Discurso Del Metodo - Rene Descartes

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DISCURSO DEL MÉTODO

RENÉ DESCARTES

PUBLICADO: 1637
FUENTE: DOMINIO PÚBLICO
EDICIÓN: ESPASA CALPE, MADRID, 1937
TRADUCTOR: MANUEL GARCÍA MORENTE
DISCURSO DEL MÉTODO

Prólogo para el Discurso del Método. Para bien dirigir la razón y


buscar la verdad en las ciencias.
Si este discurso parece demasiado largo para leído de una vez, puede
dividirse en seis partes: en la primera se hallarán diferentes consideraciones
acerca de las ciencias; en la segunda, las reglas principales del método que
el autor ha buscado; en la tercera, algunas otras de moral que ha podido
sacar de aquel método; en la cuarta, las razones con que prueba la
existencia de Dios y del alma humana, que son los fundamentos de su
metafísica; en la quinta, el orden de las cuestiones de física, que ha
investigado y, en particular, la explicación del movimiento del corazón y de
algunas otras dificultades que atañen a la medicina, y también la diferencia
que hay entre nuestra alma y la de los animales; y en la última, las cosas
que cree necesarias para llegar, en la investigación de la naturaleza, más allá
de donde él ha llegado, y las razones que le han impulsado a escribir.

PRIMERA PARTE

El buen sentido es lo que mejor repartido está entre todo el mundo, pues
cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun los más
descontentadizos respecto a cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del
que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino que
más bien esto demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero
de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es
naturalmente igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad
de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que
otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros
diferentes y no consideramos las mismas cosas. No basta, en efecto, tener el
ingenio bueno; lo principal es aplicarlo bien. Las almas más grandes son
capaces de los mayores vicios, como de las mayores virtudes; y los que
andan muy despacio pueden llegar mucho más lejos, si van siempre por
el camino recto, que los que corren, pero se apartan de él.
Por mi parte, nunca he presumido de poseer un ingenio más perfecto que
los ingenios comunes; hasta he deseado muchas veces tener el pensamiento
tan rápido, o la imaginación tan clara y distinta, o la memoria tan amplia y
presente como algunos otros. Y no sé de otras cualidades sino ésas, que
contribuyan a la perfección del ingenio; pues en lo que toca a la razón o al
sentido, siendo, como es, la única cosa que nos hace hombres y nos
distingue de los animales, quiero creer que está entera en cada uno de
nosotros y seguir en esto la común opinión de los filósofos, que dicen que el
más o el menos es sólo de los accidentes, mas no de las formas
o naturalezas de los individuos de una misma especie.
Pero, sin temor, puedo decir, que creo que fue una gran ventura para mí
el haberme metido desde joven por ciertos caminos, que me han llevado a
ciertas consideraciones y máximas, con las que he formado un método, en
el cual paréceme que tengo un medio para aumentar gradualmente mi
conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el punto más alto a que la
mediocridad de mi ingenio y la brevedad de mi vida puedan permitirle
llegar. Pues tales frutos he recogido ya de ese método, que, aun cuando, en
el juicio que sobre mí mismo hago, procuro siempre inclinarme del lado de
la desconfianza mejor que del de la presunción, y aunque, al mirar con
ánimo filosófico las distintas acciones y empresas de los hombres, no hallo
casi ninguna que no me parezca vana e inútil, sin embargo no deja de
producir en mí una extremada satisfacción el progreso que pienso haber
realizado ya en la investigación de la verdad, y concibo tales esperanzas
para el porvenir, que si entre las ocupaciones que embargan a los hombres,
puramente hombres, hay alguna que sea sólidamente buena e importante,
me atrevo a creer que es la que yo he elegido por mía.
Puede ser, no obstante, que me engañe; y acaso lo que me parece oro
puro y diamante fino, no sea sino un poco de cobre y de vidrio. Sé cuán
expuestos estamos a equivocar nos, cuando de nosotros mismos se trata, y
cuán sospechosos deben sernos también los juicios de los amigos, que se
pronuncian en nuestro favor. Pero me gustaría dar a conocer, en el presente
discurso, el camino que he seguido y representar en él mi vida, como en un
cuadro, para que cada cual pueda formar su juicio, y así, tomando luego
conocimiento, por el rumor público, de las opiniones emitidas, sea este un
nuevo medio de instruirme, que añadiré a los que acostumbro emplear.
Mi propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método que cada cual ha
de seguir para dirigir bien su razón, sino sólo exponer el modo como yo he
procurado conducir la mía. Los que se meten a dar preceptos deben de
estimarse más hábiles que aquellos a quienes los dan, y son
muy censurables, si faltan en la cosa más mínima. Pero como yo no
propongo este escrito, sino a modo de historia o, si preferís, de fábula, en la
que, entre ejemplos que podrán imitarse, irán acaso otros también que con
razón no serán seguidos, espero que tendrá utilidad para algunos, sin ser
nocivo para nadie, y que todo el mundo agradecerá mi franqueza.
Desde la niñez, fui criado en el estudio de las letras y, como me
aseguraban que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro
y seguro de todo cuanto es útil para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de
aprenderlas. Pero tan pronto como hube terminado el curso de los estudios,
cuyo remate suele dar ingreso en el número de los hombres doctos, cambié
por completo de opinión, Pues me embargaban tantas dudas y errores, que
me parecía que, procurando instruirme, no había conseguido más provecho
que el de descubrir cada vez mejor mi ignorancia. Y, sin embargo, estaba en
una de las más famosas escuelas de Europa , en donde pensaba yo que
debía haber hombres sabios, si los hay en algún lugar de la tierra. Allí había
aprendido todo lo que los demás aprendían; y no contento aún con las
ciencias que nos enseñaban, recorrí cuantos libros pudieron caer en mis
manos, referentes a las ciencias que se consideran como las más curiosas
y raras. Conocía, además, los juicios que se hacían de mi persona, y no veía
que se me estimase en menos que a mis condiscípulos, entre los cuales
algunos había ya destinados a ocupar los puestos que dejaran vacantes
nuestros maestros. Por último, parecíame nuestro siglo tan floreciente y
fértil en buenos ingenios, como haya sido cualquiera dé los precedentes. Por
todo lo cual, me tomaba la libertad de juzgar a los demás por mí mismo y
de pensar que no había en el mundo doctrina alguna como la que se me
había prometido anteriormente.
No dejaba por eso de estimar en mucho los ejercicios que se hacen en las
escuelas.
Sabía que las lenguas que en ellas se aprenden son necesarias para la
inteligencia de los libros antiguos; que la gentileza de las fábulas despierta
el ingenio; que las acciones memorables, que cuentan las historias, lo
elevan y que, leídas con discreción, ayudan a formar el juicio; que la lectura
de todos los buenos libros es como una conversación con los mejores
ingenios de los pasados siglos, que los han compuesto, y hasta una
conversación estudiada, en la que no nos descubren sino lo más selecto de
sus pensamientos; que la elocuencia posee fuerzas y bellezas
incomparables; que la poesía tiene delicadezas y suavidades que arrebatan;
que en las matemáticas hay sutilísimas invenciones que pueden ser de
mucho servicio, tanto para satisfacer a los curiosos, como para facilitar las
artes todas y disminuir el trabajo de los hombres; que los escritos, que
tratan de las costumbres, encierran varias enseñanzas y exhortaciones a la
virtud, todas muy útiles; que la teología enseña a ganar el cielo; que la
filosofía proporciona medios para hablar con verosimilitud de todas las
cosas y recomendarse a la admiración de los menos sabios; que la
jurisprudencia, la medicina y demás ciencias honran y enriquecen a quienes
las cultivan; y, por último, que es bien haberlas recorrido todas, aun las más
supersticiosas y las más falsas, para conocer su justo valor y no dejarse
engañar por ellas.
Pero creía también que ya había dedicado bastante tiempo a las lenguas e
incluso a la lectura de los libros antiguos y a sus historias y a sus fábulas.
Pues es casi lo mismo conversar con gentes de otros siglos, que viajar por
extrañas tierras. Bueno es saber algo de las costumbres de otros pueblos,
para juzgar las del propio con mejor acierto, y no creer que todo lo que sea
contrario a nuestras modas es ridículo y opuesto a la razón, como suelen
hacer los que no han visto nada.
Pero el que emplea demasiado tiempo en viajar, acaba por tornarse
extranjero en su propio país; y al que estudia con demasiada curiosidad lo
que se hacía en los siglos pretéritos, ocúrrele de ordinario que permanece
ignorante de lo que se practica en el presente. Además, las fábulas son causa
de que imaginemos como posibles acontecimientos que no lo son; y aun las
más fieles historias, supuesto que no cambien ni aumenten el valor de las
cosas, para hacerlas más dignas de ser leídas, omiten por lo menos, casi
siempre, las circunstancias más bajas y menos ilustres, por lo cual sucede
que lo restante no aparece tal como es y que los que ajustan sus costumbres
a los ejemplos que sacan de las historias, se exponen a caer en las
extravagancias de los paladines de nuestras novelas y a concebir designios,
a que no alcanzan sus fuerzas.
Estimaba en mucho la elocuencia y era un enamorado de la poesía; pero
pensaba que una y otra son dotes del ingenio más que frutos del estudio.
Los que tienen más robusto razonar y digieren mejor sus pensamientos,
para hacerlos claros e inteligibles, son los más capaces de llevar a los
ánimos la persuasión, sobre lo que proponen, aunque hablen una pésima
lengua y no hayan aprendido nunca retórica; y los que imaginan las más
agradables invenciones, sabiéndolas expresar con mayor ornato y suavidad,
serán siempre los mejores poetas, aun cuando desconozcan el arte poética.
Gustaba sobre todo de las matemáticas, por la certeza y evidencia que
poseen sus razones; pero aun no advertía cuál era su verdadero uso y,
pensando que sólo para las artes mecánicas servían, extrañábame que,
siendo sus cimientos tan firmes y sólidos, no se hubiese construido sobre
ellos nada más levantado. Y en cambio los escritos de los antiguos
paganos, referentes a las costumbres, comparábalos con palacios muy
soberbios y magníficos, pero construidos sobre arena y barro: levantan muy
en alto las virtudes y las presentan como las cosas más estimables que hay
en el mundo; pero no nos enseñan bastante a conocerlas y, muchas
veces, dan ese hermoso nombre a lo que no es sino insensibilidad, orgullo,
desesperación o parricidio.
Profesaba una gran reverencia por nuestra teología y, como cualquier
otro, pretendía yo ganar el cielo. Pero habiendo aprendido, como cosa muy
cierta, que el camino de la salvación está tan abierto para los ignorantes
como para los doctos y que las verdades reveladas, que allá conducen, están
muy por encima de nuestra inteligencia, nunca me hubiera atrevido a
someterlas a la flaqueza de mis razonamientos, pensando que, para
acometer la empresa de examinarlas y salir con bien de ella, era preciso
alguna extraordinaria ayuda del cielo, y ser, por tanto, algo más
que hombre.
Nada diré de la filosofía sino que, al ver que ha sido cultivada por los
más excelentes ingenios que han vivido desde hace siglos, y, sin embargo,
nada hay en ella que no sea objeto de disputa y, por consiguiente, dudoso,
no tenía yo la presunción de esperar acertar mejor que los demás; y
considerando cuán diversas pueden ser las opiniones tocante a una misma
materia, sostenidas todas por gentes doctas, aun cuando no puede ser
verdadera más que una sola, reputaba casi por falso todo lo que no fuera
más que verosímil.
Y en cuanto a las demás ciencias, ya que toman sus principios de la
filosofía, pensaba yo que sobre tan endebles cimientos no podía haberse
edificado nada sólido; y ni el honor ni el provecho, que prometen, eran
bastantes para invitarme a aprenderlas; pues no me veía, gracias a Dios, en
tal condición que hubiese de hacer de la ciencia un oficio con que mejorar
mi fortuna; y aunque no profesaba el desprecio de la gloria a lo cínico, sin
embargo, no estimaba en mucho aquella fama, cuya adquisición sólo
merced a falsos títulos puede lograrse. Y, por último, en lo que toca a las
malas doctrinas, pensaba que ya conocía bastante bien su valor, para no
dejarme burlar ni por las promesas de un alquimista, ni por las predicciones
de un astrólogo, ni por los engaños de un mago, ni por los artificios o la
presunción de los que profesan saber más de lo que saben.
Así, pues, tan pronto como estuve en edad de salir de la sujeción en que
me tenían mis preceptores, abandoné del todo el estudio de las letras; y,
resuelto a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en
el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver
cortes y ejércitos, en cultivar la sociedad de gentes de condiciones y
humores diversos, en recoger varias experiencias, en ponerme a mí mismo a
prueba en los casos que la fortuna me deparaba y en hacer siempre tales
reflexiones sobre las cosas que se me presentaban, que pudiera sacar algún
provecho de ellas. Pues parecíame que podía hallar mucha más verdad
en los razonamientos que cada uno hace acerca de los asuntos que le atañen,
expuesto a que el suceso venga luego a castigarle, si ha juzgado mal, que en
los que discurre un hombre de letras, encerrado en su despacho, acerca de
especulaciones que no producen efecto alguno y que no tienen para él otras
consecuencias, sino que acaso sean tanto mayor motivo para envanecerle
cuanto más se aparten del sentido común, puesto que habrá tenido que
gastar más ingenio y artificio en procurar hacerlas verosímiles. Y siempre
sentía un deseo extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso,
para ver claro en mis actos y andar seguro por esta vida.
Es cierto que, mientras me limitaba a considerar las costumbres de los
otros hombres, apenas hallaba cosa segura y firme, y advertía casi tanta
diversidad como antes en las opiniones de los filósofos. De suerte que el
mayor provecho que obtenía, era que, viendo varias cosas que, a pesar de
parecernos muy extravagantes y ridículas, no dejan de ser admitidas
comúnmente y aprobadas por otros grandes pueblos, aprendía a no creer
con demasiada firmeza en lo que sólo el ejemplo y la costumbre me habían
persuadido; y así me libraba poco a poco de muchos errores, que pueden
oscurecer nuestra luz natural y tornarnos menos aptos para escuchar la voz
de la razón. Mas cuando hube pasado varios años estudiando en el libro del
mundo y tratando de adquirir alguna experiencia, resolvíme un día a
estudiar también en mí mismo y a emplear todas las fuerzas de mi ingenio
en la elección de la senda que debía seguir; lo cual me salió mucho mejor,
según creo, que si no me hubiese nunca alejado de mi tierra y de mis libros.

