Entre Cuento y Cuento - Web - 0
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Grandes narraciones
ENTRE CUENTO Y CUENTO - Grandes narraciones FUNDACIÓN SECRETOS PARA CONTAR
Agradecimientos:
Adriana Rendón Zapata, Gloria Morales.
13 El rey mocho
Cuento tradicional
15 El duraznero
Leonardo da Vinci
16 El gigante egoísta
Oscar Wilde
26 Tres perros
Fernando Alonso
32 La herencia oculta
Esopo
33 La pata Dedé
Cuento tradicional
36 Fregao de ángel
Rafael Arango Villegas
43 El viejo peral
Isidora Aguirre
49 El pequeño albañil
Edmundo de Amicis
53 El dromedario y el camello
Gianni Rodari
Pintones Maduros
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Unos recostaban el taburete en la pared, otros se sentaban en el suelo forman-
do un círculo y algunos se asomaban desde la puerta. Al salón lo iluminaba
la luz de algunas velas colocadas en las repisas y en la alacena. En el centro, el
contador de cuentos se paseaba en actitud solemne, en espera del silencio en
la sala. Luego decía:
Con su permiso, señores,
que voy a contar un cuento.
Y así, el contador iba narrando las aventuras de Juan de la Miseria,
de Abdulá, de la pata Dedé y del fraile, ante un auditorio que, sin parpadear,
seguía aquella narración acompañada de gestos, muecas y silencios provoca-
dores. Mientras las velas se consumían, los asistentes pasaban de la intriga a
la risa en cuestión de minutos.
Todos hemos sentido fascinación por los cuentos. En la memoria guar-
damos el recuerdo de una historia que nos conmovió, así como de la noche
en la que la escuchamos y el desvelo que nos produjo. Recordamos también a
las personas que tienen una facilidad innata para contar cuentos. Los pueden
repetir muchas veces y siempre los disfrutamos.
Cuando aprendimos a leer, las primeras lecturas fueron aquellas que
empezaban diciendo “Había una vez un ogro, una princesa, un castillo en-
cantado, un ruiseñor, un emperador, un rey mocho, un campesino y sus tres
hijos”. Ya en la juventud, el asombro viene con los grandes maestros del cuen-
to incluidos en este libro. Los hay cortos, como “La oveja feroz”, de Jaime
Alberto Vélez, que ocupa un párrafo, y los hay extensos, como “Casa tomada”,
de Julio Cortázar.
Algunos relatos pretenden dejar una lección, como muchos de los
cuentos árabes o de las fábulas de Esopo y Hermann Hesse. Algunos de los
más conmovedores son los que retratan el alma humana, como “¿Cuánta tie-
rra necesita un hombre?”, de León Tolstói, y “La tristeza”, de Antón Chéjov.
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Otros tienen aires costumbristas, como los de Efe Gómez, Agustín Jaramillo,
Rafael Arango Villegas y Tomás Carrasquilla. Algunos más rompen la rutina
de lo cotidiano, como los de Jorge Luis Borges o los fantásticos de Rómulo
Gallegos y André Breton. En fin, hay cuentos para todos los gustos, todas las
edades y todos los momentos. Lo más importante es que nos sorprenden, nos
entretienen y nos ayudan a entender el devenir humano en la Tierra.
Un cuento se define generalmente como una narración breve de ficción
en la que participan pocos personajes y que tiene un único suceso que se puede
resolver o quedar en una incógnita. Algunos escritores han preferido usar la
metáfora para describir y diferenciar al cuento de otros géneros literarios.
Manuel Mejía Vallejo, por ejemplo, solía equipararlo con un puño bien
apretado; Julio Cortázar comparaba la literatura con un combate de boxeo:
en el cuento se gana por nocaut y en la novela por puntos. Otros relacionan
al cuento con la fotografía y a la novela con el cine.
Este libro reúne algunas obras de los mejores cuentistas de la literatura
universal y pretende que en cada hogar muchos jóvenes y familias se entusias-
men con la lectura y revivan la magia de aquellas noches contando historias a
la luz de una vela o fogata.
Este libro contiene 52 cuentos, divididos así:
• 15 cuentos biches de fácil comprensión.
• 17 cuentos pintones, que exigen un nivel de comprensión un poco mayor que
los biches.
• 20 cuentos maduros, que exigen un nivel de comprensión mayor que los
pintones.
Esperamos que, entre cuento y cuento, este libro te lleve de la mano por los
caminos de la imaginación y de las historias bien contadas.
El ruiseñor
Hans Christian Andersen (Dinamarca)
El rey mocho
Cuento tradicional
El duraznero
Leonardo da Vinci (Italia)
El gigante egoísta
Oscar Wilde (Irlanda)
T odas las tardes, al salir de la escuela, los niños solían ir a jugar al jardín
del gigante.
Se trataba de un enorme y hermoso jardín, con una hierba suave y
verde. Por doquier brotaban hermosas flores que parecían estrellas y, en el
verano, doce árboles de melocotón florecían delicadamente y se llenaban de
flores rosas y perlas, que luego, en el otoño, daban deliciosas frutas. Los pája-
ros se posaban en los árboles a cantar con tanta dulzura que los niños dejaban
de jugar para escucharlos.
—¡Qué felices somos aquí! —se decían unos a otros.
Un día regresó el gigante, que había estado visitando a su amigo el
ogro de Cornualles, donde permaneció durante siete años. Al cabo de este
tiempo, cuando terminó de contarle todo lo que pensaba decirle, pues no
era muy conversador, resolvió regresar a su castillo. Al llegar, vio a los niños
jugando en el jardín.
—¿Qué están haciendo aquí? —les gritó con una voz hosca y los niños
salieron corriendo.
—El jardín es mío —dijo el gigante—, cualquiera puede entenderlo, y
no permitiré que nadie más que yo juegue en él.
Entonces construyó un muro alto a su alrededor y puso un aviso:
PROHIBIDA LA ENTRADA.
QUIENES NO CUMPLAN LA ORDEN SERÁN PERSEGUIDOS.
Era un gigante muy egoísta.
Los pobres niños ya no tenían donde jugar. Intentaron hacerlo en la
carretera, pero era un polvero y estaba llena de piedras duras, y no les gustó.
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Cuando paseaban alrededor de los altos muros al acabar sus clases, se ponían
a hablar del hermoso jardín que había al otro lado.
—¡Qué felices éramos allá! —se decían unos a otros.
Luego llegó la primavera y todo el país se cubrió de pájaros y flores.
Solo en el jardín del gigante egoísta reinaba aún el invierno. A los pájaros no
les gustaba cantar allí porque no había niños y a los árboles se les olvidó flo-
recer por esta misma razón. En un momento, una flor hermosa sacó la cabeza
por entre la hierba, pero cuando vio el aviso se entristeció tanto pensando en
los niños que regresó a la tierra y se acostó a dormir. Las únicas que estaban
contentas eran la nieve y la escarcha.
—A la primavera se le olvidó este jardín —exclamaron—, así que vi-
viremos aquí todo el año.
La nieve cubrió el césped con su gran manto blanco y la escarcha pintó
los árboles de plata. Luego invitaron al viento del norte a que se alojara con
ellas y este aceptó. Llegó envuelto en pieles y se la pasó rugiendo todo el día
por el jardín, derribando las chimeneas.
—¡Qué lugar más delicioso! —dijo—. Tenemos que invitar al granizo
a que venga a visitarnos.
Entonces llegó el granizo. Cada día, durante tres horas, se oía su es-
trépito en el techo del castillo, hasta que quebró la mayor parte de las tejas.
Luego salía corriendo por todo el jardín lo más rápido que lo llevaban sus
piernas. Iba vestido de gris y su aliento era frío como el hielo.
—No comprendo por qué se demora tanto la primavera en llegar —
decía el gigante egoísta cuando se sentaba en la ventana a contemplar su
blanco y frío jardín—. Ojalá cambie rápido este clima.
Pero la primavera nunca llegó, ni tampoco el verano. El otoño dio fru-
tos dorados en todos los jardines menos en el del gigante.
—Es demasiado egoísta —dijo el otoño.
Así que siempre era invierno en el jardín, y el viento del norte, el gra-
nizo, la escarcha y la nieve danzaban por entre los árboles.
Una mañana, el gigante estaba pereceando despierto en la cama
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cuando escuchó una música preciosa. Sonaba tan dulce a sus oídos que
pensó que pasaban por ahí los músicos del rey. En realidad, se trataba solo
de un jilguero que cantaba junto a su ventana, pero hacía tanto tiempo que
no había escuchado un pájaro cantar en el jardín que le pareció la música
más hermosa del mundo. Entonces el granizo dejó de bailar sobre su cabeza
y el viento del norte dejó de rugir, y un delicioso perfume le llegó por la
ventana abierta.
—Me parece que por fin llegó la primavera —dijo el gigante y salió de
su cama a asomarse.
¿Y qué fue lo que vio?
La escena más maravillosa. Por una grieta que había en el muro, los
niños se habían colado y estaban sentados sobre las ramas de los árboles. En
cada árbol que alcanzaba a ver había un niño pequeño y estos árboles esta-
ban tan felices de que los niños hubieran regresado que se habían cubierto
de flores y agitaban sus brazos con suavidad sobre las cabezas de los chicos.
Los pájaros revoloteaban, gorjeando de felicidad, y las flores se asomaban por
entre la verde hierba y se reían. La escena era maravillosa. Solo en un extremo
reinaba aún el invierno. Era el punto más alejado del jardín y allí estaba un
niño tan pequeño que no alcanzaba a las ramas del árbol, por lo que andaba
por todas partes llorando amargamente. El pobre árbol todavía estaba cu-
bierto de escarcha y nieve, y el viento del norte soplaba y rugía encima de él.
—¡Sube ya, niño! —le dijo el árbol y dobló sus ramas lo más bajo que
pudo, pero el chico era demasiado pequeño.
El corazón del gigante se enterneció cuando vio esta escena.
—¡Qué egoísta he sido! —dijo—. Ahora comprendo por qué no llegaba
la primavera. Voy a encaramar a este niño a la copa del árbol y luego derribaré el
muro. Así mi jardín será por siempre el lugar de recreo de los niños.
El gigante estaba verdaderamente muy arrepentido de lo que había
hecho.
Entonces bajó las escaleras, abrió la puerta con cuidado y salió al jardín.
Pero cuando los niños lo vieron, se asustaron tanto que se fueron espantados
y el jardín volvió a llenarse de invierno. El único que no salió corriendo fue el
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más pequeño, porque sus ojos estaban tan llenos de lágrimas que no vio venir
al gigante. Entonces el gigante se le acercó sigilosamente por detrás, lo alzó
con ternura y lo montó al árbol. En ese instante el árbol empezó a florecer y los
pájaros vinieron a cantar en él, y el niño estiró sus dos brazos, rodeó con ellos
el cuello del gigante y le estampó un beso.
Los otros niños, cuando vieron que el gigante ya no era malvado, vol-
vieron a la carrera y con ellos regresó la primavera.
—Niños, ahora este jardín es de ustedes —dijo el gigante, y tomando
un gran mazo derribó el muro.
Y cuando la gente del poblado bajó al mediodía a mercar, vieron al
gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que hubieran visto.
Todo el día jugaron y al atardecer fueron donde el gigante a despedirse.
—¿Pero dónde está el compañerito de ustedes? —dijo—. El niño al
que monté al árbol. —El gigante sentía preferencia por él porque lo había
besado.
—No tenemos ni idea —contestaron los niños—. Se fue.
—Por favor, díganle que tiene que venir mañana —les dijo el gigante.
Pero los niños le contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca
antes lo habían visto, con lo que el gigante se puso muy triste.
Todas las tardes, al fin de la jornada escolar, los niños volvían a jugar
con el gigante, pero al niñito al que el gigante más quería nunca lo volvieron
a ver. El gigante era muy amable con todos los niños, pero extrañaba a su
primer amiguito y a menudo hablaba de él.
—¡Cuánto me gustaría verlo! —solía comentar.
Pasaron los años, y el gigante envejeció y se puso muy débil. Como
ya no podía salir a jugar, se quedaba sentado en una poltrona mirando por la
ventana a los niños jugar y admirando su jardín.
—Tengo muchas flores hermosas —decía—, pero los niños son las
flores más hermosas de todas.
Una mañana de invierno se asomó por la ventana mientras se vestía.
Ahora no odiaba al invierno porque sabía que era solamente la primavera
dormida y que las flores estaban descansando.
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De pronto, admirado, se frotó los ojos sin poder dejar de mirar. La
escena era una verdadera maravilla. En el extremo más lejano del jardín había
un árbol cubierto con bellas flores blancas. Sus ramas eran doradas y de ellas
colgaban flores plateadas, y debajo se hallaba el niño al que le había tomado
cariño.
Dichoso, el gigante bajó corriendo al jardín. Atravesó el patio y se le
acercó al niño. Y cuando ya estaba muy cerca, su rostro se enrojeció de la ira
y le dijo:
—¿Quién se ha atrevido a lastimarte?
En las palmas de las manos del niño se notaban las huellas de dos cla-
vos, y las huellas de dos clavos también se observaban en sus piececitos.
—¿Te han lastimado? —exclamó el gigante—. Cuéntame quién fue,
yo iré por mi gran espada y lo mataré.
—No —contestó el niño—. Estas son solo las heridas del amor.
—¿Quién eres? —dijo el gigante, que, embargado por un temor reve-
rencial, se arrodilló ante el niñito.
El niño le sonrió al gigante y le dijo:
—Alguna vez me dejaste jugar en tu jardín y ahora vendrás a jugar en
el mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron corriendo por la tarde, encontraron al gi-
gante muerto bajo el árbol, completamente cubierto de flores blancas.
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El pescador y el pececito
dorado
Aleksandr Pushkin (Rusia)
Tres perros
Fernando Alonso (España)
H abía una vez un perro que ladraba a la Luna. Pensaba que la Luna era el
ojo de la noche.
Y la noche es la casa donde viven las sombras. Aquel perro tenía
miedo de las sombras. Por eso ladraba y ladraba a la Luna. Para espantar a las
sombras.
Al perro le dolía la garganta de tanto ladrar.
Pero estaba contento porque había conseguido librarse de su miedo a
la noche y a las sombras.
