—Raúl. —Intervino otra vez África—. Ninguna persona es un ángel ni un
demonio, todos tenemos gente a nuestro alrededor que tiene una imagen de
nosotros o nos ofrece un trato en función de la interacción. Solo queremos
saber si tu suegro tenía personas con las que no se llevaba del todo bien, es
importante para saber quién podría tener motivos para desearle la muerte.
—Es que yo…
—¿A qué se dedicaba tu suegro? —interrumpió Fernando.
—Era contratista.
—¿Quieres decir que hacía obras? ¿Edificios o reparaciones de los
mismos?
—Eso es.
—Se jubiló hace siete años, según nuestros informes, ¿cerró la empresa o
la traspasó?
—La traspasó, le dieron más de cuatrocientos mil euros.
—¿Y los trabajadores que tenía en la empresa?
—La mayoría fueron despedidos en ese primer año por el nuevo dueño.
—Es un comienzo. Supongo que esos trabajadores no estarían contentos
con el despido. ¿Se enfadó alguno con tu suegro?
—No lo sé.
—Lo lógico es enfadarse con el nuevo jefe, pero ya se sabe cómo va esto.
—¿Cómo va esto? —Lo preguntó mirándole fijamente a los ojos, la
primera vez que hacía eso.
—Supongo que esos trabajadores habían adquirido un vínculo con tu
suegro tras tantos años de relación, quizás algunos lo culparon de su desdicha.
Si Máximo hubiera seguido con el negocio, ellos no habrían perdido el
empleo.
—Es posible.
—Si vivía con vosotros, aunque pasara mucho tiempo en el terreno del
huerto cada día, hablaría durante estos años de lo sucedido, de los despidos y
de las conversaciones que seguro mantuvo con esos trabajadores descontentos
que lo llamarían para recriminarle lo que consideraban injusto o, incluso,
egoísta por su parte.
—Recuerdo algo, sí que era frecuente que él se preocupase por los
despidos cuando sus antiguos empleados lo llamaban para informarle, apenas
quería cenar esos días y se mostraba ausente en casa o se marchaba a la calle
a pasear.

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—¿Nunca habló de que alguno de esos empleados llamara más de una
ocasión para mostrar enfado hacia él?
—Quizás, no lo recuerdo bien.
—¿Eras uno de sus empleados?
Raúl levantó de nuevo la vista para fijar la mirada en Fernando, antes de
responder dio un sorbo a la cerveza, esta vez pequeño.
—Sí, yo fui de los últimos en ser despedido, hace tres años, seis meses
después quebró la empresa.
—¿Qué sensaciones tuviste? ¿Pensaste que tu suegro podría haber evitado
la quiebra si no se hubiera jubilado y traspasado el negocio?
—Creo que Máximo hizo lo que tenía que hacer: descansar tras toda una
vida dedicada a trabajar. Aunque…
—¿Sí?
—Mi mujer y yo le propusimos una alternativa al traspaso. Podría
haberme dejado al mando de la empresa y que él fuese un mero asesor, pero
nos dijo que con la crisis era trabajar para nada, que apenas había contratos y
la situación se había vuelto insostenible, que ese negocio solo lo querría llevar
un iluso, alguien que no fuera consciente de la situación actual del mercado.
Yo le dije que tenía ideas innovadoras, como crear una línea de negocio en la
que la empresa fuese una especie de subcontrata de edificios grandes y
urbanizaciones para llevar algo parecido a un seguro de veinticuatro horas
para averías y desperfectos varios.
—Y él no quiso.
—No se fiaba de mi habilidad en la gestión, me veía como un simple
capataz. Ya sabes, la confianza que da la familia política no es suficiente
nunca. Máximo era muy terco, no había forma de hacerle cambiar de idea en
ningún aspecto.
—¿Le guardas rencor?
—Supongo que un poco, claro. Aunque todo el mundo se siente anulado
por su suegro, más aún cuando también era tu jefe y ejercía ese poder o
dominio sobre uno.
—Ahora cobraréis la herencia y viviréis más desahogados.
—¿Eso pensáis? Yo nunca he querido su dinero, yo solo quería trabajar y
mantener a mi familia y mi casa por mí mismo. Creo que Máximo disfrutaba
al saber que nos mantenía, eso le hacía sentirse importante, imprescindible en
su vejez; como esas madres que siguen haciendo la comida para enviar en
fiambreras a sus hijos cuando estos ya tienen más de cuarenta años, sentirse

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útiles. Sí, era su forma de sentirse joven y útil, pero yo no deseaba su muerte,
en absoluto.
—Nuestra tarea es saber quién deseaba verle muerto y encontrar los
motivos y la forma en la que esa persona pudiera haber hecho realidad su
deseo.
—Lo entiendo, pero tendréis que buscar a otra persona.
—Tu mujer y tú sois los que mejor lo conocíais, sois los que podréis saber
si había recibido amenazas o tenía enemigos, pero no nos estás ayudando.
—Es que no sé nada, deberíais hablar con Eusebio, siempre ha sido su
mejor amigo, quizás le haya contado a él confidencias que mantenía en
secreto con su hija y conmigo.
—Hablaremos con él, claro. Ya nos marchamos, intenta recordar
cualquier cosa que nos ayude y llámanos, te dejamos una tarjeta.
—Gracias por las cervezas.
Fernando asintió con la cabeza y se marchó con África al coche.

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Mucho ruido

El vecino del piso de abajo se estaba volviendo a quejar de la música muy


alta. Él le acababa de decir que no podría tratarse de su vivienda porque vivía
solo y estaba trabajando a esas horas. «Quizás te hayas dejado el televisor
encendido» apuntó el muy imbécil. Él le aseguró que casi nunca veía el
televisor y siempre con el volumen al mínimo. Lo había abordado en el
rellano mientras subía las escaleras, el tipo iba en pijama y estaba muy
malhumorado, como las dos veces anteriores.
—Gonzalo, te garantizo que la música no viene desde mi casa, acabo de
llegar y escucha… ¿ves? No hay ruido alguno.
—¿Quieres decir que me lo invento? El ruido es atronador, tiembla toda
mi casa.
—Podría ser tu vecino de abajo, de al lado o mi vecino de al lado.
—He subido y he puesto la oreja en tu puerta, estoy seguro de que el
sonido venía de tu piso.
Le hubiera gustado darle una copia de la llave de su casa, pero no podía
permitirse que nadie entrase en ella y viese todo lo que tenía dentro, así que
tuvo que morderse la lengua, literalmente, y disculparse con el juramento de
que él no era el responsable. Lo que menos necesitaba en esos momentos era
un vecino que lo incomodase o que, incluso, llamara a la policía. Le gustaría
deshacerse de él pegándole un tiro y haciéndolo desaparecer en algún
barranco, pero no quería llamar la atención.
Tras la conversación, subió a su rellano, pero no entró en la vivienda,
prefirió llamar a sus vecinos de la puerta de enfrente. Tardaron varios minutos
en abrir.
—¿Sí?
—Hola, Marta. Perdona que te moleste a estas horas, seguro que estáis
cenando.
—No pasa nada. Dime, Juan.
—Es Gonzalo, por tercera vez me recrimina que tenga el volumen de la
música muy alto, pero yo no puedo ser porque no estoy en casa a esas horas.

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—No le hagas caso, el que pone la música fuerte es Daniel.
—¿Cómo? ¿Su vecino de enfrente?
—Sí.
—¿Y por qué me increpa a mí?
—Porque Daniel es… ya sabes, es conflictivo. A Gonzalo le da miedo
enfrentarse a él y supongo que se desahoga contigo.
—Vaya, qué suerte tengo.
—No le hagas caso.
—Pero no quiero que llame a la policía y me estén molestando por esas
tonterías.
—Si llama a la policía en algún momento, los agentes verían que se trata
de Daniel y este tendría motivos para enfrentarse a Gonzalo. No lo hará, como
tampoco lo hago yo, que me tiene frita también con la dichosa música, mejor
dejar a Daniel en paz.
—Entiendo. Bueno, no te molesto más.
—No ha sido ninguna molestia.
Entró por fin en su casa, silenciosa, oscura, desangelada, no era un hogar,
solo un centro de operaciones para su proyecto vital.
Debía realizar el ritual de cada día, pero la situación con su vecino lo
había alterado y se saltó los ejercicios físicos. Se limitó a ducharse y preparar
algo de cena para seguir luego, hasta el momento de acostarse, con el plan.
En el segundo dormitorio no había cama ni otro mueble, solo cajas, allí
almacenaba, a falta de trasladarlo a una nave industrial que acababa de
alquilar, las armas, documentos, ropa para las incursiones futuras, explosivos
y lo que más le estaba costando conseguir, para lo cual llevaba años
recopilando información y material poco a poco, sin llamar la atención, pues
él creía firmemente en esa leyenda urbana de que los gobiernos y los cuerpos
policiales iban registrando los movimientos que hacían los ciudadanos. No
quería comprobar que esa leyenda urbana era real y que acabasen con sus
aspiraciones. Lo que pensaba hacer sería el suceso más sonado del siglo en
todo el mundo, era su sueño, su obsesión, su homenaje a su padre, y no iba a
fallar.

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Una decisión

La decisión estaba tomada. Lo estaba desde el principio, pues no tenía otra


salida. ¿Podría fallar algo? Claro que sí, pero las consecuencias no serían
peores que seguir con su vida tal como la había llevado hasta ese momento. Y
existía la posibilidad de que todo saliese bien, aunque fuese remota; eso
compensaría con creces cualquier remordimiento, incluso las noches sin
dormir pensando en ello. Su mujer estaba muy preocupada por él, pero ya
había desistido de preguntarle porque siempre obtenía evasivas como «no me
pasa nada», «solo estoy cansado por el trabajo» o «necesito vitaminas, solo es
eso». No sabía qué contarle; bueno, sí lo sabía, pero no iba a hacerlo.
«Cariño, siéntate, tengo que contarte algo. Soy adicto al juego y debo más
dinero de lo que vale esta casa, me van a matar si no lo devuelvo y también
perderemos la casa. Pero he buscado una solución: he aceptado un trato con
un ladrón que desea robar el banco».
Pues no, no iba a decírselo.
Esa noche no había ido al casino, básicamente porque no tenía dinero ni
más crédito para apostar. Cogió la bolsa de la basura y le dijo a su mujer que
bajaba a la calle a tirarla.
No paseaban más de dos vecinos por el lugar cuando tomó el teléfono y
llamó al ladrón para darle la respuesta que sabía que el tipo esperaba.
—Me alegro de que hayas decidido aceptar la oferta y apuntarte al
proyecto. Es un trato muy beneficioso para ti.
—Eso será si cobro el millón de euros, y supongo que tienes que robar el
banco primero para poder pagarme. ¿Acaso no sabes que es imposible robar
la bóveda?
—No hay nada imposible. De todas formas solo vas a darme información
logística y varios nombres de compañeros que me ayuden participando. Ya te
dije que no puedes hablar con ellos, así como que yo no te daré los nombres
de los que ya están implicados. Ninguno sabrá qué compañeros están
colaborando con el golpe. El hermetismo es fundamental para el buen
desempeño y la seguridad de todos.

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—Tengo dudas, pero sé que no podré solventarlas ni tú lo harás por mí,
así que me ahorro las preguntas. Solo dime qué necesitas saber y yo te diré si
puedo darte esa información, quiero decir que no sé si dispongo de esos datos.
—Necesito un plano detallado al milímetro de todas las zonas por las que
haces guardia y las que conoces al margen de esa tarea, ubicación de las
cámaras de vigilancia, sensores… también los nombres de los compañeros
que trabajan en esas zonas y sus horarios y costumbres; además de las zonas
del banco que van más allá, las que gestionan otros compañeros y que me
hagas un informe de todo lo que sepas sobre ellos.
—¿Lo que sepa sobre ellos?
—Si tienen problemas familiares, o con drogas o alcohol, incluso deudas
de juego.
—Como yo. Quieres a gente desesperada que tenga que ayudarte sí o sí
para salir de su propio agujero.
—Es una forma de decirlo.
—Me llevará días, quizás una semana.
—No tengo prisa.
—Yo sí, pensaba que el robo se efectuaría en breve.
—Intuyo que debes mucho dinero y que pronto los acreedores irán a por
ti.
—Cuestión de días.
—Bien, pues date prisa, prepárame la información lo antes posible y así el
robo se realizará a tiempo de salvarte el culo.
—¿No podrías darme un adelanto?
—No, el pago se efectuará de forma completa a los colaboradores tras el
robo.
—¿Ni siquiera cincuenta mil para pagar al prestamista del casino?
—Los dos sabemos que usarás ese dinero para ir a otro establecimiento de
apuestas con la intención de multiplicarlo, ¿quieres otro acreedor más?
Eduardo Fonseca no supo qué decir, su interlocutor lo conocía mejor de lo
que esperaba, aunque era lógico, cualquiera de sus compañeros le habría dado
un informe bien detallado sobre él, uno como el que él tenía que hacer ahora
con respecto a otros compañeros que trabajasen en una zona más cercana a la
bóveda. Malditas conversaciones diarias en los vestuarios, sala de descanso y
en el bar tomando cervezas.
Tras colgar la llamada regresó a casa. Así llevaba dos días, de casa al
trabajo y del trabajo a casa. Se sentía muerto en vida, un zombi que deambula
sin tener un objetivo en claro para vivir. Se limitaba a seguir existiendo.

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Cuando su mujer se fue a la cama, él le dijo que se quedaría un rato
viendo la televisión, que no tenía sueño aún. Ella se marchó en silencio,
dando por inútil preguntar o dialogar. Llevaban también más de dos meses sin
sexo, cuando él antes solía demandarlo casi a diario. No tenía la mente en
esos momentos para pensar en otra cosa que no fuesen las acuciantes deudas.
«Si tengo que hacerlo, lo haré lo antes posible. Total, no tengo el más
mínimo sueño».
Y se sentó en la mesa del comedor con un paquete de folios y un bolígrafo
para dibujar el plano de sus zonas de trabajo con toda la exactitud que su
memoria, en los años que llevaba trabajando en el banco, le proporcionaba.
Puso cuántos metros tenía cada pasillo de ancho y largo, la ubicación de
puertas que daban a despachos, almacenes o baños, la posición de cada
cámara de vigilancia y qué compañeros hacían turnos más allá de su zona en
dirección al pasillo de la bóveda principal, además de todo lo que sabía de
ellos personalmente, incluyendo sus números de teléfono.
Pues tampoco le había llevado días o semanas, solo unas cuatro horas.
Ahora tendría que fotografiarlo todo con el teléfono móvil y enviarlo al
número del desconocido que le había prometido sacarlo del agujero.

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Coordinación

A pesar de que se acostaron medianamente temprano la noche anterior y de


que durmieron a pierna suelta, tanto Esther Gallardo como Hugo Moretti se
levantaron con la extraña sensación de que algo no iba bien, aunque no
pudieran definir qué era eso que no cuadraba. En silencio se pusieron a las
tareas matutinas: ducha, preparar y tomar el desayuno, vestirse e ir a la
comisaría para otra jornada de trabajo más.
En el despacho no cambiaron sus semblantes.
Derrota.
Por fin habló Moretti.
—Ya hemos tenido casos en los que los avances han llegado tarde, eso no
significa nada.
—Lo sé.
—Pero te sientes frustrada.
—Me siento más inútil que frustrada.
—Sabes que resolver un caso es una carrera de fondo en la que hay que
dosificar el esfuerzo y vigilar de cerca a los rivales.
—Lo has dicho muchas veces. Lo que ocurre es que ahora pienso que el
rival es más listo que los anteriores.
—¿Por qué?
—Porque no mata tan rápido, casi se van a cumplir diez días y no tenemos
otra víctima en la que haya cometido un error.
—No hables con tanta seguridad, podría haber matado otra vez, pero
dejado el cadáver en un lugar diferente, donde aún no ha sido encontrado.
Además, las cámaras de vigilancia de la calle lo han grabado hace diez días,
eso seguro, aunque tenemos a muchas personas por la zona y no hemos visto
que una de ellas entre en una tapa de alcantarilla. Sabemos ahora que ha
usado una tapa de las ocultas bajo un edificio.
—Claro, pero tenemos que confiar en que lo haga de nuevo y usar la
similitud morfológica para encontrar un patrón común. ¿Y si no mata de

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nuevo? ¿Y si deja el siguiente cadáver en otro sitio? ¿Y si es un crimen
aislado? ¿Y si no va a robar el banco?
—Pues tendremos que buscar otras líneas de actuación.
—¿Y después?
—Si damos con él, tendremos que perseguirlo, acosarlo, como siempre. Si
no damos con él, pues un caso sin resolver.
—Tenemos que resolverlos todos, eso quiere el ministerio a cambio de
que sigas en el programa.
—¿De qué me hablas?
—Joder, no te lo he contado porque no quería preocuparte. Simón me dijo
que todo depende de la efectividad del cien por cien.
—Pues quiero que sepas que eso no me preocupa en absoluto, porque sé
que podrás cumplir y porque no me importaría que tarde o temprano eso no
ocurriese.
—¿Te da igual abandonar el programa?
—No es eso, simplemente no me dejo amilanar por nada, por nada salvo
perderte a ti, eso es lo único que no podría soportar. No… no te pongas ahora
sensiblera, que te conozco. Y no cedas ante esa presión; ellos, además del
comisario, saben que no se pueden resolver todos los casos. Y tenemos otros
asuntos en homicidios, también podemos asesorarlos y que se resuelvan más
casos este año que los anteriores. Tu labor como responsable de la brigada se
extiende a todos los casos.
—¿Crees que Simón me ha hecho jefa de la brigada para blindar el
programa de Casos Difíciles?
—Es posible, él también apuesta por ti, ya lo sabes.
—Todos apostáis por mí, todos menos yo misma. Está bien. Eso es lo que
deberíamos hacer hasta lograr avanzar con esto, centrarnos en el resto de
casos.
—Ayuda a Fernando con el suyo, también a Ventura, a González, a Díaz,
a todos; pídeles datos y nos ponemos a asesorarlos.
—Sí, es lo que pensaba hacer hoy y hasta el día en que tengamos algo
nuevo. Pero me gustaría llamar a la Guardia Civil y al banco para saber por
qué no tenemos noticias de ellos. No veo mucha coordinación, como
prometieron.
—Piensa que nosotros tampoco les hemos llamado.
—Porque no tenemos nada nuevo.
—Quizás es el motivo por el que ellos tampoco llaman.

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—Está bien, trataré de tener mano izquierda con ellos y mandarles un
correo electrónico en lugar de llamarles por teléfono.
—Recuerda empezar los mensajes con un «no tengo nada nuevo, llamo
por si vosotros habéis avanzado algo».
—Lo sé, lo sé.
Esther, sin saber por qué, entró en su cuenta bancaria para mirar el saldo y
movimientos, hacía más de un año que no lo consultaba.
«¿Casi cuarenta y cinco mil euros? Esto debe de ser un error, yo no tenía
más de cinco o seis mil, que yo recuerde cuando entré la última vez».
Comprobó que tenía los ingresos de las pagas por su trabajo, que habían
ido aumentando a medida que había sido ascendida de cargo, pero apenas
gastos.
—Hugo.
—Dime.
—¿No debería participar en los gastos de la casa?
—¿A qué viene ahora eso? Mi cabeza acaba de explotar con esa pregunta.
—Vivo en tu casa y tú pagas todos los gastos, incluso las comidas, las
vacaciones, las cenas al margen del trabajo…
—¿Qué importancia tiene eso?
—Es que no me gusta sentirme como una mantenida. Acabo de ver mi
saldo bancario y no tengo gastos.
—Es porque nunca encuentras el momento de comprarte ropa, tampoco
comprar maquillajes, caprichos u otras cosas.
—Pero es que no pago ni la comida de la casa…
—No necesito que pagues nada, sabes que dispongo de dinero de sobra.
—Es una cuestión de principios.
—Suponía que algún día me dirías algo así. Pues haciendo un rápido
balance de gastos, te podría decir que son unos dos mil mensuales.
—¿Dos mil euros gastas al mes en mantener la casa y demás gastos en
común?
—No, son cuatro mil, pero pensaba que me pedías la cifra dividida por la
mitad para aportarla tú.
—Pero yo gano poco más que eso.
—Pues todo queda cerrado. No necesitas pagar nada, para mí no es más
que calderilla.
—Sabes lo feminista que soy, me gusta sentirme independiente y
autosuficiente.

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—Pero tú no tienes la culpa de que yo viva en un piso que requiere
muchos gastos de mantenimiento, ni que me guste comer bien y hacer viajes
caros. Claro que si te sientes mejor, me puedes regalar un reloj para mi
colección, el último de Tag Heuer seguro que es una maravilla.
—No podrías verlo, podría regalarte un Casio.
—Tú no harías eso.
—Tampoco gastarme veinte mil o más en un complemento absurdo para
alguien que no puede verlo.
—Chica lista. Olvida esa tontería y manda los mensajes a los
colaboradores. Y si no sabes qué hacer con el dinero que tienes y el que
ganas, compra un piso y ponlo en alquiler, invierte en el futuro.
Esther no supo qué añadir a eso, quizás le hiciese caso e invirtiera el
dinero pensando en tener algo propio para los años venideros. Claro que ella
nunca pensaba en el futuro, solo vivía el presente. Lo consultaría con su
hermana. No, lo haría con el psicólogo, le tocaba sesión al día siguiente.
Precisamente hablaban últimamente de su incapacidad para ver el futuro,
como una venda o niebla que ella se hubiese puesto ante los ojos para no
pensar en problemas, en los posibles contratiempos que la vida depara a cada
persona en función de su edad. Pronto perdería a su padre, la ley de la vida,
pero no quería ni pensar en ello, en otra pérdida como la de su madre. El
distanciamiento con sus hermanos, el cumplir años ni el no saber si sería
madre algún día…
Apartó esos pensamientos y redactó con tacto el correo que enviaría al
teniente de la UCO y al responsable de la seguridad del banco.

Pedro Zapatero llevaba dos días sin parar de hacer llamadas y de investigar en
el ordenador, algo inusual en su puesto de trabajo desde que fue asignado al
mismo. En el banco trabajaban a su cargo casi mil personas repartidos en tres
turnos de ocho horas, contando los que estaban de baja por enfermedad,
vacaciones o excedencia, y se repartían por zonas: exterior, vestíbulo, plantas
de oficinas, salas de exposición y pasillos de los sótanos. A eso habría que
sumar más de cuatrocientos que se habían jubilado o despedido en los últimos
diez años. Así cumplía con lo que le había pedido la inspectora al cargo del
caso.
Llamar a cada empleado era lo que más le estaba costando, pues tenía que
insistir hasta dar con ellos y comprobar que ninguno era el que había
aparecido muerto. Llamadas y más llamadas mientras debía mantener el orden

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entre sus efectivos en activo para que no se apelmazaran en sus tareas
anodinas diarias.
La idea de que intentasen robar el banco era absurda, pero no por ello iba
a descuidar un solo minuto de su tiempo por la soberbia de creerse invencible
en su tarea de vigilancia, apoyada esta en las medidas de seguridad que tenía
la bóveda y el pasillo que conducía a la misma. El gobernador no debía
preocuparse por nada, esa era la función de Pedro.
Vio en el monitor del ordenador el correo de la inspectora, le preguntaba
por avances. No tenía nada para ella, no había encontrado a ningún empleado
que hubiera desaparecido de los que había consultado hasta el momento. Así
le respondió, con una simple frase.
«Es imposible, lo del robo es una hipótesis que no se sostiene y así se
demostrará. Acabaré esta tarea y todo volverá a la normalidad. El gobernador
dejará de presionarme y regresaré a la rutina».

Adolfo Heredia se manejaba bien entre los informes que llegaban y los que él
emitía, pero esa semana se habían intensificado, más en calidad que en
cantidad, pues provenían del ministerio y de sus superiores en la UCO. Nunca
antes la unidad de subsuelo se había visto implicada en algo parecido, al
menos desde que él pertenecía a la Benemérita.
Podría quejarse, pero no lo haría. En absoluto, estaba encantado de tener
una investigación importante por primera vez. Ya se había sentido
menospreciado cuando lo asignaron a esa unidad que se limita a recorrer
alcantarillas llenas de ratas.
Había comprobado que no faltaba ninguno de sus muchachos de la
unidad, así que la víctima no era un guardia civil a su cargo, ni otro retirado
en los últimos años. También mantenía contacto con los departamentos de
Científica y Forense; ninguno de ellos había obtenido pruebas o indicios para
avanzar en el caso.
Tal vez fuese un hecho aislado, un asesino que había hecho desaparecer a
su víctima donde no pudiera ser encontrada en mucho tiempo y que había
usado el ácido para que el muerto no fuese relacionado con él. Solo eso. Claro
que no confiaba mucho en las casualidades y el cuerpo había sido encontrado
en su territorio; prefería asegurarse antes de que se confirmase, aunque era
poco probable, que aquello guardaba relación con el banco y con el servicio
de vigilancia de la zona.

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El comandante ya había recibido su informe diario, pero este no mostraba
novedades y, aunque no le había respondido tras aparecer el mensaje como
leído en la bandeja, sabía que su superior no estaría conforme con ello.
Cuando un alto mando espera noticias, lo que desea son avances negativos,
algo a lo que atenerse, que le dé motivos de preocupación y contra lo que
tomar medidas; todo lo contrario solo aumenta la incertidumbre; la única
noticia positiva que el comandante esperaría era la de que se había
neutralizado la amenaza, y eso implicaba que había una amenaza y que se
había detenido al causante.
Recibió el mensaje de la inspectora Gallardo y comenzó a redactar la
respuesta, luego la borró y se decidió por llamarla, prefería hablar con ella por
teléfono, lo que consideró que debía haber hecho ella para mantener el
contacto que habían decidido tener.
—¿Teniente? ¿Alguna novedad?
—Nada. Esperaba tu llamada, más que un mensaje.
—No quería interrumpirte si estabas ocupado, para que me respondieses
cuando tuvieses tiempo de hacerlo.
Él no siguió la línea de conversación.
—Me has dicho que no tienes nada, estáis igual que nosotros. No falta
ningún agente de la brigada de subsuelo, así que la víctima no es uno de los
míos.
—Lo imaginaba. Desde el servicio de seguridad del banco me dicen que
quedan algunos empleados por localizar, pero que no falta ninguno de los que
están en activo, te lo digo por si ellos no te han puesto al corriente.
—A falta de que se comprueben todos los nombres, es lógico ir pensando
que se trata de un crimen aislado y sin repercusiones hacia un posible robo del
banco.
—Sí, eso es lo que parece. Pronto cerraremos esa línea y, si no hay
novedades, tendremos que buscar otro enfoque para descubrir quién y por qué
ha muerto en ese túnel.
—Si se descarta el robo al banco, será tarea nuestra, pero sigo
asegurándote que será bienvenida vuestra ayuda.
—El ministerio nos dio el caso y me temo que estamos obligados a ayudar
hasta resolverlo, aunque también es un placer hacerlo con la cooperación que
estamos teniendo por tu parte, te agradezco de veras el apoyo.
El teniente se despidió antes de colgar y se reclinó en su silla ante la
pantalla del ordenador. Prefería estar en la calle, incluso cuando llovía o
nevaba, pero sabía que el trabajo de oficina y de coordinación con otros

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cuerpos era vital. Suspiró hondo y se preguntó si todo aquello no era más que
la travesura de un asesino con mucha imaginación o había algo gordo tras el
crimen. Esa última posibilidad no podía dejarse sin investigar, así lo percibía
también por parte de la responsable de homicidios con la que acababa de
hablar.
«Si hay algo gordo en un caso que es de mi jurisdicción, no voy a dejar
que los nacionales descubran lo que a mí se me ha pasado por alto. Tengo que
seguir husmeando hasta tener la seguridad de que lo tengo todo, toda la
información y la certeza de que no se escapa nada a mi control».

Esther propuso una última reunión en la cocina antes de terminar el día, no


había espacio suficiente para todos, así que cambiaron el lugar a última hora
por la sala de prensa. Moretti le dejó claro que no era necesario sentarse a su
lado, que se ubicaría enfrente, junto al resto de integrantes de la brigada.
La inspectora jefe enunció los casos que seguían y los responsables de
cada uno fueron dando los avances de los mismos.
—Tenemos al posible asesino cercado, vamos a exprimirlo en un
interrogatorio en unas horas.
—Si necesitas apoyo en el mismo, me quedaré aquí para asistir al careo.

—Estamos entrevistando a los testigos y a los allegados de la víctima,
pronto tendremos algo.
—Seguid por esa senda, informadme de las novedades.

—La forense ha encontrado huellas determinantes.
—Eso es fabuloso, hay que cotejarlas con las personas del entorno de la
víctima, además de sospechosos.

—Aún estamos esperando datos, el caso nos ha llegado hace unas horas.
—Mañana por la mañana poneos con las entrevistas y visitas a forense y
demás.

—El padre de la víctima ha confesado, es un caso resuelto.
—Enhorabuena, otro caso cerrado.

—Tenemos pruebas nuevas encontradas por la Científica, todo apunta a
un ajuste de cuentas de un socio de la víctima.

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—Exprimid a ese socio a conciencia.

—Por más que hemos indagado, todo apunta a que se trata de un robo con
violencia, aunque aún no hemos encontrado al ladrón.
—Cuestión de seguir buscando, quizás el ladrón y asesino tuviera algún
socio en el entorno de la víctima, alguien que le haya proporcionado
información.

Por último, se dirigió a Fernando.
—La víctima tenía enemigos tras jubilarse y traspasar el negocio; aunque
seguimos sin descartar que su hija y su yerno estén metidos en el asunto.
Seguimos indagando por esa vía.
—Perfecto, seguid presionando y también buscando a esos enemigos.
Esther sonrió satisfecha. Era la primera vez que se hacía una reunión de
ese tipo en la comisaría, le parecía muy positiva y quería mantener ese tipo de
contacto semanalmente con sus compañeros. Y eso a pesar de las miradas y
sonrisas que había visto sin saber si se trataba de algo personal de cada policía
o estaban cuestionando su autoridad o pensando aún en el rumor de que le
había asignado un caso a un agente porque tenía algo personal, sexual, con el
mismo. Decidió darle una oportunidad a su autoestima y seguridad para
pensar que debía centrarse en trabajar sin más distracciones.
—Bien, chicos, seguid así, mandadme adelantos o consultas sobre los
casos si lo consideráis oportuno, para eso estamos. Vamos a resolver todo lo
que haya y lo que vaya surgiendo. Os agradezco estos minutos más allá de
vuestro horario. Quiero que haya una reunión semanal y también que mi
despacho esté abierto para consultas.
Las sonrisas que se dibujaron en los investigadores no supo cómo
interpretarlas, pero eso iría resolviéndose a medida que pasaran las semanas y
meses.
Tras montarse en el coche con África al volante, preguntó a sus
compañeros por la iniciativa.
—Me parece muy acertada —dijo Fernando.
—No hagas caso a las risitas, Esther —dijo África.
—¿Risitas?
—Ya sabes, testosterona. Una mujer al frente, además de joven, guapa e
inexperta a sus ojos.
—África. —Moretti intervino—. Vamos a centrarnos en los casos.
—No necesito que me salves, Hugo.

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—Lo sé, solo quería poner orden. Soy tu asesor y consejero. Todo lo que
no tenga que ver con los casos deja de ser importante, menos que eso.
Céntrate en tus labores.
—Eso hago, pero también me preocupo por lo que puedan pensar de mí
los inspectores y oficiales que están bajo mi mando.
—Inspectora —dijo Fernando—, yo soy el más damnificado por lo
sucedido, los de Asuntos Internos me investigan y tendré que responder por la
agresión a un compañero. Si a mí no me importa lo que está ocurriendo o lo
que puedan decir de mí, pues eso… que no debería ser ese asunto tan
importante cuando estamos tratando de resolver crímenes.
—Pienso igual que tú, Fernando —dijo Esther—. Vamos a dejar el tema,
que seguro se irá diluyendo con los días y semanas hasta que haya un rumor
más jugoso del que tirar. Vamos a olvidarnos de esa estupidez y a centrarnos
en el trabajo. ¿Tenéis alguna duda o necesitáis asesoramiento con el caso?
—En principio no. Aún no tenemos un sospechoso en firme, como podrás
ver en el informe que te hemos enviado a tu correo electrónico hace una hora,
pero no estaría mal algo de tertulia, a pesar de que tenemos la mente bajo
mínimos tras la jornada.
—Bien Fernando, ilústranos a Hugo y a mí.
El agente hizo el resumen, básicamente contó lo mismo que había
redactado en el informe, luego le planteó las dudas o posibilidades.
—En principio, los únicos que se benefician de la muerte de Máximo
Huertas son su hija y su yerno, no tienen ingresos propios, vivían con una
asignación para sus gastos por parte de la víctima y ahora heredarán una gran
suma. El problema es que tienen coartadas confirmadas y las huellas que se
encontraron junto al cadáver son de un número de pie que no se corresponde
con los de ellos.
—¿Huellas en el arma?
—El asesino no usó guantes, pero, según la Científica, el arma tenía
mucha suciedad, tierra. No han podido sacar nada. Tampoco hay testigos. Lo
único que tenemos por delante para avanzar es entrevistarnos con el mejor
amigo de Máximo, quizás nos pueda aclarar más sobre esos antiguos
empleados descontentos por la venta de la empresa, hecho que llevó a sus
despidos.
—Bien, pues mañana poneos con eso.
Moretti hizo un último apunte:
—Pedid también un análisis de ADN en el arma, por si hubiera algo de
sudor. Ese ADN se puede cotejar con la hija y el yerno, para descartarlos

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definitivamente. Seguramente no han contemplado esa alternativa porque la
tierra adherida al arma estaría seca cuando la encontraron, pero ese sudor
puede localizarse.
—No lo había pensado, gracias por el aporte.
Tras la conversación, Moretti y Gallardo se apearon del coche y África
aceleró para llevar a casa a Fernando.

Esther terminaba la cena en la cocina cuando entró Hugo tras ducharse y le


dijo:
—Has estado impresionante hoy.
—Prefiero no hablar del trabajo, quiero desconectar.
—Solo unos minutos, necesito decírtelo. A pesar de lo de la pelea de
Fernando de esta mañana, del nuevo rumor que te afecta y de no tener
avances en el caso, has estado magistral en la reunión de la brigada y en el
asesoramiento a Fernando y África hace unos minutos.
—Solo intento hacer mi trabajo.
—Pues me siento orgulloso, no considero que tenga nada que aportarte, ya
lo sabes todo y en tiempo récord.
—Me aportas estabilidad, eso no va a cambiar nunca. No va a llegar el día
en que ya no lo necesite.
—¿Y si algún día soy yo el que se cansa y decide retirarse?
—El trabajo es tu vida.
—Lo era el trabajo de campo. El asesoramiento es menos que la metadona
para un heroinómano. Este trabajo me ayuda a ocupar las horas del día y
también a estar a tu lado, pero no me llena como lo hacía cuando era
investigador. Si no fuese por ti, si me hubieran asignado a otro agente, es más
que probable que hubiese abandonado hace tiempo.
—Es bonito lo que me dices, pero también triste, no me gusta que tu vida
y tu felicidad dependan de mí, me genera mucha presión.
—Pues lo siento, pero es la verdad. Y tienes razón, vamos a dejar de
hablar del trabajo. Ese pescado huele de maravilla, prepararé una ensalada.

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ADN

Eusebio Romero había salido de la cama a las seis de la mañana como un


reloj, como cada día y sin despertador desde hacía más de treinta años. «Es
difícil dejar las costumbres», solía decir a sus amigos. También se había
tenido que levantar de madrugada dos veces a vaciar la vejiga, como cada
noche; a eso no se acostumbra uno nunca.
Tras desayunar un zumo de naranja natural, una tostada con mermelada de
albaricoque sin azúcar y un café solo con sacarina, se puso a recoger y fregar
la cocina. A pesar de llevar nueve años viudo, no lograba hacerse a estar en la
casa solo y en silencio, por eso era habitual que cerrase los ojos para crear con
su imaginación alguna conversación con su Irene. Cómo la echaba de menos.
Ahora tampoco tenía a Máximo, algún indeseable le había partido el
cráneo y lo había dejado sin su compañero de mus. ¿A quién iba a enseñar
todas las señales que durante décadas se habían aprendido Máximo y él y que
eran capaces de hacerse durante las partidas sin que los oponentes se diesen
cuenta? Sentía una enorme tristeza ante la pérdida de cada ser querido a
medida que iba envejeciendo, pero últimamente solo pensaba que quizás era
más triste ir quedándose solo que ser uno de los que se marchaba. Tal vez
cuando uno se muere solo produce dolor en los demás, en los vivos, así que,
según se mire, la muerte podría ser menos trágica y dolorosa que la vida.
Salió a dar un paseo, refrescaba, así que se puso una rebeca de punto que
su hija le regaló las navidades pasadas, a media mañana le sobraría con el
calor del verano. ¿Desde cuándo no veía a su hija y sus nietos? Pues desde
esas mismas navidades, casi seis meses. Ahora los hijos se contentaban con
hablar por teléfono un par de veces a la semana para preguntar qué tal estás o
si necesitas algo. Claro que él necesitaba algo, pero no eran dos llamadas de
teléfono, sino más contacto directo, pero todo el mundo está tan ocupado hoy
en día…
Podría cambiar de ruta de paseo, pero le gustaba recorrer los jardines del
barrio, seguir recto por la avenida y regresar callejeando por una zona que se
conocía de memoria para terminar en el bar de su amigo Javier, donde ya

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solía haber tertulianos jugando a las cartas o el dominó, además de comentar
el partido de fútbol, si hubo jornada el día anterior, o hacer especulaciones si
quedaba un día o dos para jugarse. Él rara vez participaba en los debates, se
limitaba a escuchar mientras reponía líquido y sales minerales bebiendo un
Aquarius de naranja sin azúcar, como le había recomendado su médica.
Eran las once menos cuarto cuando pidió el Aquarius a Javier. Volvió a
sonar el teléfono, la cuarta vez esa mañana y con el mismo número, que no
tenía registrado en su agenda. Esta vez se decidió a descolgar.
—¿Sí? ¿Quién es?
—¿Eusebio Romero?
—Sí, pero no quiero nada, estoy contento con mi compañía de teléfono.
—Me parece bien, pero somos de la Policía Nacional. Queremos hacerle
unas preguntas sobre Máximo Huertas. Estamos ante su casa, pero no
responde al telefonillo.
—Estoy en el bar, en la calle Agustín González, cerca de casa. ¿Podrán
encontrarlo?
—Nos veremos en unos minutos.
«Ahora sí que van a tener un tema nuevo de conversación aquí, aunque ya
llevan varios días especulando sobre lo que tuvo que pasarle a Máximo. No
les vendrá mal dejar de hablar de políticos y de fútbol por una vez».
Iba a proponer echar una partida de mus a los vecinos, para ir viendo con
quién podría hacer pareja en el futuro, pero ahora se limitaría a pedir otro
Aquarius tras vaciar la vejiga y así esperar a los policías.
La pareja de uniformados apareció por la puerta antes siquiera de
plantearse qué querrían saber, pues él desconocía quién podría desear la
muerte de su amigo.
—¿Podemos sentarnos en una mesa al fondo? Así tendremos más
intimidad —dijo la chica bajita y pelirroja, su voz dulce le recordaba la de su
nieta, que ya era adolescente.
Fue más que una pregunta, pues ya se habían decidido a ello y caminaban
hacia el fondo del bar.
—¿Y bien? ¿Qué es lo que necesitan saber? —dijo él mientras tomaba
asiento.
—Nos comentó Raúl, el yerno de Máximo, que usted era su mejor amigo.
—Bueno, quizás el único. Máximo no es… no era muy sociable, apenas
salía de casa para otra cosa que no fuese su trabajo, y tras jubilarse para seguir
cultivando en la finca y cuidando de las gallinas. ¿Qué será ahora de ellas?
Fernando le lanzó una mirada rápida a África. Ella suspiró por lo bajo.

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—¿No tiene más amigos?
—No, que yo conozca. Ya les he dicho que antes solía hablar del trabajo y
de su finca, luego, cuando se jubiló y traspasó la empresa, hablaba
fundamentalmente de la finca y alguna vez de su hija y su yerno.
—¿Qué contaba de ellos?
—Que no pasaban una buena racha, sobre todo con la crisis y el despido
de Raúl. Que debido a ese tema había muchas discusiones en casa y él
prefería pasar por allí solo para dormir, cenar y darles lo que necesitaran
económicamente.
—¿Querían su hija y su yerno más dinero?
—Querían estar mejor, no sobrevivir mes a mes. Aunque lo que ansiaba
Raúl era encontrar otro trabajo para sentirse… ya saben, activo, útil, no un
mantenido por su suegro.
—Comprendo. ¿No hablaba de sus antiguos empleados?
—A veces, sobre todo tras haber recibido alguna llamada en la que le
hablasen de lo mal que lo estaban pasando todos en el paro y que le
recriminaran que hubiera vendido la empresa en lugar de haber dejado a uno
de ellos al mando.
—Pero él se excusaba en que la crisis habría acabado con el negocio de
igual forma, ¿verdad? —dijo África.
—Eso me decía a mí también, que dejó el negocio en el mejor momento,
antes de que no valiese nada. Aquel dinero era su pensión de jubilación, pues
el Estado le daría poco al haber cotizado como autónomo, claro que todos
sabemos que tenía contratado un plan de pensión privado. Aquel dinero
salvaría a Máximo, a su hija y al yerno.
—Pero no todos lo comprendían.
—Ya sabe cómo son las personas, solo piensan en sí mismos. Sus
empleados no consideraron que Máximo era también alguien que debía
pensar en su futuro por encima del de sus trabajadores. A pesar de eso,
traspasó el negocio con la condición de que no hubiese despidos, pero la
quiebra fue inminente unos años después.
—¿Le contó Máximo que alguno de ellos lo amenazase? ¿Había
exempleados tan enfadados como para vengarse de quien consideraban que
era el causante de su desgracia?
—Creo recordar que sí, dos de ellos, aunque no recuerdo sus nombres.
Máximo me dijo que le insultaban por teléfono, me contó también que esos
dos habían vivido por encima de sus posibilidades, como se dice ahora; tenían
deudas por la compra de coches, hipotecas y otros caprichos; quedarse sin

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empleo y cobrando un subsidio del Estado muy inferior a sus sueldos y que se
agotaría en dos años provocó su ira y lo pagaron con su exjefe. Máximo no lo
contaba en casa porque bastante tenía con el malestar de su yerno, que
posiblemente se pondría de parte de esos antiguos compañeros para
recriminarle haber sido egoísta al no traspasarle la empresa.
Tras la charla, África y Fernando partieron a la comisaría, allí indagarían
en el listado de trabajadores de la antigua empresa de la víctima y obtendrían
sus teléfonos móviles y direcciones. Por lo pronto pedirían a los de la
Científica que ubicaran esos terminales durante la franja horaria en la que se
produjo el crimen, tal vez tuviesen algo de suerte por esa vía.
Fernando leyó en su bandeja de correo la respuesta al mensaje sobre el
ADN del arma.
Buena idea, encontramos ADN al procesar con químicos el barro reseco del palo de
madera, sudor en concreto, pero no se corresponde con la víctima, así que no se trata
de un familiar directo.

Descartada la hija como autora del crimen, quedaba pedir una muestra al
yerno. Sin orden judicial para ello, tendría que ofrecerse a hacer la prueba de
forma voluntaria. Así se lo dijo a África por teléfono interno.
—Quizás yo pueda ayudar con eso.
—¿A qué te refieres?
—Las cervezas que invitamos ayer a Raúl. Guardé sin que os dieseis
cuenta uno de los vasos. Tenemos su saliva.
Gonzalo Iglesias, responsable de la Científica, se negó en rotundo a
procesar esa muestra obtenida de forma irregular. Ahora tocaba pedir consejo
a Esther y Moretti.
—Estáis en una encrucijada, sin duda —dijo la inspectora.
—No sabemos cómo avanzar si necesitamos permisos de la fiscalía o el
juez para cada paso.
—Lo peor es que muchos de esos permisos no os los darán porque no
tendréis pruebas en firme contra esos posibles sospechosos —apuntó Moretti.
—La geolocalización de los teléfonos es fácil de arreglar, aunque esa
prueba la tendréis que guardar en secreto hasta que tengáis algo más sólido —
continuaba Esther—. Me refiero a usar esa información para presionar al
sospechoso y, una vez que tengáis una confesión oficial y grabada, usar la
prueba falseando la fecha en la que se ha obtenido. Lo del ADN es más
complejo, ese análisis no es sencillo y la Científica se negará en rotundo para
no verse salpicados con un expediente.
—Quizás yo tenga una salida a ese último inconveniente.

