Este documento narra el curioso origen de la ciudad de Puebla de los Ángeles en México. Según la historia, ángeles llegaron volando y trazaron los límites de la nueva ciudad. Luego, el día de Santo Toribio, miles de indígenas y españoles llegaron para establecerse allí. Construyeron 33 casas en 7 días y los indígenas celebraron una gran danza para llamar a los ángeles, aunque estos no regresaron. Así se fundó la ciudad de Puebla.
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Este documento narra el curioso origen de la ciudad de Puebla de los Ángeles en México. Según la historia, ángeles llegaron volando y trazaron los límites de la nueva ciudad. Luego, el día de Santo Toribio, miles de indígenas y españoles llegaron para establecerse allí. Construyeron 33 casas en 7 días y los indígenas celebraron una gran danza para llamar a los ángeles, aunque estos no regresaron. Así se fundó la ciudad de Puebla.
Este documento narra el curioso origen de la ciudad de Puebla de los Ángeles en México. Según la historia, ángeles llegaron volando y trazaron los límites de la nueva ciudad. Luego, el día de Santo Toribio, miles de indígenas y españoles llegaron para establecerse allí. Construyeron 33 casas en 7 días y los indígenas celebraron una gran danza para llamar a los ángeles, aunque estos no regresaron. Así se fundó la ciudad de Puebla.
Este documento narra el curioso origen de la ciudad de Puebla de los Ángeles en México. Según la historia, ángeles llegaron volando y trazaron los límites de la nueva ciudad. Luego, el día de Santo Toribio, miles de indígenas y españoles llegaron para establecerse allí. Construyeron 33 casas en 7 días y los indígenas celebraron una gran danza para llamar a los ángeles, aunque estos no regresaron. Así se fundó la ciudad de Puebla.
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PACO IGNACIO TAIBO I
Seleccin y nota introductoria del autor
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTNOMA DE MXICO
COORDI NACI N DE DI FUSI N CULTURAL DI RECCI N DE LI TERATURA MXICO, 2008 NDICE
NOTA INTRODUCTORIA 3
CURIOSO NACIMIENTO DE LA CIUDAD DE PUEBLA DE LOS NGELES 4
ESTN LLAMANDO A LA PUERTA 21
AMENA DESCRIPCIN DE UN BOMBARDEO 21
DESPUS DEL BOMBARDEO 23
ADICIN A SUAVE PATRIA 25
DEFENSA DEL PEDO 25
UNA MUERTE EN LA ACRACIA 28
PRIMERA TOMA DE DOLORES 30
VENDE CARO TU AMOR 34
MI PRIMER AMOR 35 1 NOTA INTRODUCTORIA
Todos los antlogos se curan en salud porque la anto- loga bien puede poner en juego el gusto y en ocasio- nes el prestigio del antlogo. Elegir entre lo de los dems casi siempre enfurece a los dems. Aqu no hay tal cosa; yo busco entre lo mo y saco a relucir, con toda picarda, aquello que puede procu- rarme ante ustedes un rostro ms interesante, ms no- ble, ms atractivo y tambin ms divertido. Materiales algo ms slidos, disquisiciones sobre ci- ne o teatro, experimentos ms complejos se quedarn fuera; si es que existen. Aqu tendrn aquello que conviene a un aspirante a libro y para una lectura rpida. Tambin lo que puede ir dando una idea de mi talante. Al final de cada texto aad los datos suficientes co- mo para que se encuentre su procedencia, si al lector le apetece. Hacer el retrato de un hombre con frag- mentos de sus obras es arriesgarse a que nunca lo co- nozcan. Pero si he de salir falsificado, que sea una bella falsificacin. Pasen, pasen, pasen. Pasen si quieren pasar.
PACO IGNACIO TAIBO I 2 NOTA SOBRE EL AUTOR
Paco Ignacio Taibo naci en Gijn, Espaa, en 1924. Obtuvo la nacionalidad mexicana y radica en Mxico desde hace varios aos. Periodista, novelista, autor de teatro y hombre de televisin, es autor de ms de 25 libros, entre los que sobresalen, aparte de los extracta- dos para esta antologa, Los cazadores (teatro, 1965), El juglar y la cama (teatro, 1965), La quinta parte de un arcngel (teatro, 1966), Plidas banderas (novela, 1986), y los ttulos sobre cine La risa loca, Enciclo- pedia del cine cmico mudo (1980), La msica de Agustn Lara en el cine (1985) y Mara Flix. 47 pasos por el cine.
3 CURIOSO NACIMIENTO DE LA CIUDAD DE PUEBLA DE LOS NGELES
Llegaron en un revoloteo de risas, gritos y adverten- cias urgentes; pero el aterrizaje lo llevaron a cabo con una suavidad y un tecnicismo verdaderamente magn- ficos. Era un grupo numeroso, y desplegaban sus grandes alas blancas llenos de confianza y de una cier- ta vanidad profesional que llev a alguno de ellos a dar varias vueltas sobre el lugar indicado, como si quisieran mostrar sus ltimos hallazgos en materia de aeronutica. Los ngeles, al fin, pusieron sus pies descalzos sobre lo que ms tarde sera la ciudad de Puebla. Era un gran placer verlos as, en un revuelo de plu- mas y carcajadas, convirtiendo un pequeo salto en un breve vuelo, azotando con el plumaje el aire y levan- tando de la tierra briznas de hierba y hojas secas. Se llamaban los unos a los otros y se golpeaban, jugando, ala contra ala, como si tambin en las plumas tuvieran la sensacin del tacto. Eran altos, bellos, y muy lige- ramente vestidos, con el pelo largo y la mirada clara; eran ngeles acadmicos, cantados en sonetos, descri- tos por los Santos Padres de la Iglesia, pero un poco irrespetuosos con la tradicin. Llegaron en un grupo que ya desde muy lejos cabri- lleaba entre los rayos del sol, mostrndose tan lmpi- dos y tan esplendorosos como el sol mismo. En fin, los ngeles llegaron y empezaron a trazar la ciudad que habra de ser como el gran aglutinante de la fe cristiana en un paisaje de pueblecitos mseros y paganos. Eran los ngeles del Imperio y hablaban espaol. A su alrededor se alzaban las ruinas de las ltimas resistencias, nombres de imposible entendimiento para los recin llegados: Amozoc, Texmelucan, Atlixco, Cholula, Huejotzingo... El grupo de trabajo se quit sus escasas ropas, reco- gi a la espalda, con cuidado, sus fantasiosas alas, y 4 comenz a trazar la ciudad de Puebla marcando su permetro con cordeles, estacas y brochazos de cal. Cuando terminaron, los ngeles volvieron a reunirse en el centro de la gran marca y uno de ellos, ms ri- sueo, ms seguro y exultante que los otros, seal sobre la tierra una gran cruz blanca: la catedral. Despus miraron a su alrededor, recogieron sus ro- pas y se vistieron sin prisas, charlando, comentando los pequeos incidentes de este trabajo nuevo para ellos; desperezaron las complejas armazones de plu- mas, agitndolas en breves espasmos, caminaron por ltima vez sobre el valle elegido, probaron su capaci- dad de despegue, saltaron sobre los dedos de los pies y tomaron vuelo en una idntica algaraba de voces des- provistas de todo recato. A varios metros sobre la traza de la nueva ciudad, gi- raron en rpidos crculos, como para obtener las lti- mas impresiones sobre sus esfuerzos, y despus co- menzaron a elevarse hacia el sol, tan grciles, tan seguros y chillones que an hoy los ateos de Puebla siguen afirmando que no eran ngeles, sino patos. Pero esto slo iba a ser el prlogo de la historia del lugar. El primer acto se inicia con santo Toribio. Santo Toribio naci en Espaa, cuando an no tena pretensiones de santidad. Pasado un tiempo pruden- cial, Toribio entr en la Iglesia y fue a convertirse en obispo de Astorga. Anduvo, ms tarde, por tierras de J erusaln y dise a coleccionar reliquias que carg consigo hasta que mand edificar la iglesia de San Salvador, en la ciudad asturiana de Oviedo. En San Salvador deposit todo su valioso arsenal de reliquias de todo tipo y stas se guardaron en la men- cionada iglesia para respeto de fieles y burlonas sonri- sas de descredos. Ya convertido Toribio en santo, y por lo tanto muer- to, fue honrado por la Iglesia con la asignacin del da 16 de abril, fecha que le pertenece en el santoral. Estbanse celebrando en Mxico las ochavas de las Pascuas de Flores del ao mil quinientos treinta y dos cuando se decidi construir un pueblo en un paraje an sin nombre castellano. 