CAPÍTULO III Misa

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 27

CAPÍTULO III

OS HE DESTINADO PARA QUE VAYÁIS Y DEIS FRUTO


La corresponsabilidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misión

Comunión misionera

32. Volvamos una vez más a la imagen bíblica de la vid y los sarmientos.
Ella nos introduce, de modo inmediato y natural, a la consideración de la
fecundidad y de la vida. Enraizados y vivificados por la vid, los
sarmientos son llamados a dar fruto: «Yo soy la vid, vosotros, los
sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn
15, 5). Dar fruto es una exigencia esencial de la vida cristiana y eclesial.
El que no da fruto no permanece en la comunión: «Todo sarmiento que
en mí no da fruto, (mi Padre) lo corta» (Jn 15, 2).

La comunión con Jesús, de la cual deriva la comunión de los cristianos


entre sí, es condición absolutamente indispensable para dar fruto:
«Separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Y la comunión con
los otros es el fruto más hermoso que los sarmientos pueden dar: es don
de Cristo y de su Espíritu.

Ahora bien, la comunión genera comunión, y esencialmente se configura


como comunión misionera. En efecto, Jesús dice a sus discípulos: «No
me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y
os he destinado a que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca»
(Jn 15, 16).

La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se


compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión
representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es
misionera y la misión es para la comunión. Siempre es el único e
idéntico Espíritu el que convoca y une la Iglesia y el que la envía a
predicar el Evangelio «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Por su
parte, la Iglesia sabe que la comunión, que le ha sido entregada como
don, tiene una destinación universal. De esta manera la Iglesia se siente
deudora, respecto de la humanidad entera y de cada hombre, del don
recibido del Espíritu que derrama en los corazones de los creyentes la

1
caridad de Jesucristo, fuerza prodigiosa de cohesión interna y, a la vez,
de expansión externa. La misión de la Iglesia deriva de su misma
naturaleza, tal como Cristo la ha querido: la de ser «signo e instrumento
(...) de unidad de todo el género humano»[120]. Tal misión tiene como
finalidad dar a conocer a todos y llevarles a vivir la «nueva» comunión
que en el Hijo de Dios hecho hombre ha entrado en la historia del
mundo. En tal sentido, el testimonio del evangelista Juan define —y
ahora de modo irrevocable— ese fin que llena de gozo, y al que se dirige
la entera misión de la Iglesia: «Lo que hemos visto y oído, os lo
anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros.
Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo»
(1 Jn 1, 3).

En el contexto de la misión de la Iglesia el Señor confía a los fieles


laicos, en comunión con todos los demás miembros del Pueblo de Dios,
una gran parte de responsabilidad. Los Padres del Concilio Vaticano II
eran plenamente conscientes de esta realidad: «Los sagrados Pastores
saben muy bien cuánto contribuyen los laicos al bien de toda la Iglesia.
Saben que no han sido constituidos por Cristo para asumir ellos solos
toda la misión de salvación que la Iglesia ha recibido con respecto al
mundo, sino que su magnífico encargo consiste en apacentar los fieles y
reconocer sus servicios y carismas, de modo que todos, en la medida de
sus posibilidades, cooperen de manera concorde en la obra común»[121].
Esa misma convicción se ha hecho después presente, con renovada
claridad y acrecentado vigor, en todos los trabajos del Sínodo.

Anunciar el Evangelio

33. Los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen
la vocación y misión de ser anunciadores del Evangelio: son habilitados
y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la iniciación
cristiana y por los dones del Espíritu Santo.

Leemos en un texto límpido y denso de significado del Concilio


Vaticano II: «Como partícipes del oficio de Cristo sacerdote, profeta y
rey, los laicos tienen su parte activa en la vida y en la acción de la Iglesia
(...). Alimentados por la activa participación en la vida litúrgica de la
propia comunidad, participan con diligencia en las obras apostólicas de

2
la misma; conducen a la Iglesia a los hombres que quizás viven alejados
de Ella; cooperan con empeño en comunicar la palabra de Dios,
especialmente mediante la enseñanza del catecismo; poniendo a
disposición su competencia, hacen más eficaz la cura de almas y también
la administración de los bienes de la Iglesia»[122].

Es en la evangelización donde se concentra y se despliega la entera


misión de la Iglesia, cuyo caminar en la historia avanza movido por la
gracia y el mandato de Jesucristo: «Id por todo el mundo y proclamad la
Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16, 15); «Y sabed que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). «Evangelizar
—ha escrito Pablo VI— es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su
identidad más profunda»[123].

Por la evangelización la Iglesia es construida y plasmada como


comunidad de fe; más precisamente, como comunidad de una fe
confesada en la adhesión a la Palabra de Dios, celebrada en los
sacramentos, vivida en la caridad como alma de la existencia moral
cristiana. En efecto, la «buena nueva» tiende a suscitar en el corazón y en
la vida del hombre la conversión y la adhesión personal a Jesucristo
Salvador y Señor; dispone al Bautismo y a la Eucaristía y se consolida en
el propósito y en la realización de la nueva vida según el Espíritu.

En verdad, el imperativo de Jesús: «Id y predicad el Evangelio» mantiene


siempre vivo su valor, y está cargado de una urgencia que no puede
decaer. Sin embargo, la actual situación, no sólo del mundo, sino
también de tantas partes de la Iglesia, exige absolutamente que la
palabra de Cristo reciba una obediencia más rápida y generosa. Cada
discípulo es llamado en primera persona; ningún discípulo puede
escamotear su propia respuesta: «¡Ay de mí si no predicara el
Evangelio!» (1 Co 9, 16).

Ha llegado la hora de emprender una nueva evangelización

34. Enteros países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la


vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades
de fe viva y operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso
alguna que otra vez son radicalmente transformados por el continuo

3
difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateismo. Se trata, en
concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el que el
bienestar económico y el consumismo —si bien entremezclado con
espantosas situaciones de pobreza y miseria— inspiran y sostienen una
existencia vivida «como si no hubiera Dios». Ahora bien, el
indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para
resolver los problemas, incluso graves, de la vida, no son menos
preocupantes y desoladores que el ateismo declarado. Y también la fe
cristiana —aunque sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y
ceremoniales— tiende a ser arrancada de cuajo de los momentos más
significativos de la existencia humana, como son los momentos del
nacer, del sufrir y del morir. De ahí proviene el afianzarse de
interrogantes y de grandes enigmas, que, al quedar sin respuesta,
exponen al hombre contemporáneo a inconsolables decepciones, o a la
tentación de suprimir la misma vida humana que plantea esos problemas.