Por eso, dio la espalda a la Luna y comenzó a alejarse.
El perro caminó y caminó hacia el lugar donde salía el Sol.
Y, después de un largo camino, llegó a una playa. Allí encontró a un
perro que ladraba al mar.
Aquel perro pensaba que el mar, con sus oleajes y tempestades, sus
monstruos y sus naufragios, era el lugar donde vivía el miedo.
Aquel perro temía al miedo. Y, por eso, ladraba al mar.
El perro que ladraba a la Luna unió sus ladridos a los del perro que
ladraba al mar.
Porque él también tenía miedo del mar… ¡y del miedo!
Con la fuerza de sus ladridos, los dos perros consiguieron asustar al
mar y al miedo.
Por eso, decidieron continuar su camino juntos.
Por eso, echaron a andar hacia donde nacía el Sol cada mañana.
Caminaron y caminaron hasta llegar a las puertas del desierto.
Y allí encontraron a un perro que ladraba al desierto.
Aquel perro pensaba que el desierto era la casa donde vivía la soledad.
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Los dos perros comenzaron a ladrar al desierto; porque, también ellos,
tenían miedo de la soledad.
Los tres perros ladraron y ladraron al desierto.
Hasta que consiguieron asustar a la soledad.
Entonces, echaron a andar juntos.
Y, juntos, se dirigieron hacia el horizonte, hacia donde salía el Sol;
porque era allí donde se abrían las puertas del día.
Por el camino, los tres perros hablaron de sus alegrías y de sus tristezas.
Y, juntos, se rieron de las preocupaciones y de los miedos de aquella
“vida perra” que llevaban.
De pronto, al doblar un recodo del sendero, se encontraron con un
león.
Por el brillo acerado de sus ojos, supieron que el león había salido de
cacería.
Los tres perros sabían que en las fauces del león vive la muerte.
Por eso, comenzaron a ladrar.
Ladraron mucho más fuerte que cuando ladraban a la noche, al mar
y al desierto. Porque temían a la muerte mucho más que a las sombras, a la
soledad y al miedo.
Al oír aquellos ladridos tan terribles, y al ver los seis ojos que brillaban
en la oscuridad, el león dio media vuelta y se alejó en busca de otra presa
más fácil.
La luz de la mañana comenzó a despuntar por el horizonte.
Y los tres perros lanzaron un aullido de alegría; porque descubrieron
que, juntos, podían combatir todos los peligros.
Juntos habían ahuyentado al miedo, a las sombras y a la soledad.
Juntos se habían librado de la muerte. Y juntos, con sus ladridos,
habían traído la luz de un nuevo día.
Por eso, decidieron que jamás se separarían.
A partir de aquel momento, nunca más volvieron a temer a la noche,
a la soledad y al miedo.
A partir de aquel momento los tres perros solo ladraban a la Luna,
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al mar y al desierto una vez al año. Para celebrar el día en que se habían
encontrado.
Y, a partir de aquel momento, comenzaron a vivir, juntos, una nueva
vida.
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La herencia oculta
Esopo (Grecia)
U n campesino tenía varios hijos a los que no les gustaba trabajar la tierra.
Por eso el hombre temía que, a su muerte, ellos vendieran la viña y salie-
ran a vagar por el mundo.
Sintiendo que la muerte se aproximaba, llamó a sus hijos y les dijo:
—Quiero que sepan que durante mucho tiempo fui acumulando
un tesoro que les dejo en herencia. Solo puedo decirles que se encuentra
escondido en la viña. Pueden venderla si no les agrada trabajar la tierra,
pero antes encuentren esa herencia que les dejo y repártansela como buenos
hermanos.
Después de enterrar al campesino, los hermanos se dieron a la tarea de
encontrar su herencia oculta en la viña.
Comenzaron por una punta y excavaron la viña sin dejar un centímetro
de tierra sin remover. No encontraron tesoro alguno. Pero como las uvas
ya maduraban, no quisieron vender la viña todavía. Y la viña, cuya tierra
nunca había sido removida de esta forma, produjo en tal abundancia que los
hermanos ganaron un dineral.
Entonces los hijos comprendieron que lo que su padre les había dejado
era la inagotable riqueza que esconde la tierra y que solo entrega a los que año
tras año se encorvan sobre el azadón para trabajarla.
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La pata Dedé
Cuento tradicional
H ace muchos años una buena mujer, cansada del frío que hacía en su ciu-
dad, decidió irse a vivir a un pueblo de tierra caliente. Así que después de
vender su casa, juntó a sus nueve hijos y les pidió que cada uno llevara consigo
un poco de ropa. Ella hizo lo mismo, aunque incluyó en su equipaje una ca-
nasta en la que guardó a su pata consentida, llamada Dedé, porque todos los
días ponía un huevo.
Al llegar a la estación del tren, la buena mujer quedó sorprendida al ver
el letrero que había junto a la ventanilla de los boletos: “No se permite viajar
con animales”.
—Imposible separarme de Dedé —dijo para sí—. Además, ya no po-
demos regresar porque vendí la casa. No me queda más remedio que viajar
con mi querida pata.
—Deme diez boletos —dijo con prisa.
—¡Cuac, cuac! —se escuchó desde el fondo de la canasta.
—Disculpe, señora, no la oí bien —respondió el vendedor.
—Quiero diez boletos.
—¡Cuac, cuac!
—¿No escuchó usted un graznido de un pato?
—¿Un pato? ¡Yo no escuché nada!
—¡Cuac, cuac! —volvió a oírse desde la canasta.
—Señora, será mejor que no me mienta: usted lleva un pato ahí.
—¿Un pato?, ¿yo?
—¡Cuac, cuac!
—Está prohibido viajar en el tren con animales. ¿No leyó el letrero?
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Abra la canasta que lleva en la mano.
—¿Por qué debo abrirla?
—Porque usted lleva un pato escondido ahí. Si quiere que le venda los
boletos, primero debe abrir la canasta.
—Está bien, señor. La voy a abrir con una condición: si llevo aquí
un pato, se lo regalo, usted me vende mis boletos y asunto arreglado. Pero si
adentro no hay un pato, entonces usted me regala los diez boletos y yo podré
viajar con el animalito que llevo en la canasta.
—Acepto el trato por dos razones —respondió el vendedor—: prime-
ro, porque al menos ya reconoció que lleva un animal y, segundo, porque me
encantaría un pato al horno para la cena. Abra la canasta.
La gente que estaba en la estación comenzó a rodearlos, pendientes de
la apuesta que habían hecho la señora y el vendedor de los boletos. Los nueve
hijos estaban nerviosos porque sabían que Dedé era la que graznaba desde la
canasta y su mamá podía perder la apuesta.
—Muestre ya lo que lleva adentro, señora, el tren está por salir.
—¿Sigue el trato en pie?
—Claro. Ya me estoy saboreando la cena.
Ante los ojos de sus hijos, de varios curiosos y del vendedor, la señora
levantó la tapa de la canasta. Dedé se asomó:
—¡Cuac, cuac!
—¡Pato al horno! ¡Pato al horno! —gritó lleno de entusiasmo el ven-
dedor de los boletos del tren—. ¡Pato al horno para mi cena!
—Un momento —dijo la señora.
Levantó un poco más la tapa y buscó algo en el interior de la canasta.
Luego sacó un huevo.
—Como bien puede ver —dijo mostrando el huevo—, no es un pato
lo que llevo aquí. Es una pata.
Todos los curiosos sonrieron al ver la escena:
—¡Ganó la señora! —exclamaron.
—¿Quieren que le dé gratis los boletos del tren? —preguntó el vendedor.
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—¡Sí! ¡Es una pata! —respondieron los curiosos.
El vendedor apretó los dientes y cerró los puños de la rabia que le dio
por perder la apuesta. Tomó diez boletos y se los entregó a la señora.
Cuando ella y sus nueve hijos se subieron al tren se alcanzó a escuchar
a Dedé exclamar:
—¡Cuac, cuac!
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Fregao de ángel
Rafael Arango Villegas (Colombia)
Y o era muy feo cuando estaba chiquito. Mucho más feo que en la
actualidad, aunque ello parezca una exageración. Las gentes que me
conocieron de niño dicen que no se explican cómo me crie.
Los muchachitos que levantaron en la calle de la Quiebra del Guayabo,
entre los años de 1890 y 1900, se volvieron casi todos cardíacos. ¡Claro! Se
encontraban conmigo por allí a las seis y media de la tarde, lanzaban un grito,
les daba el corazoncito dos o tres voltacanelas y quedaban cardiaquitos para
todo el resto de su vida.
En todas las casas del barrio me tenían a mí como coco para espantar
a los niños. Jorge y Alberto Arango, que eran neciesísimos y muy berrietas, no
se dormían nunca sino cuando, después de amenazarlos con el loco “Cuyabra”
y con “Tillo”, les decían que me iban a llamar a mí. En el acto se dormían
como dos pericos, sin rezar las oraciones y sin tomar el tetero.
Pero así, feo y todo, tuve la honra de ser exaltado a la más alta dignidad
a que puede aspirar sobre la Tierra un hombre: ¡estuve de ángel! Como lo
oyen: ¡de ángel! Fue en los Corpus de 1896. Las cosas pasaron de esta mane-
ra: las señoras que habían sido comisionadas para arreglar el altar principal
acordaron colocar en él dos angelitos, y fueron a casa a solicitar en préstamo
una parientica mía, muy crespita, muy rubiecita y muy linda.
Se la prestaron. La víspera enviaron a la casa los angelicales arreos:
un par de alas, la coronita de rosas, las sandalias de cartón plateadas y unos
rebujos de gasa. Esa noche enfermó la chiquilla, sin duda, de la emoción.
Cuando, al otro día, poco antes de la fiesta, fueron las señoras a casa a
vestir a la niña para llevarla al altar, sufrieron una contrariedad extraordina-
ria. Aquello era un contratiempo enorme, casi un fracaso. ¿Qué hacer, si ya
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era tarde y la procesión iba a comenzar enseguida? Los angelicales aparejos
estaban en un rincón.
—Pues si ustedes quieren —les dijo mi madre, viendo la confusión en que
estaban—, yo les puedo prestar este muchachito para que lo pongan de ángel.
Las señoras me miraron, se miraron entre sí y se guiñaron los ojos.
—El muchachito no es bonito —agregó mi madre—, pero es muy
robustico. Quiere decir que lo pintamos bien.
Dizque “robustico”, cuando yo parecía uno de esos muchachitos que
conservan entre alcohol en frascos.
Las señoras continuaban mirándome y mirándose entre sí, sin acertar
a contestar palabra. Y como mi madre notó que me miraban especialmente a
los pies, estimó conveniente anticiparse a decir:
—Lo de los piecitos podemos arreglarlo poniéndole unos botines, en
lugar de sandalias.
—Pues, bueno —dijo una de las señoras—: así, tapándole los piecitos,
sí lo podemos vestir.
Y se procedió a la obra. Me pusieron el vestido bueno, el “uniforme”,
que era una blusita de paño, estilo marinero, con un peto blanco y unos
calzoncitos, también de paño, que me llegaban hasta una cuarta más abajo
de la rodilla. El resto de la canilla, hasta el tope con el botín, lo cubrían unas
mediecitas blancas a listas verdes y coloradas, pero no a lo largo, sino de
través. Y, por último, unos botines de resorte cerraban el conjunto y servían
como de pedestales a aquella magnífica estatua de singular elegancia. No me
gustaba que los botines tuvieran esas orejas tan largas, lanzadas hacia afuera
en forma horizontal, como las espuelas de un gallo. Por lo demás, me sentía
supremamente elegante y no me atrevía a mover un dedo, de miedo a que se
formara alguna arruga o se hiciera algún desperfecto. Enseguida las señoras
me acomodaron las alas, me pusieron la corona, me pintarrajearon la cara y
me ciñeron las gasas.
Nos fuimos para la plaza. Innecesario decir que yo apenas pisaba el
suelo de orgullo y que la felicidad me embargaba. Ya sobre el altar se me ocu-
rrió una idea brillante, que causó mucha sensación y dio a la fiesta un realce
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extraordinario: como yo había visto en los “registros” que los angelitos nunca
están parados en los dos pies, sino que apoyan uno en una nube y el otro lo
mantienen levantado, como en actitud de volar, levanté una patica con mucha
gracia y me estuve en patasola hasta que terminó la fiesta, que duró una hora.
Esta idea me valió las más calurosas felicitaciones. Las señoras me abrazaban
y el cura me regaló “una casa” de corozos y unos recortes de hostias.
Como en la iglesia me estaban tallando mucho los botines, me los quité y
me fui hasta la casa en medias. Por la calle, los muchachos, muertos de la envidia,
me jalaban de las puntas de las alas y no me dejaban casi caminar.
Yo no pensaba quitarme en todo el día la celeste indumentaria, y hasta
pensaba dormir con ella si no me lo impedían. En la casa resolvieron hacerme
retratar así, vestido de ángel, y salimos todos para la fotografía. Entonces sí
yo estaba en el colmo de la vanidad y del orgullo. Pero… ¡oh, miseria!, en la
primera esquina había un grupo como de diez muchachos.
Cuando íbamos pasando cerca, uno de ellos dijo a los demás:
—Este muchacho estaba parado en el altar, dizque de ángel, y parecía
un gallinazo parado en un entejado.
¡El símil se me fue hasta el alma! ¡Fue una estocada!, ¡una puntilla!, ¡un
cañonazo! Allí mismo me emperré, solté a llorar a todo pulmón y, en vez de
seguir para la fotografía, me fui corriendo a la casa, me quité las alas, las volví
pedazos y me metí debajo de la cama.
No salí hasta por la noche y, como estaba todavía bravísimo, no quise
tomar la aguapanela y me acosté sin rezar…
El autor en este cuento utiliza una ortografía que se sale de las normas intentando imitar las formas del habla popular
de su región.
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El viejo peral
Isidora Aguirre (Chile)
*Granja.
desgarrada, recordaba a esos mendigos en harapos que se nos acercan en
torcidas posturas, exagerando su desdicha para conmovernos. Quizá exagero,
pero en verdad su aspecto era bastante lastimoso.
