CAPÍTULO III Misa
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CAPÍTULO III Misa
Comunión misionera
32. Volvamos una vez más a la imagen bíblica de la vid y los sarmientos.
Ella nos introduce, de modo inmediato y natural, a la consideración de la
fecundidad y de la vida. Enraizados y vivificados por la vid, los
sarmientos son llamados a dar fruto: «Yo soy la vid, vosotros, los
sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn
15, 5). Dar fruto es una exigencia esencial de la vida cristiana y eclesial.
El que no da fruto no permanece en la comunión: «Todo sarmiento que
en mí no da fruto, (mi Padre) lo corta» (Jn 15, 2).
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caridad de Jesucristo, fuerza prodigiosa de cohesión interna y, a la vez,
de expansión externa. La misión de la Iglesia deriva de su misma
naturaleza, tal como Cristo la ha querido: la de ser «signo e instrumento
(...) de unidad de todo el género humano»[120]. Tal misión tiene como
finalidad dar a conocer a todos y llevarles a vivir la «nueva» comunión
que en el Hijo de Dios hecho hombre ha entrado en la historia del
mundo. En tal sentido, el testimonio del evangelista Juan define —y
ahora de modo irrevocable— ese fin que llena de gozo, y al que se dirige
la entera misión de la Iglesia: «Lo que hemos visto y oído, os lo
anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros.
Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo»
(1 Jn 1, 3).
Anunciar el Evangelio
33. Los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen
la vocación y misión de ser anunciadores del Evangelio: son habilitados
y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la iniciación
cristiana y por los dones del Espíritu Santo.
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la misma; conducen a la Iglesia a los hombres que quizás viven alejados
de Ella; cooperan con empeño en comunicar la palabra de Dios,
especialmente mediante la enseñanza del catecismo; poniendo a
disposición su competencia, hacen más eficaz la cura de almas y también
la administración de los bienes de la Iglesia»[122].
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difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateismo. Se trata, en
concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el que el
bienestar económico y el consumismo —si bien entremezclado con
espantosas situaciones de pobreza y miseria— inspiran y sostienen una
existencia vivida «como si no hubiera Dios». Ahora bien, el
indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para
resolver los problemas, incluso graves, de la vida, no son menos
preocupantes y desoladores que el ateismo declarado. Y también la fe
cristiana —aunque sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y
ceremoniales— tiende a ser arrancada de cuajo de los momentos más
significativos de la existencia humana, como son los momentos del
nacer, del sufrir y del morir. De ahí proviene el afianzarse de
interrogantes y de grandes enigmas, que, al quedar sin respuesta,
exponen al hombre contemporáneo a inconsolables decepciones, o a la
tentación de suprimir la misma vida humana que plantea esos problemas.
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sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y
fuerza para realizarse en plenitud.
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realizar todo su originario significado de adhesión a la persona de Cristo
y a su Evangelio, de encuentro y de comunión sacramental con Él, de
existencia vivida en la caridad y en el servicio.
La acción de los fieles laicos —que, por otra parte, nunca ha faltado en
este ámbito— se revela hoy cada vez más necesaria y valiosa. En
realidad, el mandato del Señor «Id por todo el mundo» sigue encontrando
muchos laicos generosos, dispuestos a abandonar su ambiente de vida, su
trabajo, su región o patria, para trasladarse, al menos por un determinado
tiempo, en zona de misiones. Se dan también matrimonios cristianos que,
a imitación de Aquila y Priscila (cf. Hch 18; Rm 16 3 s.), están
ofreciendo un confortante testimonio de amor apasionado a Cristo y a la
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Iglesia, mediante su presencia activa en tierras de misión. Auténtica
presencia misionera es también la de quienes, viviendo por diversos
motivos en países o ambientes donde aún no está establecida la Iglesia,
dan testimonio de su fe.
En esta nueva etapa, la formación no sólo del clero local, sino también de
un laicado maduro y responsable, se presenta en las jóvenes Iglesias
como elemento esencial e irrenunciable de la plantatio Ecclesiae[128].
De este modo, las mismas comunidades evangelizadas se lanzan hacia
nuevos rincones del mundo, para responder ellas también a la misión de
anunciar y testificar el Evangelio de Cristo.
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diversas religiones, como oportunamente han subrayado los Padres
sinodales: «Hoy la Iglesia vive por todas partes en medio de hombres de
distintas religiones (...). Todos los fieles, especialmente los laicos que
viven en medio de pueblos de otras religiones, tanto en las regiones de
origen como en tierras de emigración, han de ser para éstos un signo del
Señor y de su Iglesia, en modo adecuado a las circunstancias de vida de
cada lugar. El diálogo entre las religiones tiene una importancia
preeminente, porque conduce al amor y al respeto recíprocos, elimina, o
al menos disminuye, prejuicios entre los seguidores de las distintas
religiones, y promueve la unidad y amistad entre los pueblos»[129].
