Unidad 1
Unidad 1
Unidad 1
Introducción
En esta unidad desarrollaremos la compleja trama que va desde la ruptura del nexo colonial de
los territorios bajo dominio español con la denominación de Virreinato del Rio de la Plata hasta la
constitución del Estado Argentino. Citamos a Benedict Anderson (1993: 81) a propósito de las
colonias españolas: “¿Por qué el imperio hispanoamericano, que había persistido tranquilamente
durante casi tres siglos, se fragmentó de repente en 18 Estados distintos?”. Esta pregunta la
tendremos presente a lo largo de la unidad.
El siglo XVIII fue un momento de cambios fuertes, tanto para España como para el resto del
mundo. La llegada al poder de la casa de Borbón en España tras la llamada Guerra de Sucesión
(1700-1713) había coincidido con el ascenso de Inglaterra como potencia dominante en el
contexto mundial y, por sobre todas las cosas, con el desarrollo de la Revolución Industrial
gestado en su suelo. Tras la paz de Utrecht (1713), que puso fin a la Guerra de Sucesión,
Inglaterra se había visto en una posición sumamente ventajosa respecto de España, que como
imperio, estaba atravesando un período de franca decadencia, iniciado a principios del siglo XVII
reinando todavía la Casa de Austria.
El interés de Gran Bretaña, ante todo, era la consolidación de un mercado internacional para sus
productos (mayormente textiles), para los cuales las colonias hispanoamericanas representaban
un objetivo mayor. Inglaterra ya había estrechado vínculos, en un estricto marco de división
internacional del trabajo, tal como se lo prescribe en la obra de David Ricardo 1, con otros países
como Portugal, aliados de Gran Bretaña tanto como enemigos de España. Con la llegada de
Carlos III al poder, se pensó en lograr compensar este estado de relativa indefensión de España
ante el poder inglés mediante reformas administrativas, militares y económicas que
contemplaran en principio, amén de cierto grado de protección para los productos españoles, la
creación de dos nuevos virreinatos para la mejor defensa del territorio. Estos fueron los de
Nueva Granada (1740), y el Río de la Plata (1776). Este último sería una escisión del antiguo
Virreinato del Perú que comprendería la intendencia de Buenos Aires con el agregado de las ex
misiones jesuíticas y, el Alto Perú, con el objeto de poder mantener libres de saqueos las
remesas de plata procedentes del Potosí, expidiéndolas vía Buenos Aires a la metrópoli en lugar
de hacerlo por la ruta tradicional de Portobello (Panamá) controlada por Inglaterra, nación con la
cual España se encontró en estado de guerra casi permanentemente durante todo el transcurso
del siglo XVIII. Entre estas guerras se destacan la guerra de los Siete Años y sobre todo, la
guerra de Independencia Norteamericana en la cual España, al igual que Francia, también regida
por los Borbones, entró a favor de los independentistas.
Lynch (1976: 27) considera las reformas borbónicas como la segunda conquista de América por
1
David Ricardo: economista inglés (uno de los padres del liberalismo) que propugnaba por el desarrollo de un mercado
internacional basado en las ventajas comparativas de cada país, generando una verdadera división internacional entre
productores de materias primas y productores de manufacturas.
España, la que fue, en sentido estricto, “una conquista burocrática”, y ese carácter le permite
considerar las independencias como una reacción americana anticolonial “un mecanismo de
defensa puesto en movimiento por la nueva invasión española del comercio y los cargos
oficiales”. Hasta ese momento, el sistema colonial español se había asentado en un equilibrio
entre tres factores: 1) La Corona y la administración monárquica; 2) La Iglesia Católica; 3) las
clases propietarias locales. La primera detentaba el poder político; la segunda el poder ideológico
y la tercera el poder económico. Las Reformas van a romper este equilibrio al aumentar el poder
estatal peninsular, afectando a los propietarios criollos de tres maneras: 1) aumentando el
control y la presión impositiva, cuya recaudación tenía como destino la Metrópoli; 2)
restringiendo o prohibiendo ciertas actividades económicas que compitieran con los productos
peninsulares y 3) Reservando el comercio de ultramar a los peninsulares. La Iglesia Católica se
verá afectada por la expulsión de los jesuitas y por la creación de instituciones educativas
dependientes de la Corona.
Se calcula que a mediados del siglo XVII la población de Hispanoamérica llegaba a los diez
millones, de las cuales los blancos representaban alrededor del 6% y los indios el 81%. Al
terminar el siglo XVIII los habitantes de la región llegaban a la cifra de 15.814.000. La trata de
esclavos provenientes de África, producto de acuerdos con Gran Bretaña posteriores al Tratado
de Utrecht (1713) se orientaría principalmente hacia el área del Caribe, para su uso en las
plantaciones de caña de azúcar.
Si bien desde 1715 existió un “asiento”, es decir un “mercado” de negros en el Río de la Plata
prescribiéndose la libre introducción de esclavos a partir de 1741, no puede afirmarse que el
grueso de la producción descansara sobre la mano de obra esclava. Si bien los esclavos eran
numerosos, particularmente en núcleos urbanos de relativa importancia como Buenos Aires y
Córdoba, aún con posterioridad al Decreto de Libertad de Vientres (1813), nunca existió un
esclavismo en el Río de la Plata de la magnitud de cómo hubo en Cuba o en Brasil.
Entre los blancos es de destacar el hecho de que la mayoría de la población fuera criolla, es
decir, nacida en América y que tuviese una marcada conciencia burguesa característica de las
clases propietarias. Un historiador español, Hernández Sánchez Barbas (1961) destaca la
existencia de una aristocracia de Indias constituida por criollos de distintos orígenes, en general
propietarios todos ellos, representativos de lo más encumbrado de la población blanca. Tal grupo
de aristocracia, no obstante tener gran preponderancia en Lima y México, no tuvo mayor arraigo
en Buenos Aires, donde por el contrario, las elites criollas –muchas de ellas descendientes de
inmigrantes extra-peninsulares (Belgrano, Castelli)- sí tuvieron por característica la pertenencia a
una burguesía comercial, enriquecida, las más de las veces, por contrabandos. Hasta la creación
del virreinato del Río de la Plata se experimentó un lento crecimiento vegetativo, comprensible
tomando en consideración de que se trataba de la división administrativa más extensa y menos
poblada de toda América Española, proceso que se revirtió a partir de mediados del siglo con la
apertura del Puerto de Buenos Aires.
El Reglamento para el comercio libre de España a Indias disponía que el comercio sólo pudiese
llevarse a cabo por medio de naves españolas con dotaciones del mismo origen; se promovía en
virtud del mismo la industria naval, con la construcción de navíos de alto calado, estableciéndose
para tal fin un número de puertos habilitados para el ingreso de mercaderías, que incluían en el
nuevo virreinato a Buenos Aires, Montevideo y Maldonado. Se establecía asimismo el registro de
cargas, y de consulados (autoridades marítimas) en los puertos de mayor tráfico. Asimismo se
fomentaba el intercambio entre las distintas regiones del imperio español. Por último establecía
nuevas normas fiscales, que favorecían abiertamente a las manufacturas peninsulares y la
producción de materias primas hispanoamericanas. Desde luego, al no haber llegado a España la
Revolución Industrial, “las manufacturas” se reducían a la economía tradicional de la Península
(vino, aceite, etc.). En tal sentido, el Reglamento desalentaba, cuando no prohibía, cualquier
producción en suelo hispanoamericano que fuera competencia para aquellas.
Desde la Paz de Utrecht, se había permitido el sistema de navíos de registro, el cual se reducía a
dos navíos con mercadería de importación que podían ingresar al puerto de Buenos Aires. Este
sistema, desde luego, distaba mucho de poder “inundar” con manufacturas de origen británico el
territorio del Río de la Plata. El contrabando fue de este modo una manera de compensar esta
“deficiencia”, en beneficio de las elites portuarias – antecedente directo de lo hoy llamamos
“oligarquía”- y de sus contrapartes británicas, con el consiguiente perjuicio de la administración
colonial. Cabe destacar que con la apertura del puerto de Buenos Aires se instaló el sistema de
control colonial de mercaderías de importación, la Aduana.
Por su parte, en el mercado británico había entonces gran demanda del producto rioplatense por
excelencia, el cuero, que sin lugar a dudas, constituyó el primer “ciclo” económico que tuvo lugar
en suelo argentino. Sobre él volveremos en lo sucesivo.
El cambio más radical introducido por la creación del virreinato del Río de la Plata, lo constituyó
la incorporación al mismo de la Intendencia de Charcas, que incluía las explotaciones mineras
(plata) de Potosí, otrora las más ricas de América.
“La mita – apunta Eduardo Galeano en Las Venas Abiertas de América Latina –
era una máquina de triturar indios. El empleo del mercurio para la extracción de
la plata por amalgama envenenaba tanto o más que los gases tóxicos en el
vientre de la tierra. Hacía caer el cabello y los dientes y provocaba temblores
indominables. Los ‘azogados’ se arrastraban pidiendo limosna por la calle. Seis
mil quinientas fogatas ardían en la noche sobre las laderas del cerro rico, y en
ellas se trabajaba la plata valiéndose del viento que enviaba el ‘Glorioso San
Agustín’ desde el cielo. A causa del humo de los hornos no había pastos en un
radio de seis leguas alrededor de Potosí, y las emanaciones no eran menos
implacables con los cuerpos de los hombres…” (Galeano, 2004: 61)
A partir del el siglo XVIII –momento en el cual se creó el virreinato del Río de La Plata- se
apreció en el Alto Perú un pronunciado descenso en la actividad minera, particularmente
evidente en las minas de Potosí, en abierta decadencia, en las cuales la extracción de plata
descendió de 70 a 40 toneladas anuales. Las actividades extractivas como este tipo de minería
tuvieron un final inimaginablemente dramático, que acarreó tanto la destrucción de los pueblos
originarios como el agotamiento de un recurso no renovable como la plata. La villa imperial de
Potosí, cuya población una vez llegó a los 160.000 habitantes, contaba en el siglo XVIII con
30.000 habitantes. Esta fue la coyuntura en la cual se llevarían a cabo los levantamientos de
José Gabriel Condorcanqui (1742-1781), mejor conocido como Tupac Amaru, identificados
principalmente con el descontento de los indígenas por la explotación a la que habían sido
sometidos. Estos levantamientos de genuino origen popular constituyeron un llamado de
advertencia para un imperio que ya tenía sus días contados.
Se debe tener en cuenta que entonces el cuero no solo desempeñaba el papel que desempeña en
la actualidad: además del calzado y, por ejemplo, la encuadernación de libros, la inexistencia de
una energía propulsora alternativa a la tracción a sangre, lo convertía en un insumo insustituible
para, entre otros, la fabricación de correajes para maquinarias, atalajes, arneses, sillas de
montar y otros elementos indispensables para el transporte en aquella época. La existencia de
numeroso ganado cimarrón (yeguarizos) en el Río de la Plata lo hacía un producto barato y
abundante, cuyas ventajas comparativas sin lugar a dudas le asignan el carácter de primer ciclo
propiamente dicho de la economía argentina.
El naturalista Félix de Azara calcula que el ganado cimarrón podía ocupar una extensión de
42.000 leguas cuadradas, totalizando unos 48 millones de cabezas; sin embargo hacia finales del
siglo XVIII sólo había 6 millones y medio de cabezas debido a la sobre-explotación, y losmalones,
sequías, cuatrerismo, perros cimarrones. Según Giberti (1986), Buenos Aires cesa de vivir a
expensas del intercambio entre el Interior y Europa: posee considerables saldos exportables
propios y se constituye un mercado interno para los excedentes de la producción tucumana,
paraguaya y cuyana, que no tenían salida hacia el mercado europeo. El Interior principia
entonces a vivir de las migajas del intercambio bonaerense.
La sobreexplotación agotó con rapidez el ganado de la región de Buenos Aires, obligando a que
las vaquerías se llevaran a cabo de igual modo en la Banda Oriental y a los grandes propietarios
a crear las Estancias donde pudiesen contener y criar el ganado que antes se cazaba.
Sin embargo, las continuas contiendas con Inglaterra –su mercado natural- motivaron períodos
de alza y de declinación en la exportación de cueros; por ejemplo tras la Paz de Versalles (1783),
que puso fin al último conflicto que España mantuvo con Inglaterra a lo largo del siglo XVIII,
salían del Río de la Plata 1.400.000 cueros anuales, cifra que explica la sobre-matanza
efectuada.
Esta actividad ganadera sería el punto de partida del siguiente ciclo: el del tasajo. Ello ya
ingresada la Argentina en su período independiente.
El régimen del Libre Comercio y las demás reformas, como la introducción de la Aduana fueron el
origen de una prosperidad y expansión económica muy acentuada del puerto de Buenos Aires.
En este periodo se reforzaría el papel de una América productora de materias primas, que
intercambiara productos al menor valor por la mayor calidad: típico esquema mercantilista que
favorecía la relación con Gran Bretaña en perjuicio de la que se tenía con la Metrópoli. Esto
favorecía directamente a los grupos más adinerados, que podían enriquecerse mucho sin ningún
esfuerzo.
