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APÉNDICE

I. Voto en la Opinión consultiva OC-17/02


de la Corte Interamericana de Derechos Humanos

En este apéndice se reproduce el Voto concurrente razonado del


autor de esta obra, como juez de la Corte Interamericana de De-
rechos Humanos, en la Opinión consultiva OC-17/02, del 28 de
agosto de 2002. La opinión fue solicitada por la Comisión Intera-
mericana. En primer término se ofrece una síntesis sobre el pro-
pósito de la solicitud y en seguida se transcriben los principales
planteamientos que a este respecto formuló la Comisión y las de-
terminaciones que emitió la Corte.
En seguida figura el Voto del autor:

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos presentó a la


Corte una solicitud de Opinión consultiva sobre la interpretación
de los artículos 8o. (Garantías Judiciales) y 25 (Protección Judi-
cial) de la Convención Americana, con el propósito de determinar
si las medidas especiales establecidas en el artículo 19 de la mis-
ma Convención constituyen límites al arbitrio o a la discreciona-
lidad de los Estados en relación con los niños. Asimismo, requirió
la formulación de criterios generales válidos sobre la materia den-
tro del marco de la Convención Americana.
En su presentación, la Comisión Interamericana hizo ver que
existen ciertas “premisas interpretativas” que algunos Estados
aplican a la hora de dictar medidas en relación con menores de
edad, y que debilitan las garantías judiciales de éstos. Al respecto,
solicitó el pronunciamiento del tribunal sobre la compatibilidad
de las siguientes medidas especiales con los artículos 8o. y 25 de
la Convención Americana:

99
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“a) la separación de jóvenes de sus padres y/o familia por con-


siderarse, al arbitrio del órgano decidor y sin debido proceso le-
gal, que sus familias no poseen condiciones para su educación y
mantenimiento.
“b) la supresión de la libertad a través de la internación de
menores en establecimientos de guarda o custodia, por conside-
rárselos abandonados o proclives a caer en situaciones de riesgo o
ilegalidad, causales que o configuran figuras delictivas sino con-
diciones personales o circunstanciales del menor (;)
“c) la aceptación en sede penal de confesiones de menores ob-
tenidas sin las debidas garantías;
“d) la tramitación de juicios o procedimientos administrativos
en los que se determinan derechos fundamentales del menor, sin
la garantía de defensa del menor; (y)
“e) (l)a determinación en procedimientos administrativos y ju-
diciales de derechos y libertades sin la garantía al derecho de ser
oído personalmente y la no consideración de la opinión y prefe-
rencias del menor en esa determinación”.
En su Opinión, adoptada por seis votos contra uno, la Corte
aceptó su competencia y la admisibilidad de la solicitud plantea-
da, declaró que la expresión “niño” o “menor de edad”, para los
efectos de la propia Opinión, abarca a toda persona que no haya
cumplido 18 años, salvo que hubiese alcanzado antes la mayoría
de edad, por mandato de ley, y sostuvo:
“1. Que de conformidad con la normativa contemporánea del
derecho internacional de los derechos humanos, en la cual se en-
marca el artículo 19 de la Convención Americana sobre Derechos
Humanos, los niños son titulares de derechos y no sólo objeto de
protección.
“2. Que la expresión ‘interés superior del niño’, consagrada
en el artículo 3o. de la Convención sobre los Derechos del Niño,
implica que el desarrollo de éste y el ejercicio pleno de sus dere-
chos deben ser considerados como criterios rectores para la ela-
boración de normas y la aplicación de éstas en todos los órdenes
relativos a la vida del niño.
“3. Que el principio de igualdad recogido en el artículo 24
de la Convención Americana sobre Derechos Humanos no impide
la adopción de reglas y medidas específicas en relación con los
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niños, los cuales requieren un trato diferente en función de sus


condiciones especiales. Este trato debe orientarse a la protección
de los derechos e intereses de los niños.
“4. Que la familia constituye el ámbito primordial para el de-
sarrollo del niño y el ejercicio de sus derechos. Por ello, el Estado
debe apoyar y fortalecer a la familia, a través de las diversas me-
didas que ésta requiera para el mejor cumplimiento de su función
natural en este campo.
“5. Que debe preservarse y favorecerse la presencia del niño
en su núcleo familiar, salvo que existan razones determinantes
para separarlo de su familia, en función del interés superior de
aquél. La separación debe ser excepcional y, preferentemente,
temporal.
“6. Que para la atención a los niños, el Estado debe valerse de
instituciones que dispongan de personal adecuado, instalaciones
suficientes, medios idóneos y experiencia probada en este género
de tareas.
“7. Que el respeto del derecho a la vida, en relación con los ni-
ños, abarca no sólo las prohibiciones, entre ellas, la de privación
arbitraria, establecidas en el artículo 4o. de la Convención Ame-
ricana sobre Derechos Humanos, sino que comprende también la
obligación de adoptar las medidas necesarias para que la existen-
cia de los niños se desarrolle en condiciones dignas.
“8. Que la verdadera y plena protección de los niños significa
que éstos puedan disfrutar ampliamente de todos sus derechos,
entre ellos los económicos, sociales y culturales, que les asignan
diversos instrumentos internacionales. Los Estados partes en los
tratados internacionales de derechos humanos tienen la obliga-
ción de adoptar medidas positivas para asegurar la protección de
todos los derechos del niño.
“9. Que los Estados partes en la Convención Americana tienen
la obligación, conforme a los artículos 19 y 17, en relación con
el artículo 1.1 de la misma, de tomar todas las medidas positivas
que aseguren la protección a los niños contra malos tratos, sea en
su relación con las autoridades públicas, o en las relaciones inter-
individuales o con entes no estatales.
“10. Que en los procedimientos judiciales o administrativos
en que se resuelven derechos de los niños se deben observar los
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principios y las normas del debido proceso legal. Esto abarca las
reglas correspondientes a juez natural —competente, indepen-
diente e imparcial—, doble instancia, presunción de inocencia,
contradicción y audiencia y defensa, atendiendo las particularida-
des que se derivan de la situación específica en que se encuentran
los niños y que se proyectan razonablemente, entre otras mate-
rias, sobre la intervención personal (en) dichos procedimientos
y las medidas de protección que sea indispensable adoptar en el
desarrollo de éstos.
“11. Que los menores de 18 años a quienes se atribuya la comi-
sión de una conducta delictuosa deben quedar sujetos a órganos
jurisdiccionales distintos de los correspondientes a los mayores
de edad. Las características de la intervención que el Estado debe
tener en el caso de los menores infractores deben reflejarse en la
integración y el funcionamiento de estos tribunales, así como en
la naturaleza de las medidas que ellos pueden adoptar.
“12. Que la conducta que motive la intervención del Estado
en los casos a los que se refiere el punto anterior debe hallarse
descrita en la ley penal. Otros casos, como son los de abandono,
desvalimiento, riesgo o enfermedad, deben ser atendidos en for-
ma diferente a la que corresponde a los procedimientos aplicables
a quienes incurren en conductas típicas. Sin embargo, en dichos
casos es preciso observar, igualmente, los principios y las normas
del debido proceso legal, tanto en lo que corresponde a los me-
nores como en lo que toca a quienes ejercen derechos en relación
con éstos, derivados del estatuto familiar, atendiendo también a
las condiciones específicas en que se encuentren los niños.
“13. Que es posible emplear vías alternativas de solución de
las controversias que afecten a los niños, pero es preciso regular
con especial cuidado la aplicación de estos medios alternativos
para que no se alteren o disminuyan los derechos de aquéllos”.

Voto

1. En la solicitud de opinión consultiva recibida y atendida por


la Corte —OC-17/2002, sobre “Condición jurídica y derechos
humanos del niño”—, a la que se agrega este Voto concurren-
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te razonado, se refleja, entre otras cuestiones, la preocupación


por identificar y limitar adecuadamente el poder del Estado para
actuar en relación con los niños en ciertos supuestos de suma
importancia. Éstos deben ser cuidadosamente deslindados: a) la
realización de una conducta, activa u omisiva, que se halle le-
galmente prevista como delictuosa, es decir, que sea penalmente
típica, y b) una situación que no implique conducta típica alguna
y que sugiera la necesidad de esa actuación en beneficio —real
o supuesto— del menor de edad. Bajo cierta concepción, que no
necesariamente comparto, pero que resulta expresiva para acotar
estos supuestos, se hablaría de “menor delincuente” o de “de-
lincuencia infantil o juvenil”, en el primer caso, y de “menor
en situación irregular” o en “estado de peligro”, en el segundo.
Sobra decir que estas denominaciones tienen, hoy día, una eleva-
da “carga desfavorable”, o por lo menos controvertible. El gran
debate comienza —o termina— en el empleo mismo de dichas
expresiones.
2. No es ocioso señalar que la frontera entre esos supuestos
debe subordinarse a la naturaleza de los hechos o las situaciones
correspondientes a cada uno, desde la perspectiva de los bienes
reconocidos y tutelados por el orden jurídico —en mi concepto,
desde el plano mismo de la Constitución nacional— y de la gra-
vedad de la lesión que se cause a éstos o del peligro en que se les
coloque. En una sociedad democrática, la autoridad legislativa
debe observar cuidadosamente los límites de cada hipótesis, con-
forme a su naturaleza, y establecer en consecuencia la regulación
que corresponda. No es aceptable que la ubicación de una con-
ducta dentro de alguna de las categorías mencionadas dependa
sólo del libre arbitrio del órgano Legislativo, sin tomar en cuenta
los principios y las decisiones constitucionales, que gobiernan la
tarea del legislador a la hora de “seleccionar” las conductas que
deben ser consideradas delictuosas, así como las consecuencias
jurídicas correspondientes.
3. En este Voto, como en la misma opinión consultiva OC-
17, se utilizan indistintamente las voces “niño” y “menor” en su
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sentido más estricto (párr. 39), y al mismo tiempo más distante


