Descartes
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Referencia bibliográfica
Descartes, René. Discurso del método. Madrid, Austral- Espasa Calpe- 2010.
Selección
Para bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias
Si este discurso parece demasiado largo para leído de una vez, puede dividirse en seis
partes: en la primera se hallarán diferentes consideraciones acerca de las ciencias; en la
segunda, las reglas principales del método que el autor ha buscado; en la tercera,
algunas otras de moral que ha podido sacar de aquel método; en la cuarta, las razones
con que prueba la existencia de Dios y del alma
humana, que son los fundamentos de su
metafísica;
en la quinta, el orden de las cuestiones de física,
que
ha investigado y, en particular, la explicación del
movimiento del corazón y de algunas otras
dificultades que atañen a la medicina, y también la
diferencia que hay entre nuestra alma y la de los
animales; y en la última, las cosas que cree
necesarias para llegar, en la investigación de la
naturaleza, más allá de donde él ha llegado, y las
razones que le han impulsado a escribir. (5)
Primera parte
El buen sentido es lo que mejor repartido está
entre
todo el mundo, pues cada cual piensa que posee tan
buena provisión de él, que aun los más
descontentadizos respecto a cualquier otra cosa, no
suelen apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se
engañen, sino que más bien esto demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo
verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es
naturalmente igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras
opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan sólo de
que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes y no consideramos las
mismas cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bueno; lo principal es aplicarlo
bien. Las almas más grandes son capaces de los mayores vicios, como de las mayores
virtudes; y los que andan muy despacio pueden llegar mucho más lejos, si van siempre
por el camino recto, que los que corren, pero se apartan de él.
Por mi parte, nunca he presumido de poseer un ingenio más perfecto que los ingenios
comunes; hasta he deseado muchas veces tener el pensamiento tan rápido, o la
imaginación tan clara y distinta, o la memoria tan amplia y presente como algunos
otros. Y no sé de otras cualidades sino ésas, que contribuyan a la perfección del
ingenio; pues en lo que toca a la razón o al sentido, siendo, como es, la única cosa que
nos hace hombres y nos distingue de los animales, quiero creer que está entera en
cada uno de nosotros y seguir en esto la común opinión de los filósofos, que dicen que
el más o el
menos es sólo de los accidentes, mas no de las formas o naturalezas de los individuos
de una misma especie.
Pero, sin temor, puedo decir, que creo que fue una gran ventura para mí el haberme
metido desde joven por ciertos caminos, que me han llevado a ciertas consideraciones
y máximas, con las que he formado un método, en el cual paréceme que tengo un
medio para aumentar gradualmente mi conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el
punto más alto a que la mediocridad de mi ingenio y la brevedad de mi vida puedan
permitirle llegar. Pues tales frutos he recogido ya de ese método, que, aun cuando, en
el juicio que sobre mí mismo hago, procuro siempre inclinarme del lado de la
desconfianza mejor que del de la presunción, y aunque, al mirar con ánimo filosófico
las distintas acciones y empresas de los hombres, no hallo casi ninguna que no me
parezca vana e inútil, sin embargo no deja de producir en mí una extremada
satisfacción el progreso que pienso haber realizado ya en la investigación de la verdad,
y concibo tales esperanzas para el porvenir (6), que si entre las ocupaciones que
embargan a los hombres, puramente hombres, hay alguna que sea sólidamente buena
e importante, me atrevo a creer que es la que yo he elegido por mía.
Puede ser, no obstante, que me engañe; y acaso lo que me parece oro puro y diamante
fino, no sea sino un poco de cobre y de vidrio. Sé cuán expuestos estamos a
equivocarnos, cuando de nosotros mismos se trata, y cuán sospechosos deben sernos
también los juicios de los amigos, que se pronuncian en nuestro favor. Pero me gustaría
dar a conocer, en el presente discurso, el camino que he seguido y representar en él mi
vida, como en un cuadro, para que cada cual pueda formar su juicio, y así, tomando
luego conocimiento, por el rumor público, de las opiniones emitidas, sea este un nuevo
medio de instruirme, que añadiré a los que acostumbro emplear.
