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Horacio Quiroga

Horacio Quiroga

CUENTOS CUENTOS
88
BIBLIOTECA AYACUCHO esSELECCIÓN
una de las Y PRÓLOGO
experiencias editoriales másEmir Rodríguez
importantes de la Monegal
cultura latinoamericana nacidas en el siglo XX.
Creada en 1974, en el momento delCRONOLOGÍA
auge de
Alberto
una literatura innovadora y exitosa, F. Oreggioni
ha estado
llamando constantemente la atención acerca
BIBLIOGRAFÍA
de la necesidad de entablar un contacto
dinámico entre lo contemporáneoHoracio Jorge Becco
y el pasado
a fin de revalorarlo críticamente desde
la perspectiva de nuestros días.
El resultado ha sido una nueva forma de
enciclopedia que hemos llamado Colección
Clásica, la cual mantiene vivo el legado
cultural de nuestro continente entendido
como conjunto apto para la transformación
social y cultural. Sus ediciones anotadas, los
prólogos confiados a especialistas, los apoyos
de cronologías y bibliografías básicas sirven
para que los autores clásicos, desde los
tiempos precolombinos hasta el presente,
estén de manera permanente al servicio de las
nuevas generaciones de lectores y especialistas
BIBLIOTECA AYACUCHO en las diversas temáticas latinoamericanas,
a fin de proporcionar los fundamentos
de nuestra integración cultural.
ANACONDA

CONSEJO DIRECTIVO

Humberto Mata
Presidente (E) I
Luis Britto García
Freddy Castillo Castellanos
ERAN LAS DIEZ de la noche y hacía un calor sofocante. El tiempo carga-
Luis Alberto Crespo
Gustavo Pereira do pesaba sobre la selva, sin un soplo de viento. El cielo de carbón se en-
Manuel Quintana Castillo treabría de vez en cuando en sordos relámpagos de un extremo a otro del
horizonte; pero el chubasco silbante del sur estaba aún lejos.
Primera edición: 1981 Por un sendero de vacas en pleno espartillo blanco, avanzaba Lan-
Segunda edición corregida y aumentada: 1993
Tercera edición corregida: 2004 ceolada, con la lentitud genérica de las víboras. Era una hermosísima yara-
Derechos exclusivos de esta edición rá, de un metro cincuenta, con los negros ángulos de su flanco bien cortados
© BIBLIOTECA AYACUCHO, 2004 en sierra, escama por escama. Avanzaba tanteando la seguridad del terreno
Apartado Postal 14413
Caracas - Venezuela - 1010 con la lengua, que en los ofidios reemplaza perfectamente a los dedos.
Hecho Depósito de Ley Iba de caza. Al llegar a un cruce de senderos se detuvo, se arrolló pro-
Depósito Legal lf 50120048002914 (rústica)
Depósito Legal lf 50120048002915 (empastada) lijamente sobre sí misma, removióse aún un momento acomodándose, y
ISBN 980-276-370-5 (rústica) después de bajar la cabeza al nivel de sus anillos, asentó en ellos la mandí-
ISBN 980-276-371-3 (empastada)
bula inferior y esperó inmóvil.
Dirección editorial: Oscar Rodríguez Ortiz Minuto tras minuto esperó cinco horas. Al cabo de este tiempo con-
Departamento Editorial: Clara Rey de Guido
Asistencia editorial: Gladys García Riera tinuaba en igual inmovilidad. ¡Mala noche! Comenzaba a romper el día
Producción editorial: Elizabeth Coronado e iba a retirarse, cuando cambió de idea. Sobre el cielo lívido del Este se
Asistencia de producción: Henry Arrayago
Corrección de textos: María Amparo Pocoví recortaba una inmensa sombra.
—Quisiera pasar cerca de la casa –se dijo la yarará–. Hace días que
Concepto gráfico de colección: Juan Fresán
Diseño de colección: Pedro Mancilla siento ruido, y es menester estar alerta...
Diagramación: Luisa Silva Y marchó prudentemente hacia la sombra.
Fotolito electrónico: Xxxxxxxx
Impreso en Venezuela / Printed in Venezuela La casa a que hacía referencia Lanceolada era un viejo bungalow de

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madera, todo blanqueado. En torno se levantaban dos o tres galpones. noche para ponerse en campaña. Sin gran trabajo halló a dos compañeras,
Desde tiempo inmemorial el edificio había estado deshabitado. Ahora se que lanzaron la voz de alarma. Ella, por su parte, recorrió hasta las doce
sentían ruidos insólitos, golpes de fierro, relinchos de caballo –conjunto de los lugares más indicados para un feliz encuentro, con suerte tal que a las
cosas en que trascendía a la legua la presencia del Hombre. Mal asunto... dos de la mañana el Congreso se hallaba, si no en pleno, por lo menos con
Pero era preciso asegurarse, y Lanceolada lo hizo mucho más pronto mayoría de especies para decidir qué se haría.
de lo que hubiera querido. En la base de un murallón de piedra viva, de cinco metros de altura,
Un inequívoco ruido de puerta abierta llegó a sus oídos. La víbora y en pleno bosque, existía una caverna disimulada por los helechos que
irguió la cabeza, y mientras notaba que una rubia claridad en el horizonte obstruían casi la entrada. Servía de guarida desde mucho tiempo atrás a
anunciaba la aurora, vio una angosta sombra, alta y robusta, que avanzaba Terrífica, una serpiente de cascabel, vieja entre las viejas, cuya cola contaba
hacia ella. Oyó también el ruido de las pisadas –el golpe seguro, pleno, treinta y dos cascabeles. Su largo no pasaba de un metro cuarenta, pero en
enormemente distanciado que denunciaba también a la legua al enemigo. cambio su grueso alcanzaba al de una botella. Magnífico ejemplar, cruzada
—¡El Hombre! –murmuró Lanceolada. Y rápida como el rayo se arro- de rombos amarillos; vigorosa, tenaz, capaz de quedar siete horas en el
lló en guardia. mismo lugar frente al enemigo, pronta a enderezar los colmillos con canal
La sombra estuvo sobre ella. Un enorme pie cayó a su lado, y la yarará, interno que son, como se sabe, si no los más grandes, los más admirable-
con toda la violencia de un ataque al que jugaba la vida, lanzó la cabeza mente constituidos de todas las serpientes venenosas.
contra aquello y la recogió a la posición anterior. Fue allí en consecuencia donde, ante la inminencia del peligro y pre-
El hombre se detuvo; había creído sentir un golpe en las botas. Miró el sidido por la víbora de cascabel, se reunió el Congreso de Víboras. Estaban
yuyo a su rededor sin mover los pies de su lugar; y como nada distinguiera allí, fuera de Lanceolada y Terrífica, las demás yararás del país: la pequeña
en la oscuridad apenas rota por el vago día naciente, siguió adelante. Coatiarita, benjamín de la Familia, con la línea rojiza de sus costados bien
Pero Lanceolada vio que la casa comenzaba a vivir, esta vez real y efec- visible y su cabeza particularmente afilada. Estaba allí, negligentemente
tivamente con la vida del Hombre. La yarará emprendió la retirada a su tendida, como si tratara de todo menos de hacer admirar las curvas blancas
cubil, llevando consigo la seguridad de que aquel acto nocturno no era sino y café de su lomo sobre largas bandas salmón, la esbelta Neuwied, decha-
el prólogo del gran drama a desarrollarse en breve. do de belleza, y que había guardado para sí el nombre del naturalista que
determinó su especie. Estaba Cruzada –que en el sur llaman víbora de la
II cruz–, potente y audaz, rival de Neuwied en punto a belleza y dibujo. Esta-
ba Atroz, de nombre suficientemente fatídico; y por último, Urutú Dorado,
Al día siguiente la primera preocupación de Lanceolada fue el peligro que la yararacusú, disimulando discretamente en el fondo de la caverna sus
con la llegada del Hombre se cernía sobre la Familia entera. Hombre y De- ciento setenta centímetros de terciopelo negro cruzado oblicuamente por
vastación son sinónimos desde tiempo inmemorial en el Pueblo entero de bandas de oro.
los Animales. Para las Víboras en particular, el desastre se personificaba en Es de notar que las especies del formidable género Lachesis, o yararás,
dos horrores: el machete escudriñando, revolviendo el vientre mismo de a que pertenecían todas las congresales menos Terrífica, sostienen una vieja
la selva, y el fuego aniquilando el bosque enseguida, y con él los recónditos rivalidad por la belleza del dibujo y el color. Pocos seres, en efecto, tan bien
cubiles. dotados como ellos.
Tornábase, pues, urgente prevenir aquello. Lanceolada esperó la nueva Según las leyes de las víboras, ninguna especie poco abundante y sin

