Discurso Del Metodo - Rene Descartes
Discurso Del Metodo - Rene Descartes
Discurso Del Metodo - Rene Descartes
RENÉ DESCARTES
PUBLICADO: 1637
FUENTE: DOMINIO PÚBLICO
EDICIÓN: ESPASA CALPE, MADRID, 1937
TRADUCTOR: MANUEL GARCÍA MORENTE
DISCURSO DEL MÉTODO
PRIMERA PARTE
El buen sentido es lo que mejor repartido está entre todo el mundo, pues
cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun los más
descontentadizos respecto a cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del
que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino que
más bien esto demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero
de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es
naturalmente igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad
de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que
otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros
diferentes y no consideramos las mismas cosas. No basta, en efecto, tener el
ingenio bueno; lo principal es aplicarlo bien. Las almas más grandes son
capaces de los mayores vicios, como de las mayores virtudes; y los que
andan muy despacio pueden llegar mucho más lejos, si van siempre por
el camino recto, que los que corren, pero se apartan de él.
Por mi parte, nunca he presumido de poseer un ingenio más perfecto que
los ingenios comunes; hasta he deseado muchas veces tener el pensamiento
tan rápido, o la imaginación tan clara y distinta, o la memoria tan amplia y
presente como algunos otros. Y no sé de otras cualidades sino ésas, que
contribuyan a la perfección del ingenio; pues en lo que toca a la razón o al
sentido, siendo, como es, la única cosa que nos hace hombres y nos
distingue de los animales, quiero creer que está entera en cada uno de
nosotros y seguir en esto la común opinión de los filósofos, que dicen que el
más o el menos es sólo de los accidentes, mas no de las formas
o naturalezas de los individuos de una misma especie.
Pero, sin temor, puedo decir, que creo que fue una gran ventura para mí
el haberme metido desde joven por ciertos caminos, que me han llevado a
ciertas consideraciones y máximas, con las que he formado un método, en
el cual paréceme que tengo un medio para aumentar gradualmente mi
conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el punto más alto a que la
mediocridad de mi ingenio y la brevedad de mi vida puedan permitirle
llegar. Pues tales frutos he recogido ya de ese método, que, aun cuando, en
el juicio que sobre mí mismo hago, procuro siempre inclinarme del lado de
la desconfianza mejor que del de la presunción, y aunque, al mirar con
ánimo filosófico las distintas acciones y empresas de los hombres, no hallo
casi ninguna que no me parezca vana e inútil, sin embargo no deja de
producir en mí una extremada satisfacción el progreso que pienso haber
realizado ya en la investigación de la verdad, y concibo tales esperanzas
para el porvenir, que si entre las ocupaciones que embargan a los hombres,
puramente hombres, hay alguna que sea sólidamente buena e importante,
me atrevo a creer que es la que yo he elegido por mía.
Puede ser, no obstante, que me engañe; y acaso lo que me parece oro
puro y diamante fino, no sea sino un poco de cobre y de vidrio. Sé cuán
expuestos estamos a equivocar nos, cuando de nosotros mismos se trata, y
cuán sospechosos deben sernos también los juicios de los amigos, que se
pronuncian en nuestro favor. Pero me gustaría dar a conocer, en el presente
discurso, el camino que he seguido y representar en él mi vida, como en un
cuadro, para que cada cual pueda formar su juicio, y así, tomando luego
conocimiento, por el rumor público, de las opiniones emitidas, sea este un
nuevo medio de instruirme, que añadiré a los que acostumbro emplear.
Mi propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método que cada cual ha
de seguir para dirigir bien su razón, sino sólo exponer el modo como yo he
procurado conducir la mía. Los que se meten a dar preceptos deben de
estimarse más hábiles que aquellos a quienes los dan, y son
muy censurables, si faltan en la cosa más mínima. Pero como yo no
propongo este escrito, sino a modo de historia o, si preferís, de fábula, en la
que, entre ejemplos que podrán imitarse, irán acaso otros también que con
razón no serán seguidos, espero que tendrá utilidad para algunos, sin ser
nocivo para nadie, y que todo el mundo agradecerá mi franqueza.
Desde la niñez, fui criado en el estudio de las letras y, como me
aseguraban que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro
y seguro de todo cuanto es útil para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de
aprenderlas. Pero tan pronto como hube terminado el curso de los estudios,
cuyo remate suele dar ingreso en el número de los hombres doctos, cambié
por completo de opinión, Pues me embargaban tantas dudas y errores, que
me parecía que, procurando instruirme, no había conseguido más provecho
que el de descubrir cada vez mejor mi ignorancia. Y, sin embargo, estaba en
una de las más famosas escuelas de Europa , en donde pensaba yo que
debía haber hombres sabios, si los hay en algún lugar de la tierra. Allí había
aprendido todo lo que los demás aprendían; y no contento aún con las
ciencias que nos enseñaban, recorrí cuantos libros pudieron caer en mis
manos, referentes a las ciencias que se consideran como las más curiosas
y raras. Conocía, además, los juicios que se hacían de mi persona, y no veía
que se me estimase en menos que a mis condiscípulos, entre los cuales
algunos había ya destinados a ocupar los puestos que dejaran vacantes
nuestros maestros. Por último, parecíame nuestro siglo tan floreciente y
fértil en buenos ingenios, como haya sido cualquiera dé los precedentes. Por
todo lo cual, me tomaba la libertad de juzgar a los demás por mí mismo y
de pensar que no había en el mundo doctrina alguna como la que se me
había prometido anteriormente.
No dejaba por eso de estimar en mucho los ejercicios que se hacen en las
escuelas.
Sabía que las lenguas que en ellas se aprenden son necesarias para la
inteligencia de los libros antiguos; que la gentileza de las fábulas despierta
el ingenio; que las acciones memorables, que cuentan las historias, lo
elevan y que, leídas con discreción, ayudan a formar el juicio; que la lectura
de todos los buenos libros es como una conversación con los mejores
ingenios de los pasados siglos, que los han compuesto, y hasta una
conversación estudiada, en la que no nos descubren sino lo más selecto de
sus pensamientos; que la elocuencia posee fuerzas y bellezas
incomparables; que la poesía tiene delicadezas y suavidades que arrebatan;
que en las matemáticas hay sutilísimas invenciones que pueden ser de
mucho servicio, tanto para satisfacer a los curiosos, como para facilitar las
artes todas y disminuir el trabajo de los hombres; que los escritos, que
tratan de las costumbres, encierran varias enseñanzas y exhortaciones a la
virtud, todas muy útiles; que la teología enseña a ganar el cielo; que la
filosofía proporciona medios para hablar con verosimilitud de todas las
cosas y recomendarse a la admiración de los menos sabios; que la
jurisprudencia, la medicina y demás ciencias honran y enriquecen a quienes
las cultivan; y, por último, que es bien haberlas recorrido todas, aun las más
supersticiosas y las más falsas, para conocer su justo valor y no dejarse
engañar por ellas.