SEGUNDA PARTE

Hallábame, por entonces, en Alemania, adonde me llamara la ocasión de


unas guerras que aun no han terminado; y volviendo de la coronación del
Emperador hacia el ejército, cogióme el comienzo del invierno en un lugar
en donde, no encontrando conversación alguna que me divirtiera y no
teniendo tampoco, por fortuna, cuidados ni pasiones que perturbaran mi
ánimo, permanecía el día entero solo y encerrado, junto a una estufa, con
toda la tranquilidad necesaria para entregarme a mis pensamientos. Entre
los cuales, fue uno de los primeros el ocurrírseme considerar que muchas
veces sucede que no hay tanta perfección en las obras compuestas de
varios trozos y hechas por las manos de muchos maestros, como en aquellas
en que uno solo ha trabajado.
Así vemos que los edificios, que un solo arquitecto ha comenzado y
rematado, suelen ser más hermosos y mejor ordenados que aquellos otros,
que varios han tratado de componer y arreglar, utilizando antiguos muros,
construidos para otros fines. Esas viejas ciudades, que no fueron
al principio sino aldeas, y que, con el transcurso del tiempo han llegado a
ser grandes urbes, están, por lo común, muy mal trazadas y acompasadas, si
las comparamos con esas otras plazas regulares que un ingeniero diseña,
según su fantasía, en una llanura; y, aunque considerando sus edificios uno
por uno encontremos a menudo en ellos tanto o más arte que en los de estas
últimas ciudades nuevas, sin embargo, viendo cómo están arreglados, aquí
uno grande, allá otro pequeño, y cómo hacen las calles curvas y desiguales,
diríase que más bien es la fortuna que la voluntad de unos
hombres provistos de razón, la que los ha dispuesto de esa suerte. Y si se
considera que, sin embargo, siempre ha habido unos oficiales encargados de
cuidar de que los edificios de los particulares sirvan al ornato público, bien
se reconocerá cuán difícil es hacer cumplidamente las cosas cuando
se trabaja sobre lo hecho por otros. Así también, imaginaba yo que esos
pueblos que fueron antaño medio salvajes y han ido civilizándose poco a
poco, haciendo sus leyes conforme les iba obligando la incomodidad de los
crímenes y peleas, no pueden estar tan bien constituidos como los que,
desde que se juntaron, han venido observando las constituciones de algún
prudente legislador.
Como también es muy cierto, que el estado de la verdadera religión,
cuyas ordenanzas Dios solo ha instituido, debe estar incomparablemente
mejor arreglado que todos los demás. Y para hablar de las cosas humanas,
creo que si Esparta ha sido antaño muy floreciente, no fue por causa de la
bondad de cada una de sus leyes en particular, que algunas eran muy
extrañas y hasta contrarias a las buenas costumbres, sino porque, habiendo
sido inventadas por uno solo, todas tendían al mismo fin.
Y así pensé yo que las ciencias de los libros, por lo menos aquellas cuyas
razones son solo probables y carecen de demostraciones, habiéndose
compuesto y aumentado poco a poco con las opiniones de varias personas
diferentes, no son tan próximas a la verdad como los simples razonamientos
que un hombre de buen sentido puede hacer, naturalmente, acerca de las
cosas que se presentan. Y también pensaba yo que, como hemos sido todos
nosotros niños antes de ser hombres y hemos tenido que dejarnos regir
durante mucho tiempo por nuestros apetitos y nuestros preceptores, que
muchas veces eran contrarios unos a otros, y ni unos ni otros nos
aconsejaban acaso siempre lo mejor, es casi imposible que sean nuestros
juicios tan puros y tan sólidos como lo fueran si, desde el momento de
nacer, tuviéramos el uso pleno de nuestra razón y no hubiéramos sido nunca
dirigidos más que por ésta.
Verdad es que no vemos que se derriben todas las casas de una ciudad
con el único propósito de reconstruirlas en otra manera y de hacer más
hermosas las calles; pero vemos que muchos particulares mandan echar
abajo sus viviendas para reedificarlas y, muchas veces, son forzados a ello,
cuando los edificios están en peligro de caerse, por no ser ya muy firmes
los cimientos. Ante cuyo ejemplo, llegué a persuadirme de que no sería en
verdad sensato que un particular se propusiera reformar un Estado
cambiándolo todo, desde los cimientos, y derribándolo para enderezarlo; ni
aun siquiera reformar el cuerpo de las ciencias o el orden establecido en
las escuelas para su enseñanza; pero que, por lo que toca a las opiniones, a
que hasta entonces había dado mi crédito, no podía yo hacer nada mejor que
emprender de una vez la labor de suprimirlas, para sustituirlas luego por
otras mejores o por las mismas, cuando las hubiere ajustado al nivel de
la razón. Y tuve firmemente por cierto que, por este medio, conseguiría
dirigir mi vida mucho mejor que si me contentase con edificar sobre
cimientos viejos y me apoyase solamente en los principios que había
aprendido siendo joven, sin haber examinado nunca si eran o no verdaderos.
Pues si bien en esta empresa veía varias dificultades, no eran, empero, de
las que no tienen remedio; ni pueden compararse con las que hay en la
reforma de las menores cosas que atañen a lo público.
Estos grandes cuerpos políticos, es muy difícil levantarlos, una vez que
han sido derribados, o aun sostenerlos en pie cuando se tambalean, y sus
caídas son necesariamente muy duras.
Además, en lo tocante a sus imperfecciones, si las tienen - y sólo la
diversidad que existe entre ellos basta para asegurar que varios las tienen -,
el uso las ha suavizado mucho sin duda, y hasta ha evitado o corregido
insensiblemente no pocas de entre ellas, que con la prudencia no hubieran
podido remediarse tan eficazmente; y por último, son casi siempre más
soportables que lo sería el cambiarlas, como los caminos reales, que
serpentean por las montañas, se hacen poco a poco tan llanos y cómodos,
por, el mucho tránsito, que es muy preferible seguirlos, que no meterse
en acortar, saltando por encima de las rocas y bajando hasta el fondo de las
simas.
Por todo esto, no puedo en modo alguno aplaudir a esos hombres de
carácter inquieto y atropellado que, sin ser llamados ni por su alcurnia ni
por su fortuna al manejo de los negocios públicos, no dejan de hacer
siempre, en idea, alguna reforma nueva; y si creyera que hay en este escrito
la menor cosa que pudiera hacerme sospechoso de semejante insensatez, no
hubiera consentido en su publicación. Mis designios no han sido nunca
otros que tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un
terreno que me pertenece a mí solo. Si, habiéndome gustado bastante mi
obra, os enseño aquí el modelo, no significa esto que quiera yo aconsejar
a nadie que me imite. Los que hayan recibido de Dios mejores y más
abundantes mercedes, tendrán, sin duda, más levantados propósitos; pero
mucho me temo que éste mío no sea ya demasiado audaz para algunas
personas. Ya la mera resolución de deshacerse de todas las opiniones
recibidas anteriormente no es un ejemplo que todos deban seguir. Y el
mundo se compone casi sólo de dos especies de ingenios, a quienes este
ejemplo no conviene, en modo alguno, y son, a saber: de los que,
creyéndose más hábiles de lo que son, no pueden contener la precipitación
de sus juicios ni conservar la bastante paciencia para conducir
ordenadamente todos sus pensamientos; por donde sucede que, si una vez
se hubiesen tomado la libertad de dudar de los principios que han recibido
y de apartarse del camino común, nunca podrán mantenerse en la senda que
hay que seguir para ir más en derechura, y permanecerán extraviados toda
su vida; y de otros que, poseyendo bastante razón o modestia para juzgar
que son menos capaces de distinguir lo verdadero de lo falso que
otras personas, de quienes pueden recibir instrucción, deben más bien
contentarse con seguir las opiniones de esas personas, que buscar por sí
mismos otras mejores.
Y yo hubiera sido, sin duda, de esta última especie de ingenios, si no
hubiese tenido en mi vida más que un solo maestro o no hubiese sabido
cuán diferentes han sido, en todo tiempo, las opiniones de los más doctos.
Mas, habiendo aprendido en el colegio que no se puede imaginar nada, por
extraño e increíble que sea, que no haya sido dicho por alguno de los
filósofos, y habiendo visto luego, en mis viajes, que no todos los que
piensan de modo contrario al nuestro son por ello bárbaros y salvajes, sino
que muchos hacen tanto o más uso que nosotros de la razón; y
habiendo considerado que un mismo hombre, con su mismo ingenio, si se
ha criado desde niño entre franceses o alemanes, llega a ser muy diferente
de lo que sería si hubiese vivido siempre entre chinos o caníbales; y que
hasta en las modas de nuestros trajes, lo que nos ha gustado hace diez años,
y acaso vuelva a gustarnos dentro de otros diez, nos parece hoy
extravagante y ridículo, de suerte que más son la costumbre y el ejemplo los
que nos persuaden, que un conocimiento cierto; y que, sin embargo, la
multitud de votos no es una prueba que valga para las verdades
algo difíciles de descubrir, porque más verosímil es que un hombre solo dé
con ellas que no todo un pueblo, no podía yo elegir a una persona, cuyas
opiniones me parecieran preferibles a las de las demás, y me vi como
obligado a emprender por mí mismo la tarea de conducirme.
Pero como hombre que tiene que andar solo y en la oscuridad, resolví ir
tan despacio y emplear tanta circunspección en todo, que, a trueque de
adelantar poco, me guardaría al menos muy bien de tropezar y caer. E
incluso no quise empezar a deshacerme por completo de ninguna de
las opiniones que pudieron antaño deslizarse en mi creencia, sin haber sido
introducidas por la razón, hasta después de pasar buen tiempo dedicado al
proyecto de la obra que iba a emprender, buscando el verdadero método
para llegar al conocimiento de todas las cosas de que mi espíritu fuera
capaz.
Había estudiado un poco, cuando era más joven, de las partes de la
filosofía, la lógica, y de las matemáticas, el análisis de los geómetras y el
álgebra, tres artes o ciencias que debían, al parecer, contribuir algo a mi
propósito. Pero cuando las examiné, hube de notar que, en lo tocante a la
lógica, sus silogismos y la mayor parte de las demás instrucciones que da,
más sirven para explicar a otros las cosas ya sabidas o incluso, como el arte
de Lulio , para hablar sin juicio de las ignoradas, que para aprenderlas. Y si
bien contiene, en verdad, muchos, muy buenos y verdaderos preceptos, hay,
sin embargo, mezclados con ellos, tantos otros nocivos o superfluos,
que separarlos es casi tan difícil como sacar una Diana o una Minerva de un
bloque de mármol sin desbastar. Luego, en lo tocante al análisis de los
antiguos y al álgebra de los modernos, aparte de que no se refieren sino a
muy abstractas materias, que no parecen ser de ningún uso, el primero está
siempre tan constreñido a considerar las figuras, que no puede ejercitar el
entendimiento sin cansar grandemente la imaginación; y en la segunda,
tanto se han sujetado sus cultivadores a ciertas reglas y a ciertas cifras, que
han hecho de ella un arte confuso y oscuro, bueno para enredar el ingenio,
en lugar de una ciencia que lo cultive. Por todo lo cual, pensé que había que
buscar algún otro método que juntase las ventajas de esos tres, excluyendo
sus defectos.
Y como la multitud de leyes sirve muy a menudo de disculpa a los vicios,
siendo un Estado mucho mejor regido cuando hay pocas, pero muy
estrictamente observadas, así también, en lugar del gran número de
preceptos que encierra la lógica, creí que me bastarían los cuatro siguientes,
supuesto que tomase una firme y constante resolución de no dejar de
observarlos una vez siquiera:
Fue el primero, no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese
con evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la
prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se
presentase tan clara y distintamente a mí espíritu, que no hubiese ninguna
ocasión de ponerlo en duda.
El segundo, dividir cada una de las dificultades, que examinare, en
cuantas partes fuere posible y en cuantas requiriese su mejor solución.
El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por
los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco
a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más compuestos, e
incluso suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente.
Y el último, hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones
tan generales, que llegase a estar seguro de no omitir nada.
Esas largas series de trabadas razones muy simples y fáciles, que los
geómetras acostumbran emplear, para llegar a sus más difíciles
demostraciones, habíanme dado ocasión de imaginar que todas las cosas, de
que el hombre puede adquirir conocimiento, se siguen unas a otras en igual
manera, y que, con sólo abstenerse de admitir como verdadera una que no
lo sea y guardar siempre el orden necesario para deducirlas unas de otras,
no puede haber ninguna, por lejos que se halle situada o por oculta que esté,
que no se llegue a alcanzar y descubrir. Y no me cansé mucho en buscar por
cuáles era preciso comenzar, pues ya sabía que por las más simples y fáciles
de conocer; y considerando que, entre todos los que hasta ahora han
investigado la verdad en las ciencias, sólo los matemáticos han podido
encontrar algunas demostraciones, esto es, algunas razones ciertas
y evidentes, no dudaba de que había que empezar por las mismas que ellos
han examinado, aun cuando no esperaba sacar de aquí ninguna otra utilidad,
sino acostumbrar mi espíritu a saciarse de verdades y a no contentarse con
falsas razones. Mas no por eso concebí el propósito de procurar aprender
todas las ciencias particulares denominadas comúnmente matemáticas, y
viendo que, aunque sus objetos son diferentes, todas, sin embargo,
coinciden en que no consideran sino las varias relaciones o proporciones
que se encuentran en los tales objetos, pensé que más valía limitarse a
examinar esas proporciones en general, suponiéndolas solo en aquellos
asuntos que sirviesen para hacerme más fácil su conocimiento y hasta no
sujetándolas a ellos de ninguna manera, para poder después aplicarlas tanto
más libremente a todos los demás a que pudieran convenir. Luego advertí
que, para conocerlas, tendría a veces necesidad de considerar cada una de
ellas en particular, y otras veces, tan solo retener o comprender varias
juntas, y pensé que, para considerarlas mejor en particular, debía suponerlas
en líneas, porque no encontraba nada más simple y que más distintamente
pudiera yo representar a mi imaginación y mis sentidos; pero que, para
retener o comprender varias juntas, era necesario que las explicase en
algunas cifras, las más cortas que fuera posible; y que, por este medio,
tomaba lo mejor que hay en el análisis geométrico y en el álgebra, y
corregía así todos los defectos de una por el otro.
Y, efectivamente, me atrevo a decir que la exacta observación de los
pocos preceptos por mí elegidos, me dio tanta facilidad para desenmarañar
todas las cuestiones de que tratan esas dos ciencias, que en dos o tres meses
que empleé en examinarlas, habiendo comenzado por las más simples y
generales, y siendo cada verdad que encontraba una regla que me servía
luego para encontrar otras, no sólo conseguí resolver varias cuestiones, que
antes había considerado como muy difíciles, sino que hasta me pareció
también, hacia el final, que, incluso en las que ignoraba, podría determinar
por qué medios y hasta dónde era posible resolverlas. En lo cual, acaso no
me acusaréis de excesiva vanidad si consideráis que, supuesto que no hay
sino una verdad en cada cosa, el que la encuentra sabe todo lo que se puede
saber de ella; y que, por ejemplo, un niño que sabe aritmética y hace una
suma conforme a las reglas, puede estar seguro de haber hallado, acerca de
la suma que examinaba, todo cuanto el humano ingenio pueda hallar;
porque al fin y al cabo el método que enseña a seguir el orden verdadero y a
recontar exactamente las circunstancias todas de lo que se busca, contiene
todo lo que confiere certidumbre a las reglas de la aritmética.
Pero lo que más contento me daba en este método era que, con él, tenía la
seguridad de emplear mi razón en todo, si no perfectamente, por lo menos
lo mejor que fuera en mi poder. Sin contar con que, aplicándolo, sentía que
mi espíritu se iba acostumbrando poco a poco a concebir los objetos con
mayor claridad y distinción y que, no habiéndolo sujetado a ninguna
materia particular, prometíame aplicarlo con igual fruto a las dificultades de
las otras ciencias, como lo había hecho a las del álgebra. No por eso me
atreví a empezar luego a examinar todas las que se presentaban, pues eso
mismo fuera contrario al orden que el método prescribe; pero habiendo
advertido que los principios de las ciencias tenían que estar todos tomados
de la filosofía, en la que aun no hallaba ninguno que fuera cierto, pensé que
ante todo era preciso procurar establecer algunos de esta clase y, siendo esto
la cosa más importante del mundo y en la que son más de temer la
precipitación y la prevención, creí que no debía acometer la empresa antes
de haber llegado a más madura edad que la de veintitrés años, que entonces
tenía, y de haber dedicado buen espacio de tiempo a
prepararme, desarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones a que
había dado entrada antes de aquel tiempo, haciendo también acopio de
experiencias varias, que fueran después la materia de mis razonamientos y,
por último, ejercitándome sin cesar en el método que me había prescrito,
para afianzarlo mejor en mi espíritu.

