La ciudad de las cigarras
Por Miren Gutiérrez
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Los hechos en los que está basada esta novela fueron recogidos en una investigación del diario La Prensa de Panamá que se extendió desde 1997 hasta 2003, cuando el blanqueador Marc Harris fue arrestado en Nicaragua, transportado a Miami, juzgado y condenado a diecisiete años de prisión por evasión fiscal y lavado de dinero.
Miren Gutiérrez
Miren Gutiérrez comenzó su carrera periodística en 1990 en Hong Kong como reportera de la agencia EFE, cubriendo la región Asia-Pacífico. Desde Hong Kong, Panamá, Nueva York y Roma, ha escrito para varios medios, incluidos las revistas Gatopardo, The Nation y Latin Finance, los diarios El País, El Mundo, Diario 16 y The Wall Street Journal Americas, y la agencia de noticias UPI. En Panamá, estuvo a cargo durante cinco años de la sección económica del diario La Prensa. En 1997, su reportaje “Del Tío Sam al Tío Chang”, en colaboración con Gustavo Gorriti, ganó el premio del Foro de Periodistas por la Libertad de Expresión e Información. Miren cubrió también los ataques del 11 de septiembre de 2001 para El País.En el año 2003 fue nombrada directora Editorial de Inter Press Service (IPS), una agencia de noticias internacional especializada en medio ambiente, derechos humanos, sociedad civil y desarrollo, donde coordinaba 420 colaboradores en 330 lugares del mundo. A finales de 2009, se incorporó a la Fundación MarViva -una organización internacional que trabaja a favor de la conservación marina- como directora de comunicación. En la actualidad es la directora ejecutiva de Greenpeace España.
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La ciudad de las cigarras - Miren Gutiérrez
Miren Gutiérrez
Smashwords edition
© 2010 Miren Gutiérrez Almazor
Ilustración cubierta: Benjamín Escalonilla
Reservados todos los derechos de esta edición para:
Erres Proyectos Digitales, S.L.U.
Avenida de Menéndez Pelayo 85
28007 Madrid
http://literaturascomlibros.es
ISBN: 978-84-613-2344-9
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ÍNDICE
Copyright
I. Noticias del frente
II. El candor del Padre Brown
III. El incidente «Hyunwoo»
IV. Thanks God is Friday!
V. Viaje sobre la selva
VI. Cónclave en el Miramar
VII. Calma tensa
VIII. Vedettes del offshore
IX. La audiencia
X. El grito
XI. Una pista gorda
XII. La carta rogatoria
XIII. Comienza el baile
XIV. Oh Darling!
XV. Un ultraje
XVI Paella en la Taberna 21
XVII. Una cita flaubertiana y otra proustiana
XVIII. Unas referencias impecables
XIX. El controvertido gurú del offshore
XX. Wunderkind busca inversionistas
XXI Abrir ostras a soplidos
XXII. Superzappeando a Morris
XXIII. Los opresores
XXIV. Helms y el Ché
XXV. Cangrejo al sol
XXVI. Bocas ajenas
XXVII Armas peladas en la Balboa
XXVIII. El vuelo de la llanta
XXIX. Mar de lenguas
XXX. Los télex de la Interpol
XXXI. El hueco negro
XXXII. Volutas de lindísimas amapolas
XXXIII. Un Ángel en Curundú
XXXIV. Judas
XXXV. Charlie Bones
XXXVI. Guerra de declaraciones
XXXVII. Otro sobre manila
XXXVIII. El cerco
XXXIX. En el banquillo
XL. La ejecución
Epílogo
Dramatis Personae
Panameñismos
Caveats y agradecimientos
I. Noticias del frente
Recuerdo bien el día anterior a que todo comenzara, como esos sueños lúcidos que luego no sabes si ocurrieron o no.
Había llegado a la redacción hacia las diez y no tenía ninguna gana de trabajar. Chucha, qué calor pegajoso fuera y dentro qué frío. Me puse encima de los hombros el poncho boliviano de alpaca que me regaló mi peripatética suegra. Lo tengo en la oficina para no congelarme; con las puntas de los dedos no sirve, pero algo es algo.