Pero creía también que ya había dedicado bastante tiempo a las lenguas e
incluso a la lectura de los libros antiguos y a sus historias y a sus fábulas.
Pues es casi lo mismo conversar con gentes de otros siglos, que viajar por
extrañas tierras. Bueno es saber algo de las costumbres de otros pueblos,
para juzgar las del propio con mejor acierto, y no creer que todo lo que sea
contrario a nuestras modas es ridículo y opuesto a la razón, como suelen
hacer los que no han visto nada.
Pero el que emplea demasiado tiempo en viajar, acaba por tornarse
extranjero en su propio país; y al que estudia con demasiada curiosidad lo
que se hacía en los siglos pretéritos, ocúrrele de ordinario que permanece
ignorante de lo que se practica en el presente. Además, las fábulas son causa
de que imaginemos como posibles acontecimientos que no lo son; y aun las
más fieles historias, supuesto que no cambien ni aumenten el valor de las
cosas, para hacerlas más dignas de ser leídas, omiten por lo menos, casi
siempre, las circunstancias más bajas y menos ilustres, por lo cual sucede
que lo restante no aparece tal como es y que los que ajustan sus costumbres
a los ejemplos que sacan de las historias, se exponen a caer en las
extravagancias de los paladines de nuestras novelas y a concebir designios,
a que no alcanzan sus fuerzas.
Estimaba en mucho la elocuencia y era un enamorado de la poesía; pero
pensaba que una y otra son dotes del ingenio más que frutos del estudio.
Los que tienen más robusto razonar y digieren mejor sus pensamientos,
para hacerlos claros e inteligibles, son los más capaces de llevar a los
ánimos la persuasión, sobre lo que proponen, aunque hablen una pésima
lengua y no hayan aprendido nunca retórica; y los que imaginan las más
agradables invenciones, sabiéndolas expresar con mayor ornato y suavidad,
serán siempre los mejores poetas, aun cuando desconozcan el arte poética.
Gustaba sobre todo de las matemáticas, por la certeza y evidencia que
poseen sus razones; pero aun no advertía cuál era su verdadero uso y,
pensando que sólo para las artes mecánicas servían, extrañábame que,
siendo sus cimientos tan firmes y sólidos, no se hubiese construido sobre
ellos nada más levantado. Y en cambio los escritos de los antiguos
paganos, referentes a las costumbres, comparábalos con palacios muy
soberbios y magníficos, pero construidos sobre arena y barro: levantan muy
en alto las virtudes y las presentan como las cosas más estimables que hay
en el mundo; pero no nos enseñan bastante a conocerlas y, muchas
veces, dan ese hermoso nombre a lo que no es sino insensibilidad, orgullo,
desesperación o parricidio.
Profesaba una gran reverencia por nuestra teología y, como cualquier
otro, pretendía yo ganar el cielo. Pero habiendo aprendido, como cosa muy
cierta, que el camino de la salvación está tan abierto para los ignorantes
como para los doctos y que las verdades reveladas, que allá conducen, están
muy por encima de nuestra inteligencia, nunca me hubiera atrevido a
someterlas a la flaqueza de mis razonamientos, pensando que, para
acometer la empresa de examinarlas y salir con bien de ella, era preciso
alguna extraordinaria ayuda del cielo, y ser, por tanto, algo más
que hombre.
Nada diré de la filosofía sino que, al ver que ha sido cultivada por los
más excelentes ingenios que han vivido desde hace siglos, y, sin embargo,
nada hay en ella que no sea objeto de disputa y, por consiguiente, dudoso,
no tenía yo la presunción de esperar acertar mejor que los demás; y
considerando cuán diversas pueden ser las opiniones tocante a una misma
materia, sostenidas todas por gentes doctas, aun cuando no puede ser
verdadera más que una sola, reputaba casi por falso todo lo que no fuera
más que verosímil.
Y en cuanto a las demás ciencias, ya que toman sus principios de la
filosofía, pensaba yo que sobre tan endebles cimientos no podía haberse
edificado nada sólido; y ni el honor ni el provecho, que prometen, eran
bastantes para invitarme a aprenderlas; pues no me veía, gracias a Dios, en
tal condición que hubiese de hacer de la ciencia un oficio con que mejorar
mi fortuna; y aunque no profesaba el desprecio de la gloria a lo cínico, sin
embargo, no estimaba en mucho aquella fama, cuya adquisición sólo
merced a falsos títulos puede lograrse. Y, por último, en lo que toca a las
malas doctrinas, pensaba que ya conocía bastante bien su valor, para no
dejarme burlar ni por las promesas de un alquimista, ni por las predicciones
de un astrólogo, ni por los engaños de un mago, ni por los artificios o la
presunción de los que profesan saber más de lo que saben.
Así, pues, tan pronto como estuve en edad de salir de la sujeción en que
me tenían mis preceptores, abandoné del todo el estudio de las letras; y,
resuelto a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en
el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver
cortes y ejércitos, en cultivar la sociedad de gentes de condiciones y
humores diversos, en recoger varias experiencias, en ponerme a mí mismo a
prueba en los casos que la fortuna me deparaba y en hacer siempre tales
reflexiones sobre las cosas que se me presentaban, que pudiera sacar algún
provecho de ellas. Pues parecíame que podía hallar mucha más verdad
en los razonamientos que cada uno hace acerca de los asuntos que le atañen,
expuesto a que el suceso venga luego a castigarle, si ha juzgado mal, que en
los que discurre un hombre de letras, encerrado en su despacho, acerca de
especulaciones que no producen efecto alguno y que no tienen para él otras
consecuencias, sino que acaso sean tanto mayor motivo para envanecerle
cuanto más se aparten del sentido común, puesto que habrá tenido que
gastar más ingenio y artificio en procurar hacerlas verosímiles. Y siempre
sentía un deseo extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso,
para ver claro en mis actos y andar seguro por esta vida.
Es cierto que, mientras me limitaba a considerar las costumbres de los
otros hombres, apenas hallaba cosa segura y firme, y advertía casi tanta
diversidad como antes en las opiniones de los filósofos. De suerte que el
mayor provecho que obtenía, era que, viendo varias cosas que, a pesar de
parecernos muy extravagantes y ridículas, no dejan de ser admitidas
comúnmente y aprobadas por otros grandes pueblos, aprendía a no creer
con demasiada firmeza en lo que sólo el ejemplo y la costumbre me habían
persuadido; y así me libraba poco a poco de muchos errores, que pueden
oscurecer nuestra luz natural y tornarnos menos aptos para escuchar la voz
de la razón. Mas cuando hube pasado varios años estudiando en el libro del
mundo y tratando de adquirir alguna experiencia, resolvíme un día a
estudiar también en mí mismo y a emplear todas las fuerzas de mi ingenio
en la elección de la senda que debía seguir; lo cual me salió mucho mejor,
según creo, que si no me hubiese nunca alejado de mi tierra y de mis libros.