En cambio, en otras regiones o naciones todavía se conservan muy vivas


las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana; pero este
patrimonio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado
bajo el impacto de múltiples procesos, entre los que destacan la
secularización y la difusión de las sectas. Sólo una nueva evangelización
puede asegurar el crecimiento de una fe límpida y profunda, capaz de
hacer de estas tradiciones una fuerza de auténtica libertad.

Ciertamente urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la


sociedad humana. Pero la condición es que se rehaga la cristiana
trabazón de las mismas comunidades eclesiales que viven en estos países
o naciones.

Los fieles laicos —debido a su participación en el oficio profético de


Cristo— están plenamente implicados en esta tarea de la Iglesia. En
concreto, les corresponde testificar cómo la fe cristiana —más o menos
conscientemente percibida e invocada por todos— constituye la única
respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida
plantea a cada hombre y a cada sociedad. Esto será posible si los fieles
laicos saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la
vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la

4
sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y
fuerza para realizarse en plenitud.

Repito, una vez más, a todos los hombres contemporáneos el grito


apasionado con el que inicié mi servicio pastoral: «¡No tengáis miedo!
¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad
salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto económicos
como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la civilización, del
desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre.
¡Solo Él lo sabe! Tantas veces hoy el hombre no sabe qué lleva dentro,
en lo profundo de su alma, de su corazón. Tan a menudo se muestra
incierto ante el sentido de su vida sobre esta tierra. Está invadido por la
duda que se convierte en desesperación. Permitid, por tanto —os ruego,
os imploro con humildad y con confianza— permitid a Cristo que hable
al hombre. Solo Él tiene palabras de vida, ¡sí! de vida eterna»[124].

Abrir de par en par las puertas a Cristo, acogerlo en el ámbito de la


propia humanidad no es en absoluto una amenaza para el hombre, sino
que es, más bien, el único camino a recorrer si se quiere reconocer al
hombre en su entera verdad y exaltarlo en sus valores.

La síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida


que los fieles laicos sabrán plasmar, será el más espléndido y
convincente testimonio de que, no el miedo, sino la búsqueda y la
adhesión a Cristo son el factor determinante para que el hombre viva y
crezca, y para que se configuren nuevos modos de vida más conformes a
la dignidad humana.

¡El hombre es amado por Dios! Este es el simplicísimo y sorprendente


anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre. La palabra y
la vida de cada cristiano pueden y deben hacer resonar este anuncio:
¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti; para ti Cristo es «el Camino, la
Verdad, y la Vida!» (Jn 14, 6).

Esta nueva evangelización —dirigida no sólo a cada una de las personas,


sino también a enteros grupos de poblaciones en sus más variadas
situaciones, ambientes y culturas— está destinada a la formación de
comunidades eclesiales maduras, en las cuales la fe consiga liberar y

5
realizar todo su originario significado de adhesión a la persona de Cristo
y a su Evangelio, de encuentro y de comunión sacramental con Él, de
existencia vivida en la caridad y en el servicio.

Los fieles laicos tienen su parte que cumplir en la formación de tales


comunidades eclesiales, no sólo con una participación activa y
responsable en la vida comunitaria y, por tanto, con su insustituible
testimonio, sino también con el empuje y la acción misionera entre
quienes todavía no creen o ya no viven la fe recibida con el Bautismo.

En relación con la nuevas generaciones, los fieles laicos deben ofrecer


una preciosa contribución, más necesaria que nunca, con una sistemática
labor de catequesis. Los Padres sinodales han acogido con gratitud el
trabajo de los catequistas, reconociendo que éstos «tienen una tarea de
gran peso en la animación de las comunidades eclesiales»[125]. Los
padres cristianos son, desde luego, los primeros e insustituibles
catequistas de sus hijos, habilitados para ello por el sacramento del
Matrimonio; pero, al mismo tiempo, todos debemos ser conscientes del
«derecho» que todo bautizado tiene de ser instruido, educado,
acompañado en la fe y en la vida cristiana.

Id por todo el mundo

35. La Iglesia, mientras advierte y vive la actual urgencia de una nueva


evangelización, no puede sustraerse a la perenne misión de llevar el
Evangelio a cuantos —y son millones y millones de hombres y mujeres
— no conocen todavía a Cristo Redentor del hombre. Ésta es la
responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y
diariamente vuelve a confiar a su Iglesia.

La acción de los fieles laicos —que, por otra parte, nunca ha faltado en
este ámbito— se revela hoy cada vez más necesaria y valiosa. En
realidad, el mandato del Señor «Id por todo el mundo» sigue encontrando
muchos laicos generosos, dispuestos a abandonar su ambiente de vida, su
trabajo, su región o patria, para trasladarse, al menos por un determinado
tiempo, en zona de misiones. Se dan también matrimonios cristianos que,
a imitación de Aquila y Priscila (cf. Hch 18; Rm 16 3 s.), están
ofreciendo un confortante testimonio de amor apasionado a Cristo y a la

6
Iglesia, mediante su presencia activa en tierras de misión. Auténtica
presencia misionera es también la de quienes, viviendo por diversos
motivos en países o ambientes donde aún no está establecida la Iglesia,
dan testimonio de su fe.

Pero el problema misionero se presenta actualmente a la Iglesia con una


amplitud y con una gravedad tales, que sólo una solidaria asunción de
responsabilidades por parte de todos los miembros de la Iglesia —tanto
personal como comunitariamente— puede hacer esperar una respuesta
más eficaz.

La invitación que el Concilio Vaticano II ha dirigido a las Iglesias


particulares conserva todo su valor; es más, exige hoy una acogida más
generalizada y más decidida: «La Iglesia particular, debiendo representar
en el modo más perfecto la Iglesia universal, ha de tener la plena
conciencia de haber sido también enviada a los que no creen en
Cristo»[126].

La Iglesia tiene que dar hoy un gran paso adelante en su evangelización;


debe entrar en una nueva etapa histórica de su dinamismo misionero. En
un mundo que, con la desaparición de las distancias, se hace cada vez
más pequeño, las comunidades eclesiales deben relacionarse entre sí,
intercambiarse energías y medios, comprometerse a una en la única y
común misión de anunciar y de vivir el Evangelio. «Las llamadas
Iglesias más jóvenes —han dicho los Padres sinodales— necesitan la
fuerza de las antiguas, mientras que éstas tienen necesidad del testimonio
y del empuje de las más jóvenes, de tal modo que cada Iglesia se
beneficie de las riquezas de las otras Iglesias»[127].

