Derecho Del Trabajo. Invención, Teoría y Crítica
Derecho Del Trabajo. Invención, Teoría y Crítica
Derecho Del Trabajo. Invención, Teoría y Crítica
!$6%24%.#)!
,A ,EY . SOBRE 0ROPIEDAD )NTELECTUAL PROH¤BE EL USO NO EXCEPTUADO DE OBRAS PROTEGIDAS
SIN LA AUTORIZACIN EXPRESA DE LOS TITULARES DE LOS DERECHOS DE AUTOR %L FOTOCOPIADO O REPRODUCCIN
POR CUALQUIER OTRO MEDIO O PROCEDIMIENTO DE LA PRESENTE PUBLICACIN QUEDA EXPRESAMENTE
PROHIBIDO 5SOS INFRACTORES PUEDEN CONSTITUIR DELITO
4
ÍNDICE
Página
CAPÍTULO I
LA REHABILITACIÓN DE LOS PRINCIPIOS Y EL
CONCEPTO DEL DERECHO DEL TRABAJO
CAPÍTULO II
EL DERECHO DEL TRABAJO Y EL IDEAL DE LIBERTAD:
NOTAS SOBRE FINES, FUNCIONES Y MEDIOS
CAPÍTULO III
EL DERECHO DEL TRABAJO, LA HUELGA
Y LA DEMOCRACIA
II
INTRODUCCIÓN:
EL DERECHO DEL TRABAJO Y SU INVENCIÓN
1996, p. 148.
4
ocurre, entonces, con la intervención legal base de
nuestra protección laboral como la hemos cono-
cido por estos lados?
La respuesta no es nada de novedosa: “la ley del
Estado no es esencial para la existencia del derecho
del trabajo: la legislación estatal, la intervención
asistencial a favor de los trabajadores, supone un
momento de la evolución del derecho del trabajo,
pero no representa su verdadera faz, su esencia,
porque ésta se encuentra en lo social, en los grupos
que crean derecho”3.
Aquí sostendremos que la explicación de
aquello –de la prioridad de lo colectivo por sobre
la intervención legal y su rol de motor de la evo-
lución de este tipo de derecho– dice relación con
el compromiso con la libertad que el Derecho del
Trabajo supone: sólo en organización colectiva los
trabajadores son capaces de sostener una acción
que les restablezca aquello que la relación laboral
les despoja: no estar sometido al poder arbitrario
de otro.
O lo que es lo mismo, sólo de ese modo –or-
ganizado prioritariamente en torno a lo colecti-
vo– el Derecho del Trabajo cumple su función,
que consiste en las bellas palabras de SINZHEIMER,
“en evitar que el hombre sea tratado igual que las
cosas”.
5
CAPÍTULO I
LA REHABILITACIÓN DE LOS PRINCIPIOS Y EL
CONCEPTO DEL DERECHO DEL TRABAJO
9
normativa del Derecho del Trabajo con sus exten-
sas y sistemáticas regulaciones legales, deja poco
espacio, a veces ninguno, para dichos principios.
Sólo en casos excepcionales –casi patológicos– de
muy difícil interpretación o de laguna normativa
evidente, se permite a los principios jugar algún
rol en el razonamiento jurídico laboral.
De hecho, no es infrecuente, hasta el día de
hoy que en países de este tipo de cultura legal
los jueces sólo en casos extremos –y con algo de
temor– funden sus fallos en principios del De-
recho del Trabajo, considerados siempre como
premisas vagas y débiles, casi “no jurídicas” para
resolver.
La explicación del “arrinconamiento” de los
principios laborales no es, como sostendremos en
adelante, un problema de la excesiva regulación
legal de las relaciones del trabajo, ni de cambio de
época –de un Derecho del Trabajo clásico a uno
flexible–. Ni siquiera de la debilidad política de esos
principios: en tiempo de globalización y exigencia
de flexibilidad, se dice, no hay espacio relevante para
viejos artefactos que expresan una concepción del
mundo –la de la solidaridad e idealidad de lo social o
protección de los débiles, de los laboralistas clásicos
al estilo PLÁ o ROMAGNOLI– que se cae a pedazos.
Sin duda, algo tiene que ver el agresivo entorno
político y económico que el Derecho del Trabajo
ha debido soportar en las últimas décadas –orques-
10
tado desde el análisis económico del derecho5–.
Pero mucho, por no decir casi todo, del mencio-
nado arrinconamiento en el discurso jurídico de
los principios, dice relación con la concepción del
derecho dominante y a la que los laboralistas no
han sabido resistir.
¿Qué relación puede existir entre la concepción
del derecho y el arrinconamiento de los principios
del Derecho del Trabajo?
Mucho, más bien todo. Los juristas laborales
han quedado presos, sin herramientas para derribar
la cárcel que el positivismo les ha tendido y en esa
concepción no hay lugar para los principios como
ellos los han entendido desde siempre6.
El derecho, se les dijo, son normas dictadas
por órganos dotados de autoridad, no suponen
ningún contenido en particular; de modo que es
11
tan Derecho del Trabajo la norma que prohíbe
la discriminación laboral del trabajador, como la
norma que establece el libre despido y sin indem-
nización. Dicho de modo sencillo, en el Derecho
del Trabajo cabe todo: basta que la orden venga
formalmente autorizada por el derecho.
¿Dónde situar algo tan idealista como los
principios del Derecho del Trabajo en ese tan
crudo y formal escenario? ¿Cómo sostener que
en el Derecho Laboral de cualquier país existe el
principio de protección después de la oleada de
flexibilidad laboral a la que fueron sometidas sus
reglamentaciones legales?
De este modo, las cosas fueron situadas al revés:
la validez de los principios quedó en manos de las
reglas legales y no –como debía ser– sometidos
a ellos. De hecho, la doctrina laboral quedó de
rodillas: “el valor de los principios del Derecho
del Trabajo es así relativo. Son lo que las normas
legales quieren, y no al revés (las normas no vienen
obligadas a ajustarse a los principios)”.7
Así, los principios del Derecho del Trabajo
se transformaron en un mueble incómodo que
no tenía lugar en la casa que el positivismo
construyó para el jurista laboral. Si el derecho
son normas y reglas reconocidas como tales por
12
su origen o pedigrí ¿dónde ubicar normas que
se identifican como derecho por su contenido?
Nadie dictó el principio tutelar o el de primacía
de la realidad, pese a su legitimidad y el valor de
su contenido.
El camino para el laboralismo en tiempos del
positivismo fue trágico: o trivializaba los principios
–“su valor es relativo”– o los positivizaba, inclu-
yéndolos en textos legales que despejaran la duda
de su carácter jurídico –“son lo que las normas
legales quieren”–.
Ambas estrategias fueron seguidas.
Algunos optaron por trivializarlos. Los más
radicales, les negaron su naturaleza jurídica y los
dejaron como “ideas inspiradoras” de normas lega-
les propiamente tales, cuya utilidad es meramente
didáctica: son una suerte de resumen de las normas
legales. Otros más blandos, los transformaron en
razones auxiliares, sólo aplicables en defecto de
cualquier otra norma jurídica que sirva para el caso
–un suerte de argumento para cuando ya no que-
dan argumentos–. En ambos casos, los laboralistas
trivializadores tenían algo en común: los principios
del Derecho del Trabajo no son normas jurídicas
directamente aplicables para resolver casos.
Ahí, evaporados como mera referencia teleoló-
gica de otras normas –ellas sí dictadas como reglas
legales–, o en su mejor versión, como razones
auxiliares o de complemento, los principios encon-
traban ubicación en el hogar positivista: cómodo
pero irrelevante.
13
La otra estrategia del laboralismo para enfrentar
el corsé positivista fue de esas de “donde vayas haz
lo que vieras”. Si el derecho equivale al conjunto de
reglas dictadas por una fuente dotada de autoridad
–y no por su contenido– entonces, está todo dicho:
hay que reconocer nuestros principios en los textos
legales y si son constitucionales mejor.
¿Y qué hacer con aquellos principios que no
han tenido la suerte de entrar en los textos legales
autoritativos?, como suele ocurrir con el princi-
pio in dubio pro-operario; y peor, ¿qué hacer con
tradiciones completas donde los principios del
Derecho del Trabajo prácticamente no han sido
fruto de reconocimiento legal expreso, como en
alguna medida ocurre en Chile y otras tradiciones
del continente?
Estos laboralistas o bien no tienen respuesta, o
lo que es peor la tienen pero en modo resignación:
no son derecho, son aspiraciones morales de suje-
tos bienintencionados o pura ideología de claros
tintes igualitaristas.
En este escenario, la cuestión parece clara; si
el laboralismo quiere recuperar un lugar para sus
principios debe abandonar un refugio tan hostil
como el positivismo. No es que deba abandonarse
porque sea políticamente conveniente –que lo
es–, sino porque es conceptualmente imperativo:
el positivismo nunca logró explicar el rol de los
principios en el derecho en general, ni menos –ob-
viamente– el rol de los principios en una disciplina
como el Derecho del Trabajo.
14
Y sin esa explicación el positivismo no puede
ser conceptualmente correcto, ya que nos mues-
tra una realidad –la del derecho– donde los que
practicamos esta disciplina no nos reflejamos. Ni
menos ahora que buena parte de esos principios
han sido consagrados –explícita o implícitamente–
con rango constitucional8.
¿Cómo seguir sosteniendo que el derecho está
compuesto única y exclusivamente por reglas
dotadas de autoridad, si todos los días –a pesar
de todo– hay fallos laborales que se sostienen en
15
dichos principios? ¿Cómo explicar que en cuanta
reunión de laboralistas –y suponiendo que no son
unos mentirosos compulsivos– se hable de princi-
pios como normas aplicables para solucionar casos
difíciles de la disciplina, del principio pro-operario
o del de la primacía de la realidad? .En fin ¿cómo
explicar la fama de una obra canónica como la de
PLÁ en todas las experiencias comparadas si los
principios de los que habla no son derecho?
El problema para el positivismo, a esta altura,
entonces, parece obvio. Cómo hacerse cargo de
una afirmación tan tajante como cierta de que
“los principios del derecho conforman una parte
importante del discurso de los juristas y operadores
jurídicos. En el caso del derecho laboral latino-
americano, su importancia ha sido central en el
desarrollo de esta rama del derecho”.9
¿Qué hacer, entonces, con los principios?
3. LA NUEVA HORA DE LOS PRINCIPIOS:
SUPERANDO EL POSITIVISMO
16
Y si es así, entonces, los laboralistas deben
abandonar tan incómoda compañía.
¿Hay concepciones del derecho donde los prin-
cipios tengan mejor acogida y que nos muestre un
reflejo más fiel de eso que los laboralistas llaman
Derecho del trabajo?
Por supuesto y no es el iusnaturalismo. Antes,
es obvio que la solución no puede ser peor que
la enfermedad. No se trata de volver a tesis que
disuelven totalmente derecho y moral y que nos
dejen peor que antes. Es decir, sosteniendo tesis
discursivamente atractivas –“ley injusta no es ley”–
pero conceptualmente extraviadas: el derecho es
básicamente el derecho puesto por los hombres y
no el que deriva ni de Dios ni de ninguna idea de
naturaleza abstracta.
De hecho, los principios del Derecho del Tra-
bajo no nos exigen ningún tipo de iusnaturalismo:
nadie –que se sepa– ha sostenido que deriven ni
de la divinidad, ni de la naturaleza humana. Más
bien, siempre lo hemos leído y repetido, derivan
del acuerdo ético de quienes han practicado esta
disciplina sobre el trabajo y su función en las so-
ciedades a las que aspiramos construir en términos
repetidos en tanto texto constitucional sobre la
dignidad de la persona y la protección de los más
desventajados.
Su origen es el acuerdo –puesto y no supuesto
en términos kelsenianos– reproducido una y otra
vez, en las prácticas disciplinarias de las diversas
17
tradiciones laborales que han confluido con ma-
tices en la idea de la debilidad del trabajador y la
necesidad de su protección.
Y si la descripción anterior es correcta, enton-
ces, el laboralismo y sus principios tienen opciones
para salir del pozo: las potentes corrientes que
construyen su concepción del derecho desde la
constatación de los principios como un elemento
central del sistema jurídico.
Concepciones especialmente vigorizadas por
los nuevos tiempos que corren. Los tiempos del
Estado Constitucional de Derecho y la irradia-
ción de los derechos fundamentales en todas las
direcciones: en la relación Estado/ciudadano y en
la relación entre ciudadanos.
En efecto, si la Constitución y sus derechos
tienen ahora eficacia normativa –operando como
norma jurídica aplicable– y con fuerza jurídica su-
perior por su ubicación en la cúspide de la pirámide
del ordenamiento, entonces los principios tienen
una nueva hora. Y ello porque esos derechos fun-
damentales serán entendidos como principios que
gobiernan el sistema jurídico, debiendo la validez y
la aplicación de las reglas de inferior rango –legales
y las contractuales– someterse a aquéllos10.
La centralidad de los principios en el derecho
“suele ser tan intensa que pareciera que esos valores
18
y principios se vuelven prácticamente omnipresen-
tes en todo acto de aplicación del Derecho. Si bien
este fenómeno puede observarse con claridad en
el caso de los derechos fundamentales, que suelen
ser expresados como principios, la utilización de
este tipo de criterios no tiene lugar exclusivamen-
te en el orden constitucional, sino que también
impregna muchas otras partes de los sistemas
jurídicos actuales”11.
Por ello, el “no positivismo” de origen prin-
cipalista podría ser una elección atractiva. Los
laboralistas y sus principios deberían encontrar un
refugio más confortable en aquellas concepciones
que, a diferencia del positivismo, explican el dere-
cho no únicamente por su origen formal, sino que
también por el valor de su contenido.
Como se ha destacado respecto de “la filosofía
del Derecho contemporánea, el ver el Derecho
como una estructura de dos niveles parece ser hoy
día un elemento asumido por toda esa corriente
principal. Y también parece comúnmente asumido
que el primero de esos niveles está integrado por
reglas que resulten derrotables por consideraciones
de valores y propósitos –o por decirlo más suma-
riamente, de principios– que integran el segundo
nivel”. De este modo “hay razones para entender
19
que el Derecho no está compuesto sólo por reglas,
sino también por los valores y propósitos (esto es,
principios, en sentido amplio) explícitos o implí-
citos, a los que las reglas sirven”12.
El derecho es un conjunto de reglas de aquellas
dictadas por las autoridades formales, como la ley o
los reglamentos, pero no sólo eso. Al lado o arriba,
existen otros tipos de normas cuyo fundamento
no es el pedigrí, sino el valor de su contenido: los
principios. Estos principios expresan la dimensión
valorativa o ideal del derecho.
Como bien se ha explicado, “tanto las normas
jurídicas y las decisiones judiciales asiladas, así
como también los sistemas jurídicos como un
todo, necesariamente formulan una pretensión
de corrección”13. Y esa pretensión de corrección
que se manifiesta en los distintos principios re-
conocidos en el derecho, “es una pretensión de
adecuación a pautas morales, lo que diferencia al
derecho de la pura facticidad del poder y lo que
le otorga una dimensión ideal”14.
20
En ese sentido, dichos principios son los que
permiten expresar el modo en que las distintas
comunidades jurídicas han concebido el “deber
ser” de esta disciplina, lo que se manifiesta en que
“el de protección es el principio básico o central
del Derecho del Trabajo. El Derecho Laboral es
protector o carece de razón de ser. Tanto que es
posible sostener que los demás principios del De-
recho laboral (como los de primacía de la realidad,
irrenunciabilidad y continuidad) pueden recondu-
cirse al principio de protección, deducirse de él”15.
Puestas así las cosas, los principios del Derecho
del Trabajo son el nexo que une conceptualmente
las reglas jurídicas laborales con la moral ideal
que constituye la pretensión de corrección de
ese derecho: la protección del trabajador. Así,
por lo demás, lo han entendido –con sus propias
palabras– los laboralistas que han escrito que “se
advierte que la fundamentación del principio de
protección se confunde con la de la propia razón de
ser del Derecho del Trabajo, y esto explica, una vez
más, la inescindible relación entre la aceptación de
la existencia de la disciplina y la función primaria
de tal principio”16.
21
Y ese nexo supone compromiso: el Derecho
del Trabajo llega hasta donde se reconocen sus
principios, fuera de ellos aquel no existe. Sólo se
encuentran reglas legales que, además, en algunos
casos carecen de validez –cuando aquellos princi-
pios están reconocidos en el texto constitucional–.
La protección del trabajador no es, entonces,
puro artificio ideológico, sino todo lo contrario,
es la premisa constitutiva del Derecho del Trabajo.