5 Se supo de unos ngeles que haban llegado en fecha reciente a un valle abierto, y se organiz todo un ce- remonial para seguir el consejo anglico. Y as fue como el da de santo Toribio llegaron des- de los rumbos ms lejanos, atravesando incluso sie- rras, guiados por la noticia de que un pueblo estaba a punto de nacer, las gentes que iran a convertirse en los poblanos primeros. No venan solos, sino acompaados por tribus de in- dios, tocados con plumachos y telas de colores locos, en los pies cascabeles hechos con frutas secas y en las manos sonajeros y ramas verdes. Venan indios con maderas sobre los lomos, otros con cargas de paja, o con retorcidos clavos de fierro y mecates enrollados en ramas. Traan, otros muchos, utensilios, algunos de los cuales eran an de muy re- ciente descubrimiento. Llegaban los indios con mujeres y nios. Pasaban de nueve mil. Treinta y tres casas se hicieron para otras tantas fa- milias espaolas. Siete das se tard en hacer el pueblo. Despus los indios celebraron una gran fiesta y oye- ron la primera misa del lugar. Al terminar el largo rito, llevado a cabo en un idioma tan desconocido para los conquistados como para los conquistadores, los frailes bendijeron a los nuevos vecinos. Algunos de stos besaron la tierra, postrndose sobre ella, y otros se frotaron la frente con el polvo. Los indios contemplaban en silencio, encerrados en s mismos, todo el nuevo y oscuro ceremonial y algu- nos tomaron un terrn duro, apretado por la sequa, y lo guardaron para probar, ms adelante, su eficacia. Al terminar la misa, los indios levantaron el campo, recogieron a los nios desperdigados, aceleraron el trabajo de las mujeres y organizaron, de forma absolu- tamente imprevista, una gran danza para atraer a los ausentes. Tardaron los frailes en comprender que nueve mil indios estaban bailando para llamar con sus sones a los ngeles; que aquello era un grito de ayuda enviado 6 a los alados mensajeros del nuevo dios. Pero los nge- les no volvieron a Puebla. An ahora hay una cierta desilusin en los indgenas de los contornos; esos que moldean en estuco rostros angelicales en un intil gesto de reconstruir un mo- mento que jams se produjo. Los frailes, por aquellos das empeados en traducir una serie de signos ambiguos, procuraron frenar lo antes posible la concentrada danza y se dieron a empu- jar, hacia sus lugares de origen, a las tribus. Se iban los grupos empenachados perdindose entre los altos magueyes, pero las voces de los cantores se- guan sonando en el poblado en donde las mujeres se movan ansiosas de organizar los nuevos hogares, al fin en paz. Sonaban lejos los himnos religiosos, entre el polvo del atardecer, cantados con una fe sin jbilo, con pala- bras que se iban confundiendo, empastelando, en un coro en el que sobresalan las recias voces castellanas de los frailes, quienes pretendan, as, imponer no slo un cierto orden en el canto, sino establecer la forma correcta de pronunciar cada palabra. Pero las palabras se retorcan de nuevo, se transfor- maban de nuevo, se hacan nuevas a los odos de los frailes que enroquecan guiando al suave rebao de cantores. A las puertas de las treinta y tres casas, los poblanos escucharon los ltimos girones de los himnos y luego entraron en sus hogares y cerraron las puertas. Se fueron los indios para Tepeyac, para Cholula, para Tlaxcala, para Xelpan, para Huejotzingo, para Tepeaca. Se fueron dejando el semen de Puebla de los ngeles en un lugar rodeado de nada. Y apenas si se hubieron marchado, comenz a llover. Fray Toribio de Motolina se asust. Llovi tan fuerte sobre los nuevos poblanos que el agua azotaba de un sitio para otro, atravesando las calles y entrando y saliendo en las casas. Fray Toribio de Motolina lleg a pensar que algo en el ritual de la fundacin haba sido equivocado y que Dios estaba ofendido. Pens, tambin, que acaso un 7 indio ladino hubiera escondido, entre los cimientos de algn hogar, uno de esos amuletos para hacer llover que por obra del malo consiguen hasta torrenteras. Segua lloviendo y los frailes de los conventos insta- lados en los cerros lejanos supieron de este intermina- ble aguacero y pidieron, pblicamente, por los aterra- dos padres de familia. Agua pertinaz y espesa, deca fray Toribio. Se lleg a murmurar que Puebla haba nacido con pecado y a sugerirse que lo mejor que podan hacer los agricultores varados en aquel lodazal era abandonar el campo y volver a los sitios de procedencia, por tierras de Veracruz. Indios empeosos dueos de dioses para llover, frai- les en procesin, cristianos que observaban los negros nubarrones desde valles aledaos; todas estas presio- nes no consiguieron que los nuevos poblanos desfalle- cieran. Pareca como si en ese mismo momento estu- vieran marcando la seal de su comportamiento futuro. Y cuando ya las casas iban a disolverse, sali el sol y todo volvi a su ser. Entonces fray Toribio de Motolina, convertido en el primer cronista de la ciudad, escribi un prrafo que an hoy hace sonrer de comprensin y gozo a quien lo lee: Dos credos despus de haberse ido la gran nube, el lugar de Puebla estaba seco y limpio como una taza. Salieron al sol, sobre la limpia taza, las treinta y tres familias y dieron gracias a Dios, comenzando de in- mediato a organizar una vida que habran de heredar, siglo tras siglo, sus descendientes. Vivan en un pacfico orgullo, en un enclaustramien- to de clanes y sangres. Circunspectos, atentos, hablan- do siempre en voz baja, los poblanos se cruzaban en aquel tazn habitado sin cambiar otra cosa que no fue- ran cortesas. Y el mes de mayo, toda esta pulcritud de gestos y camisas fue de pronto premiada de manera tan dispa- ratada que, si en vez de poblanos, texanos fueran, se habran convertido en los locos ms fantasiosos del mundo. 8 Ocurri que la naturaleza estall bajo la tierra; co- menzaron a surgir matorrales, frutos, verduras, rboles que iban creciendo bajo la mirada atenta y jams asombrada de los nios, flores que eran grandes como cabezas de asno, maces de granos lechosos, cosas que nunca haban visto al otro lado del mar. Fray Toribio dijo que este gran milagro se haba pro- ducido en respuesta al acto de fe de quienes persistie- ron en el lugar, bajo las lluvias. Hoy, sin embargo, podramos considerar la posibili- dad de que aquel estallido de jugos, pulpas y mieles estuviera relacionado con la bondad de la tierra, las lluvias torrenciales y las defecaciones de los nueve mil indios, que dejaron el valle tan salpicado de excremen- tos que pasaran siglos antes de que fuera necesario un nuevo abono. Y Puebla se dispuso a crecer. Las primeras familias se cruzaron entre s, en una serie de convenios cuidadosamente establecidos, y fueron dejando entrar a otros grupos de gentes de Es- paa, que siguieron viniendo en una forma constante. De esta manera, Puebla de los ngeles, ha podido, gracias a que nunca fue invadida, sino penetrada, man- tener el espritu intacto de las treinta y tres familias. Y an ahora, tanto tiempo despus, cuando la que hoy es taza grande y limpia, se seca al sol, aparecen los gestos de aquellas gentes transparentndose a tra- vs de un rostro de piel morena, o de un ademn de jugador de cartas en el casino. Ms tarde, es necesario researlo, los espaoles dieron cabida a una comunidad de rabes, quienes habiendo sido andaluces en su da, pasaron ms tarde a tierras de frica para terminar en Mxico. Aqu los franceses fueron derrotados en una batalla llena de color y de sorpresas, de gritos de indios y destellos de machetes. Los franceses vinieron a perder en Puebla, tan lejos de sus campos verdes, y algunos quedaron aqu para siempre, enterrados, y otros quedaron aqu para siem- pre, vivos. 