En esta nueva etapa, la formación no sólo del clero local, sino también de
un laicado maduro y responsable, se presenta en las jóvenes Iglesias
como elemento esencial e irrenunciable de la plantatio Ecclesiae[128].
De este modo, las mismas comunidades evangelizadas se lanzan hacia
nuevos rincones del mundo, para responder ellas también a la misión de
anunciar y testificar el Evangelio de Cristo.

Los fieles laicos, con el ejemplo de su vida y con la propia acción,


pueden favorecer la mejora de las relaciones entre los seguidores de las

7
diversas religiones, como oportunamente han subrayado los Padres
sinodales: «Hoy la Iglesia vive por todas partes en medio de hombres de
distintas religiones (...). Todos los fieles, especialmente los laicos que
viven en medio de pueblos de otras religiones, tanto en las regiones de
origen como en tierras de emigración, han de ser para éstos un signo del
Señor y de su Iglesia, en modo adecuado a las circunstancias de vida de
cada lugar. El diálogo entre las religiones tiene una importancia
preeminente, porque conduce al amor y al respeto recíprocos, elimina, o
al menos disminuye, prejuicios entre los seguidores de las distintas
religiones, y promueve la unidad y amistad entre los pueblos»[129].

Para la evangelización del mundo hacen falta, sobre todo,


evangelizadores. Por eso, todos, comenzando desde las familias
cristianas, debemos sentir la responsabilidad de favorecer el surgir y
madurar de vocaciones específicamente misioneras, ya sacerdotales y
religiosas, ya laicales, recurriendo a todo medio oportuno, sin abandonar
jamás el medio privilegiado de la oración, según las mismas palabras del
Señor Jesús: «La mies es mucha y los obreros pocos. Pues, ¡rogad al
dueño de la mies que envíe obreros a su mies!» (Mt 9, 37-38).

Vivir el Evangelio sirviendo a la persona y a la sociedad

36. Acogiendo y anunciando el Evangelio con la fuerza del Espíritu, la


Iglesia se constituye en comunidad evangelizada y evangelizadora y,
precisamente por esto, se hace sierva de los hombres. En ella los fieles
laicos participan en la misión de servir a las personas y a la sociedad. Es
cierto que la Iglesia tiene como fin supremo el Reino de Dios, del que
«constituye en la tierra el germen e inicio»[130], y está, por tanto,
totalmente consagrada a la glorificación del Padre. Pero el Reino es
fuente de plena liberación y de salvación total para los hombres: con
éstos, pues, la Iglesia camina y vive, realmente y enteramente solidaria
con su historia.

Habiendo recibido el encargo de manifestar al mundo el misterio de Dios


que resplandece en Cristo Jesús, al mismo tiempo la Iglesia revela el
hombre al hombre, le hace conocer el sentido de su existencia, le abre a
la entera verdad sobre él y sobre su destino[131]. Desde esta perspectiva
la Iglesia está llamada, a causa de su misma misión evangelizadora, a

8
servir al hombre. Tal servicio se enraiza primariamente en el hecho
prodigioso y sorprendente de que, «con la encarnación, el Hijo de Dios
se ha unido en cierto modo a cada hombre»[132].

Por eso el hombre «es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el
cumplimiento de su misión: él es la primera vía fundamental de la
Iglesia, vía trazada por el mismo Cristo, vía que inalterablemente pasa a
través de la Encarnación y de la Redención»[133].

Precisamente en este sentido se había expresado, repetidamente y con


singular claridad y fuerza, el Concilio Vaticano II en sus diversos
documentos. Volvamos a leer un texto —especialmente clarificador— de
la Constitución Gaudium et spes: «Ciertamente la Iglesia, persiguiendo
su propio fin salvífico, no sólo comunica al hombre la vida divina, sino
que, en cierto modo, también difunde el reflejo de su luz sobre el
universo mundo, sobre todo por el hecho de que sana y eleva la dignidad
humana, consolida la cohesión de la sociedad, y llena de más profundo
sentido la actividad cotidiana de los hombres. Cree la Iglesia que de esta
manera, por medio de sus hijos y por medio de su entera comunidad,
puede ofrecer una gran ayuda para hacer más humana la familia de los
hombres y su historia»[134].

En esta contribución a la familia humana de la que es responsable la


Iglesia entera, los fieles laicos ocupan un puesto concreto, a causa de su
«índole secular», que les compromete, con modos propios e
insustituibles, en la animación cristiana del orden temporal.

Promover la dignidad de la persona

37. Redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada


persona humana constituye una tarea esencial; es más, en cierto sentido
es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los
fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana.

Entre todas las criaturas de la tierra, sólo el hombre es «persona», sujeto


consciente y libre y, precisamente por eso, «centro y vértice» de todo lo
que existe sobre la tierra[135].

9
La dignidad personal es el bien más precioso que el hombre posee,
gracias al cual supera en valor a todo el mundo material. Las palabras de
Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si después
pierde su alma?» (Mc 8, 36) contienen una luminosa y estimulante
afirmación antropológica: el hombre vale no por lo que «tiene» —
¡aunque poseyera el mundo entero!—, sino por lo que «es». No cuentan
tanto los bienes de la tierra, cuanto el bien de la persona, el bien que es la
persona misma.

La dignidad de la persona manifiesta todo su fulgor cuando se consideran


su origen y su destino. Creado por Dios a su imagen y semejanza, y
redimido por la preciosísima sangre de Cristo, el hombre está llamado a
ser «hijo en el Hijo» y templo vivo del Espíritu; y está destinado a esa
eterna vida de comunión con Dios, que le llena de gozo. Por eso toda
violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante
de Dios, y se configura como ofensa al Creador del hombre.

A causa de su dignidad personal, el ser humano es siempre un valor en sí


mismo y por sí mismo y como tal exige ser considerado y tratado. Y al
contrario, jamás puede ser tratado y considerado como un objeto
utilizable, un instrumento, una cosa.

La dignidad personal constituye el fundamento de la igualdad de todos


los hombres entre sí. De aquí que sean absolutamente inaceptables las
más variadas formas de discriminación que, por desgracia, continúan
dividiendo y humillando la familia humana: desde las raciales y
económicas a las sociales y culturales, desde las políticas a las
geográficas, etc. Toda discriminación constituye una injusticia
completamente intolerable, no tanto por las tensiones y conflictos que
puede acarrear a la sociedad, cuanto por el deshonor que se inflige a la
dignidad de la persona; y no sólo a la dignidad de quien es víctima de la
injusticia, sino todavía más a la de quien comete la injusticia.

Fundamento de la igualdad de todos los hombres, la dignidad personal es


también el fundamento de la participación y la solidaridad de los
hombres entre sí: el diálogo y la comunión radican, en última instancia,
en lo que los hombres «son», antes y mucho más que en lo que ellos
«tienen».

