No Seas Incrédulo
No Seas Incrédulo
No Seas Incrédulo
Juan 20:24-29.
Introducción:
Para el momento de estos hechos, ha pasado una semana desde que Cristo
resucitó. Una semana en que los doce, las mujeres y los demás discípulos cercanos han podido
llenar su corazón de gozo y esperanza, dejando atrás el dolor y la angustia, al ver a Cristo
resucitado. Una semana en que ya atesoran este precioso Evangelio en sus corazones, celebrando
esa resurrección que divide toda la historia en un antes y un después, y tiene un impacto definitivo
en la eternidad.
Todos los discípulos se encontraban disfrutando de esta fiesta en sus corazones, menos
uno: Tomás, quien fue el único de los doce que no estuvo en el momento en que Jesús apareció
a sus discípulos para confirmar su fe.
Por lo mismo, Jesús aparece nuevamente a sus discípulos, el domingo siguiente al de su
resurrección. En este relato, que aparece únicamente en este Evangelio, vemos que nuestro Señor
demuestra una gran misericordia y confirma la fe de Tomás; un discípulo que había manifestado una
insolente incredulidad, pero que por gracia de Dios termina realizando una de las confesiones de fe
en Cristo más significativas de la historia.
Es precioso ver cómo el Señor confirma la fe débil de nosotros sus hijos. Al igual que Tomás,
somos confirmados por el Señor en tiempos de incredulidad.
I. La incredulidad de Tomás.
Tomás, cuyo nombre significa ‘gemelo’, es mencionado en los otros Evangelios, pero sólo el de
Juan registra algunas de sus intervenciones, con lo cual podemos tener una idea de su persona.
Lamentablemente, este discípulo en general es conocido sólo por este episodio, y se le ha llegado a
llamar ‘Tomás ‘el incrédulo’, un apodo triste tratándose de un discípulo, tanto así que de este pasaje
surge el refrán “ver para creer”.
Lo cierto es que se trató de un Apóstol bastante fiel de Jesús, aunque algo pesimista. Al ver
que Jesús estaba decidido a ir, Tomás dice a sus condiscípulos: “Vamos también nosotros, para que
muramos con él” (Jn. 11:16). Su pensamiento es: “Van a matar a Jesús, así que es mejor que no
muera solo, todos muramos con Él. Todos vamos a morir”.
Luego, en la última cena, cuando Jesús anunció a sus discípulos que estaba por ascender de este
mundo al Padre, Tomás le pregunta: “Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos
saber el camino?” (Jn. 14:5). En otras palabras, “Señor, queremos seguirte, pero no sabemos cómo
ni adónde”, con un sentido de lamento. Así, expresaba su fidelidad, pero sin mucha esperanza.
La respuesta de Jesús a esta inquietud terminaría siendo una de las declaraciones más sublimes
que Cristo hizo sobre sí mismo (Jn. 14:6).
Es así como Tomás, junto con los otros discípulos, huyó aterrorizado y confundido cuando
arrestaron a Jesús, abandonándolo en la hora más oscura. Y el día en que Cristo resucitó, al
momento en que los discípulos se encontraban congregados, Tomás se ausentó, perdiéndose así
la gran bendición de ver al Cristo resucitado que acudió a confirmar la fe de ellos. Aunque podemos
ser restaurados, cuando abandonamos nuestro puesto y dejamos la comunión del Espíritu en medio
de nuestros hermanos, perderemos preciosas bendiciones.
A propósito de esto, J.C. Ryle comenta: “Ausentarse de la casa de Dios los domingos sin una
buena razón, perderse la Santa Cena cuando es administrada en nuestra congregación, y dejar
nuestro lugar vacío cuando los medios de gracia se están llevando a cabo; nunca será una forma
para ser un cristiano que crece y prospera. El mismo sermón que nos perdimos innecesariamente,
puede contener una palabra preciosa, oportuna para nuestras almas. La misma reunión de oración y
alabanza de la que nos ausentamos, puede ser aquella reunión que podría haber guardado,
afirmado y despertado nuestros corazones. Sabemos poco sobre cuán dependiente es nuestra salud
espiritual de ayudas pequeñas, regulares y habituales, y cuánto sufrimos si nos perdemos nuestra
medicina”.
Sin embargo, el Señor transformó este mal en bien, de modo que esa ausencia de Tomás resultó
no sólo en una nueva confirmación de la fe de los discípulos y del mismo Tomás, sino también en
una nueva evidencia de la resurrección para nosotros.
Cuando converso con alguien que está desilusionado del Señor, le podemos preguntar: “¿Qué fue
lo que Dios te prometió y luego no cumplió? ¿En qué te ha fallado?” Para que la persona aprenda
a distinguir entre sus deseos personales y lo que Dios efectivamente ha prometido. Dios no es
nuestro genio en la lámpara, sino que es el Señor de todas las cosas, y nosotros sus siervos por
misericordia. No se trata de nuestros deseos y expectativas terrenales, sino de su perfecta voluntad.