De allí que la práctica de esta disciplina suponga
reconocer como nuestro punto de partida –“el
punto de vista interno” de los participantes– a los
principios que expresan ese ideal17.
Entonces, las funciones de los principios
quedan en este nuevo escenario “postpositivista”
robustecidas: en algunos casos, son normas supe-
riores del sistema que fijan la validez del resto, y en
otros, se trata de normas directamente aplicables
para solucionar los llamados casos difíciles.
En efecto, en primer lugar, intervienen como
condición de validez de las reglas legales que re-
22
gulan el trabajo. De estar reconocidos con rango
constitucional, los principios del Derecho del
Trabajo se imponen como criterios de validez del
resto de las normas legales del sistema, por lo que,
de controvertirse, dichas reglas carecen de recono-
cimiento como válidas.
De este modo, partiendo de “la estipulación en
constituciones rígidas de límites y vínculos sustan-
ciales para la producción legislativa, comenzando,
típicamente, por los derechos fundamentales”, se
reconoce “la disociación entre validez y vigencia, es
decir, entre el deber ser interior (o en el derecho) y
el ser de las normas de rango infra-constitucional”
y “con base a esto, una ley es válida no simplemente
por estar en vigor, es decir, promulgada en la forma
permitida en un ordenamiento determinado, sino
que, además, debe ser coherente con los contenidos
o significados recogidos en las normas constitu-
cionales de rango superior”18.
Como es obvio, en el caso que nos ocupa,
una regla legal laboral que niega o contraviene
un principio del Derecho del Trabajo reconocido
constitucionalmente, como podría ser el de de
protección, presenta –en términos de FERRAJOLI–
vigencia, pero carece de validez.
Es el interesante caso del artículo 26 bis del
Código del Trabajo de Chile, que declara que los
23
“tiempos de espera” de los choferes de buses rura-
les –el lapso de tiempo entre la llegada y salida de
un recorrido– no serán considerados parte de la
jornada de trabajo y su forma de remuneración será
la fijada por el acuerdo individual de las partes. Esa
norma legal, según el Tribunal Constitucional chi-
leno, vulnera el estándar de protección fijado por
el texto constitucional, que reconoce el principio
de protección del trabajo (artículo 19 número 16),
al no establecer que dicho pacto individual deberá
sujetarse al mínimo legal de remuneraciones (Rol
Nº 1852-10-INA del 26.11.2011)19.
¿Significa eso que no es posible en ningún
caso al legislador reconocer como válidas reglas
legales que afecten la protección del trabajador y
favorezcan las posiciones empresariales?
Por supuesto que no. Las legislaciones del
trabajo están plagadas de normas que favorecen
posiciones empresariales y buscan garantizar in-
tereses económicos del empleador, afectando leve
o seriamente la protección del trabajador, y esas
normas no son necesariamente defectuosas en
términos de validez.
Pero esa validez queda sujeta a la posibilidad de
justificar en términos proporcionales la constitucio-
nalidad de la medida legal: esas reglas serán válidas
24
en tanto sirvan a otro principio con reconocimiento
constitucional en los términos exigidos en el test de
proporcionalidad. O sea logren ese objetivo em-
presarial respaldado constitucionalmente, no haya
otra forma de lograrlo y no causen un daño mayor
a la protección de un interés del trabajador del que
reportan para los del empleador20.
En segundo lugar, los principios tienen una
potente función aplicativa. Especialmente en los
denominados casos difíciles. Esto es, aquellos
casos, en que como señala MACCORMICK, el de-
recho no se aplica deductivamente –porque existe
controversia sobre las premisas normativas–21,
no bastando la justificación lógica porque, pre-
cisamente, no existe dicho acuerdo, o como dice
H ART no se solucionan “sin necesidad de una
nueva valoración de caso a caso”22.
Esos casos difíciles pueden presentarse porque
existe una norma, pero no hay acuerdo sobre
25
su significado (problemas de interpretación), o
porque no existe ninguna norma aplicable al caso
(problema de laguna) o porque existen varias nor-
mas incompatibles aplicables al caso (problemas
de antinomia). Y en cualquiera de estos casos los
principios del Derecho del Trabajo juegan un rol
fundamental: tanto para interpretar una regla le-
gal, como para solucionar eventuales conflictos o
colmar lagunas, ellos deben guiar la operación de
aplicación del derecho hacia una respuesta correcta
o justificada.
De este modo, cuando un juez se enfrente a
un caso difícil de interpretación, donde la regla
legal admite dos lecturas con iguales niveles de
justificación, corresponde que adopte aquella que
más se ajuste con el principio de protección en su
versión interpretativa: in dubio pro-operario23. O
26
en casos de laguna jurídica –inexistencia de regla
legal que regule el caso– la aplicación directa de
los principios del Derecho del Trabajo. Como
podría ser en el derecho chileno la situación de la
huelga de los trabajadores que no se encuentran
sujetos a una negociación colectiva reglada –esto
es, la que se somete al engorroso procedimiento
del título II del Libro IV del Código del Trabajo–:
no existe regla legal alguna que la regule, ni menos
que la prohíba. Por tanto, una opción especial-
mente justificada es la aplicación del principio de
libertad sindical, ampliamente reconocido en los
textos constitucionales –incluso en el chileno–: la
huelga es lícita y debe ser protegida jurídicamente.
Desde esta perspectiva, la pretensión de co-
rrección del Derecho –expresada en sus princi-
pios– ayuda a superar la concepción positivista;
más allá de las reglas, en los casos difíciles, están
los principios. Como explica ALEXY “la preten-
sión de corrección conduce a una interpretación
antipositivista” y “esta pretensión, por estar nece-
sariamente vinculada con los fallos judiciales, es
una pretensión jurídica, y no sólo una pretensión
27
moral. A ella le corresponde el deber jurídico,
necesariamente unido a los fallos judiciales, de
decidir correctamente”24.
¿Cómo fallar correctamente, entonces, los casos
difíciles en el Derecho del Trabajo?
La pretensión de corrección de protección del
trabajador, que formula el Derecho del Trabajo,
debe, como toda pretensión de esa naturaleza,
ayudar a superar el concepto positivista del de-
recho exclusivamente de reglas, para sostener la
centralidad de los principios como modo correcto
de enfrentar esos casos difíciles.
De no ajustarse la solución de dichos casos a los
principios del Derecho del Trabajo, estamos ante
decisiones criticables no sólo por ser políticamente
injustas –ya que no protegen al trabajador como
contratante débil–, sino que, más importante
aún, por incorrectas, en cuanto desconocen la
dimensión ideal del derecho manifestada, preci-
samente, en la pretensión de protección de dichos
principios.
Miradas las cosas desde este ángulo las “de-
cisiones judiciales injustas ya no podrán ser
consideradas sólo moralmente controvertibles y,
sin embargo, jurídicamente perfectas. Ellas serán
también jurídicamente defectuosas. De este modo
28
el derecho no sólo está abierto a la crítica moral
desde fuera. La dimensión crítica se resitúa com-
pletamente dentro del propio derecho”25.
En fin, la regla con la que iniciamos este tra-
bajo nos permite terminarlo: esa norma legal que
regula la “jornada” y que no reconoce ni la más
mínima protección al trabajador. Por lo ya visto,
no puede constituirse como Derecho del Trabajo,
ya que niega radicalmente su dimensión ideal, y
por ello, no satisface la pretensión de corrección
más básica a la que aspira: la de protección que
expresan sus principios.
Pero, y ahí hay algo realmente novedoso, tam-
poco parece tener validez jurídica. Ello porque esos
principios –el de protección– de estar consagrados
constitucionalmente se la niegan: se trata de una
regla legal de inferior jerarquía que vulnera un
principio de rango superior: tiene vigencia, pero
no validez.
Hay espacio, entonces, para el Derecho del
Trabajo y sus principios.
Nº 4, 1999, p. 382.
29
CAPÍTULO II
EL DERECHO DEL TRABAJO Y EL IDEAL
DE LIBERTAD: NOTAS SOBRE FINES,
FUNCIONES Y MEDIOS
31
que desde la concepción económica estándar se le
han dirigido agresiva y permanentemente.
De esta forma, distinguiremos entre fines y
funciones del derecho; nociones que aunque suelen
presentarse en buena parte confundidas, para efec-
tos de estas líneas serán diferenciadas. Y lo haremos
de un modo bastante sencillo: por funciones, en-
tenderemos aquellas prestaciones que el derecho
realiza para la sociedad –con prescindencia de la
intención o voluntad de sus propios autores– y por
fines, aquellos objetivos socio-políticos concebidos
para ser alcanzados por la vía del derecho26.
Las funciones nos sitúan en una dimensión des-
criptiva sobre cómo opera socialmente el Derecho
del Trabajo, cuestión que opaca a las deliberadas
motivaciones de quienes practican esta área del
derecho. Los fines, en tanto, nos colocan ante la
32
dimensión teleológica acerca de la idealidad de este
derecho, de modo tal que, cuando hablamos de fines
hablamos de aquellos objetivos valiosos que se pre-
tenden conseguir con el diseño y la implementación
de una regulación jurídica para el trabajo asalariado.
Otros llamarían a las primeras funciones “latentes”
y a las segundas funciones “manifiestas”27, pero no
usaremos aquí esa terminología.
¿Qué relación existe entre las funciones y los
fines del Derecho del Trabajo?
La relación es evidente. De hecho, una de
las premisas que recorrerá todas estas líneas es la
siguiente: que la relevancia de las funciones que
socialmente corresponderá al Derecho del Trabajo
cumplir se encuentren en directa relación con el
fin que se le asigne como orden de regulación del
trabajo. Y para decirlo sin vueltas: si al Derecho
del Trabajo se le asigna más bien una finalidad
modesta –la concepción minimalista de las que
ya hablaremos– entonces, lo que se espera de sus
funciones tiende a ser igual de modesto. Y, por
el contrario, si se sostiene una finalidad exigente
y robusta para el Derecho del Trabajo, entonces,
sus funciones se amplificarán considerablemente.
Existe, entonces, una relación entre funciones
y fines que podríamos calificar de directamente
proporcional: mientras mejor se cumplen los fines
33
del Derecho del Trabajo, más intenso en términos
sociales es el desempeño de sus funciones.
En este punto, cabe la duda ¿es posible lograr
en la realidad ese ideal ambicioso y por tanto, po-
tenciar sus funciones como hemos dejado entrever
en estas líneas?
Ahí aparece el tercero de nuestros elementos:
los medios, esto es, la forma y el tipo de regulación
que aparece como idónea para hacer realidad la
versión más ambiciosa del Derecho del Trabajo.
35
dato puramente externo–, sino que es el resultado
de su propia construcción.
De este modo, paradojal si se quiere, se cons-
truye a sí mismo, fijando los términos en que se
moverá su acción normativa: la relación jurídica
laboral.
Antes de la intervención normativa (juridifi-
cadora) existe el titular del capital y el titular del
trabajo; después de ella hay un empleador y un
trabajador. Y lo que es más importante aún, fruto
de esa acción el primero queda revestido de un
poder jurídico que no tenía antes –la potestad
de mando o poder de dirección que le llaman los
laboralistas–.
Esta función jurídica no es menor en el contex-
to del derecho privado en general, especialmente
en las sociedades capitalistas. De hecho, esta
función cumple un rol especialmente calificado:
permite superar las limitaciones del derecho en
relación al trabajo asalariado.
El conocido problema de la regulación del
trabajo para otro, en el capitalismo inicial, que
SUPIOT llamara “el problema del cuerpo”: la vieja
prohibición de que el ser humano sea el objeto
del contrato.
¿Cómo hacer –algo imposible en la contrata-
ción civil– que el objeto del contrato sea el sujeto?
¿Cómo superar la barrera que significa que el tra-
bajo no es susceptible de ser escindido de la fuerza
activa que lo genera: el trabajador?
36
El Derecho del Trabajo cumplirá esa función.
Constituirá ese “ser jurídico” del que el resto del
derecho carece. De ese modo, el contrato de tra-
bajo permitirá un hecho inédito para la regulación
jurídica: apropiarse del trabajo sin necesidad de
apropiarse del trabajador, disociando ficticiamente
al objeto –el trabajo– de su titular –el trabajador–.
Como se dirá, todo reposará “sobre la ficción
de una posible separación entre el trabajador
que se obliga y el trabajo, que es el objeto de su
obligación. Esta ficción es la condición de la alie-
nación contractual de su trabajo y permite tratar
al asalariado tanto como sujeto y como objeto del
trabajo”29.
¿Cómo se logra esa disociación entre objeto
y sujeto?
Constituyendo algo que antes no existía: el
contrato de trabajo. Una figura contractual donde
el objeto es una cosa como los otros contratos; un
hacer. Pero no un hacer cualquiera, un hacer con
una novedad: un hacer subordinado.
La pretensión de la empresa capitalista en esa
perspectiva no es, en rigor, apropiarse del trabajo,
es apropiarse de un modo en particular: mediante
el sometimiento al dominio y poder del titular del
capital, al trabajador. Y ese rol lo cumple el Dere-
2008, p. 36.
37
cho del Trabajo a la perfección: constituyendo un
inédito contrato –el de trabajo– donde el primero
“manda” al segundo.
Dicho de otro modo, donde antes había apro-
piación y sumisión puramente fáctica, el Derecho
del Trabajo instala la ajenidad y la subordinación.
2.2 La función social del Derecho del Trabajo.
Es un supuesto extendido que la protección del
trabajador es la función central de la regulación
jurídica que constituye el Derecho del Trabajo,
digamos la función manifiesta de esta disciplina.
Por lo mismo, veremos más adelante, juega el rol
de fin principal de la regulación laboral.
Es una función tan básica y obvia, que, de
hecho, cualquier Derecho del Trabajo, bien o mal
conformado, jugará este rol en la conformación de
las sociedades capitalistas. Un Derecho del Trabajo
siempre establece condiciones mínimas de trabajo,
y por ello, siempre servirá socialmente para, en
algún sentido, proteger al trabajador.
¿Cuán relevante es esta función ético-social?
La protección del trabajador expresa el modo
en que las distintas comunidades jurídicas han
concebido el “deber ser” de esta disciplina y ello
se manifiesta en que “el de protección es el prin-
cipio básico o central del Derecho del trabajo. El
Derecho laboral es protector o carece de razón de
ser. Tanto que es posible sostener que los demás
principios del Derecho laboral (como los de prima-
cía de la realidad, irrenunciabilidad y continuidad)
38
pueden reconducirse al principio de protección,
deducirse de él”30.
Puestas así las cosas, como ya hemos explica-
do, los principios del Derecho del Trabajo son el
nexo que une conceptualmente las reglas jurídicas
laborales con la moral ideal que constituye la pre-
tensión de corrección de ese derecho: la protección
del trabajador. Así, por lo demás, lo han entendido
–con sus propias palabras– los laboralistas que han
escrito que “se advierte que la fundamentación del
principio de protección se confunde con la de la
propia razón de ser del Derecho del Trabajo, y esto
explica, una vez más, la inescindible relación entre
la aceptación de la existencia de la disciplina y la
función primaria de tal principio”31.
Y ese nexo supone compromiso, pues, el Dere-
cho del Trabajo llega hasta donde se reconoce este
principio tutelar, fuera de aquel no existe. Sólo se
encuentran reglas legales que, además, en algunos
casos carecen de validez –cuando aquel principio
está reconocido en el texto constitucional–32.
Cit., p. 8.
31 ACKERMAN, M. “El principio protectorio o de protección”,
39
La protección del trabajador no es, entonces,
puro artificio ideológico, sino todo lo contrario, es
la premisa constitutiva del Derecho del Trabajo, su
finalidad por definición, como antes explicamos.
2.3. La función política. La función política
dice relación con “una solución defensiva del
Estado liberal para, mediante la promulgación de
normas protectoras de los trabajadores, atender a
la integración e institucionalización del conflicto
entre trabajo asalariado y el capital en términos
compatibles con la estabilidad del sistema econó-
mico establecido”33.
De ahí, que buena parte de la doctrina com-
parada situará “el fundamento del Derecho del
Trabajo en el interés del Estado por evitar los
problemas o tensiones que pusieran en cuestión
el orden constituido, de modo que, a través de
la imposición de ciertas limitaciones a los em-
pleadores, coextensas con ciertos derechos de los
trabajadores, se pudiera mantener el sistema de
producción capitalista”34.