10
La dignidad personal es propiedad indestructible de todo ser humano. Es
fundamental captar todo el penetrante vigor de esta afirmación, que se
basa en la unicidad y en la irrepetibilidad de cada persona. En
consecuencia, el individuo nunca puede quedar reducido a todo aquello
que lo querría aplastar y anular en el anonimato de la colectividad, de las
instituciones, de las estructuras, del sistema. En su individualidad, la
persona no es un número, no es un eslabón más de una cadena, ni un
engranaje del sistema. La afirmación que exalta más radicalmente el
valor de todo ser humano la ha hecho el Hijo de Dios encarnándose en el
seno de una mujer. También de esto continúa hablándonos la Navidad
cristiana[136].

Venerar el inviolable derecho a la vida

38. El efectivo reconocimiento de la dignidad personal de todo ser


humano exige el respeto, la defensa y la promoción de los derechos de
la persona humana. Se trata de derechos naturales, universales e
inviolables. Nadie, ni la persona singular, ni el grupo, ni la autoridad, ni
el Estado pueden modificarlos y mucho menos eliminarlos, porque tales
derechos provienen de Dios mismo.

La inviolabilidad de la persona, reflejo de la absoluta inviolabilidad del


mismo Dios, encuentra su primera y fundamental expresión en la
inviolabilidad de la vida humana. Se ha hecho habitual hablar, y con
razón, sobre los derechos humanos; como por ejemplo sobre el derecho a
la salud, a la casa, al trabajo, a la familia y a la cultura. De todos modos,
esa preocupación resulta falsa e ilusoria si no se defiende con la máxima
determinación el derecho a la vida como el derecho primero y fontal,
condición de todos los otros derechos de la persona.

La Iglesia no se ha dado nunca por vencida frente a todas las violaciones


que el derecho a la vida, propio de todo ser humano, ha recibido y
continúa recibiendo por parte tanto de los individuos como de las mismas
autoridades. El titular de tal derecho es el ser humano, en cada fase de su
desarrollo, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural; y
cualquiera que sea su condición, ya sea de salud que de enfermedad, de
integridad física o de minusvalidez, de riqueza o de miseria. El Concilio
Vaticano II proclama abiertamente: «Cuanto atenta contra la vida —

11
homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo
suicidio deliberado—; cuanto viola la integridad de la persona humana,
como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los
conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la
dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las
detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la
trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes,
que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin
respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas
estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan
la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y
son totalmente contrarias al honor debido al Creador»[137].

Si bien la misión y la responsabilidad de reconocer la dignidad personal


de todo ser humano y de defender el derecho a la vida es tarea de todos,
algunos fieles laicos son llamados a ello por un motivo particular. Se
trata de los padres, los educadores, los que trabajan en el campo de la
medicina y de la salud, y los que detentan el poder económico y político.

En la aceptación amorosa y generosa de toda vida humana, sobre todo si


es débil o enferma, la Iglesia vive hoy un momento fundamental de su
misión, tanto más necesaria cuanto más dominante se hace una «cultura
de muerte». En efecto, «la Iglesia cree firmemente que la vida humana,
aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la
bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la
Iglesia está en favor de la vida: y en cada vida humana sabe descubrir el
esplendor de aquel "Sí", de aquel "Amén" que es Cristo mismo (cf. 2 Co
1, 19; Ap 3, 14). Frente al "no" que invade y aflige al mundo, pone este
"Sí" viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de
cuantos acechan y rebajan la vida»[138]. Corresponde a los fieles laicos
que más directamente o por vocación o profesión están implicados en
acoger la vida, el hacer concreto y eficaz el "sí" de la Iglesia a la vida
humana.

Con el enorme desarrollo de las ciencias biológicas y médicas, junto al


sorprendente poder tecnológico, se han abierto en nuestros días nuevas
posibilidades y responsabilidades en la frontera de la vida humana. En
efecto, el hombre se ha hecho capaz no sólo de «observar», sino también
12
de «manipular» la vida humana en su mismo inicio o en sus primeras
etapas de desarrollo.

La conciencia moral de la humanidad no puede permanecer extraña o


indiferente frente a los pasos gigantescos realizados por una potencia
tecnológica, que adquiere un dominio cada vez más dilatado y profundo
sobre los dinamismos que rigen la procreación y las primeras fases de
desarrollo de la vida humana. En este campo y quizás nunca como hoy,
la sabiduría se presenta como la única tabla de salvación, para que el
hombre, tanto en la investigación científica teórica como en la aplicada,
pueda actuar siempre con inteligencia y con amor; es decir, respetando,
todavía más, venerando la inviolable dignidad personal de todo ser
humano, desde el primer momento de su existencia. Esto ocurre cuando
la ciencia y la técnica se comprometen, con medios lícitos, en la defensa
de la vida y en la curación de las enfermedades desde los comienzos,
rechazando en cambio —por la dignidad misma de la investigación—
intervenciones que resultan alteradoras del patrimonio genético del
individuo y de la generación humana[139].

Los fieles laicos, comprometidos por motivos varios y a diverso nivel en


el campo de la ciencia y de la técnica, como también en el ámbito
médico, social, legislativo y económico deben aceptar valientemente los
«desafíos» planteados por los nuevos problemas de la bioética. Como
han dicho los Padres sinodales, «Los cristianos han de ejercitar su
responsabilidad como dueños de la ciencia y de la tecnología, no como
siervos de ella (...). Ante la perspectiva de esos "desafíos" morales, que
están a punto de ser provocados por la nueva e inmensa potencia
tecnológica, y que ponen en peligro no sólo los derechos fundamentales
de los hombres sino la misma esencia biológica de la especie humana, es
de máxima importancia que los laicos cristianos —con la ayuda de toda
la Iglesia— asuman la responsabilidad de hacer volver la cultura a los
principios de un auténtico humanismo, con el fin de que la promoción y
la defensa de los derechos humanos puedan encontrar fundamento
dinámico y seguro en la misma esencia del hombre, aquella esencia que
la predicación evangélica ha revelado a los hombres»[140].

Urge hoy la máxima vigilancia por parte de todos ante el fenómeno de la


concentración del poder, y en primer lugar del poder tecnológico. Tal
13
concentración, en efecto, tiende a manipular no sólo la esencia biológica,
sino también el contenido de la misma conciencia de los hombres y sus
modelos de vida, agravando así la discriminación y la marginación de
pueblos enteros.