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servir al hombre. Tal servicio se enraiza primariamente en el hecho
prodigioso y sorprendente de que, «con la encarnación, el Hijo de Dios
se ha unido en cierto modo a cada hombre»[132].
Por eso el hombre «es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el
cumplimiento de su misión: él es la primera vía fundamental de la
Iglesia, vía trazada por el mismo Cristo, vía que inalterablemente pasa a
través de la Encarnación y de la Redención»[133].
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La dignidad personal es el bien más precioso que el hombre posee,
gracias al cual supera en valor a todo el mundo material. Las palabras de
Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si después
pierde su alma?» (Mc 8, 36) contienen una luminosa y estimulante
afirmación antropológica: el hombre vale no por lo que «tiene» —
¡aunque poseyera el mundo entero!—, sino por lo que «es». No cuentan
tanto los bienes de la tierra, cuanto el bien de la persona, el bien que es la
persona misma.
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La dignidad personal es propiedad indestructible de todo ser humano. Es
fundamental captar todo el penetrante vigor de esta afirmación, que se
basa en la unicidad y en la irrepetibilidad de cada persona. En
consecuencia, el individuo nunca puede quedar reducido a todo aquello
que lo querría aplastar y anular en el anonimato de la colectividad, de las
instituciones, de las estructuras, del sistema. En su individualidad, la
persona no es un número, no es un eslabón más de una cadena, ni un
engranaje del sistema. La afirmación que exalta más radicalmente el
valor de todo ser humano la ha hecho el Hijo de Dios encarnándose en el
seno de una mujer. También de esto continúa hablándonos la Navidad
cristiana[136].
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homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo
suicidio deliberado—; cuanto viola la integridad de la persona humana,
como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los
conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la
dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las
detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la
trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes,
que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin
respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas
estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan
la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y
son totalmente contrarias al honor debido al Creador»[137].
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de aquella animación cristiana del orden temporal, a la que son llamados
los fieles laicos según sus propias y específicas modalidades.
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La familia es la célula fundamental de la sociedad, cuna de la vida y del
amor en la que el hombre «nace» y «crece». Se ha de reservar a esta
comunidad una solicitud privilegiada, sobre todo cada vez que el
egoísmo humano, las campañas antinatalistas, las políticas totalitarias, y
también las situaciones de pobreza y de miseria física, cultural y moral,
además de la mentalidad hedonista y consumista, hacen cegar las fuentes
de la vida, mientras las ideologías y los diversos sistemas, junto a formas
de desinterés y desamor, atentan contra la función educativa propia de la
familia.
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eso, el compromiso apostólico orientado en favor de la familia adquiere
un incomparable valor social. Por su parte, la Iglesia está profundamente
convencida de ello, sabiendo perfectamente que «el futuro de la
humanidad pasa a través de la familia»[147].
Tal caridad, ejercitada no sólo por las personas en singular sino también
solidariamente por los grupos y comunidades, es y será siempre
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necesaria. Nada ni nadie la puede ni podrá sustituir; ni siquiera las
múltiples instituciones e iniciativas públicas, que también se esfuerzan en
dar respuesta a las necesidades —a menudo, tan graves y difundidas en
nuestros días— de una población. Paradójicamente esta caridad se hace
más necesaria, cuanto más las instituciones, volviéndose complejas en su
organización y pretendiendo gestionar toda área a disposición, terminan
por ser abatidas por el funcionalismo impersonal, por la exagerada
burocracia, por los injustos intereses privados, por el fácil y generalizado
encogerse de hombros.
42. La caridad que ama y sirve a la persona no puede jamás ser separada
de la justicia: una y otra, cada una a su modo, exigen el efectivo
reconocimiento pleno de los derechos de la persona, a la que está
ordenada la sociedad con todas sus estructuras e instituciones[149].
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opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no
justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los
cristianos en relación con la cosa pública.