TERCERA PARTE
Por último, como para empezar a reconstruir el alojamiento en donde uno
habita, no basta haberlo derribado y haber hecho acopio de materiales y de
arquitectos, o haberse ejercitado uno mismo en la arquitectura y haber
trazado además cuidadosamente el diseño del nuevo edificio, sino que
también hay que proveerse de alguna otra habitación, en donde pasar
cómodamente el tiempo que dure el trabajo, así, pues, con el fin de no
permanecer irresoluto en mis acciones, mientras la razón me obligaba a
serlo en mis juicios, y no dejar de vivir, desde luego, con la mejor ventura
que pudiese, hube de arreglarme una moral provisional, que no consistía
sino en tres o cuatro máximas, que con mucho gusto voy a comunicaros.
La primera fue seguir las leyes y las costumbres de mi país, conservando
constantemente la religión en que la gracia de Dios hizo que me instruyeran
desde niño, rigiéndome en todo lo demás por las opiniones más moderadas
y más apartadas de todo exceso, que fuesen comúnmente admitidas en la
práctica por los más sensatos de aquellos con quienes tendría que vivir.
Porque habiendo comenzado ya a no contar para nada con las mías
propias, puesto que pensaba someterlas todas a un nuevo examen, estaba
seguro de que no podía hacer nada mejor que seguir las de los más sensatos.
Y aun cuando entre los persas y los chinos hay quizá hombres tan sensatos
como entre nosotros, parecíame que lo más útil era acomodarme a aquellos
con quienes tendría que vivir; y que para saber cuáles eran sus verdaderas
opiniones, debía fijarme más bien en lo que hacían que en lo que decían, no
sólo porque, dada la corrupción de nuestras costumbres, hay pocas personas
que consientan en decir lo que creen, sino también porque muchas lo
ignoran, pues el acto del pensamiento, por el cual uno cree una cosa, es
diferente de aquel otro por el cual uno conoce que la cree, y por lo tanto
muchas veces se encuentra aquél sin éste. Y entre varias opiniones,
igualmente admitidas, elegía las más moderadas, no sólo porque son
siempre las más cómodas para la práctica, y verosímilmente las mejores, ya
que todo exceso suele ser malo, sino también para alejarme menos del
verdadero camino, en caso de error, si, habiendo elegido uno de los
extremos, fuese el otro el que debiera seguirse. Y en particular consideraba
yo como un exceso toda promesa por la cual se enajena una parte de la
propia libertad; no que yo desaprobase las leyes que, para poner remedio
a la inconstancia de los espíritus débiles, permiten cuando se tiene algún
designio bueno, o incluso para la seguridad del comercio, en designios
indiferentes, hacer votos o contratos obligándose a perseverancia; pero
como no veía en el mundo cosa alguna que permaneciera siempre en
idéntico estado y como, en lo que a mí mismo se refiere, esperaba
perfeccionar más y más mis juicios, no empeorarlos, hubiera yo creído
cometer una grave falta contra el buen sentido, si, por sólo el hecho de
aprobar por entonces alguna cosa, me obligara a tenerla también por buena
más tarde, habiendo ella acaso dejado de serlo, o habiendo yo dejado de
estimarla como tal.
Mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y resuelto
que pudiera y seguir tan constante en las más dudosas opiniones, una vez
determinado a ellas, como si fuesen segurísimas, imitando en esto a los
caminantes que, extraviados por algún bosque, no deben andar errantes
dando vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar,
sino caminar siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin
cambiar de dirección por leves razones, aun cuando en un principio haya
sido sólo el azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo; pues de
este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir, por lo menos
acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor
que no en medio del bosque. Y así, puesto que muchas veces las acciones de
la vida no admiten demora, es verdad muy cierta que si no está en
nuestro poder el discernir las mejores opiniones, debemos seguir las más
probables; y aunque no encontremos más probabilidad en unas que en otras,
debemos, no obstante, decidirnos por algunas y considerarlas después, no
ya como dudosas, en cuanto que se refieren a la práctica, sino como
muy verdaderas y muy ciertas, porque la razón que nos ha determinado lo
es. Y esto fue bastante para librarme desde entonces de todos los
arrepentimientos y remordimientos que suelen agitar las consciencias de
esos espíritus endebles y vacilantes, que se dejan ir inconstantes a practicar
como buenas las cosas que luego juzgan malas.
Mi tercera máxima fue procurar siempre vencerme a mí mismo antes que
a la fortuna, y alterar mis deseos antes que el orden del mundo, y
generalmente acostumbrarme a creer que nada hay que esté enteramente en
nuestro poder sino nuestros propios pensamientos, de suerte que después de
haber obrado lo mejor que hemos podido, en lo tocante a las cosas
exteriores, todo lo que falla en el éxito es para nosotros absolutamente
imposible. Y esto sólo me parecía bastante para apartarme en lo porvenir de
desear algo sin conseguirlo y tenerme así contento; pues como
nuestra voluntad no se determina naturalmente a desear sino las cosas que
nuestro entendimiento le representa en cierto modo como posibles, es claro
que si todos los bienes que están fuera de nosotros los consideramos como
igualmente inasequibles a nuestro poder, no sentiremos pena alguna por
carecer de los que parecen debidos a nuestro nacimiento, cuando nos
veamos privados de ellos sin culpa nuestra, como no la sentimos por no ser
dueños de los reinos de la China o de Méjico; y haciendo, como suele
decirse, de necesidad virtud, no sentiremos mayores deseos de estar sanos,
estando enfermos, o de estar libres, estando encarcelados, que ahora
sentimos de poseer cuerpos compuestos de materia tan poco corruptible
como el diamante o alas para volar como los pájaros. Pero confieso que son
precisos largos ejercicios y reiteradas meditaciones para acostumbrarse a
mirar todas las cosas por ese ángulo; y creo que en esto consistía
principalmente el secreto de aquellos filósofos, que pudieron antaño
sustraerse al imperio de la fortuna, y a pesar de los sufrimientos y la
pobreza, entrar en competencia de ventura con los propios dioses.
Pues, ocupados sin descanso en considerar los límites prescritos por la
naturaleza, persuadíanse tan perfectamente de que nada tenían en su poder
sino sus propios pensamientos, que esto sólo era bastante a impedirles sentir
afecto hacia otras cosas; y disponían de esos pensamientos
tan absolutamente, que tenían en esto cierta razón de estimarse más ricos y
poderosos y más libres y bienaventurados que ningunos otros hombres, los
cuales, no teniendo esta filosofía, no pueden, por mucho que les hayan
favorecido la naturaleza y la fortuna, disponer nunca, como aquellos
filósofos, de todo cuanto quieren.
En fin, como conclusión de esta moral, ocurrióseme considerar, una por
una, las diferentes ocupaciones a que los hombres dedican su vida, para
procurar elegir la mejor; y sin querer decir nada de las de los demás, pensé
que no podía hacer nada mejor que seguir en la misma que tenía; es decir,
aplicar mi vida entera al cultivo de mi razón y adelantar cuanto pudiera en
el conocimiento de la verdad, según el método que me había prescrito. Tan
extremado contento había sentido ya desde que empecé a servirme de ese
método, que no creía que pudiera recibirse otro más suave e inocente en
esta vida; y descubriendo cada día, con su ayuda, algunas verdades que
me parecían bastante importantes y generalmente ignoradas de los otros
hombres, la satisfacción que experimentaba llenaba tan cumplidamente mi
espíritu, que todo lo restante me era indiferente.
Además, las tres máximas anteriores fundábanse sólo en el propósito, que
yo abrigaba, de continuar instruyéndome; pues habiendo dado Dios a cada
hombre alguna luz con que discernir lo verdadero de lo falso, no hubiera yo
creído un solo momento que debía contentarme con las opiniones ajenas, de
no haberme propuesto usar de mi propio juicio para examinarlas cuando
fuera tiempo; y no hubiera podido librarme de escrúpulos, al seguirlas, si no
hubiese esperado aprovechar todas las ocasiones para encontrar otras
mejores, dado caso que las hubiese; y, por último, no habría sabido limitar
mis deseos y estar contento, si no hubiese seguido un camino por donde, al
mismo tiempo que asegurarme la adquisición de todos los conocimientos
que yo pudiera, pensaba también por el mismo modo llegar a conocer todos
los verdaderos bienes que estuviesen en mi poder; pues no determinándose
nuestra voluntad a seguir o a evitar cosa alguna, sino porque nuestro
entendimiento se la representa como buena o mala, basta juzgar bien, para
obrar bien, y juzgar lo mejor que se pueda, para obrar también lo mejor que
se pueda; es decir, para adquirir todas las virtudes y con ellas cuantos bienes
puedan lograrse; y cuando uno tiene la certidumbre de que ello es así, no
puede por menos de estar contento.
Habiéndome, pues, afirmado en estas máximas, las cuales puse aparte
juntamente con las verdades de la fe, que siempre han sido las primeras en
mi creencia, pensé que de todas mis otras opiniones podía libremente
empezar a deshacerme; y como esperaba conseguirlo mejor conversando
con los hombres que permaneciendo por más tiempo encerrado en el cuarto
en donde había meditado todos esos pensamientos, proseguí mi viaje antes
de que el invierno estuviera del todo terminado. Y en los nueve años
siguientes, no hice otra cosa sino andar de acá para allá, por el mundo,
procurando ser más bien espectador que actor en las comedias que en él se
representan, e instituyendo particulares reflexiones en toda materia sobre
aquello que pudiera hacerla sospechosa y dar ocasión a equivocarnos,
llegué a arrancar de mi espíritu, en todo ese tiempo, cuantos
errores pudieron deslizarse anteriormente. Y no es que imitara a los
escépticos, que dudan por sólo dudar y se las dan siempre de irresolutos;
por el contrario, mi propósito no era otro que afianzarme en la verdad,
apartando la tierra movediza y la arena, para dar con la roca viva o la
arcilla. Lo cual, a mi parecer, conseguía bastante bien, tanto que, tratando
de descubrir la falsedad o la incertidumbre de las proposiciones que
examinaba, no mediante endebles conjeturas, sino por razonamientos claros
y seguros, no encontraba ninguna tan dudosa, que no pudiera sacar de
ella alguna conclusión bastante cierta, aunque sólo fuese la de que no
contenía nada cierto.
Y así como al derribar una casa vieja suelen guardarse los materiales, que
sirven para reconstruir la nueva, así también al destruir todas aquellas mis
opiniones que juzgaba infundadas, hacía yo varias observaciones y adquiría
experiencias que me han servido después para establecer otras más ciertas.
Y además seguía ejercitándome en el método que me había prescrito;
pues sin contar con que cuidaba muy bien de conducir generalmente mis
pensamientos, según las citadas reglas, dedicaba de cuando en cuando
algunas horas a practicarlas particularmente en dificultades de matemáticas,
o también en algunas otras que podía hacer casi semejantes a las de las
matemáticas, desligándolas de los principios de las otras ciencias, que no
me parecían bastante firmes; todo esto puede verse en varias cuestiones que
van explicadas en este mismo volumen. Y así, viviendo en apariencia como
los que no tienen otra ocupación que la de pasar una vida suave e inocente y
se ingenian en separar los placeres de los vicios y, para gozar de su ocio sin
hastío, hacen uso de cuantas diversiones honestas están a su alcance, no
dejaba yo de perseverar en mi propósito y de sacar provecho para el
conocimiento de la verdad, más acaso que si me contentara con leer libros
o frecuentar las tertulias literarias.
Sin embargo, transcurrieron esos nueve años sin que tomara yo decisión
alguna tocante a las dificultades de que suelen disputar los doctos, y sin
haber comenzado a buscar los cimientos de una filosofía más cierta que la
vulgar. Y el ejemplo de varios excelentes ingenios que han
intentado hacerlo, sin, a mi parecer, conseguirlo, me llevaba a imaginar en
ello tanta dificultad, que no me hubiera atrevido quizá a emprenderlo tan
presto, si no hubiera visto que algunos propalaban el rumor de que lo había
llevado a cabo. No me es posible decir qué fundamentos tendrían para
emitir tal opinión, y si en algo he contribuido a ella, por mis dichos, debe de
haber sido por haber confesado mi ignorancia, con más candor que suelen
hacerlo los que han estudiado un poco, y acaso también por haber dado a
conocer las razones que tenía para dudar de muchas cosas, que los
demás consideran ciertas, mas no porque me haya preciado de poseer
doctrina alguna. Pero como tengo el corazón bastante bien puesto para no
querer que me tomen por otro distinto del que soy, pensé que era preciso
procurar por todos los medios hacerme digno de la reputación que me
daban; y hace ocho años precisamente, ese deseo me decidió a alejarme de
todos los lugares en donde podía tener algunos conocimientos y retirarme
aquí, en un país en donde la larga duración de la guerra ha sido causa de
que se establezcan tales órdenes, que los ejércitos que se mantienen parecen
no servir sino para que los hombres gocen de los frutos de la paz con tanta
mayor seguridad, y en donde, en medio de la multitud de un gran pueblo
muy activo, más atento a sus propios negocios que curioso de los ajenos, he
podido, sin carecer de ninguna de las comodidades que hay en otras
más frecuentadas ciudades, vivir tan solitario y retirado como en el más
lejano desierto.