Madrid, 1995, p. 17
34 DE LA VILLA, L. “La función del Derecho del Trabajo en la
40
En ese sentido, la razón histórica fundamental
del por qué en los albores del capitalismo se co-
mienzan a dictar normas legales que protegen a la
parte débil de la relación laboral, quebrando de
paso un principio básico del Estado liberal como la
igualdad de las partes y la no intervención estatal,
no será en modo alguno una suerte de concesión
humanitaria del poder político de la burguesía libe-
ral a la nueva clase proletaria, excluida de la riqueza
y sumida en condiciones de miseria, sino el temor
de que, precisamente, esa postergación, sumada
a las recién estrenadas ideas marxistas, cristalicen
en acciones políticas radicales que, al modo de la
Revolución Rusa, intenten ya no la modificación
parcial del sistema sino su sustitución total35.
Se producirá, en consecuencia, en todo el mun-
do capitalista occidental una decidida intervención
estatal en el mundo del trabajo, primero bajo la
41
forma emergente de legislación obrera, después
bajo la versión sofisticada de Derecho del Traba-
jo, con miras “a forjar los medios jurídicos de la
dominación suave del capital”36, permitiendo la
formación de un derecho “reversible” en cuanto
“la intervención del Estado es debida tanto a las
reivindicaciones del mundo laboral como de los
empresarios”37.
En ese esquema, el Derecho del Trabajo tiene
como rol decisivo la idea de encauzar los conflictos
sociales dentro del esquema capitalista, no para su
debilitamiento ni menos para su superación, sino
para su reforzamiento, y en última instancia, su
consolidación.
Esta relación entre el Derecho del Trabajo y el
sistema capitalista ha sido puesta de manifiesto
no sólo en la tradición del derecho continental,
sino también en Estados Unidos por la deno-
minada escuela de estudios críticos (critical legal
studies), aunque en un plano de cuestionamiento
ideológico. Este movimiento pone bajo su mira
a la ley laboral, ahora por razones radicalmente
opuestas al economicismo neoliberal: su innegable
funcionalidad a la ideología liberal capitalista. La
construcción de una teoría crítica supone, como
1980, p. 240.
37 ROJO, E., “Pasado, presente y futuro del Derecho del
42
señala KLARE, conocer lo que denomina “la estruc-
tura profunda del derecho laboral”, la que debe
poner de manifiesto su “función hegemónica en
el reforzamiento y la legitimación de la jerarquía
en el puesto de trabajo”38.
En ese sentido, señala lapidariamente KLARE,
“el sistema de valores latentes en el Derecho La-
boral es, en pocas palabras, una ideología legiti-
mante que refuerza las instituciones dominantes
43
y la cultura hegemónica de nuestra sociedad. La
crítica totalizadora del Derecho Laboral es, por eso,
un requisito previo indispensable para el progreso
hacia la libertad en el puesto de trabajo”39.
Más adelante, hablando de los fines, respon-
deremos tamaña crítica a la idea del Derecho del
Trabajo40.
2.4. La función económica. Para lograr la inte-
gración del conflicto propio de un sistema de pro-
ducción capitalista, el derecho deberá intervenir el
mercado de trabajo, para que, por la vía de alterar
la libre negociación de las partes, pueda lograrse un
resultado aceptable desde el punto de vista social.
En ese escenario, es evidente que el rol dentro del
sistema productivo de esa rama del Derecho no es
39 KLARE, K. Ídem.
40 En algunos casos, como veremos en el capítulo final de
este libro, el Derecho del Trabajo cumple una función política
adicional que podríamos llamar democrática. Pero sólo algunos
ordenamientos laborales logran desempeñar ese rol. Se trata, a
diferencia de los casos anteriores, de una función contingente
y no estructural. Y ello ocurre, con aquellos ordenamientos
laborales que establecen vigorosos sistemas de reconocimiento
de derechos colectivos a los trabajadores, especialmente aquellos
que institucionalizan la huelga como factor relevante del sistema
de relaciones laborales. Pero es necesario que ese reconocimiento
tenga características especialmente cualificadas: que esos derechos
colectivos impliquen una negociación colectiva compleja – que vaya
más allá del modelo contractual económico– y una organización
sindical que asuma un rol político, que supere la idea del sindicato
como una asociación únicamente gremial.
44
otro que la redistribución de la riqueza entre los
actores de la relación laboral, más precisamente,
desde el empresario al trabajador.
Alterando la libre negociación de las partes,
propia de esquemas mercantiles y civiles, el Dere-
cho del Trabajo conduce a un resultado negociable,
que de no ser por su intervención no se habría
producido: los efectos patrimoniales a favor del
empresario, en posición de agente económico
dominante, se ven reducidos a favor del resultado
económico del trabajador, quien de ese modo
recibe una suerte de asistencia o subsidio estatal,
mediante una serie de reglas no negociables por las
partes –excluidas de la autonomía de la voluntad–
bajo la técnica de la normativa irrenunciable del
orden público laboral.
En ese sentido, el Derecho del Trabajo inter-
viene deliberadamente a favor de una de las partes
de la relación laboral, minimizando la capacidad
negociadora de las mismas (reglamentación de
orden público del contrato de trabajo), para dis-
minuir las ganancias económicas del empresario
y favorecer las del trabajador. Con ello, se genera
una redistribución de la riqueza del primero ha-
cia el segundo (función económica), que el libre
juego del mercado no habría producido, logrando
de ese modo, a fin de cuentas, que el débil econó-
micamente hablando, adhiera al mantenimiento,
precisamente, de las reglas de mercado alteradas.
De hecho, uno de los teóricos del neoliberalis-
mo va a reconocer que la legislación laboral tiene
45
“una meta económica aunque no eficiente: no
es un sistema para maximizar la eficiencia”41,
en el entendido que la función económica del
Derecho del Trabajo no ha estado dirigida a au-
mentar la riqueza, sino más bien a distribuirla o
repartirla entre las partes de la relación laboral,
y más específicamente, del empresario a favor
del trabajador.
Esta forma de entender la función económica
del Derecho del Trabajo se traducirá en un de-
terminado contenido institucional, que si bien
dependerá de las circunstancias políticas concretas
de cada país, se encuadrará dentro de un modelo
general de legislación laboral que durante el siglo
pasado correspondió a un modelo típico de Dere-
cho del Trabajo. Dicho modelo “era un Derecho
unidireccional, establecido y aplicado en beneficio
del trabajador”, siendo la “raíz profunda o, si se
quiere, el principio básico de tal complejo norma-
tivo el principio de favor respecto del trabajador
singularmente considerado”. De modo tal, que
“el principio pro operario habría de inspirar, por
tanto, la acción legislativa al establecer la norma
laboral, y la acción judicial al interpretar y aplicar
dicha norma”42.
46
Dicha visión dominante durante casi todo un
siglo sobre el rol económico del Derecho del Tra-
bajo, a cuya sombra surgió y creció en el siglo XX,
será objeto de serios cuestionamientos por parte
del pensamiento económico neoliberal dominante.
Este llevará a cabo una de las más potentes ofensi-
vas contra el modelo clásico del Derecho del traba-
jo a partir de la década del setenta, sosteniendo una
visión propia y distinta de la función económica
del mismo, y que a la postre dará lugar a un modelo
de contenido institucional de reemplazo conocido
como de flexibilidad laboral. En efecto, como se
ha destacado con amplitud, “las sucesivas crisis
económicas desde 1973, y su nefasto efecto sobre
el empleo, han traído como consecuencia el que se
exija al Derecho del Trabajo, al que en buena parte
se culpabiliza del elevado índice de paro, un doble
esfuerzo, de alcance y naturaleza bien distinta”43.
Ese doble esfuerzo es simple de explicar: por
una parte, mantener niveles mínimos de protec-
ción para los trabajadores, respondiendo al modo
clásico de esta rama jurídica, pero por otra, rebajar
y disminuir las rigideces legales para mejorar los ni-
veles de empleo, dando lugar discursivamente a un
Derecho del Trabajo que antes “era unidireccional
establecido y aplicado en beneficio del trabajador,
47
a uno bidireccional que atenderá al principio pro
operario y, a la vez, al principio pro empresa”44.
La nueva propuesta sobre la función económi-
ca, bajo el rótulo de principio pro empleo, también
tiene un evidente carácter distributivo, no en el
sentido clásico a favor del trabajador, sino ahora
en una dirección distinta: repartir los recursos
económicos de los trabajadores con empleo hacia
los sin empleo, rebajando la protección legal de
los primeros, a favor de la contratación de los
segundos.
Rebajar la protección legal de un número
determinado de trabajadores (los trabajadores
con contrato de trabajo), a cambio de mejorar
el empleo para otros (los desempleados), bajo la
teoría económica de la competencia entre insiders y
outsiders45, significa, sin lugar a dudas, un traspaso
de riqueza de los primeros respecto de los segundos
que, a diferencia de la versión típica del Derecho
del Trabajo, no afecta al empresario.
3. LOS FINES DEL DERECHO DEL TRABAJO
A diferencia de las funciones, la cuestión de los
fines del Derecho del Trabajo es más compleja, en
particular, la determinación del contenido de su fin
48
principal. En rigor, se trata de un problema teóri-
co relevante y ello porque aparentemente parece
no haber acuerdo acerca del contenido ideal que
mueve a esta rama del derecho.
La idea del Derecho del Trabajo en su mejor
versión –como aquí la llamaremos– tiene así un
problema teórico clave: no parece existir claridad
hacia dónde va.
Y es que la finalidad del Derecho del Trabajo
es algo, sorprendentemente, misterioso. Y esa afir-
mación, a su turno, es especialmente sorprendente
porque no hay manual de la disciplina que no se
inicie con una declaración de principios sobre el
rol que corresponde a este sector del ordenamiento
jurídico.
¿Cómo decir, entonces, que la finalidad de este
derecho es misteriosa?
En diversos países y contextos se afirma que su
finalidad central es la protección del trabajador. De
hecho, antes la llamamos una “función manifiesta”
del Derecho del Trabajo.
La tutela de la protección del contratante débil
es el objetivo que los laboralistas han señalado
–urbi et orbe– como central para la disciplina.
Pero, como espero sea fácil de advertir, todos los
manuales y libros iniciales de esta disciplina dicen
algo sobre medio –proteger al trabajador–, pero
callan sobre el fin. Y es que la protección del traba-
jador es una finalidad simplemente instrumental,
49
que necesariamente está al servicio de un fin que
va más allá de esa propia protección.
La protección del contratante débil –como
gusta decir a los laboralistas–, dice muy poco
acerca de en qué consiste ese ideario central del
Derecho del Trabajo. Parece que de tanto hablar
de protección hemos olvidado y de algún modo
escondido el problema que subyace: hacia dónde
va esa protección.
¿Es igual para los fines del Derecho del Trabajo
la protección de las normas laborales que garan-
tizan una indemnización por el despido injustifi-
cado, que aquella que prohíbe el reemplazo de los
trabajadores en huelga?
Es obvio, que la respuesta es que no. Pero ahí
lo central es cómo saber qué protección vale más
que otras, y en qué sentido unas expresan más que
otras el contenido de la protección que se supone
se busca asegurar.
Y si las cuestiones anteriores son pertinentes,
entonces, la pregunta central es exactamente ¿qué
es lo que el Derecho del Trabajo busca proteger?
El punto es que si no logramos responder esta
cuestión sobre el sentido de la protección laboral
el problema es sencillamente mayúsculo para los
laboralistas.
Y por dos razones fundamentales.
Primero, por una cuestión existencial. Para
saber si el Derecho del Trabajo puede ser una em-
50
presa de emancipación para los trabajadores. Sólo
dependiendo de qué es lo que entendamos hay
detrás de la protección del trabajador, podemos
esclarecer si a esta rama del Derecho le corresponde
un rol luminoso y si vale la pena seguir intentando
el camino que desde hace tantos años promete a
los más excluidos su recorrido.
De otro modo, el Derecho del Trabajo deviene
en una idea devaluada: una sencilla moneda de
cambio que, a vuelta de una protección mínima
y básica para los trabajadores, legitima e institu-
cionaliza el modelo de producción capitalista en la
función política que ya explicamos. Y que, de paso,
queda impotente a la más obvia y antigua de las
críticas: la del discreto disfraz de la explotación46.
Segundo, por una cuestión de método. Sin
tener claro qué hay detrás de la protección del
trabajador, el laboralismo está ciego para saber si
éste o aquel ordenamiento del trabajo cumplen
en menor o mayor medida con su finalidad. Así,
51
por ejemplo, un Derecho del Trabajo que regula
detalladamente las condiciones en que la empresa
principal será responsable de la deudas laborales
de los trabajadores en régimen de subcontrata-
ción –con las clásicas medidas de responsabilidad
subsidiaria o solidaria–, pero que niega el derecho
a negociación colectiva de esos trabajadores con
esa misma principal ¿ha cumplido su finalidad de
protección o la ha cumplido a medias o simple-
mente nada?
Es obvio que –sospechamos– la respuesta
tiene que ser negativa. Cómo saber, entonces, si
la finalidad de protección ha quedado en buena
parte de los casos como una simple enunciación
vacía de contenido.
De este manera, la cuestión del fin del Dere-
cho del Trabajo es tan crucial, que el modo cómo
se responda determina, al final de cuentas, qué
concepción sobre este tipo de derecho se sostiene.
Desde aquellas minimalistas que postulan un fin
modesto –como la erradicación del trabajo indig-
no– hasta aquellas que lo postulan como un medio
destinado a alcanzar valores tan relevantes como
la igualdad o la libertad.
53
Dada la imposibilidad política de ese ideal, el AED
se ha decantado por una exigencia más modesta y
propone una regulación laboral que fije una meta
que evite los reproches éticos más duros contra el
libre funcionamiento del mercado.
Se llama el Derecho del Empleo –que como ya
vimos, ya puede no ser considerado Derecho del
Trabajo–. Esto es, un derecho que no tiene por
orientación preferente la protección del trabaja-
dor, sino su sujeción a los intereses de la empresa,
modo de garantizar la finalidad superior de las
relaciones laborales: el funcionamiento libre del
mercado de trabajo.
En la base de esta concepción el “trabajo
–considerado como un derecho colectivo y sin-
dicalmente defendido– es presentado en deca-
dencia e incluso directamente al empleo, simple
asalarización individual sin ningún contenido
político o transformador, dependiente del azar
del mercado, así como la voluntad –buena– de
los empleadores”49.
54
Lo paradójico es que, a veces sin mucha con-
ciencia, esta concepción típicamente neoliberal
confluye con una importante orientación del
pensamiento jurídico-político progresista que de-
nominaremos de los derechos sociales.
La cuestión parece ser de este modo: una parte
importante de la izquierda dejó de considerar el
trabajo asalariado como el centro del conflicto
ideológico del capitalismo, ya que nada importante
parece poder pasar en la fábrica. Como explica
MUÑOZ –con cita a LACLAU y MOUFEE– “para
algunos la crisis de toda una concepción del so-
cialismo fundada en le centralidad ontológica de
la clase trabajadora, resultó en el desplazamiento
de dicha lucha del lugar protagónico que había
tenido y su reemplazo por una serie de batallas
más locales: alguna de ellas, a la diferencia y reco-
nocimiento de colectivos subalternos distintos de
la clase trabajadora; otras, a la reivindicación de
temáticas aún más alejadas de la matriz histórica
del socialismo, tales como el ambientalismo o el
animalismo”.50
La explicación de esta pérdida de centralidad
política del trabajo asalariado diría relación, por
una parte, con la evolución del trabajo mismo:
las formas de trabajar se han diversificado de tal
55
modo que ya no sirve como eje central y unitario
la figura del trabajo fabril y asalariado51. Pero tam-
bién, por otro lado, se relacionará con el triunfo
del paradigma fordista como modo de producción
técnico y racional, consagrándolo, en consecuen-
cia, como un espacio exento de interés político
para un debate ideológico más significativo en las
sociedades modernas.
De este modo, nada importante parece estar
pasando en relación con el trabajo asalariado es-
tándar: primero, el debate sobre el mismo trabajo
asalariado ha perdido importancia en relación a
otras formas de trabajo, y segundo, para peor,
dentro del mismo trabajo estándar ya no hay nada
mucho más que decir: el fordismo ha puesto fin a
la historia de la fábrica.
En relación a lo primero, se dirá que “la trans-
formación del trabajo obliga a repensar la ciu-
dadanía social. En el pasado ha estado ligada al
paradigma productivista (en el que la ciudadanía
depende de la aportación laboral a la sociedad y
se identifica con el trabajo), lo que constituye un
factor de limitación y exclusión de la ciudadanía.
56
Por eso, el fin de la sociedad del trabajo supondría
el fin del trabajo asalariado como clave de la bóveda
del cambio social, los conflictos, la integración y
la realización personal”52.