de cualquier intención descalificadora, prejuiciosa o peyorativa.
El idioma es un sistema de claves. Debo establecer el alcance de
las que ahora empleo, adhiriéndome al uso que de ellas ha hecho
la Corte en esta opinión consultiva, para colocarlas por encima o
fuera —como se prefiera— de un debate que a veces aporta más
sombras que luces. La palabra “menor”, ampliamente utilizada
en el orden nacional, alude a la persona que aún no ha alcanzado
la edad que aquél establece para el pleno —o amplio— ejercicio
de sus derechos y la correspondiente asunción de sus deberes
y responsabilidades; regularmente, en esa frontera coinciden la
capacidad de goce de los derechos civiles, o de muchos de ellos
(una posibilidad que surge en el pasado: desde el nacimiento, o
antes inclusive), y la capacidad de ejercicio de ellos (una posibi-
lidad que se despliega hacia el futuro, donde se traspone la fron-
tera hacia el despliegue autónomo de los derechos por el titular
de éstos). Por su parte, la palabra “niño” ha poseído, en principio,
un sentido más biológico o biopsíquico que jurídico, y en este
sentido, que corresponde al uso popular del término, contrasta
con adolescente, joven, adulto o anciano.
4. El concepto “niño” coincide con el de “menor de edad”
cuando uno y otro se juridizan, valga la expresión, y concurren
bajo unas mismas consecuencias de derecho. La Convención so-
bre Derechos del Niño, de Naciones Unidas, abundantemente in-
vocada en la presente opinión consultiva, considera que es niño
la persona menor de 18 años, “salvo que, en virtud de la ley que
le sea aplicable, haya alcanzado antes la mayoría de edad” (ar-
tículo 1o.) (párr. 42). Esto confiere un sentido jurídico preciso a
la palabra niño, y en tal virtud coloca a este concepto —y a este
sujeto— como punto de referencia para la asignación de múlti-
ples consecuencias jurídicas. Huelga decir que la palabra “niño”
abarca aquí al adolescente, porque así resulta de esa Convención
tan ampliamente ratificada, y también comprende a la niña, por
aplicación de las reglas de nuestro idioma. La propia Corte In-
teramericana declara el alcance que tienen las voces “niño” y
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“menor de edad” para los efectos de la opinión consultiva. Se me


excusará, en consecuencia, por no utilizar a cada paso la relación
exuberante: niño, niña y adolescente (que pudiera ampliarse si
también se distingue “el” adolescente de “la” adolescente).
5. Ni en la declaración de la Corte ni en los párrafos conside-
rativos o en las opiniones específicas que figuran al final de la
OC-17 aparece deslinde alguno que conduzca a establecer distin-
ciones a partir o en relación con el discernimiento o la llamada
presunción sobre la capacidad (o incapacidad) de dolo; distincio-
nes que crearían, a su turno, nuevos subconjuntos dentro del gran
conjunto de los niños. Se entiende, pues, que dieciocho años son
una frontera precisa entre dos edades que traen consigo dos es-
tatutos característicos en el ámbito que aborda este Voto: una, la
correspondiente a quienes se hallan fuera del ámbito de validez
subjetiva de las normas penales ordinarias, y otra, la de quienes
se encuentran sujetos a éstas.
6. Cuando la opinión consultiva se refiere a determinado trato
para los niños o menores de edad, y lo distingue de otro relativo
a los adultos o mayores de edad, supone —en mi concepto— que
el régimen de adultos no es trasladable o aplicable a los meno-
res (párr. 109). Esto no obsta, desde luego, para que: a) existan
principios y reglas aplicables, por su propia naturaleza, a am-
bos conjuntos (derechos humanos, garantías), sin perjuicio de las
modalidades que en cada caso resulten razonables o, incluso, ne-
cesarias, y b) existan, en el ámbito de los menores, diferencias
derivadas del distinto desarrollo que existe entre los individuos
menores de dieciocho años: media una gran diferencia, en efec-
to, entre quien cuenta con ocho o diez años de edad y quien ha
alcanzado dieciséis o diecisiete. Por cierto, también existen dife-
rencias —que no pretendo examinar ahora— en el otro conjunto,
el de los adultos, por motivos diversos; el ejemplo más evidente
es el de quienes se hallan privados de la razón.
7. Evidentemente, las cuestiones que mencioné en el párrafo
1o., supra, interesarían también si se tratara de un adulto o “ma-
yor de edad”, y de hecho han determinado algunos de los más
106 APÉNDICE

prolongados, intensos e importantes desarrollos vinculados con


la democracia, el Estado de derecho, las libertades, los derechos
humanos y las garantías. Estos temas —con sus correspondientes
valores— entran en la escena cuando se enfrenta el poder públi-
co con el individuo “delincuente”, por una parte, o “marginal o
desvalido”, por la otra. En este enfrentamiento, tan antiguo como
dramático, quedan en peligro los derechos individuales más re-
levantes —vida, libertad, integridad, patrimonio— y se elevan
los más impresionantes argumentos, no necesariamente justifi-
cados o persuasivos, para legitimar la actuación del Estado, así
como las características y objetivos (confesados o inconfesables)
de aquélla.
8. Ahora bien, el punto se complica cuando además de la de-
licadeza que éste reviste según la materia —irregularidad, extra-
vagancia, marginalidad, peligrosidad, delito—, vienen al caso los
integrantes de un grupo humano especialmente vulnerable, que a
menudo carece de las aptitudes personales para enfrentar adecua-
damente determinados problemas, por inexperiencia, inmadurez,
debilidad, falta de información o de formación; o no reúne las
condiciones que la ley dispone para atender con libertad el ma-
nejo de sus intereses y ejercer con autonomía sus derechos (párr.
10). Tal es la situación en la que se hallan los niños o menores de
edad, que por una parte carecen —en general y de manera relati-
va: diversos factores generan distintas situaciones— de aquellas
condiciones personales, y por la otra tienen restringido o deteni-
do, ope legis, el ejercicio de sus derechos. Es natural que en este
“terreno minado” aparezcan y prosperen los mayores abusos, a
menudo cubiertos por un discurso paternal o redentor que puede
ocultar el más severo autoritarismo.
9. En el sistema penal del pasado distante, los mayores y los
menores estuvieron sometidos a reglas semejantes, cuando no
idénticas, aliviadas en el caso de los segundos por una benevo-
lencia dictada por el sentimiento de humanidad o sustentada en
la falta o disminución del discernimiento (sujeta a prueba, por-
que malitia supplet aetatem). Las diferentes edades del sujeto pu-
APÉNDICE 107

dieron establecer también distintos grados de vinculación con la


justicia penal y sus consecuencias características. La minoridad
extrema —hasta siete o nueve años, por ejemplo— pudo excluir
de plano el acceso a la justicia penal, aunque no a toda justicia
del Estado. Una edad más avanzada, pero todavía no juvenil, mo-
deró las consecuencias de la conducta delictuosa o relativizó la
intervención de la justicia penal de acuerdo con el discernimiento
que podía tener el sujeto para apreciar y gobernar su conducta.
Finalmente, el cumplimiento de otra edad —la juvenil: entre die-
ciséis y ventiún años— hizo al sujeto plenamente responsable
de su conducta, y por lo tanto susceptible de enjuiciamiento y
condena penales. En la realidad de la “vida penal”, las cosas no
siempre ocurrieron como lo querían la ley o la cordura: sobran
relatos —desde forenses y criminológicos hasta literarios— so-
bre la confusa reclusión de niños, adolescentes, jóvenes y adultos
en los mismos depósitos de personas.
10. En algo más que el último siglo se abrió paso la idea de tra-
zar un deslinde terminante entre quienes serían menores y que-
darían sujetos a una jurisdicción o a una acción semipaterna por
parte del Estado, y quienes serían mayores —capaces de derecho
penal— y quedarían sujetos a la justicia penal ordinaria. Se dijo
entonces que la imputabilidad penal comenzaría en la edad lími-
te, y que por debajo de ella existiría una inimputabilidad abso-
luta, por determinación de la ley. Esta certeza se resumió en una
expresión centenaria: “L’enfant est sorti du Droit pénal”.219
11. No me extiendo en este momento sobre la pertinencia o no
de hablar a este respecto, como es frecuente hacerlo, de “inimpu-
tabilidad”, o utilizar otros conceptos que expliquen mejor la dis-
tinción entre mayores y menores para efectos de derecho penal.
Si se considera, como lo hacen una acreditada doctrina y muchas
leyes penales, que la imputabilidad es la capacidad de entender

219 Garçon, en el Primer Congreso Nacional de Derecho Penal (Rev. Péni-

tentiaire, 1905), cit. Nillus, Renée, “La minorité pénale dans la législation et la
doctrine du XIX siècle”, Le problème de l’enfance délinquante, París, Institut de
Droit Comparé de l’Université de Paris, Lib. du Recueil Sirey, 1947, p. 104.
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la licitud de la propia conducta y de conducirse conforme a ese


entendimiento, se convendrá en que aquélla no es un tema de
grupo, sino de persona; efectivamente, se es o no imputable se-
gún la capacidad aludida, que se tiene o no se tiene personalmen-
te. La atribución de imputabilidad o inimputabilidad ope legis a
un amplio grupo humano, en virtud de la edad que todos tienen,
y no de la capacidad que cada uno posee, es una ficción útil que
responde a las necesidades y expectativas de cierta política a pro-
pósito de la protección y el desarrollo de los jóvenes, pero no a
la realidad específica —la única que existe— en el caso de cada
uno de ellos.
12. En todo caso, el deslinde, que debió ser uniforme, no lo ha
sido nunca: en diversos países prevalecieron distintas fronteras,
que también hubo o hay en el interior de un mismo país con régi-
men federativo. La situación es particularmente diversa incluso
entre países que poseen comunidad de valores jurídicos, como es
el caso en Europa: la edad de responsabilidad penal es de siete
años en Chipre, Irlanda, Suiza y Liechtenstein; ocho en Escocia;
trece en Francia; catorce en Alemania, Austria, Italia y varios
Estados de Europa del Este; quince en los países escandinavos;
dieciséis en Portugal, Polonia y Andorra, y dieciocho en España,
Bélgica y Luxemburgo.220
13. La distribución de la población en esos dos grandes secto-
res, para fines de responsabilidad por conducta ilícita, implicó la
creación o el desenvolvimiento de jurisdicciones —lato sensu—
diferentes, órdenes jurídicos propios y procedimientos e insti-
tuciones diversos para cada uno. En el caso de los adultos, ese
desarrollo coincidió con el auge del principio de legalidad penal
y procesal, que dio origen a un régimen de garantías más o me-
nos exigente. En el de los menores, en cambio, la extracción de la
justicia penal tuvo como efecto el establecimiento de jurisdiccio-
nes “paternales o tutelares” fundadas en la idea de que el Estado
releva a los padres o tutores en el desempeño de la patria potestad

Court of H. R., Case of T. v. The United Kingdom, Judgement of 16


220 Eur.

December 1999, p. 48.