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Aquel año, el de esta historia, cuando el huerto lucía exuberante flore-
cimiento, el viejo peral tuvo apenas una que otra florcilla en sus ramas. Y esas
lluvias que los campesinos llaman “matapajaritos”, porque caen en primavera
cuando están las crías de las aves aún tiernas en el nido, estropearon los esca-
sos brotes que dejan las flores para que de ellos crezca la fruta. Solo uno de los
brotes se salvó, de modo que cuando los demás perales estaban tan cargados
que don Candelario tuvo que apoyar sus ramas con largas varas, nuestro ami-
go, el viejo peral, ¡lucía una sola pera! Una sola, pero ¡qué hermosa! No había
otra en el huerto tan sana y rubicunda, tan hinchada de jugo. Pasó, pues, a ser
la alegría de su anciano padre.
Afortunadamente, brotó en una de las ramas altas, y cuando llegó el
tiempo de la cosecha, los campesinos no se dieron el trabajo de arrimar al
tronco la escalera para coger una sola fruta. No faltó la banda de chiquillos
traviesos que vinieron a mortificar al peral, remeciéndolo y dándole de palos
para hacerla caer; pero la pera se aferró a la rama con toda su fuerza hasta que
los rapaces, cansados, fueron en busca de otras aventuras.
Y no fue ese el único peligro que la acechó. Cuando aún estaba verde,
una mariposa nocturna, luego de revolotear por el huerto, se posó graciosa-
mente sobre su redondeado vientre para poner sus minúsculos huevos, de
los que nacerían gusanos. Aunque la pera no había asistido a la escuela —ni
conocía la palabra “botánica”— sabía que estos gusanos se convertirían luego
en mariposas. Pero antes de que aquello ocurriera, se instalarían a vivir con
toda comodidad en su interior, alimentándose de su pulpa. Así es que cuando
la bella mariposa le preguntó con su amable vocecilla:
—¿Se puede, señora?
—Ay —se quejó ella—, yo diría que “no se puede”.
—Pero —replicó la mariposa— no veo ningún aviso que indique que
su casa esté ya alquilada.
—No está alquilada —dijo la pera, a punto de llorar—. Solo que, me
pregunto, ¿cómo es que, habiendo tantísimos perales en este huerto, escogió
usted este que luce tan anciano y desprovisto?
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—Disculpe, señora —dijo la mariposa—, no crea que he elegido a
tontas y a locas. ¡No hay otra pera tan fuerte y hermosa en todo el huerto!
—Mil gracias por el cumplido —repuso ella, tímidamente—; pero
¿tendría usted la amabilidad de buscar otra residencia para sus hijitos? Y no
es que su amable compañía me disguste —añadió—, solo que, como usted ve,
soy aquí algo como una “hija única”. Sus gusanitos cavarán corredores en mi
corazón de pera y esto hará que me debilite y me desprenda antes de tiempo
de la rama. Y mi anciano padre se avergonzará de no tener ni un solo fruto.
Parecía que una brisa hacía temblar las hojitas del peral, pero eran ellas
las que se agitaban diciéndose: “Qué pera tan comprensiva, qué buena hija…”.
Y no sé yo qué más hablaría la pera con la mariposa nocturna, el he-
cho es que esta última emprendió el vuelo sin haber depositado en la pera
sus huevos.
La cosecha de fruta estaba ya por terminar. “De buena manera me voy
librando gracias a la altura”, se decía la pera, cuando vio que don Candelario
con Pedro, su empleado, se detenía a examinar a su padre. Lo examinaban por
un lado y otro, rozaron el tronco, moviendo la cabeza con melancolía. Y ¡cómo
se encogió su corazón de pera al escuchar lo que hablaban!
—Mire, Pedro —dijo don Candelario—, este peral está muy viejo, ya
no produce. Habrá que derribarlo.
—Como usted diga, don Candelario.
Y sin más, ¡quedó firmada la sentencia de muerte del viejo peral!
Ni qué decir la tembladera de hojitas que se produjo, sin que corriera
ni un tanto así de brisa, ya que la sentencia fue firmada a eso del mediodía.
—Ahora sí que me llegó la hora de morir —suspiró el anciano peral—.
Y más vale así. Estoy viejo, mis ramas me pesan, las raíces me molestan, la
corteza se me está cayendo a pedazos y vivo con temor a que me quiten a mi
única y dulce hija.
Pero no era verdad que tuviera deseos de morir: el peral amaba la vida
y la pera lo sabía. “Quizá lo dijo”, pensó ella, “para que yo no me aflija”.
Ya se había resignado la pera a ver el fin de su padre cuando, al caer la
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tarde, un chincol* golpeó con su piquito:
—¿Se puede?
Para una fruta es un honor ser elegida por los pájaros, ya que estos son
expertos en distinguir las más sabrosas. La pera repuso con toda cortesía:
—Me honra usted al escogerme, señor chincol. Y apresúrese en probar
mi pulpa, porque mañana ya no me encontrará.
—¿Cómo así? —gorjeó el pajarito.
—Mañana, al amanecer, derribarán a mi anciano padre.
—Vaya desgracia —replicó el chincol—. Cuánto lo siento. —Y como
le había parecido amable la invitación de la pera a probar su pulpa, le pregun-
tó—: ¿y no hay nada que yo pueda hacer?
La pera tuvo entonces una idea luminosa:
—Pues, sí, creo que hay algo que usted podría hacer…
—¿Qué será? —trinó él.
—Quizá mi padre tenga la posibilidad de renacer… Si usted desea
ayudar, por favor, ¡arránqueme el corazón!
—¡Qué horrible favor me pide! —dijo el chincol, angustiado.
—Se equivoca —dijo la pera—. Ya habré cumplido una bella misión si
usted me saca el corazón y lo lleva en su piquito hasta la orilla del estanque…
En ese punto, recordó el chincol, con su corta sabiduría de pájaro, que
el corazón de una fruta es también semilla…
—¡Ya entiendo, ya entiendo! —gorjeó, animado, sin dejarla terminar—.
¡Quiere usted que su padre reviva de su corazón de pera!
—Así es —repuso contenta la pera.
—Explíqueme, por favor, cómo debo hacerlo —pidió el pajarito.
—Ha de sacar usted con todo cuidado mi corazón, pues él contiene el
germen de una nueva vida. Luego lo enterrará a la orilla del estanque, donde
©Isidora Aguirre
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El pequeño albañil*
Edmundo de Amicis (Italia)
D omingo 11. El pequeño albañil vino hoy a casa vestido con una chaqueta
abrigada y la ropa vieja de su padre, blanca todavía por la cal y el yeso.
Mi padre deseaba que viniera aún más que yo. ¡Qué gusto le dio verlo!
Apenas entró se quitó su viejísimo sombrero, que estaba cubierto de
nieve, y se lo metió en un bolsillo. Después se me acercó con aquel andar
descuidado, de trabajador fatigado, moviendo aquí y allá su cabeza, redonda
como una manzana y con su nariz chata. Cuando pasó al comedor, dio una
ojeada a los muebles y fijó sus ojos en un cuadrito que representaba a un bu-
fón jorobado, y puso la cara de “hocico de liebre”. Es imposible no reírse al
vérsela hacer.
Luego nos pusimos a jugar con palitos. Él tiene una habilidad
extraordinaria para hacer torres y puentes que se mantienen en pie de milagro;
trabaja en ello muy serio, con la paciencia de un hombre maduro. Entre una
y otra torre me hablaba de su familia: viven en un desván; su padre, por la
noche, va a la escuela de adultos a aprender a leer; y su madre no es de aquí.
Parece que lo quieren mucho porque, aunque él viste pobremente, va bien
protegido del frío, con la ropa remendada y el lazo de la corbata bien hecho y
anudado por su madre. Su padre, me dice, es muy alto, un gigante que apenas
cabe por la puerta; es bueno y siempre llama a su hijo “hociquito de liebre”.
* Esta historia forma parte del libro Corazón, en la que cada capítulo es una página del diario de Enrique, el niño que
lo escribe.
El hijo, en cambio, es más bien bajo para la edad que tiene.
A las cuatro comimos juntos pan y pasas, sentados en el sofá, y cuando
nos levantamos, mi padre no quiso que limpiara el espaldar que el pequeño
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albañil había manchado de blanco con su chaqueta. Me detuvo la mano y lo
limpió después, sin que nosotros lo viéramos.
Jugando, al pequeño albañil se le cayó un botón de la chaqueta y mi
madre se lo cosió; él se puso colorado y la vio coser admirado y confuso, sin
atreverse a respirar.
Después le enseñé el álbum de caricaturas y él, sin darse cuenta, imitó
tan bien los gestos de aquellas caras que hasta mi padre se rio.
Estaba tan contento cuando se fue que se le olvidó ponerse el an-
drajoso sombrero, y al llegar a la puerta de la escalera, para manifestarme su
gratitud, me hizo otra vez la gracia de poner el “hocico de liebre”. Se llama
Antonio Rabucco y tiene ocho años y ocho meses…
¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá? Porque limpiarlo mien-
tras tu compañero veía era como hacerle un reclamo por haberlo ensuciado. Y
esto no estaba bien: en primer lugar, porque no lo había hecho con intención, y
Nunca digas de un obrero que sale de su trabajo: “Va sucio”. Debes decir: “Tie-
ne en su ropa las señales, las huellas del trabajo”. Recuérdalo. Quiero mucho al
Tu padre.
51
H abía una vez un emperador al que le gustaban mucho los trajes nuevos y
bonitos, por lo que gastaba todo su dinero en estar bien vestido.
Un día se presentaron en su corte dos estafadores que se hicieron pasar
por sastres y le dijeron:
—Nosotros podemos hacerte un traje tan hermoso como nunca nadie
ha tenido en ninguna época. Además, tiene la ventaja de que aquel que sea
necio y no sea digno del cargo que ocupa no podrá verlo. Solo las personas
inteligentes serán capaces de ver el traje.
El emperador se alegró con la proposición que le hacían los sastres y
les encomendó un nuevo vestido. Así podría estrenar un nuevo traje y descu-
brir cuáles de sus asistentes no eran dignos de sus cargos.
Ordenó que a los sastres se les diera lana, terciopelo, seda, oro y todo
cuanto era preciso para hacer el traje. Los estafadores guardaron los materia-
les y simularon tejer las telas en un telar vacío y coser el vestido con agujas
sin hilo.
Pasaron ocho días y el emperador envió a un ministro de su confianza
para saber cómo andaban los trabajos de confección. El ministro llegó y pidió
ver el vestido. Los sastres le mostraron los telares vacíos. El pobre ministro
abría los ojos, pero no podía ver nada, porque nada había. Él sabía que aquel
que fuera necio e indigno de su cargo no sería capaz de ver aquel traje, por
lo que pensó: “No me conviene decir que no puedo ver el vestido”. Así que
fingió verlo y los felicitó. Al llegar al palacio le anunció al emperador que su
traje estaba listo y que era el más hermoso que había visto en su vida.
El emperador se hizo llevar aquel traje. Se lo presentaron e igualmente
52
le mostraron los telares vacíos. El emperador también fingió ver el vestido
nuevo y apreciar su belleza. Luego se quitó el que llevaba y ordenó que le
pusieran aquellas prendas magníficas.
Ataviado con su nuevo traje, el emperador salió a recorrer la ciudad. La
gente que lo veía decía:
—El traje nuevo del emperador es incomparable.
Nadie quería admitir que no podían ver nada. Nadie se atrevía a decir
que iba desnudo, porque habían oído que únicamente los necios no podían ver
el vestido, y cada cual pensaba que solo era él quien no lo podía ver.
De pronto, un niño se fijó en el emperador y dijo:
—¡Miren! ¡El emperador se pasea desnudo por la ciudad!
El emperador supo que el niño tenía razón, sintió que la vergüenza se
apoderaba de él y todo el mundo comprendió que, efectivamente, iba desnu-
do por la calle.
Sin embargo, el emperador soportó el recorrido seguido por dos ayu-
dantes que cargaban una cola que ni siquiera existía.
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El dromedario y el camello
Gianni Rodari (Italia)
Una que otra vez, al final más raramente, la gallina recordaba que se
había recortado contra el aire al borde del tejado, pronta a renunciar. En esos
momentos llenaba los pulmones con el aire impuro de la cocina y si se les
hubiese dado cantar a las hembras, ella, si bien no cantaría, cuando menos
quedaría más contenta. Aunque ni siquiera en esos instantes la expresión de
su vacía cabeza se alteraba. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz o mor-
disqueando maíz, la suya continuaba siendo una cabeza de gallina, la misma
que fuera desdeñada en los comienzos de los siglos.
Hasta que un día la mataron, se la comieron y pasaron los años.
Clarice Lispector
Uma galinha, Laços de familia
©1960, Paulo Gurgel Valente
Caballo para toda la eternidad
Manuel Mejía Vallejo (Colombia)
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Porque en ese pedazo de eternidá de mi sueño muchas cosas seguían pasando
aquí abajo: el patrón envejeció hasta llegar al pie de la muerte con los remor-
dimientos más berriondos, pero como ellos nunca la pierden, tuvo la idea
de dejar pa obras benéficas su capital de biato sin oficio, seguro de comprar
balcón en ese cielo que yo, vuelto caballo, gozaba como no se diga con humil-
dá feliz, con alegría de potro cerrero en esos yerbales frescos y con tamañas
flores. Esa yerba que pisaba allá arriba entre arroyos y a la sombra de árboles
más verdes que todos los verdes de la Tierra. Esa yerba de…
—¿Y el patrón?
—Pues estiró la pata y llegó al cielo, ¡también él llegó! En la portería
principal, san Pedro lo recibió con qué saludos y lo entró por la entrada gran-
de pa ver a Dios. Dios en ese momento se me puso triste, creo que le dolió
mi corazón de potro con crines que ya conocían el viento celestial… Pero el
patrón asomó su jeta y después de ver con aire de mandón los terrenos del
cielo, como veía los terrenos aquí abajo, y tan enseñao a ganar en sus trueques,
64 empezó a decir que Dios ya sabía que con su dinero se salvaron muchas al-
mas; que con su dinero guardao toda una vida de agiotista, muchos huérfanos
y salvajes y cojos y viejos tuvieron casa, religión, comodidades, salvación; en
fin, como el que peca y reza empata, le dijo a Dios que tenía merecidos los
goces del cielo pa siempre jamás… ¡Carajo!, el patrón en el cielo lo mismo
que los santos y los mártires. Él, que nunca… ¡Él, codiándose con los gamo-
nales de allá arriba!