En este caso, la idea modesta del Derecho del
Trabajo proviene de una muestra de realismo po-
lítico: el trabajo asalariado objeto de su tutela ha
perdido centralidad en las sociedades modernas,
por lo que su capacidad distributiva se encuentra
seriamente averiada.
Por ello, más que seguir apostando por un de-
recho que versa sobre una forma de trabajar que
languidece, sea necesario explorar otras formas
jurídicas de integración y distribución social,
tales como el derecho a la salud, la educación o
la vivienda.
De ahí que se escriba que “seguir asignando
derechos sociales por la vía del trabajador asalaria-
do, cubre apenas las necesidades de la aristocracia
de los trabajadores, es decir, de aquellos que ya
están integrados socialmente, pero no de aquellas
personas que están excluidas, que son los que en
realidad merecerían un mayor porcentaje de la
redistribución de la riqueza”, por lo que produ-
cida “la pérdida de la centralidad del mundo del
trabajo, se genere la urgente necesidad de crear
57
categorías para pensar los derechos sociales que se
adecuen a la realidad que nos toca vivir”53.
En relación a lo segundo, esto es, la primacía
de una racionalidad tecnológica y productiva en
el lugar de trabajo que lo naturaliza como un es-
pacio donde no hay poder político significativo en
disputa, TRENTIN apunta que “desde los orígenes,
el taylorismo y el movimiento de los técnicos, so-
ciólogos y empresarios alimentaron el mito de la
organización científica del management ‘finalmente
encontrada’ y pusieron en marcha una auténtica
hegemonía cultural y política no sólo en las fuerzas
democráticas y progresistas” sino “en gran parte de
la izquierda y los movimientos socialistas, incluso
en la vieja Europa”54.
En cualquier caso, la cuestión, creo que es ob-
vio, es que para quienes sostienen concepciones
como las descritas, las funciones del Derecho del
Trabajo tienden a ser minimizadas: para los conser-
vadores no debe cumplir una función económica
relevante, menos aún como instrumento con
efectos distributivos significativos; para los progre-
sistas, el Derecho del Trabajo cumple una función
distributiva que pueden cumplir mejor otras polí-
ticas y/o derechos sociales re-distributivos.
58
El minimalismo de estas ideas, no cabe duda,
ha impactado en una suerte de realismo político
del laboralismo de las últimas décadas: son malos
tiempos y no estamos para mucho más. De ahí el
éxito, incluso entre laboralistas comprometidos,
de propuestas de piso o zócalo mínimo como el
trabajo decente o la flexi-seguridad55.
Los problemas de esta concepción mínima
del Derecho del Trabajo son, a nuestro juicio, los
siguientes:
Primero, de orden conceptual. Degrada al
Derecho del Trabajo a una pretensión irrecono-
cible para los que lo cultivan. De hecho, no está
a la altura del significado que los que practican
este derecho entienden es su finalidad. Ningún
laboralista de relevancia –que han puesto en sus
textos ideas como la libertad o la igualdad–, esta-
del workfare por parte del “liberalismo social” del que el nuevo
laborismo de Anthony Blair y su “tercera vía”, por ejemplo, sirve
de avanzadilla; o las nociones de “flexiseguridad” defendidas por el
gobierno francés de Lionel Jospin y, en general propiciadas, por las
ideas de un “nuevo pacto social” difundidas por la Unión Europea,
en múltiples foros desde la cumbre de Luxemburgo celebrada a fines
del año noventa y siete, apuntan a una nueva ordenación de políticas
sociales mínimas, localizadas y destinadas a grupos marginales, y
políticas laborales de corte productivista destinadas a la búsqueda
de individualizada de empleo o de nichos, yacimientos o formas
autónomas de empleo”. ALONSO, L. E., Trabajo y Ciudadanía,
Trotta, Madrid, 1999, p. 239.
59
ba pensando en que dichos valores se darían por
satisfechos con tener sencillamente trabajadores
que no fueran pobres o que no sufrieran un trato
indigno o indecente. Nadie en las comunidades
que practican este derecho estaba pensando en
que evitar el pauperismo fuera el horizonte final
de esta disciplina jurídica.
Segundo, el “minimalismo” tiene problemas
de orden funcional y que se expresan en que el
Derecho del Trabajo queda prácticamente dilui-
do. Pasa a ser una política social para enfrentar
la pobreza como cualquier otra, en el caso de los
neoliberales, o de re-distribución de riqueza, en
el caso de los progresistas sociales. Esto deja de
lado que la relación laboral es mucho más que el
simple intercambio de salario por trabajo, y que su
configuración como relación de poder tiene conse-
cuencias de importancia para el conflicto político
de las sociedades capitalistas. De eso hablaremos
más adelante, cuando revelemos como rasgo cen-
tral de lo laboral la existencia de una relación de
poder con amplios efectos sociales y políticos, y
que como es obvio, en estas concepciones queda
íntegramente soslayado.
Tercero, problemas empíricos. El discurso de
“cuánto ha cambiado el mundo del trabajo por
cuenta ajena” no parece dar cuenta de un hecho
fundamental; todos esos cambios en el trabajo
han desembocado en una seria de figuras laborales
atípicas, en las que se presenta el rasgo funda-
60
mental de la relación laboral asalariada histórica,
como es el ejercicio de un poder significativo de
una parte por sobre la otra. Así ocurre en la sub-
contratación y en el suministro de trabajadores,
en la jornada parcial, en los contratos temporales
e incluso en el trabajo autónomo en dependencia
económica.
El resultado de estas concepciones mínimas
del Derecho del Trabajo es, ante todo, de orden
político, y ello porque lo dejan en una posición
tan modesta que lo tornan irrelevante.
En esa perspectiva, las posiciones políticas
igualitaristas en nuestras sociedades –especialmen-
te las latinoamericanas, pero próximamente las
europeas– pueden prescindir tranquilamente del
Derecho del Trabajo: un derecho que distribuye
poco no tiene significación política relevante para
quienes sostienen posiciones de cambio social.
De ahí que no extrañe el encanto preferente que
para esas posiciones tiene el resto de los derechos
sociales –como la vivienda, la salud y la educación–
o las propuestas de renta básica por su impacto
distributivo y el cierto olvido –que no desprecio–
hacia el Derecho del Trabajo.
En fin, la concepción mínima es de una
modestia tan extrema que deja al Derecho del
Trabajo pendiendo de un hilo: nada importante
para nuestras sociedades pasa por la regulación
61
del trabajo. Y por cierto no da cuenta, de la
finalidad que buena parte de quienes practican
esta disciplina dicen que tiene y que se encuentra
mucho más allá del aseguramiento de condiciones
mínimas –el zócalo del que ya hablamos– para
los trabajadores56.
4.2. El Derecho del Trabajo y una concepción
robusta: la idea de la igualdad. Existe un camino
más prometedor. Es harto obvio, basta revisar la
obra de cualquier laboralista, para darnos cuenta
que la persecución de la igualdad ha sido presen-
tada habitual –aunque no exclusivamente– como
la finalidad de esta rama del derecho.
Para una concepción máxima, el Derecho del
Trabajo supone una finalidad mucho más robusta:
su objetivo es la consecución de un valor ético
relevante, como es, precisamente, la igualdad57.
62
De hecho, no se dudará en decir que “la
igualdad es el valor inicial que da fundamento
a todo el Derecho del Trabajo y al resto de sus
principios”58.De este modo, la finalidad central
será la igualdad en la relación laboral entendida
habitualmente desde el poder, la que exige que
los trabajadores puedan –en condiciones de pa-
ridad– participar en las decisiones empresariales
que los afectan.
La protección del trabajador quedaría satisfe-
cha, entonces, si este logra, por la acción normativa
del Derecho del Trabajo, acceder a una cuota de
poder tal que la administración y control de su
trabajo no esté entregada a otro, sino que se com-
partan en un plano de paridad con su contraparte.
La igualdad en sentido estricto –y no sólo formal–
anima los términos del encuentro entre empresario
y trabajador, recuperando este último el control
de lo que le es propio –su trabajo–.
Se trata de una idea sumamente atractiva. El
trabajador deja así atrás, aparentemente, la aliena-
ción que fuera la causa de su penuria –en términos
marxistas–: “la enajenación del trabajador en su
producto no sólo significa que su trabajo se con-
vierte en un objeto, asume una existencia externa,
sino que existe fuera de él, independiente, ajeno a
él, que se convierte en un poder autónomo frente
cit., p. 7.
63
a él. La vida que él ha dado al objeto se le opone
como una cosa ajena y hostil”59.
64
De hecho, mucho de esta concepción acompa-
ñó la idea de la participación de los trabajadores
en la empresa. Esto es, la idea de que –en diversas
intensidades– los trabajadores puedan ejercer fa-
cultades directivas que le corresponden, en algún
sentido, al titular de la empresa.
Pero como no es difícil de advertir, la deno-
minada participación de los trabajadores en la
empresa no es, en rigor, ya sea en sus versiones más
débiles –los derechos de información y consulta–
o ya sea en sus versiones más comprometidas –la
cogestión–, un sistema de igualdad entre partes de
la relación laboral, ni menos implica la superación
de la relación de poder que ejerce el empleador
sobre los trabajadores.
Para decirlo de otro modo, la participación no
supone el cuestionamiento del poder empresarial,
sino su reforzamiento. Por ello se ha sostenido
que “implica un incremento de la legitimación de
quien detenta la titularidad del poder decisorio,
65
mediante la participación de los implicados –traba-
jadores– en el proceso de adopción de las decisio-
nes que conciernen al desempeño de su actividad
y hace también que el ejercicio de dicho poder
resulte más soportable para sus destinatarios”60.
De hecho, la titularidad del poder sigue en
manos de la empresa, el que no obstante queda
sometido a un control adicional: la de los trabaja-
dores que participan en los órganos de dirección
y vigilancia.
Se trata, en rigor, de un contrapoder. Como
se ha explicado “lo que está en juego, bajo el
debate sobre la participación en la empresa es la
distribución efectiva de las relaciones de poder
en la misma (…) una relación por tanto que
enfrenta poder y contrapoder en la empresa” y se
agrega “la democracia industrial suministra un
countervailing power, un contrapeso en el poder
desequilibrado entre trabajador y empresario que
se sustancia en la construcción de un contrapoder
cualificado”61.
Aunque nos parece controvertible, como ex-
plicaremos más adelante, el uso de la expresión
66
democracia industrial, precisamente porque se
trata tan solo de un contra-poder, la descripción
parece correcta: nada en la participación supone
una apropiación por parte de los trabajadores de lo
que siempre les será presentado, desde el derecho,
como ajeno: la empresa.
No podría ser de otro modo, porque el esce-
nario institucional en el que se va a desarrollar
esa participación sigue siendo, como ocurre en el
paradigma de la empresa capitalista, la propiedad
privada.
¿Es razonable concebir de este modo, entonces,
la finalidad central del Derecho del Trabajo?
El problema es que este derecho entendido
como una práctica social y argumentativa no
parece acompañar al igualitarismo de esa intensi-
dad. Ni en el contexto institucional en el que se
le concibió –el denominado pacto keynesiano–62,
67
ni desde el punto de vista de los practicantes de
esta disciplina, parece que esa sea una exigencia
razonable de sostener.
Y la razón parece sencilla. Esta rama jurídica se
ha construido como un derecho de contratos en
el marco de una economía capitalista. De hecho,
como se ha destacado, la noción central de esta dis-
ciplina ha sido y sigue siendo la subordinación63.
68
¿Es posible la igualdad exigida por esta con-
cepción –paridad de poder– en la relación laboral,
si el derecho que conocemos se ha construido en
torno a la noción de subordinación?
La respuesta negativa es evidente. En el con-
cepto de Derecho del Trabajo que conocemos
–construido por la práctica de las comunidades
laborales– no hay espacio para una idea de igualdad
tan exigente. De hecho, esa idea se llevaría por
delante buena parte del arsenal con el que se ha
construido esta disciplina: subordinación, poder
de mando, dirección, despido, etc.
Y esto es así desde siempre, ya que como expli-
caba SINZHEIMER en los años veinte “la relación
que liga al trabajador con su empresario no es
sólo una pura relación obligacional. No pertenece
al Derecho de las obligaciones. Es ante todo, un
relación de poder”64.
Dicho de otro modo, de aceptar el ideal igua-
litarista, el Derecho del Trabajo como lo hemos
conocido estaría condenado a desaparecer. El
éxito en la protección del trabajo sería su propia
anulación como disciplina regulativa del trabajo
por cuenta ajena.
69
En fin, ¿es razonable pensar en una empresa
erigida sobre la propiedad privada y la libertad de
contratación que no se construya en la noción de
mando y obediencia? ¿Puede el Derecho del Tra-
bajo aspirar a la liberación total del trabajador –la
emancipación del lugar de trabajo en términos
marxista–, sustituyendo la idea de subordinación
y dando paso a la libertad como auto-gobierno?
En el capitalismo no, obviamente65. Parece un
hecho notorio que escapa de toda posibilidad del
Derecho del Trabajo tal como lo hemos conocido,
modificar de tal manera la empresa para que deje
de ser capitalista: sin subordinación y distribuida
en términos de igualdad el poder, esa relación
70
ya no es la que ha sido objeto de esta rama del
derecho66.
Ahí se presenta el que llamaremos el “dilema
del laboralista”.
O acepta la idea de subordinación y mando en
la relación de trabajo, y por tanto, renuncia a la
idea de la igualdad en sentido estricto entre em-
pleador y trabajador –o al ideal del autogobierno
en el lugar de trabajo– y obtiene como resultado
de que sigue siendo posible hablar del Derecho
del Trabajo, incluyendo a su mejor versión la de
la autonomía colectiva: con negociación colectiva
fuerte, sindicatos con poder y huelga como dere-
cho central de las relaciones laborales.
O, en cambio, rechaza la idea de poder de
mando y subordinación en la relación de trabajo,
71
y propone un horizonte de emancipación en el
lugar de trabajo que implica el autogobierno de
los trabajadores, pero el resultado es un derecho
distinto al que hasta hoy hemos conocido.
La diferencia no es baladí y lo que realmente la
constituye no es la aceptación de la subordinación,
sino su sostén jurídico: la propiedad privada de la
empresa.
Para algunos –como SUPIOT y buena parte del
laboralismo occidental– el dilema se resuelve por
el cuerno de la mantención de la subordinación: el
Derecho del Trabajo otorga un poder tan relevante
a los trabajadores, especialmente desde la inven-
ción de lo colectivo, que se supera el problema de
la libertad: el poder organizado colectivamente
hace libre al trabajador. Puede haber libertad en
la propiedad de otro.
Para otros, la cuestión se resuelve por el lado de
la superación de la subordinación y dependencia:
el Derecho del Trabajo tal como lo conocemos no
está a la altura del desafío. La posibilidad de que
el trabajador sea libre en el trabajo requiere una
construcción jurídica nueva, que más allá de las
fronteras de lo habitual, suponga una redención
del derecho frente al trabajo. Ello implica, parece
obvio, la superación de la idea de propiedad pri-
vada en la empresa.
En ambos casos, no obstante, hay un déficit de
satisfacción. En el primero, algo no cuadra, como
ya explicamos; el trabajador sindicalizado y con
72
poder de resistencia, especialmente a través de la
huelga, sigue de igual modo subordinado al poder
fundado en la propiedad privada de la empresa.
Difícil hablar ahí de igualdad en sentido más in-
tenso o libertad como auto-gobierno.
En el segundo, la cuestión no parece distinta.
Hay libertad en el puesto de trabajo y se consigue
igualdad, pero ya no hay ni Derecho del Trabajo,
ni propiedad privada tal como la hemos conocido
hasta hoy. Pero, entonces, para ese caso la duda es
¿de qué Derecho estamos hablando?
La única posibilidad, en rigor, de fundar el
Derecho del Trabajo sobre la base de la igualdad
es construir otro tipo de Derecho. De ahí que
SINZHEIMER tuviera que –para construir lo que
llamo concepción socialista– hablar de un Derecho
Social del Trabajo que superara el capitalismo: “la
concepción burguesa prescinde de la dependen-
cia, la concepción social la pone de manifiesto, la
concepción socialista la quiere hacer desaparecer.