APÉNDICE 109

o la tutela, y asume las funciones de éstos con el alcance y las ca-


racterísticas que regularmente poseen. En la tradición anglosajo-
na, la raíz de esta idea se halla en el régimen de parens patria,221
que entronca con el principio the king as father of the realm.
14. La evolución y adaptación de esta forma de enfrentar el
tema de los jóvenes infractores guarda relación con la idea del
“Estado social”, dotado de amplias atribuciones para asumir
tareas económicas, sociales, educativas o culturales. El mismo
impulso de intervención y asunción de funciones, que antes co-
rrespondieron solamente a otras instancias —aduciendo para ello
razones atendibles y correspondiendo a realidades apremian-
tes—, anima en cierta medida el avance del Estado sobre los es-
pacios de la paternidad y la tutela. Si los padres o tutores pueden
resolver con gran libertad sobre el desarrollo sus hijos, adoptan-
do inclusive medidas de autoridad que no serían aplicables a un
adulto fuera de procedimiento judicial, el “Estado padre o tutor”
podría hacer otro tanto, poniendo de lado, por ello, las formali-
dades y garantías del derecho ordinario: desde la legalidad en
la definición de las conductas que motivan la intervención y la
naturaleza y duración de las medidas correspondientes, hasta el
procedimiento para adoptar decisiones y ejecutarlas.
15. La legislación y la jurisprudencia nacionales, apoyadas por
una doctrina que en su tiempo pareció innovadora, afirmaron en
diversos países la posición paternalista del poder público. En Es-
tados Unidos, estas ideas se instalaron a partir de una resolución
de la Corte Suprema de Pennsylvania, de 1838: Ex parte Crouse.
En México, casi cien años después, una conocida sentencia de la
Corte Suprema de Justicia, dictada en el juicio de amparo de Eze-
quiel Castañeda en contra de actos del Tribunal de Menores y
de la ley correspondiente, expuso el criterio tradicional: en la
especie, el Estado no actúa “como autoridad, sino en el desem-
peño de una misión social y substituyéndose a los particulares
encargados por la ley y por la tradición jurídica de la civilización
221 Senna, Joseph J. y Siegel, Larry J., Introduction to Criminal Justice, 4th.
ed., St. Paul, West Publishing Company, 1987, p. 535.
110 APÉNDICE

occidental de desarrollar la acción educativa y correccional de


los menores”.222 Así se definió el rumbo que seguiría esta mate-
ria, de manera más o menos pacífica, en muchos años por venir.
Tomando en cuenta el relevo paterno y tutelar que explicó y jus-
tificó, desde el plano jurídico, la actuación del Estado, así como
el propósito asignado a la intervención de aquél en estos asuntos,
que coincidía aproximadamente con el designio correccional o
recuperador que campeaba en el caso de los adultos, esta forma
de actuar y la corriente que la sustenta recibieron una denomina-
ción que ha llegado hasta nuestro tiempo: “tutelar”.
16. La idea tutelar, entendida como se indica en los párrafos
precedentes, representó en su momento un interesante progreso
con respecto al régimen que anteriormente prevalecía. En efecto,
quiso retirar a los menores de edad, y efectivamente lo hizo, del
espacio en el que se desenvuelve la justicia para adultos delin-
cuentes. Al entender que el niño no delinque y que no debe ser
denominado y tratado, por ende, como delincuente, sino como
infractor “sui géneris”, pretendió excluirlo del mundo de los de-
lincuentes ordinarios. También advirtió el enorme peso que el
aparato de la justicia puede ejercer sobre el menor de edad, y
supuso preferible instituir unos procedimientos y organizar unos
organismos carentes de la “figura y el estrépito” de la justicia
ordinaria, cuyos resultados no habían sido precisamente satisfac-
torios en el caso de los menores.
17. La entrega de los niños a este método para resolver sus
“problemas de conducta”, entendidos como “problemas con la
justicia”, trajo consigo diversas cuestiones difíciles que acarrea-
ron el creciente cuestionamiento y la propuesta de sustituirlo por
un régimen diferente. En primer término, la extraordinaria flexi-
bilidad del concepto tutelar en cuanto a la conducta que podía de-
terminar la injerencia del Estado llevó a reunir dentro del mismo

222 “Ejecutoria dictada por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia

de la Nación, con motivo del amparo promovido a favor del menor Castañeda
por su detención en el Tribunal de Menores”, en Ceniceros, José Ángel y Garri-
do, Luis, La ley penal mexicana, México, Botas, 1934, p. 323.
APÉNDICE 111

marco de atención, acción y decisión los hechos penalmente tí-


picos y aquellos que no lo eran, incluyendo ciertos conflictos do-
mésticos cuya solución correspondía a los padres y se transfería,
por incompetencia o comodidad de éstos, a los órganos correccio-
nales del Estado. Esta confusión reunió en los mismos tribunales e
instituciones a quienes habían cometido delitos calificados como
graves y a quienes habían incurrido en “errores de conducta” más
o menos leves, que debieron ser abordados bajo otra perspectiva.
Por ello surgió la impugnación de la idea tutelar:

el pretexto tutelar puede esconder gravísimas lesiones de todo gé-


nero (a las garantías de defensa, a la libertad ambulatoria, a la pa-
tria potestad, a la familia). El derecho del menor, entendido como
“derecho tutelar”, ha sido puesto en duda con sobrados motivos
hace algunos años, y nadie puede olvidar que, históricamente, las
más graves aberraciones se han cometido con pretexto tutelar: a
los herejes, a los infieles, etcétera.223

18. Igualmente, la asunción estatal de las facultades de padres


y tutores, no sólo captó y capturó a los menores, sino también
privó a los mayores, de manera fulminante, de algunos derechos
del estatuto familiar. Además, la pretensión de excluir la figura y
la forma del juicio ordinario, sumada a la noción de que el Esta-
do no se halla en conflicto con el niño, sino constituye el mayor
garante del bienestar de éste —procedimientos sin litigio y, por
ende, sin partes procesales—, condujo a minimizar la interven-
ción del menor y de sus responsables legales en los actos del
procedimiento, prescindir de algunos actos que en el derecho co-
mún integran el “debido proceso legal”, y suprimir el sistema de
garantías, que son otros tantos controles del quehacer del Estado
para moderar su fuerza y dominar su arbitrio en bien de la legali-
dad, que debe traducirse, en definitiva, como bien de la justicia.

223 “Documento de discusión para el Seminario de San José (11 al 15 de julio

de 1983), redactado por el coordinador, profesor Eugenio R. Zaffaroni”, Siste-


mas penales y derechos humanos en América Latina (Primer Informe), Buenos
Aires, Depalma, 1984, p. 94.
112 APÉNDICE

19. Estos y otros problemas acarrearon, como señalé, una fuer-


te reacción que reclamó el retorno —o la evolución, si se prefiere
decirlo de esta manera— a los métodos legales diferentes, que
entrañan una suma relevante de garantías: ante todo, legalidad
sustantiva y procesal, verificable y controlable. La erosión del
antiguo sistema comenzó desde diversas trincheras. Una, muy
relevante, fue la jurisprudencia: del mismo modo que ésta entro-
nizó con fuerza la doctrina de parens patria, acudiría a demoler
las soluciones entroncadas con ésta y a instituir un régimen nue-
vo y garantista. En los Estados Unidos, una famosa resolución de
la Corte Suprema, del 15 de mayo de 1967, In re Gault,224 impri-
mió un viraje en el sentido que luego predominaría, restituyendo
a los menores ciertos derechos esenciales: conocimiento de los
cargos, asistencia jurídica, interrogatorio a testigos, no autoincri-
minación, acceso al expediente e impugnación.225 La reacción dio
origen a un sistema distinto, que se suele conocer con el expresivo
nombre de “garantista”. Esta calificación denota el retorno de las
garantías —esencialmente, derechos del menor, así como de sus
padres— al régimen de los niños infractores.
20. En la realidad, ha ocurrido que las crecientes oleadas de
delincuencia —y dentro de éstas la delincuencia infantil o juve-
nil en “sociedades juveniles”, como son las de Latinoamérica—,
que provocan reclamaciones también crecientes y explicables de
la opinión pública, han desencadenado cambios legales e institu-
cionales que parecen caracterizar una de la posiciones más im-
portantes y significativas de la sociedad y del Estado en la hora
actual. Entre esos cambios inquietantes figura la reducción de la
edad de acceso a la justicia penal, con el consecuente crecimiento
del universo de justiciables potenciales: a él ingresan, con cada
cambio reducción de la edad, millones de personas, que eran ni-

224 In re Gault, 387 U.S. 9, 1967, dictada en el caso del adolescente —quin-

ce años de edad— Gerald Gault, a quien se inculpó —en unión de otro joven:
Ronald Lewis— de llamadas telefónicas obscenas.
225 Cole, George F., The American System of Criminal Justice, 3a. ed., Mon-

terrey, California, Brooks-Cole Publishing Company, 1983, p. 474.


