Filosofía Unam

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ENCICLOPEDIA DE CONOCIMIENTOS FUNDAMENTALES

UNAM- SIGLO XXI

VOLUM EN 2

Filosofía Ciencias sociales Arte

Filosofía Ciencias sociales Arte

Elisabetta Di Castro Stringher Luis Alfredo Valdés Hernández Irma Leticia Escobar Rodríguez
(coordinadora) (coordinador) (coordinadora)

Gerardo de la Fuente Lora Sara Arellano Palafox José Luis Alderete Retana
Elisabetta Di Castro Stringher Hugo Martín Flores Hernández Irma Leticia Escobar Rodríguez
Pedro Enrique García Ruiz Jorge González Rodarte Felipe Mejía Rodríguez
María Antonia González Valerio Mónica Guitián Galán
Gabriela Hernández Deciderio María Araceli Mejía Barrón
Jorge Enrique Linares Salgado Adriana Murguía Lores
Jorge Armando Reyes Escobar Edel ojeda Jiménez
Gabriela Rodríguez Jiménez Carlos Eduardo Puga Murguía
Alberto Ruiz Méndez José Francisco Reyes Durán
Sergio Ricco Monge
Alma de los Ángeles Ríos Ruiz
Luis Alfredo Valdés Hernández

siglo
veintiuno
editores

México, 2010
ín d ic e

f ílo s o f Ía FiLO SO FíA


Los autores 1
Agradecimientos 2
Introducción |Elisabetta Di Castro 3

TEMA 1 RAZONAMIENTO LÓGICO |Gabriela Hernández Deciderio


y Gabriela Rodríguez Jiménez 5
1.1 Introducción 5
1.2 El argumento 6
1.2.1 Estructura de un argumento 8
1.2.2 Tipos de argumentos 10
1.3 Evaluación de argumentos 12
1.3.1 Validez 13
1.3.2 Aceptabilidad 15
1.3.3 Verdad 15
1.3.4 Verosimilitud 16
1.3.5 Suficiencia 16
1.3.6 Relevancia 17
1.3.7 Proceso de evaluación de argumentos 17
1.4 Errores en la argumentación 18
1.4.1 Las falacias 19
1.4.2 Algunas sugerencias para combatir falacias 22
1.5 Debate racional y toma de decisiones 22
1.5.1 Tipos de diálogo 23
1.5.2 La lógica y la toma de decisiones 25
1.5.3. El papel de la voluntad en la realizaciónde la decisión 26
1.5.4 La relación de la lógica con la toma de decisiones y las emociones 27
1.5.5. La importancia de la lógica en la toma dedecisiones colectivas 28
TEMA 2 coNociMIENTo Y vERDAD |Gerardo de la Fuente Lora
2.1 Introducción 29
2.2 Conocimiento, sociedad, sociedad del conocimiento 30
2.2.1 Pero, ¿es posible conocer? 31
2.2.2 Conocer y saber qué se conoce 33
2.2.3 De lo oral a lo escrito. una revolución del conocimiento 34
2.2.4 una primera respuesta: conocer lo que no cambia 35
2.3 La concepción moderna del conocimiento 38
2.3.1 El yo y la experiencia sensorial 40
2.3.2 El valor de hacer uso de la razón 44
2.4 La mente y el conocimiento 45
2.4.1 Representaciones mentales y autoconciencia 47
2.4.2 Empiristas contra racionalistas 49
2.5 El problema de la verdad y críticas a la epistemología 53
2.5.1 Tres teorías sobre la verdad 54
2.5.2 Conocimiento y verdad más allá de la mente y la epistemología 58

TEMA 3 LENGuAJE |Jorge Armando Reyes Escobar


3.1 Introducción 61
3.2 Lenguaje y mundo 62
3.2.1 Separación entre lenguaje y mundo 65
3.2.2 La identidad entre mundo y lenguaje 68
3.3 Lenguaje y razón 69
3.3.1 El lenguaje como herramienta de la razón 72
3.3.2 La razón como lenguaje 75
3.4 El lenguaje y los lenguajes 77
3.4.1 El lenguaje como espejo 78
3.4.2 El lenguaje como acción 79
3.5 Lenguaje e identidad personal 83
3.5.1 Conocerse a sí mismo 86
3.5.2 El peligro de las palabras 88

TEMA 4 cIENcIA y T e c n o lo g ía |Jorge Enrique Linares Salgado


4.1 Introducción 91
4.2 La ciencia como actividad social de explicación e intervención en el mundo 92
4.2.1 La “concepción heredada” de la ciencia 94
4.2.2 Concepción actual de la ciencia 94
4.2.3 El problema del criterio de demarcación para la ciencia 97
4.2.4 Las revoluciones científicas 98
4.2.5 Ciencia y seudociencia 100
4.3 Ciencia y sociedad 101
4.3.1 La ciencia como parte de la cultura contemporánea 102
4.3.2 Los contextos sociales en los que se desarrolla la ciencia 103
4.3.3 Responsabilidades de los(as) científicos(as) y de las instituciones 109
4.4 El surgimiento de la tecnociencia 110
4.4.1 La relación ciencia-tecnología 110
4.4.2 De la tecnología a la tecnociencia 112
4.4.3 Características de la tecnociencia 114
4.4.4 Las revoluciones tecnocientíficas 116
4.5 Problemas del desarrollo tecnocientífico 118
4.5.1 El mundo tecnocientífico: repercusiones históricas 118
4.5.2 Las controversias tecnocientíficas 121
4.5.3 Problemas sociales y ambientales vinculados con las controversias 123
4.5.4 Un nuevo “contrato social” para la tecnociencia 124
4.5.5 Perspectivas futuras 126

TEMA 5 EXISTENCIA y LIBERTAD |Pedro Enrique García Ruiz y Alberto Ruiz Méndez
5.1 Introducción 127
5.2 La existencia 128
5.2.1 ¿Cuál es la especificidad de la existencia humana frente a otros modos
de existencia? 129
5.2.2 ¿Cuál es la diferencia entre el mundo humano y el mundo natural? 131
5.2.3 ¿Cuáles son las características específicas de la existencia humana? 132
5.3 La libertad 133
5.3.1 ¿Es libre el ser humano? 133
5.3.2 ¿Por qué elegimos y decidimos? 134
5.3.3 La libertad y su sentido práctico 135
5.4 Los valores 137
5.4.1 Objetivismo 138
5.4.2 Subjetivismo 139
5.4.3 Un punto intermedio 141
5.5 Las morales y la intersubjetividad 143
5.5.1 ¿Qué es la moral? 143
5.5.2 ¿Hay una moral o muchas morales? 145
5.5.3 ¿Qué es la conciencia moral? 145
5.5.4 La intersubjetividad como la dimensión ética de la subjetividad 148
5.5.5 La intersubjetividad y la relación práctica con los demás 149

TEMA 6 POLÍTICA Y SOCIEDAD |Elisabetta Di Castro


6.1 Introducción 150
6.2 La relación individuo-sociedad 151
6.2.1 El concepto de individuo 152
6.2.2 El ser humano es un ser social 153
6.2.3 Dos concepciones sobre la relación individuo-sociedad 153
6.2.4 Más allá de la polémica liberalismo-comunitarismo 156
6.3 Poder, Estado de Derecho y derechos humanos 158
6.3.1 Definición de poder 158
6.3.2 Formas del poder 159
6.3.3 Fundamento del poder político 159
6.3.4 Definición de Estado de Derecho 161
6.3.5 ¿Es necesario un Estado de Derecho? 162
6.3.6 Los derechos humanos 163
6.4 Ciudadanía, pluralismo y democracia 165
6.4.1 Formas de gobierno 165
6.4.2 Democracia 166
6.4.3 Ciudadanía y pluralismo 167
6.4.4 Algunos problemas de la democracia 169
6.4.5 una observación final sobre la democracia 170
6.5 Justicia, desigualdad y exclusión 171
6.5.1 Justicia y ley 171
6.5.2 Justicia e igualdad 172
6.5.3 Justicia y capacidades 173
6.5.4 La justicia en México 175

TEMA 7 LAS ARTES Y LA BELLEZA |María Antonia González Valerio


7.1 Introducción 178
7.2 Representación (mimesis) 179
7.2.1 Mimesis y desviación 180
7.2.2 La obra y el mundo 181
7.2.3 La mimesis como representación del mundo 182
7.2.4 La mimesis y la duplicidad 183
7.2.5 El arte como imitación de la naturaleza 184
7.2.6 Mimesis: ¿copia o transformación? 185
7.2.7 El cómo de la mimesis 185
7. 3 Representación y verdad 186
7.3.1 Verdad y verosimilitud 187
7.3.2 Arte y verdad 188
7.3.3 La simultaneidad de las “verdades” 188
7.3.4 La mimesis y el desafío del arte contemporáneo 189
7.4 Creación de la obra 191
7.4.1 Creación y delirio 191
7.4.2 El genio creador 193
7.4.3 Más allá del creador 195
7.5 Recepción de la obra 196
7.5.1 El arte y sus posibles efectos 197
7.5.2 Arte y moral 197
7.5.3 Sobre la interpretación y la obra 198
7.5.4 Sobre la interpretación y el receptor 200

Glosario 202
Bibliografía 205

APÉN DiCE FILOSOFÍA


Heráclito 209
Fragmentos
Platón 211
La República
Aristóteles 214
Metafísica
René Descartes 222
Discurso del método
Gottfried W. Leibniz 225
La monadología
Immanuel Kant 233
Crítica de la razón pura
G. W. Friedrich Hegel 244
Ciencia de la lógica
Martin Heidegger 254
¿Qué es metafísica?