Y sólo lo puede conseguir haciendo que desapa-
rezca su raíz, que no es propiedad privada en sí
misma, sino la propiedad privada de los medios de
producción”67. O en la misma línea la propuesta de
KORSCH –para establecer lo que llama concepción
democrática del Derecho del Trabajo– “para esto
no alcanza, sin embargo, con ponerle al empresario
73
capitalista determinados límites en la explotación
y opresión de sus trabajadores por medio de leyes
sociales; tampoco alcanza con establecer convenios
colectivos entre federaciones empresarias y obreras
en lugar del contrato de trabajo individual entre
el todopoderoso propietario capitalista y el des-
poseído propietario de nada más que sí mismo,
el trabajador individual. La clase trabajadora, que
ha llegado a una conciencia plena de su situación
social, reclama ahora, por el contrario, una forma
directa de autogestión de sus relaciones de trabajo,
que son al mismo tiempo sus relaciones vitales”68.
Quizás los insalvables problemas de tan ambi-
ciosa propuesta, generaron una versión más mo-
derada del igualitarismo en la relación de trabajo.
Digamos un maximalismo suave y más a tono con
buena parte de las ideas que los laboralistas tienen
del Derecho del Trabajo. En efecto, muchos buscan
sortear este problema –y no ser tachados fácilmente
de utópicos– con la expresión “relativo”. Ni mucha
ni tan poca igualdad.
Pero ahí se escapa hacia adelante y poco más. Si
se acepta que uno manda más que otro, entonces
no hay igualdad en ningún sentido. Se puede es-
tar más o menos sometido al poder de otro, pero
no corresponde describir esa relación como de
“igualdad” en términos de poder entre las partes.
74
Cuesta entonces entender cuál sería para efectos
de la existencia o no de subordinación en la rela-
ción laboral, la diferencia entre describirla como
una relación de desigualdad –o como dicen los
laboralistas de mando y dependencia–, o simple-
mente, hacerlo como de igualdad relativa.
En rigor, parece nada más una diferencia esté-
tica, sin relevancia conceptual.
¿Qué hacer entonces con el dilema del labo-
ralista?
Aquí en adelante, en cambio, sostendremos
que el modo de resolver el dilema es la idea de “no
dominación”. El Derecho del Trabajo no necesita
superar la idea de subordinación ni poder de man-
do, ni menos la propiedad privada de la empresa,
porque su ideal no compromete una promesa de
igualdad en sentido estricto, ni de libertad posi-
tiva en la fábrica, sino una idea –aparentemente
y sólo aparentemente– más modesta: reservar un
espacio de libertad a los trabajadores exentos de
dominación arbitraria.
4.3. El Derecho del Trabajo y una concepción
robusta: la libertad como “no dominación”. En lo
que sigue avanzaremos la idea de que el ideal
regulativo de esta disciplina se vincula con la idea
de libertad como “no dominación” y que esa es
una mejor versión que la igualdad para fundar una
concepción robusta de este derecho como la que
aquí defendemos.
75
En efecto, tal como ha planteado la filosofía
republicana “cuando alguien depende de otro
significa que está al antojo de otro, que está a
merced de otro, esto es, está bajo el dominio de
otro. Conceptualmente está dominado por otro,
aun siendo benevolente, porque puede ser inter-
ferido arbitrariamente por él. El ideal de libertad
como no dominación permite defender que sí
debe haber algún tipo de interferencia estatal para
que las personas puedan tener una autonomía
substancial. Para poder impedir que unas personas
sean dominadas por otras es necesario estipular
derechos de existencia que las protejan de posibles
interferencias arbitrarias”69.
Y una de esas interferencias estatales en defensa
de la libertad como “no dominación” es, precisa-
mente, el Derecho del Trabajo. De hecho, es una
interferencia esencial, en cuanto en las sociedades
capitalistas modernas el trabajo es el espacio social
y económico más relevante donde se produce, de
hecho, ese poder o dominio arbitrario sobre el otro
que debe ser enfrentado.
Así, según esta idea, todo aquel cuya existen-
cia económica está sujeta al poder arbitrario de
otro, carece de libertad. Y esa es, precisamente la
situación del trabajador asalariado en las socie-
76
dades capitalistas antes de la aparición del Dere-
cho del Trabajo, según apunta la larga tradición
republicana70. Como explica SANDEL, el trabajo
asalariado como condición permanente “eterniza
una relación de dependencia entre el trabajador y
el propietario, que no les permite pensar y actuar
como ciudadanos independientes, capaces de
participar del autogobierno”71.
Mirado así el punto es posible sostener que aquí
el Derecho del Trabajo es bastante más ambicioso
que la concepción mínima de la que ya hablamos:
el trabajador puede no ser pobre, puede no trabajar
77
bajo condiciones indignas de trabajo, pero puede
estar sometido a la máxima arbitrariedad del poder
del empleador y ahí está, precisamente, el espacio
que le da fundamento a esta sector del derecho.
Y no alcanza, asimismo, la ambición del Dere-
cho del Trabajo en su versión igualitaria de la que
hablamos: no se postula la eliminación de todo
poder sobre el trabajador. Ni tampoco un empate
político dentro de la empresa incompatible con el
capitalismo. De lo que se trata es que el trabajador
no esté afecto a un poder empresarial arbitrario.
Como sostiene SHAPIRO, la dominación: “es
un tipo de libertad que lleva consigo el tufo de
lo ilícito. Nuestra libertad es restringida con fre-
cuencia cuando estamos bajo el poder de otros,
pero esto no constituye dominación a menos que
ese poder sea de alguna manera abusado o puesto
forzosamente al servicio de un propósito ilegíti-
mo; los hijos están bajo el poder de sus padres,
los estudiantes bajo el poder de sus profesores, los
trabajadores de sus empleadores; en todos estos
casos su libertad está limitada. Pero sólo pensa-
mos en ellos como dominación si quienes tienen
autoridad abusan de su poder”72.
En nuestra opinión, es precisamente esta con-
cepción sobre el contenido del fin del Derecho
del Trabajo la que permite sortear el dilema del
2013, p. 603.
78
laboralista del que ya hablamos: el realismo sin sue-
ños de la concepción modesta o minimalista –que
se conforma con un trabajador sin pobreza– y el
idealismo utópico de los maximalistas –que sueña
con un trabajador sin poder sobre él–.
La finalidad central del Derecho del Trabajo
es la interdicción de la arbitrariedad del poder
empresarial en las relaciones laborales. Fin nece-
sario para asegurar un espacio de libertad exento
de dominación.
¿Es esta concepción de la libertad como “no
dominación” una idea desconocida para el labo-
ralismo?
Por supuesto que no. Si se lee atentamente a los
autores laboralistas esa idea estuvo presente desde
siempre: la de un trabajador que logra dentro de las
sociedades capitalistas grados relevantes de auto-
nomía, esto es, de espacios libres de interferencias
arbitrarias del empleador.
Al decir de SINZHEIMER “el desarrollo del De-
recho del Trabajo es el desarrollo de la humani-
dad y de la libertad en la relación entre trabajo y
propiedad”73. O en las palabras de CAZZETTA, la
agenda del Derecho del Trabajo ha sido entendida
siempre “como frontera consciente a la libertad
contractual recogida por el derecho civil común,
79
y como proyecto de la realización de una libertad
no formal”74.
Esa libertad no formal es la que aquí hemos
denominado de “no dominación”.
Queda, eso sí, una duda pendiente para nues-
tra concepción robusta del Derecho del Trabajo:
¿de qué arbitrariedad estamos hablando como la
contracara de la libertad del trabajador?
Por arbitrariedad, en esta perspectiva, debemos
entender la inexistencia absoluta de un motivo
para una decisión empresarial o la existencia de un
motivo reprochable: o porque la ley lo considera
reprobable –piénsese en las causales de despido– o
porque no estando regulado en la ley, no tiene una
justificación proporcionada.
¿Y quién determina esa arbitrariedad en el
ejercicio del poder empresarial?
En el modelo legal de Derecho del Trabajo,
fundamentalmente los órganos estatales de apli-
cación –jueces e inspecciones del trabajo–, en el
modelo colectivo, fundamentalmente los propios
trabajadores por vía de su acción colectiva.
No digo exclusivamente, porque comúnmente
en los sistemas legales se combinan: los primeros
suelen –en casos previstos por la ley– controlar
80
a los segundos respecto de la justificación de su
control al poder empresarial.
Pero ese punto ya es parte del último compo-
nente de nuestra trilogía conceptual: los medios
del Derecho.
82
Presentan, eso sí, diferencias estructurales: la
tutela legal las normas de protección contra la
arbitrariedad provienen directamente de la ley y
su ejecución/aplicación queda entregada necesa-
riamente a órganos estatales, de ahí que se suela
hablar de protección heterónoma del trabajador
por el Estado77.
¿Cómo intentan asegurar estos medios de
protección la consecución de la reducción de la
arbitrariedad en las relaciones laborales?
La tutela legal lo hace por la vía del denomi-
nado principio de causalidad. Esto es, de someter
al empleador a la exigencia normativa de tener
un motivo susceptible de ser controlado por una
autoridad estatal para las decisiones considera-
das de mayor relevancia en la relación laboral.
Por ejemplo, el tipo de contrato de trabajo, los
cambios unilaterales de jornada o funciones o el
propio despido.
En ese sentido “la vinculación de las facultades
de dirección y control a una causa precisa, como
elemento objetivo que se identifica con la función
típica del acto empresarial, es un dato que limita
la discrecionalidad empresarial en esta materia. La
83
progresiva creación de esta legalidad en la empresa
ha sido el producto, en primer lugar, de la inter-
vención legal, para, posteriormente, desarrollarse
a través de la negociación colectiva”78.
Especialmente relevante es la “causalidad
del término del contrato de trabajo”, ya que el
momento culminante en el ejercicio del poder
empresarial es aquel momento donde se actualiza
su capacidad para dejar sin trabajo al otro. En esos
casos, la regla general es que el Derecho del Trabajo
exija causalidad al despido y que el control de esas
causales pueda ser escrutada por el Estado, dando
lugar a los denominados modelos de estabilidad
en el empleo.
La debilidad del modelo legal/heterónomo son
tanto de alcance como de intensidad.
En cuanto al alcance, dicha tutela sólo alcanza
algunos momentos de la relación laboral por su
carácter episódico y no permanente. Ello deja al
trabajador –en el mejor de los casos– enfrentado
a un clima hostil, tanto durante como después de
la aplicación de la sanción estatal de las conductas
empresariales arbitrarias. Por decirlo de otro modo,
el Estado ingresa transitoriamente a la relación
laboral, presta su poder institucional al trabajador
y se retira a la misma velocidad.
84
De ahí que respecto de la nulidad del despi-
do –como forma máxima de sanción laboral–
se haya destacado con dosis de realismo “los
inconvenientes de imponer una permanencia
forzosa en las relaciones personales de duración
indefinida” dados “los problemas de convivencia
en la empresa”79.
En cuanto a la intensidad de la tutela, tiene
relevantes limitaciones.
Hay limitaciones estructurales ya que las san-
ciones jurídicas contra el empleador son un haz
restringido, donde predominan las sanciones por
equivalencia – fundamentalmente prestaciones
económicas–, tales como multas o indemnizacio-
nes. Excepcionalmente, el Derecho del Trabajo
provee al sistema de medidas reparatorias en
sentido estricto, tales como la nulidad, con los
problemas recién apuntados.
Hay limitaciones institucionales, en cuanto a que
las posibilidades del juez de hacer cumplir dichas
sanciones jurídicas son limitadas. Especialmente las
no pecuniarias, en cuanto suponen obligaciones de
hacer difíciles de ser emplazada por la fuerza estatal.
Hay limitaciones fácticas, especialmente las
derivadas de la resistencia del empleador cuando
la sanción puede resultar más barata que su cum-
plimiento, cuestión especialmente significativa
85
en la coyuntura institucional –bastante usual en
Latinoamérica– de que la inspección del trabajo
carezca de capacidad de fiscalización real sobre las
relaciones laborales de un sociedad.
Y hay limitaciones culturales muy potentes. Las
sanciones laborales son percibidas, desde un punto
de vista muy extendido en culturas jurídicas liberales
como las nuestras, como restricciones de gravedad al
derecho de propiedad, y la acción estatal vinculadas
a ellas, como intromisiones relevantes a la libertad
empresarial. De ahí que, tanto el legislador como
los órganos aplicadores del Derecho, tiendan a ser
muy restrictivos con su implementación.
La tutela colectiva, a su turno, protege al tra-
bajador y busca eliminar la arbitrariedad de las
relaciones laborales por la acción concertada de
los propios trabajadores. Aquí no hay principio de
causalidad, sino un abanico amplio y complejo de
acciones de auto-tutela de los trabajadores, el que
incluye tanto poderes normativos –para pactar con
efectos generales condiciones de trabajo– como el
reconocimiento de acciones de conflicto –especial-
mente el derecho de huelga–.
La idea de poder colectivo de los trabajadores
supone básicamente lo siguiente: a) poder para
establecer y diseñar organizaciones de represen-
tación de intereses colectivos (poder de organiza-
ción), b) poder para generar normas de aplicación
obligatoria a sus relaciones con terceros (poder
normativo), y c) poder para resistir y controlar las
86
acciones de terceros en perjuicio de sus intereses
colectivos (poder de resistencia).
Como es obvio, desde el punto de vista del
derecho, este poder colectivo se sustenta en la
idea de la libertad sindical y su santísima trinidad:
derecho a organización sindical, negociación co-
lectiva y huelga. En palabras de ERMIDA se trata
de “tres institutos fundamentales, imprescindibles
e interdependientes, a tal punto, que la ausencia
de cualquiera de ellos impide el funcionamiento”
del Derecho Colectivo del Trabajo80.
Aunque podría pensarse, como se ha sostenido
normalmente, que se trata de una suerte de una
triada en equilibrio estructural –algo así como un
triángulo equilátero–, esa es una idea controver-
tible.
Y no obstante que volveremos en adelante sobre
este punto, digamos algo sobre la huelga y el resto
de los derechos colectivos. En rigor, la huelga tiene
prioridad conceptual desde el punto de vista de su
autonomía. Ni la organización se basta a sí misma
–es posible tener una afiliación sindical robusta y
no tener poder de modo relevante–, ni la nego-
ciación colectiva se basta a sí misma –conocida es
la frase judicial alemana de que una negociación
colectiva sin huelga no es más que mendicidad
colectiva–.
87
La huelga, en cambio, es autosuficiente. No
requiere conceptualmente hablando una orga-
nización sindical que la sostenga –puede darse
como acción colectiva pura y dura–, ni menos una
negociación colectiva donde operar. Es un derecho
autónomo que expresa el conflicto laboral, ya sea
que este conflicto se canalice o no por medio de
la acción sindical, en el marco o no de una nego-
ciación colectiva.
Pero más importante que lo anterior, desde el
punto de vista funcional, el derecho a huelga sirve
de anclaje a todo el sistema de relaciones colectivas
del trabajo, o dicho de otro modo, permite soste-
ner a los otros derechos colectivos: la posibilidad
de una organización sindical con fuerza o una
negociación colectiva robusta, exige la capacidad
de los trabajadores de inhibir y amortizar el poder
empresarial. De ahí que se haya apuntado que “la
huelga es la principal arma de auto-tutela de los
trabajadores, es el instrumento de acción directa al
servicio de los fines del sindicato y de efectividad
al derecho a la negociación colectiva. En realidad,
la huelga autentifica el conjunto del sistema de
relaciones laborales, porque el recurso a la huelga
otorga plena efectividad a los demás derechos de
autonomía o autoafirmación colectiva”81.
88
Ahora, parece bien establecido por la literatura
laboral que el modelo colectivo parece más idóneo
para avanzar en conseguir la finalidad de la interdic-
ción de la arbitrariedad de las relaciones laborales.
Desde ya tiempo se ha señalado que “no debe olvi-
darse que el derecho del trabajo tiene una fuente ma-
terial: la huelga; y una sola posibilidad de vigencia: la
acción enérgica y vigilante de los sindicatos”82. Ello
porque se trata de una restricción al poder arbitrario
del empleador de carácter interno, que opera desde
adentro de la propia relación laboral.
Y en ese sentido –bajo ciertas condiciones, ra-
ramente existentes en América Latina– presenta en
ciertas condiciones ventajas sobre la tutela estatal
y heterónoma.
De partida, es un poder que despeja los pro-
blemas de acceso a la tutela –problemas típicos
de la tutela judicial– y cuyo uso discrecional
depende de los propios trabajadores. Además, la
acción colectiva constituye un poder continuo –y
no episódico como la tutela legal– que tiene un
amplio contenido tutelar y que va desde acciones
menores como presión directa sobre la empresa,
pasando por actos intermedios como manifesta-
ciones o expresiones, hasta la resistencia mayor
que es la huelga.