APÉNDICE 113

ños o menores en la víspera y devienen adultos por acuerdo del


legislador. La transformación de los procedimientos en el ámbito
de los menores ha traído consigo, evidentemente, la adopción de
figuras características del proceso penal, conjuntamente con la
cultura o la costumbre penales inherentes a ellas.
21. En la actualidad existe en muchos países, como se percibió
claramente en el curso de los trabajos (escritos y exposiciones en
la audiencia pública del 21 de junio de 2002) (párr. 15) condu-
centes a la Opinión consultiva a la que corresponde este Voto, un
fuerte debate de escuelas, corrientes o conceptos: por una parte,
el régimen tutelar, que se asocia con la llamada doctrina de la
“situación irregular” —que “no significa otra cosa, se ha escrito,
que legitimar una acción judicial indiscriminada sobre aquellos
niños y adolescentes en situación de dificultad”—226 y por la otra,
el régimen garantista, que se vincula con la denominada doctri-
na de la “protección integral” —con la que “se hace referencia a
una serie de instrumentos jurídicos de carácter internacional que
expresan un salto cualitativo fundamental en la consideración so-
cial de la infancia”; se transita, así, del “menor como objeto de
la compasión-represión, a la infancia-adolescencia como sujeto
pleno de derechos”.227 Ha surgido una gran polarización entre
estas dos corrientes, cuyo encuentro —o desencuentro— apareja
una suerte de dilema fundamental, que puede generar, en ocasio-
nes, ciertos “fundamentalismos” con sus estilos peculiares. Ese
dilema se plantea en términos muy sencillos: o sistema tutelar o
sistema garantista.
22. Si se toma en cuenta que la orientación tutelar tiene como
divisa brindar al menor de edad un trato consecuente con sus
condiciones específicas y darle la protección que requiere (de ahí
la expresión “tutela”), y que la orientación garantista tiene como
sustancial preocupación el reconocimiento de los derechos del

226 García Méndez, Emilio, Derecho de la infancia-adolescencia en América

Latina: de la situación irregular a la protección integral, Santa Fe de Bogotá,


Forum Pacis, 1994, p. 22.
227 Ibidem, pp. 82 y 83.
114 APÉNDICE

menor y de sus responsables legales, la identificación de aquél


como sujeto, no como objeto del proceso, y el control de los ac-
tos de autoridad mediante el pertinente aparato de garantías, se-
ría posible advertir que no existe verdadera contraposición, de
esencia o de raíz, entre unos y otros designios. Ni las finalidades
básicas del proyecto tutelar contravienen las del proyecto garan-
tista ni tampoco éstas las de aquél, si unas y otras se consideran
en sus aspectos esenciales, como lo hago en este Voto y lo ha he-
cho, a mi juicio, la Opinión consultiva, que no se afilia a doctrina
alguna.
23. ¿Cómo negar, en efecto, que el niño se encuentra en con-
diciones diferentes a las del adulto, y que la diversidad de condi-
ciones puede exigir, con toda racionalidad, diversidad de aproxi-
maciones? ¿Y que el niño requiere, por esas condiciones que le
son propias, una protección especial, distinta y más intensa y es-
merada que la dirigida al adulto, si la hay? ¿Y cómo negar, por
otra parte, que el niño —ante todo, un ser humano— es titular de
derechos irreductibles, genéricos unos, específicos otros? ¿Y que
no es ni puede ser visto como objeto del proceso, a merced del
arbitrio o del capricho de la autoridad, sino como sujeto de aquél,
puesto que posee verdaderos y respetables derechos, materiales y
procesales? ¿Y que en su caso, como en cualquier otro, es preci-
so que el procedimiento obedezca a reglas claras y legítimas y se
halle sujeto a control a través del sistema de garantías?
24. Si eso es cierto, probablemente sería llegado el momento
de abandonar el falso dilema y reconocer los dilemas verdaderos
que pueblan este campo. Quienes nos hemos ocupado alguna vez
de estos temas —acertando y errando, y queriendo ahora superar
los desaciertos o, mejor dicho, ir adelante en la revisión de con-
ceptos que ya no tienen sustento— hemos debido rectificar nues-
tros primeros planteamientos y arribar a nuevas conclusiones. Las
contradicciones reales —y por ello los dilemas, las antinomias,
los auténticos conflictos— se deben expresar en otros términos.
Lo tutelar y lo garantista no se oponen entre sí. La oposición real
existe entre lo tutelar y lo punitivo, en un orden de consideracio-
APÉNDICE 115

nes, y entre lo garantista y lo arbitrario, en el otro.228 En fin de


cuentas, donde parece haber contradicción puede surgir, dialéc-
ticamente, una corriente de síntesis, encuentro, consenso. Ésta
adoptaría lo sustantivo de cada doctrina; su íntima razón de ser, y
devolvería a la palabra “tutela” su sentido genuino —como se ha-
bla de tutela del derecho o de tutela de los derechos humanos—,
que ha llevado a algunos tratadistas a identificarla con el derecho
de los menores infractores,229 que constituiría bajo el signo de la
tutela, en su acepción original y pura, un derecho protector, no un
derecho desposeedor de los derechos fundamentales.
25. Por una parte, la síntesis retendría el designio tutelar del
niño, a título de persona con específicas necesidades de protec-
ción, al que debe atenderse con medidas de este carácter, mejor
que con remedios propios del sistema penal de los adultos. Esta
primera vertebración de la síntesis se recoge, extensamente, en la
propia Convención Americana, en el Protocolo de San Salvador
y en la Convención sobre los Derechos del Niño, que insiste en las
condiciones específicas del menor y en las correspondientes medi-
das de protección, así como en otros instrumentos convocados por
la Opinión consultiva: Reglas de Beijing, Directrices de Riad y Re-
glas de Tokio (párrs. 106-111). Y por otra parte, la síntesis adopta-
ría las exigencias básicas del garantismo: derechos y garantías del
menor. Esta segunda vertebración se aloja, no menos ampliamente,
en aquellos mismos instrumentos internacionales, que expresan el
estado actual de la materia. En suma, el niño será tratado en forma
específica, según sus propias condiciones, y no carecerá —puesto
que es sujeto de derecho, no apenas objeto de protección— de los
derechos y las garantías inherentes al ser humano y a su condición

228 Cfr. el desarrollo de esta opinión en mi trabajo “Algunas cuestiones a


propósito de la jurisdicción y el enjuiciamiento de los menores infractores”,
Memoria (del Coloquio Multidisciplinario sobre Menores. Diagnóstico y pro-
puestas), Cuadernos del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, 1996,
pp. 205 y 206.
229 Así, Jescheck, cuando afirma que el derecho penal de jóvenes es una parte

del derecho tutelar de menores. Cfr. Tratado de derecho penal. Parte general,
trad. de S. Mir Puig y F. Muñoz Conde, Barcelona, Bosch, vol. I, pp. 15 y 16.
116 APÉNDICE

específica. Lejos de plantearse, pues, la incorporación del menor al


sistema de los adultos o la reducción de sus garantías, se afianzan
la especificidad, por un lado, y la juridicidad, por otro.
26. Por eso, en mi concepto, la Opinión consultiva de la Corte
Interamericana evita “suscribir” alguna de las corrientes en juego,
y opta por analizar las cuestiones sometidas a su consideración
—convenientemente agrupadas, como lo señala la propia resolu-
ción, bajo conceptos amplios que se pueden proyectar sobre las
hipótesis específicas— y exponer las opiniones correspondien-
tes. De esta manera, el tribunal contribuye a alentar, atendiendo a
los objetivos inherentes a una opinión de estas características, el
desenvolvimiento del derecho nacional conforme a los principios
que recoge y proyecta el derecho de gentes.
27. En el régimen procesal de los menores, lo mismo cuando
se trata del procedimiento para infractores de la ley penal que
cuando viene al caso el procedimiento desencadenado por si-
tuaciones de otro carácter, hay que observar los principios del
enjuiciamiento en una sociedad democrática, gobernada por la
legalidad y la legitimidad de los actos de autoridad. Esto apareja
igualdad de armas, garantía de audiencia y defensa, posibilidad
de probar y alegar, contradicción, control de legalidad, régimen de
impugnaciones, etcétera. Ahora bien, no es posible desconocer
que el menor de edad guarda una situación especial en el proceso,
como la guarda en la vida y en todas las relaciones sociales. Ni
inferior ni superior: diferente, que amerita atenciones asimismo
diferentes. Hay que subrayar, como lo hice supra —y en ello es
enfática la Opinión consultiva— que todos los instrumentos in-
ternacionales relativos a derechos del niño o menor de edad reco-
nocen sin lugar a dudas la “diferencia” entre éstos y los adultos y
la pertinencia, por ese motivo, de adoptar medidas “especiales”
con respecto a los niños. La idea misma de “especialidad” cons-
tituye un reconocimiento y una reafirmación de la diferencia que
existe —una desigualdad de hecho, a la que no cierra los ojos el
derecho— y de la diversidad de soluciones jurídicas que procede
aportar en ese panorama de diversidad.
APÉNDICE 117