CiEN CiAS SO CiALES

Los autores 263 CiENCiAS


SO CiALES
Agradecimientos 265
Introducción |Los autores 267

TEMA 1 la s o c io lo g ía : cIENcIA De la m odernidad 269


1.1 La sociología como tradición de conocimiento 276
1.1.1 La tradición positivista o naturalista: la escuela francesa de sociología 277
1.1.2 La tradición hermenéutica: la escuela alemana de sociología 279
1.1.3 El desarrollo de la sociología del siglo xx: sociedad del conocimiento y del riesgo 280
1.2 Sociedad del conocimiento 282
1.3 Sociedad del riesgo 284

TEMA 2 ANTROpOLOGíA 288


2.1 Objeto y métodos de la antropología 289
2.1.1 Objeto de estudio de la antropología 289
2.1.2 El método de investigación de la antropología 290
2.1.3 Las especialidades de la antropología 291
2.2 Análisis cultural de la antropología 294
2.2.1 Diversidad humana, cuerpo y cultura 294
2.2.2 Multiculturalismo 300
2.2.3 Familia y cultura 303

tem a 3 cien cia política 310


3.1 Los sistemas políticos 312
3.2 La dominación legítima 318
3.3 El Estado-nación 322
3.4 Ciudadanía y sociedad civil 328
3.5 Partidos políticos y corporaciones sociales 332
3.6 Viejos y nuevos actores en el escenario global 336
FILOSOFÍA
LOS AUTORES

Doctor en filosofía por la u n a m |Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, unam GERARDO DE LA


FUENTE LORA
|Miembro del Sistema Nacional de Investigadores

Doctora en filosofía por la unam |Profesora de la Facultad de Filosofía y Letras, unam ELiSABETTA Di
CASTRO STRiN GHER
|Miembro del Sistema Nacional de Investigadores |Distinción Universidad Nacional,
Docencia en Humanidades 1995

Doctor en filosofía por la u n a m |Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, unam PEDRO ENRIQUE
G A RCÍA RU IZ
|Miembro del Sistema Nacional de Investigadores |Premio “Norman Sverdlin”
a la mejor tesis de Maestría en Filosofía 1999-2000

Doctora en filosofía por la unam |Profesora de la Facultad de Filosofía y Letras, unam M A RÍA ANTONIA
G O N ZA LE Z v ALERIO
|Miembro del Sistema Nacional de Investigadores |Premio “Norman Sverdlin”
a la mejor tesis de Doctorado en Filosofía 2004-2005

Maestra en filosofía por la unam |Profesora de la Facultad de Filosofía y Letras, unam G A B RiELA
He r n á n d e z
|Profesora de la Escuela Nacional Preparatoria, unam
d e c i d e r io

Doctor en filosofía por la u n a m |Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, unam j o r g e e n r iq u e


LiN A RES SALG AD O
|Miembro del Sistema Nacional de Investigadores |Distinción Universidad Nacional,
Investigación en Humanidades 2008

Doctor en filosofía por la u n a m |Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, unam JO R G E a r m a n d o


reyes esco bar
|Miembro del Sistema Nacional de Investigadores

Maestra en filosofía por la unam |Profesora de la Escuela Nacional Preparatoria, unam G A B RiELA
r o d r íg u e z jim é n e z

Maestro en filosofía por la u n a m |Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, unam ALBERTO R u iZ


Mé n d e z
AGRADECIMIENTOS

gradezco a la Secretaría de Desarrollo Institucional la invitación a colaborar en la

A coordinación de la sección de filosofía del proyecto Conocimientos Fundamentales.


Asimismo, los autores de este libro expresamos nuestro reconocimiento a TV unam y a la
Biblioteca “Samuel Ramos” de la Facultad de Filosofía y Letras, por permitirnos disponer de
los dos videos que se incluyen en el material electrónico anexo a este volumen; de manera
particular, agradecemos a Manuel Villanueva Guerra, subdirector de programación de TV
unam el haberlos reproducido. Por último, expreso mi gratitud a Alberto Ruiz Méndez y
Andrés Gómez de Teresa, quienes en momentos distintos fueron mis asistentes en el desa­
rrollo de este proyecto; su entusiasta colaboración nos ayudó a lograr los objetivos que nos
habíamos propuesto.
E l is a b e t t a D i C a s t r o St r in g h e r

p. x x |Juan Gris, Hombre


en el café, óleo sobre tela,
1914. Museo de Arte de
Filadelfia, Filadelfia,
Estados Unidos |Latin
Stock México.
FILOSOFÍA
INTRODUCCIÓN
ELISABETTA DI CASTRO