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dominio real en el país puede presidir las asambleas del Imperio. Por esto trata de su fuerza, de su destreza, de su nerviosidad, ¡como quiera llamár-
Urutú Dorado, magnífico animal de muerte, pero cuya especie es más bien sele! Cualidades éstas de lucha que nadie pretenderá negar a nuestras pri-
rara, no pretendía este honor, cediéndolo de buen grado a la víbora de mas. Insisto en que en una campaña como la que queremos emprender, las
cascabel, más débil, pero que abunda milagrosamente. serpientes nos serán de gran utilidad; más ¡de imprescindible necesidad!
El Congreso estaba, pues, en mayoría, y Terrífica abrió la sesión. Pero la proposición desagradaba siempre.
—¡Compañeras! –dijo–. Hemos sido todas enteradas por Lanceolada —¿Por qué las culebras? –exclamó Atroz–. Son despreciables.
de la presencia nefasta del Hombre. Creo interpretar el anhelo de todas —Tienen ojos de pescado –agregó la presuntuosa Coatiarita.
nosotras, al tratar de salvar nuestro Imperio de la invasión enemiga. Sólo —¡Me dan asco! –protestó desdeñosamente Lanceolada.
un medio cabe, pues la experiencia nos dice que el abandono del terreno no —Tal vez sea otra cosa la que te dan... –murmuró Cruzada, mirándola
remedia nada. Ese medio, ustedes lo saben bien, es la guerra al Hombre, sin de reojo.
tregua ni cuartel, desde esta noche misma, a la cual cada especie aportará —¿A mí? –silbó Lanceolada, irguiéndose–. ¡Te advierto que haces
sus virtudes. Me halaga en esta circunstancia olvidar mi especificación hu- mala figura aquí, defendiendo a esos gusanos corredores!
mana: no soy ahora una serpiente de cascabel; soy una yarará como ustedes. —Si te oyen las Cazadoras... –murmuró irónicamente Cruzada.
Las yararás, que tienen a la Muerte por negro pabellón. ¡Nosotros somos la Pero al oír este nombre, Cazadoras, la asamblea entera se agitó.
Muerte, compañeras! Y entre tanto, que alguna de las presentes proponga —¡No hay para qué decir eso! –gritaron–. ¡Ellas son culebras, y nada
un plan de campaña. más!
Nadie ignora, por lo menos en el Imperio de las Víboras, que todo lo —¡Ellas se llaman a sí mismas las Cazadoras! –replicó secamente Cru-
que Terrífica tiene de largo en sus colmillos, lo tiene de corto en su inteli- zada–. Y estamos en Congreso.
gencia. Ella lo sabe también, y aunque incapaz por lo tanto de idear plan También desde tiempo inmemorial es fama entre las víboras la riva-
alguno, posee, a fuer de vieja reina, el suficiente tacto para callarse. lidad particular de las dos yararás: Lanceolada, hija del extremo norte, y
Entonces Cruzada, desperezándose, dijo: Cruzada, cuyo hábitat se extiende más al sur. Cuestión de coquetería en
—Soy de la opinión de Terrífica, y considero que mientras no tengamos punto de belleza –según las culebras.
un plan, nada podemos ni debemos hacer. Lo que lamento es la falta en este —¡Vamos, vamos! –intervino Terrífica–. Que Cruzada explique para
Congreso de nuestras primas sin veneno: las Culebras. qué quiere la ayuda de las culebras, siendo así que no representan la Muerte
Se hizo un largo silencio. Evidentemente, la proposición no halagaba a como nosotras.
las víboras. Cruzada se sonrió de un modo vago, y continuó: —¡Para esto! –replicó Cruzada ya en calma–. Es indispensable saber
—Lamento lo que pasa... Pero quisiera solamente recordar esto: si en- qué hace el Hombre en la casa; y para ello se precisa ir hasta allá, a la casa
tre todas nosotras pretendiéramos vencer a una culebra, ¡no lo consegui- misma. Ahora bien, la empresa no es fácil, porque si el pabellón de nuestra
ríamos! Nada más quiero decir. especie es la Muerte, el pabellón del Hombre es también la Muerte –¡y
—Si es por su resistencia al veneno –objetó perezosamente Urutú Do- bastante más rápida que la nuestra! Las serpientes nos aventajan inmen-
rado, desde el fondo del antro–, creo que yo sola me encargaría de desen- samente en agilidad. Cualquiera de nosotras iría y vería. ¿Pero volvería?
gañarlas... Nadie mejor para esto que la Ñacaniná. Estas exploraciones forman parte
—No se trata de veneno –replicó desdeñosamente Cruzada–. Yo tam- de sus hábitos diarios, y podría, trepada al techo, ver, oír, y regresar a infor-
bién me bastaría... –agregó con una mirada de reojo a la yararacusú–. Se marnos antes que sea de día.

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La proposición era tan razonable, que esta vez la asamblea entera asin- —¡Quién sabe! Para desgracia tuya, te pareces bastante a nosotras, las
tió, aunque con un resto de desagrado. Venenosas. Defendiendo nuestros intereses, defiendes los tuyos.
—¿Quién va a buscarla? –preguntaron varias voces. —¡Comprendo! –repuso la Ñacaniná después de un momento, en el
Cruzada desprendió la cola de un tronco y se deslizó afuera. que valoró la suma de contingencias desfavorables para ella por aquella
—Yo voy –dijo–. Enseguida vuelvo. semejanza.
—¡Eso es! –le lanzó Lanceolada de atrás–. ¡Tú que eres su protectora —Bueno; ¿contamos contigo?
la hallarás enseguida. —¿Qué debo hacer?
Cruzada tuvo aún tiempo de volver la cabeza hacia ella, y le sacó la —Muy poco. Ir enseguida a la Casa, y arreglarte allí de modo que veas
lengua –reto a largo plazo. y oigas lo que pasa.
—¡No es mucho, no! –repuso negligentemente Ñacaniná, restregando
III la cabeza contra el tronco–. Pero es el caso –agregó– que allá arriba tengo
la cena segura... Una pava de monte a la que desde anteayer se le ha puesto
Cruzada halló a Ñacaniná cuando ésta trepaba a un árbol. en el copete anidar allí...
—¡Eh, Ñacaniná! –llamó con un leve silbido. —Tal vez allá encuentres algo que comer– la consoló suavemente Cru-
La Ñacaniná oyó su nombre; pero se abstuvo prudentemente de con- zada.
testar hasta nueva llamada. Su prima la miró de reojo.
—¡Ñacaniná! –repitió Cruzada, levantando medio tono su silbido. —Bueno, en marcha –reanudó la yarará–. Pasemos primero por el
—¿Quién me llama? –respondió la culebra. Congreso.
—¡Soy yo, Cruzada!... —¡Ah, no! –protestó Ñacaniná–. ¡Eso no! ¡Les hago a ustedes el fa-
—¡Ah! la prima... ¿Qué quieres, prima adorada? vor, y en paz! Iré al Congreso cuando vuelva... si vuelvo. Pero ver antes de
—No se trata de bromas, Ñacaniná... ¿Sabes lo que pasa en la Casa? tiempo la cáscara rugosa de Terrífica, los ojos de matón de Lanceolada y la
—Sí, que ha llegado el Hombre... ¿Qué más? cara estúpida de Coralina, eso, no!
—¿Y sabes que estamos en Congreso? —No está Coralina.
—¡Ah, no; esto no lo sabía! –repuso la Ñacaniná, deslizándose cabeza —¡No importa! Con el resto tengo bastante.
abajo contra el árbol, con tanta seguridad como si marchara sobre un plano —¡Bueno, bueno! –repuso Cruzada, que no quería hacer hincapié–.
horizontal–. Algo grave debe pasar para eso... ¿Qué ocurre? Pero si no disminuyes un poco la marcha, no te sigo.
—Por el momento, nada; pero nos hemos reunido en Congreso pre- En efecto, aun a todo correr, la yarará no podía acompañar el deslizar
cisamente para evitar que nos ocurra algo. En dos palabras: se sabe que –casi lento para ella– de la Ñacaniná.
hay varios hombres en la Casa, y que se van a quedar definitivamente. Es la —Quédate, ya estás cerca de las otras –contestó la culebra. Y se lanzó a
Muerte para nosotras. toda velocidad, dejando en un segundo atrás a su prima Venenosa.
—Yo creía que ustedes eran la Muerte por sí mismas... ¡No se cansan
de repetirlo! –murmuró irónicamente la culebra. IV
—¡Dejemos esto! Necesitamos de tu ayuda, Ñacaniná.
—¿Para qué? ¡Yo no tengo nada que ver aquí! Un cuarto de hora después la Cazadora llegaba a su destino. Velaban toda-