28. Es sobradamente sabido que en el proceso social —no


público, no privado— se procura la igualdad de las partes por
medios distintos de la simple, solemne e ineficaz proclamación
de que todos los hombres son iguales ante los ojos de la ley. Es
preciso introducir factores de compensación para conseguir, en la
mejor medida posible, esa igualación. Lo ha sostenido expresa-
mente la propia Corte Interamericana en su jurisprudencia, citada
en esta Opinión consultiva230 (párrs. 47 y 97). Los procesos en
que intervienen menores en forma principal, no accesoria, para
la solución de sus litigios y la definición de sus obligaciones y
derechos, coinciden en buena medida con los procesos de carác-
ter, origen u orientación social, y se distinguen de los caracterís-
ticamente públicos, privados o penales. En aquéllos se requiere
la defensa “material” que proveen la ley y la diligencia judicial:
asistencia especializada, correctivos de la desigualdad material y
procesal, suplencia de la queja, auxilio oficial para la reunión de
pruebas ofrecidas por las partes, búsqueda de la verdad histórica,
etcétera.
29. Una forma extremosa del procedimiento sobre menores
infractores excluyó de éste a los padres y tutores. Dicha ex-
clusión en este ámbito —donde campeaba lo que algún ilustre
procesalista denominó un procedimiento de “naturaleza tutelar-
inquisitiva”—231 obedeció a la idea de que en el enjuiciamiento
de menores no existía auténtico litigio, porque coincidían los in-
tereses del menor y de la sociedad. La pretensión de ambos era
idéntica: el bienestar del niño. En términos actuales se diría: el
interés superior del menor. Si ésta era la teoría, en la regulación
230 Cfr. El derecho a la información sobre la asistencia consular en el marco

de las garantías del debido proceso legal. Opinión consultiva OC-16/99, del 1o.
de octubre de 1999, serie A, núm. 16, párr. 119. En sentido similar, asimismo,
Propuesta de modificación a la Constitución Política de Costa Rica relacionada
con la naturalización. Opinión consultiva OC-4/84, del 19 de enero de 1984,
serie A, núm. 4, párr. 57.
231 Alcalá-Zamora y Castillo, Niceto, Panorama del derecho mexicano. Sín-

tesis del derecho procesal, México, UNAM, Instituto de Derecho Comparado,


1966, p. 245.
118 APÉNDICE

concreta y en la práctica las cosas no funcionaban en esa direc-


ción, y en todo caso se hallaban en predicamento tanto el dere-
cho de los padres en relación con sus hijos como los derechos
de estos mismos, de carácter familiar y de otra naturaleza. Es
indispensable, en consecuencia, aceptar que el menor no puede
ser un extraño en su propio juicio, testigo y no protagonista de
su causa, y que los padres —o tutores— también tienen derechos
propios que hacer valer y por ello deben comparecer en el juicio,
todos asistidos por un asesor, promotor o defensor que asuma la
defensa con eficacia y plenitud.
30. Esta reivindicación procesal debe tomar nota, por otra par-
te, de ciertos hechos. En un caso, el niño no se encuentra califica-
do —piénsese, sobre todo, en los de edades más tempranas— para
desenvolver una actuación personal como la que puede asumir un
adulto, avezado o por lo menos maduro (párr. 101). Este rasgo
del niño justiciable debe proyectarse sobre su actuación en el jui-
cio y sobre la trascendencia de los actos que realiza —las decla-
raciones, entre ellos, cuyos requisitos de admisibilidad y eficacia
suele contemplar la propia ley procesal—; no puede ser ignorado
ni por la ley ni por el tribunal, so pretexto de igualdad de cuantos
participan en el proceso, que al cabo ocasionaría los más grandes
daños al interés jurídico del niño. Y en otro caso, es posible —ha-
bida cuenta, sobre todo, de las características de los conflictos
que aquí se dirimen— que exista una contradicción de intereses
y hasta de posiciones entre los padres y el menor. No siempre
es este el terreno propicio para que se ejerza, en toda su natural
amplitud, la representación legal que corresponde, en principio,
a quienes ejercen patria potestad o tutela.
31. Las consideraciones que se hacen en estas hipótesis y en
otras semejantes no debieran ser interpretadas como impedimen-
tos para que el Estado actúe con eficacia y diligencia —e invaria-
blemente con respeto a la legalidad— en aquellas situaciones de
urgencia que demanden una atención inmediata. El grave peligro
en el que se encuentra una persona —y no solamente, como es
obvio, un menor de edad— exige salir al paso del riesgo en forma
APÉNDICE 119

expedita. Sería absurdo pretender que se apague un incendio sólo


cuando exista orden judicial que autorice a intervenir en la pro-
piedad privada sobre la que aquél ocurre, o que se proteja a un
niño abandonado, en peligro de lesión o de muerte, sólo previo
procedimiento judicial que culmine en mandamiento escrito de la
autoridad competente.
32. El Estado tiene deberes de protección inmediata —previs-
tos por la ley, además de estarlo por la razón y la justicia— de
los que no puede eximirse. En estos supuestos surgen con toda su
fuerza el carácter y la función que corresponden al Estado como
“garante natural y necesario” de los bienes de sus ciudadanos,
cuando las otras instancias llamadas a garantizar la incolumidad
de éstos —la familia, por ejemplo— no se hallen en condicio-
nes de asegurarla o constituyan, inclusive, un evidente factor de
peligro. Esta acción emergente, que no admite dilación, se sus-
tenta en las mismas consideraciones que autorizan la adopción
de medidas cautelares o precautorias animadas por la razonable
apariencia de necesidad imperiosa, que sugiere la existencia de
derechos y deberes, y por el periculum in mora. Desde luego, la
medida precautoria no prejuzga sobre el fondo ni difiere o supri-
me el juicio —o el procedimiento— correspondiente.
33. Considero indispensable subrayar —y celebro que lo haya
hecho la OC-17/2002— una cuestión mayor para la reflexión so-
bre esta materia, que integra el telón de fondo para entender dón-
de se hallan las soluciones a muchos de los problemas —no todos,
obviamente— que en este orden nos aquejan. Si se mira la reali-
dad de los menores llevados ante las autoridades administrativas
o jurisdiccionales y luego sujetos a medidas de protección en vir-
tud de infracciones penales o de situaciones de otra naturaleza,
se observará, en la inmensa mayoría de los casos, que carecen de
hogar integrado, de medios de subsistencia, de acceso verdadero
a la educación y al cuidado de la salud, de recreación adecuada;
en suma, no cuentan ni han contado nunca con condiciones y ex-
pectativas razonables de vida digna (párr. 86). Generalmente son
éstos —y no los mejor provistos— quienes llegan a las barandillas
120 APÉNDICE

de la policía, por diversos cargos, o sufren la violación de algu-


nos de sus derechos más esenciales: la vida misma, como se ha
visto en la experiencia judicial de la Corte Interamericana.
34. En estos casos, que corresponden a un enorme número de
niños, no sólo se vulneran los derechos civiles, entre los que fi-
guran los relacionados con infracciones o conductas que acarrean
la intervención de las autoridades mencionadas, sino también los
derechos económicos, sociales y culturales, cuya “progresividad”
no ha permitido abarcar, hasta hoy, a millones y millones de seres
humanos que, en plena infancia, distan mucho de contar con los
satisfactores que esas declaraciones y esas normas —pendientes
de cumplimiento— prometen formalmente. A esto se ha referido
la Corte en el caso Villagrán Morales, que se cita en la presente
Opinión consultiva (párr. 80), cuando avanza en la formulación
de conceptos que proveerán nuevos rumbos para la jurispruden-
cia y establece que el derecho de los niños a la vida no sólo im-
plica el respeto a las prohibiciones sobre la privación de aquélla,
contenidas en el artículo 4o. de la Convención Americana, sino
también la dotación de condiciones de vida idóneas para alentar
el desarrollo de los menores.232
35. En este extremo cobra presencia la idea unitaria de los de-
rechos humanos: todos relevantes, exigibles, mutuamente com-
plementarios y condicionados. Bien que se organicen los pro-
cedimientos en forma tal que los niños cuenten con todos los
medios de asistencia y defensa que integran el debido proceso
legal, y bien, asimismo, que no se les extraiga injustificadamen-
te del medio familiar —si cuentan con él—, pero nada de esto
absuelve de construir las circunstancias que permitan a los me-
nores el buen curso de su existencia, en todo el horizonte que
corresponde a cada vida humana, y no solamente en las situacio-
nes —que debieran ser excepcionales— en que algunos menores
afrontan “problemas con la justicia”. Todos son, de una sola vez,
el escudo protector del ser humano: se reclaman, condicionan y
232 Casode los “Niños de la calle” (Villagrán Morales y otros), sentencia del
19 de noviembre de 1999, serie C, núm. 63, párr. 144.
APÉNDICE 121

perfeccionan mutuamente, y por ende es preciso brindar a todos


la misma atención.233 No podríamos decir que la dignidad huma-
na se halla a salvo donde existe, quizá, esmero sobre los derechos
civiles y políticos —o sólo algunos de ellos, entre los más visi-
bles— y desatención acerca de los otros.
36. La OC-17 acierta, a mi juicio, cuando alude a esta materia
desde una doble perspectiva. En un punto subraya la obligación
de los Estados, que se plantea —por lo que toca al plano america-
no— desde la Carta de Bogotá conforme al Protocolo de Buenos
Aires, de adoptar medidas que permitan proveer a las personas, de
satisfactores en múltiples vertientes; y en otro reconoce que vienen
al caso verdaderos derechos, cuya exigibilidad, a título de tales, co-
mienza a ganar terreno. En efecto, no bastaría con atribuir deberes
a los Estados si no se reconocen, en contrapartida, los derechos que
asisten a los individuos: de esta suerte se integra la bilateralidad ca-
racterística del orden jurídico. En este ámbito ha ocurrido una evo-
lución de conceptos semejante a la que campea en el sistema inter-
no: si las Constituciones tienen, como ahora se proclama, carácter
normativo —son, en este sentido, genuina “ley suprema”, “ley de
leyes”—, también los tratados poseen ese carácter, y en tal virtud
atribuyen verdaderas obligaciones y auténticos derechos. Entre es-
tos últimos se localizan, por lo que hace al tema que aquí me ocupa,
los derechos económicos, sociales y culturales de los niños.