F
ilosofía significa literalmente am or a la sabiduría. Como saber sistemático y riguroso,
la filosofía ha recibido diversas definiciones a lo largo de sus 25 siglos de existencia;
por ejemplo, para Aristóteles la filosofía es la madre de las ciencias y, como filosofía prime­
ra, se pregunta por los primeros principios y causas del ser; para Hegel, en cambio, la filosofía
es el propio tiempo aprehendido con el pensamiento. Sin embargo, más allá de las diversas
definiciones que ha recibido la filosofía, en todos los casos se trata de una disciplina que no
se conforma con tomar las cosas como se presentan; su tarea principal es problematizar,
cuestionar y criticar lo dado, así como proponer respuestas más adecuadas y conceptos más
fértiles para la comprensión y posible transformación del ser humano, de la sociedad y del
mundo.
En la historia de la filosofía hay temas que son considerados clásicos, como son las pre­
guntas por el ser, la verdad, el bien, la justicia y la belleza. Los temas centrales de la filosofía son
abordados por las principales áreas que comprende esta disciplina, como la lógica, la episte­
mología, la filosofía del lenguaje, la filosofía de la ciencia, la ontología, la ética, la filosofía
política y la estética. Algunos temas tratados en estas áreas son precisamente los que lleva­
ron a conformarlas como tales: la argumentación en la lógica, el conocimiento en la episte­
mología, el lenguaje en la filosofía del lenguaje, la ciencia en la filosofía de la ciencia, el ser en
la ontología, la libertad en la ética, el poder en la filosofía política, el arte en la estética, por
mencionar sólo algunos de los más relevantes. Sin embargo, si se plantean los principales
problem as de la filosofía (no sus temas), se puede apreciar cómo esta separación por áreas
no es tan rígida: los problemas pueden atravesar o implicar diversas áreas. Pongamos como
ejemplo el siguiente problema: ¿realmente somos libres los seres humanos? El planteamien­
to de este problema y su posible solución comprende aspectos no sólo del área de la lógica
(que es la que se ocupa de la manera correcta de razonar), sino también de la ontología, la
ética y la filosofía política.
En las siguientes páginas se presentan algunos de los principales problemas que se ha
planteado y se sigue planteando la filosofía. En su desarrollo se destaca el carácter reflexi­
vo y crítico propio de esta disciplina, incorporando especialmente algunas de las pro­
puestas contemporáneas más relevantes, sin desconocer por ello el carácter histórico que
también caracteriza a la filosofía. Hemos organizado estos problemas principales en
siete capítulos:
1. R azon am ien to lógico: éste introduce a la lógica, área de la filosofía que proporciona los
elementos con los que se puede evaluar la información y los argumentos que se reciben
por diversos medios. Se pone especial énfasis en el desarrollo de ciertas habilidades y ac­
titudes respecto a la racionalidad que pueden ayudar no sólo para la adquisición de otros
conocimientos, sino también para analizar y participar de manera más consistente en las
diversas actividades que realizamos en nuestra vida cotidiana.
2. Conocim iento y verdad: se reflexiona sobre el conocimiento, qué es y cómo se organiza
con base en los criterios de verdadero y falso. Se presentan algunas de las principales
respuestas que se han ofrecido al problema de cómo orientarnos en el terreno del cono­
cer, como es, por ejemplo, la propuesta de Platón para quien se conoce sólo lo que no
cambia, la concepción moderna que pone como piedra angular del conocer a la mente
y a la crítica racional, y las perspectivas contemporáneas que consideran al conocim ien­
to como un problema del lenguaje.
3. L engu aje: se analiza cómo el uso cotidiano del lenguaje trae consigo problemas y parado­
jas que influyen no sólo en nuestra comprensión de conceptos como la verdad y la
racionalidad, sino también en nuestra capacidad para entender a miembros de otras cul­
turas e, incluso, en la imagen que nos formamos de nosotros mismos. Se plantea cuál es
la relevancia del lenguaje y cómo los conceptos y acciones que creemos claros e indiscu­
tibles pueden no serlo y requieren de acuerdos mínimos que obedecen a determinadas
formas de vida.
4. Ciencia y tecnología: se reflexiona sobre un elemento crucial en el que se juega el destino
de la humanidad y en general de la vida en el planeta: las revoluciones tecno científicas. Se
analiza qué es la ciencia, qué tipo de comunidad han creado los científicos, qué funciones
desempeñan en la sociedad, qué relación hay entre ciencia y tecnología, qué es la tec-
nociencia y cómo interactúa con la sociedad. Con ello, se presentan tanto los logros y
aportaciones de la tecnociencia como los problemas y riesgos que genera.
5. Existencia y libertad: se abordan algunas de las principales propuestas con las que se puede
reflexionar sobre la vida cotidiana, el sentido de la existencia, las dificultades para definir
la identidad, cómo elegir los valores que guíen nuestras acciones, así como las diferentes
formas con las que nos podemos relacionar con el mundo y con los otros seres humanos
que nos rodean.
6. Política y sociedad: se analizan las diversas formas con las que se pueden pensar nuestras
relaciones con los demás, con el poder y con el Estado. Se muestra cómo la política está
estrechamente vinculada con nuestra vida, con lo que podemos o no podemos hacer, así
como con lo que podemos o no podemos esperar de los otros. El poder, y en especial el
poder político, no sólo lo padecemos sino también lo podemos ejercer cotidianamente, y
de ello depende que podamos plantearnos y realizar proyectos tanto individuales como
colectivos.
7. Las artes y la b elleza: se reflexiona sobre algunos conceptos fundamentales del ámbito de
la estética, como el arte, la obra de arte, su creador y el espectador de la misma. Se analiza
el tema de la interpretación y cómo ha sido cuestionada la categoría de belleza por las di­
versas manifestaciones artísticas que han dejado de lado los atributos estéticos clásicos.
Asimismo, se proporcionan elementos para una mejor comprensión de las corrientes
artísticas más influyentes y de la creación artística en general.
RAZONAMIENTO LÓGICO
GABRIELA HERNANDEZ DECIDERIO
GABRIELA RODRÍGUEZ JIMÉNEz

TEMA

Fernand Leger, Los discos,


óleo sobre tela, 1918.
Museo de Arte del
Condado de Los
Ángeles, California,
Estados Unidos |© Latin
Stock México.

1.1 INTRODUCCIÓN

l m undo en el que vivimos exige contar con una serie de habilidades para procesar un

E cúmulo de información y distinguir lo relevante de lo que no lo es; demanda que las


personas desarrollen una actitud crítica que les permita asumir una postura frente a los he­
chos que ocurren a su alrededor y que sean capaces de fundamentarla racionalmente. Las so­
ciedades democráticas actuales reclaman cada vez mayor participación en la toma de deci­
siones colectivas, lo cual requiere superar el nivel de las simples opiniones y prejuicios para
arribar a acuerdos racionales con los otros, que nos lleven a una mejor convivencia social.
El mundo del trabajo demanda personas con habilidades para resolver problemas, capaces
de potenciar los recursos disponibles y de discutir racionalmente con sus equipos de trabajo,
a fin de alcanzar acuerdos y tomar decisiones acertadas. Todas estas situaciones tienen un
factor común: contar con conocimientos de lógica y ponerlos en práctica puede hacer una
diferencia en la medida en que la lógica es una disciplina encaminada a ayudarnos a m ejo­
rar nuestros razonamientos.
Saber lógica nos permite adquirir conciencia de cómo están formados nuestros razona­
mientos, de que a veces producimos razonamientos exitosos y otras no. En este capítulo
veremos que la lógica es una ciencia en tanto es un conjunto de conocimientos teóricos, sis­
temáticos y rigurosos sobre los razonamientos; pero también es un arte, en tanto nos sirve pa­
ra desarrollar habilidades y actitudes adecuadas para el razonamiento y particularmente para
la argumentación, en la cual los razonamientos están ligados a un contexto y se producen de
manera dinámica en atención a diversas finalidades.
La lógica puede dotarnos de herramientas para evaluar nuestro trabajo intelectual,
nuestras decisiones cotidianas y metas; comprender y asimilar información; extraer con­
clusiones y consecuencias; fundamentar puntos de vista; detectar errores argumentativos
y resolver problemas. Al m ejorar nuestra capacidad para pensar con mayor orden, clari­
dad, coherencia, precisión, elegancia y profundidad, se llega a pensar de manera lógica. La
lógica también nos ayuda a desarrollar actitudes para convertirnos en personas ordenadas,
críticas y disciplinadas, lo cual nos permite maximizar nuestras habilidades intelectuales.
La lógica se ha desarrollado de manera vigorosa durante más de dos mil años, y como
una ciencia formal — gracias al acercamiento de filósofos y matemáticos— ha alcanzado ma­
yor rigor y poder con la creación de sistemas formales axiomáticos que le han permitido cre­
cer en forma impresionante y ser un pilar importante para avances científicos y tecnológicos
como los que se han logrado al asociarse con las ciencias computacionales. Sin embargo,
nuestro acercamiento a la disciplina aquí no será por la vía formal, nos centraremos en sus
aspectos con mayor aplicación en la cotidianidad. Esta perspectiva de una lógica aplicada
tiene su base en la ciencia formal rigurosa que, gracias a estudios informales de la argumenta­
ción, puede ofrecernos métodos concretos de aplicación en las diversas situaciones en las que
tenemos que generar o analizar argumentos (contextos argumentativos). Esto nos muestra
que la lógica no es exclusiva del ámbito académico o profesional, sino que también tiene
posibilidades de aplicación en la vida diaria, por ejemplo, al ver una película o una obra
de arte; al asumir una postura frente a lo que se escucha en la calle o en la radio, lo que se ve
en la televisión, lo que se lee en revistas y periódicos, o frente a los acontecimientos histó­
ricos y sociales, así como en el diálogo cotidiano con las personas, porque en todas estas ac­
tividades se requiere la generación de puntos de vista y de su justificación argumentativa.
La lógica puede repercutir positivamente en la vida de cada persona al enriquecer y per­
feccionar sus ideas, al mismo tiempo que la hace más crítica, porque estará más abierta a
analizar el pensamiento propio y el de los otros, y no se contentará con aceptar acrítica-
mente las propias creencias o las de los demás, sino que pedirá y dará razones de por qué
cree lo que cree.

