Entre Cuento y Cuento - Web - 0

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Entre cuento y cuento

Grandes narraciones
ENTRE CUENTO Y CUENTO - Grandes narraciones FUNDACIÓN SECRETOS PARA CONTAR

Investigación y selección de textos: Consejo de Administración:


Lina Mejía C., Mónica Gil R., Jorge Orlando Melo G., Juan Luis Mejía A., Juan Guillermo Jaramillo C., José
Juan Luis Mejía A., Alberto Quiroga J., Carolina Bernal C., Alberto Vélez C., Lina Mejía C., Juliana Mejía P., Manuel
Vanessa Escobar R. Santiago Mejía C., Jorge Orlando Melo G., Jorge
Mario Ángel A., Fernando Ojalvo P., Martha Ortiz G.
Conceptualización: Presidente: Lina Mejía C.
Lina Mejía Correa.
Los recursos que hacen posible el programa de
Prólogo: promoción de lectura de la Fundación Secretos para
Juan Luis Mejía Arango. contar (y que incluye el trabajo con maestros, familias,
estudiantes y la entrega del material de lectura) han
Edición: sido aportados por una red de más de 100 entidades
Lina Mejía Correa, Vanessa Escobar Rodríguez, público-privadas, cajas de compensación y entidades
Carolina Bernal Camargo. del sector solidario que se unen al sueño de llevar
lectura, educación y entretenimiento a las poblaciones
Diseño gráfico, diagramación e Ilustraciones:
rurales. ¡Gracias a ellos!
Carolina Bernal Camargo.
Gracias a todo el equipo de trabajo de la Fundación,
Texto contraportada:
porque hace posible que los libros de la colección
Juan Luis Vega González.
Secretos para contar vivan en los hogares campesinos;
Cuento Historia de Abdulá, el mendigo ciego: gracias a las familias del campo por recibirnos y a los
Ministerio de Cultura de Colombia. maestros rurales por su gran labor.

Corrección ortotipográfica: ® Todos los derechos reservados


Juan David Villa Rodríguez. Fundación Secretos para contar
[email protected]
Adaptación de textos: Tel. 57 (4) 322 0690
Patricia Miranda Saldana. Medellín - Colombia

Búsqueda de derechos de autor: www.secretosparacontar.org


Laura Villa Ochoa, Zully Pardo Chacón.
MATERIAL EDUCATIVO DE DISTRIBUCIÓN GRATUITA,
Agradecemos de corazón a todas las personas e NO TIENE VALOR COMERCIAL
instituciones que nos dieron autorización para la
reproducción de estas obras, permitiendo así que lleguen
a los hogares del campo colombiano.

Agradecimientos:
Adriana Rendón Zapata, Gloria Morales.

Primera edición 40.000 ejemplares, abril de 2022.


Segunda edición: 23.533 ejemplares, septiembre de 2022.
Tercera edición: 25.000 ejemplares, febrero 2023.
Cuarta edición: 55.000 ejemplares, febrero 2023.

Secretos para contar ISBN 978 95853357


ISBN Obra independiente: 978 958 53357-6-9

Impreso en Colombia por:


EDITORIAL NOMOS S.A.

Nota: Secretos para contar ha realizado una búsqueda


minuciosa en la obtención de los derechos de autor necesarios
para la realización de los actos de reproducción, distribución y
comunicación pública de estas obras. En caso de la existencia
de titulares legítimos de derechos pertenecientes a obras no
identificadas incluidas en esta obra, estos pueden contactar a la
fundación Secretos para contar a través del correo electrónico
[email protected] para su oportuna
identificación y gestión.
Dedicado a todos los amantes de las
palabras, que han comprendido que la
literatura es un gran placer que desarrolla
la imaginación, abre caminos y nos ayuda
a comprender mejor el alma humana.
Índice
Biches

6 El cuento de los cuentos 10 El ruiseñor


Hans Christian Andersen

13 El rey mocho
Cuento tradicional

15 El duraznero
Leonardo da Vinci

16 El gigante egoísta
Oscar Wilde

21 El pescador y el pececito dorado


Aleksandr Pushkin

26 Tres perros
Fernando Alonso

29 El hombre que toca la flauta celestial


Cuento tradicional chino

32 La herencia oculta
Esopo

33 La pata Dedé
Cuento tradicional

36 Fregao de ángel
Rafael Arango Villegas

39 Una pequeña discusión


Saúl Schkolnik

43 El viejo peral
Isidora Aguirre

49 El pequeño albañil
Edmundo de Amicis

51 El traje nuevo del emperador


Hans Christian Andersen

53 El dromedario y el camello
Gianni Rodari
Pintones Maduros

56 La jirafa 124 Historia de los dos que soñaron


Juan José Arreola Gustav Weil

57 Una gallina 126 La tragedia del minero


Clarice Lispector Efe Gómez

60 Caballo para toda la eternidad 131 En la peluquería


Manuel Mejía Vallejo Kjell Askildsen

66 La mata 133 En manos de la cocinera


Tomás Carrasquilla Miguel de Unamuno

70 Un cruce 138 El eclipse


Franz Kafka Augusto Monterroso

72 Historia de Abdulá, el mendigo ciego 140 La capa


Cuento tomado de Las mil y una noches Dino Buzzati

80 El bigote del tigre 146 Fábula de los ciegos


Cuento tradicional coreano Hermann Hesse

84 Las tres preguntas 148 El banquete


León Tolstói Julio Ramón Ribeyro

88 De cómo un fraile burla a un mercader 153 Las joyas


Melchor de Santa Cruz y Dueñas Guy de Maupassant

90 El cuentista 161 El piano viejo


Saki Rómulo Gallegos

97 El elefante blanco 166 Rostros


Jean-Pierre Claris de Florian Yasunari Kawabata

98 La tristeza 168 El niño al que se le murió el amigo


Antón Chéjov Ana María Matute

104 La oveja feroz 169 Después de veinte años


Jaime Alberto Vélez González O’Henry

105 La inutilidad de dar consejos 173 Los diarios de Adán y Eva


Fernando Pessoa Mark Twain

106 ¿Cuánta tierra necesita un hombre? 174 El retrato oval


León Tolstói Edgar Allan Poe

115 Ejemplo de Juan de la Miseria 178 Leyenda


Agustín Jaramillo Londoño Jorge Luis Borges

121 Milagro 179 La mala memoria


Voltaire André Breton

180 El ciervo escondido


Liehtsé

182 La mancha de humedad


Juana de Ibarbourou

185 Casa tomada


Julio Cortázar
El cuento de los cuentos

6
Unos recostaban el taburete en la pared, otros se sentaban en el suelo forman-
do un círculo y algunos se asomaban desde la puerta. Al salón lo iluminaba
la luz de algunas velas colocadas en las repisas y en la alacena. En el centro, el
contador de cuentos se paseaba en actitud solemne, en espera del silencio en
la sala. Luego decía:
Con su permiso, señores,
que voy a contar un cuento.
Y así, el contador iba narrando las aventuras de Juan de la Miseria,
de Abdulá, de la pata Dedé y del fraile, ante un auditorio que, sin parpadear,
seguía aquella narración acompañada de gestos, muecas y silencios provoca-
dores. Mientras las velas se consumían, los asistentes pasaban de la intriga a
la risa en cuestión de minutos.
Todos hemos sentido fascinación por los cuentos. En la memoria guar-
damos el recuerdo de una historia que nos conmovió, así como de la noche
en la que la escuchamos y el desvelo que nos produjo. Recordamos también a
las personas que tienen una facilidad innata para contar cuentos. Los pueden
repetir muchas veces y siempre los disfrutamos.
Cuando aprendimos a leer, las primeras lecturas fueron aquellas que
empezaban diciendo “Había una vez un ogro, una princesa, un castillo en-
cantado, un ruiseñor, un emperador, un rey mocho, un campesino y sus tres
hijos”. Ya en la juventud, el asombro viene con los grandes maestros del cuen-
to incluidos en este libro. Los hay cortos, como “La oveja feroz”, de Jaime
Alberto Vélez, que ocupa un párrafo, y los hay extensos, como “Casa tomada”,
de Julio Cortázar.
Algunos relatos pretenden dejar una lección, como muchos de los
cuentos árabes o de las fábulas de Esopo y Hermann Hesse. Algunos de los
más conmovedores son los que retratan el alma humana, como “¿Cuánta tie-
rra necesita un hombre?”, de León Tolstói, y “La tristeza”, de Antón Chéjov.
7
Otros tienen aires costumbristas, como los de Efe Gómez, Agustín Jaramillo,
Rafael Arango Villegas y Tomás Carrasquilla. Algunos más rompen la rutina
de lo cotidiano, como los de Jorge Luis Borges o los fantásticos de Rómulo
Gallegos y André Breton. En fin, hay cuentos para todos los gustos, todas las
edades y todos los momentos. Lo más importante es que nos sorprenden, nos
entretienen y nos ayudan a entender el devenir humano en la Tierra.
Un cuento se define generalmente como una narración breve de ficción
en la que participan pocos personajes y que tiene un único suceso que se puede
resolver o quedar en una incógnita. Algunos escritores han preferido usar la
metáfora para describir y diferenciar al cuento de otros géneros literarios.
Manuel Mejía Vallejo, por ejemplo, solía equipararlo con un puño bien
apretado; Julio Cortázar comparaba la literatura con un combate de boxeo:
en el cuento se gana por nocaut y en la novela por puntos. Otros relacionan
al cuento con la fotografía y a la novela con el cine.
Este libro reúne algunas obras de los mejores cuentistas de la literatura
universal y pretende que en cada hogar muchos jóvenes y familias se entusias-
men con la lectura y revivan la magia de aquellas noches contando historias a
la luz de una vela o fogata.
Este libro contiene 52 cuentos, divididos así:
• 15 cuentos biches de fácil comprensión.
• 17 cuentos pintones, que exigen un nivel de comprensión un poco mayor que
los biches.
• 20 cuentos maduros, que exigen un nivel de comprensión mayor que los
pintones.
Esperamos que, entre cuento y cuento, este libro te lleve de la mano por los
caminos de la imaginación y de las historias bien contadas.

Juan Luis Mejía Arango


Biches
10

El ruiseñor
Hans Christian Andersen (Dinamarca)

E n China, seguramente ya lo sabes, el emperador es chino y todos los que


viven a su alrededor también son chinos. En los tiempos de esta historia,
el castillo del emperador era el más maravilloso del mundo y estaba lleno de
flores hermosísimas, de colores encantadores y de un perfume exquisito. Al
fondo del jardín había un bello bosque, con árboles gigantes y lagos enormes,
que llegaba hasta el mar. Era tan grande el jardín que ni el mismo jardinero
sabía dónde terminaba.
En el bosque que lindaba con el jardín del emperador vivía un ruiseñor
que cantaba las más hermosas melodías que jamás se habían escuchado. Sus
canciones eran tan hermosas que los visitantes de todos los países del mundo
que recorrían el jardín y el bosque se asombraban más con la belleza del canto
del ruiseñor que con el esplendor del palacio. Así que escribieron relatos,
libros y poemas que un día llegaron a manos del emperador.
Al leer estos libros, el emperador mandó a llamar a su ayudante y le
ordenó buscar a este pájaro desconocido que vivía en su imperio y llevarlo a
su presencia.
—He leído en un libro escrito por el emperador de Japón que este rui-
señor vive en mi bosque, y estoy seguro de que es verdad. ¿Por qué no sabía yo
de su existencia? Esta misma noche quiero oírlo. Al que lo encuentre lo pre-
miaré colmándolo de riquezas; pero si no lo encuentran, todos los habitantes
del palacio, sin excepción, serán castigados severamente.
Guardias, cocineros, jardineros y ayudantes de palacio: todo el mundo
fue en busca del ruiseñor. Solo una joven cocinera sabía dónde estaba el pája-
ro. Ella dio las indicaciones necesarias para que lo encontraran y lo pudieran
11
llevar ante el emperador.
Esa noche, el emperador se sentó en su trono de oro, en el salón de por-
celana y esmaltes, adornado y reluciente como ningún otro salón de la Tierra.
El ruiseñor cantó una canción tan bella que el emperador lloró de emoción.
El monarca decidió que el ruiseñor debería vivir en el palacio y ordenó
que tuviera doce criados a su servicio; y solo podría salir de su jaula dos veces
en el día y una en la noche. La fama de este pájaro se esparció por toda la
ciudad y todo el imperio.
Cierto día llegó una misteriosa caja al palacio imperial. Dentro de
ella había un ruiseñor mecánico, lleno de diamantes, perlas y rubíes. Cantaba
preciosas melodías y movía lentamente su cabeza y su cola.
Dejó maravillados al emperador y a todos los cortesanos. Era más bri-
llante y, además, más conveniente que el de verdad: se le podía hacer cantar
cuantas veces se quisiera, repetía y repetía cien veces la misma canción sin
cansarse, no comía ni dormía, tampoco salía dos veces de día y una de noche,
ni necesitaba los cuidados de doce servidores. Ni siquiera le hacía falta la jau-
la. Su fama, al igual que la del pájaro de verdad, se propagó por todo el mundo
y de todas partes llegaban viajeros para oírlo.
De pronto, un día, el emperador quiso volver a escuchar al ruiseñor de
verdad, pero nadie lo encontró por ninguna parte. Irritado, ordenó desterrar
al ruiseñor para siempre del imperio, pues ya no era necesario: el ruiseñor
mecánico era mejor que el de carne y hueso.
Pero llegó un día en que del interior del ruiseñor mecánico salió un
chirrido como si se rompieran todos los muelles, los resortes y las ruedecitas
que producían las encantadoras melodías. Mecánicos, relojeros, herreros y
joyeros intentaron poner remedio a esta desgracia, pero sus esfuerzos fueron
en vano: el ruiseñor mecánico ya no volvió a cantar. Los habitantes del
imperio sintieron una enorme tristeza.
El emperador enfermó de tal gravedad que estaba a punto de morir.
Con voz débil suplicaba oír al ruiseñor por última vez, pero el ruiseñor mecá-
nico continuaba mudo y el emperador ya se despedía de este mundo.
12
De pronto, en la ventana de la habitación del moribundo se oyó el
canto del ruiseñor, un canto tan bello como la primera vez que gorjeó en el
salón del palacio. Al oírlo, el emperador recobró el color, sus ojos se abrieron
y todo su cuerpo volvió a la vida.
—Gracias —dijo suavemente el emperador—. Te eché de mi palacio
y de mi imperio. Ahora tú has alejado mi sufrimiento y mis pesadillas, y has
arrojado la muerte de mi corazón. ¿Cómo te lo pagaré?
—La primera vez que me oíste cantar, lloraste de la emoción. Un
cantor nunca puede olvidar un llanto de admiración; llenaste mi corazón.
Cantaré para ti siempre que quieras. Solo te pido que no destruyas el pájaro
mecánico: ha hecho lo que ha podido. En cuanto a mí, déjame entrar y salir
de tu palacio a mi gusto; vendré muchas noches a cantar para ti. Pero también
cantaré para los que son felices y para los que sufren. Volaré por todas partes.
Iré a la casa del pescador pobre y a la del labrador apenado. Cantaré para los
de tu corte y para los que viven lejos de ella. Prefiero tu corazón a tu corona.
Solo te pido que no le digas a nadie que tienes un pequeño pájaro que viene
a cantarte en la noche. Así las cosas serán mejores.
Y el ruiseñor entonó una melodía y se alejó por el cielo azul de China.
A la mañana siguiente, cuando los criados entraron para ver al empe-
rador moribundo, lo encontraron vestido con su traje imperial y con su sable
de oro en las manos. Este les dio el más cortés de los saludos:
—¡Muy buenos días!
13

El rey mocho
Cuento tradicional

E n un reino muy lejano vivía un rey a quien le faltaba la oreja derecha.


Pero como él era muy vanidoso, no quería que nadie lo supiera. Así que
siempre tenía puesta una larga peluca de rizos negros. La única persona que
conocía su secreto era el viejo peluquero del pueblo, que iba al palacio una vez
al mes, y de noche, para cortarle el pelo.
Un día, el viejo peluquero se enfermó y dos semanas después murió.
El rey se entristeció, pues ya no tenía una persona de confianza que lo
peluqueara.
Pasaron dos, tres y cuatro semanas, y las canas blancas comenzaban
a asomarse por debajo de la peluca. El rey comprendió que debía buscar un
nuevo peluquero. Así que envió a sus guardias el día de mercado a pegar
un cartel en medio de la plaza que decía: “Se busca joven peluquero hábil y
reservado”.
Esa noche llegó al palacio un joven peluquero. Y cuando comenzó a
cortarle el pelo, descubrió que al rey le faltaba una oreja.
—Si se lo dices a alguien —dijo el rey con mucha seriedad—, te mando
a matar.
El nuevo peluquero salió del palacio con este gran secreto.
“El rey es mocho”, pensaba, “pero no puedo decírselo a nadie. Es un
secreto entre el rey y yo”. Sin embargo, no podía dejar de pensar en el secreto
y quería contárselo a todos sus amigos.
Cuando sintió que ya no podía guardar más el secreto porque le iban
a salir letreros por la boca, corrió a la montaña, abrió un hueco en la tierra
y grito durísimo dentro de este: “¡El rey es mocho!”. Luego tapó el hueco y
14
enterró el secreto. Por fin se sintió tranquilo y bajó al pueblo.
Pasó el tiempo y en ese lugar creció una linda planta de carrizo. Un
muchacho que cuidaba cabras pasó por ahí y cortó una caña para hacerse una
flauta. Cuando estuvo seca la caña, sopló y la flauta cantó: “El rey es mocho,
no tiene oreja, por eso usa una peluca vieja”. El muchacho estaba feliz con esa
flauta que cantaba con solo soplarla. Así que cortó varias cañas, preparó otras
flautas y bajó al pueblo a venderlas.
Cada flauta, al soplarla, cantaba: “El rey es mocho, no tiene oreja, por
eso usa una peluca vieja”. Y de esta forma, todo el pueblo se enteró de que al
rey le faltaba una oreja.
El rey, al conocer el suceso, se enojó. Subió a la torre y se encerró un
largo rato para pensar qué debía hacer. Así que reflexionó, caviló y meditó.
Luego bajó, se quitó la peluca y dijo:
—La verdad es que las pelucas te acaloran la cabeza.
Y así, desde ese día, solo volvió a usar su larga peluca de rizos negros
en el carnaval.
15

El duraznero
Leonardo da Vinci (Italia)

U n árbol de duraznos que crecía junto a un nogal observaba con envidia


las ramas llenas de nueces de su vecino.
—¿Por qué el nogal da tantos frutos y yo tan pocos? No es justo. Tra-
taré de superarlo.
—No abuses de ti mismo —le respondió un tierno ciruelo que ha-
bía oído sus quejas—. ¿No ves cómo son de vigorosas las ramas y cómo es
de fuerte el tronco del nogal? Cada cual produce de acuerdo con su fuerza.
Piensa más bien en ofrecer buenos duraznos. No es la cantidad lo que más
importa, sino la calidad.
Sin embargo, el durazno no soportaba la envidia y no quiso escuchar.
Ordenó a sus raíces sacar más sustancia de la tierra; a sus filamentos, absor-
ber más savia; a sus ramas, echar más flores; y a estas, transformarse en más
frutos, hasta que finalmente llegó el momento en que estuvo cargado de du-
raznos por todos lados.
Pero los duraznos maduros pesaban demasiado y las ramas no podían
soportarlos, ni el mismo tronco pudo con aquellas ramas sobrecargadas de
frutas. Gimiendo, el árbol de durazno se torció y luego, con gran estruendo,
el tronco se partió en dos y todos sus frutos rodaron al pie del nogal.
16

El gigante egoísta
Oscar Wilde (Irlanda)

T odas las tardes, al salir de la escuela, los niños solían ir a jugar al jardín
del gigante.
Se trataba de un enorme y hermoso jardín, con una hierba suave y
verde. Por doquier brotaban hermosas flores que parecían estrellas y, en el
verano, doce árboles de melocotón florecían delicadamente y se llenaban de
flores rosas y perlas, que luego, en el otoño, daban deliciosas frutas. Los pája-
ros se posaban en los árboles a cantar con tanta dulzura que los niños dejaban
de jugar para escucharlos.
—¡Qué felices somos aquí! —se decían unos a otros.
Un día regresó el gigante, que había estado visitando a su amigo el
ogro de Cornualles, donde permaneció durante siete años. Al cabo de este
tiempo, cuando terminó de contarle todo lo que pensaba decirle, pues no
era muy conversador, resolvió regresar a su castillo. Al llegar, vio a los niños
jugando en el jardín.
—¿Qué están haciendo aquí? —les gritó con una voz hosca y los niños
salieron corriendo.
—El jardín es mío —dijo el gigante—, cualquiera puede entenderlo, y
no permitiré que nadie más que yo juegue en él.
Entonces construyó un muro alto a su alrededor y puso un aviso:

PROHIBIDA LA ENTRADA.
QUIENES NO CUMPLAN LA ORDEN SERÁN PERSEGUIDOS.
Era un gigante muy egoísta.
Los pobres niños ya no tenían donde jugar. Intentaron hacerlo en la
carretera, pero era un polvero y estaba llena de piedras duras, y no les gustó.
17
Cuando paseaban alrededor de los altos muros al acabar sus clases, se ponían
a hablar del hermoso jardín que había al otro lado.
—¡Qué felices éramos allá! —se decían unos a otros.
Luego llegó la primavera y todo el país se cubrió de pájaros y flores.
Solo en el jardín del gigante egoísta reinaba aún el invierno. A los pájaros no
les gustaba cantar allí porque no había niños y a los árboles se les olvidó flo-
recer por esta misma razón. En un momento, una flor hermosa sacó la cabeza
por entre la hierba, pero cuando vio el aviso se entristeció tanto pensando en
los niños que regresó a la tierra y se acostó a dormir. Las únicas que estaban
contentas eran la nieve y la escarcha.
—A la primavera se le olvidó este jardín —exclamaron—, así que vi-
viremos aquí todo el año.
La nieve cubrió el césped con su gran manto blanco y la escarcha pintó
los árboles de plata. Luego invitaron al viento del norte a que se alojara con
ellas y este aceptó. Llegó envuelto en pieles y se la pasó rugiendo todo el día
por el jardín, derribando las chimeneas.
—¡Qué lugar más delicioso! —dijo—. Tenemos que invitar al granizo
a que venga a visitarnos.
Entonces llegó el granizo. Cada día, durante tres horas, se oía su es-
trépito en el techo del castillo, hasta que quebró la mayor parte de las tejas.
Luego salía corriendo por todo el jardín lo más rápido que lo llevaban sus
piernas. Iba vestido de gris y su aliento era frío como el hielo.
—No comprendo por qué se demora tanto la primavera en llegar —
decía el gigante egoísta cuando se sentaba en la ventana a contemplar su
blanco y frío jardín—. Ojalá cambie rápido este clima.
Pero la primavera nunca llegó, ni tampoco el verano. El otoño dio fru-
tos dorados en todos los jardines menos en el del gigante.
—Es demasiado egoísta —dijo el otoño.
Así que siempre era invierno en el jardín, y el viento del norte, el gra-
nizo, la escarcha y la nieve danzaban por entre los árboles.
Una mañana, el gigante estaba pereceando despierto en la cama
18
cuando escuchó una música preciosa. Sonaba tan dulce a sus oídos que
pensó que pasaban por ahí los músicos del rey. En realidad, se trataba solo
de un jilguero que cantaba junto a su ventana, pero hacía tanto tiempo que
no había escuchado un pájaro cantar en el jardín que le pareció la música
más hermosa del mundo. Entonces el granizo dejó de bailar sobre su cabeza
y el viento del norte dejó de rugir, y un delicioso perfume le llegó por la
ventana abierta.
—Me parece que por fin llegó la primavera —dijo el gigante y salió de
su cama a asomarse.
¿Y qué fue lo que vio?
La escena más maravillosa. Por una grieta que había en el muro, los
niños se habían colado y estaban sentados sobre las ramas de los árboles. En
cada árbol que alcanzaba a ver había un niño pequeño y estos árboles esta-
ban tan felices de que los niños hubieran regresado que se habían cubierto
de flores y agitaban sus brazos con suavidad sobre las cabezas de los chicos.
Los pájaros revoloteaban, gorjeando de felicidad, y las flores se asomaban por
entre la verde hierba y se reían. La escena era maravillosa. Solo en un extremo
reinaba aún el invierno. Era el punto más alejado del jardín y allí estaba un
niño tan pequeño que no alcanzaba a las ramas del árbol, por lo que andaba
por todas partes llorando amargamente. El pobre árbol todavía estaba cu-
bierto de escarcha y nieve, y el viento del norte soplaba y rugía encima de él.
—¡Sube ya, niño! —le dijo el árbol y dobló sus ramas lo más bajo que
pudo, pero el chico era demasiado pequeño.
El corazón del gigante se enterneció cuando vio esta escena.
—¡Qué egoísta he sido! —dijo—. Ahora comprendo por qué no llegaba
la primavera. Voy a encaramar a este niño a la copa del árbol y luego derribaré el
muro. Así mi jardín será por siempre el lugar de recreo de los niños.
El gigante estaba verdaderamente muy arrepentido de lo que había
hecho.
Entonces bajó las escaleras, abrió la puerta con cuidado y salió al jardín.
Pero cuando los niños lo vieron, se asustaron tanto que se fueron espantados
y el jardín volvió a llenarse de invierno. El único que no salió corriendo fue el
19
más pequeño, porque sus ojos estaban tan llenos de lágrimas que no vio venir
al gigante. Entonces el gigante se le acercó sigilosamente por detrás, lo alzó
con ternura y lo montó al árbol. En ese instante el árbol empezó a florecer y los
pájaros vinieron a cantar en él, y el niño estiró sus dos brazos, rodeó con ellos
el cuello del gigante y le estampó un beso.
Los otros niños, cuando vieron que el gigante ya no era malvado, vol-
vieron a la carrera y con ellos regresó la primavera.
—Niños, ahora este jardín es de ustedes —dijo el gigante, y tomando
un gran mazo derribó el muro.
Y cuando la gente del poblado bajó al mediodía a mercar, vieron al
gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que hubieran visto.
Todo el día jugaron y al atardecer fueron donde el gigante a despedirse.
—¿Pero dónde está el compañerito de ustedes? —dijo—. El niño al
que monté al árbol. —El gigante sentía preferencia por él porque lo había
besado.
—No tenemos ni idea —contestaron los niños—. Se fue.
—Por favor, díganle que tiene que venir mañana —les dijo el gigante.
Pero los niños le contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca
antes lo habían visto, con lo que el gigante se puso muy triste.
Todas las tardes, al fin de la jornada escolar, los niños volvían a jugar
con el gigante, pero al niñito al que el gigante más quería nunca lo volvieron
a ver. El gigante era muy amable con todos los niños, pero extrañaba a su
primer amiguito y a menudo hablaba de él.
—¡Cuánto me gustaría verlo! —solía comentar.
Pasaron los años, y el gigante envejeció y se puso muy débil. Como
ya no podía salir a jugar, se quedaba sentado en una poltrona mirando por la
ventana a los niños jugar y admirando su jardín.
—Tengo muchas flores hermosas —decía—, pero los niños son las
flores más hermosas de todas.
Una mañana de invierno se asomó por la ventana mientras se vestía.
Ahora no odiaba al invierno porque sabía que era solamente la primavera
dormida y que las flores estaban descansando.
20
De pronto, admirado, se frotó los ojos sin poder dejar de mirar. La
escena era una verdadera maravilla. En el extremo más lejano del jardín había
un árbol cubierto con bellas flores blancas. Sus ramas eran doradas y de ellas
colgaban flores plateadas, y debajo se hallaba el niño al que le había tomado
cariño.
Dichoso, el gigante bajó corriendo al jardín. Atravesó el patio y se le
acercó al niño. Y cuando ya estaba muy cerca, su rostro se enrojeció de la ira
y le dijo:
—¿Quién se ha atrevido a lastimarte?
En las palmas de las manos del niño se notaban las huellas de dos cla-
vos, y las huellas de dos clavos también se observaban en sus piececitos.
—¿Te han lastimado? —exclamó el gigante—. Cuéntame quién fue,
yo iré por mi gran espada y lo mataré.
—No —contestó el niño—. Estas son solo las heridas del amor.
—¿Quién eres? —dijo el gigante, que, embargado por un temor reve-
rencial, se arrodilló ante el niñito.
El niño le sonrió al gigante y le dijo:
—Alguna vez me dejaste jugar en tu jardín y ahora vendrás a jugar en
el mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron corriendo por la tarde, encontraron al gi-
gante muerto bajo el árbol, completamente cubierto de flores blancas.
21

El pescador y el pececito
dorado
Aleksandr Pushkin (Rusia)