—A esas, ¿Dios qué?
—Esperá, estoy pensando, mis sueños me dicen una verdá mía, te re-
pito, o una verdá hombre: esa cosa que llama destino.
—El destino.
—Hay algo que nadie puede cambiar en el mundo, hay gritos que
nadie oye ni consuela. Se nace para ser… ¿Creés en el destino?
—Puede ser.
—¿Creés en los sueños?
—Puede.
—¿Creés en la justicia? Pues el destino la jode. Nace para ser…
—Bueno, ¿y Dios? ¿Delante del patrón qué hacía?
—Callaba con qué silencio. Miró al patrón (es cierto que su mirada era
diferente de esa que me dedicó a mí), pero lo miró y creo que una pregunta
pa él mismo se le metió en los ojos azules, de un azul que… El patrón siguió
hablando y hablando. Al fin Dios, como quien se transa en un negocio por
haber dao antes su palabra, le dijo sin mostrarle lo que me mostró a mí y ten-
diendo la mano en redondo, aburrido de ser Dios:
—Escogé y se te concederá.
Entonces el patrón atisbó todo con el modito que usaba en las ferias,
dio un zurriagazo de contento en sus polainas de chalán y dijo pa cerrar el
negocio:
—Sabés, Señor, que tuve una afición en la vida: por eso te pido que me
hagás por siempre jinete de aquel hermoso animal.
—… Y yo, el más brioso y fino del cielo, me vi obligado a llevar al pa-
trón sobre el espinazo. ¡Allá arriba también! ¡Era su caballo pa toda la eternidá! 65
El autor en este cuento utiliza una ortografía que se sale de las normas intentando imitar las formas del habla popular
de su región.
La mata
Tomás Carrasquilla (Colombia)
Ella se pone a llorar, sin que piense ni en tocar la mata. Por la tarde
torna el hombre y arremete a bastonazos contra cacharro, flores y follaje.
Tira todo a la calle y hace sacar los muebles enseguida. María Engracia
se desploma, presa de un síncope. De allí la llevan para el hospital. En sus
delirios ve su mata frente a su cama, como el arco de triunfo para entrar al
paraíso. Y al amanecer de un domingo, cae para siempre en la red infinita de
la Misericordia.
Un cruce
Franz Kafka (República Checa)
conseguiría el bigote del tigre. Hasta que una noche, cuando su marido ya
estaba dormido, salió de su casa con un plato de arroz y carne, y fue hasta una
cueva en la montaña donde sabía que vivía el tigre. Manteniéndose alejada de
la entrada de la cueva, extendió el plato de comida llamando al tigre para que
viniera a comer. El tigre no vino.
A la noche siguiente, Yun Ok volvió a la montaña y esta vez se hizo
un poco más cerca de la cueva. De nuevo le ofreció al tigre un plato de
comida. Y de esta forma, todas las noches Yun Ok volvía a la montaña y se
acercaba unos pasos más a la cueva. Poco a poco, el tigre se acostumbró a
verla allí.
Una noche, Yun Ok llegó hasta la entrada de la cueva del tigre. Esta
vez el animal dio unos pasos hacia ella y se detuvo. Los dos se quedaron
mirándose bajo la luna. Lo mismo ocurrió a la noche siguiente, pero esta
vez estaban tan cerca que Yun Ok pudo hablarle al tigre con una voz suave
y tranquilizadora.
82
La noche siguiente, luego de mirar con cuidado los ojos de Yun Ok, el
tigre se comió los alimentos que ella le ofrecía. Después de eso, cuando Yun
Ok iba por las noches, encontraba al tigre esperándola en el camino.
Cuando el tigre había comido, Yun Ok podía acariciarle suavemente la
cabeza con la mano. Una noche, cuando ya habían pasado casi seis meses de
los encuentros nocturnos, Yun Ok dijo:
—Oh, tigre, animal generoso, es preciso que tenga uno de tus bigotes.
¡No te enojes conmigo! —Y le arrancó uno de los bigotes. El tigre no se enojó,
como ella temía, y Yun Ok regresó corriendo a su casa con el bigote aferrado
fuertemente en la mano.
A la mañana siguiente, cuando el sol recién comenzaba a asomar, ya
estaba en la casa del ermitaño de la montaña.
—¡Oh, famoso maestro! —gritó—. ¡Lo tengo! ¡Tengo el bigote del
tigre! Ahora puedes hacer la poción que me prometiste para que mi marido
vuelva a ser cariñoso y amable.
El ermitaño tomó el bigote y lo examinó. Satisfecho, pues realmente
era de tigre, se inclinó hacia adelante y lo dejó caer en el fuego que ardía en
su chimenea.
—¡Oh, señor! —gritó la joven mujer angustiada—. ¡Qué hiciste con
el bigote!
—Dime cómo lo conseguiste —dijo el ermitaño.
—Bueno, fui a la montaña todas las noches con un plato de comida.
Al principio me mantuve lejos y poco a poco me fui acercando, ganando la
confianza del tigre. Le hablé con voz cariñosa y tranquilizadora para hacerle
entender que solo deseaba su bien. Fui paciente. Todas las noches le llevaba
comida, sabiendo que no comería. Pero no cedí. Nunca le hablé con aspereza.
Nunca le hice reproches. Y, por fin, una noche dio unos pasos hacia mí. Llegó
un momento en que el tigre me esperaba en el camino y comía del plato que 83
H abía una vez un rey que siempre quería actuar de la mejor manera posible,
sin equivocarse. Una mañana se levantó convencido de que podría lograr
su deseo: solo tenía que contestar las tres preguntas que le habían surgido la
noche anterior en sus desvelos. Las tres preguntas eran: ¿cuál es el momento
más oportuno para hacer las cosas?, ¿quiénes son las personas más importantes
84 con las que hay que tratar? y ¿qué es lo más importante para hacer en cada
momento?
Sin perder tiempo, ese mismo día publicó un edicto anunciando que
aquel que respondiera correctamente las tres preguntas recibiría una gran re-
compensa. Al día siguiente muchos eruditos del imperio llegaron al palacio,
cada uno con respuestas diferentes a los interrogantes del rey.
Frente a la primera pregunta, unos le aconsejaron planear minuciosa-
mente su tiempo, dedicando cada hora, cada día, cada mes y cada año a ciertas
tareas, y seguir este plan al pie de la letra. Otros le dijeron que era imposible
planear todo con antelación, por lo que debía permanecer atento a todo lo
que sucedía a su alrededor. Alguien le sugirió que se rodeara de sabios conse-
jeros y otro que mejor fuera a ver a los adivinos… Y así.
Del mismo modo, se dieron varias respuestas a la segunda pregunta.
Unos decían que las personas más importantes para el rey eran sus adminis-
tradores, otros pensaban que más bien eran los sacerdotes, otros más creían
que eran los médicos y, por último, estaban aquellos que opinaban que eran
los guerreros.
Como respuesta a la tercera pregunta también recibió distintas opi-
niones: dedicarse a la ciencia, prepararse para la guerra o consagrar su vida a
los dioses. El rey, asombrado por la diversidad de respuestas, no aceptó nin-
guna y envió a los eruditos de vuelta a sus casas.
Pasaron los días y, tras varias noches de insomnio y reflexión, el rey
decidió visitar a un sabio ermitaño que vivía en un lugar apartado en el bos-
que, para ver si él tenía las respuestas. Así que se vistió de campesino, fue en
su búsqueda y una vez cerca de la cabaña del ermitaño, bajó de su caballo,
despidió a sus guardias y se fue caminando a su encuentro.
Y ahí estaba el ermitaño, arando la tierra frente a su cabaña mientras
respiraba con dificultad. El rey se le acercó y lo saludó, pero el ermitaño lo
ignoró por completo. Así que el rey dudó de si aquel hombre flaco, débil, vie-
jo y huraño era el que le iba a dar las respuestas que buscaba. Finalmente se
acercó un poco más y le dijo:
—Hombre sabio, he venido para pedirte que me respondas tres pre-
guntas: ¿cuál es el momento más oportuno para hacer las cosas?, ¿quiénes son 85
las personas más importantes con las que hay que tratar? y ¿qué es lo más
importante para hacer en cada momento?
El ermitaño lo escuchó atentamente, pero luego siguió trabajando la
tierra y no le respondió. El rey, en vez de insistir, le dijo:
—Tienes que estar cansado, déjame que te ayude un poco.
El ermitaño le dio las gracias, le pasó el azadón y se sentó en el suelo
a descansar. Después de haber removido dos surcos, el rey se detuvo y repitió
sus preguntas, pero el ermitaño, en vez de contestarle, se levantó, tomó el
azadón y le dijo:
—¿Por qué no descansas? Ahora puedo seguir yo.
Pero el rey se quedó con el azadón y continuó trabajando. Así pasó una
hora, luego otra y finalmente el sol comenzó a ponerse tras las montañas. El
rey, ya cansado y al límite de su paciencia, soltó el azadón y dijo:
—Sabio, vine a verte para que respondieras a mis preguntas, pero si no
tienes las respuestas, dímelo y me iré.
En ese momento el ermitaño gritó:
—Rey, ¡ahí viene alguien corriendo!
El rey se giró y vio a un hombre que salía del bosque presionando con
sus manos una herida que sangraba en su estómago. El hombre corrió hacia
el rey, cayó al suelo, cerró los ojos y se quedó inmóvil, gimiendo con voz débil:
su herida era muy profunda. Rápidamente, el rey le limpió la herida y usó su
pañuelo para vendarlo. Pero la hemorragia no se detenía y tuvo que utilizar su
camisa para detener la sangre.
Una vez consciente, el hombre pidió un vaso de agua y el mismo rey
fue por la jarra y le sirvió un vaso para calmarle la sed.
Mientras tanto, el sol se había puesto y el aire de la noche había co-
menzado a enfriarse. Fue entonces cuando el rey y el ermitaño decidieron
llevar al hombre hasta la cabaña y acostarlo en la cama. El herido cerró los
ojos y se durmió. El rey, rendido por el cansancio, se quedó profundamente
dormido en la entrada de la cabaña.
A la mañana siguiente, cuando despertó, apenas recordaba dónde es-
86 taba, qué había pasado y quién era aquel hombre barbudo que lo miraba
fijamente. Este le dijo en voz débil:
—Perdóname.
—No te conozco ni tengo nada que perdonarte —respondió el rey.
El hombre barbudo prosiguió:
—Tú no me conoces, majestad, pero yo sí. Hasta ayer, yo era un ene-
migo tuyo declarado y había jurado vengarme de ti porque durante la última
guerra mataste a mi hermano y me quitaste mi propiedad. Cuando supe que
habías venido solo a la montaña, te seguí para matarte. Pero después de es-
perarte todo un día y ver que no volvías, salí de mi escondite para buscarte.
En lugar de dar contigo, me encontré con tus guardias, que al darse cuenta de
mis intenciones me atacaron y me hirieron. Por suerte, pude escapar y corrí
hasta aquí. Si no me hubieras acogido y vendado mis heridas, seguramente
me hubiera desangrado y ahora estaría muerto. Yo deseaba matarte y tú, en
cambio, me salvaste la vida. Si vivo y tú me lo permites, te juro que seré tu fiel
servidor por el resto de mi vida y ordenaré a mis hijos y nietos que hagan lo
mismo. Por favor, majestad, concédeme tu perdón.
El rey, sorprendido y admirado, se alegró de lo fácil que había sido re-
conciliarse con su enemigo, y no solo le perdonó la vida, sino que le prometió
devolverle su propiedad y enviarle a sus propios médicos y servidores para
que lo atendieran hasta que estuviera completamente restablecido.
El rey se despidió del herido, salió de la cabaña y buscó al ermitaño,
que estaba sembrando papas entre los surcos abiertos el día anterior.
—Por última vez, antes de que me vaya, te ruego, hombre sabio, res-
ponde a mis preguntas…
El ermitaño se sentó en cuclillas sobre sus piernas flacas, alzó la vista
y le dijo al rey:
—Tus preguntas, rey, ya han sido contestadas. Ayer, si no hubieras
decidido ayudarme a arar los surcos, hubieras regresado solo, sin tus guardias,
y este hombre te hubiera atacado, por lo que seguramente te habrías
arrepentido de no haberte quedado conmigo. Por lo tanto, rey, el momento
más oportuno fue el que pasaste cavando mi terreno. En ese momento, yo
era la persona más importante para ti y la acción más adecuada consistió 87
E n ciertas épocas del año, a los frailes de las órdenes mendicantes se les
prohibía comer carne en sus conventos. Pero si viajaban, como vivían de
la limosna, tenían la dispensa para comer lo que les sirvieran. Sucedió un día
88 que dos de estos frailes llegaron a una pobre hostería, donde se alojaron y
compartieron la mesa con un mercader que se encontraba allí de paso.
Como la posadera era muy pobre, sirvió solo un pollo para todos, pues
no tenía más comida. El mercader, que tenía mucha hambre y quería comerse
todo el pollo, se dirigió a los frailes y les dijo:
—Si no estoy mal, por estos días ustedes no deben comer carne de
ninguna clase.
A lo que los hermanos, forzados por la regla de su orden, no tuvieron
más remedio que decir que sí, que era cierto que por aquellos días no podían
comer carne en sus conventos. Con esta treta, el mercader se pudo comer
todo el pollo, mientras los frailes tuvieron que resignarse a pasar la noche
con hambre.
Cuando el mercader terminó de comer, él y los frailes volvieron a
emprender juntos el camino. Los tres viajeros hacían el trayecto caminando:
los primeros, por sus votos de pobreza, y el segundo, por su avaricia. Un tiempo
después de estar caminando encontraron un río muy ancho y profundo. Como
todos iban a pie —los frailes por pobreza y el mercader por avaricia—, uno de
aquellos, por no faltar a las prácticas de su orden, tomó sobre sus hombros al
mercader, en cuyas manos puso antes sus sandalias.
Cuando estaban en medio del río, el fraile recordó de pronto una nor-
ma de su comunidad, por lo que se detuvo, volvió la cabeza hacia el mercader
y le dijo:
—¿Lleva acaso algún dinero encima?
—¿Cómo supone usted que un mercader como yo viaje desprovisto de
dinero? —repuso el comerciante con arrogancia.