II. La reforma al artículo 18 constitucional


(2005)

En esta segunda parte del apéndice incluyo mi punto de vista


en torno a la reforma de 2005 al artículo 18 constitucional, que

233 En los términos de los Principios de Limburg sobre la aplicación del Pacto

Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (junio de 1986),


“en vista de que los derechos humanos y las libertades fundamentales son indivi-
sibles e interdependientes, se debería dedicar la misma atención y consideración
urgente en la aplicación y promoción de ambos: los derechos civiles y políticos
y los derechos económicos, sociales y culturales” (principio 3).
122 APÉNDICE

incorporó en la ley fundamental una nueva versión sobre el tra-


tamiento de los individuos menores de 18 años de edad que in-
curren en conductas típicas conforme a la ley penal. Esta breve
apreciación acerca de la reforma fue tomada de un artículo más
amplio,234 que en su hora incorporó el examen de la jurispruden-
cia de la Corte Interamericana, y que ha sido el producto de di-
versas presentaciones del autor ante foros especializados.235
El impulso para realizar una importante reforma al artículo 18
en materia de menores infractores —tema que apareció en 1964-
1965—236 provino de las propuestas presentadas en el Senado de
la República el 4 de noviembre de 2003, suscritas por senado-
res pertenecientes a los diversos partidos políticos con presencia
en esa Cámara.237 En 2004 hubo una iniciativa presidencial de
reforma al conjunto del sistema penal —inclusive el enjuicia-
234 “Jurisdicción para menores de edad que infringen la ley penal. Criterios

de la jurisdicción interamericana y reforma constitucional”, Derechos humanos


de los niños, niñas y adolescentes, México, Secretaría de Relaciones Exterio-
res, 2006, pp. 51 y ss., y figura también en mi libro Cuestiones jurídicas en la
sociedad moderna, México, Seminario de Cultura Mexicana-Instituto de Inves-
tigaciones Jurídicas, UNAM, 2009, pp. 153 y ss.
235 Así, “Derechos humanos de los menores de edad y justicia penal”, en el

Seminario Internacional “Derechos Humanos de los Niños, Niñas y Adoles-


centes”, organizado por Secretaría de Relaciones Exteriores, UNICEF, DIF del
estado de Nuevo León y Escuela de Graduados en Administración Pública y
Política Pública del ITESM, Monterrey, Nuevo León, 20 de octubre de 2005;
y “Justicia para adolescentes”, en la Conferencia Nacional “El nuevo modelo
de justicia para adolescentes en México”, organizado por Cámaras de Diputa-
dos y Senadores del Congreso de la Unión, Secretaría de Relaciones Exteriores,
Secretaría de Seguridad Pública y UNICEF, México, D. F., 11 de noviembre de
2005. Sobre la reforma de 2005 al artículo 18 constitucional, cfr. Carbonell,
“Constitución y menores…”, en Constitución y justicia..., cit., nota 92, pp. 31
y ss., e Islas de González Mariscal, “La reforma al artículo 18 constitucional”,
ibidem, esp. pp. 54 y ss.
236 Cfr. mi estudio de esta primera reforma en García Ramírez, El artículo 18

constitucional: prisión preventiva, sistema penitenciario, menores infractores,


México, UNAM, Coordinación de Humanidades, 1967, esp. pp. 95-98.
237 A saber, los suscriptores de la iniciativa del 4 de noviembre del 2003,

senadores Jorge Zermeño Infante, del Partido Acción Nacional; Rutilo Escan-
dón Cadenas, del Partido de la Revolución Democrática; Orlando Paredes Lara,
APÉNDICE 123

miento de menores infractores— que no prosperó o que fue ab-


sorbida, en lo que respecta a este tema específico, por el trabajo y
las propuestas de los legisladores. La deficiente negociación del
proyecto, el escaso conocimiento que hubo sobre sus característi-
cas y fundamentos, la errónea explicación de algunos de sus da-
tos principales —así, se confundió con una ley “antisecuestros”
y se simplificó bajo el rubro casi exclusivo de “proceso oral”— y
otros defectos de fondo y forma que no procede examinar ahora,
determinaron su suerte en el Congreso. En diversas oportunida-
des he analizado la propuesta de reforma constitucional presen-
tada por el Ejecutivo, que al lado de manifiestos errores contenía
sugerencias plausibles.
El 22 de abril de 2004 se presentó el dictamen de las comisio-
nes senatoriales238 al que me he referido supra. Son diversos los
precedentes normativos en esta materia, de fuente internacional y
nacional, varios de los cuales fueron mencionados en los trabajos
preparatorios de la reforma. Destaca, por lo que hace a los nacio-
nales, la Ley para la Protección de los Derechos de Niñas, Niños
y Adolescentes, del 29 de mayo del 2000, publicada el mismo día,
que ciertamente no es un modelo de técnica legislativa. Como
precedentes internacionales cuentan la Declaración de Ginebra,
de 1924, acerca de los derechos del niño, y la Declaración de los
Derechos del Niño, del 20 de noviembre de 1959. Descuella el
moderno marco de los derechos internacionalmente reconocidos:
la Convención sobre los Derechos del Niño, del 20 de noviembre
de 1989, que ha sido suscrita por la mayoría absoluta de los Esta-
dos, con dos excepciones, que no es fácil entender.
La relación incluye, asimismo, Reglas Mínimas para la Ad-
ministración de Justicia de Menores (Reglas de Beijing), un re-
levante conjunto de principios y disposiciones en esta materia;
Reglas para la Protección de los Menores Privados de Libertad

del Partido Revolucionario Institucional, y Emilia Patricia Gómez Bravo, del


Partido Verde Ecologista.
238 Se trató de las comisiones de Puntos Constitucionales, de Justicia y de

Estudios Legislativos, Segunda.


124 APÉNDICE

(Reglas de Tokio), y Directrices para la Prevención de la Delin-


cuencia Juvenil (Reglas de Riad). Puede agregarse, porque ya
existía entonces y fue suficientemente conocida por quienes in-
tervinieron en la elaboración de las propuestas y el dictamen, la
Opinión consultiva OC-17/02 de la Corte Interamericana.
La iniciativa senatorial inicial postuló, como dije, “un sistema
integral de justicia penal para adolescentes” —individuos mayo-
res de doce y menores de dieciocho años— a quienes se acusara
“por la comisión de una conducta tipificada como delito por las
leyes penales”. Las personas menores de doce años quedarían
“exentas de responsabilidad penal”. La aplicación del sistema se
encomendaría a instituciones, tribunales y autoridades “específi-
camente previstas para la procuración e impartición de la justicia
penal para adolescentes”. También se preveía que “las formas al-
ternativas al juzgamiento deberán observarse en la aplicación de
la justicia penal para adolescentes” y que en el procedimiento se
atendería al “sistema procesal acusatorio”. La privación de liber-
tad se emplearía “como medida de último recurso y por el tiempo
más breve que proceda”.
En la iniciativa de reforma se propuso que ésta abarcara tan-
to el artículo 18, sede final de los cambios, como el artículo 73
constitucional; esto último con el propósito de dar atribuciones
al Congreso de la Unión para establecer las bases uniformes de
la legislación nacional de la materia. Esta posibilidad se desechó.
Además, hubo modificaciones importantes y acertadas en un se-
gundo documento suscrito por senadores de la República —el
31 de marzo de 2005—, que aportaría el texto de la reforma. El
cambio principal introducido por éste con respecto al primer pro-
yecto senatorial consistió en la eliminación de referencias “pe-
nales”. Este giro mejoró considerablemente la iniciativa y fijó
el buen rumbo de la reforma constitucional y de sus expresiones
normativas y prácticas.
En el dictamen modificado del 31 de marzo se consideró que
la intención de establecer el nuevo sistema “se encuentra colma-
da con las reformas y adiciones propuestas al artículo 18 cons-
APÉNDICE 125

titucional, por lo que el hecho de facultar al Congreso para ex-


pedir una ley que establezca las bases normativas a que deberán
sujetarse los estados y el Distrito Federal, resulta innecesario”.
Consecuentemente —se añade—, la Federación, los estados y
el Distrito Federal actuarán concurrentemente conforme a sus
“respectivas competencias, sin perjuicio de los mecanismos de
coordinación y concurrencia que prevén las leyes”. Esas instan-
cias están “facultadas para legislar en materia de justicia para
adolescentes, sin mayor limitación que la observancia y el apego
a las bases, principios y lineamientos esenciales introducidos a la
Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos mediante
la presente reforma”. En consecuencia, la propuesta final que se
convertiría en reforma constitucional determinó la concurrencia
de facultades entre la Federación, los estados y el Distrito Fede-
ral, en el ámbito de sus respectivas competencias, para ocuparse
de esta cuestión. El nuevo párrafo del artículo 18 constituye la
base para el ejercicio de las atribuciones federales y locales.
Queda pendiente para el futuro, tal vez distante, la posibilidad
de unificar en mayor medida la legislación de la materia —como
también, y acaso sobre todo, la regulación penal y procesal pe-
nal— en bien de una verdadera política nacional de prevención y
persecución del delito. Comprendo y respeto las consideraciones
políticas que han mantenido la copiosa diversidad legislativa en
este terreno, pero tampoco puedo ignorar las buenas razones que
han militado desde hace tiempo —sin éxito— en favor de la unifi-
cación. Habrá que desplegar un intenso exfuerzo político-legislati-
vo para la “armonización”, por lo menos, de las soluciones en este
campo, antes de que surjan particularidades —algunas admisibles,
desde luego— que priven al conjunto de congruencia y eficiencia.
La reforma —al igual que el dictamen inicial— se refiere a
un “sistema integral” de justicia. No se desea, pues, resumir la
acción del Estado sólo en una porción de las atenciones que re-
quiere esta materia: la noción de un “sistema integral” apunta a
la más amplia cobertura de necesidades y a la adopción completa
y adecuada de soluciones pertinentes, con todos los recursos y
126 APÉNDICE