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vía en la casa. Por las puertas, abiertas de par en par, salían chorros de luz, el Gobierno de la Nación había decidido la creación de un Instituto de
y ya desde lejos la Ñacaniná pudo ver cuatro hombres sentados alrededor Seroterapia Ofídica, donde se prepararían sueros contra el veneno de las
de la mesa. víboras. La abundancia de éstas es un punto capital, pues nadie ignora que
Para llegar con impunidad sólo faltaba evitar el problemático tropiezo la carencia de víboras de qué extraer el veneno es el principal inconveniente
con un perro. ¿Lo habría? Mucho lo temía Ñacaniná. Por esto deslizóse para una vasta y segura preparación del suero.
adelante con gran cautela, sobre todo cuando llegó ante la verandah. El nuevo establecimiento podía comenzar casi enseguida, porque con-
Ya en ella observó con atención. Ni enfrente, ni a la derecha, ni a la taba con dos o tres caballos ya en vías de completa inmunización. Había-
izquierda había perro alguno. Sólo allá, en la verandah opuesta, y que la se logrado organizar el laboratorio y el serpentario. Este último prometía
culebra podía ver entre las piernas de los hombres, un perro negro dormía enriquecerse de un modo asombroso, por más que el Instituto hubiera
echado de costado. llevado consigo no pocas serpientes venenosas –las mismas que servían
La plaza, pues, estaba libre. Como desde el lugar en que se encontraba para inmunizar a los animales citados. Pero si se tiene en cuenta que un ca-
podía oír, pero no ver el panorama entero de los hombres hablando, la ballo, en su último grado de inmunización, necesita seis gramos de veneno
culebra, tras una ojeada arriba, tuvo lo que deseaba en un momento. Tre- en cada inyección (cantidad suficiente para matar doscientos cincuenta
pó por una escalera recostada a la pared bajo el corredor y se instaló en el caballos), se comprenderá que deba ser muy grande el número de víboras
espacio libre entre pared y techo, tendida sobre el tirante. Pero por más en disponibilidad que requiere un Instituto del género.
precauciones que tomara al deslizarse, un viejo clavo cayó al suelo y un Los días, duros al principio, de una instalación en la selva, mantenían
hombre levantó los ojos. al personal superior del Instituto en vela hasta media noche, entre planes
—¡Se acabó! –se dijo Ñacaniná, conteniendo la respiración. de laboratorio y demás.
Otro hombre miró también arriba. —Y los caballos, ¿cómo están hoy? –preguntó uno, de lentes ahu-
—¿Qué hay? –preguntó. mados, y que parecía ser el jefe del Instituto.
—Nada –repuso el primero–. Me pareció ver algo negro por allá. —Muy caídos –repuso otro–. Si no podemos hacer una buena re-
—Una rata. colección en estos días...
—Se equivocó el Hombre –murmuró para sí la culebra. La Ñacaniná, inmóvil sobre el tirante, ojos y oídos alerta, comenzaba
—O alguna ñacaniná. a tranquilizarse.
—Acertó el otro Hombre –murmuró de nuevo la aludida, aprestán- —Me parece –se dijo– que las primas venenosas se han llevado un susto
dose a la lucha. magnífico. De estos hombres no hay gran cosa que temer...
Pero los hombres bajaron de nuevo la vista, y Ñacaniná vio y oyó du- Y avanzando más la cabeza, a tal punto que su nariz pasaba ya de la
rante media hora. línea del tirante, observó con más atención.
Pero un contratiempo evoca otro.
V —Hemos tenido hoy un día malo –agregó alguno–. Cinco tubos de
ensayo se han roto...
La Casa, motivo de preocupación de la selva, habíase convertido en esta- La Ñacaniná sentíase cada vez más inclinada a la compasión.
blecimiento científico de la más grande importancia. Conocida ya desde —¡Pobre gente! –murmuró–. Se les han roto cinco tubos...
tiempo atrás la particular riqueza en víboras de aquel rincón del territorio, Y se disponía a abandonar su escondite para explorar aquella inocente

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casa, cuando oyó... primas: la velocidad para correr.
—En cambio, las víboras están magníficas... Parece sentarles el país. Perseguida por los ladridos del perro, y aun rastreada buen trecho por
—¿Eh? –dio una sacudida la culebra, jugando velozmente con la len- éste –lo que abrió nueva luz respecto a las gentes aquellas–, la culebra llegó
gua–. ¿Qué dice ese pelado de traje blanco? a la caverna. Pasó por encima de Lanceolada y Atroz, y se arrolló a descan-
Pero el hombre proseguía: sar, muerta de fatiga.
—Para ellas, sí, el lugar me parece ideal... Y las necesitamos urgen-
temente, los caballos y nosotros. VI
—Por suerte, vamos a hacer una famosa cacería de víboras en este país.
No hay dudas de que es el país de las víboras. —¡Por fin! –exclamaron todas, rodeando a la exploradora–. Creíamos que
—Hum... hum... hum... –murmuró Ñacaniná, arrollándose en el ti- te ibas a quedar con tus amigos los hombres...
rante cuanto le fue posible–. Las cosas comienzan a ser un poco distintas... —¡Hum!... –murmuró Ñacaniná.
Hay que quedar un poco más con esta buena gente... Se aprenden cosas —¿Qué nuevas nos traes? –preguntó Terrífica.
curiosas. —¿Debemos esperar un ataque, o no tomar en cuenta a los Hom-
Tantas cosas curiosas oyó, que cuando, al cabo de media hora, quiso re- bres?
tirarse, el exceso de sabiduría adquirida le hizo hacer un falso movimiento, —Tal vez fuera mejor esto... Y pasar al otro lado del río –repuso Ña-
y la tercera parte de su cuerpo cayó, golpeando la pared de tablas. Como caniná.
había caído de cabeza, en un instante la tuvo enderezada hacia la mesa, la —¿Qué?... ¿Cómo?... –saltaron todas–. ¿Estás loca?
lengua vibrante. La Ñacaniná, cuyo largo puede alcanzar a tres metros, —Oigan, primero.
es valiente, con seguridad la más valiente de nuestras serpientes. Resiste —¡Cuenta, entonces!
un ataque serio del hombre, que es inmensamente mayor que ella, y hace Y Ñacaniná contó todo lo que había visto y oído: la instalación del
frente siempre. Como su propio coraje le hace creer que es muy temida, la Instituto Seroterápico, sus planes, sus fines y la decisión de los hombres de
nuestra se sorprendió un poco al ver que los hombres, enterados de lo que cazar cuanta víbora hubiera en el país.
se trataba, se echaron a reír tranquilos. —¡Cazarnos! –saltaron Urutú Dorado, Cruzada y Lanceolada, heridas
—Es una ñacaniná... Mejor; así nos limpiará la casa de ratas. en lo más vivo de su orgullo–. ¡Matarnos, querrás decir!
—¿Ratas?... –silbó la otra. Y como continuaba provocativa, un hombre —¡No! ¡Cazarlas, nada más! Encerrarlas y darles bien de comer y ex-
se levantó al fin. traerles cada veinte días el veneno. ¿Quieren vida más dulce?
—Por útil que sea, no deja de ser un mal bicho... Una de estas noches La asamblea quedó estupefacta. Ñacaniná había explicado muy bien el
la voy a encontrar buscando ratones dentro de mi cama... fin de esta recolección de veneno; pero lo que no había explicado eran los
Y cogiendo un palo próximo, lo lanzó contra la Ñacaniná a todo vuelo. medios para llegar a obtener el suero.
El palo pasó silbando junto a la cabeza de la intrusa y golpeó con terrible —¡Un suero antivenososo! Es decir, la curación asegurada, la inmu-
estruendo la pared. nización de hombres y animales contra la mordedura; la familia entera con-
Hay ataque y ataque. Fuera de la selva, y entre cuatro hombres, la Ñaca- denada a perecer de hambre en plena selva natal.
niná no se hallaba a gusto. Se retiró a escape, concentrando toda su energía —¡Exactamente! –apoyó Ñacaniná–. No se trata sino de esto.
en la cualidad que, conjuntamente con el valor, forman sus dos facultades Para la Ñacaniná, el peligro previsto era mucho menor. ¿Qué le im-