CUARTA PARTE

No sé si debo hablaros de las primeras meditaciones que hice allí, pues


son tan metafísicas y tan fuera de lo común, que quizá no gusten a todo el
mundo. Sin embargo, para que se pueda apreciar si los fundamentos que he
tomado son bastante firmes, me veo en cierta manera obligado a decir algo
de esas reflexiones. Tiempo ha que había advertido que, en lo tocante a las
costumbres, es a veces necesario seguir opiniones que sabemos muy
inciertas, como si fueran indudables, y esto se ha dicho ya en la parte
anterior; pero, deseando yo en esta ocasión ocuparme tan sólo de indagar la
verdad, pensé que debía hacer lo contrario y rechazar como
absolutamente falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda,
con el fin de ver si, después de hecho esto, no quedaría en mi creencia algo
que fuera enteramente indudable. Así, puesto que los sentidos nos engañan,
a las veces, quise suponer que no hay cosa alguna que sea tal y como ellos
nos la presentan en la imaginación; y puesto que hay hombres que yerran al
razonar, aun acerca de los más simples asuntos de geometría, y cometen
paralogismos, juzgué que yo estaba tan expuesto al error como otro
cualquiera, y rechacé como falsas todas las razones que anteriormente había
tenido por demostrativas; y, en fin, considerando que todos los
pensamientos que nos vienen estando despiertos pueden también
ocurrírsenos durante el sueño, sin que ninguno entonces sea
verdadero, resolví fingir que todas las cosas, que hasta entonces habían
entrado en mi espíritu, no eran más verdaderas que las ilusiones de mis
sueños. Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo
es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa;
y observando que esta verdad: «yo pienso, luego soy», era tan firme y
segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son
capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como
el primer principio de la filosofía que andaba buscando.
Examiné después atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir
que no tenía cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar alguno en el que
yo me encontrase, pero que no podía fingir por ello que yo no fuese, sino al
contrario, por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las otras
cosas, se seguía muy cierta y evidentemente que yo era, mientras que, con
sólo dejar de pensar, aunque todo lo demás que había imaginado fuese
verdad, no tenía ya razón alguna para creer que yo era, conocí por ello que
yo era una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar, y que no
necesita, para ser, de lugar alguno, ni depende de cosa alguna material; de
suerte que este yo, es decir, el alma, por la cual yo soy lo que soy, es
enteramente distinta del cuerpo y hasta más fácil de conocer que éste y,
aunque el cuerpo no fuese, el alma no dejaría de ser cuanto es.
Después de esto, consideré, en general, lo que se requiere en una
proposición para que sea verdadera y cierta; pues ya que acababa de hallar
una que sabía que lo era, pensé que debía saber también en qué consiste esa
certeza. Y habiendo notado que en la proposición: «yo pienso, luego soy»,
no hay nada que me asegure que digo verdad, sino que veo muy claramente
que para pensar es preciso ser, juzgué que podía admitir esta regla general:
que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas
verdaderas; pero que sólo hay alguna dificultad en notar cuáles son las que
concebimos distintamente.
Después de lo cual, hube de reflexionar que, puesto que yo dudaba, no
era mi ser enteramente perfecto, pues veía claramente que hay más
perfección en conocer que en dudar; y se me ocurrió entonces indagar por
dónde había yo aprendido a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí
evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza que fuese
efectivamente más perfecta.
En lo que se refiere a los pensamientos, que en mí estaban, de varias
cosas exteriores a mí, como son el cielo, la tierra, la luz, el calor y otros
muchos, no me preocupaba mucho el saber de dónde procedían, porque, no
viendo en esas cosas nada que me pareciese hacerlas superiores a mí,
podía creer que, si eran verdaderas, eran unas dependencias de mi
naturaleza, en cuanto que ésta posee alguna perfección, y si no lo eran,
procedían de la nada, es decir, estaban en mí, porque hay en mí algún
defecto. Pero no podía suceder otro tanto con la idea de un ser más perfecto
que mi ser; pues era cosa manifiestamente imposible que la tal idea
procediese de la nada; y como no hay menor repugnancia en pensar que lo
más perfecto sea consecuencia y dependencia de lo menos perfecto, que en
pensar que de nada provenga algo, no podía tampoco proceder de mí
mismo; de suerte que sólo quedaba que hubiese sido puesta en mí por una
naturaleza verdaderamente más perfecta que yo soy, y poseedora inclusive
de todas las perfecciones de que yo pudiera tener idea; esto es,
para explicarlo en una palabra, por Dios. A esto añadí que, supuesto que yo
conocía algunas perfecciones que me faltaban, no era yo el único ser que
existiese (aquí, si lo permitís, haré uso libremente de los términos de la
escuela), sino que era absolutamente necesario que hubiese algún otro ser
más perfecto de quien yo dependiese y de quien hubiese adquirido todo
cuanto yo poseía; pues si yo fuera solo e independiente de cualquier otro
ser, de tal suerte que de mí mismo procediese lo poco en que participaba del
ser perfecto, hubiera podido tener por mí mismo también, por idéntica
razón, todo lo demás que yo sabía faltarme, y ser, por lo tanto, yo infinito,
eterno, inmutable, omnisciente, omnipotente, y, en fin, poseer todas las
perfecciones que podía advertir en Dios. Pues, en virtud de los
razonamientos que acabo de hacer, para conocer la naturaleza de Dios hasta
donde la mía es capaz de conocerla, bastábame considerar todas las cosas
de que hallara en mí mismo alguna idea y ver si era o no perfección el
poseerlas; y estaba seguro de que ninguna de las que indicaban
alguna imperfección está en Dios, pero todas las demás sí están en él; así
veía que la duda, la inconstancia, la tristeza y otras cosas semejantes no
pueden estar en Dios, puesto que mucho me holgara yo de verme libre de
ellas. Además, tenía yo ideas de varias cosas sensibles y corporales; pues
aun suponiendo que soñaba y que todo cuanto veía e imaginaba era falso,
no podía negar, sin embargo, que esas ideas estuvieran verdaderamente en
mi pensamiento. Mas habiendo ya conocido en mí muy claramente que la
naturaleza inteligente es distinta de la corporal, y considerando que
toda composición denota dependencia, y que la dependencia es
manifiestamente un defecto, juzgaba por ello que no podía ser una
perfección en Dios el componerse de esas dos naturalezas, y que,
por consiguiente, Dios no era compuesto; en cambio, si en el mundo había
cuerpos, o bien algunas inteligencias u otras naturalezas que no fuesen del
todo perfectas, su ser debía depender del poder divino, hasta el punto de no
poder subsistir sin él un solo instante.
Quise indagar luego otras verdades; y habiéndome propuesto el objeto de
los geómetras, que concebía yo como un cuerpo continuo o un espacio
infinitamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible
en varias partes que pueden tener varias figuras y magnitudes y ser movidas
o trasladadas en todos los sentidos, pues los geómetras suponen todo eso en
su objeto, repasé algunas de sus más simples demostraciones, y habiendo
advertido que esa gran certeza que todo el mundo atribuye a estas
demostraciones, se funda tan sólo en que se conciben con evidencia, según
la regla antes dicha, advertí también que no había nada en ellas que me
asegurase de la existencia de su objeto; pues, por ejemplo, yo veía bien que,
si suponemos un triángulo, es necesario que los tres ángulos sean iguales a
dos rectos; pero nada veía que me asegurase que en el mundo hay triángulo
alguno; en cambio, si volvía a examinar la idea que yo tenía de un
ser perfecto, encontraba que la existencia está comprendida en ella del
mismo modo que en la idea de un triángulo está comprendido el que sus
tres ángulos sean iguales a dos rectos o, en la de una esfera, el que todas sus
partes sean igualmente distantes del centro, y hasta con más evidencia
aún; y que, por consiguiente, tan cierto es por lo menos, que Dios, que es
ese ser perfecto, es o existe, como lo pueda ser una demostración de
geometría.
Pero si hay algunos que están persuadidos de que es difícil conocer lo
que sea Dios, y aun lo que sea el alma, es porque no levantan nunca su
espíritu por encima de las cosas sensibles y están tan acostumbrados a
considerarlo todo con la imaginación - que es un modo de pensar
particular para las cosas materiales -, que lo que no es imaginable les parece
ininteligible. Lo cual está bastante manifiesto en la máxima que los mismos
filósofos admiten como verdadera en las escuelas, y que dice que nada hay
en el entendimiento que no haya estado antes en el sentido, en donde, sin
embargo, es cierto que nunca han estado las ideas de Dios y del alma; y me
parece que los que quieren hacer uso de su imaginación para comprender
esas ideas, son como los que para oír los sonidos u oler los olores quisieran
emplear los ojos; y aun hay esta diferencia entre aquéllos y éstos: que el
sentido de la vista no nos asegura menos de la verdad de sus objetos que el
olfato y el oído de los suyos, mientras que ni la imaginación ni los sentidos
pueden asegurarnos nunca cosa alguna, como no intervenga el
entendimiento.
En fin, si aun hay hombres a quienes las razones que he presentado no
han convencido bastante de la existencia de Dios y del alma, quiero que
sepan que todas las demás cosas que acaso crean más seguras, como son
que tienen un cuerpo, que hay astros, y una tierra, y otras semejantes, son,
sin embargo, menos ciertas; pues, si bien tenemos una seguridad moral de
esas cosas, tan grande que parece que, a menos de ser un extravagante, no
puede nadie ponerlas en duda, sin embargo, cuando se trata de una
certidumbre metafísica, no se puede negar, a no ser perdiendo la razón, que
no sea bastante motivo, para no estar totalmente seguro, el haber notado que
podemos de la misma manera imaginar en sueños que tenemos otro cuerpo
y que vemos otros astros y otra tierra, sin que ello sea así. Pues ¿cómo
sabremos que los pensamientos que se nos ocurren durante el sueño son
falsos, y que no lo son los que tenemos despiertos, si muchas veces sucede
que aquéllos no son menos vivos y expresos que éstos? Y por mucho que
estudien los mejores ingenios, no creo que puedan dar ninguna razón
bastante a levantar esa duda, como no presupongan la existencia de Dios.
Pues, en primer lugar, esa misma regla que antes he tomado, a saber: que
las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas;
esa misma regla recibe su certeza sólo de que Dios es o existe, y de que es
un ser perfecto, y de que todo lo que está en nosotros proviene de él; de
donde se sigue que, siendo nuestras ideas o nociones, cuando son claras y
distintas, cosas reales y procedentes de Dios, no pueden por menos de ser
también, en ese respecto, verdaderas. De suerte que si tenemos con bastante
frecuencia ideas que encierran falsedad, es porque hay en ellas algo confuso
y oscuro, y en este respecto participan de la nada; es decir, que si están así
confusas en nosotros, es porque no somos totalmente perfectos. Y es
evidente que no hay menos repugnancia en admitir que la falsedad o
imperfección proceda como tal de Dios mismo, que en admitir que la
verdad o la perfección procede de la nada. Mas si no supiéramos que
todo cuanto en nosotros es real y verdadero proviene de un ser perfecto e
infinito, entonces, por claras y distintas que nuestras ideas fuesen, no habría
razón alguna que nos asegurase que tienen la perfección de ser verdaderas.
Así, pues, habiéndonos el conocimiento de Dios y del alma testimoniado
la certeza de esa regla, resulta bien fácil conocer que los ensueños, que
imaginamos dormidos, no deben, en manera alguna, hacernos dudar de la
verdad de los pensamientos que tenemos despiertos. Pues si ocurriese que
en sueño tuviera una persona una idea muy clara y distinta, como por
ejemplo, que inventase un geómetra una demostración nueva, no sería ello
motivo para impedirle ser verdadera; y en cuanto al error más corriente en
muchos sueños, que consiste en representarnos varios objetos del mismo
modo como nos los representan los sentidos exteriores, no debe
importarnos que nos dé ocasión de desconfiar de la verdad de esas tales
ideas, porque también pueden los sentidos engañarnos con frecuencia
durante la vigilia, como los que tienen ictericia lo ven todo amarillo,
o como los astros y otros cuerpos muy lejanos nos parecen mucho más
pequeños de lo que son. Pues, en último término, despiertos o dormidos, no
debemos dejarnos persuadir nunca sino por la evidencia de la razón. Y
nótese bien que digo de la razón, no de la imaginación ni de los
sentidos; como asimismo, porque veamos el sol muy claramente, no
debemos por ello juzgar que sea del tamaño que le vemos; y muy bien
podemos imaginar distintamente una cabeza de león pegada al cuerpo de
una cabra, sin que por eso haya que concluir que en el mundo existe la
quimera, pues la razón no nos dice que lo que así vemos o imaginamos sea
verdadero; pero nos dice que todas nuestras ideas o nociones deben tener
algún fundamento de verdad; pues no fuera posible que Dios, que es todo
perfecto y verdadero, las pusiera sin eso en nosotros; y puesto que nuestros
razonamientos nunca son tan evidentes y tan enteros cuando soñamos que
cuando estamos despiertos, si bien a veces nuestras imaginaciones son tan
vivas y expresivas y hasta más en el sueño que en la vigilia, por eso nos
dice la razón, que, no pudiendo ser verdaderos todos nuestros pensamientos,
porque no somos totalmente perfectos, deberá infaliblemente hallarse la
verdad más bien en los que pensemos estando despiertos, que en los que
tengamos estando dormidos.