E n un lejano pueblito, a la orilla del mar, vivían un viejo pescador y su vieja


esposa en una casucha de barro muy deteriorada. Desde hacía treinta y
tres años el viejo se dedicaba a pescar con su red en el mar, mientras la esposa
tejía en su telar en la cabaña. Eran muy pobres.
Un día, el viejo echó su red al mar y la sacó llena de espuma marina. La
lanzó por segunda vez y el mar le devolvió la red llena de algas. En un tercer
intento, la red salió solo con un pequeño pez, pero no uno cualquiera, era un
pez dorado. El pececito saltaba en la red y de pronto habló con voz humana:
—¡Suéltame, por favor, anciano! Puedo pagarte muy bien por mi li-
bertad, ya que puedo darte cualquier cosa. Solo dime qué recompensa quieres.
El viejo, que llevaba treinta y tres años pescando en ese mismo lugar,
se sorprendió al oír esas palabras. Nunca antes había oído a un pez hablar. Así
que soltó al pececito dorado y le dijo con cariño:
—Ve con Dios, pececito. No necesito nada de ti. Vuelve a las aguas del
mar y pasea tranquilo en la inmensidad.
Al regresar a casa, le contó a su esposa el extraño suceso:
—Hoy atrapé un pequeño pez, pero no un pez cualquiera, era uno
dorado. El pececito sabía hablar y me pidió que lo soltara, ofreciéndome a
cambio lo que yo quisiera. Pero no me atreví a pedirle nada y lo dejé libre.
La anciana se enojó con el viejo pescador y le dijo muy molesta:
—¡Qué tonto eres! ¿Cómo no se te ocurrió aceptar una recompensa?
Podrías haber pedido una estufa nueva. ¿No ves que la nuestra está rota? Ve a
buscarlo inmediatamente y pídesela.
22
Entonces el viejo volvió a la orilla del mar, cuyas aguas tenían un ligero
oleaje, y comenzó a llamar al pececito dorado. El pez llegó y le preguntó qué
quería. Con mucho respeto, el viejo le habló:
—Perdóname, señor pececito. Es que mi esposa está muy enojada y me
obligó a que viniera a hablarte. Dice que necesita una estufa nueva, porque la
nuestra se dañó.
—No te preocupes —contestó el pez dorado—, regresa tranquilo a
casa. Tendrán una estufa nueva.
Al llegar a casa, el viejo pescador encontró a su esposa con la estufa
nueva. Pero ella, en vez de alegrarse, estaba aún más enojada con su marido y
otra vez le gritó:
—¡Qué tonto eres! Conseguiste apenas una estufa. ¿Acaso crees que una
estufa nueva es suficiente? Vuelve al mar, tonto, y consíguenos una casa nueva.
Otra vez tuvo que ir el viejo pescador a la orilla del mar. Ahora las
aguas azules se habían tornado grisáceas. Comenzó a llamar al pececito dora-
do. Este llegó y le preguntó qué quería. Con respeto, el viejo le dijo:
—Perdóname, señor pececito. Es que mi esposa ahora está más enoja-
da que antes. No me deja en paz la muy gruñona. Ahora dice que quiere una
casa nueva.
—No te apenes, viejo pescador. Regresa tranquilo. Tendrán una nueva
casa.
Al llegar de vuelta, el viejo vio con sorpresa que ya no estaba la vieja
casucha de barro. En su lugar había una gran casa iluminada, con paredes de
ladrillo y puertas de madera. Bajo una ventana, la anciana, sentada, lo espe-
raba furiosa.
—¡Qué tonto eres! Solo pudiste conseguir una casa. Yo no quiero ser
más una pobre campesina. Quiero ser una señora noble y rica. Anda y díselo
al pececito dorado.
Otra vez partió el viejo pescador a la orilla del mar, cuyas aguas azules
estaban revueltas. Llamó al pececito dorado, que llegó preguntando:
—¿Qué deseas, viejo pescador?
23
El viejo, avergonzado, le contó al pececito que su mujer le reclamaba
furiosa y le exigía más y más.
—Dice mi esposa que ya no quiere vivir como una campesina, ahora
quiere ser noble y rica. No me deja en paz la muy ambiciosa. Ayúdame, por
favor.
Una vez más, el pececito le dijo al viejo que estuviera tranquilo y que
regresara donde su mujer. El viejo se fue.
Esta vez se encontró con una enorme mansión de piedra. A la entrada
vio a su esposa con ropas elegantes, de seda y terciopelo, adornada con anillos,
aretes y collares, todas joyas preciosas. La mujer estaba rodeada de sirvientes
asustados, a quienes maltrataba y golpeaba a su antojo. Asombrado, el viejo
le dijo:
—Buenos días, mi señora. Ya estarás contenta con todo lo que has
obtenido.
La mujer apenas lo miró, lo hizo callar y lo mandó, a gritos, a trabajar
en la caballeriza. Así pasó un par de semanas, sin novedad alguna. Pero un
día, la insaciable mujer envió de nuevo al viejo pescador donde el pececito
dorado. Ya no quería ser una señora noble y rica, ahora se le había ocurrido
que quería ser una reina.
El pescador se asustó y le dijo:
—¿Qué te pasa, mujer? ¿Te has vuelto loca? ¿Cómo pretendes ser una
reina si no sabes caminar ni hablar como corresponde? Serás el hazmerreír
del reino entero.
Al oír estas palabras, la mujer se enfureció y echó a su marido a golpes
y empujones, diciéndole:
—¡Cómo te atreves a hablarme así, a mí, una señora noble y rica!
Anda al mar, haz lo que te digo. Si no vas por las buenas, te llevarán a la
fuerza.
El viejito llegó de nuevo a la orilla del mar. Sus aguas estaban negras
y las olas reventaban con estrépito. Llamó al pececito dorado, que llegó
preguntándole qué deseaba.
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—¡Perdóname, señor pececito! La codicia se apoderó de mi mujer.
Ahora ya no quiere ser noble y rica, se le ocurrió que quiere ser una reina.
—Está bien, viejo, no te apenes. Que la mujer sea una reina —contestó
el pez dorado.
El viejo regresó y se encontró con un palacio real. En un salón del
palacio, la anciana estaba vestida de reina, muy instalada a la mesa, con cor-
tesanos sirviéndole vinos exóticos y comidas exquisitas. Alrededor del palacio
había un ejército de feroces guardias, armados con espadas.
Nuestro viejo pescador se asustó, le hizo una gran reverencia a su es-
posa y le dijo:
—Buenos días, gran reina. Ahora sí estarás complacida, mi señora.
La vieja ni miró al que era su marido y ordenó a sus súbditos que lo
echaran lejos de su vista. Llegaron los cortesanos y lo sacaron a empujones.
En las puertas del palacio los guardias se le tiraron encima y casi lo matan a
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golpes. La gente se reía, diciendo:
—¡Bien merecido te lo tienes, viejo ignorante! Así aprenderás a no
meterte donde no debes.
Así pasaron un par de semanas, sin novedad alguna. Pero un día la an-
ciana, no contenta con todo lo que tenía, ordenó a sus guardianes ir al pueblo
y encontrar al viejo pescador. Cuando lo tuvo al frente, le dijo:
—Ve al mar y habla con el pez. Ya no quiero ser solo una reina, quiero
gobernar todos los mares. Deseo vivir en las aguas profundas y tener al pece-
cito dorado como mi siervo, para que haga lo que yo ordene.
El viejo pescador no se animó a decir una sola palabra y partió hacia el
mar azul. Al llegar, sus aguas estaban embravecidas en una enorme tormenta.
Las olas se levantaban furiosas y el viento aullaba hacia el cielo. Comenzó a
llamar al pececito dorado, que llegó preguntándole qué quería. Así le habló
el pescador:
—¡Perdóname, señor pececito, apiádate de mí! ¿Qué puedo hacer con
la maldita vieja? Se ha vuelto loca de ambición. Ya no quiere ser una reina,
quiere ser la gobernante de los mares, vivir en las aguas profundas y tenerte
de siervo para que hagas lo que ella ordene.
El pececito ni siquiera contestó. Saltó sobre el agua y desapareció para
siempre entre las olas. El viejo pescador se quedó un largo rato esperando
respuesta y, luego, regresó donde la mujer. Cuando llegó se encontró con la
antigua casucha de barro destartalada y a su anciana mujer amargada y con sus
ropas andrajosas de antes, frente a la estufa rota.
26

Tres perros
Fernando Alonso (España)

H abía una vez un perro que ladraba a la Luna. Pensaba que la Luna era el
ojo de la noche.
Y la noche es la casa donde viven las sombras. Aquel perro tenía
miedo de las sombras. Por eso ladraba y ladraba a la Luna. Para espantar a las
sombras.
Al perro le dolía la garganta de tanto ladrar.
Pero estaba contento porque había conseguido librarse de su miedo a
la noche y a las sombras.
Por eso, dio la espalda a la Luna y comenzó a alejarse.
El perro caminó y caminó hacia el lugar donde salía el Sol.
Y, después de un largo camino, llegó a una playa. Allí encontró a un
perro que ladraba al mar.
Aquel perro pensaba que el mar, con sus oleajes y tempestades, sus
monstruos y sus naufragios, era el lugar donde vivía el miedo.
Aquel perro temía al miedo. Y, por eso, ladraba al mar.
El perro que ladraba a la Luna unió sus ladridos a los del perro que
ladraba al mar.
Porque él también tenía miedo del mar… ¡y del miedo!
Con la fuerza de sus ladridos, los dos perros consiguieron asustar al
mar y al miedo.
Por eso, decidieron continuar su camino juntos.
Por eso, echaron a andar hacia donde nacía el Sol cada mañana.
Caminaron y caminaron hasta llegar a las puertas del desierto.
Y allí encontraron a un perro que ladraba al desierto.
Aquel perro pensaba que el desierto era la casa donde vivía la soledad.
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Los dos perros comenzaron a ladrar al desierto; porque, también ellos,
tenían miedo de la soledad.
Los tres perros ladraron y ladraron al desierto.
Hasta que consiguieron asustar a la soledad.
Entonces, echaron a andar juntos.
Y, juntos, se dirigieron hacia el horizonte, hacia donde salía el Sol;
porque era allí donde se abrían las puertas del día.
Por el camino, los tres perros hablaron de sus alegrías y de sus tristezas.
Y, juntos, se rieron de las preocupaciones y de los miedos de aquella
“vida perra” que llevaban.
De pronto, al doblar un recodo del sendero, se encontraron con un
león.
Por el brillo acerado de sus ojos, supieron que el león había salido de
cacería.
Los tres perros sabían que en las fauces del león vive la muerte.
Por eso, comenzaron a ladrar.
Ladraron mucho más fuerte que cuando ladraban a la noche, al mar
y al desierto. Porque temían a la muerte mucho más que a las sombras, a la
soledad y al miedo.
Al oír aquellos ladridos tan terribles, y al ver los seis ojos que brillaban
en la oscuridad, el león dio media vuelta y se alejó en busca de otra presa
más fácil.
La luz de la mañana comenzó a despuntar por el horizonte.
Y los tres perros lanzaron un aullido de alegría; porque descubrieron
que, juntos, podían combatir todos los peligros.
Juntos habían ahuyentado al miedo, a las sombras y a la soledad.
Juntos se habían librado de la muerte. Y juntos, con sus ladridos,
habían traído la luz de un nuevo día.
Por eso, decidieron que jamás se separarían.
A partir de aquel momento, nunca más volvieron a temer a la noche,
a la soledad y al miedo.
A partir de aquel momento los tres perros solo ladraban a la Luna,
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al mar y al desierto una vez al año. Para celebrar el día en que se habían
encontrado.
Y, a partir de aquel momento, comenzaron a vivir, juntos, una nueva
vida.
29

El hombre que toca


la flauta celestial
Cuento tradicional chino

H ace muchísimos años, al pie de las montañas Cinco Dedos, vivía un


hombre que tocaba maravillosamente la flauta de bambú. Tan bien la
tocaba, que el sinsonte no se atrevía a competir con él, el turpial no entona-
ba tan bellas melodías y ni siquiera el mirlo trinaba con tan rica sonoridad.
Cuando empezaba a tocar la flauta, los pájaros se detenían en pleno vuelo, los
campesinos que labraban la tierra dejaban sus faenas, los ancianos se sentían
rejuvenecer y los niños saltaban de alegría.
Y tan hermosa era su música que la gente creía que había bajado del
cielo, por lo que lo llamaron “el Hombre que Toca la Flauta Celestial”.
Un día, el Rey-Dragón del mar del Sur agasajó a las divinidades con
un banquete en la playa al pie de las montañas Cinco Dedos. Ocho mil divi-
nidades con ricas y exóticas ropas charlaban y gozaban bebiendo en torno del
anfitrión, que llevaba un hábito ceñido con un cinturón de jade. Y precisa-
mente aquel mismo día de la fiesta, “el Hombre que Toca la Flauta Celestial”
llegó a la playa para pescar. Echó la red sobre el mar apacible, se sentó sobre
una piedra limpia y lisa, y comenzó a tocar la flauta.
En ese mismo instante, cuando el Rey-Dragón levantaba la copa
para brindar con sus huéspedes, oyó un sonido tan maravilloso como nunca
creyó haber oído antes. Todas y cada una de las divinidades se quedaron en
suspenso; incluso se olvidaron de las mesas repletas de manjares y dejaron
caer sus copas de jade. El Hombre de la Flauta no sabía ni podía imaginar-
se que en aquel momento tantas divinidades estuvieran escuchando cómo
tocaba su flauta. Y las divinidades, por su parte, estaban convencidas de que
30
quien así la tocaba sin duda debía haber descendido del cielo.
Tanto le gustó al Rey-Dragón el sonido de aquella flauta que quiso
encontrar al músico para que le enseñara a su hijo a tocar el instrumento. Y,
siguiendo la dirección de donde venía el sonido, halló al hombre, el cual, des-
pués de oír su invitación, recogió su red, metió la flauta en su ancho cinturón
y siguió al Rey-Dragón hasta su palacio.
Después de tres años, el hijo del Rey-Dragón había aprendido a
tocar la flauta de bambú, por lo que el flautista, que añoraba a su familia
y a su pueblo, le rogó al padre que lo dejara volver a casa. El Rey-Dragón,
agradecido, aceptó su petición y le pidió a su hijo que acompañara al maestro
para que escogiera dos regalos, los que quisiera, del tesoro real.
Allí había cientos de piedras preciosas rojas, amarillas y azules, lingo-
tes de oro resplandecientes y miles de valiosísimos objetos. El flautista re-
corrió detenidamente el salón del tesoro del Rey-Dragón y al ver una cesta
cilíndrica hecha de tiras de bambú pensó: “Este canasto me puede servir para
guardar los camarones y peces que atrape con la red”. Así que la tomó y la
sujetó al cinturón. Después, en un armario, descubrió una capa para la lluvia y
pensó: “Con esta capa puedo ir a la playa a pescar los días de lluvia y viento”.
Y este fue el segundo y último regalo que escogió.
Al salir de la sala del tesoro, el hijo del Rey-Dragón, muy intrigado, le
preguntó:
—¿Por qué has escogido estos objetos tan sencillos entre montones de
oro, plata, perlas y piedras preciosas?
El maestro le contestó con una sonrisa:
—El oro y las piedras preciosas se gastan y desaparecen. En cambio,
con esta cesta de bambú y esta capa para la lluvia puedo ir de pesca todos los
días y con los peces que atrape nunca pasaré hambre.
Pero cuando regresó a su casa y fue por vez primera a pescar, el hom-
bre de la flauta descubrió que aquellos regalos eran realmente dos objetos
maravillosos. Al volver de la pesca, la cesta de bambú siempre rebosaba de
relucientes peces, y la capa, desplegada, lo llevaba volando al lugar donde
abundaba la pesca en el mar del Sur.
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De esta manera, con la cesta de bambú y la capa para la lluvia, “el
Hombre que Toca la Flauta Celestial” llegó volando a su casa, cerca de las
montañas Cinco Dedos, y tan pronto como tocó su flauta, el sonido se exten-
dió por el firmamento y el mundo entero se llenó de júbilo y alegría.
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La herencia oculta
Esopo (Grecia)

U n campesino tenía varios hijos a los que no les gustaba trabajar la tierra.
Por eso el hombre temía que, a su muerte, ellos vendieran la viña y salie-
ran a vagar por el mundo.
Sintiendo que la muerte se aproximaba, llamó a sus hijos y les dijo:
—Quiero que sepan que durante mucho tiempo fui acumulando
un tesoro que les dejo en herencia. Solo puedo decirles que se encuentra
escondido en la viña. Pueden venderla si no les agrada trabajar la tierra,
pero antes encuentren esa herencia que les dejo y repártansela como buenos
hermanos.
Después de enterrar al campesino, los hermanos se dieron a la tarea de
encontrar su herencia oculta en la viña.
Comenzaron por una punta y excavaron la viña sin dejar un centímetro
de tierra sin remover. No encontraron tesoro alguno. Pero como las uvas
ya maduraban, no quisieron vender la viña todavía. Y la viña, cuya tierra
nunca había sido removida de esta forma, produjo en tal abundancia que los
hermanos ganaron un dineral.
Entonces los hijos comprendieron que lo que su padre les había dejado
era la inagotable riqueza que esconde la tierra y que solo entrega a los que año
tras año se encorvan sobre el azadón para trabajarla.
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La pata Dedé
Cuento tradicional

H ace muchos años una buena mujer, cansada del frío que hacía en su ciu-
dad, decidió irse a vivir a un pueblo de tierra caliente. Así que después de
vender su casa, juntó a sus nueve hijos y les pidió que cada uno llevara consigo
un poco de ropa. Ella hizo lo mismo, aunque incluyó en su equipaje una ca-
nasta en la que guardó a su pata consentida, llamada Dedé, porque todos los
días ponía un huevo.
Al llegar a la estación del tren, la buena mujer quedó sorprendida al ver
el letrero que había junto a la ventanilla de los boletos: “No se permite viajar
con animales”.
—Imposible separarme de Dedé —dijo para sí—. Además, ya no po-
demos regresar porque vendí la casa. No me queda más remedio que viajar
con mi querida pata.
—Deme diez boletos —dijo con prisa.
—¡Cuac, cuac! —se escuchó desde el fondo de la canasta.
—Disculpe, señora, no la oí bien —respondió el vendedor.
—Quiero diez boletos.
—¡Cuac, cuac!
—¿No escuchó usted un graznido de un pato?
—¿Un pato? ¡Yo no escuché nada!
—¡Cuac, cuac! —volvió a oírse desde la canasta.
—Señora, será mejor que no me mienta: usted lleva un pato ahí.
—¿Un pato?, ¿yo?
—¡Cuac, cuac!
—Está prohibido viajar en el tren con animales. ¿No leyó el letrero?
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Abra la canasta que lleva en la mano.
—¿Por qué debo abrirla?
—Porque usted lleva un pato escondido ahí. Si quiere que le venda los
boletos, primero debe abrir la canasta.
—Está bien, señor. La voy a abrir con una condición: si llevo aquí
un pato, se lo regalo, usted me vende mis boletos y asunto arreglado. Pero si
adentro no hay un pato, entonces usted me regala los diez boletos y yo podré
viajar con el animalito que llevo en la canasta.
—Acepto el trato por dos razones —respondió el vendedor—: prime-
ro, porque al menos ya reconoció que lleva un animal y, segundo, porque me
encantaría un pato al horno para la cena. Abra la canasta.
La gente que estaba en la estación comenzó a rodearlos, pendientes de
la apuesta que habían hecho la señora y el vendedor de los boletos. Los nueve
hijos estaban nerviosos porque sabían que Dedé era la que graznaba desde la
canasta y su mamá podía perder la apuesta.
—Muestre ya lo que lleva adentro, señora, el tren está por salir.
—¿Sigue el trato en pie?
—Claro. Ya me estoy saboreando la cena.
Ante los ojos de sus hijos, de varios curiosos y del vendedor, la señora
levantó la tapa de la canasta. Dedé se asomó:
—¡Cuac, cuac!
—¡Pato al horno! ¡Pato al horno! —gritó lleno de entusiasmo el ven-
dedor de los boletos del tren—. ¡Pato al horno para mi cena!
—Un momento —dijo la señora.
Levantó un poco más la tapa y buscó algo en el interior de la canasta.
Luego sacó un huevo.
—Como bien puede ver —dijo mostrando el huevo—, no es un pato
lo que llevo aquí. Es una pata.
Todos los curiosos sonrieron al ver la escena:
—¡Ganó la señora! —exclamaron.
—¿Quieren que le dé gratis los boletos del tren? —preguntó el vendedor.
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—¡Sí! ¡Es una pata! —respondieron los curiosos.
El vendedor apretó los dientes y cerró los puños de la rabia que le dio
por perder la apuesta. Tomó diez boletos y se los entregó a la señora.
Cuando ella y sus nueve hijos se subieron al tren se alcanzó a escuchar
a Dedé exclamar:
—¡Cuac, cuac!
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Fregao de ángel
Rafael Arango Villegas (Colombia)

Y o era muy feo cuando estaba chiquito. Mucho más feo que en la
actualidad, aunque ello parezca una exageración. Las gentes que me
conocieron de niño dicen que no se explican cómo me crie.
Los muchachitos que levantaron en la calle de la Quiebra del Guayabo,
entre los años de 1890 y 1900, se volvieron casi todos cardíacos. ¡Claro! Se
encontraban conmigo por allí a las seis y media de la tarde, lanzaban un grito,
les daba el corazoncito dos o tres voltacanelas y quedaban cardiaquitos para
todo el resto de su vida.
En todas las casas del barrio me tenían a mí como coco para espantar
a los niños. Jorge y Alberto Arango, que eran neciesísimos y muy berrietas, no
se dormían nunca sino cuando, después de amenazarlos con el loco “Cuyabra”
y con “Tillo”, les decían que me iban a llamar a mí. En el acto se dormían
como dos pericos, sin rezar las oraciones y sin tomar el tetero.
Pero así, feo y todo, tuve la honra de ser exaltado a la más alta dignidad
a que puede aspirar sobre la Tierra un hombre: ¡estuve de ángel! Como lo
oyen: ¡de ángel! Fue en los Corpus de 1896. Las cosas pasaron de esta mane-
ra: las señoras que habían sido comisionadas para arreglar el altar principal
acordaron colocar en él dos angelitos, y fueron a casa a solicitar en préstamo
una parientica mía, muy crespita, muy rubiecita y muy linda.
Se la prestaron. La víspera enviaron a la casa los angelicales arreos:
un par de alas, la coronita de rosas, las sandalias de cartón plateadas y unos
rebujos de gasa. Esa noche enfermó la chiquilla, sin duda, de la emoción.
Cuando, al otro día, poco antes de la fiesta, fueron las señoras a casa a
vestir a la niña para llevarla al altar, sufrieron una contrariedad extraordina-
ria. Aquello era un contratiempo enorme, casi un fracaso. ¿Qué hacer, si ya
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era tarde y la procesión iba a comenzar enseguida? Los angelicales aparejos
estaban en un rincón.
—Pues si ustedes quieren —les dijo mi madre, viendo la confusión en que
estaban—, yo les puedo prestar este muchachito para que lo pongan de ángel.
Las señoras me miraron, se miraron entre sí y se guiñaron los ojos.
—El muchachito no es bonito —agregó mi madre—, pero es muy
robustico. Quiere decir que lo pintamos bien.
Dizque “robustico”, cuando yo parecía uno de esos muchachitos que
conservan entre alcohol en frascos.
Las señoras continuaban mirándome y mirándose entre sí, sin acertar
a contestar palabra. Y como mi madre notó que me miraban especialmente a
los pies, estimó conveniente anticiparse a decir:
—Lo de los piecitos podemos arreglarlo poniéndole unos botines, en
lugar de sandalias.
—Pues, bueno —dijo una de las señoras—: así, tapándole los piecitos,
sí lo podemos vestir.
Y se procedió a la obra. Me pusieron el vestido bueno, el “uniforme”,
que era una blusita de paño, estilo marinero, con un peto blanco y unos
calzoncitos, también de paño, que me llegaban hasta una cuarta más abajo
de la rodilla. El resto de la canilla, hasta el tope con el botín, lo cubrían unas
mediecitas blancas a listas verdes y coloradas, pero no a lo largo, sino de
través. Y, por último, unos botines de resorte cerraban el conjunto y servían
como de pedestales a aquella magnífica estatua de singular elegancia. No me
gustaba que los botines tuvieran esas orejas tan largas, lanzadas hacia afuera
en forma horizontal, como las espuelas de un gallo. Por lo demás, me sentía
supremamente elegante y no me atrevía a mover un dedo, de miedo a que se
formara alguna arruga o se hiciera algún desperfecto. Enseguida las señoras
me acomodaron las alas, me pusieron la corona, me pintarrajearon la cara y
me ciñeron las gasas.
Nos fuimos para la plaza. Innecesario decir que yo apenas pisaba el
suelo de orgullo y que la felicidad me embargaba. Ya sobre el altar se me ocu-
rrió una idea brillante, que causó mucha sensación y dio a la fiesta un realce
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extraordinario: como yo había visto en los “registros” que los angelitos nunca
están parados en los dos pies, sino que apoyan uno en una nube y el otro lo
mantienen levantado, como en actitud de volar, levanté una patica con mucha
gracia y me estuve en patasola hasta que terminó la fiesta, que duró una hora.
Esta idea me valió las más calurosas felicitaciones. Las señoras me abrazaban
y el cura me regaló “una casa” de corozos y unos recortes de hostias.
Como en la iglesia me estaban tallando mucho los botines, me los quité y
me fui hasta la casa en medias. Por la calle, los muchachos, muertos de la envidia,
me jalaban de las puntas de las alas y no me dejaban casi caminar.
Yo no pensaba quitarme en todo el día la celeste indumentaria, y hasta
pensaba dormir con ella si no me lo impedían. En la casa resolvieron hacerme
retratar así, vestido de ángel, y salimos todos para la fotografía. Entonces sí
yo estaba en el colmo de la vanidad y del orgullo. Pero… ¡oh, miseria!, en la
primera esquina había un grupo como de diez muchachos.
Cuando íbamos pasando cerca, uno de ellos dijo a los demás:
—Este muchacho estaba parado en el altar, dizque de ángel, y parecía
un gallinazo parado en un entejado.
¡El símil se me fue hasta el alma! ¡Fue una estocada!, ¡una puntilla!, ¡un
cañonazo! Allí mismo me emperré, solté a llorar a todo pulmón y, en vez de
seguir para la fotografía, me fui corriendo a la casa, me quité las alas, las volví
pedazos y me metí debajo de la cama.
No salí hasta por la noche y, como estaba todavía bravísimo, no quise
tomar la aguapanela y me acosté sin rezar…

El autor en este cuento utiliza una ortografía que se sale de las normas intentando imitar las formas del habla popular
de su región.
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Una pequeña discusión


Saúl Schkolnik (Chile)

C uando en el pueblo se supo que un sobrino de don Timoteo, un


muchacho que vivía en una ciudad al norte de África, le había enviado
desde allí un camaleón de regalo, comenzaron las discusiones acerca del tema.
Lo primero que debo aclararles es que jamás, jamás, en Putrenco* ha-
bían visto un camaleón, ni siquiera habían oído hablar de él.
Don Timoteo fue hasta el correo con paso calmado, aunque ardía de
ganas de ver de qué se trataba. Se dirigió hasta la oficina postal para retirar
el paquete.
Recibió la caja de manos de la señorita encargada del correo y regresó
a su casa, ahora rodeado por todos los vecinos.
Una vez allí tomó la caja en la cual venía el regalo y la depositó suave-
mente —en la caja decía “FRÁGIL”— en la mesa que estaba en el patio, bajo
el parrón**. Miró la caja. Medía aproximadamente unos sesenta centímetros
de largo, treinta de ancho y treinta de alto.
A una de sus nietas le llamaron la atención unos pequeños hoyos
circulares.
—Mira, abuelo, hay unos hoyitos en la parte de delante de la caja.
Todos miraron los hoyos.
—Y aquí —descubrió otro nieto— dice que esta parte va para arriba.

* Pueblo imaginario creado por el autor.


** Viña que se ha quedado sin podar.
—Bueno —se tranquilizó don Timoteo—, menos mal que coloqué la
caja con esa parte para arriba.
—¿De qué se trata? —preguntó un vecino que acababa de llegar.
40
—Es mi sobrino Tomasito, el que vive en el norte de África, que me
manda un camaleón de regalo.
—¿Un camaleón? —preguntó uno de los nietos de don Timoteo—. ¿Y
qué es un camaleón, abuelo?
A don Timoteo no le gustaba parecer ignorante, y menos a los ojos de
sus nietos.
—Mira, Maxi —le respondió—, este camaleón viene del África, así es
que debe ser una cosa negra. Tú sabes que allí hay muchos negros… Tiene que
ser algo que resista el calor. —Miró a su auditorio cada vez mayor—. Ustedes
saben que allí hay un enorme desierto, mi sobrino me ha contado de él… Y, por
supuesto —concluyó—, tiene que caber en una caja como esta.
Calló por unos momentos:
—¡Ya lo sé! —exclamó—. ¡Es la caja negra de un avión! Esa que se usa
para averiguar por qué ocurrió un accidente.
Todos, alarmados, detuvieron su aliento. Fue la señora Dominga la que
preguntó:
—¿Su sobrino tuvo un accidente?
—No, no —la tranquilizó don Timoteo—. Se lo habría contado en su
última carta a sus padres. No —insistió— debe ser una caja negra que él encon-
tró y me la manda, porque sabe que me gustan las cosas raras y él…
—Usted me va a perdonar, amigo —lo interrumpió la enfermera del
pueblo o, como ella se hacía llamar, la “asistente médica”, ya que título de
enfermera no tenía—, pero pienso que está equivocado.
Todos la miraron, ahora, a ella. A la asistente médica, muy aficionada
a los crucigramas, le gustaba jugar con las palabras.
—Camaleón —murmuró—, camaleón. ¿Sabe, don Timoteo? El ca-
maleón que viene en esta caja debe ser un tipo de cama plegable que tiene
forma de león…
Pero entonces le entró la duda:
—¿O será un león plegado que tiene forma de cama?
Como en todo pueblo que se precie, en Putrenco había un pensador. Y
como buen pensador, el señor Filomeno debía, así es, “debía” dar su opinión.
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Acercándose a la caja, colocó una mano sobre ella:
—Lo voy a pensar —dijo.
Cerró los ojos, como acostumbraba hacerlo cuando se enfrentaba a
un problema difícil, y estuvo así unos momentos, mientras todos esperaban
ansiosos su palabra; finalmente hizo un gesto ambiguo con el brazo, como
señalando algún lugar desconocido, allá arriba, desde el cual le llegaba la ins-
piración, y comenzó a hablar:
—El camaleón es un arbusto de la familia de los camaeleos, que se
caracteriza por tener largas hojas chatas de color morado, un tronco alti-
bajo, flores blancas verdeazuladas y raíces que no requieren ser enterradas,
pues no existen.
Claro que nadie —yo creo que ni siquiera él mismo— entendió, pero
como era muy respetado en el pueblo, todos exclamaron al unísono con un
“¡Ooohhh!” muy profundo.
—¡Es la caja negra de un avión! Esa que se usa para averiguar por qué
ocurrió un accidente —insistió, un tanto molesto, don Timoteo.
—Es una cama plegable —porfió la asistente médica.
—Es un pequeño arbusto llamado “arbustivo camaeleos” —insistió el
pensador, complementando su afirmación anterior.
—Una caja negra. Caja negra —recalcó don Timoteo.
Muy serio, el dueño de la panadería se adelantó hasta llegar junto a
don Timoteo y, con voz que mostraba su superioridad, puntualizó:
—Perdón…, ¿ah?…, perdón, pero permítanme que yo les aclare algo que
ustedes no parecen saber: la palabra “camaleón” deriva de la palabra “chamal”,
que es un paño grande que usan tanto los hombres como las mujeres mapuches
para cubrirse, y de la palabra “eón”, que significa eterno. O sea, que el regalo que
usted acaba de recibir, don Timoteo, no es más ni menos que un chamal eterno.
No muchos, sin embargo, estuvieron de acuerdo con él. Muy molesta,
la asistente, reiteró:
—¡Una cama!
Y los otros:
—¡Un arbusto!…
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—¡La caja de un avión!
—¡Un chamal!…
De pronto, una vocecita de niño interrumpió la pequeña discusión. Se
trataba de uno de los nietos de don Timoteo.
—¡Abuelo!… ¡Abuelo!…
Pero don Timoteo hizo un gesto con el brazo —ese que se hace para
espantar una mosca—, como diciendo: “No moleste, niñito, ¿no ve que esta
es una cosa de grandes?”.
—¡Abuelo!… ¡Abuelo!… —insistió el muchachito.
—¡Dime!, ¿qué quieres?
—Abuelo, para saber lo que es un camaleón, ¿por qué no abres la caja?
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El viejo peral
Isidora Aguirre (Chile)

L a chacra* de don Candelario era conocida por los sabrosos frutos de su


huerta, y entre sus árboles frutales, los más afamados eran sus perales.
Alineados en largas y disciplinadas filas, semejaban verdes soldaditos
detenidos sobre la tierra oscura. La primavera los transformaba en novias con
sus flores blancas en forma de pequeños candelabros, y el verano les regalaba
su abundante y preciosa carga de fruta.
Y he aquí que un año sucedió algo asombroso: un tierno peralillo se
escapó de las filas y fue a crecer junto al estanque. Disfrutaba mirando sus
florecitas en el espejo del agua, mientras charlaba con los juncos de la orilla.
Don Candelario se rascaba una oreja, intrigado, y fruncía el ceño en
señal de descontento. Era un hombre metódico y ordenado, y le parecía un
acto de rebeldía el de aquel joven arbolillo que crecía en un lugar que no le
correspondía y sin que nadie lo hubiese plantado. ¿Nadie? Eso pensaba don
Candelario, porque nunca se enteraba de nada, pero yo estoy al tanto de todo
lo que ocurre en su chacra…
Para empezar por el principio, había, entre tan lindos y ufanos perales,
uno muy muy viejo. Quizá lo había plantado el abuelo o el bisabuelo de don
Candelario, y la verdad es que un peral viejo es algo triste de ver. Algunos
árboles, mientras más añosos, más altos y frondosos lucen. En cambio, nuestro
anciano peral, con sus ramas nudosas y casi desnudas, y su corteza a trechos