—¡Pobre de mí! —exclamó el fraile—. Debe saber que tenemos una
norma que nos prohíbe llevar dinero encima. —Y apenas pronunció estas
palabras, lanzó el mercader al río.
El mercader, viendo que el fraile se había desquitado con tanta gracia
de la treta que les había jugado en el albergue, aceptó la humillación con re-
signación, aunque un poco molesto por haber sido superado.
89
El cuentista
Saki (Inglaterra)
E ra una tarde calurosa y el vagón del tren estaba caliente; la siguiente pa-
rada, Templecombe, estaba casi a una hora de camino. Los ocupantes del
vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también
pequeño. La tía de los niños ocupaba un asiento de la esquina. En la esquina
opuesta había un hombre soltero que no los conocía. Las niñas pequeñas y el
90 niño pequeño corrían por todo el vagón.
La tía no paraba de decirles “no” a los niños, mientras ellos peguntaban
“¿por qué?”. El hombre soltero no decía nada.
—No, Cyril, no —exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los
cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe—. Ven a
mirar por la ventanilla.
El niño se acercó a la ventanilla de mala gana.
—¿Por qué están sacando a esas ovejas del potrero? —preguntó.
—Supongo que las llevan a otro en el que haya más hierba —respon-
dió la tía tímidamente.
—Pero en ese potrero hay montones de hierba —protestó el niño—;
no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese potrero hay montones de
hierba.
—Quizá la hierba del otro potrero sea mejor —sugirió la tía.
—¿Por qué es mejor? —fue la rápida e inevitable pregunta del niño.
—¡Oh, mira esas vacas! —exclamó la tía.
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas
o toros, pero ella lo dijo como si estuviera viendo algo novedoso.
—¿Por qué es mejor la hierba del otro potrero? —persistió Cyril.
El soltero fruncía cada vez más el entrecejo. “Un hombre duro y hos-
til”, pensó la tía. En cuanto a ella, era totalmente incapaz de dar una respuesta
satisfactoria sobre la hierba del otro potrero.
La niña más pequeña, para distraerse, empezó a recitar De camino ha-
cia Mandalay*. Solo se sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limi-
tado conocimiento. Repetía el verso una y otra vez con una voz soñadora pero
decidida y muy audible. Al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho
una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil
veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la
apuesta probablemente la perdería.
—Acérquense y escuchen mi historia —dijo la tía cuando el soltero la
había mirado dos veces a ella y una al botón de alarma.
Los niños se acercaron apáticamente hacia la silla donde estaba la tía. 91
madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por
una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el
príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.
La tía contuvo un grito de admiración.
—¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? —preguntó
Cyril.
—Como todavía está vivo en la historia, no podemos decir si el sueño
se hará realidad —dijo el soltero despreocupadamente—. De todos modos,
aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por
todas partes.
—¿De qué color eran?
—Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente
negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.
El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su
imaginación una idea completa de los tesoros del parque. Después prosiguió:
—A Berta la entristeció mucho que no hubiera flores en el parque.
Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría
ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa,
por lo que, naturalmente, se sintió defraudada al ver que no había flores
para coger.
—¿Por qué no había flores?
—Porque los cerdos se las habían comido todas —contestó rápida-
mente el soltero—. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía
tener cerdos y flores, así que prefirió tener cerdos y no tener flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del prín-
cipe; mucha gente habría decidido lo contrario.
—En el parque había muchas otras cosas hermosas. Había estanques
con peces dorados, azules y verdes, y árboles con lindos loros que decían cosas
inteligentes sin previo aviso, y colibríes que murmuraban melodías populares.
94
Berta caminó por todos lados disfrutando inmensamente el paseo y pensó:
“Si no fuera tan extraordinariamente buena, no me hubieran permitido venir
a este maravilloso parque y disfrutar de todos los prodigios que hay para ver”.
Sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a
recordar lo buenísima que realmente era. Justo en aquel momento apareció
merodeando por allí un enorme lobo que venía a ver si podía atrapar algún
gordo cerdito para su cena.
—¿De qué color era? —preguntaron los niños con un repentino au-
mento de interés.
—Era completamente café, con una lengua negra y unos ojos de un
gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio
en el parque fue a Berta: su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y
limpio que podía divisarse desde una gran distancia. Berta vio al lobo, notó
que se dirigía hacia ella y deseó que nunca le hubieran permitido entrar en
el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y
brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales y se escondió detrás de uno 95
de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas:
su lengua negra le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de
rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: “Si no hubiera sido tan
extraordinariamente buena, ahora estaría segura en la ciudad”. Sin embargo,
el olor de los matorrales era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde
estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber
estado buscándola allí durante mucho rato sin verla, así que pensó que era
mejor salir y cazar un cerdito. Berta temblaba al sentir al lobo merodeando
y olfateando tan cerca de ella, que la medalla de obediencia chocó contra
las de buena conducta y puntualidad. El lobo, que acababa de irse, sintió
el sonido que producían las medallas y se detuvo. Oyó cuando volvieron a
sonar detrás de un arbusto que estaba cerca de él. Así que se lanzó sobre
este, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta
de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron
sus zapatos, algunos harapos de ropa y las tres medallas de la bondad.
—¿Mató a alguno de los cerditos?
—No, todos pudieron escapar.
—La historia empezó mal —dijo la más pequeña de las niñas—, pero
tiene un bonito final.
—Es la historia más bonita que he escuchado —dijo la mayor de las
niñas, muy decidida.
—Es la historia más bonita que he oído —dijo Cyril.
La tía expresó su desacuerdo.
—¡No es una historia apropiada para niños pequeños! Ha acabado con
años de cuidadosa enseñanza.
—Puede ser —dijo el soltero, cogiendo su equipaje y arreglándose
para bajar del tren—, pero los he mantenido tranquilos durante diez minutos,
mucho más tiempo de lo que usted logró.
“¡Pobre mujer!”, se dijo el soltero mientras se bajaba en la estación de
Templecombe. “¡Durante los próximos seis meses esos niños le rogarán en
96 público que les cuente historias poco apropiadas para su edad!”.
El elefante blanco
Jean-Pierre Claris de Florian (Francia)
Traducción de Eduardo Berti
L a capital está envuelta en las penumbras del atardecer. La nieve cae len-
tamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos y se
extiende en una fina y blanda capa sobre los tejados, sobre los lomos de los
caballos, sobre los hombros humanos y sobre los sombreros. El cochero Yona
está completamente blanco, como un fantasma. Sentado en su trineo, ha en-
98 cogido el cuerpo cuanto puede encogerlo un ser humano y permanece in-
móvil. Se diría que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su
quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las
líneas rígidas de su cuerpo y por la rigidez de sus patas, parece, incluso mirán-
dolo de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los niños por
un centavo. Yona está sumido en sus reflexiones, pues un hombre y un caballo
que han sido arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una
gran ciudad, como él y su caballo, están siempre sumergidos en pensamientos
tristes. Es muy grande la diferencia entre la vida apacible del campo y la vida
agitada de la ciudad, toda ruido y angustia, un torbellino de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles.
Han salido a la calle antes de almorzar, pero Yona no ha conseguido nada. La
ciudad se va cubriendo de sombras. La luz de los faroles se va haciendo más
intensa, más brillante. El ruido aumenta.
—¡Cochero! —oye de pronto Yona—, ¡llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un
militar con impermeable y capucha.
—¡A Viborgskaya! —repite el militar—. ¿Me oyes? ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El
militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello
como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las
patas y, sin apresurarse, se pone en marcha.
—¡Ten cuidado! —grita otro cochero enfurecido, invisible por la oscu-
ridad de la noche—. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡Ve por la derecha!
—¿No sabes conducir? —dice el militar—. ¡Ve por la derecha!
Siguen oyéndose los insultos del cochero invisible. Un transeúnte que
tropieza con el caballo de Yona le gruñe amenazador. Yona, confundido y
avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece
aturdido y atontado, y mira alrededor como si se acabara de despertar de un
sueño profundo y no supiera qué hace ahí.
—¡Se diría que hay una conspiración en contra tuya! —dice con tono 99
Fragmento de El filatelista
¿Cuánta tierra necesita
un hombre?
León Tolstói (Rusia)
É rase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado duro
y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así
que permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez
trabajando la Madre Tierra”, pensaba a menudo, “los campesinos siempre
106 debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si
tuviéramos nuestra propia tierra”.
Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña
terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno
se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó
que un vecino compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consenti-
do en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad. “Qué te
parece”, pensó Pahom. “Esa tierra se vende y yo no obtendré nada”.
Así que decidió hablar con su esposa.
—Otras personas están comprando y nosotros también debemos com-
prar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.
Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían
ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; emplea-
ron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron
prestado el resto a un cuñado y así juntaron la mitad del dinero de la compra.
108
—Solo debes hacerte amigo de los jefes —dijo—. Yo les regalé como
cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a
quienes lo bebían. Así obtuve la tierra por una ganga.
“Vaya”, pensó Pahom, “allá puedo tener diez veces más tierras de las
que poseo. Debo probar suerte”. Así que encomendó a su familia el cuidado
de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una
ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor
E ste era un hombre muy pobre, qu’el apelativo d’el era Juan de la Miseria.
No trabajaba. Él no sabía ningún arte y no encontraba destino.
Tenía familia. Una obligación. Y la única renta era una gallinita que
no faltaba con el güevito diario. El güevito se vendía y de ai tenía que salir
la mantención pa todos… Un día cualquiera, Juan de la Miseria ya no pudo 115
El autor en este cuento utiliza una ortografía que se sale de las normas intentando imitar las formas del habla popular
de su región.
Milagro
Voltaire (Francia)
125
Del libro Antología de la literatura fantástica. Compilación de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo.
La tragedia del minero
Efe Gómez (Colombia)
E s de noche. La luz de una vela de sebo del altar de los retablos lucha con
la sombra. Están terminando de rezar el rosario de la Virgen santísima.
Todos se han puesto de rodillas. Doña Luz recita, con voz mojada en la
emoción de todos los dolores, de todas las esperanzas, de las decepciones
todas de su alma augusta crucificada por la vida, la oración que pone bajo
el amparo de Jesucristo a su familia, a los viajeros, a los agonizantes, a los
amigos y a los enemigos: a la humanidad entera.
Se oyen pisadas en los corredores del exterior. Se entremiran azorados.
Se ponen de pies. Se abre la puerta del salón y van entrando, descubiertos,
silenciosos, Juan Gálvez, los Tabares, padre e hijo, y los dos Restrepo. Son los
mineros que se fueron a veranear a las selvas de las laderas del remoto río que
corre por arenales auríferos. Se han vuelto porque el invierno se entró.
—¿Y Manuel? —pregunta doña Luz.
Silencio.
—¿Se quedó de paso en su casa?
—No, señora.
—¿Y entonces?
Silencio nuevo.
126 —Pero ¿qué pasa? Su mujer lo espera por instantes. Quiere, natural-
mente, que esté con ella en el trance que se le acerca.
—¡Pobre Dolores! —dice Micaela—. De esta llenada de luna no pasa.
A Juan Gálvez empiezan a movérsele los bigotes de tigre, va a hablar.
—Que se cumpla la voluntad de Dios, señora —dice al fin—. Manuel
no volverá.
—¿Qué hubo, pues?… Cuenta, por Dios.
—Mire, señora. Eso fue horrible. Ya casi terminaba el verano… Y
ni un jumo de oro. Cuando una mañanita cateamos una cinta a la entrada
de un organal… y empezamos a sacar amarillo… y la cinta a meterse por
debajo del organal… La señora no sabe lo que es un organal… Son pedrones
sueltos, redondeados, grandísimos…, amontonados cuando el diluvio, pero
pedrones. Como catedrales, como cerros… ¡Y qué montones! Con decirle
que el río, que es poco menos que el Cauca, se mete por debajo de un montón
de esos… Y se pierde. Se le oye mugir allá…, hondo. Uno pasa por encima,
de piedra en piedra. El otro día, por tantear qué tan hondo pasa el río, dejé
ir por una grieta el eslabón de mi avío de sacar candela. Y empezó a caer de
piedra en piedra…, a caer de piedra en piedra…, a chilinear: tirín, tirín…
Allá estará chilineando todavía. Por entre las junturas de las piedras íbamos
arrastrándonos desnudos, de barriga, como culebras, detrás de la cinta,
que era un canal angosto. Llegamos a un punto en que no cabíamos… Ni
untándonos de sebo pasaba el cuerpo por aquellas estrechuras. Manuel dio
con una gatera por donde le pasaba la cabeza. Y él, que era más que menudo,
pasó, sobándose la espalda y la barriga. Taqueamos en seguida las piedras,
como pudimos, con tacos de guayacán.
—Aquí va la cinta —dijo Manuel, ya al otro lado.
Le echamos una batea de las chiquitas; las grandes no cabían. La llenó
con arena de la cinta.
—¿Qué opinás, viejo? —me dijo cuando me la devolvió por el agujero,
por donde había pasado llena de material.
—Mirá, se ven, así en seco, los pedazos de oro. En este güeco está el
oro, pendejo. Pa educar a mis muchachos. Pa dale gusto a Dolores… 127
Y pegó un grito de los que él pegaba cuando estaba alegre, que retumbó
en todo el organal, como un trueno encuevao.
Los compañeros salieron a lavar afuera, a bocas del socavón, la batea
que Manuel acababa de alargarnos. Yo me puse a prender mi pipa y a chu-
parla, y a chuparla… Cuando de golpe, ¡tran! Cimbró el organal y tembló
el mundo. Del susto me tragué la pipa que tenía entre los dientes. La vela
se me cayó, o también me la tragaría. Me quedé a oscuras… ¡Y las prendo!
Tendido de barriga, corría, arrastrándome, como si me hubiera vuelto agua
y rodara por una cañería abajo. No me acordé de Manuel…, pa qué sino
la verdá.
—¡Bendita sea la Virgen! —dijeron los que estaban afuera, lavando el
oro, cuando me vieron llegar—. Creímos que no había quedado de ustedes,
mano Juan, ni el pegao.
—¿Y qué fue lo que pasó?
—Es que onde hay oro espantan mucho.
—¿Y Manuel?