Y finalmente, su eficacia tiende a ser superior
a la tutela estatal, ya que su efecto puede ser más
89
intenso en relación con el empleador, especialmen-
te, en los casos de la utilización de su principal
instrumento de presión como es la huelga.
Aún así, cabe apuntarlo, la tutela colectiva tiene
límites estructurales.
La debilidad de este poder es evidente: su
eficacia depende de la capacidad de los propios
trabajadores de acumular poder colectivo. En
sociedades donde los trabajadores no tienen esa
capacidad, el modelo colectivo puede conducir a
un callejón sin salida.
De este riesgo advertía hace mucho el propio
SINZHEIMER: “no podemos basar el Derecho del
Trabajo en el Derecho del Trabajo autónomo. No
podemos, por ejemplo, transferir todo el Dere-
cho del Trabajo estatal a los contratos de tarifa.
Quizás hoy las fuerzas sociales puedan mantener
el equilibrio. Mañana, sin embargo, pudiera ser
aplastado por grupos capitalistas superpoderosos
¿puede entregarse el Derecho del Trabajo a tal
juego del azar?”83.
Asimismo la tutela colectiva tiene especiales
problemas con el control del acto de poder por
definición del empleador: el despido. En rigor,
las posibilidades de control de la causalidad del
despido por vía de la acción colectiva son bajas.
90
Primero, porque comúnmente dicho poder –el
del despido– cae fuera del ámbito de la negociación
colectiva, incluso en los convenios más complejos
no es habitual que éste sea objeto del contenido
normativo de la negociación.
Pero, en segundo lugar, por una cuestión clave:
jurídicamente la limitación del despido es com-
pleja, porque se le considera una manifestación
esencial del derecho de propiedad del empresario.
Y tercero: el control de causalidad supone el
diseño de un sistema de sanciones y responsa-
bilidades, incluyendo consecuencias tales como
compensaciones económicas y acciones de cum-
plimiento forzado como el reintegro del trabaja-
dor. Ello requiere de un entramado institucional
que no puede ser ni diseñado ni soportado por la
acción colectiva.
¿Cómo articular, entonces, los mejores medios
para el logro de una finalidad robusta del Derecho
del Trabajo?
El mejor diseño posible –desde la perspectiva
de la reducción de la arbitrariedad– podría ser
explicado así: el principal medio de control del
ejercicio del poder empresarial es la acción colec-
tiva. Ello a través de la tríada de medios explica-
dos: organización, negociación y resistencia y su
correlato jurídico: sindicalización, negociación
colectiva y huelga.
91
No obstante, ese modelo supone un comple-
mento legal en aquellos espacios de poder que
requieren de un control institucional particular-
mente intenso, como es –paradigmáticamente– el
control causal del despido. En esos casos, el poder
autonómico de los trabajadores requiere del com-
plemento del poder heterónomico estatal.
Se trata así, como es obvio, de un modelo de
tutela preponderantemente –y no exclusivamen-
te– colectivo, en cuanto supone como eje central
de la regulación laboral la tríada señalada en torno
a la acción colectiva de los trabajadores, pero que
requiere, como un elemento de configuración
adicional, el soporte institucional del Estado en
relación con las conductas empresariales cuya
arbitrariedad no puede ser superada ni reprimida
sin esa intervención.
92
CAPÍTULO III
EL DERECHO DEL TRABAJO,
LA HUELGA Y LA DEMOCRACIA
94
esto es, de pretender alcanzar un espacio de “no
dominación” dentro del escenario de una relación
de trabajo significada por el poder de una parte
sobre la otra.
Y puestas las cosas así, entonces, la posibilidad
de que el Derecho del Trabajo esté a la altura de
su propio ideal –la concepción robusta de la que
aquí hemos hablado– supone inexcusablemente la
construcción de un modelo colectivo de relaciones
laborales que se construya en torno al eje organi-
zación sindical, negociación colectiva y huelga.
Es ese, precisamente, el sentido de la invención
del Derecho del Trabajo. Tal como lo apunta
SUPIOT: “la invención de la dimensión colectiva
ha permitido salir del dilema de la subordinación
voluntaria, restituyendo al trabajador su cualidad
de sujeto libre, sin cuestionar su subordinación:
se le da en el plano colectivo la autonomía de que
se le priva en el plano individual”87.
¿Cómo se enlazan estas piezas del modelo co-
lectivo del trabajo?
La respuesta estándar ha sido apuntar a una
suerte de estructura tríadica en estable y hasta en
algún sentido perfecto encaje entre sindicatos,
negociación colectiva y huelga.
La doctrina laboral ha sido, como ya apun-
tamos, reduccionista en este punto. Es de estilo
95
afirmar la denominada santísima trinidad del de-
recho colectivo del trabajo: “en el plano dogmático
del derecho colectivo del trabajo, ello se expresa
en lo que se ha denominado su triangularidad,
es decir, en su constitución en base a tres pilares
fundamentales: autonomía sindical, autonomía
colectiva y auto-tutela”88.
El punto es el siguiente: así afirmados los tres
elementos de la fórmula de la trinidad parecen
equivalentes y sostenidamente estables. Pero esto
es controvertible.
De partida, la relación entre los componentes
de la trinidad colectiva es dinámica: la relevancia
funcional de uno y otro se define en relación al
contexto laboral en que recíprocamente actúan.
En ese sentido, la importancia de la función de
cada uno de estos derechos en la fórmula final del
derecho colectivo es cualitativamente distinta según
el sistema de relaciones laborales sobre el que se
aplique, ocupando la huelga en casos muy relevantes
una centralidad mayor en un modelo colectivo de
relaciones laborales, incluso, que la propia organi-
zación sindical y la negociación colectiva.
Aquí sostendremos, de hecho, que en el caso
de contextos jurídicos como el latinoamericano
–y en especial el chileno– la huelga hace las veces
96
de eje estructural de una concepción del Derecho
del Trabajo que aquí hemos llamado robusta. En
efecto, en contextos laborales de debilidad sindical
la huelga juega un rol constitutivo: otorga el po-
der del que los trabajadores y sus organizaciones
originariamente carecen.
En contextos laborales desarrollados, el rol de la
huelga se repliega para dejar el espacio relevante a la
negociación colectiva. Eso no priva, sin embargo,
a la huelga de la centralidad que hemos apuntado
antes. En esos casos –contextos laborales fuertes–,
la huelga es un derecho que ejerce su poder de
resistencia desde las “sombras”, en cuanto es una
medida de fuerza que se actualiza de tanto en tanto,
especialmente para soportar la acción colectiva que
pudiera episódicamente necesitarlo, ya sea en el
plano privado o en el público –las denominadas
huelgas políticas–.
La especial centralidad y fortaleza de la huelga
como derecho en relación a los otros componentes
de la trinidad colectiva dice relación con las propias
premisas sobre el que se construye el edificio del
derecho colectivo del trabajo: si se acepta que la
relación laboral es estructuralmente conflictiva –y
no tan sólo episódicamente–, entonces, el proble-
ma de que se trata es la regulación del encuentro
y la tensión entre dos poderes que se encuentran
en el mismo espacio social y productivo.
Por ello, en la centralidad de la huelga, en el
entramado del derecho colectivo una parte rele-
vante de la doctrina no ha tenido dudas, que sin
97
exageración ha afirmado que “en realidad, la huelga
autentifica el conjunto del sistema de relaciones
laborales, porque el recurso a huelga otorga plena
efectividad a los demás derechos de autonomía
o autoafirmación sindical”89, y de ahí de que se
trata –nada más, ni nada menos– que del “factor
de calificación del sistema de relaciones de trabajo
de un país”90.
De ahí que, como pieza clave para la construc-
ción del modelo que dé curso a una concepción
robusta del Derecho del Trabajo, sea necesario en
las líneas que siguen centrar nuestra atención en
la huelga y el derecho que la contiene.
2. LA HUELGA: UN DERECHO EXCÉNTRICO
¿Qué es lo que hace tan peculiar a la huelga y
al derecho construido en derredor suyo?
La respuesta es algo así como esto: desde
cualquier perspectiva que se le mire, la huelga se
nos presenta como un derecho extraordinario.
Algo así como el más excéntrico de los derechos
fundamentales.
La huelga presenta, de partida, en una pers-
pectiva simbólica, un carácter perfectamente
paradojal. Por una parte, la huelga es una ruptura
98
respecto de los principios de derecho privado de las
sociedades capitalistas, en cuanto supone un daño
deliberado en la propiedad privada y la producción
empresarial, pasando a llevar de este modo, unas
cuantas ideas claves del derecho civil como siem-
pre lo hemos conocido. Y por otra, es una acción
que ha pasado a convertirse en el contenido de un
derecho reconocido con máxima fuerza dentro del
sistema legal: se trata de un derecho fundamental.
De esa nota simbólica fundamental arrancan
otros rasgos significativamente peculiares:
Primero, es una exaltación del trabajo por medio
del “no trabajo”. La huelga es, en la cita clásica de
CERRONI, una “versión moderna y laica del derecho
de resistencia que el obrero moderno reivindica hoy,
como llamada terrena a la transformación general
de la sociedad en nombre del trabajo”91.
Y segundo, es un momento de recuperación
del trabajador de la titularidad del trabajo. Con
la huelga el titular recupera el control de lo que le
había sido puesto como extraño y ajeno: su traba-
jo. Hay, para decirlo de algún modo, una pausa
en la alienación o la ajenidad propia del trabajo
asalariado.
Pero, en rigor, es una recuperación transitoria.
No busca reemplazar el poder privado al que está
99
sometido por un nuevo poder, sino resistirlo y
limitarlo. En la empresa capitalista moderna,
como ya explicamos, “no existe la posibilidad
de un cambio de roles: gobierno y oposición
permanecen fijos”92.
Y ahí, la ambivalencia de la huelga queda ex-
puesta en toda su intensidad. Por una parte, las
anhelantes expectativas de una forma de acción
colectiva que desafíe el orden jurídico patrimonial
propio del capitalismo, y por otra, la moderada
decepción de un resultado que no sustituye, sino
que corrige el funcionamiento de ese modelo so-
cial y económico93. Una subversión –para decirlo
de alguno modo– diseñada por el derecho y por
tanto, limitada.
100
Ahora, mirado desde la perspectiva estrictamen-
te jurídica, el derecho de huelga presenta rasgos
especialmente interesantes:
Por una parte parece ser un derecho social es-
pecialmente perfecto, en cuanto presenta aspectos
estructurales ventajosos respecto de otros derechos
de la misma categoría: es un derecho social “ins-
trumental” que permite acceder a otros derechos
sociales y económicos (como la alimentación,
vivienda o educación o la propia negociación
colectiva), y que no supone ninguna actividad
prestacional del Estado.
Y por otra, es un derecho social con notables
rasgos de autonomía, ya que son sus titulares los
que deciden en qué situación o condición social
laboral exige su ejercicio y qué finalidad justifica
su actualización, evitando la intervención estatal
en las preferencias de sus titulares.
Asimismo, es un derecho especialmente conec-
tado con el sistema democrático. Como veremos
más adelante, la huelga permite, especialmente en
aquellas experiencias jurídicas que la aceptan de
modo vigoroso, expresar la voz de los trabajadores en
el foro público, constituyendo una mejora de la de-
mocracia como sistema político de representación.
¿Qué ha impedido, entonces, que la huelga
desarrolle todo su potencial en muchas tradiciones
jurídicas?
No solo, como podría pensarse, las leyes dicta-
das para restringir la huelga, las que desde el punto
101
de vista de su delimitación son –sorprendente-
mente– escasas. Y es que, en rigor, el legislador
laboral –particularmente latinoamericano– no
ha tenido necesidad de recorrer el camino que ya
había recorrido para él la doctrina: la delimitación
restrictiva94.
En concreto la verdadera “operación disfraz”
–en las palabras de TARELLO– a la que la doctrina
sometió el concepto de huelga: supeditando a
inconfesadas convicciones ideológicas la cons-
trucción de un concepto tan relevante para los
trabajadores. Como explicaba ese autor, a propó-
sito del derecho italiano de posguerra, la dirección
metodológica de la doctrina consistió en la “orien-
tación según la cual la extensión de un derecho
subjetivo, incluso donde éste no se halle limitado
de alguna forma por la ley, encuentra no obstante
un límite “lógico” que deriva de la definición de
su contenido” lo que supuso que “gran parte de la
doctrina se ajusta a la elaboración de un concepto
de huelga en sentido jurídico, muy consciente del
102
hecho de que el resultado de tal elaboración no
habría podido ser sino una disciplina de creación
doctrinal y judicial de huelga, travestida de defi-
nición”, con el riesgo obvio de “abrir una brecha
muy amplia entre el precepto de una parte y la
praxis y la opinión social de otra”95.
La rica praxis huelguística de la acción sindical
reducida a la definición estipulativa de la doctri-
na, que la entendió mayoritariamente como una
suspensión colectiva y concertada de la prestación
laboral por parte de los trabajadores. Y lo más
sorprendente de todo, en casi todas las tradicio-
nes legales donde la doctrina laboral ha sostenido
esa idea restrictiva, no hay texto legal que fije esa
supuesta definición.
El problema de esa definición estrecha –no res-
paldada en textos legales– es obvio: qué hacer con
las múltiples formas de interrupción y alteración
del proceso productivo que no encuadraban con
esa idea clásica de huelga, tales como la omisión
intermitente de trabajo –huelga intermitente–, o la
alteración de la producción por trabajo a desgano
o por exceso de celo –huelga reglamentaria– o por
exceso de producción –huelga productiva–, etc.
En esa dimensión el problema conceptual se
mueve en torno a dos nudos problemáticos: el
cit., p. 60.
103
contenido de la conducta huelguística y la finali-
dad de la huelga.
De una parte, el concepto de huelga supone
definir qué acción o conducta se encuentra jurídi-
camente protegida por el derecho. En ese debate se
encuentra la clásica distinción entre huelga típica
y atípica.
La idea tradicional –como ya dijimos– entendía
que la huelga era la suspensión colectiva y conti-
nuada del trabajo. Un concepto sostenido por la
doctrina laboral hasta bien entrado el siglo pasado
y que goza de popularidad aún hoy en muchas
tradiciones jurídicas.
Al frente, una lectura amplia en relación a la
conducta protegida por el derecho de huelga,
progresivamente sostenida en la doctrina laboral
contemporánea: la huelga es cualquier interrup-
ción colectiva de la normalidad productiva en la
empresa. Como explicaba PLA “toda interrupción
o alteración del trabajo, con finalidad de protesta
gremial, está dentro de la definición de huelga, y
debe ser –teóricamente– considerada lícita, con la
única excepción del sabotaje”96.
104
Por otro lado, la finalidad que el derecho per-
mite a la huelga supone una cuestión conceptual
crucial: cuál será el modelo de huelga de ese sistema
jurídico.
Y en este punto existen varias lecturas: desde
quienes ven en la huelga una pura y exclusiva
finalidad de negociación colectiva entre las par-
tes –modelo contractual–, pasando por quienes
sostienen una finalidad que abarca cualquier
cuestión de naturaleza laboral –el modelo laboral–,
y llegando a quienes sostienen que la finalidad
puede ser cualquiera que los trabajadores decidan
sostener como legítima, incluyendo las finalidades
políticas –modelo polivalente–97.
Lo interesante, como ya apuntamos, es que en
ambos puntos de este debate conceptual, la disputa
no suele girar en torno a la interpretación de un
texto legal explícito, ya que las leyes no suelen
definir el concepto de huelga. Entonces, lo sor-
prendente es que en muchas ocasiones, el concepto
restrictivo de huelga, tanto en la acción como en
la finalidad, no tiene apoyo legal que lo sustente,
105
siendo razonable, entonces, su cuestionamiento y
confrontación98.
¿Qué razones apoyan una concepción amplia
de la huelga tanto respecto de la conducta como
de la finalidad protegida?
Primero, una razón de orden conceptual. Por
tratarse de un derecho fundamental y, por tanto, de
un principio con reconocimiento constitucional,
su contenido debe ser entendido como amplio o
extenso. Se trata de mirar la huelga desde la deno-
minada teoría externa de los derechos fundamenta-
les y la afirmación de un ámbito protegido extenso.
No solo la huelga, sino todo derecho funda-
mental. En esta teoría si la huelga es un derecho
fundamental corresponde, indefectiblemente, leer-
lo en clave amplia o extensa. Como se ha señalado,
106
“el contenido de este ámbito de protección inicial
está conformado por todo el espectro de normas
y de posiciones jurídicas que sea posible relacio-
nar en principio semánticamente con el derecho
tipificado en la Constitución. Como tal, este vasto
contenido ya constituye por sí una entidad jurídi-
ca. Esta adscripción prima facie se lleva a cabo con
criterios muy laxos y se fundamenta en el principio
in dubio pro libértate, según el cual, en caso de
duda sobre un caso, este debe considerarse como
un caso relevante desde la óptica de los derechos
fundamentales”99.