Libres para invocar el Nombre del Señor

39. El respeto de la dignidad personal, que comporta la defensa y


promoción de los derechos humanos, exige el reconocimiento de la
dimensión religiosa del hombre. No es ésta una exigencia simplemente
«confesional», sino más bien una exigencia que encuentra su raíz
inextirpable en la realidad misma del hombre. En efecto, la relación con
Dios es elemento constitutivo del mismo «ser» y «existir» del hombre: es
en Dios donde nosotros «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,
28). Si no todos creen en esa verdad, los que están convencidos de ella
tienen el derecho a ser respetados en la fe y en la elección de vida,
individual o comunitaria, que de ella derivan. Esto es el derecho a la
libertad de conciencia y a la libertad religiosa, cuyo reconocimiento
efectivo está entre los bienes más altos y los deberes más graves de todo
pueblo que verdaderamente quiera asegurar el bien de la persona y de la
sociedad. «La libertad religiosa, exigencia insuprimible de la dignidad de
todo hombre, es piedra angular del edificio de los derechos humanos y,
por tanto, es un factor insustituible del bien de la persona y de toda la
sociedad, así como de la propia realización de cada uno. De ello resulta
que la libertad, de los individuos y de las comunidades, de profesar y
practicar la propia religión es un elemento esencial de la pacífica
convivencia de los hombres (...). El derecho civil y social a la libertad
religiosa, en cuanto alcanza la esfera más íntima del espíritu, se revela
punto de referencia y, en cierto modo, se convierte en medida de los
otros derechos fundamentales»[141].

El Sínodo no ha olvidado a tantos hermanos y hermanas que todavía no


gozan de tal derecho y que deben afrontar contradicciones, marginación,
sufrimientos, persecuciones, y tal vez la muerte a causa de la confesión
de la fe. En su mayoría son hermanos y hermanas del laicado cristiano.
El anuncio del Evangelio y el testimonio cristiano de la vida en el
sufrimiento y en el martirio constituyen el ápice del apostolado de los
discípulos de Cristo, de modo análogo a como el amor a Jesucristo hasta
14
la entrega de la propia vida constituye un manantial de extraordinaria
fecundidad para la edificación de la Iglesia. La mística vid corrobora así
su lozanía, tal como ya hacía notar San Agustín: «Pero aquella vid, como
había sido preanunciado por los Profetas y por el mismo Señor, que
esparcía por todo el mundo sus fructuosos sarmientos, tanto más se hacía
lozana cuanto más era irrigada por la mucha sangre de los
mártires»[142].

Toda la Iglesia está profundamente agradecida por este ejemplo y por


este don. En estos hijos suyos encuentra motivo para renovar su brío de
vida santa y apostólica. En este sentido los Padres sinodales han
considerado como un especial deber «dar las gracias a los laicos que
viven como incansables testigos de la fe, en fiel unión con la Sede
Apostólica, a pesar de las restricciones de la libertad y de estar privados
de ministros sagrados. Ellos se lo juegan todo, incluso la vida. De este
modo, los laicos testifican una propiedad esencial de la Iglesia: la Iglesia
de Dios nace de la gracia de Dios, y esto se manifiesta del modo más
sublime en el martirio»[143].

Todo lo que hemos dicho hasta ahora sobre el respeto a la dignidad


personal y sobre el reconocimiento de los derechos humanos afecta sin
duda a la responsabilidad de cada cristiano, de cada hombre. Pero
inmediatamente hemos de hacer notar cómo este problema reviste hoy
una dimensión mundial. En efecto, es una cuestión que ahora atañe a
enteros grupos humanos; más aún, a pueblos enteros que son
violentamente vilipendiados en sus derechos fundamentales. De aquí la
existencia de esas formas de desigualdad de desarrollo entre los diversos
Mundos, que han sido abiertamente denunciados en la reciente Encíclica
Sollicitudo rei socialis.

El respeto a la persona humana va más allá de la exigencia de una moral


individual y se coloca como criterio base, como pilar fundamental para la
estructuración de la misma sociedad, estando la sociedad enteramente
dirigida hacia la persona.

Así, íntimamente unida a la responsabilidad de servir a la persona, está


la responsabilidad de servir a la sociedad como responsabilidad general

15
de aquella animación cristiana del orden temporal, a la que son llamados
los fieles laicos según sus propias y específicas modalidades.

La familia, primer campo en el compromiso social

40. La persona humana tiene una nativa y estructural dimensión social en


cuanto que es llamada, desde lo más íntimo de sí, a la comunión con los
demás y a la entrega a los demás: «Dios, que cuida de todos con paterna
solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se
traten entre sí con espíritu de hermanos»[144]. Y así, la sociedad, fruto y
señal de la sociabilidad del hombre, revela su plena verdad en el ser una
comunidad de personas.

Se da así una interdependencia y reciprocidad entre las personas y la


sociedad: todo lo que se realiza en favor de la persona es también un
servicio prestado a la sociedad, y todo lo que se realiza en favor de la
sociedad acaba siendo en beneficio de la persona. Por eso, el trabajo
apostólico de los fieles laicos en el orden temporal reviste siempre e
inseparablemente el significado del servicio al individuo en su unicidad e
irrepetibilidad, y del servicio a todos los hombres.

Ahora bien, la expresión primera y originaria de la dimensión social de la


persona es el matrimonio y la familia: «Pero Dios no creó al hombre en
solitario. Desde el principio "los hizo hombre y mujer" (Gn 1, 27), y esta
sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión
entre personas humanas»[145]. Jesús se ha preocupado de restituir al
matrimonio su entera dignidad y a la familia su solidez (cf. Mt 19, 3-9); y
San Pablo ha mostrado la profunda relación del matrimonio con el
misterio de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5, 22-6, 4; Col 3, 18-21; 1 P 3, 1-
7).

El matrimonio y la familia constituyen el primer campo para el


compromiso social de los fieles laicos. Es un compromiso que sólo puede
llevarse a cabo adecuadamente teniendo la convicción del valor único e
insustituible de la familia para el desarrollo de la sociedad y de la misma
Iglesia.

16
La familia es la célula fundamental de la sociedad, cuna de la vida y del
amor en la que el hombre «nace» y «crece». Se ha de reservar a esta
comunidad una solicitud privilegiada, sobre todo cada vez que el
egoísmo humano, las campañas antinatalistas, las políticas totalitarias, y
también las situaciones de pobreza y de miseria física, cultural y moral,
además de la mentalidad hedonista y consumista, hacen cegar las fuentes
de la vida, mientras las ideologías y los diversos sistemas, junto a formas
de desinterés y desamor, atentan contra la función educativa propia de la
familia.