Mi propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método que cada cual ha de seguir para
dirigir bien su razón, sino sólo exponer el modo como yo he procurado conducir la
mía(7). Los que se meten a dar preceptos deben de estimarse más hábiles que aquellos
a quienes los dan, y son muy censurables, si faltan en la cosa más mínima. Pero como
yo no propongo este escrito, sino a modo de historia o, si preferís, de fábula, en la que,
entre ejemplos que podrán imitarse, irán acaso otros también que con razón no serán
seguidos, espero que tendrá utilidad para algunos, sin ser nocivo para nadie, y que todo
el mundo agradecerá mi franqueza.
Desde la niñez, fui criado en el estudio de las letras y, como me aseguraban que por
medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de todo cuanto es útil
para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de aprenderlas. Pero tan pronto como hube
terminado el curso de los estudios, cuyo remate suele dar ingreso en el número de los
hombres doctos, cambié por completo de opinión. Pues me embargaban tantas dudas
y errores, que me parecía que, procurando instruirme, no había conseguido más
provecho que el de descubrir cada vez mejor mi ignorancia. Y, sin embargo, estaba en
una de las más famosas escuelas de Europa (8), en donde pensaba yo que debía haber
hombres sabios, si los hay en algún lugar de la tierra. Allí había aprendido todo lo que
los demás aprendían; y no contento aún con las ciencias que nos enseñaban, recorrí
cuantos libros pudieron caer en mis manos, referentes a las ciencias que se consideran
como las más curiosas y raras. Conocía, además, los juicios que se hacían de mi
persona, y no veía que se me estimase en menos que a mis condiscípulos, entre los
cuales algunos había ya destinados a ocupar los puestos que dejaran vacantes nuestros
maestros. Por último, parecíame nuestro siglo tan floreciente y fértil en buenos
ingenios, como haya
sido cualquiera dé los precedentes. Por todo lo cual, me tomaba la libertad de juzgar a
los demás por mí mismo y de pensar que no había en el mundo doctrina alguna como la
que se me había prometido anteriormente.
No dejaba por eso de estimar en mucho los ejercicios que se hacen en las escuelas.
Sabía que las lenguas que en ellas se aprenden son necesarias para la inteligencia de
los libros antiguos; que la gentileza de las fábulas despierta el ingenio; que las acciones
memorables, que cuentan las historias, lo elevan y que, leídas con discreción, ayudan a
formar el juicio; que la lectura de todos los buenos libros es como una conversación
con los mejores ingenios de los pasados siglos, que los han compuesto, y hasta una
conversación estudiada, en la que no nos descubren sino lo más selecto de sus
pensamientos; que la elocuencia posee fuerzas y bellezas incomparables; que la poesía
tiene delicadezas y suavidades que arrebatan; que en las matemáticas hay sutilísimas
invenciones que pueden ser de mucho servicio, tanto para satisfacer a los curiosos,
como para facilitar las artes todas y disminuir el trabajo de los hombres; que los
escritos, que tratan de las costumbres, encierran varias enseñanzas y exhortaciones a
la virtud, todas muy útiles; que la teología enseña a ganar el cielo; que la filosofía
proporciona medios para hablar con verosimilitud de todas las cosas y recomendarse a
la admiración de los menos sabios (9); que la jurisprudencia, la medicina y demás
ciencias honran y enriquecen a quienes las cultivan; y, por último, que es bien haberlas
recorrido todas, aun las más supersticiosas y las más falsas, para conocer su justo valor
y no dejarse engañar por ellas.
Pero creía también que ya había dedicado bastante tiempo a las lenguas e incluso a la
lectura de los libros antiguos y a sus historias y a sus fábulas. Pues es casi lo mismo
conversar con gentes de otros siglos, que viajar por extrañas tierras. Bueno es saber
algo de las costumbres de otros pueblos, para juzgar las del propio con mejor acierto, y
no creer que todo lo que sea contrario a nuestras modas es ridículo y opuesto a la
razón, como suelen hacer los que no han visto nada. Pero el que emplea demasiado
tiempo en viajar, acaba por tornarse extranjero en su propio país; y al que estudia con
demasiada curiosidad lo que se hacía en los siglos pretéritos, ocúrrele de ordinario que
permanece ignorante de lo que se practica en el presente. Además, las fábulas son
causa de que imaginemos como posibles acontecimientos que no lo son; y aun las más
fieles historias, supuesto que no cambien ni aumenten el valor de las cosas, para
hacerlas más dignas de ser leídas, omiten por lo menos, casi siempre, las circunstancias
más bajas y menos ilustres, por lo cual sucede que lo restante no aparece tal como es y
que los que ajustan sus costumbres a los ejemplos que sacan de las historias, se
exponen a caer en las extravagancias de los paladines de nuestras novelas y a concebir
designios, a que no alcanzan sus fuerzas.