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Todos miraron al ciego, que sonreía. Moretti tomó el teléfono y llamó a
Gonzalo Iglesias.
—Dime, Hugo.
—Hace unos minutos Fernando Costa te ha pedido un cotejo de ADN.
—Sí, se trata de una prueba no catalogada como oficial.
—Debe de tratarse de un error, el vaso fue encontrado en la escena del
crimen.
—¿Estás de broma?
—En absoluto. Seguro que Fernando olvidó decírtelo.
—Me ha dicho que lo sacaron ayer por la tarde de un bar sin que el sujeto
fuera consciente de ello. Eso es una irregularidad.
—No habrás entendido bien al agente.
—No me jodas, Hache.
—No me llames Hache, coño.
—Lo que me pides es un favor personal y no me gusta poner en riesgo mi
puesto.
—Ni tú ni nadie, pero estamos para resolver crímenes y podría ser una
buena pista.
—Una que no tendría validez ante un juicio.
—No, pero si la muestra coincide con el ADN hallado en el arma,
tendríamos algo con lo que presionar al sospechoso para que declarase. Un
punto para Homicidios y otro para ti, otro caso resuelto en tiempo récord.
—Eres un capullo, veo que Gallardo te instruye en la Psicología a la vez
que tú a ella con tu experiencia, sobre todo en saltarte la fina línea de lo
ilegal.
—Te deberé un favor.
—Una cena con mi mujer en el restaurante que yo elija.
—Hecho.
—Te paso resultados en dos horas. Y la cena se mantiene tanto si sale
positivo como si es negativo.
—Me parece bien.

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Atando cabos

Le había pasado toda la información que le había pedido, pero el tipo no


respondía, ni un mísero gracias. ¿Lo acababan de estafar? Esa fue su primera
impresión al ver que pasaban las horas, sin ser capaz de dormir y
comprobando que no había respuesta. Ya estaba levantado y en la cocina,
observando cómo amanecía sobre las azoteas de los pisos de la calle de
enfrente, cuando comenzó a pensar que todo podría ser una prueba del
responsable de seguridad del banco, que pronto tendría una llamada del
director o, peor aún, una conversación cara a cara en el despacho del mismo.
Se marchó cabizbajo hacia el trabajo, le quedaba un trayecto de más de
media hora en el metro, y de esa misma forma entró por la puerta de servicio,
metió su tarjeta en el control de horarios y fue a las taquillas a ponerse el
uniforme. Apenas era capaz de devolver los saludos de sus compañeros, tanto
los que salían del turno anterior como los que llegaban al nuevo. Se comportó
con naturalidad, o eso intentó, haciendo la ronda y el resto de tareas de
seguridad y vigilancia en su zona. Claro que sentía en su interior una
locomotora a máxima velocidad. Miraba el teléfono cada dos minutos.
Esperaba una llamada, ojalá fuese del anónimo ladrón y no del director de
seguridad.
Y así fueron pasando las horas, con el deseo cada vez más acuciante de
llamar al número al que solo podía recurrir en casos de urgencia.
Las cinco de la tarde, metía otra vez la tarjeta de control de horarios y se
marchó a casa, esta vez caminando y no en el metro, necesitaba pensar y la
larga caminata ayudaría.
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué no sucedía nada? Estaba claro que no se
trataba de una prueba del banco para ver la integridad de sus empleados de
seguridad. Entonces, ¿por qué ese tipo no llamaba? ¿No había recibido las
fotografías con los informes?
Decidido, tendría que llamar.
Le temblaban las manos al buscar el teléfono en el bolsillo y marcar el
último número usado del listado.

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La respuesta llegó a los tres tonos.
—¿Sí?
—Anoche envié la documentación, no sé si la has recibido.
—Sí. Ahora no puedo hablar, te llamo en unas horas.
Y colgó.
«Ha colgado, el muy cabrón. ¿Qué significa eso? ¿Me llamará? Supongo
que sí, después de todo me ha respondido la llamada. Joder, ahora tendré que
estar a la espera de lo que me diga».
Y así pasó el resto de la tarde, como un fantasma en su propia casa,
caminando sin parar en silencio, asustando más aún a su mujer, a la que
seguía sin poder dar explicaciones. Hasta que, a las siete y cinco minutos,
recibió la llamada y bajó a la calle para hablar de forma más discreta.
—¿Sí?
—Sal de tu casa a las ocho de la tarde, camina calle abajo hasta la esquina
de la droguería, allí te esperaré en un coche gris, monta y nos conoceremos.
—¿Conocernos?
—Ya somos socios.
—No sé, no esperaba que…
—Tienes problemas económicos y no quiero que tus prestamistas te
atosiguen. Iremos a un lugar seguro y te daré un veinticinco por ciento del
pago por tus servicios, con eso podrás respirar un mes, que es lo que tardaré
en ejecutar mi plan. ¿Te parece bien?
—¿Un cuarto de millón? Claro, a las ocho.
Otra vez se quedó mirando el teléfono entre las manos, parado en mitad
de la calle, pero esta vez con un semblante muy diferente. Todo estaba
saliendo bien, mejor que eso. Un puto cuarto de millón de euros. Con eso
podría cancelar la hipoteca y sobraría para pagar la deuda con el prestamista.
También podría ir a otro local de partidas de póker y tratar de aumentar la
suma.
«¿Es eso una locura? En absoluto. Hoy están saliendo las cosas bien, un
golpe de suerte por primera vez en mucho tiempo, esa suerte me acompañará
todo el día y no puedo desaprovecharla».
Se gastó cincuenta euros, todo lo que le quedaba en la cartera para los
gastos del resto del mes, en lotería. Esa noche tendría dinero de sobra y tenía
que aprovechar, alargar la racha.
Su mujer volvió a extrañarse, no era para menos, ese cambio de humor
repentino no tenía lógica alguna. Incluso le había prometido unas vacaciones
épicas en la playa, en algún destino turístico exótico. Ella seguro que pensaba

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que se estaba volviendo loco, eso o que la llamada que fue a atender a la calle
era de una amante.

Ya tenía la información para dar el siguiente paso, los planos y horarios eran
detallados y confiaba en que fuesen exactos, ese imbécil se jugaba un millón
y no habría cometido ningún error a sabiendas de que no cobraría si el robo
no se efectuaba y con éxito. Eduardo Fonseca estaba con el agua al cuello, su
situación económica no le permitía renunciar al trato beneficioso que tenía
delante. Ahora tocaba atar ese cabo suelto y luego contactar con el último
colaborador, el que le daría el detalle del pasillo que conducía a la bóveda del
oro. Una vez tuviese esa información, la operación llegaría a su culmen.
Tenía listas las lanzas térmicas, la sorpresa final, las armas, los uniformes,
los vehículos, los compañeros contratados para el golpe, que permanecían a la
espera de sus órdenes, además de saberse de memoria cada movimiento a
seguir por el banco hasta ese pasillo, nunca antes grabado por cámaras y que
solo conocían los encargados de seguridad de esa zona.
«El siguiente colaborador será el más difícil. Los que se encargan de ese
lugar son los más motivados, los más fieles y mejor pagados, tendré que
ofrecerle mucho dinero al elegido para que no se niegue y me delate a sus
superiores. Tengo que investigar durante días a cada uno de ellos para elegir
al adecuado».
La reunión de esa noche la tenía planificada desde antes incluso de
contactar con el vigilante. No era lo que ocupaba su mente en esos momentos,
pues tocaba hacer una labor minuciosa para descubrir cada detalle de la vida
de los candidatos que tenía apuntados en un folio tras copiar la información
recibida en fotografías en el teléfono. Solo contaba con nombres, apellidos y
números de teléfono, además de pocos datos personales, nada que le llamase
la atención. Requería de un pobre diablo, como los dos anteriores, pero no
veía eso por ahora. Cuestión de rebuscar a conciencia en sus redes sociales y
de pagar unos euros por saber el saldo de sus cuentas, sus deudas y demás
detalles que hacían vulnerable al más íntegro de los hombres, para eso ya
contaba con un pirata informático de confianza.
Lo preparó todo para esa noche y partió en el SEAT León, al que le había
colocado matrículas robadas de un coche abandonado meses atrás y que solo
usaba para esos menesteres. Condujo respetando los límites y las señales
hasta llegar a donde había quedado con su colaborador un cuarto de hora
antes de lo previsto, así se garantizaría, tras dar varias vueltas a la manzana,

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que quedaba libre esa plaza de aparcamiento y no llamar la atención estando
en una esquina en doble fila.
En junio había demasiada luz en las calles a esa hora, además de muchos
vecinos paseando, regresando del trabajo o yendo a hacer lo que sea que
fueran a hacer. Eso no le gustaba, pero confiaba en que nadie se fijaría en su
cara, bajo una gorra, si estaba en un coche bien aparcado y discreto.
A los cinco minutos llegó Eduardo Fonseca, antes de lo previsto, pero
ideal para no tener que esperar más y estar expuesto allí. Se montó en el
coche directamente, como si aquello lo hiciese cada día de su vida, quizás
había visto muchas películas de atracos e intentaba interpretar el papel que le
correspondía.
—Gracias por la puntualidad inglesa.
—¿A dónde vamos?
—A un lugar seguro donde darte el dinero y explicarte el plan, si es que
quieres saberlo.
—Bueno, no contaba con eso último, pero está bien.
—Tengo sed, me apetece tomar algo con este calor, ¿te parece bien que
paremos en algún lugar más allá de este barrio y pidamos unas cervezas? Por
cierto, me llamo Juan.
—Estaría bien, Juan. Tengo la boca seca, supongo que son los nervios.
—Tranquilo, eso se te pasará pronto. —Encendió el motor y se marcharon
de la calle.
—¿Vamos a tardar mucho?
—¿Se impacientará tu mujer?
—No es eso, es que…
—Comprendo, no te sientes seguro. Tranquilo, solo somos dos amigos en
un coche yendo a tomar una cerveza, deja de pensar que pueden estar
siguiéndonos.
—Es que uno no hace esto todos los días.
—Es evidente, yo tampoco. Es un golpe difícil y hay que planificarlo
durante una vida entera.
—No pareces mayor que yo.
—Es cierto, pero esto lo empezó mi padre, es una especie de homenaje.
—¿Tu padre?
—Era vigilante del banco, murió de cáncer cuando yo era adolescente.
—Vaya, tu padre pensaría que le pagaban poco para custodiar una
cantidad de dinero desorbitada.
—Has dado en el blanco. Es una forma de decirlo.

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—Debes de haber albergado mucha rabia hacia el banco.
—La justa.
—¿Por qué no has entrado a trabajar en él? Sería la forma más fácil de
conocerlo por dentro.
—Me he centrado en otro tipo de formación y trabajo. Estadística,
evaluación de riesgos, psicología…
—El cerebro de la operación.
—Eso es.
—No darás el golpe tú, me refiero a de forma material. ¿Tienes un
equipo?
—Lo tengo, sí.
—¿Cuándo se producirá el robo?
—Cuando tenga el último pedazo de información que me falta para
hacerme con el mapa completo. Dentro de unas semanas, con suerte. Mira,
ese bar parece discreto.
—¿Me darás el dinero ahí? Podrías hacerlo ahora.
—Sí que tienes prisa por marcharte y alejarte de mí. El dinero lo tengo en
el centro de operaciones, iremos luego. No soy peligroso, no voy a hacerte
daño. Solo quiero que comprendas que eres parte del equipo y que tu vida
quedará solucionada tras el golpe.
—No es eso, es que… Bueno, quizás sí que es eso.
—Se te pasará con una cerveza en un lugar rodeado de gente, relájate, que
voy a hacerte rico. En esa bóveda hay mucho oro, miles de millones de euros.
Te pagaré un plus para que vivas como un rey con tu mujer el resto de
vuestras vidas. Solo te pido a cambio que sigas con la máxima discreción, ni a
ella le contarás nada.
—No lo he hecho ni lo haré, ni siquiera sé cómo voy a justificar el dinero.
—Ya se te ocurrirá algo.
Y abandonaron el coche por fin para entrar en el bar. Pidieron dos tercios
en la barra y se dirigieron a una mesa alejada para seguir hablando.
—¿Qué te preocupa?
—Es evidente, que el golpe no salga bien y todos acabemos en prisión.
—Tampoco es que estés en una situación como para poder elegir.
Disculpa, no quería decir eso, pero sabes que es la realidad. Tienes deudas
imposibles de pagar y una adicción al juego más que preocupante.
—Eso es cosa mía.
—Me gustaría que usaras el dinero que voy a darte en aliviar la presión de
dichas deudas. No soy un enemigo, no me hables como si lo fuera. Soy un

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amigo, o lo más parecido a uno. Solo los amigos de verdad están dispuestos a
dar dinero, es una forma de saber quién merece la pena. ¿Acaso no lo hago?
—Bueno, aún no he visto el dinero.
—¡Ja, ja, ja! Es la respuesta más razonable e inteligente que esperaba. El
dinero está en mi centro de operaciones, ya te lo he dicho, lo verás dentro de
unos minutos y conocerás los detalles del plan, así comprobarás que todo está
pensado al detalle. Y te llevarás el adelanto para lo que desees hacer con él.
Brindemos por que todo salga perfecto.
Levantaron las botellas y bebieron un largo sorbo cada uno.
—Tengo que ir al baño a vaciar la vejiga, en el local al que iremos
después no hay aseo. Dame dos minutos.
Tras regresar, vio que su acompañante se había terminado su cerveza, así
que pidió dos más en la barra y fue con ellas tras pagar las rondas.
—¿Otra más? Pensaba que nos íbamos ya. Voy a tener que mear también.
—Pues aprovecha, ahora no hay nadie.
Eso hizo Eduardo. Regresó al cabo de dos minutos y se sentó a la vez que
tomaba la botella para aclararse la garganta.
—Es la última y nos vamos, es una promesa —le dijo Juan.
—Sí, porque no quiero llegar tarde a cenar.
—Bien, pues las apuramos de un trago y salgamos al coche de nuevo.
Juan cumplió su palabra y se montaron en el coche para dirigirse hacia el
este, hacia la salida de Coslada y el resto de pueblos del corredor del Henares.
A medida que iban avanzando en el trayecto, Eduardo se iba mostrando más
cansado y adormilado, hasta que perdió el conocimiento sin haberse dado
cuenta de que la segunda cerveza contenía un potente narcótico.

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Avances

No pudieron hacer la reunión a primera hora porque Moretti y Esther estaban


ocupados asesorando a los otros casos del departamento en su despacho. Así
que África y Fernando esperaron a las diez de la mañana para ir a la cocina.
—¿Y bien? —preguntó Esther al entrar.
—El ADN del yerno no se corresponde con el encontrado en el arma.
Tendremos que esperar a la geolocalización de los teléfonos móviles de todos
los antiguos empleados, no podemos acotar la búsqueda a esos dos que nos
contó el amigo de la víctima porque no recuerda sus nombres.
—Esperemos avances hoy mismo para que podáis entrevistaros con ellos.
—¿Y el caso del banco? —preguntó África.
—Sigue estancado, no hay una sola novedad. No quiero llamar al teniente
de la UCO ni al director de seguridad del banco porque ya lo hice ayer y sería
meter demasiada presión. Cada vez estoy más convencida de que el crimen no
tiene nada que ver con el banco, que quizás el hallazgo del cuerpo allí sea
solo algo circunstancial, pero no relacionado.
—Pues todo está dicho, compañeros, regresemos —zanjó Moretti la
reunión.
—¿Qué sabemos de tu amigo confidente, el experto en robos? —quiso
saber Esther mientras entraban en el despacho.
—Si no ha llamado es que no sabe nada, pero ahora trataré de
comunicarme con él.
Y eso hizo.
—¿Walter?
—Hugo, iba a llamarte ayer, pero era tarde y esta mañana se me ha
pasado.
—¿Eso es que tienes algo?
—Es posible. Después de hacer algunas preguntas a antiguos proveedores
he descubierto que hace algo más de un mes se adquirieron cinco lanzas
térmicas de máxima potencia.

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—¿Suficientes para perforar las puertas acorazadas del pasillo de la
bóveda?
—Claro que sí, el grosor de la puerta solo influye en el tiempo que tardas
en hacer el agujero, pero el acero se funde como la mantequilla con esa
herramienta.
—¿Sabes quién ha adquirido el equipo?
—Ese tipo de información no te la proporcionará nadie, ni a mí tampoco.
El proveedor tendría que dejar su negocio y desaparecer para evitar
represalias.
—Lógico. ¿Sabes si ha entrado algún ladrón de bancos de élite en España
en los últimos meses?
—También he estado preguntando por eso. Residen varios en el país,
principalmente en las costas del levante y del sur y están todos jubilados.
Atracadores en activo conozco pocos y no, no hay noticias de que hayan
entrado. Y no tengo más información, aunque seguiré preguntando.
—Muchas gracias, Walter.
—Por nada, me ha servido para salir de la rutina de hacer sudokus y ver
culebrones.
Esther había oído la conversación por el manos libres del exinspector.
—Vaya, volvemos a la hipótesis de un robo al banco como móvil del
crimen.
—Eso o que las lanzas térmicas son para robar otro banco o hacer
butrones.
—Tienes razón, aunque son muchas lanzas para un robo pequeño, ¿no?
El teléfono de ella comenzó a sonar.
—Es el director de seguridad del banco. —Descolgó y puso el manos
libres.
—¿Zapatero?
—Gallardo, tengo algo.
—Bienvenida toda la información posible. ¿Una novedad?
—Dos. —El tono de Pedro Zapatero era sombrío.
—Cuéntame.
—Faltan dos personas. Javier Expósito, un antiguo empleado, prejubilado
por problemas de espalda y que falta en su casa desde hace más de una
semana.
—Podría ser la víctima del subsuelo.
—Es posible, sí, sobre todo por la edad, peso y altura del cadáver. El otro
desapareció anoche, su mujer ha llamado hace unos minutos. Eduardo

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Fonseca es uno de mis muchachos del sector dos, ayer estuvo en su puesto en
el turno uno, de ocho de la mañana a cinco de la tarde, lo he comprobado en
el registro de horarios.
—Hablaremos con las familias de los dos ahora mismo. Gracias por
llamar.
—No cuelgues aún, ¿tenéis vosotros algo nuevo?
—Cinco lanzas térmicas de máxima potencia compradas hace un mes.
—Joder.
—Podrían ser para robar en otro lugar.
—Lo sé, pero sumado a esas dos desapariciones al mismo tiempo y el
cadáver bajo el banco… tendré que hablar con el gobernador y también con la
Guardia Civil.
—Una mañana ajetreada para todos. No te olvides pasarme ahora las
direcciones y datos de contacto con familiares de los desaparecidos.
—Me pongo a ello como primera tarea.
Esther colgó y realizó otra llamada.
—¿Heredia?
—Gallardo, ¿alguna novedad?
—Varias. Te llamará el responsable de seguridad del banco, han
desaparecido dos vigilantes, bueno, uno de ellos estaba prejubilado, pero su
desaparición data de una fecha que concuerda con la víctima encontrada.
También sabemos que alguien ha comprado cinco lanzas térmicas de máxima
potencia.
—La cosa se está poniendo caliente.
—Y más que se va a poner. ¿Vas a mandar a los chicos del subsuelo a
buscar a ese segundo desaparecido?
—Claro, hoy mismo.
—Estamos en contacto, avísame si encontráis el segundo cuerpo.
La chica colgó y miró la bandeja de entrada del correo, allí estaba el
mensaje con los datos de los dos desaparecidos.
—¿Acción, Esther?
—Acción, a mover el culo. Voy a decirle a África que nos llevamos el
Audi.

La agente pensó en protestar, pues quería ir con ellos, pero también era
consciente de que tenía que apoyar a Fernando en su caso.

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La pareja llegó ante la fachada de un edificio que no se diferenciaba en
nada de los demás de la calle y del resto del barrio de Usera: de protección
oficial, pequeño, gris con urgente necesidad de un repintado, diferentes
persianas y toldos en sus pequeños balcones… Aparcar tres calles más allá se
convirtió en una pesadilla de más de quince minutos, luego caminaron hacia
la fachada de nuevo para llamar al telefonillo. Esther ya había avisado a la
mujer de Eduardo Fonseca sobre su visita y los estaba esperando. El motivo
para empezar por él y no por el anterior desaparecido era porque Fonseca era
empleado de seguridad del banco en activo y llevaba menos de veinticuatro
horas en paradero desconocido; lo que más les urgía en esos momentos a los
investigadores era saber qué había pasado con él la tarde y noche anterior.
—Por fin me hacen caso —dijo la mujer, visiblemente preocupada, al
recibirlos en el rellano de la escalera.
—¿Cómo dice?
—Seguro que los del banco les han presionado. No comprendo por qué
hay que esperar tanto para comenzar a buscarlo.
—Señora, cálmese y díganos qué ha pasado.
—Son policías que buscan a desaparecidos, ¿no?
—Algo así. Hablemos dentro mejor.
Entraron en la vivienda y se acomodaron en el salón, que estaba algo
revuelto, como si la mujer no hubiera considerado importante recogerlo o
limpiarlo esa mañana. Esther ya sabía que en los casos en que había
desaparecido o muerto un familiar directo la familia se sumía en un caos
absoluto de inmediato en cuanto a sus tareas y preferencias.
—Empiece desde el principio, por favor.
—Eduardo salió ayer poco antes de las ocho, me dijo que tenía que hacer
un recado, pero no me contó más. Y ya no volvió.
—¿Solía hacerlo a menudo?
—No… Bueno, no a esas horas.
—¿A qué horas lo hacía?
La mujer suspiró hondo y se atusó el cabello, estaba incómoda.
—Por las noches.
—¿Solía salir de casa por las noches sin decir el motivo?
—Así es.
—¿Tiene alguna hipótesis?
—Quizás… He pensado últimamente que podría tener una amante,
aunque no huelo a perfume en su ropa cuando la lavo por las mañanas y

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tampoco… Bueno, ya saben, esas cosas se detectan cuando una lleva tantos
años junto a su pareja. No sé qué hace por las noches.
—Siempre regresa, menos ayer. —Esther se pasó el cabello de un lado al
otro de la cara mientras meditaba—. Entiendo que ha tratado de poner una
denuncia en comisaría y le han dicho que hay que esperar veinticuatro horas.
—Sí. Hace unas horas llamé al banco, por si estaba trabajando allí, porque
lo he llamado al móvil y aparece como apagado o fuera de cobertura.
—¿Falta algo? ¿Sabe si se ha llevado una maleta o bolsa de deporte con
ropa y otros enseres personales?
—No, no falta nada. Y se fue tal cual, con la ropa que había llevado
durante ese día.
—Quizás hizo un poco de equipaje los días anteriores y metió una maleta
en el coche.
—El coche sigue aparcado ahí abajo. Y no, he mirado por todas partes
durante estas horas por si se hubiera marchado con una posible amante, pero
no falta nada, ni maletas ni bolsas de deporte ni ropa.
—Bien, necesitaremos una fotografía lo más reciente posible de su
marido.
—Claro, ahora mismo la busco en el móvil y se la envío.
Mientras la mujer se sumergía en el terminal, Moretti trató de indagar más
sobre los últimos días y semanas del desaparecido.
—Estaba muy raro, distante, como si su cabeza estuviese en otro lugar,
pero no me decía nada, solo que estaba cansado. Yo no lo creo, sé que debe
de haber algo que me oculta, y esta desaparición me lo confirma. No creo que
se haya marchado, pero sí que podría haberle sucedido algo.
—Para eso estamos aquí. Nos marchamos a seguir investigando. ¿Ya me
ha mandado la foto?
—Sí.
—Pues tiene mi teléfono por si Eduardo apareciese o si recordara usted
algo importante que contarnos. Gracias por su atención.
—Ni siquiera les he ofrecido café.
—No tiene importancia.
Esther, antes de encender el motor del coche, llamó a Gonzalo Iglesias
para ver si había localizado los teléfonos de los dos desaparecidos.
—Acabo de hacerlo, Gallardo. El de Javier Expósito desapareció del
mapa a menos de un kilómetro de su casa el dos de junio a las nueve y
cuarenta y dos de la tarde. El de Eduardo Fonseca lo hizo también cerca de su

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vivienda, a una distancia similar al caso anterior, a las nueve menos veinte de
la tarde de ayer.
—Los apagaron.
—Dudo que sea eso, apuesto a que fueron destruidos o quitaron la tarjeta
SIM y la batería. Cuando simplemente apagamos el teléfono móvil, algunas
funciones quedan activas, como el reloj interno y el gestor de aplicaciones y
documentos, consume muy poca batería, un valor residual, pero suficiente
para seguir localizado si los busco con mi sistema. Si el terminal se destruye
por completo o se le saca la batería y la tarjeta, entonces sí que acaba
desapareciendo por completo el rastro.
—Gracias por el dato y por darle prioridad al caso.
—A mandar.
Tras colgar, partieron hacia la vivienda del primer desaparecido. Durante
el camino fueron especulando.
—Hugo, dos desaparecidos que tienen o tenían un vínculo con el banco,
ambos en el servicio de seguridad.
—Suministradores de información.
—Es lo que he pensado. El presunto ladrón y asesino llega a acuerdos con
esos vigilantes para obtener información, seguro que les ofrece grandes
cantidades de dinero a cambio. Tras obtener lo que quiere, los hace
desaparecer para evitar que se vayan de la lengua, o para no tener que pagar
por esos servicios. Ata cabos sueltos.
—Es la mejor hipótesis por el momento. El comportamiento que narra la
mujer de Fonseca en los últimos días puede estar relacionado con eso; es
posible que se sintiese agobiado por lo que estaba haciendo, temeroso de que
algo saliese mal.
—¿Por qué pasan de un bando al otro? De proteger el banco de robos a
participar en uno. ¿Solo por dinero?
—Tal vez haya algo más que aún desconocemos. Tendremos que indagar
en cada detalle de sus vidas. Tenemos tarea, eso es bueno, avanzaremos,
aunque sea una tarea tediosa, pero es lo de siempre.
Llegaron a la vivienda de Javier Expósito y se encontraron con un
panorama similar: su esposa estaba muy preocupada y también contemplaba
la posibilidad de haber sido abandonada. ¿Qué podrían decirle Esther y
Moretti? ¿Era mejor reforzar la idea de la infidelidad y abandono o decirle
que sospechaban que su marido había sido asesinado y abandonado para que
se lo comiesen las ratas en las alcantarillas? No había lección en la facultad de
Psicología que Esther pudiera usar para elegir la mejor opción.

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La mujer les comentó que su marido había estado distante la semana
anterior a desaparecer, igual que con Fonseca. Añadió que podría ser porque
la prejubilación le dejaba menos ingresos que su sueldo y no llegaban a fin de
mes, que quedaba hipoteca por pagar y no sabían cómo salir adelante.
Esther le preguntó si había accedido a la cuenta corriente, ella dijo que sí,
Javier no había retirado un solo euro en esos días, claro que poco habría
podido con su paupérrimo saldo. La falta de movimientos y pagos con tarjeta
era algo extraño para ella, no tanto para los investigadores. Javier Expósito
estaba muerto si no había usado la tarjeta de crédito en todo ese tiempo. No
quisieron alarmarla más hasta que se pudiera certificar que el cadáver del
subsuelo era su marido. La mujer les dio los teléfonos y direcciones de sus
dos hijos, ya mayores e independizados, para que pudieran responder también
a las preguntas, claro que Esther no los había pedido para eso, sino para tomar
sendas muestras de ADN y cotejarlas con el cuerpo que seguía en el
Anatómico Forense.

Una tarde más que movida, como auguró Moretti.


En orden: recogida de ADN de los hijos de Expósito, peticiones al juez y
fiscal para obtener los permisos para solicitar a las compañías telefónicas un
listado de llamadas y mensajes de los dos desaparecidos, cosa que tardaría
una semana, búsqueda de movimientos en sus cuentas corrientes de los
últimos meses, asesoramiento a otros casos llevados por el resto de
investigadores de la brigada, recepción del cotejo de ADN a última hora,
coincidía. El cadáver era Expósito.
—¿Por qué pedimos las muestras a los dos hijos?, Hugo, ¿no bastaba con
la de uno?
—Quién sabe, tal vez uno de ellos no era hijo del fallecido, sino fruto de
una infidelidad. Cosas que uno aprende en el oficio. Es mejor asegurarse si
hay varios hijos.
—Joder.
Antes de marcharse a casa, Esther tuvo que mantener una conversación de
esas a las que ningún policía se acostumbra durante su carrera. La viuda de
Expósito tendría que debatirse entre el alivio de saber que no había sido
engañada y abandonada y el dolor de comprender que había perdido a su
marido de una forma horrible. Treinta y cinco minutos de tratar de calmar a su
interlocutora en su llanto, de usar toda la psicología posible para paliar un
daño que, en esos momentos, nada ni nadie podría lograr.

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Menudo karma se acumulaba día a día en el trabajo que había decidido
desempeñar. Esa noche tendría que hacer la cena Moretti, y que fuese algo
delicioso, porque el apetito costaba encontrarlo tras jornadas como esa.

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Nuevo fichaje

Habían pasado tres días desde que se deshizo de Fonseca. Fue fácil meterlo en
la nave alquilada a las afueras, aunque el tipo pesaba más que él, pero
arrastrarlo tirando de sus axilas ayudó. Allí le sacó los dientes con paciencia y
la ayuda de unos alicates, diferente modus operandi respecto del anterior,
también porque lo llevó luego a un barranco situado unos kilómetros antes de
llegar a Azuqueca de Henares, donde antes de arrojarlo lo roció con ácido.
Tiró los dientes y el plástico en el que había envuelto el cuerpo en un
contenedor de basuras que encontró en un cruce de caminos cerca de una
aldea de la zona.
Esos tres días los había ocupado indagando en las redes sociales de los
candidatos a ser su nuevo informante en el banco. Había elegido a cuatro
basándose en su instinto, como las veces anteriores, tras ver su aspecto físico,
sus rutinas, su forma de relacionarse con los contactos de las redes sociales y
sus propios familiares. No encontró una forma de hacer descartes entre los
cuatro, pero comenzó a seguirlos en sus rutinas a lo largo de esos días, que se
había pedido de vacaciones en la empresa.
Esa misma tarde siguió en coche a uno de ellos desde la distancia, aparcó
a unos cincuenta metros en el parking del centro comercial y siguió tras él a
pie hacia las escaleras mecánicas. ¿A dónde iría? ¿A comprarse ropa o
comida, a sacar entradas para ver una película con sus hijos y su mujer?
Nada de eso, y él lo sabía porque el sujeto estaba repitiendo los pasos del
día anterior.
Una figura que parecía esperarlo se acercó a él con decisión, se abrazaron
no con mucha intensidad, como manteniendo las formas. Era una chica de
cabello largo y castaño que tendría unos diez años menos que él, silueta
agraciada y ropa ajustada aunque discreta. La misma chica de ayer. Entraron
en una de las cafeterías del centro, al fondo del todo, y comenzaron a charlar
de una forma más animada y cariñosa.
Bingo.

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Sacó una mochila en la que llevaba una cámara de fotos digital con
objetivo zoom. La mochila tenía un orificio para poder hacer fotos sin tener
que sacar la cámara y llamar la atención de quienes lo rodeaban. Una vez
encendida, orientó el orificio hasta ver en la pantalla abatible de la cámara la
imagen que quería, hizo zoom y disparó una docena de fotos en los momentos
en los que la pareja estaba más acaramelada. Buen material, pero no
concluyente.
La pareja pagó los cafés y se marcharon del lugar hacia el aparcamiento.
Él hizo lo mismo tras sus pasos, manteniendo una distancia prudente.
Otras fotos más, esta vez con la dificultada añadida de estar al otro lado de
la ventanilla del conductor tratando de no ser descubierto mientras el vigilante
y su amiga se lo pasaban en grande en el asiento trasero. Quizás por eso había
estacionado en una esquina del aparcamiento, alejada de los accesos a los
ascensores del centro comercial y con muy pocos coches cerca.
Teniendo lo que necesitaba y con su presa ya elegida, se marchó a casa, se
dio una ducha y fue a descargar las imágenes de la cámara en el ordenador,
seleccionó cinco y, tras una corrección de luces y tonos, se las envió a su
propio teléfono móvil.
Esperó una hora, que ocupó haciendo ejercicios y luego preparando la
cena. Luego efectuó la llamada.
—¿Sí?
—¿David Bravo?
—Soy yo, ¿quién eres?
—Uno de tus compañeros de trabajo me dio tus datos, quiero hacerte una
propuesta.
—¿Cómo una propuesta? ¿De qué hablas? ¿Quién eres?
—Trabajas en el nivel inferior del banco de España, quiero información y
la pagaré bien.
—¿Estás loco? ¿Esto es una broma? Voy a llamar a la Policía.
—Espera, no lo hagas aún. Quiero que veas unas fotografías que te voy a
mandar al teléfono.
Un minuto después:
—¿Qué coño es eso? ¿Quién eres?
—Un amigo. Y ya sabes lo que te he enseñado, es tu pequeña escapada de
hoy.
—¿Esto es un chantaje, hijo de puta?
—En absoluto. Pero me he visto obligado a hacerlo.
—Si te llego a pillar al lado del coche…

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—Relájate. Quiero que me oigas detenidamente. El acuerdo sería
ampliamente beneficioso para ambos. Solo tienes que darme información
sobre tus tareas, también las de tus compañeros de zona, un mapa del lugar
detallado al milímetro, con cámaras de vigilancia, sensores, horarios de
turnos, disposición de empleados…
—¿Vas a robar el banco?
—Deja que termine. Con toda esa información habrías cumplido tu parte.
Yo a cambio te daré un millón de euros y nos olvidaremos de esas fotos.
—Un puto chantaje.
—Llámalo así si quieres, pero piensa que una negativa implicaría que las
fotos acabasen en el teléfono de tu mujer. Perderías tu vida, ella te echaría de
casa, se quedaría con los niños, la mayor parte de tu sueldo y la vivienda. Tú
decides lo que vas a hacer, pero piénsatelo detenidamente. Tu colaboración
dando información no quedará registrada y nadie podría implicarte en el robo.
Ni siquiera participarás el día que suceda, no habrá forma de conectarte
conmigo en el caso de que saliese mal.
—Hijo de puta… ¡Hijo de puta!
—Debes tranquilizarte, eso te ayudará a pensar con más claridad.
—El oro no se puede robar, gilipollas.
—Si no puedo robarlo, entonces no pierdes nada. Si consigo robarlo, pues
te llevas además un millón en billetes de cincuenta. Es un trato perfecto.
—¿Quién es el cabrón que te ha dado mi contacto? ¿Ha sido Fernando,
Arturo, Ismael?
—Los colaboradores internos no pueden conocerse entre sí, es una de las
normas.
—¿Normas? Has visto demasiadas películas de robos, tío.
—Ya te he dicho todo lo que debes saber. Te toca meditar para darme una
respuesta, llámame en dos días a esta misma hora al número que aparece en el
mensaje con las fotos. Apúntalo rápido porque ese mensaje desaparecerá por
completo en unos minutos.
—Te respondo ya. No pienso hacer una mierda, y si me jodes con las
fotos, yo te joderé con el atraco denunciándote a la Policía.
—Este teléfono es imposible de rastrear. Lo comprobarás cuando cuelgue
la llamada, verás que la misma y las fotos habrán desaparecido de tu teléfono.
Piénsatelo, tienes dos días.
Y colgó.
Con palabras diferentes, pero con tono similar, el primer contacto con el
tercer colaborador había salido como con los dos anteriores. Pronto obtendría

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la información que necesitaba para entrar en el banco con garantías de éxito y
su plan llegaría a su fin.
Y se puso a cenar antes de que se enfriase la comida. Se le había abierto el
apetito con la conversación.

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David Bravo

Imposible pegar ojo en toda la noche, ni siquiera tras ingerir dos pastillas de
Diazepam de las que tomaba su mujer cuando el dolor de cabeza le impedían
conciliar el sueño. Estuvo hasta las dos de la madrugada tratando de descubrir
quién podría haber dado su teléfono a ese lunático. Luego empezó a pensar
que podría ser cierto lo del robo. ¿Un millón de euros? La vida no era como
en las películas, y aun así en las películas acababan pillando muchas veces a
los ladrones. Hacia las cuatro de la madrugada solo pensaba en las
repercusiones de que su mujer se enterase de la infidelidad, barajando las
posibilidades de que lo perdonase, de que le diese una oportunidad tras
prometerle que no volvería a ver a Ruth nunca más. Imposible, su mujer lo
dejaría en el acto y toda su vida acabaría arruinada. Coño, no era un
empresario multimillonario que diese una parte de su dinero en el divorcio y a
seguir viviendo como un rey; con lo que le quedaría de su sueldo, tendría que
irse a vivir con sus padres; antes se volaría la cabeza de un disparo con su
arma reglamentaria. ¿Y los niños? Solo podría verlos dos días cada dos
semanas, imposible… Le dieron las seis contemplando la posibilidad de
aceptar la colaboración, pues todo le parecían ventajas: el silencio del tipo,
seguir con Ruth y los niños en la casa, tener la vida resuelta económicamente,
en el caso de que lograse el atraco al banco. El mal menor…
Tras una ducha y preparar el desayuno para la familia, vio aparecer a su
mujer por la cocina.
—¿Por qué no te has acostado? ¿Te has quedado dormido en el sofá?
—¿Cómo?
—Tu lado de la cama no está deshecho, ¿qué pasa?
—Nada, complicaciones en el trabajo, me piden que haga turnos extra.
—Bueno, es lo que querías. Me dijiste hace una semana que ese dinero
vendría bien para pasar unas buenas vacaciones.
—Sí… el dinero siempre viene bien. No sé, supongo que lo aceptaré.
—Tienes unas ojeras tremendas, ¿vas a ir a trabajar así? Te vas a quedar
dormido en menos de dos horas.

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—No, con un par de cafés bien cargados aguantaré todo el turno.
Había sonado convincente a sus oídos, pero no se fiaba mucho de su
mujer, que lo observaba con desconfianza y ella siempre sabía cuándo algo
iba mal.
—Estoy bien, en serio. Voy a salir un poco antes, dales un beso a los
niños de mi parte cuando los despiertes para ir al colegio.
—Claro.
Se marchó con la seguridad de que los ojos verdes de su mujer estaban
taladrándole la nuca. No podía aguantar más en la cocina sin ponerse a gritar
de rabia, aunque ahora no sabía si gritaría por querer estrangular al
desconocido ladrón o por querer que todo saliese bien y su vida quedara
resuelta para siempre.
Mejor ir a tomar otro café al bar de la esquina y distraerse con las noticias
que estarían emitiendo en la televisión.
No solía ir a menudo al lugar, siempre lleno de viejos que tomaban vino
blanco por las mañanas o fanáticos del fútbol que no tenían canales de pago y
veían los partidos mientras se emborrachaban de cerveza por las tardes. Ahora
solo había dos de los primeros, ni conocía sus nombres ni había dialogado con
ellos nunca. Se pidió el café y se sentó lo más cerca del televisor a la vez que
gritaba que subieran el volumen. El canal de noticias veinticuatro horas era la
programación de las mañanas, seguro que hasta que empezase uno de esos
matinales de variedades que veía su mujer mientras limpiaba y organizaba la
casa.
La guerra entre Palestina e Israel, una tormenta tropical que había dejado
más de cincuenta muertos en las islas del Caribe, las últimas declaraciones del
presidente del Gobierno sobre las medidas de ajuste para las nuevas
subvenciones al sector primario. Las mismas noticias de siempre, repetidas
una y otra vez, como si a alguien le importase.
Se terminó el café, pagó y se marchó mientras, a su espalda, daban la
noticia de la desaparición de un pobre diablo, el enésimo ese mes, seguro.
No sabía David Bravo que esa noticia perdida en el bar iba a recuperarla y
con detalles al llegar al banco.
—¿De qué habláis? —preguntó a dos compañeros que cuchicheaban entre
las taquillas del vestuario.
—Eduardo, Eduardo Fonseca, lleva desaparecido varios días.
—No jodas, seguro que lo han quitado de en medio.
—¿Qué dices?

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—Joder, todo el mundo lo sabe. Está de deudas hasta el culo, y no me
refiero solo a la hipoteca, como todos, sino al juego, le gusta el póker, pero no
se le da bien, ha perdido mucho dinero prestado por gente que no es para
andarse con chiquitas. Seguro que se lo han cargado, o quizás se ha largado
para no tener que pagar o que le partan las piernas.
Sus compañeros asintieron cabizbajos.
David partió, ya con el uniforme puesto, hacia su zona de trabajo.
«Dinero, puto dinero. Ya sea que lo necesites para pagar una deuda o para
cualquier otra cosa, siempre te condiciona la vida. Quizás dentro de poco yo
tenga la suerte de tener suficiente dinero para no preocuparme de eso».

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Otras alternativas

—Hace ya cuatro días que desapareció Eduardo Fonseca y no se ha


encontrado el cuerpo tras peinar dos veces toda la red de subsuelo de la zona.
—El tipo se ha asegurado de que no lo encuentren, se habrá deshecho del
cadáver de un modo más eficaz.
—Tal vez, Esther, o podría no haberlo matado.
—Pero con Javier Expósito…
—No sabemos lo que ocurrió con él, quizás le pidió más dinero al
organizador del robo, o tuvieron alguna discrepancia entre ellos. Si lo mató
por algún motivo que desconocemos, eso no implica que vaya a eliminar al
resto de sus colaboradores. Es cierto que la desaparición de Fonseca activa
nuestras alarmas y nos hace pensar que ha hecho lo mismo, pero hasta que
encontremos el cuerpo, no descartaremos la hipótesis de que sigue vivo,
puede que escondido junto con el resto de la banda.
—¿El resto de la banda?
—Si para atracar un estanco suelen ir dos personas, imagina para atracar
un banco, ya no digamos si se trata de uno de los diez más seguros del
mundo. Podría tratarse de una veintena de especialistas, el organizador
necesitará expertos en butrones, en sistemas informáticos y de seguridad, en
logística del subsuelo para acometer la bóveda y sacar el oro con garantías, y
sobre todo una legión de soldados, operarios-mercenarios que neutralizarán a
los vigilantes y que luego moverán esas toneladas, además de vigilar los
accesos mientras estén en el banco para advertir de cualquier amenaza
externa.
—¿Eso te lo ha contado tu amigo Walter?
—Sí, he estado consultando datos con él estos días.
—¿Te ha dicho cómo lo robaría él?
—Me ha dicho que no es posible robarlo porque no hay forma de sacar
todo ese botín sin que los camiones llamasen la atención. Serían demasiadas
horas acarreando lingotes desde la bóveda hasta el exterior, se presentaría allí
toda la Policía y la Guardia Civil acordonando el lugar y teniendo cubierto

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incluso el cielo, además de cerrar todas las salidas de la ciudad. Y eso sin
contar con el agua, te recuerdo que la bóveda se inundará en cuanto la puerta
se vea forzada, ¿cómo trabajar con ese enorme caudal de agua?
—Sí, parece una locura. Por cierto, ¿sabemos si hay algo de valor aparte
del contenido de la bóveda?
—Supongo que te refieres a que los ladrones podrían tener como objetivo
el dinero y oro que hay en el edificio principal. No sé qué decirte, hay
exposiciones de oro de las Américas: maya, azteca… y que seguro valen un
buen puñado de millones, pero no creo que eso sea lo que persiguen.
—¿Por qué no lo contemplas?
—Esas piezas son difíciles de colocar en el mercado negro, tendrían que
fundirlas y vender el oro de forma común, perdiendo mucho más de la mitad
del valor que tienen ahora. El botín sería menor que si asaltasen cualquier
banco común y habrían invertido muchos más recursos y asumido mucho más
riesgo. Eso sin contar con las lanzas térmicas, que no serían necesarias para
sacar el oro de las exposiciones, claro que pueden haber sido adquiridas por
otro ladrón diferente al que buscamos.
—Muchas incógnitas, pocos datos.
—Lo sé, pero contamos con que están advertidos en el banco, además de
la Guardia Civil. Con la sospecha de un posible robo, los servicios de alarmas
se intensificarán. Dudo que un equipo numeroso de personas pueda entrar con
facilidad y cargando con una tonelada de equipos para el atraco.
—En definitiva, todavía no tenemos la seguridad de que vayan a robar el
banco. Solo tenemos un cuerpo identificado y un tipo desaparecido en
idénticas circunstancias y relacionado con el primero por su oficio y lugar de
trabajo.
—Solo eso. Toca seguir esperando.
—Detesto esperar, no poder investigar porque no puedo hallar nada salvo
que se encuentre el cuerpo, cuando todo depende de la suerte o de que nuestro
asesino cometa un error.
—Los casos más difíciles son todos así, así han sido los siete anteriores,
sé que los recuerdas.
—Ojalá no lo hiciese.