La consecuencia más evidente de ello fue el gran desarrollo del comercio y de la producción de
materias primas. Si bien la producción local estaba destinada al fracaso no pudiendocompetir con
las mercaderías de importación procedentes de ultramar (Gran Bretaña), lasgrandes distancias
impidieron su completa destrucción: las economías regionales debieron susupervivencia a este
factor. Por ejemplo, en el Norte Argentino, Cuyo y Córdoba las economías regionales producían
azúcar,vinos, harinas, aceites, aguardientes, artículos de lana de vicuña y de oveja, etc.
Tales“industrias”, ilegales para el Reglamento, sin embargo sobrevivieron, aunque sólo fueron
anivel artesanal como producción familiar.
Así, aunque es impensable la existencia de un mercado para las mismas, a comienzos del siglo
XVIII Tucumán producía la casi totalidad de las telas rudimentarias que requería la población
indígena y negra de Tucumán, Cuyo y Buenos Aires, llegándose a exportar sus productos en
parte a Brasil y a otras regiones de América. Incluso, en procura de nuevos mercados, los
propios “industriales” tucumanos verían con buenos ojos la apertura del puerto de Buenos Aires,
pero que a la larga ello significó su ruina dado que comenzaron a afluir las mercancías
abundantes y baratas, producto de las industrias mecanizadas de Europa.
Por un lado, ese poder se hace cada vez más lejano. La guerra con Gran Bretaña que domina el
Atlántico, separa progresivamente España de sus colonias. Hace más difícil el envío de soldados
y gobernantes, y hace imposible el monopolio comercial.
Un conjunto de medidas de emergencia autoriza la apertura del comercio colonial. Esta política
es recibida con entusiasmo en las colonias: desde La Habana a Buenos Aires todo el frente
atlántico del imperio español aprecia sus ventajas e intentará conservarlas. De allí surge una
conciencia de la divergencia de destinos entre España y sus colonias y una confianza en las
fuerzas económicas de las Indias que se creen capaces de valerse solas en un sistema comercial
perturbado por las guerras europeas.
En 1808 las tropas de Napoleón Bonaparte, atravesaron el territorio español (hasta ese momento
España y Francia eran aliadas) en dirección a Portugal, país aliado de Inglaterra. El paso se
transformó rápidamente en invasión. Napoleón obligó a Carlos IV y a su hijo Fernando –a
quienes llevó prisioneros a Francia– a abdicar a favor de su hermano José Bonaparte.
Esta circunstancia desencadenó en una crisis de la monarquía española, puesto que a partir de la
abdicación de Fernando y de su prisión, no existía poder legítimo en España. Entonces, en las
principales ciudades españolas se formaron juntas, que gobernaban en nombre de Fernando VII.
Estas juntas enviaron representantes a una junta central que se reunió en Sevilla.
En ese tenso momento, el 12 de octubre de 1804, en una casona de campo fuera de Londres, se
reunieron el Primer Ministro William Pitt, el Lord del Almirantazgo Henry Melville y su amigo el
Al término de la reunión, Pitt le pidió a Melville un memorando sobre el tema, documento que
redactaron dos días después. Ese es el documento conocido como el “Memorial Popham” que
incluye la propuesta del venezolano Francisco Miranda, promotor de la independencia de las
colonias americanas, con apoyo de una potencia europea. El plan reúne tres planes de conjuntos
de invasión. Primero, una invasión a Venezuela, al mando de Miranda. “El siguiente punto a
invadir desde Europa” reza el documento “debe ser ciertamente Buenos Aires; y para ese objeto
será necesario disponer de una fuerza de 3.000 hombres, porque debe considerarse, en realidad,
una operación militar, la que no obstante podrá ser facilitada, consiguiendo que acompañen a la
expedición dos o tres de los sudamericanos para explicar a sus compatriotas el gran objetivo de
esta empresa”. El tercer punto es la captura del puerto chileno de Valparaíso, con tropas de
Nueva Gales del Sud, en tanto 4 mil cipayos de la India harían lo propio en Panamá; ambas
expediciones convergirían en Lima, centro del poder colonial español.
Pitt se mostró interesado en el plan, aunque no tomó una decisión. La declaración de guerra de
España, en diciembre de 1804, parecía dar vida a la propuesta.
Home Popham no podía quedarse con los brazos cruzados. Viendo pospuesta la invasión a
Buenos Aires, buscó un punto intermedio que sirviera de plataforma a un ataque a la colonia
española. En abril de 1805 puso a William Pitt al tanto del estado de indefensión en que se
encontraba la colonia holandesa del Cabo de Buena Esperanza y le propuso comandar una fuerza
para tomarla. Adujo la importancia estratégica que significaría dominar el extremo sur africano,
en la ruta que llevaba a India, amén de “la facilidad que esta colonia daría para la proyectada
conquista de las colonias de la costa oriental de América del Sud”.
Pitt dio el permiso para la toma de Ciudad del Cabo, pero dejó en suspenso el ataque a Buenos
Aires, tan ansiado por Popham. “… Pitt me informó que, dado el estado de entonces en Europa, y
la coalición en parte formada, y formándose contra Francia, había una gran ansiedad por tratar,
mediante negociación amistosa, de desligar a España de su conexión con esa potencia; y, hasta
que fuese conocido el resultado de tal intento, era deseable suspender todas las operaciones
hostiles en Sur América; pero, en caso de fracasar en este objetivo, era su intención volver al
proyecto original” declararía Popham, tiempo después.
En agosto de 1805 parte la expedición hacía Ciudad del Cabo. Popham comanda la escuadra,
mientras que las fuerzas de tierra están al mando del mayor general Sir David Baird que había
servido en Tolón, Córcega, India y Egipto junto a William Beresford, a quien le ofrece integrar la
misión.
El resultado es conocido: los ingleses toman Ciudad del Cabo el 18 de enero de 1806. Beresford
se luce en el ataque y consigue la rendición del gobernador holandés. Su amigo, el General Baird
se convierte en el nuevo gobernador civil y militar de Ciudad del Cabo.
La invasión de Buenos Aires no fue planeada ni autorizada por el gobierno británico. Conducida
por Sir Home Popham, fue más bien un desvío de esa expedición contra los holandeses en
Ciudad del Cabo. Desde el 8 de junio de 1806 la flota británica se encontraba frente a las costas
de la Banda Oriental. Los jefes de la expedición debaten sobre la conveniencia de atacar
Montevideo o Buenos Aires. Se deciden por esta última. Recién el 25 de junio las tropas
comandadas por Beresford cruzan el Río de la Plata y desembarcan en Quilmes con 1600
soldados de infantería. En pocas horas toman Buenos Aires. El virrey Sobremonte huye tratando
de salvar los caudales públicos, pero estos serán finalmente capturados por los británicos. Dentro
del mítico baúl podían contarse 1.291.323 pesos plata. Parte del botín se repartió entre la tropa.
A los jefes de la expedición William Carr Beresford y Home Riggs Popham le correspondieron
respectivamente 24.000 y 7.000 libras, el resto, más de un millón fue embarcado hacia Londres.
Buenos Aires sería por 46 días una colonia inglesa. El Times de Londres, decía:
"En este momento Buenos Aires forma parte del Imperio Británico, y cuando
consideramos las consecuencias resultantes de tal situación y sus posibilidades
comerciales, así como también de su influencia política, no sabemos cómo
expresarnos en términos adecuados a nuestra idea de las ventajas que se
derivarán para la nación a partir de esta conquista."
Santiago de Liniers, marino francés al servicio de España, y a quien Sobremonte, que al parecer
desconfiaba del oficial galo, había designado en un puesto de importancia menor (comandante
del fuerte de Ensenada), se presentó al gobernador de Montevideo, Pascual Ruiz Huidobro y éste
a su pedido le confió la reconquista de la capital.
Con un millar de hombres, entre los que se contaban corsarios franceses comandados por H.
Mordeille (entre cuyos subalternos se encontraba Hipólito Bouchard), Liniers cruzó el río el 3 de
agosto.
El 11 ocuparon el Retiro, donde Beresford había colocado una pequeña fuerza. El mal tiempo
favoreció a Liniers: su ejército contó con la ayuda de la población para arrastrar la artillería por
los caminos cubiertos de barro, mientras Beresford no pudo movilizar su corta tropa y salir a
campaña en busca de una decisión en campo abierto. La lucha en las estrechas calles, con las
azoteas cubiertas de francotiradores hostiles, le resultó fatal. Después de fracasar un intento de
negociación debido al ardor de las milicias. Liniers llevó un asalto a fondo sobre la plaza y el
Fuerte convertidos en baluartes de la resistencia enemiga. Beresford debió rendirse tras corta
pero dura lucha el 12 de agosto de 1806. Beresford, Pack y otros oficiales quedaron detenidos en
Luján.
El envío de una nueva escuadra al Río de La Plata respondió al entusiasmo producido en Londres
por el éxito inicial de la expedición de Popham, donde no se conocía todavía la noticia de la
pérdida de Buenos Aires. En realidad, la nueva escuadra reunió a varias fuerzas que previamente
habían tenido otros destinos. Entre ellas, por ejemplo, se encontraba una expedición de 4.200
hombres al mando del brigadier Crawford, desviada al Río de la Plata pero que originalmente se
dirigía a Chile, y cuyo primer objetivo había sido establecer una fuerte posición militar en el
Pacífico. Otra fuerza, al mando del brigadier general Samuel Auchmuty, había partido de
Falmouth el 11 de octubre de 1806 con 3.800 hombres; y poco antes había zarpado otra
escuadra, al mando del contraalmirante Stirling, el reemplazante de Popham. El teniente general
John Whitelocke fue designado jefe de todas las fuerzas británicas en el Río de la Plata, quien se
dirigió rumbo al mismo con 1.600 hombres y una escuadra poderosa al mando del almirante
Murray. Las instrucciones eran claras: establecer una posición de fuerza en la costa desde donde
emprender operaciones futuras y no fomentar ningún acto de insurrección, demostrando a la vez
las ventajas del gobierno británico y de la unión con su imperio. La fuerza expedicionaria estaba
acompañada por 100 comerciantes ingleses llevados en numerosos barcos mercantes.
El 3 de febrero de 1807 tomaron la ciudad de Montevideo en una operación naval y terrestre con
8000 soldados, bajo el mando del general Auchmuty y del almirante Stirling. Ocupada
Montevideo, se inicia un plan de propaganda inglesa, que busca el apoyo de la población, con la
creación del periódico en inglés “The Shouthern Star” (La Estrella del Sur), publicado por
Auchmuty con colaboración de Aniceto Padilla.
El 28 de junio de 1807, al frente de casi 8000 hombres, con 16 cañones, Whitelocke desembarcó
en la ensenada de Barragán e inició, bajo un clima hostil, la marcha hacía Buenos Aires.
Despachó al frente un cuerpo de vanguardia de poco más de dos mil soldados, comandados por
Levíuson Gower y siguió tras él con el grueso (3800 efectivos). Una fuerza de más de 1800
hombres formaba la retaguardia comandada por el coronel Mahon.
Santiago de Liniers, en tanto, salió de la ciudad con el grueso de las milicias. Pese al entusiasmo
de sus tropas, el grado de instrucción alcanzado era deficiente. Liniers cruzó el Riachuelo y,
dejándolo, a su espalda, se desplegó al sur del puente de Gálvez (Barracas).
El 2 de julio Gower, tras eludir hábilmente a sus contrarios, cruzó el curso de agua por el paso de
Burgos y avanzó sobre los corrales de Miserere. Liniers, con parte de su fuerza, retrocedió y
marchó sobre el invasor.
Como era previsible, fue derrotado. El jefe francés se retiró a la Chacarita y luego regresó a
Buenos Aires. Gower cometió el error de no avanzar de inmediato sobre la ciudad, donde el
desconcierto se había apoderado de los ánimos. Los días 3 y 4 de julio contemplaron los febriles
preparativos de los habitantes levantando cantones y barricadas en las calles que conducían a la
plaza, al comienzo bajo la dirección del Cabildo, cuyo alcalde de primer voto era Martín de
Álzaga, luego del mismo Liniers.
El perímetro principal de la defensa fue trazado a una cuadra de la plaza. Piezas de artillería
enfilaban las calles desde [os cruces de las mismas y desde el Fuerte, en tanto las azoteas se
convirtieron en reductos de fusileros. Granadas de mano y proyectiles de diversa índole
reforzaron estos bastiones. Whitelocke intimó la rendición de la ciudad sin resultado y se dispuso
al asalto.
El 5 de julio a las seis de la mañana se rompió el fuego. El plan adoptado por el jefe inglés había
sido esbozado por Gower y presentaba serias fallas. Para avanzar sobre la ciudad, Whitelocke
dividió su ejército en trece columnas que avanzaron por otras tantas calles. El plan comprendía
el avance hasta la costa y luego la convergencia hacia el centro de la ciudad.
La lucha fue dura y al terminar la jornada las columnas del ala izquierda, al mando de Auchmuty
habían ocupado su objetivo, el Retiro, pero las columnas del centro habían sido rechazadas con
fuertes bajas y las de la derecha tampoco tuvieron éxito: parte de estas fuerzas ocuparon el
templo de Santo Domingo, siendo luego capturadas.