*Granja.
desgarrada, recordaba a esos mendigos en harapos que se nos acercan en
torcidas posturas, exagerando su desdicha para conmovernos. Quizá exagero,
pero en verdad su aspecto era bastante lastimoso.
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Aquel año, el de esta historia, cuando el huerto lucía exuberante flore-
cimiento, el viejo peral tuvo apenas una que otra florcilla en sus ramas. Y esas
lluvias que los campesinos llaman “matapajaritos”, porque caen en primavera
cuando están las crías de las aves aún tiernas en el nido, estropearon los esca-
sos brotes que dejan las flores para que de ellos crezca la fruta. Solo uno de los
brotes se salvó, de modo que cuando los demás perales estaban tan cargados
que don Candelario tuvo que apoyar sus ramas con largas varas, nuestro ami-
go, el viejo peral, ¡lucía una sola pera! Una sola, pero ¡qué hermosa! No había
otra en el huerto tan sana y rubicunda, tan hinchada de jugo. Pasó, pues, a ser
la alegría de su anciano padre.
Afortunadamente, brotó en una de las ramas altas, y cuando llegó el
tiempo de la cosecha, los campesinos no se dieron el trabajo de arrimar al
tronco la escalera para coger una sola fruta. No faltó la banda de chiquillos
traviesos que vinieron a mortificar al peral, remeciéndolo y dándole de palos
para hacerla caer; pero la pera se aferró a la rama con toda su fuerza hasta que
los rapaces, cansados, fueron en busca de otras aventuras.
Y no fue ese el único peligro que la acechó. Cuando aún estaba verde,
una mariposa nocturna, luego de revolotear por el huerto, se posó graciosa-
mente sobre su redondeado vientre para poner sus minúsculos huevos, de
los que nacerían gusanos. Aunque la pera no había asistido a la escuela —ni
conocía la palabra “botánica”— sabía que estos gusanos se convertirían luego
en mariposas. Pero antes de que aquello ocurriera, se instalarían a vivir con
toda comodidad en su interior, alimentándose de su pulpa. Así es que cuando
la bella mariposa le preguntó con su amable vocecilla:
—¿Se puede, señora?
—Ay —se quejó ella—, yo diría que “no se puede”.
—Pero —replicó la mariposa— no veo ningún aviso que indique que
su casa esté ya alquilada.
—No está alquilada —dijo la pera, a punto de llorar—. Solo que, me
pregunto, ¿cómo es que, habiendo tantísimos perales en este huerto, escogió
usted este que luce tan anciano y desprovisto?
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—Disculpe, señora —dijo la mariposa—, no crea que he elegido a
tontas y a locas. ¡No hay otra pera tan fuerte y hermosa en todo el huerto!
—Mil gracias por el cumplido —repuso ella, tímidamente—; pero
¿tendría usted la amabilidad de buscar otra residencia para sus hijitos? Y no
es que su amable compañía me disguste —añadió—, solo que, como usted ve,
soy aquí algo como una “hija única”. Sus gusanitos cavarán corredores en mi
corazón de pera y esto hará que me debilite y me desprenda antes de tiempo
de la rama. Y mi anciano padre se avergonzará de no tener ni un solo fruto.
Parecía que una brisa hacía temblar las hojitas del peral, pero eran ellas
las que se agitaban diciéndose: “Qué pera tan comprensiva, qué buena hija…”.
Y no sé yo qué más hablaría la pera con la mariposa nocturna, el he-
cho es que esta última emprendió el vuelo sin haber depositado en la pera
sus huevos.
La cosecha de fruta estaba ya por terminar. “De buena manera me voy
librando gracias a la altura”, se decía la pera, cuando vio que don Candelario
con Pedro, su empleado, se detenía a examinar a su padre. Lo examinaban por
un lado y otro, rozaron el tronco, moviendo la cabeza con melancolía. Y ¡cómo
se encogió su corazón de pera al escuchar lo que hablaban!
—Mire, Pedro —dijo don Candelario—, este peral está muy viejo, ya
no produce. Habrá que derribarlo.
—Como usted diga, don Candelario.
Y sin más, ¡quedó firmada la sentencia de muerte del viejo peral!
Ni qué decir la tembladera de hojitas que se produjo, sin que corriera
ni un tanto así de brisa, ya que la sentencia fue firmada a eso del mediodía.
—Ahora sí que me llegó la hora de morir —suspiró el anciano peral—.
Y más vale así. Estoy viejo, mis ramas me pesan, las raíces me molestan, la
corteza se me está cayendo a pedazos y vivo con temor a que me quiten a mi
única y dulce hija.
Pero no era verdad que tuviera deseos de morir: el peral amaba la vida
y la pera lo sabía. “Quizá lo dijo”, pensó ella, “para que yo no me aflija”.
Ya se había resignado la pera a ver el fin de su padre cuando, al caer la
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tarde, un chincol* golpeó con su piquito:
—¿Se puede?
Para una fruta es un honor ser elegida por los pájaros, ya que estos son
expertos en distinguir las más sabrosas. La pera repuso con toda cortesía:
—Me honra usted al escogerme, señor chincol. Y apresúrese en probar
mi pulpa, porque mañana ya no me encontrará.
—¿Cómo así? —gorjeó el pajarito.
—Mañana, al amanecer, derribarán a mi anciano padre.
—Vaya desgracia —replicó el chincol—. Cuánto lo siento. —Y como
le había parecido amable la invitación de la pera a probar su pulpa, le pregun-
tó—: ¿y no hay nada que yo pueda hacer?
La pera tuvo entonces una idea luminosa:
—Pues, sí, creo que hay algo que usted podría hacer…
—¿Qué será? —trinó él.
—Quizá mi padre tenga la posibilidad de renacer… Si usted desea
ayudar, por favor, ¡arránqueme el corazón!
—¡Qué horrible favor me pide! —dijo el chincol, angustiado.
—Se equivoca —dijo la pera—. Ya habré cumplido una bella misión si
usted me saca el corazón y lo lleva en su piquito hasta la orilla del estanque…
En ese punto, recordó el chincol, con su corta sabiduría de pájaro, que
el corazón de una fruta es también semilla…
—¡Ya entiendo, ya entiendo! —gorjeó, animado, sin dejarla terminar—.
¡Quiere usted que su padre reviva de su corazón de pera!
—Así es —repuso contenta la pera.
—Explíqueme, por favor, cómo debo hacerlo —pidió el pajarito.
—Ha de sacar usted con todo cuidado mi corazón, pues él contiene el
germen de una nueva vida. Luego lo enterrará a la orilla del estanque, donde

*Nombre dado al copetón o gorrión.


la tierra es fértil y no necesita riego. De esa semilla renacerá mi padre joven y
hermoso. Pero no lo deje a la vista, porque algún pajarillo se lo puede comer.
Luego regrese a probar mi pulpa; será un honor para mí brindársela.
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Nuevamente se agitaron las hojitas, esta vez de alegría y de admiración.
Y la savia del viejo peral, que es como la sangre para nosotros, corrió con
nuevos bríos, diciéndoles a las hojitas:
—Niñas, creceremos junto al estanque, nos veremos reflejadas en sus
aguas y trabaremos amistad con los juncos, que siempre se están agitando, con-
tándose entretenidas historias. Y al crecer, sano y frondoso, nuestra sombra
cobijará a la hija tan bonita que tiene don Candelario. Vendrá a charlar con su
novio, pues, para ese entonces, si no me equivoco, estará en edad casadera…
¡Y qué de cosas no pensó el viejo peral que tanto amaba la vida! Y el
chincol, pica que pica, arrancó el corazón de la hermosa pera y luego voló
con él hacia el estanque. Allí, pica que pica, lo hundió en la tierra reblan-
decida, y con sus patitas lo cubrió de tierra. Y partió sin haber probado
la pulpa ofrecida, pues la emoción del acto que estaba realizando le hizo
olvidar su almuerzo.
En cuanto a la pera, al carecer de firmeza, con el primer soplo de
viento se desprendió de la rama y se deslizó suavemente por el tronco hasta
quedar sosegada y como dormida sobre la tierra.
Al salir el sol, llegó Pedro con su hacha. Escupió ruidosamente en
sus manos, se las restregó y levantó muy alto el hacha. De pronto detuvo su
impulso, pues pensó: “Pobre peral. Recuerdo que cuando niño trepé por sus
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ramas. Perdona”, se disculpó enseguida, “que tenga que derribarte…”.
Al viejo peral no le dolieron los golpes, porque venían de un brazo
amigo. Al caer tuvo buen cuidado de no aplastar a su hija que yacía a sus pies,
hermosa aún, a pesar de haber perdido su corazón. Al verla, Pedro la tomó y
se la llevó a la boca para calmar la sed que le provocó derribar el árbol.
—Vaya —se sorprendió—, ¡qué pera tan deliciosa, qué dulce y
abundante jugo!
Al año siguiente, del corazón generoso lleno de pepitas oscuras de la
abnegada pera brotó un tierno brote. Luego creció un tallo verde. Los juncos
lo ocultaban, y solo al llegar la primavera sus florcitas lo delataron. Y ahí esta-
ba don Candelario y su hija, él rascándose una oreja, intrigado:
—Lo arrancaré —dijo— para replantarlo en el lugar vacío que dejó el
viejo peral que derribamos.
—No, papacito, déjalo, déjalo aquí junto al estanque, será mío y yo lo
cuidaré —rogó la niña, enternecida ante el tierno arbolillo—. Se ve tan lindo
entre los juncos…
Y las filas de perales, que semejaban soldaditos, lo miraron ceñudos:
“¿Qué capricho era ese?”. Y todos, en lo íntimo de su ser, lo envidiaron: debía
ser bueno acercarse al estanque y refrescarse en los días calurosos con la sola
vista al agua.
Creció el peral y las cosas sucedieron tal como las imaginó la sabia pera:
pudo contemplar sus flores en el espejo del agua, y con las brisas de la tarde,
llenar el estanque de pétalos blancos. Y cuando llegó el verano y se llenó de
hojas, tal como también lo imaginó el viejo peral, pudo escuchar los coloquios
amorosos de la hija de don Candelario y su novio, que buscaron su sombra.
De nada de esto se enteró don Candelario, que vive intrigado con lo
que sucede en su huerta.

©Isidora Aguirre
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El pequeño albañil*
Edmundo de Amicis (Italia)

D omingo 11. El pequeño albañil vino hoy a casa vestido con una chaqueta
abrigada y la ropa vieja de su padre, blanca todavía por la cal y el yeso.
Mi padre deseaba que viniera aún más que yo. ¡Qué gusto le dio verlo!
Apenas entró se quitó su viejísimo sombrero, que estaba cubierto de
nieve, y se lo metió en un bolsillo. Después se me acercó con aquel andar
descuidado, de trabajador fatigado, moviendo aquí y allá su cabeza, redonda
como una manzana y con su nariz chata. Cuando pasó al comedor, dio una
ojeada a los muebles y fijó sus ojos en un cuadrito que representaba a un bu-
fón jorobado, y puso la cara de “hocico de liebre”. Es imposible no reírse al
vérsela hacer.
Luego nos pusimos a jugar con palitos. Él tiene una habilidad
extraordinaria para hacer torres y puentes que se mantienen en pie de milagro;
trabaja en ello muy serio, con la paciencia de un hombre maduro. Entre una
y otra torre me hablaba de su familia: viven en un desván; su padre, por la
noche, va a la escuela de adultos a aprender a leer; y su madre no es de aquí.
Parece que lo quieren mucho porque, aunque él viste pobremente, va bien
protegido del frío, con la ropa remendada y el lazo de la corbata bien hecho y
anudado por su madre. Su padre, me dice, es muy alto, un gigante que apenas
cabe por la puerta; es bueno y siempre llama a su hijo “hociquito de liebre”.

* Esta historia forma parte del libro Corazón, en la que cada capítulo es una página del diario de Enrique, el niño que
lo escribe.
El hijo, en cambio, es más bien bajo para la edad que tiene.
A las cuatro comimos juntos pan y pasas, sentados en el sofá, y cuando
nos levantamos, mi padre no quiso que limpiara el espaldar que el pequeño
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albañil había manchado de blanco con su chaqueta. Me detuvo la mano y lo
limpió después, sin que nosotros lo viéramos.
Jugando, al pequeño albañil se le cayó un botón de la chaqueta y mi
madre se lo cosió; él se puso colorado y la vio coser admirado y confuso, sin
atreverse a respirar.
Después le enseñé el álbum de caricaturas y él, sin darse cuenta, imitó
tan bien los gestos de aquellas caras que hasta mi padre se rio.
Estaba tan contento cuando se fue que se le olvidó ponerse el an-
drajoso sombrero, y al llegar a la puerta de la escalera, para manifestarme su
gratitud, me hizo otra vez la gracia de poner el “hocico de liebre”. Se llama
Antonio Rabucco y tiene ocho años y ocho meses…

¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá? Porque limpiarlo mien-

tras tu compañero veía era como hacerle un reclamo por haberlo ensuciado. Y

esto no estaba bien: en primer lugar, porque no lo había hecho con intención, y

en segundo, porque se había manchado con la ropa de su padre, quien a su vez la

había ensuciado trabajando; y lo que se mancha trabajando no ensucia; es polvo,

cal, barniz y todo lo que quieras, pero no es suciedad. El trabajo no ensucia.

Nunca digas de un obrero que sale de su trabajo: “Va sucio”. Debes decir: “Tie-

ne en su ropa las señales, las huellas del trabajo”. Recuérdalo. Quiero mucho al

pequeño albañil porque es compañero tuyo y, además, porque es hijo de obreros.

Tu padre.
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El traje nuevo del emperador


Hans Christian Andersen (Dinamarca)

H abía una vez un emperador al que le gustaban mucho los trajes nuevos y
bonitos, por lo que gastaba todo su dinero en estar bien vestido.
Un día se presentaron en su corte dos estafadores que se hicieron pasar
por sastres y le dijeron:
—Nosotros podemos hacerte un traje tan hermoso como nunca nadie
ha tenido en ninguna época. Además, tiene la ventaja de que aquel que sea
necio y no sea digno del cargo que ocupa no podrá verlo. Solo las personas
inteligentes serán capaces de ver el traje.
El emperador se alegró con la proposición que le hacían los sastres y
les encomendó un nuevo vestido. Así podría estrenar un nuevo traje y descu-
brir cuáles de sus asistentes no eran dignos de sus cargos.
Ordenó que a los sastres se les diera lana, terciopelo, seda, oro y todo
cuanto era preciso para hacer el traje. Los estafadores guardaron los materia-
les y simularon tejer las telas en un telar vacío y coser el vestido con agujas
sin hilo.
Pasaron ocho días y el emperador envió a un ministro de su confianza
para saber cómo andaban los trabajos de confección. El ministro llegó y pidió
ver el vestido. Los sastres le mostraron los telares vacíos. El pobre ministro
abría los ojos, pero no podía ver nada, porque nada había. Él sabía que aquel
que fuera necio e indigno de su cargo no sería capaz de ver aquel traje, por
lo que pensó: “No me conviene decir que no puedo ver el vestido”. Así que
fingió verlo y los felicitó. Al llegar al palacio le anunció al emperador que su
traje estaba listo y que era el más hermoso que había visto en su vida.
El emperador se hizo llevar aquel traje. Se lo presentaron e igualmente
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le mostraron los telares vacíos. El emperador también fingió ver el vestido
nuevo y apreciar su belleza. Luego se quitó el que llevaba y ordenó que le
pusieran aquellas prendas magníficas.
Ataviado con su nuevo traje, el emperador salió a recorrer la ciudad. La
gente que lo veía decía:
—El traje nuevo del emperador es incomparable.
Nadie quería admitir que no podían ver nada. Nadie se atrevía a decir
que iba desnudo, porque habían oído que únicamente los necios no podían ver
el vestido, y cada cual pensaba que solo era él quien no lo podía ver.
De pronto, un niño se fijó en el emperador y dijo:
—¡Miren! ¡El emperador se pasea desnudo por la ciudad!
El emperador supo que el niño tenía razón, sintió que la vergüenza se
apoderaba de él y todo el mundo comprendió que, efectivamente, iba desnu-
do por la calle.
Sin embargo, el emperador soportó el recorrido seguido por dos ayu-
dantes que cargaban una cola que ni siquiera existía.
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El dromedario y el camello
Gianni Rodari (Italia)

U n día, el dromedario le dijo al camello:


—Amigo, te compadezco. Permíteme que te dé el pésame.
—¿Por qué? —preguntó el camello—. No estoy de luto. En absoluto.
—Veo —prosiguió el dromedario— que no te das cuenta de tu
desgracia. Tú eres claramente un dromedario equivocado por exageración;
tienes dos jorobas en lugar de una. Y eso es muy, pero muy triste.
—Perdona —dijo el camello—, yo no quería decírtelo por delicadeza,
pero ya que has sacado el tema debes saber que, por el contrario, la desgracia
es solo tuya. Tú eres claramente un camello equivocado por defecto: de hecho,
tienes una sola joroba en vez de dos, como se debe.
La discusión continuó durante un buen rato, y los dos animales ya
estaban por ir a las manos, o a las jorobas, cuando pasó por allí un beduino*.
—Preguntémosle a ver cuál de los dos tiene razón —propuso el
dromedario.
El beduino se quedó escuchándolos pacientemente, sacudió la cabeza
y respondió:
—Amigos míos, están equivocados los dos. Pero no en las jorobas,
pues se las ha dado la naturaleza: el camello es bello porque tiene dos y el
dromedario es bello porque tiene una sola. El error está en sus cabezas, porque
aún no lo han comprendido.

*Nómadas árabes que habitan los desiertos.


Pintones
La jirafa
Juan José Arreola (México)

A l darse cuenta de que había puesto demasiado altos los frutos de un


árbol predilecto, Dios no tuvo más remedio que alargar el cuello de
la jirafa.
Cuadrúpedos de cabeza volátil, las jirafas quisieron ir por encima de
su realidad corporal y entraron resueltamente al reino de las desproporciones.
56 Hubo que resolver para ellas algunos problemas biológicos que más parecen
de ingeniería y de mecánica: un circuito nervioso de doce metros de largo;
una sangre que se eleva contra la ley de la gravedad mediante un corazón
que funciona como bomba de pozo profundo; y todavía, a estas alturas, una
lengua eyéctil que va más arriba, sobrepasando con veinte centímetros el
alcance de los belfos para roer los pimpollos como una lima de acero.
Con todos sus derroches de técnica, que complican extraordinaria-
mente su galope y sus amores, la jirafa representa mejor que nadie los deva-
neos del espíritu: busca en las alturas lo que otros encuentran al ras del suelo.
Pero como finalmente tiene que inclinarse de vez en cuando para be-
ber el agua común, se ve obligada a desarrollar su acrobacia al revés. Y se pone
entonces al nivel de los burros.
Una gallina
Clarice Lispector (Brasil)

E ra una gallina de domingo. Todavía vivía porque no pasaba de las nueve


de la mañana. Parecía calma. Desde el sábado se había encogido en un
rincón de la cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba a ella. Aun cuando
la eligieron, palpando su intimidad con indiferencia, no supieron decir si era
gorda o flaca. Nunca se adivinaría en ella un anhelo.
Por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de vuelo 57

corto, hinchar el pecho y, en dos o tres intentos, alcanzar el muro de la te-


rraza. Todavía vaciló un instante —el tiempo para que la cocinera diera un
grito— y en breve estaba en la terraza del vecino, de donde, en otro vuelo
desordenado, alcanzó un tejado. Allí quedó como un adorno mal colocado,
dudando ora en uno, ora en otro pie. La familia fue llamada con urgencia
y consternada vio el almuerzo junto a una chimenea. El dueño de la casa,
recordando la doble necesidad de hacer esporádicamente algún deporte y
almorzar, vistió radiante un traje de baño y decidió seguir el itinerario de la
gallina: con saltos cautelosos alcanzó el tejado donde esta, vacilante y tré-
mula, escogía con premura otro rumbo. La persecución se tornó más inten-
sa. De tejado en tejado recorrió más de una manzana de la calle. Poca afecta
a una lucha más salvaje por la vida, la gallina debía decidir por sí misma los
caminos que iba a tomar, sin ningún auxilio de su raza. El muchacho, sin
embargo, era un cazador adormecido. Y por ínfima que fuese la presa, había
sonado para él el grito de conquista.
Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, respiraba agitada,
muda, concentrada. A veces, en la fuga, sobrevolaba ansiosa un mundo de
tejados y mientras el chico trepaba a otros dificultosamente, ella tenía tiempo
de recuperarse por un momento. ¡Y entonces parecía tan libre!
Estúpida, tímida y libre. No victoriosa, como sería un gallo en fuga.
¿Qué es lo que había en sus vísceras para hacer de ella un ser? La gallina es
un ser. Aunque es cierto que no se podría contar con ella para nada. Ni ella
misma contaba consigo, de la manera en que el gallo cree en su cresta. Su
única ventaja era que había tantas gallinas que aunque muriera una surgiría
en ese mismo instante otra tan igual como si fuese ella misma.
Finalmente, una de las veces que se detuvo para gozar su fuga, el mu-
chacho la alcanzó. Entre gritos y plumas fue apresada. Y enseguida cargada
en triunfo por un ala a través de las tejas, y depositada en el piso de la cocina
con cierta violencia. Todavía atontada, se sacudió un poco, entre cacareos ron-
cos e indecisos.
58 Fue entonces cuando sucedió. De puros nervios la gallina puso un
huevo. Sorprendida, exhausta. Quizás fue prematuro. Pero después que nació
a la maternidad, parecía una vieja madre acostumbrada a ella. Sentada sobre
el huevo, respiraba mientras abría y cerraba los ojos. Su corazón tan pequeño
en un plato, ahora elevaba y bajaba las plumas, llenando de tibieza aquello que
nunca podría ser un huevo. Solamente la niña estaba cerca y observaba todo,
aterrorizada. Apenas consiguió desprenderse del acontecimiento, se despegó
del suelo y escapó a los gritos:
—¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, puso un huevo! ¡Ella quiere
nuestro bien!
Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la
joven parturienta. Entibiando a su hijo, ella no estaba ni suave ni arisca, ni
alegre ni triste, no era nada, solamente una gallina. Lo que no sugería ningún
sentimiento especial. El padre, la madre y la hija hacía ya bastante tiempo
que la miraban sin experimentar ningún sentimiento determinado. Nunca
nadie acarició la cabeza de la gallina. El padre, por fin, decidió con cierta
brusquedad:
—¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer gallina
en mi vida!
—¡Y yo tampoco! —juró la niña con ardor.
La madre, cansada, se encogió de hombros.
Inconsciente de la vida que le fue entregada, la gallina empezó a vivir
con la familia. La niña, de regreso del colegio, arrojaba el portafolio lejos, sin
interrumpir sus carreras hacia la cocina. El padre todavía recordaba de vez en
cuando: “¡Y pensar que yo la obligué a correr en ese estado!”. La gallina se
transformó en la dueña de la casa. Todos, menos ella, lo sabían. Continuó su
existencia entre la cocina y los muros de la casa, usando sus dos capacidades:
la apatía y el sobresalto.
Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla olvi-
dado, se llenaba de un pequeño valor, restos de la gran fuga, y circulaba por los
ladrillos, levantando el cuerpo por detrás de la cabeza pausadamente, como
en un campo, aunque la pequeña cabeza la traicionara: moviéndose ya rápida
y vibrátil, con el viejo susto de su especie mecanizado. 59

Una que otra vez, al final más raramente, la gallina recordaba que se
había recortado contra el aire al borde del tejado, pronta a renunciar. En esos
momentos llenaba los pulmones con el aire impuro de la cocina y si se les
hubiese dado cantar a las hembras, ella, si bien no cantaría, cuando menos
quedaría más contenta. Aunque ni siquiera en esos instantes la expresión de
su vacía cabeza se alteraba. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz o mor-
disqueando maíz, la suya continuaba siendo una cabeza de gallina, la misma
que fuera desdeñada en los comienzos de los siglos.
Hasta que un día la mataron, se la comieron y pasaron los años.

Clarice Lispector
Uma galinha, Laços de familia
©1960, Paulo Gurgel Valente
Caballo para toda la eternidad
Manuel Mejía Vallejo (Colombia)

–E nseñan cosas los sueños.


—¿Por qué lo decís?
—Siempre dicen verdades mías o de los otros, esas vainas que uno se
pone a disimular.
—¿Qué pasó?
60 —Soñé un sueño legal y triste, en colores. Vos sabés todo lo que me
gustan los caballos: enseñándolos, cuidándolos, ayudándolos a envejecer me
crie y así voy a morir. ¡El caballo sí es animal de verdá!
—¿Qué tiene que ver eso con tu sueño?
—Necesito empezar desde el principio pa que me comprendás. Aquí
mismo entre estos cercos he pasao mi vida, o allí en el establo enseñándolos y
sobándolos, o en casa del patrón, oyéndolo hablar de ellos y esperando órde-
nes, ¡valiente bestia pa mandar ese patrón!
—¿…?
—Sí, desde niño cogí apego a los caballos. Muchas veces he querido
ser potro que corre detrasito de la yegua y se aferra a la ubre pa después brin-
car donde no hay pa qué dar brincos. Tal vez por aborrecimiento al patrón
los quiero tanto: mirá este de lucero en la frente, ¿ves? Le pido la mano y me
da la mano. Lo llamo y me contesta a su manera. “¡Qui’hubo, Lucero!”, y me
sigue esperando que le dé azúcar y que le agradezca con unas palmaítas por
habérmela recibido. ¿Estás viendo?
—…
—Tiene alma. Así quisiera ser yo: un padrón suelto en estas mangas,
igual a Lucero, pero con malicia pa tumbar al patrón que tenemos los caballos
y yo.
—Bueno, ¿y el sueño?
—Allá iba. Anoche soñé que después de morir sin dolor ni pesar me
presenté a san Pedro; al verme mal vestido y oliendo a establo, el viejito me
mandó de mala gana a una portería escondida por allá. Y lo hizo al saber las
humillaciones que por pobre y pendejo he recibido: yo había ganao el cielo
pa toda la eternidá.
—¿Y di-aí?
—Me llevaron onde Dios, que estaba muy tranquilo echando sen-
tencias. Gran tipo Dios, se las sabía todas. Me mandó una mirada de esas pa
quedarse en uno, se fijó en mi facha y en el sartal de sufrimientos que llevaba
encima desde la Tierra, y sonrió completico.
—Te sonrió Dios… 61

—Tan patentemente que casi me despierto de contento. Es la hora


más sabrosa que he vivido.
—Que has soñado.
—Que he vivido. Viví ese momento y entendí que la bondá y la lega-
lidá de otros nos componen, porque después que me sonrió sentí alas al lao
de los hombros y unas ganas berriondas de dar gracias y cantar la canción que
nadie hasta hoy ha podido cantar: la canción de la felicidá sin jodas.
—¿Y…?
—Entonces Dios me llamó torciendo este dedo, con el mismo que
maneja todas las vainas, y me mostró sus lugares pa que escogiera. Ríos en-
cantaos, palacios de mármol y nácar y luces. Vírgenes la machería de lindas,
bejucas canciones a no sé cuántas voces, espíritus que revolotiaban en el aire
limpiecito, lleno de gloria.
—¿Qué sitio escogés? —me preguntó Dios lo más de formal—. ¿Qué
querés vos?
—Yo vi todo lo del cielo, todas sus gentes, pero nada ni nadie me arran-
có envidia ni me hizo cambiar mis ganas de ser lo que siempre he querido.
—¡Un caballo!
—Un caballo suelto en las mangas verdes del Paraíso, con buenas cer-
cas pa brincar y viento en las crines y arroyos de agua fría y montones y bue-
nas sombras pa tenderme en las tardes. Suelto en esos potreros con otro cielo
de nubes que van como cantando y unos azules más azules que estos, y lejos
de los gritos de mi patrón: no verlo y no oírlo era ya el mejor paraíso.
—¿Y qué?
—Dios adivinó y sonrió otra vez y me miró como entendiendo mis
pensamientos y pendejadas y caprichos, y sin darme cuenta empecé a ser un
caballo igualito a Lucero, con crines esponjadas y semejante cola. No podía
hablar, te digo, pero también miré a Dios, invitándolo con todo respeto a que
montara sobre mi espinazo pa dar un paseo en los yaraguazales* de arriba.
—¡Hombre!
62 —No se montó, pero yo sabía que estaba conmigo dándome otra
vida y haciéndome retozón y aligerao. La felicidá de los que entran allá no
es ver a Dios como dicen las biatas, sino estar por ai, como cuando uno se
mete en el monte a un charco remansao con sol y pájaros y todo eso. Es
sentirse bien dentro y cómodo, y ver bonitas las cosas. Cuando salí a galope
volao sabía que algo de Dios iba en las crines y en el lomo y en los ojos y
en la frente lucerada. Dios estaba en mí como un sabor bien bueno en una
fruta bien madura.
—De veras era en colores el sueño ese.
—Pues en aquel momento (fue una eternidá, pero no duró en mí),
canté el comienzo de esa canción que te menté y que nadie había cantao.
Anoche en mi sueño de colores empecé a cantar mi canción de un segundo;
mejor dicho, un segundo medido en el reló del cielo, en la cabeza de Dios, en
el tiempo de allá arriba, que no corre, pero está vivo porque uno mismo es el
tiempo, y uno es esa canción que se va cantando sola.

*Pastizales de hierba alta.