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portaban a ella y sus hermanas las cazadoras –a ellas, que cazaban a dien- VII
te limpio, a fuerza de músculo– que los animales estuvieran o no inmuni-
zados? Un solo punto oscuro veía ella, y es el excesivo parecido de una Era la una de la tarde. Por el campo de fuego, al resguardo de las matas
culebra con una víbora, que favorecía confusiones mortales. De aquí el de espartillo, se arrastraba Cruzada hacia la Casa. No llevaba otra idea, ni
interés de la culebra en suprimir el Instituto. creía necesaria tener otra, que matar al primer hombre que se pusiera a su
—Yo me ofrezco a empezar la campaña –dijo Cruzada. encuentro. Llegó a la verandah y se arrolló allí, esperando. Pasó así media
—¿Tienes un plan? –preguntó ansiosa Terrífica, siempre falta de hora. El calor sofocante que reinaba desde tres días atrás comenzaba a
ideas. pesar sobre los ojos de la yarará, cuando un temblor sordo avanzó desde la
—Ninguno. Iré sencillamente mañana de tarde a tropezar con al- pieza. La puerta estaba abierta, y ante la víbora, a treinta centímetros de su
guien. cabeza, apareció el perro, el perro negro y peludo, con los ojos entornados
—¡Ten cuidado! –le dijo Ñacaniná, con voz persuasiva–. Hay varias de sueño.
jaulas vacías... ¡Ah, me olvidaba! –agregó, dirigiéndose a Cruzada–. Hace —¡Maldita bestia!... –se dijo Cruzada–. Hubiera preferido un hom-
un rato, cuando salí de allí... Hay un perro negro muy peludo... Creo que bre...
sigue el rastro de una víbora... ¡Ten cuidadol En ese instante el perro se detuvo husmeando, y volvió la cabeza...
—¡Allá veremos! Pero pido que se llame a Congreso pleno para ma- ¡Tarde ya! Ahogó un aullido de sorpresa y movió desesperadamente el
ñana de noche. Si yo no puedo asistir, tanto peor... hocico mordido.
Mas la asamblea había caído en nueva sorpresa. —Ya éste está despachado... –murmuró Cruzada, replegándose de
—¿Perro que sigue nuestro rastro?... ¿Estás segura? nuevo. Pero cuando el perro iba a lanzarse sobre la víbora, sintió los pasos
—Casi. ¡Ojo con ese perro, porque puede hacernos más daño que to- de su amo y se arqueó ladrando a la yarará. El hombre de los lentes ahuma-
dos los hombres juntos! dos apareció junto a Cruzada.
—Yo me encargo de él –exclamó Terrífica, contenta de (sin mayor es- —¿Qué pasa? –preguntaron desde el otro corredor.
fuerzo mental) poder poner en juego sus glándulas de veneno, que a la —Una alternatos... Buen ejemplar –respondió el hombre. Y antes que
menor contracción nerviosa se escurría por el canal de los colmillos. la víbora hubiera podido defenderse, se sintió estrangulada en una especie
Pero ya cada víbora se disponía a hacer correr la palabra en su distrito, de prensa afirmada al extremo de un palo.
y a Ñacaniná, gran trepadora, se le encomendó especialmente llevar la voz La yarará crujió de orgullo al verse así; lanzó su cuerpo a todos lados,
de alerta a los árboles, reino preferido de las culebras. trató en vano de recoger el cuerpo y arrollarlo en el palo. Imposible; le
A las tres de la mañana la asamblea se disolvió. Las víboras, vueltas a la faltaba el punto de apoyo en la cola, el famoso punto de apoyo sin el cual
vida normal, se alejaron en distintas direcciones, desconocidas ya las unas una poderosa boa se encuentra reducida a la más vergonzosa impotencia.
para las otras, silenciosas, sombrías, mientras en el fondo de la caverna la El hombre la llevó así colgando, y fue arrojada en el Serpentario.
serpiente de cascabel quedaba arrollada e inmóvil, fijando sus duros ojos Constituíalo éste un simple espacio de tierra cercado con chapas de
de vidrio en un ensueño de mil perros paralizados. cinc liso, provisto de algunas jaulas, y que albergaba a treinta o cuarenta
víboras. Cruzada cayó en tierra y se mantuvo un momento arrollada y con-
gestionada bajo el sol de fuego.
La instalación era evidentemente provisoria; grandes y chatos cajones

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alquitranados servían de bañadera a las víboras, y varias casillas y piedras —Para él es lo mismo que te hayas vaciado o no...
amontonadas ofrecían reparo a los huéspedes de este paraíso improvisa- —¿No puede morir?
do. —Sí, pero no por cuenta nuestra... Está inmunizado. Pero tú no sabes
Un instante después la yarará se veía rodeada y pasada por encima por lo que es esto...
cinco o seis compañeras que iban a reconocer su especie. —¡Sé! –repuso vivamente Cruzada–. Ñacaniná nos contó...
Cruzada las conocía a todas; pero no así a una gran víbora que se bañaba La cobra real la consideró entonces atentamente.
en una jaula cerrada con tejido de alambre. ¿Quién era? Era absolutamente —Tú me pareces inteligente...
desconocida para la yarará. Curiosa a su vez, se acercó lentamente. —¡Tanto como tú... por lo menos! –replicó Cruzada.
Se acercó tanto, que la otra se irguió. Cruzada ahogó un silbido de El cuello de la asiática se expandió bruscamente de nuevo, y de nuevo
estupor, mientras caía en guardia, arrollada: la gran víbora acababa de hin- la yarará cayó en guardia.
char el cuello, pero monstruosamente, mucho más que Boipeva, su prima. Ambas víboras se miraron largo rato, y el capuchón de la cobra bajó
Quedaba realmente extraordinaria así. lentamente.
—¿Quién eres? –murmuró Cruzada–. ¿Eres de las nuestras? —Inteligente y valiente –murmuró Hamadrías–. A ti se te puede ha-
Es decir, venenosa. La otra, convencida de que no había habido in- blar... ¿Conoces el nombre de mi especie?
tención de ataque en la aproximación de la yarará, aplastó sus dos grandes —Hamadrías, supongo.
orejas. —O Naja búngaro... o Cobra capelo real. Nosotras somos, respecto de
—Sí –repuso–. Pero no de aquí... muy lejos... de la India. la vulgar cobra capelo de la India, lo que tú respecto de una de esas coatia-
—¿Cómo te llamas? ritas... ¿Y sabes de qué nos alimentamos?
—Hamadrías... o cobra capelo real. —No.
—Yo soy Cruzada. —De víboras americanas... entre otras cosas –concluyó balanceando
—Sí, no necesitas decirlo. He visto muchas hermanas tuyas ya... ¿Cuán- la cabeza ante Cruzada.
do te cazaron? Ésta apreció rápidamente el tamaño de la extranjera ofiófaga.
—Hace un rato... No pude matar. —¿Dos metros cincuenta?... –preguntó.
—Mejor hubiera sido para ti que te hubieran muerto... —Sesenta... dos sesenta, pequeña Cruzada –repuso la otra, que había
—Pero maté al perro. seguido su mirada.
—¿Qué perro? ¿El de aquí? —Es un buen tamaño... Más o menos, el largo de Anaconda, una prima
—Sí. mía. ¿Sabes de qué se alimenta?
La cobra real se echó a reír, a tiempo que Cruzada tenía una nueva sa- —Supongo...
cudida: el perro lanudo que creía haber muerto estaba ladrando... —Sí, de víboras asiáticas –y miró a su vez a Hamadrías.
—¿Te sorprende, eh? –agregó Hamadrías–. A muchas les ha pasado —¡Bien contestado! –repuso ésta, balanceándose de nuevo.
lo mismo. Y después de refrescarse la cabeza en el agua, agregó perezosamente:
—Pero es que mordí en la cabeza... –contestó Cruzada, cada vez más —¿Prima tuya, dijiste?
aturdida–. No me queda una gota de veneno –concluyó–. Es patrimonio de —Sí.
la yarará vaciar casi en una mordida sus glándulas. —¿Sin veneno, entonces?