Entre muertos, heridos y prisioneros, las pérdidas sumaban 2 500 hombres para el ejército
atacante. A su vez, había tomado 800 prisioneros y causado más de 900 bajas a las tropas
españolas. Sin embargo, no habían logrado penetrar en el perímetro defensivo, y sus fuerzas
Los líderes de la defensa de Buenos Aires fueron los comerciantes agrupados en el cabildo y en el
Consulado. Pero los verdaderos protagonistas fueron las recientemente criadas milicias urbanas:
la presencia de las fuerzas británicas impulsó un proceso de militarización de la población, que se
alistó en cuerpos de milicianos para defender la ciudad y su territorio, bajo el mando de un
militar francés al servicio de España, Santiago de Liniers, designado por el cabildo en 1807 como
virrey.
Desde ese momento las milicias se convirtieron en un elemento decisivo, en el futuro político del
Rio de La Plata. En el aspecto económico la presencia de los ingleses hizo que los comerciantes
criollos experimentaran brevemente los ventajosos frutos del comercio libre con Inglaterra.
En las colonias americanas, cuando llegó la noticia de la abdicación del monarca Fernando
VII, la autoridad francesa fue rechazada, y en algunas ciudades se organizó un movimiento
juntista a imagen del español.
En 1809 las tropas francesas ocuparon prácticamente toda la península ibérica, y la junta
central de Sevilla se disolvió. La resistencia española quedó reducida solo a la región de
Cádiz. El disolverse la junta central, ya no existía un gobierno que pudiera exhibir una
legitimidad ampliamente aceptada, a pesar de la formación del Consejo de Regencia, que
intentó conservar un poder estrictamente nominal y hacerlo extensivo a todo el imperio.
Las noticias de la caída de España en manos francesas comenzaron a llegar a las colonias entre
abril y mayo de 1810. La desaparición del gobierno legítimo en España provocó diversas
reacciones. En algunas zonas tomó nuevo impulso el movimiento juntista que recogía los
argumentos sobre la soberanía que habían sostenido las juntas españolas. Se argumentaba que,
preso el rey, el pueblo reasumía el poder. Así, en Caracas, Buenos Aires, Bogotá y Santiago de
Chile se formaron juntas de gobierno para reemplazar a los funcionarios designados por España.
En cambio, el virreinato del Perú reconoció al Consejo de Regencia. En América del Sur,
entonces, quedaron bosquejadas dos posiciones: una de ellas suponía el reconocimiento a las
autoridades peninsulares; la otra significaba una actitud insurgente que pronto llevaría al inicio
de las guerras de independencia.
En el Rio de La Plata, los hechos europeos agregaron mayor inestabilidad política. A comienzos
de 1809, algunos comerciantes y funcionarios españoles intentaron desplazar a Santiago de
Liniers, quien fue defendido por los líderes criollos de las milicias urbanas, que demostraron en
esa oportunidad el poder político que habían alcanzado. Ese mismo año, llegaba a Buenos Aires
un nuevo virrey nombrado por la junta central de Sevilla, Baltasar de Cisneros.
Entre abril y mayo de 1810, con la llegada de la noticia de la disolución de la junta central
algunos grupos cuestionan la legitimidad del nombramiento de Cisneros.
Estos grupos separatistas estaban formados por jóvenes profesionales, educados en las
universidades hispanoamericanas como el caso de Mariano Moreno o españolas, como Manuel
Belgrano. Además encontramos algunos comerciantes y propietarios rurales que consideraban la
conveniencia del libre comercio.
Una vez conocida la noticia los grupos separatistas comenzaron a actuar. El Cabildo de Buenos
Aires tuvo una decisiva actuación en este cambio político. El virrey Cisneros consintió en
convocar a un Cabildo Abierto el 22 de mayo de 1810 para que los vecinos más ilustres de la
ciudad discutieran sobre el curso político que debía seguirse ante la crisis de la monarquía.
Después de un duro debate entre los grupos que intentaban sostener al virrey y los que pedían
su retiro, la postura aprobada por la mayoría fue la de formar una junta de gobierno, ya que
consideraron que la legitimidad de las autoridades españolas había caducado por falta de un
gobierno en España.
Después de varios conflictos y con la presión de las milicias, el día 25 de mayo quedó formada la
Primera Junta, mayoritariamente integrada por comerciantes y abogados criollos. Con este acto
político caducó la dominación española en el Río de La Plata.
La primera tarea de la Junta fue expandir su autoridad por el resto del virreinato. Para ello,
mediante una proclama, informó sobre los acontecimientos a los cabildos de las ciudades del
virreinato y los invitó a enviar representantes. Al mismo tiempo, sus miembros decidieron
despachar una fuerza armada para enfrentar las posibles resistencias a la nueva situación
política. Esta fuerza venció a las autoridades de Córdoba, que se opusieron a la Junta, mientras
que las otras ciudades terminaron por aceptar la invitación de Buenos Aires y en 1811 enviaron
diputados a la Junta de Gobierno que, ampliada, se denominó Junta Grande.
Entre 1811 y 1815, la situación política cambiaría al ritmo de las relaciones entre los pueblos del
virreinato y Buenos Aires, y de los éxitos y fracasos de la guerra contra España.
La Junta y los sucesivos gobiernos tuvieron tres frentes de lucha: el primero fue el Alto Perú.
Desde el virreinato del Perú partieron las tropas que defendían el dominio español en esta área
frente a las tropas que enviaba Buenos Aires. El dominio Español quedó asegurado en esta
región con la batalla Sipe-Sipe, en 1815.
El segundo frente era el Paraguay, cuyo Cabildo había reconocido al Consejo de Regencia. Las
tropas patriotas al mando de Manuel Belgrano fueron derrotadas. No obstante, en mayo de 1811
en Asunción, las autoridades españolas fueron desplazadas y se instaló un gobierno local,
autónomo de Buenos Aires.
El tercer frente fue el más peligroso para Buenos Aires: Montevideo continuaba en manos de los
españoles. Sólo un largo sitio de la ciudad y una rebelión de una población campesina de la
Banda Oriental, acaudillada por José Artigas, terminaron con el último foco realista en el Rio de
La Plata en 1814.
Además de los problemas ocasionados con la guerra con España, la situación política del
gobierno revolucionario resultaba bastante inestable. En el seno de la junta se observaba una
primera división entre aquellos que, como Mariano Moreno, deseaban radicalizar la nueva
situación política hasta una definitiva ruptura con España y otra facción, liderada por Cornelio
Saavedra, que recomendaba prudencia.
Por otro lado estas dos facciones disentían acerca de la relación entre Buenos Aires y el resto del
Virreinato. Moreno y sus seguidores pretendían que el gobierno revolucionario introdujera
cambios profundos en la sociedad y eran partidarios de un gobierno centralizado en Buenos
Aires. Saavedra, por su lado, defendía la incorporación de los diputados del resto del virreinato a
la junta de gobierno.
La Junta Grande fue disuelta en 1811 y reemplazada por el Primer Triunvirato (1811 – 1812).
Este recambio se produjo como consecuencia de los fracasos de las tropas enviadas al Paraguay
y al Alto Perú, y al intento de los porteños de centralizar el gobierno.
En 1812 el primero es reemplazado por el Segundo Triunvirato, impulsado por un grupo político
más radicalizado, entre quienes se encontraba los seguidores de Mariano Moreno y jóvenes
militares llegados de España, como José de San Martín y Carlos de Alvear, que pretendían una
profundización de la revolución.
En 1813 en Segundo Triunvirato convocó a las provincias para que enviasen representantes a
una asamblea general constituyente (Asamblea del año 13), cuyos objetivos principales eran
declarar la independencia de España y dictar una constitución. Si bien estos objetivos no fueron
cumplidos, en gran parte porque en 1814 se restaura la monarquía española, la Asamblea
promovió una serie de medidas políticas y sociales revolucionarias, como:
La Asamblea del año 13 no logró declarar la independencia, pues existían en este momento,
varios obstáculos para hacerla, en primer lugar el rey Fernando VII había retornado a España y
Napoleón había sido derrotado por los ingleses. El peligro de una expedición española de
reconquista era inminente. En segundo lugar la Asamblea enfrentaba fuertes disidencias
internas, que provenían sobre todo de un movimiento de oposición al centralismo de Buenos
Aires, encabezado por José Artigas. La reivindicación principal de este movimiento era asegurar
la autonomía de cada provincia. Entre los años 1814 y 1820, la política artiguista se extendió por
las provincias del litoral y por Córdoba, que formaron una liga liderada por Artigas, quien tomó el
título de “protector de los pueblos libres”.
Esta situación sumada a la derrota del ejército patriota en el Alto Perú en 1815, creaba un
panorama en el que la suerte de la revolución parecía peligrar. La Asamblea se disolvió y se
convocó a un nuevo congreso para afrontar la situación.
La Liga Federal fue establecida en el marco de las guerras civiles entre los partidarios del
federalismo agrupados en torno de Artigas, y los partidarios del gobierno central unitario del
director supremo basado en Buenos Aires. Tal liga, también llamada Unión de Los Pueblos Libres,
fue constituida por las provincias de Córdoba, Corrientes, Entre Ríos, la Provincia Oriental, la de
Santa Fe y los pueblos de Misiones bajo el control de Andrés Guazurary (también conocido como
Andrés Artigas), quien intentó incluir a las Misiones Orientales ocupadas por Portugal en 1801.
Contra la Liga Federal se oponía el gobierno nacional centralista y unitario, instalado en la ciudad
de Buenos Aires pero con partidarios en las demás provincias, incluyendo a Montevideo, que
buscaba uniformar el sistema de gobierno empeñado en la guerra de independencia.
La Liga Federal se conformó entre 1814 y 1815, alcanzando su apogeo luego de la caída del
director supremo Carlos María de Alvear en 1815. Careció de instituciones centrales,
aglutinándose los caudillos federales en torno del mando militar y al prestigio de Artigas que se
titulaba Protector de los Pueblos Libres. Para tratar de sus relaciones con Buenos Aires el 29 de
junio de 1815 Artigas reunió el Congreso de Oriente o Congreso de los Pueblos Libres en
Concepción del Uruguay, sobre el cual una línea historiográfica ha conjeturado que en él se
realizó una declaración de independencia nacional, que no es confirmada por ningún documento
histórico. Como las actas del congreso —si es que las hubo— se habrían perdido, los
sostenedores de la línea que cree que allí se declaró la independencia nacional basan su
conjetura interpretando la carta que Artigas envió al director supremo Juan Martín de Pueyrredón
el 24 de julio de 1816. Cuando Artigas tomó conocimiento de que el 9 de julio de 1816 se
produjo la declaración de independencia nacional de las Provincias Unidas en San Miguel de
Tucumán, escribió al director supremo Pueyrredón el 24 de julio de 1816:
“Ha más de un año que la Banda Oriental enarboló su estandarte tricolor y juró
su independencia absoluta y respectiva. Lo hará V.E. presente al Soberano
Congreso para su Superior conocimiento”.
importancia.
Rodeados por los realistas en Chile y en Perú, la suerte de la independencia del Rio de la Plata,
dependía de la derrota de los españoles en estos territorios. El General José de San Martín,
militar de carrera formado en España y desde 1812 al servicio de la revolución, ideó el plan para
atacar a los españoles en Chile primero, y desde allí llegar a Perú para derrotarlos
definitivamente.
En 1812 por vía de Londres, San Martín regresó a su tierra natal, junto con otros militares de
origen americano. En Buenos Aires, reconocido como coronel y casado con la hija de una de las
familias más ricas de la aristocracia porteña, se dedicó a organizar un nuevo cuerpo militar, el de
Granaderos a Caballo. En 1813 tuvo su primera victoria en la batalla San Lorenzo. En 1814 fue
nombrado Comandante del Ejército del Norte y en seguida destinado al gobierno de la
intendencia de Cuyo.
San Martín organizó el cruce de la cordillera de los andes con su ejército de liberación junto con
el jefe de la resistencia chilena, O´Higgins, en 1817. Eran 3.000 hombres los que enfrentaron
esta empresa. El 12 de febrero la victoria de Chacabuco les abría el camino a la ciudad de
Santiago: allí O´Higgins fue nombrado director supremo de la República Chilena. En marzo la
derrota de Cancha Rayada estuvo a punto de terminar con el gobierno independiente, pero la
victoria de Maipú en abril consolidó la independencia de Chile.
Según el plan de San Martín, la independencia de Chile era el primer paso del avance hacia Lima.
Para ello, era necesario una marina de guerra, que se formaría a partir de los barcos capturados
a los españoles y las expediciones de saqueo realizadas sobre el litoral peruano.
En agosto de 1820 San Martín partió para liberar Perú, con algo más de 4.000 soldados,
insuficientes para vencer a los más de 20.000 que formaban las fuerzas del rey.
San Martín iba a utilizar a su fuerza como un elemento de disolución del ya sacudido orden
realista en Perú. Contaba con las molestias crecientes de una guerra demasiada cercana y con
las derivadas del bloqueo, para sacudir la lealtad monárquica de los señores criollos de la corte.
También estaba dispuesto a apoyarse en el descontento indígena de las sierras, por esta vía
atrajo el apoyo de la aristocracia peruana, en la medida en que ella veía en el triunfo de San
Martín el atajo hacia la paz, que pondría termino a la agitación indígena.
San Martín. Ambos jefes acordaron la creación de un Perú independiente y monárquico. Si bien
las tropas realistas rechazaron el acuerdo, fueron derrotadas por San Martín que entró
finalmente a Lima en julio de 1821.
Los conflictos políticos y resistencias militares en todo Perú, llevaron a San Martín a buscar
diferentes estrategias y alianzas, tal como la famosa entrevista con Bolívar en Guayaquil. Muchos
fueron los factores que llevaron al fracaso de estas estrategias y alianzas. Frente a ello San
Martín renuncia y se retira de Perú.