SEGUNDA PARTE
TERCERA PARTE
Por último, como para empezar a reconstruir el alojamiento en donde uno
habita, no basta haberlo derribado y haber hecho acopio de materiales y de
arquitectos, o haberse ejercitado uno mismo en la arquitectura y haber
trazado además cuidadosamente el diseño del nuevo edificio, sino que
también hay que proveerse de alguna otra habitación, en donde pasar
cómodamente el tiempo que dure el trabajo, así, pues, con el fin de no
permanecer irresoluto en mis acciones, mientras la razón me obligaba a
serlo en mis juicios, y no dejar de vivir, desde luego, con la mejor ventura
que pudiese, hube de arreglarme una moral provisional, que no consistía
sino en tres o cuatro máximas, que con mucho gusto voy a comunicaros.
La primera fue seguir las leyes y las costumbres de mi país, conservando
constantemente la religión en que la gracia de Dios hizo que me instruyeran
desde niño, rigiéndome en todo lo demás por las opiniones más moderadas
y más apartadas de todo exceso, que fuesen comúnmente admitidas en la
práctica por los más sensatos de aquellos con quienes tendría que vivir.
Porque habiendo comenzado ya a no contar para nada con las mías
propias, puesto que pensaba someterlas todas a un nuevo examen, estaba
seguro de que no podía hacer nada mejor que seguir las de los más sensatos.
Y aun cuando entre los persas y los chinos hay quizá hombres tan sensatos
como entre nosotros, parecíame que lo más útil era acomodarme a aquellos
con quienes tendría que vivir; y que para saber cuáles eran sus verdaderas
opiniones, debía fijarme más bien en lo que hacían que en lo que decían, no
sólo porque, dada la corrupción de nuestras costumbres, hay pocas personas
que consientan en decir lo que creen, sino también porque muchas lo
ignoran, pues el acto del pensamiento, por el cual uno cree una cosa, es
diferente de aquel otro por el cual uno conoce que la cree, y por lo tanto
muchas veces se encuentra aquél sin éste. Y entre varias opiniones,
igualmente admitidas, elegía las más moderadas, no sólo porque son
siempre las más cómodas para la práctica, y verosímilmente las mejores, ya
que todo exceso suele ser malo, sino también para alejarme menos del
verdadero camino, en caso de error, si, habiendo elegido uno de los
extremos, fuese el otro el que debiera seguirse. Y en particular consideraba
yo como un exceso toda promesa por la cual se enajena una parte de la
propia libertad; no que yo desaprobase las leyes que, para poner remedio
a la inconstancia de los espíritus débiles, permiten cuando se tiene algún
designio bueno, o incluso para la seguridad del comercio, en designios
indiferentes, hacer votos o contratos obligándose a perseverancia; pero
como no veía en el mundo cosa alguna que permaneciera siempre en
idéntico estado y como, en lo que a mí mismo se refiere, esperaba
perfeccionar más y más mis juicios, no empeorarlos, hubiera yo creído
cometer una grave falta contra el buen sentido, si, por sólo el hecho de
aprobar por entonces alguna cosa, me obligara a tenerla también por buena
más tarde, habiendo ella acaso dejado de serlo, o habiendo yo dejado de
estimarla como tal.
Mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y resuelto
que pudiera y seguir tan constante en las más dudosas opiniones, una vez
determinado a ellas, como si fuesen segurísimas, imitando en esto a los
caminantes que, extraviados por algún bosque, no deben andar errantes
dando vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar,
sino caminar siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin
cambiar de dirección por leves razones, aun cuando en un principio haya
sido sólo el azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo; pues de
este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir, por lo menos
acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor
que no en medio del bosque. Y así, puesto que muchas veces las acciones de
la vida no admiten demora, es verdad muy cierta que si no está en
nuestro poder el discernir las mejores opiniones, debemos seguir las más
probables; y aunque no encontremos más probabilidad en unas que en otras,
debemos, no obstante, decidirnos por algunas y considerarlas después, no
ya como dudosas, en cuanto que se refieren a la práctica, sino como
muy verdaderas y muy ciertas, porque la razón que nos ha determinado lo
es. Y esto fue bastante para librarme desde entonces de todos los
arrepentimientos y remordimientos que suelen agitar las consciencias de
esos espíritus endebles y vacilantes, que se dejan ir inconstantes a practicar
como buenas las cosas que luego juzgan malas.
Mi tercera máxima fue procurar siempre vencerme a mí mismo antes que
a la fortuna, y alterar mis deseos antes que el orden del mundo, y
generalmente acostumbrarme a creer que nada hay que esté enteramente en
nuestro poder sino nuestros propios pensamientos, de suerte que después de
haber obrado lo mejor que hemos podido, en lo tocante a las cosas
exteriores, todo lo que falla en el éxito es para nosotros absolutamente
imposible. Y esto sólo me parecía bastante para apartarme en lo porvenir de
desear algo sin conseguirlo y tenerme así contento; pues como
nuestra voluntad no se determina naturalmente a desear sino las cosas que
nuestro entendimiento le representa en cierto modo como posibles, es claro
que si todos los bienes que están fuera de nosotros los consideramos como
igualmente inasequibles a nuestro poder, no sentiremos pena alguna por
carecer de los que parecen debidos a nuestro nacimiento, cuando nos
veamos privados de ellos sin culpa nuestra, como no la sentimos por no ser
dueños de los reinos de la China o de Méjico; y haciendo, como suele
decirse, de necesidad virtud, no sentiremos mayores deseos de estar sanos,
estando enfermos, o de estar libres, estando encarcelados, que ahora
sentimos de poseer cuerpos compuestos de materia tan poco corruptible
como el diamante o alas para volar como los pájaros. Pero confieso que son
precisos largos ejercicios y reiteradas meditaciones para acostumbrarse a
mirar todas las cosas por ese ángulo; y creo que en esto consistía
principalmente el secreto de aquellos filósofos, que pudieron antaño
sustraerse al imperio de la fortuna, y a pesar de los sufrimientos y la
pobreza, entrar en competencia de ventura con los propios dioses.
Pues, ocupados sin descanso en considerar los límites prescritos por la
naturaleza, persuadíanse tan perfectamente de que nada tenían en su poder
sino sus propios pensamientos, que esto sólo era bastante a impedirles sentir
afecto hacia otras cosas; y disponían de esos pensamientos
tan absolutamente, que tenían en esto cierta razón de estimarse más ricos y
poderosos y más libres y bienaventurados que ningunos otros hombres, los
cuales, no teniendo esta filosofía, no pueden, por mucho que les hayan
favorecido la naturaleza y la fortuna, disponer nunca, como aquellos
filósofos, de todo cuanto quieren.