QUINTA PARTE

Mucho me agradaría proseguir y exponer aquí el encadenamiento de las


otras verdades que deduje de esas primeras; pero, como para ello sería
necesario que hablase ahora de varias cuestiones que controvierten los
doctos , con quienes no deseo indisponerme, creo que mejor será que me
abstenga y me limite a decir en general cuáles son, para dejar que otros más
sabios juzguen si sería útil o no que el público recibiese más amplia y
detenida información.
Siempre he permanecido firme en la resolución que tomé de no suponer
ningún otro principio que el que me ha servido para demostrar la existencia
de Dios y del alma, y de no recibir cosa alguna por verdadera, que no me
pareciese más clara y más cierta que las demostraciones de los geómetras;
y, sin embargo, me atrevo a decir que no sólo he encontrado la manera de
satisfacerme en poco tiempo, en punto a las principales dificultades que
suelen tratarse en la filosofía, sino que también he notado ciertas leyes que
Dios ha establecido en la naturaleza y cuyas nociones ha impreso en
nuestras almas de tal suerte, que si reflexionamos sobre ellas con bastante
detenimiento, no podremos dudar de que se cumplen exactamente en todo
cuanto hay o se hace en el mundo.
Considerando luego la serie de esas leyes, me parece que he descubierto
varias verdades más útiles y más importantes que todo lo que anteriormente
había aprendido o incluso esperado aprender.
Mas habiendo procurado explicar las principales de entre ellas en un
tratado que, por algunas consideraciones, no puedo publicar, lo mejor será,
para darlas a conocer, que diga aquí sumariamente lo que ese tratado
contiene. Propúseme poner en él todo cuando yo creía saber, antes de
escribirlo, acerca de la naturaleza de las cosas materiales. Pero así como los
pintores, no pudiendo representar igualmente bien, en un cuadro liso, todas
las diferentes caras de un objeto sólido, eligen una de las principales, que
vuelven hacia la luz, y representan las demás en la sombra, es decir, tales
como pueden verse cuando se mira a la principal, así también, temiendo yo
no poder poner en mi discurso todo lo que había en mi pensamiento, hube
de limitarme a explicar muy ampliamente mi concepción de la luz; luego,
con esta ocasión, añadí algo acerca del sol y de las estrellas fijas, porque
casi toda la luz viene de esos cuerpos; de los cielos, que la transmiten; de
los planetas, de los cometas y de la tierra, que la reflejan; y en particular, de
todos los cuerpos que hay sobre la tierra, que son o coloreados, o
transparentes o luminosos; y, por último, del hombre, que es el espectador.
Y para dar un poco de sombra a todas esas cosas y poder declarar con más
libertad mis juicios, sin la obligación de seguir o de refutar las opiniones
recibidas entre los doctos, resolví abandonar este mundo nuestro a sus
disputas y hablar sólo de lo que ocurriría en otro mundo nuevo, si Dios
crease ahora en los espacios imaginarios bastante materia para componerlo
y, agitando diversamente y sin orden las varias partes de esa materia,
fórmase un caos tan confuso como puedan fingirlo los poetas, sin hacer
luego otra cosa que prestar su ordinario concurso a la naturaleza, dejándola
obrar, según las leyes por él establecidas. Así, primeramente describí esa
materia y traté de representarla, de tal suerte que no hay, a mi parecer, nada
más claro e inteligible, excepto lo que antes hemos dicho de Dios y del
alma; pues hasta supuse expresamente que no hay en ella ninguna de esas
formas o cualidades de que disputan las escuelas, ni en general ninguna
otra cosa cuyo conocimiento no sea tan natural a nuestras almas, que no se
pueda ni siquiera fingir que se ignora. Hice ver, además, cuales eran las
leyes de la naturaleza; y sin fundar mis razones en ningún otro principio que
las infinitas perfecciones de Dios, traté de demostrar todas aquéllas
sobre las que pudiera haber alguna duda, y procuré probar que son tales
que, aun cuando Dios hubiese creado varios mundos, no podría haber uno
en donde no se observaran cumplidamente.
Después de esto, mostré cómo la mayor parte de la materia de ese caos
debía, a consecuencia de esas leyes, disponerse y arreglarse de cierta
manera que la hacía semejante a nuestros cielos; cómo, entretanto, algunas
de sus partes habían de componer una tierra, y algunas otras, planetas y
cometas, y algunas otras, un sol y estrellas fijas. Y aquí, extendiéndome
sobre el tema de la luz, expliqué por lo menudo cuál era la que debía haber
en el sol y en las estrellas y cómo desde allí atravesaba en un instante
los espacios inmensos de los cielos y cómo se reflejaba desde los planetas y
los cometas hacia la tierra.
Añadí también algunas cosas acerca de la sustancia, la situación, los
movimientos y todas las varias cualidades de esos cielos y esos astros, de
suerte que pensaba haber dicho lo bastante para que se conociera que nada
se observa, en los de este mundo, que no deba o, al menos, no pueda
parecer en un todo semejante a los de ese otro mundo que yo describía. De
ahí pasé a hablar particularmente de la tierra; expliqué cómo, aun habiendo
supuesto expresamente que el Creador no dio ningún peso a la materia, de
que está compuesta, no por eso dejaban todas sus partes de dirigirse
exactamente hacia su centro; cómo, habiendo agua y aire en su superficie,
la disposición de los cielos y de los astros, principalmente de la luna, debía
causar un flujo y reflujo semejante en todas sus circunstancias al que se
observa en nuestros mares, y además una cierta corriente, tanto del
agua como del aire, que va de Levante a Poniente, como la que se observa
también entre los trópicos; cómo las montañas, los mares, las fuentes y los
ríos podían formarse naturalmente, y los metales producirse en las minas, y
las plantas crecer en los campos, y, en general, engendrarse todos
esos cuerpos llamados mezclas o compuestos. Y entre otras cosas, no
conociendo yo, después de los astros, nada en el mundo que produzca luz,
sino el fuego, me esforcé por dar claramente a entender cuanto a la
naturaleza de éste pertenece, cómo se produce, cómo se alimenta, cómo a
veces da calor sin luz y otras luz sin calor; cómo puede prestar varios
colores a varios cuerpos y varias otras cualidades; cómo funde unos y
endurece otros; cómo puede consumirlos casi todos o convertirlos en
cenizas y humo; y, por último, cómo de esas cenizas, por sólo la violencia
de su acción, forma vidrio; pues esta transmutación de las cenizas en vidrio,
pareciéndome tan admirable como ninguna otra de las que ocurren en la
naturaleza, tuve especial agrado en describirla.
Sin embargo, de todas esas cosas no quería yo inferir que este mundo
nuestro haya sido creado de la manera que yo explicaba, porque es mucho
más verosímil que, desde el comienzo, Dios lo puso tal y como debía ser.
Pero es cierto - y esta opinión es comúnmente admitida entre los teólogos-
que la acción por la cual Dios lo conserva es la misma que la acción por la
cual lo ha creado; de suerte que, aun cuando no le hubiese dado en un
principio otra forma que la del caos, con haber establecido las leyes de la
naturaleza y haberle prestado su concurso para obrar como ella acostumbra,
puede creerse, sin menoscabo del milagro de la creación, que todas las
cosas, que son puramente materiales, habrían podido, con el tiempo, llegar a
ser como ahora las vemos; y su naturaleza es mucho más fácil de concebir
cuando se ven nacer poco a poco de esa manera, que cuando se consideran
ya hechas del todo.
De la descripción de los cuerpos inanimados y de las plantas, pasé a la de
los animales y particularmente a la de los hombres. Mas no teniendo aún
bastante conocimiento para hablar de ellos con el mismo estilo que de los
demás seres, es decir, demostrando los efectos por las causas y haciendo ver
de qué semillas y en qué manera debe producirlos la naturaleza, me limité a
suponer que Dios formó el cuerpo de un hombre enteramente igual a uno de
los nuestros, tanto en la figura exterior de sus miembros como en la interior
conformación de sus órganos, sin componerlo de otra materia que la que yo
había descrito anteriormente y sin darle al principio alma alguna razonable,
ni otra cosa que sirviera de alma vegetativa o sensitiva, sino excitando en su
corazón uno de esos fuegos sin luz, ya explicados por mí y que yo concebía
de igual naturaleza que el que calienta el heno encerrado antes de estar seco
o el que hace que los vinos nuevos hiervan cuando se dejan fermentar con
su hollejo; pues examinando las funciones que, a consecuencia de ello,
podía haber en ese cuerpo, hallaba que eran exactamente las mismas que
pueden realizarse en nosotros, sin que pensemos en ellas y, por
consiguiente, sin que contribuya en nada nuestra alma, es decir, esa
parte distinta del cuerpo, de la que se ha dicho anteriormente que su
naturaleza es sólo pensar ; y siendo esas funciones las mismas todas, puede
decirse que los animales desprovistos de razón son semejantes a nosotros;
pero en cambio no se puede encontrar en ese cuerpo ninguna de las
que dependen del pensamiento que son, por tanto, las únicas que nos
pertenecen en cuanto hombres; pero ésas las encontraba yo luego,
suponiendo que Dios creó un alma razonable y la añadió al cuerpo, de cierta
manera que yo describía.
Pero para que pueda verse el modo como estaba tratada esta materia, voy
a poner aquí la explicación del movimiento del corazón y de las arterias
que, siendo el primero y más general que se observa en los animales, servirá
para que se juzgue luego fácilmente lo que deba pensarse de todos los
demás. Y para que sea más fácil de comprender lo que voy a decir, desearía
que los que no están versados en anatomía, se tomen el trabajo, antes de
leer esto, de mandar cortar en su presencia el corazón de algún animal
grande, que tenga pulmones, pues en un todo se parece bastante al
del hombre, y que vean las dos cámaras o concavidades que hay en él;
primero, la que está en el lado derecho, a la que van a parar dos tubos muy
anchos, a saber: la vena cava, que es el principal receptáculo de la sangre y
como el tronco del árbol, cuyas ramas son las demás venas del cuerpo, y la
vena arteriosa, cuyo nombre está mal puesto, porque es, en realidad, una
arteria que sale del corazón y se divide luego en varias ramas que van a
repartirse por los pulmones en todos los sentidos; segundo, la que está en el
lado izquierdo, a la que van a parar del mismo modo dos tubos tan anchos o
más que los anteriores, a saber: la arteria venosa, cuyo nombre está también
mal puesto, porque no es sino una vena que viene de los pulmones, en
donde está dividida en varias ramas entremezcladas con las de la vena
arteriosa y con las del conducto llamado caño del pulmón, por donde entra
el aire de la respiración; y la gran arteria, que sale del corazón y distribuye
sus ramas por todo el cuerpo. También quisiera yo que vieran con mucho
cuidado los once pellejillos que, como otras tantas puertecitas, abren y
cierran los cuatro orificios que hay en esas dos concavidades, a saber: tres a
la entrada de la vena cava, en donde están tan bien dispuestos que
no pueden en manera alguna impedir que la sangre entre en la concavidad
derecha del corazón y, sin embargo, impiden muy exactamente que pueda
salir; tres a la entrada de la vena arteriosa, los cuales están dispuestos en
modo contrario y permiten que la sangre que hay en esta concavidad pase a
los pulmones, pero no que la que está en los pulmones vuelva a entrar en
esa concavidad; dos a la entrada de la arteria venosa, los cuales dejan correr
la sangre desde los pulmones hasta la concavidad izquierda del corazón,
pero se oponen a que vaya en sentido contrario; y tres a la entrada de la
gran arteria, que permiten que la sangre salga del corazón, pero le impiden
que vuelva a entrar. Y del número de estos pellejos no hay que buscar otra
razón sino que el orificio de la arteria venosa, siendo ovalado, a causa del
sitio en donde se halla, puede cerrarse cómodamente con dos, mientras que
los otros, siendo circulares, pueden cerrarse mejor con tres. Quisiera yo,
además, que considerasen que la gran arteria y la vena arteriosa están
hechas de una composición mucho más dura y más firme que la arteria
venosa y la vena cava, y que estas dos últimas se ensanchan antes de entrar
en el corazón, formando como dos bolsas, llamadas orejas del corazón,
compuestas de una carne semejante a la de éste; y que siempre hay más
calor en el corazón que en ningún otro sitio del cuerpo; y, por último, que
este calor es capaz de hacer que si entran algunas gotas de sangre en sus
concavidades, se inflen muy luego y se dilaten, como ocurre generalmente a
todos los líquidos, cuando caen gota a gota en algún vaso muy caldeado.
Dicho esto, basta añadir, para explicar el movimiento del corazón, que
cuando las concavidades no están llenas de sangre, entra necesariamente
sangre de la vena cava en la de la derecha, y de la arteria venosa en la de la
izquierda, tanto más cuanto que estos dos vasos están siempre llenos, y sus
orificios, que miran hacia el corazón, no pueden por entonces estar
tapados; pero tan pronto como de ese modo han entrado dos gotas de
sangre, una en cada concavidad, estas gotas, que por fuerza son muy
gruesas, porque los orificios por donde entran son muy anchos y los vasos
de donde vienen están muy llenos de sangre, se expanden y dilatan a causa
del calor en que caen; por donde sucede que hinchan todo el corazón y
empujan y cierran las cinco puertecillas que están a la entrada de los dos
vasos de donde vienen, impidiendo que baje más sangre al corazón;
y continúan dilatándose cada vez más, con lo que empujan y abren las otras
seis puertecillas, que están a la entrada de los otros dos vasos, por los cuales
salen entonces, produciendo así una hinchazón en todas las ramas de la
vena arteriosa y de la gran arteria, casi al mismo tiempo que en el corazón;
éste se desinfla muy luego, como asimismo sus arterias, porque la sangre
que ha entrado en ellas se enfría; y las seis puertecillas vuelven a cerrarse, y
las cinco de la vena cava y de la arteria venosa vuelven a abrirse, dando
paso a otras dos gotas de sangre, que, a su vez, hinchan el corazón y las
arterias como anteriormente. Y porque la sangre, antes de entrar en el
corazón, pasa por esas dos bolsas, llamadas orejas, de ahí viene que el
movimiento de éstas sea contrario al de aquél, y que éstas se desinflen
cuando aquél se infla. Por lo demás, para que los que no conocen la fuerza
de las demostraciones matemáticas y no tienen costumbre de distinguir las
razones verdaderas de las verosímiles, no se aventuren a negar esto que
digo, sin examinarlo, he de advertirles que el movimiento que acabo de
explicar se sigue necesariamente de la sola disposición de los órganos que
están a la vista en el corazón y del calor que, con los dedos, puede sentirse
en esta víscera y de la naturaleza de la sangre que, por experiencia, puede
conocerse, como el movimiento de un reloj se sigue de la fuerza, de la