—Bueno, fuiste lo que siempre querías.
—Sí, un caballo entero y libre de mi patrón, libre de la muerte y de la
misma vida, pero viviendo lo que nadie puede vivir. Libre del hombre que tanto
me jodió, libre de sus gritos, de su ladronería y de sus juetes y sus polainas y
de su puta cara. Libre de mis malos pensamientos. No más agachadas, no más
humillaciones, no más silencios enverracaos por servir a un rico sin alma.
—Te da envidia.
—No. Es cierto que él tiene lo que quiere, y puede comprar grandes
cosas, fincas, ganao; puede viajar y gritar sin miedo y creer que se da la gran
vida. Pero yo tenía a toda hora mis ganas de ser un caballo brioso y fino, de
crines alborotadas en los cerros bajo los palos más altos. Y al fin Dios pudo
oírme y hacerme ese menco de favor… Pero, ¿sabés?, ni la eternidá vale un
culo cuando uno ha sido lo que es: cuidador de caballos pa un hijueperra…

63
Porque en ese pedazo de eternidá de mi sueño muchas cosas seguían pasando
aquí abajo: el patrón envejeció hasta llegar al pie de la muerte con los remor-
dimientos más berriondos, pero como ellos nunca la pierden, tuvo la idea
de dejar pa obras benéficas su capital de biato sin oficio, seguro de comprar
balcón en ese cielo que yo, vuelto caballo, gozaba como no se diga con humil-
dá feliz, con alegría de potro cerrero en esos yerbales frescos y con tamañas
flores. Esa yerba que pisaba allá arriba entre arroyos y a la sombra de árboles
más verdes que todos los verdes de la Tierra. Esa yerba de…
—¿Y el patrón?
—Pues estiró la pata y llegó al cielo, ¡también él llegó! En la portería
principal, san Pedro lo recibió con qué saludos y lo entró por la entrada gran-
de pa ver a Dios. Dios en ese momento se me puso triste, creo que le dolió
mi corazón de potro con crines que ya conocían el viento celestial… Pero el
patrón asomó su jeta y después de ver con aire de mandón los terrenos del
cielo, como veía los terrenos aquí abajo, y tan enseñao a ganar en sus trueques,
64 empezó a decir que Dios ya sabía que con su dinero se salvaron muchas al-
mas; que con su dinero guardao toda una vida de agiotista, muchos huérfanos
y salvajes y cojos y viejos tuvieron casa, religión, comodidades, salvación; en
fin, como el que peca y reza empata, le dijo a Dios que tenía merecidos los
goces del cielo pa siempre jamás… ¡Carajo!, el patrón en el cielo lo mismo
que los santos y los mártires. Él, que nunca… ¡Él, codiándose con los gamo-
nales de allá arriba!
—A esas, ¿Dios qué?
—Esperá, estoy pensando, mis sueños me dicen una verdá mía, te re-
pito, o una verdá hombre: esa cosa que llama destino.
—El destino.
—Hay algo que nadie puede cambiar en el mundo, hay gritos que
nadie oye ni consuela. Se nace para ser… ¿Creés en el destino?
—Puede ser.
—¿Creés en los sueños?
—Puede.
—¿Creés en la justicia? Pues el destino la jode. Nace para ser…
—Bueno, ¿y Dios? ¿Delante del patrón qué hacía?
—Callaba con qué silencio. Miró al patrón (es cierto que su mirada era
diferente de esa que me dedicó a mí), pero lo miró y creo que una pregunta
pa él mismo se le metió en los ojos azules, de un azul que… El patrón siguió
hablando y hablando. Al fin Dios, como quien se transa en un negocio por
haber dao antes su palabra, le dijo sin mostrarle lo que me mostró a mí y ten-
diendo la mano en redondo, aburrido de ser Dios:
—Escogé y se te concederá.
Entonces el patrón atisbó todo con el modito que usaba en las ferias,
dio un zurriagazo de contento en sus polainas de chalán y dijo pa cerrar el
negocio:
—Sabés, Señor, que tuve una afición en la vida: por eso te pido que me
hagás por siempre jinete de aquel hermoso animal.
—… Y yo, el más brioso y fino del cielo, me vi obligado a llevar al pa-
trón sobre el espinazo. ¡Allá arriba también! ¡Era su caballo pa toda la eternidá! 65

El autor en este cuento utiliza una ortografía que se sale de las normas intentando imitar las formas del habla popular
de su región.
La mata
Tomás Carrasquilla (Colombia)

V ivía sola, completamente sola, en un cuarto estrecho y sombrío de cabo de


barrio. Sus nexos sociales no pasaban de la compra, no siempre cotidiana,
de pan y combustible en algún ventorrillo cercano; del trato con su escasa
clientela; y de sus entrevistas con el terrible dueño del tugurio. Este hombre
implacable la amenazaba con arrojarla a la calle cada vez que le faltase un
66 ochavo siquiera del semanal arrendamiento. Y, como pocas veces completaba
la suma, vivía pendiente de la amenaza.
Después de ensayar con varios oficios, vino a parar en planchadora de
parroquianos pobres, que para ricos no alcanzaban sus habilidades. Faltábale
trabajo con frecuencia y entonces eran los ayunos al traspaso. El hambre, con
todo, no pudo lanzarla a la mendicidad.
Era uno de esos seres a quienes la rueda de la vida va empujando
al rodadero, sin alcanzar a despeñarlos. Más que vieja, estaba maltrecha,
averiada por la miseria y las borrascas juveniles. De aquella hermosura so-
berana, que vio a sus plantas tantos adoradores, no le quedaba ni un celaje.
De sus haberes y preseas de los tiempos prósperos solo guardaba el recuerdo
doloroso. De aquel naufragio no había salvado más que el cargamento de
los desengaños.
Su historia, la de tantas infelices: de cualquier suburbio vino, desde
niña, a servir a la ciudad; pronto se abrió al sol de la mañana aquella rosa
incomparable y… lo de siempre. ¡Pobre flor!
Dos hijos tuvo y fueron su tormento. El varón huyó de ella y se fue
lejos, no bien se sintió hombrecito. Su hija, un ángel del cielo, la recogió el
padre, a los primeros balbuceos, donde nunca supiese de su madre.
Ni un amigo ni una compañera le quedaban en su ocaso, a ella que los
tuvo sin cuento en su cenit; ni una palabra de conmiseración a ella que oyera
tantas lisonjas. Y las pocas veces que imploró un socorro de algún bolsillo en
otros tiempos suyo no obtuvo ni siquiera una respuesta. El desprecio de los
unos, el desconocimiento de los otros caían sobre ella como la piedra mosaica
sobre la hebrea infiel. La pobre mariposa, ya ciega, sin esmaltes ni tornasoles,
se recogió en su espanto para morir entre el polvo abrigado de la gruta.
En su anonadamiento no pensaba en el cielo ni en la tierra; no pensa-
ba en nada que pudiera redimirla. ¡Qué iba a pensar la infeliz! Solo sentía el
hambre de la bestia que ya no puede buscarse el alimento; solo el frío del ave
enferma que no encuentra el nido.
El hambre material… ¡muy horrible, muy espantosa! Pero esta otra del
corazón; esta necesidad de un ser a quien amar, con quien compartir la negra 67

existencia; esta soledad de la vejez, no podía, no era capaz de arrostrarla.


Consiguió un gato, un gato muy hermoso. Pero los gatos, lo mismo
que el amigo, huyen de las casas donde el hogar no arde. Dos veces tuvo
loro, y uno y otro murieron de inanición. Su desgracia les alcanza hasta a los
pobres animales. Si ella consiguiera una compañera que no comiese…, pero
¿cuándo?
Un día, al pasar por la calleja un carro con enseres de una familia en
mudanza cayó junto a su puerta un tiesto con una planta. Como se hiciera
trizas, lo dejaron allí abandonado. Tomó ella la raíz, sembrola en un cacharro
desfondado y lo puso en un rincón, junto a la entrada.
Antes de un año era una planta que llamaba la atención de los tran-
seúntes. Regarla, quitarle las hojas secas, ponerle abono era su dicha; una di-
cha muy grande y muy extraña. Tan extraña que siempre recordaba a su hijita,
las pocas veces que pudo peinarla y componerla. Le propusieron comprársela
a muy buen precio. ¿Vender ella su mata? ¡Si le parecía que era persona como
ella; que era algo suyo; que la acompañaba; que sabía lo que pensaba! Su cu-
chitril no se le hacía ya tan triste ni tan feo. Y la pobre, autosugestionada por
esta idea, ya ponía algún esmero en el aseo y arreglo del cuartucho.
La planta iba creciendo a la sombra, como si Dios la bendijese. Y Dios
la bendecía, porque consolaba a un alma triste. Un día llegó un brazo hasta
el dintel, otro levantó un renuevo, otro se curvó en arco. Su dueña, entonces,
clavó dos varas, amarró el tallo, y la guirnalda de brillante follaje y de cam-
pánulas purpúreas se fue extendiendo, pomposa y exuberante, hasta formar
un dombo. Las gentes se paraban a contemplar tanta gentileza y galanura. La
pobre mujer, menos cohibida, mandaba entrar a los curiosos para que viesen
todo aquello. Hasta una señora muy lujosa entró un día.
Su mata la iba volviendo al trato con las gentes; le iba dando nombre.
Ya no se sentía tan despreciada ni tan abatida. Como ya podían verla los ex-
traños, no era tan descuidada en su vestido, y sacudía las paredes y aderezaba
sus pobres trebejos con el primor que en la miseria quepa. Día por día iba
68 aumentando el aseo. Tanta limpieza le atrajo más clientela y se hizo célebre
en el barrio. El cuarto de María Engracia se citaba como una tacita de plata.
Una mañana entraron dos señoras a contemplar la mata. Admiradas
del aspecto de aquella vivienda mísera, que la pulcritud hacía agradable, se
deshicieron en elogios. Esa noche hizo lo que no hiciera desde sus tiempos de
servicio: rezó a la Virgen el rosario entero. Otro día sacó de un baúl, donde se
apolillaba en el olvido, un cuadrito de la Dolorosa. Colgolo sobre su cabecera
y le puso un ramo, el primero que cogía de la mata. Un domingo fue a misa
de alba.
Aquel espíritu, que parecía muerto, resucitaba. Tal lo entendía ella.
Todo era un milagro, un milagro que le hacía nuestro Padre Jesús de Mon-
serrate por medio de la mata. Sí, Él era. Recordó, entonces, que un domingo,
en sus tiempos tormentosos, al bajar del cerro con otras compañeras, le había
dejado una tarjeta en la última estación. Recordaba todo, punto por punto; su
amiga Ana, que era muy instruida y muy tremenda, tomó un lápiz y puso al
pie del nombre de este modo: “Acuérdate de mí, que soy una triste pecadora”.
Y todo esto, que tenía olvidado por completo, ¿por qué lo recordaba ahora,
como si lo estuviese presenciando? Pues por milagro…
Al sábado siguiente se postraba ante un confesor. No fue poco el pas-
mo de los vecinos cuando la vieron arrodillada en el comulgatorio para recibir
la Santa Forma. De ahí adelante llevó vida piadosa interior y exteriormente.
La mata, más lozana y florida cada día, llegó a ser para ella un ser sobrenatu-
ral, enviado por Jesús de Monserrate para su enmienda y tutela.
Entre tanto se iba sintiendo muy enferma y quebrantada. Le daban
palpitaciones con frecuencia; con frecuencia se le iba el mundo, y más de
un vértigo la desvaneció en la iglesia. Presentía su fin muy próximo, pero sin
pena: antes bien con una dulce serenidad. ¡Si ella pudiera trasplantar su mata
sobre su sepultura!
Un día llegó furioso el dueño del cuartucho. Solo a una malvada como
ella se le ocurría poner ese matorral para tumbar el cuarto con la humedad.
Si no sacaba al punto aquella ociosidad, la echaba a la calle con todo y sus
corotos. 69

Ella se pone a llorar, sin que piense ni en tocar la mata. Por la tarde
torna el hombre y arremete a bastonazos contra cacharro, flores y follaje.
Tira todo a la calle y hace sacar los muebles enseguida. María Engracia
se desploma, presa de un síncope. De allí la llevan para el hospital. En sus
delirios ve su mata frente a su cama, como el arco de triunfo para entrar al
paraíso. Y al amanecer de un domingo, cae para siempre en la red infinita de
la Misericordia.
Un cruce
Franz Kafka (República Checa)

T engo un animal único en su especie que es mitad felino, mitad cordero.


Lo heredé con la casa que me dejó mi padre. Desde que está conmigo ha
crecido; antes era más cordero que gato. Ahora participa de ambas naturale-
zas por igual. Tiene del gato la cabeza y las uñas; del cordero, el tamaño y la
70 forma; y de ambos, los ojos salvajes y chispeantes, la piel suave y ajustada al
cuerpo, y los movimientos vivaces y sigilosos a la vez.
Echado al sol, en el hueco de la ventana, se hace un ovillo y ronronea;
pero en el campo corre como loco y es imposible alcanzarlo. Huye de los
gatos y pretende atacar a los corderos. Y en las noches de luna llena su ocu-
pación favorita es caminar por los tejados.
No sabe maullar y le repugnan las ratas. Pasa horas y horas acechando
el gallinero, pero no ha intentado cazar una gallina. Lo alimento con leche: es
lo que le sienta mejor. La sorbe a grandes tragos entre sus dientes de animal
de presa.
Naturalmente constituye un gran espectáculo para los niños, que vie-
nen a visitarlo los domingos por la mañana. Me siento con el animal en las
rodillas y me rodean todos los pequeños del vecindario. Escucho, entonces,
las más extraordinarias preguntas que ningún ser humano es capaz de con-
testar: ¿por qué solo hay un animal así?, ¿por qué soy yo su dueño y no otro?,
¿ha existido antes un animal parecido?, ¿qué pasará luego de su muerte?, ¿se
siente solo?, ¿por qué no tiene hijos?, ¿cómo se llama?, etc.
No me tomo el trabajo de responderles y me limito a acariciar a mi animal
sin dar grandes explicaciones. A veces los chicos traen gatos y un día llegaron a
traer corderos. Contrario a lo que esperaban, los animales se miraron tranqui-
lamente con ojos animales y se aceptaron mutuamente como un hecho natural.
Cuando mi mascota está sobre mis rodillas, no siente miedo ni deseos
de perseguir a nadie. Acurrucado contra mí es como se siente mejor. Está
apegado a la familia que lo crio. Esto no puede ser considerado, desde luego,
como una extraordinaria muestra de fidelidad, sino como el instinto de un
animal que en la Tierra tiene innumerables parientes políticos, pero ni uno
solo consanguíneo, y para el cual, por lo mismo, resulta sagrada la protección
que ha encontrado entre nosotros.
A veces me da risa cuando me olfatea, se escurre por entre mis piernas
y no quiere apartarse de mí. Como si no le bastara con ser gato y cordero,
también le gustaría ser perro.
Una vez, como le ocurre a cualquiera, no encontraba la forma de salir
de un aprieto económico y estaba a punto de terminar con todo. Con esa idea 71

me balanceaba en la mecedora de mi cuarto, con el animal sobre las rodillas;


entonces, bajé los ojos y vi lágrimas que goteaban de sus grandes bigotes.
¿Eran suyas o mías? ¿Tiene este gato con alma de cordero ambiciones de ser
un humano? No es mucho lo que he heredado de mi padre, pero vale la pena
cuidar de este legado.
El animal tiene la inquietud del gato y la del cordero, aunque ambas
son muy distintas. Por eso le queda estrecho el pellejo. A veces salta al sillón,
apoya las patas delanteras contra mi hombro y acerca el hocico a mi oído.
Es como si me hablara, y de hecho vuelve la cabeza y me mira atentamente
para observar el efecto de su comunicación. Para complacerlo hago como si
hubiera entendido algo y asiento con la cabeza. Entonces salta y brinca a mi
alrededor.
Quizá la cuchilla del carnicero sería una salvación para este animal sin
semejantes, pero tengo que negársela porque lo he recibido en herencia. Por
lo tanto, tendrá que esperar hasta que se le acabe el aliento, aunque a veces me
mira con ojos casi humanos, que me tientan a obrar compasivamente.
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El bigote del tigre
Cuento tradicional coreano

U na mujer llamada Yun Ok fue un día a la casa de un ermitaño de la


montaña en busca de ayuda. El ermitaño era un sabio de gran renombre
que hacía hechizos y pociones mágicas.
Cuando Yun Ok entró en la casa, el ermitaño, sin levantar los ojos de
la chimenea, le preguntó:
80 —¿Por qué viniste?
—Oh, sabio famoso, ¡estoy desesperada! ¡Hazme una poción! —res-
pondió Yun Ok.
—Sí, sí, ¡hazme una poción! —exclamó el ermitaño—. ¡Todos necesi-
tan pociones! ¿Podemos curar un mundo enfermo con una poción?
—Maestro —insistió Yun Ok—, si no me ayudas, estaré verdadera-
mente perdida.
—Bueno, ¿cuál es tu problema? —dijo el ermitaño, resignado por fin
a escucharla.
—Se trata de mi marido, a quien quiero mucho —comenzó Yun Ok—.
Él estuvo durante los últimos tres años peleando en la guerra. Ahora que ha
vuelto, casi no habla, ni a mí ni a nadie. Si yo le hablo, parece no escuchar. Y
si dice algo, lo hace con dureza. Cuando no le gusta la comida, da un golpe
en la mesa y se va enojado de la habitación. Y a veces, cuando debería estar
trabajando en el campo de arroz, lo veo sentado en la cima de la montaña,
mirando ociosamente hacia el mar.
—Sí, eso ocurre a veces cuando los jóvenes vuelven a su casa después
de la guerra, tienen traumas y necesitan ayuda —dijo el ermitaño—.
Continúa.
—No hay nada más que decir, maestro. Quiero una poción para darle
a mi marido, así volverá a ser cariñoso y amable, como era antes.
—¡Ja! Tan fácil, ¿no? —replicó el sabio—. ¡Una poción! Muy bien,
vuelve en tres días y te diré qué nos hará falta para esa poción.
Tres días más tarde, Yun Ok volvió a la casa del ermitaño.
—Lo he pensado —le dijo—. Puedo hacer tu poción. Pero el ingre-
diente principal es el bigote de un tigre vivo. Tráeme el bigote y te daré lo que
necesitas.
—¡El bigote de un tigre vivo! —exclamó Yun Ok—. ¿Cómo lo
conseguiré?
—Si esa poción es tan importante para ti, sabrás cómo hacerlo —dijo
el sabio y se quedó en silencio.
Yun Ok se marchó a su casa y estuvo varios días pensando en cómo 81

conseguiría el bigote del tigre. Hasta que una noche, cuando su marido ya
estaba dormido, salió de su casa con un plato de arroz y carne, y fue hasta una
cueva en la montaña donde sabía que vivía el tigre. Manteniéndose alejada de
la entrada de la cueva, extendió el plato de comida llamando al tigre para que
viniera a comer. El tigre no vino.
A la noche siguiente, Yun Ok volvió a la montaña y esta vez se hizo
un poco más cerca de la cueva. De nuevo le ofreció al tigre un plato de
comida. Y de esta forma, todas las noches Yun Ok volvía a la montaña y se
acercaba unos pasos más a la cueva. Poco a poco, el tigre se acostumbró a
verla allí.
Una noche, Yun Ok llegó hasta la entrada de la cueva del tigre. Esta
vez el animal dio unos pasos hacia ella y se detuvo. Los dos se quedaron
mirándose bajo la luna. Lo mismo ocurrió a la noche siguiente, pero esta
vez estaban tan cerca que Yun Ok pudo hablarle al tigre con una voz suave
y tranquilizadora.
82

La noche siguiente, luego de mirar con cuidado los ojos de Yun Ok, el
tigre se comió los alimentos que ella le ofrecía. Después de eso, cuando Yun
Ok iba por las noches, encontraba al tigre esperándola en el camino.
Cuando el tigre había comido, Yun Ok podía acariciarle suavemente la
cabeza con la mano. Una noche, cuando ya habían pasado casi seis meses de
los encuentros nocturnos, Yun Ok dijo:
—Oh, tigre, animal generoso, es preciso que tenga uno de tus bigotes.
¡No te enojes conmigo! —Y le arrancó uno de los bigotes. El tigre no se enojó,
como ella temía, y Yun Ok regresó corriendo a su casa con el bigote aferrado
fuertemente en la mano.
A la mañana siguiente, cuando el sol recién comenzaba a asomar, ya
estaba en la casa del ermitaño de la montaña.
—¡Oh, famoso maestro! —gritó—. ¡Lo tengo! ¡Tengo el bigote del
tigre! Ahora puedes hacer la poción que me prometiste para que mi marido
vuelva a ser cariñoso y amable.
El ermitaño tomó el bigote y lo examinó. Satisfecho, pues realmente
era de tigre, se inclinó hacia adelante y lo dejó caer en el fuego que ardía en
su chimenea.
—¡Oh, señor! —gritó la joven mujer angustiada—. ¡Qué hiciste con
el bigote!
—Dime cómo lo conseguiste —dijo el ermitaño.
—Bueno, fui a la montaña todas las noches con un plato de comida.
Al principio me mantuve lejos y poco a poco me fui acercando, ganando la
confianza del tigre. Le hablé con voz cariñosa y tranquilizadora para hacerle
entender que solo deseaba su bien. Fui paciente. Todas las noches le llevaba
comida, sabiendo que no comería. Pero no cedí. Nunca le hablé con aspereza.
Nunca le hice reproches. Y, por fin, una noche dio unos pasos hacia mí. Llegó
un momento en que el tigre me esperaba en el camino y comía del plato que 83

yo llevaba en las manos. Le acariciaba la cabeza y él ronroneaba de alegría.


Solo después de eso le quité el bigote.
—Sí, sí —dijo el ermitaño—, domaste al tigre. Te ganaste su confianza
y su amor.
—Pero tú arrojaste el bigote al fuego —exclamó Yun Ok llorando—.
¡Todo fue para nada!
—No, no me parece que todo haya sido para nada —repuso el ermi-
taño—. Ya no hace falta el bigote. Yun Ok, déjame que te pregunte algo: ¿es
acaso un hombre más feroz que un tigre? ¿Responde menos al cariño y a la
comprensión? Si puedes ganar con cariño y paciencia el amor y la confianza
de un animal salvaje, sediento de sangre, sin duda puedes hacer lo mismo con
tu marido. Recuerda que viene de la guerra y que necesita tiempo para sanar.
Al oír esto, Yun Ok permaneció muda unos momentos. Luego avanzó
por el camino reflexionando sobre la verdad que había aprendido en casa del
sabio de la montaña.
Las tres preguntas
León Tolstói (Rusia)

H abía una vez un rey que siempre quería actuar de la mejor manera posible,
sin equivocarse. Una mañana se levantó convencido de que podría lograr
su deseo: solo tenía que contestar las tres preguntas que le habían surgido la
noche anterior en sus desvelos. Las tres preguntas eran: ¿cuál es el momento
más oportuno para hacer las cosas?, ¿quiénes son las personas más importantes
84 con las que hay que tratar? y ¿qué es lo más importante para hacer en cada
momento?
Sin perder tiempo, ese mismo día publicó un edicto anunciando que
aquel que respondiera correctamente las tres preguntas recibiría una gran re-
compensa. Al día siguiente muchos eruditos del imperio llegaron al palacio,
cada uno con respuestas diferentes a los interrogantes del rey.
Frente a la primera pregunta, unos le aconsejaron planear minuciosa-
mente su tiempo, dedicando cada hora, cada día, cada mes y cada año a ciertas
tareas, y seguir este plan al pie de la letra. Otros le dijeron que era imposible
planear todo con antelación, por lo que debía permanecer atento a todo lo
que sucedía a su alrededor. Alguien le sugirió que se rodeara de sabios conse-
jeros y otro que mejor fuera a ver a los adivinos… Y así.
Del mismo modo, se dieron varias respuestas a la segunda pregunta.
Unos decían que las personas más importantes para el rey eran sus adminis-
tradores, otros pensaban que más bien eran los sacerdotes, otros más creían
que eran los médicos y, por último, estaban aquellos que opinaban que eran
los guerreros.
Como respuesta a la tercera pregunta también recibió distintas opi-
niones: dedicarse a la ciencia, prepararse para la guerra o consagrar su vida a
los dioses. El rey, asombrado por la diversidad de respuestas, no aceptó nin-
guna y envió a los eruditos de vuelta a sus casas.
Pasaron los días y, tras varias noches de insomnio y reflexión, el rey
decidió visitar a un sabio ermitaño que vivía en un lugar apartado en el bos-
que, para ver si él tenía las respuestas. Así que se vistió de campesino, fue en
su búsqueda y una vez cerca de la cabaña del ermitaño, bajó de su caballo,
despidió a sus guardias y se fue caminando a su encuentro.
Y ahí estaba el ermitaño, arando la tierra frente a su cabaña mientras
respiraba con dificultad. El rey se le acercó y lo saludó, pero el ermitaño lo
ignoró por completo. Así que el rey dudó de si aquel hombre flaco, débil, vie-
jo y huraño era el que le iba a dar las respuestas que buscaba. Finalmente se
acercó un poco más y le dijo:
—Hombre sabio, he venido para pedirte que me respondas tres pre-
guntas: ¿cuál es el momento más oportuno para hacer las cosas?, ¿quiénes son 85

las personas más importantes con las que hay que tratar? y ¿qué es lo más
importante para hacer en cada momento?
El ermitaño lo escuchó atentamente, pero luego siguió trabajando la
tierra y no le respondió. El rey, en vez de insistir, le dijo:
—Tienes que estar cansado, déjame que te ayude un poco.
El ermitaño le dio las gracias, le pasó el azadón y se sentó en el suelo
a descansar. Después de haber removido dos surcos, el rey se detuvo y repitió
sus preguntas, pero el ermitaño, en vez de contestarle, se levantó, tomó el
azadón y le dijo:
—¿Por qué no descansas? Ahora puedo seguir yo.
Pero el rey se quedó con el azadón y continuó trabajando. Así pasó una
hora, luego otra y finalmente el sol comenzó a ponerse tras las montañas. El
rey, ya cansado y al límite de su paciencia, soltó el azadón y dijo:
—Sabio, vine a verte para que respondieras a mis preguntas, pero si no
tienes las respuestas, dímelo y me iré.
En ese momento el ermitaño gritó:
—Rey, ¡ahí viene alguien corriendo!
El rey se giró y vio a un hombre que salía del bosque presionando con
sus manos una herida que sangraba en su estómago. El hombre corrió hacia
el rey, cayó al suelo, cerró los ojos y se quedó inmóvil, gimiendo con voz débil:
su herida era muy profunda. Rápidamente, el rey le limpió la herida y usó su
pañuelo para vendarlo. Pero la hemorragia no se detenía y tuvo que utilizar su
camisa para detener la sangre.
Una vez consciente, el hombre pidió un vaso de agua y el mismo rey
fue por la jarra y le sirvió un vaso para calmarle la sed.
Mientras tanto, el sol se había puesto y el aire de la noche había co-
menzado a enfriarse. Fue entonces cuando el rey y el ermitaño decidieron
llevar al hombre hasta la cabaña y acostarlo en la cama. El herido cerró los
ojos y se durmió. El rey, rendido por el cansancio, se quedó profundamente
dormido en la entrada de la cabaña.
A la mañana siguiente, cuando despertó, apenas recordaba dónde es-
86 taba, qué había pasado y quién era aquel hombre barbudo que lo miraba
fijamente. Este le dijo en voz débil:
—Perdóname.
—No te conozco ni tengo nada que perdonarte —respondió el rey.
El hombre barbudo prosiguió:
—Tú no me conoces, majestad, pero yo sí. Hasta ayer, yo era un ene-
migo tuyo declarado y había jurado vengarme de ti porque durante la última
guerra mataste a mi hermano y me quitaste mi propiedad. Cuando supe que
habías venido solo a la montaña, te seguí para matarte. Pero después de es-
perarte todo un día y ver que no volvías, salí de mi escondite para buscarte.
En lugar de dar contigo, me encontré con tus guardias, que al darse cuenta de
mis intenciones me atacaron y me hirieron. Por suerte, pude escapar y corrí
hasta aquí. Si no me hubieras acogido y vendado mis heridas, seguramente
me hubiera desangrado y ahora estaría muerto. Yo deseaba matarte y tú, en
cambio, me salvaste la vida. Si vivo y tú me lo permites, te juro que seré tu fiel
servidor por el resto de mi vida y ordenaré a mis hijos y nietos que hagan lo
mismo. Por favor, majestad, concédeme tu perdón.
El rey, sorprendido y admirado, se alegró de lo fácil que había sido re-
conciliarse con su enemigo, y no solo le perdonó la vida, sino que le prometió
devolverle su propiedad y enviarle a sus propios médicos y servidores para
que lo atendieran hasta que estuviera completamente restablecido.
El rey se despidió del herido, salió de la cabaña y buscó al ermitaño,
que estaba sembrando papas entre los surcos abiertos el día anterior.
—Por última vez, antes de que me vaya, te ruego, hombre sabio, res-
ponde a mis preguntas…
El ermitaño se sentó en cuclillas sobre sus piernas flacas, alzó la vista
y le dijo al rey:
—Tus preguntas, rey, ya han sido contestadas. Ayer, si no hubieras
decidido ayudarme a arar los surcos, hubieras regresado solo, sin tus guardias,
y este hombre te hubiera atacado, por lo que seguramente te habrías
arrepentido de no haberte quedado conmigo. Por lo tanto, rey, el momento
más oportuno fue el que pasaste cavando mi terreno. En ese momento, yo
era la persona más importante para ti y la acción más adecuada consistió 87

justamente en arar el surco. Más tarde, cuando llegó corriendo el herido, el


momento más oportuno fue el tiempo que pasaste curando su herida, porque
si no lo hubieras cuidado como lo hiciste, el hombre barbudo habría muerto
y habrías perdido la oportunidad de reconciliarte con él. En ese momento,
él se convirtió en la persona más importante para ti, de la misma forma que
atenderlo fue la acción más importante. Rey, solo hay un momento importante
y es el ahora, pues tan solo tenemos dominio sobre el presente. La persona
más importante es siempre esa con la que estás y la acción más importante es
ser bondadoso con ella, porque para eso es que fuimos enviados a este mundo,
para ser bondadosos con los demás.
De cómo un fraile burla
a un mercader
Melchor de Santa Cruz y Dueñas (España)

E n ciertas épocas del año, a los frailes de las órdenes mendicantes se les
prohibía comer carne en sus conventos. Pero si viajaban, como vivían de
la limosna, tenían la dispensa para comer lo que les sirvieran. Sucedió un día
88 que dos de estos frailes llegaron a una pobre hostería, donde se alojaron y
compartieron la mesa con un mercader que se encontraba allí de paso.
Como la posadera era muy pobre, sirvió solo un pollo para todos, pues
no tenía más comida. El mercader, que tenía mucha hambre y quería comerse
todo el pollo, se dirigió a los frailes y les dijo:
—Si no estoy mal, por estos días ustedes no deben comer carne de
ninguna clase.
A lo que los hermanos, forzados por la regla de su orden, no tuvieron
más remedio que decir que sí, que era cierto que por aquellos días no podían
comer carne en sus conventos. Con esta treta, el mercader se pudo comer
todo el pollo, mientras los frailes tuvieron que resignarse a pasar la noche
con hambre.
Cuando el mercader terminó de comer, él y los frailes volvieron a
emprender juntos el camino. Los tres viajeros hacían el trayecto caminando:
los primeros, por sus votos de pobreza, y el segundo, por su avaricia. Un tiempo
después de estar caminando encontraron un río muy ancho y profundo. Como
todos iban a pie —los frailes por pobreza y el mercader por avaricia—, uno de
aquellos, por no faltar a las prácticas de su orden, tomó sobre sus hombros al
mercader, en cuyas manos puso antes sus sandalias.
Cuando estaban en medio del río, el fraile recordó de pronto una nor-
ma de su comunidad, por lo que se detuvo, volvió la cabeza hacia el mercader
y le dijo:
—¿Lleva acaso algún dinero encima?
—¿Cómo supone usted que un mercader como yo viaje desprovisto de
dinero? —repuso el comerciante con arrogancia.
—¡Pobre de mí! —exclamó el fraile—. Debe saber que tenemos una
norma que nos prohíbe llevar dinero encima. —Y apenas pronunció estas
palabras, lanzó el mercader al río.
El mercader, viendo que el fraile se había desquitado con tanta gracia
de la treta que les había jugado en el albergue, aceptó la humillación con re-
signación, aunque un poco molesto por haber sido superado.
89
El cuentista
Saki (Inglaterra)

E ra una tarde calurosa y el vagón del tren estaba caliente; la siguiente pa-
rada, Templecombe, estaba casi a una hora de camino. Los ocupantes del
vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también
pequeño. La tía de los niños ocupaba un asiento de la esquina. En la esquina
opuesta había un hombre soltero que no los conocía. Las niñas pequeñas y el
90 niño pequeño corrían por todo el vagón.
La tía no paraba de decirles “no” a los niños, mientras ellos peguntaban
“¿por qué?”. El hombre soltero no decía nada.
—No, Cyril, no —exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los
cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe—. Ven a
mirar por la ventanilla.
El niño se acercó a la ventanilla de mala gana.
—¿Por qué están sacando a esas ovejas del potrero? —preguntó.
—Supongo que las llevan a otro en el que haya más hierba —respon-
dió la tía tímidamente.
—Pero en ese potrero hay montones de hierba —protestó el niño—;
no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese potrero hay montones de
hierba.
—Quizá la hierba del otro potrero sea mejor —sugirió la tía.
—¿Por qué es mejor? —fue la rápida e inevitable pregunta del niño.
—¡Oh, mira esas vacas! —exclamó la tía.
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas
o toros, pero ella lo dijo como si estuviera viendo algo novedoso.
—¿Por qué es mejor la hierba del otro potrero? —persistió Cyril.
El soltero fruncía cada vez más el entrecejo. “Un hombre duro y hos-
til”, pensó la tía. En cuanto a ella, era totalmente incapaz de dar una respuesta
satisfactoria sobre la hierba del otro potrero.
La niña más pequeña, para distraerse, empezó a recitar De camino ha-
cia Mandalay*. Solo se sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limi-
tado conocimiento. Repetía el verso una y otra vez con una voz soñadora pero
decidida y muy audible. Al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho
una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil
veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la
apuesta probablemente la perdería.
—Acérquense y escuchen mi historia —dijo la tía cuando el soltero la
había mirado dos veces a ella y una al botón de alarma.
Los niños se acercaron apáticamente hacia la silla donde estaba la tía. 91

Evidentemente, su reputación como contadora de historias no era muy bue-


na, según la estimación de los niños.
Con voz baja y en tono de confidencia, interrumpida a intervalos fre-
cuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó
una historia poco animada y sin interés sobre una niña que era buena, que
se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que al final era salvada de
un toro enloquecido por un numeroso grupo de personas que admiraban su
carácter moral.
—¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? —preguntó la
mayor de las niñas.
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.
—Bueno, sí —admitió la tía sin convicción—. Pero no creo que la
hubieran ayudado tan rápido si ella no les hubiera agradado tanto.