(…)
Profesaba una gran reverencia por nuestra teología y, como cualquier otro, pretendía
yo ganar el cielo. Pero habiendo aprendido, como cosa muy cierta, que el camino de la
salvación está tan abierto para los ignorantes como para los doctos y que las verdades
reveladas, que allá conducen, están muy por encima de nuestra inteligencia, nunca me
hubiera atrevido a someterlas a la flaqueza de mis razonamientos, pensando que, para
acometer la empresa de examinarlas y salir con bien de ella, era preciso alguna
extraordinaria ayuda del cielo, y ser, por tanto, algo más que hombre.
Nada diré de la filosofía sino que, al ver que ha sido cultivada por los más excelentes
ingenios que han vivido desde hace siglos, y, sin embargo, nada hay en ella que no sea
objeto de disputa y, por consiguiente, dudoso, no tenía yo la presunción de esperar
acertar mejor que los demás; y considerando cuán diversas pueden ser las opiniones
tocante a una misma materia, sostenidas todas por gentes doctas, aun cuando no
puede ser verdadera más que una sola, reputaba casi por falso todo lo que no fuera
más que verosímil.
Y en cuanto a las demás ciencias, ya que toman sus principios de la filosofía, pensaba yo
que sobre tan endebles cimientos no podía haberse edificado nada sólido; y ni el honor
ni el provecho, que prometen, eran bastantes para invitarme a aprenderlas; pues no
me veía, gracias a Dios, en tal condición que hubiese de hacer de la ciencia un oficio
con que mejorar mi fortuna; y aunque no profesaba el desprecio de la gloria a lo cínico,
sin embargo, no estimaba en mucho aquella fama, cuya adquisición sólo merced a
falsos títulos puede lograrse. Y, por último, en lo que toca a las malas doctrinas,
pensaba que ya conocía bastante bien su valor, para no dejarme burlar ni por las
promesas de un alquimista, ni por las predicciones de un astrólogo, ni por los engaños
de un mago, ni por los artificios o la presunción de los que profesan saber más de lo
que saben.
Así, pues, tan pronto como estuve en edad de salir de la sujeción en que me tenían mis
preceptores, abandoné del todo el estudio de las letras; y, resuelto a no buscar otra
ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en el gran libro del mundo, empleé el
resto de mi juventud en viajar, en ver cortes y ejércitos (12), en cultivar la sociedad de
gentes de condiciones y humores diversos, en recoger varias experiencias, en ponerme
a mí mismo a prueba en los casos que la fortuna me deparaba y en hacer siempre tales
reflexiones sobre las cosas que se me presentaban, que pudiera sacar algún provecho
de ellas. Pues parecíame que podía hallar mucha más verdad en los razonamientos que
cada uno hace acerca de los asuntos que le atañen, expuesto a que el suceso venga
luego a castigarle, si ha juzgado mal, que en los que discurre un hombre de letras,
encerrado en su despacho, acerca de especulaciones que no producen efecto alguno y
que no tienen para él otras consecuencias, sino que acaso sean tanto mayor motivo
para envanecerle cuanto más se aparten del sentido común, puesto que habrá tenido
que gastar más ingenio y artificio en procurar hacerlas verosímiles. Y siempre sentía un
deseo extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en
mis actos y andar seguro por esta vida.
Es cierto que, mientras me limitaba a considerar las costumbres de los otros hombres,
apenas hallaba cosa segura y firme, y advertía casi tanta diversidad como antes en las
opiniones de los filósofos. De suerte que el mayor provecho que obtenía, era que,
viendo varias cosas que, a pesar de parecernos muy extravagantes y ridículas, no dejan
de ser admitidas comúnmente y aprobadas por otros grandes pueblos, aprendía a no
creer con demasiada firmeza en lo que sólo el ejemplo y la costumbre me habían
persuadido; y así me libraba poco a poco de muchos errores, que pueden oscurecer
nuestra luz natural y tornarnos menos aptos para escuchar la voz de la razón. Mas
cuando hube pasado varios años estudiando en el libro del mundo y tratando de
adquirir alguna experiencia, resolvíme un día a estudiar también en mí mismo y a
emplear todas las fuerzas de mi ingenio en la elección de la senda que debía seguir; lo
cual me salió mucho mejor, según creo, que si no me hubiese nunca alejado de mi
tierra y de mis libros.