África entró por la puerta del despacho al cabo de una hora, se mostraba
risueña.
—¿Y bien? Cuéntanos.

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—Se ha derrumbado a los veinte minutos de interrogatorio. Ya tenemos
su confesión grabada y el caso se ha cerrado. El extrabajador había
amenazado a Máximo Huertas en varias ocasiones y, cuando recibió la
notificación de desahucio del banco y supo que lo echaban de su casa por
impago, decidió en un arrebato ir a donde sabía que encontraría a su antiguo
jefe para desahogarse. Allí lo encontró, echando un vistazo al huerto, habló
amigablemente con él para ganarse su confianza con la excusa de pedirle
perdón por las amenazas anteriores y, cuando Máximo se descuidó, lo golpeó
con el palo del azadón que tenía cerca.
—Me alegro por vosotros, lo habéis hecho muy bien.
—¿Dónde está Fernando? —preguntó Moretti.
—Ha ido al baño, está tan eufórico que casi se orina encima en la sala
ante el detenido y su abogado mientras firmaba la confesión. Me dijo que
vendría directo hacia aquí tras aliviar la vejiga.
El aludido entró a los pocos segundos.
—¡Enhorabuena! Tu primer caso y resuelto en menos de una semana.
Formáis un buen equipo.
—Gracias por la asignación.
—No vayas tan rápido, tengo más casos esperando y quiero que os
pongáis con otro hoy mismo.
—Esperaba que fuéramos a celebrarlo almorzando juntos, invito yo.
—Pues no dejes que elija Hugo el restaurante.
—Ni por asomo.
Y rieron los cuatro. Por fin una buena noticia que alegrase sus semblantes.
—¿Y el caso del banco?
—Fernando, estamos sin poder avanzar.
—¿Y revisando los estados de cuentas de todos los empleados de
seguridad? Habéis descubierto que el asesinado y el desaparecido tenían una
situación económica al límite, la disposición perfecta para ser captados por el
cerebro de un atraco que quiere colaboradores dentro.
—Son más de mil empleados en tres turnos, sin contar los que están de
baja o jubilados y despedidos en los años anteriores. No solo sería un trabajo
de días para un equipo de diez policías, también tenemos el problema añadido
de que se necesita una orden judicial para investigar datos privados, y esas
órdenes no se conceden salvo que se trate de una víctima, un sospechoso en
firme de homicidio o un desaparecido del que se tengan muchos indicios de
que pudiera haber sido asesinado. Ningún juez nos concedería esas órdenes
—le explicó Moretti.

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—¿Tal vez consiguiendo un informático externo? Me refiero a uno
clandestino.
—Nos pasaría una factura millonaria; si cobra unos cinco mil por dar esa
información de una persona, aunque nos hiciera una rebaja… multiplica por
mil quinientas personas. Y ten en cuenta que esos datos no nos servirían más
que para señalar a dos o tres docenas de personas que tienen problemas
económicos, no tendríamos ninguna seguridad de que alguno o varios fueran
a ser captados por el organizador de un robo que tampoco sabemos si se va a
realizar. Me parece inteligente tu vía de investigación, pero no es realizable.
Tendremos que seguir por otro lado.
—Ahora estamos hablando con los compañeros de Eduardo Fonseca. —
Esther tomó las riendas de la exposición—. También contactaremos con los
excompañeros de Javier Expósito, pero dudamos que eso conduzca a algo, ya
que no contaron nada a sus esposas, así que no sería lógico que lo hubieran
hecho a empleados del banco que pretendían ayudar a robar.
—¿Se sabe algo de los teléfonos móviles? —preguntó África.
—Los terminales de Fonseca y Expósito recibieron llamadas de un
número fantasma. El tipo que contactó con ellos tiene un terminal conseguido
en el mercado negro y una tarjeta fabricada por un experto en
telecomunicaciones. Esas llamadas aparecen realizadas o recibidas con un
número en blanco, ni siquiera quedan registrados los mensajes y las
conversaciones por los equipos de las compañías telefónicas.
—El tipo tiene recursos.
—Sí, es inteligente y ha invertido en su anonimato. Lo que sea que vaya a
hacer lo ha estudiado al milímetro durante mucho tiempo, nosotros no
contamos con recursos ni conocimientos, va muchos pasos por delante, nos
saca kilómetros de ventaja porque lleva años corriendo y no podemos
alcanzarlo, salvo que tropiece.
—Será difícil que cometa un error en su planificación —añadió Moretti
—, pero necesita colaboradores de todo tipo, muchos, y por ahí puede llegar
el atajo para que nos acerquemos a él. Podríamos tener vigilados a ladrones
fichados por la Policía en España u otros países que residan ahora en Madrid,
ladrones que hayan participado en robos grandes, butroneros, agentes de
campo, informáticos expertos en sistemas de seguridad de bancos, etcétera. Es
otra tarea titánica, pero intentaré que mi confidente me haga un listado con los
mejores y nos pondremos a buscar su ubicación actual, quizás eso reduzca
mucho la labor.

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—Demasiadas personas a investigar, imposibilidad de pedir permisos para
ver sus extractos bancarios… Una pesadilla.
—Así es, Fernando. Toca seguir buscando las migas que se le hayan
podido caer al asesino y posible ladrón. Vosotros, por ahora, poneos con este
otro caso, estudiadlo y comenzad con el procedimiento, a ver si os da tiempo
hoy de visitar la escena del crimen y hablar con allegados a la víctima.
Cuando se habían marchado África y Fernando, a Esther le vino una idea
y llamó al teniente de la UCO por teléfono.
—¿Gallardo? ¿Alguna novedad?
—¿Quién se encarga de la limpieza y mantenimiento de los canales bajo
el banco?
—No lo hacemos nosotros, solo los vigilamos. Hay una partida
presupuestaria para contratar a una empresa especializada en esas labores.
—¿Puedes pasarme el nombre y contacto?
—¿Sospechas de algún trabajador de la limpieza?
—Si se está organizando un asalto a la bóveda del oro, lo lógico es contar
con alguien que conozca al detalle esos canales del subsuelo. Es posible que
uno de los trabajadores de esa empresa de limpieza haya sido captado como
colaborador. El cuerpo de Expósito apareció allí, dudo que lo matase ese
trabajador, pero sí que haya realizado una buena labor de información a los
atracadores para que conozcan el entramado de túneles, los accesos más
discretos desde la calle y las zonas donde matar a una persona o donde llevar
un cuerpo para dejarlo allí.
—Bien pensado, te daré la información ahora mismo y también seguiré
con esa línea de investigación, pues estamos de brazos cruzados a la espera de
saber por dónde continuar.
Tras colgar, Moretti dijo:
—Una idea magnífica.
—Gracias. Por cierto, mientras hablaba con el guardia civil, he pensado
en la conversación de antes con los chicos, en lo de que el asesino no ha
cometido errores. ¿Y si lo ha hecho?
—El cuerpo en el canal.
—Ya lo habías deducido.
—Sí. En el caso de que se hubiera deshecho del cuerpo en otro lugar más
alejado, más eficaz para que no fuese encontrado, no estaríamos investigando
y siguiendo su pista, la Guardia Civil y el personal de seguridad del banco no
sospecharían nada y lo de Expósito y Fonseca solo serían dos casos de
desaparición aislados.

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—Un error. No es infalible.
—Salvo que quiera que sepamos lo que va a hacer.
—¿No es eso absurdo? Le estamos poniendo las cosas más difíciles aún.
—Si pretende acometer el robo del siglo, quizás su vanidad trabaje a
nuestro favor. Quiere el máximo reconocimiento, así que pretenderá salirse
con la suya dejando a los Cuerpos de Seguridad del Estado como ineptos.
—Suena a película de serie B sobre atracos.
—Llevamos muchos días pensando que se trata de un genio, tal vez no sea
tan inteligente, solo alguien con dinero que está queriendo pasar a la historia.
—¿Y si lo consigue?
—No se puede robar el oro.
—¿Y si no quiere robarlo?
—Ya hablamos de lo poco que sacaría fundiendo y vendiendo las piezas
de las exposiciones del interior.
—Puede que, simplemente, no hayamos aún adivinado qué es lo que
desea hacer. Quizá nos hemos centrado en lo más valioso económicamente.
¿Qué podría tener valor para él, aunque fuese un valor no económico?

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Inventar la bombilla

A pesar de lo complicada que era la planificación del atraco para que todo
saliese a la perfección, en los últimos meses Juan había descubierto, cuando
quedaba muy poco para culminar el proyecto, que lo más difícil estaba siendo
hacer saber al equipo que no habría errores. Comprendía su preocupación, ya
que se trataba de un golpe catalogado durante décadas como imposible. Y la
mayor dificultad se encontraba en el hecho de que él tenía un objetivo, pero le
había comunicado al equipo otro diferente, el que ellos necesitaban oír, el que
deseaban oír. De otro modo, diciendo la verdad, no podría jamás terminar con
lo que empezó hace tantos años.
El cuerpo de Fonseca no había sido encontrado, ni lo sería en meses o
años, quizás nunca. Una preocupación menos para dejar a los investigadores
elucubrando y perdidos en sus conjeturas.
David Bravo, el tercer y último colaborador interno, ya se había
pronunciado para acceder a su petición, como él sabía que ocurriría.
Quedaba poco, muy poco.
Ni siquiera se preocupaba de que detectasen lo que tenía en el local
almacenado, pues la Policía y la Guardia Civil no pensarían que algo así fuese
a suceder, por lo que no pedirían al ejército un escaneo de la zona.
Todo iba como había previsto.
Su objetivo se cumpliría en pocos días; por suerte, pues no tenía un euro
más para comprar más material después de haber adquirido los camiones y
uniformes.

Cada vez hacía más calor, no solo en la calle, también en el interior del
despacho, eso último provocado por las noticias agoreras que no habían
parado de llegar durante la última semana. Había pedido que se bajase un
grado el climatizador, pero eso no evitaba que sudase hasta sentir la camisa
pegada a la espalda cada día, algo que no soportaba.

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Álvaro del Pino miraba a través de los ventanales a los viandantes en la
calle Alcalá y, algo más allá, en el paseo de Recoletos. El gobernador del
Banco de España ya no miraba distraído, como en los años anteriores, sino
con la preocupación de que, entre esas personas, hubiera alguien dispuesto a
robar su banco, porque así lo sentía desde que ocupó el puesto el primer día,
como suyo.
Le llegaba toda la información al instante. Lanzas térmicas, dos vigilantes,
aunque uno prejubilado, desaparecidos o muertos, estrés y preocupación en su
jefe de seguridad y en la Guardia Civil. ¿Qué era lo que más lo atosigaba, la
idea de que el banco pudiera sufrir un asalto o el no saber cuándo podría
efectuarse? Aunque había dado alerta al Ministerio del Interior y le habían
confirmado que duplicarían los recursos para garantizar la seguridad del
lugar, aquello solo lo intranquilizaba más; como un portero de fútbol que,
ante un partido contra un equipo mucho mejor, ve cómo el entrenador
incorpora un defensa más y baja la línea de los mediocampistas para apoyar;
todo era cuestión de asimilar que las posibilidades de recibir goles era mucho
mayor que en otro partido. No le gustaba centrarse en la defensa y renunciar
al ataque, pero él no podría atacar a un rival que desconocía por completo en
cuanto a número, potencia y ubicación.
Su tarea, una de ellas, era la de preservar el patrimonio que custodiaba el
banco, no solo el material, también el ficticio: la imagen de solvencia que
proporcionaba al Estado y a sus ciudadanos.
Llamó a Pedro Zapatero para preguntarle si había más desaparecidos o
vigilantes que se hubieran dado de baja o tomado vacaciones en esos días.
—No, señor, ninguna anomalía.
—No me gusta esa forma de hablar de militares.
—Lo siento, señor.
Álvaro suspiró.
—Ten a todo el personal de seguridad vigilado y comprueba las
credenciales de cada trabajador externo que accede cada día al edificio, sobre
todo a los obreros que hacen la reforma y al personal de limpieza.
—Eso hago desde que me lo pidió la primera vez.
—¿Has podido investigar a cada uno de ellos?
—No tengo acceso a sus datos personales más allá de los básicos que
aparecen en sus contratos, pero la Guardia Civil se está encargando de buscar
cualquier detalle sobre ellos que pueda resultar sospechoso: nombre falso, un
pasado delictivo, etcétera.

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—Tómales huellas dactilares a todos a partir de ahora y mándalas a la
UCO y a la Policía. Diles a los empleados que son nuevas medidas de
seguridad obligatorias.
—Me pongo con ello.
—Llámame si surge algo.
Colgó para llamar a Adolfo Heredia. El teniente de la UCO no tenía
avances, solo pudo asentir a las peticiones del gobernador y asegurarle que
estaba en estrecha colaboración con la Policía, como era la labor que le
habían encomendado.
Y por último llamó al comisario Simón Ramos, que se quitó el muerto de
encima con mano izquierda para pasar la llamada a la inspectora jefe de
homicidios.
—¿Sí?
—Soy Gallardo, señor, ¿qué desea? —Esther se atusó el cabello con la
impaciencia que le provocaba ese tipo de situaciones, tener que dejar de
investigar para hacer un resumen a quien se consideraba un superior, aunque
solo fuese un fulano con buenos amigos influyentes.
—Saber si hay algún avance. Heredia dice que no hay nada, que no se ha
encontrado al vigilante desaparecido.
—Así es, señor, seguimos buscándolo, todo el departamento de
Desapariciones está en ello.
—Tengo en mis informes que la situación económica de los dos vigilantes
era complicada; eso es más que una coincidencia. Si hay más implicados
dentro de mi banco, podrían detectarlos investigando a todos los empleados.
—Si se refiere a sus estados bancarios, no tenemos permiso de la fiscalía
ni del juez para hacer eso.
—Tengo amigos en el Ministerio del Interior, puedo conseguirles esa
orden.
—Estaría bien esa ayuda, aunque serían más de mil personas y
tardaríamos muchos días con nuestros recursos.
—Pues podrían tener a todos los efectivos de la comisaría centrados en
esto.
Esther no se podía creer lo que estaba oyendo, ese hijo de puta egoísta y
pomposo pretendía que la Policía dejase de investigar robos, agresiones,
violaciones y asesinatos para evitar que se robase su banco, como si el resto
de casos no fueran importantes. Y, para colmo, ni siquiera tenían la total
seguridad de que se fuese a robar la bóveda; y, en el caso de que ese fuera el

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objetivo de algún grupo de atracadores, las posibilidades de lograrlo eran casi
nulas.
—Me temo que los demás casos que investigan en las brigadas de la
comisaría no se pueden apartar para seguir una conjetura, pues solo es eso por
ahora. No tenemos la completa certeza de que vayan a robar su banco.
—Las repercusiones que tendría un robo así provocan que cambiemos
nuestras prioridades.
«¿Nuestras? ¿Ahora participas en el equipo?».
—Señor, yo solo cumplo órdenes.
—Yo haré que cambien esas órdenes con una simple llamada.
—Bien, pues hasta entonces tendremos que seguir con el procedimiento
como hasta ahora.
Álvaro del Pino colgó sin despedirse.
—Ese capullo con ínfulas de aristócrata importante te va a tocar las
narices —dijo Moretti, que había escuchado la conversación.
—No me puedo creer que esté pidiendo que todos los policías y guardias
civiles de la Comunidad de Madrid se centren en proteger su banco de un
robo que quizás no se produzca.
—Seguro que nunca ha tenido a un hijo asesinado o secuestrado, porque
nos pide que dejemos de investigar y atrapar a criminales solo por su interés.
Ni se le habrá pasado por la cabeza que existen cientos de personas, o miles,
que están esperando la llamada que les diga que han encontrado a su familiar,
pareja o amigo, o que han atrapado al ladrón que les ha robado o al asesino
que ha acabado con la vida de un ser querido.
—Una basura de ser humano. Si no fuese por el perjuicio que provocaría
al país, me encantaría que le robasen el puto oro que seguro considera como
suyo.
—A mí también.
—Por curiosidad, ¿cuánto vale el oro de la bóveda?
—El precio del oro es muy diferente cuando lo compras que cuando lo
vendes, más aún si lo vendes a alguien que sabe que es robado. Ponle como
mucho treinta euros por gramo, treinta mil por kilo y treinta millones por
tonelada.
—Cinco mil cuatrocientos millones, no me parece mucho como reserva
nacional para un país como este.
—Es una minucia, hay ministerios con más presupuesto asignado, incluso
habrá más de mil personas en el mundo que tengan mucho más como

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patrimonio personal; pero supone un símbolo de poder, un símbolo obsoleto
de otra época.
—He leído en alguna parte que Jeff Bezos, el dueño de Amazon, tiene
más de doscientos mil millones de dólares. Qué locura.
—Me alegro de que te distraigas con esta conversación, porque en unos
minutos llamará Simón muy cabreado.
—Lo supongo. Ese cabrón del gobernador estará moviendo hilos para
conseguir que sus amigos nos ordenen trabajar para él. Me da rabia por todos
los casos que se van a quedar pausados durante semanas o meses, pero es
nuestro trabajo y lo asumo.
—¿También eres capaz de asumir que no resolvamos esto y el banco
acabe robado?
—No lo he pensado, pero supongo que lo peor que podría pasarnos es que
cancelen el programa y tengamos que irnos.
—¿Estás dispuesta a perder tu empleo si cancelan el programa y me
obligan a marchar?
—¿Por qué no? Empiezo a estar cansada de tanta burocracia, de rumores
en la comisaría y de noches sin dormir.
—En cierto modo me alegro de que vayas asumiendo el futuro, las
consecuencias de los actos, de que vayas contemplando algo más que el día a
día. ¿Cómo te fue en la última sesión con el psicólogo?

Era la número dieciséis, había avanzado mucho en el tratamiento tras las


sesiones anteriores, así lo sentía ella y también se lo había hecho saber el
terapeuta. Ya no se sentía ante un extraño, como en las primeras citas, le
costaba menos soltarse y hablar de sus sensaciones y sentimientos, además de
comprobar que no le brotaban las mentiras en sus respuestas para tratar de
decir lo que consideraba que su interlocutor quería oír, o lo que ella quería
decir para quedar bien. Hasta se había familiarizado con la decoración, la
iluminación y la mezcla de aromas que desprendía el despacho hasta sentirlo
como una estancia más en su vida cotidiana.
—¿Y bien? ¿Cómo ha ido la semana, Gallardo?
—Como siempre, aunque no avanzo en el caso que llevo entre manos.
—¿Eso la frustra?
—¿Frustración? Sí, no lo definiría de otro modo.
—¿Sigue teniendo el deseo de finalizar lo antes posible todo lo que
afronta?

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—En el ámbito laboral, al menos.
—Es difícil tener una actitud en un ámbito de la vida y otra diferente en
los demás.
—Lo sé.
—¿Entonces?
—Quizás también sigo deseando en lo personal obtener lo que deseo al
instante.
—Eso suele indicar un desdén o apatía hacia el esfuerzo por lograrlo.
—¿Considera que no me esfuerzo o que no deseo esforzarme?
—La característica principal del esfuerzo es que se afronta sin prisas,
como se recorre un camino que conduce a un destino; usted se centra en el
destino dejando a un lado el camino en sí.
—Solo disfruto con la consecución de mis metas, olvidándome de
asimilar que existe un desarrollo para las mismas. Lo comprendo.
—No lo comprenda ahora, hágalo siempre, en cada etapa, cada día, en su
vida personal y laboral. Establezca metas a corto plazo. No piense que le han
dado un caso ahora y lo siguiente sea la resolución. No piense que tiene un
problema con su pareja o un amigo y lo siguiente sea solventarlo. Piense en lo
que va a hacer en ese instante, en el primer paso, camine despacio o tropezará
si decide correr. Desde el punto de partida hasta la meta hay muchos pasos,
debe saber dónde coloca el pie a cada uno, saber que es el camino adecuado,
pisar con firmeza. Le pongo un ejemplo, imagine que descubre que su pareja
le es infiel, el primer pensamiento le llevará a la ira, y deseará abandonar a su
pareja o tener la absoluta certeza de que no volverá a pasar. Una mente
liberada, por contra, analizará lo ocurrido, buscará motivos a lo sucedido, hará
crítica externa y también interna. El proceso será calmarse tras la dura noticia,
luego unas semanas más de reflexión, indagará en su interior, en sus
sentimientos y su capacidad de tolerancia, luego llegará el diálogo con su
pareja, un diálogo de días, semanas o meses, catalogar cada respuesta y
exposición de la otra parte en el asunto, y también asumir las críticas que su
pareja tenga sobre usted y los motivos que le haya dado para acometer la
infidelidad; meditación lenta, búsqueda de soluciones beneficiosas para usted
y para él, y, por último, tomar una decisión basada en todo el proceso. No se
quede con ver el precioso lago, sino también con el paisaje que ha
contemplado durante el camino que le ha llevado a él.
—Debo hacer lo mismo con el trabajo.
—Con todo. Debe calmarse y tratar de tener paciencia, ser consciente de
que la vida no va de inventar la bombilla, sino de averiguar las diez mil

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formas de no inventarla y que la han llevado a su logro.
—Conozco esas palabras de Edison.
—Pues empiece a buscar las diez mil formas de no resolver cada caso,
además de las diez mil formas de no solucionar un problema personal.
—¿Sabe qué? No creo que recorrer el camino sea lo más importante.
—Entonces, ¿qué es lo más importante si no lo es el camino?
—Lo es la compañía mientras se realiza.
El psicólogo sonrió.
—Le quedan pocas sesiones, Gallardo, me alegro por usted.

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Una partida inconclusa

La comisaría se mostraba como un colegio o instituto cuando ya habían dado


las notas de fin de curso, pues todos los presentes estaban revolucionados,
más ruidosos y sin apenas sentarse ante sus escritorios; se formaban corrillos
y eso elevaba el tono de las conversaciones, todas eran protestas. El comisario
aparentaba haber envejecido diez años y perdido otros tantos centímetros de
altura.
—Gallardo, estoy al mando.
—¿Cómo dices, Simón?
—Es una imposición desde arriba, no me mires así.
—No te miro de ningún modo, solo me sorprende esa decisión. Me parece
genial que asumas el mando del operativo.
—He dicho que estoy al mando, no que asuma el mando del operativo.
—No te comprendo.
—Esther, quiere decir que el caso sigue siendo tuyo y tomas las
decisiones sobre la práctica, pero que él responde ante los superiores del
ministerio —aclaró Moretti.
—Sí, eso significa. Dirige el operativo, aunque ahora tienes a dos mil
quinientos policías bajo tu mando. Antes de hacer nada, dar charlas o
coordinar departamentos, hazme un resumen para que te dé el visto bueno. Yo
haré también las ruedas de prensa en caso de que se filtre algo a los medios y
vengan a molestar.
Y Simón se marchó.
—Joder, Hugo, ¿tengo que trabajar en un caso de robo con todos los
policías en activo de la ciudad y coordinándome con la Guardia Civil?
—Eso parece.
—Yo nunca he llevado un robo, no sabemos si habrá un robo, por no
contar que tengo veinticinco años y llevo solo dos como policía.
—Apuesto a que ni en tus peores pesadillas te has visto en una situación
como esta.
—No me estás ayudando mucho.

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—Lo siento. Vamos a llamar a Héctor Fernández, el mejor investigador de
robos, experto en bancos y museos, que está en la comisaría de Tetuán.
Trabajaremos codo con codo con él como principal asesor, también llamaré a
Walter por si tiene alguna novedad.
—Eso me sirve mucho más. Discúlpame, voy al baño.
Moretti no necesitaba el sentido de la vista para saber que se dirigía a
llamar por teléfono. Mitad de posibilidades de que llamase a Cristina Collado
y mitad a su hermana mayor.
—¿Cómo está la mejor inspectora jefa del país?
—Gloria, ese saludo tuyo no ha sido muy acertado.
—Vale, ya comprendo que estás con dudas e inseguridad. ¿No te ayuda
Hugo?
—Me ayuda, pero necesito desconectar unos minutos para tomar aire.
—Me estás preocupando, ¿qué te pasa?
—Háblame de ti, de tu día a día, de cómo están mis sobrinos.
—Estamos todos bien, no sé qué más decirte… Me estás asustando, ¿qué
ha pasado? No me vengas otra vez con que el cargo te queda grande, ya lo
hemos hablado.
—Todo ha cambiado hace unos minutos. El caso que tenemos podría ser
muy grande y ya han movilizado a toda la policía de la comunidad.
—¡Por Dios! ¿Han matado al rey o al presidente del Gobierno?
—Quizás lo que esté en juego sea más importante que esas dos personas
juntas.
—No me dejes en ascuas, cuéntame más.
—No sé si puedo. Bueno, sí lo sé, no puedo filtrar nada, ni siquiera a la
familia. Aunque te digo que no es tanto un tema de Homicidios, sino de
Robos.
—¿Ahora llevas robos también?
—Ahora lo llevo todo, tengo a toda la Policía, a todos los departamentos
trabajando en un asunto y debo coordinarlos, todas las comisarías, además de
toda la Guardia Civil como apoyo. Es una locura, así lo veo, creo que me voy
a volver loca.
—No digas tonterías, solo es un trabajo y eres muy buena, así lo has
demostrado.
—No es solo un trabajo, esto no es como ser administrativo.
—Vaya…
—Lo siento, no he querido decir eso, no he querido menospreciar tu
trabajo. Solo estoy…

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—Agobiada, sobrepasada, ya te conozco. No importa el comentario, no
me ha ofendido.
—Gloria, cada caso que sigo me supone una gota de agua más en el vaso
del deseo de dejar este oficio.
—No te veo como psicóloga, atendiendo clientes y conversando con ellos
para tratar de paliar sus miedos, secretos y miserias.
—Lo sé, yo tampoco.
—Vete con Hugo a una isla del Caribe y disfrutad del dinero que él tiene,
seguro que está encantado con la idea.
—No seríamos felices. Nos gusta resolver casos, aunque estos que
llevamos, la mayoría de ellos, nos arrebatan un trozo del alma y no sé cuánto
me queda para perderla del todo.
—Ante eso no puedo decirte nada, salvo que des prioridad a tu salud
mental con respecto al trabajo.
—Eso haré.
—Esfuérzate como siempre día a día, dejando tiempo para descansar y
oxigenarte; el caso pasará como lo han hecho los anteriores, y luego llegarán
otros.
—No sé… tengo un extraño presentimiento, algo nuevo, como si este
fuese el último.
—No digas tonterías. Y si es el último, que lo siguiente que llegue a tu
vida sea mejor.
—Gracias por estar ahí y escucharme.
—Para eso estamos.
—Me viene bien tener a alguien más que a Hugo para desahogarme.
—Recuerda que tienes más hermanos y a papá, que los llamas poco por lo
que me cuentan.
—Está bien, lo haré.
—Me da la sensación de que hablas sin pensar en lo que dices, que tienes
el cerebro en otra parte.
—¿Y dónde iba a tenerlo? No sé cómo afrontar la carga de
responsabilidad que me ha caído encima.
—Hugo, el comisario y tus compañeros te ayudarán, sois un equipo, no
estás sola.
«No estoy sola. Pues lo cierto es que me siento sola».
De nuevo en el despacho:
—¿Con quién hablabas?

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—¿Cómo? —preguntó Hugo algo distraído, no había oído llegar a su
compañera.
—Acabas de colgar el teléfono.
—Con Walter, ya te dije que lo llamaría.
—¿Alguna novedad?
—Tiene constancia de que han entrado en Madrid recientemente varios
expertos en robos grandes, no son cerebros, solo operarios de primer nivel
con amplia experiencia.
—Nuestros muchachos no han detectado esas entradas.
—Aquí nos centramos en vigilar el aeropuerto y las estaciones de trenes
de larga distancia. Walter ha rebuscado por otros medios, llamando a antiguos
colaboradores; ya ves que ha sido más efectivo. Lo que no sabemos es dónde
se esconden y qué identidades falsas manejan, así que no es gran cosa.
—¿Tenemos sus fotos?
—Pídelas tú a la Interpol, Europol y el FBI. Las mandaremos a todos los
policías y guardias civiles para que tengan a quienes buscar.
—¿Y si esos expertos en robos no están aquí por ese motivo, si están por
vacaciones u otra cosa?
—Pues no perdemos nada por tenerlos bajo control.
—Es cierto.
—Ponte a ello y voy a llamar al inspector jefe de la brigada de Robos,
seguro que está esperando desde hace un rato esa llamada, desde que le
habrán dicho que todos nos dedicamos a sostener esta patata caliente que nos
ha puesto el ministerio entre las manos.

Otra vez sopa de sobre, no se quejaba pues era su cena favorita, le gustaba el
sabor, le mantenía el peso óptimo a su edad y se cocinaba en dos minutos. Lo
de que era una basura de químicos nefastos para la alimentación no le
importaba, ¿había quizás algún alimento hoy en día que no estuviese cargado
de mierda, incluidas las verduras y frutas?
Fue con el cuenco al salón, también con una copa de vino blanco, su único
vicio. Dos copas al día con las comidas y así nublaba un poco la mente para
que esta no viajase a momentos más felices de su vida, aquellos en los que se
creía infalible. Luego llegó el arresto, el juicio, la condena… cumplir esos
años de cárcel fue una tortura que le había dejado secuelas para siempre.
Llevaba años en aquel piso sin ser capaz de atravesar la puerta de la entrada,
hasta los médicos tenían que ir a hacerle revisiones y analíticas allí, suerte de

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que en España había seguros privados a un precio ridículo comparado con
otros países del primer mundo.
Se pensó encender el televisor, pero esta noche se acabó decantando por
poner música clásica, eligió el invierno de Vivaldi, a continuación abrió el
ordenador portátil por si había un movimiento nuevo en la partida de ajedrez
que mantenía con Richard, el tipo que le había ganado siete de las diez veces
que habían jugado ese mes.
La sopa estaba caliente, así que dio un sorbo al vino y esperó mientras
entraba en el programa del juego.
Torre dos a peón de alfil.
«Vaya granuja, eso ya me lo has hecho antes. No pienso volver a picar en
tu anzuelo».
Estuvo un rato analizando el tablero y las fichas aún en pie para tomar una
línea de ataque y defensa diferente a la vez anterior. Movió finalmente el
caballo para iniciar un ataque en tres movimientos a su reina.
Sonrió al apartarse del ordenador y comprobar que la sopa ya había
bajado de temperatura.
Tras cenar, llevó el cuenco y la copa al fregadero de la cocina y regresó
para ver el siguiente movimiento de Richard, volvió a sonreír antes de seguir
con su ataque del caballo.
El disco de vinilo había pasado al centro tras terminar el tema y, a pesar
de que el sonido del brazo no era muy molesto, fue rápidamente a apagar el
tocadiscos y colocar con cuidado el brazo en su posición.
Entonces sonó el timbre de la puerta.
¿Cuándo fue la última vez que lo visitaron, exceptuando las entregas del
supermercado, visitas de médicos o Moretti? Quizás dos o tres años, no lo
recordaba. Seguro que era alguien que buscaba a otro vecino y se había
equivocado de puerta.
Otra vez el timbre.
Resopló al verse obligado a ir para que dejasen de llamar. Se asomó a la
mirilla y escrutó al tipo que estaba al otro lado, no lo reconocía, aunque el
cristal ofrecía una imagen algo borrosa y él no tenía la vista tan aguda como
antaño.
—¿Quién es? —preguntó sin abrir la puerta.
—El presidente de la comunidad, hay un problema con sus pagos.
—¿Es una broma? Pago rigurosamente.
—Es por la última subida, parece que usted no asiste a las reuniones y no
sabe que la cuota subió hace un año.

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—Se lo diré a mi administrador, dígame el importe nuevo y cuánto debo.
—También está la derrama por la reparación de los ascensores.
«Joder, pero si yo no los uso porque no salgo nunca de casa».
—Está bien, le abro, pero no entre, no me gustan las visitas.
El tipo sonreía, parecía afable, aunque algo no cuadraba, no iba vestido
como un vecino al uso de esa zona de la ciudad, sino más bien como… como
un mercenario enfundado de negro.
La partida de ajedrez quedaría inconclusa.

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Un mapa y opciones

Esther se sorprendió al despertarse, Moretti no estaba en la cama y sonaba


música jazz desde el salón. Fue al baño y luego a la cocina, como cada
mañana, allí encontró a su compañero con un semblante risueño.
—Buenos días, dormilona.
—Buenos días, ¿y esa música?
—Para animarte, sé que lo necesitas.
—Quizás algo de reguetón me anime más en estos momentos.
—¡No blasfemes!
—Ja, ja, ja. Está bien, pero prefiero a Ramazzotti.
—Un poco nostálgico como para levantar el ánimo, pero lo pongo si
quieres.
—No, deja la música y desayunemos. Será un largo día.
—Como todos. Hoy tendrás un compañero diferente en el despacho.
—¿A qué te refieres?
—Le he pedido a Héctor Fernández que se desplace mientras dure el caso
a mi escritorio, yo no uso el ordenador y puedo sentarme en una de las sillas
para invitados.
—Espero que sirva para que obtengamos más resultados, porque no
podemos dejar el resto de casos de otros departamentos sin cubrir durante
mucho más tiempo.
—Cuanta más ayuda y más cercana, más rápido y con fiabilidad
trabajaremos.
—¿Cómo es Fernández?
—Lo conocerás en unos minutos.

El inspector jefe de la brigada de Robos estaba sentado en la cocina de la


comisaría cuando ellos llegaron, esperando mientras tomaba un café.
—¡Hugo! Dichosos los ojos.
—Una broma sobre ciegos, no esperaba menos de ti, Héctor.

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—Oye, el café de aquí es igual de malo que en mi comisaría.
—Creo que hay una especie de norma como en las hamburgueserías de
McDonald’s, que todo tiene que saber idéntico en cada sucursal.
—Me apunto ese símil. Tú debes de ser Gallardo —dijo mientras se
levantaba para extender su mano hacia Esther—. Encantado de conocer a la
nueva estrella del Cuerpo.
Esther le estrechó la mano con fuerza, pero no supo qué responder, no era
ninguna estrella, solo una empleada a la que estaban presionando más de lo
que era capaz de soportar. El tipo mediría metro setenta, dos o tres
centímetros menos que ella, tenía una barriga considerable, sesenta años y
cabello espeso y canoso. Su mirada parecía franca y amable.
—¡Qué reservada! Supongo que es normal, estarás hasta arriba de trabajo
estos días con este horrible caso.
—No lo describiría mejor —musitó ella.
—Si me vas a decir ahora que el caso debería llevarlo yo por tratarse de
un posible robo, te diré que la decisión de que tengas el mando es la más
lógica, ya que yo me incorporo sin tener ni idea de lo que pasa y tú llevas
tiempo en esto y manejando todos los datos y contactos con el banco y la
Guardia Civil.
—Te puedo poner al día antes del almuerzo y cederte el mando gustosa.
—Eso no lo decidimos nosotros. Además, lo que importa es resolver esto,
y somos un equipo. ¿Te parece bien?
Ella asintió con la cabeza y añadió:
—Voy a prepararme un té y vamos al despacho, ¿queréis algo?
Moretti pidió un café y Fernández otro más.
—Toma posesión del escritorio y del ordenador, como si fuesen tuyos.
—No tan rápido, Moretti —dijo Fernández al entrar el último en el
despacho—, primero hay que detallar cómo funciona este tipo de casos. A
vosotros os avisan de un homicidio y vais a la escena del crimen a investigar,
en los robos comienza todo de un modo similar, nos avisan y vamos al lugar
con la Científica, también con forense si ha habido muertos. Luego llega la
fase de investigación, donde tenemos que buscar el modus operandi y
cotejarlo con la base de datos de robos para tratar de averiguar si es otro golpe
de un grupo de ladrones o un ladrón solitario fichados, seguimos el rastro del
dinero o joyas o lo que sea que hayan sustraído, y de ahí vamos tirando del
sedal hasta que vemos dónde puede estar el pez que buscamos. En el caso de
un robo aún no cometido la cosa se complica considerablemente, porque no
solo desconocemos si se realizará el golpe, sino que no podemos saber quién

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lo va a efectuar ni cuándo; imaginad que vosotros tenéis que descubrir a un
futuro y desconocido asesino antes de que mate a una persona. Siendo el
Banco de España un imposible, la lista de candidatos capaces de robarlo se
reduce mucho, a una docena o menos en todo el mundo, lo que implica que
podemos poner un sistema de seguimiento a esos grandes atracadores, pero
también comprenderéis que son grandes y no están en prisión porque saben
cómo permanecer invisibles para las policías del mundo entero.
—¿Entonces? —preguntó Esther.
—Tenemos que hacer que cometa un descuido.
—¿Cómo?
—Existen muchas formas, no todas son igual de efectivas en cada caso
concreto. Podemos informar a los medios sobre una amenaza en el Banco de
España y que se ha triplicado la seguridad, eso hará que modifique sus planes
bien estudiados, pero también podría provocar que se anulase el robo.
—Eso último es lo que querría el gobernador del banco, pero intuimos que
no estará de acuerdo en que se informe de un posible robo a su banco, es un
tipo bien pagado de sí mismo y evitará mostrarse vulnerable ante un atraco.
—Otra opción sería la de cambiar de lugar el botín, pero eso es imposible
con el oro de la bóveda, por su volumen y peso y porque lo tendríamos que
llevar a un lugar menos seguro aún.
—¿Qué más opciones tenemos?
—Cambiar los turnos de vigilancia de los operarios, además de la
ubicación de las cámaras de seguridad. Esas dos premisas las tendrá
estudiadas a conciencia el cerebro del atraco y provocaría muchos fallos en su
operación cuando entrase a robar con su equipo; serían detectados desde el
primer minuto. También se pueden sellar los accesos al banco desde el
exterior, dejando solo la entrada principal y la de servicio operativas. Me
refiero a sellarlas a conciencia con acero. Otra opción sería meter al ejército
en el interior del banco día y noche, cerrando el lugar a las visitas y solo
permitiendo que se realicen trabajos administrativos, pero no sabemos
cuántos días, semanas o meses va a tardar el atracador en perpetrar el robo.
Esta opción de cerrar el banco y meter al ejército también provocaría que
abortase el robo.
—Todas son interesantes, estás siendo de mucha ayuda.
—Gracias, Hugo, solo es mi trabajo. Claro que estoy hablando de cómo
contener o hacer abortar el golpe, pero tenemos que ver otros muchos
aspectos, como que tenga a gente dentro, quizás el propio gobernador o el

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director de seguridad; hablamos de mucho dinero y todo el mundo tiene un
precio.
—Ya sabes por el informe que ha contado, por el momento y que
sepamos, con dos guardias de seguridad.
—Es cierto, no lo olvidaba. Claro que en el caso de que tengan a guardias
trabajando para ellos, quiere decir que no participa alguien de más rango,
pues el gobernador y el responsable de seguridad podrían haber dado todos
los datos sin necesidad de contar con más secuaces.
—¿Qué hacemos entonces? ¿Cómo seguimos con el caso?
—Es evidente, Gallardo, vamos a dibujar un mapa de esos tan vistosos
que salen en las películas. Ya que no tenemos otra cosa mejor hasta que
vayamos logrando avances, pues es una forma de entretenernos. Necesitamos
un mapa de la zona exterior del banco, otro del interior, especialmente de las
zonas en las que guardan cosas de valor, de los túneles que van hacia la
bóveda y otro mapa de la red de canales del subsuelo; además de chinchetas e
hilo. Los datos que no tengamos, habrá que pedirlos a la UCO y al banco; hay
que llamarles para que nos den la información sobre dónde está cada vigilante
y cada cámara, la sala de control de accesos, la de visionado de las cámaras.
Necesitamos hacerlo lo antes posible y la mayoría de los datos más
confidenciales costará que nos los den. Hugo, siento que no vayas a verlo,
porque seguro que nos queda muy bonito, quizás le pongamos anotaciones en
braille para ti.
—Tu sentido del humor mejora con los años.
—Te has dado cuenta. ¿Hay frutos secos en las máquinas de la sala de
espera? Necesito cacahuetes.
—¿Son para el mapa?
—Claro que no, Gallardo, es que tengo hambre.
África se apuntó a la realización del mural y comenzaron en la cocina,
donde tenían una pared del tamaño adecuado para semejante cantidad de
datos. Entonces aparecieron dos inconvenientes, el primero lo provocó el
gobernador del banco diciendo que no había mapa disponible de los pasillos
que conducían a la bóveda, mentía obviamente, pero tras insistir Gallardo
accedió a confeccionarlo si eso ayudaba en el operativo para impedir el robo y
aumentar las medidas de seguridad. El segundo problema fue que los mapas
se superponían obstaculizando la visión clara de cada uno.
—Podemos hacer tres mapas diferentes con cada nivel —propuso África
—. Quiero decir que realizamos el mapa de la zona y lo fotografiamos, luego
el mapa del interior del banco y hacemos otra foto, luego la red de túneles del

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subsuelo y los pasillos que van a la bóveda; incluso un cuarto mapa con todos
los datos y fotografías.
—¿Y los imprimimos a tamaño gigante? No lo veo una opción porque no
tenemos tanto espacio para colgar los cuatro —gruñó Fernández con la boca
llena de cacahuetes.
—No es necesario imprimirlos, solo tenemos que fotografiar cada mapa y
conseguir un proyector de diapositivas, y así poder pasar de un mapa a otro al
instante en esta pared blanca.
Todos la felicitaron por la idea y se pusieron a ello, aunque les faltaban
aún muchos datos y tampoco esos mapas suponían un avance en la
investigación.
Mientras tanto, miles de agentes, oficiales e inspectores estaban haciendo
seguimientos de los atracadores que pudieran estar residiendo en la
Comunidad de Madrid, aparte de revisar la situación financiera de cada
empleado del banco en busca de perfiles similares a los dos vigilantes Javier
Expósito y Eduardo Fonseca.
«¿Cuánto tiempo podrá estar toda esta gente haciendo estas labores? —Se
preguntaba Esther—. ¿Cómo podemos descuidar todos los delitos día a día,
semana a semana, sin saber cuándo poder seguir con ellos? Los familiares y
amigos de víctimas de asesinato, robo, violaciones, secuestro y desapariciones
seguirán llamando para preguntar por avances. Además de que se van a seguir
acumulando casos nuevos a diario».
—Hugo, ¿saben en el ministerio que han convertido toda la Comunidad
de Madrid en una zona de anarquía?
—No, son políticos, no tienen cerebro salvo para pensar en poder y
dinero.
—Ahora mismo cualquiera podría robar un banco o asesinar a alguien con
total impunidad, ya que todos los efectivos están dedicados a frustrar un robo
que quizás no se llegue a producir nunca.
—Esperemos que la prensa no sepa nunca que el cien por cien de la
Policía y la Guardia Civil está con esto. Los delincuentes que vieran la noticia
saldrían a las calles a arrasarlas sin piedad.
—Y lo peor de todo, o casi lo peor…
—Lo sé, que la culpa será toda nuestra desde el punto de vista del
ciudadano. Estamos para obedecer órdenes, pero los que dan esas órdenes se
lavan las manos en cuanto los resultados no son los que esperaban.
—Por Dios, incluso las mujeres víctimas de violencia de género han
perdido a sus escoltas asignados, estarán desamparadas y encerradas en casa

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para evitar un ataque de sus exparejas.
La recepcionista interrumpió la conversación al llamar por el teléfono
interno a Hugo Moretti.
—¿Sí?
—Soy Elena, hay un repartidor que trae un sobre para vosotros. Dice que
tiene que ser entregado en mano.
—Hazle pasar.
El tipo llevaba el sobre en una mano y un casco negro de moto en la otra.
El envío era para Esther Gallardo.
—¿Por qué Elena no te ha llamado a ti? Esa mujer no cambiará nunca.
La chica no hizo el más mínimo caso a las palabras de su compañero, se
centró en abrir el sobre acolchado, dentro había una carpeta sellada y con dos
pegatinas, una con el logo del Banco de España y la otra con las palabras alto
secreto, solo para sus ojos.
—Ese gobernador del banco ha visto muchas películas.
—¿A qué te refieres?
—El sobre es suyo.
—Será una copia de los planos oficiales de la zona de la bóveda.
—Pero él dijo que…
—Claro, como que ellos no van a tener planos de su propio edificio.
—¿Qué hago con la advertencia de que solo puedo ver esos planos yo?
—Pues tienes tres opciones: la primera es cumplirla; la segunda es que te
limpies el culo con ella y le enseñas los planos a tus colaboradores más
estrechos; y la tercera es que le des el mismo uso higiénico a la advertencia y
pongas los planos a la vista de todos en la cocina junto al resto de datos.
—Me quedo con la segunda.
—Sabía que dirías eso.
—No es por desobedecer una orden dada por quien no puede darme
órdenes, sino porque no me fío de que algún agente con pocas luces le haga
una foto cuando vaya a por café y acabe en su cuenta de Instagram.
—Detállame el plano. Mejor dejamos de pensar en otras cosas que no nos
ayudarán.
—A ver… El plano es una fotocopia en tamaño A3, aparece el pasillo que
conduce a la bóveda, que está en el extremo izquierdo, y tenemos el acceso
tras lo que parece una puerta oculta a la que se accede por un simple almacén.
En el pasillo o túnel hay tres puertas de acero de gran grosor, entre puerta y
puerta hay unas cancelas también de acero, unos once metros entre cada
acceso y el siguiente. Están marcados los lugares en los que hay puntos de luz

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y cámaras de vídeo vigilancia. También las posiciones de los dos guardias que
custodian el comienzo del pasillo las veinticuatro horas del día. Según la
escala son unos ochenta metros de pasillo, que tendrá dos metros de ancho.
—Entonces, ¿solo se puede entrar y salir por allí a través de ese almacén
del banco?
—Eso parece, a no ser que…
—¿Qué?
—La fuente.
—¿Cibeles?
—Sí.
—Tendrían que excavar un túnel vertical desde la bóveda y son
demasiados metros.
—Ya existen esos túneles, los de la canalización del agua que inunda la
bóveda en caso de que la abran.
Entonces llegó al despacho Fernández y los tres se quedaron en silencio,
mirándose unos a otros.
—¿Qué ha pasado? ¿Novedades o es un tema privado?
—Siéntate y asesóranos.
Esther lo puso al corriente.
—Esos conductos de agua serán estrechos, de pocos centímetros de
diámetro, pero sería fácil para un butronero experto agrandar uno de ellos
para sacar el oro y que pudieran fugarse los ladrones de uno en uno, mucho
más fácil que perforar sin que hubiese esa guía previa. Es una posibilidad que
nos acerca a pensar que el robo es posible. Brillante, Gallardo. Ahora tenemos
dos formas de sacar el oro.
—¿Dos? —dijeron al unísono Esther y su compañero.
—En el informe dice que la bóveda interna del banco está en obras. Si los
atracadores tienen gente dentro, como intuimos por los dos vigilantes
Expósito y Fonseca, pueden tener más, incluso esos obreros. Imaginad que no
es un robo convencional, de esos que entra todo el equipo de golpe una
madrugada, sino algo diferente, entrando poco a poco, metiendo el material
necesario semana tras semana. Si el atracador tiene comprados a los obreros y
a los vigilantes del túnel que lleva a la bóveda principal, podría estar robando
en este momento, quizás lleve una semana o dos haciéndolo, y sacando el oro
muy despacio junto con los escombros de la obra y otros materiales que los de
seguridad no revisan a conciencia.
—¡Joder! ¿Has avisado al gobernador?