en todas las direcciones. Ojalá que hubiera una declaración igual


—y, obviamente, acciones del mismo signo— en lo que corres-
ponde a la política criminal, tan invocada como desatendida.
He mencionado supra que la revisión del dictamen y la corres-
pondiente reelaboración del proyecto, para abrir la puerta al texto
final, se caracterizaron por el abandono de la idea de justicia “pe-
nal” a cambio del concepto de “justicia” —sin aquel calificati-
vo— para adolescentes que infringen la ley penal. A veces ocurre
que un cambio de redacción no queda amparado por suficientes
explicaciones o precisiones en la exposición de motivos o en el
debate, o bien, se observa una manifiesta contradicción entre lo
que dice la norma y lo que sugiere la reflexión de sus autores,
como ocurrió cuando fueron reformados los artículos 16 y 19
constitucionales, en 1999, para reparar el desacierto de la refor-
ma de 1993 que sustituyó “cuerpo del delito” por “elementos del
tipo penal”. Empero, en algún punto específico el dictamen de
los senadores marchó por un rumbo diferente al que sustentó la
reforma y quedó expresado en los correspondientes preceptos.
Afortunadamente, este no ha sido el caso en la reforma del 2005
al artículo 18. Por la importancia que tuvo el cambio incorpora-
do en el curso de los trabajos legislativos —como dato relevante
para su orientación y culminación— y por la trascendencia que
debe tener en la reglamentación y aplicación del nuevo sistema
integral, me permitiré transcribir in extenso los razonamientos
expresados en la revisión del dictamen.
Los integrantes de las comisiones expresaron su convenci-
miento de que el “espíritu” de las iniciativas sujetas a dictamen
“no es el de reducir la edad penal o el crear una estructura gu-
bernamental que juzgue como inimputables a los menores de 18
años. Por ello consideramos que es necesario suprimir el califi-
cativo ‘penal’, a fin de evitar cualquier confusión con las insti-
tuciones y procedimientos relativos a la justicia para adultos”.
Igualmente, señalaron: “en el ámbito jurídico la idea de lo ‘pe-
nal’ implica la imposición de penas como principal consecuencia
del delito, mismas que constituyen la privación o restricción de
APÉNDICE 127

bienes jurídicos, impuestas conforme a la ley por los órganos ju-


risdiccionales, al culpable de una conducta antijurídica tipificada
previamente como delito”.
Habida cuenta de que la imputabilidad es presupuesto de la
culpabilidad —señaló el nuevo documento— “no es dable que se
haga referencia a un sistema ‘penal’ para menores adolescentes,
a quienes no es posible aplicarles una pena en estricto sentido,
puesto que no tienen la posibilidad de determinar la comisión de
un ilícito penal”. Dado que no hay “pena sin culpabilidad”, los
autores del giro consideraron “pertinente que el sistema a que se
refieren las iniciativas se identifique como ‘Sistema Integral de
Justicia para Adolescentes’”. Otras modificaciones atendieron a
la misma línea de pensamiento: “eliminar toda noción relaciona-
da con la imputabilidad, culpabilidad o responsabilidad penal,
que no pertenecen al ámbito de la justicia para menores”. Final-
mente, “el concepto de sanciones se sustituye por el de medidas,
con el mismo criterio de evitar la confusión con el régimen puni-
tivo aplicado a los imputables, es decir a los mayores de edad”.
Son relevantes las referencias a la edad de los individuos su-
jetos a la justicia para adolescentes. Hacía falta una definición en
este punto, que debió presentarse desde hace tiempo, merced a
un juicioso consenso —y en todo caso a partir de la vigencia en
México de la Convención de Naciones Unidas sobre los Dere-
chos del Niño—, sin necesidad de que la Constitución resolviera
lo que puede decidir, sin orden normativa, el acuerdo promovi-
do por la razón. Pero no fue así: las características de nuestro
federalismo penal o parapenal permitieron que varias entidades
carecieran de referencia sobre la edad mínima de acceso a la jus-
ticia especial para menores —antes de la cual sólo se plantea la
atención asistencial— y que se mantuvieran una gran variedad de
soluciones acerca del ingreso al ámbito de la justicia penal —no
diré a la imputabilidad penal, que es un problema diferente—,
fijado en dieciséis años por varias legislaciones, en diecisiete por
alguna y en dieciocho por la mayoría. La reforma ha puesto or-
den en esta materia, aun cuando existen opiniones respetables
128 APÉNDICE

que prefieren fijar en catorce años y no en doce, como finalmente


se dispuso, la edad de acceso a la justicia especial. En este orden,
sólo se consignó una precisión, que adelante mencionaré, sobre
la adopción de medidas privativas de libertad.
Sin perjuicio del debate que puede existir acerca de la edad
—examen que no está cerrado— se ha ganado mucho terreno
gracias a las nuevas definiciones constitucionales. Éstas toman
en cuenta un generalizado criterio sobre lo que es “adolescen-
cia”, etapa posterior a la “niñez” y anterior a la “juventud adul-
ta”: entre doce y dieciocho años. Los menores de aquella edad
quedan sustraídos a la persecución. Para ellos prevalecen otros
conceptos, cuando incurren en conductas infractoras de la ley
penal: rehabilitación y asistencia social
También hacía falta establecer, más allá de dudas e interpreta-
ciones, que sólo quedarán comprendidos en este sector de la fun-
ción estatal quienes realicen conductas penalmente típicas, como
lo ha reclamado la tendencia dominante desde hace varias décadas
y lo ha sostenido la jurisprudencia de la Corte Interamericana, ba-
sada en los instrumentos del derecho internacional de los derechos
humanos. Finalmente, quedan fuera, pues, los estados de peligro
y riesgo, que en otra época determinaron la actuación de los tribu-
nales y consejos para menores.
También se hallan excluidas las conductas constitutivas de in-
fracción administrativa, cuyas sanciones constituyen igualmente
—también lo ha precisado la jurisprudencia interamericana— una
expresión del poder punitivo del Estado, potencialmente severa y
siempre inquietante desde la perspectiva de los derechos indivi-
duales y la vigencia del orden democrático. Habrá que reflexio-
nar cuidadosamente en torno a las consecuencias de la infracción
administrativa (faltas de policía, principalmente) cometidas por
sujetos de entre doce y dieciocho años: ¿el mismo régimen de los
adultos, que no parece acertado? ¿Un sistema especial, sin con-
travenir la norma constitucional?
La subordinación del sistema integral de justicia al concepto
de tipicidad, que constituye garantía de legalidad, no implica,
APÉNDICE 129

sin embargo, que esa legalidad sea la misma para todos. Puesto
que subsiste la desconcentración de las atribuciones legislativas
en materia penal, es decir, de las facultades tipificadoras, habrá
que atender aquí —como en el supuesto de los adultos— a las
decisiones particulares de los legisladores federal y locales: los
problemas que surgen en el campo del derecho penal ordinario
aparecerán en el nuevo derecho especial para menores infracto-
res a propósitio de la caracterización de las conductas ilícitas y
sus consecuencias jurisdiccionales.
La reforma constitucional acoge el sano criterio de compren-
der tanto garantías generales aplicables a todas las personas como
garantías especiales dirigidas a los adolescentes. Así se atiende
a la legalidad y a la especificidad de los sujetos en su condición
de personas en desarrollo. Esto último demanda medidas de co-
rrección de las desigualdades que provienen de las diferencias
materiales, punto al que me he referido ampliamente y sobre el
que no insistiré. Evidentemente, la recepción de ambas garantías
debe trasladarse a la legislación secundaria y a la organización
real de la justicia para adolescentes.
En el texto constitucional se alojan algunas garantías proce-
sales específicas. Aquí se recibe la noción de debido proceso
legal, que no figuraba en la Constitución. Tenemos, pues, dos
versiones para resolver una misma preocupación garantizadora,
como supra mencioné: garantías esenciales del procedimiento,
que señala el artículo 14, y debido proceso, que indica el nuevo
párrafo del artículo 18. Se podrá entender que son conceptos
diferentes, no necesariamente sinónimos, pero esta compren-
sión no resuelve el punto, sino lo desplaza: ¿por qué garantías
esenciales, no debido proceso, para los adultos, y por qué debi-
do proceso, no garantías esenciales, para los menores? Merecía
mayor reflexión el empleo de fórmulas diversas, que siembra
de problemas la interpretación, aunque sea plausible —por su-
puesto— la inclusión del debido proceso —o mejor todavía, de
las ideas e imperativos que éste entraña— en la nueva justicia
para menores.
130 APÉNDICE