—Por ai vendrá atrás.
Nos pusimos a clarear el cernidor. Era tanto el oro que nos embele-
samos más de dos horas viéndolo correr, sin reparar que Manuel no llegaba.
—¿Le pasaría algo a aquel?
—Allá estará, como nosotros, embobao con todo el amarillo que hay
en ese güeco.
—Vamos a ver.
Y empezamos de nuevo a entrar, tendidos, de punta, como lombrices;
pero alegres, deshojando cachos. Porque el oro emborracha. Se sube a la ca-
beza como un aguardiente.
Llegamos al punto en donde habíamos estado antes.
—Pero qué sustico el tuyo, Juan. Mirá donde dejaste la pipa —dijo
Quin Restrepo, con una carcajada.
—¡Y la vela!
128 —¡Y los fósforos!
—Fijate a ver si dejó también las orejas este viejo flojo.
—¡Y quién le oye las cañas!
—Pero ¡qué fue esto, Dios! Vengan, verán —gritó Penagos.
—¡A ver!
Nos amontonamos en el lugar en que estaba alumbrando con la vela.
¡Qué espanto, Señor de los Milagros! Nos voltiamos a ver, unos a otros, des-
coloridos como difuntos. Los tacos de guayacán que sostenían las piedras que
formaban el agujero por donde Manuel entró se habían vuelto polvo. Del
agujero no quedaba nada: ciego, como ajustado a garlopa.
—¡Manuel…! —grité.
Nada.
—¡Manuel!
Nada. Volví a gritar, arrimando la boca a una grieta por donde cabía
apenas la mano de canto:
—¡Manuel!
—¡Oooh!… —respondieron al mucho rato, por allá, desde muy hondo.
Desde muy hondo…
—¿Qué hubo, hombre?
—A mí déjenme quieto.
—Pero ¿qué fue, hombre?
—Por mí no se afanen. Ya yo no soy de esta vida.
—¿Qué pasa, hombre, pues?
—Encerrado como en el sepulcro… De aquí ya no me saca nadie…
Sacará Dios el alma cuando me muera… Si es que se acuerda de mí.
—Buscá, hombre, tal vez quedará alguna juntura por onde…
—He buscado ya por todas partes… Los pedrones, juntos, apretados…
¡Y qué pedrones!… Tengo una sed…
Inventamos un popo por onde le echábamos agua y cacaíto. Así nos
estuvimos ocho días: callaos, mano sobre mano, como en un velorio.
Si tuviéramos dinamita, pensábamos, volaríamos el pedrejón que rom-
pió los tacos…, pero como todos los pedrones están sueltos, sostenidos unos 129
con otros, el organal se movería íntegro, se acomodaría cada vez más de manera
diferente… y nos trituraría a todos…, o nos dejaría encerrados…
Y lo horrible fue que se nos acabaron los víveres. Manuel lo adivinó.
¡Con lo avispado que era!
—Váyanse, muchachos…, ya hay agua aquí. Con el invierno ha bro-
tado entre las piedras… Déjenme los tabacos que puedan, fósforos y mecha,
y… váyanse… ¿Qué se suplen con estarse ai…? Váyanse, les digo. Déjenme
a mí el alma quieta, ya yo estoy resignao a mi suerte. Lo único que siento es
no conocer el hijo que me va a nacer, o que me habrá nacido ya. ¡Pobrecito
güérfano!… Me le dicen a doña Luz que ai se los dejo…, a él y a Dolores.
Que los cuide como propios… y no me llamen más, porque no les contesto…
¿Qué hacíamos, pues, nosotros? Venirnos. Venirnos y dejarlo. ¡Cosa
más berrionda!
Y el viejo Juan, con un movimiento brusco, se puso el sombrero y se
agachó el ala para taparse los ojos. Lloraba.
La puerta del exterior se abrió con estrépito. Y entra Dolores, pálida,
la piel del rostro bello pegada a los huesos y los ojos enormes, extraviados,
trágicos.
—Todas son patrañas. Todo lo he oído… Me voy por Manuel. ¡Ya!
¡Cobardes, cómo dejan a un compañero abandonado! ¡Quien oye al viejo
Juan! ¡Viejo infeliz! Traeré a Manuel. Lo que cinco hombres no pudieron lo
haré yo… ¡Y ustedes, sinvergüenzas, tiren esos pantalones y pónganse unas
fundas! ¡Maricos…!
Abre los brazos, da un grito y cae al suelo, retorciéndose entre los
dolores del parto. Se lanza doña Luz, severa, enérgica, bella, y hace salir a los
hombres y a los niños.
130
En la peluquería
Kjell Askildsen (Noruega)
luquería todo está cambiado. Solo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero
no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como
si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas las estaban afeitando o
cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre.
Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que estaban esperando eran
demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví ha-
cia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que
quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la
compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a
menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto
más humano, ¿no?, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes
por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a
un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. “Pobre pe-
rrito”, decían, o “Gatito, pobrecito, ¿está herido?”. ¡Ay, sí, hay muchos amantes
de los animales!
Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un
alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo,
tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería.
Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya nin-
gún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté
y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficien-
temente corto. Y así me ahorré unas coronas*, seguro que me habría costado
bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo
cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.
132
¡G racias a Dios que iba, por fin, a concluírsele aquella vacua existencia de
soltero y a entrar en una nueva vida, o más bien entrar en vida de veras!
Porque el pobre Vicente no podía ya tolerar más tiempo su soledad. Desde que
se le murió la madre vivía solo, con su criada. Esta, la criada, le cuidaba bien;
era lista, discreta, solícita y, sin ser precisamente guapa, tenía unos ojillos que
alegraban la cara, pero… No, no era aquello; así no se podía vivir.
Y la novia, Rosaura, era un encanto. Alta, recia, rubia, pisando como
una diosa, con la frente cara a cara al cielo siempre. Tenía una boca que daba
ganas de vivir el mirarla. Su hermosura toda era el esplendor de la salud.
Eso sí, una cosa encontró en ella Vicente que, aunque ayudaba a en-
cenderle el deseo, le enfriaba por otra parte el amor, y era la reserva de Ro-
saura.
Jamás logró de ella ciertas familiaridades, en el fondo inocentes, que se
permiten los novios. Jamás consiguió que le diese un beso.
“Después, después que nos casemos, todos los que quieras”, le decía.
Y Vicente para sí: “¡Todos los que quieras!… ¿No es este un modo de des-
deñarlos? ¿No es como quien dice ‘Para lo que me van a costar’?…”. Vicente
presentía que solo valen las caricias que cuestan. 133
¿Le quería Rosaura? ¿Es que de veras le quería? ¡Era tan terriblemente
discreta! ¡Estaba tan sobre sí! Toda su preocupación parecía no ser otra que la
de hacerse valer, la de hacerse respetar. Y a ello parece le movían más aún los
consejos de su madre, de la futura suegra de Vicente, una matrona insoportable
con sus pretensiones aristocráticas. Delante de la buena señora no se podía
hablar de las dos terceras partes de las cosas de que merece hablarse; delante
de ella no se les podía llamar a las enfermedades por su nombre. Y era ella, sin
duda; era aquella madre profesional la que decía a Rosaura: “Hija mía, hazte
respetar”. Ella, por su parte, pareció no haber conocido sino el respeto de su
marido, del padre de Rosaura, que se murió de aburrimiento.
¿Le quería Rosaura? Pero… ¡era tan hermosa! Con brillar tanto sus
ojos, brillaban más aún sus labios, aquellos labios de color encendido y frescos
que daban ganas de respirar más fuerte y más hondo a quien los miraba.
Estaba ya encima el día de la boda. Ignacia, la criada, le había dicho a
Vicente:
—Señorito, aunque usted se case, yo seguiré en la casa…
—¡Pues no faltaba más, Ignacia!
—Pero ¿y si la señorita quiere traer otra?…
—No, no lo querrá.
—Qué sé yo…
Y la pobre chica se quedó pensando que no habría de ser compatible
con aquella señorita tan aseñoritada.
Todo estaba dispuesto para el día de la boda, cuando he aquí que la
víspera se cae Vicente del caballo y se rompe una pierna. El médico dijo que
no podía levantarse lo menos en un mes.
En casa de la novia el accidente causó irritación. “¡Ahora que estaba
dispuesto ya todo, hecho todo el gasto!”, exclamaba la señora.
—La cosa es bien sencilla —dijo el padrino de Vicente—; va la novia
a casa del novio y se casan allí…
—¿Cómo? —exclamó la señora—. ¿Estando él en cama?
134 —Naturalmente; no veo dificultad alguna en que se verifique una boda
hallándose acostado uno de los contrayentes. Pueden muy bien darse las ma-
nos y los votos. Y como la muchacha ha de quedarse luego allí…
—Mi hija no va a casarse a casa del novio, y menos hallándose él en
cama y con la pierna rota…
Rosaura pensaba en tanto que acaso su novio se quedase cojo para
siempre.
El pobre Vicente sufrió más aún que con la rotura de su pierna con
la conducta de su prometida. Fue a visitarle, sí, pero como por compromiso.
Esperaba que hubiese accedido a que se casaran desde luego, o que, por lo
mismo, hubiese ido a servirle de enfermera. Y así se lo insinuó.
—¡De enfermera! —exclamó la señora madre—, ¡pero ese hombre
está loco! ¿Qué idea tendrá de mi hija? Ir una muchacha soltera a cuidar a
un soltero, aunque sea su novio formal y en las condiciones de este, que se ha
roto una pierna. ¡Qué indelicadeza de sentimientos!… En fin, hay cosas que
si no se maman…
No le quedó al pobre Vicente otro recurso y otro consuelo que la po-
bre Ignacia. La chica redoblaba de solicitud y de cariño. Hacíale curas y se
las hacía con una casta serenidad, como una sacerdotisa. Vicente procuraba
no quejarse. Y, de hecho, cuando la pobre criada le renovaba los vendajes o
le arreglaba la postura de la pierna, no parecían sus manos ni aun manos de
mujer, sino alas de ángel por lo suaves.
—Qué largo va esto, Ignacia…
—Tenga paciencia, señorito, que dice el médico que ha de quedar
como nuevo, sin cojera alguna, y la señorita Rosaura le espera…
—Me espera…, me espera…
—Ayer la volví a encontrar y me estuvo preguntando con mucha soli-
citud por usted…
—Preguntando…, preguntando…
La curación fue más rápida de lo que los médicos habían supuesto.
Muy pronto pudo levantarse Vicente, apoyado en un fuerte bastón, y dar
algunos pasos por la casa. Y mandó decir que estaba dispuesto a acudir así a 135
la iglesia, a casarse. La futura suegra le contestó que no había prisa, que era
mejor esperar a que estuviese repuesto del todo.
Por fin, se fijó para un nuevo plazo la boda. Los médicos aseguraban
que para entonces Vicente andaría solo, sin bastón y como antes del acci-
dente. Pero el pobre hombre se sentía triste. Aparecíasele la boda como un
sacrificio. Era hombre de palabra.
Tres días antes del nuevo señalado para el sacrificio se le presentó Ig-
nacia, toda confusa, ruborosa, como nunca la había visto, y le dijo:
—Señorito, siento tener que decirle…
—¿Qué?
—Que yo me voy de la casa. —Y se echó a llorar.
—¿Cómo que te vas?
—Sí, como el señorito va a casarse…
—¿Pero no quedamos en que te quedarías tú de criada nuestra?
—Quedamos, sí, en eso usted y yo; pero no ella, no la señorita…
—¿Qué? ¿Te ha dicho algo?
—No, no me ha dicho nada; pero sé de fijo que no podremos estar
mucho tiempo juntas…
—¿Y por qué?
—Porque le he cuidado yo al señorito en su enfermedad, yo y no ella…
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Sí, tiene que ver. Yo sé lo que le digo. Ella, una señorita, y una se-
ñorita que se iba a casar con usted, de quien está usted enamorado, ella no
podía…, no debía venir a cuidarle, mientras que yo…
—Sí, tú eres la criada.
—Eso.
Bajó la cabeza, ensombreciéndosele, Vicente, y al poco rato la levantó,
fijó sus ojos claros en los ojos claros de su criada, y lentamente le dijo:
—Tienes razón, Ignacia; comprendo tus razones, o mejor, tus senti-
mientos, y participo de tus temores. Mi novia, mi futura esposa, y tú seréis
136 incompatibles en esta casa. Aunque no fuese más te echaría su señora madre,
la de la delicadeza de sentimientos. Y tienes razón; ella, la que se hizo respe-
tar, no pudo, no debió venir a cuidarme; eso era menester tuyo, de la criada. Y
tú lo has cumplido con una devoción que no sé si encontraré en ella cuando…
sea mi mujer. Sois incompatibles, y como yo no quiero separarme de mi en-
fermera, renuncio a ella, a Rosaura, y me caso, pero… contigo… ¿Lo quieres?
La pobre chica se echó a llorar.
Y se casó Vicente; pero se casó con su enfermera, con la que nunca
soñó en hacerse respetar. Y no soñó en ello por respeto al amor, al grande
y callado amor a su amo, a aquel amor sencillo y recogido, que hizo de sus
manos de fregadora alas de ángel para manejar como con plumas la pierna
rota de su amo.
Y la señora madre de Rosaura, la exfutura suegra de Vicente, se quedó
diciendo a su hija por vía de consuelo:
—No has perdido nada, hija mía; siempre sospeché de la ordinariez de
sentimientos y de gustos de ese sujeto…
137
El eclipse
Augusto Monterroso (Guatemala)
139
©Augusto Monterroso
La capa
Dino Buzzati (Italia)
*Cerca de madera.
—No lo conozco bien —dijo lenta y gravemente—. Lo he encontrado
durante el viaje. Ha venido conmigo, eso es todo.
Parecía no querer hablar de eso, parecía avergonzarse. Y su madre, para
no contrariarle, cambió inmediatamente de tema, pero en su amable rostro ya
se apagaba la luz de un momento antes.
—Oye —dijo—, ¿te imaginas lo contenta que se va a poner Marietta
cuando se entere de que has vuelto? ¿Te imaginas sus saltos de alegría? ¿Es
por ella por lo que querías salir?
Él solo sonrió, siempre con aquella expresión de quien desearía estar
contento, pero no puede por alguna secreta preocupación.