9 A estos ltimos se debe una nueva inyeccin de esp- ritu mediterrneo que aviv la imaginacin de ciertas familias, pero que tampoco pudo, en forma alguna, transformar el fondo hermtico y calculadamente te- naz de los primeros habitantes. El constante canalillo abierto a la inmigracin caste- llana, la llegada de los rabes de prpados oscuros, la sbita y escondida instalacin de los franceses derro- tados y la constante cruza con indgenas de decenas de tribus y sangres, fue manteniendo, en un milagro que ni san Toribio hubiera podido predecir, ese fondo de vida permanente que hace de un poblano algo que jams ser otro hombre cualquiera. El fondo perma- nente; acaso se sea el secreto, y no solamente los espaoles que llegaban desde Veracruz, fieles a una cita con un hombre del cual slo saban que era dueo de una tlapalera o de una fonda para viajeros; ni los rabes que aparecan de pronto en la taza, sonriendo por todo mensaje. O los nietos de los sargentos france- ses, vencedores sobre sus abuelos tan vergonzosamen- te humillados por los indios de huarache y machete. El fondo permanente, que fue acomodando a unos y a otros dentro del tazn, manteniendo las proporcio- nes, estableciendo una serie de leyes de convivencia que jams se dirn ni comentarn pero que estn en la sangre de todos. Y sobre todas las leyes; Roma. De alguna manera fray Toribio, al que no se le cono- cen hijos, consigui perpetuarse de forma ms profun- da que la de ningn grupo. El se impuso a todos; su Roma, la slida y agobiante Roma, aqu est. Para quien guste. Pero esta historia no quisiera llegar hasta nuestros das, sino detenerse por los mil setecientos. Un siglo que fue muy largo para Puebla de los nge- les, en donde se daban cita comerciantes, tratantes de ganado, gentes de todo tipo; gran cruce de caminos, se haba convertido en el gran mercado. En el mes de octubre del ao 1728, en Puebla se vendieron veintisis mil bueyes, diecisis mil muas y diez mil caballos. 10 Muga, relinchaba la ciudad entera, ola a estircol, como en sus comienzos, palpitaba de coces y gritos. Llegaban los arrieros en un nido de polvo que se iba desplazando por los caminos que an estaban siendo inventados. Las largas caravanas de bueyes eran adelantadas por los caballos llevados al paso, y se dice que, en ocasio- nes, poblados completos de indgenas se enrolaban en una de estas marchas, con nios y mujeres preadas, para ayudar a cuidar que los animales no se perdieran o los hicieran perdedizos. As, un grupo de indios que hoy estaba en el sur de la ciudad, a muchas leguas, apareca despus en el norte, y all se quedaba pariendo, creciendo, mezclndose. El espritu de las treinta y tres familias parece haber- se revelado contra estas brutales invasiones de comer- ciantes y ganaderos. Los poblanos, instalados en la mitad de un camino de riquezas, se negaban a ser con- taminados por los visitantes. Y as comenz a encerrarse una ciudad dentro de la ciudad; a crearse un espritu tan fuerte que fuera capaz de defenderse de los arrieros de paso, de las caravanas de polticos y embajadores que desembarcaban en Veracruz y viajaban hacia la capital, de los vendedores de todo tipo que se instalaban durante unos das en sus plazas, para luego continuar el largo camino. Los poblanos fueron dejando las calles para los visi- tantes, acogindose a sus casas, a las viejas frmulas hermticas que les haban permitido permanecer tal y como eran durante todo el tiempo pasado. Salan para recoger el dinero y entraban para hablar con los suyos. Y en estas salidas mostraban el lado circunspecto, apacible y en cierto modo taimado que les permitira hacer buen negocio sin comprometer su intimidad, su honra o su calma hogarea. Dejarse penetrar pero no invadir, elegir a quienes van a depositar la simiente en la matriz del pueblo, pero no abrirse de piernas para que cada quien goce, pree y luego se vaya. Puebla cuid tan ferozmente la calidad de sus mez- clas de sangre, que algunos que intentaron aadir in- 11 gredientes no aceptados por la comunidad tuvieron que abandonar el sitio, aos y aos despus, sin haber conseguido ser poblanos. El fondo permanente: la atencin a un cuidado por- centaje que jams se ha desbalanceado, pasara lo que pasara. se es el secreto asombroso. Slo as se entiende que la influencia de los ngeles albailes, la fe oculta y perseguida del indio, la severi- dad del castellano, la mirada rabe, la desfachatez francesa hayan producido un tipo tan diferente a espa- oles, indios, franceses o libaneses. Y este nuevo tipo mexicano, por encontrarse en la mitad de un camino, por estar abierto a todos los trafi- cantes, cre una sociedad ms cerrada y slida que ninguna otra. Para protegerse de los intrusos, los poblanos vivan encerrados en sus casas. Y para huir de las casas cerradas, las hijas de los po- blanos inventaron meterse a monjas. Toda la ciudad, hacia finales de mil setecientos, era un templo grande y aparentemente silencioso. Un cas- tillo en el castillo: Las poblanas acudan a los conventos anunciando que se iban de la vida, cuando lo cierto es que iban hacia la vida. Los conventos, en el mundo comedido, casi irrespi- rable del hogar poblano, eran sitio de libertad y ale- gra; pero esto no lo saban las gentes de Puebla, sino solamente las monjas, algunos confesores y curas, algunos amigos que se colaban por los tornos y ciertos mensajeros que llegaban con las ltimas noticias de Europa y las ltimas maravillas de la capital. Es posible que cierta informacin sobre la alegra de vivir en el convento, frente a la angustia de vivir en el hogar, se haya colado hasta los despachos y tiendas de los padres de familia, herederos de aquellos primeros treinta y tres. Pero a stos tampoco les convena darse por enterados. Porque tener una hija monja era tener una garanta de respetabilidad y un orgullo para el apellido. 12 Se reunan las familias a tomar chocolate, y se inter- cambiaban noticias sobre sus hijas monjas, con lo cual la conversacin se dignificaba y hasta es posible se llenara de una dulce y pa santidad. La hija monja era como un escudo herldico que colocar en unos hoga- res a los cuales los reyes haban concedido muy pocos escudos. La hija monja permita una serie de confi- dencias sobre su salud, vida y milagros que eran acep- tadas como material piadoso y noble por las otras fa- milias, las cuales a su vez ofrecan noticias sobre sus propias hijas recluidas. Una familia sin monjas poda ser considerada hereje o, por lo menos, de oscura calidad cristiana. Las monjas de Puebla llenaban las casas con sus re- cuerdos anteriores a la reclusin en el convento, eran tenidas en cuenta a la hora de hacer dulces, se rezaba por ellas en las noches y se guardaban sus retratos en la gran sala, para orgullo de todos y respetuoso silen- cio del visitante. As se comprende que cuando una muchacha iba a ser enviada a un convento, se la recubriera de flores, se la adornara, se la hiciera pintar por un artista antes de ir a mostrarla, en una carroza, a las personas no- bles, ante quienes la familia estaba ganando, en aque- llos momentos, consideracin y respeto. Pero las jovencitas poblanas saban de alguna mane- ra que salir de la vida, en la cual ya no esperaban en- contrar marido, era salir de una prisin oscura; y en- traren el convento era abrir las puertas en una comunidad vital y en ocasiones apasionante. En el convento esperaban, a la virgen plida poblana, criadas y nias, mujeres llenas de experiencia, reunio- nes al atardecer, plticas de pases lejanos y de exci- tantes mrtires, confesores complacientes, jardines abiertos al sol. En el convento tambin, y para muchas de ellas, es- peraba el amor. Los padres, que as se deshacan de una forma tan noble, y en beneficio del Seor, de un exceso de hijas, tenan otro tipo de problemas con el resto de la prole. 