Mientras San Martín emprendía su campaña libertadora la situación política en el Rio de la Plata
era cada vez más inestable. El Congreso se trasladó a Buenos Aires en 1817 y allí se sancionó en
1819 una constitución centralista que dejaba abierta la posibilidad de establecer una monarquía.
Esta constitución fue rechazada por los gobernadores de las provincias, sobre todo por aquellos
que estaban bajo la influencia de Artigas. A comienzos de 1820 los gobernadores de Santa Fe,
con Francisco Ramírez, y de Entre Ríos, Estanislao López, derrotaron en la batalla de Cepeda a
las tropas del gobierno central al mando del director supremo Rondeau. Pocos días después sus
tropas entraban en Buenos Aires imponiendo varias condiciones: la constitución debía ser
derogada y con ella sus aspectos más irritantes (el monarquismo y el centralismo). En ese
momento, el Directorio se había disuelto y no existía ninguna autoridad central. De esta manera
las provincias pasarán a ser autónomas.
A comienzos de 1820, la disolución del Directorio y del Congreso, dejó a las Provincias Unidas sin
gobierno central. Ante estas circunstancias cada Provincia pasó a constituir una entidad soberana
y comenzó a organizarse políticamente definiendo sus autoridades.
Las principales autoridades de las provincias fueron las juntas o salas de representantes. De
acuerdo con el pedido de división de poderes las legislaturas crearon un poder ejecutivo en la
figura de un gobernador. En la mayoría de los casos los gobernadores de este periodo fueron
caudillos, sustentados en los sectores populares, como el caso de López y Ramírez en el litoral,
Bustos en Córdoba, Ibarra en Santiago del Estero y Araoz en Tucumán.
En Buenos Aires, durante el 1820 se sucedieron varios gobernadores federales. Solo a comienzos
de 1821 la provincia logró organizar un gobierno estable, presidido por Martín Rodríguez que
pertenecía al llamado “partido del orden”. Rodríguez nombró como Ministro de Gobierno a
Bernardino Rivadavia quien emprendió un plan de reformas destinadas a la organización de la
provincia como un estado liberal. Entre otras medidas, se suprimieron las instituciones
coloniales, como el Cabildo, la propiedad de la Iglesia, y se creó un sistema de enseñanza
pública.
Buenos Aires vivió en la década de 1820 una época de prosperidad, llamada por algunos “la feliz
experiencia”. Juan Bautista Alberdi resume de esta manera al periodo: “Rivadavia ha dejado
andamios. Sus creaciones localistas de Buenos Aires, aislada de la nación, tuvieron por objeto
preparar el terreno para el edificio del gobierno nacional. La generación actual se ha alojado bajo
los andamios, los ha cubierto de lienzos, y, a esa especie de tienda de campaña, ha dado el
nombre de edificio definitivo”. (Grandes y pequeños hombres, 1912)
El ciclo del cuero, sin haber llegado a su fin, se vio complementado por otro que le era
sumamente afín, durante la primera década del período de emancipación (1810-1820). En
función de la demanda procedente de Gran Bretaña de productos de economía tropical que
alcanzaron gran valor tras el fin de las guerras napoleónicas –particularmente, el azúcar– las
economías cuya producción estaban basada en fuerza de trabajo esclava (Cuba, Brasil),
crecieron de manera considerable, y con ellas el número de esclavos, cuya principal fuente de
alimentos constituía la carne en salazón (conocida bajo la denominación de tasajo o charqui),
siendo esta una oportunidad que los hacendados rioplatenses aprovecharon con habilidad.
Es de destacar que la producción de cuero no se redujo; sólo la carne del animal, otrora carente
de valor, adquirió un verdadero valor de mercado. Hacia 1817 se había producido una
considerable alza en el precio de los vacunos, que habían disminuido notoriamente en número
como consecuencia de la guerra de la independencia y del ciclo del cuero.
Si bien los saladeros existían ya a mediados del siglo XVIII (fueron muy conocidas las
expediciones llevadas a cabo a Salinas Grandes y Carmen de Patagones para la obtención de la
sal, insumo indispensable para esta industria), en el período independiente se atribuye el
establecimiento del primer saladero bonaerense a dos ciudadanos británicos, Roberto Staples y
Juan Macneil, quienes habían observado la potencialidad de dicha actividad.
Hacia 1820, estando Rivadavia en el gobierno, el saladero había alcanzado una expansión
considerable; tal expansión obligaría a la toma forzosa de mano de obra a fin de trabajar en
estas nuevas empresas. La mano de obra de los saladeros, era el “gaucho”, quien debió ser
“disciplinado” para ingresar en este circuito laboral. Mientras el ganado cimarrón fue abundante,
el gaucho no sirvió a los estancieros ricos, en función de sus dotes de jinete tan adecuadas para
las tareas relativas a la actividad, como la marcación y la yerra. Pero al valorizarse el producto
mediante las exportaciones al extranjero, en principio con el cuero y luego con el tasajo, la
apropiación de ganado, uno de los “medios alternativos de subsistencia” del gaucho, pasó a ser
propiedad privada de los estancieros, quienes consideraron que la libertad del gaucho atentaba
No obstante, los saladeros fueron los primeros establecimientos no pastoriles en concentrar una
masa considerable de trabajadores. Como la esclavitud declinaba considerablemente en el Río de
la Plata, dichos operarios serían asalariados, no esclavos (Giberti, 1986).
Durante el gobierno de Rivadavia, que constituyó una temporal tentativa de unificación del país
en torno de los intereses del puerto de Buenos Aires, la principal preocupación constituyó la
solución al problema de la escasez de fuerza de trabajo. Esto fue el motivo de varios actos
legislativos que trataron de subsanar tal problema, siendo el más importante la Ley de Enfiteusis.
Jurídicamente se entiende por enfiteusis a los contratos de entrega o concesión de tierras a largo
plazo. La Ley de Enfiteusis (1822) trataba de solucionar dos problemas: en primer lugar,
entregar la tierra a colonos extranjeros, es decir, europeos que debían poblar el campo, entonces
en gran parte ocupados por los pueblos originarios. Por otro lado, hipotecar la tierra pública
como garantía de un préstamo contraído entre el Estado Argentino y la casa financiera inglesa
Baring Brothers, cuyo préstamo se habría de contratar en Londres en 1824 (Ferns, 1966).
Tal empréstito, primer antecedente de deuda externa en el país, sería destinado a reforzar la
estructura capitalista de la Argentina: en principio se destinaría a la obras del puerto de Buenos
Aires, lugar de salida de la producción argentina al exterior, al establecimiento de pueblos de
campaña, y por último a obras sanitarias. Del empréstito, suscripto por un millón de libras
Buenos Aires sólo recibió 570.000. Como contraparte de la deuda el estado emitió títulos, cuya
amortización de los primeros dos años sería la causa de la deducción arriba citada. El servicio de
Como se viera, el campo, base productiva del capitalismo argentino, era el principal destinatario
del empréstito, y de la Ley de Enfiteusis. La ley procuraba conservar la tierra pública como
garantía de la deuda contraída por el Estado tanto como hacerla entrar en producción mediante
el asentamiento de colonos que podían optar por adquirirla en caso de que el Estado decidiese
venderlas, algo muy parecido al Homestead Act por entonces vigente en los EEUU, con el cual se
pretendía crear una incipiente clase de pequeños propietarios. Los lugares de asentamiento de
los colonos (el Estado había decidido fomentar la inmigración procedente del norte de Europa, en
especial de Gran Bretaña) distaban de ser cómodos: en general se asignaron áreas de fronteras
– territorios ubicados al sur del río Salado en la Provincia de Buenos Aires – que eran con
frecuencia objeto de incursiones por parte de los malones. La reforma de la ley en 1825 no
mejoró la situación: los asentamientos en baldíos no prosperaron, y sólo sirvieron para que los
grandes propietarios acaparasen más tierras. Aun habiéndose creado una sociedad de
productores rurales en 1826, primer esbozo de entidad gremial empresaria del agro, no se logró
establecer una colonización con carácter permanente.
Tampoco tuvieron éxito planes de inmigración organizadas por entidades colonizadoras privadas
– como la empresa colonizadora Barber Beaumont - con contingentes procedentes del norte de
Europa (Alemania, Gran Bretaña) que terminaron en un fiasco, desacreditando la acción de la
colonización planificada de carácter privado. No obstante, como veremos, la inmigración
particular sí tendría un éxito rotundo, como la dedicada a la explotación lanar.
Entre 1820 y 1821 las provincias suscribieron varios tratados con el fin de convocar un congreso
para resolver la organización institucional del país. En 1823 Buenos Aires convocó a las
provincias a un congreso general que se reuniría en esta ciudad al año siguiente. La
representación fue proporcional de acuerdo a la cantidad de población de cada provincia. De esta
manera, los diputados porteños eran los más numerosos y contaban con un objetivo político
claro: la conformación de una república unitaria.
Una vez reunido, se le plantearon al congreso tres frentes de problemas: En el exterior con el
Brasil; en el seno de la provincia de Buenos Aires, y entre esta provincia y las del resto del país.
En 1822 Brasil se declaró independiente de Portugal. Una de las primeras medidas que tomó el
Imperio Brasileño fue la invasión de la Banda Oriental y su incorporación al mismo. En 1825 un
grupo de orientales uruguayos partió de Buenos Aires con el fin de organizar la población rural
contra la ocupación brasileña. Este levantamiento acorraló a los brasileños en Montevideo. Poco
después un congreso formado en la Banda Oriental, declaró su independencia del Brasil y su
unión a las Provincias Unidas. Cuando el congreso argentino aceptó dicha anexión, Brasil declaro
la guerra a las Provincias Unidas. La guerra que se extendió hasta 1828, aceleró las posturas
centralistas en el congreso:
Esta última ley fracturó al bloque de diputados porteños, por un lado los porteños unitarios (que
apoyaban a Rivadavia) y los porteños federales (que consideraban que la ley destruía a la
provincia).
Dorrego nació el 11 de junio de 1787 en Buenos Aires. Fue el menor de cinco hermanos, hijos del
rico comerciante portugués José Antonio de Dorrego y la argentina María de la Ascensión Salas.
En 1803, a los 15 años, ingresó en el Real Colegio de San Carlos y a inicios de 1810 comenzó a
estudiar Derecho en la Universidad de San Felipe, en Santiago de Chile. Pronto abandonó las
aulas y se unió al movimiento independentista chileno. Exaltado, cambió el traje civil y los libros
por el uniforme y las armas. En la milicia del país andino ganó las tres estrellas de capitán al
sofocar un movimiento contrarrevolucionario. Tenía 23 años.
Antes de concluir 1810, Dorrego regresó a Buenos Aires uniéndose con el grado de mayor a las
fuerzas armadas encabezadas por Cornelio Saavedra rumbo al norte. En el combate de
Cochabamba sufrió dos heridas siendo ascendido a teniente coronel. Luchó posteriormente en
Tucumán y Salta a órdenes de Belgrano, pero –arrestado por su carácter indisciplinado- no pudo
participar en la Campaña al Alto Perú iniciada por el creador de la bandera.
Dorrego a su regreso a Buenos Aires, en 1815 contrajo matrimonio con Angela Baudrix, de cuya
unión nacerían de dos hijas: Isabel en 1816 y Angelita en 1821.
El 1819, Pueyrredón fue sustituido por el Rondeau. Dorrego regresó a Buenos Aires al año
siguiente. Recuperó su grado de coronel, obtuvo el mando militar de Buenos Aires siendo
finalmente nombrado temporalmente gobernador interino. Presentado como candidato a la
gobernación de la provincia fue derrotado por Martín Rodríguez. Generoso en la derrota, hizo
reconocer por sus tropas el triunfo de su adversario. Pero el hecho de estar en la oposición lo
volvió sospechoso para el nuevo gobierno, que lo confinó en Mendoza. Antes de someterse a
ello, Dorrego optó por marchar a Montevideo. Dorrego pudo regresar a Buenos Aires -junto con
exiliados como Carlos María de Alvear, Manuel de Sarratea y Miguel Estanislao Soler- protegido
por el decreto de amnistía conocido como a Ley del Olvido (noviembre de 1821). En 1823, fue
electo representante ante la Junta de Gobierno y desde su periódico El Argentino respaldó las
ideas federalistas, en oposición al gobierno de Bernardino Rivadavia, lo cual le hizo ganar
prestigio en las provincias. En 1825, se entrevistó con Simón Bolívar, a quien consideró el único
capaz de contener los planes expansionistas del Imperio de Brasil.
De este modo, Dorrego –militar devenido político– fue electo representante por Santiago del
Estero en el Congreso Nacional. Como tal, tuvo destacada actuación en los debates de la
Constitución de 1826 acerca del sistema de gobierno y del derecho al sufragio. Desde el
periódico El Tribuno demostró enconada oposición a la actitud centralista de Rivadavia, hecho
que aumentó su prestigio en las provincias.