Segunda parte
Hallábame, por entonces, en Alemania, adonde me llamara la ocasión de unas guerras
(13) que aun no han terminado; y volviendo de la coronación del Emperador (14) hacia
el ejército, cogióme el comienzo del invierno en un lugar en donde, no encontrando
conversación alguna que me divirtiera y no teniendo tampoco, por fortuna, cuidados ni
pasiones que perturbaran mi ánimo, permanecía el día entero solo y encerrado, junto a
una estufa, con toda la tranquilidad necesaria para entregarme a mis pensamientos
(15). Entre los cuales, fue uno de los primeros el ocurrírseme considerar que muchas
veces sucede que no hay tanta perfección en las obras compuestas de varios trozos y
hechas por las manos de muchos maestros, como en aquellas en que uno solo ha
trabajado. Así vemos que los edificios, que un solo arquitecto ha comenzado y
rematado, suelen ser más hermosos y mejor ordenados que aquellos otros, que varios
han tratado de componer y arreglar, utilizando antiguos muros, construidos para otros
fines. Esas viejas ciudades, que no fueron al principio sino aldeas, y que, con el
transcurso del tiempo han llegado a ser grandes urbes, están, por lo común, muy mal
trazadas y acompasadas, si las comparamos con esas otras plazas regulares que un
ingeniero diseña, según su fantasía, en una llanura; y, aunque considerando sus
edificios uno por uno encontremos a menudo en ellos tanto o más arte que en los de
estas últimas ciudades nuevas, sin embargo, viendo cómo están arreglados, aquí uno
grande, allá otro pequeño, y cómo hacen las calles curvas y desiguales, diríase que más
bien es la fortuna que la voluntad de unos hombres provistos de razón, la que los ha
dispuesto de esa suerte. Y si se considera que, sin embargo, siempre ha habido unos
oficiales encargados de cuidar de que los edificios de los particulares sirvan al ornato
público, bien se reconocerá cuán difícil es hacer cumplidamente las cosas cuando se
trabaja sobre lo hecho por otros.
(…)
Pero como hombre que tiene que andar solo y en la oscuridad, resolví ir tan despacio y
emplear tanta circunspección en todo, que, a trueque de adelantar poco, me guardaría
al menos muy bien de tropezar y caer. E incluso no quise empezar a deshacerme por
completo de ninguna de las opiniones que pudieron antaño deslizarse en mi creencia,
sin haber sido introducidas por la razón, hasta después de pasar buen tiempo dedicado
al proyecto de la obra que iba a emprender, buscando el verdadero método para llegar
al conocimiento de todas las cosas de que mi espíritu fuera capaz.
Había estudiado un poco, cuando era más joven, de las partes de la filosofía, la lógica, y
de las matemáticas, el análisis de los geómetras y el álgebra, tres artes o ciencias que
debían, al parecer, contribuir algo a mi propósito. Pero cuando las examiné, hube de
notar que, en lo tocante a la lógica, sus silogismos y la mayor parte de las demás
instrucciones que da, más sirven para explicar a otros las cosas ya sabidas o incluso,
como el arte de Lulio (18), para hablar sin juicio de las ignoradas, que para aprenderlas.
Y si bien contiene, en verdad, muchos, muy buenos y verdaderos preceptos, hay, sin
embargo, mezclados con ellos, tantos otros nocivos o superfluos, que separarlos es casi
tan difícil como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol sin desbastar.
Luego, en lo tocante al análisis (19) de los antiguos y al álgebra de los modernos, aparte
de que no se refieren sino a muy abstractas materias, que no parecen ser de ningún
uso, el primero está siempre tan constreñido a considerar las figuras, que no puede
ejercitar el entendimiento sin cansar grandemente la imaginación; y en la segunda,
tanto se han sujetado sus cultivadores a ciertas reglas y a ciertas cifras, que han hecho
de ella un arte confuso y oscuro, bueno para enredar el ingenio, en lugar de una
ciencia que lo cultive. Por todo lo cual, pensé que había que buscar algún otro método
que juntase las ventajas de esos tres, excluyendo sus defectos.