Urge, por tanto, una labor amplia, profunda y sistemática, sostenida no


sólo por la cultura sino también por medios económicos e instrumentos
legislativos, dirigida a asegurar a la familia su papel de lugar primario
de «humanización» de la persona y de la sociedad.

El compromiso apostólico de los fieles laicos con la familia es ante todo


el de convencer a la misma familia de su identidad de primer núcleo
social de base y de su original papel en la sociedad, para que se convierta
cada vez más en protagonista activa y responsable del propio
crecimiento y de la propia participación en la vida social. De este modo,
la familia podrá y deberá exigir a todos —comenzando por las
autoridades públicas— el respeto a los derechos que, salvando la familia,
salvan la misma sociedad.

Todo lo que está escrito en la Exhortación Familiaris consortio sobre la


participación de la familia en el desarrollo de la sociedad [146] y todo lo
que la Santa Sede, a invitación del Sínodo de los Obispos de 1980, ha
formulado con la «Carta de los Derechos de la Familia», representa un
programa operativo, completo y orgánico para todos aquellos fieles
laicos que, por distintos motivos, están implicados en la promoción de
los valores y exigencias de la familia; un programa cuya ejecución ha de
urgirse con tanto mayor sentido de oportunidad y decisión, cuanto más
graves se hacen las amenazas a la estabilidad y fecundidad de la familia,
y cuanto más presiona y más sistemático se hace el intento de marginar la
familia y de quitar importancia a su peso social.

Como demuestra la experiencia, la civilización y la cohesión de los


pueblos depende sobre todo de la calidad humana de sus familias. Por

17
eso, el compromiso apostólico orientado en favor de la familia adquiere
un incomparable valor social. Por su parte, la Iglesia está profundamente
convencida de ello, sabiendo perfectamente que «el futuro de la
humanidad pasa a través de la familia»[147].

La caridad, alma y apoyo de la solidaridad

41. El servicio a la sociedad se manifiesta y se realiza de modos diversos:


desde los libres e informales hasta los institucionales, desde la ayuda
ofrecida al individuo a la dirigida a grupos diversos y comunidades de
personas.

Toda la Iglesia como tal está directamente llamada al servicio de la


caridad: «La Santa Iglesia, como en sus orígenes, uniendo el "ágape" con
la Cena Eucarística se manifestaba unida con el vínculo de la caridad en
torno a Cristo, así, en nuestros días, se reconoce por este distintivo de la
caridad y, mientras goza con las iniciativas de los demás, reivindica las
obras de caridad como su deber y derecho inalienable. Por eso la
misericordia con los pobres y enfermos, así como las llamadas obras de
caridad y de ayuda mutua, dirigidas a aliviar las necesidades humanas de
todo género, la Iglesia las considera un especial honor»[148]. La caridad
con el prójimo, en las formas antiguas y siempre nuevas de las obras de
misericordia corporal y espiritual, representa el contenido más inmediato,
común y habitual de aquella animación cristiana del orden temporal, que
constituye el compromiso específico de los fieles laicos.

Con la caridad hacia el prójimo, los fieles laicos viven y manifiestan su


participación en la realeza de Jesucristo, esto es, en el poder del Hijo del
hombre que «no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10, 45). Ellos
viven y manifiestan tal realeza del modo más simple, posible a todos y
siempre, y a la vez del modo más engrandecedor, porque la caridad es el
más alto don que el Espíritu ofrece para la edificación de la Iglesia (cf. 1
Co 13, 13) y para el bien de la humanidad. La caridad, en efecto, anima
y sostiene una activa solidaridad, atenta a todas las necesidades del ser
humano.

Tal caridad, ejercitada no sólo por las personas en singular sino también
solidariamente por los grupos y comunidades, es y será siempre

18
necesaria. Nada ni nadie la puede ni podrá sustituir; ni siquiera las
múltiples instituciones e iniciativas públicas, que también se esfuerzan en
dar respuesta a las necesidades —a menudo, tan graves y difundidas en
nuestros días— de una población. Paradójicamente esta caridad se hace
más necesaria, cuanto más las instituciones, volviéndose complejas en su
organización y pretendiendo gestionar toda área a disposición, terminan
por ser abatidas por el funcionalismo impersonal, por la exagerada
burocracia, por los injustos intereses privados, por el fácil y generalizado
encogerse de hombros.

Precisamente en este contexto continúan surgiendo y difundiéndose, en


concreto en las sociedades organizadas, distintas formas de voluntariado,
que actúan en una multiplicidad de servicios y obras. El voluntariado, si
se vive en su verdad de servicio desinteresado al bien de las personas,
especialmente de las más necesitadas y las más olvidadas por los mismos
servicios sociales, debe considerarse una importante manifestación de
apostolado, en el que los fieles laicos, hombres y mujeres, desempeñan
un papel de primera importancia.

Todos destinatarios y protagonistas de la política

42. La caridad que ama y sirve a la persona no puede jamás ser separada
de la justicia: una y otra, cada una a su modo, exigen el efectivo
reconocimiento pleno de los derechos de la persona, a la que está
ordenada la sociedad con todas sus estructuras e instituciones[149].

Para animar cristianamente el orden temporal —en el sentido señalado de


servir a la persona y a la sociedad— los fieles laicos de ningún modo
pueden abdicar de la participación en la «política»; es decir, de la
multiforme y variada acción económica, social, legislativa,
administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e
institucionalmente el bien común. Como repetidamente han afirmado los
Padres sinodales, todos y cada uno tienen el derecho y el deber de
participar en la política, si bien con diversidad y complementariedad de
formas, niveles, tareas y responsabilidades. Las acusaciones de
arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con
frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de
la clase dominante, del partido político, como también la difundida

19
opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no
justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los
cristianos en relación con la cosa pública.

Son, en cambio, más que significativas estas palabras del Concilio


Vaticano II: «La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del
hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan el peso de las
correspondientes responsabilidades»[150].

Una política para la persona y para la sociedad encuentra su criterio


básico en la consecución del bien común, como bien de todos los
hombres y de todo el hombre, correctamente ofrecido y garantizado a la
libre y responsable aceptación de las personas, individualmente o
asociadas. «La comunidad política —leemos en la Constitución
Gaudium et spes— existe precisamente en función de ese bien común, en
el que encuentra su justificación plena y su sentido, y del que deriva su
legitimidad primigenia y propia. El bien común abarca el conjunto de
aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las
familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad
su propia perfección»[151].

Además, una política para la persona y para la sociedad encuentra su


rumbo constante de camino en la defensa y promoción de la justicia,
entendida como «virtud» a la que todos deben ser educados, y como
«fuerza» moral que sostiene el empeño por favorecer los derechos y
deberes de todos y cada uno, sobre la base de la dignidad personal del ser
humano.