En fin, como conclusión de esta moral, ocurrióseme considerar, una por
una, las diferentes ocupaciones a que los hombres dedican su vida, para
procurar elegir la mejor; y sin querer decir nada de las de los demás, pensé
que no podía hacer nada mejor que seguir en la misma que tenía; es decir,
aplicar mi vida entera al cultivo de mi razón y adelantar cuanto pudiera en
el conocimiento de la verdad, según el método que me había prescrito. Tan
extremado contento había sentido ya desde que empecé a servirme de ese
método, que no creía que pudiera recibirse otro más suave e inocente en
esta vida; y descubriendo cada día, con su ayuda, algunas verdades que
me parecían bastante importantes y generalmente ignoradas de los otros
hombres, la satisfacción que experimentaba llenaba tan cumplidamente mi
espíritu, que todo lo restante me era indiferente.
Además, las tres máximas anteriores fundábanse sólo en el propósito, que
yo abrigaba, de continuar instruyéndome; pues habiendo dado Dios a cada
hombre alguna luz con que discernir lo verdadero de lo falso, no hubiera yo
creído un solo momento que debía contentarme con las opiniones ajenas, de
no haberme propuesto usar de mi propio juicio para examinarlas cuando
fuera tiempo; y no hubiera podido librarme de escrúpulos, al seguirlas, si no
hubiese esperado aprovechar todas las ocasiones para encontrar otras
mejores, dado caso que las hubiese; y, por último, no habría sabido limitar
mis deseos y estar contento, si no hubiese seguido un camino por donde, al
mismo tiempo que asegurarme la adquisición de todos los conocimientos
que yo pudiera, pensaba también por el mismo modo llegar a conocer todos
los verdaderos bienes que estuviesen en mi poder; pues no determinándose
nuestra voluntad a seguir o a evitar cosa alguna, sino porque nuestro
entendimiento se la representa como buena o mala, basta juzgar bien, para
obrar bien, y juzgar lo mejor que se pueda, para obrar también lo mejor que
se pueda; es decir, para adquirir todas las virtudes y con ellas cuantos bienes
puedan lograrse; y cuando uno tiene la certidumbre de que ello es así, no
puede por menos de estar contento.
Habiéndome, pues, afirmado en estas máximas, las cuales puse aparte
juntamente con las verdades de la fe, que siempre han sido las primeras en
mi creencia, pensé que de todas mis otras opiniones podía libremente
empezar a deshacerme; y como esperaba conseguirlo mejor conversando
con los hombres que permaneciendo por más tiempo encerrado en el cuarto
en donde había meditado todos esos pensamientos, proseguí mi viaje antes
de que el invierno estuviera del todo terminado. Y en los nueve años
siguientes, no hice otra cosa sino andar de acá para allá, por el mundo,
procurando ser más bien espectador que actor en las comedias que en él se
representan, e instituyendo particulares reflexiones en toda materia sobre
aquello que pudiera hacerla sospechosa y dar ocasión a equivocarnos,
llegué a arrancar de mi espíritu, en todo ese tiempo, cuantos
errores pudieron deslizarse anteriormente. Y no es que imitara a los
escépticos, que dudan por sólo dudar y se las dan siempre de irresolutos;
por el contrario, mi propósito no era otro que afianzarme en la verdad,
apartando la tierra movediza y la arena, para dar con la roca viva o la
arcilla. Lo cual, a mi parecer, conseguía bastante bien, tanto que, tratando
de descubrir la falsedad o la incertidumbre de las proposiciones que
examinaba, no mediante endebles conjeturas, sino por razonamientos claros
y seguros, no encontraba ninguna tan dudosa, que no pudiera sacar de
ella alguna conclusión bastante cierta, aunque sólo fuese la de que no
contenía nada cierto.
Y así como al derribar una casa vieja suelen guardarse los materiales, que
sirven para reconstruir la nueva, así también al destruir todas aquellas mis
opiniones que juzgaba infundadas, hacía yo varias observaciones y adquiría
experiencias que me han servido después para establecer otras más ciertas.
Y además seguía ejercitándome en el método que me había prescrito;
pues sin contar con que cuidaba muy bien de conducir generalmente mis
pensamientos, según las citadas reglas, dedicaba de cuando en cuando
algunas horas a practicarlas particularmente en dificultades de matemáticas,
o también en algunas otras que podía hacer casi semejantes a las de las
matemáticas, desligándolas de los principios de las otras ciencias, que no
me parecían bastante firmes; todo esto puede verse en varias cuestiones que
van explicadas en este mismo volumen. Y así, viviendo en apariencia como
los que no tienen otra ocupación que la de pasar una vida suave e inocente y
se ingenian en separar los placeres de los vicios y, para gozar de su ocio sin
hastío, hacen uso de cuantas diversiones honestas están a su alcance, no
dejaba yo de perseverar en mi propósito y de sacar provecho para el
conocimiento de la verdad, más acaso que si me contentara con leer libros
o frecuentar las tertulias literarias.
Sin embargo, transcurrieron esos nueve años sin que tomara yo decisión
alguna tocante a las dificultades de que suelen disputar los doctos, y sin
haber comenzado a buscar los cimientos de una filosofía más cierta que la
vulgar. Y el ejemplo de varios excelentes ingenios que han
intentado hacerlo, sin, a mi parecer, conseguirlo, me llevaba a imaginar en
ello tanta dificultad, que no me hubiera atrevido quizá a emprenderlo tan
presto, si no hubiera visto que algunos propalaban el rumor de que lo había
llevado a cabo. No me es posible decir qué fundamentos tendrían para
emitir tal opinión, y si en algo he contribuido a ella, por mis dichos, debe de
haber sido por haber confesado mi ignorancia, con más candor que suelen
hacerlo los que han estudiado un poco, y acaso también por haber dado a
conocer las razones que tenía para dudar de muchas cosas, que los
demás consideran ciertas, mas no porque me haya preciado de poseer
doctrina alguna. Pero como tengo el corazón bastante bien puesto para no
querer que me tomen por otro distinto del que soy, pensé que era preciso
procurar por todos los medios hacerme digno de la reputación que me
daban; y hace ocho años precisamente, ese deseo me decidió a alejarme de
todos los lugares en donde podía tener algunos conocimientos y retirarme
aquí, en un país en donde la larga duración de la guerra ha sido causa de
que se establezcan tales órdenes, que los ejércitos que se mantienen parecen
no servir sino para que los hombres gocen de los frutos de la paz con tanta
mayor seguridad, y en donde, en medio de la multitud de un gran pueblo
muy activo, más atento a sus propios negocios que curioso de los ajenos, he
podido, sin carecer de ninguna de las comodidades que hay en otras
más frecuentadas ciudades, vivir tan solitario y retirado como en el más
lejano desierto.