Y como la multitud de leyes sirve muy a menudo de disculpa a los vicios, siendo un
Estado mucho mejor regido cuando hay pocas, pero muy estrictamente observadas, así
también, en lugar del gran número de preceptos que encierra la lógica, creí que me
bastarían los cuatro siguientes, supuesto que tomase una firme y constante resolución
de no dejar de observarlos una vez siquiera:
Fue el primero, no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con
evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y
no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y
distintamente a mí espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda.
El segundo, dividir cada una de las dificultades, que examinare, en cuantas partes fuere
posible y en cuantas requiriese su mejor solución.
El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los objetos
más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, gradualmente,
hasta el conocimiento de los más compuestos, e incluso suponiendo un orden entre
los que no se preceden naturalmente.
Y el último, hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan
generales, que llegase a estar seguro de no omitir nada.
(…)
Pero lo que más contento me daba en este método era que, con él, tenía la seguridad
de emplear mi razón en todo, si no perfectamente, por lo menos lo mejor que fuera en
mi poder. Sin contar con que, aplicándolo, sentía que mi espíritu se iba acostumbrando
poco a poco a concebir los objetos con mayor claridad y distinción y que, no habiéndolo
sujetado a ninguna materia particular, prometíame aplicarlo con igual fruto a las
dificultades de las otras ciencias, como lo había hecho a las del álgebra. No por eso me
atreví a empezar luego a examinar todas las que se presentaban, pues eso mismo fuera
contrario al orden que el método prescribe; pero habiendo advertido que los principios
de las ciencias tenían que estar todos tomados de la filosofía, en la que aun no hallaba
ninguno que fuera cierto, pensé que ante todo era preciso procurar establecer algunos
de esta clase y, siendo esto la cosa más importante del mundo y en la que son más de
temer la precipitación y la prevención, creí que no debía acometer la empresa antes de
haber llegado a más madura edad que la de veintitrés años, que entonces tenía, y de
haber dedicado buen espacio de tiempo a prepararme, desarraigando de mi espíritu
todas las malas opiniones a que había dado entrada antes de aquel tiempo, haciendo
también acopio de experiencias varias, que fueran después la materia de mis
razonamientos y, por último, ejercitándome sin cesar en el método que me había
prescrito, para afianzarlo mejor en mi espíritu.
Cuarta parte
No sé si debo hablaros de las primeras meditaciones que hice allí, pues son tan
metafísicas y tan fuera de lo común, que quizá no gusten a todo el mundo (30). Sin
embargo, para que se pueda apreciar si los fundamentos que he tomado son bastante
firmes, me veo en cierta manera obligado a decir algo de esas reflexiones. Tiempo ha
que había advertido que, en lo tocante a las costumbres, es a veces necesario seguir
opiniones que sabemos muy inciertas, como si fueran indudables, y esto se ha dicho ya
en la parte anterior; pero, deseando yo en esta ocasión ocuparme tan sólo de indagar
la verdad, pensé que debía hacer lo contrario y rechazar como absolutamente falso
todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de ver si, después de
hecho
esto, no quedaría en mi creencia algo que fuera enteramente indudable. Así, puesto
que los sentidos nos engañan, a las veces, quise suponer que no hay cosa alguna que
sea tal y como ellos nos la presentan en la imaginación; y puesto que hay hombres que
yerran al razonar, aun acerca de los más simples asuntos de geometría, y cometen
paralogismos, juzgué que yo estaba tan expuesto al error como otro cualquiera, y
rechacé como falsas todas las razones que anteriormente había tenido por
demostrativas; y, en fin, considerando que todos los pensamientos que nos vienen
estando despiertos pueden también ocurrírsenos durante el sueño, sin que ninguno
entonces sea verdadero, resolví fingir que todas las cosas, que hasta entonces habían
entrado en mi espíritu, no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero
advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario
que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: «yo pienso,
luego soy», era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los
escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo,
como el primer principio de la filosofía que andaba buscando.
Examiné después atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que no tenía
cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar alguno en el que yo me encontrase, pero
que no podía fingir por ello que yo no fuese, sino al contrario, por lo mismo que
pensaba en dudar de la verdad de las otras cosas, se seguía muy cierta y
evidentemente que yo era, mientras que, con sólo dejar de pensar, aunque todo lo
demás que había imaginado fuese verdad, no tenía ya razón alguna para creer que yo
era, conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar,
y que no necesita, para ser, de lugar alguno, ni depende de cosa alguna material; de
suerte que este yo, es decir, el alma, por la cual yo soy lo que soy, es enteramente
distinta del cuerpo y hasta más fácil de conocer que éste y, aunque el cuerpo no fuese,
el alma no dejaría de ser cuanto es.