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—Es que se me acaba de ocurrir. Es comer cacahuetes y me viene la
inspiración.
—La madre que te…

No tardó el gobernador ni un minuto en dar la orden y bajar él mismo a la


planta sótano junto al responsable de seguridad y su equipo de vigilantes de
confianza. Se dividieron en dos grupos para supervisar las obras y también el
pasillo que conducía a la bóveda principal, no encontraron nada tras una hora
de exhaustiva búsqueda. Al menos habían descartado una posibilidad. Álvaro
del Pino, después de observar la puerta que daba acceso a la bóveda y
comprobar que permanecía intacta, pudo volver a respirar con tranquilidad, y
se sentía algo más seguro sabiendo que los investigadores se estaban tomando
en serio su trabajo.

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Un cebo

Parecía que el corazón se le iba a salir del pecho, casi no podía andar sin
sentir que las rodillas le fallaban. ¿Se habría dado cuenta alguno de sus
compañeros? ¿Su superior? ¿El gobernador? Joder, joder…
Esperó contando cada segundo hasta el momento del descanso, en el que
podía salir durante quince minutos para ir a la sala privada donde tenían café,
té, zumos, refrescos y bollería. Incluso les dejaban fumar si abrían la ventana
que daba a un conducto interno de extracción de aires del edificio. Necesitaba
un cigarro más que nunca, sentía como si hubiera esperado diez años en lugar
de dos horas y media.
No había nadie en la sala en ese momento, encendió y dio dos profundas
caladas al cigarro, sacó el móvil del bolsillo, lo desbloqueó tras encenderlo y
efectuó una llamada.
—¿Sí?
—Soy David. Hay problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—Están incrementando la seguridad.
—Ya lo tenía contemplado.
—Hoy ha venido el mismísimo gobernador con todos los vigilantes a
husmear en el túnel, me han contado que también lo han hecho en la bóveda
secundaria, que está en obras.
—Lo suponía. No me cuentas nada que no tenga previsto, no me llames
salvo que sea imprescindible.
—Bueno, yo pensé que…
—No pienses, solo obedece a lo que yo te diga.
Y colgó.
David se quedó mirando la pantalla del teléfono.
En buena hora decidió serle infiel a su mujer. Si ya lo decía su padre «por
la bragueta, se pierde la chaveta». Un millón de euros, un millón de euros, un
millón de euros, se repetía una y otra vez, aunque ese dinero era pájaro
volando, no en mano, siguiendo los refranes de su padre. No sentía nada

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asegurado, salvo la posibilidad de pasarse los próximos quince años en la
cárcel.
Ojalá ese atracador lo tuviera todo tan bien atado como presumía, o su
vida entera se iría por el desagüe de un momento a otro. Ahora le tocaba
terminar el turno con los nervios que no lo abandonarían. ¿Cómo sería cuando
se robase el banco, cuando los noticiarios informasen de que habían entrado a
robar? ¿Y después? ¿Podría vivir en calma sabiendo que podría llegar la
Policía en cualquier momento a su casa para detenerlo por haber sido
cómplice?
David Bravo respiró hondo varias veces para tratar de calmarse, luego
regresó al trabajo pensando que quizás se le pasaría en unas horas. Más bien
rezando porque fuera así.

La alerta apareció en su cerebro en cuanto leyó el dato en el monitor de su


ordenador, eran las ocho y veinte de la tarde y ya se excedía esos veinte
minutos en su turno, pero no quiso dejar pasar el informe hasta revisarlo
entero. El agente Pedro Infante, de la brigada de Secuestros, dio un respingo
que le hizo levantarse de la silla en el acto, sin volver a sentarse lo comprobó
dos veces más y tomó el teléfono.
—¿Sí?
—¿Hablo con Esther Gallardo?
—Así es, ¿quién llama?
—Soy Pedro Infante, agente de Secuestros, tengo una anomalía entre los
vigilantes del banco.
—Cuéntame.

África hizo protestar los frenos del Audi al llegar a la fachada del edificio,
tras ella llegarían los rezagados coches patrulla que completaban el operativo,
se habían quedado atrás desde la primera recta de salida en la comisaría. La
Guardia Civil estaba avisada, aunque no habían tenido esa referencia con el
gobernador del banco ni con su director de seguridad, primero querían
asegurarse de que el sospechoso estuviese en su vivienda o, por el contrario,
comenzar a buscarlo como desaparecido.
Llamaron al telefonillo, una mujer contestó y les abrió la puerta.
Arriba, en el rellano, esperaba un tipo corpulento de algo menos de
cuarenta años. Esther no sabría definir si estaba más afligido que asustado.

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—¿David Bravo?
—Sí.
—Policía Nacional, tiene que acompañarnos.
Ahora sí estaba claro que era preocupación.
Fue en silencio durante todo el trayecto hacia la comisaría. En la casa de
Bravo se quedó Fernando Costa entrevistándose con la esposa.
Lo llevaron a una sala de interrogatorios y le preguntaron si deseaba la
presencia de un abogado, aunque no estaba acusado de nada por el momento,
que solo se trataba de unas preguntas de rigor. David pareció pensarlo unos
segundos y negó con la cabeza, aunque no se le veía muy convencido.
Allí lo dejaron durante una hora a solas.
—¿Crees que hablará?
—A saber —respondió Esther a Fernández—. ¿Quieres interrogarlo tú?
—Presionar a un cómplice de un robo o de un asesinato es lo mismo,
mejor hazlo tú que eres la responsable del caso.
—Tendría que hacerlo el comisario, pero no importa. ¿Me acompañáis
por si queréis aportar algo?
Tanto Fernández como Moretti asintieron y fueron tras ella.
—Buenas noches, señor Bravo. Ya me conoce y también al exinspector
Moretti, quien nos acompaña es el inspector Fernández. ¿Tiene alguna
pregunta?
Ahora parecía más calmado que en el momento en que entró en la
comisaría.
—Dos. ¿De qué se me acusa y por qué no me han leído mis derechos?
—Le contesto a las dos a la vez, no está acusado aún de nada, ya se lo dije
al traerle a esta sala, así que no es necesario leerle los derechos.
A ninguno de los presentes, ni al comisario tras el cristal, le pasó por alto
el énfasis en ese aún.
—No tengo derecho a un abogado —murmuró para sí.
—Claro que lo tiene, pero no se le asigna uno de oficio por no haber sido
acusado. ¿Desea contratar uno?
—No será necesario. ¿Qué quieren saber?
—Vamos al grano, señor Bravo, no tenemos tiempo para rodeos. Usted ha
estado manteniendo conversaciones telefónicas con una persona que está
planificando un robo al banco de España.
Trató de no inmutarse, pero eso fue lo que lo delató.
—¿Es esto una broma? No sé de qué me hablan.

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—Cualquier otra persona, una ajena a lo que le acabo de plantear, habría
reaccionado de un modo muy diferente. Señor Bravo, esto no es una
entrevista para ver si salta la liebre, no es algo que vayamos a hacer con todos
los que ocupan su puesto de trabajo. Usted está aquí porque hemos
intervenido su teléfono móvil. La última llamada la ha emitido usted hoy a las
doce y tres minutos desde la sala de descanso de su trabajo.
—No… No puede ser.
—Puede y así ha sucedido. ¿Va a cooperar o a seguir negándolo? Le
advierto que podemos tenerlo retenido durante setenta y dos horas y que su
superior lo apartará del puesto de forma indefinida. Ayúdenos contando lo
que sabe. Podría empezar por cómo y cuándo contactaron con usted por
primera vez.
Se recostó en la silla, se observó las manos, temblaban. Miró hacia la
pared de enfrente, donde se ubicaba la cámara de vídeo. Y suspiró hondo. No
había tardado mucho en derrumbarse, en perder la falsa seguridad que fingía,
quizás porque estaba esperando ese momento y sentía alivio al verse por fin
ante la silla del dentista en lugar de en la sala de espera.
—Fue el lunes.
—¿Este lunes?
—Sí.
—¿Quién?
—No dijo su nombre.
—¿El cerebro de la operación?
—No lo sé, eso supuse.
—¿Qué le dijo o le propuso?
—Me dijo que un compañero me había recomendado y que tenía una
propuesta para mí. Fue al grano, como usted. Me enfadé, pero antes de poder
colgar me dijo que mirase el mensaje que me acababa de enviar, eran fotos
comprometedoras.
—¿Qué fotos?
—Es algo personal.
—No, aquí no lo es, como ya habrá comprobado.
—Eran fotografías que él, o uno de los suyos, me había hecho esa misma
tarde en un encuentro con una amiga.
—Comprendo, lo chantajeó con contárselo a su mujer.
—Sí.
—¿Qué más? ¿Qué hizo a continuación?
—Me dio dos días para pensármelo.

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—Y acabó aceptando.
Asintió con la cabeza.
—¿Qué más hablaron durante estos días?
—Quería saber todos los datos sobre mi zona de trabajo: el pasillo que da
a la bóveda. Turnos de vigilancia, posición de las cámaras, un mapa exacto
del pasillo. Solo eso.
—¿Cuándo piensa robar el banco?
—No me dijo eso ni cómo piensa hacerlo. Me comentó que ya me daría
detalles en el momento oportuno, aunque no creo que pensara hacerlo.
—¿Por qué piensa eso?
—Ese cabrón parece muy listo, incluso dudo de que tuviera pensado
pagarme, pues yo no tendría forma de reclamárselo; no sé quién es ni dónde
está.
—¿Pagarle? ¿Le ofreció dinero? ¿Cuánto?
—Un millón, por las molestias.
—¿Es español o extranjero? ¿Tiene algún tipo de acento reconocible?
¿Ruso, americano, gallego o catalán?
—No, es tan madrileño como usted y yo.
—¿Alguna vez mencionó algún dato que le haga pensar cuándo o por
dónde piensan entrar, sacar el oro o anular el servicio de vigilancia?
—No, era como un robot, solo palabras sueltas o frases cortas, al grano
siempre. Oigan, ¿podría llamar a mi mujer? Estará de los nervios.
—En unos minutos.
—¿Me van a retener aquí?
—Es posible.
—Joder.
Al otro lado del cristal ya llevaba Pedro Zapatero varios minutos
acompañando al comisario, en ese momento entró en el pequeño espacio el
teniente de la UCO Adolfo Heredia.
—Ha confesado, teniente. Aunque no sabe nada sobre el robo, no es más
que un simple informador del cerebro de la operación.
—Es su empleado, Zapatero, ¿cuánto lleva en el cargo?
—Ocho años, es de los mejores, por eso ocupa ese puesto desde hace
cinco.
—No se puede uno fiar ya ni de los mejores —apuntó el comisario.
Dentro de la sala, Esther seguía con las preguntas.
—¿Ha contado algo de esto a alguien? Me refiero a compañeros.
—Claro que no.

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—No le creo, señor Bravo. ¿Sabe lo que creo? Que usted está
compinchado con varios compañeros para ayudar a ese tipo y los suyos a
entrar y sacar el oro.
—Les he dicho la verdad, no me importa si no me creen. No conozco a
nadie más en el asunto, ni dentro del banco ni por parte del atracador.
—¿Qué trato tenía con Eduardo Fonseca?
—¿Fonseca? Es un compañero, dicen que ha desaparecido.
—Díganos usted.
—¿Yo? ¿A qué se refiere? ¿Está Fonseca en el ajo? ¿Le ha pasado algo?
—Recibió las mismas llamadas que usted, de las que desaparecen del
teléfono tras colgar. Hace dos semanas desapareció con lo puesto. ¿Conocía a
Javier Expósito?
—Claro, se prejubiló hace… ¿también él?
—Expósito no está desaparecido, sino en una bolsa de cadáveres en el
Anatómico Forense.
—¡Coño!
—Señor Bravo, le repito que lo mejor que puede hacer es ayudarnos, así
se ayuda a usted mismo también.
—Pero es que no sé nada, ese cabrón me chantajeó a cambio de unos
datos y ya se los di. No hemos mantenido ningún otro tipo de conversación.
No sé nada más. Me dijo que el dinero me lo daría tras el robo, aunque dudo
que tuviera pensado hacerlo, tampoco me importaba mucho, yo solo quería y
quiero que mi matrimonio y mi vida no se vayan a la mierda por un error que
he cometido.
—Es un poco tarde para eso, aunque no será lo mismo la pena por
participar en un intento de robo que por hacerlo en un robo cometido con
éxito. Quizás sea condenado a cinco años y salga en tres.
—Joder, joder… —Su desesperación había ido aumentando a lo largo de
la conversación, ahora estaba a punto de darle un ataque de nervios.
—Tranquilícese. Trate de cooperar y eso será un atenuante para el juez.
—No sé nada más, nada. Se lo juro, se lo juro por mis hijos. ¡Dios mío!
¿Qué será de ellos ahora?
—Piense en ellos. ¿Quiere que lo vean en el futuro como a un héroe que
ayudó a capturar a los malos o como un atracador que cumple condena por
ello?
—Yo no soy un atracador.
—Si ayuda a otra persona a robar el banco, es un atracador.

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—Por favor, necesito hablar con mi mujer, solo un minuto, quiero
tranquilizarla.
—Podrá llamarla en unos minutos —intervino Moretti—, antes nos
gustaría que nos dijera qué día, hora y en qué lugar le tomó las fotos con su
amiga.
—En el centro comercial Plaza Norte 2, en el Starbucks, fue aquel mismo
lunes a eso de las siete y media de la tarde.
Esther lanzó una mirada al espejo. El comisario llamó en el acto a África
para darle esos datos.

Dos horas más tarde tenían ya las imágenes analizadas. El gobernador del
banco usaba bien sus contactos para que el juez autorizase al instante todo lo
que le pedía.
—Tengo el coche de David Bravo entrando en el aparcamiento
subterráneo del centro comercial —comenzó África su exposición a la vez
que mostraba los cortes de imágenes que había seleccionado de las cámaras
de vídeo—, luego entran varios vehículos, el tercero es un SEAT León gris
que, según las cámaras internas del aparcamiento, sigue a Bravo hasta el
fondo. Las imágenes de esas cámaras se ubican lejos y el lugar es muy
oscuro, así que solo se ve una sombra de un hombre que medirá algo más de
metro ochenta con complexión fuerte o atlética. Siguiendo a Bravo y al
supuesto atracador que le hizo las fotos, comprobamos por las cámaras del
interior del centro comercial que fueron al Starbucks. Nuestro sospechoso
viste de negro y lleva una gorra y gafas de sol, no se le adivina el rostro en
ningún momento, la mayoría de las veces aparta la vista, como si supiese
dónde se ubica cada cámara, como si hubiera seguido a Bravo hacia allí en
días previos y hubiera memorizado la posición de cada cámara.
—Preguntemos a Bravo dónde y a qué hora se citó con su amiga en los
días previos, quizás tengamos más suerte. Ya debe de haber terminado de
hablar con su mujer.
David esperaba en la sala de interrogatorios, su semblante se había
oscurecido por completo tras esa llamada y no era necesario preguntar para
adivinar que su mujer no estaría nada contenta con la situación. Pronto
llegaría un abogado de oficio, ya que la confesión implicaba que se le
acusaría de pertenencia a banda criminal; si el robo llegaba a efectuarse, se le
añadiría el delito de complicidad en el atraco.

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Antes de pasar a dependencias policiales, aseguró que había quedado el
sábado y el domingo con su amiga en el mismo centro comercial, donde ella
trabaja en el multicine, y luego de tomar un café se habían ido a casa de ella a
mantener relaciones sexuales.
África se puso con las grabaciones de las cámaras de ese fin de semana,
ayudada por Fernando y por la propia Esther. A los cuarenta minutos habían
localizado al sospechoso en ambos días, también con gorra y gafas de sol,
pero aún siendo consciente de la posición de las cámaras, pues no se
descuidaba mucho al pasar cerca de ellas.
—Tenemos varias capturas de su rostro, aunque no veamos su cabello ni
los ojos, pero algo es algo. Distribuyamos las imágenes a todos los policías y
guardias civiles de la comunidad y que lo busquen. ¿Qué pasa con la
matrícula?
—Los de la Científica dicen que pertenece a un Ford Fiesta que lleva en el
desguace desde que fue dado de baja hace meses.
—Falsa, como era de esperar. Seguro que tiene el coche en un garaje y le
cambia las matrículas reales por las robadas cada vez que lo usa para este tipo
de «recados». Aun así sabemos que se trata de un SEAT León gris, uno de los
miles que habrá por la zona… joder.
—Era de esperar que no usaría un Ferrari de color rosa.
Esther se levantó de la silla y comenzó a caminar en círculos y en silencio
ante la atenta mirada de sus compañeros. Tardaron dos eternos minutos en
preguntarle qué pasaba, ella solo pidió un poco más de tiempo.
—Tengo una idea, pero no os va a gustar —dijo tras detenerse en seco y
mirar al comisario y al teniente de la UCO.
—Adelante, dispara.
—No vamos a difundir su foto, no vamos a buscarlo.
—¿Cómo dices? —El teniente se mostraba asombrado y enfadado a partes
iguales.
—No podremos encontrarlo con esas capturas, habrá miles de personas en
la región con esa mandíbula, es una locura.
—Pero…
—Tengo otra idea para llegar al cerebro. Usaremos a David Bravo como
cebo. Nos ha dicho durante el interrogatorio que dudaba de que el tipo
apareciese, pero sabemos que sí se puso en contacto con Expósito y Fonseca,
los dos desaparecieron tras colaborar con él, Expósito acabó muerto y es muy
probable que le haya pasado lo mismo a Fonseca. Si controlamos a Bravo y le
ofrecemos que colabore con nosotros a cambio de una reducción de condena,

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cuando el cerebro contacte con él para hacerlo desaparecer podremos
seguirles y detenerlo. Y si no se trata del cerebro, sino de uno de sus secuaces,
pues lo capturamos igual, tendríamos a un colaborador que seguro que sabe
mucho más que estos vigilantes, quizás incluso la dirección del cerebro o
dónde se esconde la banda.
—Es una buena idea —murmuró el comisario, el resto, salvo el
responsable de seguridad del banco, asintieron.
—¿Zapatero?
—No sé… creo que el gobernador debería dar el visto bueno a esta idea.
—Él no lleva el caso, él no es policía.
—Pero tiene la sartén por el mango, eso es incuestionable —dijo Moretti
—. Tarde o temprano sabrá lo que hemos hecho o lo que vamos a hacer y
puede ponernos las cosas difíciles para seguir con el caso.
—Bien, pues tendremos que convencerlo entre todos —zanjó Esther.

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Muerto

La fecha estaba muy próxima, solo quedaban unos días para ir al banco y la
reunión de esa noche era vital para coordinarlo todo con el equipo. La nave
industrial que había alquilado tenía unos cinco mil metros cuadrados, aunque
no se usaban más de ochenta, estos en un rincón de la misma en la que había
instalado unos focos potentes. Las ventanas las había cegado con planchas de
madera y así nadie sospecharía de que dentro se estaba cociendo algo que
daría que hablar durante décadas, salvo en ese momento y por las dos
furgonetas negras que estaban aparcadas ante la puerta y junto a su SEAT
León.
En el centro: una gran mesa industrial y quince sillas, una por cada
asistente; aunque Juan, como le pedía a todos que lo llamasen, no se había
sentado. Ante él había tres expertos en butrones, ocho exmilitares, dos
ingenieros informáticos que se encargarían de anular los sistemas de
seguridad y bloquear las comunicaciones, además de dos fundidores. El
material necesario para entrar, robar, fundir, sacar el botín y ponerse todo el
mundo a salvo, se repartía en grandes cajas que había a su alrededor. Al fondo
de la nave parecían descansar los tres camiones camuflados con pintura e
insignias para parecer transportes de la Guardia Civil.
Juan no tuvo que llamar al orden, los elegidos eran profesionales y habían
ido a escuchar los pormenores del plan, no para conversar de sus asuntos
personales. Eran de seis nacionalidades diferentes, pero todos hablaban
castellano, bendito país España para delinquir. Esperaban las instrucciones.
Tras el cerebro de la operación había cuatro murales de dos metros de ancho
con todo tipo de datos, además de fotografías y tres mapas.
Sacó un puntero láser y comenzó:
—Entraremos el próximo lunes a las doce de la noche por este punto, la
entrada de servicio y muelle de carga, tenemos a alguien dentro que nos
facilitará el acceso. Fuera habrá una gran dotación de la Guardia Civil, pero
ellos esperan a esa hora nuestra llegada porque les enviaremos una orden
interna informando de los refuerzos, de eso os encargaréis vosotros —dijo

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señalando a los informáticos—. Meteremos todo el material y nos dirigiremos
a la entrada del pasillo que da a la bóveda, estaremos allí a las doce y quince.
Una vez desactivado el servidor principal que controla la seguridad de los
sensores y que informa de que alguna de las compuertas intermedias del túnel
está siendo perforada por los butroneros, comenzaremos a avanzar hasta
nuestro objetivo. Pero antes de que eso suceda, neutralizaremos a los guardias
del interior del banco; todos sabéis que tenéis que informar al exterior por
radio de que todo va bien cada quince minutos, las claves las conocéis, tanto
de los vigilantes de pasillos como las de los que controlan los monitores en la
sala de control. Tardaremos tres horas en llegar a la puerta de la bóveda
principal y tendremos veinte minutos para solventar ese obstáculo con todas
las lanzas térmicas trabajando a la vez. Mientras se van abriendo las puertas y
cancelas intermedias, iremos llevando los hornos de fundición, las cadenas de
transporte y el resto de material.
—Ahora, una vez abierta la bóveda, entrará el agua —dijo uno de los más
veteranos del equipo, originario de Holanda y de nombre Gustav.
—Es posible, aunque el sistema es muy obsoleto y puede que no funcione.
—¿No tenemos garantías? ¿Es una simple suposición?
—Un momento, no os pongáis nerviosos. Ya sabéis que el sistema de
seguridad estará anulado desde el principio, incluso el que bloquea cada
puerta si no se ha cerrado la anterior por el túnel. Todo depende de la
electricidad y nosotros tendremos apagado el suministro desde el momento en
que estemos dentro del banco. No existen garantías de que el agua vaya a
entrar, pero para eso llevamos las bombas de achique. Una vez tengamos el
oro fundido solo tendremos que ampliar uno de los canales de entrada del
agua y salir por la fuente, donde estarán los camiones.
—¿Nos dará tiempo a todo? Los números no cuadran.
—Nos dará tiempo de sobra. Los hornos trabajan a seis mil grados, los
lingotes serán mantequilla en el acto y el grano lo extraeremos en sacos con
poleas al exterior. A las seis y media de la mañana del martes saldremos de la
ciudad en tres camiones de la Guardia Civil que nadie parará porque no se lo
esperan.
—¿Está preparada la fuente?
—Sí, mañana comenzarán a reparar los desperfectos del acto vandálico
que hemos perpetrado en la estatua, todo el perímetro de la fuente estará
vallado para que no lo vean los curiosos, y ya os garantizo que el sistema del
agua estará también desconectado mientras duren las obras.

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—¿Tendremos todas las claves de acceso y llaves necesarias, en caso de
que se hayan cambiado al aumentar la seguridad?
—Sí, tengo toda esa información por los colaboradores internos.
—¿Estarán ellos allí esa noche para ayudar?
—Ellos han cumplido ya su función. Cada uno de los presentes tiene la
suya y el lunes por la noche comenzará la acción, en unos meses haremos el
reparto y seremos ricos.
Juan observaba sus semblantes, no había mucho entusiasmo, quizás debió
prepararse mejor el discurso, aunque ya había hablado con cada uno desde el
principio para detallarle su función en el robo. No podía explayarse más
porque no era seguro del todo permanecer más tiempo en la nave industrial y
porque tenía que llamar a David Bravo para atar el último cabo suelto del
plan.
—Si hay alguna novedad, os mantendré informados. La reunión se ha
terminado, salvo que tengáis alguna duda.
—Nos has dicho en varias ocasiones que el oro permanecerá oculto
durante meses hasta que sea seguro sacarlo del país para venderlo en los
Emiratos Árabes. Creo que hablo en nombre de todos al decir que estamos
trabajando sin garantías de cobrar lo acordado.
—No es seguro sacarlo ese mismo día porque tendrán controlado cada
avión y barco que salga del país al comprobar que les hemos robado. La
garantía que os doy es mi vida, todos sois profesionales y no os costaría dar
conmigo para reclamarme el pago y matarme en caso de que os la juegue. Sé
que no me conocéis, que es el primer trabajo que os encargo, entiendo las
dudas, pero tendréis que confiar en mí. El oro se venderá y cada uno recibirá
la parte acordada en las cuentas de las Islas Caimán que he creado para cada
miembro. Llevo muchos años planificando esto al detalle y sé que todo saldrá
como está estudiado.
—¿Qué pasará si nos descubren antes de tiempo, mientras estamos
abriendo compuertas, o cuando llevemos los camiones a la fuente?
—Tenemos armas para hacer frente a la Policía y Guardia Civil. Además
de un salvoconducto, ya sabéis de lo que hablo. Nadie nos impedirá la huida
teniendo esa carta asegurada en la manga.
—Quizás para los que mandan ahí arriba el oro sea más importante que la
vida de uno o más empleados.
—No se arriesgarán a que se haga mediático.
—¿A qué te refieres?

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—Esto no es una película o serie de la televisión. El Estado preferirá que
todo ocurra al margen de la prensa y de un escándalo económico que haga
que el país se hunda en las cotizaciones. Preferirán que nos llevemos un oro
que no usan para nada más que darles seguridad a los mercados y los
ciudadanos, en silencio y fingiendo que el oro sigue ahí, antes de mostrar
vulnerabilidad. No se arriesgarán a mancillar su imagen. La posesión del oro
es un símbolo de estabilidad financiera para ellos de cara a la economía
mundial, solo eso, y les da lo mismo si sigue en la bóveda o no.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque no han tocado ese oro en todas las décadas que lleva ahí abajo.
Imagina que en Fort Knox no hubiera oro, imagina que las reservas de los
Estados Unidos estuviesen agotadas o hubiesen sido robadas hace décadas, es
mejor hacer pensar al mundo que eso no ha ocurrido ni puede ocurrir, así la
bolsa no se desploma hundiendo el valor económico que tiene un país de cara
al mundo.
—¿Quieres decir que nos dejarán marcharnos sin más?
—No creo que el asunto llegue a tanto como para dejarnos salir sin tratar
de impedirlo, pero, llegados a ese extremo, se plantearán las consecuencias de
hacer mediático el robo o intento de robo. Dejarnos escapar y fingir que no ha
pasado nada será para ellos más beneficioso que batallar por impedirnos salir
y que todo el mundo se entere de la vulnerabilidad que tiene España con
respecto a salvaguardar su reserva principal.
—Esa psicología está muy cogida por los pelos.
—Funcionará, ellos no pueden arriesgarse a ver caer el mercado. Para
ellos la marca España es lo más importante. Hablamos de billones de euros en
pérdidas por no permitirse perder unos miles de millones que no usan. Ese oro
solo es un símbolo obsoleto, una carga para ellos, les cuesta mucho
mantenerlo custodiado año tras año.
No parecían muy convencidos, estaban acostumbrados a robos a bancos
que no dependían del Estado ni que tuvieran tantas medidas de seguridad,
pero ya estaban todos inmersos en el asunto y no iban a echarse atrás. Lo que
caracterizaba a los colaboradores, y bien que Juan se había cerciorado de ello,
es que nunca habían sido atrapados durante o tras un golpe, así que confiaban
en que la suerte siguiera de su parte.

Una vez a solas, llamó a David.


—¿Sí?

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—¿Estás disponible para que nos veamos esta noche?
Silencio de varios segundos.
—¿Esta noche? No pensaba que…
—El plan sigue adelante, te debo un millón de euros. No puedo darte esa
cifra aún, pero sí un suculento adelanto y ponerte al día con lo que tengo
pensado, darte datos y fechas.
Silencio de nuevo.
—Está bien, dime hora y lugar.
—En la esquina del restaurante turco, a doscientos metros bajando tu
calle, estaré en un SEAT León gris esperándote.
Otro silencio.
—Perfecto, ¿cuánto dinero me llevarás?
—Eso ya lo verás en menos de una hora.
Dos detalles habían llamado la atención de Juan durante la conversación:
los silencios antes de contestar y el tono tan calmado, dos detalles que se
diferenciaban de las llamadas a sus dos anteriores compañeros.

Esther felicitó a David por haber mantenido la calma y también por repetir
con exactitud lo que le susurraban al oído. Estaba colaborando y eso era
bueno para todos. En la sala de la comisaría nadie se había perdido un detalle
de la conversación: el comisario, Moretti, el teniente de la UCO, el
responsable de seguridad del banco y los recursos de apoyo como África y
Fernando. El operativo estaba en marcha, más de treinta policías y otros
tantos guardias civiles estarían en la zona.
—Lo has hecho muy bien, estás colaborando y eso se tendrá en cuenta.
—Lo único que me preocupa ahora es mi mujer. ¿Ella sabrá…?
—Si te refieres a lo de la infidelidad, te aseguro que no se filtrará. Y el
juez tendrá presente lo que estás haciendo para reducir tu condena al máximo.
—Menuda mierda.
¿Qué podría consolar a David Bravo ahora? Nada. Las consecuencias de
sus actos lo habían llevado a ese atolladero en el que se veía, solo le quedaba
rezar para que su vida no se fuese a la mierda del todo, aún más… claro,
como él sentía. Quizás lograse evitar la cárcel, aunque tendría que esforzarse
durante años para recuperar la confianza de su mujer tras saber esta que él
estaba colaborando en un intento de robo. No veía su futuro muy claro en esos
momentos, tendría que trabajar como nunca para no acabar en un apartamento

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cochambroso y solo, o peor aún, regresando a su dormitorio de la casa de sus
padres.
David se marchó a su casa escoltado de cerca por un coche camuflado en
el que iban dos agentes y el Audi con Esther, Moretti, Fernando y África al
volante.
—Estás muy callada, Esther.
—Es que el operativo impuesto por el gobernador es una locura, no
debimos acceder a él.
—Era eso o que no nos permitiera seguir con tu plan.
—Lo sé, pero tener la calle y aledaños sembrados de agentes es algo que
el sospechoso notará en cuanto llegue. Si ha controlado la zona en los días
previos, como sabemos que suele hacer, notará que hay mucha más gente. No
será tan estúpido como para no darse cuenta de que hay tres docenas de
personas de más y todos vigilándole.
—Lo comprendo.
—¿Lo haces? Claro que sí, disculpa, Hugo.
—Esther, a esa hora en una calle de un barrio cualquiera hay unas dos
docenas de personas entre niños, ancianos, mujeres de mediana edad, vecinos
que llegan con bolsas de hacer la compra, que van de un sitio a otro y algún
deportista corriendo. Hoy habrá dos o tres decenas más, todas esas nuevas
personas de una edad comprendida entre veinticinco y treinta y cinco años,
con complexión atlética que se mostrarán a la expectativa, a la espera de algo,
sin ir a ningún sitio en concreto. Es una situación anómala que no pasará
desapercibida ni para los vecinos, menos aún para un tipo inteligente que lo
tiene todo bajo control y que seguro contempla ese tipo de contratiempos.
—¿Qué crees que pasará?
—Dímelo tú, lo sabes de sobra.
—El tipo llegará caminando o en otro vehículo, no en el SEAT León que
ha mencionado en la conversación con Bravo. Analizará la zona minutos
antes de la hora de encuentro y se marchará en cuanto vea el circo montado.
Lo habremos perdido y todo habrá sido en vano; quizás anule o posponga el
robo.
—¿Qué propones como alternativa?
—¿Acaso tengo alguna?
—Desviemos el operativo.
—¿Cómo has dicho, Fernando?
—Digamos a todos los agentes de la Policía y la Guardia Civil que se
marchen a las calles aledañas, que tenemos la sospecha de que el presunto

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asesino y ladrón aparecerá por otro lado, y así la calle estará limpia de
sospecha. Solo estaremos nosotros.
—Ya lo había pensado —murmuró Esther—. Lo único que puede salir
mal es que se nos escape y tengamos que responder por el fallo.
—No se escapará, no podrá fugarse entre las calles si llevamos este coche
—apuntó África—. Y si hay más coches y los dos helicópteros a la espera
para apoyarnos, pues eso, que no podrá escaparse.
—Ojalá todo pudiera ser tan sencillo como lo expones.
—No seas tan negativa, amiga, siempre podemos poner un rastreador GPS
en la ropa de Bravo.
—África —la corrigió con algo de sequedad en el tono y las palabras el
exinspector—, Esther no está siendo negativa, simplemente se juega mucho
en esto, no solo es la responsable del operativo policial más grande que se
recuerda en el país, sino que buscamos a un asesino que está planificando el
mayor robo de la historia. No se trataría de un error cualquiera en un caso
convencional, sino de algo que la apartaría del operativo de inmediato por
fallar y por haber contravenido órdenes directas, lo que puede acarrear una
sanción que muy posiblemente le costase el puesto a ella y a mí también. Si
decidimos apartar a los agentes de apoyo de la calle y el criminal se escapa,
todos los que vamos en este coche estaremos metidos en un lío como no
contempláis. Y eso sin mencionar que ese tipo podría matar a David Bravo y
luego robar el banco dejándonos a todos como ineptos.
Esther no siguió con la conversación, prefirió calmar los ánimos con un
análisis de la situación.
—Ya hemos llegado, queda media hora para la reunión. Dejemos de
elucubrar y vayamos a analizar la calle, las aledañas, los lugares por donde
puede escabullirse y, sobre todo, viendo el impacto que tiene el operativo en
cuanto esté desplegado.
Solo tardaron tres minutos en ubicarse los agentes. Iban de paisano y
fingían como buenamente podían su rol planificado.
—Esto es una cagada —dijo Fernando.
Esther solo observaba, pero sabía a qué se refería el agente porque ella
opinaba lo mismo. Varias parejas que parecían regresar de un paseo, o ir a
hacer la compra, o regresar de ella con bolsas cargadas, pero que recorrían la
calle en una dirección y luego en la otra en modo bucle; otros conversando
animadamente mientras fumaban un cigarrillo, algún corredor por esta calle y
otro por la de enfrente, parejas acarameladas dentro de sus coches. La calle

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rebosaba una vida tan artificial que parecía más bien el grupo de extras de una
película de serie B.
—Si el cerebro del robo o alguno de sus secuaces de confianza viene a por
David Bravo, saldrá espantado en cuanto vea este circo —dijo por fin la
inspectora. Está bien, vamos a desviar a todas estas personas a calles cercanas
y nos quedamos solo nosotros. Bloquearemos las calles de salida de la zona,
pero dejaremos esta aparentemente libre de vigilancia.
Y así se hizo, quedaban diez minutos para la hora de la reunión.
—Seguro que ya está por aquí —dijo África—. Habrá venido en otro
coche y, al no poder reconocerlo porque no conocemos su cara, se nos está
pasando por alto.
Observaban la puerta del edificio de David Bravo, en los últimos diez
minutos había entrado una anciana, salido un chico y luego entró una mujer
de mediana edad.
Llegó la hora.
—David no sale, es extraño. Voy a llamarle.
Esther marcó el número. Un tono, dos, tres, cuatro.
Entonces salió la mujer de mediana edad de antes gritando por la puerta.
Tras el impacto inicial al ver la escena, se bajaron los cuatro del coche y,
salvo Moretti, corrieron hacia ella.
Estaba fuera de sí, gritaba sin parar.
—¿Qué le ocurre? ¿Qué ha pasado?
—¡Un muerto! Hay un vecino muerto en la escalera y mucha sangre.
África y Fernando la sostuvieron para que no se cayera al suelo, se habían
acercado algunos curiosos. Esther entró corriendo en el edificio con el arma
entre las manos.
David Bravo yacía muerto en el rellano de la primera planta.

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Ansiedad

Los vecinos protestaban, unos porque no podían salir de sus viviendas y otros
por no poder entrar. No había ascensor y la planta primera del edificio estaba
acordonada y llena de agentes de la Científica y del departamento Forense.
Eran las nueve y se aproximaba la hora de la cena, así que el ambiente se iba
caldeando cada vez más.
Mariángeles Fuentes se atusaba el cabello que caía a los lados desde el
gorro. Señal de que Esther ya podía acercarse a ella para preguntarle.
—No hay mucho que decir, ¿verdad?
—No, un disparo en el pecho, murió en el acto.
—Nadie ha oído nada, usó un silenciador, seguro que estuvo esperándolo
pacientemente hasta que salió de su casa y no le dio opción ni de un saludo
formal típico al cruzarte por las escaleras.
Fernando y África estaban hablando con la mujer de Bravo, que se había
derrumbado al conocer la noticia, más aún porque habían discutido y ese
último recuerdo a su lado sería el que perduraría para siempre. Poca gente es
capaz de pasar página ante la idea de haber perdido a un ser querido tras una
discusión, en lugar de palabras bonitas o un te quiero.
Moretti aguardaba junto al teniente de la UCO y el responsable de
seguridad del banco estaba hablando con el gobernador por teléfono en la
calle.
Habían agotado todas las posibilidades de dar con el organizador o uno de
sus secuaces.
Gonzalo Iglesias resoplaba bajo la mascarilla del traje de la Científica.
—No voy a sacar nada, Gallardo.
—Lo sé, no ha habido ningún forcejeo, seguro que el asesino llevaba
guantes y todo ocurrió en un segundo. No hallarás pelos, fibras, escamas de
piel ni otro rastro. Esto es una mierda, Iglesias.
—Ese cabrón ha sido listo. ¿No lo visteis entrar?
—Lo vimos salir, pero sin saber que era él. Ya se procuró de entrar
mientras nosotros circulábamos por la calle analizando el lugar y buscando el

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mejor sitio para apostarnos. Lo ha hecho magistralmente.
—Parece que lo admires.
—No, nada de eso, no es admirable quitar una vida, aunque por ahora le
está saliendo todo bien. Por ahora.
—Qué raro que sigas aquí, casi todos tus compañeros están abajo.
Esther resopló.
—No quiero bajar y tener que enfrentarme a la responsabilidad del error.
—¿Error? No has errado, has hecho lo que debías hacer.
—Podría haber apostado a un agente o varios en la escalera.
—¿Cómo ibas a adivinar que el tipo haría esto?
—Porque es mi trabajo, anticiparme a lo que vaya a hacer el criminal,
incluso a los cambios en su forma de actuar.
—Eso no es sano. Baja y enfréntate al comisario y a ese capullo del
gobernador, no lo retrases más. Cuanto antes, mejor.
—Lo sé.
Y la chica bajó a la calle, donde se estaba librando en ese momento una
acalorada batalla dialéctica entre Simón Ramos y Álvaro del Pino, que se
había acercado a toda prisa para expresar su «humilde opinión» en persona.
—¡Esto ha sido un error! ¡Le dije que llevara el caso usted!
—Me lo dijo el ministerio, no usted, aunque sabía que estaba detrás de esa
orden. Mi trabajo es poner al mejor al mando y eso he hecho.
—¿Una niña? Tengo sobrinos de su edad y no les dejaría la
responsabilidad de cuidar de mi perro.
—No conozco a sus sobrinos, pero sí a mi inspectora jefe. Confío en ella
y sé que ha hecho lo que debía hacer.
—Pues ya ha visto los resultados. Aquí los tiene delante. Han matado a la
mejor baza que tenían para impedir el robo delante de sus narices.
—¿Cuál era su opción alternativa? Propuso retener a Bravo, ¿de qué
habría servido eso? Usarlo de cebo era una buena idea y debe admitirlo. El
organizador del robo ya tenía pensado acabar con él, anticiparnos era una
buena línea de investigación.
—Quizás retenerlo habría hecho pensar al organizador en cancelar el
robo.
—¿Cancelarlo? Ese tipo llevará meses o años planificando, solo lo habría
pospuesto, quizás unos meses, y así poder entrar en el banco con menores
medidas de seguridad de las que hay en este momento.
—Me da igual lo que diga, Ramos. No me fío de usted, ni de su equipo ni
de sus métodos. Voy a hacer que el mando lo vuelva a llevar la Guardia Civil.