13 La tendencia a resguardarse en el hogar y en el ape- llido produjo un poblano poco dado a llevar su indus- tria y sus inventos fuera de la ciudad. Y esta aversin a comunicarse, excepto con quienes lo visitan, permiti a un tipo especial de visitante, al que no poda rechazarse ni expulsar, ir hacindose con la verdadera riqueza de la regin. Los curas formaban, para el poblano del siglo XVIII, la nica aristocracia extraa que era aconsejable frecuentar y admitir. Y los curas, por otra parte, contemplaban con singu- lar apetencia las tierras y las cosas de las familias de Puebla. Los deberes divinos y los negocios humanos comen- zaron a ser manejados con igual habilidad y en el ao 1772 todas las almas poblanas haban sido salvadas y todas las tierras haban sido perdidas. Incluso los ricos de Puebla, en el siglo XVIII, eran gentes bastante ms pobres de lo que aparentaban, ya que sus pertenencias solan estar hipotecadas a los conventos en todo su valor y muchas veces en ms de lo que verdaderamen- te valan. As que muchos hacendados eran administradores y no dueos. Enviar, en estas condiciones, a una hija a vivir a un convento, era establecer un nexo sanguneo con los autnticos ricos de la regin. Diramos que era como casar bien a la hija: casarla con el rico. A finales del siglo XVIII, mientras los artesanos vivan entre dificultades y problemas, y los campesinos y los peones indios apenas si vivan, en Puebla se alzaban ya nueve monasterios de monjes y once conventos de monjas. Por entonces haba en Puebla de los ngeles cin- cuenta y dos msicos y treinta y dos molineros. Haba tambin ochenta y seis fabricantes de velas, ciento trece comerciantes, ciento cincuenta y ocho zapateros, noventa curtidores y un exageradsimo n- mero de artesanos que se dedicaban a fabricar sombre- ros. Los trescientos cincuenta y tres sombrereros de Puebla, enviaban, con toda seguridad, sus productos por los caminos de la costa hasta Veracruz, y por los 14 caminos del sur, hasta Guatemala. De otra forma, pronto hubieran agotado las cabezas locales. Los artesanos no tenan hijas monjas, porque no po- dan; pero a cambio daban un alto porcentaje de hijas prostitutas. Los sacerdotes de Puebla estuvieron durante siglos muy preocupados por la prostitucin, a la que conside- raban como una enfermedad del alma femenina. Se sabe sin embargo, y hay un buen material histri- co sobre el caso, de la alegre vida nocturna de los cu- ras de los siglos XVII y XVIII, hay cronistas escandali- zados ante los sacerdotes con hijos y por los prostbulos frecuentados por confesores que dedicaban parte de la noche a salvar el alma de las mujeres des- carriadas y otra parte a procurarse una informacin de primera mano sobre los placeres prohibidos. Los herederos de los treinta y tres fundadores cerra- ban los ojos, recluan a sus hijas, casaban a sus des- cendientes entre s, celebraban contratos y se visitaban a la cada de la tarde, cuando las calles haban perdido vitalidad y sol. Por cierto que entre esas ya mticas treinta y tres fa- milias hay una que no es familia, sino unidad sin des- cendencia. En el primer da de Puebla de los ngeles, entre quienes se asomaron a las puertas de sus casas para dar gracias a Dios, estaba una viuda. No se sabe nada de esta viuda, que por lo que se dice no tena hijos y no lleg a casarse de nuevo. Pudiramos imaginarla altanera, de no malos bigo- tes, nacida en Castilla la Vieja, llegada a las Amricas como esposa de un soldado de fortuna al que atraves por mala parte una flecha, y abandonada a sus propios brazos duros, de nieta de campesinos. Esa viuda acaso haya conformado el espritu crtico de la comunidad, la forma acerada de vigilar el com- portamiento de los jvenes, la dura fe cerrada a todo goce, el torvo gesto ante cualquier inicio de una risa, el furor estruendoso frente a los herejes y los cultos. La Viuda pudo haber marcado en los principios de la comunidad esa serie de respuestas convencionales y 15 frreamente aceptadas, que poco a poco van penetran- do en el corazn de las personas y estableciendo una norma general de conducta, sobre la que tambin influ- yen las sangres comunes y las peripecias compartidas. La Viuda asomada en las maanas a la puerta de la casa contemplara el panorama de aquella Puebla dimi- nuta, registrando los ms pequeos acontecimientos y estableciendo un sistema personal de premios y castigos. As, el joven dscolo sera regaado por la Viuda y la muchacha apacible y domesticada recibira un dulce hecho con miel y queso. La Viuda sera un peligro, en las noches, para los nios que se resistan al sueo, y tambin el fiscal cejijunto que observa a los enamorados tomados de la mano. La Viuda estaba creando el carcter de Puebla y los poblanos jams dejaron de sentirse Viuda. Un da, hay que suponerlo, muere la Viuda y acuden a despedirla las nias y los nios llevando flores blan- cas, los padres de familia vestidos con los trajes com- prados en las arcas catalanas, las mujeres envueltas de mantillas y trenzadas las manos con rosarios; todo un acontecimiento la muerte de la Viuda. El gran observador se iba y se les iba la conciencia del mal segn el antiguo testamento. Se les iba la Viuda y se quedaban sin esa inquisicin permanente a la que se haban venido acostumbrando. El pequeo poblado de la Puebla se crispaba ante el anuncio de una ausencia que marc los gestos y contu- vo caricias, que hizo cerrar contraventanas, que esta- bleci sistemas de saludos y seal el lmite exacto de la sonrisa para el buen vecino y el apretn de manos para los compadres. Aquel puado de casas iniciales, alrededor de las que ya se haban ido creando nuevas casas, huertos y pequeos jardines, sinti que uno de los ms serios lazos que la unan a la Espaa lejana se haba roto y que era necesario mantener su recuerdo para que todo el sistema no se cayera al suelo. 16 Por todo esto, estamos suponiendo, se decidi que sobre la casa de la Viuda se edificara un primer con- vento. Y as se hizo y fue muy grande y generoso en piedras y en ventanas. Y la Viuda, que viva sola, frente a tan- to poblano dado a reproducirse de forma desmedida, termin por tener ms descendencia que ninguno. Y estas hijas de una mujer sin hijos desarrollaron una curiosa disposicin y un temperamento que jams sus padres sospecharon. Enviadas al convento por falta de marido, por las ambiciones familiares, sin vocacin y sin futuro, deja- ron que en ellas germinara una solapada rebelda y un afn de vida que los poblanos nunca se hubieran atre- vido a confesar. De la pequea celda construida por el padre mezqui- no, las monjas fueron pasando a las grandes celdas hechas con un dinero que ni la mezquindad del padre poda negar, ya que la peticin iba a significarle pres- tigio personal, y el cielo. Se vendan y se heredaban las inmensas celdas con cuatro criadas y tres nias y se viva en ellas como no vivan los poblanos ricos, ignorantes de que la mujer casada con el Seor estaba mejor situada que la mujer casada con un prspero comerciante. Un da una vieja pasa junto a las altas tapias del con- vento y escucha risas: Que las monjitas estn riendo! Y todo Puebla descubre que en los conventos se re; entonces las monjas deciden rer ms quedito. Pero el pueblo termin por enterarse de que haba un lugar en la ciudad en donde an se rea. Y comenz a llamar a estas monjas alegres, las monjas apasionadas. Monjas Apasionadas de la Ciudad de Puebla de los ngeles. En el convento la pasin y fuera el rigor de las fr- mulas; en el convento las ganas de vivir y fuera las ganas de ganar la gloria; en el convento los amores tortuosos y fuera las heladas maneras conyugales. La Viuda se estremeca en el osario y termin por aban- donarlo para poner orden en donde el orden lo fue 17 todo; sali la Viuda a la calle y llev tras de s a los poblanos en una caravana inmensa de voluntades que reclamaban ante las nuevas costumbres. Comenz una guerra asombrosa, en la que el criollo daba como campo de batalla