*Famoso poema de Rudyard Kipling.


—Es la historia más tonta que he oído nunca —dijo la mayor de las
niñas con una inmensa convicción.
—De la segunda parte no he escuchado nada, era demasiado tonta
—dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pues hacía rato que
había vuelto a murmurar la repetición de su verso favorito.
—No parece que tenga éxito como contadora de historias —dijo de
repente el soltero desde su esquina.
La tía, muy ofendida, se puso a la defensiva ante aquel ataque inespe-
rado.
—Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y
apreciar —dijo fríamente.
—No estoy de acuerdo con usted —dijo el soltero.
—Quizá a usted le gustaría contarles una historia —contestó la tía.
—Cuéntenos un cuento —pidió la mayor de las niñas.
92 —Érase una vez —comenzó el soltero— una niña pequeña llamada
Berta que era extremadamente buena.
El interés suscitado en los niños comenzó a decaer; todas las historias
se parecían terriblemente, no importaba quién las contara.
—Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía
la ropa limpia, se comía el dulce de leche como si fuera un pastel de fresas,
aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.
—¿Era bonita? —preguntó la mayor de las niñas.
—No tanto como cualquiera de ustedes —respondió el soltero—, pero
era horriblemente buena.
Se produjo entonces una reacción en favor de la historia: la palabra
“horrible” unida a la bondad fue una novedad que llamó la atención. Parecía
introducir un poco de la realidad que faltaba en los cuentos que narraba la tía.
—Era tan buena —continuó el soltero— que ganó varias medallas por
su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por
obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento.
Eran medallas grandes de metal y chocaban unas con otras cuando caminaba.
Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que
todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.
—Horriblemente buena —citó Cyril.
—Todos hablaban de su bondad, hasta que su fama llegó a oídos del
príncipe de aquel país, quien dijo que, ya que era tan buena, debería tener per-
miso para pasear una vez a la semana por su parque, que estaba a las afueras
de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada
a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para hacerlo.
—¿Había alguna oveja en el parque? —preguntó Cyril.
—No —dijo el soltero—, no había ovejas.
—¿Por qué no había ovejas? —llegó la inevitable pregunta que surgió
de la respuesta anterior.
La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como
una mueca de burla.
—En el parque no había ovejas —dijo el soltero— porque, una vez, la 93

madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por
una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el
príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.
La tía contuvo un grito de admiración.
—¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? —preguntó
Cyril.
—Como todavía está vivo en la historia, no podemos decir si el sueño
se hará realidad —dijo el soltero despreocupadamente—. De todos modos,
aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por
todas partes.
—¿De qué color eran?
—Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente
negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.
El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su
imaginación una idea completa de los tesoros del parque. Después prosiguió:
—A Berta la entristeció mucho que no hubiera flores en el parque.
Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría
ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa,
por lo que, naturalmente, se sintió defraudada al ver que no había flores
para coger.
—¿Por qué no había flores?
—Porque los cerdos se las habían comido todas —contestó rápida-
mente el soltero—. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía
tener cerdos y flores, así que prefirió tener cerdos y no tener flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del prín-
cipe; mucha gente habría decidido lo contrario.
—En el parque había muchas otras cosas hermosas. Había estanques
con peces dorados, azules y verdes, y árboles con lindos loros que decían cosas
inteligentes sin previo aviso, y colibríes que murmuraban melodías populares.

94
Berta caminó por todos lados disfrutando inmensamente el paseo y pensó:
“Si no fuera tan extraordinariamente buena, no me hubieran permitido venir
a este maravilloso parque y disfrutar de todos los prodigios que hay para ver”.
Sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a
recordar lo buenísima que realmente era. Justo en aquel momento apareció
merodeando por allí un enorme lobo que venía a ver si podía atrapar algún
gordo cerdito para su cena.
—¿De qué color era? —preguntaron los niños con un repentino au-
mento de interés.
—Era completamente café, con una lengua negra y unos ojos de un
gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio
en el parque fue a Berta: su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y
limpio que podía divisarse desde una gran distancia. Berta vio al lobo, notó
que se dirigía hacia ella y deseó que nunca le hubieran permitido entrar en
el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y
brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales y se escondió detrás de uno 95

de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas:
su lengua negra le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de
rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: “Si no hubiera sido tan
extraordinariamente buena, ahora estaría segura en la ciudad”. Sin embargo,
el olor de los matorrales era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde
estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber
estado buscándola allí durante mucho rato sin verla, así que pensó que era
mejor salir y cazar un cerdito. Berta temblaba al sentir al lobo merodeando
y olfateando tan cerca de ella, que la medalla de obediencia chocó contra
las de buena conducta y puntualidad. El lobo, que acababa de irse, sintió
el sonido que producían las medallas y se detuvo. Oyó cuando volvieron a
sonar detrás de un arbusto que estaba cerca de él. Así que se lanzó sobre
este, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta
de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron
sus zapatos, algunos harapos de ropa y las tres medallas de la bondad.
—¿Mató a alguno de los cerditos?
—No, todos pudieron escapar.
—La historia empezó mal —dijo la más pequeña de las niñas—, pero
tiene un bonito final.
—Es la historia más bonita que he escuchado —dijo la mayor de las
niñas, muy decidida.
—Es la historia más bonita que he oído —dijo Cyril.
La tía expresó su desacuerdo.
—¡No es una historia apropiada para niños pequeños! Ha acabado con
años de cuidadosa enseñanza.
—Puede ser —dijo el soltero, cogiendo su equipaje y arreglándose
para bajar del tren—, pero los he mantenido tranquilos durante diez minutos,
mucho más tiempo de lo que usted logró.
“¡Pobre mujer!”, se dijo el soltero mientras se bajaba en la estación de
Templecombe. “¡Durante los próximos seis meses esos niños le rogarán en
96 público que les cuente historias poco apropiadas para su edad!”.
El elefante blanco
Jean-Pierre Claris de Florian (Francia)
Traducción de Eduardo Berti

E n varios países de Asia se venera a los elefantes, en especial a los blancos.


Tienen por establo un palacio, comen en recipientes de oro, todos los
hombres se postran ante ellos y los pueblos luchan para arrebatarse tan pre-
ciado tesoro. Uno de estos elefantes, gran pensador e inteligente, le preguntó
un buen día a uno de sus conductores por qué le rendían tantos honores,
dado que en el fondo él no era más que un simple animal. 97

—¡Ay! Eres demasiado humilde —fue la respuesta—.Todos conocemos


tu dignidad y toda la India sabe que, al abandonar esta vida, las almas de los
héroes armados por la patria habitan por un tiempo en los cuerpos de los
elefantes blancos. Nuestros sacerdotes lo han dicho, por lo tanto, debe ser así.
—¡Cómo! ¿Somos considerados héroes?
—Sin duda.
—De no serlo, ¿podríamos disfrutar en paz, en la selva, de los tesoros
de la naturaleza?
—Sí, señor.
—Amigo mío, entonces déjame ir, porque te han engañado, te lo
aseguro; si reflexionas, comprenderás de inmediato el error: somos altivos
pero cariñosos; moderados pero poderosos; no injuriamos a los más débiles;
en nuestro corazón, el amor sigue las leyes del pudor; pese a la situación
privilegiada en la que nos encontramos, los honores no han modificado
nuestras virtudes. ¿Qué más pruebas se necesitan? ¿Cómo es posible que
alguien haya visto en nosotros el menor rasgo humano?
La tristeza
Antón Chéjov (Rusia)

L a capital está envuelta en las penumbras del atardecer. La nieve cae len-
tamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos y se
extiende en una fina y blanda capa sobre los tejados, sobre los lomos de los
caballos, sobre los hombros humanos y sobre los sombreros. El cochero Yona
está completamente blanco, como un fantasma. Sentado en su trineo, ha en-
98 cogido el cuerpo cuanto puede encogerlo un ser humano y permanece in-
móvil. Se diría que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su
quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las
líneas rígidas de su cuerpo y por la rigidez de sus patas, parece, incluso mirán-
dolo de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los niños por
un centavo. Yona está sumido en sus reflexiones, pues un hombre y un caballo
que han sido arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una
gran ciudad, como él y su caballo, están siempre sumergidos en pensamientos
tristes. Es muy grande la diferencia entre la vida apacible del campo y la vida
agitada de la ciudad, toda ruido y angustia, un torbellino de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles.
Han salido a la calle antes de almorzar, pero Yona no ha conseguido nada. La
ciudad se va cubriendo de sombras. La luz de los faroles se va haciendo más
intensa, más brillante. El ruido aumenta.
—¡Cochero! —oye de pronto Yona—, ¡llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un
militar con impermeable y capucha.
—¡A Viborgskaya! —repite el militar—. ¿Me oyes? ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El
militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello
como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las
patas y, sin apresurarse, se pone en marcha.
—¡Ten cuidado! —grita otro cochero enfurecido, invisible por la oscu-
ridad de la noche—. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡Ve por la derecha!
—¿No sabes conducir? —dice el militar—. ¡Ve por la derecha!
Siguen oyéndose los insultos del cochero invisible. Un transeúnte que
tropieza con el caballo de Yona le gruñe amenazador. Yona, confundido y
avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece
aturdido y atontado, y mira alrededor como si se acabara de despertar de un
sueño profundo y no supiera qué hace ahí.
—¡Se diría que hay una conspiración en contra tuya! —dice con tono 99

irónico el militar—. Todos quieren fastidiarte y meterse entre las patas de tu


caballo. ¡Una verdadera conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Quiere decir algo, pero sus labios
están paralizados y no puede pronunciar una palabra. El pasajero advierte sus
esfuerzos y le pregunta:
—¿Qué pasa?
Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
—Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la semana pasada…
—¿De veras?… ¿Y de qué murió?
Yona, alentado por esta pregunta, se inclina aún más hacia el cliente y
dice:
—No lo sé… De una de tantas enfermedades… Estuvo tres días en el
hospital y se murió… Así lo quiso Dios.
—¡Por la derecha! —se oye de nuevo un grito furioso—. ¡Parece que
estás ciego, imbécil!
—¡Vamos, vamos! —dice el militar—. Ve un poco más aprisa. A este
paso no llegaremos nunca. ¡Arrea al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco y
agita el látigo torpemente. Voltea varias veces hacia su cliente, con ganas de
seguir la conversación, pero el militar ha cerrado los ojos y no parece dispues-
to a charlar.
Por fin llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indi-
cada y el cliente se baja. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se esta-
ciona en frente de una taberna y espera sentado en el pescante, encorvado e
inmóvil. De nuevo, la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco manto al
caballo y al trineo. Una hora, dos… ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
De repente, por la acera se acercan tres jóvenes que vienen discutiendo.
Dos son altos y delgados; el tercero, bajo y jorobado.
—¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte centavos por los tres!
Yona coge las riendas y se endereza. Veinte centavos es muy poco, pero
100 acepta; lo que a él le importa es tener clientes. Los tres jóvenes, renegando y
entre empujones, se acercan al trineo. Como solo hay dos asientos, discuten
sobre cuál de los tres debe ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el joro-
bado, por ser el más pequeño.
—¡Bueno, en marcha! —le grita el jorobado a Yona, colocándose a su
espalda—. ¡Qué gorro más deforme tienes, viejo! Apuesto cualquier cosa a
que en toda la capital no existe un gorro más feo…
—¡El señor está de buen humor! —dice Yona con risa forzada—. Mi
gorro…
—¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegare-
mos nunca. Apúrale o no hay pago.
—Me duele la cabeza —dice uno de los jóvenes—. Ayer, yo y Vaska
nos bebimos cuatro botellas de brandy en casa de nuestro amigo Dukmasov.
—¡Eso no es verdad! —responde el otro—. Eres un mentiroso y sabes
que nadie te cree.
—¡Palabra de honor!
—¡Oh, tu honor! No daría yo ni un céntimo por él.
Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza y, enseñando
los dientes, ríe con tono agudo.
—¡Ji, ji, ji!… ¡Qué divertidos!
—¡Vamos, vejestorio! —grita, enojado, el jorobado—. ¿Puedes ir más
aprisa o no? Dale un buen latigazo a tu caballo.
Yona agita su látigo, agita las manos y agita todo el cuerpo. A pesar de
todo, está contento; no está solo. Le riñen y lo insultan; pero al menos oye
voces humanas. Los jóvenes gritan, alegan y hablan de mujeres.
Después de un tiempo, cuando tiene un poco más de confianza, Yona
se vuelve de nuevo hacia los clientes y les dice:
—Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada…
—¡Todos nos vamos a morir! —contesta el jorobado—. ¿Puedes ir
más aprisa? ¡Esto es insoportable! ¿A qué hora vamos a llegar?
—Si quieres que vaya más aprisa, dale un coscorrón —le aconseja uno
de sus camaradas. 101

—¿Oyes, viejo decrépito? —grita el jorobado—. Te vas a ganar un


golpe si este trineo no se mueve más rápido.
Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
—¡Ji, ji, ji! —ríe sin ganas Yona—. ¡Dios los conserve de buen humor,
señores!
—Cochero, ¿eres casado? —pregunta uno de los clientes.
—¿Yo? ¡Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie…
Solo me espera la sepultura… Mi hijo está muerto, pero a mí la muerte no
me quiere. Se equivocó y en lugar de cargar conmigo, se ha llevado a mi hijo.
Voltea de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo, pero en
este momento el jorobado lanza un suspiro de satisfacción y exclama:
—¡Por fin! ¡Llegamos!
Yona recibe los veinte centavos convenidos y los clientes se bajan del
trineo. Los sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal. De nuevo
se queda solo y en silencio con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más
dura y más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la
calle, como buscando entre los miles de transeúntes a alguien que quiera es-
cucharlo. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él. Su tristeza es
más intensa a cada instante que pasa. Es tan enorme e infinita que si pudiera
salir de su pecho, inundaría el mundo entero.
Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata
de entablar conversación con él.
—¿Qué hora es? —le pregunta amablemente.
—Van a dar las diez —contesta el hombre—. Aléjese un poco, no pue-
de usted estacionarse delante de la puerta.
Yona avanza un poco, se encoge de nuevo y se sume en sus tristes
pensamientos. Está convencido de que es inútil dirigirse a la gente. Pasa otra
hora. Se siente muy mal y decide dejar de trabajar. Se yergue y agita el látigo.
—No puedo más —murmura—. Hay que irse a acostar.
El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo,
102 emprende un ágil trote. Una hora después, Yona está en su casa, una vasta y
sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas
de cocheros. La atmósfera es pesada e irrespirable. Suenan ronquidos. Yona
se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada.
Piensa que quizá por eso se siente tan desgraciado. En un rincón, un joven
cochero se incorpora. Se rasca la cabeza y se despereza, y luego busca algo
con la mirada.
—¿Quieres beber? —le pregunta Yona.
—Sí.
—Aquí tienes agua… He perdido a mi hijo… ¿Lo sabías?… La sema-
na pasada, en el hospital… ¡Qué desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El joven cochero no
le ha hecho caso: se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha
y momentos después se lo oye roncar. Yona exhala un suspiro. Experimenta
una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha trans-
currido una semana desde la muerte de su hijo y no ha tenido aún ocasión
de hablar de eso con una persona que lo quiera escuchar. Quisiera hablar
largamente de lo que sucedió, contarlo todo con detalles. Necesita describir
cómo enfermó su hijo, lo que sufrió, las palabras que pronunció al morir.
Quiere también contar cómo ha sido el entierro… Además, su hijo dejó en la
aldea una pequeña niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas
que contar! ¡Qué no daría por encontrar a alguien que lo escuche con aten-
ción, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo!
Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres les
gustan las historias tristes, basta decirles dos palabras para que lloren a mares.
Yona decide ir a ver a su caballo. Se viste y sale a la cuadra. El caballo,
inmóvil, come heno.
—¿Comes? —le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo—. ¿Qué se
le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena, hay
que contentarse con heno… Soy ya demasiado viejo para ganar mucho… A
decir verdad, yo ya no debía estar trabajando; mi hijo me iba a reemplazar. Él
sí era un gran cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha
muerto… 103

Tras una corta pausa, Yona continúa:


—Sí, amigo…, ha muerto… ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un
hijo y se muriera… Naturalmente sufrirías, ¿verdad?…
El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un
aliento húmedo y cálido. Yona, a quien por fin un ser viviente lo oye, desahoga
su corazón contándoselo todo.
La oveja feroz
Jaime Alberto Vélez G. (Colombia)

U na oveja decidió disfrazarse de lobo para confundir a su habitual enemigo,


y se encontró con un lobo que había recurrido a su vieja costumbre
de vestirse de oveja. En medio de la confusión que ocasionó el encuentro,
todos pudieron presenciar cómo, por primera vez en la historia, la oveja feroz
devoraba al lobo indefenso.
104
La inutilidad de dar consejos
Fernando Pessoa (Portugal)

Y o no aconsejo. Colecciono sellos. Para dar consejos es necesario estar


completamente seguro de que los consejos son buenos y para eso es
necesario estar seguro —de lo que nadie en absoluto lo está— de estar en
posesión de la verdad. Y luego es necesario saber si esos consejos se adaptan
al individuo al que se le dan, para lo cual es necesario conocer toda su alma,
lo que casi nunca es posible. Y también hay que tener en cuenta que el modo 105

de dar consejos debe adaptarse exactamente a aquella alma; se aconsejan a


veces cosas que no quieren que se hagan para que, combinadas con elementos
del alma aconsejada, se obtenga el resultado que se desea. Solo la gente muy
ingenua da consejos.

Fragmento de El filatelista
¿Cuánta tierra necesita
un hombre?
León Tolstói (Rusia)

É rase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado duro
y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así
que permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez
trabajando la Madre Tierra”, pensaba a menudo, “los campesinos siempre
106 debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si
tuviéramos nuestra propia tierra”.
Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña
terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno
se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó
que un vecino compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consenti-
do en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad. “Qué te
parece”, pensó Pahom. “Esa tierra se vende y yo no obtendré nada”.
Así que decidió hablar con su esposa.
—Otras personas están comprando y nosotros también debemos com-
prar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.
Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían
ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; emplea-
ron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron
prestado el resto a un cuñado y así juntaron la mitad del dinero de la compra.

*Moneda oficial de Rusia.


Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había
bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.
Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada y la
sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar
sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba
sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando
salía a arar los campos o a mirar sus mieses y sus prados, el corazón se le lle-
naba de alegría. La hierba que crecía y las flores que florecían allí le parecían
diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía
igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.
Un día Pahom estaba sentado en el patio cuando un viajero se detuvo
ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía y el forastero respondió que
de más allá del río Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a
la otra y el hombre le comentó que había muchas tierras en venta por allá, y
que muchos estaban viajando para comprarlas. Le aseguró que las tierras eran
tan fértiles que el centeno era alto como un caballo y tan tupido que cinco 107

cortes de guadaña formaban una gavilla. Comentó que un campesino había


trabajado solo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.
El corazón de Pahom se llenó de anhelo. “¿Por qué he de sufrir en este
agujero si se vive tan bien en otras partes?”, pensó. “Venderé mi tierra y mi
finca, y con el dinero comenzaré de nuevo y tendré todo nuevo”.
Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias,
y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el
campesino era cierto, y Pahom estaba en una posición mucho mejor que la de
antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de
ganado que deseaba.
Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se
sentía complacido, pero cuando se acostumbró, comenzó a pensar que tam-
poco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras
suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas
temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría
haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras aje-
nas todos los años y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero. “Si todas
estas tierras fueran mías”, pensó, “sería independiente y no sufriría estas in-
comodidades”.
Un día, un vendedor de bienes raíces que conoció le comentó que
acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs*, donde había comprado
setecientas hectáreas por solo mil rublos.

108

—Solo debes hacerte amigo de los jefes —dijo—. Yo les regalé como
cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a
quienes lo bebían. Así obtuve la tierra por una ganga.
“Vaya”, pensó Pahom, “allá puedo tener diez veces más tierras de las
que poseo. Debo probar suerte”. Así que encomendó a su familia el cuidado
de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una
ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor

*Grupo étnico de origen turco que habita en Rusia.


les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos
kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían
instalado sus tiendas.
En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en
torno al visitante. Le sirvieron té y kumis, sacrificaron una oveja y le dieron
de comer. Pahom sacó los presentes de su carreta y los distribuyó, y les dijo
que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le
dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a
qué había ido Pahom.
El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:
—De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en
abundancia.
—¿Y cuál será el precio? —preguntó Pahom.
—Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.
Pahom no comprendió.
—¿Un día? ¿Qué medida es esa? ¿Cuántas hectáreas son? 109

—No sabemos calcularlo —dijo el jefe—. La vendemos por día.


Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos
por día.
Pahom quedó sorprendido.
—Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra —dijo.
El jefe se echó a reír.
—¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día
al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.
—Pero ¿cómo debo señalar el camino que he recorrido?
—Iremos a cualquier lugar que gustes y nos quedaremos allí. Puedes
comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje llevando un azadón contigo.
Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo
y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el
recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de
donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.
Pahom estaba alborozado y decidió hacer el recorrido a la mañana
siguiente. Charlaron, bebieron más kumis, comieron más oveja y bebieron
más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón y los
bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse al romper el alba y viajar al
punto convenido antes del amanecer.
Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pen-
sar en su tierra. “¡Qué gran extensión marcaré!”, pensó. “Puedo andar fácil-
mente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos y un recorrido
de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tie-
rras más áridas o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la
trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas
noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado”.
Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.
—Es hora de despertarlos —se dijo—. Debemos ponernos en
marcha.
110 Se levantó, despertó al criado que dormía en la carreta, le ordenó uncir
los caballos y fue a despertar a los bashkirs.
—Es hora de ir a la estepa para medir las tierras —dijo.
Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se
pusieron a beber más kumis, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no
quería esperar.
—Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.
Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a
caballo, otros en carros. Pahom iba en su carreta con el criado y llevaba un
azadón. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Su-
bieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio.
El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.
—Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo
que gustes.
A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como
la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas
crecían altos pastizales.
El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:
—Esta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que
rodees será tuya.
Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo,
quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó
con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y,
atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó
el azadón y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas
las direcciones eran tentadoras.
—No importa —dijo al fin—. Iré hacia el sol naciente.
Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara so-
bre el horizonte. “No debo perder tiempo”, pensó, “pues es más fácil caminar
mientras todavía está fresco”. Los rayos del sol no acababan de chispear sobre
el horizonte cuando Pahom, azadón al hombro, se internó en la estepa.
Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo,
cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego con- 111

tinuó y como ya había vencido el entumecimiento, apuró el paso. Al cabo de


un rato cavó otro pozo.
Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la
gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas de la carreta. Pahom cal-
culó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el
chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor,
miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.
—He recorrido el primer tramo, pero debo hacer cuatro en un día,
y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas —se
dijo.
Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la
marcha. Ahora caminaba con soltura. “Seguiré otros cinco kilómetros”, pensó,
“y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena
perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra”.
Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era
apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello
bajo el sol. “Ah”, pensó Pahom, “he avanzado bastante en esta dirección, es
hora de girar. Además, estoy sudando y muy sediento”.
Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua
y giró a la izquierda. Continuó la marcha, la hierba era alta y hacía mucho
calor.
Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía. “Bien”,
pensó, “debo descansar”. Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acos-
tó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió
andando. Al principio caminaba sin dificultad y sentía sueño, pero continuó
pensando: “Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo”.
Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo
a la izquierda cuando vio un fecundo valle. “Sería una pena excluir ese te-
rreno”, pensó. “El lino crecería bien aquí”. Así que rodeó el valle y cavó un
pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba
brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la
112 gente de la loma.
“¡Ah!”, pensó Pahom, “los lados son demasiado largos. Este debe ser
más corto”. Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol.
Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido
tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros
de su meta.
“No”, pensó, “aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver
en línea recta. Podría alejarme demasiado y ya tengo gran cantidad de tierra”.
Pahom cavó un pozo de prisa.
Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por
el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, y le flaqueaban las
piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del po-
niente. El sol no espera a nadie y se hundía cada vez más.
“Cielos”, pensó, “si no hubiera cometido el error de querer demasiado.
¿Qué pasará si llego tarde?”. Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba
lejos de su meta y el sol se aproximaba al horizonte.
Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más
rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó
la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó solo el azadón que usaba
como bastón.
“Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que
llegar antes de que se ponga el sol”. El temor le quitaba el aliento. Pahom 113

siguió corriendo, la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel,


tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón latía como
un martillo y sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba
abrumado por el terror de morir de agotamiento.
Aunque temía la muerte, no podía detenerse. “Después de que he
corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora”, pensó. Y
siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y
esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y
siguió corriendo.
El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la san-
gre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a
la gente de la loma agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra
de piel de zorro en el suelo con el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo
a carcajadas.
“Hay tierras en abundancia”, pensó, “¿pero me dejará Dios vivir en
ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!”.
Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus
fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas ape-
nas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el
cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.
“Todo mi esfuerzo ha sido en vano”, pensó, y ya iba a detenerse, pero
oyó que los bashkirs aún gritaban y recordó que, aunque para él, desde aba-
jo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró
una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó
a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom
soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con
las manos.
—Vaya, ¡qué sujeto tan admirable! —exclamó el jefe—. ¡Ha ganado
muchas tierras!
El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio
que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto! Los bashkirs chasquea-
114 ron la lengua para demostrar su piedad.
Su criado empuñó el azadón y cavó una tumba para Pahom, y allí lo
sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.
Ejemplo de Juan de la Miseria
Agustín Jaramillo L. (Colombia)

E ste era un hombre muy pobre, qu’el apelativo d’el era Juan de la Miseria.
No trabajaba. Él no sabía ningún arte y no encontraba destino.
Tenía familia. Una obligación. Y la única renta era una gallinita que
no faltaba con el güevito diario. El güevito se vendía y de ai tenía que salir
la mantención pa todos… Un día cualquiera, Juan de la Miseria ya no pudo 115

aguantar más hambre y le dijo a la mujer:


—Matame esa gallina, yo me voy a recorrer.
¡Mentira! Era pa ir a comese la gallina solo, aonde no tuviera que dale
nada a nadie. El hambre lo tenía acosao ya. Desesperao. Regó entre los veci-
nos que s’iba a recorrer a ver si Dios lo socorría.
La mujer le quebró el pescuezo a la gallina, la preparó lo mejor que
pudo y la envolvió en unas hojitas. Salió el hombre con su paquete di hojas
y se decía: “Me voy a comer esta gallinita onde nu hayga nadie. ¡Ni pájaros!”.
S’entró al monte, desenvolvió las hojas y ya iba a comenzar a comer,
cuando, un viejito, a pedile gallina.
—No. No le doy. Esta gallina es pa mí solo. ¡Vea como en toda parte
hay pedigüeños!
—Deme un pedacito siquiera.
—Tome esta presita, pues. Y usté, ¿quién es?
Y dice el viejito:
—Yo soy el Señor…
—¿El Señor? No coma de mi gallina. Ahá. Debía de ser parejo. ¡Preste
acá mi presa! Usté debía ser parejo: no hacer ricos tan ricos, ni pobres tan
pobres. Debía repartir todo mejor repartido.
El viejito fue desapareciendo.
El hombre envolvió su gallina y se fue pa más aentro en el monte, a
ver si no se volvía a encontrar con nadie que le pidiera. Por allá, muy aentro,
se sentó en una piedra, y comenzó a desenvolver. Soltó la hoja. Y va llegando
una viejita, como con mucha hambre. Tanta lástima le dio a Juan de la Mise-
ria que le dijo:
—Apure, señora, almorcemos.
—Gracias, señor.
Se sentaron y dice Juan:
—¿Y usté quién es?
—Yo soy la Virgen.
116 —¿La Virgen? Aguardi’ai. ¡No coma de mi gallina! Usté debía obliga-
lo a Él a repartir mejor.
Envolvió otra vez y se levantó. Se fue pa más lejos y volvió a acomo-
dase en un altico, a comer.
—¡Aquí sí me la como yo solo!
Cuando… va apareciendo un esqueleto. Si arrima el esqueleto y dice:
—Almorcemos, que tengo mucha hambre.
—¿Sí? —dice Juan de la Miseria— ¿Y usté quién es, tan flaco?
—Yo soy la Muerte.
—¿Que vusté es la Muerte? Apure siéntese conmigo. ¿Quiere gallina?
Em pueda cómasela toda. ¡Usté es pareja! Por eso me gusta: es parejita con
todo mundo. ¡Nu escoge! Tenga…, ¡coma!
Se sentaron los dos y almorzaron juntos. Di ai la Muerte le dio las gra-
cias y se alejó. Salió del monte Juan de la Miseria, camino de la casa, cuando
s’encontró con un viejito que le dijo que se fueran a recorrer. El viejito era el
Señor. Se fueron…
Por allá muy lejos, muy lejos, llegaron a un gran palacio qu’estaba todo
de luto y todo el mundo llorando muy triste.
—¿Qué pasó aquí? —preguntaron.
—Que ha muerto la hija del rey. La menor. La que más quería el rey,
qu’está tan triste que no la quiere dejar enterrar: dice que no se halla capaz di
aguantar.
Entró el Señor a hablar con el rey y le dijo que qué le acontecía.
—Murió mi hija, buen hombre, y no puedo con la pena. Doy millones
al que me la resucite.
—Tal vez yo fuera capaz… —dice el Señor.
—Póngase al trabajo. Si no la revive, pena de la vida.
—Sálgasen todos para juera —dijo el Señor. Así que lo dejaron solo
con la muerta, la cogió di una mano y la levantó viva.
¡Qué alegría la de todo el mundo! ¡Y la d’ese rey! ¡Y qué admiración!
—¡Pida dinero! —le dijo—. ¡Pida! Bien pueda pedir que yo le pago.
¡Es lo que pida! Si mi corona quiere, mi corona se la doy. ¡Tómela! 117

—No, señor. Deme… rial y medio pa que mi compañero compre


tabaquito.
Y se pega qu’envenenada ese Juan, ¿aoye?
—Con vusté no se puede andar, hombre —le decía al Señor—. Vusté
es bobo.
El Señor desapareció.
—Eh, yo ya sé trabajar. Que li hace que se vaya el compañero.
Siguió andando solo Juan de la Miseria y un día, recorriendo, llegó
ondi otro rey que tenía un caso igual: se li había muerto la hija única.
Fue Juan onde el rey, le dijo qu’él era capaz de resucitala. Que cuánto le
daba. El rey ofreció la mita de su fortuna y Juan le decía que si no daba más.
Hasta que arregló con el rey. Y el rey dijo:
—Resucítela, pues, o pena de la vida. ¡Lu hago quemar vivo!
—Salgan todos pa juera —dijo Juan. Y di ai se arrimó onde la muerta
y la cogió de la mano, que se levantara. Pero la muerta no hacía caso. Pasaba
el rato y el rato, y Juan sin salir. L’echaba bendiciones, pero como si tal cosa.
El plazo qu’él tenía era de una hora. A la hora y media empezaron a golpiar
la puerta y a decile que qui’hubo, y él apenas respondía:
—Ya va, ya va… Es que ta dura. ¡Siempre ta durita!
Así que vieron que nada hacía; se lo llevaron pa media plaza, a quema-
lo vivo. Eso fue el escándalo más horrible. Ya l’iban a meter candela, cuando
llegó el Señor.
—¿Qué es lo que pasa?
—Esto y esto…
—Muy bien. Sepan ustedes que yo estoy obligao a hacer lo que no
puede hacer mi compañero.
—Camine —le contestaron—. Bregue a ver si usté es capaz de dale
vida a la princesa, y si no, quiere decir que los quemaos son dos.
Llegaron al palacio y el Señor mandó salir a la gente. Así que se quedó
solo con la muerta, le dijo:
—¡Camine! —Y la muchacha se fue parando, como si acabara de
118 dispertar.
—Milagro. Milagro —fue lo que gritó todo el mundo. Y ai mismo
cogieron a preparar un banquete pa celebrar la cosa. Cuando el rey vio al
viejito, le dijo:
—Bien pueda cobre lo que quiera. ¿Qué quiere que le dé?
—Deme… dos riales.
—¡Maldita sea! —decía Juan de la Miseria—. Otro tiro p’hacenos
ricos, ¡y este carajo! ¡Eh, hombre!
El Señor recibió los dos riales y se los entregó a Juan de la Miseria:
—Tome —le dijo—. Un rial pa que compre un pollito de a rial y otro
rial pa que compre arepas y un revueltico pa una cena. Bien pueda y arregle
todo y, como yo me voy ahora, si no he llegao, coma. Cómase todo el pollo, si
quiere. Lo único que le pido es que me guarde las higaditas.
Muy bien, que el Señor salió y se fue, y Juan de la Miseria se puso a
preparar el pollo. Así que ya estuvo listo, todo preparao, le dio tentación de
comese las higaditas del pollo. No le provocó más qu’eso.
Cuando…, como a las siete, va llegando el Señor.
—Qui’hubo, Juan, ¿ya cenó?
—No, Señor, yo lo estaba esperando.
—¿No ha comido nada?
—No, Señor.
Y dice el Señor a buscar con las pañadoras y a revolver, pero no daba
con las higaditas.
—¿Vos te comites las higaditas?
—No. Yo no, Señor… ¡Qué tal!
—Entonces, ¿por qué no están aquí?
—Eso era qu’el pollo no tenía higaditas.
—¿No tenía? —dice el Señor—. ¿Vos me creés así de carajo? ¡Cómo
nu iba a tener!
—Muy fácil, ¡pues no tenía!
Y se agarran a discutir: que sí tenía, que no tenía, que sí se las comió,
que no se las comió. ¡Un combate! Hasta qu’el Señor se nojó de verdá y lo
agarró a los pescozones, lu amarró con una soga y lo colgó di un árbol. 119

—Di ai no te bajo hasta que no confesés que te comites las higaditas.