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—Haga lo que le plazca, pero recuerde que, si usted es el que tomas las
decisiones, será el que responda de lo que ocurra, tanto para bien como para
mal. Está muy bien eso de mover los hilos desde las sombras y luego lavarse
las manos señalando a otros responsables. Si nos equivocamos en la brigada,
lo asumimos, pero si se equivoca usted con sus decisiones, tendrá que hacerlo
igualmente. Decida, ordene, siga moviendo hilos, pero recuerde que si todo le
sale mal, estaré ahí en una rueda de prensa dando toda la información para
que quede claro quién es el máximo responsable.
—¿Me está amenazando? ¿Sabe con quién habla?
—Claro que lo sé, pero lo que debería preguntarse es si usted conoce las
consecuencias que tendrá asumir el mando en una operación para la que no
está preparado.
—No me gusta su tono, estoy a punto de pedir que le cesen de su puesto,
que lo hagan también con sus inspectores al mando.
—Pues hágalo, hágalo y ensaye su discurso para el día en que tenga que
responder del robo de su banco, de sus decisiones. Ponga al frente de la
investigación a la Guardia Civil, a su equipo de seguridad o al mismísimo
ejército, pero no lloriquee luego por una mala decisión.
Simón se marchó sin decir una palabra más ni esperar a la réplica del
pomposo aristócrata que lo observaba rojo de ira. Esther lo había oído todo y
salió al encuentro del comisario.
—Gallardo, no estoy de humor.
—Solo quería decirte que te agradezco que hayas dado la cara por mí.
—Es una de mis funciones. Yo te di el mando y soy responsable de tus
éxitos y fracasos.
—Siento haber fracasado.
El comisario se giró para encararse con ella, cosa que la incomodó por la
cercanía, sentía la respiración acelerada de Ramos con el aliento de caramelos
Pictolín en su cara.
—No has fracasado, fracasarás si se roba el banco, o si se roba y luego no
recuperas el oro ni detienes a los atracadores. Deja de flagelarte, vete a casa y
estudia tus opciones para los siguientes días, esa es tu tarea. Mientras ese
imbécil no nos aparte del caso, sigues siendo la responsable.
—Pero…
—Vete a casa, es una orden. Mañana quiero una reunión en la sala de las
conferencias de prensa, la haremos a las nueve, quiero que estés una hora
antes para darme todos los datos y así seré yo el que dé las órdenes en un

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momento tan complicado. No quiero una palabra más, solo que te marches y
sigas con tu trabajo.
Esther se marchó con Moretti en un taxi, África se quedaría a recabar
información oficial sobre el suceso, igual que el resto de agentes.
El exinspector comenzó a elaborar la cena tras darse una ducha, la chica
aprovechó ese tiempo para redactar un informe preliminar y el boceto del
caso con todos los datos de que disponían para la reunión del comisario.
—¿No vas a probar bocado?
—No tengo apetito.
—Deberías forzarte a comer, aunque no quieras, dormirás mejor.
—No creo que pueda dormir esta noche.
—No te hagas esto.
—Y tú no vengas con los sermones de siempre sobre lo duro que es el
trabajo de un inspector y que debe uno desconectar, recuerdo cada uno de
ellos al detalle.
—Lo sé, pero eso no hace que no sea cierto.
—La he fastidiado, no he sabido anticiparme.
—El tipo es listo y cambia constantemente su forma de operar, eso es
impredecible. Es fácil decir que debimos meter agentes en el edificio, pero es
fácil ahora, cuando sabemos lo que ha pasado.
—¿Ingenuidad o falta de experiencia?
—No eres ingenua y la falta de experiencia se compensa con mi tarea
como asesor. ¿He fallado yo por no avisarte, por no haberlo previsto?
—No, no has fallado.
—Entonces, tú tampoco. Tomamos decisiones, a veces acertamos y otras
no, pero no son fallos. ¿Ya tienes el resumen para Simón?
—Sí, pero no cuenta con vías de actuación. No sabemos cuándo van a
robar el banco, tampoco si tienen más personas dentro que los ayuden.
Además está lo del gobernador… oí su conversación con el comisario y puede
que nos aparte del caso.
—Pues regresamos a otros casos de homicidios y que se encargue él de la
seguridad ante el robo.
—No funciona así mi mente, no puedo hacer borrón y cuenta nueva con
esa facilidad.
—A ti no te está atacando nadie, no hay un asesino a tu acecho o el de tu
familia y seres queridos. Así que no te lo tomes como algo personal. Es un
caso, si nos apartan, pues nos dedicamos a otros.
—¿Crees que lo que me dices está surtiendo efecto?

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—No, pero es mi tarea decírtelo, soy tu pareja.
—¿Me lo dices como pareja profesional o personal?
—¿Acaso tengo que aclararte que es como ambas?
—Me cuesta, Hugo…
—Lo sé. Ven aquí.
Ella se acercó y se fundieron en un abrazo. Era como una droga para ella,
estaba cada vez más dependiente de ese trato y no sabía si eso era bueno o
malo, aunque no lo preguntaría porque sabía que ese tipo de dudas acarreaba
más conversaciones incómodas sobre su autoestima. Quizás con el psicólogo
en la próxima visita.
—Hugo, ¿crees que nos despedirán?
—Es posible, no descarto nada.
—Cada vez detesto más estos casos difíciles, o imposibles. Pero no puedo
vivir sin ellos, es eso o que no encuentro otra forma de vida que me resulte
más atractiva, que me motive y me ponga retos estimulantes que hagan de mi
día a día un camino de ilusión.
—¿Un camino?
—Es algo que hablé con el psicólogo.
—¿Qué tal te suenan las siguientes opciones? Gabinete de Psicología
Esther Gallardo para personas traumatizadas por sucesos. Agencia de
detectives Gallardo-Moretti. Alquiler de embarcaciones en República
Dominicana. Hay muchos negocios más aparte de los que he mencionado.
—No vas a hacerme reír con eso.
—Intentaría hacerte cosquillas, pero sé que no tienes.
—Sí, soy así de rara. No sé cómo puedes quererme.
—Eres como un gatito pequeño que uno rescata y lleva a casa, uno de
esos que responde siempre con gruñidos y arañazos a las muestras de cariño.
—Sí, así soy.
—Y así te acepto y quiero.
—Me quieres tal como soy, tal como soy contigo, eso me extraña y me da
miedo.
—¿Miedo?
—¿Cuánto tiempo me soportarás?
—No lo sé. Una hora más o toda la vida.
—Me asusta que sea solo una hora más.
—Así es la vida, una apuesta de futuro sin garantías de éxito.
—¿Y si pierdo la apuesta?
—Pues te tocará seguir viviendo con ello.

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—Es lo mismo que decirme que tengo que esforzarme.
—Si es un esfuerzo para ti, entonces no tienes que hacerlo y,
simplemente, haz luego frente a las consecuencias.
—Joder, suena a amenaza. O me comporto como esperan de mí o…
—No es una amenaza, aunque depende todo del punto de vista de cada
uno. Conozco el tuyo. Todo te lo tomas como un ataque personal cuando estás
baja de ánimos o de autoestima, como sé que ocurre en este momento.
—Estoy bien, puedo gestionarlo todo a la perfección.
—«No tengo apetito» «no voy a dormir esta noche» «estoy harta de este
trabajo». ¿En serio esperas que me crea que estás bien?
—El caso no tiene nada que ver con lo personal.
—Todo afecta en el día a día. No desconectar de tus funciones en la
comisaría altera tu estado de ánimo en el ámbito personal.
—Vale, pues déjame sola, deja que me tranquilice pensando.
—Tú misma me has dicho en muchas ocasiones que cuando algo te
preocupa te metes en un laberinto, tu mente se sumerge en una espiral que no
avanza hacia delante, sino dando vueltas sin parar. ¿Quieres realmente que me
vaya a dormir?
—Sí, ya trataré de comer algo y recogeré y fregaré. Luego iré a la cama.
Lo había dicho sin mirarle a los ojos, lo que Moretti solo podía intuir. Se
engañaba a sí misma, y cuando hacía eso solo lograba regresar al punto de
partida de su terquedad, como el ratón del laberinto que no llega al trozo de
queso, solo regresa una y otra vez al punto de entrada, sin llegar a ver el
camino hacia el centro.
Ella creyó que Hugo dormía cuando se tendió a su lado en la cama. Hacía
calor, o eso sentía ella, a pesar de lo que acusaba el frío casi todo el año.
Serían las seis de la mañana y se aferró a su almohada con fuerza y deseando
que todo pasase lo antes posible. Esa madrugada de sábado no sabía que en la
del próximo martes el caso estaría solucionado, aunque la victoria o fracaso
sería una apreciación totalmente subjetiva para todos los participantes.

La reunión en la sala de conferencias se produjo a la hora prevista y ante


todos los operativos de la comisaría. Se grababa en vídeo para ser enviada a
las demás comisarías de la Policía Nacional de la Comunidad de Madrid y a
los responsables de la Guardia Civil, además del director de seguridad del
banco. Aún no había noticias de que el gobernador hubiera movido a sus
contactos para apartarlos del mando del caso.

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—Tenemos a tres colaboradores del robo asesinados, aunque debo matizar
que no tenemos la certeza de que haya ocurrido eso con el segundo, Eduardo
Fonseca. El robo podría ser inminente, hoy mismo. La zona está firmemente
custodiada. Daremos especial atención a las entradas, además de las obras en
la bóveda secundaria y las que se hacen sobre la estatua de Cibeles, son los
puntos débiles por los que podrían entrar o salir los ladrones. Por el momento,
solo podemos seguir investigando a los trabajadores del museo y a los que lo
han sido o están de baja, además de seguir el movimiento de los ladrones
profesionales de bancos que están actualmente en la comunidad. Es un trabajo
de chinos, pero somos muchos al acecho y no se nos pasará nada por alto.
Seguimos con los destacamentos asignados, con las mismas tareas. Estamos
haciendo bien el trabajo, sin importar si hemos obtenido por el momento los
resultados esperados o no. El robo no se ha producido todavía. Nuestra tarea
principal es impedirlo, debemos centrarnos en que los ladrones no se salgan
con la suya, frenarlos y detenerlos cuando estén dentro o tratando de sacar su
botín. No quiero excusas, no quiero peticiones de permisos de vacaciones o
excedencias, solo que os dejéis el alma en cumplir con las directrices.
¿Estamos? ¿Sí? Estoy a vuestra disposición para lo que queráis aportar,
aunque la coordinadora sigue siendo la inspectora jefe Gallardo, es a ella a
quién obedecéis y a quien reportaréis lo que vayáis averiguando. Espero el
máximo de vosotros, sois mis muchachos y respondo por cada uno de
vosotros. No me defraudéis, no defraudéis al cuerpo al que pertenecéis y al
que habéis jurado lealtad. Vamos, cagando leches a vuestras tareas.

—Gracias, comisario, el discurso me ha hecho aprender mucho.


—No seas condescendiente, Gallardo. Quizás en unas horas todos estemos
suspendidos de empleo y sueldo indefinidamente.
—Eso no me importa, solo el aprendizaje.
—Entonces me alegro de oír tus palabras. Mientras tanto, seguimos al
timón y tú tienes mucha tarea por delante.
—Oído cocina.
—¿Qué tienes pensado hacer?
—Pues algo que me va a costar mucho, porque se trata de hablar con el
gobernador del banco y pedirle que cambie todos los protocolos de seguridad
sin previo aviso cada día a primera hora. Posición de los guardias, rutas que
sigan, movimiento de las cámaras, ubicación de los sensores de movimiento,
todo. Y que sea él en persona el que se encargue de hacer esos cambios sin

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que su propio responsable de seguridad los conozca hasta el momento de las
órdenes.
—¿Cada mañana?
—No, mejor cada noche, dudo que vayan a atracar el banco a primera
hora, apuesto por la noche.
—Es lógico.
—Esto es una partida de ajedrez, a mi padre le gustan mucho y solía jugar
con él cuando era pequeña. Puede que hayamos perdido algunas piezas en
estos primeros movimientos contra el asesino y atracador, pero no ha
terminado el juego, no ha derribado aún nuestro rey. Dejemos que se confíe y
tratemos de anticiparnos a sus siguientes movimientos.
—Me gusta. Aunque prefiero ser yo el que trate con ese estirado de
Álvaro del Pino.
—Ya escuché anoche la conversación. Por mucha animadversión que
tenga hacia mí, será mejor evitar otro cruce de palabras contigo que nos lleve
al exilio a todos.
—Tal vez si lo llama Moretti…
—No se fía de que su banco lo proteja una chica joven, ¿crees que se fiará
más de un ciego?
—Tienes razón. Te deseo suerte.

El gobernador del Banco de España tuvo que tragarse la bilis que brotaba en
su interior tras conocer el plan de la inspectora, pues era la mejor vía de
actuación que podría afrontar si quería impedir el robo. Recibió la llamada de
mala gana, intentó exponer su malestar, pero la chica no le dejó hablar y soltó
de golpe toda la propuesta, él fue convenciéndose a medida que pasaban los
segundos. No le dio las gracias por la llamada y por el plan, faltaría más, pero
se despidió de ella con cordialidad «pondremos en marcha esas premisas,
seguimos en contacto».
Esa mañana de sábado era la primera que iba al despacho desde que
ocupaba el cargo. ¿Cómo iba a estar en casa y poder relajarse sabiendo lo que
podría ocurrir en unos días, quizás en horas? A pesar de lo que se podría decir
de él en los mentideros de la ciudad, no estaba allí solo para cobrar un sueldo
desorbitado y ostentar un poder que él no veía tan mayúsculo. Le importaba
aquel edificio que ya consideraba como suyo, más que su propia casa. Así
trataba a los empleados del lugar como a su personal de servicio doméstico;

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así observaba cada estancia y mueble como a los de su hogar; así sentía el oro
que lo rodeaba como su saldo en la cuenta bancaria.
Pedro Zapatero entró en el despacho tras dar tres golpes secos en la
puerta.
—¿Señor?
—Pedro, quiero que informes a los empleados de que se pagará horas
extras para que cada uno haga turnos de doce horas en lugar de ocho.
—¿Desea solapar los turnos?
—Eso es. Quiero el máximo número de vigilantes armados en todo
momento. También te he proporcionado una orden ministerial para que sepas
qué guardia civil y qué policía entra en el edificio, todos sus datos para que no
entre alguien nuevo, aunque llegue con un puto permiso del mismísimo
presidente del Gobierno o del Rey.
—Así haré, no entrará nadie no autorizado. ¿Algo más?
Álvaro fue a observar la calle a través de los ventanales, eso le transmitía
paz y lo ayudaba a calmarse y pensar mejor. Así estuvo unos largos segundos
ante la impaciencia de su empleado.
—¿Crees que deberíamos movilizar al ejército?
—¿Usted cree que podría ayudar? Me refiero a que ya estamos cientos de
vigilantes armados en todo momento en el edificio, además de la Guardia
Civil a las afueras y la Policía investigando en las comisarías.
—El ejército no hace nada, está para misiones de guerra y no estamos en
guerra con nadie. Son recursos que no vendrían mal.
—Si el Ministerio del Interior mete a un general en la operación, ¿no cree
que sería un cruce muy complejo de manejar en cuanto a jurisdicciones? Son
muchos gallos ya en el gallinero.
—Sé que la vida real no es como en las películas o series de televisión,
que no es tan fácil robar el banco como mostraron en aquella serie. Pero
también que ningún robo es imposible y no quiero ver mi cara en los
periódicos e informativos matinales de la televisión si entran aquí a llevarse el
oro.
—Lo comprendo, señor. Yo también estoy preocupado, pero el ejército…
—Toda ayuda es poca.
—Es su decisión, haga lo que considere.
—¿Confías en todos tus hombres?
—Después de lo ocurrido con esos tres…
—Comprendo. Compréndeme a mí también. Haré lo que esté en mi mano
para impedir una tragedia.

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—No se llevarán el oro.
El gobernador parecía sumido en un trance, no apartaba la mirada de la
fuente de Cibeles, cubierta por una valla de obra y con una docena de obreros
afanándose en arreglar los desperfectos de un acto vandálico.
—El oro… No sabes lo que dices, no lo sabes porque no conoces que…
Eso no importa. El futuro del país es lo que está en juego. Vivimos en un
mundo de números, de cifras, de dividendos; la economía lo marca todo,
aunque muchas veces es una imagen irreal la que está en las mentes de las
personas, una creada hace mucho tiempo y asimilada por todos. A la gente no
le gusta que les cambien los esquemas, no sabes lo que detestan eso… Para
eso hay responsables de salvaguardar dichos esquemas, y yo soy uno de ellos,
debo proteger de ataques la economía de un país del primer mundo que
pertenece a la Unión Europea y tengo que dar la cara para garantizar la
seguridad financiera de todos.
—No sé qué decir, señor. ¿Se encuentra bien?
Álvaro se giró y regresó a su sillón.
—Te daré directrices cada noche, justo antes de las doce. Cambios de
todo tipo en la seguridad.
—Bien. Espero sus órdenes esta misma noche.

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Robo

Ni los tres comprimidos de Valium habían servido para que conciliase el


sueño, cosa que ya intuía que sucedería antes de tomarlos.
Había llegado el momento que tanto había planificado.
Se mostraba eufórico, quizás con algo de temor, como si el miedo fuese la
parte indivisible de la euforia que produce el cosquilleo en el estómago.
Siempre hay miedo a que algo pueda salir mal, algo que no controla uno del
todo o que depende de terceras personas. Su equipo estaba bien adiestrado y
dispuesto, pero intervenían muchas más personas en la ecuación.
Desayunó sin muchas ganas, pero lo necesitaría para afrontar el día que
dedicaría a repasar el plan una y otra vez en busca de posibles errores. Quizás
con la mente en el estado en que estaba en esos momentos, haría que viese lo
que las cientos de veces anteriores se le pudo pasar por alto.
Se dedicó a mirar álbumes de fotos familiares a partir de las seis de la
tarde, traer recuerdos de su padre le ayudaría a ser firme en las decisiones
finales que tomaría cuando estuviese dentro del banco y alcanzase la bóveda.

—¿Cómo ha ido el día? —Su padre había entrado en el dormitorio, eran las
ocho menos cuarto de la tarde.
—Nada mal, me han dado la nota de Matemáticas, papá.
—Sobresaliente.
—Como siempre. ¿Y tú?
—Ya sabes, custodiando las riquezas de España.
—Espero poder hacer lo mismo en unos años.
—Nada de eso. Tú serás un economista de primera, trabajarás en un banco
de verdad y harás que nos sintamos todos orgullosos de ti.
—No sé…
—Claro que sí, mi chico será un economista de esos que ganan millones
en la bolsa, tú no guardarás el dinero de otros, sino que crearás más y más.
Cuando salgas de la Universidad, se te rifarán las empresas, a ver si terminas

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en una americana o de Inglaterra y nos vienes a visitar cada Navidad con un
Ferrari.
—Ha salido un modelo nuevo, es una pasada, papá.
—Ese será el tuyo, o uno más nuevo aún, saldrán más modelos, harán uno
solo para ti y lo lucirás cuando vengas al barrio para que todos sepan que eres
un pez gordo. Todos me dirán que han visto a mi chico y yo hincharé de
orgullo el pecho en el barrio y en el trabajo diciendo que eres una eminencia.
Él miraba a su padre con un brillo en los ojos que se reflejaba en los
suyos, solo quería que se sintiera orgulloso de él, su máxima meta.
Diez meses después llegó la noticia de la enfermedad.
La lucha.
El abandono de la empresa y los servicios sociales.
El lento pero firme deterioro físico y anímico.
Comenzó a sacar malas notas, no porque no pudiera mejorarlas, sino
porque no le apetecía ya, había perdido la ilusión que lo motivaba. Su padre
no vería a su hijo triunfar.
Y antes de morir llegaron las conversaciones sobre el banco, sobre el oro
que custodiaban, y sobre su valor y lo poco que estimaban a sus empleados.
Hijos de puta.

Las ocho de la tarde, tenía que partir ya hacia el local y comenzar con la
operación. Atrás dejó los recuerdos de su padre tras jurarle a su memoria que
todo saldría bien, que su venganza sería recordada por siempre.
Repasaron el plan de nuevo al detalle, revisaron las armas y el equipo
antes de subirlo todo a los tres camiones, luego, ya vestidos como agentes y
oficiales de la Guardia Civil, montaron y partieron en silencio hacia el centro
de Madrid.
Los dos informáticos tenían preparados los permisos sellados por el
ministerio, los entregarían a los guardias civiles y al responsable de seguridad
en la entrada de cocheras del edificio, también habían enviado una misiva por
correo electrónico a dicho responsable de seguridad para informarle de la
orden ministerial.
Las carreteras estaban abarrotadas de coches, pero solo en sentido salida
de la capital, los carriles del sentido contrario iban casi desiertos.
Durante el trayecto pensaban únicamente en las tareas de cada uno y en
cumplir con el horario previsto.

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Dos controles policiales, ninguno les dio el alto, se limitaron a saludar y
ellos respondieron a cada saludo de igual modo. Ni un atisbo de nerviosismo,
todo iba como lo previsto.
La velocidad era de ochenta por hora en la arteria de entrada a la ciudad y
luego de cincuenta, sin prisas, llegarían con tiempo de sobra a su destino. Tal
vez demasiado. Tendrían que dar unas vueltas por el centro para llegar
puntuales y eso incomodaba a Juan.
Él iba en el tercer camión, observando a sus colaboradores con el temor
de que se decidieran a abandonar en el último momento, cosa que antes no
había contemplado. Las dudas siempre llegan en el instante en el que son peor
recibidas. A su espalda había mucho equipo, también una caja de cuyo
contenido no había informado al equipo.
Llegaron a la plaza de Cibeles a las once y cinco minutos, casi una hora
antes de lo previsto. Esos errores nunca se mostraban en las películas. Se
había precipitado y ahora tocaba avisar a los otros dos conductores del
convoy de que tenían que hacer tiempo como pudieran.
¡Joder!
El reloj parecía burlarse de él, pues marcaba cada segundo como si la
manecilla estuviera pegada con resina. Y así estuvieron circulando los tres
camiones por los paseos de Recoletos y Castellana, arriba y abajo una y otra
vez, hasta que dieron las doce en punto.
Llegaron hasta la entrada de cocheras y allí les recibió la Guardia Civil,
revisaron el permiso y les permitieron la entrada al interior. Eran los refuerzos
enviados por los superiores, todo cuadraba.
Y a repetirlo todo de nuevo.
En el interior había dos guardias civiles más y cuatro agentes de seguridad
del banco, uno de ellos tomó el documento que le tendió Juan y, tras leerlo,
les dio la autorización para pasar y meter el equipo.
Todo correcto.
O no todo.
El vigilante de seguridad se mostraba muy nervioso, más de lo que
esperaba Juan. Esas señales que le hacía con la mirada parecían pasar
desapercibidas para el cerebro de la operación, pero no era así, en absoluto.
Lo que no sabía nadie, ni el equipo del robo ni los extras que ayudaban
desde el interior, es que la operación no podría fracasar porque una vez dentro
del edificio todo habría sido un logro.
Y ya estaban dentro.
Todo estaba hecho.

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Pasaron al interior del banco acarreando las enormes cajas y se dirigieron
hacia las escaleras que daban a la planta sótano. Nadie les impidió su tarea,
pues esperaban esos refuerzos de personas y armas para la defensa ante el
posible robo.
Fueron organizándose ante la puerta que daba acceso al túnel mientras los
exmercenarios, armados y sabiendo lo que hacer, se dirigían hacia donde se
encontraban los agentes de seguridad para neutralizarlos y encerrarlos en las
estancias que servían como almacenes o cuartos de basuras, maniatados y
desarmados. Comenzaron desde el mismísimo cuarto de control de cámaras
de vigilancia, cambiaron la señal en directo por una grabación del día anterior
y luego se extendieron para cubrir todo el interior del edificio; los guardias de
fuera y los del muelle de carga no sabrían nada. La diferencia en número no
supuso el más mínimo problema, ya que los vigilantes y guardias civiles
estaban repartidos por el enorme edificio entre sus plantas y numerosos
despachos y salas por parejas, casi fue ridículamente sencillo ir avanzando y
sorprendiéndolos.
Con el banco asegurado y los emisores de radio en su poder, ahora cada
uno con una pegatina informando del mensaje a dar o responder en caso de
comunicación y la cadencia entre aviso y aviso, solo había que empezar a
avanzar por el túnel.
Juan recibió por radio la información de que el equipo de seguridad
interno estaba bajo control. También de que la electricidad estaba cortada en
el banco. Quedaba empezar a perforar puertas blindadas y cancelas de acero
para abrirse paso hacia la bóveda principal. Cuanto más cerca estuviera de
ella, más efectivo sería su plan.
Los butroneros, con ayuda de cuatro operarios que llegaron tras maniatar
a los vigilantes, comenzaron a avanzar por el túnel.
Juan dio una serie de indicaciones antes de marcharse a supervisar otras
tareas.
—Cada vez que esté una cancela o puerta a punto de ceder, tened ya
preparado el equipo para llevarlo a toda prisa al otro lado y repetir el proceso.
Y cuando se esté trabajando con las lanzas, que haya recambios a mano por si
se avería alguna. Recordad también el control de seguridad, tenéis que
aseguraos de llamar cada quince minutos por los walkies para dar la clave.
—Sí, jefe, está cien veces ensayado.
Mientras todos iban cumpliendo con sus funciones de forma diligente,
Juan recorrió el camino de vuelta a las cocheras y dijo a los presentes que
salía durante unos minutos para comprar insulina para su diabetes; los

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vigilantes y guardias civiles se miraron entre ellos durante unos segundos,
parecían no comprender o no saber qué hacer, si impedirle la salida, retenerlo
o dejarlo pasar, hicieron finalmente esto último.
Caminó por el paseo del Prado hacia la estación de Atocha, sin prisas,
como uno más de los pocos viandantes con los que se cruzaba a esa hora; y al
llegar al enorme edificio se sentó en una cafetería del vestíbulo, llevaba una
mochila a la espalda y la radio para seguir comunicándose con el operativo y
conocer los avances.
—¿Cómo vais?
—Hemos atravesado la primera puerta y estamos con la primera cancela,
caerá en dos minutos.
—Bien.
—¿Dónde estás?
—En el vestíbulo del banco —mintió—, voy a asegurarme de que la
cabina de control de vídeo está emitiendo las imágenes grabadas del día
anterior y no las actuales, además de responder en caso de que llamen desde
el exterior.
—Bien, ¿regresarás pronto?
—No lo creo, el túnel es cosa vuestra, avisadme cuando lleguéis a la
bóveda o si surge un inconveniente con los recambios de las lanzas.
Cortó la comunicación para dar las gracias a la camarera que le acababa
de poner una taza de café sobre la mesa; olía a canela en el lugar, así que
pidió un bollo a la chica antes de que se marchase. La mochila que había
portado a la espalda desde que salió de la nave industrial estaba ahora sobre
una silla a su derecha, de ella extrajo un ordenador portátil que puso sobre la
mesa tras dar un sorbo al café, abrió la tapa y entró en la aplicación que le
mostraba las noticias en directo. A su alrededor no había mucha gente a esa
hora, pero suficientes como para haberse fijado en su uniforme de la Guardia
Civil; como si nunca hubieran visto a un policía u otro agente de Seguridad
del Estado descansando unos minutos.
El bollo estaba algo seco, pero bajaba bien acompañado del café. Aún no
había noticias en la televisión, aunque pronto cambiaría el asunto.
Sentía haber metido en esa ratonera al equipo del robo, pero menos que
haber tenido que matar a tres vigilantes que no tenían delitos a sus espaldas,
además del viejo ladrón que estaba husmeando donde no debía. Para hacer
una tortilla hay que romper huevos, se dijo. Cuatro inocentes habían perdido
la vida, mientras que los quince colaboradores en el robo solo arriesgaban su
paso por prisión, eso en el caso de que no fuesen tan estúpidos como para

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liarse a tiros con los que entrasen en el banco a impedirles el robo, llegado el
caso.
Los minutos pasaban muy lentamente, decidió pedir otro café. Era pronto
para ver noticias, quizás en unas horas.

Esther Gallardo había solicitado un equipo de vigilancia camuflado para la


fuente de Cibeles, otro para la entrada de cocheras del banco y había enviado
a Fernando y África a buscar al gobernador Álvaro del Pino. Tenían acceso al
sistema de vigilancia del banco para controlar el perímetro y las salas
interiores, todo gracias al director de seguridad que trabajaba al lado de los
nacionales y también junto al teniente de la UCO.
En un enorme camión lleno de equipos técnicos, la inspectora jefe
observaba las grabaciones de las cámaras de vigilancia, a las doce en punto
aparecieron los tres camiones de la Guardia Civil.
—¿Heredia?
—Son ellos —respondió el teniente.
—Lo sé, han llegado pronto, los he visto dar vueltas por la zona.
—¿Los vamos a dejar entrar?
—Si los detenemos ahora, que no han robado ni atacado a ningún
vigilante o guardia civil, solo tendremos cargos por intento de entrar en una
propiedad privada.
—Ocasionarán destrozos en el banco.
—Eso es asumible.
Pedro Zapatero gruñó, pero no dijo una sola palabra porque recordaba la
comunicación telefónica que había mantenido con su jefe a las diez de la
noche ese mismo día, en la que le había pedido a él, también lo hizo con
Gallardo y el teniente de la UCO en dos llamadas posteriores, que dejaran
entrar a los asaltantes porque quería que fuesen atrapados una vez empezasen
a perforar en el túnel, para así tener una mejor publicidad de cara al exterior
cuando se filtrase que el servicio de seguridad del banco había impedido el
robo del siglo y detenido a los atracadores con las manos en la masa. Una
decisión extraña, pero Zapatero estaba ya acostumbrado a los cambios de
pareceres y las excentricidades del máximo responsable de la entidad. De
todas formas, lo que más preocupaba a Zapatero era la integridad de sus
muchachos, dos centenares de guardias que cubrían el turno de noche y que
podrían acabar heridos o muertos si se enfrentaban armados con los ladrones.
—¿Qué hacemos entonces?

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—Esperar.
—¿A qué?
—Lo verás en unos minutos.
Esther dejó fija en el monitor más grande la imagen de la cámara de
seguridad que mostraba el acceso al túnel que daba a la bóveda principal. Dos
minutos después:
—¿Lo habéis visto?
—Perfectamente, han empezado a emitir una grabación de un día anterior,
se ha notado el corte.
—Bien, es el momento de entrar.
Y salieron del camión, todos llevaban chalecos antibalas, fusiles de asalto
y cascos de protección de Kevlar. Fueron junto a un equipo de guardias
civiles hacia la puerta de cocheras y, cuando estaban a solo unos cincuenta
metros de llegar a la entrada, vieron que se estaba produciendo una
conversación donde debería haber solo silencio y calma. Al sistema de
escucha interno les llegó una consulta, un susurro, un vigilante preguntaba si
dejaban salir a uno de los supuestos atracadores para ir a una farmacia. Esther
miró a Zapatero y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Entrad, yo le seguiré —dijo la inspectora a la vez que se quitaba todo el
equipo de protección para quedarse con simple ropa civil. También dejó el
fusil de asalto en el suelo, solo se llevó el walkie y su pistola reglamentaria.
Amparada en la oscuridad de la noche gracias a los frondosos árboles del
paseo del Prado, la chica se mantuvo a más de cincuenta metros de distancia
hasta que vio al supuesto guardia civil entrar en la estación de trenes de
Atocha. Luego apretó el paso para no perderlo en esos segundos que tardase
en llegar ella.
«Con que una farmacia… ¿quién eres y a dónde vas?».
Por el auricular oía los avances del equipo dentro del banco, habían
llegado al vestíbulo y se dirigían a la sala de control de seguridad. Despacio,
como un comando del ejército capitaneado por el director de seguridad, que
era el que mejor conocía el lugar, fueron liberando a los guardias, todos
amordazados y maniatados con bridas, encerrados en cuartos de limpieza y
despachos. No había que lamentar pérdidas ni heridos, y esos vigilantes se
dirigieron a la entrada de cocheras para su evacuación.
Esther vio cómo el atracador se sentaba tranquilamente en una cafetería
del interior de la estación y pedía un café, luego un bollo. Se tomaba la
comanda sin prisa alguna mientras revisaba datos en su ordenador. Esther lo
observaba en el reflejo de un escaparate cercano, comportándose como una

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viajera más que espera su tren para regresar a casa y que se distrae con los
escaparates de las tiendas, cerradas a esa hora.
«Eres el cerebro, ahora está claro. Pero, ¿qué haces aquí? ¿Para qué has
entrado y luego abandonado el lugar al cabo de dos minutos? ¿Cómo has
pensado que vas a sacar el oro? Aún no conozco las respuestas de esas
incógnitas, pero igualmente no voy a dejar que te salgas con la tuya, ni vas a
robar el banco ni te vas a escapar de aquí».
Se pidió otro café y ella avisó al equipo.
—Creo que tengo al cerebro.
—Te mandaré varias patrullas de apoyo. ¿Dónde estás?
—En la estación de Atocha.
—Bloquearé todas las salidas y haré que cancelen los trenes cuando me
des la orden.
—Bien, ¿cómo vais dentro del banco?
—Los atracadores habían maniatado a los vigilantes, pero se han ido
luego para ayudar en el avance del túnel. Vamos a por ellos, aunque Zapatero
quiere consultarlo con el gobernador.
—Me parece bien.
—El problema es que no responde al teléfono.
—Voy a llamar a mis agentes, deberían estar con él.
Tomó el teléfono móvil y llamó a África. No hubo saludo desde el otro
lado al descolgar, solo la voz alarmada de la suboficial.
—Esther, no encontramos al gobernador.
—¿De qué coño me hablas?
—No está en su casa, su mujer no sabe nada, tampoco el personal del
servicio.
—¿Tiene alguna residencia más?
—Una en la sierra, estamos yendo hacia allí.
—Dad la vuelta y venid al banco por si os necesito. Y debisteis informar
antes, joder.
Y colgó para usar el intercomunicador.
—Zapatero, Heredia, Fernández, tengo malas noticias, el gobernador está
desaparecido.
—¡¿Cómo?! —gritó el responsable de seguridad.
—Podría haber sido secuestrado —asumió el teniente de la UCO.
—Sería una baza mucho mayor como rehén en caso de que los
atracadores se sientan acorralados, los vigilantes serían daños colaterales,
pero el gobernador es influyente —dijo el inspector jefe de Robos.

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—Chicos, no sabemos si lo tienen ellos, pero es lo más probable, porque
no creo que se haya ido de escapada romántica extramatrimonial cuando
estaba tan preocupado por el posible robo, ni que sea un colaborador de los
atracadores. Así que ahora tenemos la premisa añadida de descubrir dónde
está. Obrad con prudencia máxima, no sabemos si han metido al gobernador
en el banco en uno de esos camiones. No le quitaré ojo al que considero el
cerebro, vosotros tenéis la labor de ir con pies de plomo y tratar de impedir
que el robo avance. Recordad que van fuertemente armados y que ya han
matado a varias personas.
—No hace falta que lo recuerdes. ¿Sigues teniendo a tiro al cerebro?
—No le quito ojo de encima. El tipo está tan tranquilo mirando el
ordenador portátil. Me gustaría apuntarlo con mi arma y reducirlo para ver
qué coño está mirando, pero no tengo nada de qué acusarlo porque es un
desconocido sin sospechas certeras de que sea el atracador ni el asesino de los
vigilantes. Lo apresaré en cuanto tengáis reducido al grupo y vea que intenta
escapar. Creo que está usando ese ordenador para controlar a distancia la
operación.
—En ese caso, el ordenador es una prueba que no puedes dejar que él
destruya.
—Lo sé.
—¿Alguna orden más?
—Sí, la más importante. Vamos a activar los inhibidores de frecuencias
ahora mismo. Sé que es algo que suelen hacer los malos en los atracos para
dejarnos ciegos y sordos, pero esta vez lo haremos nosotros para impedirles la
comunicación.
—Pero eso nos dejará a nosotros incomunicados también.
—Pero somos más, sabemos lo que están haciendo, les tenemos
controlados, no necesitamos la coordinación por radio para neutralizarlos.
—Está bien, te obedecemos, tú estás al mando.
Tras cortarse la conversación, Esther se preguntó una vez más si estaba
realmente capacitada para tener el mando en un asunto de tanta relevancia.
Llamó por teléfono a Moretti, que permanecía en el camión a las afueras del
banco, antes de que los inhibidores hicieran su trabajo.
—¿Esther?
—Hugo, necesito consejo.
—Te he estado escuchando, considero que estás haciendo lo correcto.
—¿Tú crees?

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—No es momento de dudar, no ahora. Ten más confianza en ti misma.
Todos en el operativo estamos seguros bajo tus órdenes, creo que ha quedado
claro tras estas conversaciones internas que he oído en los últimos minutos.
No te conviertas en el eslabón más débil por decisión propia.
—Intento no hacerlo, pero me cuesta tras los fiascos anteriores en este
caso.
—Impediremos el robo y no se te escapará el cerebro. Es algo de lo que
estoy completamente seguro. Respira hondo y permanece firme en tus
palabras. Solo puedo decirte eso.
Y fue lo último que pudo decirle tras el corte de las conexiones que
dejaron el teléfono de Moretti inservible.
«¿De qué me sirve ahora el terminal o la radio si estoy incomunicada con
el operativo del banco y también con los agentes de la guardia civil que
vienen a bloquear las salidas de la estación de trenes? Estoy sola, aunque este
tipo también está solo. Al final será un duelo, como en el caso en que aquel
demente me puso a prueba como policía hace un año. ¿Saldré con vida de
esto? ¿Victoriosa? Me gustaría llamar a Cristina Collado para pedirle consejo,
también a mi hermana, pero tengo que ser fuerte, confiar en mí misma y ganar
la seguridad que necesito para no estropearlo todo».

Mihail había pasado una infancia terrible en su Ucrania natal, aunque había
decidido no pensar en eso, como si los recuerdos fueran a desaparecer solo
por desearlo, y centrarse en su día a día, pensando exclusivamente en el
presente y futuro cercano. No hay muchas oportunidades para alguien salido
de su entorno, así que se sentía un privilegiado por haber elegido un trabajo
medianamente fácil y que le reportaba beneficios para vivir como en su niñez
nunca había soñado. Había tenido la «suerte» de salir como militar del país
años antes de que la cosa se pusiera más difícil aún con Rusia, pasando a ser
mercenario y terminado en atracos de gran envergadura donde hiciese falta
mano dura o imponer respeto. Contaba con sus soldados más fieles, llevaban
con él varios años, y se vendía al mejor postor.
El atraco tenía flecos por cubrir, pero también garantías de éxito con lo
que llevaban en uno de los cajones, nada menos que al gobernador del banco
para usar como rehén y poder salir con vida y en libertad en caso de que se
pusieran feas las cosas.
Los vigilantes, según el plan previsto, habían sido atados, amordazados y
encerrados, ni siquiera opusieron resistencia a pesar de su mayor número. Una

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falta de coordinación como esa no sería aceptable en su país, ni en cualquier
ejército del mundo; no eran más que ciudadanos sin formación militar a los
que habían dado una pistola y un sueldo miserable; sentía lástima por ellos.
Tras esa tarea, pudieron dedicarse a ayudar en el avance por el túnel de acceso
a la bóveda. Eran soldados y cumplían órdenes, así lo harían siempre.
Avanzaban a la velocidad prevista y eso era lo único que importaba.
Mihail vio cómo se atravesaba la tercera y última puerta de acero antes de
llegar a la principal, la de la bóveda del oro, sonrió para sí y volvió a acarrear
el equipo técnico, junto a sus soldados, hacia la última parte de su cometido
en esa fase del robo. Las cajas pesaban como si estuvieran ya llenas del oro
que iban a sacar de allí, pero solo contenían armas, repuestos de la
maquinaria, hornos fundidores, sacos, poleas y un gobernador que seguro
estaría gimoteando como cuando lo sacaron de su edificio por la planta del
garaje unas horas antes.
Las grandes cajas negras tenían ruedas, pero había que hacer un esfuerzo
considerable para moverlas. Sus muchachos terminaron la labor, junto a él,
para ponerse con la compuerta principal de acero. Las lanzas térmicas estaban
a punto, incandescentes iluminaban el pequeño espacio en el que se
encontraban como si se tratase de focos.
Y llegaron los gritos desde el fondo del túnel.
—¡Alto! ¡Estáis detenidos! ¡Arrojad las armas y no opongáis resistencia!
Mihail sabía lo que tenía que hacer, igual que su equipo, y respondieron
como activados por un resorte.
Una infinita ráfaga de metralla hacia el sonido de los que se habían
entrometido, luego parapetarse tras las cajas, que eran blindadas. El agujero
por el que habían pasado por la puerta anterior no tenía mucho más de un
metro de diámetro, el grosor del acero les serviría también de escudo. No
suponía un problema, estaba todo estudiado en el plan. Ellos saldrían con el
oro por los conductos verticales de la bóveda y solo tenían que contener a los
intrusos el tiempo suficiente para fundir el oro y sacarlo en sacos. El
gobernador como rehén serviría para dar tregua y así terminar la operación.
Los disparos de respuesta aparecieron en el acto, aunque se apreciaba que
no querían dar en el blanco, solo persuadir. Mihail ya había vivido eso en las
incursiones con el ejército, se trataba de una muestra de poder, de demostrar
que tenían potencial para acabar con ellos. Pero eran precisamente ellos los
que estaban a buen recaudo, los que estaban donde querían estar.
—Llama a Juan —dijo con un acento ruso terrible al responsable del
butrón.

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—Eso estoy haciendo, pero el walkie no funciona. Nos han inhibido,
estamos a ciegas y sordos.
—El plan sigue como se ha establecido.
—Esa es la orden. Seguimos con el siguiente movimiento.
Abrieron la caja en la que estaba el gobernador y lo sacaron como si se
tratase de un saco de patatas. Le quitaron la mordaza y le susurraron al oído:
—Ahora dirás lo que te ordenemos o eres hombre muerto.
Él asintió entre balbuceos y lloros.
Llevaron al gobernador ante la puerta de acero que les separaba de los
guardias tras gritar que querían parlamentar e informar de que tenían a un
rehén importante, esperaron unos segundos y dejaron al gobernador hablar.
—Soy Álvaro del Pino, gobernador del banco, por favor, no disparen. Me
encuentro bien, pero ellos me matarán si intentáis entrar aquí. Dejad de
disparar y haced lo que ellos digan.
—Buen chico —susurró Mihail.
Devolvió al gobernador a salvo tras el parapeto y le dijo que siguiera
colaborando si quería conservar la vida. Él no deseaba otra cosa; metido en
esa situación, salir ileso era todo a lo que podía aspirar.
—¡No tenéis por donde salir! ¡Entregaos! —Se oyó desde el otro lado.
—Por ahora mandamos nosotros, mucho ojo con disparar, tendremos al
gobernador en primera línea de fuego —respondió Mihail.
Ya tenían el tiempo que necesitaban para terminar la misión.
Los butroneros llevaban minutos horadando un agujero en la última puerta
de acero, la que daba con el botín. Sería la más difícil de perforar, por no
hablar de la incertidumbre de que el agua entrase en la bóveda y les
dificultase la tarea de sacar el oro para fundirlo y llevarlo a los camiones que
esperarían fuera, al lado de la fuente.
El calor se intensificaba por segundos desde que habían entrado, sudaban
todos bajo los trajes y el hedor hacía se preguntasen si podrían aguantar sin
desmayarse, pues los vapores que provocaban las lanzas térmicas al derretir el
metal inundaban el espacio tan reducido del túnel. Se sentía como una medida
más de seguridad contra robos, una atmósfera que asfixiaría a quienes se
atreviesen a cruzar aquel pasillo que ocultaba algo más que riquezas.
Algo más.
—No sabéis lo que estáis haciendo —dijo el gobernador.
—Cállate.
—Yo solo os lo advierto. Estáis cometiendo un grave error.
—No nos van a atrapar.

