La Crisis de La Iglesia Católica
La Crisis de La Iglesia Católica
La Crisis de La Iglesia Católica
A mediados del siglo XIX, el Papa Pío IX optó por rechazar al mundo moderno,
incluidos el racionalismo y las libertades individuales (de prensa, de conciencia y de
culto). Se opuso, además, a la separación entre la Iglesia y el Estado y a la posibilidad
de una moral laica. Es celebre su Syllabus de errores modernos (1864), donde declara
que el Sumo Pontífice no tiene el deber de “reconciliarse y transigir con el progreso, con
el liberalismo y con la moderna civilización”.
Las causas de esta crisis son estructurales y se relacionan en buena medida con la actitud
problemática y ambivalente de la Iglesia frente a la modernidad.
Un siglo después Juan XXIII, por medio del Concilio Vaticano II, optaba por
el aggiornamento, anhelaba que la Iglesia se actualizara para responder mejor a las
demandas y retos de la modernidad. El Vaticano II no resolvió estas tensiones,
probablemente las agudizó.
Hasta hoy ciertos sectores del clero (ahora los llaman “neoconservadores”) consideran
que la modernidad es el origen de todos los males de nuestro tiempo. Prefieren la misa
en latín y añoran la sociedad tradicional, que giraba alrededor de la Iglesia y de los
valores católicos.
Sin embargo, aunque de manera cada vez más tímida, se oyen aún en el clero voces
“progresistas”, que ven con buenos ojos las reformas del Vaticano II y que celebran el
ecumenismo y las libertades laicas. Los más liberales se inclinan por aceptar la
participación de la mujer en el sacerdocio, la abolición del celibato y la revisión de las
posiciones de la Iglesia sobre la sexualidad, la reproducción y la familia.
Sin embargo, estas voces se han visto opacadas y en ocasiones han sido silenciadas bajo
Juan Pablo II y Benedicto XVI, quienes optaron por la posición conservadora. El
primero emprendió una cruzada contra la Teología de la Liberación (con el apoyo del
entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph
Ratzinger) y dio su apoyo a movimientos de tipo conservador, como el Opus Dei, los
Legionarios de Cristo y el Camino Neocatecumenal.
Si bien una parte de los católicos sigue fiel a las orientaciones de las jerarquías
eclesiales, es creciente el número de católicos nominales, es decir, católicos pasivos y
no practicantes, que no orientan sus vidas según las pautas que indica la Iglesia oficial.
Esto es especialmente notorio en los asuntos relacionados con la sexualidad y la familia.
Las relaciones sexuales prematrimoniales, el uso de métodos anticonceptivos, el
concubinato e, incluso, el aborto, son hoy prácticas frecuentes entre los católicos.
Asimismo, aumentan las familias católicas monoparentales y los divorcios.
El Vaticano estima que hay más de mil millones de católicos en el mundo, una sexta
parte de la población mundial. Es incierto, sin embargo, cuantos de estos católicos
practican la doctrina oficial.
Sin negar la vitalidad del catolicismo popular, las últimas décadas se han caracterizado
también por la deserción masiva de católicos, fenómeno especialmente visible en África
y en América Latina, donde se encuentra hoy la mayor parte de católicos del mundo. La
mayoría de los desertores no opta por la increencia, ni busca escapar del cristianismo.
Por el contrario, muchos integran comunidades emotivas y dinámicas, donde se practica
un cristianismo simple y espontáneo, basado en la “conversión” y en la “experiencia
personal con Jesucristo”. Se hacen llamar “cristianos” (a secas), por lo general
pertenecen a alguna vertiente evangélica de corte pentecostal.
Emile Poulat, el gran historiador y sociólogo del catolicismo, afirmaba que “la Iglesia
católica ha encontrado siempre la manera de adaptarse y sobrevivir a los cambios
sociales”. ¿Lo logrará esta vez? ¿Emprenderá el nuevo Papa el camino del cambio y la
renovación?
No lo creo: el estado de las fuerzas en el seno de las jerarquías se inclina hacia la inercia
y no hacia la renovación. Es más probable que el nuevo pontificado se ubique en la
misma dirección. Que sigamos siendo testigos del lento, pero constante declive de la
que fuera la institución más poderosa de Occidente.