El 1° de diciembre de 1828, Lavalle ocupó Buenos Aires con sus tropas. Dorrego se trasladó al
sur de la provincia, en busca del apoyo de Juan Manuel de Rosas, a la sazón comandante
general de campaña. Rosas le aconsejó dirigirse a Santa Fe en busca de la protección de
Estanislao López, pero Dorrego optó por enfrentar a Lavalle, con cuyas fuerzas se midió en las
afueras de Navarro. El gobernador cayó prisionero y el vencedor ordenó su fusilamiento el 13 de
diciembre. La decisión estremeció a la capital y las provincias. Dorrego tenía cuarenta y un años.
Aráoz de Lamadrid era un oficial curtido que combatió en Tucumán, Córdoba, San Juan y
Mendoza, y que también conoció el exilio en Bolivia y Chile. Dorrego tomó prestada de su
compadre la chaqueta para morir, y pidió que le entregase a su esposa Ángela la que él lleva
puesta. El duro Aráoz irrumpió en llanto frente a la tropa ante la entereza de su amigo-
adversario.
Ángela Baudrix, la viuda, quedó en la miseria. Sus hijas tenían doce y seis años de edad. A poco
se vieron forzadas a trabajar de costureras en el taller de Simón Pereyra, un proveedor de
uniformes para el ejército y especulador en la compra-venta de tierras.
Juan Lavalle había nacido en Buenos Aires el 17 de octubre de 1797. Al mando de Dorrego, luchó
contra Artigas y combatió en la batalla de Guayabos. El escritor Esteban Echeverría (1805-1851),
autor de El Matadero y La Cautiva, que también era unitario, lo describió como "una espada sin
cabeza".
El periodista e historiador José Manuel de Estrada (1842-1894), considerado uno de los más
lúcidos intelectuales de la segunda mitad del siglo XIX, escribió un homenaje a Manuel Dorrego
que puede considerarse un conmovedor epitafio:
El conflicto entre Buenos Aires y el Interior suscitado inmediatamente después de las guerras de
Independencia, se canalizó mediante un “acuerdo” entre los caudillos del Interior y el de la
provincia de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas. Si bien basados en una alianza de orden
federal o más bien “federalista”, los gobiernos de Rosas (1829-1852) se identificaron en mayor
medida con los intereses en torno del puerto de Buenos Aires, y de los propietarios de las
“estancias” (unidades de explotación agropecuaria de la provincia de Buenos Aires) que
sostenían un sólido comercio con Gran Bretaña, unido al interés comercial referente al
intercambio de mercaderías de exportación, que a partir del puerto de Buenos Aires eran
distribuidos hacia el interior del país con el consiguiente perjuicio para las débiles producciones
locales.
A pesar de su carácter “federal”, los gobiernos de Rosas siguieron estando sujetos a las
condiciones del libre cambio con Gran Bretaña (materias primas por manufacturas, que las
últimas de las cuales proveían la mayor parte de los ingresos del fisco, es decir las rentas de
aduana). Por ello Rosas de esforzaría en conservar una autonomía y poder de decisión en el
plano nacional, habida cuenta de que el Interior del país le había confiado el manejo de las
relaciones exteriores. La Libre navegación de los Ríos, condición exigida por Gran Bretaña y otras
potencias capitalistas para poder instalar sus productos, tuvo un acérrimo opositor en Rosas que
devino el defensor de la soberanía nacional por antonomasia.
Basados en pactos, que tenían por objeto la constitución de un frente con las demás provincias
para enfrentar al enemigo unitario, los gobiernos de Rosas debían conciliar los intereses del
puerto de Buenos Aires con los del Interior, muchas veces perjudicados por la introducción de
mercaderías ingresadas en la metrópoli porteña. Por lo tanto, los caudillos provinciales –en
particular los de las provincias del Litoral– pusieron serios reparos a la libre navegación de los
ríos interiores (Paraná y Uruguay) por parte de buques de bandera extranjera, que no hacían
sino inundar de mercaderías de importación los debilitados mercados locales. Siendo una
“confederación” y no un Estado, es decir, constituyendo un grupo de provincias agrupadas en
torno de una autoridad común (Rosas) y no una nación constituida, las provincias habían
delegado en el gobernador de Buenos Aires el manejo de las relaciones exteriores.
Por ello, no es de extrañar que surgieran divergencias principalmente por motivos económicos.
En 1830, pleno primer gobierno de Rosas, el coronel Pedro Ferré, figura clave de la provincia de
Corrientes, fue enviado a Buenos Aires, y si bien firmó un acuerdo (23 de mayo de 1830), en las
gestiones se puso de manifiesto la oposición de quienes, como Ferré eran partidarios de una
Constitución de base federal que tuviese en cuenta los intereses de todas las provincias, y los
pragmáticos como Rosas “…que preferían una organización de hecho en una comunidad de
No obstante no hubo reacción contra Rosas entonces, ni una respuesta de carácter constitucional
por parte de éste. Para este momento era evidente una escisión entre los integrantes del
federalismo; los fieles a Rosas adoptaron el apodo de apostólicos, mientras que el resto del
federalismo recibiría el de cismáticos, o “lomos negros”.
Rosas perfeccionó el régimen de aduanas, rechazando la contribución directa – ante todo por el
perjuicio que ocasionaba a los terratenientes entre los cuales era sumamente impopular -,
recurriendo a partir de 1836 a la venta de tierras públicas como paliativo para el profundo déficit
ocasionado por la represión de las reacciones armadas. Por ello, reforzó el presupuesto del
Estado, incrementando los presupuestos militar y policial. El primero de estos dos siguió teniendo
una importancia decisiva: hacia 1836 representaba el 27% total, llegando en 1840 al 71% por
causas de las continuas guerras. (Burgin, 1960: 241).
Rosas nunca se decidió a hacer sacrificios particulares para enfrentar los servicios de deuda
contraídos en tiempos de Rivadavia (Baring Brothers). No obstante, en base a la reducción de
gastos, logró pagar servicios por $ 60.000 por año, continuando los pagos suspendidos en 1827.
2
Universidad de Buenos Aires: Faculta de Filosofía y Letras, Documentos para la Historia Argentina, Buenos Aires, 1954,
Tomo XVII, p. 134
Por el contrario, las provincias, como Corrientes con Ferré a la cabeza, sí habían manifestado un
profundo criterio proteccionista, deseosas de proteger sus débiles producciones ante el ingreso
de cantidad de mercancías de importación ingresadas vía Buenos Aires. El interés de las mismas
se identificaba con la aplicación de tarifas proteccionistas, es decir, un aumento de los
gravámenes aduaneros que redujesen el flujo de importaciones. Habiendo Rosas durante su
primer gobierno desgravado la importación algunas provincias, en particular las del Litoral se
sintieron traicionadas. Rosas defendía los intereses de los ganaderos porteños, y su argumento
frente al de los proteccionistas fue que el consumidor merecía tanta protección como el
productor, y que un aumento de los impuestos podría provocar un alza del costo de vida.
Ferré criticó duramente al libre cambio como fatal para el país, puesto que si bien era beneficioso
para la ganadería, conduciría inevitablemente a la postergación de cualquier desarrollo industrial.
Según Ferré, era imperativo que Buenos Aires adecuase su política a los intereses del resto del
territorio de la Confederación, exigiendo que el puerto de Buenos Aires dejara de monopolizar el
comercio exterior, y que los ríos Paraná y Uruguay se abrieran a dicho comercio, extendiendo a
las provincias a los beneficios fiscales de aquel.
Los argumentos de éste federal disidente tenían una contundencia decisiva, a los cuales Buenos
Aires únicamente podía oponer la circunstancia de que sobre su erario había recaído todo el peso
de la deuda contraída en tiempos de Rivadavia, lo cual la acreditaba a monopolizar la principal
fuente de recursos con que debía hacer frente a esa deuda.
Partidarios de Rosas, como el periodista Pedro de Angelis, uno de los pioneros de la educación en
la Argentina, criticaron con dureza la posición de Ferré, sin éxito, pero por motivos de carácter
político Ferré se llamó a silencio por un período prolongado.
Sin embargo, cuando Rosas volvió al poder, inició una política conciliatoria a efectos de no
malquistarse a los gobernadores del Litoral, armonizando sus intereses con los de las provincias.
A tal efecto, la ley del 18 de diciembre de 1835 incrementaría las tasas aduaneras para los
productos de importación en general, exceptuando por completo de tasas a los productos que
Buenos Aires producía con un alto grado de calidad, y prohibiendo totalmente la importación de
ciertos productos –como el trigo, la harina y otros cereales – que podían producirse en el país,
quebrando por primera vez la tradición librecambista. Las economías del Interior (vinos, textiles,
etc.) también fueron beneficiarias de la misma, teniendo la impresión de que Rosas había
comenzado una política económica de interés nacional. Sin embargo, Rosas en 1837 volvió a
aumentar las tarifas, pero al producirse el conflicto con Francia y el consiguiente bloqueo, las
pérdidas del comercio las llevaron a reducirlas a un tercio, probablemente debido más a
presiones ejercidas por los terratenientes que por las causas directas del bloqueo, que tuvieron
efectos prácticamente nulos. La guerra que continuó impidió la vuelta a la ley de 1835. Como
consecuencia de la misma, comenzó a sentirse una progresiva escasez de productos
manufacturados, y no mediando medida alguna referente al fomento industrial, este
proteccionismo embrionario sufrió un progresivo abandono. A partir de 1841 se permitió la
introducción de artículos prohibidos por la ley de 1835, con lo cual ésta prácticamente había
quedado en letra muerta. A partir de ese momento, las provincias no pudieron esperar nada de
Buenos Aires en cuanto se refiriese al aspecto económico.
En 1848, el fin del conflicto con Gran Bretaña y Francia proveyó condiciones favorables para un
nuevo aumento de tarifas, pero el estado ruinoso de la economía impidió por completo un
regreso al proteccionismo. En las conferencias de Santa Fe se había invocado el interés
internacional – en concordancia con los intereses porteños – para justificar el libre cambio, pero
dicho argumento fue forzado, si bien genuino el temor ante una reacción inglesa por la aplicación
de una política proteccionista. En 1837, cuando aumentaron los gravámenes, el entonces Primer
Ministro británico Lord Palmerston ordenó al representante inglés en Buenos Aires que, sin
presentar una queja, sugiriese al gobierno las virtudes del libre cambio. “… En realidad, el
gabinete inglés temía más a los disturbios políticos que a las leyes rioplatenses como obstáculo al
comercio. Y Rosas era para él una garantía de paz…”.
Todo lo referido a la agricultura es válido para la industria porteña, penalizada por la escasez de
capitales, crédito, fuerza de trabajo y tecnología. Rosas no dio ningún paso en esta dirección.
Resumiendo cuentas, puede afirmarse que la política económica de Rosas se redujo a estabilizar
las cuentas de la administración provincial, evidenciando una excesiva dependencia de los
intereses ganaderos. Por el contrario, respecto del resto del territorio de la Confederación,
Buenos Aires se adjudicó la responsabilidad política del país en el plano interno e internacional,
negándose a responder por su bienestar económico y social, lo que constituyó una trágica
incongruencia del sistema.
Hacia mitad del siglo XIX, Estados Unidos, Francia e Inglaterra se encontraban en plena
expansión comercial y territorial en distintas regiones del planeta.
Estados Unidos había derrotado a México anexionando gran parte de su territorio incluido Texas.
Tanto Francia como Inglaterra tenían ambiciones de expansión comercial en esa región de
México, objetivos que fueron dejados de lado para no entrar en una confrontación militar con la
naciente potencia del norte de América. Ambas naciones confluyeron entonces en una alianza
para intervenir militarmente en el sur del mismo continente a fin de imponer sus intereses
comerciales. El algodón que no podría cultivar Inglaterra en Texas, intentaría ser recuperado en
los campos de la Confederación Argentina.
Para ese entonces, Juan Manuel de Rosas era el Gobernador de la provincia de Buenos Aires y
estaba a cargo de las relaciones exteriores de la Confederación. En su segunda gobernación,
Rosas, con la promulgación de la citada Ley de Aduanas había impulsado la autonomía comercial
de la región, a la cual siguió la expropiación del Banco Nacional, y la prohibición de exportar
metales, imponiendo fuertes aranceles a la navegación de buques extranjeros en los ríos
interiores con objeto de proteger las nacientes industrias locales. En 1840 logró vencer el
bloqueo de los franceses en una primera intervención armada y, la experiencia de esa lucha, la
sabría aprovechar para vencer a la segunda intervención conjunta de Inglaterra y Francia.
Unida toda la Confederación, expulsados los aliados internos que trabajaban para las potencias
agresoras y valiéndose de las contradicciones de ambos imperios la victoria estaría asegurada,
sumando a ello la oposición de una fuerte resistencia militar a la invasión haciendo que ésta
resultara totalmente improductiva para los interventores.
Con patriotismo, inteligencia y astucia, Rosas preparó la defensa cerrando el Paraná con baterías
escalonadas a lo largo de sus costas para librar batalla contra sus agresores. La principal defensa
se encontraba en la Vuelta de Obligado al norte de la ciudad de San Pedro. Allí, el General Lucio
V. Mansilla hizo tender de costa a costa sobre 24 lanchones tres gruesas cadenas para impedir el
paso de las embarcaciones y ocupó con dos mil hombres las trincheras y baterías emplazadas en
el lugar.
Cuando los extranjeros avanzaron, Mansilla ordenó la defensa y proclamó a la tropa: "¡Allá los
tenéis! Considerad el insulto que hacen a la soberanía de nuestra Patria al navegar, sin más
título que la fuerza, las aguas de un río que recorre por el territorio de nuestro país. ¡Pero no lo
conseguirán impunemente! ¡Tremola en el Paraná el pabellón azul y blanco y debemos morir
todos antes que verlo bajar de donde flamea!".