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—No estéis tan seguros, pero lo peor es que no podréis sacar nada de
aquí, no habrá botín para vosotros.
—Cállate o te golpearé, no te dejaré inconsciente porque te necesitamos,
pero te dolerá, te lo garantizo.
—Dile a tus socios que esto es una locura, que no sacaréis nada. Es mejor
que os entreguéis ahora.
—No te lo voy a repetir.
—Hazme caso, díselo a tus socios.
—Cállate, joder. —Y le dio un golpe con la culata del rifle en la cabeza,
no tan fuerte como para derribarlo, pero sí para mandarle el mensaje
adecuado. El gobernador empezó a sangrar por la sien, pero permanecía
despierto, luego se agachó en un rincón temblando de miedo.
Mihail se giró para ver a sus compañeros terminar con la tarea, luego se
asomó con cuidado al agujero de la puerta para comprobar que los guardianes
permanecían sin disparar ni intentar asaltar el lugar.
¿Dónde estaba el cerebro? ¿Qué estaba haciendo Juan? ¿Lo habían
capturado?

Juan permanecía en la cafetería de la estación de Atocha. No había recibido


comunicación con su equipo en los últimos minutos, cosa que le extrañó.
Cuando fue a conectar con ellos, comprobó que la línea no emitía tono.
¿Estaba usando inhibidores la policía? Eso era extraño, ¿por qué motivo
hacerlo? Aunque a estas alturas ya no era algo importante o preocupante, su
equipo estaría a punto de llegar a la puerta de la bóveda, el momento perfecto
tanto si lograban perforarla como si no.
Llevaba un rato fijándose en la camarera que atendía las mesas y que ya le
había llevado varias comandas, era joven, rubia, delgada, bonita y de caminar
elegante, seguro que quería ser modelo en la capital y había venido desde
alguna remota ciudad, quizás un pueblo que se le había quedado pequeño para
sus aspiraciones de triunfo. La chica sonreía con forzado interés a los pocos
clientes del lugar, incluido él mismo, para ofrecer otro café o una de las
deliciosas porciones de tarta que estaban resecas tras más de diez horas en el
mostrador de la barra.
Ya llevaba tres cafés y sentía las rodillas temblar bajo la pequeña mesa.
En el ordenador no había noticias del robo al banco, los noticiarios no habían
sabido untar a los responsables del caso para avisarles de los movimientos en
el acto. Atajo de inútiles… ahora tendría que intervenir él mismo.

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Llamó desde su teléfono a la redacción de un canal de televisión de forma
anónima y luego a cuatro más. Necesitaba audiencia, sin ella el truco final no
sería igual.
—Ahora mismo se está produciendo el mayor robo de la historia en el
mismísimo Banco de España. Vayan y comprueben que hay un operativo sin
precedentes en los alrededores —dijo a todos los redactores con los que pudo
hablar.
Sonrió tras terminar la labor. Luego llamó a la guapa chica.
—Tráeme otro café, pero no olvides la sonrisa.
Ella lo obsequió con una de propina antes de ir a cumplir su labor.
Quizás fuese el uniforme, pues nunca había obtenido un obsequio de ese
valor en su vida por parte de una desconocida, y menos de una tan hermosa.
Sentía que todo iba sobre ruedas, que todo se estaba ejecutando bajo su
mando como si de un dios se tratase. Poderoso, así se veía en esos momentos.
A salvo de represalias en el banco, lejos de ser arrestado y con las manos
libres para terminar con el plan en el acto cuando a él le diese la gana. Solo
faltaba apretar un botón.
La chica le dejó el café, que ya no necesitaba, pero con una sonrisa extra
que lo llenó de vida como si eso fuese lo que más necesitaba en esos
momentos, un gesto de cordialidad, simpatía, compañerismo, flirteo incluso…
algo positivo para saber que todo iba según había planificado.
«Yo decido el destino del mundo, de las personas. ¿Lo has visto, papá?
Yo mando. Voy a hacer que este país se revuelva por sus errores, voy a hacer
que se replanteen sus acciones; los políticos, los que creen que mandan, serán
ahora títeres en mis manos y gracias a esta acción sabrán que no pueden hacer
lo que deseen sin que haya consecuencias. Voy a terminar con lo que te
prometí tras tu muerte, voy a hacerlo y a disfrutar de las consecuencias».
El sorbo del café lo dio por compromiso mientras observaba el trasero
marcado en la falda de la camarera caminando de nuevo hacia la barra.
Aquella chica le gustaba, sabía que estaba fuera de sus posibilidades, pero eso
no impedía que se sintiese un seductor durante unos minutos, suficiente para
que su autoestima subiese unos peldaños.
No solo tenía el ordenador portátil para saber lo que hablaban los
noticiarios en tiempo real, también contaba con el control remoto en el
bolsillo, su arma más valiosa. La que no conocía nadie más que él.
La chica se sentó en una mesa vacía al fondo de la cafetería, él se percató
de ello y la observó, descansaría antes de que llegasen más clientes de los
trenes que salían o llegaban en los últimos turnos de la madrugada en el

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cercanías y en los de larga distancia que circulaban toda la noche conectando
el país a toda velocidad.
No supo de dónde había sacado las agallas para llamarla, pero se vio
haciéndolo con un ademán. La chica se acercó despacio.
—¿Desea algo más?
—¿Llevas mucho trabajando aquí?
—¿Cómo?
—Disculpa, no quisiera ser indiscreto, no quiero meterme en tu vida. Solo
te he visto allí aburrida o esperando clientes de la cafetería y… bueno, yo
también estoy a la espera de órdenes de arriba. —Se señaló el uniforme de
guardia civil—. Solo quería algo de conversación, pero no quiero molestarte.
—No, no pasa nada. ¿Estás de vigilancia?
—¿Eh? Sí, hay jaleo en el Banco de España.
—¿Eres capitán?
—¿Cómo?
—El uniforme. Mi padre es guardia civil, tú eres capitán.
—Sí. ¿Está tu padre hoy de servicio?
—No, está de guardia en casa.
—Un tipo con suerte, estará durmiendo con el teléfono cerca por si lo
llaman. A mí me ha tocado pringar. Igual que a ti.
—¡Ja, ja, ja! Sí, a mí me toca pringar todos los días.
La chica se había sentado al otro lado de la mesa y se acariciaba el cabello
al hablar.
—Eres muy joven.
—Tú también para ser capitán, mi padre es cabo y es mucho mayor que
tú.
—Bueno, oficial de carrera, ya sabes.
—Ya sé.
—¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar estudiando una carrera? ¿Quizás el
instituto?
—Ya tengo veinte años, no soy tan niña, y no pienso estudiar para ir al
paro y eso… —dijo con malestar.
—Claro, perdona, no quería… ya sabes. Haces bien en ganarte la vida
como puedes.
—Esto es una mierda, pero espero encontrar algo mejor pronto.
—Claro. Discúlpame, tengo que ver algo en el ordenador.
Juan observó que los noticiarios ya estaban en los alrededores del banco y
daban un avance de lo que podría ser un robo. Perfecto.

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La chica se había levantado en silencio y marchado. Eso le hizo pensar
que para ligar estaba bien ir vestido de guardia civil o policía, se lo apuntó
para el futuro.
Disfrutó de lo que veía en la pantalla, la repercusión mediática había
comenzado, era el antepenúltimo paso en su plan.

Esther no dejaba de observar al que consideraba el cerebro de la operación,


otro café y un intento patético de ligar con la guapa camarera. Seguro que no
podría fijarse en que ella lo observaba a pesar del tiempo que llevaba en su
campo de visión; de lo contrario habría cambiado su posición, habría tratado
de huir o de buscar una distracción.
No podía llamar a Moretti ni a África o Fernando por los inhibidores de
frecuencia, pero sí llamó al comisario.
—¿Gallardo?
—Simón, ¿qué sabes?
—No tengo comunicación.
—Lo sé, los inhibidores están activados. ¿Estás atento a la televisión?
—¿La televisión?
—Sí, lo que muestren los informativos, ellos no emiten en señales como
las de los móviles. Quizás algún reportero haya pasado por el lugar y se haya
extrañado del tremendo operativo.
—Espera…
Pasaron unos eternos segundos.
—¡Joder! Todo el mundo parece saber lo que pasa menos yo.
—Estoy igual que tú. Lo que pasa dentro del banco ahora mismo es como
un pozo oscuro. Confío en que los compañeros estén haciendo lo que les
ordené, pero estoy en ascuas.
—¿Qué haces? ¿No estás dentro?
—No, salí para perseguir a uno de los atracadores, creo que es el cerebro,
estoy en la estación de Atocha, cobijada por guardias civiles, pero me siento
huérfana en estos momentos.
—Huérfana, eso me gusta. Yo también. Tendremos que llevar el operativo
a ciegas.
—Lo sé.
—Seguro que Moretti sonreiría al escuchar esta conversación.
—No lo dudo, pero eso no me consuela. Pedí expresamente que se
activara el dispositivo ciego, ahora no estoy segura del todo.

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—No podemos depender solo de las imágenes de los noticiarios en los
alrededores.
—Lo sé.
—Sé que lo sabes. Has capado las comunicaciones, ahora te toca hacer tu
tarea de no perder a quien consideras el cerebro y dejar el resto de la
operación al resto de efectivos.
—Me gustaría estar ahí con ellos.
—Cuando era inspector de Homicidios estuve en un caso complicado, un
asesino que perseguía se metió en un edificio y lo seguí junto a mis agentes de
apoyo. Se parapetó en una vivienda con una familia como rehenes. Estuvimos
dos días de negociaciones para tratar de convencer al tipo.
—Lo atrapaste.
—Claro, pero mató a la familia.
—¡Joder!
—Te he contado esto para que comprendas que no todo sale del todo
como uno espera, que hay daños que uno no ha contemplado. Esperemos que
todo salga bien, pero preparándonos para lo peor. Es un caso de la máxima
dificultad, doy gracias por no haber tenido uno así en mi carrera como
inspector y soy consciente de que esto es algo demasiado gordo para una
policía con tu experiencia, pero también agradezco tenerte al mando porque
sé que tus capacidades mentales lo harán todo más fácil que con un inspector
convencional.
—¿Soy alguien no convencional?
—Eres alguien excepcional. Sigue como lo tienes programado. No me
defraudarás termine como termine esto.
—¿En serio? Podrían morir el responsable de seguridad del banco, el
teniente de la UCO y docenas de vigilantes y agentes de la guardia civil.
—No pienses en lo que podría salir mal, céntrate en lo que debes hacer
para que salga bien, confío en ti. Lo hace Moretti, eso es suficiente para mí.
Recuerda de lo que has sido capaz en los casos anteriores.
«Como si eso fuera tan fácil. Recuerdo cada caso como si lo estuviera
viviendo en este momento, incluso los más duros, muy a mi pesar, maldita
memoria mía… Pero ninguno de ellos se parece, no he llevado un robo y no
sé cómo seguir en esta senda, menos aún estando incomunicada con los
compañeros que están en el banco. ¿Seguirán vivos tras enfrentarse a los
asaltantes? ¿Llamo a Cristina Collado? ¿De qué me serviría? Ella no conoce
los pormenores del caso, de la operación ni está aquí, tampoco podría llegar

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en unos minutos para ayudarme. No, tengo que hacer esto sola. ¿Le pido a
Simón que vaya a la zona y ordene que desactiven el inhibidor?».
Esther suspiró hondo varias veces para centrarse en lo único que podría
hacer según su propio criterio en la cadena de mando: vigilar al tipo de la
cafetería, que seguía ante el ordenador sin inmutarse.

Mihail oyó el grito del brutonero que comandaba la operación, Herbert, ya


habían perforado un agujero de más de metro de diámetro en la puerta, no
salía agua.
No había agua, el sistema de seguridad principal no estaba operativo.
Podrían entrar a por el oro para fundirlo.
El gobernador gritaba desesperado.
—¡Cállate, joder!
—No hay nada, no sacaréis nada.
—Te golpearé de nuevo. Permanece callado y saldrás con vida de esta.
—No lo comprendéis, vosotros no saldréis con vida, no hay oro. No
sacaréis nada.
Mihail miró a sus compañeros butroneros y comprendió lo que decía el
gobernador.
Mierda.

Moretti no sabía qué hacer en el interior del camión, no podía saber lo que
ocurría dentro del banco, tampoco en los alrededores, estaba incomunicado de
Esther y del resto. Si siempre se sentía en los casos como si estuviese
maniatado, ahora era mucho peor al estar sordo además de ciego. ¿Qué hacer?
¿Permanecer allí? ¿Salir al exterior? Su ceguera le impedía participar. Nunca
se había sentido tan impotente.
Salió del camión y comenzó a caminar hacia donde su instinto le decía
que se alejaba del banco, cruzó varias calles y por fin encontró cobertura en
su teléfono móvil, llamó a Esther.
—¿Hugo?
—Esther, ¿dónde estás?
—En la estación, vigilando al cerebro. ¿Cómo es que tienes cobertura?
—Me he alejado de la zona. ¿Qué piensas hacer?
—¿Qué sabes del interior del banco?

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—Supongo que han acorralado a los atracadores, o quizás no, porque no
podemos comunicarnos.
—Creo que tienen al gobernador, debimos ir a por él antes para ponerlo a
buen recaudo.
—No te mortifiques por eso, actúa en consecuencia.
—Ya lo hago, pero no puedo hacer más que esperar a que sea conveniente
ir a por este tipo que parece tomar café tan tranquilo con su uniforme de
guardia civil.
—Lo tienes, no lo dejes escapar.
—Tengo apoyo, pero no me fío, el tipo ha demostrado que es muy listo y
no quiero perderlo. Podremos evitar el robo del banco, pero también quiero
detener a este tipo como responsable de los crímenes de los vigilantes.
—Lo sé. Voy hacia allí.
—¿Cómo? ¡No!
—¿Acaso no puedo ayudarte?
—¿A correr tras él? ¿Detenerlo si nos dispara? Prefiero estar sola.
—Solo quería darte seguridad.
—No es el momento, Hugo. En serio, déjame trabajar sola.
—Has dicho sola dos veces, te dejo entonces en esa tesitura.
—Hazlo, empiezo a creer en mí misma, es un adelanto, ¿no te parece?
—Claro que sí.
—Deja que tome el control, es lo que siento que tengo que hacer ahora.
—Es lo que esperaba que hicieras hace mucho tiempo. Corto la
comunicación y te dejo con ese control. Adelante, a por todas.
—Deséame suerte.
—Sabes que sí.
Y colgó.

Juan miró el reloj en la esquina del ordenador portátil, ya había llegado la


hora de dar el último paso, el paso final. Una pena no volver a saber más de la
chica de la cafetería, de no conocer lo que dijeran los informativos que
estaban demasiado cerca del banco, de no poder ayudar a sus compañeros, a
los que había engañado con falsas promesas de oro infinito, tarde ya para
interferir en una operación que, aunque los noticiarios y los policías no
sabían, se había llevado a cabo a la perfección.
Sacó el control remoto del bolsillo del pantalón, era más pequeño que un
teléfono móvil, como un mando de apertura y cierre de un garaje. Y pulsó el

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botón sin dejar de sonreír.

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Catástrofe

Unos minutos antes.


Pedro Zapatero no podía permitir que siguieran los disparos si la vida del
gobernador estaba en peligro; aunque su función principal era la protección
del banco y su contenido, no quería tener que comunicar que había permitido
un tiroteo siendo el gobernador el escudo de los atracadores. Ahora mismo el
responsable de seguridad era consciente de que la orden dada unas horas antes
por Álvaro del Pino para dejar entrar a los asaltantes la había hecho
coaccionado por estos.
Adolfo Heredia y Héctor Fernández no aportaban ideas, claro que se
encontraban en una situación muy complicada de resolver: ¿cómo avanzar en
el pasillo si no podían disparar, pero sí recibir disparos?
—¿Qué coño vamos a hacer? —preguntó desesperado el teniente de la
UCO.
—Esperar, no queda otra salvo que tengas una solución. No podemos
abrir fuego si acabamos con la vida del rehén.
—Lo sé, es lo que más me preocupa.
—¿En serio? —apuntó el inspector de Robos—. A mí hay otra cosa que
me preocupa mucho más.
Sus acompañantes, incluido el equipo de ocho agentes guardias civiles
que los acompañaban, lo miraron con intriga.
—¿A qué te refieres?
—Han asegurado el interior del banco maniatando a los guardias, pero los
han dejado encerrados y se han marchado sin vigilar que entrasen más; luego
han colocado sensores de movimiento que no funcionan; ¿no los habéis visto
por el pasillo? Ellos no nos han sentido llegar. ¿Qué clase de atraco es este?
Es lo más chapucero que he visto en mi vida y no hablamos de una caja de
ahorros de provincias, sino del puto Banco de España. El que ha organizado
esto lo ha hecho cometiendo errores de principiante.
—Eso es bueno para nosotros ¿no?

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—Puede que no. Esto es muy extraño, es nuevo para mí y no tiene
sentido.
—Ellos no tienen miedo a que entremos, esa es la respuesta lógica que
encuentro —dijo Heredia—. Están seguros en el túnel, creemos que no tienen
escapatoria, pero si han decidido excavar en vertical para salir por la fuente,
es que lo tienen todo a su favor.
—Eso es, ¿no lo ves?
—No, no lo veo.
—Pues que salir por la Cibeles quince personas con ciento ochenta
toneladas de oro es imposible y ellos deberían saberlo, ellos tendrían que ser
conscientes de que toda la zona está acordonada y que no les dejaremos salir
tranquilamente.
—Seguirían teniendo al gobernador como escudo.
—Eso no sería problema para los comandos de GEOS que tenemos ahí
fuera con francotiradores.
—¿Entonces?
—Pues que el cerebro de la operación puede que no desee realmente robar
el oro.
—Eso no tiene sentido.

Mihail veía a su equipo avanzar rápido en la puerta de la bóveda, quedaban


pocos minutos. También controlaba que nadie se acercase por el pasillo a
importunarles. No solo eran esas sus tareas, también la de llevar todo el
material necesario por el túnel a medida que fueran avanzando, ahora estaba
amontonado al lado de la última puerta abierta, la que les protegía a medias de
la amenaza exterior.
Una lanza térmica se había quedado sin gas y fue a sacar un recambio de
bombona de una de las cajas, así se la entregó al butronero y le preguntó por
el tiempo. «Vamos bien, en dos minutos estaremos dentro sacando lingotes
para fundirlos, eso si no nos cae todo el caudal de agua» dijo el experto antes
de regresar a su labor.
El agua… Que no estuviese el sistema activado era una suposición del
cerebro, pero el cerebro no estaba, se había quedado en el vestíbulo y seguro
que había sido apresado por los que estaban acorralándolos allí. ¿Y si el
atraco se cancelaba del todo? ¿Y si salían de allí con el oro pero no tenían al
cerebro para que vendiese a sus compradores el botín? ¿Había armas de sobra
para abrirse paso por el pasillo abatiendo a los guardias y salir por donde

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habían entrado? No bastaría con pistolas y fusiles, ¿quizás había granadas o
algún lanzamisiles en aquellas cajas que no había abierto aún?
Vio que quedaban solo unos pocos centímetros para terminar el agujero.
El gobernador no paraba de suplicar y gritar, eso ponía muy nervioso a
Mihail.
—¡No hay oro!
—No habrá vida para ti si no te callas.
—¡Mihail! —El jefe de los butroneros lo llamaba, pero el ucraniano había
abierto una caja en la que solo había un extraño artefacto.
«¿Qué coño es esto?».
Llamó a los expertos informáticos y al jefe de butroneros.
—¿Sabéis qué es esto?
—No —respondieron al unísono.
—¿No es un equipo para los hornos fundidores o un inhibidor?
—No, te lo aseguro.
—Entonces, ¿para qué coño sirve?
¡¡¡BOOOOOOM!!!

Esther sintió temblar todo el edificio de la estación de Atocha bajo sus pies,
fue algo más que eso, como si el mundo se hubiera desplazado unos
milímetros, pocos pero suficientes, hacia una posición no avisada con
antelación. Y allí estaba ella, esperando algo más, como si en su mente
hubiera un peldaño más hacia la catástrofe. Sabía que algo había ocurrido,
algo muy grave, pero sin saber qué.
Caía polvo de las juntas del techo por todas partes y la gente comenzó a
correr alarmada gritando, como recordando de repente el atentado que se
llevó a casi doscientas personas en marzo del dos mil cuatro.
Y le llegó la necesidad de llamar al equipo, imposible por la inhibición de
las frecuencias.
¿África y Fernando? ¿Estarían en la zona? ¿Moretti?
Llamó a este último.
—¿Esther?
—Gracias a Dios, estás ahí. ¿Qué ha pasado?
—Eso mismo te pregunto, lo he sentido. ¿Una bomba?
—Una bomba. Toda la estación ha vibrado. ¿Dónde estás?
—No puedo verlo, pero aseguraría que estoy llegando a tu encuentro.
—No puedo preocuparme por ti, voy a por el cerebro.

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Pero ya no estaba, solo unos segundos y la distracción había surtido
efecto. ¿Hacia dónde había ido? ¿Por dónde podría escapar?
No tenía forma de comunicarse con… claro que sí, estaba lejos de la
furgoneta con el sistema de inhibición. Llamó a la central de la Guardia Civil.
—Soy Esther Gallardo, estoy al frente del operativo del banco, quiero
comunicación interna con el equipo que está controlando las salidas de la
estación de Atocha.
—¿Disculpe? ¿Qué ha dicho?
—No me lo puedo creer. ¿No me ha oído?
—Acaba de estallar una bomba en el banco.
—Lo sé, bueno, lo supongo por… ¡joder! Tenemos un sospechoso muy
peligroso y hay varios comandos fuera, necesito comunicación con ellos. Si
no sabes cómo darme la frecuencia de sus walkies, al menos pásame con
quien lo sepa.
—Espere.
Veinte segundos, veinte putos segundos. ¿En serio?
—¿Gallardo? Soy el comandante Manuel León, no tenemos forma de
contactar con el teniente Adolfo Heredia.
—Heredia estaba en el banco, si han detonado una bomba, me temo lo
peor.
—¿Dónde está usted?
—Intentando detener al posible cerebro de la operación, pero no tengo
comunicación con el operativo.
—Entre en la frecuencia catorce punto dos.
—Le dejo.
—Espere…
«Sí, estoy yo para esperar». Y colgó.
Vio llegar a Moretti a paso ligero, todo un logro para un ciego entre
personas que corren despavoridas en sentido contrario. Salió a su encuentro y
lo agarró del brazo.
—¡Soy yo, Hugo!
—¿Qué ha pasado?
—Espera. ¡Aquí Gallardo desde dentro de la estación, el sospechoso ha
desaparecido! ¡Informe de situación! ¡Repito, informe de situación! ¡Va
vestido de guardia civil, de capitán! ¡Metro ochenta y cinco, moreno, unos
treinta y cinco años y de complexión fuerte!
—Aquí control de la puerta principal, no ha salido nadie de uniforme.

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—¿Estás diciendo que la gente está saliendo? ¡Que no abandone nadie el
edificio!
—¿Cómo vamos a impedir la salida? Esto es una estampida, no podemos
frenar cuatro agentes a los cientos de personas que nos arrollarían.
—¡Disparad al techo si hace falta, pero que no salga nadie!
—Tampoco vemos a nadie de uniforme entre los que están aquí para tratar
de salir, inspectora.
—¡Se habrá quitado el uniforme! ¡Maldita sea, se os va a escapar en
vuestras narices! ¿Me oye el resto de agentes? ¡Que no salga nadie, repito,
que no salga nadie! ¡Usad toda la fuerza disponible! ¡Disparad al techo como
persuasión, pero que no salga nadie de la estación! ¡Ese tipo no puede
escapar!
—¡Esther!
—¡Ahora no, Hugo! Vamos a la puerta más cercana, corre si puedes, yo te
guío.
Se abría paso a empujones entre la gente casi arrastrando a Moretti, tenía
la puerta a unos cincuenta metros y había más de cien personas protestando
por querer salir, algunos gritaban «fascismo» o «secuestro» ante los cuatro
agentes que trataban de contenerlos. Incluso la camarera que había servido al
cerebro estaba allí, hablaba por el móvil llorando, al borde de un ataque de
pánico, como el resto de personas que la rodeaban.
«Joder, qué cagada… ¿cómo ha podido pasar esto? ¿Y cómo se ha
escapado ese tipo en mis narices?».
—¡Agente! ¡Soy Gallardo! —Gritó a la vez que levantaba su brazo libre
para llamar la atención de los guardias civiles.
Una vez fuera y ante las protestas de quienes no podían salir, pero habían
visto atónitos cómo esa pareja sí pudo hacerlo, Esther preguntó a los agentes
por novedades.
—No se lo va a creer, inspectora, la zona es un caos.
—Eso ya lo estoy viendo.
—Esta zona no, la plaza de Cibeles. La fuente ha desaparecido en un
enorme agujero del suelo, la fachada del banco está semiderruida.
—Joder, joder. Tengo que ir hacia allí, ¿tenéis un coche que prestarme?
—No sé si es adecuado que dejemos un coche patrulla a alguien ajeno al
Cuerpo.
—¿Te parece que estemos ante una situación convencional?
—Está bien, el coche está a veinte metros, aquí tiene las llaves, es el de la
izquierda.

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—Quedaos aquí y no dejéis salir a nadie, vendrán apoyos en breve, hay
que retenerlos hasta que se les haya interrogado a todos.
—No sé si debería ir a la zona cero.
—¿A qué te refieres?
—Nos han informado de la existencia de radiación.
—¿Radiación? Esto es una puta broma.
—Los sistemas de detección nuclear han informado de que la bomba tenía
una carga pequeña, eso es lo que nos acaban de decir por radio.
¿Se podía poner el asunto peor? Imposible.
Esther montó junto a Moretti en el coche patrulla de la Guardia Civil y
salió a toda velocidad por el paseo del Prado dirección Recoletos mientras
llamaba al comisario.
—¿Gallardo? No te he llamado porque estoy yendo a toda prisa a la zona.
—¿Sabes algo de la bomba nuclear?
—¿Nuclear?
—No me sirves por ahora, nos vemos en unos minutos.
—¿Esther?
Ya había colgado para llamar a África.
—¿Dónde estás, Afri?
—Acabo de llegar a la zona con Fernando, pero nos piden que
mantengamos la distancia sin darnos explicaciones.
—Joder con la jurisdicción compartida de los cojones.
—¿Sabes algo más?
—Mejor os lo cuento en persona. Ya te llamaré cuando esté allí.
El cordón de contención estaba cincuenta metros antes de llegar a la
rotonda, los dejaron pasar al ver el coche patrulla. Moretti no tenía que
preguntar, había atado cabos al oír las conversaciones de su compañera.
—¿Es seguro entrar si hay radiación?
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
Y la chica quedó muda ante la estampa. Humo gris que impedía ver el
horizonte, como la espesa niebla de una horrible pesadilla; un poco más allá,
la fachada del banco había desaparecido, mostrando el interior desierto y
oscuro. La fuente de Cibeles no estaba y solo se apreciaban cascotes por el
suelo y luces azules parpadeando por doquier entre un mar de cabezas que
corrían de un sitio a otro con chalecos de bandas reflectantes; o más bien se
adivinaba todo eso entre la bruma gris que no solo cegaba, también impedía
respirar con normalidad. Esther aparcó el coche donde pudo y se bajaron de
él.

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—¿Qué ves?
—Prefiero no contártelo, Hugo, ya vale con que yo no lo pueda olvidar
nunca.
—Prefiero tu descripción a lo que pueda imaginar.
—Esto es el infierno. Hemos perdido a Heredia, a Fernández, a Zapatero,
a docenas de agentes de la Guardia Civil, a saber a cuántos viandantes,
además de los vigilantes del banco. Los daños físicos me la sudan, aquí ha
muerto mucha gente que no debía morir hoy.
—Por eso el cerebro se marchó del banco.
—Su misión no era robar el banco, sino inutilizar el oro con un artefacto
nuclear. Un golpe para joder al Estado.
—No deberíamos estar aquí.
—Es la escena de un crimen, de uno de la que soy responsable y no he
sido capaz de impedir.
—No, no hagas eso.
—Joder, Hugo, joder… —Y se derrumbó cayendo de rodillas al suelo,
aquello sí que sería inolvidable en su mente, pero también en las de todos los
habitantes del mundo cuando viesen las imágenes por la televisión.
Que le costase tanto respirar era lo de menos, el humo comenzaba a hacer
estragos en su cabeza también, ralentizando su capacidad de pensamiento.
—Esther, tenemos que salir de aquí, el humo nos mandará al hospital y no
podremos ayudar. Hay muchas personas en la zona que necesitan más que
nosotros la asistencia de sanitarios y bomberos, aquí seremos una carga si
perdemos el conocimiento.
—Pero tenía que verlo, tenía que ver esto por mí misma. Yo debería haber
caído junto con el resto del equipo.
—No digas tonterías, estás muy afectada, no deberías seguir con el caso
en ese estado.
Esther le lanzó una mirada asesina, Moretti podía sentir los puñales
clavándose en sus ojos inertes.
—No pienso abandonar el caso.
—Bien, pues localicemos a África y Fernando y vayamos de nuevo a la
estación, solo podremos ayudar si detenemos al cerebro de la operación.
Quizás haya suerte y no haya podido salir aún del lugar.
—Para eso ya están…
—Los guardias civiles no podrán detener a todos los que quieran salir de
allí, además, tú eres la única que puede reconocerlo a simple vista. Quizás se

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haya escapado o, con un poco de suerte, esté allí tratando de encontrar un
resquicio en el cordón del perímetro.
—El lugar es demasiado grande, necesitaremos a más de mil efectivos
para peinar cada rincón.
—Bien, estás pensando de nuevo como inspectora. Vamos.
El inhibidor ya no funcionaba, la furgoneta que lo transportaba había sido
aplastada por parte de la fachada del banco. Unas cámaras de televisión con
sus focos se centraban en iluminar la azotea del Palacio de Comunicaciones,
al otro lado del paseo del Prado. Esther pudo ver qué era tan interesante
grabar allí: un enorme trozo de la fuente había saltado esa gran distancia y se
podía apreciar a la diosa Cibeles en una inclinada postura desde la que parecía
observar lo ocurrido con una mueca de asombro.
—Joder.
—¿Qué pasa?
—La diosa está sobre el Palacio de Comunicaciones, eso me recuerda lo
de Carrero Blanco.
—¿Estás hablando en…? Claro que es en serio. ¡Dios mío, qué locura!
Al otro lado del enorme cráter pudo ver a África y Fernando, habían
logrado pasar el cordón policial y Esther tardó en llegar con Moretti más de
diez minutos al tener que sortear los trozos más grandes de escombros y
rodear el enorme cráter. El Audi estaba aparcado cerca y pudieron tomarlo
para bajar paseo abajo hacia Atocha de nuevo. Dentro del coche solo se oía el
toser de los cuatro.
Esther había llamado otra vez al comisario y pedido que se coordinase con
el comandante de la Guardia Civil para rodear la estación y también entrar a
buscar al sospechoso. La inspectora sabría reconocer al tipo, salvo que
hubiera tenido la posibilidad de caracterizarse con prótesis faciales. Se
sorprendió al ver que Simón Ramos ya estaba en la estación.
—Gallardo, tenemos rodeado el edificio, pero los agentes han informado
que en los instantes tras la detonación han salido dos centenares de personas.
—Joder, joder. Cof, cof. Quiero las cámaras de vigilancia para saber si
alguno de ellos es nuestro hombre. Cof, cof.
—No me gusta esa tos, deberíais ir con los sanitarios para…
—No hay tiempo para eso. Entremos en la estación.
—Ya hay docenas de policías y guardias civiles dentro, no solo buscando,
también tomando declaraciones a cada persona que espera para salir.
Esther no le hizo el más mínimo caso, como si no lo hubiera escuchado.
—¿Por dónde podría salir con más garantías? —se preguntó a sí misma.

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—Yo saldría por los andenes, por las vías —apuntó Moretti.
—¿Hacia el sur? No… cof, cof. Demasiado fácil.
—¿En qué estás pensando?
Ella tardó eternos segundos en responder, como si al mecanismo de su
cerebro le costase más de la cuenta calcular las posibilidades.
—Salidas del metro.
—¿Cómo?
—¡Joder, este sitio es perfecto! ¡Qué hijo de puta! ¡Cof, cof! ¡Lo tenía
todo planificado! Quizás el robo parecería una chapuza, pero su sistema de
huida es magistral.
—Por favor, aclárate, no sé de qué hablas —apremió el comisario.
—Nada menos que siete líneas de metro y cercanías, además de las de
larga distancia, confluyen aquí y se extienden en todas direcciones por la
ciudad y la comunidad. Cof, cof. Solo tiene que acceder al andén que mejor le
venga y caminar hacia la siguiente salida, pero no hacia el sur y al aire libre,
donde estamos esperando, sino hacia el norte y salir tranquilamente por una
parada cercana que dé a la calle. Cof, cof. Allí tendrá un vehículo o tomará un
taxi o autobús.
—Tenemos que repartir a agentes por todas ellas.
—Me parece estupendo, Simón. Yo voy a Sol. Cof, cof. Solo es una
parada, unos cientos de metros y sales al sitio más concurrido de todo el país,
el lugar perfecto para desaparecer entre miles de personas.
—Allí siempre hay presencia policial.
—Pero no saben a quién tienen que detener, son policías para preservar el
orden. No tengo tiempo para conversar, salimos ya.

No se había molestado siquiera en vigilar por si alguien lo había seguido hasta


la estación, ¿quién habría imaginado algo así? Pues cualquiera, se decía
ahora.
«Estaba tan entusiasmado por haber logrado entrar en el banco que me he
olvidado de extremar la precaución al salir de él para venir a la estación.
Menudo imbécil. Debo calmarme, no imaginaba que estaría tan nervioso hoy,
después de todo no supuso nada para mí matar a los tres vigilantes y el
exatracador fisgón. En fin, que ya no me sigue nadie y no volverá a ocurrir,
estaré con los cinco sentidos alerta».
El sitio era perfecto para su plan en todos los aspectos, por eso lo había
elegido. Cuando detonase la bomba se sentiría el temblor allí y eso le

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proporcionaría una distracción perfecta para escabullirse entre los asustados
ciudadanos, entre los que estarían también los centenares de empleados de la
estación. Pero él no iría hacia donde el resto, hacia donde estarían fijadas
todas las miradas: las puertas de salida.
Caminó a paso rápido, pero sin llegar a correr, hacia la zona de las puertas
de andenes tras los tornos de acceso, bajó las escaleras y entró en el túnel de
la línea tres alumbrándose con la linterna del teléfono móvil. No se veía una
sola persona a su alrededor. Allí abajo estaba a salvo. El razonamiento no
podía ser más lógico, aunque alguien lo hubiera seguido, se centraría en
detenerlo al salir por las puertas a pie de calle o en la zona sur, donde se abría
la explanada de vías de trenes y desde la que se podría saltar la alambrada
para perderse por el barrio de Vallecas.
Todo había salido a la perfección. Quedaba escapar y sería coser y cantar.
Todo el operativo policial estaría centrado en contener la zona del banco y
la fuente, impedir la salida de Atocha para hacer interrogatorios a cientos de
personas. Por no hablar de los altos estamentos, que se pasarían semanas o
meses dando explicaciones de lo ocurrido, justificaciones por su error y
desviar la responsabilidad a otros, en definitiva: tratar de minimizar los daños
de cara a las consecuencias económicas para el país.
Dentro de unas doce horas casi nadie buscaría a un posible cerebro del
atentado que había inutilizado las reservas de oro del país, nombrarían una
comisión de investigación que tardaría un año o más en redactar un informe
en el que asegurarían que los atracadores eran realmente terroristas y así
desviar la responsabilidad de la catástrofe a otros.
Llegó a la estación tras colocarse la cazadora de un trabajador de
mantenimiento del Metro de Madrid que llevaba en su mochila, salió del túnel
y caminó por el andén escuchando a los asustados usuarios, que no paraban
de especular sobre lo que ellos pensaban que había ocurrido tras leer en sus
teléfonos móviles las noticias que se iban filtrando. Algunos trataron de
pararlo para pedirle explicaciones, se los quitó de en medio como pudo
excusándose en que él solo hacía mantenimiento de los túneles y que no sabía
nada de lo sucedido.
Accedió a la calle por la salida principal de la plaza de la Puerta del Sol.
Nunca había visto el lugar tan revuelto. Imaginaba que a esas horas de la
madrugada habría unas doscientas personas, pero eran más de mil, quizás el
doble. Eso era un imprevisto bien recibido, ya que más gente implicaba más
anonimato y pasar desapercibido para él.

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Antes no se había fijado en el detalle de los coches patrulla de la Policía
Local, ahora había cuatro y otros tantos de la Nacional, además de dos de la
Guardia Civil. Más presencia policial, pero también mucha gente a la que
controlar, gente que estaba nerviosa, que había salido de sus calles, muchos
de ellos en pijama, y que pedía explicaciones sin dejarse avasallar por gritos
como «mantened la calma», «está todo bajo control» o «regresen a sus casas»,
y a eso último iba a obedecer él como buen ciudadano.
Tenía a dos nacionales delante y no iba a mostrarse de forma sospechosa,
así que no cambió su rumbo y se atrevió a acercarse a ellos para preguntarles:
—Por favor, ¿estará el metro abierto para regresar a casa?
—No lo sé, solo salga de la zona.
—Voy a Ópera.
—Pues siga su camino, circule.
Y eso hizo, disimulando una sonrisa.
«Menudos inútiles, no saben qué hacer, no saben lo que tienen que buscar
realmente».
Caminó por la calle del Arenal y comprobó que ya casi no quedaba nadie
a su lado cuando dejó atrás la discoteca Joy Eslava. Llegó a la plaza de
Isabel II, tanto el Teatro Real como el Palacio Real y la catedral de La
Almudena estaban con las luces de sus fachadas apagadas, el lugar se
mostraba tenebroso iluminado solo por las pocas farolas, nada parecido a lo
que los turistas conocían a horas más civilizadas. Tan solo oía sus pasos en
ese momento, con algo de murmullo que provenía de la cercana Puerta del
Sol que había dejado atrás; menuda noche pasarían los madrileños que se
habían asustado por el temblor y que ahora se estarían llevando las manos a la
cabeza al ver en las noticias lo ocurrido.

África dio un frenazo al llegar a la fachada del ayuntamiento, dejando el


coche al lado de los patrulla de los compañeros. Moretti se quedó dentro para
ir llamando al comisario y conocer avances, sus tres compañeros se bajaron
para correr hacia la salida principal del metro y cercanías; ninguno de ellos
imaginaba que habría tanta gente en la plaza.
—Esto es una locura —dijo Fernando.
—Centraos en comportamientos anómalos.
—¿Qué significa eso? —preguntó África—. Aquí parece que todo el
mundo esté loco.

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—Pues eso, buscad a alguien calmado que no esté hablando con los de su
alrededor, que parezca no interesado en lo que ocurre, que no quiera estar
aquí sino marcharse del lugar y que lo haga sin entrar en pánico.
Tan solo un minuto después seguían a un hombre cuya complexión física
se correspondía con la del sospechoso y que se comportaba como Esther
había descrito. Estuvieron a punto de abortar y buscar a otro cuando vieron
que este se acercaba a hablar con un policía, pero la inspectora tenía un
presentimiento, recordaba la forma de caminar del sospechoso en su trayecto
desde el banco a la estación de trenes y era idéntica a la del tipo que seguían.
—¿Por qué no lo detenemos ya?
—Hay demasiada gente alrededor, podría ir armado o tener otro artefacto
explosivo, es mejor seguirlo hacia un sitio más seguro.
Tuvieron que dejar más espacio entre ellos y el presunto cerebro cuando
la calle comenzó a estar desierta, hasta más de cincuenta metros, aun a riesgo
de que él se supiera perseguido y se escapase aprovechando la ventaja. Quizás
tuviese un vehículo en la zona.
Esther y África iban agarradas de la mano y fingiendo ser dos amigas que
estaban asustadas por los atentados. Fernando las seguía varios metros por
detrás. Ninguno de los tres iba de uniforme, pero eso no garantizaba que su
presencia supusiera una amenaza para quien debía tener todas las alertas
mentales activadas.
Ya se acercaban a la plaza flanqueada por el Palacio Real, el teatro y la
catedral, un sitio abierto y que estaría oscuro, tendrían que aguzar mucho la
vista.
El sospechoso no variaba el rumbo ni la velocidad, seguía en dirección al
palacio, aunque de repente se paró y miró hacia su derecha, entonces se metió
tras un seto cercano a una de las estatuas del lugar, allí se paró y comenzó a
bajarse la cremallera del pantalón y orinar.
Un momento incómodo.
Esther y África se detuvieron y comenzaron a fingir que conversaban.
Entonces la inspectora vio por el rabillo del ojo a Fernando sacar su arma
a toda velocidad y correr con ella en las manos mientras gritaba.
—¡Alto, policía!
Cuando Esther se dio cuenta, el sospechoso había sacado de la oscuridad
un patinete eléctrico y ya estaba montado en él. Los había descubierto y
podría fugarse.
El tipo no se detuvo ante la orden y Fernando vació el cargador del arma
ante las miradas de asombro de sus compañeras.

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El patinete fue dando tumbos hasta desaparecer hacia la calle que
comunicaba con la plaza de España y la estación de Príncipe Pío, más al sur.
—¡Le he dado! ¡Al menos dos disparos le han acertado! —gritaba
Fernando.
Los tres iban en su persecución corriendo todo lo que podían con las
armas en las manos, pero el patinete había desaparecido.
—Se nos ha escapado.
—No del todo, mirad el suelo.
El rastro de gotas de sangre eran migas en mitad del bosque.
—No llegará muy lejos.

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El oro

El comisario Simón Ramos llevaba diez minutos en un camión de vigilancia y


operaciones que había aparcado hacía otros cinco más sobre los jardines del
Cuartel General del Ejército, justo frente a la fachada del Banco de España
que daba a la calle Alcalá. Allí estaba con el comandante de la Guardia Civil
y con el general Pardina del ejército de tierra, que había asumido el mando del
operativo, no del robo, sino de la contingencia del desastre ocurrido.
Básicamente, Simón y el comandante de la Civil eran meros informadores
y cabezas de turco a los que culpar del desastre. Tras dar los pocos datos que
tenían al general, este se limitó a emitir órdenes para la contención de la
población en la zona y de los medios de comunicación. No tardó en aparecer
el ministro del Interior dando gritos como un condenado, como un profesor de
colegio al llegar a la clase y encontrarse a los alumnos descontrolados. Un
inútil burócrata que no sabía hacer otra cosa que apretar a los que estaban
debajo para hacer lo que otro desde más arriba le había dicho que hiciese.
—El presidente y el rey me están tocando los cojones y yo vengo a
tocaros los vuestros. ¿Qué coño ha pasado aquí?
Lo pusieron al corriente.
—¿Eso es todo? Joder, como si fuera poco. ¿De qué tipo de radiación
estamos hablando?
—El lugar es seguro a más de cien metros, pero habrá inutilizado el oro de
la bóveda, lo ha dejado inservible. Han acabado con la reserva nacional.
—A la mierda la reserva, eso no vale tanto como la imagen que vamos a
dar al mundo. Esos periodistas lo han grabado y difundido todo ya. ¿Cómo
han llegado tan pronto?
—Estamos investigándolo, no descartamos que los atracadores hayan sido
los informantes.
—No son atracadores, son terroristas, ¿estamos?
—Sí, señor —dijo el comandante.
—Quiero a todo el mundo fuera, a más de medio kilómetro, además de
equipos de limpieza. Y que bajen de una puta vez la estatua del Palacio de

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Comunicaciones.
—Tenemos que recibir a las grúas y resto de equipos de restauración en
breve, pero a estas horas de la madrugada…
—Excusas, no quiero oír una más. ¿Dónde está el oro?
El general miró a Ramos y al comandante, estos se miraron entre ellos.
—¿Dónde está el oro? —repitió—. Han reventado la bóveda.
—Es cierto, debería haber lingotes por todas partes. No hemos visto nada.
—¿Me estáis diciendo que se lo han llevado?
—No… eso es imposible, son ciento ochenta toneladas y no han tenido
tiempo.
—¿Se trasladó por cuestión de seguridad? No tengo noticias de eso.
—Yo tampoco.
—Ni yo.
—No sabéis nada, no me servís aquí. ¿Quién lo sabe? ¿Dónde está el
gobernador del banco?
—Me temo que estaba secuestrado por los atracadores, por los terroristas,
señor ministro, no creemos que haya sobrevivido.
—Maldita sea. No sabemos qué ha pasado, no sabemos dónde está el oro,
no sabemos nada. Haced lo que tengáis que hacer, pero no os quedéis ahí
mirando.
El ministro se marchó para fumar un cigarro y, tanto el comisario como el
comandante, comenzaron a hacer llamadas.
Esther descolgó al cabo de cuatro tonos, jadeaba.
—Comisario, estamos en persecución del que considero el cerebro de la
operación, está herido y se dirige hacia la estación de Príncipe Pío en un
patinete eléctrico.
—¿Un patinete? Esto parece una puta broma.
—Ojalá lo fuese, te dejo.
—Espera.
—¿Ha pasado algo?
—Dos novedades: el operativo está ahora en mandos del ejército y el oro
ha desaparecido.
—¿El oro? Pero no les ha dado tiempo a sacarlo.
—Quizás lo hizo el gobernador en los días previos.
—No nos informó de eso, aunque es factible. Supongo que no solo él
conoce el emplazamiento actual, los que hayan participado en el traslado
dirán algo al ministerio.