Precisamente, en este principio opera la con-
cepción amplia o extensa del ámbito protegido.
La razón es sencilla: los derechos fundamentales
que se ponderan son considerados restringibles
y, por ende, su contenido nunca es definitivo o
inderrotable, cuestión que supone que se les deli-
mite ampliamente, a sabiendas de que podrán ser
restringidos más tarde en un eventual conflicto
con otro derecho fundamental100.
Por lo mismo, “todo lo que presente una
propiedad que –considerada aisladamente– baste
para una subsunción bajo el supuesto de hecho
107
queda tipificada, cualquiera que sean las otras
propiedades”101.
¿Cuán amplio debe ser, entonces, el ámbito
protegido de los derechos fundamentales?
El máximo posible que permita la norma jurídica
de principio que establece el derecho fundamental.
Esto puede suponer que, incluso, “el ámbito pro-
tegido puede albergar conductas que en ocasiones
resulten inmorales, antisociales o antijurídicas, en el
entendido que normalmente serán contrarrestadas
en virtud de una restricción o limitación”102.
En relación a la huelga, esto es muy relevante.
Cualquier conducta que se vincule interpretativa-
mente con el reconocimiento constitucional debe
ser entendida como parte de ese derecho. De este
modo, si detrás del derecho de huelga entende-
mos que se encuentra la alteración del proceso
productivo por parte de quienes participan con
su trabajo, entonces, no solo la cesación colectiva
del trabajo debe ser parte del contenido de ese
derecho fundamental (huelga típica), sino todas
aquellas conductas que de algún modo –parcial y
limitadamente– participan de ese carácter (huelgas
atípicas).
108
Segundo, por razones normativas. Si la huelga
es un derecho fundamental, reconocido en la
máxima jerarquía en el sistema de fuentes del
derecho, tanto en el derecho interno como en
el internacional, entonces, debe estar sujeto a la
aplicación del principio “pro-persona”103. En esta
perspectiva, se ha sostenido que “la Constitución
suele emplear para definir el objeto principal de
un derecho fundamental, sobre el que después
pueden recaer adicionales concreciones, términos
de cierta imprecisión e indeterminación. La acti-
vidad interpretativa que se desarrolle sobre estos
conceptos también se deberá realizar de la forma
más amplia posible”104.
Tercero, por razones de moral social. La de-
terminación del contenido de un derecho funda-
mental no es una operación de orden formal, sino
sustantiva. Y la forma de determinar ese contenido
es reconocer qué tipo de prácticas son las que so-
cialmente reconocemos como valiosas detrás de
esa protección jurídica.
Una norma que establece un derecho, supone
que el sistema jurídico ha decidido autoritativa-
mente que un curso de acción debe ser protegido,
109
en este caso, una acción colectiva de los trabajado-
res. Pero esa determinación normativa es limitada,
más cuando se trata de un derecho fundamental:
siempre existen espacios relevantes para la inter-
pretación de esos preceptos constitucionales.
Y la determinación de ese contenido debe estar
guiada por los valores e ideales sociales –las deno-
minadas razones subyacentes de la norma– que
movieron al sistema jurídico a consagrar ese dere-
cho con la máxima categoría. En la determinación
de esa “idealidad” presente detrás de la categoría
jurídica debe jugar un rol central la praxis social
de los trabajadores y la valoración que la cultura
laboral hace de la institución respectiva.
Esa “idealidad” detrás de las prácticas recono-
cidas por las normas es la clave que debe guiar las
cuestiones interpretativas sobre la huelga. Se trata
de auscultar el valor que socialmente le asignamos
a la huelga y que dice relación con la legitimidad
del conflicto y el rol de superación de la debilidad
que esa acción colectiva busca lograr.
En ese sentido, socialmente la huelga se erige
“como la principal arma a su alcance para la
defensa de sus intereses inmediatos y para la
lucha por la modificación de las condiciones
sociales que configuran, en el orden estructural,
su posición en el proceso productivo” 105 y en
110
la misma perspectiva “como instrumento de las
clases trabajadoras para remover los obstáculos
que se oponen a la igualdad sustancial y como
mecanismo de emancipación y participación en
las decisiones sociopolíticas que les conciernen
en todas las áreas o ámbitos de la vida social. Es
así que la huelga se instituye en la Constitución
como un derecho de igualdad que se dirige a ate-
nuar el desequilibrio existente entre el trabajador
y el empresario en el plano de las relaciones de
trabajo”106.
Como no es difícil de advertir, esa valoración e
idealidad que justifica socialmente la huelga, están
en juego no solo en el caso de la huelga tradicional,
sino que se presentan en todas aquellas acciones
que apartándose de la suspensión de la prestación
de servicios laborales –la huelga típica–, suponen
una forma de alteración de la normalidad pro-
ductiva como forma de protesta laboral –huelga
atípica–.
En todas esas formas de huelgas se encuentra
socialmente lo mismo: la protesta laboral de aque-
llos que estando en condiciones de dominación y
subordinación, buscan un modo de lograr algún
grado de equilibrio en la relación de trabajo.
111
En ese sentido, parece refractario que el dere-
cho niegue lo que la comunidad reconoce como
valioso tras la práctica social que busca protección
y en este caso, parece especialmente extraño que el
laboralismo niegue –sin texto legal que lo avale– el
carácter de huelga a aquellas conductas y com-
portamientos laborales que la propia comunidad
laboral reconoce como tales.
De este modo, la huelga debe ser entendida
como toda acción colectiva de los trabajadores
que busca alterar el proceso productivo, reco-
nociendo como manifestaciones de ese derecho,
tanto su versión de suspensión total y concertada
del trabajo, como todas aquellas que suponen una
modificación disruptiva del modo de prestar los
servicios laborales y cuya finalidad puede, salvo
restricciones normativas expresas, ser cualquiera
que fijen los trabajadores, incluyendo, como vere-
mos en adelante, objetivos económicos generales
o puramente políticos.
114
¿Qué sentido puede tener entonces hablar de
democracia en el puesto de trabajo?
La respuesta no dice relación con la supresión
del poder empresarial, sino en su sometimiento a
reglas de “discusión y consenso”: “el poder se ejerce
ahora de otra manera, o, por decirlo más correc-
tamente, han cambiado los presupuestos políticos
del ejercicio de este poder privado. Este se recon-
duce ahora formalmente a una óptica funcional,
superando un modelo que se reputa antiguo y que
se hallaba ligado a una concepción jerárquica de la
empresa en la que se debía garantizar a cualquier
precio la “intangibilidad absoluta” de las opciones
del empleador. A través de una serie de mecanis-
mos sin base contractual, fundamentalmente la
intervención legal y la creación de estructuras
de “contrapoder” colectivo en la empresa, se ha
venido precipitando un proceso de objetivación y
tipificación de la discrecionalidad empresarial”109.
Esa idea de dotar de contra-poder a los traba-
jadores para enfrentar el poder de mando de la
empresa, y en algún sentido forzar a su consenso
para la dirección del itinerario productivo –in-
tentando separar “el acceso a la propiedad de la
participación de la toma de decisiones”110–, ha
115
sido la base estructural de la vieja noción de la
participación de los trabajadores y de concepcio-
nes que ponen en ese punto el eje de la idea de la
“ciudadanía laboral”111.
La participación ha sido entendida como mani-
festación de una idea de democracia en el lugar de
trabajo. El punto es que detrás de esa participación
se encuadran cuestiones diferentes: “de un lado,
el modelo fundado en la participación interna de
los trabajadores en los órganos de administración
o vigilancia de las empresas (la llamada cogestión),
basado en la colaboración entre capital y trabajo,
y de otro, el modelo basado en el control obrero,
a través de órganos de participación externa (co-
mités de empresa, fundamentalmente) que no
tienen un compromiso de corresponsabilidad con
los directivos encargados de la administración de
116
la empresa y que se articula como un modelo de
confrontación-negociación”112.
En cualquier caso, esto es lo relevante, ninguno
de esos esquemas participativos supone alterar el
régimen de propiedad privado que le atribuye de
modo definitivo la titularidad del poder directivo
a la empresa.
Por lo mismo, es razonable hablar de “demo-
cratización” en la empresa considerado el caso
paradigmático y de mayor intensidad de partici-
pación de los trabajadores: la co-gestión. Pero ni
en ese caso, se considera que la empresa será de
gobierno compartido –ni menos el autogobierno
de los trabajadores–, sino una cosa distinta: la
posibilidad de que los trabajadores controlen a la
dirección empresarial, mediante lo que se ha dado
en llamar una “cooperación conflictiva entre el
capital y el trabajo”113.
3.2. Derecho del Trabajo y democracia política. La
primera cuestión que puede ser sostenida es que la
relación entre Derecho del Trabajo y democracia
como sistema de gobierno político, es de carácter
contingente y no necesaria. Dicho de otro modo,
no hay relación conceptual entre ambas, de modo
117
tal que la democracia requiere necesariamente un
Derecho del Trabajo para ser tal, y viceversa.
Esa negación de la interdependencia supone, en
todo caso, un aparato conceptual muy modesto:
por Derecho del Trabajo una regulación legal que
cumpla con la pretensión de protección del tra-
bajador, y por democracia, en sistema de elección
de representantes con participación electoral de
los representados –la denominada democracia
procedimental–.
De ahí que podamos hacer una mejora a nuestra
afirmación inicial: entre el Derecho del Trabajo en
su versión de tutela legal/heterónoma y la demo-
cracia procedimental no hay relación conceptual
o de necesidad.
Es perfectamente posible, en estos términos,
desde el punto de vista puramente conceptual, la
existencia de una sociedad estrictamente liberal,
donde no existan reglas de protección del traba-
jador –una especie de sueño posneriano– y que las
decisiones se adopten de un modo democrático,
en el sentido puramente representativo de la
expresión, como fueron las democracias liberales
de inicios del siglo XX antes de la invención del
Derecho del Trabajo.
Y al revés exactamente lo mismo: la existencia
de una dictadura en la que existan reglas de protec-
ción legal del trabajador. Como fue, a todo esto, la
experiencia de Franco en España o de Pinochet en
118
Chile. En ambos casos, hubo Derecho del Trabajo,
pero, obviamente, no democracia.
¿Cuándo podrá ser posible, entonces, trazar una
relación más comprometida entre el Derecho del
Trabajo y la idea de democracia?
Ello sólo será posible bajo ciertas condiciones:
un cierto tipo de democracia –participativa o deli-
berativa– y un cierto tipo de Derecho del Trabajo.
Para ser más precisos, podemos sostener que
una concepción como la que aquí llamamos ro-
busta del Derecho del Trabajo, que se implementa
por la vía de un modelo de auto-tutela colectiva, es
una condición de legitimidad de una democracia
deliberativa, en cuanto supone una mejora en las
condiciones del diálogo político ciudadano que
esa forma de gobierno promueve114.
Y esto porque “la democracia y la decisión
mayoritaria sólo tienen sentido moralmente bajo
ciertas condiciones. Las más obvias son la libertad
de expresión y la libertad de asociación, derechos
que establecen un contexto deliberativo más am-
plio en la sociedad civil para la toma formal de
decisiones políticas. Pero estoy pensando también
en reclamos de derechos que tienen muy poco o
ningún aspecto procedimental”. De ahí que “ser
119
miembro no es sólo una cuestión de participación
formal, sino también de que se dedique una ade-
cuada consideración a los intereses de las personas.
Incluso si esta persona tiene un voto, difícilmente
se esperará que acepte como legítima las decisio-
nes de la mayoría si sabe que otros miembros de
la comunidad no toman en serio sus intereses o
si las instituciones establecidas de la comunidad
demuestran desdén o indiferencia hacia él o su
clase”115.
Precisamente, en sociedades capitalistas or-
ganizadas en torno al trabajo, una de esas “otras
condiciones” y que corresponden a derechos no
procedimentales que fortalecen el contexto delibe-
rativo de la democracia son los derechos colectivos
del trabajo, particularmente, la huelga.
Puesto de otro modo, el ideal democrático
no sólo exige que el trabajador esté dotado de
derechos de participación formal/electoral, sino
de derechos que le permitan una participación
sustantiva, ya sea como ciudadano cualquiera –li-
bertad de expresión–, o ya sea como perteneciente
a un colectivo que se encuentra en condiciones de
debilidad –derecho colectivos/derecho de huelga–.
El ideal democrático –que se funda sobre la idea
de la igualdad de los ciudadanos– supone que todos
los puntos de vista serán considerados al momento
2005, p. 339.
120
de tomar decisiones que afectan la vida en común.
Por ello “el compromiso con el sistema democrático
implica un compromiso con un sistema de toma de
decisiones organizados a partir de la idea de contar
con un debate público robusto”116.
De ahí que ese ideal exija la herramienta de la
participación, esto es, de todas aquellas acciones
colectivas que permiten a los ciudadanos expresar
sus preferencias y posiciones sobre las políticas
que serán parte del resultado de las deliberaciones
públicas que los afectarán.
Pues bien, para amplios sectores de trabajado-
res, cuya situación es descrita como de debilidad
–en la mirada sociológica–, o de dependencia y
subordinación –en la terminología jurídica habi-
tual–, o peor aún de alienación –en la descripción
filosófica desde MARX– la posibilidad de que su
voz sea escuchada de “igual modo” que la voz de
otros sectores sociales, especialmente de la que
proviene de las elites empresariales y económicas,
es significativamente baja, por no decir nula.
Como ha explicado GARGARELLA la posibilidad
de “que algunos grupos resulten sistemáticamente
excluidos de nuestro debate público implica riesgos
muy serios para la calidad de la democracia, y ello
muy en particular cuando –como suele ocurrir– los
121
excluidos forman parte de grupos con reclamos
valiosos, fuertes y urgentes”117.
De ahí la importancia de amplificar esa voz
para que participe de ese “debate público robusto”
y ese es, precisamente, el rol de los derechos del
trabajador propios de un modelo de autonomía
colectiva explicado en las líneas anteriores.
¿Cómo pueden los derechos propios de un
modelo de autonomía colectiva en el trabajo hacer
las veces de un modo de participación política que
legitima la democracia?
Para ello es necesario que ese modelo, ya descri-
to antes, otorgue poder a los trabajadores no sólo
para operar en el marco de la relación laboral –con
el fin de detener o responder a la arbitrariedad del
poder empresarial–, sino que permita visibilizar las
demandas de los trabajadores en el foro público,
amplificando la voz de ese sector en las delibera-
ciones que los afectan.
Eso supone no sólo el reconocimiento como
base del modelo de relaciones laborales de la tríada
clásica del Derecho del Trabajo que ya explica-
mos, esto es, sindicatos, negociación colectiva y
huelga. Exige algo más. Desde el punto de vista
del derecho, implica la incorporación de dos
ideas fundamentales para que el ejercicio de esos
derechos traspase el umbral de la relación laboral
122
y devenga en un modo de participación política
de los trabajadores.
Por una parte, una idea de interés colectivo
compleja. Y por otra, una idea polivalente de la
huelga, que incluya la huelga política.
En efecto, en primer lugar, es supuesto necesa-
rio para que sea viable la participación democrática
de los trabajadores, que el derecho reconozca en
la acción organizada de los trabajadores una idea
compleja de interés colectivo.
¿Qué tipo de asuntos y materias deben ser
objeto de la acción de los trabajadores canalizada
por la vía de la organización sindical?
La respuesta se ha conocido en el Derecho
comparado como “el interés colectivo”. En su
afortunada elaboración original –la de SANTORO
PASSARELLI– corresponde al “interés de una plu-
ralidad de personas a un bien apto para satisfacer
una necesidad común. No consiste en la suma de
intereses individuales, sino en su combinación, y
es indivisible, en el sentido que viene satisfecho,
no ya por bienes aptos para satisfacer las necesi-
dades individuales, sino por un único bien apto
para satisfacer la necesidad de la colectividad”118.
El interés colectivo define el campo de acción
de la acción sindical. Ahí donde existe ese interés,
123
hay espacio para la actuación de la organización
representativa de los trabajadores. Por ello, al
reconocerse el interés colectivo como un interés
común que supera la mera suma de los intereses
individuales, se permite a la acción colectiva de
los trabajadores en función de una colectividad
específica –interés colectivo privado– o de la colec-
tividad en general o parte de ella –interés colectivo
público o político–.