Miré mi casilla de correo. Un pocotón de mensajes inservibles: «Lic. Carmelina Morel, manténgase en forma y defiéndase», «Doridis: Nueva mercancía al por mayor y por menor», «Esme Estética ¡incremente su tamaño!» Qué tamaño ni tamaño. Ninguna carta por snail mail; nada de la entrevista que había solicitado dos días antes a la comisión de valores de Estados Unidos; nada de los datos que le había pedido a Romi; ni siquiera un buen bochinche.
Hice un par de llamadas de teléfono inútiles. Había agotado todos los pretextos laborales e iba a levantarme para ir al frente a tomar un café. Ahora me tomo ese brebaje inmundo y un derretido de queso con algo de tranquilidad; después comienzo a trabajar, me dije. Cuando empiecen a llegar los buitres con sus entrevistas y artículos mal digeridos, tendré que atarme de verdad a la silla.
El frente no es la primera fila de batalla, sino el supermercado The King, que está cruzando la 12 de Octubre y tiene una cafeterucha con un teléfono de pago que nos sirve de salón de reuniones para entrevistas clandestinas, centro de comunicaciones para llamadas subrepticias y depósito de suministros cuando aprieta el hambre en las horas que preceden al cierre. Hay cierres que me han costado tres panetones gigantes, cajas enteras de galletas. Los buitres están siempre hambrientos y no hacen ascos a nada.
Me desprendía del poncho nido de alergias con la perspectiva del café cuando sonó el teléfono. Era la línea interna; Deidamia, la recepcionista. Que había un señor que quería verme; no, no tenía una cita; decía que era urgente.
Un espontáneo. Casi nadie que pasa por acá avisa antes y siempre se trata de asuntos como una maniobra del municipio de Vallerriquito para anular un contrato de construcción y dárselo a la compañía del hijo del alcalde, o una coima que cepilló un policía de tráfico. Sin duda escandaloso, pero ¿da para una nota? En todo caso, en periodismo hay que escuchar a todo el mundo, puede haber una perla escondida en la ostra más fea y rugosa. ¿No era así como Bernstein y Woodward dieron con Garganta Profunda y tumbaron a Nixon? Pasarán más de mil años antes de que alguien derribe a Calixto «el Buey» Pérez Ballesteros, y no sólo porque parezca un luchador de sumo. Pero esperanzas siempre quedan…
—Que pase a la sala de reuniones. Lo recibo sólo porque es urgente, pero no tengo mucho tiempo, ¿okay?
Lo hice esperar un rato, no se fuera a pensar que estamos mano sobre mano…
Cuando entré en la sala, un tipo de unos cincuenta, franelas de enterrador y sortija obispal estaba inclinado encima del periódico de ayer, que yacía deslomado sobre la mesa. No parecía el ciudadano indignado de costumbre.
Me aproximé disimulando la curiosidad y esperé a que se diera por informado de mi presencia. Levantó su calva parsimoniosa de la sección «Ellas», desde la que sonreía Pitita Gálvez de Obaldía, una de nuestras connotadas críticas culinarias, y dijo con un ligero acento cubano:
—Tengo información para usted.
Ya me puedo olvidar del café, pensé… Hizo una pausa durante la que repasé algunas posibilidades. Tal vez compró una casa en Albrook y le engañaron. Pero tiene una pinta demasiado señorial para ser uno de esos nostálgicos zonians de chancletas, pantalón corto y guayabera que están adquiriendo viviendas en las antiguas bases. Quizás sea un abogado que representa a una empresa que licitaba para algo, y como no pagó las suficientes coimas ni se alió con los personajes oportunos viene a denunciar el proceso…
—Necesito que garantice que mi nombre no va a salir —interrumpió mis cálculos—. Además, acá preferiría no hablar. ¿Puede acompañarme a un lugar?
Hablaba pensando las palabras, redondeando las vocales en el paladar. La boca se le curvaba en una mueca que parecía una sonrisa, pero los ojos no bromeaban.
—¿Ahora mismo?
—No está grabando, ¿no?