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—Supongo… Tu número de teléfono está ahora también en manos de un
general apellidado Pardina, ten mano izquierda y obedece.
—Oído cocina.
Simón esperó a que el comandante terminase de dar instrucciones a su
operativo y luego le preguntó:
—¿Cómo vamos a salir de esta?
—No te preocupes, si el ejército está de por medio por mando del
ministerio, lo ocultarán todo, ya lo verás.
—No me quita preocupación ese dato. Yo trabajo resolviendo casos, no
tapándolos. No me gusta esto nada. No sabemos qué es lo que ha ocurrido,
pero sí que se han perdido muchas vidas, entre ellas las del gobernador del
banco, además de agentes y responsables de nuestros dos cuerpos, tenemos un
cráter en pleno centro de la ciudad, los informativos pidiendo explicaciones,
radiación en pleno centro de la capital, un cerebro que se ha escapado y el oro
desaparecido.
—¿Un cerebro escapado?
—Mi inspectora al mando está siguiéndolo por la zona de Príncipe Pío.
—No conocía ese dato.
—Acabo de recibirlo.
—Tenemos que encontrar a ese cerebro. Centrémonos en eso.
—¿Vamos a desobedecer las órdenes del general y del ministro?
—En absoluto, Ramos, vamos a hacer nuestro trabajo. Este consiste en
resolver el caso y, si luego nos dicen que miremos hacia otro lado, pues lo
hacemos, pero asegurándonos de que hemos hecho lo adecuado.
—Me gusta esa forma de pensar.
—Ya nos iremos de copas cuando todo esto termine, ahora vamos a
mover el culo.

Había que mover el culo, y nunca mejor dicho, porque uno de los dos
disparos que le habían alcanzado al huir de la plaza en el patinete le había
perforado el glúteo derecho. El dolor era mucho más intenso que el del brazo
izquierdo, donde solo tenía un rasguño. Seguro que la bala se encontraba en el
hueso de la cadera, así lo sentía cada vez que el patinete vibraba o saltaba con
los baches. En el piso franco tenía todo lo necesario para poder sacarla,
aunque no sería fácil porque trabajar con un espejo no sería sencillo. Era la
primera vez que recibía un balazo, dos para ser exactos, y la quemazón era
más que considerable.

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¿De dónde habían salido esos policías? ¿Cómo lo habían detectado? ¿Lo
habían seguido hasta la estación? ¿Lo vieron o dedujeron que se iría por el
túnel hacia Sol? ¿Cómo lo reconocieron entre la multitud de la plaza? Todas
esas preguntas tenían una única respuesta, había subestimado a los
investigadores que seguían el caso. Ahora se arrepentía de haber dejado el
cuerpo del primer vigilante en los túneles del subsuelo, se arrepentía de su
necesidad de echar un pulso a la Policía, de demostrarle al mundo y a sí
mismo que era infalible e imparable. Sin aquel detalle, nadie habría supuesto
que quería robar el banco y todo habría salido sin los problemas que tenía
ahora.
Llegó a la estación de Príncipe Pío, desierta y en penumbra. Detuvo el
patinete y miró hacia atrás, el rastro de gotas de sangre en el suelo era más
que visible a pesar de la noche. Dos problemas: que lo seguirían sin dificultad
y que se estaba desangrando sin tener cómo hacerse una transfusión de sangre
en caso de necesitarla.
¿Iba a morir? ¿Eso le importaba tras lograr su objetivo? Pues lo cierto es
que no quería morir, a pesar del éxtasis por detonar la bomba y poner fin a
tantos años de planificación. Quizás si alguien le hubiera preguntado en el
pasado… pero ahora no, no deseaba que todo acabase en una hemorragia o
detenido por la Policía y encerrado más de veinte años en la cárcel. No tenía
una meta ni sabía cómo iba a conseguirla, pero el instinto de supervivencia
seguía intacto. No podría vivir en España porque lo buscarían eternamente.
No tenía dinero más que para salir del país. No sabía cómo, pero quería seguir
viviendo, no ser atrapado para no sentirse frustrado o no satisfecho del todo.
El piso no estaba lejos, pero dejaría el rastro de sangre igualmente si iba
en el patinete o si lo abandonaba y seguía a pie, eso segundo sería aún peor
porque sangraría más.
Apareció un taxi con la luz verde sobre el techo. Fenomenal.
Lo paró haciendo aspavientos con las manos y se montó en cuanto este
frenó. Dejó el patinete y entró en la parte de atrás del vehículo.
—¿A dónde vamos? ¿Se encuentra bien?
—¿Eh? Sí, solo algo asustado por lo del atentado. Vamos hacia la plaza
Fernández Ladreda.
—¿Y el patinete? Lo ha dejado en la calle, podemos ponerlo en el
maletero si se ha quedado sin batería.
—Se ha roto, no importa, ya me compraré otro.
—Como quiera. —No se iba a extrañar el taxista de algo así cuando en
ese trabajo estaba acostumbrado a ver todo tipo de reacciones cuestionables

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en los clientes, sobre todo durante las noches.
No había controles policiales en los túneles de la M-30 ni tráfico, así que
llegaron en menos de diez minutos al destino.
—Ya me dirá dónde le dejo.
—Entre en la avenida de Oporto, justo ahí enfrente, al lado de la tienda de
muebles.
Y allí mismo Juan sacó su arma y disparó a la cabeza del taxista. Se bajó a
toda prisa del coche, abrió la puerta del conductor, extrajo el cuerpo del pobre
tipo a empujones y ocupó su lugar para regresar al piso de Príncipe Pío
conduciendo él mismo y apagando la emisora del taxi para evitar
interrupciones. Aparcó dos calles más allá para abandonar el coche
ensangrentado con la esperanza de terminar su labor de sacar la bala, frenar la
hemorragia y marcharse tras haberse abastecido de lo necesario para la huida;
todo ello antes de que los policías que le habían disparado, u otros
compañeros, diesen de nuevo con él.

El rastro de sangre terminaba junto al patinete. Esther, África y Fernando


estaban exhaustos tras la carrera.
—Se ha montado en un coche.
—Ahora no podremos seguirlo.
—No lo creas —dijo Esther—. Aquí no podía tener un coche aparcado, no
se puede estacionar. Se ha montado en un coche que ha parado. Dudo que un
madrileño lo haya ayudado, aquí nadie ayuda a nadie, y menos si está
sangrando en plena madrugada.
—¿Entonces? ¿Un secuaz que ha venido a recogerlo?
—Los ha matado a todos en el banco, no creo que haya otros que aún
estén a su lado; tampoco tendría cómo pagarles si no ha podido sacar el oro.
Apuesto más por un taxi. Tenemos que llamar a las emisoras que tengan taxis
por la zona, todos los coches dejan rastro del servicio y del recorrido. Afri…
—Me pongo.
—Yo también —dijo Fernando.
Esther llamó a Moretti.
—¿Hugo? ¿Cómo vas?
—Ciego, como siempre. No sé nada, estoy a la espera de lo que me digas.
—Seguimos en busca del cerebro. Fernando lo ha herido en la plaza de
Ópera, seguimos el rastro de sangre hasta Príncipe Pío y vemos que ha
abandonado el patinete en el que huía.

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—¿Un patinete? Ese tipo lo tenía todo pensado, a saber si tenía veinte
patinetes más escondidos por varias zonas. ¿Se ha ido en un coche, quizás un
taxi?
—Me lees el pensamiento. En eso estamos ahora.
—Los taxis, al menos en Madrid, tienen un GPS, toca madera para que el
taxista sea honrado y haya registrado la carrera y no haya decidido quedársela
sin informar de ella para no pagar impuestos.
—En eso estamos. Vete a casa, pide a un agente que te lleve o llama a un
taxi, valga la redundancia.
—No pienso irme a dormir cuando estáis metidos en esto.
—Te seguiría informando, sé que no dormirás, pero allí estarás más
cómodo.
—Deja de preocuparte por mí, no soy tu abuelo.
—Lo siento si ha sonado así, pero ahora te tengo que dejar, decide por ti
mismo.
Esther veía que ya tenía tres llamadas de su padre, otras tantas de su
hermana Gloria y una de Cristina Collado desde Huelva. Les mando a los tres
un mensaje idéntico: «estoy bien, lo siento mucho pero sigo con el operativo,
no puedo hablar, ya llamo luego».
Fernando obtuvo la dirección a la que había ido el taxi, la avenida de
Oporto en Carabanchel.
—Vamos hacia allí.
Un coche patrulla enviado por el comisario esperaba con un agente al
volante al lado de ellos. Montaron, pero no llegaron siquiera a la entrada del
túnel de la M-30, ni dos minutos de trayecto para frenar en seco y tener que
dar la vuelta para regresar en sentido contrario con las luces y sirena
activados.
—¿Seguro que el GPS del taxi lo ubica ahí?
—Eso dice la central, tiene sentido, el sospechoso ha hecho esto para
robar el taxi y regresar a un sitio seguro. Se dirigía desde el principio a la
zona donde dejó el patinete, pero nos ha querido despistar. Según la
información, el coche está a doscientos metros de la estación y no se ha
movido en los últimos catorce minutos.
Y allí llegaron, vieron la cantidad de sangre que había en la zona del
conductor.
—Joder, ha matado al taxista, esta cantidad de sangre en el salpicadero y
el volante no se corresponde con la que él iba dejando por el suelo —dijo
Esther—. Está todo lleno, el volante, el asiento…

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—Tenemos que encontrar al taxista.
—Da orden a la central para que envíe una patrulla a la avenida Oporto,
pero nosotros tenemos que encontrar el rastro de este cabrón. Fernando,
ocúpate de buscar por el suelo.
—Oído cocina, jefa —dijo el agente y Esther sonrió al comprobar que
usaba su frase más típica.
Esther no necesitaba más, no requería de toda la policía de la ciudad, ni
del apoyo de la Guardia Civil o el Ejército, tampoco de su amiga Cristina
Collado, solo de sus compañeros para resolver este caso que hacía solo unas
horas se le antojaba como imposible. Ya no sentía el agobio de un robo
irrealizable o de una pesadilla de jurisdicción, había vuelto a su entorno más
controlado, el de perseguir a un asesino que iba dejando migas de pan como
rastro. Un caso como los anteriores.
«No te vas a escapar. Has cumplido con tu función principal, has
culminado tu plan, pero no podrás vivir sin sentir que estoy a tu espalda
respirando con mi arma preparada. Has matado a demasiada gente y yo me
dedico a retirar a asesinos como tú. Prepárate porque tras esta noche el
amanecer llegará con solo uno de los dos vivos, tú o yo».
Fernando encontró las gotas de sangre y las dos chicas salieron en su
persecución. El agente era el sabueso sobre la pista y ellas, las cazadoras
armadas.

Juan había llegado al piso y sentía mucho frío, seguro que más por la pérdida
de sangre que por la temperatura de esa madrugada de verano en Madrid.
Había dejado el taxi doscientos metros más al oeste que donde se montó:
frente a la fachada del centro comercial, y caminó unos cincuenta metros
hasta llegar al edificio, con la mano en el glúteo para minimizar el rastro, pero
no había sido muy efectivo el método. Ahora tenía la tarea de sacar la bala y
cortar la hemorragia, además de vendar también el brazo. Tenía el tiempo en
su contra y no se entretuvo en comer o beber agua, como le apetecía.
El botiquín estaba sobre la mesa del apartamento alquilado solo dos días
antes. Allí había llevado lo necesario para curar cualquier herida de bala, por
si eso ocurría, además de varias armas, dinero en efectivo, dos pasaportes y
las llaves de un coche que estaba en el garaje del mismo edificio.
Comprobó que le temblaban las manos, menos mal que tenía una botella
de whisky también para dar unos largos sorbos.

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No se entretuvo con más minucias y sacó unas pinzas esterilizadas, las
metió en la herida del glúteo tras bajarse el pantalón y la ropa interior y hurgó
apretando los dientes para soportar mejor el dolor, debió beber más alcohol.
Encontró la bala y la apretó con todas sus fuerzas para sacarla. En las
películas parecía mucho más fácil. Ya lo había logrado, eso era lo importante,
aunque había puesto el suelo del baño perdido de sangre. Inundó de alcohol
toda la nalga sin reprimir el grito de dolor por el escozor y se colocó varias
gasas adhesivas, también en el brazo, donde el rasguño casi había dejado de
sangrar.
Bien, ya estaba hecho lo más importante, ahora tocaba salir de allí por si
lo volvían a localizar.
Se cambió de ropa a toda prisa y cogió la bolsa de deporte, las llaves del
coche y las dos pistolas con los cargadores.
Dos premisas había asumido hasta fusionarlas a su ADN: que un crimen
perfecto es el que cometes contra una persona que no conoces ni con la que
tienes vínculo alguno y que hay que moverse sin parar para no dar opción a
que te encuentren, dejando el mínimo rastro de tu recorrido. Ahora estaba en
esa segunda tesitura.
Tenía que salir del piso a toda prisa. Ya sin dejar manchas de sangre al
caminar, sería más fácil dejar atrás a los perseguidores, y más en un coche
que no conocían.
El Ford Fiesta blanco esperaba abajo con el depósito lleno.
Por algún extraño motivo se sintió a salvo, quizás por eso invirtió unos
valiosos dos minutos en entrar con el teléfono móvil en Internet para saciar su
vanidad viendo las noticias, hablaban del atraco, aunque lo llamaban atentado
terrorista, cosa que él ya había supuesto. Lo que le extrañó más fue que no
mencionaran el oro, este debería haber sembrado de lingotes el lugar. ¿Lo
habían movido de sitio para protegerlo? Seguro que sí, otro fallo más por su
idea de mostrar sus intenciones dejando el primer cadáver en el subsuelo bajo
el banco. Si eso era cierto, todo había sido en balde, no habría logrado su
objetivo. O quizás el Estado estaba ocultando a la opinión pública lo sucedido
para minimizar los daños.
Eso no importaba ahora, no dependía de él, solo su huida. Había realizado
el plan y solo se sentiría medianamente satisfecho si se ponía a salvo tras el
mismo.
Entró en el garaje y fue a por el coche, no se había cruzado con ningún
vecino. El Fiesta arrancó a la primera y se dirigió a la salida, accionó el
mando de la puerta y esta se abrió despacio, veía las luces de las farolas al

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otro lado, un color anaranjado que lo acompañaría hasta que llegase a la
autopista.
Entonces vio a las dos chicas mirando asombradas, ambas llevaban
pistolas en las manos.
¡Mierda!
Sacó su arma y disparó con el brazo izquierdo indiscriminadamente a
ambas a la vez que con el derecho giraba el volante para salir del lugar sin
dejar de acelerar.
Creía haber acertado a alguna de ellas, aunque solo podía centrarse en
dejar el arma sobre su regazo y tomar el volante con las dos manos para tener
el control del vehículo y no estrellarse como un novato a las primeras de
cambio.
Tomó la ruta que había decidido hacia el sur del país a toda velocidad, ya
reduciría la marcha cuando pasaran varias calles y se sintiera más seguro.

Fernando había seguido el rastro de gotas de sangre de forma magistral


durante las tres calles hasta la puerta del edificio.
—Ha entrado aquí.
—Ya lo vemos, Fernando. Llama a los telefonillos, consigue que te abran,
nosotras vamos a buscar una puerta de garaje por si intenta escapar por ella —
ordenó la inspectora.
El agente se puso con la tarea, aunque llamaba sin cesar y no obtenía
respuesta, hasta que todas llegaron de golpe medio minuto después, intuyó
que los vecinos estaban despiertos y viendo las noticias.
—Policía Nacional, abran la puerta.
—¿Está de broma?
—¿Cómo sé que es la Policía?
—¿Quién es?
—No son horas de llamar.
—Enseñe la placa en el videoportero.
Ante el aluvión de respuestas, Fernando enseñó la placa y gritó que se le
abriese la puerta. El zumbido llegó casi en el acto y accedió al interior del
vestíbulo del edificio, pequeño y discreto en la decoración, ya necesitado de
una reforma. Cuatro gotas de sangre se dirigían en el suelo hacia la puerta del
ascensor. Llamó y, al abrirse la puerta del mismo, comprobó que había más
gotas en el suelo del mismo. Pulsó todos los botones y comenzó a subir.
En el rellano de la primera planta no había sangre.

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Tampoco en la segunda ni la tercera.
En la cuarta vio dos gotas ante la puerta izquierda, llamó con los nudillos
con insistencia mientras se parapetaba a un lado por si disparaban a través de
la madera. Nada. Insistió varias veces más y, cuando estaba a punto de
intentar derribarla a patadas, oyó la comunicación por radio.
—Fernando, baja a la calle a la zona del garaje, nos han disparado.
No necesitó más información y bajó por las escaleras a toda prisa, tardaría
menos que en el ascensor. Salió a la calle y se dirigió al lateral que habían
elegido sus compañeras minutos antes para buscar la puerta de garaje, al girar
la esquina se encontró a una de ellas tumbada y ensangrentada en el suelo, y a
la otra tratando de detener la hemorragia.

Nunca había tenido que robar un coche, pero sabía cómo hacerlo porque hacía
dos años, cuatro meses y diecisiete días había buscado información sobre
cómo robar un coche fuera el que fuese de las marcas más comunes, y ella no
podía olvidar nada nunca. Esther hiperventilaba en esos momentos.
Hiperventilaba porque estaba nerviosa.
Hiperventilaba porque perseguía a un asesino peligroso y quería atraparlo.
Hiperventilaba porque un asesino le había disparado y podía haber
acabado con ella, quizás así fuera con su compañera.
Hiperventilaba porque toda su vida se había preparado para hacer algo
grande y ahora lo tenía delante.
Hiperventilaba porque tenía miedo, mucho miedo.
Hiperventilaba porque estaba sola, ahora sabía que estaba completamente
sola.
Hiperventilaba porque llevaba mucho esperando para demostrar que podía
con lo que le pusieran delante, sobre todo un caso en el que los daños
colaterales no significasen nada para ella.
Hiperventilaba, sobre todo, porque ahora sabía que había dejado a África
en el suelo con un agujero de bala en el pecho para demostrarse a sí misma
que valía lo suficiente como para atrapar al asesino y atracador que daba
sentido a sus decisiones tomadas en el pasado. Daños colaterales… África…
África no significaba nada para ella en esos momentos; así necesitaba sentirlo
para que no influyese en sus acciones.
Quizás el narcisismo fuera algo positivo en ese trabajo si la situación
requería que tuviese la mente fría y alejada de estímulos externos como el
deseo de venganza. Eso no quitaba que fuera a matar a ese cabrón aunque

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estuviese desarmado en el momento; ya vería luego cómo salvar el culo de
represalias. El ministerio estaba en el ajo, ¿no? Pues seguro que agradecían
que ese tipo muriese y no disfrutara durante décadas de los beneficios del caro
sistema penitenciario.
Entró en un Volkswagen Golf negro y le hizo un puente en menos de
quince segundos para salir en persecución del asesino que pretendía abatir al
coste que fuese necesario.
Esther no pensaba, solo actuaba. Su mente ya había colapsado en su
capacidad de memoria eidética, acogiendo otras habilidades como la de
asumir el control de la situación, de sus acciones, de la toma de decisiones.
Había dejado de tener un cerebro convencional para comprender que esa parte
de su mente estaba tomando el control y obrando por su propia cuenta y
riesgo.
El Golf se iba acercando al Ford Fiesta en cada recta y curva en su huida.
No iba a permitir que el asesino se escapase. No, no después de lo que había
hecho, y no se refería solo a África.
Esther iba tras él como si le fuera la vida en ello, como así lo sentía. Un
sabueso tras un jabalí entre duras y pegajosas jaras que los frenaban a ambos.
Una lucha a muerte.
Las calles quedaban atrás a toda velocidad y solo podía ver como las
farolas parecían mirar con discreción su rápido avance sin intervenir en el
final de esa batalla que había comenzado semanas atrás.
De repente se sintió con la capacidad de sacar al otro coche de la
carretera, de terminar con la persecución por la vía rápida en determinados
giros bruscos en los cruces de calles, pero se estaba frenando en cada curva,
no sabía el motivo, pero lo hacía. Llevaba el coche a menos del límite, y eso
le hacía preguntarse el por qué.
«¿No quiero detenerlo? ¿Deseo alargar el proceso? Esto no tiene sentido.
Ha detonado una bomba que ha acabado con cientos de personas, ha jodido
toda la operación, me ha dejado en evidencia como responsable del operativo,
ha disparado a África. ¿Por qué no puedo detenerlo? ¿No puedo? ¿No quiero?
¿Deseo que siga vivo porque él da sentido a mi labor dentro del departamento
y del programa de casos imposibles? ¿Es él mi archienemigo como Moriarti
lo es para Sherlock? Eso es absurdo. Este hijo de puta no se puede escapar».
Y accedió a su memoria para saber qué se podía hacer con el modelo de
coche que conducía para llevarlo a su límite por fin, eso hizo y usó ese
conocimiento para embestir al Ford Fiesta en el lateral izquierdo y hacerlo

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salir de la carretera cuando acababan de acceder a la A-42 en dirección a
Toledo.

Quedaba más de hora y media para amanecer y la carretera estaba desierta


cuando el coche que conducía perdió el control para abalanzarse hacia el lado
contrario al que Juan tenía girado el volante.
El Ford Fiesta dio dos vueltas de campana al llegar a la cuneta y acabó en
la misma tras dejar un reguero de cristales rotos y chirridos de metal. Tardó
casi medio minuto en detenerse, justo trece metros antes que el Volkswagen
Golf que lo había empujado sin contemplaciones. Del Golf se había bajado
una chica joven y rubia que portaba una pistola entre las manos con
intenciones hostiles.
La joven policía estaba con las piernas separadas ante el Ford y apuntaba
decidida, aunque eso no era necesario decirlo, ya lo dejaban claro sus
palabras.
—Hijo de puta, tú no sales de esta con vida.
—Me rindo, has ganado. No sé cómo lo has hecho, pero me rindo,
ayúdame a salir del coche.
La chica apretó el gatillo, pero no con la suficiente fuerza, no era capaz de
disparar. Llegado el momento que tanto esperaba, no se sentía capaz de
hacerlo. Se centró en calmar los nervios antes de decir:
—Eso tendrás que hacerlo tú solo, no pienso dejar de apuntarte. Vamos,
sal de ahí.
—No puedo, estoy atrapado bajo el volante.
—Pues tendrás que esperar a los bomberos.
—No, no esperaré a eso, me sacarás tú.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—Llevo un detonador en la mano, mira, aquí está —lo enseñó despacio, la
chica se estremeció al ver el artefacto—. Es una carga nuclear idéntica a la
que hice detonar en el banco, esta vez reventará el hospital 12 de Octubre.
Sácame de aquí y deja que me vaya en tu coche o morirán cientos o miles de
personas más.
La policía dudó durante unos segundos. Juan la tenía en sus manos.
Accedió a sacarlo del coche, lo hizo despacio, mientras él sostenía el
detonador y lo dejaba en todo momento alejado de las manos de ella. En su
otra mano, el tipo blandía una pistola con la que le apuntaba al pecho en todo
momento.

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Juan había llegado cojeando ante la puerta del conductor del Golf, sin
dejar de apuntarla con el arma y con el detonador en la otra mano.
—Eres buena, no esperaba que un policía me descubriese, apúntate ese
tanto. Es el último.
—No has podido despistarme en ningún momento esta noche, te seguiré
hasta tenerte entre rejas o matarte, te lo garantizo.
—Me gusta esa mirada de odio y la determinación de tus palabras
amenazantes, pero no te servirán de nada. Me marcho con el coche y no me
volverás a ver.
—Te volveré a ver, y luego me aseguraré de que sea en la prisión o en el
Anatómico Forense.
—No, no lo creo.
Y le disparó dos veces en el pecho. La inspectora cayó al suelo a la vez
que el Golf salía derrapando en dirección sur.

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Se lo debía a todos

Hugo Moretti acababa de llegar a casa y permanecía de pie en la entrada a


oscuras, pues él no encendía o apagaba nunca las luces, eso lo hacía Esther,
cuando de repente sintió el dolor punzante en el pecho. La sensación de que
todo iba mal era algo a lo que no conseguía acostumbrarse desde que volvió
al Cuerpo como asesor y conoció a Esther y su habilidad para meterse en líos.
Esa chica nunca pensaba en resolver un caso tirando de refuerzos y esa actitud
suicida iba a provocarle a él un infarto tarde o temprano.
Llamo a la inspectora, pero esta no descolgó el teléfono. Lo intentó con
África y Fernando, fue este último el que por fin dio señales.
—¿Moretti?
—Fernando, ¿qué está pasando?
—¿No sabes nada de Esther?
—No, intuyo que tú tampoco.
—No puedo hablar ahora, te lo resumo: África ha recibido un disparo en
el pecho y la acompañamos en un coche patrulla al hospital, voy con un
compañero que nos ha asignado el comisario. Esther salió en persecución del
asesino.
—¿Va sola?
—Sí.
—Joder, joder. ¿Hay alguna forma de apoyarla con refuerzos?
—No sé cómo lo está persiguiendo, seguro que ha robado un coche.
—¿Sabes en qué coche va el asesino?
—Claro, marca, modelo, color y matrícula, me los ha dicho Gallardo antes
de salir corriendo tras él. Memoriza…
—Ya lo hago y llamo para que todos lo busquen. Ponte también con el
operativo y deja a África para los médicos.
—Ahora mismo.
Tras colgar, Moretti llamó al comisario y le dio los datos del Ford Fiesta.
La promesa de Simón no servía de mucho en ese momento. Hugo se
sentía tan indefenso como cuando, en un caso anterior, él mismo había sido

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secuestrado y se encontraba encerrado y maniatado. Ser ciego era un fastidio
para cualquiera, pero más para un policía desesperado que teme por la muerte
de la persona que más le importa.
«¿Qué estás haciendo, Esther? ¿Por qué no coges el teléfono? ¿Estás
bien? ¿Por qué tienes que ser tan testaruda? Después de esto deberíamos
hablar de la posibilidad de montar una agencia de detectives, hacerlo en serio,
dedicarnos a buscar personas o aclarar infidelidades».
¿Preparar una cena? ¿Limpiar un poco? ¿Acostarse e intentar dormir?
Claro… Lo único que deseaba era tener un arma entre las manos y disparar
sin cesar a las paredes para desahogarse.
«¿Dónde estás, Esther?».

Cuando planificó durante años la operación, su venganza, calculó todo tan al


detalle que incluso contempló el nivel de riesgo de cada momento, el de la
huida tras la detonación era el mínimo, incluyendo la compra de las armas en
el mercado negro, cosa fácil en una ciudad como Madrid. La entrada al banco
con el equipo era lo más arriesgado y así lo había asumido porque no
dependería solo de él, habría muchos terceros implicados que podrían arruinar
la operación. Ahora se enfrentaba a una pesadilla, solo una joven policía lo
había estropeado todo, esa chica lo había descubierto, seguro que lo siguió
desde el banco a la estación y luego adivinó su siguiente movimiento, o le vio
dirigirse al andén, lo siguió por allí en silencio o intuyó que la salida de Sol
era la más concurrida y efectiva para él. Esa jodida chica lo había sacado de la
carretera y encañonado con el arma, si hubiera sido de gatillo fácil… ahora
todo habría acabado de la peor forma para él. ¿La había matado? Claro que sí,
dos disparos a bocajarro en el pecho, nadie sobrevive a eso. Si no murió en el
acto, tardaría segundos agonizando en la cuneta de la carretera.
Sí, ahora estaba a salvo, aunque no se sentía seguro, no después de lo que
había pasado en la última hora.
Hizo balance de lo sucedido y de la situación actual.
No había colaboradores vivos, así que no lo buscarían para pedir
explicaciones por haberlos engañado. La Policía, Guardia Civil y demás
cuerpos de seguridad estarían centrados en la plaza de Cibeles. La chica
policía ya estaba muerta y no había rastro de los que la acompañaban en el
piso de Príncipe Pío, seguro que la otra chica también murió al dispararle. La
carretera estaba desierta y le esperaba una habitación en un hostal de Córdoba
en el que usaría uno de sus dos DNI falsos para registrarse. Usaría el otro para

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tomar un vuelo en el aeropuerto de Málaga, cuando se hubiera deshecho de la
pistola y se hubiera colocado la peluca y las gafas que llevaba en la mochila,
aunque no eran necesarias por el momento porque no mostraban su foto o
retrato robot en las noticias, eso ya lo había comprobado.
La información era poder. Controlar todo lo que veía y oía, además de lo
que sacaba de los canales de Internet sobre adelantos en el caso, lo mantenían
al corriente de la situación. Claro que no debía basarse en suposiciones, no
podía creer en lo que no había visto. Y no había visto a la chica muerta,
tampoco recordaba haber visto sangre en la camisa tras los disparos.
«Aun llevando un chaleco antibalas, esos disparos le habrán partido varias
costillas y no tiene vehículo para seguirme. Aunque consiga recuperarse y
logre parar un coche, la ventaja es decisiva. No me puedo arriesgar a
aumentar la velocidad y que haya controles de la Guardia Civil por la
carretera llevando un coche robado».
La intranquilidad aumentó dos niveles más. No podría sentirse a salvo
hasta haber salido del país. ¿Abortaría lo del hostal en Córdoba? Necesitaba
dormir unas horas para recuperar fuerzas, comer en condiciones y sentir la
mente lúcida al cien por cien de nuevo. Una tesitura incómoda ante su futuro
inmediato. ¿Parar para descansar aun a riesgo de ser localizado? ¿Seguir hasta
Málaga aun a riesgo de quedarse dormido mientras conducía? Fue el coche
que manejaba el que lo sacó de dudas. La desaparición del Golf se conocería
pronto y todas las comisarías tendrían en sus bases de datos la noticia y la
orden de detener el vehículo si era visto por patrullas y controles. Él había
calculado que tendría que cambiar de coche cada cinco horas si era robado de
noche o cada tres si lo robaba de día.
Pronto amanecería, ya se veía el cielo más claro a su izquierda. La noche
no lo cobijaría mucho más y tenía que seguir adelante porque desconocía
demasiados datos importantes para su seguridad.

Un sonido estridente la hizo despertar, una llamada a su teléfono.


El dolor era insufrible, sentía la falta de oxígeno, no porque no hubiera en
el aire, sino porque el pecho no respondía a sus órdenes para inhalarlo. Se
abrió la camisa de un tirón, rompiendo los botones, luego quitó las tiras de
velcro del chaleco antibalas de Kevlar que Hugo le había comprado dos años
atrás, tan delgado como para pasar desapercibido bajo la ropa, igual o más
efectivo que uno convencional, pero no minimizaba mejor los efectos

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secundarios de recibir uno o varios impactos de bala. ¿Tendría alguna costilla
rota? Mejor eso que perder la vida.
Menos mal que esa noche se lo había colocado para la misión de entrada
en el banco, porque nunca antes lo había hecho, mintiendo a Moretti en los
casos anteriores.
Logró recuperar el aliento a la vez que escuchaba los tonos del teléfono
móvil.
Se levantó del suelo con un esfuerzo titánico y miró en todas direcciones.
Balance rápido: naves industriales a oscuras y una carretera por la que no
pasaba nadie.
Cogió su arma del suelo, junto al Ford Fiesta siniestrado, una suerte que el
asesino no se la quitase, también para evitar eso la había arrojado lejos y él se
había conformado con la suya. Por fin sacó el teléfono y vio que la llamada
perdida era de Hugo, fue a llamarlo cuando sonó de nuevo, esta vez era el
comisario.
—¿Ramos?
—¿Dónde coño estás?
—En la A-42. El asesino se ha escapado en un Volkswagen Golf negro
matrícula 4321 GKL en dirección sur.
—Todo el mundo está buscando un Ford Fiesta.
—Ese vehículo no creo que sea un problema ahora.
—Ya veo que el problema es otro mucho más grave.
—Ni te lo imaginas. No solo hay que buscar el Golf, también evacuar el
hospital 12 de Octubre y los edificios de los alrededores.
—¿De qué coño me hablas?
—El asesino lleva un detonador y ha puesto otra bomba idéntica a la del
banco en ese hospital.
—Esto no puede estar pasando, el ministro no se lo va a creer.
—Pues te dejo con esa tarea. Mándame un… no, no es necesario.
Esther colgó el teléfono y se acercó a un coche que frenaba al ver el Fiesta
volcado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó un hombre de mediana edad tras bajarse
del Toyota C-HR gris que conducía.
—Es largo de explicar. Policía Nacional, tengo que requisar su coche.
—¿Cómo? ¿Está de broma?
Tras enseñar la pistola y la placa, Esther no esperó y se marchó con el
nuevo vehículo en la dirección por la que había huido su presa.

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Otra persecución más, otro motivo para disparar antes de hablar y evitar
que ese lunático matase a miles de personas en el hospital más concurrido del
país.
Iba a toda velocidad, pero se permitió hacer una llamada a Hugo, sería
breve, para decirle que estaba bien y omitir que su chaleco de Kevlar tenía
dos marcas, pero había cumplido con la función. No era necesario decir nada
porque no había nada grave que lamentar, por ahora.
«Por ahora».
¿Cuánta ventaja en kilómetros le sacaría el asesino? Calculó todas las
posibilidades, si iba a toda velocidad o respetando los límites para no llamar
la atención, si se había desviado a alguna población cercana o seguía hacia el
sur para dejar la Comunidad de Madrid atrás. Tocaba usar la psicología, su
especialidad.
«Él cree que me ha matado. Y, aunque no fuera así, sabe que no tengo
vehículo para seguirle. Si se sintiera perseguido iría a toda velocidad y
tomaría un desvío cercano para desaparecer por la red de carreteras de los
pueblos de la zona. No tiene motivos para sentirse perseguido, así que
respetará los límites para no llamar la atención de controles policiales y
tratará de alejarse de la capital lo máximo posible. Eso es lo que haría yo en
su situación».
No llevaba más de cinco minutos al volante cuando vio las luces, luego
oyó la sirena.
«Si la Guardia Civil me persigue por exceso de velocidad es porque el
asesino ha pasado a velocidad legal, de lo contrario lo perseguirían a él en
estos momentos, mi planteamiento anterior es correcto, pero ahora tengo que
evitar que me detengan e impidan seguir mi camino».
Tomó el teléfono.
—¿Gallardo?
—Vuelvo a la persecución, voy en un Toyota C-HR gris. Necesito que
llames al responsable de la Guardia Civil para evitar que una de sus patrullas
me entorpezca y pase a convertirse en una ayuda.
—Tengo al comandante a mi lado.
—Bien, diles que unos kilómetros por delante va un Golf negro, es al que
hay que detener, aunque antes deberíamos estar seguros de que se ha
evacuado el hospital.
—Gallardo, ¿sabes cuánto se tarda en sacar a más de mil personas de un
edificio, teniendo en cuenta que la mayoría están en camillas y muchos

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conectados a máquinas de soporte vital? No hemos hecho más que empezar,
podrían ser horas.
—¿Horas? Joder, llegará a Andalucía antes de que podamos detenerlo.
—Si se siente acorralado…
—Lo sé, lo sé.
—Si te encuentras en la tesitura, tendrás que hacer lo necesario.
—No he sido capaz hace un rato y ese cabrón se ha escapado después de
meterle dos balas a mi chaleco antibalas. Hablando de eso, ¿cómo está
África?
—Pulmón perforado, pero saldrá de esta, ha preguntado por ti.
—Se preocupa más por mí que yo por ella, hay que joderse.
—Concéntrate en la carretera, te quitaremos a la patrulla de detrás.
—Gracias.
Y colgó.
Veinte segundos más tarde, las luces y sirena desaparecieron, pero el
coche patrulla siguió tras ella.
Solo quedaba seguir por la desierta carretera y tocar madera para que el
asesino no hubiera decidido tomar un desvío y mandar su psicología a la
basura para desaparecer definitivamente.

Pronto amanecería y el lugar seguía sin tener toda la contención que el


general Pardina había solicitado, ni siquiera sus soldados eran capaces de
mantener a los curiosos y la prensa alejados de la zona cero. Acababa de
llegarle un mensaje de los especialistas en armas nucleares para decirle que la
radiación del lugar solo sería preocupante si los operarios pasaban más de
cien horas trabajando en el lugar. ¿Qué coño significaba eso? Llamó al
remitente en el acto.
—Soy Pardina, acabo de recibir el informe, ¿qué coño significa eso?
—General, la carga de uranio es mínima como para destruir una ciudad,
eso ya lo habrá deducido usted, pero suficiente como para ocasionar daños a
la población que quede expuesta a la radiación.
—Sigo sin comprender. Imagine que soy un niño pequeño y que no tengo
la más mínima paciencia.
—Está bien. Si una persona pasa por el lugar y se queda un buen rato, no
le pasará nada. Si alguien vive a menos de doscientos metros, a la larga
sufrirá daños irreversibles.
—¿Cuánto tiempo estará la radiación en la zona?

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—Entre cincuenta y setenta años.
—¿Me está tomando el pelo?
—¿Usted qué cree?
—¡Me cago en Dios!
No colgó el teléfono, lo tiró con todas sus fuerzas contra la pared y este se
partió en varios pedazos.
—¡Necesito otro teléfono! ¡¡Ya!!
Metiendo la tarjeta SIM en el nuevo terminal, llamó al ministro del Interior
sin saber cómo cojones decirle lo que acababa de oír. Cuarenta segundos más
tarde volvió a tirar el nuevo teléfono contra la pared con idéntico resultado.
«Me van a crucificar, joder. ¿Cómo coño se ha ido todo esto de las
manos? Debí tener el control desde el principio y nada de esto habría
ocurrido».
Tras llamar al comisario de la Nacional y al comandante de la Civil, se
fueron a una zona alejada del camión, en los jardines del cuartel.
—¿Cómo hemos llegado a esto? Quiero una respuesta, aunque intuyo que
solo me vais a dar excusas.
—Hemos seguido el procedimiento al pie de la letra a pesar de los pocos
datos con que contábamos —dijo el comisario.
—Excusas. —Miró al comandante.
—Coincido con mi homónimo. El teniente Heredia es mi mejor hombre y
ha investigado durante el proceso con la mejor diligencia.
—Pues la ha cagado, a los hechos me remito. ¿Acaso no ha visto la que
hay montada a unos metros?
—Con todos mis respetos, general, el teniente ha dado su vida por…
—Muchos de mis soldados han dado sus vidas en las misiones que se les
había encomendado, no me venga con esas. Pisar una mina, caer en una
emboscada o recibir una puñalada en el pecho por una prostituta afgana…
todo eso se podía haber evitado si el soldado fuese más inteligente. ¿Sabe por
qué lo digo? Porque otros soldados no pisan la mina, no entran en una
emboscada ni se acuestan con prostitutas afganas.
—Siento que eso es una falta de respeto hacia mi oficial.
—Me importa una mierda. Ustedes la han cagado y pienso asegurarme de
que paguen por sus errores, de que paguen por eso —dijo señalando con el
brazo en dirección a la plaza.
El general los dejó con la palabra en la boca y regresó al camión.
—Necesito un cigarro —dijo Simón, que llevaba quince años sin fumar, y
bien que le costó dejarlo.

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—Toma. —El comandante le extendió su paquete de Marlboro, llevaba el
mechero dentro de la cajetilla.
El comisario sacó dos cigarros y le tendió el otro a su acompañante,
además de prenderle el mechero y devolverle el paquete luego.
—Ese cabrón nos va a joder de lo lindo.
—Lo sé, Ramos. La única parte positiva, porque hay que buscarla donde
la haya, es que ya tenemos una edad y el retiro nos vendrá bien.
—La negativa será vivir con el cargo de conciencia de haber perdido a
tantos buenos chicos en esa explosión, además de no haber impedido que el
cabrón que ideó esto se saliese con la suya. Creo que no volveré jamás por la
zona para no ver lo ocurrido.
—No le has contado lo de tu inspectora siguiendo al sospechoso.
—No, no lo he hecho. —Dio una larga calada al cigarro—. Este tipo sería
capaz de movilizar al ejército y provocar que se detonase la bomba del
hospital.
—Se acabará enterando de que lo estamos evacuando y se enfadará aún
más por no haber sido informado.
—Pues que nos detenga, estamos haciendo lo correcto.
—Espero que así sea, estás dejando la detención del tipo más peligroso
del país en manos de una chica.
—Es la mejor, solo lamento que ella no lo sepa.

¿Qué es lo que Esther no sabía y qué es lo que sí sabía de la situación?


Sabía que, si el asesino —atacador o terrorista, mismo daba el apelativo—
seguía por esa carretera, podría interceptarlo en minutos a esa diferencia de
velocidad. Sabía que iba armado con una pistola a la que le faltaban tres balas
en el cargador —si no contaba con más cargadores—. Sabía que se desharía
del coche en breve y tenía que interceptarlo antes de que ocurriese,
posiblemente antes de que hubiera luz suficiente para localizarlo a simple
vista. Sabía que tenía sueño, que estaba agotada físicamente —debía ir más a
menudo al gimnasio—, y que le dolía el pecho al respirar, otra vez se había
partido una o más costillas en un caso. Sabía que todo dependía de sus
suposiciones, aunque su psicología era muy efectiva o lo había sido en el
pasado. Sabía que aquello era una pesadilla, pero no iba a despertarse porque
no estaba dormida.
No sabía dónde estaba el tipo. No sabía con seguridad si seguía en el
mismo coche, aunque no había visto otro abandonado en el arcén que indicase

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un cambio. No sabía si el detonador era realmente de otra bomba en el
hospital o usó esa estratagema para poder escapar. No sabía si iba a poder
detenerlo, siquiera a encontrarlo. Ni siquiera sabía si iba a ser policía cuando
terminase esa semana, quizás no estuviese viva si se encontraba de nuevo con
el asesino y esta vez le disparaba en la cabeza.
Ella ahora solo podía hacer dos cosas: acelerar a fondo y desear con todo
su ser que el tipo siguiera en algún punto cercano de la misma carretera.
Bueno, también deseaba salir de esa noche con vida y no ser expulsada del
Cuerpo por haber cometido otro error grave en el caso, un error que había
costado muchas vidas.
«Eso es mucho desear, Esther, no te hagas ilusiones. Lo de mantener el
puesto no depende de ti, ni siquiera deteniendo o acabando con el asesino. Lo
de seguir viva… ahora me viene a la mente el caso en el que un expolicía
lunático me puso a prueba. Un duelo a muerte, eso parece esta persecución.
No puedo volver a flaquear, tengo que abatirlo en cuanto tenga la próxima
oportunidad, seguro que la última».
Miró una fracción de segundo por el espejo retrovisor interior, ahí seguía
la patrulla de la Guardia Civil. No había visto más incorporándose a la
persecución en esos kilómetros. Esperaba que el comisario hubiera dado los
datos del Golf que perseguían y que otras patrullas se les uniesen, pero no
había ocurrido aún. El velocímetro marcaba ciento ochenta y siete por hora, el
máximo que daba el coche, esperaba que fuese suficiente. Si el Golf iba a
ciento veinte… sesenta y siete por hora de diferencia provocaban un
acercamiento de poco más de un kilómetro por minuto. ¿Cuánto tiempo pasó
desde que él se marchó hasta que ella tomó prestado el Toyota para salir tras
su rastro? Las matemáticas no habían sido nunca su fuerte, pero el tipo no
podría andar muy lejos. Pronto llegaría a la provincia de Toledo.
No lo había pensado del todo y ya vio el cartel de la entrada a la nueva
provincia a algo más de cien metros. La luz del amanecer invadía la carretera
y el paisaje más allá. Las siete menos veinte de la mañana.
Tenía que encontrar el Golf antes de que este acabase en el arcén y el
asesino ya se hubiera esfumado en otro coche imposible de rastrear hasta que
se denunciase su desaparición horas más tarde.
Y entonces vio la figura negra al fondo, casi a un kilómetro. Imposible de
reconocer el modelo y marca aún, pero unos segundos más tarde no cupo
ninguna duda cuando el coche negro comenzó a acelerar y Esther comprendió
la complicación de reducir la distancia que los separaba.