Tomás y quienes se encuentran en este estado de “incredulidad por desilusión”, demuestran que
son sabios en su propia opinión, tienen un exceso de confianza en su visión de las cosas y en su
criterio. Aquí vemos a Tomás, un simple discípulo, un vaso de barro, imponiendo condiciones al
alfarero para creer en Él. Él está rechazando el anuncio del Evangelio, para él no es suficiente:
quiere ver y sentir, quiere señales.
Que las desilusiones no te alejen del Señor, sino más bien que te lleven a analizar en qué estás
poniendo tu esperanza, y te sirvan para reenfocar tu corazón y elevarlo al Señor en alabanza y
oración. Que la desilusión te lleve a los pies de Cristo, para que allí, humillado ante su presencia,
te des cuenta de que Él es todo lo que tienes realmente, y todo lo que necesitas, que no hay bien
fuera de Él.
La Escritura nos llama a velar por nuestros hermanos y ver que esta incredulidad no brote en
medio nuestro.
Tomás se mantuvo durante una semana en este suspenso de su incredulidad amarga, mientras
los demás se gozaban con todo su ser en la resurrección de Cristo.
II. La increíble misericordia de nuestro Salvador
Y es así porque es difícil pensar en una actitud más irrespetuosa y provocadora que la de
Tomás, pero también es imposible imaginar una actitud más paciente y compasiva que el trato
que Jesús le dio en respuesta.
Es así como Jesús vino y se puso nuevamente de pie en medio de ellos, en lo que parece una
repetición exacta de su primera aparición, ingresando de manera sobrenatural a ese cuarto cerrado.
Una vez más, las primeras palabras que les dirige no son reproches, ni recriminaciones, ni
acusaciones: lo primero que les dice es “Paz a vosotros” (v. 26). Aunque se trata de una forma
tradicional de saludar entre los judíos (“Shalom Aleijem”), ahora cobraba un nuevo sentido, ya que
esa paz es la que Él les había prometido en su enseñanza la noche previa a su crucifixión, y es la
paz que Él había comprado para ellos a través de su sacrificio, y que ahora podía derramar sobre
ellos como un regalo. Esa paz permite a Tomás estar delante de Cristo sin ser fulminado en el
acto por su insolencia, y que en lugar de eso él sea ahora confirmado en su fe.
Y lo que hace Jesús es impresionante (v. 27): dio la oportunidad a Tomás de recibir toda la
evidencia que exigió, una por una, con lo que revela también su omnisciencia, ya que sin estar
presente en la conversación de los discípulos; conoció en detalle lo que ellos conversaron: Tomás
exigió: “si no viere en sus manos la señal de los clavos”, y a eso Jesús respondió: “mira mis manos”.
Tomás requirió: “[si no] metiere mi dedo en el lugar de los clavos”, y Jesús le dijo: “pon aquí tu dedo”.
Tomás demandó: “[si no] metiere mi mano en su costado”, y Jesús lo invitó diciendo: “acerca tu
mano, y métela en mi costado”; y cerró todo esto diciendo: “no seas incrédulo, sino creyente”.
Tomás merecía ser expulsado de entre los discípulos por su tremenda insolencia, pero en lugar
de eso, recibió paciencia, compasión, y finalmente se le dio la misma evidencia que a los
discípulos que se encontraban congregados el día de la resurrección, una semana antes. Piensa en
la misericordia que el Señor ha tenido contigo: Esta misma semana, ¿Cuántas veces has dudado
de Él y de sus promesas? ¿Cuántas veces has actuado como si no hubiera Dios, o como si Cristo no
fuera tu Señor y Salvador? ¿Cuántas veces has dejado que el engaño del pecado te seduzca,
llevándote a dejar de confiar en Cristo? Sin embargo, ¿Te puedes dar cuenta de cómo te ha
guardado el Señor? Si estás aquí, es porque Él te sigue preservando, y te da la oportunidad de
escuchar su Palabra para guardar tu corazón, te permite cantar y orar con tus hermanos para animar
tu alma y fortalecer tu fe. No olvides ninguno de sus beneficios, y recuerda que Él ha dicho que no se
dormirá el que te guarda (Sal. 121:3).
Vemos a Jesús aquí no como un capataz cruel con un látigo en su mano, pronto a molernos a
azotes apenas vea el más mínimo error, sino como ese Pastor tierno, guiándonos con paciencia a
caminar aún cuando nuestros pasos de fe sean débiles, vacilantes y torpes.
¿Y por qué Jesús, además de dar las pruebas, agrega esta exhortación a dejar la incredulidad y ser
creyente? Porque la sola prueba material de la resurrección no era suficiente. Tomás debía rendir
su corazón a Cristo, recibir al Cristo resucitado por la fe.
No basta con ver con ojos físicos, debe haber un corazón transformado por la obra del
Espíritu para que exista la fe verdadera, aquella que salva. Entonces, no se trata de ‘ver para creer’,
sino de ‘creer para ver’. Sólo contemplando a Cristo resucitado por la fe es que podemos ver
con claridad todo lo demás, ya que Él es la luz del mundo y alumbra todo para nosotros.