Después de esto, consideré, en general, lo que se requiere en una proposición para que
sea verdadera y cierta; pues ya que acababa de hallar una que sabía que lo era, pensé
que debía saber también en qué consiste esa certeza. Y habiendo notado que en la
proposición: «yo pienso, luego soy», no hay nada que me asegure que digo verdad, sino
que veo muy claramente que para pensar es preciso ser, juzgué que podía admitir esta
regla general: que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas
verdaderas; pero que sólo hay alguna dificultad en notar cuáles son las que concebimos
distintamente.
Después de lo cual, hube de reflexionar que, puesto que yo dudaba, no era mi ser
enteramente perfecto, pues veía claramente que hay más perfección en conocer que
en dudar; y se me ocurrió entonces indagar por dónde había yo aprendido a pensar en
algo más perfecto que yo; y conocí evidentemente que debía de ser por alguna
naturaleza que fuese efectivamente más perfecta. En lo que se refiere a los
pensamientos, que en mí estaban, de varias cosas exteriores a mí, como son el cielo, la
tierra, la luz, el calor y otros muchos, no me preocupaba mucho el saber de dónde
procedían, porque, no viendo en esas cosas nada que me pareciese hacerlas superiores
a mí, podía creer que, si eran verdaderas, eran unas dependencias de mi naturaleza, en
cuanto que ésta posee alguna perfección, y si no lo eran, procedían de la nada, es
decir, estaban en mí, porque hay en mí algún defecto. Pero no podía suceder otro
tanto con la idea de un ser más perfecto que mi ser; pues era cosa manifiestamente
imposible que la tal idea procediese de la nada; y como no hay menor repugnancia en
pensar que lo más perfecto sea consecuencia y dependencia de lo menos perfecto, que
en pensar que de nada provenga
algo, no podía tampoco proceder de mí mismo; de suerte que sólo quedaba que
hubiese sido puesta en mí por una naturaleza verdaderamente más perfecta que yo
soy, y poseedora inclusive de todas las perfecciones de que yo pudiera tener idea; esto
es, para explicarlo en una palabra, por Dios. A esto añadí que, supuesto que yo conocía
algunas perfecciones que me faltaban, no era yo el único ser que existiese (aquí, si lo
permitís, haré uso libremente de los términos de la escuela), sino que era
absolutamente necesario que hubiese algún otro ser más perfecto de quien yo
dependiese y de quien hubiese adquirido todo cuanto yo poseía; pues si yo fuera solo
e independiente de cualquier otro ser, de tal suerte que de mí mismo procediese lo
poco en que participaba del ser perfecto, hubiera podido tener por mí mismo también,
por idéntica razón, todo lo demás que yo sabía faltarme, y ser, por lo tanto, yo infinito,
eterno, inmutable, omnisciente, omnipotente, y, en fin, poseer todas las perfecciones
que podía advertir en Dios. Pues, en virtud de los razonamientos que acabo de hacer,
para conocer la naturaleza de Dios hasta donde la mía es capaz de conocerla,
bastábame considerar todas las cosas de que hallara en mí mismo alguna idea y ver si
era o no perfección el poseerlas; y estaba seguro de que ninguna de las que indicaban
alguna imperfección está en Dios, pero todas las demás sí están en él; así veía que la
duda, la inconstancia, la tristeza y otras cosas semejantes no pueden estar en Dios,
puesto que mucho me holgara yo de verme libre de ellas. Además, tenía yo ideas de
varias cosas sensibles y corporales; pues aun suponiendo que soñaba y que todo
cuanto veía e imaginaba era falso, no podía negar, sin embargo, que esas ideas
estuvieran verdaderamente en mi pensamiento. Mas habiendo ya conocido en mí muy
claramente que la naturaleza inteligente es distinta de la corporal, y considerando que
toda composición denota dependencia, y que la dependencia es manifiestamente un
defecto, juzgaba por ello que no podía ser una perfección en Dios el componerse de
esas dos naturalezas, y que, por consiguiente, Dios no era compuesto; en cambio, si en
el mundo había cuerpos, o bien algunas inteligencias u otras naturalezas que no fuesen
del todo perfectas, su ser debía depender del poder divino, hasta el punto de no poder
subsistir sin él un solo instante.
Quise indagar luego otras verdades (…)