El primer dictamen de las comisiones senatoriales apoyó la


referencia al sistema procesal acusatorio, por contraste con el in-
quisitivo. Es comprensible y satisfatoria esta preocupación del
legislador, aun cuando ciertamente no existe un concepto final y
acabado acerca de aquellos sistemas procesales y sus variantes
mixtas. En fin de cuentas, todos los sistemas son mixtos, en algu-
na medida. Ahora bien, la referencia al régimen acusatorio —que
recoge una corriente reformadora en boga— no fue aceptada en
la decisión final sobre la reforma. La revisión senatorial del 31 de
marzo del 2005 optó por excluir la alusión al sistema acusatorio
y referirse, en cambio, al dato clásico y nuclear de éste: deslinde
entre la persecución y la resolución, expresado de la siguiente
manera: habrá “independencia entre las autoridades que efectúen
la remisión y las que impongan las medidas”.
Aquí resta decidir —pero lo hará la ley reglamentaria— en
qué espacio del Estado se hallará cada una de esas autoridades,
principalmente la jurisdiccional, que impone las medidas: ¿juris-
dicción autónoma (no necesariamente tribunales administrativos)
o incorporación en los poderes judiciales de la Federación, de los
estados y del propio Distrito Federal? Cada solución ofrece ven-
tajas e inconvenientes, no sólo desde la perspectiva técnica —en
orden a la división de funciones y a la independencia de los ór-
ganos jurisdiccionales—, sino también desde el ángulo práctico:
recursos para instalar los órganos y atender a su buen despacho.
También las soluciones institucionales deben examinarse bajo
el rubro de las garantías. Lo son, por varias razones, que atañen a
la adecuada operación del conjunto. La Constitución vuelve a la
necesidad de crear instrumentos específicos para la atención de
problemas específicos. Justicia integral para adolescentes no es
apenas un capítulo de la justicia penal ordinaria para los adultos,
al que deban trasladarse fielmente la instituciones, las categorías
jurídicas, la “filosofía” y las prácticas de ésta. Se requiere espe-
cialización —personal, orgánica, institucional, material, proce-
sal— de las instituciones, los tribunales y las autoridades que
actuarán en la procuración y la impartición de la justicia para
APÉNDICE 131

adolescentes infractores de la ley penal. La ley suprema omitió


un ámbito, que reviste, sin embargo, enorme importancia: la eje-
cución de las medidas.
Las medidas previstas se disciplinan a determinados princi-
pios —protección integral e interés superior, que no sólo debie-
ron vincularse con aquéllas, sino con el enjuiciamiento mismo—
y tienen como objeto la orientación, protección y tratamiento de
los menores con el propósito de alcanzar la reintegración social
y familiar del adolescente —fin que pudiera resultar, en la reali-
dad, inabordable o desaconsejable— y el pleno desarrollo de su
persona y capacidad —propósito incuestionable—. No faltarán
los sinónimos para la protección ni el debate acerca del concepto
de tratamiento.
Es importante el acento que la reforma ha puesto en la natu-
raleza y, sobre todo, en la intensidad de las medidas. Se prevé
que sean proporcionales a la conducta realizada. Sobre este punto
tómese en cuenta que las medidas entrañan afectaciones de los
derechos de quien se encuentra sujeto a ellas: principalmente,
aunque no exclusivamente, la libertad. De ahí que no se autorice
la desproporción, la desmesura, el exceso. Es indebido corres-
ponder a ciertas conductas con reacciones excesivas, expresión
de un rigor defensista o punitivo que pudiera resultar absoluta-
mente injustificado y totalmente inaceptable en una sociedad de-
mocrática. Cualquier injerencia en los derechos fundamentales
de las personas debe tener como referencia las exigencias y los
límites que la explican lógicamente y la justifican jurídicamente:
necesidad, razonabilidad, oportunidad, proporcionalidad, e in-
cluso inevitabilidad.
Que haya proporción entre el hecho ilícito y la reacción co-
rrespondiente no impide que el órgano emisor de la medida tome
en cuenta, sin romper ese marco garantista, los datos que conduz-
can al cumplimiento de la función estatal y de la finalidad de las
medidas, particularmente en el supuesto de menores de edad, con
respecto a los cuales la misma Constitución dispone orientación,
protección, tratamiento, reintegración social y familiar. Esto re-
132 APÉNDICE

quiere considerar las condiciones particulares del individuo al


que se aplican las medidas. Disponer éstas sin miramiento para
las personas llevaría a decisiones “en abstracto”, in vitro, ajenas
al destinatario y alejadas de la realidad, y en todo caso imperti-
nentes o arbitrarias.
La conciliación entre los intereses legítimos del individuo y
los legítimos intereses de la sociedad, que viene al caso en el
enjuiciamiento por conductas ilícitas, obliga a apreciar detenida-
mente las medidas restrictivas de libertad, como precaución pro-
cesal o como consecuencia del comportamiento ilícito. Esto que-
dó a la vista en el proceso de reforma constitucional. De nueva
cuenta es preciso considerar el carácter excepcional, restringido,
marginal, de las afectaciones admisibles en el ámbito de la liber-
tad. Por ello la reforma destaca ciertas fronteras imperiosas para
el internamiento de adolescentes. Se entiende que esta expresión
abarca cualquier medida restrictiva o privativa de libertad, sea
durante el proceso, sea como resultado de éste, amparada por una
resolución jurisdiccional.
Son varias las restricciones para la adopción del internamien-
to, que revelan una orientación garantista diferente de la que se
observa en el caso de los adultos. Aquélla se informa en las me-
jores tendencias en esta materia y aparece en el artículo 37, b), de
la Convención de los Derechos del Niño. La misma tendencia se
aprecia en los pronunciamientos de la Corte Interamericana, que
ha examinado el tema de la prisión preventiva y se ha referido,
con un criterio aún más restrictivo, a la privación de la libertad
en el caso de menores de edad.
En los términos del texto constitucional reformado, el interna-
miento es una medida extrema; por lo tanto, no se debe aplicar
—como suele ocurrir en el supuesto de la prisión preventiva para
mayores de edad— en forma automática, regular, rutinaria, sino
sólo cuando resulte verdaderamente indispensable y se justifique
su necesidad. La medida deberá durar “el tiempo más breve que
proceda”: así, se aplicará en periodos generalmente cortos, tanto
como sea posible, optando —si cabe la opción— por suspender
APÉNDICE 133

la medida, no por prolongarla. Sólo están sujetos a internamiento


los adolescentes mayores de catorce años: quedan a salvo quie-
nes se hallen por debajo de esa edad. La medida es aplicable
unicamente cuando se juzga al sujeto por la comisión de una con-
ducta antisocial calificada como grave.
Esta última precisión constitucional no implica que el interna-
miento procede siempre que exista imputación por delito grave.
Será preciso valorar la medida a la luz de los otros factores que
la Constitución enuncia, principalmente su carácter de “medida
extrema”. La referencia a delitos “graves” traerá consigo, en este
campo, los mismos problemas que ya ha producido —y que no son
pocos— en el enjuiciamiento de adultos a partir de la reforma de
1993. Ésta ha motivado diversas —y en ocasiones muy desafortu-
nadas— formas de entender que una conducta ilícita es “grave”,
calificación que se proyecta sobre el acceso a la libertad.
Acertadamente, la reforma propicia el empleo de formas al-
ternativas de justicia, que se han venido desarrollando en años
recientes, de manera más o menos formal, prohijadas por el ex-
pansivo régimen de la querella y el perdón. Las soluciones com-
positivas son perfectamente admisibles en un amplio número de
casos, e incluso resultan indispensables. Ahora bien, la regla-
mentación de esta norma deberá buscar los medios para que la
solución alternativa sirva de veras a la justicia, no la enrarezca o
defraude. Evidentemente, lo que digo sobre la justicia para me-
nores infractores es aplicable, aún más ampliamente, al enjui-
ciamiento de adultos. Estamos iniciando un camino promisorio,
pero es preciso vigilar la marcha, para que en ella imperen la per-
tinencia y la probidad.
Con alguna frecuencia los artículos transitorios de nuevas le-
yes o decretos que reforman leyes existentes disponen que las
novedades entren en vigor “al día siguiente de su publicación en
el Diario Oficial de la Federación”. Esta norma pudiera resultar
razonable en algunos casos, pero no en todos. Efectivamente, es
preciso proveer a la difusión de las disposiciones emergentes,
como lo es preparar las condiciones para su aplicación y eficacia,
134 APÉNDICE

que a menudo reclaman formación de funcionarios y renovación


de antiguos criterios, además de provisión de medios materiales
para el éxito de la reforma.
La modificación del artículo 18 no incurrió en ese error. Tam-
poco estableció una vacatio legis muy amplia, como parece ne-
cesario si se toma en cuenta la magnitud de los cambios que dis-
pone o sugiere y la época en la que aparece. Empero, los tiempos
que prevé debieran permitir una razonable preparación, si en ellos
se trabaja con intensidad y buena orientación. Los dos preceptos
transitorios fijan plazos sucesivos. El primero, de tres meses a
partir de la publicación del decreto, para que la reforma entre en
vigor. El segundo, de seis meses contados desde el inicio de la
vigencia, como plazo del que disponen “los estados de la Federa-
ción y el Distritro Federal” para “crear las leyes, instituciones y
órganos que se requieran para la aplicación del presente decreto”.
No se alude a la Federación, como si ésta contara ya con todo lo
necesario para aplicar exitosamente la reforma en el momento
mismo de su vigencia.
No deja de llamar la atención que entre en vigor una dispo-
sición que no resulta aplicable —o no parece serlo— cuando
comienza su vigencia, porque se carece de las condiciones para
que ello ocurra, y que, entendiéndolo así, el propio Constituyente
disponga un nuevo plazo —“de gracia”, después de una llamada
“de alerta”— para preparar la eficacia de la norma ya vigente.
Mientras tanto, ésta permanecerá como derecho en vigor, por una
parte, pero apenas en “proceso de aplicación”, por la otra. Más
allá de estos comentarios, lo cierto es que habrá que poner manos
a la obra, diligencia y cuidado para crear las condiciones del gran
progreso que se ha querido imprimir en la justicia para adoles-
centes. Bienvenidas las palabras y las normas, las intenciones y
los programas: sigue la hora de los hechos.

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