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—Así es... Y por esto justamente tiene gran debilidad por las extranjeras —Está muerta, bien muerta... –murmuró–. ¿Pero de qué? –Y se aga-
venenosas. chó a observar a la víbora. No fue largo su examen: en el cuello y en la misma
Pero la asiática no la escuchaba ya, abrasada en sus pensamientos. base de la cabeza notó huellas inequívocas de colmillos venenosos.
—¡Óyeme! –dijo de pronto–. ¡Estoy harta de hombres, perros, ca- —¡Hum! –se dijo el hombre–. Esta no puede ser más que la hama-
ballos y de todo este infierno de estupidez y crueldad! Tú me puedes en- drías... Allí está, arrollada y mirándome como si yo fuera otra alternatus...
tender, porque lo que es ésas... Llevo año y medio encerrada en una jaula Veinte veces le he dicho al director que las mallas del tejido son demasiado
como si fuera una rata, maltratada, torturada periódicamente. Y, lo que grandes. Ahí está la prueba... En fin –concluyó, cogiendo a Cruzada por la
es peor, despreciada, manejada como un trapo por viles hombres... Y yo, cola y lanzándola por encima de la barrera de cinc–, ¡un bicho menos que
que tengo valor, fuerza y veneno suficientes para concluir con todos ellos, vigilar!
estoy condenada a entregar mi veneno para la preparación de sueros antive- —La hamadría ha mordido a la yarará que introdujimos hace un rato.
nenosos. ¡No te puedes dar cuenta de lo que esto supone para mi orgullo! Vamos a extraerle muy poco veneno.
¿Me entiendes? –concluyó mirando en los ojos a la yarará. —Es un fastidio grande –repuso aquél–. Pero necesitamos para hoy el
—Sí –repuso la otra–. ¿Qué debo hacer? veneno... No nos queda más que un solo tubo de suero... ¿Murió la alter-
—Una sola cosa; un solo medio tenemos de vengarnos hasta las heces... natus?
Acércate, que no nos oigan... Tú sabes de la necesidad absoluta de un pun- —Sí; la tiré afuera... ¿Traigo a la hamadrías?
to de apoyo para poder desplegar nuestra fuerza. Toda nuestra salvación —No hay más remedio... Pero para la segunda recolección, de aquí a
depende de esto. Solamente... dos o tres horas.
—¿Qué?
La cobra real miró otra vez fijamente a Cruzada. VIII
—Solamente que puedes morir...
—¿Sola? ....................................................
—¡Oh, no! Ellos, algunos de los hombres también morirán...
—¡Es lo único que deseo! Continúa. ...Se hallaba quebrantada, exhausta de fuerzas. Sentía la boca llena de
—Pero acércate aún... ¡Más cerca! tierra y sangre. ¿Dónde estaba?
El diálogo continuó un rato en voz tan baja, que el cuerpo de la yarará El velo denso de sus ojos comenzaba a desvanecerse, y Cruzada alcanzó
flotaba descamándose contra las mallas de alambre. De pronto la cobra se a distinguir el contorno. Vio –reconoció– el muro de cinc, y súbitamente
abalanzó y mordió tres veces a Cruzada. Las víboras, que habían seguido recordó todo: el perro negro, el lazo, la inmensa serpiente asiática y el plan
de lejos el incidente, gritaron: de batalla de ésta en que ella misma, Cruzada, iba jugando su vida. Recor-
—¡Ya está! ¡Ya la mató! ¡Es una traicionera! daba todo, ahora que la parálisis provocada por el veneno comenzaba a
Cruzada, mordida por tres veces en el cuello, se arrastró pesadamente abandonarla. Con el recuerdo, tuvo conciencia plena de lo que debía hacer.
por el pasto. Muy pronto quedó inmóvil, y fue a ella a quien encontró el ¿Sería tiempo todavía?
empleado del Instituto cuando, tres horas después, entró en el Serpentario. Intentó arrastrarse, mas en vano; su cuerpo ondulaba, pero en el mismo
El hombre vio a la yarará, y empujándola con el pie, le hizo dar vuelta como sitio, sin avanzar. Pasó un rato aún y su inquietud crecía.
a una soga y miró su vientre blanco. —¡Y no estoy sino a treinta metros! –murmuraba–. ¡Dos minutos, un

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solo minuto de vida y llego a tiempo! de belleza, Coralina se alegraba bastante de la ausencia de su hermana
Y tras nuevo esfuerzo consiguió deslizarse, arrastrarse desesperada Frontal, cuyos triples anillos negros y blancos sobre fondo de púrpura co-
hacia el laboratorio. locan a esta víbora de coral en el más alto escalón de la belleza ofídica.
Atravesó el patio, llegó a la puerta en el momento en que el empleado, Las Cazadoras estaban representadas esa noche por Drimobia, en pri-
con las dos manos, sostenía colgando en el aire a Hamadrías, mientras el mer término, cuyo destino es ser llamada yararacusú del monte, aunque su
hombre de los lentes ahumados le introducía el vidrio de reloj en la boca. La aspecto sea bien distinto. Asistían, Cipó, de un hermoso verde y gran ca-
mano se dirigía a oprimir las glándulas, y Cruzada estaba aún en el dintel. zadora de pájaros; Radínea, pequeña y oscura, que no abandona jamás los
—¡No tendré tiempo! –se dijo desesperada. Y arrastrándose en un charcos; Boipeva, cuya característica es achatarse completamente contra el
supremo esfuerzo, tendió adelante los blanquísimos colmillos. El peón, suelo, apenas se siente amenazada; Trigémina y Esculapia, como sus demás
al sentir su pie descalzo quemado por los dientes de la yarará, lanzó una compañeras arborícelas.
exclamación y se agitó. No mucho; pero lo suficiente para que el cuerpo Faltaban asimismo varias especies de las venenosas y de las cazadoras,
colgante de la cobra real oscilara y alcanzase a la pata de la mesa, donde se ausencia ésta que requiere una aclaración.
arrolló velozmente. Y con ese punto de apoyo, arrancó su cabeza de entre Al decir Congreso pleno, hemos hecho referencia a la gran mayoría de
las manos del peón y fue a clavar hasta la raíz los colmillos en la muñeca las especies, y sobre todo de las que se podría llamar reales por su impor-
izquierda del hombre de lentes ahumados –justamente en una vena. tancia. Desde el primer Congreso de las Víboras se acordó que las especies
¡Ya estaba! Con los primeros gritos, ambas, la cobra asiática y la yarará, numerosas, estando en mayoría, podían dar carácter de absoluta fuerza
huían sin ser perseguidas. a sus decisiones. De aquí la plenitud del Congreso actual, bien que fuera
—¡Un punto de apoyo! –murmuraba la cobra volando a escape por el lamentable la ausencia de la yarará Surucucú, a quien no había sido posible
campo. Nada más que eso me faltaba. ¡Y lo conseguí, por fin! hallar por ninguna parte; hecho tanto más de sentir cuanto que esta víbora,
—Sí –corría la yarará a su lado, muy dolorida aún. Pero no volvería a que puede alcanzar a tres metros, es, a la vez que reina en América, vicem-
repetir el juego... peratriz del Imperio Mundial de las Víboras, pues sólo una la aventaja en
Allá, de la muñeca del hombre pendían dos negros hilos de sangre pe- tamaño y potencia de veneno: la hamadrías asiática.
gajosa. La inyección de una hamadrías en una vena es cosa demasiado seria Alguna faltaba –fuera de Cruzada–; pero las víboras todas afectaban no
para que un mortal pueda resistirla largo rato con los ojos abiertos –y los darse cuenta de su ausencia.
del herido se cerraban para siempre a los cuatro minutos. A pesar de todo, se vieron forzadas a volverse al ver asomar por entre
los helechos una cabeza de grandes ojos vivos.
IX —¿Se puede? –decía la visitante alegremente.
Como si una chispa eléctrica hubiera recorrido todos los cuerpos, las
El Congreso estaba en pleno. Fuera de Terrífica y Ñacaniná, y las yararás víboras irguieron la cabeza al oír aquella voz.
Urutú Dorado, Coatiarita, Neuwied, Atroz y Lanceolada, habían acudi- —¿Qué quieres aquí? –gritó Lanceolada con profunda irritación.
do Coralina –de cabeza estúpida, según Ñacaniná–, lo que no obsta para —¡Este no es tu lugar! –clamó Urutú Dorado, dando por primera vez
que su mordedura sea de las más dolorosas. Además es hermosa, incontes- señales de vivacidad.
tablemente hermosa con sus anillos rojos y negros. —¡Fuera! ¡Fuera! –gritaron varias con intenso desasosiego.
Siendo, como es sabido, muy fuerte la vanidad de las víboras en punto Pero Terrífica, con silbido claro, aunque trémulo, logró hacerse oír.