su propio corazn; all la Viuda austera se enfrentaba a las lneas barrocas que desfiguraban las slidas columnas de la fe; all las ansias de liberacin chocaban furiosamente con un sentido conservador y una sumisin de siglos hereda- da; all las noticias de las nuevas ideas llegadas desde Europa eran rechazadas por un Dios tan enrgico que vea en cada libro un infierno candente; all el despre- cio por indios, negros, desheredados, mulatos y mesti- zos tropezaba con la hiriente conciencia de que los poblanos ya no eran ni podan ser los espaoles que sus abuelos fueron; all el gusto irremediable por el estuco decorado con oros y con verdes sufra el des- precio de una parte del alma ganada por lneas ms severas; all el espaol, que importaba la barrica de vino, descubra una noche el llanto que produce un aguardiente extrao surgido de una planta que ha in- vadido el paisaje; all, en ese corazn tan en bandazos, todo chocaba entre s en busca de una pretendida vic- toria que jams llegaba. Y para ocultar tantas dudas, los poblanos decidieron ponerse en las manos de la Viuda, quien estaba dis- puesta a luchar ferozmente a favor de la lnea dura y spera, heredada de Castilla, contra la blandura y la sazn de las nuevas maneras de vivir. Para el corazn de osario de la Viuda, todo estaba tan claro como un hueso; as que cay sobre las monjas como una furiosa catstrofe que se revolviera azotndo- lo todo. Las monjas sufrieron su embestida y fueron finalmente golpeadas cuando defendan las ltimas parcelas de una libertad que ya se les haba prohibido. La Viuda luch contra las monjas y contra el barroco mexicano que era la causa de todo el mal y el smbolo de tanto pecado y hereja. Todo fue un empecinado campo de combate; se pele en las cpulas de las Igle- sias poblanas y en la pilastra estpite; en los alrededo- res del chocolate y sobre los dulces de lima adornados 18 con pizcas rojas, encima de las flores de papel y en el rostro del ngel mestizo; la guerra de la Viuda no per- donaba nada y cada seal barroca era denunciada como contraria a la verdadera y severa fe de los mayores. La guerra de la Viuda estaba en todas partes y la atormentada guerra del criollo poblano, que ya llevaba lo barroco en el alma, no poda salir de las cuatro pa- redes de su pecho por miedo a denunciar que algo en l ya haba sucumbido. De la guerra de la Viuda tenemos muchas noticias y de la otra guerra muchos presentimientos. Y an hoy tenemos, tambin, el convencimiento de que la Viuda vive. Se puede ver a la Viuda, en nues- tros das, si el caminante camina de prisa por las ca- lles; se la ve, de pronto, imagen muy breve, tras de un visillo, como quien vigila los pasos de aquellos extra- os que pretenden penetrar en la verdad de Puebla. Se la ha descubierto, casi al amanecer, cuando entra en la catedral dejando tras de s un tufo antiguo. La conocen muy bien muchas familias, porque las lle- va, da a da, marcando el paso por orden y concierto. La vieron volcarse, como hambrienta, sobre los que se permitieron libertades. La conocen los que un da saltan a la torera los pre- ceptos y se casan con una muchachita que no tiene dinero ni sangre esclarecida. La conocen los que un da cayeron estrujados. La Viuda. Los ngeles clsicos, de largusima cabe- llera rubia, y los ngeles gorditos nacidos del barroco, se toman de la mano y se van aterrados cuando llega la Viuda. La Viuda. Que vive dentro del poltico actual y de la dama rancia y dentro de la fiesta para obras pas y tambin en las pginas de la prensa diaria y en el retre- te para seoras y en casi todos los lugares. La Viuda. Se instal la primera en el lugar, cuando apenas si el escuadrn alado haba levantado el vuelo, y aqu se qued para siempre, siempre, siempre, siempre.
(Prlogo de la novela Fuga, hierro y fuego, Planeta, Barcelona, 1979) 19 ESTN LLAMANDO A LA PUERTA
La polica sabe que es polica, sabe que tiene el poder, sabe ejercerlo, sabe que las puertas se le tienen que abrir y que al otro lado de cada puerta hay un rostro desencajado que intenta; intilmente, reconstruir la calma. La polica no usa nunca el timbre, aun cuando lo haya y est funcionando. La polica estrella el puo contra la tabla y espera que la tabla no caiga al suelo; pero lo que se cae, al otro lado, es el corazn y el pulso, y las rodillas. Hasta los calcetines de los muchachos se caen al otro lado, cuando se estrella el puo del polica. Por todo esto, los perseguidos nos acostumbramos a llamar a la puerta con un toquecito liviano, con un suave rasguo, con un repiqueteo de dedos. Con el puo, jams. Por todo esto, que muchos de ustedes comprendern de inmediato, mi familia, al igual que miles de perso- nas, llamamos siempre a la puerta con amor.
(Para aclarar las aguas del olvido, J car, Madrid, 1982)
AMENA DESCRIPCIN DE UN BOMBARDEO
La bomba atraves el mirador, una pared de ladrillos, entr en el cuarto de bao y se fue a incrustar en el retrete, en donde qued con la espoleta metida en los restos de la ltima orinada. Nadie se lo poda creer; por eso la mostrbamos a los vecinos, que acudan caminando muy despacio, por- que las vibraciones podan hacer que el artefacto esta- llara y nos mandara a todos al carajo. Mam avis en la calle a un soldado y despus vi- nieron cinco hombres vestidos con uniformes extra- os, correajes deslucidos y diferentes gorros no iden- 20 tificables. Parece que eran los especialistas en des- montar las bombas. Empezaron siendo cincuenta y ya eran solamente seis, dijeron. Pero haban aprendido. La bomba que tuvo la feliz ocurrencia de impedirnos en el futuro hacer del cuerpo con comodidad, haba cado durante el bombardeo nocturno. El bombardeo nocturno fue as, salvo mala memoria o exceso de afn protagonstico. Dijeron: hay que levantarse, que esto viene muy duro. Sonaban golpazos muy fuertes y chillidos leja- nos; tambin raros crujidos, y de cuando en cuando el aire se apretaba dolorosamente en los odos y las pare- des parecan vacilar durante un instante. Ni los ms valientes aguantaban sin tomar de la mano al ms cer- cano; as se iban formando muy curiosas parejas que se iran a diluir para siempre apenas si el miedo nos pasara. Las explosiones producen un aire que vibra, se cuela en la casa, busca cmo huir de aquel reducto y choca este aire con otro aire que llega a travs de otra ventana y que ha producido otra explosin. Estos dos aires, tan macizos y secos, tan directos como un pue- tazo, van a golpearnos en la cara, en los riones, en la espalda, que estaba ingenuamente desprevenida. Este aire es duro como el hierro y tiene dentro de s un mi- lln de alfileres que se incrustan y se hunden en la carne, atraviesan los ojos y pinchan los odos, que agrietan las paredes, hacen dao en los dedos, entran en la cabeza. La casa est ya abierta a estos aires de metal ardiente que chocan entre s, se precipitan de pronto a travs de Un orificio que antes no exista, caen del cielo como un bloque de calor muy compacto o rompen el piso de la alcoba para surgir frente a no- sotros como un brazo salvaje y gigantesco que todo lo perfora y lo domina. Es el aire l que trae gritos apretados en su profundo seno, el que trae el fro de hielo y el calor ms blanco y lacerante. Hay aires que atraviesan la escena llevn- dose un papel o un mechoncito de cabellos rubios y se alejan como silbando y sin darse importancia, y hay un aire de explosin cercana que arranca las bisagras, 21 impone su presencia en nuestros corazones y nos aplasta unos contra otros como si gozara en apretarnos tanto. Es el aire el que convierte un bombardeo en algo tan distinto a otra experiencia; el que se muestra de diversas maneras y mueve los armarios y derriba los cuadros y, en un cierto momento, se lleva todo el hogar entre sus manos y deja en aquel sitio un total desamparo y algn muerto. As, ms o menos, resulta el bombardeo a mis odos.