situación y de la figura de sus contrapesos y de sus ruedas.
Pero si se pregunta cómo la sangre de las venas no se acaba, al entrar así
continuamente en el corazón, y cómo las arterias no se llenan
demasiadamente, puesto que toda la que pasa por el corazón viene a ellas,
no necesito contestar otra cosa que lo que ya ha escrito un médico
de Inglaterra, a quien hay que reconocer el mérito de haber abierto brecha
en este punto y de ser el primero que ha enseñado que hay en las
extremidades de las arterias varios pequeños corredores, por donde la
sangre que llega del corazón pasa a las ramillas extremas de las venas y de
aquí vuelve luego al corazón; de suerte que el curso de la sangre es una
circulación perpetua. Y esto lo prueba muy bien por medio de la experiencia
ordinaria de los cirujanos, quienes, habiendo atado el brazo con mediana
fuerza por encima del sitio en donde abren la vena, hacen que la sangre
salga más abundante que si no hubiesen atado el brazo; y ocurriría todo lo
contrario si lo ataran más abajo, entre la mano y la herida, o si lo ataran con
mucha fuerza por encima. Porque es claro que la atadura hecha con
mediana fuerza puede impedir que la sangre que hay en el brazo vuelva al
corazón por las venas, pero no que acuda nueva sangre por las arterias,
porque éstas van por debajo de las venas, y siendo sus pellejos más duros,
son menos fáciles de oprimir; y también porque la sangre que viene del
corazón tiende con más fuerza a pasar por las arterias hacia la mano, que no
a volver de la mano hacia el corazón por las venas; y puesto que la sangre
sale del brazo, por el corte que se ha hecho en una de las venas, es necesario
que haya algunos pasos por la parte debajo de la atadura, es decir, hacia las
extremidades del brazo, por donde la sangre pueda venir de las arterias.
También prueba muy satisfactoriamente lo que dice del curso de la
sangre, por la existencia de ciertos pellejos que están de tal modo dispuestos
en diferentes lugares, a lo largo de las venas, que no permiten que la sangre
vaya desde el centro del cuerpo a las extremidades y sí sólo que vuelva de
las extremidades al centro; y además, la experiencia demuestra que toda la
sangre que hay en el cuerpo puede salir en poco tiempo por una sola arteria
que se haya cortado, aun cuando, habiéndose atado la arteria muy cerca del
corazón, se haya hecho el corte entre éste y la atadura, de tal suerte que no
haya ocasión de imaginar que la sangre vertida pueda venir de otra parte.
Pero hay otras muchas cosas que dan fe de que la verdadera causa de ese
movimiento de la sangre es la que he dicho, como son primeramente la
diferencia que se nota entre la que sale de las venas y la que sale de las
arterias, diferencia que no puede venir sino de que, habiéndose rarificado y
como destilado la sangre, al pasar por el corazón, es más sutil y más viva y
más caliente en saliendo de este, es decir, estando en las arterias, que no
poco antes de entrar, o sea estando en las venas. Y si bien se mira, se verá
que esa diferencia no aparece del todo sino cerca del corazón y no tanto en
los lugares más lejanos; además, la dureza del pellejo de que están hechas la
vena arteriosa y la gran arteria, es buena prueba de que la sangre las golpea
con más fuerza que a las venas. Y ¿cómo explicar que la concavidad
izquierda del corazón y la gran arteria sean más amplias y anchas que la
concavidad derecha y la vena arteriosa, sino porque la sangre de la arteria
venosa, que antes de pasar por el corazón no ha estado más que en los
pulmones, es más sutil y se expande mejor y más fácilmente que la que
viene inmediatamente de la vena cava? ¿Y qué es lo que los médicos
pueden averiguar, al tomar el pulso, si no es que, según que la sangre
cambie de naturaleza, puede el calor del corazón distenderla con más o
menos fuerza y más o menos velocidad? Y si inquirimos cómo este calor se
comunica a los demás miembros, habremos de convenir en que es por
medio de la sangre, que, al pasar por el corazón, se calienta y se
reparte luego por todo el cuerpo, de donde sucede que, si quitamos sangre
de una parte, quitámosle asimismo el calor; y aun cuando el corazón
estuviese ardiendo, como un hierro candente, no bastaría a calentar los pies
y las manos, como lo hace, si no les enviase de continuo sangre nueva.
También por esto se conoce que el uso verdadero de la respiración es
introducir en el pulmón aire fresco bastante a conseguir que la sangre, que
viene de la concavidad derecha del corazón, en donde ha sido dilatada y
como cambiada en vapores, se espese y se convierta de nuevo en sangre,
antes de volver a la concavidad izquierda, sin lo cual no pudiera ser apta a
servir de alimento al fuego que hay en la dicha concavidad; y una
confirmación de esto es que vemos que los animales que no tienen
pulmones, poseen una sola concavidad en el corazón, y que los niños que
estando en el seno materno no pueden usar de los pulmones, tienen un
orificio por donde pasa sangre de la vena cava a la concavidad izquierda del
corazón, y un conducto por donde va de la vena arteriosa a la gran arteria,
sin pasar por el pulmón. Además, ¿cómo podría hacerse la cocción de los
alimentos en el estómago, si el corazón no enviase calor a esta víscera por
medio de las arterias, añadiéndole algunas de las más suaves partes de la
sangre, que ayudan a disolver las viandas? Y la acción que convierte en
sangre el jugo de esas viandas, ¿no es fácil de conocer, si se considera que,
al pasar una y otra vez por el corazón, se destila quizá más de cien o
doscientas veces cada día? Y para explicar la nutrición y la producción de
los varios humores que hay en el cuerpo, ¿qué necesidad hay de otra cosa,
sino decir que la fuerza con que la sangre, al dilatarse, pasa del corazón a
las extremidades de las arterias, es causa de que algunas de sus partes se
detienen entre las partes de los miembros en donde se hallan, tomando el
lugar de otras que expulsan, y que, según la situación o la figura o
la pequeñez de los poros que encuentran, van unas a alojarse en ciertos
lugares y otras en ciertos otros, del mismo modo como hacen las cribas que,
por estar agujereadas de diferente modo, sirven para separar unos de otros
los granos de varios tamaños. Y, por último, lo que hay de más notable
en todo esto, es la generación de los espíritus animales, que son como un
sutilísimo viento, o más bien como una purísima y vivísima llama, la cual
asciende de continuo muy abundante desde el corazón al cerebro y se corre
luego por los nervios a los músculos y pone en movimiento todos
los miembros; y para explicar cómo las partes de la sangre más agitadas y
penetrantes van hacia el cerebro, más bien que a otro lugar cualquiera, no es
necesario imaginar otra causa sino que las arterias que las conducen son las
que salen del corazón en línea más recta, y, según las reglas mecánicas, que
son las mismas que las de la naturaleza, cuando varias cosas tienden juntas
a moverse hacia un mismo lado, sin que haya espacio bastante para
recibirlas todas, como ocurre a las partes de la sangre que salen de la
concavidad izquierda del corazón y tienden todas hacia el cerebro, las más
fuertes deben dar de lado a las más endebles y menos agitadas y, por lo
tanto, ser las únicas que lleguen.
Había yo explicado, con bastante detenimiento, todas estas cosas en el
tratado que tuve el propósito de publicar. Y después había mostrado cuál
debe ser la fábrica de los nervios y de los músculos del cuerpo humano,
para conseguir que los espíritus animales, estando dentro, tengan fuerza
bastante a mover los miembros, como vemos que las cabezas, poco después
de cortadas, aun se mueven y muerden la tierra, sin embargo de que ya no
están animadas; cuáles cambios deben verificarse en el cerebro para causar
la vigilia, el sueño y los ensueños; cómo la luz, los sonidos, los olores, los
sabores, el calor y demás cualidades de los objetos exteriores pueden
imprimir en el cerebro varias ideas, por medio de los sentidos; cómo
también pueden enviar allí las suyas el hambre, la sed y otras pasiones
interiores; qué deba entenderse por el sentido común, en el cual
son recibidas esas ideas; qué por la memoria, que las conserva y qué por la
fantasía, que puede cambiarlas diversamente y componer otras nuevas y
también puede, por idéntica manera, distribuir los espíritus animales en los
músculos y poner en movimiento los miembros del cuerpo, acomodándolos
a los objetos que se presentan a los sentidos y a las pasiones interiores, en
tantos varios modos cuantos movimientos puede hacer nuestro cuerpo sin
que la voluntad los guíe; lo cual no parecerá de ninguna manera extraño a
los que, sabiendo cuántos autómatas o máquinas semovientes puede
construir la industria humana, sin emplear sino poquísimas piezas,
en comparación de la gran muchedumbre de huesos, músculos, nervios,
arterias, venas y demás partes que hay en el cuerpo de un animal,
consideren este cuerpo como una máquina que, por ser hecha de manos de
Dios, está incomparablemente mejor ordenada y posee movimientos más
admirables que ninguna otra de las que puedan inventar los hombres. Y aquí
me extendí particularmente, haciendo ver que si hubiese máquinas tales que
tuviesen los órganos y figura exterior de un mono o de otro cualquiera
animal, desprovisto de razón, no habría medio alguno que nos permitiera
conocer que no son en todo de igual naturaleza que esos animales; mientras
que si las hubiera que semejasen a nuestros cuerpos e imitasen nuestras
acciones, cuanto fuere moralmente posible, siempre tendríamos dos medios
muy ciertos para reconocer que no por eso son hombres verdaderos; y es
el primero, que nunca podrían hacer uso de palabras ni otros signos,
componiéndolos, como hacemos nosotros, para declarar nuestros
pensamientos a los demás, pues si bien se puede concebir que una máquina
esté de tal modo hecha, que profiera palabras, y hasta que las profiera a
propósito de acciones corporales que causen alguna alteración en sus
órganos, como, verbi gratia, si se la toca en una parte, que pregunte lo que
se quiere decirle, y si en otra, que grite que se le hace daño, y otras cosas
por el mismo estilo, sin embargo, no se concibe que ordene en varios modos
las palabras para contestar al sentido de todo lo que en su presencia se diga,
como pueden hacerlo aun los más estúpidos de entre los hombres; y es el
segundo que, aun cuando hicieran varias cosas tan bien y acaso mejor que
ninguno de nosotros, no dejarían de fallar en otras, por donde se descubriría
que no obran por conocimiento, sino sólo por la disposición de sus órganos,
pues mientras que la razón es un instrumento universal, que puede servir en
todas las coyunturas, esos órganos, en cambio, necesitan una particular
disposición para cada acción particular; por donde sucede que
es moralmente imposible que haya tantas y tan varias disposiciones en una
máquina, que puedan hacerla obrar en todas las ocurrencias de la vida de la
manera como la razón nos hace obrar a nosotros. Ahora bien: por esos dos
medios puede conocerse también la diferencia que hay entre los hombres y
los brutos, pues es cosa muy de notar que no hay hombre, por estúpido y
embobado que esté, sin exceptuar los locos, que no sea capaz de arreglar un
conjunto de varias palabras y componer un discurso que dé a entender sus
pensamientos; y, por el contrario, no hay animal, por perfecto y felizmente
dotado que sea, que pueda hacer otro tanto. Lo cual no sucede porque a
los animales les falten órganos, pues vemos que las urracas y los loros
pueden proferir, como nosotros, palabras, y, sin embargo, no pueden, como
nosotros, hablar, es decir, dar fe de que piensan lo que dicen; en cambio los
hombres que, habiendo nacido sordos y mudos, están privados de los
órganos, que a los otros sirven para hablar, suelen inventar por sí mismos
unos signos, por donde se declaran a los que, viviendo con ellos, han
conseguido aprender su lengua. Y esto no sólo prueba que las bestias tienen
menos razón que los hombres, sino que no tienen ninguna; pues ya se ve
que basta muy poca para saber hablar; y supuesto que se advierten
desigualdades entre los animales de una misma especie, como entre los
hombres, siendo unos más fáciles de adiestrar que otros, no es de creer que
un mono o un loro, que fuese de los más perfectos en su especie, no
igualara a un niño de los más estúpidos, o, por lo menos, a un niño cuyo
cerebro estuviera turbado, si no fuera que su alma es de naturaleza
totalmente diferente de la nuestra. Y no deben confundirse las palabras
con los movimientos naturales que delatan las pasiones, los cuales pueden
ser imitados por las máquinas tan bien como por los animales, ni debe
pensarse, como pensaron algunos antiguos, que las bestias hablan, aunque
nosotros no comprendemos su lengua; pues si eso fuera verdad, puesto que
poseen varios órganos parecidos a los nuestros, podrían darse a entender de
nosotros como de sus semejantes. Es también muy notable cosa que, aun
cuando hay varios animales que demuestran más industria que nosotros en
algunas de sus acciones, sin embargo, vemos que esos mismos
no demuestran ninguna en muchas otras; de suerte que eso que hacen mejor
que nosotros no prueba que tengan ingenio, pues, en ese caso, tendrían más
que ninguno de nosotros y harían mejor que nosotros todas las demás cosas,
sino más bien prueba que no tienen ninguno y que es la naturaleza la que en
ellos obra, por la disposición de sus órganos, como vemos que un reloj,
compuesto sólo de ruedas y resortes, puede contar las horas y medir el
tiempo más exactamente que nosotros con toda nuestra prudencia.
Después de todo esto, había yo descrito el alma razonable y mostrado que
en manera alguna puede seguirse de la potencia de la materia, como las
otras cosas de que he hablado, sino que ha de ser expresamente creada; y no
basta que esté alojada en el cuerpo humano, como un piloto en su navío, a
no ser acaso para mover sus miembros, sino que es necesario que esté junta
y unida al cuerpo más estrechamente, para tener sentimientos y apetitos
semejantes a los nuestros y componer así un hombre verdadero. Por lo
demás, me he extendido aquí un tanto sobre el tema del alma, porque es de
los más importantes; que, después del error de los que niegan a Dios, error
que pienso haber refutado bastantemente en lo que precede, no hay nada
que más aparte a los espíritus endebles del recto camino de la virtud, que el
imaginar que el alma de los animales es de la misma naturaleza que la
nuestra, y que, por consiguiente, nada hemos de temer ni esperar tras esta
vida, como nada temen ni esperan las moscas y las hormigas; mientras que
si sabemos cuán diferentes somos de los animales, entenderemos mucho
mejor las razones que prueban que nuestra alma es de
naturaleza enteramente independiente del cuerpo, y, por consiguiente, que
no está sujeta a morir con él; y puesto que no vemos otras causas que la
destruyan, nos inclinaremos naturalmente a juzgar que es inmortal.