Así entendido, el interés colectivo permite
romper la lógica de la membresía sindical y superar
eso que desde hace mucho se llamara “las angustias
producidas por el derecho contractual civil, cuya
eficacia se restringía a afiliados a los sindicatos
contratantes”119, sosteniendo la idea de la eficacia
general de la contratación colectiva. Esto es, la
capacidad de normar las relaciones laborales por
parte de las organizaciones sindicales que supere
el marco de los afiliados al sindicato.
No obstante, la cuestión es que ha dominado
en la doctrina laboral una mirada “privatista” del
interés colectivo, expulsando de sus confines la idea
de un interés público o político. De hecho, el pro-
pio SANTORO PASSARELLI recluirá esa idea dentro
del ámbito de lo privado: “el interés colectivo que
no sea un interés general de toda la colectividad
organizada, aun siendo un interés diferente del
124
interés individual, es de por sí un interés privado;
no es todavía un interés público”120.
El punto es que no se advierten las razones de
por qué ello debe ser así121. El interés colectivo
puede ser cualquiera que superando la individuali-
dad de los trabajadores sea relevante para su acción
organizada, incluyendo intereses de connotación
comunitaria y política que superen el marco de la
categoría laboral.
De hecho, esa conceptualización de interés colec-
tivo encorsetada en los límites de “lo privado” parece
desconocer el fuerte reconocimiento constitucional
a las organizaciones intermedias como formas de
participación política, en el caso de los trabajadores,
a través de las organizaciones sindicales y la libertad
sindical como derecho fundamental.
De este modo, la acción sindical y de los traba-
jadores puede perseguir tanto cuestiones colectivas
de interés de su grupo o categoría profesional,
como perseguir el logro de intereses vinculados a
la comunidad en su conjunto o una clase de ella,
125
como puede ser, entre otras, la consecución de
reformas legislativas, la incidencia en las políticas
públicas o la resistencia de planes gubernamentales
que los afecten.
En segundo lugar, la posibilidad de que la
acción colectiva de los trabajadores se constituya
como una práctica democrática supone el recono-
cimiento de la huelga política.
En el denominado modelo “polivalente” de la
huelga, en el que la finalidad del derecho queda
determinada por los propios trabajadores, recono-
ciendo el sistema jurídico como legitima pretensio-
nes que van más allá del contenido exclusivamente
laboral y, por lo mismo, como sujeto afectado por
la huelga a cualquiera que ejerza algún poder que
afecte a los trabajadores.
En ese sentido, la huelga puede lícitamente
tener como contenido pretensiones de carácter
político. Entendiendo por político en este caso,
tanto cuestiones de orden económico que afectan
a los trabajadores –la denominada huelga de impo-
sición política-económica–, como cuestiones que
digan relación con políticas públicas que afecten
a la comunidad –la denominada huelga política
pura–. Lo relevante es que “pretenden incidir en la
organización política de la sociedad o en la gestión
pública”122.
126
Y la huelga política viene a ser clave como eje
articulador de la participación democrática de los
trabajadores.
De este modo, como es fácil advertir, quedan fi-
jadas, en definitiva, las condiciones para la práctica
democrática de los trabajadores: una organización
sindical que persigue intereses que pueden superar
el marco de lo particular y orientarse hacia los
intereses generales de la comunidad o de la clase
de los asalariados, y que en esa pretensión puede
echar mano de la acción colectiva por definición
para que los puntos de vista de los que están en
condiciones de debilidad sean tomados en cuenta:
la huelga.
127
CONSIDERACIONES FINALES:
EL SENTIDO DE UNA INVENCIÓN
130
recorrer deja poco espacio a la duda: la construc-
ción de un poder colectivo de los trabajadores que
impida la arbitrariedad empresarial.
Eso que se llama el modelo de autonomía colec-
tiva del Derecho del Trabajo y donde, como se vio
a lo largo de este libro, tiene un rol fundamental
el derecho de huelga.
Ahora, nada de esto es, en rigor, novedoso.
Ya en su origen el Derecho del Trabajo fue fruto
de igual reflexión: para SINZHEIMER la versión que
aquí hemos denominado propia de una concep-
ción reducida o modesta, que confía la protección
de los trabajadores a la acción del Estado a través
de normas de mínimos laborales, no era Derecho
del Trabajo o lo era en estado primitivo.
Sin ambigüedades afirmaba que “la ley del Es-
tado no es esencial para la existencia del Derecho
del trabajo: la legislación estatal, la intervención
asistencial a favor del trabajador, suponen un
momento de la evolución del derecho del trabajo,
pero no representan su verdadera faz, su esencia,
porque ésta se encuentra en lo social, en los grupos
que crean Derecho”124.
Y sólo en la medida que el Derecho se haga
cargo de ese dato fundamental, esto es, la necesidad
de superar ese Derecho del Trabajo que apenas es
131
Derecho del Trabajo, se puede arrojar luz sobre su
verdadero fin: la libertad del trabajador.
Nuevamente SINZHEIMER –para variar– lo tenía
claro hace tanto tiempo: “el desarrollo del Derecho
del Trabajo es el desarrollo de la humanidad y de
la libertad en la relación entre trabajo y propiedad.
A través del Derecho del trabajo corren las arterias
vitales del movimiento social, lo que constituye la
sangre de la libertad”125.
132
BIBLIOGRAFÍA
133
ATIENZA, M. El sentido del Derecho, Ariel Derecho, Bar-
celona, 2001.
ATIENZA, M. y RUIZ MANERO, J, “Reglas, principios y
derrotabilidad” en AAVV Nos Ad Justitiam Esse Na-
tos, Volumen II, Edeval, Valparaíso, 2011.
ATRIA, F. “Del Derecho y del razonamiento jurídico” en
DOXA, Nº 22, 1999.
ATRIA, F. Neoliberalismo con rostro humano, Catalonia,
Santiago, 2013.
ASTRADA, C. Trabajo y Alienación, Siglo XX, Buenos
Aires, 1965.
BAYLOS, A. Derecho del Trabajo: un modelo para armar,
Trotta, Madrid, 1991.
BAYLOS, A. “Control obrero, democracia industrial y
participación”, en AAVV Autoridad y democracia en
la empresa, Editorial Trotta, Colección Estructuras
y Procesos, Madrid, 1992.
BARASSI, L. Il contrato di lavoro en el diritto positivo italia-
no, Società Editrice Libraria, Milán, 1901.
BARASSI, L. Il Diritto del Lavoro,Tomo I, Giufferè Editore,
Milano, 1943.
B ARBAGHELATA , H. H. El particularismo del Derecho
del Trabajo y los derechos humanos laborales, FCU,
Montevideo, 2009.
Bernal, C. Teoría de los derechos fundamentales, CEC,
Madrid, 2007.
BORRAJO, E., “¿Reforma laboral o nuevo Derecho del
Trabajo?”, Actualidad Laboral, Nº 34, España,
1994.
134
CAAMAÑO, E. y UGARTE, J.L. Negociación colectiva y li-
bertad sindical: un enfoque crítico, LegalPublishing,
Santiago, 2011.
CASAL, J. “¿Deslindar o restringir? El debate sobre el al-
cance del ámbito protegido del derecho fundamental
en Alemania”, REDC, Nº 82, Madrid, 2008.
CARCOVA, C. “Acerca de las funciones del Derecho”, Revista
Ciencias Sociales, EDEVAL, Nº 30, Valparaíso, 1987.
CAZZETTA, G. Estado, juristas y trabajo, Marcial Pons,
Madrid, 2010.
CERRONI, U. La libertad de los modernos, Martínez Roca,
Barcelona, 1972.
COURTIS, C. Derechos sociales, ambientales y relaciones
entre particulares, U. de Deusto, Bilbao, 2007.
DEAKIN, S. y WILKINSON, F., “Il diritto del lavoro e la
teoría economica: una rivistazione”, GDLRI, Nº 84,
Italia.
DESDENTADO B. A. “Sobre el despido y su violencia”.
Revista Derecho Social, Nº 51, Bomarzo, Alicante.
DURAN, F. Derecho de huelga y legalización del conflicto de
clases, Universidad de Sevilla, Sevilla, 1976.
DE LA VILLA, L. “La función del Derecho del Trabajo en
la situación económica y social contemporánea”,
Revista del Trabajo, Nº 76, Madrid, 1984.
DE FERRARI, F. Derecho del Trabajo, T. III, Depalma,
Buenos Aires, 1983.
GAMONAL, S. “Los principios del Derecho del Trabajo”,
Capítulo VI, en AAVV Derecho del Trabajo, RASO.
135
J. (editor), Fundación de Cultura Universitaria,
Montevideo, 2012.
GAMONAL, S. “El principio de protección del trabajador
en la Constitución chilena”, Estudios Constitucio-
nales, Año 11, Nº 1, CECOCH - U. Talca, 2013.
EDELMAN, B. La legalisation de la clase ouvriére, Borgeois,
Editeur, 1978.
ERMIDA, O. Sindicatos en Libertad Sindical, FCU, Mon-
tevideo, 1999.
ERMIDA, O. Meditaciones sobre el Derecho del Trabajo,
Cuadernillos de la Fundación Electra, Montevideo,
2011.
ERMIDA, O. Apuntes sobre huelga, Fundación de Cultura
Universitaria, 3a edición, 2012.
E TCHEBERRY , J. “La discrecionalidad judicial en la
aplicación del derecho en el positivismo jurídico
incluyente” en AAVV, El Caballo de Troya del po-
sitivismo jurídico, Estudios críticos sobre el Inclusive
Legal Positivism, Editorial Comares, Granada, 2010.
FERRAJOLI, L. “La teoría del derecho en el sistema de
saberes jurídicos”, en AAVV La teoría del derecho en
el paradigma constitucional, Fundación Coloquio
Europeo, Madrid, 2011.
GAIDO, P. “Introducción”, en AAVV La pretensión de
corrección del Derecho, Universidad de Externado de
Colombia, Bogotá, 2001.
GALIANA, J.M. y GARCÍA, B. “La participación y represen-
tación de los trabajadores en el modelo normativo
español”, Revista del Trabajo, MTYAS, Nº 43, 2003.
136
GREIFENSTEIN, R. Perspectivas de la cogestión empresarial
en Alemania, Fundación Ebert, ILDIS, Noviembre
2011.
GARGARELLA, R. El derecho a la protesta, Ad-Hoc, Buenos
Aires, 2007.
GREIFENSTEIN, R. Perspectivas de la cogestión empresarial
en Alemania, Fundación Ebert, ILDIS, noviembre
2011.
JEAMMAUD, A. Le droit capitaliste du travail, PUG, Paris,
1980.
JIMÉNEZ CANO, R. Una meta-teoría del positivismo jurí-
dico, Marcial Pons, Madrid, 2012.
KAHN-FREUND, O. Trabajo y Derecho, Ministerio del
Trabajo y Asuntos Sociales, Madrid, 1987.
KLARE, K., “Teoría critica e diritto dei rapporti di lavoro”,
Democrazia e diritto, Italia, 1990.
KORSCH, K. Lucha de clases y Derecho del Trabajo, Ariel,
Barcelona, 1980.
LÓPEZ, M. C., “Nuevo contexto económico mundial y
resquebrajamiento de los pilares tradicionales del
derecho del trabajo”, RL, T. I, España, 2002.
MAC CORMICK, N. “La argumentación silogística: una
defensa matizada”, en DOXA, Nº 30, 2007.
MARX, C. Manuscritos Económicos-Filosóficos, Centro
Gráfico, Santiago, 2005.
MARX, C. y ENGELS, F., Obras escogidas, T. I, Ed. Progreso,
México, 1966.
MARTIN VALVERDE, A. “Huelga laboral y huelga política:
Un estudio de modelos normativos”, en AAVV El
137
Derecho del Trabajo ante el cambio social y político,
Universidad de Zaragoza, Zaragoza, 1976.
MONEREO PEREZ, J.L. “La huelga como derecho cons-
titucional: la técnica específica de organización
jurídico-constitucional de la huelga (I y II)”, Temas
Laborales, Nºs. 27-28, 1993.
MONEREO, J.L. y FERNANDEZ, J.A. “Cultura jurídica y
pluralismo jurídico sindical en Giovanni Tarello”,
Estudio Preliminar, Teorías e Ideologías en el Derecho
Sindical, Comares, Granada, 2002.
MONTOYA, A. “Principios y Valores en el Derecho del
Trabajo”, en AAVV En torno a los principios del De-
recho del Trabajo, Porrúa, México, 2005.
MUÑOZ, F. “Ciudadanía laboral: crítica y defensa de
un concepto jurídico-político”, Revista Derecho U.
Católica del Norte, Año 20, Nº 2, 2013.
MUNDÓ, J. “Autopropiedad, Derechos y Libertad”, en
AAVV Republicanismo y Democracia, Miño y Dávila,
Buenos Aires, 2005.
N ARANJO DE LA C RUZ , R. Los límites de los derechos
fundamentales entre particulares: la buena fe, CEC,
Madrid, 2000.
NINO, C.S. La Constitución de la democracia deliberativa,
Gedisa, Barcelona, 1999.
OJEDA, A. “El contrato industrial como antecedente del
contrato de trabajo”, en AAVV Nos Ad Justitiam Ese
Natos, Universidad de Valparaíso, Edeval, 2011.
PALOMEQUE, M. C., Derecho del Trabajo e ideología, Tec-
nos, Madrid, 1995.
138
PEÑA, J. “Nuevas perspectivas de la ciudadanía” en AAVV
Ciudad y Ciudadanía, Trotta, Madrid, 2008.
POSNER, R. El análisis económico del derecho, FCE, Mé-
xico, 1992.
PLÁ, A. Los principios del Derecho del Trabajo, Depalma,
Buenos Aires, 1998.
ROMAGNOLI, U. “Estructura de la empresa”, CDT, Nº 4,
Madrid, 1978.
ROMAGNOLI, U. “Las transformaciones del Derecho del
Trabajo”, en Experiencias de flexibilidad normativa,
U. A. Bello, Chile, 1992.
ROJO, E., “Pasado, presente y futuro del Derecho del
Trabajo”, Relaciones Laborales, T. II, Madrid, 1997.
RUIZ, C. “La idea de República y la constitución de los
sujetos populares en Chile”, en AAVV República,
Liberalismo y Democracia, LOM, Santiago, 2011.
SANDEL, M. Democracy’s discontent, Boston, Harvard
University Press, 2006.
SANTORO-PASSARELLI, F. Nozioni di Diritto del Lavoro,
35a edición, E. Jovene, Napoli, 1987.
SIMON, J. (Director) Tratado de Derecho Colectivo del
Trabajo, La Ley, Tomo II, Buenos Aires, 2012.
SINZHEIMER, H. Crisis económica y Derecho del Trabajo,
Instituto de Estudios Laborales y de la Seguridad
Social, Madrid, 1984.
SHAPIRO, I. “Sobre la dominación”, DOXA, Nº 35, Ali-
cante, 2013.
SUPIOT, A. Crítica del Derecho del Trabajo, MTAYS, Ma-
drid, 1996, p. 148.
139
SUPIOT, A. Derecho del Trabajo, Heliasta, Buenos Aires,
2008.
TARELLO, G. Teorías e ideologías en el Derecho Sindical,
Comares, Granada, 2002.
TRENTIN, B. La ciudad del trabajo, Izquierda y crisis del
fordismo, Fundación 1 de Mayo, Madrid, 2012.
UGARTE C., J. L. Análisis Económico del Derecho, El De-
recho Laboral y sus enemigos, Fundación de Cultura
Universitaria, Montevideo, 2001.
UGARTE, J. L. “La Inspección del Trabajo en Chile: vicisi-
tudes y desafíos”, Revista Latinoamericana de Derecho
Social, Nº 6, UNAM, México, 2008.
UGARTE, J. L. Tutela de derechos fundamentales del traba-
jador, Legal Publishing, Santiago, 2011.
UGARTE, J. L. “La rehabilitación de los principios del
derecho del trabajo y el concepto de derecho”, Re-
vista Derecho del Trabajo y Seguridad Social, Nº 1,
Thompson Reuters, 2012.
UGARTE, J. L. Derechos Fundamentales en el contrato de
trabajo, Legal Publishing, Santiago, 2013.
U RIARTE , R. El artículo 129.2 de la Constitución. La
participación de los trabajadores en la gestión de la
empresa, Editorial Comares, Granada, 2005, p.146.
VALVERDE, M. et alt. Derecho del Trabajo, Tecnos, Ma-
drid, 2000.
WALDRON, J. Derecho y desacuerdo. Marcial Pons, Ma-
drid, 2005.
140