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La parte positiva era que lo había localizado de nuevo, la negativa era que
su coche no parecía más rápido que el Golf en velocidad punta y no sabía cuál
de los dos se quedaría antes sin gasolina.
La distancia era de más de ciento cincuenta metros y comenzaba a haber
tráfico en la autopista, coches a los que adelantar y que podrían suponer un
contratiempo. Posiblemente el coche patrulla de la Guardia Civil que la
escoltaba tuviese más velocidad, pero no se fiaba de pedirles que
neutralizaran al asesino, tampoco podía detenerse para montarse con ellos en
el patrulla, perdería unos minutos valiosos en los que el Golf podría
desaparecer en una salida de la autopista. ¿Había algún helicóptero en la zona
apoyándolos? No lo veía al mirar hacia el cielo. Una operación tan importante
y no contaba con un pájaro… ¿qué estaba pasando? ¿Se estaban centrando
exclusivamente en la zona donde había explotado la bomba?
Llamó al comisario de nuevo.
—Simón, ¿por qué no tengo un pájaro de apoyo?
—Me consta que se ha solicitado, pero sale desde Ciudad Real y por eso
aún no habrá llegado. ¿Tienes visual sobre tu presa?
—La tengo, pero está algo lejos y su coche tiene algo más de velocidad
que el mío, temo perderlo. ¿Cómo va la evacuación del hospital?
—Lenta, como te dije hace solo unos minutos. Danos unas horas.
—No tengo horas, me queda menos de un cuarto de depósito de gasolina
y a esta velocidad no creo que dure más de treinta minutos. Recuerdo que, al
robar el Golf, este tenía casi lleno el depósito y ha estado conduciendo hasta
ahora a una velocidad legal, por eso me temo que se escapará si no lo
vigilamos desde el aire o con más patrullas que se sumen a la persecución.
—La Policía Local y la Guardia Civil en Toledo podría cortar la autopista.
—¡No! Tú mismo me pides paciencia para evitar que detone la nueva
bomba.
—Lo sé. Los artificieros están buscándola en el hospital, pero el edificio
es enorme y podría estar escondida en cualquier parte. Solo podemos esperar.
—Ya, pero tiempo es precisamente lo que no tenemos. Esto es como
pretender pescar en un río sin poder lanzar la caña.
—Tus metáforas siempre son de primera, Gallardo.
—Por desgracia.
Miró el indicador del combustible, parecía que bajase a la velocidad del
segundero de un reloj.

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Había estado mirando por el espejo retrovisor cada pocos segundos cuando
dejó a la chica por muerta, pero al no ver que le siguieran, se había relajado y
confiado en que no aparecería nadie a su espalda. Pura suerte que desviase la
mirada una vez más y pudiera ver que había aparecido un coche a toda
velocidad acercándose. Pensó en ese momento que podría tratarse de algún
amante de las carreras, de esos que salen de madrugada y aprovechan la
autopista vacía para poner a prueba el motor de sus coches, pero ese modelo
no era de los típicos que uno se encuentra haciendo locuras por las carreteras.
Aceleró a todo lo que ofrecía el Golf y comprobó que el Toyota seguía tras su
senda, y nada menos que escoltado por una patrulla de la Guardia Civil. Si el
Toyota fuese un corredor ilegal, la patrulla lo estaría persiguiendo con las
luces y la sirena activadas, así que ya no cabía duda.
Juan se volvió a sentir acorralado.
«¿Cómo es posible? ¿Otra vez? ¿Me siguen desde el aire? Por la noche no
podría haber visto un helicóptero, pero ahora hay luz y no se ve nada en el
cielo».
A la vez que adelantaba a otros coches, fue pensando en los motivos para
que siguieran tras su rastro; no solo eso, sino también en la forma en que lo
seguían. La chica a la que disparó debió informar y eso solo pudo hacerlo
después, así que no la mató, llevaría un chaleco antibalas. El hecho de que no
hubiera una docena de patrullas a su lado y controles durante esos kilómetros
que había recorrido tras agenciarse el Golf indicaba que ella había
mencionado lo de la bomba en el hospital, por eso la presión era mínima, para
impedirle que detonase dicha bomba. Ese era su salvoconducto, lo único que
podría usar para seguir sin excesiva presión, pero tarde o temprano se
lanzarían a por él. ¿De cuánto tiempo disponía? Si estaban evacuando el
hospital, tras haberlo hecho se lanzarían a por él sin contemplaciones. Si
detonaba la bomba, lo harían igualmente. Estaba perdido, a no ser que
consiguiera despistar a los dos coches que lo seguían, pero eso solo podría
hacerlo en una carretera de curvas y conduciendo de una forma más hábil que
el Toyota y el coche patrulla.
En la pantalla del salpicadero observó el GPS y vio una salida a un
kilómetro, era una carretera nacional que comunicaba con Mocejón, hacia el
este. No había otra alternativa, se lo jugaba todo a esa carta.
No quiso revelar su intención hasta que fuese demasiado tarde, así que
redujo la velocidad poco a poco, dejando de acelerar hasta regresar a los
ciento veinte por hora. El desvío ya estaba a diez metros cuando giró el
volante y entró en el carril de salida. El Toyota y el coche patrulla lo habían

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alcanzado en ese punto, pero seguían a mucha más velocidad que él y no
pudieron tomar la salida, se pasaron de largo.
El Golf frenaba para no salirse de la curva mientras sus dos perseguidores
también tuvieron que frenar a fondo al comprender su error; ahora tendrían
que girar en mitad de la autopista y sortear a los coches que venían de frente
para incorporarse a la desesperada a una persecución en la que habían perdido
un tiempo valioso, eso contando con que no se accidentaran en la maniobra.
Juan ya estaba en la nacional acelerando de nuevo y comprobando por los
retrovisores que no se veía rastro de los dos coches, Mocejón estaba a ocho
kilómetros, pero tenía a seis y medio un desvío hacia la derecha, aunque eso
le derivase a Toledo capital, donde habría más posibilidades de encontrarse
con otros coches patrulla. Si continuaba recto llegaría a Algodor, luego a
Villasequilla, una suerte de pueblos donde no sabía cómo esconderse o si
tendría la posibilidad de robar otro coche.
No sabía calcular cuánto tiempo tendría hasta que volvieran a estar a su
zaga, quizás solo diez minutos, con suerte, así que debía aguzar los sentidos
para buscar una vía de escape en ese margen de tiempo.
«Esta parte final del plan se está convirtiendo en una pesadilla
interminable».

Esa parte final de la operación se estaba convirtiendo en una pesadilla


interminable, pensaba Esther a medida que las fuerzas la iban abandonando y
no encontraba la forma de detener al fugado con garantías de que no
provocase una segunda tragedia.
La luz de la reserva estaba encendida y no tenía delante al Golf, se le iba a
escapar. Ahora sí que sería una locura detener el coche para montarse en el
patrulla que la seguía. ¿Y dónde demonios estaba el helicóptero?
Fue pensarlo y lo vio sobre su parabrisas delantero. Por fin.
Cuando iba a detener el coche porque el motor comenzaba a ir a tirones en
la aceleración, vio llegar de frente a un ángel salvador de color negro con
detalles azules.
«Quién sabe, quizás esto sea un golpe de suerte, aunque nunca he
conducido algo así, cuestión de aprender sobre la marcha».
Pisó el freno a tope y cruzó el coche en mitad de la carretera para impedir
que la moto se le escapase. Bajó del Toyota y enseñó la placa y la pistola al
motorista.
—¡Policía, necesito tu moto!

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—¿Cómo?
—Ya lo has oído, también el casco.
El coche patrulla de la Civil paró a su lado, ella gritó que no lo hicieran,
que siguieran el camino, que ya los alcanzaría. Y ellos obedecieron.
Se puso el casco y montó sobre la moto, comprobando que pesaba
infinitamente más de lo que había imaginado, ante la mirada de enfado y
asombro a partes iguales del pobre chico que ya la daba por perdida.
Sabía cómo cambiar las marchas, cómo acelerar y usar los frenos, además
de manejar las inercias, aunque eso solo en la teoría estudiada años antes.
Manejar una… ni siquiera un ciclomotor.
La Yamaha R1 rugió con sus doscientos caballos y salió disparada tras el
coche patrulla que había desaparecido medio minuto antes en la siguiente
curva. Esther solo oía su respiración acelerada y sentía las pulsaciones en el
cuello por el estado de nerviosismo. No llevaba la ropa de protección del
chico al que le había confiscado la moto y sabía que, aún con ella, no tendría
muchas opciones de salir con vida de un accidente a más de ochenta por hora.
Y la moto ya iba a ciento cincuenta en solo cuatro segundos acelerando y
cambiando de marchas. Adelantó al coche patrulla en otros cinco segundos
más y, a doscientos por hora, siguió acelerando para interceptar al Golf.
Una curva, otra, frenaba de vez en cuando porque no se fiaba de tumbar la
moto demasiado, pero siempre recuperaba con la excepcional aceleración. Se
iba haciendo con la montura segundo a segundo, lo que le hizo pensar que
quizás podría manejar una avioneta o un helicóptero si leía los manuales de
uso, no estaba mal eso de su memoria eidética, aunque el miedo a tener un
accidente le hizo dejar de pensar en lo que ahora menos importaba.
En un rápido vistazo al cielo pudo ver que el helicóptero de la Civil estaba
sobre el horizonte, bien, estaba siguiendo al coche del asesino, señal
inequívoca de que este no había cambiado de vehículo y seguía por la misma
carretera. Lo peor de todo era la comunicación con los demás, no podría
llamarlos al móvil ni recibir sus llamadas mientras conducía. El comisario,
Moretti y los demás se preocuparían. Claro que, hablando de preocupaciones,
no era esa de las más importantes ahora, sino evitar matarse en una curva y
detener el Golf impidiendo que el asesino detonase otra bomba; eso último
era lo que más difícil se le antojaba.
«Solo podría impedir que detonase la bomba si lo mato antes de darle
opciones de pulsar el botón».
Si se acercaba muy rápido con la moto a su coche, él, que ya había
demostrado ser muy inteligente, comprendería que esa misma moto se había

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cruzado en sentido contrario con su coche un minuto antes, y que ahora
llevaría otro conductor, uno peligroso para sus planes de huida.
¿Cómo hacerlo? Tampoco tenía tiempo para pensarlo, pues vio al Golf al
fondo de la recta por la que circulaba. Dejó de acelerar para bajar la velocidad
a ciento cincuenta, suficiente para acercarse a él en menos de un minuto y sin
que pareciera que lo perseguía. Claro que el tipo estaría alerta tras ver el
helicóptero sobre él.
Su pierna tembló de repente, una llamada entrante en el móvil, casi perdió
el control de la moto, no había pensado en eso. No podía pensar en eso, pues
no importaba quién la llamaba ya que no estaba en situación para descolgar.
Lo único que podría hacer que soltase el manillar era sacar su arma para
disparar al asesino.
«Relájate, Esther, hazlo por el bien de la misión, también por volver sana
y salva a casa, junto a Hugo. Hazlo por África y por todos los que han caído
en el banco. Céntrate en lo que tienes que hacer ahora. Joder, como si supiera
lo que tengo que hacer».
Ya estaba a cincuenta metros del Golf.

Vio el helicóptero sobre su cabeza y supo que la cosa se estaba complicando


demasiado, si no lo estaba ya. Le quedaba poco más de un cuarto de depósito
y no se había cruzado con otros coches por esa nacional para cambiar de
vehículo, solo una moto que no sabría manejar. Y entonces vio la moto de
nuevo.
«Joder, esto no puede estar pasando. Dudo que el conductor se haya
olvidado el paquete de tabaco en casa y regrese a por él, debe de tratarse de
uno de los policías que me persigue tras confiscar la jodida moto».
¿Seguiría siendo una baza a su favor el que pensaran que él detonaría una
bomba en un hospital? Desde luego que era lo único con lo que podía jugar
para seguir con opciones de salir libre del entuerto en el que se había metido.
Tenía sobre el asiento del acompañante el arma y el detonador, pocas
garantías vistas ahora sobre la marcha.
La motocicleta se acercaba despacio, a medio gas podría sobrepasarlo sin
problema aunque él fuese al límite de lo que le permitía el coche por una
carretera nacional con menos rectas y muchas más curvas.
Si se trataba de un policía, ¿qué podría hacer? ¿Disparar desde unos
metros de distancia a sus ruedas? ¿Embestir el coche con la moto? Eso último
era menos probable, sería un suicidio para el motorista.

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No, debía centrarse en el helicóptero. Quizás se quedase sin combustible
antes que él y tuviera que regresar a la base, pero podrían aparecer otros. Los
coches no le importaban tanto como los vehículos aéreos que lo siguieran. Y
no se atreverían a cortarle el paso tras saber lo del detonador.
El caso es que, a ese ritmo, llegaría a la costa de Andalucía para tomar un
barco o avión cuando ya hubieran desalojado el hospital.
Estaba acorralado, si no lo había pensado antes era porque no quería
hacerlo, pero era una realidad cada vez más certera en su mente.
El viaje estaba llegando a su fin, pronto se reuniría con su padre y le
rendiría cuentas. Había detonado la bomba en la bóveda tras asaltar el banco,
pero no sabía si el oro había quedado inutilizado, las noticias seguían sin decir
nada sobre el paradero del botín. ¿Ocultaba ese dato el gobierno o es que se
habían trasladado los lingotes a lugar seguro en los días previos? Si lo
capturaban o mataban sin haber cumplido con su misión, todo habría sido en
balde.
Se concentraba en la carretera mientras seguía el avance de la moto, ya la
tenía a pocos metros de su paragolpes trasero.
Frenó en seco y vio cómo la moto trataba de evitar la colisión girando
hacia la izquierda.
Reconoció su cuerpo flacucho y la ropa que vestía.
«No me lo puedo creer, ¿pero es que no te vas a morir nunca? Hija de
puta, debí dispararte a la cabeza».
Aceleró de nuevo mientras veía de reojo cómo la chica trataba de sacar su
arma mientras controlaba la moto. No le había disparado ni podría hacerlo
con efectividad mientras tuviera que evitar caerse o colisionar contra su
coche, que era lo mismo. Juan solo tendría que manejar el coche de una forma
caótica para impedirle que lo disparase, aunque eso cambiaría en el próximo
frenazo, y sería en la siguiente curva.
Clavó los frenos a la vez que cogía su arma y disparaba a la moto, no tuvo
la oportunidad de apuntar, pero fueron cuatro balas al bulto. Estaba seguro de
que dos de ellas habían impactado en la moto, quizás eso le hubiera pinchado
la rueda delantera o inutilizado el manillar.
Tendría más oportunidades en las siguientes curvas.

Esther sintió las dos balas chocando contra el carenado delantero, habían
partido el mismo, pero la moto estaba bien. El hijo de puta la había
sorprendido y seguro que lo intentaba en las siguientes curvas. Tendría que

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estar más atenta y frenar más rápido, a la vez que trataba de meterse en el
costado contrario del coche para estar más a salvo y disponer de más tiempo
para responderle con fuego.
El coche patrulla ya estaba tras ellos, pero no servía de mucha ayuda pues
seguía a la espera de órdenes y las anteriores eran las de no intervenir. Las
mismas que ella tenía, las mismas que ella había dado para evitar otra
catástrofe en la ciudad de Madrid.
Tras la maniobra anterior, había perdido muchos metros de distancia, pero
los recuperó en solo tres segundos acelerando a tope, esta vez sin quedarse tan
cerca del Golf.
Otra curva al frente, otra oportunidad del asesino para acabar con ella.
No, no lo tendría tan fácil.
Por el caso, por África y por los que habían caído…
Sacó su arma y la empuñó con su mano izquierda, apuntando al coche,
mientras se preparaba para accionar los frenos de ambas ruedas y posicionarse
donde ella quería.
El Golf hizo lo que ella esperaba, lo mismo que la vez anterior, ella
sorprendió al conductor con su maniobra por el otro lado y le disparó a través
de la ventanilla del acompañante tres veces, luego trató de controlar la moto.
El asesino volvió a acelerar, pero esta vez de una forma más extraña,
trazando pequeñas curvas, claro que estaría sorprendido por la reacción de
ella, eso o que había recibido alguna de las tres balas.
Esther recuperó el control de la moto y se preparó mentalmente para la
siguiente curva. ¿De qué forma podría volver a sorprender a su adversario y
tener otra oportunidad de dispararle?
La curva llegó y ella ni pensó, solo dejó que la moto cambiase de trazada
para acercarse a la puerta del conductor y disparó sin cesar hasta terminar el
cargador, asegurándose de que cuatro de las balas entrasen en el pecho del
asesino. Sin preocuparse de frenar luego, tampoco había espacio ni tiempo
para hacerlo y permanecer en la carretera. Se lo debía a África, al
departamento, al caso que seguía, a todo lo que había perseguido en su vida.
Se lo debía a Moretti, él había apostado más que nadie por ella.
Se lo debía a todo y a todos.

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Siniestro

Habían trasladado el camión donde estaban los responsables desde el cuartel


hasta la plaza de Callao, en mitad de la Gran Vía para alejarse de la zona de
máxima exposición. El perímetro de seguridad se había ampliado para todos
los efectivos que no llevasen trajes antiradiación, además de los que tuvieran
que permanecer trabajando en el operativo durante más de ocho horas
seguidas al día.
Si desalojar el hospital 12 de Octubre estaba suponiendo un trabajo
titánico, sacar a todas las personas que vivían dentro del perímetro establecido
era mucho peor; casi todos los que vivían o trabajaban en esos edificios eran
influyentes, adinerados y, por consiguiente, un grano en el culo de las fuerzas
de seguridad y del ejército. Todos y cada uno de ellos protestaban, se negaban
en rotundo a abandonar sus casas o dejar de trabajar, amenazaban con llamar
a este amigo o aquel familiar poderoso; al final acababan accediendo, sobre
todo tras oír lo que les pasaría si seguían expuestos a la radiación.
Simón Ramos salió del camión y allí vio fumando al comandante Manuel
León.
—¿Otro café?
—El ejército ha evacuado la plaza y a los del Starbucks no les ha dado
tiempo a cerrar el negocio, así que un soldado que trabajó en una sucursal
hace años está haciendo cafés para todos. ¿Te pido uno?
—No, ya estoy bastante nervioso.
—¿Cómo va la chica?
—No responde al teléfono.
—Ahora llamaré al helicóptero para que me informe sobre cómo va la
persecución. Entremos. —Y tiró al suelo el cigarro a medio fumar.

El Volkswagen Golf no tomó la curva, salió recto y saltó a más de cien por
hora sobre un campo de olivos, cayó de morro y dio una voltereta imposible
antes de seguir con el mismo número circense, antes de eso se había chocado

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lateralmente contra los más de doscientos kilos de la moto. Fueron más de
sesenta metros los que siguió avanzando mientras se convertía en un amasijo
de hierro, plásticos y cristales rotos. Cuando se detuvo fue como si el mundo
lo hiciera con él, pues no se oía ni el canto de los pájaros en un kilómetro a la
redonda en esa mañana de verano.
Ni un movimiento ni un susurro ni un quejido, nada oyeron los dos
guardias civiles que habían frenado el coche oficial tras ver la colisión y luego
bajado para afanarse en socorrer a las víctimas. El helicóptero bajó hasta
ponerse sobre ellos, pero poco podían hacer desde arriba, pues no había donde
aterrizar.
Los dos agentes fueron al coche, dentro encontraron el cuerpo de Juan con
los tres disparos en el pecho y la cabeza destrozada contra el airbag y el
salpicadero. Estaba muerto.
Luego fueron hacia el cuerpo que yacía a treinta metros del coche y veinte
de la motocicleta, un cuerpo menudo vestido con vaqueros azules y camisa
blanca, aún conservaba el casco negro, pero estaba inmóvil.
—Fran, llama a un helicóptero médico, ¡ya!

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Espera interminable

Simón Ramos aguardaba a que el comandante de la Guardia Civil terminase


la llamada. Manuel León había murmurado que la persecución ya había
finalizado y eso era una excelente noticia, más aún porque no había estallado
ninguna bomba en el hospital. Dos preocupaciones menos. Luego el
comandante se quedó mudo, escuchando antes de colgar.
—Noticias —dijo Simón con impaciencia.
—Noticias, sí.
—Malas, por tu semblante.
—¿Vamos a por un café, aunque sea descafeinado para ti?
—Prefiero que hables, no, prefiero que no lo hagas. Me cago en la puta…
no me digas que…
—El terrorista no podrá detonar más bombas, pero tu inspectora…
Simón miró hacia la derecha, los monitores de ordenador mostraban la
zona cero mientras doscientas personas trabajaban para tratar de dejar la plaza
como estaba, todos ellos con los trajes antiradiación. Parecían ángulos de una
escena de una película de ciencia ficción. A la izquierda, dentro del camión,
había carteles y folios con anotaciones cubriendo la pared. Evitaba mirar el
rostro de los que tenía a su lado, incluyendo el del comandante, porque sabía
que todos se transformarían en el de la inspectora. Trató de tragar saliva, pero
no la encontró en la boca. Se le había pasado el apetito, quizás tardase días o
semanas en encontrarlo de nuevo. ¿Le había dicho a Gallardo en las últimas
conversaciones lo que la valoraba y lo que significaba para el departamento?
No lo recordaba, ojalá tuviera esa memoria prodigiosa de ella, pues ahora no
recordaba ni su propia fecha de nacimiento.
—Infórmame, por favor.
—Llevan a la chica en un helicóptero médico, pero los golpes que ha
recibido tras accidentarse con una moto son considerables. No creen que…
—Esa chica es una roca, se recuperará.
—Me alegra que pienses eso. Ahora hay que centrarse en volver a ocupar
el hospital tras peinarlo primero hasta dar con la bomba, si es que hay una, y

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también en llamar al general para decirle que tenemos al terrorista.
—Hazlo tú, yo tengo que llamar a la pareja profesional y sentimental de la
chica.
—Mi tarea se me antojaba complicada hasta que has dicho eso. Espero
que se recupere como has dicho.
Simón tardó una eternidad en atreverse a pulsar en el móvil sobre el
contacto de Moretti, luego de oír su voz solo hubo lágrimas contenidas, tenía
el estómago a punto de explotar y sacar lo poco de bilis que almacenaba, pero
sabía que el del exinspector no estaría mejor que el suyo. No podía darle más
datos que los recibidos por el comandante, la chica iba al hospital, aún viva,
pero con muchos traumatismos severos. No necesitaba ser adivino para saber
que había omitido que esos traumatismos eran incompatibles con la vida.
Colgó la llamada cuando comprobó que Moretti salía de la casa para
llamar a un taxi.
«Joder, Gallardo, eres excepcional, no puedes marcharte, no me jodas…
Vamos, que no sea solo tu mente algo extraordinario, que lo sea ese cuerpo
flacucho también. Vamos, no puedes dejarnos».
Y se sorprendió al ver que lloraba, sin importarle que el comandante lo
viese. Ahora no era capaz de hacer otra cosa.

Fernando Costa permanecía recostado sobre la camilla de África, estaban en


el hospital de La Princesa, solo unos segundos antes se habían parado sus
constantes vitales, de nada había servido que los médicos sacasen la bala del
pecho, se había desangrado durante la operación, la habían reanimado
provocándole un coma inducido tras una transfusión, pero no sirvió de nada,
falleció dos horas más tarde. África había dejado de tener actividad cardíaca y
cerebral y nada se podía hacer por ella.
El agente se llevó las manos a la cabeza mientras temblaba y trataba de
respirar entre sollozos, no podía ser, no era justo, debía ser él quien recibiese
el disparo, pues era él quien quería escoltar siempre a la inspectora al mando
cuando estaba de servicio, así se lo había prometido a sí mismo al pensar de
forma egoísta que el ascenso debía ser para él tras el anterior caso. África
debió quedarse en el coche o ir a la entrada principal y él ir a la puerta del
garaje con Esther. Eso le perseguiría de por vida.
El cabello pelirrojo rizado de África tapaba casi toda la almohada, se veía
tan bonita y con su cuerpo menudo bajo la sábana blanca… Ojalá la hubiera
tratado mejor. ¿La usó para estar en el equipo de una forma más definitiva?

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¿La había seducido para progresar en el programa de casos imposibles? Sentía
que sí, sentía que era una rata, una serpiente interesada. ¿Cómo iba a vivir con
eso? ¿Cómo iba a seguir trabajando sabiendo eso? No merecía el puesto, ni
siquiera merecía seguir viviendo cuando él tendría que estar ocupando ese
lugar en la cama.
Tomó su mano derecha entre las suyas, se mostraba menuda, fláccida y
fría, la besó una y otra vez.
—Perdona, perdona, Afri, perdóname, eres una persona increíble, vales
muchísimo más que yo, yo no te merecía y no era capaz siquiera de verlo. Te
usé, te usé como una mera herramienta, solo pensaba en mí y me arrepiento
ahora. Eres maravillosa, te merecías mucho más el ascenso, ahora lo veo, por
fin lo veo. No puedo creer que haya ocurrido esto. No podré olvidar lo que
has significado y lo poco que te he valorado. No te lo vas a creer, pero solo
pensaba en que yo me merecía algo más, no solo como policía, también como
persona, que tú no eras lo suficiente para mí. Ahora me doy cuenta de lo poco
que valgo, de lo egoísta que soy, un mierda. Tú eres mucho mejor, tú sí que
merecías a otro chico que te viese tal como eres, que te valorase. No me
puedo creer que tuviera la suerte de cruzarme en tu camino y no pudiera
verlo, de ver que me querías. Así de estúpido soy. ¿Lo ves? ¿Lo ves, Afri? Yo
no te merecía. Ojalá… ojalá yo ocupase esa cama y yaciese muerto, seguro
que tú llorarías aún más que yo, aunque supieras que yo no lo merecía.
Sonó el teléfono móvil del chico y se limpió las lágrimas con la manga de
la camisa antes de respirar hondo y contestar.
—¿Sí?
—¿Costa?
—¿Comisario?
—¿Cómo está África?
—Acaba de… de fallecer, no ha logrado…
—Joder… Te llamaba porque van a llevar a Gallardo a ese hospital, va
ahora en un helicóptero.
—¿Esther? ¿Qué le ha pasado?
—En la persecución ha sufrido un accidente de moto. Moretti irá en
breve, ayúdalo, quiero que estés a su lado. Siento no poder transmitirte mejor
lo que supone la muerte de África, pero te garantizo que es un palo tremendo
tanto profesional como anímico, pero ahora…
—Ya, iré a por Moretti y rezaremos por Esther.
—Sí, nos queda rezar.

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Fernando colgó la llamada y comprobó que con la mano izquierda
apretaba con todas sus fuerzas la de África. Esther no, Esther no podía correr
la misma suerte, sería demasiado cruel perder a las dos y el mismo día.
Ya no se veía tan afortunado de estar en el programa de casos imposibles
como lo había pensado durante esos meses que llevaba en él. Maldita fuera su
suerte.
Aflojó la presión de la mano de la chica hasta acariciarla como si de un
objeto frágil se tratara, y lloró de nuevo.
—Afri, te dejo, tengo que ir con Hugo, sé que lo comprenderás. Pronto
llegará Esther al hospital y tengo que estar con ellos, sé que tú me pedirías
que lo hiciese. También te digo, y sé que me oyes allá donde estés, que te
quiero pequeñaja pelirroja, te quiero porque te haces de querer, siento no
habértelo dicho antes. Ojalá se pudiera dar marcha atrás al tiempo para que
todo sucediese de otro modo. Ya me gustaría ocupar tu lugar, aunque no que
tú tuvieses que sostener mi mano tras mi muerte. Te quiero y siento habértelo
dicho demasiado tarde.
Fernando recibió a Moretti en la puerta de la UCI unos minutos después,
ambos esgrimían semblantes de preocupación bañados de lágrimas resecas y
otras más recientes. Aunque solo Fernando era capaz de verlas, el otro las
debía intuir.
—Esther tardará cinco minutos en llegar, el helicóptero está de camino.
—Llévame junto a África.
Fernando se extrañó ante la petición.
—¿Cómo?
—Quiero verla… es una forma de hablar.
—Lo sé. Te llevo, espero que no se la hayan llevado aún a la morgue.
—No pronuncies esa palabra nunca más, ¿me oyes?
A Fernando se le atragantó la saliva en la garganta.
—Claro, lo siento.
Entraron en la habitación, el agente guiaba por el brazo a Moretti como
había visto hacer docenas de veces a Gallardo. Una vez lo dejó en la misma
silla que él había sembrado de lágrimas y promesas tardías, se apartó tras
comprobar que el ciego había podido conectar sus manos con la izquierda de
África.
—África, sé que no me oyes, pero quiero pensar que existe otro lugar al
que va el alma de las personas cuando mueren, sobre todo las buenas como tú.
Si me oyeras desde allí, quiero que sepas que te estimaba y quería como si
fueras de mi familia.

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Fernando no podía permanecer allí, era un momento demasiado íntimo y
salió de la habitación conteniendo las lágrimas que volvían a brotar. El pasillo
del hospital se mostraba como su futuro, vacío, iluminado por tristes neones
que mostraban puertas de habitaciones anónimas.
Moretti estuvo llorando y rezando a partes iguales junto a la chica,
prometiendo lo que fuera por no tener que volver a hacer lo mismo sobre la
cama de Esther en unos minutos u horas. Sabiendo que eran promesas que no
valían para nada, promesas ante un cadáver que no le oía, no se trataba de un
dios o de un ángel que fuera a hacer un milagro por él solo por pedirlo. Se
sorprendió al sentirse católico cuando la muerte acechaba de esa forma ante
su vida de ateo que había tenido, incluso en la muerte de sus padres.
La cordura regresó, en su justa medida, al responder a una llamada que
había pensado rechazar, pero que decidió responder tras la insistencia.
—¿Sí?
—Hugo, soy Cristina, Cristina Collado. ¿Qué está pasando? Solo sabemos
lo que dicen las noticias y estamos en ascuas. ¿Qué pasa con Esther, que no
coge el teléfono?
—Esther está… está llegando al hospital de La Princesa. No se sabe si
sigue con vida o no.
Al otro lado de la línea no se oyó nada, solo colgaron.

Moretti solo pudo saber lo que Fernando le dijo, que la chica había entrado en
una camilla a toda prisa, empujada por enfermeros y llevada a las
dependencias de la UCI. Ya estaba el comisario Simón Ramos allí. La
llevaban intubada y la sábana que la cubría estaba empapada de sangre. Serían
unas horas de pesadilla a la espera de resultados.
Cualquier policía con todo tipo de experiencias sabía que se podía sentir
el paso del tiempo de forma lenta, como en la toma de datos de un caso que le
acaban de asignar; de forma intermedia, en la inspección de la escena de un
crimen, hablar con un forense y los de Criminalística, entrevistas e
interrogatorios; o de forma muy rápida: por ejemplo, al enfrentarse al criminal
para detenerlo. Ahora Fernando, Moretti y el comisario estaban en un instante
de sus vidas en el que el tiempo no avanzaba nada, absolutamente nada,
cuando podían perder a otra compañera en solo minutos. En eso estaban
Simón y Fernando, pero para Moretti era peor aún, como si su vida se hubiera
convertido en un purgatorio en el que permanecer eternamente a la espera de
algo que no llega, o que no quiere él que llegue. Todo se limitaba a escuchar

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en su mente al cabo de un tiempo infinito frases como «está estable»,
«estamos a la espera de resultados tras la operación», «está con heridas de
gravedad, pero progresando», «necesitará un trasplante de órganos», «quedará
en coma indefinidamente» o «lo sentimos mucho, hemos hecho todo lo
posible por ella» en ese orden de gravedad.
Esther no podía morir ese día, no, no podía, ese ni ningún otro día futuro.
No podía morir y punto. Así se lo había propuesto Moretti tras haberla
conocido y enamorarse de ella. Era imposible. La chica era terca,
indisciplinada, temeraria como nadie antes, pero no podía morir, no, no podía
morir. Esther era especial. Moretti lo sabía, todos lo sabían. No podía morir.
Su mente era prodigiosa y ella también. Saldría de aquella con vida,
quedarían muchos casos por delante para verla sonreír de esa forma tan
especial que tenía, esa sonrisa heredada de su padre, esa sonrisa que la hacía
inmortal. Porque ella era inmortal, lo sería siempre que tanta gente la quisiera.
Moretti no paraba de llorar pensando en una sonrisa que nunca había
visto, salvo en su imaginación. Simón y Fernando, a su lado, no sabían qué
hacer para consolarlo, así que lo dejaban lidiar con su dolor y sus temores.
La sala de espera sería inolvidable para todos, especialmente para Moretti,
que, aun no pudiendo verla, recordaría cada detalle de su olor y temperatura el
resto de sus días.
Y el cirujano llegó por fin, habían pasado más de tres horas desde la
llegada de la inspectora jefe, pronunció las palabras que había repetido un
centenar de veces antes en su vida, tras respirar hondo, y se marchó.

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Despedida

Una fría y gris mañana de junio sorprendió a los presentes, hacía más de
cuatro meses que no llovía sobre Madrid, por eso no se apreciaban más de dos
o tres paraguas entre los amigos y familiares que se habían reunido en el
cementerio de la Almudena. Abundaban los uniformes de gala de todos los
cuerpos de seguridad del Estado, también algunos del ejército. Los operarios
encargados de bajar el féretro a la tumba no recordaban un escenario igual
desde hacía muchos años; se mantendrían en un segundo plano, a varios
metros de distancia de la comitiva, hasta recibir la orden de cumplir con su
tarea, que se extendería hasta después de que todos los asistentes hubieran
abandonado el lugar.
Un escenario lúgubre, obvio, pero hoy más cargado que nunca de flores
de plástico en las lápidas grises que se extendían por entre los caminos de
tierra embarrada. Un silencio incómodo reinaba, casi parecía que en la M30
cercana se hubiera cortado el tráfico para que el ruido de los coches no
importunara un momento tan importante en las vidas de los que asistían al
último adiós de una chica que había significado tanto para ellos.
Simón Ramos y Hugo Moretti ocupaban lugares privilegiados en primera
fila, junto a ellos estaba Fernando y la familia de la chica, siendo su hermana
la que más afligida se mostraba, quizás por el recuerdo que había aflorado:
—Hermanita, ¿alguna vez podré pensar en alguien que no sea yo misma?
Gloria lo había oído por teléfono con el deseo de poder abrazar a su
hermana y decirle que ya lo hacía, que ya sentía que ella quería a su familia y
a Hugo y que así lo había demostrado con sus acciones en los últimos meses.
—Claro que sí, ya lo haces, deja de mortificarte, Esther, deja de
mortificarte.
—No sé cómo hacerlo, Gloria.
—Pues limítate a vivir, a disfrutar de lo que tienes y lo que haces a diario.
—Siempre siento que es poco.
—No lo es. Es mucho, y lo agradecemos los que disfrutamos de tenerte a
nuestro lado.

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—Creo que me pasa algo, que algo no va bien en mi cabeza.
—Tu cabecita está loca, pero loca en el buen sentido, está loca porque no
comprende que a su alrededor todo es amor, amor verdadero, aunque no lo
concibas como tal, eso llegará con el tiempo, cuando logres ver la realidad.
Gloria no supo decir nada más, pero se sintió orgullosa en ese momento,
pues se refería a lo que estaba construyendo Esther con Hugo.
El padre de Esther, Pedro, también tenía su propio pensamiento en ese
momento en el que uno debe ser consciente de que está despidiéndose de un
hijo y no a la inversa, como dicta la naturaleza, y más tratándose de una niña
pequeña a la que ha prometido a su mujer en el lecho de muerte cuidar de ella.
No ha podido salvar a la niña, a la favorita de su Gloria, a la más débil,
aunque nunca tuvo la valentía de decirle que lo era. Esther siempre fue como
el perrito adoptado, ese al que hay que cuidar con mimo para que recupere la
seguridad en el ser humano. Pedro se sentía fracasado en su empeño. La chica
era y había sido siempre un hueso duro de roer. Esther parecía la más fuerte y
segura, así se vendía ella, pero todos a su alrededor sabían que era la más
frágil. ¿Cómo podría vivir ahora que había fracasado y le había fallado a su
mujer y al resto de la familia, incluido sobre todo a la niña? Un padre nunca
debería enterrar a sus hijos, eso era un fracaso absoluto.
Abrazó a su hija Gloria sin poder evitar las lágrimas que no paraban de
brotar. Las palabras del sacerdote ni las oía en ese momento.
Moretti casi ni se sostenía en pie, no se podía creer aún que aquello fuera
real, era como un sueño… pesadilla de las que había tenido muchas veces
desde que conoció a la chica que le dio sentido a su vida. Miles de recuerdos
le llegaban a la mente como un alud, sepultándolo en su miseria como asesor
que debió enseñarle a controlar sus impulsos.
—Hugo, me gustaría vencer todos mis miedos —le dijo ella cuando solo
llevaban unos meses juntos, él solo pudo contestar que los miedos son
manchas en su mente contra las que debía luchar para lograr que
desaparecieran.
—¿Y cómo las hago desaparecer?
—Convirtiéndote en alguien más fuerte, alguien a la que esos miedos no
puedan atacar, al menos con opción de triunfar.
—Eso no me ayuda, esos miedos me atacan cada noche cuando me
acuesto y trato de dormir.
—¿Y cómo consigues conciliar el sueño?
—Pensando en mi madre.

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—Tu madre es la respuesta, ella es la que mata a los fantasmas que te
atacan.
—Pero mi madre no está, murió.
—Entonces. Conviértete en tu madre, destruye tú a los fantasmas.
—No sé si soy tan fuerte.
—Bueno, te ayudaré, visitaremos a un psicólogo que te hará tan fuerte
como tu madre y lo logrará.
—No quiero que gastes dinero en mí, un buen psicólogo será muy caro.
—El dinero no es importante, hay cosas mucho más valiosas. Esos miedos
se irán, ya lo verás.
Y los miedos se fueron, gracias al psicólogo que contrató Moretti o a la
lucha de Esther, pero ahora no estaba claro quién tenía parte de la
responsabilidad de que ella ya no estuviera, de que hubiera luchado contra sus
miedos y hubiera avanzado en el caso hasta enfrentarse a un asesino a vida o
muerte para acabar dentro de una caja de madera.
Moretti solo podía recordarla y llorar, solo eso, todo lo demás estaba fuera
de su alcance, aunque los recuerdos lo visitasen cada día y noche el resto de
su vida. Una vida que ahora no quería tener, una vida imposible de asumir.
Tras la primera fila de asistentes estaba ella, la que menos había llamado
la atención, manteniendo la discreción que el decoro exigía, pues solo estaba
allí para dar el adiós a la que desde el primer momento de conocerla había
sentido como una amiga, una hermana pequeña o una hija. Cristina Collado
recordaba también ese momento especial junto a ella.
—Cris, ¿solo me quiero a mí misma?
—Quizás sea así.
—Me asusta eso.
—Pues deja de quererte para querer a los demás.
—¿Mi familia?
—¿Por qué a tu familia?
—No lo sé, porque lo siento.
—¿Sientes que ellos son los únicos que merecen tu cariño?
—No, creo que lo merece más gente.
—¿Moretti? ¿Tus amigos? ¿Tu trabajo y tu vida en general?
—Quizás.
—No te ayuda ese quizás.
—Es que me cuesta mucho aclararme.
—Tú deberías saber la respuesta mejor que nadie.

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—Mi mente es un caos de datos, de recuerdos, de personas, de secuencias
que me cuesta ordenar.
—Entonces, deberías ordenar esos recuerdos para catalogar en
importancia a esas personas, secuencias, datos y demás que no paran de salir.
—Pero salen sin previo aviso.
—Pon un freno a ello, establece una criba. ¿Quién te importa más?
—Yo y resolver mis casos.
—¿Eso es lo primero?
—Siento que sí.
—¿Y si eso acaba con Hugo y con tu familia? ¿Sacrificarías a tu familia y
a tu pareja por resolver los casos?
—Quizás sí, quizás…
—¿No te dolería después?
—No lo sé, es que no pienso en el mañana.
—El mañana lo es todo. El mañana es lo que hace que disfrutes de haber
resuelto esos casos, de descansar y disfrutar de lo obtenido tras el esfuerzo.
—¿Soy un bicho raro por no pensar en eso?
—Eres un bicho raro porque el mañana no forma parte de tu ser.
Resolverás casos imposibles, serás una leyenda, la mejor que jamás se
mencione mientras mediocres agentes o inspectores tomen café en las
comisarías, se te recordará por siempre, pero tú y solo tú decidirás si eso es
más importante que disfrutar de una larga y feliz vida y luego del retiro en
una bonita playa.
Y era en la playa cuando Cristina se lo comentó, pero los ojos vidriosos de
Esther parecían mostrar que ese retiro idílico no llegaría, sino el final trágico
que ha sucedido. Y así Cristina la despedía ahora, con tan solo veinticinco
años de vida, una promesa inigualable, entre lágrimas y solo soñando con lo
que hubiera logrado de ser más cauta.
Cristina Collado se acercó al comisario y ambos se fundieron en un
abrazo sin conocerse siquiera.
—Lo siento.
—Lo siento.
—¿La conocías?
—Eso creo.
—Era la mejor.
—Lo sé.
—Creo que deberías hablar con Moretti.
—Eso luego.

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—¿Lo conoces?
—Sí, claro, soy Cristina Collado.
—Un nombre que no se olvida, serías bienvenida en mi brigada.
—Quizás en otro momento.
—Claro, perdona…
—Por cierto, ¿se sabe algo del oro?
—¿El oro?
—No se ha encontrado, eso tengo entendido.
—No, no se ha encontrado.
—Me gustaría que eso quedase cerrado de cara a todo lo que hizo Esther
Gallardo en la operación. Si me quieres en tu departamento, en tu brigada…
será para encontrar el oro; por ella, se lo debo, Esther querría que fuese así.
Y el comisario vio a la chica alejarse de él en el cementerio como si de un
fantasma se tratase, como una alucinación, una visión de la que estaba seguro
que volvería a tener en breve. Muy en breve.

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FRAN BARRERO (Huelva, España, 1976) estudió Ciencias Empresariales en
su ciudad natal para trasladarse a Madrid en 2003, allí trabajó en
departamentos contables y financieros de varias empresas. Abandonó en 2006
la empresa privada para establecerse como autónomo desarrollando las
actividades de fotógrafo y de profesor de fotografía y retoque digital. En
busca de realización personal.
Es un autor independiente que inicia su carrera literaria en 2012 con su primer
libro didáctico sobre fotografía. Tras doce manuales publicados sobre esa
especialidad, emprende el desafío de probar suerte en la narrativa de ficción
con su primera novela Alfil: Alfil Negro, primera entrega de la Trilogía de
Alfil, una idea que lleva años rondando por su cabeza, y para la cual usa sus
conocimientos del sector moda para documentar la vida y trabajo del
protagonista.
En la actualidad ha publicado también: Alfil Blanco, Alfil Azul y Alfil Rojo,
Anatomía de un suicidio, Bloody Mary y Bloody Mary 2, Wanda y el robo del
cristal, El otro lado del retrato, El corazón del último ángel, Herencia de
Cenizas, Lluvia de Otoño, Saga Amurao, novela negra de 12 entregas.

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