La madre no alcanzaba a comprender: ¿por qué permanecía sentado y
casi triste, como en el lejano día de la partida? Ahora había vuelto, tenía una
vida nueva por delante, una infinidad de días libres de todo cuidado, muchas
hermosas veladas juntos, una serie inagotable que se perdía más allá de las
montañas, en la inmensidad de los años futuros. Habían terminado ya las
noches de angustia, cuando en el horizonte se veían resplandores de fuego y
se podía pensar que también él estaba allí en medio, tumbado inmóvil en el
suelo, el pecho traspasado, entre las sangrientas ruinas. Por fin había vuelto,
más alto, más guapo, ¡qué alegría para Marietta! Dentro de poco empezaría
la primavera, se casarían en la iglesia una mañana de domingo, entre repiques
de campanas y flores. ¿Por qué entonces permanecía apagado y distraído, por
qué no reía, por qué no le hablaba de las batallas? ¿Y la capa? ¿Por qué se la
cerraba tanto con el calor que hacía dentro de casa? ¿Tal vez porque, debajo,
llevaba el uniforme roto y lleno de barro? Pero ¿cómo podía avergonzarse
delante de su madre? Las penas parecían haber acabado, pero he aquí que de
pronto surgía una nueva inquietud.
Con el dulce rostro inclinado ligeramente hacia un lado, lo observaba
con preocupación, atenta a no contrariarlo, a adivinar de inmediato todos sus
142 deseos. ¿No estaría enfermo? ¿O simplemente tal vez estaba exhausto por
tantas penalidades? ¿Por qué no hablaba? ¿Por qué ni siquiera la miraba?
En efecto, el hijo no la miraba: al contrario, parecía evitar sus miradas
como si temiera algo. Y mientras tanto, sus dos hermanitos lo contemplaban
mudos, con un extraño embarazo.
—Giovanni —murmuró ella sin poder contenerse más—. ¡Por fin es-
tás aquí! ¡Por fin estás aquí! Espera, voy a prepararte un café.
Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con sus dos hermanos mucho
más pequeños que él. Si se hubieran encontrado por la calle, ni siquiera se
habrían reconocido. ¡Cómo habían cambiado en dos años! Ahora se miraban
en silencio, sin saber qué decir, pero de vez en cuando los tres sonreían al
unísono, casi por un antiguo pacto no olvidado.
En esas volvió la madre, trayendo una tacita de café humeante y un
buen pedazo de bizcocho. Él se bebió de una vez el café y comió el bizcocho
con fatiga. “¿Qué pasa, ya no te gusta? ¡Antes era tu debilidad!”, habría que-
rido preguntarle su madre, pero calló para no molestarlo.
—Giovanni —le propuso en cambio—, ¿no quieres ver tu habitación?
Tienes una cama nueva, ¿sabes? He mandado encalar las paredes, hay una
lámpara nueva, ven a ver… ¿De verdad que no quieres quitarte la capa?, ¿no
tienes calor?
El soldado no le respondió, sino que se levantó de la silla y se dirigió
a la habitación contigua. Se movía de una forma lenta y pesada, como si no
tuviera veinte años. Su madre se había adelantado para abrir de par en par los
postigos de la ventana, pero solo entró una luz triste y gris.
—¡Qué bonito! —dijo él con escaso entusiasmo desde el umbral al ver
los muebles nuevos, los visillos inmaculados y las paredes blancas, todo ello
fresco y limpio. Pero al inclinarse la madre a arreglar la flamante colcha de la
cama, también nueva, él posó la mirada en sus gráciles hombros, una mirada
de inexpresable tristeza que nadie pudo ver. De hecho, Anna y Pietro estaban
detrás de él, con las caritas radiantes, esperando una escena llena de regocijo
y asombro.
Pero no hubo nada. 143
—¡Qué bonito! ¡Muchas gracias, madre! —repitió él, y eso fue todo.
Movía los ojos con inquietud, como quien está deseando finalizar un diálogo
penoso. Pero, sobre todo, de vez en cuando miraba con evidente preocupa-
ción, a través de la ventana, la cancela de madera verde detrás de la cual una
figura caminaba arriba y abajo lentamente.
—¿Estás contento, Giovanni? ¿Estás contento? —preguntó ella impa-
ciente por verlo feliz.
—Oh, sí, es muy bonito —respondió el hijo (pero ¿por qué se obstina-
ba en no quitarse la capa?), y siguió sonriendo con muchísimo esfuerzo.
—Giovanni —suplicó ella—, ¿qué tienes? ¿Qué tienes, Giovanni? Tú
me ocultas algo, ¿por qué no me lo quieres decir?
Él se mordió los labios, parecía que se le hubiese hecho un nudo en la
garganta.
—Madre —respondió, al cabo de unos instantes con voz opaca—, ma-
dre, ahora debo irme.
—¿Debes irte? Pero volverás enseguida, ¿no? Vas a casa de Marietta,
¿verdad? Dime la verdad, ¿vas a casa de Marietta? —y trataba de bromear, a
pesar de la pena que sentía.
—No sé, madre —respondió él sin abandonar aquel tono contenido y
amargo mientras se dirigía a la puerta y volvía a coger el gorro de piel—. No
lo sé, pero ahora debo irme; aquel me espera.
—¿Pero volverás más tarde? Dentro de dos horas estarás de nuevo
aquí, ¿verdad? Llamaré al tío Giulio y a la tía para que vengan, imagínate qué
alegría también para ellos; intenta llegar un poco antes de comer…
—Madre —repitió el hijo, como si le suplicara que no dijera nada más,
que callara, por amor de Dios, que no aumentara la pena—. Ahora debo irme,
aquel me está esperando, ha sido incluso demasiado paciente. —Y la miró de
una forma que rompía el alma.
Se acercó a la puerta; sus hermanitos, todavía alegres, le hicieron corro,
y Pietro le levantó un borde de la capa para ver cómo iba vestido por debajo.
144 —¡Pietro! ¡Pietro! ¡Qué haces! ¡Estate quieto, Pietro! —gritó la ma-
dre, temiendo que Giovanni se enfadara.
—¡No, no! —exclamó el soldado, al darse cuenta del gesto del chiqui-
llo. Pero ya era demasiado tarde. Los dos bordes delanteros de paño azul se
abrieron por un instante.
—Oh, Giovanni, criatura mía, ¿qué te han hecho? —balbució la ma-
dre, cogiéndose el rostro entre las manos—. ¡Giovanni, pero si tienes sangre!
—Debo irme, madre —repitió él por segunda vez, con desesperada
firmeza—. Ya le he hecho esperar demasiado. Hasta pronto, Anna; hasta
pronto, Pietro; adiós, madre.
Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el viento. Atravesó el
huerto casi corriendo y abrió la cancela. Dos caballos partieron al galope bajo
el cielo gris, pero no hacia el pueblo, no, sino a través de los prados, hacia el
norte, en dirección a las montañas. Galopaban y galopaban.
Entonces la madre por fin comprendió; un vacío inmenso que nunca
nadie ni nada podrían colmar se abrió en su corazón. Comprendió la historia
de la capa y la tristeza de su hijo, y, sobre todo, quién era el misterioso
individuo que paseaba de un lado a otro del camino esperando, quién era
aquel siniestro personaje incluso demasiado paciente. Tan misterioso y
paciente como para acompañar a Giovanni a la vieja casa antes de llevárselo
de allí para siempre, con el fin de que pudiera despedirse de su madre. Supo
quién era aquel personaje que había esperado tanto tiempo de pie junto a la
cancela. Él, señor del mundo, había esperado en medio del polvo como un
pordiosero hambriento.
145
D urante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los
internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones
se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido
del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca
se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con
el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos
videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes
razonamientos, es decir, que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta
manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible
para unos ciegos.
Por desgracia, sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la
pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció
discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse
nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo
de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.
Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo
restringido de consejeros, mediante el cual se adueñó de todas las limosnas.
146 A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria
de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus
hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color.
De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron
al dictador. Este los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de
libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que
tenían vista. Eran rebeldes, porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la
infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.
Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo
edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tam-
poco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas
arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa.
El jefe montó en cólera y los demás también. La batalla duró largo
tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender
provisionalmente todo juicio acerca de los colores.
Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos ha-
bía consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo,
siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas au-
torizadas a opinar en materia de música.
147
El banquete
Julio Ramón Ribeyro (Perú)
*Elogios.
—Pero no faltaba más —replicó el presidente—. Justamente queda
vacante en estos días la embajada de Roma. Mañana, en Consejo de
Ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo que
se refiere al ferrocarril, sé que hay en Diputados una comisión que hace
meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos
sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma
que más convenga.
Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado
sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el Congreso, etc., en el orden
preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la mañana quedaban
todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban nin-
gún título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la
ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres
de la mañana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impre-
siones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre
los despojos de su inmenso festín. Por último, se fueron a dormir con el
convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más gloria
su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad.
A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su
mujer. Al abrir los ojos le vio penetrar en el dormitorio con un periódico
abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir
una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada, aprove-
chándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de Estado y el
presidente había sido obligado a dimitir.
152
Las joyas
Guy de Maupassant (Francia)
*Moneda francesa.
Sus amigas, aunque eran esposas de empleados modestos, le regalaban
con frecuencia entradas para ver las comedias más aplaudidas y hasta para
algún estreno; y ella compartía esas diversiones con su marido, a quien le
disgustaban horriblemente después de un largo día de trabajo. Por ello, para
librarse de trasnochar, un día le pidió que fuera al teatro con alguna señora
conocida que pudiese acompañarla de regreso a casa. Ella tardó mucho en
ceder, juzgando inconveniente la proposición de su marido, pero al final se
decidió a complacerlo y él se alegró muchísimo.
Su afición al teatro despertó muy pronto en ella el deseo de arreglarse y
engalanarse. Su atuendo era siempre muy sencillo, de buen gusto y modesto, y
su dulce e irresistible gracia, suave y sonriente, ganaba mayor atractivo con la
sencillez de sus trajes. Pero adquirió la costumbre de colgar en sus orejas dos
trozos de vidrio, tallados como brillantes, y también llevar collares de perlas
falsas, pulseras de oro falso y peinetas adornadas con cristales de colores, que
imitaban piedras finas.
Molesto por aquella inconveniente afición a las joyas de fantasía, su
marido le decía con frecuencia:
—Cariño, quien no puede comprar joyas verdaderas, solo debe usar
como adornos la belleza y la gracia, que son las mejores joyas.
Pero ella, sonriendo dulcemente, contestaba:
—¿Qué quieres que haga? Me gusta, es un vicio. Ya sé que tienes ra-
zón, pero no puedo contenerme, no puedo. ¡Me gustan mucho las joyas!
Y pasaba entre sus dedos los collares de supuestas perlas y hacía brillar,
deslumbradores, los cristales tallados, mientras repetía:
—Observa cómo se ven de bien, parecen auténticos.
Él sonreía diciendo:
—Tienes gustos de gitana.
Algunas veces, por la noche, mientras estaban solos junto a la chime-
154 nea, sobre la mesita donde tomaban el té, ella dejaba el cofre donde guardaba
las “baratijas”, según la expresión del señor Lantín, y examinaba las joyas con
atención, apasionándose como si gozase un placer secreto y profundo. Se obs-
tinaba en ponerle un collar a su marido para echarse a reír y exclamar:
—¡Qué bien se te ve!
Luego, arrojándose en sus brazos, lo besaba locamente.
Una noche de invierno, al salir de la ópera, ella se estremeció de frío.
Por la mañana tuvo tos y ocho días más tarde murió de una pulmonía. El señor
Lantín se entristeció de tal forma que por poco la sigue a la tumba. Su desespe-
ración fue tan grande que sus cabellos encanecieron por completo en un mes.
Lloraba día y noche con el alma desgarrada por un dolor intolerable, acosado
por los recuerdos de la voz, la sonrisa y los encantos de su esposa muerta.
El tiempo no calmó su amargura. Muchas veces, durante las horas de
oficina, mientras sus compañeros se agrupaban para comentar los sucesos del
día, se le llenaban los ojos de lágrimas y, haciendo una mueca triste, comen-
zaba a sollozar.
Había mantenido intacta la habitación de su compañera y se encerraba
allí, diariamente, para pensar. Todos los muebles y sus trajes continuaban en
el mismo lugar, tal y como ella los había dejado.
Pero la vida se le hizo dura. El sueldo, que manejado por su mujer
bastaba para todas las necesidades de la casa, era insuficiente para él solo.
Se preguntaba con estupor cómo ella se las había arreglado para tener vinos
exquisitos y platos delicados, que ahora ya no le era posible adquirir con sus
modestos ingresos.
Contrajo algunas deudas y se preocupó por el dinero como todas las
personas que viven con lo justo. Al fin, una mañana, ocho días antes de aca-
bar el mes, como le faltaba dinero para todo, pensó en vender algo. Entonces
decidió deshacerse de alguna de las “baratijas” de su mujer, porque no eran lo
que más le gustaba recordar de ella.
Rebuscó entre el montón de alhajas de su mujer, quien, hasta los úl-
timos días de su vida, estuvo comprando una joya nueva casi cada tarde. Por
fin se decidió por un hermoso collar de perlas, que era su favorito y que podía
valer muy bien, a juicio del señor Lantín, 16 o 17 francos, pues era muy pri- 155
parque, donde miró a los transeúntes, con ganas de gritar: “¡Soy rico! ¡Tengo
200.000 francos!”.
Se acordó de su oficina y se hizo conducir al Ministerio. Entró en el
despacho de su jefe y le dijo con desenvoltura:
—Señor, vengo a presentar mi renuncia. Acabo de recibir una herencia
de 300.000 francos.
Luego fue a estrechar la mano de sus compañeros y les contó sus nue-
vos planes de vida. Por la noche comió en el Café Inglés, el restaurante más
caro de la ciudad.
Viendo junto a él a un caballero que le pareció distinguido, no pudo
resistir la tentación de referirle, con mucha complacencia, que acababa de
heredar 400.000 francos.
Por primera vez en su vida no se aburrió en el teatro y pasó toda la
noche de fiesta.
Se volvió a casar seis meses después. La segunda mujer, verdadera-
mente honrada y fiel, tenía un carácter insoportable y lo hizo sufrir mucho.