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—¡Compañeras! No olviden que estamos en Congreso, y todas cono- nas entero con la mitad del cuerpo erguido fuera del agua.
cemos sus leyes: nadie, mientras dure, puede ejercer acto alguno de violen- Pero Atroz acababa de tomar la palabra ante la asamblea, ya distraí-
cia. ¡Entra, Anaconda! da.
—¡Bien dicho! –exclamó Ñacaniná con sorda ironía–. Las nobles pa- —Creo que podríamos comenzar ya –dijo–. Ante todo, es menester
labras de nuestra reina nos aseguran. ¡Entra, Anaconda! saber algo de Cruzada. Prometió estar aquí enseguida.
Y la cabeza viva y simpática de Anaconda avanzó, arrastrando tras —Lo que prometió –intervino Ñacaniná– es estar aquí cuando pudie-
de sí dos metros cincuenta de cuerpo oscuro y elástico. Pasó ante todas, ra. Debemos esperarla.
cruzando una mirada de inteligencia con la Ñacaniná, y fue a arrollarse, —¿Para qué? –replicó Lanceolada, sin dignarse volver la cabeza a la
con leves silbidos de satisfacción, junto a Terrífica, quien no pudo menos culebra.
de estremecerse. —¿Cómo para qué? –exclamó ésta, irguiéndose–. Se necesita toda la
—¿Te incomodo? –le preguntó cortésmente Anaconda. estupidez de una Lanceolada para decir esto... ¡Estoy cansada ya de oír
—¡No, de ninguna manera! –contestó Terrífica–. Son las glándulas de decir en este Congreso disparate tras disparate! ¡No parece sino que las
veneno que me incomodan, de hinchadas... Venenosas representaran la Familia entera! Nadie; menos ésa –señaló con
Anaconda y Ñacaniná tornaron a cruzar una mirada irónica, y pres- la cola a Lanceolada– ignora que precisamente de las noticias que traiga Cru-
taron atención. zada depende nuestro plan... ¿Que para qué esperarla?... ¡Estamos frescas
La hostilidad bien evidente de la asamblea hacia la recién llegada tenía si las inteligencias capaces de preguntar esto dominan en este Congreso!
un cierto fundamento, que no se dejará de apreciar. La anaconda es la reina —No insultes –le reprochó gravemente Coatiarita.
de todas las serpientes habidas y por haber, sin exceptuar al pitón malayo. La Ñacaniná se volvió a ella:
Su fuerza es extraordinaria, y no hay animal de carne y hueso capaz de re- —¿Y a ti, quién te mete en esto?
sistir un abrazo suyo. Cuando comienza a dejar caer del follaje sus diez me- —No insultes –repitió la pequeña, dignamente.
tros de cuerpo verdoso con grandes manchas de terciopelo negro, la selva Ñacaniná consideró al pundonoroso benjamín y cambió de voz.
entera se crispa y encoge. Pero la anaconda es demasiado fuerte para odiar —Tiene razón la minúscula prima –concluyó tranquila–; Lanceolada,
a sea quien fuere –con una sola excepción–, y esta conciencia de su valor le te pido disculpa.
hace conservar siempre buena amistad con el hombre. Si a alguien detesta, —¡No sé nada! –replicó con rabia la yarará.
es, naturalmente, a las serpientes venenosas; y de aquí la conmoción de las —¡No importa!; pero vuelvo a pedirte disculpa.
víboras ante la cortés Anaconda. Felizmente, Coralina, que acechaba a la entrada de la caverna, entró
Anaconda no es, sin embargo, hija de la región. Vagabundeando en silbando:
las aguas espumosas del Paraná había llegado hasta allí con una gran cre- —¡Ahí viene Cruzada!
ciente, y continuaba en la región muy contenta del país, en buena relación —¡Por fin! –exclamaron los congresales, alegres. Pero su alegría trans-
con todos, y en particular con la Ñacaniná, con quien había trabado viva formóse en estupefacción cuando, detrás de la yarará, vieron entrar a una
amistad. Era, por lo demás, aquel ejemplar una joven anaconda que distaba inmensa víbora, totalmente desconocida de ellas.
aún mucho de alcanzar a los diez metros de sus felices abuelos. Pero los dos Mientras Cruzada iba a tenderse al lado de Atroz, la intrusa se arrolló
metros cincuenta que medía ya valían por el doble, si se considera la fuerza lenta y paulatinamente en el centro de la caverna y se mantuvo inmóvil.
de este magnífico boa, que por divertirse al crepúsculo atraviesa el Amazo- —¡Terrífica! –dijo Cruzada–. Dale la bienvenida. Es de las nuestras.

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—¡Somos hermanas! –se apresuró la de cascabel, observándola in- última, a fuer de fuerte y ágil, provocaba el odio y los celos de Hamadrías.
quieta. De modo que la vieja y tenaz rivalidad entre serpientes venenosas y no ve-
Todas las víboras, muertas de curiosidad, se arrastraban hacia la recién nenosas llevaba miras de exasperarse aún más en aquel último Congreso.
llegada. —Por mi parte –exclamó Ñacaniná– creo que caballos y hombres son
—Parece una prima sin veneno –decía una, con un tanto de desdén. secundarios en esta lucha. Por gran facilidad que podamos tener para eli-
—Sí –agregó otra–. Tiene ojos redondos. minar a unos y otros, no es nada esa facilidad comparada con la que puede
—Y cola larga. tener el perro el primer día que se les ocurra dar una batida en forma, y la
—Y además... darán, estén bien seguras, antes de veinticuatro horas. Un perro inmuni-
Pero de pronto quedaron mudas porque la desconocida acababa de zado contra cualquier mordedura, aun la de esta señora con sombrero en
hinchar monstruosamente el cuello. No duró aquello más que un segundo; el cuello –agregó señalando de costado a la cobra real–, es el enemigo más
el capuchón se replegó, mientras la recién llegada se volvía a su amiga, con temible que podamos tener, y sobre todo, si se recuerda que ese enemigo ha
la voz alterada. sido adiestrado a seguir nuestro rastro. ¿Qué opinas, Cruzada?
—Cruzada: diles que no se acerquen tanto... No puedo dominarme. No se ignoraba tampoco en el Congreso la amistad singular que unía
—¡Sí, déjenla tranquila! –exclamó Cruzada–. Tanto más –agregó– a la víbora y la culebra; posiblemente, más que amistad, era aquello una
cuanto que acaba de salvarme la vida, y tal vez la de todas nosotras. estimación recíproca de su mutua inteligencia.
No era menester más. El Congreso quedó un instante pendiente de —Yo opino, como Ñacaniná –repuso–. Si el perro se pone a trabajar,
la narración de Cruzada, que tuvo que contarlo todo: el encuentro con el estamos perdidas.
perro, el lazo del hombre de lentes ahumados, el magnífico plan de Hama- —¡Pero adelantémonos! –replicó Hamadrías.
drías, con la catástrofe final, y el profundo sueño que acometió luego a la —¡No podríamos adelantarnos tanto!... Me inclino decididamente
yarará hasta una hora antes de llegar. por la prima.
—Resultado –concluyó–: dos hombres fuera de combate, y de los más —Estaba segura –dijo ésta tranquilamente.
peligrosos. Ahora no nos resta más que eliminar a los que quedan. Era esto más de lo que podría oír la cobra real sin que la ira subiera a
—¡O a los caballos! –dijo Hamadrías. inundarle los colmillos de veneno.
—¡O al perro! –agregó Ñacaniná. —No sé hasta qué punto puede tener valor la opinión de esta señorita
—Yo creo que a los caballos —insistió la cobra real–. Y me fundo en conversadora –dijo, devolviendo a la Ñacaniná su mirada de reojo–. El pe-
esto: mientras queden vivos los caballos, un solo hombre puede preparar ligro real en esta circunstancia es para nosotras, las Venenosas, que tenemos
miles de tubos de suero, con los cuales se inmunizarán contra nosotras. por negro pabellón a la Muerte. Las culebras saben bien que el hombre no
Raras veces –ustedes lo saben bien– se presenta la ocasión de morder una las teme, porque son completamente incapaces de hacerse temer.
vena... como ayer. Insisto, pues, en que debemos dirigir todo nuestro ata- —¡He aquí una cosa bien dicha! –dijo una voz que no había sonado
que contra los caballos. ¡Después veremos! En cuanto al perro –concluyó aún.
con una mirada de reojo a la Ñacaniná–, me parece despreciable. Hamadrías se volvió vivamente, porque en el tono tranquilo de la voz
Era evidente que desde el primer momento la serpiente asiática y la Ña- había creído notar una vaguísima ironía, y vio dos grandes ojos brillantes
caniná indígena habíanse disgustado mutuamente. Si la una, en su carácter que la miraban apaciblemente.
de animal venenoso, representaba un tipo inferior para la Cazadora, esta —¿A mí me hablas? –preguntó con desdén.