En el ejercicio del poder político es fundamental aquel espíritu de


servicio, que, unido a la necesaria competencia y eficiencia, es el único
capaz de hacer «transparente» o «limpia» la actividad de los hombres
políticos, como justamente, además, la gente exige. Esto urge la lucha
abierta y la decidida superación de algunas tentaciones, como el recurso
a la deslealtad y a la mentira, el despilfarro de la hacienda pública para
que redunde en provecho de unos pocos y con intención de crear una
masa de gente dependiente, el uso de medios equívocos o ilícitos para
conquistar, mantener y aumentar el poder a cualquier precio.

20
Los fieles laicos que trabajan en la política, han de respetar, desde luego,
la autonomía de las realidades terrenas rectamente entendida. Tal como
leemos en la Constitución Gaudium et spes, «es de suma importancia,
sobre todo allí donde existe una sociedad pluralista, tener un recto
concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia y
distinguir netamente entre la acción que los cristianos, aislada o
asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos de
acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan, en nombre
de la Iglesia, en comunión con sus pastores. La Iglesia, que por razón de
su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la
comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez
signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona
humana»[152]. Al mismo tiempo —y esto se advierte hoy como una
urgencia y una responsabilidad— los fieles laicos han de testificar
aquellos valores humanos y evangélicos, que están íntimamente
relacionados con la misma actividad política; como son la libertad y la
justicia, la solidaridad, la dedicación leal y desinteresada al bien de
todos, el sencillo estilo de vida, el amor preferencial por los pobres y los
últimos. Esto exige que los fieles laicos estén cada vez más animados de
una real participación en la vida de la Iglesia e iluminados por su
doctrina social. En esto podrán ser acompañados y ayudados por el
afecto y la comprensión de la comunidad cristiana y de sus
Pastores[153].

La solidaridad es el estilo y el medio para la realización de una política


que quiera mirar al verdadero desarrollo humano. Esta reclama la
participación activa y responsable de todos en la vida política, desde
cada uno de los ciudadanos a los diversos grupos, desde los sindicatos a
los partidos. Juntamente, todos y cada uno, somos destinatarios y
protagonistas de la política. En este ámbito, como he escrito en la
Encíclica Sollicitudo rei socialis, la solidaridad «no es un sentimiento de
vaga compasión o de superficial enternecimiento por los males de tantas
personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y
perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de
todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables
de todos»[154].

21
La solidaridad política exige hoy un horizonte de actuación que,
superando la nación o el bloque de naciones, se configure como
continental y mundial.

El fruto de la actividad política solidaria —tan deseado por todos y, sin


embargo, siempre tan inmaduro— es la paz. Los fieles laicos no pueden
permanecer indiferentes, extraños o perezosos ante todo lo que es
negación o puesta en peligro de la paz: violencia y guerra, tortura y
terrorismo, campos de concentración, militarización de la política,
carrera de armamentos, amenaza nuclear. Al contrario, como discípulos
de Jesucristo «Príncipe de la paz» (Is 9, 5) y «Nuestra paz» (Ef 2, 14), los
fieles laicos han de asumir la tarea de ser «sembradores de paz» (Mt 5,
9), tanto mediante la conversión del «corazón», como mediante la acción
en favor de la verdad, de la libertad, de la justicia y de la caridad, que son
los fundamentos irrenunciables de la paz[155].

Colaborando con todos aquellos que verdaderamente buscan la paz y


sirviéndose de los específicos organismos e instituciones nacionales e
internacionales, los fieles laicos deben promover una labor educativa
capilar, destinada a derrotar la imperante cultura del egoísmo, del odio,
de la venganza y de la enemistad, y a desarrollar a todos los niveles la
cultura de la solidaridad. Efectivamente, tal solidaridad «es camino hacia
la paz y, a la vez, hacia el desarrollo»[156]. Desde esta perspectiva, los
Padres sinodales han invitado a los cristianos a rechazar formas
inaceptables de violencia, a promover actitudes de diálogo y de paz, y a
comprometerse en instaurar un justo orden social e internacional[157].

Situar al hombre en el centro de la vida económico-social

43. El servicio a la sociedad por parte de los fieles laicos encuentra su


momento esencial en la cuestión económico-social, que tiene por clave la
organización del trabajo.

La gravedad actual de los problemas que implica tal cuestión,


considerada bajo el punto de vista del desarrollo y según la solución
propuesta por la doctrina social de la Iglesia, ha sido recordada
recientemente en la Encíclica Sollicitudo rei socialis, a la que remito
encarecidamente a todos, especialmente a los fieles laicos.

22
Entre los baluartes de la doctrina social de la Iglesia está el principio de
la destinación universal de los bienes. Los bienes de la tierra se ofrecen,
en el designio divino, a todos los hombres y a cada hombre como medio
para el desarrollo de una vida auténticamente humana. Al servicio de esta
destinación se encuentra la propiedad privada, que —precisamente por
esto— posee una intrínseca función social. Concretamente el trabajo del
hombre y de la mujer representa el instrumento más común e inmediato
para el desarrollo de la vida económica, instrumento, que, al mismo
tiempo, constituye un derecho y un deber de cada hombre.

Todo este campo viene a formar parte, en modo particular, de la misión


de los fieles laicos. El fin y el criterio de su presencia y de su acción han
sido formulados en términos generales por el Concilio Vaticano II:
«También enla vida económico-social deben respetarse y promoverse la
dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la
sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida
económico-social»[158].

En el contexto de las perturbadoras transformaciones que hoy se dan en


el mundo de la economía y del trabajo, los fieles laicos han de
comprometerse, en primera fila, a resolver los gravísimos problemas de
la creciente desocupación, a pelear por la más tempestiva superación de
numerosas injusticias provenientes de deformadas organizaciones del
trabajo, a convertir el lugar de trabajo en una comunidad de personas
respetadas en su subjetividad y en su derecho a la participación, a
desarrollar nuevas formas de solidaridad entre quienes participan en el
trabajo común, a suscitar nuevas formas de iniciativa empresarial y a
revisar los sistemas de comercio, de financiación y de intercambios
tecnológicos.

Con ese fin, los fieles laicos han de cumplir su trabajo con competencia
profesional, con honestidad humana, con espíritu cristiano, como camino
de la propia santificación[159], según la explícita invitación del Concilio:
«Con el trabajo, el hombre provee ordinariamente a la propia vida y a la
de sus familiares; se une a sus hermanos los hombres y les hace un
servicio; puede practicar la verdadera caridad y cooperar con la propia
actividad al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto.
Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se
23
asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una
dignidad sobreeminente, laborando con sus propias manos en
Nazaret»[160].