160
El piano viejo
Rómulo Gallegos (Venezuela)
E ran cinco hermanos: Luisana, Carlos, Ramón, Ester, María. La vida los
fue dispersando, llevándoselos por distintos caminos, alejándolos, ma-
leándolos. Primero, Ester, casada con un hombre rico y fastuoso; María, des-
pués, unida a un joven de nombre sin brillo y de fama sin limpieza; en se-
guida, Carlos, el aventurero, acometedor de toda suerte de locas empresas;
finalmente Ramón, el misántropo que desde niño revelara su insana pasión
por el dinero y su áspero amor a la soledad; todos se fueron con una diversa
fortuna hacia un destino diferente.
Solo permaneció en la casa paterna Luisana, la hermana mayor, cui-
dando al padre, que languidecía paralítico lamentándose de aquellos hijos
en cuyos corazones no viera jamás ni un impulso bueno ni un sentimiento
generoso. Y cuando el viejo moría, de su boca recogió Luisana el consejo
suplicante de conservar la casa de la familia dispersa, siempre abierta para
todos, para lo cual se la adjudicaba en su testamento, junto con el resto de su
fortuna, a título de dote.
Luisana cumplió la promesa hecha al padre, y en la casa de todos,
donde vivía sola, conservó a cada uno su habitación, tal como la había dejado,
manteniendo siempre el agua fresca en la jarra de los aguamaniles, como si de 161
*Relegada.
puestos de sus hermanos ausentes, convencida de que esta práctica mantenía
y anudaba invisibles lazos entre las almas discordes de ellos, reconocía que
estaba cumpliendo con un noble destino de amor, silencioso, pero eficaz, y
en místicos transportes, sin sombra de vanagloria, sentía ya que su humildad
había sido buena y que su simpleza era ya santa.
Terminados sus quehaceres y anegada el alma en la dulce fruición de
encontrarse buena, se entregaba a sus cadenetas; y a veces turbada por aquel
silencio de la casa y por aquel claro sol de las mañanas que se rompía en
los patios, se hilaba por las rendijas y se esparcía sin brillo por todas partes
arrebañando la penumbra de los rincones; mareada por aquella paz que le
producía suavísimos arrobos, se sentaba al piano, un viejo piano donde su
madre hiciera sus primeras escalas, y cuyas voces desafinadas tenían para
ella el encanto de todo lo que fuera como ella, humilde y desprovisto de
atractivos.
Tocaba a la sordina unos aires sencillos que fueran dulces. Muchas
teclas no sonaban ya; una, rompiendo las armonías, daba su nota a destiempo,
cuando la mano dejaba de hacer presión sobre ella; o no sonaba, quedándose
hundida largo rato. Esta tecla hacía sonreír a Luisana. Decía: se parece a mí.
No servimos sino para romper las armonías. Precisamente por esto la quería,
la amaba, como hubiera amado a un hijo suyo, y cuando, al cabo de un rato,
después que había dejado de tocar, aquella tecla, subiendo inopinadamente,
daba su nota en el silencio de la sala, Luisana sonreía y se decía a sí misma:
¡oigan a Luisana! ¡Ahora es cuando viene a sonar!
Una mañana Luisana se quedó muerta sobre el piano, oprimiendo
aquella tecla. Fue una muerte dulce que llegó furtiva y acariciadora, como la
amante que se acerca al amado distraído y suavemente le cubre los ojos para
que adivine quién es.
Vinieron sus hermanos; la amortajaron; la llevaron a enterrar. Ester y
María la lloraron un poco; Carlos y Ramón corrieron a la casa, registrando 163
165
Rostros
Yasunari Kawabata (Japón)
D esde los seis o siete años hasta que tuvo catorce o quince, no había
dejado de llorar en escena. Y junto con ella, la audiencia lloraba también
muchas veces. La idea de que el público siempre lloraría si ella lo hacía fue la
primera visión que tuvo de la vida. Para ella, las caras se aprestaban a llorar
indefectiblemente si ella estaba en escena. Y como no había un solo rostro que
no comprendiera, el mundo para ella se presentaba con un aspecto fácilmente
comprensible.
No había ningún actor en toda la compañía capaz de hacer llorar a
tanta gente en la platea como esa pequeña actriz.
A los dieciséis, dio a luz a una niña.
—No se parece a mí. No es mi hija. No tengo nada que ver con ella
—dijo el padre de la criatura.
—Tampoco se parece a mí —repuso la joven—. Pero es mi hija.
Ese rostro fue el primero que no pudo comprender. Y, como es de
suponer, su vida como niña actriz se acabó cuando tuvo a su hija. Entonces se
dio cuenta de que había un gran foso entre el escenario donde lloraba y desde
donde hacía llorar a la audiencia y el mundo real. Cuando se asomó a ese
foso, vio que era negro como la noche. Incontables rostros incomprensibles,
166 como el de su propia hija, emergían de la oscuridad.
En algún lugar del camino se separó del padre de su niña. Y con el paso
de los años, empezó a creer que el rostro de la niña se parecía al del padre.
Con el tiempo, las actuaciones de su hija hicieron llorar al público,
tal como lo hacía ella de joven. Se separó también de su hija, en algún lugar
del camino.
Más tarde, empezó a pensar que el rostro de su hija se parecía al suyo.
Unos diez años después, la mujer finalmente se encontró con su propio padre,
un actor ambulante, en un teatro de pueblo. Y allí se enteró del paradero de
su madre.
Fue hacia ella. Apenas la vio, se echó a llorar. Sollozando se aferró a
ella. Al hallar a su madre, por primera vez en la vida lloraba de verdad.
El rostro de la hija que había abandonado por el camino era una
réplica exacta del de su propia madre. Sin embargo, ella no se parecía a su
madre, así como ella y su hija no se asemejaban en nada. Pero la abuela y la
nieta eran como dos gotas de agua.
Mientras lloraba sobre el pecho de su madre, supo qué era realmente
llorar, eso que hacía cuando era una niña actriz.
Ahora, con corazón de peregrino en tierra sagrada, la mujer se volvió
a reunir con su compañía, con la esperanza de reencontrarse en algún lugar
con su hija y el padre de su hija, y contarles lo que había aprendido sobre
los rostros.
167
El niño al que se le murió el amigo
Ana María Matute (España)
extraño, ¿no? Bueno, se lo voy a explicar para que vea que no hay nada malo
en esto. Hace más o menos ese tiempo, en este lugar había un restaurante, el
Big Joe Brady.
—Sí, lo derribaron hace cinco años —dijo el policía.
El hombre del portal encendió un fósforo y lo acercó a su cigarrillo. La
llama reveló un rostro pálido, de mandíbula cuadrada y ojos inteligentes, con
una pequeña cicatriz blanca junto a la ceja derecha. El broche que sujetaba su
corbata tenía un gran diamante engarzado de un modo extraño.
—Esta noche se cumplen veinte años del día en que cené aquí, en el
Big Joe Brady, con Jimmy Wells, mi mejor amigo, la persona más buena del
mundo. Él y yo crecimos aquí, en Nueva York, como si fuéramos hermanos.
Él tenía veinte años y yo, dieciocho. A la mañana siguiente me iba al Oeste
para hacer fortuna. Pero Jimmy no quería dejar la ciudad de Nueva York; para
él no había otro lugar en la tierra. Bueno, esa noche acordamos encontrarnos
nuevamente aquí, veinte años después a la misma hora. Esto, sin importar
nuestra situación ni la distancia que tuviéramos que recorrer para llegar. Su-
poníamos que, después de veinte años, cada uno tendría ya la vida hecha y la
fortuna conseguida.
—Suena muy interesante —dijo el policía—. Pero se me ocurre que
ha pasado mucho tiempo entre las dos citas. ¿No ha sabido nada de su amigo
desde que se fue?
—Bueno, sí. Nos escribimos por un tiempo —respondió el otro—.
Pero al cabo de uno o dos años nos perdimos la pista. Usted sabe, el Oeste es
muy grande y yo vivía mudándome de un lado a otro. Pero estoy seguro de
que Jimmy, si está con vida, vendrá a la cita. Siempre fue el tipo más recto y
digno de confianza del mundo, y no se le va a olvidar. Viajé 1500 kilómetros
para cumplir nuestra cita y habrá valido la pena si él aparece.
El hombre sacó un hermoso reloj, con pequeños diamantes incrusta-
dos en las tapas.
—Faltan tres minutos —anunció—. Cuando nos separamos, a la puer-
ta del restaurante, eran las diez en punto.
170 —A usted le fue bastante bien en el Oeste, ¿no? —preguntó el policía.
—¡No lo dude! Espero que Jimmy haya tenido la mitad de mi suerte.
Bueno, muy inteligente no era; trabajador, sí, y muy buen tipo. Yo he tenido que
vérmelas con gente muy avispada para llenarme los bolsillos. Aquí, en Nueva
York, la gente se estanca. Hay que ir al Oeste para hacer fortuna.
El policía balanceó el bolillo y dio un paso.
—Tengo que seguir la ronda —dijo—. Espero que su amigo no le falle.
¿No piensa darle unos minutos para que llegue?
—¡Claro que sí! —afirmó el otro—. Le daré por lo menos treinta mi-
nutos. A esa hora Jimmy tendrá que estar aquí si sigue con vida. Hasta luego,
agente.
—Buenas noches, señor —se despidió el policía, quien prosiguió su
ronda revisando las puertas al pasar.
Había empezado a caer una llovizna helada y las ráfagas inciertas de
brisa se transformaron en un ventarrón. Los pocos peatones caminaban, in-
cómodos y silenciosos, con los cuellos vueltos hacia arriba y las manos en los
bolsillos. Y en la puerta de la ferretería, el hombre que había viajado 1500
kilómetros para cumplir con una cita, incierta hasta lo absurdo, con su amigo
de la juventud fumaba su cigarro y seguía esperando.
Esperó unos veinte minutos. Al rato, un hombre alto, de abrigo largo y
cuello subido hasta las orejas cruzó apresuradamente desde la vereda opuesta
para acercarse al hombre que esperaba.
—¿Eres tú, Bob? —preguntó, vacilando.
—¿Jimmy Wells? —gritó el hombre de la puerta.
—¡Gracias a Dios! —exclamó el recién llegado, agarrando al otro por
los dos brazos—. ¡Claro que eres Bob, no hay duda! Estaba seguro de que
vendrías si estabas con vida. Bueno, bueno, bueno… Veinte años es mucho
tiempo. El viejo restaurante ya no existe, Bob; ojalá no lo hubieran derribado,
así habríamos podido cenar otra vez aquí. Y dime, viejo, ¿cómo te ha tratado
el Oeste?
—De maravilla. Me dio todo lo que le pedí. Pero has cambiado mu-
chísimo, Jimmy. Te veo cinco o seis centímetros más alto. 171
Bob:
de que eras el hombre que buscaban en Chicago. Como no pude arrestarte per-
sonalmente, fui a buscar a un policía vestido de civil para que se hiciera cargo.
172 Jimmy
Los diarios de Adán y Eva
Mark Twain (Estados Unidos)
Traducción de Patricia Willson
173
177
Leyenda
Jorge Luis Borges (Argentina)
178
La mala memoria
André Breton (Francia)
H ace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el
empapelado* de las paredes. Era este un lujo reservado apenas para
alguna casa importante, como el despacho del jefe de Policía o la sala de
alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero sí la
humedad sobre los muros pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con
ellas, da lo mismo. Frente a mi vieja camita de jacarandá**, con un deforme
manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron
filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos amarillentos,
rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las flores y los paisajes
del papel más abigarrado. En esa mancha yo tuve todo cuanto quise: descubrí
las islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de
Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve
el collar de lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que
pone los huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a
Desdichado de Brabante y montañas echando humo de las pipas de cristal que
fuman sus gigantes o sus enanos. Todo lo que oía o adivinaba cobraba vida en
mi mancha de humedad y me daba su tumulto o sus líneas. Cuando mi madre
venía a despertarme todas las mañanas generalmente ya me encontraba con
182 los ojos abiertos, haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le decía con
las pupilas brillantes, tomándole las manos:
*Empapelado: es una lámina de papel con dibujos diversos, que se pega a las paredes y se usa como decoración.
**Gualanday.
—Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles
en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los
monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
—¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? Oh,
Dios mío, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.
Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba
posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:
—No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno
cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y
cielos. Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el
pintor. Tenía un gran balde lleno de cal y un pincel grueso como un puño de
hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la
pared dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación
escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de
biscochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé
un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango, que para mí tenía toda
la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido,
y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni selvas. Inflexible como
la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda
rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como burbuja que, creciendo,
iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico.
Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde
me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza
redonda como una O de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando en el
vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de
asombro:
—¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez? 183
184
Casa tomada
Julio Cortázar (Argentina)
N os gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las ca-
sas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales)
guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros
padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una
locura, pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos
la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo
le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina.
Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer
fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando
en la casa profunda y silenciosa, y cómo nos bastábamos para mantenerla
limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene
rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, y a mí se me murió María Esther
antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con
la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de
hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos
en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se
quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y
los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes 185
*Salón
**Piso de cerámica.
por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas
de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más
retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más
allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda,
justamente antes de la puerta, y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba
a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa
era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se
edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivimos siempre en esa parte
de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo, para hacer
la limpieza, pues es increíble cómo se junta de tierra en los muebles. Buenos
Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra
cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el
polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de
macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado
en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura
francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas
carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía
mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de
muchos años. Con frecuencia —pero esto solamente sucedió los primeros
días— cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de
la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que
aun levantándose tardísimo, a las nueve y media, por ejemplo, nos daban las
once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a
la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió
esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer
fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que
abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba
con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer.
188 Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi
hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá y eso me
sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas,
casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene, que era más cómodo. A
veces Irene decía:
—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de
papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos
bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el
*Álbum de estampillas.
sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino
a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando
claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño,
o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr
conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían
más fuerte, pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la
cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las ma-
nos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los
ovillos habían quedado del otro lado soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el
armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche.
Rodeé con mi brazo la cintura de Irene —yo creo que ella estaba llorando—
y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta
de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo
se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
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Julio Cortázar
Casa tomada, Bestiario
©Sucesión de Julio Cortázar, 1951
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