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—Sí, a ti –repuso mansamente la interruptora–. Lo que has dicho está —¡Miedo, yo! –contestó Anaconda, avanzando.
empapado de profunda verdad. —¡Paz, paz! –clamaron todas de nuevo–. ¡Estamos dando un pésimo
La cobra real volvió a sentir la ironía anterior, y como por un pre- ejemplo! ¡Decidamos de una vez lo que debemos hacer!
sentimiento, midió a la ligera con la vista el cuerpo de su interlocutora, —Sí, ya es tiempo de esto –dijo Terrífica–. Tenemos dos planes a seguir:
arrollada en la sombra. el propuesto por Ñacaniná, y el de nuestra aliada. ¿Comenzamos el ataque
—¡Tú eres Anaconda! por el perro, o bien lanzamos todas nuestras fuerzas contra los caballos?
—¡Tú lo has dicho! –repuso aquélla inclinándose. Ahora bien, aunque la mayoría se inclinaba acaso por el plan de la cu-
Pero la Ñacaniná quería una vez por todas aclarar las cosas. lebra, el aspecto, tamaño e inteligencia demostrada por la serpiente asiática
—¡Un instante! –exclamó. había impresionado favorablemente al Congreso en su favor. Estaba aún
—¡No! –interrumpió Anaconda–. Permíteme, Ñacaniná. Cuando un viva su magnífica combinación contra el personal del Instituto; y fuera lo
ser es bien formado, ágil, fuerte y veloz, se apodera de su enemigo con la que pudiera ser su nuevo plan, es lo cierto que se le debía ya la eliminación
energía de nervios y músculos que constituye su honor, como el de todos los de dos hombres. Agréguese que, salvo la Ñacaniná y Cruzada, que habían
luchadores de la creación. Así cazan el gavilán, el gato onza, el tigre, noso- entrado ya en campaña, ninguna se daba cuenta precisa del terrible enemi-
tras, todos los seres de noble estructura. Pero cuando se es torpe, pesado, go que había en un perro inmunizado y rastreador de víboras. Se compren-
poco inteligente e incapaz, por lo tanto, de luchar francamente por la vida, derá así que el plan de la cobra real triunfara al fin.
entonces se tiene un par de colmillos para asesinar a traición, como esa Aunque era ya muy tarde, era también cuestión de vida o muerte llevar
dama importada que nos quiere deslumbrar con su gran sombrero. el ataque enseguida, y se decidió partir sobre la marcha.
En efecto, la cobra real, fuera de sí, había dilatado el monstruoso cuello —¡Adelante, pues! –concluyó la de cascabel–. ¿Nadie tiene nada más
para lanzarse sobre la insolente. Pero también el Congreso entero se había que decir?
erguido amenazador al ver esto. —¡Nada!... –gritó la Ñacaniná–, ¡sino que nos arrepentiremos!
—¡Cuidado! –gritaron varias a un tiempo–. ¡El Congreso es invio- Y las víboras y culebras, inmensamente aumentadas por los individuos
lable! de las especies cuyos representantes salían de la caverna, lanzáronse hacia
—¡Abajo el capuchón! –alzóse Atroz, con los ojos hechos ascua. el Instituto.
Hamadrías se volvió a ella con un silbido de rabia. —¡Una palabra! –advirtió aún Terrífica–. Mientras dure la campaña
—¡Abajo el capuchón! –se adelantaron Urutú Dorado y Lanceolada. estamos en Congreso y somos inviolables las unas para las otras! ¿Enten-
Hamadrías tuvo un instante de loca rebelión, pensando en la facilidad dido?
con que hubiera destrozado una tras otra a cada una de sus contrincantes. —¡Sí, sí, basta de palabras! –silbaron todas.
Pero ante la actitud de combate del Congreso entero, bajó el capuchón La cobra real, a cuyo lado pasaba Anaconda, le dijo mirándola som-
lentamente. bríamente:
—¡Está bien! –silbó–. Respeto el Congreso. Pero pido que cuando se —Después...
concluya... ¡no me provoquen! —¡Ya lo creo! –la cortó alegremente Anaconda, lanzándose como una
—Nadie te provocará –dijo Anaconda. flecha a la vanguardia.
La cobra se volvió a ella con reconcentrado odio:
—¡Y tú menos que nadie, porque me tienes miedo!

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X trepar por las piernas. Y en medio del relinchar de los caballos, los gritos
de los hombres, los ladridos del perro y el silbido de las víboras, el asalto
El personal del Instituto velaba al pie de la cama del peón mordido por la ejercía cada vez más presión sobre los defensores cuando Fragoso, al pre-
yarará. Pronto debía amanecer. Un empleado se asomó a la ventana por cipitarse sobre una inmensa víbora que creyera reconocer, pisó sobre un
donde entraba la noche caliente y creyó oír ruido en uno de los galpones. cuerpo a toda velocidad y cayó, mientras el farol, roto en mil pedazos, se
Prestó oído un rato y dijo: apagaba.
—Me parece que es en la caballeriza... Vaya a ver, Fragoso. —¡Atrás! –gritó el nuevo director–. ¡Daboy, aquí!
No había transcurrido medio minuto cuando sentían pasos precipita- Y saltaron atrás, al patio, seguidos por el perro que felizmente había
dos en el patio y Fragoso aparecía, pálido de sorpresa. podido desenredarse de entre la madeja de víboras.
—¡La caballeriza está llena de víboras! –dijo. Pálidos y jadeantes se miraron.
—¿Llena? –preguntó el nuevo jefe–. ¿Qué es eso? ¿Qué pasa?... —Parece cosa del diablo... –murmuró el jefe–. Jamás he visto cosa
—No sé... igual... ¿Qué tienen las víboras de este país? Ayer, aquella doble morde-
—Vayamos. dura, como matemáticamente combinada... Hoy... Por suerte ignoran que
Y se lanzaron afuera. nos han salvado a los caballos con sus mordeduras... Pronto amanecerá, y
—¡Daboy! ¡Daboy! —llamó el jefe al perro que gemía soñando bajo la entonces será otra cosa.
cama del enfermo. Y corriendo todos entraron en la caballeriza. —Me pareció que allí andaba la cobra real –dejó caer Fragoso, mien-
Allí, a la luz del farol de viento, pudieron ver a los caballos debatién- tras se ligaba los músculos doloridos de la muñeca.
dose a patadas contra sesenta u ochenta víboras que inundaban la caba- —Sí –agregó el otro empleado–. Yo la vi bien... Y Daboy, ¿no tiene
lleriza. Los animales relinchaban y hacían volar a coces los pesebres; pero nada?
las víboras, como si las dirigiera una inteligencia superior, esquivaban los —No; muy mordido... Felizmente puede resistir cuanto quieran.
golpes y mordían con furia. Volvieron los hombres otra vez al enfermo, cuya respiración era mejor.
Los hombres, con el impulso de la llegada, habían caído entre ellas. Estaba ahora inundado en copiosa traspiración.
Ante el brusco golpe de luz, las invasoras se detuvieron un instante, para —Comienza a aclarar –dijo el nuevo director asomándose a la venta-
lanzarse enseguida silbando a un nuevo asalto, que dada la confusión de na–. Usted, Antonio, podrá quedarse aquí. Fragoso y yo vamos a salir.
caballos y hombres no se sabía contra quién iba dirigido. —¿Llevamos los lazos? –preguntó Fragoso.
El personal del Instituto se vio así rodeado por todas partes de víboras. —¡Oh, no! –repuso el jefe, sacudiendo la cabeza–. Con otras víboras,
Fragoso sintió un golpe de colmillos en el borde de las botas, a medio centí- las hubiéramos cazado a todas en un segundo. Estas son demasiado singu-
metro de su rodilla, y descargó su vara –vara dura y flexible que nunca falta lares... Las varas y, a todo evento, el machete.
en una casa del bosque– sobre la atacante. El nuevo director partió en dos
a otra, y el otro empleado tuvo tiempo de aplastar la cabeza, sobre el cuello XI
mismo del perro, a una gran víbora que acababa de arrollarse con pasmosa
velocidad al pescuezo del animal. No singulares, sino víboras, que ante un inmenso peligro sumaban la in-
Esto pasó en menos de diez segundos. Las varas caían con furioso vigor teligencia reunida de las especies, era el enemigo que había asaltado el
sobre las víboras que avanzaban siempre, mordían las botas, pretendían Instituto Seroterápico.