CUARTA PARTE
QUINTA PARTE
SEXTA PARTE
Hace ya tres años que llegué al término del tratado en donde están todas
esas cosas, y empezaba a revisarlo para entregarlo a la imprenta, cuando
supe que unas personas a quienes profeso deferencia y cuya autoridad no es
menos poderosa sobre mis acciones que mi propia razón sobre mis
pensamientos, habían reprobado una opinión de física, publicada poco antes
por otro; no quiero decir que yo fuera de esa opinión, sino sólo que nada
había notado en ella, antes de verla así censurada, que me pareciese
perjudicial ni para la religión ni para el Estado, y, por tanto, nada que me
hubiese impedido escribirla, de habérmela persuadido la razón. Esto me
hizo temer no fuera a haber alguna también entre las mías, en la que me
hubiese engañado, no obstante el muy gran cuidado que siempre he tenido
de no admitir en mi creencia ninguna opinión nueva, que no esté fundada en
certísimas demostraciones, y de no escribir ninguna que pudiere venir en
menoscabo de alguien. Y esto fue bastante a mudar la resolución que había
tomado de publicar aquel tratado; pues aun cuando las razones que me
empujaron a tomar antes esa resolución fueron muy fuertes, sin embargo,
mi inclinación natural, que me ha llevado siempre a odiar el oficio de hacer
libros, me proporcionó en seguida otras para excusarme. Y tales son esas
razones, de una y de otra parte, que no sólo me interesa a mí decirlas aquí,
sino que acaso también interese al público conocerlas.
Nunca he atribuido gran valor a las cosas que provienen de mi espíritu; y
mientras no he recogido del método que uso otro fruto sino el hallar la
solución de algunas dificultades pertenecientes a las ciencias especulativas,
o el llevar adelante el arreglo de mis costumbres, en conformidad con las
razones que ese método me enseñaba, no me he creído obligado
a escribir nada. Pues en lo tocante a las costumbres, es tanto lo que cada
uno abunda en su propio sentido, que podrían contarse tantos reformadores
como hay hombres, si a todo el mundo, y no sólo a los que Dios ha
establecido soberanos de sus pueblos o a los que han recibido de él la gracia
y el celo suficientes para ser profetas, le fuera permitido dedicarse a
modificarlas en algo; y en cuanto a mis especulaciones, aunque eran muy de
mi gusto, he creído que los demás tendrían otras también, que acaso les
gustaran más. Pero tan pronto como hube adquirido algunas nociones
generales de la física y comenzado a ponerlas a prueba en varias
dificultades particulares, notando entonces cuán lejos pueden llevarnos y
cuán diferentes son de los principios que se han usado hasta ahora, creí
que conservarlas ocultas era grandísimo pecado, que infringía la ley que nos
obliga a procurar el bien general de todos los hombres, en cuanto ello esté
en nuestro poder. Pues esas nociones me han enseñado que es posible llegar
a conocimientos muy útiles para la vida, y que, en lugar de la filosofía
especulativa, enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica,
por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del
agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos, que
nos rodean, tan distintamente como conocemos los oficios varios de
nuestros artesanos, podríamos aprovecharlas del mismo modo, en todos los
usos a que sean propias, y de esa suerte hacernos como dueños y
poseedores de la naturaleza. Lo cual es muy de desear, no sólo por la
invención de una infinidad de artificios que nos permitirían gozar sin
ningún trabajo de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay
en ella, sino también principalmente por la conservación de la salud, que es,
sin duda, el primer bien y el fundamento de los otros bienes de esta vida,
porque el espíritu mismo depende tanto del temperamento y de
la disposición de los órganos del cuerpo, que, si es posible encontrar algún
medio para hacer que los hombres sean comúnmente más sabios y más
hábiles que han sido hasta aquí, creo que es en la medicina en donde hay
que buscarlo. Verdad es que la que ahora se usa contiene pocas cosas de
tan notable utilidad; pero, sin que esto sea querer despreciarla, tengo por
cierto que no hay nadie, ni aun los que han hecho de ella su profesión, que
no confiese que cuanto se sabe, en esa ciencia, no es casi nada comparado
con lo que queda por averiguar y que podríamos librarnos de una infinidad
de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu, y hasta quizá de la
debilidad que la vejez nos trae, si tuviéramos bastante conocimiento de sus
causas y de todos los remedios, de que la naturaleza nos ha provisto. Y
como yo había concebido el designio de emplear mi vida entera en
la investigación de tan necesaria ciencia, y como había encontrado un
camino que me parecía que, siguiéndolo, se debe infaliblemente dar con
ella, a no ser que lo impida la brevedad de la vida o la falta de experiencias,
juzgaba que no hay mejor remedio contra esos dos obstáculos, sino
comunicar fielmente al público lo poco que hubiera encontrado e invitar a
los buenos ingenios a que traten de seguir adelante, contribuyendo cada
cual, según su inclinación y sus fuerzas, a las experiencias que habría que
hacer, y comunicando asimismo al público todo cuanto averiguaran, con el
fin de que, empezando los últimos por donde hayan terminado sus
predecesores, y juntando así las vidas y los trabajos de varios, llegásemos
todos juntos mucho más allá de donde puede llegar uno en particular.
Y aun observé, en lo referente a las experiencias, que son tanto más
necesarias cuanto más se ha adelantado en el conocimiento, pues al
principio es preferible usar de las que se presentan por sí mismas a nuestros
sentidos y que no podemos ignorar por poca reflexión que hagamos,
que buscar otras más raras y estudiadas; y la razón de esto es que esas más
raras nos engañan muchas veces, si no sabemos ya las causas de las otras
más comunes y que las circunstancias de que dependen son casi siempre tan
particulares y tan pequeñas, que es muy difícil notarlas.
Pero el orden que he llevado en esto ha sido el siguiente: primero he
procurado hallar, en general, los principios o primeras causas de todo lo que
en el mundo es o puede ser, sin considerar para este efecto nada más que
Dios solo, que lo ha creado, ni sacarlas de otro origen, sino de ciertas
semillas de verdades, que están naturalmente en nuestras almas; después he
examinado cuáles sean los primeros y más ordinarios efectos que de esas
causas pueden derivarse, y me parece que por tales medios he encontrado
unos cielos, unos astros, una tierra, y hasta en la tierra, agua, aire,
fuego, minerales y otras cosas que, siendo las más comunes de todas y las
más simples, son también las más fáciles de conocer. Luego, cuando quise
descender a las más particulares, presentáronseme tantas y tan varias, que
no he creído que fuese posible al espíritu humano distinguir las formas
o especies de cuerpos, que están en la tierra, de muchísimas otras que
pudieran estar en ella, si la voluntad de Dios hubiere sido ponerlas, y, por
consiguiente, que no es posible tampoco referirlas a nuestro servicio, a no
ser que salgamos al encuentro de las causas por los efectos y hagamos uso
de varias experiencias particulares. En consecuencia, hube de repasar en mi
espíritu todos los objetos que se habían presentado ya a mis sentidos, y no
vacilo en afirmar que nada vi en ellos que no pueda explicarse, con bastante
comodidad, por medio de los principios hallados por mí.