—No, no lo grabo… Pero así, sin previo aviso, no puedo irme con usted. Estoy apuradísima, en medio del trabajo, tengo una reunión dentro de una hora…
—Cuándo, pues —no preguntaba, exigía.
—Mañana, después del cierre, hacia las ocho de la noche.
—Okay. Estoy en el Miramar, habitación 514.
—¿Y su nombre?
—Pregunte por el Padre Brown —dijo tendiéndome la mano, como si el que tuviera prisa fuera él.
Al dársela, se me clavó el envés de su anillo en la palma.
II. El candor del Padre Brown
Cuando desapareció el visitante, pasé por mi oficina a buscar mi cartera. Al fin y al cabo, iría al frente. Algún buitre había regresado con su botín informativo y rumiaba delante de la pantalla parpadeante de la computadora.
—Ahora vuelvo —dije a la generalidad sin esperar una respuesta.
Llamé a Romi mientras esperaba que cambiara la luz del semáforo.
—¿Andas muy ocupado? ¿Puedes tomar el mando un rato, please? Dejé varias páginas listas, verás en el dummy cómo están distribuidas las notas… En la portada ya sabes qué va, pero llego de sobra. Regreso en un ratillo…
—Sí, sí, la última vez que dijiste la palabra ratillo pasaron tres horas…
—Romi, te necesito dizque ya.
—Bueh, voy p´allá. Tú te lo pierdes. Estaba por hablar con un pelao de Autofin que dice que tiene documentos que podrían probar cómo armaron la estafa. Ha estado de lo más tof conseguirlo. Al parecer lo pusieron en veinte uñas y le metieron los pelos p´adentro sin contemplaciones, y ahora quiere poner las cosas en blanco y negro…
—Romi, ya verás al tipo en otra ocasión. Si quiere hablar, hablará también mañana. Ahora te necesito.
En el frente me esperaba ese olor de producto mal refrigerado, detergente y tamal; la insoportable musiquilla de fondo; una luz lejía que se te clava en los huesos de la cabeza. Tomé una bolsa de platanitos, pagué y me atrincheré en el teléfono de la entrada con un puñado de balboas en la mano.
Telefoneé a algunas fuentes abogadiles y policíacas amigas mientras mascaba. «Licenciado Vargas, ¿no conocerá a un tal Padre Brown por casualidad?». «Buenas tardes, licenciado Bazán…». Nada, ni él ni otros habían oído hablar del tipo, pero prometieron indagar sin armar mucha alharaca y llamarme después si averiguaban algo.
Me acordé de El candor del padre Brown. ¿No sería todo una broma? No, este padre no tenía cara de chistoso.
Atravesé de regreso la 12 de Octubre. En medio de la calle, esquivando manadas enfurecidas de automóviles en un sentido y el otro, una pareja de canillitas de «La Crónica» daba pases de diario como matadores en traje de luces.
Encontré a Romi ante su terminal con la cabeza hundida en unas páginas impresas, flanqueado por un par de buitres. Despaché varias ediciones rápidas tipo bistec de dos vueltas y un cierre sin complicaciones, pero con las usuales prisas, psicodramas y gritos.
En un aparte, les pedí a Romi y a Silvia que se quedaran hasta el final porque deseaba hablar con ellos. Sí, era viernes y se querían marchar, sobre todo Silvia, que libraba al día siguiente y estaba pensando en la rumba de aquella noche. Pero tocaba quedarse un poco más.
III. El «incidente Hyunwoo» y las cosas de la sección
«La Crónica» es un diario de pasado ilustre y lucrativo presente. Había sido fundada por un empresario y político exiliado que volvió de Miami en 1978, cuando Omar Torrijos permitió su regreso. Cuando nació era el único medio independiente; el resto o estaba con el régimen o había sido clausurado a la fuerza. «La Crónica» les hizo la vida a cuadritos a los militares, aguantó asaltos, cierres y detenciones. Anticipando esas dificultades, se había construido como un búnker.
Pero la claridad de propósito, los enemigos y las luchas se habían diluido en una democracia hueca de instituciones de cascarón y desenfrenados sinvergüenzas, en una búsqueda de beneficios donde nada es lo que parece y cuanto peor piensas, más aciertas. Los herederos de Torrijos y de «Carapiña» Noriega campaban a sus anchas.