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Los fieles laicos que trabajan en la política, han de respetar, desde luego,
la autonomía de las realidades terrenas rectamente entendida. Tal como
leemos en la Constitución Gaudium et spes, «es de suma importancia,
sobre todo allí donde existe una sociedad pluralista, tener un recto
concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia y
distinguir netamente entre la acción que los cristianos, aislada o
asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos de
acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan, en nombre
de la Iglesia, en comunión con sus pastores. La Iglesia, que por razón de
su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la
comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez
signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona
humana»[152]. Al mismo tiempo —y esto se advierte hoy como una
urgencia y una responsabilidad— los fieles laicos han de testificar
aquellos valores humanos y evangélicos, que están íntimamente
relacionados con la misma actividad política; como son la libertad y la
justicia, la solidaridad, la dedicación leal y desinteresada al bien de
todos, el sencillo estilo de vida, el amor preferencial por los pobres y los
últimos. Esto exige que los fieles laicos estén cada vez más animados de
una real participación en la vida de la Iglesia e iluminados por su
doctrina social. En esto podrán ser acompañados y ayudados por el
afecto y la comprensión de la comunidad cristiana y de sus
Pastores[153].
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La solidaridad política exige hoy un horizonte de actuación que,
superando la nación o el bloque de naciones, se configure como
continental y mundial.
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Entre los baluartes de la doctrina social de la Iglesia está el principio de
la destinación universal de los bienes. Los bienes de la tierra se ofrecen,
en el designio divino, a todos los hombres y a cada hombre como medio
para el desarrollo de una vida auténticamente humana. Al servicio de esta
destinación se encuentra la propiedad privada, que —precisamente por
esto— posee una intrínseca función social. Concretamente el trabajo del
hombre y de la mujer representa el instrumento más común e inmediato
para el desarrollo de la vida económica, instrumento, que, al mismo
tiempo, constituye un derecho y un deber de cada hombre.
Con ese fin, los fieles laicos han de cumplir su trabajo con competencia
profesional, con honestidad humana, con espíritu cristiano, como camino
de la propia santificación[159], según la explícita invitación del Concilio:
«Con el trabajo, el hombre provee ordinariamente a la propia vida y a la
de sus familiares; se une a sus hermanos los hombres y les hace un
servicio; puede practicar la verdadera caridad y cooperar con la propia
actividad al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto.
Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se
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asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una
dignidad sobreeminente, laborando con sus propias manos en
Nazaret»[160].
Por eso la Iglesia pide que los fieles laicos estén presentes, con la
insignia de la valentía y de la creatividad intelectual, en los puestos
privilegiados de la cultura, como son el mundo de la escuela y de la
universidad, los ambientes de investigación científica y técnica, los
lugares de la creación artística y de la reflexión humanista. Tal presencia
está destinada no sólo al reconocimiento y a la eventual purificación de
los elementos de la cultura existente críticamente ponderados, sino
también a su elevación mediante las riquezas originales del Evangelio y
de la fe cristiana. Lo que el Concilio Vaticano II escribe sobre las
relaciones entre el Evangelio y la cultura representa un hecho histórico
constante y, a la vez, un ideal práctico de singular actualidad y urgencia;
es un programa exigente consignado a la responsabilidad pastoral de la
Iglesia entera y, dentro de ella, a la específica responsabilidad de los
fieles laicos: «La grata noticia de Cristo renueva constantemente la vida
y la cultura del hombre caído, combate y elimina los errores y males que
provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva
incesantemente la moral de los pueblos (...). Así, la Iglesia, cumpliendo
su misión propia, contribuye, por este mismo hecho, a la cultura humana
y la impulsa, y con su actividad —incluso litúrgica— educa al hombre en
la libertad interior»[164].
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Merecen volver a ser consideradas aquí algunas frases particularmente
significativas de la Exhortación Evangelii nuntiandi de Pablo VI: «La
Iglesia evangeliza siempre que, en virtud de la sola potencia divina del
Mensaje que proclama (cf. Rm 1, 16; 1 Co 1, 18, 2, 4), intenta convertir
la conciencia personal y a la vez colectiva de los hombres, las actividades
en las que trabajan, su vida y ambiente concreto. Estratos de la sociedad
que se transforman: para la Iglesia no se trata sólo de predicar el
Evangelio en zonas geográficas siempre más amplias o a poblaciones
cada vez más extendidas, sino también de alcanzar y casi trastornar
mediante la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores
determinantes, los puntos de interés, la línea de pensamiento, las fuentes
inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad que están en
contraste con la Palabra de Dios y con su plan de salvación. Se podría
expresar todo esto del siguiente modo: es necesario evangelizar —no
decorativamente, a manera de un barniz superficial, sino en modo vital,
en profundidad y hasta las raíces— la cultura y las culturas del hombre
(...). La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda el drama de nuestra
época, como también lo fue de otras. Es necesario, por tanto, hacer todos
los esfuerzos en pro de una generosa evangelización de la cultura, más
exactamente, de las culturas»[165].
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