En relación con la vida económico-social y con el trabajo, se plantea hoy,


de modo cada vez más agudo, la llamada cuestión «ecológica». Es cierto
que el hombre ha recibido de Dios mismo el encargo de «dominar» las
cosas creadas y de «cultivar el jardín» del mundo; pero ésta es una tarea
que el hombre ha de llevar a cabo respetando la imagen divina recibida,
y, por tanto, con inteligencia y amor: debe sentirse responsable de los
dones que Dios le ha concedido y continuamente le concede. El hombre
tiene en sus manos un don que debe pasar —y, si fuera posible, incluso
mejorado— a las futuras generaciones, que también son destinatarias de
los dones del Señor. «El dominio confiado al hombre por el Creador (...)
no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de "usar y
abusar", o de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación
impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada
simbólicamente con la prohibición de "comer del fruto del árbol" (cf. Gn
2, 16-17), muestra claramente que, ante la naturaleza visible (...), estamos
sometidos a las leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya
trasgresión no queda impune. Una justa concepción del desarrollo no
puede prescindir de estas consideraciones, relativas al uso de los
elementos de la naturaleza, a la renovabilidad de los recursos y a las
consecuencias de una industrialización desordenada; las cuales ponen
ante nuestra conciencia la dimensión moral, que debe distinguir el
desarrollo»[161].

Evangelizar la cultura y las culturas del hombre

44. El servicio a la persona y a la sociedad humana se manifiesta y se


actúa a través de la creación y la transmisión de la cultura, que
especialmente en nuestros días constituye una de las más graves
responsabilidades de la convivencia humana y de la evolución social. A
la luz del Concilio, entendemos por «cultura» todos aquellos «medios
con los que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades
espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su
conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la
familia como en la sociedad civil, mediante el progreso de las
24
costumbres e instituciones; finalmente, a lo largo del tiempo, expresa,
comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y
aspiraciones, para que sirvan al progreso de muchos, e incluso de todo el
género humano»[162]. En este sentido, la cultura debe considerarse
como el bien común de cada pueblo, la expresión de su dignidad, libertad
y creatividad, el testimonio de su camino histórico. En concreto, sólo
desde dentro y a través de la cultura, la fe cristiana llega a hacerse
histórica y creadora de historia.

Frente al desarrollo de una cultura que se configura como escindida, no


sólo de la fe cristiana, sino incluso de los mismos valores humanos[163],
como también frente a una cierta cultura científica y tecnológica,
impotente para dar respuesta a la apremiante exigencia de verdad y de
bien que arde en el corazón de los hombres, la Iglesia es plenamente
consciente de la urgencia pastoral de reservar a la cultura una
especialísima atención.

Por eso la Iglesia pide que los fieles laicos estén presentes, con la
insignia de la valentía y de la creatividad intelectual, en los puestos
privilegiados de la cultura, como son el mundo de la escuela y de la
universidad, los ambientes de investigación científica y técnica, los
lugares de la creación artística y de la reflexión humanista. Tal presencia
está destinada no sólo al reconocimiento y a la eventual purificación de
los elementos de la cultura existente críticamente ponderados, sino
también a su elevación mediante las riquezas originales del Evangelio y
de la fe cristiana. Lo que el Concilio Vaticano II escribe sobre las
relaciones entre el Evangelio y la cultura representa un hecho histórico
constante y, a la vez, un ideal práctico de singular actualidad y urgencia;
es un programa exigente consignado a la responsabilidad pastoral de la
Iglesia entera y, dentro de ella, a la específica responsabilidad de los
fieles laicos: «La grata noticia de Cristo renueva constantemente la vida
y la cultura del hombre caído, combate y elimina los errores y males que
provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva
incesantemente la moral de los pueblos (...). Así, la Iglesia, cumpliendo
su misión propia, contribuye, por este mismo hecho, a la cultura humana
y la impulsa, y con su actividad —incluso litúrgica— educa al hombre en
la libertad interior»[164].

25
Merecen volver a ser consideradas aquí algunas frases particularmente
significativas de la Exhortación Evangelii nuntiandi de Pablo VI: «La
Iglesia evangeliza siempre que, en virtud de la sola potencia divina del
Mensaje que proclama (cf. Rm 1, 16; 1 Co 1, 18, 2, 4), intenta convertir
la conciencia personal y a la vez colectiva de los hombres, las actividades
en las que trabajan, su vida y ambiente concreto. Estratos de la sociedad
que se transforman: para la Iglesia no se trata sólo de predicar el
Evangelio en zonas geográficas siempre más amplias o a poblaciones
cada vez más extendidas, sino también de alcanzar y casi trastornar
mediante la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores
determinantes, los puntos de interés, la línea de pensamiento, las fuentes
inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad que están en
contraste con la Palabra de Dios y con su plan de salvación. Se podría
expresar todo esto del siguiente modo: es necesario evangelizar —no
decorativamente, a manera de un barniz superficial, sino en modo vital,
en profundidad y hasta las raíces— la cultura y las culturas del hombre
(...). La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda el drama de nuestra
época, como también lo fue de otras. Es necesario, por tanto, hacer todos
los esfuerzos en pro de una generosa evangelización de la cultura, más
exactamente, de las culturas»[165].

Actualmente el camino privilegiado para la creación y para la


transmisión de la cultura son los instrumentos de comunicación
social[166]. También el mundo de los mass-media, como consecuencia
del acelerado desarrollo innovador y del influjo, a la vez planetario y
capilar, sobre la formación de la mentalidad y de las costumbres,
representa una nueva frontera de la misión de la Iglesia. En particular, la
responsabilidad profesional de los fieles laicos en este campo, ejercitada
bien a título personal bien mediante iniciativas e instituciones
comunitarias, exige ser reconocida en todo su valor y sostenida con los
más adecuados recursos materiales, intelectuales y pastorales.

En el uso y recepción de los instrumentos de comunicación urge tanto


una labor educativa del sentido crítico animado por la pasión por la
verdad, como una labor de defensa de la libertad, del respeto a la
dignidad personal, de la elevación de la auténtica cultura de los pueblos,
mediante el rechazo firme y valiente de toda forma de monopolización y
manipulación.
26
Tampoco en esta acción de defensa termina la responsabilidad apostólica
de los fieles laicos. En todos los caminos del mundo, también en aquellos
principales de la prensa, del cine, de la radio, de la televisión y del teatro,
debe ser anunciado el Evangelio que salva.

27

También podría gustarte