1.2 EL ARGUM ENTO

Cuando necesitamos justificar una opinión o una creencia para que pueda ser aceptada o
creída por alguien más, estamos en una situación en la que debemos crear un argumento. Su­
pongamos que nos encontramos en la siguiente situación: a nuestro domicilio llega una
Razonamiento lógico FiLOSOFíA | 7

multa de la Secretaría de Hacienda, hecho


que nos sorprende porque sabem os que
hemos pagado nuestras contribuciones a
tiempo; y queremos defender que Si p a g a ­
mos nuestros impuestos a tiempo, entonces es­
tamos exentos de p agar tal multa. Debemos
establecer cuál es nuestro respaldo para sos­
tener esta idea. Las razones podrían ir en el
siguiente orden: Si pagam os nuestros impues­
tos a tiempo, entonces cumplimos adecu ada­
m ente con nuestras obligaciones fiscales, y si
cumplimos adecuadam ente con nuestras obli­
gaciones fiscales, entonces estam os exentos de
p a g a r multas. Con base en este argumento
sabemos que basta con que mostremos a
Hacienda que, en efecto, pagamos a tiempo
nuestros impuestos, para defender que es­
tamos exentos del pago de la multa.
Generamos argumentos, en forma oral
o escrita, para justificar nuestras creencias,
ideas o convicciones, y ello obedece a situa­
ciones muy diversas, como en el ejemplo, en
lo relativo al pago de nuestros impuestos. Pe­
ro los argumentos pueden también respal­
dar las acciones o decisiones que tomemos.
El argumento es, pues, un trozo de dis­
curso, ya sea hablado o escrito, que se com­
pone por enunciados que desempeñan una
función informativa en el contexto en el
que es creado y uno o más de ellos ofrece un
respaldo, o al menos elementos de juicio
favorable, para aceptar la verdad o la verosimilitud de otro enunciado. A este último lo lla­ Marinus van
mamos conclusión, y a los enunciados que lo respaldan, prem isas. Reymerswaele,
El cobrador de
El fenómeno lógico relevante que se presenta en la elaboración de un argumento es la
impuestos (detalle),
consecuencia lógica: el paso de las premisas a la conclusión. Lo propio de un argumento no óleo sobre madera, 1542.
es simplemente estar formado de enunciados, sino que entre ellos haya una relación: las Pinacoteca Antigua,
premisas dan soporte o sustento a la conclusión. La consecuencia lógica nos da la pauta pa­ Múnich, Alemania |
© Latin Stock México.
ra reconocer cuándo estamos ante argumentos adecuados y cuándo no, pues lo deseable es
tener argumentos en donde las premisas cumplen realmente su función de dar respaldo a la
conclusión. Además, reconocer que hay maneras diversas en las que se da el paso de premi­
sas a conclusión nos ayuda a distinguir diferentes tipos de argumentos.
En el estudio de los argumentos destacan tres consideraciones: 1) el contexto que se re­
fiere a la situación en la cual se genera el argumento; 2) el contenido, es decir, lo que se dice
o se habla en cada uno de los enunciados que componen el argumento, y 3) la estructura,
que comprende los elementos específicos que están presentes en el argumento y la manera
en la que están organizados. Hay que advertir que dentro de estas tres consideraciones algu­
nas son más accesibles para su estudio que otras, ello depende de si son estables o cambian­
tes. Así, el contexto ofrece dificultades para su estudio, puesto que las situaciones en las que
tenemos necesidad de generar argumentos pueden ser muy diversas y asociarse a circuns­
tancias sumamente específicas que incluso lleven al estudio de un caso completamente par­
ticular. El contenido, aquello de lo que hablamos en cada enunciado que compone al argu­
mento, es también cambiante e incluso contingente, en el sentido de depender de algunos
factores externos como la temporalidad, en la medida en que los hechos tomados por verda­
deros en una época pueden dejar de serlo en otra. La consideración más estable y que se
puede estudiar mejor es la estructural, porque no está sujeta a factores externos y en ese
sentido decimos que es fija. Sin embargo, en la estructura podemos reconocer elementos
que tienen una relación estrecha con el contenido y que por ello se ubican como “variables”
y se distinguen de otros elementos propiamente lógicos, conocidos como “constantes”, que
cumplen una función en el argumento dirigida a producir la consecuencia lógica.
Reconozcamos cada una de estas consideraciones en la situación argumentativa que tra­
tamos antes. Como dijimos, dentro del argumento el enunciado que expresa la idea que se
quiere defender es la conclusión y, en el ejemplo presentado, dice:

Si pagam os nuestros impuestos a tiempo, entonces estam os exentos de p ag ar multa.

Los enunciados que ofrecen elementos de prueba a favor de la conclusión son las premisas,
y en el ejemplo son los siguientes:

Si p agam os nuestros impuestos a tiempo, entonces cumplim os adecu adam en te con nuestras
obligaciones fiscales.
Si cumplim os adecu adam en te con nuestras obligaciones fiscales, entonces estam os exentos de
p ag ar multa.

El peso lógico del argumento recae en la consecuencia lógica, es decir, en el paso de premisas
a conclusión. Con el fin de resaltar la presencia de la consecuencia lógica en un argumento
podemos usar algunas expresiones como p o r lo tanto, p o r consiguiente, p o r ende y otras si­
nónimas. Así, con la finalidad de poner énfasis en el paso de premisas a conclusión pode­
mos dar una presentación más ordenada a nuestro argumento del siguiente modo:

1. Si pagam os nuestros impuestos a tiempo, entonces cumplimos adecu adam en te con nuestras
obligaciones fiscales.
2. Si cum plim os adecu adam en te con nuestras obligaciones fiscales, entonces estam os exentos
d e p agar multa.
Por lo tanto, si pagam os nuestros impuestos a tiempo, entonces estamos exentos de pagar multa.

Después de reconocer los elementos de un argumento, es posible presentarlo de manera


más ordenada, destacando dichos elementos y facilitando su identificación. Pero podemos
todavía seguir nuestro análisis centrándonos en el estudio de su estructura.

1.2.1 Estructura de un argum ento

La estructura de un argumento tiene que ver con la manera en la que se conectan sus elemen­
tos. Un argumento está constituido por enunciados, típicamente aseveraciones declarativas a
las que también se conoce con el nombre de proposiciones. Podemos reconocer que las
proposiciones, a su vez, contienen elementos asociados a su función gramatical — si son su­
jeto, predicado, objeto directo, indirecto, etc.— , pero lo que interesa destacar es su función
lógica. La consecuencia lógica da la pauta para reconocer los elementos lógicos que participan
Razonamiento lógico FiLOSOFíA | 9

en el paso de las premisas a la conclusión. Los elementos del argumento tienen que ordenar­
se de tal manera que garanticen — o al menos se aproximen a garantizar— el cumplimiento
del paso de las premisas a la conclusión. Por ello es importante reconocer los elementos pre­
sentes en las premisas, para ver cómo es que dan sustento a los elementos presentes en la con­
clusión.
La lógica ha desarrollado instrumentos para poder abstraer el contenido (aquello de lo
que se habla en el argumento) y apreciar los elementos que lo integran, así como el orden que
guardan dentro de él. Para realizar ese trabajo de abstracción, las herramientas lógicas más
eficaces han encontrado un importante apoyo en el uso de símbolos; de hecho, se han estruc­
turado esas herramientas formales en sistemas, los cuales establecen con claridad el lengua­
je de signos empleado para realizar el análisis lógico. Aquí no daremos la fundamentación
detallada de estas herramientas formales; sin embargo, haremos un uso intuitivo de estos
apoyos para poder apreciar la estructura del argumento que estamos examinando. La idea
central es tener un tipo de signos para reconocer los elementos variables que se relacionan con
el contenido del argumento, y otro tipo de signos para ubicar los elementos lógicos. Siga­
mos entonces el análisis del argumento inicial.
Partiremos de la siguiente regla: a los elementos variables los podemos sustituir por le­
tras (decimos letras variables de enunciado o de proposición), y dejaremos igual a las par­
tículas constantes que cumplen con una función lógica.
El argumento, como quedó en su análisis más ordenado, tiene un elemento constante
tanto en premisas y conclusión. Podemos observar que en cada uno de los enunciados apa­
recen las expresiones: “s i... entonces.. y entre ellas hay afirmaciones. Para apreciar la es­
tructura del argumento dejaremos intactas estas expresiones constantes y sólo sustituiremos
a los enunciados que se encuentran a sus extremos por letras (apegándonos al principio
de sustitución uniforme que dice: remplazar todos los lugares en los que aparece el mismo
enunciado con la misma letra). El argumento queda del modo siguiente:

1. Si pagamos nuestros impuestos a tiempo, entonces cumplimos adecuadamente con nuestras obligaciones fiscales.
p q

2. Si cumplimos adecuadamente con nuestras obligaciones fiscales, entonces estamos exentos de pagar multas.
q r

Por lo tanto, si pagamos nuestros impuestos a tiempo, entonces estamos exentos de pagar multa.
p r

Retirando el contenido variable podemos apreciar mejor la estructura del argumento:

1. Si p entonces q
2. Si q entonces r
Por lo tanto, si p entonces r

Observemos cómo las herramientas lógicas ayudan a realizar el trabajo intelectual de abs­
tracción, el cual permite apreciar con claridad cuál es la estructura que soporta al contenido
del argumento. En nuestro argumento hay tres elementos variables: en ambas premisas hay
un elemento “q” que es el que permite la transición del elemento “p” al elemento “r” pre­
sentes en la conclusión. Esto es posible además por la presencia del elemento lógico constante
“s i . e n t o n c e s .” que en la lógica formal es conocido como condicional.
Como apuntamos antes, hay también consideraciones de contenido y contextuales den­
tro del estudio de un argumento, que ofrecen mayor dificultad para ser sistematizadas. El
contenido (es decir, de lo que se habla en cada uno de los enunciados que componen el ar­
gumento) tiene que ver con el complejo tema de la verdad; aquí entendemos la noción de
verdad de la manera más convencional: la adecuación de lo que dicen las palabras con los
hechos. El contexto (ligado a la situación en torno a la cual generamos el argumento) tiene
que ver con las circunstancias específicas como son el lugar, el modo y la intención.
Actualmente, la complejidad del contenido y el contexto de los argumentos es estudiada
por un tipo de lógica no formal — que se apoya en estudios de retórica y teoría de la argu­
mentación— cuyos resultados están en proceso de ser sistematizados para que tengan una
aceptación generalizada. En el tema siguiente, dedicado a la evaluación de argumentos, re­
cuperaremos estas consideraciones. Pero ahora, con lo visto respecto a la consecuencia
lógica y la estructura de los argumentos, podemos pasar a ver los distintos tipos de argu­
mentos.