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La súbita oscuridad que siguiera al farol roto había advertido a las com- —¡Pero están locas! –gritó Ñacaniná, mientras corría–. ¡Las van a
batientes el peligro de mayor luz y mayor resistencia. Además, comenzaban aplastar a todas! ¡Van a la muerte! Óiganme: ¡desbandémonos!
a sentir ya en la humedad de la atmósfera la inminencia del día. Las fugitivas se detuvieron, irresolutas. A pesar de su pánico, algo les
—Si nos quedamos un momento más –exclamó Cruzada–, nos cortan decía que el desbande era la única medida salvadora, y miraron alocadas a
la retirada. ¡Atrás! todas partes. Una sola voz de apoyo, una sola, y se decidían.
—¡Atrás, atrás! –gritaron todas. Pero la cobra real, humillada, vencida en su segundo esfuerzo de do-
Y atropellándose, pasándose las unas sobre las otras, se lanzaron al minación, repleta de odio para un país que en adelante debía serle eminen-
campo. Marchaban en tropel, espantadas, derrotadas, viendo con cons- temente hostil, prefirió hundirse del todo, arrastrando con ella a las demás
ternación que el día comenzaba a romper a lo lejos. especies.
Llevaban ya veinte minutos de fuga, cuando un ladrido claro y agudo, —¡Está loca Ñacaniná! –exclamó–. Separándonos nos matarán una a
pero distante aún, detuvo a la columna jadeante. una, sin que podamos defendernos... Allá es distinto. ¡A la caverna!
—¡Un instante! –gritó Urutú Dorado–. Veamos cuántas somos, y qué —¡Sí, a la caverna! –respondió la columna despavorida, huyendo–. ¡A
podemos hacer. la caverna!
A la luz aún incierta de la madrugada examinaron sus fuerzas. Entre La Ñacaniná vio aquello y comprendió que iban a la muerte. Pero viles,
las patas de los caballos habían quedado dieciocho serpientes muertas, derrotadas, locas de pánico, las víboras iban a sacrificarse, a pesar de todo.
entre ellas las dos culebras de coral. Atroz había sido partida en dos por Y con una altiva sacudida de lengua, ella que podía ponerse impunemente
Fragoso, y Drimobia yacía allá con el cráneo roto, mientras estrangulaba al a salvo por su velocidad, se dirigió con las otras directamente a la muerte.
perro. Faltaban además Coatiarita, Radínea y Boipeva. En total, veintitrés Sintió un cuerpo a su lado, y se alegró al reconocer a Anaconda.
combatientes aniquilados. Pero las restantes, sin excepción de una sola, —Ya ves –le dijo con una sonrisa– a lo que nos ha traído la asiática.
estaban todas magulladas, pisadas, pateadas, llenas de polvo y sangre entre —Sí, es un mal bicho... –murmuró Anaconda, mientras corrían una
las escamas rotas. junto a otra.
—He aquí el éxito de nuestra campaña –dijo amargamente Ñacaniná, —¡Y ahora las lleva a hacerse masacrar todas juntas!...
deteniéndose un instante a restregar contra una piedra su cabeza–. ¡Te —Ella, por lo menos –advirtió Anaconda con voz sombría–, no va a
felicito, Hamadrías! tener ese gusto...
Pero para sí sola se guardaba lo que había oído tras la puerta cerrada Y ambas, con un esfuerzo de velocidad, alcanzaron a la columna.
de la caballeriza –pues había salido la última. ¡En vez de matar habían Ya habían llegado.
salvado la vida a los caballos, que se extenuaban precisamente por falta de —¡Un momento! –se adelantó Anaconda, cuyos ojos brillaban–. Us-
veneno! tedes lo ignoran, pero yo lo sé con certeza, que dentro de diez minutos
Sabido es que para un caballo que se está inmunizando, el veneno le es no va a quedar viva una de nosotras. El Congreso y sus leyes están, pues,
tan indispensable para su vida diaria como el agua misma, y mueren si les concluidos. ¿No es eso, Terrífica?
llega a faltar. Se hizo un largo silencio.
Un segundo ladrido de perro sobre el rastro sonó tras ellas. —Sí –murmuró abrumada Terrífica–. Está concluido...
—¡Estamos en inminente peligro! –gritó Terrífica–. ¿Qué hacemos? —Entonces –prosiguió Anaconda volviendo la cabeza a todos lados–,
—¡A la gruta! –clamaron todas, deslizándose a toda velocidad. antes de morir quisiera... ¡Ah, mejor así! –concluyó satisfecha al ver a la

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cobra real que avanzaba lentamente hacia ella. y la cabeza erguidos sobre el cuerpo arrollado, los ojos hechos ascuas, es-
No era aquél probablemente el momento ideal para un combate. Pero peraron.
desde que el mundo es mundo, nada, ni la presencia del Hombre sobre No fue larga su espera. En el día aún lívido y contra el fondo negro del
ellas, podrá evitar que una Venenosa y una Cazadora solucionen sus asun- monte, vieron surgir ante ellas las dos altas siluetas del nuevo director y de
tos particulares. Fragoso, reteniendo en traílla al perro, que, loco de rabia, se abalanzaba
El primer choque fue favorable a la cobra real: sus colmillos se hun- adelante.
dieron hasta la encía en el cuello de Anaconda. Ésta, con la maravillosa —¡Se acabó! ¡Y esta vez definitivamente! –murmuró Ñacaniná, des-
maniobra de las boas de devolver en ataque una cogida casi mortal, lanzó pidiéndose con esas seis palabras de una vida bastante feliz, cuyo sacrificio
su cuerpo adelante como un látigo y envolvió en él a la Hamadrías, que en acababa de decidir. Y con un violento empuje se lanzó al encuentro del pe-
un instante se sintió ahogada. El boa, concentrando toda su vida en aquel rro, que, suelto y con la boca blanca de espuma, llegaba sobre ellas. El ani-
abrazo, cerraba progresivamente sus anillos de acero; pero la cobra real mal esquivó el golpe y cayó furioso sobre Terrífica, que hundió los colmillos
no soltaba presa. Hubo aún un instante en que Anaconda sintió crujir su en el hocico del perro. Daboy agitó furiosamente la cabeza, sacudiendo en
cabeza entre los dientes de la Hamadrías. Pero logró hacer un supremo el aire a la de cascabel; pero ésta no soltaba.
esfuerzo, y este postrer relámpago de voluntad decidió la balanza a su favor. Neuwied aprovechó el instante para hundir los colmillos en el vientre
La boca de la cobra semiasfixiada se desprendió babeando, mientras la del animal; mas también en ese momento llegaban sobre ellas los hombres.
cabeza libre de Anaconda hacía presa en el cuerpo de la Hamadrías. En un segundo Terrífica y Neuwied cayeron muertas, con los riñones que-
Poco a poco, segura del terrible abrazo con que inmovilizaba a su rival, brados.
su boca fue subiendo a lo largo del cuello, con cortas y bruscas dentelladas, Urutú Dorado fue partido en dos, y lo mismo Cipó. Lanceolada logró
en tanto que la cobra sacudía desesperada la cabeza. Los 96 agudos dientes hacer presa en la lengua del perro; pero dos segundos después caía troncha-
de Anaconda subían siempre, llegaron al capuchón, treparon, alcanzaron la da en tres pedazos por el doble golpe de vara, al lado de Esculapia.
garganta, subieron aún, hasta que se clavaron por fin en la cabeza de su ene- El combate, o más bien exterminio, continuaba furioso, entre silbi-
miga, con un sordo y larguísimo crujido de huesos masticados. dos y roncos ladridos de Daboy, que estaba en todas partes. Cayeron una
Ya estaba concluido. El boa abrió sus anillos, y el macizo cuerpo de la tras otra, sin perdón –que tampoco pedían–, con el cráneo triturado entre
cobra real se escurrió pesadamente a tierra, muerta. las mandíbulas del perro o aplastadas por los hombres. Fueron quedando
—Por lo menos estoy contenta... –murmuró Anaconda, cayendo a su masacradas frente a la caverna de su último Congreso. Y de las últimas,
vez exánime sobre el cuerpo de la asiática. cayeron Cruzada y Ñacaniná.
Fue en ese instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metros No quedaba una ya. Los hombres se sentaron, mirando aquella total
el ladrido agudo del perro. masacre de las especies, triunfantes un día. Daboy, jadeando a sus pies, acu-
Y ellas, que diez minutos antes atropellaban aterradas la entrada de la saba algunos síntomas de envenenamiento, a pesar de estar poderosamente
caverna, sintieron subir a sus ojos la llamarada salvaje de la lucha a muerte inmunizado. Había sido mordido 64 veces.
por la Selva entera. Cuando los hombres se levantaban para irse se fijaron por primera vez
—¡Entremos! –gritaron, sin embargo, algunas. en Anaconda, que comenzaba a revivir.
—¡No, aquí! ¡Muramos aquí! –ahogaron todas con sus silbidos. —¿Qué hace este boa por aquí? –dijo el nuevo director–. No es éste
Y contra el murallón de piedra que les cortaba toda retirada, el cuello su país... A lo que parece, ha trabado relación con la cobra real... y nos ha

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vengado a su manera. Si logramos salvarla haremos una gran cosa, porque
parece terriblemente envenenada. Llevémosla. Acaso un día nos salve a
nosotros de toda esta chusma venenosa.
Y se fueron, llevando de un palo que cargaban en los hombros, a
Anaconda, que, herida y exhausta de fuerzas, iba pensando en Ñacaniná,
cuyo destino, con un poco menos de altivez, podía haber sido semejante
al suyo.
Anaconda no murió. Vivió un año con los hombres, curioseando y ob-
servándolo todo, hasta que una noche se fue. Pero la historia de este viaje
remontando por largos meses el Paraná hasta más allá del Guayra, más allá
todavía del golfo letal donde el Paraná toma el nombre de río Muerto; la
vida extraña que llevó Anaconda y el segundo viaje que emprendió por fin
con sus hermanos sobre las aguas sucias de una gran inundación –toda esta
historia de rebelión y asalto de camalotes, pertenece a otro relato.

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