(Para aclarar las aguas del olvido)
DESPUS DEL BOMBARDEO
Despus del bombardeo la ciudad es otra. Millares de pequeos detalles se trastocan y algunas escenografas parecen haber sido movidas de forma un poco anrquica; lo que situbamos a la izquierda est ya a la derecha, y lo que estaba en alto se ha cado. Aparte de este cambio esencial en los elementos que tenamos tan fijados en la mente y eran como lo coti- diano y casi no visto, otras cosas cambian o se evaden. Se producen tambin fenmenos curiosos que van a ser explicados de mil formas distintas a lo largo de los das siguientes; por ejemplo, cuando estall el polvo- rn, cerca de la Estacin del Norte, estuvieron cayendo durante horas, en la calle, trapitos blancos. Eran como hojas de papel de fumar que flotaban en un olor acre y agudo; hojas que se balanceaban, pla- neaban con movimientos muy delicados y se iban a posar, con muy suave tacto, sobre el pavimento, los rboles, las cosas rotas. El cielo se llen de estos papelitos, tan frgiles que en ocasiones se partan en dos apenas si un poco de aire los haca danzar con ms fuerza. Y esto no es todo; se cae una gran casa de tres pisos y all entre los escombros, en la tercera ventana con- tando desde abajo, vemos una botella en equilibrio 22 inestable pero intacta. A su alrededor se ha derretido el hierro, se quebr una gran piedra, se han quemado las grandes vigas de nogal, y la botella, sin embargo, est all, conteniendo algo que no se ha derramado, ofrecindose al asombro de todos cuantos pasan. Despus del bombardeo la ciudad se transforma co- mo un puzzle terminado al que una mano sacudiera ferozmente. Nada est en su sitio, todo tiene un sitio nuevo, y el rbol al que mirbamos inadvertidamente al pasar a la escuela, ya no est. Una bomba certera consigue que una casa muestre sus tripas y veamos caeras, los tubos del retrete, el sistema elctrico y todo lo dems. La casa se abre a la curiosidad pblica como un cuerpo sobre la mesa de operaciones, y algunas de sus entraas son tambin rojas y clidas; otras, oscuras y podridas. All en lo alto, junto a un armario roto, algo hay pe- queo y claro. Y las gentes se paran en el centro de la calle y discuten si es un guante amarillo o una mano cortada. Despus de un bombardeo, en la Tenderina Baja, una casita se parti por la mitad y a la calle fueron proyec- tados cientos de libros viejos. Los nios gozamos con la rapia, cargamos los li- bros de hojas resecas y nos repartimos el botn, ya en plena noche. Fue un buen saqueo; la guerra nos deba mucho y nos pag una parte en primeras ediciones. Estaban en latn y no entendimos nada. En algunas otras ocasiones, el bombardeo prestaba otro tipo de favores. Paco Ignacio, levntate y mira por la ventana. La casa de enfrente se ha cado y se ve el campo.
(Para aclarar las aguas del olvido)
23 ADICIN A SUAVE PATRIA
Nada termina cuando se termina. Todo lo retoca, cam- bia, reduce o ampla el tiempo. Sabiendo esto, pro- pongo que a la Suave Patria del vate Lpez Velarde, se le aadan unos versos. No es justo que el vate se haya olvidado, en su prolija relacin de cosas mexica- nas importantes, del mole poblano. Escribe Lpez Velarde:
Suave Patria; t vales por el ro de las virtudes de tu mujero. Tus hijas atraviesan como hadas, o destilando un invisible alcohol, vestidas con las redes de tu sol cruzan como botellas alambradas.
Y yo aado:
Y desde el hueco de tu alfarera, que concita las hambres de la prole, ofrecers en horas de alegra, junto al ardiente caldo del pozole la muy oscura dignidad del mole.
(Breviario del mole, Terra Nova, Mxico, 1981)
DEFENSA DEL PEDO
El da 17 de febrero de 1816 el Inquisidor General para todas las Amricas prohibi, bajo pena de exco- munin mayor, que el pedo fuera defendido. Don Francisco J avier Mier y Campillo, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostlica, obispo de Al- mera, caballero de la Gran Cruz de la Real y Distin- guida Orden de Espaa de Carlos III y otros ttulos, 24 nombramientos, aspavientos y aclamaciones ms, era enemigo jurado del pedo. En el documento en que prohbe que se lea el libro titulado Defensa del pedo, el obispo advierte que lo que pretende con la prohibicin es prevenir el dao. Los pedos han tenido siempre enemigos jurados; cuando el ilustre acadmico don Camilo J os Cela lanz una airada pedorreta en plena sesin del Senado, el pas espaol volvi a dividirse en los dos grandes ncleos histricos: Los que defienden al pedo. Y los que defienden a don Francisco J avier Mier y Campillo. Pero est claro que el pedo no dejar de existir por ser perseguido y atormentado y existir con ms fuer- za y ms trompetera en aquellos lugares en donde se comen fabadas. Asturias es, puede decirse, el paraso del pedo libre. La fabada es un inmenso manantial de pedos y tan inherente es el pedo a la fabada, como el silbatazo envuelto en nieblas hmedas a la locomotora de vapor. Es curioso, sin embargo, que siendo Asturias pedo- rrera, no haya aparecido un estilista del pedo en esta tierra; fue en Francia donde naci el seor J oseph Pujol, quien se hizo famoso por interpretar obras cl- sicas usando el viento interior y administrndolo con gran habilidad y desparpajo. Llamado el pedmano, aquel artista asombr al mundo entero y se lleg a estudiar cuidadosamente los mecanismos naturales que usaba para producir una gama tan increble de sonidos. Yo pienso que las judas tuvieron algo que ver en este xito de saln, y que si el seor Pujol hubiera conocido la fabada (no es probable que la haya probado) habra llegado a cum- bres que ni l mismo so. Algunas piezas famosas parecen, por cierto, haber sido compuestas pensando en este tipo de interpreta- ciones; no estara mal, por ejemplo, La marcha de Zaragoza en concierto para fabada, pedo y timbal. Con todo esto, quiero sealar que el pedo, tan deni- grado por el Gran Inquisidor y sus sucesores, ha teni- 25 do momentos de gran brillantez y que fue considerado como un arte menor, pero elegante. Como siempre ocurre en estos casos, al ser prohibido el pedo en Amrica, ste entr en la clandestinidad y fueron surgiendo esos pedos silenciosos, enmascara- dos y, en ocasiones, mortferos. No se puede ignorar este hecho y tampoco se puede desligar la causa del fenmeno; aceptar el pedo como tal, hacerlo entrar en sociedad, admitirlo siempre que no ofenda a las narices, es razonable y urgente. El cuerpo humano tiene pocas salidas al exterior y la aerofagia necesita de canales adecuados para ser redu- cida. En la imposibilidad de que los aires salgan por las orejas, pongamos por ejemplo, slo nos queda eruc- tar y pedorrear. El eructo fue aceptado como un elogio del cocinero durante aos, y si al final de una comida memorable todos los comensales eructaban copiosa- mente, el cocinero sala a saludar con el mismo gesto agradecido que emplean los tenores de pera. Despus desapareci esta saludable costumbre y hoy nadie se atreve a lanzar un eructo en un saln de banquetes. Reducidos al pedo clandestino, los seres humanos han tenido que buscar refugio vergonzante para encon- trar la salida al exterior del aire almacenado. Yo no me atrevera a proponer que despus de la fa- bada todos nos convirtiramos en pedmanos, ya que por falta de ensayos poda resultar un concierto poco grato; pero s se me ocurre que la palabra pedo salga a la luz pblica. Don Manuel, me perdonar usted, pero me voy a lanzar un pedo en el pasillo. Y don Enrique, que se comi dos platos de fabada, deja el puro en el cenicero y sale airosamente para volver desairado; es decir, sin aire.