SEXTA PARTE

Hace ya tres años que llegué al término del tratado en donde están todas
esas cosas, y empezaba a revisarlo para entregarlo a la imprenta, cuando
supe que unas personas a quienes profeso deferencia y cuya autoridad no es
menos poderosa sobre mis acciones que mi propia razón sobre mis
pensamientos, habían reprobado una opinión de física, publicada poco antes
por otro; no quiero decir que yo fuera de esa opinión, sino sólo que nada
había notado en ella, antes de verla así censurada, que me pareciese
perjudicial ni para la religión ni para el Estado, y, por tanto, nada que me
hubiese impedido escribirla, de habérmela persuadido la razón. Esto me
hizo temer no fuera a haber alguna también entre las mías, en la que me
hubiese engañado, no obstante el muy gran cuidado que siempre he tenido
de no admitir en mi creencia ninguna opinión nueva, que no esté fundada en
certísimas demostraciones, y de no escribir ninguna que pudiere venir en
menoscabo de alguien. Y esto fue bastante a mudar la resolución que había
tomado de publicar aquel tratado; pues aun cuando las razones que me
empujaron a tomar antes esa resolución fueron muy fuertes, sin embargo,
mi inclinación natural, que me ha llevado siempre a odiar el oficio de hacer
libros, me proporcionó en seguida otras para excusarme. Y tales son esas
razones, de una y de otra parte, que no sólo me interesa a mí decirlas aquí,
sino que acaso también interese al público conocerlas.
Nunca he atribuido gran valor a las cosas que provienen de mi espíritu; y
mientras no he recogido del método que uso otro fruto sino el hallar la
solución de algunas dificultades pertenecientes a las ciencias especulativas,
o el llevar adelante el arreglo de mis costumbres, en conformidad con las
razones que ese método me enseñaba, no me he creído obligado
a escribir nada. Pues en lo tocante a las costumbres, es tanto lo que cada
uno abunda en su propio sentido, que podrían contarse tantos reformadores
como hay hombres, si a todo el mundo, y no sólo a los que Dios ha
establecido soberanos de sus pueblos o a los que han recibido de él la gracia
y el celo suficientes para ser profetas, le fuera permitido dedicarse a
modificarlas en algo; y en cuanto a mis especulaciones, aunque eran muy de
mi gusto, he creído que los demás tendrían otras también, que acaso les
gustaran más. Pero tan pronto como hube adquirido algunas nociones
generales de la física y comenzado a ponerlas a prueba en varias
dificultades particulares, notando entonces cuán lejos pueden llevarnos y
cuán diferentes son de los principios que se han usado hasta ahora, creí
que conservarlas ocultas era grandísimo pecado, que infringía la ley que nos
obliga a procurar el bien general de todos los hombres, en cuanto ello esté
en nuestro poder. Pues esas nociones me han enseñado que es posible llegar
a conocimientos muy útiles para la vida, y que, en lugar de la filosofía
especulativa, enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica,
por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del
agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos, que
nos rodean, tan distintamente como conocemos los oficios varios de
nuestros artesanos, podríamos aprovecharlas del mismo modo, en todos los
usos a que sean propias, y de esa suerte hacernos como dueños y
poseedores de la naturaleza. Lo cual es muy de desear, no sólo por la
invención de una infinidad de artificios que nos permitirían gozar sin
ningún trabajo de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay
en ella, sino también principalmente por la conservación de la salud, que es,
sin duda, el primer bien y el fundamento de los otros bienes de esta vida,
porque el espíritu mismo depende tanto del temperamento y de
la disposición de los órganos del cuerpo, que, si es posible encontrar algún
medio para hacer que los hombres sean comúnmente más sabios y más
hábiles que han sido hasta aquí, creo que es en la medicina en donde hay
que buscarlo. Verdad es que la que ahora se usa contiene pocas cosas de
tan notable utilidad; pero, sin que esto sea querer despreciarla, tengo por
cierto que no hay nadie, ni aun los que han hecho de ella su profesión, que
no confiese que cuanto se sabe, en esa ciencia, no es casi nada comparado
con lo que queda por averiguar y que podríamos librarnos de una infinidad
de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu, y hasta quizá de la
debilidad que la vejez nos trae, si tuviéramos bastante conocimiento de sus
causas y de todos los remedios, de que la naturaleza nos ha provisto. Y
como yo había concebido el designio de emplear mi vida entera en
la investigación de tan necesaria ciencia, y como había encontrado un
camino que me parecía que, siguiéndolo, se debe infaliblemente dar con
ella, a no ser que lo impida la brevedad de la vida o la falta de experiencias,
juzgaba que no hay mejor remedio contra esos dos obstáculos, sino
comunicar fielmente al público lo poco que hubiera encontrado e invitar a
los buenos ingenios a que traten de seguir adelante, contribuyendo cada
cual, según su inclinación y sus fuerzas, a las experiencias que habría que
hacer, y comunicando asimismo al público todo cuanto averiguaran, con el
fin de que, empezando los últimos por donde hayan terminado sus
predecesores, y juntando así las vidas y los trabajos de varios, llegásemos
todos juntos mucho más allá de donde puede llegar uno en particular.
Y aun observé, en lo referente a las experiencias, que son tanto más
necesarias cuanto más se ha adelantado en el conocimiento, pues al
principio es preferible usar de las que se presentan por sí mismas a nuestros
sentidos y que no podemos ignorar por poca reflexión que hagamos,
que buscar otras más raras y estudiadas; y la razón de esto es que esas más
raras nos engañan muchas veces, si no sabemos ya las causas de las otras
más comunes y que las circunstancias de que dependen son casi siempre tan
particulares y tan pequeñas, que es muy difícil notarlas.
Pero el orden que he llevado en esto ha sido el siguiente: primero he
procurado hallar, en general, los principios o primeras causas de todo lo que
en el mundo es o puede ser, sin considerar para este efecto nada más que
Dios solo, que lo ha creado, ni sacarlas de otro origen, sino de ciertas
semillas de verdades, que están naturalmente en nuestras almas; después he
examinado cuáles sean los primeros y más ordinarios efectos que de esas
causas pueden derivarse, y me parece que por tales medios he encontrado
unos cielos, unos astros, una tierra, y hasta en la tierra, agua, aire,
fuego, minerales y otras cosas que, siendo las más comunes de todas y las
más simples, son también las más fáciles de conocer. Luego, cuando quise
descender a las más particulares, presentáronseme tantas y tan varias, que
no he creído que fuese posible al espíritu humano distinguir las formas
o especies de cuerpos, que están en la tierra, de muchísimas otras que
pudieran estar en ella, si la voluntad de Dios hubiere sido ponerlas, y, por
consiguiente, que no es posible tampoco referirlas a nuestro servicio, a no
ser que salgamos al encuentro de las causas por los efectos y hagamos uso
de varias experiencias particulares. En consecuencia, hube de repasar en mi
espíritu todos los objetos que se habían presentado ya a mis sentidos, y no
vacilo en afirmar que nada vi en ellos que no pueda explicarse, con bastante
comodidad, por medio de los principios hallados por mí.
Pero debo asimismo confesar que es tan amplia y tan vasta la potencia de
la naturaleza y son tan simples y tan generales esos principios, que no
observo casi ningún efecto particular, sin en seguida conocer que puede
derivarse de ellos en varias diferentes maneras, y mi mayor dificultad es,
por lo común, encontrar por cuál de esas maneras depende de aquellos
principios; y no sé otro remedio a esa dificultad que el buscar algunas
experiencias, que sean tales que no se produzca del mismo modo el efecto,
si la explicación que hay que dar es esta o si es aquella otra. Además, a tal
punto he llegado ya, que veo bastante bien, a mi parecer, el rodeo que hay
que tomar, para hacer la mayor parte de las experiencias que pueden servir
para esos efectos; pero también veo que son tantas y tales, que ni mis manos
ni mis rentas, aunque tuviese mil veces más de lo que tengo, bastarían a
todas; de suerte que, según tenga en adelante comodidad para hacer más o
menos, así también adelantaré más o menos en el conocimiento de la
naturaleza; todo lo cual pensaba dar a conocer, en el tratado que había
escrito, mostrando tan claramente la utilidad que el público puede obtener,
que obligase a cuantos desean en general el bien de los hombres, es decir, a
cuantos son virtuosos efectivamente y no por apariencia falsa y mera
opinión, a comunicarme las experiencias que ellos hubieran hecho y a
ayudarme en la investigación de las que aun me quedan por hacer.
Pero de entonces acá, hánseme ocurrido otras razones que me han hecho
cambiar de opinión y pensar que debía en verdad seguir escribiendo cuantas
cosas juzgara de alguna importancia, conforme fuera descubriendo su
verdad, poniendo en ello el mismo cuidado que si las tuviera que imprimir,
no sólo porque así disponía de mayor espacio para examinarlas bien, pues
sin duda, mira uno con más atención lo que piensa que otros han de
examinar, que lo que hace para sí solo (y muchas cosas que me han
parecido verdaderas cuando he comenzado a concebirlas, he conocido luego
que son falsas, cuando he ido a estamparlas en el papel), sino también para
no perder ocasión de servir al público, si soy en efecto capaz de ello, y
porque, si mis escritos valen algo, puedan usarlos como crean más
conveniente los que los posean después de mi muerte; pero pensé que no
debía en manera alguna consentir que fueran publicados, mientras yo
viviera, para que ni las oposiciones y controversias que acaso suscitaran, ni
aun la reputación, fuere cual fuere, que me pudieran proporcionar, me
dieran ocasión de perder el tiempo que me propongo emplear en instruirme.
Pues si bien es cierto que todo hombre está obligado a procurar el bien de
los demás, en cuanto puede, y que propiamente no vale nada quien a nadie
sirve, sin embargo, también es cierto que nuestros cuidados han de
sobrepasar el tiempo presente y que es bueno prescindir de ciertas cosas,
que quizá fueran de algún provecho para los que ahora viven, cuando es
para hacer otras que han de ser más útiles aun a nuestros nietos. Y, en
efecto, es bueno que se sepa que lo poco que hasta aquí he aprendido no es
casi nada, en comparación de lo que ignoro y no desconfío de
poder aprender; que a los que van descubriendo poco a poco la verdad, en
las ciencias, les acontece casi lo mismo que a los que empiezan a
enriquecerse, que les cuesta menos trabajo, siendo ya algo ricos, hacer
grandes adquisiciones, que antes, cuando eran pobres, recoger pequeñas
ganancias. También pueden compararse con los jefes de ejército, que crecen
en fuerzas conforme ganan batallas, y necesitan más atención y esfuerzo
para mantenerse después de una derrota, que para tomar ciudades y
conquistar provincias después de una victoria; que verdaderamente es como
dar batallas el tratar de vencer todas las dificultades y errores que nos
impiden llegar al conocimiento de la verdad y es como perder una el admitir
opiniones falsas acerca de alguna materia un tanto general e importante; y
hace falta después mucha más destreza para volver a ponerse en el mismo
estado en que se estaba, que para hacer grandes progresos, cuando se
poseen ya principios bien asegurados. En lo que a mí respecta, si he logrado
hallar algunas verdades en las ciencias (y confío que lo que va en
este volumen demostrará que algunas he encontrado), puedo decir que no
son sino consecuencias y dependencias de cinco o seis principales
dificultades que he resuelto y que considero como otras tantas batallas, en
donde he tenido la fortuna de mi lado; y hasta me atreveré a decir que
pienso que no necesito ganar sino otras dos o tres como esas, para llegar al
término de mis propósitos, y que no es tanta mi edad que no pueda, según el
curso ordinario de la naturaleza, disponer aún del tiempo necesario para ese
efecto. Pero por eso mismo, tanto más obligado me creo a ahorrar el tiempo
que me queda, cuantas mayores esperanzas tengo de poderlo emplear bien;
y sobrevendrían, sin duda, muchas ocasiones de perderlo si publicase los
fundamentos de mi física; pues aun cuando son tan evidentes todos, que
basta entenderlos para creerlos, y no hay uno solo del que no pueda
dar demostraciones, sin embargo, como es imposible que concuerden con
todas las varias opiniones de los demás hombres, preveo que suscitarían
oposiciones, que me distraerían no poco de mi labor.
Puede objetarse a esto diciendo que esas oposiciones serían útiles, no
sólo porque me darían a conocer mis propias faltas, sino también porque, de
haber en mí algo bueno, los demás hombres adquirirían por ese medio una
mejor inteligencia de mis opiniones; y como muchos ven más que uno solo,
si comenzaren desde luego a hacer uso de mis principios, me ayudarían
también con sus invenciones. Pero aun cuando me conozco como muy
expuesto a errar, hasta el punto de no fiarme casi nunca de los primeros
pensamientos que se me ocurren, sin embargo, la experiencia que tengo de
las objeciones que pueden hacerme, me quita la esperanza de obtener de
ellas algún provecho; pues ya muchas veces he podido examinar los juicios
ajenos, tanto los pronunciados por quienes he considerado como amigos
míos, como los emitidos por otros, a quienes yo pensaba ser indiferente, y
hasta los de algunos, cuya malignidad y envidia sabía yo que habían de
procurar descubrir lo que el afecto de mis amigos no hubiera conseguido
ver; pero rara vez ha sucedido que me hayan objetado algo enteramente
imprevisto por mí, a no ser alguna cosa muy alejada de mi asunto; de suerte
que casi nunca he encontrado un censor de mis opiniones que no me
pareciese o menos severo o menos equitativo que yo mismo. Y tampoco he
notado nunca que las disputas que suelen practicarse en las escuelas sirvan
para descubrir una verdad antes ignorada; pues esforzándose cada cual por
vencer a su adversario, más se ejercita en abonar la verosimilitud que
en pesar las razones de una y otra parte; y los que han sido durante largo
tiempo buenos abogados, no por eso son luego mejores jueces.