Y el otro allá guindao, con la lengua afuera, apenas hacía señas que el
pollo no tenía. Así que s’iba a morir, el Señor lo descolgó. Siguieron alegando
otro rato y a lo último el Señor le dijo:
—Bueno, si no confesás, te voy a echar’hogar. Mirá ese río, ¡te voy a
echar!
—Écheme, pero ese pollo no tenía higaditas.
Lo pañó el Señor y lo echó a medio río. ¡Allá, a medio corrientón!
—¿Te las comites? —le gritaba el Señor, desde l’orilla—. ¡Decí que sí
y te saco!
—¡No tenía! —gritaba el otro, tragando agua por boca y narices. ¡Y
seguía pa bajo!
Hasta qu’el Señor lo sacó.
—¿Qué hizo las higaditas? Si no me dice qué las hizo, ¡lo echo a esta
hoguera!
—No tenía higaditas ese pollo.
Lo cogió el Señor y lo alzó. Bajo el brazo donde lo tenía, le preguntaba
y le preguntaba.
—Quémeme, bien pueda quémeme, ¡pero ese pollo no tenía higaditas!
A lo último el Señor lo largó y le dijo:
—Apure, vámonos pa aquella montaña.
Se fueron. Por allá, en medio monte, llega el Señor y dice:
—Apure, saquemos una cosa que hay allí.
Destaparon y era una pila de oro. Cogió el Señor y separó tres
montones. Iguales los tres. Y de ai dijo:
—Bueno, vamos a partir así: un montón pa usté, uno pa mí y el otro
pa’l que se comió las higaditas…
Entonces Juan de la Miseria fue cogiendo dos montones y dijo:
—¡Esto es lo mío, porque las higaditas me las comí fui yo! ¡Pa que sepa!
El viejito largó la carcajada y ajuntó todo en una sola pila.
120 —Todo es pa vos. Todo.
—¡Opa! ¿Y yo cómo voy’hacer pa llevame todo esto?
—Yo le doy en qué y le doy fuerzas. Yo soy el Señor.
De ai se fueron conversando y el Señor le dijo:
—¿Yo le di riquezas? Dele usté a los pobres. No deje ir el nombre de
Dios. Haga hospitales y orfanatos, haga harto bien que allá lo aguardo…
—Bueno. Acompáñeme a mi casa…
Llegaron a la casa y el hombre dejó todos los tesoros y le dijo a la mu-
jer que hiciera harta caridá. Volvió a despedise y le dijo al viejito:
—Llevame, Señor. Llevame, que yo me quiero ir con vos…

El autor en este cuento utiliza una ortografía que se sale de las normas intentando imitar las formas del habla popular
de su región.
Milagro
Voltaire (Francia)

U n pequeño fraile estaba tan habituado a hacer milagros que el abad le


prohibió practicar su don. El pequeño fraile acató la orden; pero al ver
que un pobre albañil se caía desde un tejado muy alto, titubeó entre el deseo
de salvarle la vida y el voto de obediencia. Dispuso que el albañil se quedara
congelado en el aire y corrió rápidamente hasta el monasterio para contarle
al abad lo que estaba sucediendo. El abad le perdonó el pecado que había 121

cometido al comenzar un milagro sin su permiso, y le permitió acabarlo con


tal de que aquello no volviera a repetirse.

Fragmento de la entrada “Milagro” del Diccionario filosófico.


Maduros
Historia de los dos que soñaron
Gustav Weil (Alemania)

C uentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y pode-


roso y misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre
poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió,
menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan.
Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo de una higuera de su jardín y vio
en el sueño a un desconocido que le dijo:
—Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla.
A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y
afrontó los peligros de los desiertos, de los idólatras, de los ríos, de las fieras
y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo
sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había,
junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso una
pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas
que dormían se despertaron y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron,
hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres
y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita
y en ella dieron con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la cárcel. El juez lo
hizo comparecer y le dijo:
124 —¿Quién eres y cuál es tu patria?
El hombre declaró:
—Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebi.
El juez le preguntó:
—¿Qué te trajo a Persia?
El hombre optó por la verdad y le dijo:
—Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí
estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que la fortuna que me prometió
ha de ser esta cárcel.
El juez se echó a reír.
—Hombre desatinado —le dijo—, tres veces he soñado con una casa
en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín, un reloj
de sol y después del reloj de sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro. No
he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, has errado de ciudad
en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma
estas monedas y vete.
El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la higuera de su
casa (que era la del sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios le dio la
bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.

125

Del libro Antología de la literatura fantástica. Compilación de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo.
La tragedia del minero
Efe Gómez (Colombia)

E s de noche. La luz de una vela de sebo del altar de los retablos lucha con
la sombra. Están terminando de rezar el rosario de la Virgen santísima.
Todos se han puesto de rodillas. Doña Luz recita, con voz mojada en la
emoción de todos los dolores, de todas las esperanzas, de las decepciones
todas de su alma augusta crucificada por la vida, la oración que pone bajo
el amparo de Jesucristo a su familia, a los viajeros, a los agonizantes, a los
amigos y a los enemigos: a la humanidad entera.
Se oyen pisadas en los corredores del exterior. Se entremiran azorados.
Se ponen de pies. Se abre la puerta del salón y van entrando, descubiertos,
silenciosos, Juan Gálvez, los Tabares, padre e hijo, y los dos Restrepo. Son los
mineros que se fueron a veranear a las selvas de las laderas del remoto río que
corre por arenales auríferos. Se han vuelto porque el invierno se entró.
—¿Y Manuel? —pregunta doña Luz.
Silencio.
—¿Se quedó de paso en su casa?
—No, señora.
—¿Y entonces?
Silencio nuevo.
126 —Pero ¿qué pasa? Su mujer lo espera por instantes. Quiere, natural-
mente, que esté con ella en el trance que se le acerca.
—¡Pobre Dolores! —dice Micaela—. De esta llenada de luna no pasa.
A Juan Gálvez empiezan a movérsele los bigotes de tigre, va a hablar.
—Que se cumpla la voluntad de Dios, señora —dice al fin—. Manuel
no volverá.
—¿Qué hubo, pues?… Cuenta, por Dios.
—Mire, señora. Eso fue horrible. Ya casi terminaba el verano… Y
ni un jumo de oro. Cuando una mañanita cateamos una cinta a la entrada
de un organal… y empezamos a sacar amarillo… y la cinta a meterse por
debajo del organal… La señora no sabe lo que es un organal… Son pedrones
sueltos, redondeados, grandísimos…, amontonados cuando el diluvio, pero
pedrones. Como catedrales, como cerros… ¡Y qué montones! Con decirle
que el río, que es poco menos que el Cauca, se mete por debajo de un montón
de esos… Y se pierde. Se le oye mugir allá…, hondo. Uno pasa por encima,
de piedra en piedra. El otro día, por tantear qué tan hondo pasa el río, dejé
ir por una grieta el eslabón de mi avío de sacar candela. Y empezó a caer de
piedra en piedra…, a caer de piedra en piedra…, a chilinear: tirín, tirín…
Allá estará chilineando todavía. Por entre las junturas de las piedras íbamos
arrastrándonos desnudos, de barriga, como culebras, detrás de la cinta,
que era un canal angosto. Llegamos a un punto en que no cabíamos… Ni
untándonos de sebo pasaba el cuerpo por aquellas estrechuras. Manuel dio
con una gatera por donde le pasaba la cabeza. Y él, que era más que menudo,
pasó, sobándose la espalda y la barriga. Taqueamos en seguida las piedras,
como pudimos, con tacos de guayacán.
—Aquí va la cinta —dijo Manuel, ya al otro lado.
Le echamos una batea de las chiquitas; las grandes no cabían. La llenó
con arena de la cinta.
—¿Qué opinás, viejo? —me dijo cuando me la devolvió por el agujero,
por donde había pasado llena de material.
—Mirá, se ven, así en seco, los pedazos de oro. En este güeco está el
oro, pendejo. Pa educar a mis muchachos. Pa dale gusto a Dolores… 127

Y pegó un grito de los que él pegaba cuando estaba alegre, que retumbó
en todo el organal, como un trueno encuevao.
Los compañeros salieron a lavar afuera, a bocas del socavón, la batea
que Manuel acababa de alargarnos. Yo me puse a prender mi pipa y a chu-
parla, y a chuparla… Cuando de golpe, ¡tran! Cimbró el organal y tembló
el mundo. Del susto me tragué la pipa que tenía entre los dientes. La vela
se me cayó, o también me la tragaría. Me quedé a oscuras… ¡Y las prendo!
Tendido de barriga, corría, arrastrándome, como si me hubiera vuelto agua
y rodara por una cañería abajo. No me acordé de Manuel…, pa qué sino
la verdá.
—¡Bendita sea la Virgen! —dijeron los que estaban afuera, lavando el
oro, cuando me vieron llegar—. Creímos que no había quedado de ustedes,
mano Juan, ni el pegao.
—¿Y qué fue lo que pasó?
—Es que onde hay oro espantan mucho.
—¿Y Manuel?
—Por ai vendrá atrás.
Nos pusimos a clarear el cernidor. Era tanto el oro que nos embele-
samos más de dos horas viéndolo correr, sin reparar que Manuel no llegaba.
—¿Le pasaría algo a aquel?
—Allá estará, como nosotros, embobao con todo el amarillo que hay
en ese güeco.
—Vamos a ver.
Y empezamos de nuevo a entrar, tendidos, de punta, como lombrices;
pero alegres, deshojando cachos. Porque el oro emborracha. Se sube a la ca-
beza como un aguardiente.
Llegamos al punto en donde habíamos estado antes.
—Pero qué sustico el tuyo, Juan. Mirá donde dejaste la pipa —dijo
Quin Restrepo, con una carcajada.
—¡Y la vela!
128 —¡Y los fósforos!
—Fijate a ver si dejó también las orejas este viejo flojo.
—¡Y quién le oye las cañas!
—Pero ¡qué fue esto, Dios! Vengan, verán —gritó Penagos.
—¡A ver!
Nos amontonamos en el lugar en que estaba alumbrando con la vela.
¡Qué espanto, Señor de los Milagros! Nos voltiamos a ver, unos a otros, des-
coloridos como difuntos. Los tacos de guayacán que sostenían las piedras que
formaban el agujero por donde Manuel entró se habían vuelto polvo. Del
agujero no quedaba nada: ciego, como ajustado a garlopa.
—¡Manuel…! —grité.
Nada.
—¡Manuel!
Nada. Volví a gritar, arrimando la boca a una grieta por donde cabía
apenas la mano de canto:
—¡Manuel!
—¡Oooh!… —respondieron al mucho rato, por allá, desde muy hondo.
Desde muy hondo…
—¿Qué hubo, hombre?
—A mí déjenme quieto.
—Pero ¿qué fue, hombre?
—Por mí no se afanen. Ya yo no soy de esta vida.
—¿Qué pasa, hombre, pues?
—Encerrado como en el sepulcro… De aquí ya no me saca nadie…
Sacará Dios el alma cuando me muera… Si es que se acuerda de mí.
—Buscá, hombre, tal vez quedará alguna juntura por onde…
—He buscado ya por todas partes… Los pedrones, juntos, apretados…
¡Y qué pedrones!… Tengo una sed…
Inventamos un popo por onde le echábamos agua y cacaíto. Así nos
estuvimos ocho días: callaos, mano sobre mano, como en un velorio.
Si tuviéramos dinamita, pensábamos, volaríamos el pedrejón que rom-
pió los tacos…, pero como todos los pedrones están sueltos, sostenidos unos 129

con otros, el organal se movería íntegro, se acomodaría cada vez más de manera
diferente… y nos trituraría a todos…, o nos dejaría encerrados…
Y lo horrible fue que se nos acabaron los víveres. Manuel lo adivinó.
¡Con lo avispado que era!
—Váyanse, muchachos…, ya hay agua aquí. Con el invierno ha bro-
tado entre las piedras… Déjenme los tabacos que puedan, fósforos y mecha,
y… váyanse… ¿Qué se suplen con estarse ai…? Váyanse, les digo. Déjenme
a mí el alma quieta, ya yo estoy resignao a mi suerte. Lo único que siento es
no conocer el hijo que me va a nacer, o que me habrá nacido ya. ¡Pobrecito
güérfano!… Me le dicen a doña Luz que ai se los dejo…, a él y a Dolores.
Que los cuide como propios… y no me llamen más, porque no les contesto…
¿Qué hacíamos, pues, nosotros? Venirnos. Venirnos y dejarlo. ¡Cosa
más berrionda!
Y el viejo Juan, con un movimiento brusco, se puso el sombrero y se
agachó el ala para taparse los ojos. Lloraba.
La puerta del exterior se abrió con estrépito. Y entra Dolores, pálida,
la piel del rostro bello pegada a los huesos y los ojos enormes, extraviados,
trágicos.
—Todas son patrañas. Todo lo he oído… Me voy por Manuel. ¡Ya!
¡Cobardes, cómo dejan a un compañero abandonado! ¡Quien oye al viejo
Juan! ¡Viejo infeliz! Traeré a Manuel. Lo que cinco hombres no pudieron lo
haré yo… ¡Y ustedes, sinvergüenzas, tiren esos pantalones y pónganse unas
fundas! ¡Maricos…!
Abre los brazos, da un grito y cae al suelo, retorciéndose entre los
dolores del parto. Se lanza doña Luz, severa, enérgica, bella, y hace salir a los
hombres y a los niños.

130
En la peluquería
Kjell Askildsen (Noruega)

H ace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuen-


tra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos, incluso
antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece
puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder mirarme en el espejo
sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los pelos largos de la
nariz.
Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que
no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre, y se me
ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La
verdad es que intenté convencerme de no ir, está demasiado lejos, me dije, tus
piernas ya no valen para eso, te va a costar al menos tres cuartos de hora ir, y
otro tanto volver. Pero de nada sirvió. ¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de
sobra, es lo único que me sobra.
De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mu-
cho; jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una
lata, habría preferido ser sordomudo. Porque ¿qué hay que merezca ser escu-
chado?, y ¿por qué hablar?, ¿quién escucha? y ¿hay algo más que decir? Sí, hay
más que decir, pero ¿quién escucha?
Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el mundo cambia. En la pe- 131

luquería todo está cambiado. Solo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero
no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como
si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas las estaban afeitando o
cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre.
Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que estaban esperando eran
demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví ha-
cia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que
quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la
compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a
menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto
más humano, ¿no?, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes
por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a
un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. “Pobre pe-
rrito”, decían, o “Gatito, pobrecito, ¿está herido?”. ¡Ay, sí, hay muchos amantes
de los animales!
Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un
alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo,
tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería.
Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya nin-
gún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté
y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficien-
temente corto. Y así me ahorré unas coronas*, seguro que me habría costado
bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo
cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.

132

*Moneda utilizada en Noruega.


En manos de la cocinera
Miguel de Unamuno (España)

¡G racias a Dios que iba, por fin, a concluírsele aquella vacua existencia de
soltero y a entrar en una nueva vida, o más bien entrar en vida de veras!
Porque el pobre Vicente no podía ya tolerar más tiempo su soledad. Desde que
se le murió la madre vivía solo, con su criada. Esta, la criada, le cuidaba bien;
era lista, discreta, solícita y, sin ser precisamente guapa, tenía unos ojillos que
alegraban la cara, pero… No, no era aquello; así no se podía vivir.
Y la novia, Rosaura, era un encanto. Alta, recia, rubia, pisando como
una diosa, con la frente cara a cara al cielo siempre. Tenía una boca que daba
ganas de vivir el mirarla. Su hermosura toda era el esplendor de la salud.
Eso sí, una cosa encontró en ella Vicente que, aunque ayudaba a en-
cenderle el deseo, le enfriaba por otra parte el amor, y era la reserva de Ro-
saura.
Jamás logró de ella ciertas familiaridades, en el fondo inocentes, que se
permiten los novios. Jamás consiguió que le diese un beso.
“Después, después que nos casemos, todos los que quieras”, le decía.
Y Vicente para sí: “¡Todos los que quieras!… ¿No es este un modo de des-
deñarlos? ¿No es como quien dice ‘Para lo que me van a costar’?…”. Vicente
presentía que solo valen las caricias que cuestan. 133

¿Le quería Rosaura? ¿Es que de veras le quería? ¡Era tan terriblemente
discreta! ¡Estaba tan sobre sí! Toda su preocupación parecía no ser otra que la
de hacerse valer, la de hacerse respetar. Y a ello parece le movían más aún los
consejos de su madre, de la futura suegra de Vicente, una matrona insoportable
con sus pretensiones aristocráticas. Delante de la buena señora no se podía
hablar de las dos terceras partes de las cosas de que merece hablarse; delante
de ella no se les podía llamar a las enfermedades por su nombre. Y era ella, sin
duda; era aquella madre profesional la que decía a Rosaura: “Hija mía, hazte
respetar”. Ella, por su parte, pareció no haber conocido sino el respeto de su
marido, del padre de Rosaura, que se murió de aburrimiento.
¿Le quería Rosaura? Pero… ¡era tan hermosa! Con brillar tanto sus
ojos, brillaban más aún sus labios, aquellos labios de color encendido y frescos
que daban ganas de respirar más fuerte y más hondo a quien los miraba.
Estaba ya encima el día de la boda. Ignacia, la criada, le había dicho a
Vicente:
—Señorito, aunque usted se case, yo seguiré en la casa…
—¡Pues no faltaba más, Ignacia!
—Pero ¿y si la señorita quiere traer otra?…
—No, no lo querrá.
—Qué sé yo…
Y la pobre chica se quedó pensando que no habría de ser compatible
con aquella señorita tan aseñoritada.
Todo estaba dispuesto para el día de la boda, cuando he aquí que la
víspera se cae Vicente del caballo y se rompe una pierna. El médico dijo que
no podía levantarse lo menos en un mes.
En casa de la novia el accidente causó irritación. “¡Ahora que estaba
dispuesto ya todo, hecho todo el gasto!”, exclamaba la señora.
—La cosa es bien sencilla —dijo el padrino de Vicente—; va la novia
a casa del novio y se casan allí…
—¿Cómo? —exclamó la señora—. ¿Estando él en cama?
134 —Naturalmente; no veo dificultad alguna en que se verifique una boda
hallándose acostado uno de los contrayentes. Pueden muy bien darse las ma-
nos y los votos. Y como la muchacha ha de quedarse luego allí…
—Mi hija no va a casarse a casa del novio, y menos hallándose él en
cama y con la pierna rota…
Rosaura pensaba en tanto que acaso su novio se quedase cojo para
siempre.
El pobre Vicente sufrió más aún que con la rotura de su pierna con
la conducta de su prometida. Fue a visitarle, sí, pero como por compromiso.
Esperaba que hubiese accedido a que se casaran desde luego, o que, por lo
mismo, hubiese ido a servirle de enfermera. Y así se lo insinuó.
—¡De enfermera! —exclamó la señora madre—, ¡pero ese hombre
está loco! ¿Qué idea tendrá de mi hija? Ir una muchacha soltera a cuidar a
un soltero, aunque sea su novio formal y en las condiciones de este, que se ha
roto una pierna. ¡Qué indelicadeza de sentimientos!… En fin, hay cosas que
si no se maman…
No le quedó al pobre Vicente otro recurso y otro consuelo que la po-
bre Ignacia. La chica redoblaba de solicitud y de cariño. Hacíale curas y se
las hacía con una casta serenidad, como una sacerdotisa. Vicente procuraba
no quejarse. Y, de hecho, cuando la pobre criada le renovaba los vendajes o
le arreglaba la postura de la pierna, no parecían sus manos ni aun manos de
mujer, sino alas de ángel por lo suaves.
—Qué largo va esto, Ignacia…
—Tenga paciencia, señorito, que dice el médico que ha de quedar
como nuevo, sin cojera alguna, y la señorita Rosaura le espera…
—Me espera…, me espera…
—Ayer la volví a encontrar y me estuvo preguntando con mucha soli-
citud por usted…
—Preguntando…, preguntando…
La curación fue más rápida de lo que los médicos habían supuesto.
Muy pronto pudo levantarse Vicente, apoyado en un fuerte bastón, y dar
algunos pasos por la casa. Y mandó decir que estaba dispuesto a acudir así a 135

la iglesia, a casarse. La futura suegra le contestó que no había prisa, que era
mejor esperar a que estuviese repuesto del todo.
Por fin, se fijó para un nuevo plazo la boda. Los médicos aseguraban
que para entonces Vicente andaría solo, sin bastón y como antes del acci-
dente. Pero el pobre hombre se sentía triste. Aparecíasele la boda como un
sacrificio. Era hombre de palabra.
Tres días antes del nuevo señalado para el sacrificio se le presentó Ig-
nacia, toda confusa, ruborosa, como nunca la había visto, y le dijo:
—Señorito, siento tener que decirle…
—¿Qué?
—Que yo me voy de la casa. —Y se echó a llorar.
—¿Cómo que te vas?
—Sí, como el señorito va a casarse…
—¿Pero no quedamos en que te quedarías tú de criada nuestra?
—Quedamos, sí, en eso usted y yo; pero no ella, no la señorita…
—¿Qué? ¿Te ha dicho algo?
—No, no me ha dicho nada; pero sé de fijo que no podremos estar
mucho tiempo juntas…
—¿Y por qué?
—Porque le he cuidado yo al señorito en su enfermedad, yo y no ella…
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Sí, tiene que ver. Yo sé lo que le digo. Ella, una señorita, y una se-
ñorita que se iba a casar con usted, de quien está usted enamorado, ella no
podía…, no debía venir a cuidarle, mientras que yo…
—Sí, tú eres la criada.
—Eso.
Bajó la cabeza, ensombreciéndosele, Vicente, y al poco rato la levantó,
fijó sus ojos claros en los ojos claros de su criada, y lentamente le dijo:
—Tienes razón, Ignacia; comprendo tus razones, o mejor, tus senti-
mientos, y participo de tus temores. Mi novia, mi futura esposa, y tú seréis
136 incompatibles en esta casa. Aunque no fuese más te echaría su señora madre,
la de la delicadeza de sentimientos. Y tienes razón; ella, la que se hizo respe-
tar, no pudo, no debió venir a cuidarme; eso era menester tuyo, de la criada. Y
tú lo has cumplido con una devoción que no sé si encontraré en ella cuando…
sea mi mujer. Sois incompatibles, y como yo no quiero separarme de mi en-
fermera, renuncio a ella, a Rosaura, y me caso, pero… contigo… ¿Lo quieres?
La pobre chica se echó a llorar.
Y se casó Vicente; pero se casó con su enfermera, con la que nunca
soñó en hacerse respetar. Y no soñó en ello por respeto al amor, al grande
y callado amor a su amo, a aquel amor sencillo y recogido, que hizo de sus
manos de fregadora alas de ángel para manejar como con plumas la pierna
rota de su amo.
Y la señora madre de Rosaura, la exfutura suegra de Vicente, se quedó
diciendo a su hija por vía de consuelo:
—No has perdido nada, hija mía; siempre sospeché de la ordinariez de
sentimientos y de gustos de ese sujeto…

137
El eclipse
Augusto Monterroso (Guatemala)

C uando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada


podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, im-
placable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquili-
dad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con
el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento
de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su
eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro
impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolo-
mé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su
destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las
lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de
su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que
para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo,
valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
—Si me matáis —les dijo—, puedo hacer que el sol se oscurezca en
138 su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incre-
dulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo y esperó confia-
do, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba
su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios —brillante bajo la
opaca luz de un sol eclipsado—, mientras uno de los indígenas recitaba sin
ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que
se producirían eclipses solares y lunares que los astrónomos de la comunidad
maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de
Aristóteles.

139

©Augusto Monterroso
La capa
Dino Buzzati (Italia)

D espués de una interminable espera, cuando ya empezaba a desvanecerse


toda esperanza, Giovanni regresó a su casa. No habían dado todavía las
dos de la tarde y su madre estaba quitando la mesa. Era un día gris de marzo
y volaban las cornejas*.
Al verlo aparecer de improviso en el umbral, su madre gritó: “¡Oh,
bendito seas!”, y corrió a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos hermanitos,
mucho más pequeños que él, se pusieron a gritar de alegría. Había llegado el
momento esperado durante meses, vislumbrado tan a menudo en los dulces
sueños del alba, con el que volvería la felicidad.
Él no dijo casi nada, pues a duras penas lograba contener el llanto.
Había dejado enseguida el pesado sable encima de una silla, pero en la cabeza
llevaba todavía el gorro de piel.
—Deja que te vea —decía entre lágrimas la madre, echándose un poco
hacia atrás—. Deja que vea lo guapo que estás. Pero si estás pálido.
En efecto, estaba algo pálido y como extenuado. Se quitó el gorro,
avanzó hasta el centro de la habitación y se sentó. ¡Qué cansado se le veía,
incluso parecía que le costara sonreír!
—Pero quítate la capa, criatura —dijo la madre, y lo miraba como un
140 prodigio, incluso se sentía intimidada. Qué alto, qué guapo, qué digno estaba
(aunque quizá demasiado pálido)—. Quítate la capa, tráela acá, ¿no tienes calor?

*Ave de la familia de los cuervos.