(Breviario de la fabada, J os Esteban Editor, Madrid, 1981)
26 UNA MUERTE EN LA ACRACIA
Rogelio el Zapatero ola a tabaco y a papel viejo, tam- bin a esa cola pegajosa, color de miel, muy espesa, que guardaba en un bote dentro del cual se hunda, siempre, una astilla que usaba de cuchara. Sobre la camisa desabotonada, usaba Rogelio un chaleco muy rado, que haba pertenecido a un traje color vino y en un bolsillo, pequeo, del tal chaleco guardaba una caja de cerillas de madera y la punta de un lpiz de tinta que meta en la boca, y lama con la lengua, antes de anotar algo en el dorso de un sobre ya bastante amola- do. La lengua de Rogelio el Zapatero era azul en la punta, por causa del lpiz de tinta, y sonrosada en todo el resto de su extensin, ya que era hombre sano, que si fumaba bastante, no beba sino sidra o vino con agua o con sifn. Adems, y por un cierto tiempo fue vegetariano y si abandon tal disciplina fue a causa de una reflexin nocturna durante la cual se dijo que eran los burgueses los que impedan que los obreros comie- ran carne y no pareca razonable unirse a los burgue- ses en ese empeo. Rogelio el Zapatero se haba casado y tena tres hijos y dos sobrinos recogidos; la mujer de Rogelio lo con- templaba entre absorta y condescendiente y sola afir- mar, en el lavadero pblico, que su marido era un san- to descredo, pero santo. Un da a Rogelio lo atropell un tranva y dos horas despus se fue a morir sobre su propia cama. La mujer llor mucho por l y porque con su muerte se produjo un muy srdido escndalo; ya que no se pudo enterrar en sagrado sino en tierra fuera del cemen- terio. Llor, sobre todo, porque su entierro coincidi con el de un concejal que fue acompaado por veinte nios hurfanos del asilo, por un nmero importante de gente de sotana, toga y traje negro y por apellidos famosos, respetados. A Rogelio le acompaaron veinte tipgrafos, dos impresores, un linotipista y un buen nmero de obre- 27 ros de distintas especializaciones. Pero, curiosamente, al entierro de Rogelio no fueron zapateros. Rogelio el Zapatero pensaba que primero fueron las palabras y despus las pistolas; pero que estas ltimas, de alguna forma, destruan la esencia. Los viejos anarquistas miraron al principio las armas con gran curiosidad y como eran muy diestros con las manos, las aceitaban, les cambiaban algunas de las piezas, estudiaban todos sus mecanismos y las guar- daban entre telas de lino. Pero a los discursos siguieron los disparos y a las be- llas miradas que acariciaban paisajes y se iban sobre el mar buscando un maana muy limpio y diferente se fue imponiendo una forma distinta de mirar: ojos atra- vesados, ansiosos de venganza, colmados de esa larga espera que no tiene, al final, sino puertas cerradas. Rogelio haba pensado que en lo hondo de todo ser humano se encuentra, ovillado, un canto, un abrazo posible que salta de hombro en hombro y llega a hacer hermano a ese hombre que por vivir tan lejos ni el color de la piel adivinamos. As que fue a morirse de- bajo de un tranva, cuando una primera pistola sala, muy subrepticiamente, de su encierro de lino y se iba, furiosa, sobre un corazn. Aquello era el principio de un acto de justicia y tam- bin el final de toda una esperanza. Se muri Rogelio en pleno invierno y hasta que el mes de julio inici su tarea, no pudieron sus amigos y cuantos le queran volver a caminar el campo y a hun- dir la mirada en los cielos an grises y cados. Pero llegaron hasta un curioso promontorio de rocas y de hierbas que se encontraba asomado al mar (un mar que no callaba) y uno de los nios eligi un lugar, con muy poca fortuna, porque estaba pelado y era poco amable, y en aquel sitio coloc una manzana. Y as se hizo, porque la tumba de Rogelio el Zapatero no estaba en ningn sitio, dentro del cementerio, dentro de una idea, cerrado por cerradas opiniones; sino que el mundo entero era su tumba y por eso al poner sobre la tierra grumosa la manzana... 28 El amigo al que cont la historia estaba muy contrito porque, efectivamente, era una historia triste sta de la muerte en la Acracia. Yo tambin estaba triste, me haba vuelto triste de pronto. Mi mujer me dijo: No lo tomes as. T mismo la inventaste. Nos fuimos los tres a cenar. Al terminar la cena yo tom una manzana y fui a de- jarla en la calle, en el suelo, sobre una acera sucia y algo mojada. Mi mujer me dijo: Un nuevo rito? Y yo le dije que s; pero no nuevo. Despus nos besamos en la noche y cuando descu- bri que yo estaba llorando, me reconvino con una caricia. Cundo, al fin, crecers? Y yo respond que pronto.
(Debiste haber contado otras historias, Argos Vergara, Barcelona, 1983)
PRIMERA TOMA DE DOLORES
Sus pies desnudos se quedaron frente al silln y luego, en un giro tan rpido que no pudo ser visto, volvieron hacia nosotros y desaparecieron entre los pliegues de aquella bata impredecible. No era justamente una bata, sino un kimono que pareca hecho con un inmenso mantn de Manila, y que haba recibido para aumentar mi asombro, como adorno adicional, un largo borde de piel blanca, muy delicada, que se mova al ms ligero soplo de aire o bajo el aliento de Dolores. Entonces, cuando an no haba podido llegar ms lejos en este inventario de asombros, entr en el in- menso saln oscuro una mujer vestida de negro, muy silenciosa, de hombros apesadumbrados. Traa en las 29 manos un perro muy pequeo, muy peludo, de ojos maliciosos. La mujer de luto entreg a Dolores el perro y se fue sin mirarnos. Dolores ya estaba sentada en el silln, un silln rimbombante, un indeseable silln que tena el siniestro aspecto de un gran animal agazapado y hosco, y se hundi en el silln convirtindolo en un espacio acogedor, en un hueco clido que la envolva y la preservaba de todo tipo de miradas. Desde el fondo del silln, envuelta en aquel estreme- cedor kimono filipino, escondiendo los pies y apretan- do contra su cabeza la ridcula cabeza del perrito; todo lo que podamos ver de la recin llegada era un rostro oval, una mirada escrutadora y llena de preguntas y una sonrisa que vena a decirnos que el silln, el perro, el kimono y Hollywood entero no era un lugar amoro- so para una jovencita indefensa, absolutamente des- protegida, que slo poda confiar en cosas tan elemen- tales como el calor animal del perrito y la oquedad vigorosa de aquel mueble en el que se sumerga hasta el fondo, asomndose un poco como quien sale de un clido ovario a contemplar el mundo que lo espera y tener una visin precisa de quienes son sus amigos y quienes acaso ya anuncian amenazas. No saba, enton- ces, que dentro de esa figura, tan aparentemente des- valida; tan ansiosa de encontraren un animalito su primer amigo, y en un silln su primer refugio, ronro- neaba ya un impulso de conquista, una ambicin abso- luta y que en aquellos ojos que miraban hacia nosotros, pidiendo ayuda y exhibiendo un supuesto desamparo, se ocultaba, maliciosamente, resguardado por la peti- cin de clemencia, un curioso sentido de la vida. Todo en la fotografa muestra hoy a una mujer que- bradiza en un mundo de slidos valores econmicos y duraderos; la enorme masa de patas de animal que aprisionaban el suelo bajo ellas, la gran lmpara, unos cortinones negros del fondo, unos hierros forjados y un biombo tras de ella, que es la nica nota delicada en la que Dolores poda confiar. En ese ambiente tan pesadamente recargado en el que brillaban las piezas de plata maciza colocadas sobre la mesa, el recogido 30 gesto de Dolores era tan manifiesto como pudiera ser la llamada de proteccin de un pjaro diminuto dentro de un nido que se pierde en el arbolado mundo de reptiles, fauces y maullidos. Dolores, por otra parte, haba sabido mantener al intil perrito entre sus bra- zos, de tal forma que el sentido inicial de proteccin cariosa hacia el animal, se transmutaba y de pronto advertamos que era tan vulnerable aquella mujer, que buscaba en un ser nfimo de dientes casi inexistentes, a un nuevo y