Pero debo asimismo confesar que es tan amplia y tan vasta la potencia de
la naturaleza y son tan simples y tan generales esos principios, que no
observo casi ningún efecto particular, sin en seguida conocer que puede
derivarse de ellos en varias diferentes maneras, y mi mayor dificultad es,
por lo común, encontrar por cuál de esas maneras depende de aquellos
principios; y no sé otro remedio a esa dificultad que el buscar algunas
experiencias, que sean tales que no se produzca del mismo modo el efecto,
si la explicación que hay que dar es esta o si es aquella otra. Además, a tal
punto he llegado ya, que veo bastante bien, a mi parecer, el rodeo que hay
que tomar, para hacer la mayor parte de las experiencias que pueden servir
para esos efectos; pero también veo que son tantas y tales, que ni mis manos
ni mis rentas, aunque tuviese mil veces más de lo que tengo, bastarían a
todas; de suerte que, según tenga en adelante comodidad para hacer más o
menos, así también adelantaré más o menos en el conocimiento de la
naturaleza; todo lo cual pensaba dar a conocer, en el tratado que había
escrito, mostrando tan claramente la utilidad que el público puede obtener,
que obligase a cuantos desean en general el bien de los hombres, es decir, a
cuantos son virtuosos efectivamente y no por apariencia falsa y mera
opinión, a comunicarme las experiencias que ellos hubieran hecho y a
ayudarme en la investigación de las que aun me quedan por hacer.
Pero de entonces acá, hánseme ocurrido otras razones que me han hecho
cambiar de opinión y pensar que debía en verdad seguir escribiendo cuantas
cosas juzgara de alguna importancia, conforme fuera descubriendo su
verdad, poniendo en ello el mismo cuidado que si las tuviera que imprimir,
no sólo porque así disponía de mayor espacio para examinarlas bien, pues
sin duda, mira uno con más atención lo que piensa que otros han de
examinar, que lo que hace para sí solo (y muchas cosas que me han
parecido verdaderas cuando he comenzado a concebirlas, he conocido luego
que son falsas, cuando he ido a estamparlas en el papel), sino también para
no perder ocasión de servir al público, si soy en efecto capaz de ello, y
porque, si mis escritos valen algo, puedan usarlos como crean más
conveniente los que los posean después de mi muerte; pero pensé que no
debía en manera alguna consentir que fueran publicados, mientras yo
viviera, para que ni las oposiciones y controversias que acaso suscitaran, ni
aun la reputación, fuere cual fuere, que me pudieran proporcionar, me
dieran ocasión de perder el tiempo que me propongo emplear en instruirme.
Pues si bien es cierto que todo hombre está obligado a procurar el bien de
los demás, en cuanto puede, y que propiamente no vale nada quien a nadie
sirve, sin embargo, también es cierto que nuestros cuidados han de
sobrepasar el tiempo presente y que es bueno prescindir de ciertas cosas,
que quizá fueran de algún provecho para los que ahora viven, cuando es
para hacer otras que han de ser más útiles aun a nuestros nietos. Y, en
efecto, es bueno que se sepa que lo poco que hasta aquí he aprendido no es
casi nada, en comparación de lo que ignoro y no desconfío de
poder aprender; que a los que van descubriendo poco a poco la verdad, en
las ciencias, les acontece casi lo mismo que a los que empiezan a
enriquecerse, que les cuesta menos trabajo, siendo ya algo ricos, hacer
grandes adquisiciones, que antes, cuando eran pobres, recoger pequeñas
ganancias. También pueden compararse con los jefes de ejército, que crecen
en fuerzas conforme ganan batallas, y necesitan más atención y esfuerzo
para mantenerse después de una derrota, que para tomar ciudades y
conquistar provincias después de una victoria; que verdaderamente es como
dar batallas el tratar de vencer todas las dificultades y errores que nos
impiden llegar al conocimiento de la verdad y es como perder una el admitir
opiniones falsas acerca de alguna materia un tanto general e importante; y
hace falta después mucha más destreza para volver a ponerse en el mismo
estado en que se estaba, que para hacer grandes progresos, cuando se
poseen ya principios bien asegurados. En lo que a mí respecta, si he logrado
hallar algunas verdades en las ciencias (y confío que lo que va en
este volumen demostrará que algunas he encontrado), puedo decir que no
son sino consecuencias y dependencias de cinco o seis principales
dificultades que he resuelto y que considero como otras tantas batallas, en
donde he tenido la fortuna de mi lado; y hasta me atreveré a decir que
pienso que no necesito ganar sino otras dos o tres como esas, para llegar al
término de mis propósitos, y que no es tanta mi edad que no pueda, según el
curso ordinario de la naturaleza, disponer aún del tiempo necesario para ese
efecto. Pero por eso mismo, tanto más obligado me creo a ahorrar el tiempo
que me queda, cuantas mayores esperanzas tengo de poderlo emplear bien;
y sobrevendrían, sin duda, muchas ocasiones de perderlo si publicase los
fundamentos de mi física; pues aun cuando son tan evidentes todos, que
basta entenderlos para creerlos, y no hay uno solo del que no pueda
dar demostraciones, sin embargo, como es imposible que concuerden con
todas las varias opiniones de los demás hombres, preveo que suscitarían
oposiciones, que me distraerían no poco de mi labor.
Puede objetarse a esto diciendo que esas oposiciones serían útiles, no
sólo porque me darían a conocer mis propias faltas, sino también porque, de
haber en mí algo bueno, los demás hombres adquirirían por ese medio una
mejor inteligencia de mis opiniones; y como muchos ven más que uno solo,
si comenzaren desde luego a hacer uso de mis principios, me ayudarían
también con sus invenciones. Pero aun cuando me conozco como muy
expuesto a errar, hasta el punto de no fiarme casi nunca de los primeros
pensamientos que se me ocurren, sin embargo, la experiencia que tengo de
las objeciones que pueden hacerme, me quita la esperanza de obtener de
ellas algún provecho; pues ya muchas veces he podido examinar los juicios
ajenos, tanto los pronunciados por quienes he considerado como amigos
míos, como los emitidos por otros, a quienes yo pensaba ser indiferente, y
hasta los de algunos, cuya malignidad y envidia sabía yo que habían de
procurar descubrir lo que el afecto de mis amigos no hubiera conseguido
ver; pero rara vez ha sucedido que me hayan objetado algo enteramente
imprevisto por mí, a no ser alguna cosa muy alejada de mi asunto; de suerte
que casi nunca he encontrado un censor de mis opiniones que no me
pareciese o menos severo o menos equitativo que yo mismo. Y tampoco he
notado nunca que las disputas que suelen practicarse en las escuelas sirvan
para descubrir una verdad antes ignorada; pues esforzándose cada cual por
vencer a su adversario, más se ejercita en abonar la verosimilitud que
en pesar las razones de una y otra parte; y los que han sido durante largo
tiempo buenos abogados, no por eso son luego mejores jueces.
En cuanto a la utilidad que sacaran los demás de la comunicación de mis
pensamientos, tampoco podría ser muy grande, ya que aun no los he
desenvuelto hasta tal punto, que no sea preciso añadirles mucho, antes de
ponerlos en práctica. Y creo que, sin vanidad, puedo decir que si alguien
hay capaz de desarrollarlos, he de ser yo mejor que otro cualquiera, y no
porque no pueda haber en el mundo otros ingenios mejores que el mío, sin
comparación, sino porque el que aprende de otro una cosa, no es posible
que la conciba y la haga suya tan plenamente como el que la inventa.