Las bajas de los argentinos resultaron muchas por el heroísmo en la defensa de la posición y por
la desproporción en el armamento, pero el hecho, demostraría a los interventores que no podrían
vencer, pues la guerra de resistencia sería franca e implacable.
Las noticias de las pérdidas comerciales sufridas por el convoy y los relatos de la hidalguía y
bravura de los argentinos llegaron a Londres. Los tenedores de bonos de deuda argentina
reclamaban el fin de la intervención para poder cobrar. Ante esta situación, los gobiernos
extranjeros ordenaron el retiro inmediato e incondicional de sus escuadras en el Plata
desagraviando al pabellón argentino con 21 cañonazos.
La victoria Argentina demostró que los triunfos no dependen de quien tenga más soldados y
mayor poder de fuego, sino, de quien tenga la más inteligente y ordenada estrategia, sin
divisiones en el frente interno y llevando una excelente política exterior que explote las
contradicciones del adversario.
Hacia 1848 el predominio tanto de Rosas como de su provincia era incuestionable. La reacción
contra el sistema rosista provino del Litoral, su flanco más débil. En esta región, la política
económica porteña de exclusividad comercial nunca había sido bien recibida.
En 1850 la provincia de Entre Ríos, Brasil y Montevideo establecieron una alianza antirrosista. A
mediados de 1851, Urquiza, gobernador de Entre Ríos, le retiró la delegación de las relaciones
exteriores a Rosas a través del llamado “pronunciamiento”. Esta actitud, a la que luego se sumó
Corrientes, significó la ruptura de Entre Ríos con la Confederación. A fines de ese mismo año, un
ejército de veinte mil soldados, la mayoría entrerrianos y correntinos, con la colaboración de
brasileños y uruguayos, se puso en marcha hacia Buenos Aires y terminó de vencer a Rosas en la
batalla de Caseros, el 3 de febrero de 1852. Pocos días después, derrotado, Rosas partía a su
exilio en Inglaterra.
Tras el derrocamiento de Rosas a comienzos de 1852, se abrió una nueva etapa política en la
Argentina. El principal problema que debían enfrentar tanto Justo José de Urquiza como los
demás gobernadores provinciales era la organización política del país.
En mayo de 1852, los gobernadores, se reunieron en San Nicolás de los Arroyos (Provincia de
Buenos Aires) para debatir acerca de la organización política de la Confederación. A través del
Acuerdo de San Nicolás, formado el 31 de mayo, se decidió convocar rápidamente a un congreso
constituyente formado por dos diputados de cada una de las catorce provincias del momento.
También el Acuerdo otorgaba a Urquiza el mando de las fuerzas militares, la representación de
las relaciones exteriores, declaraba la libre navegación de los ríos y nacionalizaba las aduanas
provinciales.
El Acuerdo desató la oposición de los dirigentes porteños, quienes veían en él una amenaza a los
privilegios de su provincia. Se oponían tanto a la nacionalización de la aduana como a la igualdad
de representación de todas las provincias en el congreso constituyente. En junio de 1852 la
legislatura porteña rechazó el Acuerdo. Esto provocó la renuncia del gobernador Vicente López y
Planes, que contaba con el apoyo de Urquiza, y el ascenso se los sectores políticos más opuestos
al Acuerdo. Urquiza asumió directamente la gobernación de Buenos Aires, y durante varios
meses sitió la ciudad con un ejército al mando del coronel Hilario Lagos. El 11 de septiembre de
1852, los opositores porteños a Urquiza y al Acuerdo decidieron separarse de la Confederación
Argentina.
El resultado de esta separación fue la existencia de dos entidades políticas autónomas, que se
prolongaría hasta 1861: La Confederación Argentina, formada por la totalidad de las provincias
con excepción de Buenos Aires, y el Estado de Buenos Aires.
Poco después, en marzo de 1854, Urquiza era elegido presidente de la Confederación Argentina.
Las autoridades de la Confederación se instalaron en la ciudad de Paraná.
Entre tanto, en 1854, el Estado de Buenos Aires también sancionó su propia Constitución. La
dirigencia porteña se debatía entre dos opciones en sus relaciones con el resto del país. Algunos,
opositores extremos de la Confederación y de Urquiza, sostenían la conveniencia de una secesión
completa de Buenos Aires. Eran llamados “autonomistas”. Liderados por Valentín Alsina, ocupó la
gobernación de la provincia en dos oportunidades (1853 y 1857). Otros, por el contrario, eran
partidarios de la unificación con la Confederación y de la formación de un estado nacional
encabezado por Buenos Aires. Llamados “nacionalistas”, su líder era Bartolomé Mitre.
Durante la década que duró la separación, las relaciones entre la Confederación y Buenos Aires
estuvieron teñidas de una mutua desconfianza y en ocasiones llegaron a enfrentamientos
armados, aunque ambos estados firmaron en 1854 y 1855 dos acuerdos llamados Pactos de
Convivencia. Desde 1857 las tensiones empeoraron. En 1859, la situación desembocó en una
batalla: las fuerzas de la Confederación derrotaron a las de Buenos Aires en Cepeda, el 23 de
octubre de 1859. A través del Pacto de San José de Flores, se establecieron las condiciones por
las cuales Buenos Aires se incorporaría a la Confederación.
En 1860, Buenos Aires juró la Constitución de 1853, aunque se reservó el derecho de introducirle
reformas. Se suspendía la federalización de la ciudad de Buenos Aires y la nacionalización de su
aduana. Ese mismo año terminaba la presidencia de Urquiza, y era elegido Santiago Derqui como
nuevo presidente. En Buenos Aires también cambiaban las autoridades, Bartolomé Mitre fue
elegido gobernador.
Los años 1860 y 1861 también estuvieron marcados por los conflictos entre la Confederación y
Buenos Aires. El gobierno porteño apoyaba intrigas en las provincias con el objetivo de sumar
apoyos a la causa de los nacionalistas de Mitre. Así lograron el acercamiento de Tucumán, Salta,
Santiago del Estero y Córdoba. El gobierno de Derqui se hallaba debilitado por los problemas
financieros y el deterioro de las relaciones con Urquiza.
En este clima, los diputados de Buenos Aires fueron rechazados por el Congreso Nacional por
haber sido elegidos según una ley provincial y no por la nacional. Esta circunstancia, sumada a la
intervención federal de la provincia de Córdoba, aliada de Mitre, llevaron a un nuevo
enfrentamiento.
A fines del período rosista, la etapa del saladero había llegado a su fin. Como de costumbre, la
producción había cambiado de acuerdo con la orientación de la demanda internacional. Gran
Bretaña, adquirente natural de productos argentinos, requería entonces materia prima para su
industria textil, industria identificada con la primera Revolución Industrial por excelencia.
Hacia 1810, en el territorio del Río de la Plata existían alrededor de tres millones de ovinos,
animales de muy baja calidad y que ocupaban tierras marginales (Sábato, 1989: 33), estando la
mayor parte de la llanura pampeana, que no estaba en poder del indígena, ocupada por el
vacuno destinado al saladero. Hacia fines de la década de 1840, dos ingleses Juan Harrat y Peter
Sheridan decidieron introducir ganado de raza en el territorio de la provincia de Buenos Aires,
para mejorar la ya existente. El gobierno británico había suprimido casi por completo el derecho
de importación sobre la lana en bruto. Era una oportunidad que los terratenientes locales, y los
“técnicos” no podían desaprovechar. Los tres o cuatro millones de cabezas de ganado que
existían en 1837, pasaron casi a doce millones tan sólo quince años después, la mitad de las
cuales era ganado fino (merino), y el resto criollo. (Dorfman, 1986: 57-58).
Se abría así el período llamado “merinización” de la pampa, que a grandes rasgos habría de
extenderse hasta 1890. De ocupar un área marginal, el ovino pasó a constituir durante éste
momento el eje dinámico de la producción rioplatense. A diferencia del anterior ciclo del tasajo,
el ciclo de la lana requería de inversiones, elevando notoriamente el costo de producción debido
ante todo a la necesidad de contar con una infraestructura adecuada para la cría del ovino, el
cual distintamente del vacuno cimarrón, requería de corrales, galpones de almacenamiento,
instrumentos de esquila etc., amén del know how necesario para la cría del animal,
conocimientos que apenas se tenían en el Río de la Plata. Para este momento se comienza a
advertir lo que va a constituir una de las premisas más importantes en la actitud empresarial de
la clase terrateniente local: la maximización de los beneficios contra la reducción de los costos.
En tal sentido, es comprensible que ante una actividad de carácter tan capitalista como la cría del
ganado lanar, los terratenientes hayan adoptado “estrategias” de producción con el propósito de
aumentar sus beneficios al máximo con el menor costo posible. Esto constituyó el origen del
proceso de “desinversión” endémico del capitalismo argentino: los propietarios nunca invirtieron
en su suelo natal, y si lo hicieron, trataron de reducir tal inversión al mínimo posible.
Tales inmigrantes, que no vinieron en principio en gran número, procedían en general de Gran
Bretaña –en particular de Irlanda, entonces parte integrante del Imperio Británico-,
estableciéndose en la provincia de Buenos Aires. El obstáculo principal era la tierra: el inmigrante
requería de ella, pero todavía eran escasas debido a encontrarse las mismas en poder del indio;
no en vano los gobiernos de Martín Rodríguez y en particular de Rosas, habían pugnado por la
expansión de las fronteras en la provincia de Buenos Aires, con propósito de extender la tierra
productiva para las estancias. Tal escasez de tierra motivó que los nuevos inmigrantes se
estableciesen en terrenos propiedades de terratenientes; a partir de su establecimiento, se
estrecharía un vínculo muy importante entre el propietario y el recién llegado que venía muñido
de conocimientos indispensables para la cría del ovino, de los cuales los propietarios las más de
las veces carecían.
ciento del hato), y por último, el caso menos frecuente, emplearse como asalariados: típico
“conchabo” tan evitado por ellos como por sus patronos, que no deseaban erogar gastos en
efectivo. Eventualmente, los inmigrantes se convertirían en propietarios por los mecanismos
anteriormente descriptos, transformándose en ovejeros (sheepfarmers), con pequeñas
propiedades, mayormente, de explotación familiar.
La expansión del lanar, que hallaba mercados sumamente demandantes, además de en el Reino
Unido, en Francia y Bélgica, fue tal que luego de la caída de Rosas, la provincia de Buenos Aires
pudo separarse (“Secesión de Buenos Aires”) sin sufrir demasiadas complicaciones desde el
punto de vista económico. Esto daría origen a varias facciones políticas dentro del seno de la
sociedad porteña (“Crudos y cocidos”, “Rusos y aliados”, “Pandilleros y chupandines”), que se
vinculaban, principalmente, con la manera en la cual la provincia de Buenos Aires debería
integrarse con el resto del territorio, agrupado en la Confederación Argentina (presidencias de
Urquiza). Este período culminó con la llegada de Mitre al poder (1862), al imponerse éste a
Urquiza en Pavón. Se abriría entonces un nuevo período en la historia económica argentina.
Introducción
Mitre volvió a someter a un país ahora unificado a los intereses del puerto de Buenos Aires.
Durante su presidencia el país fue entregado sistemáticamente al capital extranjero, en forma de
“inversiones” en el sector servicios. Destinadas estas a aumentar la productividad de la
producción agropecuaria (ferrocarriles) del sector pampeano, estaban en abierta consonancia con
los intereses de la oligarquía portuaria, pues ocupaban un nicho – el de las inversiones – que la
clase terrateniente se había negado a ocupar. No obstante, no consiguió imponer su “orden” al
Interior del país: su mandato coincidió con las últimas sublevaciones federales (Peñaloza, López
Jordán), tratando de embarcar al conjunto de la nación en un conflicto externo, la guerra del
Paraguay, para unificar el frente interno (Halperin Donghi, 1982: 75). Este conflicto, conocido
como “Guerra de la Triple Alianza” (por haber estado la Argentina aliada al Brasil y al Uruguay en
el mismo), fue sumamente impopular a tener que luchar contra una nación hermana, y marcó un
período de crisis, provocado tanto desde el ámbito internacional como desde el local, y
ocasionado ante todo, por los gastos de guerra.