1.2.2 Tipos de argum entos

Recuperando el ejemplo que hemos revisado, con el fin de ver el tipo de argumento al que
pertenece, tenemos:

1. Si p entonces q
2. Si q entonces r
Por lo tanto, si p entonces r

Veamos que hay un rasgo peculiar en este argumento. Los elementos que se presentan en la
conclusión están ya presentes en las premisas; un rasgo característico de este argumento es que
la conclusión no dice más que lo que ya se propone en las premisas, no va más allá de ellas.
Este tipo de argumento se conoce con el nombre de argumento deductivo. Gracias a la pecu­
liaridad de su forma, cuando está estructuralmente bien armado, la consecuencia lógica se
presenta de una manera necesaria; esto es así porque la forma en la que están ordenados los
elementos de las premisas asegura que la conclusión se sigue de ellas, con lo que nos obliga a
aceptar lo que se afirma en la conclusión. Comprender mejor el tema de la necesidad presente
en la estructura de argumentos deductivos supone acercarnos a uno de los criterios para eva­
luar argumentos: el criterio de la validez. Este tema lo veremos más adelante.
Hemos visto sólo un ejemplo de una estructura deductiva, pero existe un número infi­
nito de ellas que brindan seguridad en el paso de premisas a conclusión. El estudio del ar­
gumento deductivo es tan importante que la clasificación usual de los tipos de argumento
descansa en la distinción entre argumentos deductivos y argumentos no deductivos. Con
ello se hace hincapié en el tipo de consecuencia que ofrece cada uno: los argumentos deduc­
tivos ofrecen consecuencias lógicas necesarias; en contraste, los argumentos no deductivos se
caracterizan por ofrecer grados de seguridad menor, ya que no alcanzan el cien por ciento
de seguridad que sí otorgan los deductivos.
Para comprender los argumentos no deductivos revisemos un ejemplo que nos permita
ver cómo varía el grado de certeza de la conclusión. Pensemos ahora como contexto del ar­
gumento una situación cotidiana en la que se presenta una creencia. Los seres humanos ac­
tuamos basados en creencias que no carecen de fundamento. Lo que ocurre es que, en oca­
siones, estamos tan familiarizados o apegados a una rutina que no advertimos que detrás de
las creencias que orientan nuestra manera de comportarnos hay un soporte argumentativo.
Edward Hopper,
Mediodía, óleo sobre tela,
1949. Instituto de Arte de
Dayton, Ohio, Estados
Unidos |© Latin Stock
México.

Pensemos específicamente en nuestra creencia de que “al salir de la casa al trabajo volve­
remos a ella”.
¿Qué sustenta esta creencia? Las premisas están dadas por nuestra experiencia, por el
número de ocasiones en las que hemos salido de casa al trabajo y hemos regresado a casa;
esas ocasiones pueden ser cientos e incluso miles de veces. Así, todas esas experiencias — de
salir de casa para ir al trabajo y luego regresar— son las premisas, y nuestra convicción
de que regresaremos a casa es la conclusión. Pensemos: ¿esa conclusión es necesaria, es cien
por ciento segura? La respuesta es no. Si bien la verdad de la conclusión se fortalece en la
medida en que aumenta el número de premisas que la respaldan, no podemos tener una ga­
rantía total. ¿Por qué? Porque en las premisas no estamos contemplando todos los casos po­
sibles. En el tipo de argumento que estamos revisando, la conclusión va más allá de lo que
dicen las premisas. A este tipo de argumento no deductivo se le conoce con el nombre de in­
ducción y obedece a un esquema general como el siguiente:

1. El individuo A que pertenece a la clase X tiene la propiedad P.


2. El individuo B que pertenece a la clase X tiene la propiedad P.
3. El individuo C que pertenece a la clase X tiene la propiedad P.
4. n ...
Por lo tanto, probablemente todos los individuos que pertenecen
a la clase X tienen la propiedad P.

En nuestro ejemplo, los individuos son los días que pertenecen a la clase “ser días en los
que salimos de casa para ir al trabajo” y han cumplido la propiedad “regresamos a casa”.
Nuestras premisas pueden ser cientos o miles, y ellas conducen a la conclusión de que es pro­
bable que siempre que salimos de casa al trabajo, regresaremos a casa. Aquí, la conclusión no
es necesaria y ello no se debe a un pesimismo, sino a la estructura con la que el argumento
nos lleva a la conclusión. En el argumento inductivo nos arriesgamos, porque lo que se sos­
tiene en la conclusión supera lo afirmado por las premisas en la medida en que, siguiendo
con el ejemplo, se habla de las ocasiones futuras en las que saldremos de casa para ir al traba­
jo y se cumplirá que regresamos a ella.
La inducción no es el único tipo de argumento no deductivo. Hay otros, como el argumen­
to analógico, el abductivo, el estadístico, etc. Pero lo que caracteriza a todos ellos es que no
pueden ofrecer conclusiones necesarias como los argumentos deductivos.
Los argumentos deductivos y no deductivos no son exclusivos de un área de conoci­
miento ni de algún tipo de finalidad; los encontramos tanto en contextos ordinarios como
en contextos científicos. No obstante, dentro de estos últimos, los argumentos deductivos
son prototipo de la actividad matemática, en contraste con los de tipo no deductivo caracte­
rísticos — especialmente el inductivo— de la actividad científica experimental. En la base del
desarrollo científico encontramos distintos tipos de argumento, pero también lo están en toda
actividad intelectual, ya sea humanista o artística, sin menospreciar la importancia que tiene
reconocerlos en contextos de la cotidianidad.
El estudio de los tipos de argumento no es una tarea acabada. Hay mucho trabajo por
realizar en el análisis y sistematización de los argumentos no deductivos. El argumento de­
ductivo, por sus características, es el más estudiado y mejor sistematizado, lo que explica por
qué es un punto de referencia reiterado y modelo para el estudio de lo que hace falta com­
prender en otros tipos de argumento. A pesar de que carecemos de un estudio acabado de
todos los tipos de argumento, es posible estipular una serie de criterios para evaluarlos.

1.3 EVALUACIÓN DE ARGUM ENTOS

Una vez que podemos reconocer que hay distintos tipos de argumentos, así como las situa­
ciones en las que se emplean, ¿cómo podemos reconocer cuándo estamos ante buenos argu­
mentos?
Antes de contestar esta cuestión, hay una pregunta previa que debemos responder: ¿qué
entendemos por “buenos argumentos”? No es una pregunta de fácil respuesta. Es necesa­
rio tener claras las motivaciones que llevan a la generación de argumentos, porque no sólo
interesa tener estructuras impecables que muestren en qué casos está justificado el paso de
premisas a conclusión. Interesa también que aquello de lo que se habla sea verdadero o, al
menos, verosímil; pero además, debería ser pertinente y relevante de acuerdo con la situación
que se está considerando y las particulares circunstancias de su producción. Incluso pueden
interesar otros factores cercanos a la creación del argumento, como considerar las repercu­
siones emocionales y éticas que tiene, tanto en el productor como en el receptor del ar­
gumento.
Ofrecer criterios exhaustivos para la evaluación de los argumentos tomando en cuenta to­
das las consideraciones anteriores es una tarea enorme que, de hecho, aún está en proceso por
parte de los especialistas. En lugar de ello, aquí podemos ocuparnos de una tarea más m o­
desta y considerar cuáles son los criterios m ínimos que nos permiten reconocer cuándo
debemos rechazar un argumento o, por lo menos, cuándo debemos poner en tela de juicio su
aceptación. Para ubicar esos criterios m ínimos hay que tomar en cuenta las consideracio­
nes de estructura, contenido y contexto que están presentes en un argumento. Con base
en ellos destacamos los siguientes criterios:

•Respecto de su estructura: que cumplan con la validez en el caso de argumentos deductivos,


y que cumplan con una estructura aceptable en el caso de argumentos no deductivos.
Razonamiento lógico filo so fía | 13

•Respecto de su contenido: que las premisas tengan un contenido verdadero o al menos vero­
símil, y que la información proporcionada sea suficiente respecto de lo que se afirma en la
conclusión.
•Respecto de su contexto: que las premisas aporten inform ación relevante para sustentar
la conclusión, tomando en cuenta el contexto de generación del argumento.