Y tan cierto es ello en esta materia, que habiendo yo explicado muchas
veces algunas opiniones mías a personas de muy buen ingenio, parecían
entenderlas muy distintamente, mientras yo hablaba, y, sin embargo, cuando
luego las han repetido, he notado que casi siempre las han alterado de
tal suerte que ya no podía yo reconocerlas por mías. Aprovecho esta ocasión
para rogar a nuestros descendientes que no crean nunca que proceden de mí
las cosas que les digan otros, si no es que yo mismo las haya divulgado; y
no me asombro en modo alguno de esas extravagancias que se atribuyen a
los antiguos filósofos, cuyos escritos no poseemos, ni juzgo por ellas que
hayan sido sus pensamientos tan desatinados, puesto que aquellos hombres
fueron los mejores ingenios de su tiempo; sólo pienso que sus opiniones
han sido mal referidas. Asimismo vemos que casi nunca ha ocurrido que
uno de los que siguieron las doctrinas de esos grandes ingenios haya
superado al maestro; y tengo por seguro que los que con mayor ahínco
siguen hoy a Aristóteles, se estimarían dichosos de poseer tanto
conocimiento de la naturaleza como tuvo él, aunque hubieran de
someterse a la condición de no adquirir nunca más amplio saber. Son como
la yedra, que no puede subir más alto que los árboles en que se enreda y
muchas veces desciende, después de haber llegado hasta la copa; pues me
parece que también los que siguen una doctrina ajena descienden, es decir,
se tornan en cierto modo menos sabios que si se abstuvieran de estudiar; los
tales, no contentos con saber todo lo que su autor explica inteligiblemente,
quieren además encontrar en él la solución de varias dificultades, de las
cuales no habla y en las cuales acaso no pensó nunca. Sin embargo,
es comodísima esa manera de filosofar, para quienes poseen ingenios muy
medianos, pues la oscuridad de las distinciones y principios de que usan, les
permite hablar de todo con tanta audacia como si lo supieran, y mantener
todo cuanto dicen contra los más hábiles y los más sutiles, sin que haya
medio de convencerles; en lo cual parécenme semejar a un ciego que, para
pelear sin desventaja contra uno que ve, le hubiera llevado a alguna
profunda y oscurísima cueva; y puedo decir que esos tales tienen interés en
que yo no publique los principios de mi filosofía, pues siendo, como son,
muy sencillos y evidentes, publicarlos sería como abrir ventanas y dar luz a
esa cueva adonde han ido a pelear. Mas tampoco los ingenios mejores han
de tener ocasión de desear conocerlos, pues si lo que quieren es saber hablar
de todo y cobrar fama de doctos, lo conseguirán más fácilmente
contentándose con lo verosímil, que sin gran trabajo puede hallarse en todos
los asuntos, que buscando la verdad, que no se descubre sino poco a poco
en algunas materias y que, cuando es llegada la ocasión de hablar de otros
temas, nos obliga a confesar francamente que los ignoramos. Pero si
estiman que una verdad pequeña es preferible a la vanidad de parecer
saberlo todo, como, sin duda, es efectivamente preferible, y si lo que
quieren es proseguir un intento semejante al mío, no necesitan para ello que
yo les diga más de lo que en este discurso llevo dicho; pues si son capaces
de continuar mi obra, tanto más lo serán de encontrar por sí mismos todo
cuanto pienso yo que he encontrado, sin contar con que, habiendo yo
seguido siempre mis investigaciones ordenadamente, es seguro que lo que
me queda por descubrir es de suyo más difícil y oculto que lo que he podido
anteriormente encontrar y, por tanto, mucho menos gusto hallarían en
saberlo por mí, que en indagarlo solos; y además, la costumbre que
adquirirán buscando primero cosas fáciles y pasando poco a poco a otras
más difíciles, les servirá mucho mejor que todas mis instrucciones.
Yo mismo estoy persuadido de que si, en mi mocedad, me hubiesen
enseñado todas las verdades cuyas demostraciones he buscado luego y no
me hubiese costado trabajo alguno el aprenderlas, quizá no supiera hoy
ninguna otra cosa, o por lo menos nunca hubiera adquirido la costumbre y
facilidad que creo tener de encontrar otras nuevas, conforme me aplico a
buscarlas. Y, en suma, si hay en el mundo una labor que no pueda nadie
rematar tan bien como el que la empezó, es ciertamente la que me ocupa.
Verdad es que en lo que se refiere a las experiencias que pueden servir
para ese trabajo, no basta un hombre solo a hacerlas todas; pero tampoco
ese hombre podrá emplear con utilidad ajenas manos, como no sean las de
artesanos u otras gentes, a quienes pueda pagar, pues la esperanza de una
buena paga, que es eficacísimo medio, hará que esos operarios
cumplan exactamente sus prescripciones. Los que voluntariamente, por
curiosidad o deseo de aprender, se ofrecieran a ayudarle, además de que
suelen, por lo común, ser más prontos en prometer que en cumplir y no
hacen sino bellas proposiciones, nunca realizadas, querrían infaliblemente
recibir, en cambio, algunas explicaciones de ciertas dificultades, o por lo
menos obtener halagos y conversaciones inútiles, las cuales, por corto que
fuera el tiempo empleado en ellas, representarían, al fin y al cabo, una
positiva pérdida. Y en cuanto a las experiencias que hayan hecho ya los
demás, aun cuando se las quisieren comunicar - cosa que no harán nunca
quienes les dan el nombre de secretos -, son las más de entre ellas
compuestas de tantas circunstancias o ingredientes superfluos, que le
costaría no pequeño trabajo descifrar lo que haya en ellas de verdadero; y,
además, las hallaría casi todas tan mal explicadas e incluso tan falsas,
debido a que sus autores han procurado que parezcan conformes con sus
principios, que, de haber algunas que pudieran servir, no valdrían desde
luego el tiempo que tendría que gastar en seleccionarlas. De suerte que si en
el mundo hubiese un hombre de quien se supiera con seguridad que es
capaz de encontrar las mayores cosas y las más útiles para el público y, por
este motivo, los demás hombres se esforzasen por todas las maneras en
ayudarle a realizar sus designios, no veo que pudiesen hacer por él nada
más sino contribuir a sufragar los gastos de las experiencias, que fueren
precisas, y, por lo demás, impedir que vinieran importunos a estorbar sus
ocios laboriosos. Mas sin contar con que no soy yo tan presumido que vaya
a prometer cosas extraordinarias, ni tan repleto de vanidosos pensamientos
que vaya a figurarme que el público ha de interesarse mucho por mis
propósitos, no tengo tampoco tan rebajada el alma, como para aceptar de
nadie un favor que pudiera creerse que no he merecido.