III. La fe bienaventurada
Ante esto, Tomás no pudo hacer otra cosa que caer rendido a los pies de Cristo. Lo que produjo
este efecto en él no fue sólo la evidencia que pudo apreciar en el cuerpo de Jesús, sino también el
darse cuenta de lo hondo y abominable de su pecado, pero aún más allá, que la misericordia y la
gracia de Dios eran todavía más profundas y abundantes que su pecado y rebelión.
Esto también nos muestra la reacción adecuada ante el amor del Jesús resucitado: una
confesión de fe que lo reconoce como Señor y Dios.
Vemos algo parecido en David, cuando su fe también había sido asfixiada, pero en ese caso por la
perversión del adulterio y el homicidio. Cuando fue exhortado por el profeta Natán, no pudo decir otra
cosa que: “Pequé contra Jehová” (2 S. 12:13), como despertando de repente de un aturdimiento de
pecado.
Pasa también con quienes caen a tal nivel de necedad, que pueden llegar a pasar por estaciones
en su vida en que actúan como si hubieran renunciado a la fe, o viven por momentos como
quienes no conocen a Dios. Si son hijos de Dios, es Él quien los preserva de alejarse
definitivamente, es Él quien mantiene y aviva la chispa de su fe por medio del Espíritu, y hay un
momento en que, como el hijo pródigo, “vuelven en sí”, y regresan en arrepentimiento, confesando
sus pecados en fe.
Es así, entonces, como Tomás vuelve a los pies de Jesús, haciendo esta confesión de fe
personal, “¡Señor mío, y Dios mío!”, se apropia de Cristo por la fe, es ‘su’ Señor y ‘su’ Dios. Su alma
fue traspasada por el Evangelio, ahora todo se veía claro y cada pieza caía en su lugar.
Esta confesión de fe de Tomás se une a otras muy significativas en este Evangelio: “Y nosotros
hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Jn. 6:69); Esta, junto con
la de Tomás, son confesiones de fe que todo aquél que se diga cristiano sea cual sea el tiempo y el
lugar en que viva, debe hacer desde lo más profundo de su corazón. Ruega para que desde tu
corazón nazca de manera viva y verdadera también esta confesión de fe en Jesús.
Hoy, algunos extraviados dicen que Jesús nunca afirmó ser Dios. Aquí tenemos una de
las declaraciones más claras de su divinidad, y Él no rechazó esta honra.
Las palabras de Jesús a Tomás aquí no son un reproche, sino una declaración que confirma su fe,
y prepara el camino para la bienaventuranza que expresa a continuación, y que nos bendice aquí y
ahora: “bienaventurados los que no vieron, y creyeron”.
Nosotros somos quienes no pudimos tener esta experiencia visual de Tomás, pero que, en parte
por conocer esta experiencia y el testimonio de Tomás, podemos venir a la misma fe que tuvo él, y al
ver a Cristo resucitado por medio de la fe, podemos decir: “Señor mío, y Dios mío”.
Sí, la visión de Cristo por la fe es la definitiva y fundamental, y por eso es que la Escritura dice:
“Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en
nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2
Co. 4:6); y también “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la
gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu
del Señor” (2 Co. 3:18). Estas preciosas verdades se pueden decir tanto de los apóstoles testigos de
la resurrección como de quienes creímos por la palabra de ellos, ya que ambos grupos vinimos a
Cristo por la fe.
Quizá piensas que sería tan distinto si pudieras ver físicamente a Cristo, e imaginas que tu fe sería
mucho más fortalecida por eso. Pero el mismo Señor Jesús está diciendo que tu fe y la mía es más
bienaventurada, porque sin haber visto, creímos. Esa fe demuestra con mucha mayor fuerza la
obra del Espíritu en un corazón pecador, porque pese a que los ojos físicos no han visto, el
corazón sí tiene la certeza y la esperanza firme puesta en Cristo, y eso no puede ser otra cosa que
un milagro obrado por Dios en nosotros.
Esta visión del Cristo resucitado fue la que llevó a este Tomás, insolente e incrédulo, a predicar el
Evangelio en el terreno hostil de la India, y finalmente morir atravesado por una lanza debido a su
testimonio de Cristo. Lo único que puede transformar también tu vida de gloria en gloria, es la visión
de este Cristo glorioso, el ser alumbrado por su gloria y conmovido por su amor.
¿Qué te detiene de venir a Cristo? ¿Qué te estorba aún para entregar por completo tu vida a Él?
¿Qué podría ser más alto y más sublime que vivir completamente para este precioso Salvador?
Que, pese a tus luchas, tus debilidades y tus caídas, puedas poner los ojos de tu alma en Cristo por
medio de esa fe que Él mismo llamó bienaventurada, y te conmuevas por el amor de este precioso
Salvador que murió y resucitó por ti, y ahora te guía y te cuida con paciencia cada día: “no seas
incrédulo, sino creyente… bienaventurados los que no vieron, y creyeron”.