Los conceptos asociados con la evaluación de argumentos son entonces los siguientes: va­
lidez, aceptabilidad, verdad, verosimilitud, suficiencia y relevancia. Veamos cada uno de ellos.

1.3.1 V alidez

Es una característica que atribuimos exclusivam ente a la estructura o fo r m a d e los argum en­
tos deductivos. Dado que la validez es una propiedad de la estructura de un argumento, se
la atribuimos a éste como un todo; esto significa que no podemos caracterizar como váli­
das a las premisas o a la conclusión de manera aislada. La validez es una propiedad que se
atribuye a un argumento cuando el paso de sus premisas a su conclusión es necesario; una
exigencia tan fuerte como ésta sólo puede ser satisfecha por los argumentos deductivos que,
como vimos, tienen la característica de que los elementos de su conclusión no superan lo
que está contemplado en sus premisas.
La lógica ha desarrollado instrumentos para el estudio específico de la estructura válida de
los argumentos deductivos y su forma más acabada la encontramos en los sistemas for­
males, que aquí no revisaremos. Sin embargo, existe una manera de captar intuitivamente
cuándo estamos ante un argumento deductivo válido. Sólo es necesario responder lo siguien­
te: Si suponem os q u e las p rem isas d e este argum ento son verdaderas, ¿estam os obligados a
aceptar la verdad de la conclusión?
Validez significa que “hay un paso necesario de premisas a conclusión”, y la pregunta an­
terior nos ayuda a comprender cómo se satisface ese rasgo de “necesidad” que tienen las
estructuras deductivas. En la pregunta se parafrasea la idea de “paso necesario” por “estar
obligado a”; lo que ayuda a captar esa obligación es el hecho de relacionar las premisas y la
conclusión con enunciados verdaderos. Pero hay que aclarar que no estamos afirmando con
ello que siempre que construimos un argumento sólo utilizamos enunciados verdaderos; es­
to no es necesario. Para captar la validez de un argumento es suficiente con suponer que las
premisas son verdaderas, para después verificar si estamos obligados a aceptar que la conclu­
sión también es verdadera. Por eso, antes de plantear la pregunta se afirmó explícitamente
que partimos del supuesto de que las premisas son verdaderas.
Si la respuesta a la pregunta ¿estamos obligados a aceptar la verdad de la conclusión? es afir­
mativa, entonces la estructura del argumento es válida; y si la respuesta es negativa, significa
que la estructura es inválida.
Subrayemos que, al responder la pregunta formulada, no es necesario que el contenido de
las premisas del argumento sea de hecho verdadero; basta con suponer que lo es. Para tener
mayor claridad acerca de la noción intuitiva de validez veamos el siguiente argumento:

Pedro es ingeniero y practica natación.


Por lo tanto, Pedro practica natación.

Preguntemos: Si suponemos que las premisas de este argumento son verdaderas, ¿estamos
obligados a aceptar la verdad de la conclusión?
Gustave Caillebotte, El
bañista, 1877. Museo
de Bellas Artes, Ruán,
Francia |© Latin Stock
México.

Pensem os: Si es verdad que Pedro es ingeniero y es verdad que Pedro practica natación, te­
nemos dos afirmaciones verdaderas. Si nos fijamos, en la conclusión hay sólo una de esas
dos afirmaciones, y como aceptamos que era verdadera en la premisa, entonces tenemos
que admitir que también debe serlo en la conclusión, o nos estaríamos contradiciendo. Por
ello, tenemos que reconocer que la verdad de la premisa de este argumento obliga a aceptar
la verdad de su conclusión. Por tanto, se trata de un argumento válido.
Veamos otro argumento:

A lejandra es gerente de u na sucursal o es vicepresidente del ban co.


Por tanto, A lejandra es vicepresidente del ban co.

Preguntemos: Si suponemos que las premisas de este argumento son verdaderas, ¿estamos
obligados a aceptar la verdad de la conclusión?

Pensemos: Hay que notar que este argumento no es como el anterior, en el que se afirmaban
dos acontecimientos. En éste se habla de la posibilidad de dos acontecimientos, pues los
enunciados están relacionados por una letra “o” que establece posibilidades o alternativas; a
esto le llamamos estar en disyunción (a diferencia del ejemplo anterior, en el que las afirma­
ciones estaban relacionadas con una letra “y” que indica la unión de las dos). La premisa re­
porta que puede ser verdadero que Alejandra sea gerente de una sucursal, o bien, que sea
vicepresidente del banco. Basta con que una de las dos posibilidades sea cierta para que
consideremos que la disyunción entre las dos afirmaciones es verdadera. Tal y como está el
argumento, contemplando sólo la información de la premisa, vemos que no nos ofrece ga­
rantía de que la conclusión tenga que ser verdadera, puesto que aunque la disyunción lo sea
(porque Alejandra efectivamente satisfaga alguna de las dos alternativas), no hay elementos
que nos obliguen a aceptar que la alternativa que satisface la disyunción es la que afirma que
Alejandra es vicepresidente del banco. El que no estemos obligados a aceptar la verdad de la
conclusión nos está indicando que el argumento no tiene una estructura válida: de la ver­
dad de la premisa puede seguirse una conclusión falsa al considerar, por ejemplo, que Ale­
jandra es únicamente gerente de una sucursal.

1.3.2 Aceptabilidad

Para evaluar la estructura de los argumentos no deductivos no se puede exigir que cumplan
con la validez, porque éstos no pueden brindar una seguridad total en el paso de las premisas
a la conclusión. En el caso de este tipo de argumento se exige que cumpla con la aceptabi­
lidad. Un argumento no deductivo tendrá una estructura aceptable cuando cumpla con los
elementos de su esquema argumentativo general; por ello, para evaluar la aceptabilidad
requerimos identificar el esquema general que caracteriza al tipo de argumento no deduc­
tivo que se desea evaluar. Con el fin de comprender este criterio de aceptabilidad tomemos
por caso el esquema general que vimos con la inducción. Recordemos que el esquema gene­
ral de un argumento inductivo establece:

1. El individuo A que pertenece a la clase X tiene la propiedad P.


2. El individuo B que pertenece a la clase X tiene la propiedad P.
3. El individuo C que pertenece a la clase X tiene la propiedad P.
4. n ...
Por lo tanto, probablemente todos los individuos que pertenecen a
la clase X tienen la propiedad P.

Decir que un argumento inductivo tiene una estructura aceptable quiere decir que sus
premisas cumplen con referirse a la serie de individuos de la clase especificada y que se está exa­
minando la misma propiedad; que la conclusión es probable y que en ella se generaliza di­
cha propiedad a todos los individuos de la clase especificada.
Para verificar que los argumentos no deductivos cumplen con este criterio se requiere del
estudio detallado de cada uno de ellos, con el fin de tener los respectivos esquemas generales
que permiten verificar que, efectivamente, satisfacen el requisito de aceptabilidad.

1.3.3 Verdad

La verdad se atribuye al contenido de los enunciados que integran un argumento. Cada enun­
ciado comunica una idea completa y es a ella a la que le podemos asignar un valor de verdad;
esto es, lo que se afirma es o verdadero o falso. Decimos que un enunciado es verdadero si
aquello que expresa corresponde con los hechos tal como los conocemos; en otras palabras,
si corresponde con lo que comúnmente llamamos realidad. En el caso de que la idea que se ma­
nifieste sea distinta de lo que ocurre en los hechos, entonces se le asigna el valor de falso.
Hay enunciados a los cuales podemos calificar de verdaderos o falsos de manera relati­
vamente fácil. Algunos ejemplos de enunciados que es fácil calificar de verdaderos o falsos
son: hoy es lunes, está lloviendo, m i au tom óvil es blanco, M éxico es un país. Para reconocer­
los como verdaderos o falsos apelamos al conocimiento de nuestros sentidos o a la informa­
ción verificada con la que ya contamos.
Sin embargo, hay enunciados que pueden contener información que no nos es familiar y
por ello no podemos determinar su valor de verdad de manera tan espontánea. Por ejemplo:
la bolsa de valores sufrió im portantes pérdidas el año p a s a d o ; Jalisco está m ás cerca de M orelia
que de la ciu dad de Aguascalientes; en el p aís es m ás barata la producción de etanol que la in­
dustrialización del petróleo; los neurotransmisores son altam ente estim ulados con la ingestión
de leguminosas.
Para calificar de verdaderos o falsos estos enunciados tenemos que recurrir al conoci­
miento que nos ofrecen algunas disciplinas con el fin de informarnos debidamente o, in­
cluso, realizar una investigación. Es aquí donde vale la pena introducir otro criterio para la
evaluación de los argumentos: cuando no podemos afirmar la verdad de los enunciados
debemos pedir, al menos, su verosimilitud.