ansiado protector. Y as fue como Dolores consigui, con una sola y primera fotografa, movilizarnos a todos a su alrededor, establecer una guardia absoluta de voluntarios capaces de morir por ella y, al mismo tiempo, llenar de ternura y candor el corazn de sus primeros admiradores. sa es la fotografa que conservo an en mi cartera; la que va y viene conmigo laque est ligada a mi vida de tal forma que a ella recurro para volver al pasado y al que fui. Fotografa que habiendo sido establecida como un primer grito de ayuda para la mujer que por vez pri- mera se asomaba a Hollywood, se fue a convertir en un talismn en manos de aquel escritor tan joven, tan sagaz, tan pretencioso, que jams haba conseguido escribir algo. Dolores, en aquella maana, casi no habl, se mova muy poco, cuidando cada gesto y sin separarse jams de aquel mueble tan floreado, extravagante y compaero. Se haba peinado con el pelo separado por una raya que cruzaba su cabeza exactamente por la mitad; tena las cejas muy arregladas y alrededor de los ojos una suave tintura de rmel; llevaba los labios pintados de tal forma, que en vez de asemejar a un corazn curio- samente estrujado, seguan la lnea natural. Esto le quitaba el tono de juguetona infantilidad que las otras muchachas del cine adoptaban por entonces y le mar- caba la posibilidad de una sonrisa muy abierta y des- cansada. Por otra parte los brazos desnudos, sin pulseras ni sor- tijas frenaban la tentacin del espectador de convertirla en una gitana cargada de abalorios y adornajos; con- 31 templndola en el silln uno pareca estar seguro de que la desnudez de sus brazos se prolongaba por todo el cuerpo y lo que se recoga, clido, y terso, bajo la seda crujiente, era una carne de un color muy suave- mente tostado, de poros cerrados y sin lunares, man- chas o esas otras impurezas que en ocasiones inte- rrumpe la suave belleza de un cuerpo desnudo. Cuando el fotgrafo dej de trabajar, la mujer menu- da y vestida de negro entr para llevarse al perro, pero antes bes a Dolores en la frente mientras Dolores in- clinaba la cabeza de una forma muy delicada, como si ofreciera una fruta a la que luego supe era su madre. El beso fue rpido y la mujer se march sin mover el aire. Edwin Carewe pareca muy satisfecho con lo que es- taba viendo; se mova por la habitacin sin despegar los ojos de Dolores y de cuando en cuando daba una orden en una forma un poco spera y yo segua todo aquel juego, muy silencioso, dejndome llevar por el encanto ambiguo de una mujer que pareca estar ju- gando con su insignificancia y que, de pronto, proyec- taba una decisin que se le escapaba a travs de una mirada rpida al fotgrafo, una sonrisa de entendi- miento hacia Edwin o un gesto complaciente para m. El fotgrafo haba adquirido en Hollywood una larga prctica y mova su pesada cmara con una destreza ms que sorprendente; observaba la habitacin y a la modelo desde un ngulo, entrecerraba sus ojos, y lue- go, como confirmando sus suposiciones agitaba la cabeza varias veces, antes de ir por su cajn colmado de metales e instalarlo en el sitio elegido. Edwin, en ocasiones, tocaba con la mano al fotgrafo y le indicaba un lugar sobre la alfombra de un color caf muy oscuro; entonces el fotgrafo cargaba hacia ese lugar el aparato y colocaba sus tres patas de rema- tes agudos, con una precisin profesional y satisfecha. Dolores no se cansaba de mover su cuerpo dentro del kimono de seda; ms que moverlo pareca despla- zarlo, como satisfecha tambin con el roce que la seda proporcionaba a la piel. 32 Edwin finalmente dijo que la entrevista que yo pen- saba hacer a la nueva actriz sera mejor que quedara para otro da. Dolores agradeci esta decisin con una sonrisa tan rpida, que no pareci sino como acentuacin de su largo gesto de asombro contento, y cruzando su brazo desnudo sobre la cintura, para apretar los vuelos del kimono sobre el vientre, comenz a desplazarse hacia la puerta. Al pasar a mi lado adelant la mano izquier- da y me roz apenas con un gesto que pareca contener una avergonzada bendicin y que yo, ms tarde, rela- cion con todo un ritual que ella haba confeccionado para ser ofrecido en las ceremonias de Hollywood. Dolores estaba ensayando ya sus primeras actitudes y yo reciba estremecido el privilegio de ser el primer elegido para tales experimentos. Dolores roz con su mano mi mano y dej que la ma se quedara en el aire, como si hubiera intentado atrapar a la esquiva sombra y el asombro, ante tan fugaz huida, la hubiera dejado inmvil en un largo congelamiento. Y se fue del saln tan lleno de muebles muertos y an en pie. (Captulo de la novela Siempre Dolores, Planeta, Barcelona, 1984)
VENDE CARO TU AMOR
Si la msica de Agustn Lara era escuchada por las arrobadas abuelas de provincia y por las quinceaeras ansiosas de la capital, las verdaderas admiradoras del autor eran las prostitutas. Ms de una vez se reunieron para aclamarle acu- diendo a los lugares en donde l cantaba. Agustn afirmaba que gracias a sus canciones se haba conseguido elevar el precio de los servicios en muchas casas.
33 Vende caro tu amor, aventurera; da el precio de tu dolor a tu pasin, y aquel que de tus labios la miel quiera, que pague con brillantes tu pecado.
T crees, Agustn, que ha subido tanto el precio como para llegar a pagar con brillantes? l me miraba socarronamente: Hermano del alma, gracias a Dios las cosas no se han puesto tan imposibles. Las prostitutas haban encontrado a su cantante de prostbulo quien afirmaba que la venta del cuerpo tie- ne ms de sacrificio que de pecado. Por una vez las abuelas, las quinceaeras y las pros- titutas parecan bailar al mismo son.
(Agustn Lara, Leega, Mxico, 1985)
MI PRIMER AMOR
Mi primer amor fue una mquina de coser marca Singer. La mquina tena una tapadera de madera en forma de tubo partido por la mitad a todo lo largo. La tapa era colocada sobre la mquina todas las no- ches, y durante el da, mientras ta y mam cosan, quedaba escondida en un ngulo del cuarto. Si uno cabalgaba sobre la tapadera, la delicada curva de la madera, la suavidad al roce, lo orondo de sus redondeces la convertan en un caballo mgico y car- gado de sorpresas. Un da el caballo mgico se hizo mujer y la tapadera pas a convertirse en un redondo culo femenino; no recuerdo con precisin cmo se produjo el hecho ni si fue en una tarde cualquiera, rodeado de mujeres aje- treadas, o en la entrada de la noche, cuando la habita- cin se quedaba vaca y todo el trasiego se iba despla- zando hacia la cocina primero y luego en direccin del comedor. 34 La tapadera se ofreca ms importante y sugestiva en la soledad, pero es posible que el primer acto de amor me haya sorprendido en cualquier momento de la maana. Yo tendra por entonces muy pocos aos, acaso siete u ocho. Pero el amor por la mquina de coser fue exci- tante y oculto, malvado e irremediable. La mquina me aguardaba en el atardecer y me ofreca sus opulen- tas formas para que yo cerrara los ojos y me dejara llevar por una serie de emociones estupendsimas. Acaso antes exager, puede que ni tan siquiera las primeras cabalgaduras estuvieran relacionadas con las nalgas de esta o aquella seora entrevista en una visita a mi hogar. Acaso la propia mquina era toda mi ilu- sin y hasta es ms que posible que yo haya tardado en relacionarla con un ser humano. Pero con el paso del tiempo mis visitas al cuarto de costura se fueron haciendo ms apasionadas y ms ocul- tas, ms pecaminosas y ms abiertas a todos los goces. La mquina de coser lleg a ser un amor maldito y salvaje y el nio de ocho aos se colaba en la habita- cin para conseguir un desconcertante latido, un ful- gor en la cabeza y una cierta humedad en los calzonci- llos que luego haba que limpiar en el cuarto de bao con todo cuidado.
Paco Ignacio Taibo I, Material de Lectura, serie El Cuento Contemporneo, nm. 33, de la Coordinacin de Difusin Cultural de la UNAM. La edicin estuvo al cuidado de Jorge von Ziegler. 35