Se sabía que fue el GRAPO (no el español, sino el Grupo de Acción Popular, una cédula del Partido Revolucionario Democrático, fundado por Torrijos) el que asaltó «La Crónica» en los ochenta. Pero veinte años después muchos en el diario habían pasado página y escondían bajo la fachada estreñida de indignación políticamente correcta favores, invitaciones, intrigas y confabulaciones con el gobierno perredista. Les delataba la cara de culo de gallina.
Las conversaciones se escuchaban y se grababan por gentes propias y ajenas, la información se pasaba fuera de la redacción. El chuponeo telefónico era parte del paisaje. Tuve varias experiencias surrealistas; por ejemplo, que algún diario vendido al régimen publicara la misma información «exclusiva» que yo, pero manipulada y desvirtuada para desactivar la bomba noticiosa confundiendo al público.
Así que mantenía mis propios archivos bajo llave, no hablaba nada de importancia por teléfono y me llevaba los documentos más importantes a lugares seguros. En las reuniones editoriales con el director, donde cada editor anunciaba qué tenía para el día siguiente, yo era imprecisa a fin de evitar que la información saliera afuera.
Las primeras ediciones de «La Crónica» eran de dieciséis páginas tamaño asabanado, a lo gringo, y una tirada de 4.000 ejemplares. Hoy, mi sección, «Negocios», que es diaria, a veces llega a más de noventa páginas (distribuidas en cuatro o cinco cuadernillos) a causa de la enorme demanda de publicidad. Esos días publicamos hasta los resultados de la bolsa de Bangkok, porque se trata de ver con qué rellenamos las últimas páginas; la información al fondo de la sección, convertida en mero vehículo para los anuncios. «Negocios» era un negocio.
Además de nuestro trabajo de cobertura financiera, la sección se encargaba del diseño, junto con creativos, paginadores e infografistas, y del «cortaypega» de los cables y fotografías de agencia. Ése era el trabajo más desagradecido, que yo repartía con más o menos ecuanimidad, aunque trataba de ahorrárselo a mis dos protegidos para que se pudieran dedicar a investigar con más libertad.
La sección nos permitía tener una plataforma para publicar sin injerencia de nadie. Funcionaba como un periódico dentro de un periódico: tenía su propio lenguaje, estética y personalidad, incluso su portada exclusiva. La relación con el resto del diario era mala, hasta hostil.
Aunque llegaban quejas de los compadres, del gerente o del director al haberse sentido maltratados por alguna nota, nadie se atrevía a enfrentarse porque la sección era una máquina de hacer dinero. Nuestra circulación e índices de lectoría obligaban a los anunciantes a seguir pagando avisos.
Las cosas quedaron así establecidas después del «incidente Hyunwoo».
Habíamos publicado una nota basada en información de varias agencias sobre los defectos de fábrica de un modelo de camioneta cuatro por cuatro de Hyunwoo que era una de las más vendidas en Panamá.
Ese mismo día, el gerente del diario (a quien llamábamos «el camarada Panzovski» por su convexo abdomen y pertenencia a la nomenclatura del diario) me informó pestañeando hipocresías de que su amiguito el gerente de la Hyunwoo deseaba verme. No me dijo para qué. Fue una encerrona.
El representante de la multinacional automovilística coreana entró en la reunión con la pretensión de que publicara un comunicado de la empresa como si fuera un artículo con el fin de «mitigar» los efectos «nocivos» de la «propaganda tendenciosa» difundida por mí.
Le dije de la forma más controlada que pude que, si quería divulgar una nota de prensa, tendría que hacerlo como un aviso. Eso lo enfureció. Primero rompió con rabia un contrato de publicidad de cien mil dólares y luego se marchó bramando amenazas que implicaban que iba a perder mi puesto.
A las pocas horas me emplazaron el director y el gerente. Iba mejor preparada. Me apunté la novena norma ética establecida en el manual de deontología de «La Crónica»: «Establecer una clara separación entre el anuncio y la noticia. El anunciante compra un servicio, no la adhesión del medio a sus intereses». Pero no sirvió de nada. Qué ingenua era, por Dios.