1.3.4 Verosim ilitud

Si no podemos tener garantía de verdad de los enunciados de un argumento, debemos al me­


nos buscar que sean verosímiles, plausibles, en el sentido de que puedan ser creídos. Cuando
no se puede garantizar la verdad de las afirmaciones, se espera que, por lo menos, se ofrezcan
fuentes confiables que respalden su probabilidad. Si se desea satisfacer este requisito, se cui­
dará de que en los argumentos no se introduzcan afirmaciones controvertibles o polémicas,
sin que se cuente con suficiente evidencia o fuentes confiables que las respalden.
El criterio de verosimilitud no es exclusivo del contenido de un argumento; está muy re­
lacionado también con su contexto, pues en ocasiones la credibilidad de un enunciado exige
tomar en cuenta las circunstancias en las que fue planteado u otras consideraciones, como
certificar la confiabilidad de las fuentes o del emisor del enunciado. Pero hay un criterio más
que está ligado al contenido del argumento: la suficiencia, aunque ésta tiene que ver exclu­
sivamente con las premisas del argumento.

1.3.5 Suficiencia

El criterio de suficiencia se asocia a la cantidad de información contenida en las premisas


que debe satisfacer todo el peso de la prueba para arribar a la conclusión. Esto es, defender
la conclusión de un argumento supone el reto de que las premisas ofrezcan el desahogo de
pruebas para respaldar dicha conclusión; las premisas deben aportar toda la información
requerida para aceptarla. De esta manera, las premisas deben mostrar convincentemente
que se debe aceptar lo que se propone en la conclusión a la luz de las evidencias aportadas
por ellas.
Para comprender mejor lo que exige el cumplimiento de la suficiencia podemos ejem­
plificarlo con el desarrollo de un juicio penal. En un juicio en el que se quiere demostrar que
el acusado es el homicida, decimos que la argumentación presentada debe ser suficiente,
es decir, debe ofrecer las evidencias a partir de las cuales se comprueba de m anera clara e
in apelable que el acusado es el asesino. La suficiencia corresponde al contenido de las pre­
misas, pero también remite al contexto en la medida en que es importante el tema específi­
co y las circunstancias que se estén tratando.
Raymond-Auguste-
Quinsac Monvoisin, El
arresto de Robespierre,
óleo sobre tela, 1837.
Museo Histórico de
la Revolución Francesa,
Vizille, Francia |© Latin
Stock México.

1.3.6 Relevancia

El criterio de relevancia implica juzgar la atinencia del contenido expuesto en las premisas.
Éste es un criterio que depende del contexto, pues la atinencia o relevancia tiene que ver no
sólo con el tema del que se hable sino también con las circunstancias del caso. Las premisas
de un argumento son relevantes cuando ofrecen información que es de importancia para lo
que se está discutiendo en la conclusión.
Saber reconocer cuándo es atinente, o viene al caso, la información de las premisas no es
tan sencillo. Hay que valorar las circunstancias en las cuales se produce el argumento, pues no
es lo mismo valorar la relevancia si estamos en un debate, si intentamos tomar una buena
decisión o si queremos desarrollar un ensayo.

1.3.7 Proceso de evaluación de argum entos

Hemos visto los criterios mínimos para evaluar argumentos. En el siguiente tema profun­
dizaremos en los errores en la argumentación que están claramente tipificados y que reci­
ben el nombre de falacias.
Es suficiente con detectar una falla en cualquiera de los criterios señalados para poner en
duda el argumento que se esté considerando. Pero hay que tener un cuidado especial cuando
se evalúan criterios relativos al contenido o al contexto, porque éstos son elementos varia­
bles, es decir, las fallas que se presenten en un argumento específico — por las cuales merece
ser cuestionado— pueden no ser las mismas que se adviertan en otro. Incluso, lo que en un
contexto puede ser visto como una falla argumentativa, puede no serlo cuando se ubica en
un contexto diferente.
Más allá de estas observaciones, la estrategia de evaluación que se puede seguir es analizar
si el argumento falla en cualquiera de los criterios que hemos visto aquí. Cuando tenemos
un argumento que sí satisface cada uno de los criterios señalados, estaremos legitimados pa­
ra decir que estamos ante un buen argumento; incluso podemos afirmar que se trata de un
argumento sólido.
1.4 e r r o r e s en l a a r g u m e n t a c ió n

En cualquier contexto argumentativo siempre está latente la posibilidad de que nos enga­
ñen, es decir, que aceptemos como verdaderas conclusiones que no están lo suficiente­
mente fundamentadas en las premisas ofrecidas como para respaldarlas. A veces, cuando
generamos argumentos podemos cometer errores y caer en falacias. Las falacias son ar­
gumentos que, a simple vista, parecen bien hechos, pero cuando los analizamos cuidado­
samente descubrimos que no lo son, aunque tengan fuerza persuasiva. Se trata de argumen­
tos deficientes, porque las premisas no ofrecen un apoyo adecuado para aceptar la verdad de
la conclusión. Las falacias se pueden cometer por diversos motivos: a veces porque tenemos
el afán de tener siempre la razón (aunque sepamos que estamos ofreciendo argumentos ma­
los, lo hacemos para buscar el reconocimiento o aceptación de quien nos escucha y no por­
que busquemos la verdad), pero también pueden ser producto del descuido, de la ignoran­
cia o de la poca habilidad para elaborar buenos argumentos.
Las falacias, como señalamos, están lejos de ser argumentos sólidos; sin embargo, pue­
den verse como recursos retóricos en la medida en que se usan para convencer o persuadir.
Emplear falacias como recursos para lograr la persuasión supone privilegiar ese fin a cual­
quier otro, es decir, buscar la aceptación del interlocutor, dejando atrás otros fines impor­
tantes, como alcanzar el conocimiento de lo verdadero, obtener acuerdos racionales o llegar a
Salvator Rosa, Alegoría la solución más eficaz y eficiente de un problema.
de la falsedad, 1645-1648.
Con frecuencia, para ganar una discusión o un debate los interlocutores apelan a todo
Palacio Pitti, Florencia,
Italia |© Latin Stock tipo de recursos, a veces a falacias cuando presentan argumentos con fallas lógicas. Sin em­
México. bargo, hay otros recursos retóricos en los que la intención no es propiamente la de ofrecer
argumentos. Son entonces simples “marru­
llerías”, es decir, flagrantes trampas con tal de
ganar al oponente y mostrar que se tiene la
razón. Ejemplo de esto es tomar una afir­
mación del adversario y exagerarla, con la
conciencia de que no ha dicho lo que preten­
demos, pero lo hacemos con el fin de debi­
litarla, pues mientras más general es una
afirmación, más vulnerable se torna. Otros
ejemplos son utilizar de manera consciente
premisas falsas; plantearle al adversario mu­
chas preguntas a la vez, sin orden y sin rela­
ción entre ellas, para confundirlo y hacerlo
admitir, sin advertirlo, lo que queremos que
acepte; también se puede provocar abierta­
mente su cólera, ya que sumido en ella no
será capaz de evaluar correctamente los ar­
gumentos que se le presenten e, incluso, de
construir bien los propios.
Aunque es importante ocuparse del
estudio de las “marrullerías”, aquí sólo las
mencionamos para ubicar mejor el terreno
de las falacias, de las que hay extensas inves­
tigaciones. Presentaremos algunas de las
que usamos en la vida cotidiana con mayor
frecuencia.
1.4.1 Las falacias