De forma instintiva, él hizo un brusco movimiento a la defensiva,
apretando la capa contra sí, quizá por temor a que se la arrebataran.
—No, no, déjame —respondió evasivo—. Además, debo salir dentro
de poco…
—¿Debes salir? ¿Vuelves después de dos años y ya quieres irte? —dijo
ella desolada, viendo que volvía a empezar, después de tanta alegría, la eterna
pena de las madres—. ¿Debes salir enseguida? ¿No quieres comer algo antes?
—Ya he comido, madre —respondió el hijo con una afable sonrisa,
y miraba a su alrededor, deleitándose con las amadas penumbras—. Hemos
parado en un mesón, a unos kilómetros de aquí…
—Ah, ¿no has venido solo? ¿Quién te ha acompañado? ¿Un compañe-
ro del regimiento? ¿El hijo de Mena, quizá?
—No, no, alguien que he conocido por el camino. Está fuera espe-
rándome.
—¿Que está ahí esperándote? ¿Y por qué no le has hecho pasar?
¿Cómo se te ha ocurrido dejarle en medio del camino?
Fue a la ventana y, a través del huerto, al otro lado de la cancela de
madera*, distinguió una figura que caminaba lentamente arriba y abajo
por el camino; iba completamente embozada y producía una sensación de
melancolía. Entonces en el ánimo de ella nació, incomprensible, en medio de
su enorme alegría, una pena misteriosa y aguda.
—Es mejor que no —respondió él, resuelto—. Para él sería un fastidio,
es un tipo muy raro.
—¿Y un vasito de vino? Al menos le podremos llevar un vasito de
vino, ¿no?
—Mejor que no, madre. Es un tipo extraño, es capaz de ponerse hecho
una furia.
—¿Pero, entonces, quién es? ¿Por qué te has juntado con él? ¿Qué
quiere de ti? 141

*Cerca de madera.
—No lo conozco bien —dijo lenta y gravemente—. Lo he encontrado
durante el viaje. Ha venido conmigo, eso es todo.
Parecía no querer hablar de eso, parecía avergonzarse. Y su madre, para
no contrariarle, cambió inmediatamente de tema, pero en su amable rostro ya
se apagaba la luz de un momento antes.
—Oye —dijo—, ¿te imaginas lo contenta que se va a poner Marietta
cuando se entere de que has vuelto? ¿Te imaginas sus saltos de alegría? ¿Es
por ella por lo que querías salir?
Él solo sonrió, siempre con aquella expresión de quien desearía estar
contento, pero no puede por alguna secreta preocupación.
La madre no alcanzaba a comprender: ¿por qué permanecía sentado y
casi triste, como en el lejano día de la partida? Ahora había vuelto, tenía una
vida nueva por delante, una infinidad de días libres de todo cuidado, muchas
hermosas veladas juntos, una serie inagotable que se perdía más allá de las
montañas, en la inmensidad de los años futuros. Habían terminado ya las
noches de angustia, cuando en el horizonte se veían resplandores de fuego y
se podía pensar que también él estaba allí en medio, tumbado inmóvil en el
suelo, el pecho traspasado, entre las sangrientas ruinas. Por fin había vuelto,
más alto, más guapo, ¡qué alegría para Marietta! Dentro de poco empezaría
la primavera, se casarían en la iglesia una mañana de domingo, entre repiques
de campanas y flores. ¿Por qué entonces permanecía apagado y distraído, por
qué no reía, por qué no le hablaba de las batallas? ¿Y la capa? ¿Por qué se la
cerraba tanto con el calor que hacía dentro de casa? ¿Tal vez porque, debajo,
llevaba el uniforme roto y lleno de barro? Pero ¿cómo podía avergonzarse
delante de su madre? Las penas parecían haber acabado, pero he aquí que de
pronto surgía una nueva inquietud.
Con el dulce rostro inclinado ligeramente hacia un lado, lo observaba
con preocupación, atenta a no contrariarlo, a adivinar de inmediato todos sus
142 deseos. ¿No estaría enfermo? ¿O simplemente tal vez estaba exhausto por
tantas penalidades? ¿Por qué no hablaba? ¿Por qué ni siquiera la miraba?
En efecto, el hijo no la miraba: al contrario, parecía evitar sus miradas
como si temiera algo. Y mientras tanto, sus dos hermanitos lo contemplaban
mudos, con un extraño embarazo.
—Giovanni —murmuró ella sin poder contenerse más—. ¡Por fin es-
tás aquí! ¡Por fin estás aquí! Espera, voy a prepararte un café.
Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con sus dos hermanos mucho
más pequeños que él. Si se hubieran encontrado por la calle, ni siquiera se
habrían reconocido. ¡Cómo habían cambiado en dos años! Ahora se miraban
en silencio, sin saber qué decir, pero de vez en cuando los tres sonreían al
unísono, casi por un antiguo pacto no olvidado.
En esas volvió la madre, trayendo una tacita de café humeante y un
buen pedazo de bizcocho. Él se bebió de una vez el café y comió el bizcocho
con fatiga. “¿Qué pasa, ya no te gusta? ¡Antes era tu debilidad!”, habría que-
rido preguntarle su madre, pero calló para no molestarlo.
—Giovanni —le propuso en cambio—, ¿no quieres ver tu habitación?
Tienes una cama nueva, ¿sabes? He mandado encalar las paredes, hay una
lámpara nueva, ven a ver… ¿De verdad que no quieres quitarte la capa?, ¿no
tienes calor?
El soldado no le respondió, sino que se levantó de la silla y se dirigió
a la habitación contigua. Se movía de una forma lenta y pesada, como si no
tuviera veinte años. Su madre se había adelantado para abrir de par en par los
postigos de la ventana, pero solo entró una luz triste y gris.
—¡Qué bonito! —dijo él con escaso entusiasmo desde el umbral al ver
los muebles nuevos, los visillos inmaculados y las paredes blancas, todo ello
fresco y limpio. Pero al inclinarse la madre a arreglar la flamante colcha de la
cama, también nueva, él posó la mirada en sus gráciles hombros, una mirada
de inexpresable tristeza que nadie pudo ver. De hecho, Anna y Pietro estaban
detrás de él, con las caritas radiantes, esperando una escena llena de regocijo
y asombro.
Pero no hubo nada. 143

—¡Qué bonito! ¡Muchas gracias, madre! —repitió él, y eso fue todo.
Movía los ojos con inquietud, como quien está deseando finalizar un diálogo
penoso. Pero, sobre todo, de vez en cuando miraba con evidente preocupa-
ción, a través de la ventana, la cancela de madera verde detrás de la cual una
figura caminaba arriba y abajo lentamente.
—¿Estás contento, Giovanni? ¿Estás contento? —preguntó ella impa-
ciente por verlo feliz.
—Oh, sí, es muy bonito —respondió el hijo (pero ¿por qué se obstina-
ba en no quitarse la capa?), y siguió sonriendo con muchísimo esfuerzo.
—Giovanni —suplicó ella—, ¿qué tienes? ¿Qué tienes, Giovanni? Tú
me ocultas algo, ¿por qué no me lo quieres decir?
Él se mordió los labios, parecía que se le hubiese hecho un nudo en la
garganta.
—Madre —respondió, al cabo de unos instantes con voz opaca—, ma-
dre, ahora debo irme.
—¿Debes irte? Pero volverás enseguida, ¿no? Vas a casa de Marietta,
¿verdad? Dime la verdad, ¿vas a casa de Marietta? —y trataba de bromear, a
pesar de la pena que sentía.
—No sé, madre —respondió él sin abandonar aquel tono contenido y
amargo mientras se dirigía a la puerta y volvía a coger el gorro de piel—. No
lo sé, pero ahora debo irme; aquel me espera.
—¿Pero volverás más tarde? Dentro de dos horas estarás de nuevo
aquí, ¿verdad? Llamaré al tío Giulio y a la tía para que vengan, imagínate qué
alegría también para ellos; intenta llegar un poco antes de comer…
—Madre —repitió el hijo, como si le suplicara que no dijera nada más,
que callara, por amor de Dios, que no aumentara la pena—. Ahora debo irme,
aquel me está esperando, ha sido incluso demasiado paciente. —Y la miró de
una forma que rompía el alma.
Se acercó a la puerta; sus hermanitos, todavía alegres, le hicieron corro,
y Pietro le levantó un borde de la capa para ver cómo iba vestido por debajo.
144 —¡Pietro! ¡Pietro! ¡Qué haces! ¡Estate quieto, Pietro! —gritó la ma-
dre, temiendo que Giovanni se enfadara.
—¡No, no! —exclamó el soldado, al darse cuenta del gesto del chiqui-
llo. Pero ya era demasiado tarde. Los dos bordes delanteros de paño azul se
abrieron por un instante.
—Oh, Giovanni, criatura mía, ¿qué te han hecho? —balbució la ma-
dre, cogiéndose el rostro entre las manos—. ¡Giovanni, pero si tienes sangre!
—Debo irme, madre —repitió él por segunda vez, con desesperada
firmeza—. Ya le he hecho esperar demasiado. Hasta pronto, Anna; hasta
pronto, Pietro; adiós, madre.
Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el viento. Atravesó el
huerto casi corriendo y abrió la cancela. Dos caballos partieron al galope bajo
el cielo gris, pero no hacia el pueblo, no, sino a través de los prados, hacia el
norte, en dirección a las montañas. Galopaban y galopaban.
Entonces la madre por fin comprendió; un vacío inmenso que nunca
nadie ni nada podrían colmar se abrió en su corazón. Comprendió la historia
de la capa y la tristeza de su hijo, y, sobre todo, quién era el misterioso
individuo que paseaba de un lado a otro del camino esperando, quién era
aquel siniestro personaje incluso demasiado paciente. Tan misterioso y
paciente como para acompañar a Giovanni a la vieja casa antes de llevárselo
de allí para siempre, con el fin de que pudiera despedirse de su madre. Supo
quién era aquel personaje que había esperado tanto tiempo de pie junto a la
cancela. Él, señor del mundo, había esperado en medio del polvo como un
pordiosero hambriento.

145

© Dino Buzzati Estate. Por cortesía de los herederos.


Fábula de los ciegos
Hermann Hesse (Alemania)
Traducción de J.A. Bravo

D urante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los
internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones
se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido
del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca
se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con
el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos
videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes
razonamientos, es decir, que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta
manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible
para unos ciegos.
Por desgracia, sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la
pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció
discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse
nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo
de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.
Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo
restringido de consejeros, mediante el cual se adueñó de todas las limosnas.
146 A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria
de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus
hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color.
De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron
al dictador. Este los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de
libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que
tenían vista. Eran rebeldes, porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la
infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.
Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo
edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tam-
poco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas
arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa.
El jefe montó en cólera y los demás también. La batalla duró largo
tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender
provisionalmente todo juicio acerca de los colores.
Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos ha-
bía consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo,
siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas au-
torizadas a opinar en materia de música.

147
El banquete
Julio Ramón Ribeyro (Perú)

C on dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado


los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia
hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón
antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas,
cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes. Esta
reforma trajo consigo otras y —como esas personas que cuando se compran
un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y
luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente
hasta llegar al calzoncillo nuevo— don Fernando se vio obligado a renovar
todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de
la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los
cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más
grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto
en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de
jardineros japoneses edificó, en lo que antes era una especie de huerta salvaje,
un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin
salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente
rústico de madera que cruzaba sobre un torrente imaginario.
148 Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fer-
nando y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior, solo
habían asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales se mezcla
la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano. Por
esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al pre-
sidente eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no
hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una
encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad, y así pudo
enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue
necesario encargar por avión a las viñas del mediodía.
Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando
constató con cierta angustia que en ese banquete, al cual asistirían ciento
cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de
ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin de
cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que
obtendría de esta recepción.
—Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la
montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo
—decía a su mujer—. Yo no pido más. Soy un hombre modesto.
—Falta saber si el presidente vendrá —replicaba su mujer.
En efecto, había omitido hasta el momento hacer efectiva su invi-
tación. Le bastaba saber que era pariente del presidente —con uno de esos
parentescos serranos tan vagos como indemostrables y que, por lo general,
nunca se esclarecen por el temor de encontrar adulterino— para estar ple-
namente seguro de que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad, apro-
vechó su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincón y
comunicarle humildemente su proyecto.
—Encantado —le contestó el presidente—. Me parece una magní-
fica idea. Pero por el momento me encuentro muy ocupado. Le confirmaré
por escrito mi aceptación.
Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su
impaciencia, ordenó algunas reformas complementarias que le dieron a su 149

mansión un aspecto de un palacio afectado para alguna solemne mascarada.


Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente —que
un pintor copió de una fotografía— y que él hizo colocar en la parte más
visible de su salón.
Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando,
quien empezaba a inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande alegría de
su vida. Aquel fue un día de fiesta, salió con su mujer al balcón para con-
templar su jardín iluminado y cerrar con un sueño bucólico esa memora-
ble jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus propiedades
sensibles, pues dondequiera que pusiera los ojos, don Fernando se veía a
sí mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración
de fondo donde —como en ciertos afiches turísticos— se confundían los
monumentos de las cuatro ciudades más importantes de Europa. Más lejos,
en un ángulo de su quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta
con sus vagones cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente
como una alegoría de la sensualidad, veía una figura femenina que tenía
las piernas de una cocotte*, el sombrero de una marquesa, los ojos de una
tahitiana y absolutamente nada de su mujer.
El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Des-
de las cinco de la tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose por
guardar un incógnito que traicionaban sus sombreros, sus modales exage-
radamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de delincuencia que ad-
quieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos
los que desempeñan oficios clandestinos.
Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían
ministros, parlamentarios, diplomáticos, hombres de negocios, hombres in-
teligentes. Un portero les abría la verja, un ujier** los anunciaba, un valet***
recibía sus prendas y don Fernando, en medio del vestíbulo, les estrechaba
la mano, murmurando frases corteses y conmovidas.
Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado
150 delante de la mansión y la gente de los conventillos se hacía una fiesta

*Mujer atractiva y libertina.


**Sirviente
***Mayordomo
de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado por sus edecanes,
penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de la etiqueta,
movido por un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta
simpatía que le dañó una de sus charreteras.
Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los in-
vitados se bebieron discretamente, entre chistes y epigramas, los cuaren-
ta cajones de whisky. Luego se acomodaron en las mesas que les estaban
reservadas —la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada por el
presidente y los hombres ejemplares— y se comenzó a comer y a charlar
ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba de im-
poner inútilmente un aire vienés.
A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin habían sido
honrados y los tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se
inició la ronda de discursos. La llegada del faisán los interrumpió y solo al
final, servido el champán, regresó la elocuencia y los panegíricos* se prolon-
garon hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas del coñac.
Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete,
pleno de salud ya, seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido oca-
sión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de haberse sentado,
contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no encontraba
el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio,
los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestóni-
cos, y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de grupo en grupo
para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas.
Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de Gobierno,
ebrio, se había visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró
conducir al presidente a la salita de música y allí, sentados en uno de esos
canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una princesa
o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta demanda. 151

*Elogios.
—Pero no faltaba más —replicó el presidente—. Justamente queda
vacante en estos días la embajada de Roma. Mañana, en Consejo de
Ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo que
se refiere al ferrocarril, sé que hay en Diputados una comisión que hace
meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos
sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma
que más convenga.
Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado
sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el Congreso, etc., en el orden
preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la mañana quedaban
todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban nin-
gún título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la
ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres
de la mañana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impre-
siones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre
los despojos de su inmenso festín. Por último, se fueron a dormir con el
convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más gloria
su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad.
A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su
mujer. Al abrir los ojos le vio penetrar en el dormitorio con un periódico
abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir
una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada, aprove-
chándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de Estado y el
presidente había sido obligado a dimitir.

152
Las joyas
Guy de Maupassant (Francia)

E l señor Lantín conoció a aquella muchacha en una reunión que hubo en


casa del subjefe de su oficina, y el amor lo envolvió como una red.
Era hija de un recaudador de impuestos de provincia muerto años
atrás. Tiempo después, ella y su madre se habían trasladado a París, y su
madre frecuentaba a algunas familias burguesas del barrio con la esperanza
de poder casarla. La muchacha parecía ser el modelo de la mujer honesta,
con quien soñaría un joven prudente para confiarle su porvenir. Su modesta
belleza ofrecía un encanto angelical de pudor y la imperceptible sonrisa, que
nunca abandonaba sus labios, parecía un reflejo de su alma.
Todo el mundo cantaba sus alabanzas y cuantos la conocieron repetían
sin cesar: “Dichoso el que se la lleve, no podría encontrar una mejor”.
El señor Lantín, entonces primer oficial de negociado en el Ministerio
del Interior, con 3500 francos* anuales pidió su mano y se casó con ella.
Fue verdaderamente feliz. Su mujer administraba la casa y el dinero de
forma tan perfecta que parecía que vivieran con lujos. Le prodigaba a su marido
toda clase de atenciones, delicadezas y mimos, y era tan grande su encanto que,
a los seis años de haberla conocido, él la quería más que al principio.
Solamente le disgustaban dos de sus aficiones: el teatro y las joyas
falsas. 153

*Moneda francesa.
Sus amigas, aunque eran esposas de empleados modestos, le regalaban
con frecuencia entradas para ver las comedias más aplaudidas y hasta para
algún estreno; y ella compartía esas diversiones con su marido, a quien le
disgustaban horriblemente después de un largo día de trabajo. Por ello, para
librarse de trasnochar, un día le pidió que fuera al teatro con alguna señora
conocida que pudiese acompañarla de regreso a casa. Ella tardó mucho en
ceder, juzgando inconveniente la proposición de su marido, pero al final se
decidió a complacerlo y él se alegró muchísimo.
Su afición al teatro despertó muy pronto en ella el deseo de arreglarse y
engalanarse. Su atuendo era siempre muy sencillo, de buen gusto y modesto, y
su dulce e irresistible gracia, suave y sonriente, ganaba mayor atractivo con la
sencillez de sus trajes. Pero adquirió la costumbre de colgar en sus orejas dos
trozos de vidrio, tallados como brillantes, y también llevar collares de perlas
falsas, pulseras de oro falso y peinetas adornadas con cristales de colores, que
imitaban piedras finas.
Molesto por aquella inconveniente afición a las joyas de fantasía, su
marido le decía con frecuencia:
—Cariño, quien no puede comprar joyas verdaderas, solo debe usar
como adornos la belleza y la gracia, que son las mejores joyas.
Pero ella, sonriendo dulcemente, contestaba:
—¿Qué quieres que haga? Me gusta, es un vicio. Ya sé que tienes ra-
zón, pero no puedo contenerme, no puedo. ¡Me gustan mucho las joyas!
Y pasaba entre sus dedos los collares de supuestas perlas y hacía brillar,
deslumbradores, los cristales tallados, mientras repetía:
—Observa cómo se ven de bien, parecen auténticos.
Él sonreía diciendo:
—Tienes gustos de gitana.
Algunas veces, por la noche, mientras estaban solos junto a la chime-
154 nea, sobre la mesita donde tomaban el té, ella dejaba el cofre donde guardaba
las “baratijas”, según la expresión del señor Lantín, y examinaba las joyas con
atención, apasionándose como si gozase un placer secreto y profundo. Se obs-
tinaba en ponerle un collar a su marido para echarse a reír y exclamar:
—¡Qué bien se te ve!
Luego, arrojándose en sus brazos, lo besaba locamente.
Una noche de invierno, al salir de la ópera, ella se estremeció de frío.
Por la mañana tuvo tos y ocho días más tarde murió de una pulmonía. El señor
Lantín se entristeció de tal forma que por poco la sigue a la tumba. Su desespe-
ración fue tan grande que sus cabellos encanecieron por completo en un mes.
Lloraba día y noche con el alma desgarrada por un dolor intolerable, acosado
por los recuerdos de la voz, la sonrisa y los encantos de su esposa muerta.
El tiempo no calmó su amargura. Muchas veces, durante las horas de
oficina, mientras sus compañeros se agrupaban para comentar los sucesos del
día, se le llenaban los ojos de lágrimas y, haciendo una mueca triste, comen-
zaba a sollozar.
Había mantenido intacta la habitación de su compañera y se encerraba
allí, diariamente, para pensar. Todos los muebles y sus trajes continuaban en
el mismo lugar, tal y como ella los había dejado.
Pero la vida se le hizo dura. El sueldo, que manejado por su mujer
bastaba para todas las necesidades de la casa, era insuficiente para él solo.
Se preguntaba con estupor cómo ella se las había arreglado para tener vinos
exquisitos y platos delicados, que ahora ya no le era posible adquirir con sus
modestos ingresos.
Contrajo algunas deudas y se preocupó por el dinero como todas las
personas que viven con lo justo. Al fin, una mañana, ocho días antes de aca-
bar el mes, como le faltaba dinero para todo, pensó en vender algo. Entonces
decidió deshacerse de alguna de las “baratijas” de su mujer, porque no eran lo
que más le gustaba recordar de ella.
Rebuscó entre el montón de alhajas de su mujer, quien, hasta los úl-
timos días de su vida, estuvo comprando una joya nueva casi cada tarde. Por
fin se decidió por un hermoso collar de perlas, que era su favorito y que podía
valer muy bien, a juicio del señor Lantín, 16 o 17 francos, pues era muy pri- 155

moroso a pesar de ser falso.


Se lo metió en el bolsillo y, de camino para el Ministerio, siguiendo los
bulevares, buscó una joyería que le inspirara confianza.
Entró en una al fin, un poco avergonzado de mostrar así su miseria,
yendo a vender una cosa de tan poco precio.
—Caballero —le dijo al comerciante—, quisiera saber lo que puede
valer esto.
El joven tomó el collar, lo examinó, le dio vueltas, lo tanteó, cogió una
lupa, llamó a otro dependiente, le hizo algunas indicaciones en voz baja, puso
la joya sobre el mostrador y la miró de lejos para observar el efecto.
El señor Lantín, molesto por aquella ceremonia, se disponía a decir:
“Sí, ¡ya sé que no vale nada!”, cuando el comerciante dijo:
—Caballero, esto vale entre 12.000 y 15.000 francos, pero no puedo
adquirirlo sin conocer su procedencia exacta.
El viudo abrió los ojos como platos y se quedó con la boca abierta. Por
fin, balbuceó:
—¿Está usted seguro?…
El otro, atribuyendo a otra causa la sorpresa, añadió secamente:
—Puede buscar a alguien que se lo pague mejor. Para mí, solo vale
15.000 francos.
El señor Lantín, completamente estupefacto, recogió el collar y se fue,
obedeciendo a un deseo confuso de reflexionar a solas.
Pero en cuanto se vio en la calle, estuvo a punto de soltar la risa pen-
sando: “¡Imbécil! ¡Imbécil! Le hubieras cogido la palabra… ¡Es un joyero que
no sabe distinguir lo verdadero de lo falso!”.
Y entró en otra joyería de la calle de la Paz. En cuanto vio la joya, el
comerciante dijo:
—¡Ah, caramba! Conozco muy bien este collar, ha salido de esta casa.
El señor Lantín, desconcertado, preguntó:
—¿Cuánto vale?
—Caballero, yo fui el que lo vendí en 25.000 francos, y hoy se lo puedo
156 comprar en 18.000. Pero antes necesito que me indique cómo ha llegado a su
poder, para así cumplir las disposiciones legales.
Esta vez el señor Lantín tuvo que sentarse, anonadado por la sorpresa:
—Examínelo…, examínelo usted detenidamente, ¿no es falso?
—¿Quiere usted darme su nombre, caballero?
—Sí, señor. Me apellido Lantín, soy empleado del Ministerio del In-
terior y vivo en el número 16 de la calle de los Mártires.
El comerciante abrió sus libros, buscó y dijo:
—Este collar fue enviado, en efecto, a la señora de Lantín, calle de los
Mártires, número 16, en julio de 1878.
Los dos hombres se miraron fijamente: Lantín, trastornado por la sor-
presa, y el joyero, creyendo estar ante un ladrón.
El comerciante dijo:
—¿Accede a depositar esta joya en mi casa durante veinticuatro horas?
Le entregaré un recibo.
El señor Lantín balbuceó:
—Sí, sí; claro que sí.
Y salió doblando el papel, que guardó en un bolsillo.
Luego cruzó la calle y anduvo hasta notar que había equivocado su ca-
mino. Volvió hacia las Tullerías, pasó el Sena, vio que se equivocaba de nuevo
y retrocedió hasta los Campos Elíseos, sin ninguna idea clara en la mente.
Trataba de razonar, comprender lo sucedido. Su esposa no pudo adquirir un
objeto de tanto valor… De ningún modo… Luego, ¡era un regalo! ¡Un regalo!
Y ¿de quién? ¿Por qué?
Se detuvo y quedó inmóvil en medio del paseo. Una horrible duda lo
asaltó. ¿Ella?… ¡Y todas las demás joyas también serían regalos! Le pareció
que la tierra temblaba, que un árbol se le venía encima y, tendiendo los brazos,
se desplomó.
Recobró el sentido en una farmacia a donde los transeúntes que lo
recogieron lo habían llevado. Hizo que lo condujeran a su casa y no quiso ver
a nadie.
Lloró hasta la noche desesperadamente, mordiendo un pañuelo para 157

no gritar. Luego se fue a la cama, rendido por la fatiga y la tristeza, y durmió


con sueño pesado.
Lo despertó un rayo de sol y se levantó, despacio, para ir a la oficina.
Era muy duro trabajar después de semejantes emociones. Recordó que podía
excusarse con su jefe y le envió una carta. Luego pensó que debía ir a la joyería
y lo ruborizó la vergüenza. Se quedó largo rato meditabundo; no era posible
que dejara el collar sin recoger. Se vistió y salió.
Era una hermosa mañana y el cielo azul, alegrando la ciudad, parecía
sonreír. Dos transeúntes ociosos andaban sin rumbo, lentamente, con las ma-
nos en los bolsillos.
Lantín pensó al verlos: “Dichoso el que tiene una fortuna. Con el di-
nero pueden acabarse todas las tristezas; uno va donde quiere, viaja, se dis-
trae… ¡Oh! ¡Si yo fuera rico!”.
Sintió hambre, pues no había comido desde hacía dos días. Pero no lle-
vaba dinero y recordó de nuevo el collar ¡18.000 francos! ¡Era un buen tesoro!
Llegó a la calle de la Paz y comenzó a pasearse de arriba abajo por la
acera frente a la joyería. ¡18.000 francos! Veinte veces estuvo a punto de en-
trar y siempre se detenía avergonzado.
Pero tenía hambre, mucha hambre, y ni un franco en el bolsillo. Por fin
se decidió, atravesó la calle y, corriendo, para no darse tiempo de reflexionar,
entró en la joyería. El dueño se apresuró a ofrecerle una silla, sonriendo con
cortesía. Los dependientes miraban a Lantín de reojo, procurando contener
la risa que les retozaba en el cuerpo. El joyero dijo:
–Caballero, ya me informé. Si usted acepta mi proposición, puedo en-
tregarle ahora mismo el precio de la joya.
—Sí, sí, por supuesto —balbuceó el empleado.
El comerciante sacó de un cajón dieciocho billetes de mil francos y
se los entregó a Lantín, quien firmó un recibo y los guardó en el bolsillo con
mano temblorosa.
Luego, cuando ya se iba, se volvió hacia el joyero, que sonreía, y le dijo
158 bajando los ojos:
—Tengo… aún… otras joyas que han llegado hasta mí por el mismo
conducto. ¿Estaría dispuesto a comprármelas?
El comerciante respondió:
—Sin duda, caballero.
Uno de los dependientes se vio obligado a salir de la tienda para soltar
la carcajada y otro se sonó con fuerza, pero Lantín, impasible y colorado,
prosiguió:
—Voy a traérselas.
Y cogió un coche para ir a buscar las joyas.
Al volver a la joyería, una hora después, no había desayunado aún. Co-
menzaron a examinar los objetos, pieza por pieza, tasándolos uno a uno. Casi
todos eran de la misma casa.
Lantín discutía los precios, enfadándose, y exigía que le mostraran los
comprobantes de las facturas, hablando cada vez más recio, a medida que la
suma aumentaba.
Los dos solitarios valían 25.000 francos; los broches, sortijas y me-
dallones, 16.000; un aderezo de esmeraldas y zafiros, 14.000; las pulseras,
35.000; y un solitario, colgante de una cadena de oro, 40.000. Todo sumaba
196.000 francos.
El joyero dijo con sorna:
—No está nada mal para alguien que gastó todos sus ahorros en joyas.
Lantín repuso, gravemente:
—Cada cual invierte sus ahorros a su gusto.
Y se fue, habiendo convenido con el joyero que, al día siguiente, con-
firmarían la tasación.
Cuando estuvo en la calle, miró una columna monumental y sintió
deseos de subir por ella como si fuese una vara de premios. Se sentía ligero,
con ánimo para saltar por encima de la estatua del emperador puesta en lo
alto de la columna.
Almorzó en el restaurante más lujoso y bebió vino de 20 francos la
botella. Después tomó un coche para que lo llevase a dar un paseo por el 159

parque, donde miró a los transeúntes, con ganas de gritar: “¡Soy rico! ¡Tengo
200.000 francos!”.
Se acordó de su oficina y se hizo conducir al Ministerio. Entró en el
despacho de su jefe y le dijo con desenvoltura:
—Señor, vengo a presentar mi renuncia. Acabo de recibir una herencia
de 300.000 francos.
Luego fue a estrechar la mano de sus compañeros y les contó sus nue-
vos planes de vida. Por la noche comió en el Café Inglés, el restaurante más
caro de la ciudad.
Viendo junto a él a un caballero que le pareció distinguido, no pudo
resistir la tentación de referirle, con mucha complacencia, que acababa de
heredar 400.000 francos.
Por primera vez en su vida no se aburrió en el teatro y pasó toda la
noche de fiesta.
Se volvió a casar seis meses después. La segunda mujer, verdadera-
mente honrada y fiel, tenía un carácter insoportable y lo hizo sufrir mucho.

160
El piano viejo
Rómulo Gallegos (Venezuela)

E ran cinco hermanos: Luisana, Carlos, Ramón, Ester, María. La vida los
fue dispersando, llevándoselos por distintos caminos, alejándolos, ma-
leándolos. Primero, Ester, casada con un hombre rico y fastuoso; María, des-
pués, unida a un joven de nombre sin brillo y de fama sin limpieza; en se-
guida, Carlos, el aventurero, acometedor de toda suerte de locas empresas;
finalmente Ramón, el misántropo que desde niño revelara su insana pasión
por el dinero y su áspero amor a la soledad; todos se fueron con una diversa
fortuna hacia un destino diferente.
Solo permaneció en la casa paterna Luisana, la hermana mayor, cui-
dando al padre, que languidecía paralítico lamentándose de aquellos hijos
en cuyos corazones no viera jamás ni un impulso bueno ni un sentimiento
generoso. Y cuando el viejo moría, de su boca recogió Luisana el consejo
suplicante de conservar la casa de la familia dispersa, siempre abierta para
todos, para lo cual se la adjudicaba en su testamento, junto con el resto de su
fortuna, a título de dote.
Luisana cumplió la promesa hecha al padre, y en la casa de todos,
donde vivía sola, conservó a cada uno su habitación, tal como la había dejado,
manteniendo siempre el agua fresca en la jarra de los aguamaniles, como si de 161

un momento a otro sus hermanos vinieran a lavarse las manos, y en la mesa


común, siempre aderezados los puestos de todos.
Tú serás la paz y la concordia, le había dicho el viejo, previendo el
porvenir, y desde entonces ella sintió sobre su vida el dulce peso de una noble
predestinación.
Menuda, feúcha, insignificante, era una de esas personas de quien
nadie se explica por qué ni para qué viven. Ella misma estaba acostumbrada
a juzgarse como usurpadora de la vida y parecía hacer todo lo posible para
pasar inadvertida: huía de la luz, refugiándose en la penumbra de su alcoba,
austera como una celda; hablaba muy poco, como si temiera fatigar el aire con
la carga de su voz desapacible; y respiraba furtivamente el poquito de aliento
que cabía en su pecho hundido, seco y duro como un yermo.
Desde pequeñita tuvo este humilde concepto de sí misma: mientras
sus hermanos jugaban al pleno sol de los patios o corrían por la casa albo-
rotando y atropellando con todo, porque tomaban la vida como cosa propia,
con esa confianza que da el sentimiento de ser fuertes, ella, refugiada en un
rincón, ahogaba el dulce deseo de llorar, único de su niñez enfermiza, como si
tampoco se creyera con derecho a este disfrute inofensivo y simple. Crecieron,
sus hermanas se volvieron mujeres, y fueron celebradas y cortejadas, y amaron,
y tuvieron hijos; a ella, siempre preterida*, que hasta su padre se olvidaba de
contarla entre sus hijos, nadie le dijo nunca una palabra amable ni quiso saber
cómo eran las ilusiones de su corazón. Se daba por sabido que no las poseía. Y
fue así como adquirió el hábito de la renunciación sin dolor y sin virtud.
Ahora, en la soledad de la casa, seguía discurriendo la vida simple de
Luisana, como agua sin rumor hacia un remanso subterráneo; pero ahora la
confortaba un íntimo contentamiento. ¡Tú serás la paz!… Y estas palabras,
las únicas lisonjeras que jamás escuchó, le habían revelado de pronto aquella
razón de ser de su existencia, que ni ella misma ni nadie encontrara nunca.
Ahora quería vivir, ya no pensaba que la luz del día se desdeñase de
su insignificancia, y todas las mañanas, al correr las habitaciones desiertas,
162 sacudiendo el polvo de los muebles, aclarando los espejos empañados y re-
mudando el agua fresca en las jarras; y cada vez que aderezaba en la mesa los