—Entonces, para estar segura de qué es lo que quieres: ¿me estás ordenando que publique un comunicado de prensa como si fuera una noticia? —pregunté a Old Parr, el director, cuando ya casi todo había sido dicho.
En realidad se llamaba Otto von Bismarck Alemán. Habíamos elegido Old Parr como sobrenombre por su afición al agua de fuego de los escoceses, especialmente esa marca. Cuando estábamos benévolos lo llamábamos Oldie. Pero lo de von Bismarck lo sabían pocos: para sus amigos era sólo Otto Alemán; para el resto era el Doctor o el Director.
—Haz lo que te he ordenado —rugió.
Panzovski no había abierto la boca. Acurrucado en un rincón, protegido por su barriga-escudo, miraba con una expresión ratonil, entre cautivada y asustada. Pero yo no había terminado.
—Pónmelo por escrito —insistí.
—¡Sal ya de mi despacho! —gritó Old Parr con un alarido de extracción odontológica.
Se levantó de su sillón haciéndolo tambalearse; decidí batirme en retirada antes de que la cosa terminara en las manos. Me maldije después. Tenía que haberle hecho frente, no se hubiera atrevido a maltratarme y menos delante de testigos.
Los aullidos y el portazo habían retumbado en toda la redacción, silenciosa a aquellas horas de la mañana. El «Escuadrón Escoba» (un grupo de periodistas y correctoras que se parecían más a la madrastra de Blancanieves que a la heroína del cuento, y no sólo por el bozo) se relamía del gusto en su tabuco. Los allá presentes se apartaron a mi paso como si hediera.
¿Qué hacer? Le di vueltas y vueltas al asunto. Si incumplía la orden, me podrían echar y nadie se enteraría de mi acto heroico. Si la cumplía, faltaba a las normas éticas más básicas del periodismo. Casi como en una iluminación supe cómo actuar.
Pedí que me reservaran la antepenúltima página, una par al final del último cuadernillo, para el peor día de la semana. ¿Acaso me habían indicado cuándo publicar o dónde? Cambié la distribución del aviso de media página que había sido colocado allá y lo puse en la mitad superior. Otro cliente agradecido, me dije. Y luego hablé con el diseñador.
—La mitad de abajo es para un comunicado especial. Pon un fondo oscuro, color caca de pelícano mezclada con aserrín —le instruí—. Utiliza la tipografía de anuncio, y pon arriba y abajo, que se vea bien gordo, «publicidad gratuita».
El diseñador me miraba como si hubiera enloquecido, se encogió de hombros e hizo lo que le pedí. «Bajo tu responsabilidad», puntualizó. Luego tomé el comunicado y lo sembré de expresiones como: «de acuerdo con un comunicado de prensa proporcionado por la compañía» y «cortesía de la empresa».
El texto se publicó y Panzovski tuvo que dar muchas explicaciones a otros anunciantes que también querían «publicidad gratuita». ¿Quizás con otros colores?
La Hyunwoo volvió a anunciarse en mi sección a los pocos meses sin levantar alboroto. ¿Quiénes leían «Negocios»? El perfil era alguien con estudios de secundaria o universitarios, entre los 35 y los 55, de poder adquisitivo medio y alto. Era a ésos a los que la marca automovilística quería llegar…
Para mí el episodio fue una decepción. Quizás se comportara de forma arrogante y despótica, pero Old Parr había sido también un exiliado político, un luchador, un periodista consecuente… Al menos me apunté un tanto y de paso dejé establecidas las reglas del juego. Los enfrentamientos con la dirección serían a partir de entonces más sutiles. La líder del «Escuadrón Escoba», Lorna Princesa de Arosemena, me miraría con nuevos ojos de curiosidad y malquerencia.
Entretanto, fui reforzando mi equipo. Hacía bien su trabajo, era la flor y nata de la redacción. Había demostrado su capacidad manejando investigaciones complejas, como la de la caída del banco Disa y de la financiera Socimer, diversas estafas, incluido el escándalo de Autofin, que todavía estaba dando sus frutos noticiosos.
Nada se nos escapaba si había