Por primera vez, en la historia argentina, un ciclo (el del lanar) experimentaría variaciones de
manera crítica, y no por la simple reorientación de los mercados como había sucedido con los
ciclos anteriores (cuero, tasajo). Esta crisis se originaría en 1866, coincidiendo con el estallido de
la Guerra de la Triple Alianza, y afectaría particularmente a la producción lanera, siendo origen
de la adopción de medidas proteccionistas que se aplicaron en la década siguiente (Chiaramonte,
1971: 45). A partir de un fuerte crecimiento experimentado en 1865, se pasó a un período de
depresión; el precio de los cueros subió fuertemente. El tasajo, en franca declinación también
subió: pero lo que más subió fue el precio del lanar. Desde 1864 la moneda argentina
experimentó una fuerte valorización en su valor oro; sin embargo debido a gastos militares, las
continuas emisiones, que constituían un recurso obligado por parte de los gobiernos, llevaron a
generar una enorme masa de circulante (Scobie, 1954: 15). A partir de 1862 se produjeron
síntomas de “un grave pánico financiero”, con consiguientes retiros de depósitos bancarios. La
escasez de oro y de plata fue consecuencia de los pagos de los servicios de deuda, puesto que
Mitre – a diferencia de Rosas – cumplió con creces con los acreedores. A comienzos de 1864, el
proceso se invierte, revalorizándose la moneda argentina. A partir de este momento, la
producción lanar había continuado en fuerte y constante ascenso. Esto influyó muy
favorablemente en la revalorización de la moneda argentina. Esta valorización del papel moneda
provocó vivas reacciones de disgusto entre los ganaderos. “…La baja en el cambio –se lee en los
Anales de la Sociedad Rural Argentina- arruinaba la fuente de riqueza del país: la campaña. Con
el desnivel que se producía entre el valor de los productos y los gastos de la explotación en la
agricultura y la ganadería, la ruina era inevitable en poco tiempo…”. La valorización de la
moneda, implicaba desde luego el encarecimiento del producto argentino, con el comprensible
descontento por parte de los ganaderos. La crisis fue ante todo de superproducción, aunque para
la historia quedó un poco soslayada por haber tenido lugar contemporáneamente a la guerra del
Paraguay. La crisis se prolongó hasta 1867, y motivó a los ganaderos a nuclear sus intereses en
torno de una entidad gremial empresaria, que defendiese sus “intereses”: la Sociedad Rural
Argentina (1866). Su primer presidente Eduardo Olivera, resume de esta manera la situación
vivida: carencia de circulante, papel moneda prácticamente inexistente, hasta un 30% de interés
anual por préstamos a corto plazo(porcentaje usurario para la época). No obstante, los orígenes
de la crisis deben rastrearse en el exterior: cambio de la demanda de lana por la de algodón,
más rentable, en la producción textil de los países europeos ; guerra de Secesión
Norteamericana que produjo el cierre del mercado algodonero, y cierres de las fábricas del Rin
donde se procesaba bruta por una amenaza de conflicto entre Francia y Prusia. Ante la crisis, se
hacía evidente que el lanar había tocado su fin; otra clase de ovinos, que ofrecieran carne en
lugar de lana era lo que se imponía. La crisis ante todo, tuvo el efecto de iniciar un período de
crítica al liberalismo económico imperante estimulando proyectos proteccionistas, que implicaban
ante todo, añadir valor agregado al producto argentino: en lugar de producir lana sucia, lavarla y
procesarla, y en segundo lugar, combinarla producción de lana con la de carne (sustitución de
merinos por la raza Lincoln).
Por último, la SRA –que no era sino una “entidad gremial” articulada en función de intereses de
ricos y poderosos– recomendaba la disminución de los fuertes impuestos que pesaban sobre la
producción rural, así como la reducción de los intereses, reestableciendo el crédito. Hacia 1867
asimismo se prescribía –proyecto que nunca se realizó-, la constitución de una fábrica de paños,
que serían confeccionados con lana argentina, cimentando el proyecto una industria textil
nacional.
“La guerra de la triple alianza contra el Paraguay aniquiló la única experiencia exitosa
de desarrollo independiente” por Eduardo Galeano
El hombre viajaba a mi lado, silencioso. Su perfil, nariz afilada, altos pómulos, se recortaba
contra la fuerte luz del mediodía. Íbamos rumbo a Asunción, desde la frontera del sur, en un
ómnibus para veinte personas que contenía, no sé cómo, cincuenta. Al cabo de unas horas,
hicimos un alto. Nos sentamos en un patio abierto, a la sombra de un árbol de hojas carnosas. A
nuestros ojos, se abría el brillo enceguecedor de la vasta, despoblada, intacta tierra roja: de
horizonte a horizonte, nada perturba la transparencia del aire en Paraguay. Fumamos. Mi
compañero, campesino de habla guaraní, enhebró algunas palabras tristes en castellano. «Los
paraguayos somos pobres y pocos», me dijo. Me explicó que había bajado a Encarnación a
buscar trabajo pero no había encontrado. Apenas si había podido reunir unos pesos para el
pasaje de vuelta. Años atrás, de muchacho, había tentado fortuna en Buenos Aires y en el sur de
Brasil. Ahora venía la cosecha del algodón y muchos braceros paraguayos marchaban, como
todos los años, rumbo a tierras argentinas. «Pero yo ya tengo sesenta y tres años. Mi corazón ya
no soporta las demasiadas gentes.»
Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria, definitivamente, en los
últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habitantes del país que era, hasta hace un
siglo, el más avanzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una población que apenas
duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los dos países sudamericanos más
pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de exterminio que se
incorporó a la historia de América Latina como su capítulo más infame. Se llamó la Guerra de la
Triple Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay tuvieron a su cargo el genocidio. No dejaron piedra
sobre piedra, ni habitantes varones entre los escombros. Aunque Inglaterra no participó
directamente en la horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales
quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue financiada, de
principio a fin, por el Banco de Londres, la casa Baring Brothers y la banca Rothschild, en
empréstitos con, intereses leoninos que hipotecaron la suerte de los países vencedores".
Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América Latina: la única nación
que el capital extranjero no había deformado. El largo gobierno de mano de hierro del dictador
Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840) había incubado, en la matriz del aislamiento, un
desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado, omnipotente, paternalista, ocupaba el
lugar de una burguesía nacional que no existía, en la tarea de organizar la nación y orientar sus
recursos y su destino. Francia se había apoyado en las masas campesinas para aplastar la
oligarquía paraguaya y había, conquistado la paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario
frente a los restantes países del antiguo virreinato del Río de la Plata. Las expropiaciones, los
destierros, las prisiones, las persecuciones y las multas no habían servido de instrumentos para
la consolidación del dominio interno de los terratenientes y los comerciantes sino que, por el
contrario, habían sido utilizados para su destrucción. No existían, ni nacerían más tarde, las
libertades políticas y el derecho de oposición, pero en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos
de los privilegios perdidos sufrían la falta de democracia. No había grandes fortunas privadas
cuando Francia murió, y Paraguay era el único país de América Latina que no tenía mendigos,
hambrientos ni ladrones; los viajeros de la época encontraban allí un oasis de tranquilidad en
medio de las demás comarcas convulsionadas por las guerras continuas. El agente
norteamericano Hopkins informaba en 1845 a su gobierno que en Paraguay «no hay niño que no
sepa leer y escribir...» Era también el único país que no vivía con la mirada clavada al otro lado
del mar. El comercio exterior no constituía el eje de la vida nacional; la doctrina liberal,
expresión ideológica de la articulación mundial de los mercados, carecía de respuestas para los
desafíos que Paraguay, obligado a crecer hacia dentro por su aislamiento mediterráneo, se
estaba planteando desde principios de siglo. El exterminio de la oligarquía hizo posible la
concentración de los resortes económicos fundamentales en manos del Estado, para llevar
adelante esta política autárquica de desarrollo dentro de fronteras.
Los posteriores gobiernos de Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano continuaron y
vitalizaron la tarea. La economía estaba en pleno crecimiento. Cuando los invasores aparecieron
en el horizonte, en 1865, Paraguay contaba con una línea de telégrafos, un ferrocarril y una
buena cantidad de fábricas de materiales de construcción, tejidos, lienzos, ponchos, papel y
tinta, loza y pólvora. Doscientos técnicos extranjeros, muy bien pagados por el Estado,
prestaban su colaboración decisiva. Desde 1850, la fundición de Ibycui fabricaba cañones,
morteros y balas de todos los calibres; en el arsenal de Asunción se producían cañones de
bronce, obuses y balas. La siderurgia nacional, como todas las demás actividades económicas
esenciales, estaba en manos del Estado. El país contaba con una flota mercante nacional, y
habían sido construidos en el astillero de Asunción varios de los buques que ostentaban el
pabellón paraguayo a lo largo del Paraná o a través del Atlántico y el Mediterráneo. El Estado
virtualmente monopolizaba el comercio exterior: la yerba y el tabaco abastecían el consumo del
sur del continente; las maderas valiosas se exportaban a Europa. La balanza comercial arrojaba
un fuerte superávit. Paraguay tenía una moneda fuerte y estable, y disponía de suficiente riqueza
para realizar enormes inversiones públicas sin recurrir al capital extranjero. El país no debía ni un
centavo al exterior, pese a lo cual estaba en condiciones de mantener el mejor ejército de
América del Sur, contratar técnicos ingleses que se ponían al servicio del país en lugar de poner
al país a su servicio, y enviar a Europa a unos cuantos jóvenes universitarios paraguayos para
perfeccionar sus estudios. El excedente económico generado por la producción agrícola no se
derrochaba en el lujo estéril de una oligarquía inexistente, ni iba a parar a los bolsillos de los
intermediarios, ni a las manos brujas de los prestamistas, ni al rubro ganancias que el Imperio
británico nutría con los servicios de fletes y seguros. La esponja imperialista no absorbía la
riqueza que el país producía. El 98 por ciento del territorio paraguayo era de propiedad pública:
el Estado cedía a los campesinos la explotación de las parcelas a cambio de la obligación de
Pero a medida que Paraguay iba avanzando en este proceso, se hacía más aguda su necesidad
de romper la reclusión. El desarrollo industrial requería contactos más intensos y directos con el
mercado internacional y las fuentes de la técnica avanzada. Paraguay estaba objetivamente
bloqueado entre Argentina y Brasil, y ambos países podían negar el oxígeno a sus pulmones
cerrándole, como lo hicieron Rivadavia y Rosas, las bocas de los ríos, o fijando impuestos
arbitrarios al tránsito de sus mercancías. Para sus vecinos, por otra parte, era una imprescindible
condición, a los fines de la consolidación del estado oligárquico, terminar con el escándalo de
aquel país que se bastaba a sí mismo y no quería arrodillarse ante los mercaderes británicos.
La prensa de Buenos Aires llamaba «Atila de América» al presidente paraguayo López: «Hay que
matarlo como a un reptil», clamaban los editoriales. En septiembre de 1864, Thornton envió a
Londres un extenso informe confidencial, fechado en Asunción. Describía a Paraguay como Dante
al infierno, pero ponía el acento donde correspondía: «Los derechos de importación sobre casi
todos los artículos son del 20 o 25 por ciento ad valorem; pero como este valor se calcula sobre
el precio corriente de los artículos, el derecho que se paga alcanza frecuentemente del 40 al 45
por ciento del precio de factura. Los derechos de exportación son del 10 al 20 por ciento sobre el
valor...» En abril de 1865, el Standard, diario inglés de Buenos Aires, celebraba ya la declaración
de guerra de Argentina contra Paraguay, cuyo presidente «ha infringido todos los usos de las
naciones civilizadas», y anunciaba que la espada del presidente argentino Mitre «llevará en su
victoriosa carrera, además del peso de glorias pasadas, el impulso irresistible de la opinión
pública en una causa justa». El tratado con Brasil y Uruguay se firmó el 10 de mayo de 1865;
sus términos draconianos fueron dados a la publicidad un año más tarde, en el diario británico
The Times, que lo obtuvo de los banqueros acreedores de Argentina y Brasil. Los futuros
vencedores se repartían anticipadamente, en el tratado, los despojos del vencido. Argentina se
aseguraba todo el territorio de Misiones y el inmenso Chaco; Brasil devoraba una extensión
inmensa hacia el oeste de sus fronteras. A Uruguay, gobernado por un títere de ambas
potencias, no le tocaba nada. Mitre anunció que tomaría Asunción en tres meses. Pero la guerra
duró cinco años. Fue una carnicería, ejecutada todo a lo largo de los fortines que defendían,
tramo a tramo, el río Paraguay. El «oprobioso tirano» Francisco Solano López encarnó
heroicamente la voluntad nacional de sobrevivir; el pueblo paraguayo, que no sufría la guerra
desde hacía medio siglo, se inmoló a su lado. Hombres, mujeres, niños y viejos: todos se
batieron como leones. Los prisioneros heridos se arrancaban las vendas para que no los
obligaran a pelear contra sus hermanos. En 1870, López, a la cabeza de un ejército de espectros,
ancianos y niños que se ponían barbas postizas para impresionar desde lejos, se internó en la
selva. Las tropas invasoras asaltaron los escombros de Asunción con el cuchillo entre los dientes.
Cuando finalmente el presidente paraguayo fue asesinado a bala y a lanza en la espesura del
cerro Corá, alcanzó a decir: «¡Muero con mi patria!», y era verdad. Paraguay moría con él.
Antes, López había hecho fusilar a su hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella
caravana de la muerte. Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo: lo exterminaron.
Paraguay tenía, al comienzo de la guerra, poco menos población que Argentina. Sólo doscientos
cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta parte, sobrevivían en 1870. Era el triunfo de la
civilización. Los vencedores, arruinados por el altísimo costo del crimen, quedaban en manos de
los banqueros ingleses que habían financiado la aventura. El imperio esclavista de Pedro II,
cuyas tropas se nutrían de esclavos y presos, ganó, no obstante, territorios, más de sesenta mil
kilómetros cuadrados, y también mano de obra, porque muchos prisioneros paraguayos
marcharon a trabajar en los cafetales paulistas con la marca de hierro de la esclavitud. La
Argentina del presidente Mitre, que había aplastado a sus propios caudillos federales, se quedó
con noventa y cuatro mil kilómetros cuadrados de tierra paraguaya y otros frutos del botín,
según el propio Mitre había anunciado cuando escribió: «Los prisioneros y demás artículos de
guerra nos los dividiremos en la forma convenida». Uruguay, donde ya los herederos de Artigas
habían sido muertos o derrotados y la oligarquía mandaba, participó de la guerra como socio
menor y sin recompensas. Algunos de los soldados uruguayos enviados a la campaña del
Paraguay habían subido a los buques con las manos atadas. Los tres países sufrieron una
bancarrota financiera que agudizó su dependencia frente a Inglaterra. La matanza de Paraguay
los signó para siempre.