*Relegada.
puestos de sus hermanos ausentes, convencida de que esta práctica mantenía
y anudaba invisibles lazos entre las almas discordes de ellos, reconocía que
estaba cumpliendo con un noble destino de amor, silencioso, pero eficaz, y
en místicos transportes, sin sombra de vanagloria, sentía ya que su humildad
había sido buena y que su simpleza era ya santa.
Terminados sus quehaceres y anegada el alma en la dulce fruición de
encontrarse buena, se entregaba a sus cadenetas; y a veces turbada por aquel
silencio de la casa y por aquel claro sol de las mañanas que se rompía en
los patios, se hilaba por las rendijas y se esparcía sin brillo por todas partes
arrebañando la penumbra de los rincones; mareada por aquella paz que le
producía suavísimos arrobos, se sentaba al piano, un viejo piano donde su
madre hiciera sus primeras escalas, y cuyas voces desafinadas tenían para
ella el encanto de todo lo que fuera como ella, humilde y desprovisto de
atractivos.
Tocaba a la sordina unos aires sencillos que fueran dulces. Muchas
teclas no sonaban ya; una, rompiendo las armonías, daba su nota a destiempo,
cuando la mano dejaba de hacer presión sobre ella; o no sonaba, quedándose
hundida largo rato. Esta tecla hacía sonreír a Luisana. Decía: se parece a mí.
No servimos sino para romper las armonías. Precisamente por esto la quería,
la amaba, como hubiera amado a un hijo suyo, y cuando, al cabo de un rato,
después que había dejado de tocar, aquella tecla, subiendo inopinadamente,
daba su nota en el silencio de la sala, Luisana sonreía y se decía a sí misma:
¡oigan a Luisana! ¡Ahora es cuando viene a sonar!
Una mañana Luisana se quedó muerta sobre el piano, oprimiendo
aquella tecla. Fue una muerte dulce que llegó furtiva y acariciadora, como la
amante que se acerca al amado distraído y suavemente le cubre los ojos para
que adivine quién es.
Vinieron sus hermanos; la amortajaron; la llevaron a enterrar. Ester y
María la lloraron un poco; Carlos y Ramón corrieron a la casa, registrando 163

gavetas, revolviendo papeles. En la tarde se reunieron en la sala a tratar sobre


la partición de los bienes de la muerta.
La vida y la contraria fortuna habían resentido el lazo fraternal,
y cada alma alimentaba o un secreto rencor o una envidia secreta. Carlos,
el aventurero, había sido desgraciado: fracasó en una empresa quimérica,
arrastrando en su bancarrota dinero del marido de Ester, el cual no se lo
perdonó y quiso infamarlo, acusándolo de quiebra fraudulenta; María no le
perdonaba a Ester que fuera rica y no partiera con ella su boato y la estimación
social que disfrutaba; Ester se desdeñaba de aceptarla en su círculo, por la
obscuridad del nombre que había adoptado; y todos despreciaban a Ramón,
que había adquirido fama de usurero y los avergonzaba con su sordidez.
Pero todas estas malas pasiones se habían mantenido hasta entonces
agazapadas, sordas y latentes, pero secretas; había algo que les impedía es-
tallar, una dulce violencia que acallaba el rencor y desamargaba la envidia:
Luisana. Ella intercedió por Carlos, y porque ella lo exigía, el marido de Ester
no le lanzó a la vergüenza y a la ruina; ella intercedió siempre para que Ester
invitase a María a sus fiestas; ella pidió al hermano avaro dinero para el her-
mano pobre, y a todos amor para el avaro; pero siempre de tal modo que el fa-
vorecido nunca supo que era ella a quien le debía agradecer, y hasta el mismo
que otorgaba se quedaba convencido y complacido de su propia generosidad.
Ahora, reunidos para partirse los despojos de la muerta, cada uno com-
prendía que se había roto definitivamente el vínculo que hasta allí los uniera,
y que iban a decirse unos a otros la última palabra; y en la expectativa de la
discordia tanto tiempo latente, que por fin iba a estallar, enmudecieron con
ese recogimiento instintivo de los momentos en que se va a echar la suerte,
y al mismo tiempo la idea de la hermana pasó por todos los pensamientos,
como una última tentativa conciliadora a cumplir el encargo paterno: ¡tú se-
rás la paz y la concordia!
Entonces comprendieron a aquella hermana simple que había vivido
como un ser insignificante e inútil y que, sin embargo, cumplía un noble
164 destino de amor y de bondad, y fue así como vinieron a explicarse por qué
ellos inconscientemente le habían profesado aquel respeto que los obligaba a
esconder en su presencia las malas pasiones.
En un instante de honda vida interior, temerosos de lo que iba a suce-
der, sintieron que se les estremeció el fondo incontaminado del alma, y a un
mismo tiempo se vieron las caras, asustándose de encontrarse solos.
Pero fue necesario hablar, y la palabra dinero violó el recogimiento
de las almas. Rebulleron en sus asientos, como si se apercibieran para la de-
fensa, y cada cual comenzó a exponer la opinión que debía prevalecer sobre
el modo de efectuar el reparto de los bienes de la hermana y a disputarse la
mejor porción.
La disputa fue creciendo, convirtiéndose en querella, rayando en pelea,
y poco se cruzaron los reproches, las invectivas, las injurias brutales, hasta que
por fin los hombres, ciegos de ira y de codicia, saltaron de sus asientos, con el
arma en la mano, desafiándose a muerte.
Las mujeres intercedían suplicantes, sin lograr aplacarlos, y entonces,
en un súbito receso del clamor de aquellas voces descompuestas, todos oyeron
indistintamente el sonido de una nota que salía del piano cerrado.
Volvieron a verse las caras y, sobrecogidos del temor a lo misterioso,
guardaron las armas, así como antes escondían las torpes pasiones en presen-
cia de Luisana: todos sintieron que ella había vuelto, anunciándose con aquel
suave sonido, dulce, aunque destemplado, como su alma simple, pero buena.
Era la nota de Luisana, sobre cuya tecla se había quedado apoyado su
dedo inerte, y que de pronto sonaba, como siempre, a destiempo.
Y Ester dijo, con las mismas palabras que tanto le oyera a la hermana,
cuando en el silencio de la sala gemía aquella nota solitaria: ¡oigan a Luisana!

165
Rostros
Yasunari Kawabata (Japón)

D esde los seis o siete años hasta que tuvo catorce o quince, no había
dejado de llorar en escena. Y junto con ella, la audiencia lloraba también
muchas veces. La idea de que el público siempre lloraría si ella lo hacía fue la
primera visión que tuvo de la vida. Para ella, las caras se aprestaban a llorar
indefectiblemente si ella estaba en escena. Y como no había un solo rostro que
no comprendiera, el mundo para ella se presentaba con un aspecto fácilmente
comprensible.
No había ningún actor en toda la compañía capaz de hacer llorar a
tanta gente en la platea como esa pequeña actriz.
A los dieciséis, dio a luz a una niña.
—No se parece a mí. No es mi hija. No tengo nada que ver con ella
—dijo el padre de la criatura.
—Tampoco se parece a mí —repuso la joven—. Pero es mi hija.
Ese rostro fue el primero que no pudo comprender. Y, como es de
suponer, su vida como niña actriz se acabó cuando tuvo a su hija. Entonces se
dio cuenta de que había un gran foso entre el escenario donde lloraba y desde
donde hacía llorar a la audiencia y el mundo real. Cuando se asomó a ese
foso, vio que era negro como la noche. Incontables rostros incomprensibles,
166 como el de su propia hija, emergían de la oscuridad.
En algún lugar del camino se separó del padre de su niña. Y con el paso
de los años, empezó a creer que el rostro de la niña se parecía al del padre.
Con el tiempo, las actuaciones de su hija hicieron llorar al público,
tal como lo hacía ella de joven. Se separó también de su hija, en algún lugar
del camino.
Más tarde, empezó a pensar que el rostro de su hija se parecía al suyo.
Unos diez años después, la mujer finalmente se encontró con su propio padre,
un actor ambulante, en un teatro de pueblo. Y allí se enteró del paradero de
su madre.
Fue hacia ella. Apenas la vio, se echó a llorar. Sollozando se aferró a
ella. Al hallar a su madre, por primera vez en la vida lloraba de verdad.
El rostro de la hija que había abandonado por el camino era una
réplica exacta del de su propia madre. Sin embargo, ella no se parecía a su
madre, así como ella y su hija no se asemejaban en nada. Pero la abuela y la
nieta eran como dos gotas de agua.
Mientras lloraba sobre el pecho de su madre, supo qué era realmente
llorar, eso que hacía cuando era una niña actriz.
Ahora, con corazón de peregrino en tierra sagrada, la mujer se volvió
a reunir con su compañía, con la esperanza de reencontrarse en algún lugar
con su hija y el padre de su hija, y contarles lo que había aprendido sobre
los rostros.

167
El niño al que se le murió el amigo
Ana María Matute (España)

U na mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla.


Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: “El amigo se
murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar”. El niño se sentó
en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodi-
llas. “Él volverá”, pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el
camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo
no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño
no quería entrar a cenar. “Entra, niño, que llega el frío”, dijo la madre. Pero,
en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo,
con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al
llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el
pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que
le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que te-
nía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: “Qué tontos y pequeños son esos
juguetes. Y ese reloj que no anda no sirve para nada”. Lo tiró todo al pozo
y volvió a la casa con mucha hambre. La madre le abrió la puerta y dijo:
“Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido”. Y le compró un
traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.
168

Ana María Matute


El niño al que se le murió el amigo, Los niños tontos
©Ana María Matute, 1956 y Herederos de Ana María Matute.
Después de veinte años
O´Henry (Estados Unidos)

E l policía, con un aspecto imponente, hacía su ronda por la avenida. Esa


imponencia no era exhibicionismo, sino lo habitual en él, pues los es-
pectadores escaseaban. Aunque apenas eran las diez de la noche, las heladas
ráfagas de viento, con un dejo de lluvia, habían desocupado las calles casi por
completo.
El agente revisaba algunas puertas al pasar, haciendo girar su bolillo
con movimientos artísticos y complicados; y de vez en cuando se volvía para
recorrer la calle con una mirada alerta. Con su silueta robusta y su leve ba-
lanceo, representaba dignamente a los vigilantes de la paz. El vecindario era
de los que tenían movimiento a tempranas horas de la mañana. Aquí y allá se
veían las luces de alguna cigarrería o de un bar abierto durante toda la noche,
pero la mayoría de las puertas correspondían a almacenes que llevaban cerra-
dos unas cuantas horas.
Hacia la mitad de una cuadra, el policía se detuvo súbitamente. En el
portal a oscuras de una ferretería había un hombre apoyado contra la pared,
con un cigarro apagado en la boca. Al acercarse, el hombre se apresuró a ha-
blarle para tranquilizarlo:
—No hay problema, señor agente. Estoy esperando a un amigo, nada
más. Se trata de una cita convenida hace veinte años. A usted le parecerá 169

extraño, ¿no? Bueno, se lo voy a explicar para que vea que no hay nada malo
en esto. Hace más o menos ese tiempo, en este lugar había un restaurante, el
Big Joe Brady.
—Sí, lo derribaron hace cinco años —dijo el policía.
El hombre del portal encendió un fósforo y lo acercó a su cigarrillo. La
llama reveló un rostro pálido, de mandíbula cuadrada y ojos inteligentes, con
una pequeña cicatriz blanca junto a la ceja derecha. El broche que sujetaba su
corbata tenía un gran diamante engarzado de un modo extraño.
—Esta noche se cumplen veinte años del día en que cené aquí, en el
Big Joe Brady, con Jimmy Wells, mi mejor amigo, la persona más buena del
mundo. Él y yo crecimos aquí, en Nueva York, como si fuéramos hermanos.
Él tenía veinte años y yo, dieciocho. A la mañana siguiente me iba al Oeste
para hacer fortuna. Pero Jimmy no quería dejar la ciudad de Nueva York; para
él no había otro lugar en la tierra. Bueno, esa noche acordamos encontrarnos
nuevamente aquí, veinte años después a la misma hora. Esto, sin importar
nuestra situación ni la distancia que tuviéramos que recorrer para llegar. Su-
poníamos que, después de veinte años, cada uno tendría ya la vida hecha y la
fortuna conseguida.
—Suena muy interesante —dijo el policía—. Pero se me ocurre que
ha pasado mucho tiempo entre las dos citas. ¿No ha sabido nada de su amigo
desde que se fue?
—Bueno, sí. Nos escribimos por un tiempo —respondió el otro—.
Pero al cabo de uno o dos años nos perdimos la pista. Usted sabe, el Oeste es
muy grande y yo vivía mudándome de un lado a otro. Pero estoy seguro de
que Jimmy, si está con vida, vendrá a la cita. Siempre fue el tipo más recto y
digno de confianza del mundo, y no se le va a olvidar. Viajé 1500 kilómetros
para cumplir nuestra cita y habrá valido la pena si él aparece.
El hombre sacó un hermoso reloj, con pequeños diamantes incrusta-
dos en las tapas.
—Faltan tres minutos —anunció—. Cuando nos separamos, a la puer-
ta del restaurante, eran las diez en punto.
170 —A usted le fue bastante bien en el Oeste, ¿no? —preguntó el policía.
—¡No lo dude! Espero que Jimmy haya tenido la mitad de mi suerte.
Bueno, muy inteligente no era; trabajador, sí, y muy buen tipo. Yo he tenido que
vérmelas con gente muy avispada para llenarme los bolsillos. Aquí, en Nueva
York, la gente se estanca. Hay que ir al Oeste para hacer fortuna.
El policía balanceó el bolillo y dio un paso.
—Tengo que seguir la ronda —dijo—. Espero que su amigo no le falle.
¿No piensa darle unos minutos para que llegue?
—¡Claro que sí! —afirmó el otro—. Le daré por lo menos treinta mi-
nutos. A esa hora Jimmy tendrá que estar aquí si sigue con vida. Hasta luego,
agente.
—Buenas noches, señor —se despidió el policía, quien prosiguió su
ronda revisando las puertas al pasar.
Había empezado a caer una llovizna helada y las ráfagas inciertas de
brisa se transformaron en un ventarrón. Los pocos peatones caminaban, in-
cómodos y silenciosos, con los cuellos vueltos hacia arriba y las manos en los
bolsillos. Y en la puerta de la ferretería, el hombre que había viajado 1500
kilómetros para cumplir con una cita, incierta hasta lo absurdo, con su amigo
de la juventud fumaba su cigarro y seguía esperando.
Esperó unos veinte minutos. Al rato, un hombre alto, de abrigo largo y
cuello subido hasta las orejas cruzó apresuradamente desde la vereda opuesta
para acercarse al hombre que esperaba.
—¿Eres tú, Bob? —preguntó, vacilando.
—¿Jimmy Wells? —gritó el hombre de la puerta.
—¡Gracias a Dios! —exclamó el recién llegado, agarrando al otro por
los dos brazos—. ¡Claro que eres Bob, no hay duda! Estaba seguro de que
vendrías si estabas con vida. Bueno, bueno, bueno… Veinte años es mucho
tiempo. El viejo restaurante ya no existe, Bob; ojalá no lo hubieran derribado,
así habríamos podido cenar otra vez aquí. Y dime, viejo, ¿cómo te ha tratado
el Oeste?
—De maravilla. Me dio todo lo que le pedí. Pero has cambiado mu-
chísimo, Jimmy. Te veo cinco o seis centímetros más alto. 171

—Bueno, crecí un poco después de los veinte años.


—¿Te va bien en Nueva York, Jimmy?
—Más o menos. Tengo un puesto en una de las oficinas de la alcaldía.
Bob, vamos a un sitio que conozco por aquí para charlar largo y tendido sobre
los viejos tiempos.
Los dos echaron a andar por la calle tomados del brazo. El hombre del
Oeste, arrogante por el éxito, empezó a hacer un resumen de su carrera. El
otro, hundido en su abrigo, escuchaba con interés.
Cuando llegaron a la esquina, donde las luces de una farmacia ilumi-
naban la calle, cada uno de ellos se volteó para mirar la cara de su compañero.
El hombre del Oeste se detuvo bruscamente y apartó el brazo.
—Usted no es Jimmy Wells —murmuró—. Veinte años son mucho
tiempo, pero no tanto como para que a uno le cambie la nariz de recta a
respingada.
—A veces veinte años son suficientes para transformar a un hombre
bueno en malo —dijo el desconocido—. Estás arrestado desde hace diez mi-
nutos, Bob, alias Sedoso. A los de Chicago se les ocurrió que podías andar por
aquí y enviaron un telegrama diciendo que querían charlar contigo. No te vas
a resistir, ¿verdad? Así me gusta. Ahora bien, antes de llevarte a la comisaría
te daré esta nota que me entregaron para ti. La puedes leer aquí, en la vidriera.
Es del agente Wells.
El hombre del Oeste desplegó el pedacito de papel que acababa de
recibir. Cuando empezó a leer su mano estaba serena, pero al terminar le
temblaba un poquito. La nota era bastante breve.

Bob:

Llegué a nuestra cita a la hora justa. Cuando encendiste el fósforo me di cuenta

de que eras el hombre que buscaban en Chicago. Como no pude arrestarte per-

sonalmente, fui a buscar a un policía vestido de civil para que se hiciera cargo.

172 Jimmy
Los diarios de Adán y Eva
Mark Twain (Estados Unidos)
Traducción de Patricia Willson

Extracto del diario de Adán


Esta nueva criatura de pelo largo se entromete bastante. Siempre
está merodeando y me sigue a todas partes. Eso no me gusta; no estoy habi-
tuado a la compañía. Preferiría que se quedara con los otros animales. Hoy
está nublado, hay viento del este; creo que tendremos lluvia… ¿Tendremos?
¿Nosotros? ¿De dónde saqué esa palabra…? Ahora lo recuerdo: la usa la
nueva criatura.

Extracto del diario de Eva


Toda la semana lo seguí y traté de entablar relaciones con él. Yo soy la
que tuvo que hablar, porque él es tímido, pero no me importa. Parecía com-
placido de tenerme alrededor, y usé el sociable nosotros varias veces, porque
él parecía halagado de verse incluido.

173

Fragmentos del libro Los diarios de Adán y Eva.


El retrato oval
Edgar Allan Poe (Estados Unidos)

E l castillo al cual mi asistente se había empeñado que entráramos, pues me


hallaba gravemente herido y una noche a la intemperie me hubiera hecho
gran daño, era un enorme conjunto de edificios. Su fachada era una mezcla
de melancolía y grandeza, que durante mucho tiempo se había mantenido
señorialmente entre los montes Apeninos* y que parecía haber salido en una
de las novelas de la señora Radcliffe.** Según todas las apariencias, el castillo
había sido abandonado pocos años atrás.
Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas, situada en
una torre aislada del edificio. Su decoración era exquisita, pero antigua y de-
teriorada. Sus paredes estaban decoradas con tapices y escudos de guerra,
junto con un gran número de pinturas modernas muy elegantes, con marcos
de adornos dorados. Aquellas pinturas colgaban de las paredes no solo en
las principales superficies, sino por todos los rincones del laberíntico castillo.
Aquellas pinturas y mi delirio febril despertaron en mí un profundo interés,
por lo que le ordené a Pedro, mi asistente, que cerrase los macizos postigos de
las ventanas de la habitación y encendiese un gran candelabro que se alzaba
junto a la cabecera de mi cama. También le pedí que abriese las cortinas de
negro terciopelo que envolvían la cama. Lo quise así porque si no me entre-
174 gaba al sueño, podría, al menos, dedicarme a la contemplación de aquellos

* Cadena montañosa al norte de Italia.


** Ann Radcliffe (1764-1823), escritora inglesa de novelas y cuentos de terror.
cuadros y a la lectura de un pequeño volumen que habíamos hallado sobre la
almohada, y el cual contenía el análisis y la descripción de las pinturas.
Largamente leí el libro y devotamente contemplé las pinturas. Así pa-
saron rápido las horas y llegó la medianoche. La posición del candelabro me
molestaba, por lo que alargué mi mano con dificultad, para no despertar a mi
asistente, y lo coloqué de manera que su luz alumbrase de lleno sobre el libro.
Pero aquel movimiento produjo un efecto completamente inesperado.
Los rayos de las numerosas velas (porque había muchas) caían ahora en un
rincón de la habitación, el cual, hasta entonces, había sido dejado en profunda
oscuridad por la sombra de uno de los postes de la cama. Y por ello pude ver
un retrato* muy iluminado que me había pasado completamente inadvertido.
Era el retrato de una joven que apenas comenzaba a ser mujer. Miré precipi-
tadamente aquella pintura y acto seguido cerré los ojos. ¿Por qué hice aque-
llo? No fue claro en un primer momento, pero mientras mis párpados estaban
cerrados, me pregunté el motivo que había tenido para hacerlo. Había sido
un movimiento involuntario para asegurarme de que mi visión no me había
engañado, para reflexionar sobre el cuadro, para calmar y dominar mi fantasía.
En fin, para dedicarme a una contemplación más juiciosa y serena. Al cabo de
muy pocos momentos, miré otra vez fijamente la pintura.
Lo que yo entonces veía no podía ni quería dudarlo, porque el primer
resplandor de las velas sobre el cuadro había parecido disipar el adormeci-
miento que se estaba apoderando de mis sentidos, y logró despertarme com-
pletamente. El retrato, como ya lo he dicho, era el de una joven. Se veían la
cabeza y los hombros, y el fondo era muy oscuro. A lo lejos parecía uno de
los retratos hechos por Sully.** Los brazos, el pecho y hasta el contorno de su
radiante cabellera se fundían imperceptiblemente en la vaga pero profunda
sombra que formaba el fondo de aquel conjunto.
El marco era oval, dorado y con muchos adornos. Como obra de arte,
175

*Pintura, principalmente de una persona.


** Thomas Sully (1783-1872), pintor estadounidense especializado en los retratos de los hombres y mujeres de la alta
sociedad.
nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero no fue la técnica de la
obra ni la extraordinaria belleza de aquel semblante lo que tan súbitamente y
con tal vehemencia me conmovió, y mucho menos podía haber sido mi fan-
tasía, pues en un momento llegué a creer que la mujer del retrato estaba viva.
Comprendí en seguida que se trataba de un cuadro, pues detallé las caracte-
rísticas y la forma del marco, que disiparon semejante idea.
Meditando seriamente acerca de todo aquello permanecí, tal vez, du-
rante una hora, medio sentado, medio reclinado, con la vista clavada en aquel
retrato. Finalmente, satisfecho de haber acertado el verdadero secreto del
efecto que me producía el retrato, me recosté de nuevo en la cama.
Había descubierto que el hechizo de aquella pintura consistía en su
absoluta semejanza con la vida en toda su expresión, que primero me so-
brecogió y finalmente me desconcertó. Así que con profundo y respetuoso
temor volví a ubicar el candelabro en su posición. Una vez quedó apartada
de mi vista la causa de mi profunda agitación, examiné ansiosamente el libro
que trataba sobre aquellas pinturas y sus historias. Recorrí las hojas hasta
encontrar el número que designaba al retrato oval, y allí leí las imprecisas y
primorosas palabras que siguen:
Era una doncella de singularísima belleza, amable y llena de alegría.
Pero fue funesta la hora en que ella vio, amó y se casó con el pintor. Él, apa-
sionado, estudioso y austero, estaba ya casado con su pasión, que era el Arte. Y
ella era una doncella de rarísima belleza y llena de alegría, toda luz y sonrisas,
juguetona como un cervatillo. Amaba todas las cosas de este mundo; solo
aborrecía al Arte, que era su rival. Únicamente les temía a los pinceles y a los
óleos, los cuales la privaban de la presencia de su amado.
Entonces, fue terrible para aquella doncella oír hablar al pintor de su
deseo de retratarla. Pero ella era humilde y obediente, y estuvo sentada dócil-
mente frente a él durante muchas semanas en la oscura habitación de la torre,
176 donde la luz caía solo sobre el lienzo. El pintor cifró en esta obra su gloria
como artista, que iba adelantando hora a hora, y día a día.
Él era un hombre apasionado, vehemente y caprichoso, que se perdía
siempre en sus fantasías; no quiso ver cómo aquella luz que se derramaba tan
tristemente en aquella solitaria habitación marchitaba la salud y el ánimo de
su esposa, a quien todos, menos él, veían consumirse. Ella, sin embargo, no
paraba de sonreírle, sin quejarse nunca, porque veía que el pintor, que disfru-
taba de gran fama, experimentaba un vivo y apasionado gusto en su tarea y se
afanaba de día y de noche en pintar a la que tanto lo amaba, pero esta se iba
debilitando y enflaqueciendo más cada día.
Y, la verdad sea dicha, quienes contemplaron el retrato hablaron en
voz baja de su parecido, de una poderosa maravilla y demostración no solo del
talento del pintor, sino de su amor profundo por su esposa, a quien pintaba
de modo tan perfecto.
Pero hacia el final, cuando la obra tocaba su término, ya no se admitía
a nadie en la habitación. El pintor, trastornado por la obsesión con su tarea,
raramente quitaba los ojos del lienzo, ni siquiera ya para mirar el rostro de su
esposa. No quería ver cómo los colores que esparcía en el lienzo eran arranca-
dos de las mejillas de su mujer. Luego de que pasaran muchas semanas más y
cuando ya quedaba muy poco por hacer, a excepción de una pincelada sobre
la boca y un toque en los ojos, el espíritu de su esposa se extinguía como la
llama de una lámpara.
Después de que la última pincelada fue puesta y de que el toque fue
dado, por un momento el pintor se quedó perplejo delante de la obra que
acababa de terminar. Pero en ese instante, mientras todavía estaba contem-
plando su obra, se estremeció, y muy pálido y despavorido gritó: “¡Esto es
realmente la Vida misma!”. Se volteó súbitamente para ver a su amada. ¡Ella
estaba muerta!

177
Leyenda
Jorge Luis Borges (Argentina)

A bel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban


por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy
altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron.
Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día.
En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A
la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y
dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdo-
nado su crimen.
Abel contestó:
—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos
juntos como antes.
—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque
olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.
Abel dijo despacio:
—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

178
La mala memoria
André Breton (Francia)

M e contaron hace un tiempo una historia muy estúpida, sombría y con-


movedora. Un señor se presenta un día en un hotel y pide una habi-
tación. Le dan la número 35. Al bajar, minutos después, deja la llave en la
recepción y le dice al encargado:
—Disculpe, soy un hombre con muy mala memoria. Si le parece, cada
vez que regrese, cuando le diga mi nombre, señor Delouit, usted me recuerda
el número de mi habitación.
—Muy bien, señor.
Tiempo después, el señor vuelve y se acerca a la recepción:
—Señor Delouit.
—Es el cuarto 35.
—Gracias.
Un minuto después, un hombre extraordinariamente agitado, con el
traje cubierto de barro, ensangrentado y muy golpeado entra al hotel y le dice
al recepcionista:
—El señor Delouit.
—¿Cómo? ¿El señor Delouit? A otro con ese cuento. El señor Delouit
acaba de subir.
—Perdón, soy yo… Acabo de caer por la ventana. ¿Quiere hacerme el 179

favor de decirme el número de mi habitación?

Fragmento del libro Nadja.


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La mancha de humedad
Juana de Ibarbourou (Uruguay)

H ace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el
empapelado* de las paredes. Era este un lujo reservado apenas para
alguna casa importante, como el despacho del jefe de Policía o la sala de
alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero sí la
humedad sobre los muros pintados a la cal. Para descubrir cosas y soñar con
ellas, da lo mismo. Frente a mi vieja camita de jacarandá**, con un deforme
manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las lluvias fueron
filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos amarillentos,
rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las flores y los paisajes
del papel más abigarrado. En esa mancha yo tuve todo cuanto quise: descubrí
las islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de
Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve
el collar de lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que
pone los huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a
Desdichado de Brabante y montañas echando humo de las pipas de cristal que
fuman sus gigantes o sus enanos. Todo lo que oía o adivinaba cobraba vida en
mi mancha de humedad y me daba su tumulto o sus líneas. Cuando mi madre
venía a despertarme todas las mañanas generalmente ya me encontraba con
182 los ojos abiertos, haciendo mis descubrimientos maravillosos. Yo le decía con
las pupilas brillantes, tomándole las manos:

*Empapelado: es una lámina de papel con dibujos diversos, que se pega a las paredes y se usa como decoración.
**Gualanday.
—Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles
en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los
monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
—¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? Oh,
Dios mío, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.
Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba
posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:
—No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno
cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y
cielos. Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el
pintor. Tenía un gran balde lleno de cal y un pincel grueso como un puño de
hombre, que introducía en el balde y pasaba luego concienzudamente por la
pared dejándola inmaculada. Fue esto en los primeros días de mi iniciación
escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de charol llena de migajas de
biscochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del cuarto, contemplé
un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango, que para mí tenía toda
la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido,
y con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni selvas. Inflexible como
la fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda
rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como burbuja que, creciendo,
iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico.
Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta donde
me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una bocaza
redonda como una O de gigantes, se quedó unos minutos enarbolando en el
vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar por fin lleno de
asombro:
—¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez? 183

Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus


estados:
—¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a
papá ni a mamá que te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me des-
pierte temprano o cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta? Bruto,
odioso, me has robado mis países llenos de gente y de animales. ¡Te odio, te
odio; los odio a todos!
El buen hombre no podía comprender aquel chaparrón de llanto
y palabras irritadas. Yo me tiré de bruces sobre la cama a sollozar tan
desconsoladamente como solo he llorado después cuando la vida, como
Yango el pintor, me ha ido robando todos mis sueños. Tan desconsolada e
inútilmente. Porque ninguna lágrima rescata el mundo que se pierde ni el
sueño que se desvanece… ¡Ay, yo lo sé bien!

184
Casa tomada
Julio Cortázar (Argentina)

N os gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las ca-
sas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales)
guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros
padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una
locura, pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos
la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo
le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina.
Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer
fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando
en la casa profunda y silenciosa, y cómo nos bastábamos para mantenerla
limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene
rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, y a mí se me murió María Esther
antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con
la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de
hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos
en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se
quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y
los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes 185

de que fuera demasiado tarde.


Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad
matinal, se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé
por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa
labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre
necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para
ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo
no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada
resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro
a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y
nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una
vuelta por la librería y preguntar vanamente si había novedades en literatura
francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa de lo que me interesa hablar, de la casa y de Irene,
porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin
el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pulóver está terminado
no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de
la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lilas. Estaban con
naftalina apiladas, como en una mercería; yo no tuve valor de preguntarle a
Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos
los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene
solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí me
iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y vi-
niendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente
los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una


sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la
parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo
con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde
había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living* central, al cual
186 comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba en la casa por el zaguán
con mayólica**, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba

*Salón
**Piso de cerámica.
por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas
de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más
retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más
allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda,
justamente antes de la puerta, y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba
a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa
era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se
edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivimos siempre en esa parte
de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo, para hacer
la limpieza, pues es increíble cómo se junta de tierra en los muebles. Buenos
Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra
cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el
polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de
macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circuns-


tancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la
noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate*. Fui por el
pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo
que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El
sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de sillas sobre alfombra o
un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o en
un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas
hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde,
la cerré de golpe apoyando el cuerpo, felizmente la llave estaba puesta de
nuestro lado, y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la ban-
deja del mate le dije a Irene: 187

—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.

*Ollita del té.


Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas—, tendremos que vivir en
este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en
reanudar su labor. Me acuerdo de que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba
ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado
en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura
francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas
carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía
mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de
muchos años. Con frecuencia —pero esto solamente sucedió los primeros
días— cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de
la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que
aun levantándose tardísimo, a las nueve y media, por ejemplo, nos daban las
once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a
la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió
esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer
fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que
abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba
con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer.
188 Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi
hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá y eso me
sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas,
casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene, que era más cómodo. A
veces Irene decía:
—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de
papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos
bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en voz alta, yo me desvelaba en seguida. Nunca


pude habituarme a esa voz de estatua o de papagayo, voz que viene de los
sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes
sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían
el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa.
Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave
del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso, todo estaba callado en la casa. De día eran los rumo-
res domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar
las hojas del álbum filatélico*. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era
maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos
poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En
una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos
interrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero
cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía
callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarlos. Yo
creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta
voz, me desvelaba en seguida).

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed,


y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso
de agua. Desde la puerta del dormitorio —ella tejía— oí ruido en la cocina; 189

tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el

*Álbum de estampillas.
sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino
a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando
claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño,
o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr
conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían
más fuerte, pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la
cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las ma-
nos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los
ovillos habían quedado del otro lado soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el
armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche.
Rodeé con mi brazo la cintura de Irene —yo creo que ella estaba llorando—
y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta
de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo
se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

190

Julio Cortázar
Casa tomada, Bestiario
©Sucesión de Julio Cortázar, 1951
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