Todas estas consideraciones juntas fueron causa de que no quise, hace
tres años, divulgar el tratado que tenía entre manos, y aun resolví no
publicar durante mi vida ningún otro de índole tan general, que por él
pudieran entenderse los fundamentos de mi física. Pero de entonces acá
han venido otras dos razones a obligarme a poner en este libro algunos
ensayos particulares y a dar alguna cuenta al público de mis acciones y de
mis designios; y es la primera que, de no hacerlo, algunos que han sabido
que tuve la intención de imprimir ciertos escritos, podrían acaso
figurarse que los motivos, por los cuales me he abstenido, son de índole que
menoscaba mi persona; pues, aun cuando no siento un excesivo amor por la
gloria y hasta me atrevo a decir que la odio, en cuanto que la juzgo
contraria a la quietud, que es lo que más aprecio, sin embargo, tampoco
he hecho nunca nada por ocultar mis actos, como si fueran crímenes, ni he
tomado muchas precauciones para permanecer desconocido, no sólo porque
creyera de ese modo dañarme a mí mismo, sino también porque ello habría
provocado en mí cierta especie de inquietud, que hubiera venido a perturbar
la perfecta tranquilidad de espíritu que busco; y así, habiendo
siempre permanecido indiferente entre el cuidado de ser conocido y el de no
serlo, no he podido impedir cierta especie de reputación que he adquirido,
por lo cual he pensado que debía hacer por mi parte lo que pudiera, para
evitar al menos que esa fama sea mala. La segunda razón, que me ha
obligado a escribir esto, es que veo cada día cómo se retrasa más y más el
propósito que he concebido de instruirme, a causa de una infinidad de
experiencias que me son precisas y que no puedo hacer sin ayuda ajena, y
aunque no me precio de valer tanto como para esperar que el público tome
mucha parte en mis intereses, sin embargo, tampoco quiero faltar a lo que
me debo a mí mismo, dando ocasión a que los que me sobrevivan puedan
algún día hacerme el cargo de que hubiera podido dejar acabadas muchas
mejores cosas, si no hubiese prescindido demasiado de darles a
entender cómo y en qué podían ellos contribuir. a mis designios.
Y he pensado que era fácil elegir algunas materias que, sin provocar
grandes controversias, ni obligarme a declarar mis principios más
detenidamente de lo que deseo, no dejaran de mostrar con bastante claridad
lo que soy o no soy capaz de hacer en las ciencias. En lo cual no puedo
decir si he tenido buen éxito, pues no quiero salir al encuentro de los juicios
de nadie, hablando yo mismo de mis escritos; pero me agradaría mucho que
fuesen examinados y, para dar más amplia ocasión de hacerlo, ruego a
quienes tengan objeciones que formular, que se tomen la molestia de
enviarlas a mi librero, quien me las transmitirá, y procuraré dar respuesta
que pueda publicarse con las objeciones; de este modo, los lectores, viendo
juntas unas y otras, juzgarán más cómodamente acerca de la verdad, pues
prometo que mis respuestas no serán largas y me limitaré a confesar mis
faltas francamente, si las conozco y, si no puedo apercibirlas,
diré sencillamente lo que crea necesario para la defensa de mis escritos, sin
añadir la explicación de ningún asunto nuevo, a fin de no involucrar
indefinidamente uno en otro.
Si alguna de las cosas de que hablo al principio de la Dióptrica y de los
Meteoros producen extrañeza, porque las llamo suposiciones y no parezco
dispuesto a probarlas, téngase la paciencia de leerlo todo atentamente, y
confío en que se hallará satisfacción; pues me parece que las razones se
enlazan unas con otras de tal suerte que, como las últimas están
demostradas por las primeras, que son sus causas, estas primeras a su vez lo
están por las últimas, que son sus efectos. Y no se imagine que en esto
cometo la falta que los lógicos llaman círculo, pues como la
experiencia muestra que son muy ciertos la mayor parte de esos efectos, las
causas de donde los deduzco sirven más que para probarlos, para
explicarlos, y, en cambio, esas causas quedan probadas por estos efectos. Y
si las he llamado suposiciones, es para que se sepa que pienso poder
deducirlas de las primeras verdades que he explicado en este discurso; pero
he querido expresamente no hacerlo, para impedir que ciertos ingenios, que
con solo oír dos o tres palabras se imaginan que saben en un día lo que otro
ha estado veinte años pensando, y que son tanto más propensos a errar e
incapaces de averiguar la verdad, cuanto más penetrantes y ágiles, no
aprovechen la ocasión para edificar alguna extravagante filosofía sobre los
que creyeren ser mis principios, y luego se me atribuya a mí la culpa; que
por lo que toca a las opiniones enteramente mías, no las excuso por nuevas,
pues si se consideran bien las razones que las abonan, estoy seguro de que
parecerán tan sencillas y tan conformes con el sentido común, que serán
tenidas por menos extraordinarias y extrañas que cualesquiera otras que
puedan sustentarse acerca de los mismos asuntos; y no me precio tampoco
de ser el primer inventor de ninguna de ellas, sino solamente de no haberlas
admitido, ni porque las dijeran otros, ni porque no las dijeran, sino sólo
porque la razón me convenció de su verdad.
Si los artesanos no pueden en buen tiempo ejecutar el invento que
explico en la Dióptrica, no creo que pueda decirse por eso que es malo;
pues, como se requiere mucha destreza y costumbre para hacer y encajar las
máquinas que he descrito, sin que les falte ninguna circunstancia, tan
extraño sería que diesen con ello a la primera vez, como si alguien
consiguiese aprender en un día a tocar el laúd, de modo excelente, con solo
haber estudiado un buen papel pautado. Y si escribo en francés, que es la
lengua de mi país, en lugar de hacerlo en latín, que es el idioma empleado
por mis preceptores, es porque espero que los que hagan uso de su
pura razón natural, juzgarán mejor mis opiniones que los que sólo creen en
los libros antiguos; y en cuanto a los que unen el buen sentido con el
estudio, únicos que deseo sean mis jueces, no serán seguramente tan
parciales en favor del latín, que se nieguen a oír mis razones, por ir
explicadas en lengua vulgar.
Por lo demás, no quiero hablar aquí particularmente de los progresos que
espero realizar más adelante en las ciencias ni comprometerme con el
público, prometiéndole cosas que no esté seguro de cumplir; pero diré tan
sólo que he resuelto emplear el tiempo que me queda de vida en procurar
adquirir algún conocimiento de la naturaleza, que sea tal, que se puedan
derivar para la medicina reglas más seguras que las hasta hoy usadas, y que
mi inclinación me aparta con tanta fuerza de cualesquiera otros designios,
sobre todo de los que no pueden servir a unos, sin dañar a otros, que si
algunas circunstancias me constriñesen a entrar en ellos, creo que no sería
capaz de llevarlos a buen término. Esta declaración que aquí hago bien sé
que no ha de servir para hacerme importante en el mundo; mas no tengo
ninguna gana de serlo y siempre me consideraré más obligado con los que
me hagan la merced de ayudarme a gozar de mis ocios, sin tropiezo, que
con los que me ofrezcan los cargos más honorables de la tierra.