Brasil había cumplido con la función que el Imperio británico le había adjudicado desde los
tiempos en que los ingleses trasladaron el trono portugués a Río de Janeiro. A principios del siglo
XIX, habían sido claras las instrucciones de Canníng al embajador, Lord Strangford: «Hacer del
Brasil un emporio para las manufacturas británicas destinadas al consumo de toda la América del
Sur». Poco antes de lanzarse a la guerra, el presidente de Argentina había inaugurado una nueva
línea de ferrocarriles británicos en su país, y había pronunciado un inflamado discurso: «¿Cuál es
la fuerza que impulsa este progreso? Señores: ¡es el capital inglés!». Del Paraguay derrotado no
sólo desapareció la población: también las tarifas aduaneras. Los hornos de fundición, los ríos
clausurados al libre comercio, la independencia económica v vastas zonas de su territorio. Los
vencedores implantaron, dentro de las fronteras reducidas por el despojo, el librecambio y el
latifundio. Todo fue saqueado y todo fue vendido: las tierras y los bosques, las minas, los
yerbales, los edificios de las escuelas. Sucesivos gobiernos títeres serían instalados, en Asunción,
por las fuerzas extranjeras de ocupación. No bien terminó la guerra, sobre las ruinas todavía
humeantes de Paraguay cayó el primer empréstito extranjero de su historia. Era británico, por
supuesto. Su valor nominal alcanzaba el millón de libras esterlinas, pero a Paraguay llegó
bastante menos de la mitad; en los años siguientes, las refinanciaciones elevaron la deuda a más
de tres millones. La Guerra del Opio había terminado, en 1842, cuando se firmó en Nanking el
tratado de libre comercio que aseguró a los comerciantes británicos el derecho de introducir
libremente la droga en el territorio chino. También la libertad de comercio fue garantizada por
Paraguay después de la derrota. Se abandonaron los cultivos de algodón, y Manchester arruinó la
producción textil; la industria nacional no resucitó nunca.
La reacción popular contra Mitre; las últimas “Montoneras”. Felipe Varela y “El
Chacho”
Los caudillos federales fueron derrotados en los campos de batalla, a pesar de su coraje, por el
mejor armamento y mayores recursos de sus adversarios; asimismo fueron vencidos en las
páginas de nuestra historia consagrada escrita por la oligarquía porteña.
Uno de los caudillos más denostados y menos conocidos es Felipe Varela, a quien la presidenta
de la Nación acaba de elevar al generalato post-mortem. Catamarqueño, es coronel del ejército
de la Confederación Provincial de Urquiza. Luego pelea a las órdenes del Chacho en victorias y
derrotas, hasta su asesinato en Olta.
Exiliado en Chile, Varela contacta con la “Unión Americana” presidida por Rafael Valdez, y se
impregna de una convicción americanista, la Patria Grande americana. Es testigo del bombardeo
de Valparaíso por parte de la flota española sin que la Argentina, evidenciando su escaso espíritu
americanista, se solidarizara con las agredidas Chile y Perú.
Entonces decide cruzar la frontera hacia la Argentina con cuarenta hombres, algún armamento
de desecho, dos cañoncitos, sus legendarios “bocones”. Y una banda de músicos chilenos que
crearían la célebre zamba.
A pocos días de llegar, sus fuerzas suman 4000 milicianos, a quienes les leería la Proclama
americanista fechada el 10 de diciembre de 1866 que había ordenado repartir por toda la
república: “¡Argentinos! El pabellón de Mayo, que radiante de gloria flameó victorioso desde los
Andes hasta Ayacucho, y que en la desgraciada jornada de Pavón cayó fatalmente en las manos
ineptas y febrinas de Mitre, ha sido cobardemente arrastrado por los fangales de Estero Bellaco,
Tuyutí, Curuzú y Curupayty (...). Nuestro programa es la práctica estricta de la Constitución, la
paz y la amistad con el Paraguay y la Unión con las demás repúblicas americanas”.
Para el caudillo catamarqueño, como para la mayoría de los jefes populares de su tiempo, el
problema de su patria es Buenos Aires. “La Nación Argentina goza de una renta de diez millones
de duros que producen las provincias con el sudor de su frente. Y sin embargo, desde la época
en que el gobierno libre se organizó en Buenos Aires, a título de Capital, es la provincia única que
ha gozado del enorme producto del país entero, mientras que a los demás pueblos, pobres y
arruinados, se hacía imposible el buen quicio de las administraciones provinciales por la falta de
recursos.”
Taboada, al frente de fuerzas enviadas por Mitre, quien debió regresar del Paraguay para
ponerse al frente de la represión, dispuso una emboscada en el Pozo de Vargas. Varela sostuvo
el combate en base al coraje que en definitiva no alcanzó para contrarrestar la enorme diferencia
en armamento y en experiencia.
Los vencedores apresaron y ejecutaron a los músicos chilenos y cambiaron la letra de la zamba
de Vargas, a pesar de lo cual la original se siguió cantando en los fogones: “A la carga a la carga,
dijo Varela, salgan los laguneros rompan trincheras. Rompan trincheras sí, carguen los laguneros
de dos en fondo. De dos en fondo sí, dijo Guayama, a la carga, muchachos, tengamos fama.
¡Lanzas contra fusiles! Pobre Varela ¡Qué bien pelean sus tropas en la humareda! Otra cosa sería
armas iguales”.
Don Felipe es derrotado finalmente en Pastos Grandes el 12 de enero de 1869, y sería Chile otra
vez entonces el refugio de ese anciano y de una veintena de gauchos leales, desharrapados y
famélicos. Murió el 4 de junio de 1870 cerca de Copiapó. El embajador argentino en Chile, Félix
Frías, escuetamente y sin pesar, informó a Sarmiento: “Este caudillo, de triste memoria para la
República Argentina, ha muerto en la última miseria, legando sólo sus fatales antecedentes a su
desgraciada familia”.
Durante el período que se extiende entre 1862 y 1880, las tres presidencias “fundacionales” (les
asignamos ésta denominación por ser las primeras basadas en la Constitución de 1853) es decir
las de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, las premisas principales en base a las cuales se
extendieron sus acciones de gobierno estaban ligadas al positivismo europeo, y ante todo, a la
conformación de un mercado capitalista que integrara a una Argentina libre de conflictos internos
“en el concierto de las naciones”. Tales premisas, harto conocidas puesto que una de ellas es
divisa de varios escudos latinoamericanos, fueron “orden y progreso”, “gobernar es poblar”, y
por último “educar al soberano”, siendo el soberano, en teoría, el pueblo. Se necesitaba tierra
productiva, y ante todo, gente que la trabajase. El proceso inmigratorio ultramarino, vinculado
con la conformación de un mercado de trabajo, se iniciaría precisamente en este período. En
1869, durante la presidencia de Sarmiento, se efectuaría el primer censo nacional, que a decir de
algunos autores, tiene el valor de una “radiografía nacional”. Se trataba del primer censo
realizado desde la Revolución de Mayo, que arrojaba un saldo de 1.737.000 habitantes, de los
cuales 495.000, es decir el 28% de la totalidad, residía en la provincia de Buenos Aires. La
ciudad de Buenos Aires, a la sazón tanto capital de la nación como de la provincia del mismo
nombre, tenía 177.700 pobladores, constituyendo el conjunto urbano más poblado del territorio
nacional. Sólo dos ciudades excedían los 20.000 habitantes: Córdoba (28.000), y Rosario
(23.000). Del resto de los núcleos urbanos del país, sólo cinco superaba los 10.000 habitantes.
Lo que diferenciaba a la ciudad de Buenos Aires del resto del país, era la elevada proporción de
extranjeros radicados en ella. Se calcula que representaban en ese momento alrededor del 12%
de la población del país, si bien en la ciudad de Buenos Aires llegaban al 47%. Siendo la
población infantil escasa entre los inmigrantes, el porcentaje alcanzaba el 67% tomando en
consideración únicamente a los habitantes mayores de 20 años. Los extranjeros se concentraban
en un 48% en Buenos Aires y alrededores, área que incluye al puerto de Buenos Aires y
aledaños, y en la cual conseguían empleo con mayor facilidad, principalmente en el sector
servicios (puerto, ferrocarriles, administración, etc.), que estaba en pleno auge en función de la
estructura productiva del país. El 52% que restaba de los extranjeros, se concentraba en los
grandes núcleos urbanos (Santa Fe, Córdoba, Mendoza). El resto del país, por el contrario, casi
carecía de extranjeros. De esta manera, el equilibrio poblacional se alteraba drásticamente a
favor de las provincias del Litoral, en particular la de Buenos Aires. Los contingentes
inmigratorios procedían principalmente del área mediterránea de Europa (Italia, España, y en
menor medida Francia)en contra de las inmigraciones selectivas que había prescripto la llamada
Generación del 37, grupo de intelectuales que había imaginado a la sociedad argentina posterior
a la caída de Rosas, entre los cuales se destacaban Alberdi y Sarmiento, quienes habían
depositado sus expectativas en una inmigración procedente del norte de Europa, más adecuada
para la constitución de un mercado capitalista. El movimiento inmigratorio, que se había iniciado
tímidamente en la década de 1850, había cobrado impulso durante las presidencias de Mitre y de
Sarmiento, declinando durante la crisis del 73, pero el impulso decisivo lo cobró en 1880, tras la
Conquista del Desierto efectuada por Roca. La cuestión de la tierra pública constituirá un arduo
debate: como veremos, el acceso a ella por parte del inmigrante no era sencillo.
En 1873, siendo presidente Sarmiento, sucesor de Mitre, la Argentina volvió a experimentar otra
crisis de producción, esta vez por cierre de mercados: la derrota de Francia – uno de los
mercados más importantes para la lana argentina- y la aplicación de tarifas proteccionistas en
Europa – como consecuencia, por ejemplo, de la unificación alemana – y en EEUU, que
contrastaba abiertamente con el liberalismo de la década anterior. En la Argentina se produjo un
áspero debate en el parlamento acerca de la aplicación o no de medidas proteccionistas
tendientes a paliar esta crisis: en este sentido son contundentes los discursos pronunciados en la
cámara de diputados, y registrados en el Diario de Sesiones por Vicente Fidel López, del partido
Autonomista entonces en el gobierno: destaca López que el liberalismo condena a la “…provincia
de Buenos Aires y a la de Entre Ríos a la servidumbre de los mercados europeos, y por lo tanto a
una ruina y crisis permanentes, que el librecambio conviene a países manufactureros de gran
desarrollo, que así pueden obtener de otro una oferta constante de materias primas que
necesitan, e impedir que surja entre ellos una industria capaz de elaborar dichas materias
primas; que la producción de lanas, cueros y sebo, única riqueza argentina, sufrirá
constantemente las consecuencias de tal estado de cosas, condenando al país a una crisis y a un
atraso permanentes; y que sólo el desarrollo de una industria nacional capaz de elaborar esas
materias primas, y muchas otras que la naturaleza del país ofrece, permitirá que queden en él,
junto con el interés del capital, el beneficio y otras ventajas que hasta el presente usufructúa el
extranjero…”.La crisis del 73 fue distinta de la anterior, no sólo por su envergadura, ligada a las
circunstancias internacionales y del proceso de crecimiento experimentado en el país, sino por
los alcances que tuvo en los sectores de producción. Se trató de una crisis de orden
internacional, que comenzó con la bancarrota de Austria derivada de la derrota sufrida con
Prusia. La crisis afectó asimismo a los EEUU, nación que, junto con Alemania, emergerían de ella
como grandes potencias, resintiendo la inversión ferroviaria en ese país. Sin embargo,
aparentemente no tuvo incidencia en Gran Bretaña, país que por aquel entonces monopolizaba
las inversiones en Argentina (principalmente en ferrocarriles).
En nuestro país, la crisis afectó además de la producción lanera, al comercio y a las finanzas
estatales: para este momento, el recientemente electo presidente Avellaneda afirmaba que la
deuda con Gran Bretaña sería pagada “…sobre el hambre y la sed…” del pueblo argentino, para lo
cual emprendió un drástico proceso de reducción de gastos, que dejó en la calle una cantidad
hasta entonces inusitada de agentes públicos. Asimismo, se produjo un período inflacionario, con
subas de precios entre 1873 y 1875, iniciándose un marcado descenso en el precio de la lana
porteña, que asimismo, con ligeras variantes continúa hasta1875. De igual manera, la crisis
produjo un acentuado proceso especulativo, por parte de particulares y de bancos tanto oficiales,
como privados (elevación de las tasas de interés) yante toda especulación con tierras (cédulas
hipotecarias), sumamente escasas entonces: se imponía entonces fuertemente la necesidad de
incorporar nuevas tierras al esquema productivo: el adelanto de las fronteras contra los pueblos
originarios era la única solución posible.
Bibliografía