En cuanto a la utilidad que sacaran los demás de la comunicación de mis
pensamientos, tampoco podría ser muy grande, ya que aun no los he
desenvuelto hasta tal punto, que no sea preciso añadirles mucho, antes de
ponerlos en práctica. Y creo que, sin vanidad, puedo decir que si alguien
hay capaz de desarrollarlos, he de ser yo mejor que otro cualquiera, y no
porque no pueda haber en el mundo otros ingenios mejores que el mío, sin
comparación, sino porque el que aprende de otro una cosa, no es posible
que la conciba y la haga suya tan plenamente como el que la inventa.
Y tan cierto es ello en esta materia, que habiendo yo explicado muchas
veces algunas opiniones mías a personas de muy buen ingenio, parecían
entenderlas muy distintamente, mientras yo hablaba, y, sin embargo, cuando
luego las han repetido, he notado que casi siempre las han alterado de
tal suerte que ya no podía yo reconocerlas por mías. Aprovecho esta ocasión
para rogar a nuestros descendientes que no crean nunca que proceden de mí
las cosas que les digan otros, si no es que yo mismo las haya divulgado; y
no me asombro en modo alguno de esas extravagancias que se atribuyen a
los antiguos filósofos, cuyos escritos no poseemos, ni juzgo por ellas que
hayan sido sus pensamientos tan desatinados, puesto que aquellos hombres
fueron los mejores ingenios de su tiempo; sólo pienso que sus opiniones
han sido mal referidas. Asimismo vemos que casi nunca ha ocurrido que
uno de los que siguieron las doctrinas de esos grandes ingenios haya
superado al maestro; y tengo por seguro que los que con mayor ahínco
siguen hoy a Aristóteles, se estimarían dichosos de poseer tanto
conocimiento de la naturaleza como tuvo él, aunque hubieran de
someterse a la condición de no adquirir nunca más amplio saber. Son como
la yedra, que no puede subir más alto que los árboles en que se enreda y
muchas veces desciende, después de haber llegado hasta la copa; pues me
parece que también los que siguen una doctrina ajena descienden, es decir,
se tornan en cierto modo menos sabios que si se abstuvieran de estudiar; los
tales, no contentos con saber todo lo que su autor explica inteligiblemente,
quieren además encontrar en él la solución de varias dificultades, de las
cuales no habla y en las cuales acaso no pensó nunca. Sin embargo,
es comodísima esa manera de filosofar, para quienes poseen ingenios muy
medianos, pues la oscuridad de las distinciones y principios de que usan, les
permite hablar de todo con tanta audacia como si lo supieran, y mantener
todo cuanto dicen contra los más hábiles y los más sutiles, sin que haya
medio de convencerles; en lo cual parécenme semejar a un ciego que, para
pelear sin desventaja contra uno que ve, le hubiera llevado a alguna
profunda y oscurísima cueva; y puedo decir que esos tales tienen interés en
que yo no publique los principios de mi filosofía, pues siendo, como son,
muy sencillos y evidentes, publicarlos sería como abrir ventanas y dar luz a
esa cueva adonde han ido a pelear. Mas tampoco los ingenios mejores han
de tener ocasión de desear conocerlos, pues si lo que quieren es saber hablar
de todo y cobrar fama de doctos, lo conseguirán más fácilmente
contentándose con lo verosímil, que sin gran trabajo puede hallarse en todos
los asuntos, que buscando la verdad, que no se descubre sino poco a poco
en algunas materias y que, cuando es llegada la ocasión de hablar de otros
temas, nos obliga a confesar francamente que los ignoramos. Pero si
estiman que una verdad pequeña es preferible a la vanidad de parecer
saberlo todo, como, sin duda, es efectivamente preferible, y si lo que
quieren es proseguir un intento semejante al mío, no necesitan para ello que
yo les diga más de lo que en este discurso llevo dicho; pues si son capaces
de continuar mi obra, tanto más lo serán de encontrar por sí mismos todo
cuanto pienso yo que he encontrado, sin contar con que, habiendo yo
seguido siempre mis investigaciones ordenadamente, es seguro que lo que
me queda por descubrir es de suyo más difícil y oculto que lo que he podido
anteriormente encontrar y, por tanto, mucho menos gusto hallarían en
saberlo por mí, que en indagarlo solos; y además, la costumbre que
adquirirán buscando primero cosas fáciles y pasando poco a poco a otras
más difíciles, les servirá mucho mejor que todas mis instrucciones.
Yo mismo estoy persuadido de que si, en mi mocedad, me hubiesen
enseñado todas las verdades cuyas demostraciones he buscado luego y no
me hubiese costado trabajo alguno el aprenderlas, quizá no supiera hoy
ninguna otra cosa, o por lo menos nunca hubiera adquirido la costumbre y
facilidad que creo tener de encontrar otras nuevas, conforme me aplico a
buscarlas. Y, en suma, si hay en el mundo una labor que no pueda nadie
rematar tan bien como el que la empezó, es ciertamente la que me ocupa.
Verdad es que en lo que se refiere a las experiencias que pueden servir
para ese trabajo, no basta un hombre solo a hacerlas todas; pero tampoco
ese hombre podrá emplear con utilidad ajenas manos, como no sean las de
artesanos u otras gentes, a quienes pueda pagar, pues la esperanza de una
buena paga, que es eficacísimo medio, hará que esos operarios
cumplan exactamente sus prescripciones. Los que voluntariamente, por
curiosidad o deseo de aprender, se ofrecieran a ayudarle, además de que
suelen, por lo común, ser más prontos en prometer que en cumplir y no
hacen sino bellas proposiciones, nunca realizadas, querrían infaliblemente
recibir, en cambio, algunas explicaciones de ciertas dificultades, o por lo
menos obtener halagos y conversaciones inútiles, las cuales, por corto que
fuera el tiempo empleado en ellas, representarían, al fin y al cabo, una
positiva pérdida. Y en cuanto a las experiencias que hayan hecho ya los
demás, aun cuando se las quisieren comunicar - cosa que no harán nunca
quienes les dan el nombre de secretos -, son las más de entre ellas
compuestas de tantas circunstancias o ingredientes superfluos, que le
costaría no pequeño trabajo descifrar lo que haya en ellas de verdadero; y,
además, las hallaría casi todas tan mal explicadas e incluso tan falsas,
debido a que sus autores han procurado que parezcan conformes con sus
principios, que, de haber algunas que pudieran servir, no valdrían desde
luego el tiempo que tendría que gastar en seleccionarlas. De suerte que si en
el mundo hubiese un hombre de quien se supiera con seguridad que es
capaz de encontrar las mayores cosas y las más útiles para el público y, por
este motivo, los demás hombres se esforzasen por todas las maneras en
ayudarle a realizar sus designios, no veo que pudiesen hacer por él nada
más sino contribuir a sufragar los gastos de las experiencias, que fueren
precisas, y, por lo demás, impedir que vinieran importunos a estorbar sus
ocios laboriosos. Mas sin contar con que no soy yo tan presumido que vaya
a prometer cosas extraordinarias, ni tan repleto de vanidosos pensamientos
que vaya a figurarme que el público ha de interesarse mucho por mis
propósitos, no tengo tampoco tan rebajada el alma, como para aceptar de
nadie un favor que pudiera creerse que no he merecido.
Todas estas consideraciones juntas fueron causa de que no quise, hace
tres años, divulgar el tratado que tenía entre manos, y aun resolví no
publicar durante mi vida ningún otro de índole tan general, que por él
pudieran entenderse los fundamentos de mi física. Pero de entonces acá
han venido otras dos razones a obligarme a poner en este libro algunos
ensayos particulares y a dar alguna cuenta al público de mis acciones y de
mis designios; y es la primera que, de no hacerlo, algunos que han sabido
que tuve la intención de imprimir ciertos escritos, podrían acaso
figurarse que los motivos, por los cuales me he abstenido, son de índole que
menoscaba mi persona; pues, aun cuando no siento un excesivo amor por la
gloria y hasta me atrevo a decir que la odio, en cuanto que la juzgo
contraria a la quietud, que es lo que más aprecio, sin embargo, tampoco
he hecho nunca nada por ocultar mis actos, como si fueran crímenes, ni he
tomado muchas precauciones para permanecer desconocido, no sólo porque
creyera de ese modo dañarme a mí mismo, sino también porque ello habría
provocado en mí cierta especie de inquietud, que hubiera venido a perturbar
la perfecta tranquilidad de espíritu que busco; y así, habiendo
siempre permanecido indiferente entre el cuidado de ser conocido y el de no
serlo, no he podido impedir cierta especie de reputación que he adquirido,
por lo cual he pensado que debía hacer por mi parte lo que pudiera, para
evitar al menos que esa fama sea mala. La segunda razón, que me ha
obligado a escribir esto, es que veo cada día cómo se retrasa más y más el
propósito que he concebido de instruirme, a causa de una infinidad de
experiencias que me son precisas y que no puedo hacer sin ayuda ajena, y
aunque no me precio de valer tanto como para esperar que el público tome
mucha parte en mis intereses, sin embargo, tampoco quiero faltar a lo que
me debo a mí mismo, dando ocasión a que los que me sobrevivan puedan
algún día hacerme el cargo de que hubiera podido dejar acabadas muchas
mejores cosas, si no hubiese prescindido demasiado de darles a
entender cómo y en qué podían ellos contribuir. a mis designios.
Y he pensado que era fácil elegir algunas materias que, sin provocar
grandes controversias, ni obligarme a declarar mis principios más
detenidamente de lo que deseo, no dejaran de mostrar con bastante claridad
lo que soy o no soy capaz de hacer en las ciencias. En lo cual no puedo
decir si he tenido buen éxito, pues no quiero salir al encuentro de los juicios
de nadie, hablando yo mismo de mis escritos; pero me agradaría mucho que
fuesen examinados y, para dar más amplia ocasión de hacerlo, ruego a
quienes tengan objeciones que formular, que se tomen la molestia de
enviarlas a mi librero, quien me las transmitirá, y procuraré dar respuesta
que pueda publicarse con las objeciones; de este modo, los lectores, viendo
juntas unas y otras, juzgarán más cómodamente acerca de la verdad, pues
prometo que mis respuestas no serán largas y me limitaré a confesar mis
faltas francamente, si las conozco y, si no puedo apercibirlas,
diré sencillamente lo que crea necesario para la defensa de mis escritos, sin
añadir la explicación de ningún asunto nuevo, a fin de no involucrar
indefinidamente uno en otro.
Si alguna de las cosas de que hablo al principio de la Dióptrica y de los
Meteoros producen extrañeza, porque las llamo suposiciones y no parezco
dispuesto a probarlas, téngase la paciencia de leerlo todo atentamente, y
confío en que se hallará satisfacción; pues me parece que las razones se
enlazan unas con otras de tal suerte que, como las últimas están
demostradas por las primeras, que son sus causas, estas primeras a su vez lo
están por las últimas, que son sus efectos. Y no se imagine que en esto
cometo la falta que los lógicos llaman círculo, pues como la
experiencia muestra que son muy ciertos la mayor parte de esos efectos, las
causas de donde los deduzco sirven más que para probarlos, para
explicarlos, y, en cambio, esas causas quedan probadas por estos efectos. Y
si las he llamado suposiciones, es para que se sepa que pienso poder
deducirlas de las primeras verdades que he explicado en este discurso; pero
he querido expresamente no hacerlo, para impedir que ciertos ingenios, que
con solo oír dos o tres palabras se imaginan que saben en un día lo que otro
ha estado veinte años pensando, y que son tanto más propensos a errar e
incapaces de averiguar la verdad, cuanto más penetrantes y ágiles, no
aprovechen la ocasión para edificar alguna extravagante filosofía sobre los
que creyeren ser mis principios, y luego se me atribuya a mí la culpa; que
por lo que toca a las opiniones enteramente mías, no las excuso por nuevas,
pues si se consideran bien las razones que las abonan, estoy seguro de que
parecerán tan sencillas y tan conformes con el sentido común, que serán
tenidas por menos extraordinarias y extrañas que cualesquiera otras que
puedan sustentarse acerca de los mismos asuntos; y no me precio tampoco
de ser el primer inventor de ninguna de ellas, sino solamente de no haberlas
admitido, ni porque las dijeran otros, ni porque no las dijeran, sino sólo
porque la razón me convenció de su verdad.
Si los artesanos no pueden en buen tiempo ejecutar el invento que
explico en la Dióptrica, no creo que pueda decirse por eso que es malo;
pues, como se requiere mucha destreza y costumbre para hacer y encajar las
máquinas que he descrito, sin que les falte ninguna circunstancia, tan
extraño sería que diesen con ello a la primera vez, como si alguien
consiguiese aprender en un día a tocar el laúd, de modo excelente, con solo
haber estudiado un buen papel pautado. Y si escribo en francés, que es la
lengua de mi país, en lugar de hacerlo en latín, que es el idioma empleado
por mis preceptores, es porque espero que los que hagan uso de su
pura razón natural, juzgarán mejor mis opiniones que los que sólo creen en
los libros antiguos; y en cuanto a los que unen el buen sentido con el
estudio, únicos que deseo sean mis jueces, no serán seguramente tan
parciales en favor del latín, que se nieguen a oír mis razones, por ir
explicadas en lengua vulgar.
Por lo demás, no quiero hablar aquí particularmente de los progresos que
espero realizar más adelante en las ciencias ni comprometerme con el
público, prometiéndole cosas que no esté seguro de cumplir; pero diré tan
sólo que he resuelto emplear el tiempo que me queda de vida en procurar
adquirir algún conocimiento de la naturaleza, que sea tal, que se puedan
derivar para la medicina reglas más seguras que las hasta hoy usadas, y que
mi inclinación me aparta con tanta fuerza de cualesquiera otros designios,
sobre todo de los que no pueden servir a unos, sin dañar a otros, que si
algunas circunstancias me constriñesen a entrar en ellos, creo que no sería
capaz de llevarlos a buen término. Esta declaración que aquí hago bien sé
que no ha de servir para hacerme importante en el mundo; mas no tengo
ninguna gana de serlo y siempre me consideraré más obligado con los que
me hagan la merced de ayudarme a gozar de mis ocios, sin tropiezo, que
con los que me ofrezcan los cargos más honorables de la tierra.

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