Las falacias suelen dividirse en form ales e informales. Las primeras se denominan así porque
son errores en la forma del argumento; en este sentido, cualquier argumento inválido o que
falla en la aceptabilidad de su estructura puede considerarse como una falacia. En cambio,
las falacias informales son aquellas cuyos errores no radican en la forma o estructura del ar­
gumento, sino en el contenido y en su relación con el contexto. Éstas se clasifican en dos
grupos: fa lacias de irrelevancia y fa lacias de am bigüedad.
Las falacias de irrelevancia también se conocen como falacias de inatinencia o de no per­
tinencia, lo que enfatiza la idea de que el error radica en que las premisas no son adecuadas
para afirmar la verdad de la conclusión, es decir, no ofrecen un fundamento sólido para in­
ferir esta última. A continuación revisaremos algunos ejemplos de estas falacias.
En una charla con un amigo o compañero de trabajo escuchamos la afirmación: “Luis di­
ce que deberíamos usar bolsas ecológicas para cuidar el medio ambiente, pero claro que eso es
falso.” Seguramente tendremos la curiosidad de saber las razones que sustentan esta afirma­
ción y cuestionaríamos a dicha persona, a lo cual puede responder: “Pues Luis sólo nos lo
dice porque él vende ese tipo de productos; es obvio que quiere que le compremos su mer­
cancía.” Tal vez éste pueda parecer un buen argumento a simple vista, pero analizándolo con
detenimiento advertimos que hay algo que no es lógico: ¿hay una relación lógica entre el he­
cho de que Luis venda bolsas ecológicas y que por eso sea falso que el uso de estos productos
proteja el medio ambiente, es decir, que sea falso lo que afirma Luis? Éste no es un ejemplo de
un buen argumento; sin embargo, tal vez no alcancemos a precisar la razón de por qué no lo
es. Si no podemos hacerlo, entonces tampoco podríamos refutar a la persona que lo sostiene.
La lógica — y concretamente el conocimiento de las falacias— es útil en este tipo de si­
tuaciones, ya que nos permite explicar con claridad en qué consiste el error de este argu­
mento. Una falacia es un argumento, esto significa que tiene premisas y conclusión; para
poder explicar el error argumentativo en cuestión es necesario tener claro qué partes del ar­
gumento juegan cada una de estas funciones. Procedamos, pues, a ubicar estos elementos.
Para ello recordemos el argumento:

Luis dice que deberíam os usar bolsas ecológicas p a r a cuidar el m edio am biente, p ero claro que
eso es falso, pues sólo nos lo dice porqu e él vende ese tipo de productos; es obvio que quiere que le
com prem os su m ercancía.

Si detectamos primero la conclusión será más fácil reconocer después las premisas, es
decir, las razones que la apoyan. A veces puede ser difícil localizar la conclusión; si esto
es así, podemos preguntarnos: ¿qué tesis o proposición se quiere defender? La respuesta a
esta pregunta nos dará como resultado la conclusión. Para descubrir cuáles son la o las
premisas podemos preguntarnos: ¿qué razones apoyan a la conclusión? Dado que el len­
guaje argumentativo frecuentemente está mezclado con otro tipo de funciones del lengua­
je, es importante eliminar aquellas partes del argumento que no cumplen una función den­
tro de las premisas o de la conclusión, de tal forma que cada una de las proposiciones que
conforman el argumento queden lo más “limpias” posibles. Hecho lo anterior tendríamos
los siguientes elementos:

Conclusión: es falso lo que dice Luis acerca de que debemos usar bolsas ecológicas para cuidar
el medio ambiente.
Prem isas: Luis sólo nos dice que debemos usar bolsas ecológicas para cuidar el medio am­
biente porque él las vende y quiere que compremos su mercancía.
Una vez que tenemos claras las premisas y la conclusión podemos analizar y, posteriormen­
te, responder en qué radica el error de este argumento. Al hacerlo estaremos evaluando el
argumento.

Como podemos observar en el ejemplo anterior, con el argumento se quiere mostrar que
la afirmación de Luis acerca de que debemos usar bolsas ecológicas para cuidar el medio
ambiente es falsa. Pero en lugar de ofrecer razones pertinentes para ello, lo único que se di­
ce es que como él vende este tipo de productos y se ve beneficiado con la compra de ellos,
entonces su afirmación es falsa; con esto realmente no se está argumentando nada para
demostrar que es falso lo que dice Luis.
Esta falacia ha sido explicada por los lógicos y se llama fa la c ia contra la persona circunstan­
cial de intereses personales. Se comete cuando se afirma que la idea de una persona es falsa por­
que ella la sostiene en virtud de que se ve favorecida al tener intereses personales en el asun­
to. Como se puede advertir, conocer en qué consiste una falacia permite reconocer cuando se
presenta en diferentes contextos y aun cuando se hable de diversos contenidos. Aunque este
tipo de falacias no poseen una estructura tan clara como las falacias formales, es posible re­
construir su estructura.

1. A dice que p.
2. A se beneficia al afirmar p .
Por lo tanto, p es falsa.

Si vaciamos el contenido del argumento que estamos revisando en la estructura anterior


queda:

1. Luis dice que deberíamos usar bolsas ecológicas para cuidar el medio ambiente.
2. Luis se beneficia al afirmar que deberíamos usar bolsas ecológicas para cuidar el medio
ambiente (pues él las vende).
Por lo tanto, la afirmación de que deberíamos usar bolsas ecológicas para cuidar el medio
ambiente es falsa.

Con esta explicación se pretende ofrecer algunas herramientas para evaluar mejor los ar­
gumentos, no sólo de las demás personas al poder reconocer si están cometiendo esta falacia
o no, sino también los que nosotros podemos formular para no cometer este tipo de errores
argumentativos. Sería imposible hablar de todas las falacias, pero se presentan otras a modo
de ejemplo:
Una falacia que se comete con frecuencia en la vida cotidiana es la llamada fa lacia contra
la persona de tipo ofensiva. Esta falacia consiste en que, para refutar la conclusión de una per­
sona, en lugar de ofrecer las razones pertinentes para ello, atacamos a la persona que la sos­
tiene. Un ejemplo de esta falacia es el siguiente: “Lo que dice Jorge acerca de que tatuarse el
cuerpo es riesgoso, es falso. ¿Acaso deberíamos creerle a un alcohólico?”
En este argumento se quiere defender la conclusión de que es falso lo que sostiene Jorge
sobre lo riesgoso que es tatuarse el cuerpo, pero en lugar de ofrecer razones pertinentes pa­
ra defender dicha conclusión, se ataca a la persona involucrada, es decir, a Jorge, criticán­
dolo por ser un alcohólico y pretendiendo con ello que se está refutando su afirmación.
Otro tipo de argumento erróneo es la llamada fa lacia de apelación a la au toridad colectiva,
que se comete cuando se apela a la mayoría, a la tradición o a la autoridad de una minoría
selecta para la aceptación de una conclusión, en lugar de ofrecer razones o premisas perti­
nentes. Un ejemplo de esta falacia es el siguiente: “Rocío dice a Patricia que no es correcto
Razonamiento lógico fílo so fía | 21

que tire basura en la calle, a lo que esta última responde que no ve nada de malo en hacerlo,
pues todo el mundo lo hace"
Como podemos advertir, Patricia apoya su conclusión en la premisa de que todo el mun­
do lo hace, es decir, que es algo que se acostumbra, pero no ofrece ninguna razón pertinente
que refute la afirmación de Rocío sobre lo incorrecto de tirar basura en la calle.
Otro ejemplo muy recurrente de argumento incorrecto es la fa la c ia d e ap elación a la
p ie d a d . Se comete cuando, para defender una conclusión, nos apoyamos en supuestas
razones con fuerte contenido emotivo en­
caminadas a provocar compasión, piedad
o benevolencia por parte de nuestros inter­
locutores con el fin de que acepten la afir­
m ación que queremos defender. Un ejem­
plo de esta falacia sería el siguiente: “No
hay nada de malo en haber encubierto a
mi pareja por el dinero que sustrajo del tra­
bajo. Después de todo, quién no ha estado
enamorado alguna vez, quién no estaría dis­
puesto a hacer todo por la persona amada.
Quien esté libre de pecado, que tire la prime­
ra piedra.”
En este ejemplo se quiere defender la
tesis de que no hay nada de malo en el he­
cho de haber encubierto a la pareja en la ac­
ción de sustraer dinero del trabajo, pero no
se ofrecen premisas pertinentes, sino que
sólo se busca conseguir la empatia o provo­
car la misericordia de quien nos escucha pa­
ra que acepte la conclusión.
Veamos otro ejemplo: la llamada fa lacia
de petición de prin cipio. Se comete cuando
repetimos la conclusión como una premisa — a veces de forma textual, o expresada con Gustav Klimt, El beso,
otras palabras— , dando la apariencia de que se están ofreciendo premisas con contenido óleo y oro sobre tela,
1907. Galería Austríaca
diferente a lo que se defiende en la conclusión, pero en realidad sólo se está repitiendo la
Belvedere, Viena, Austria |
conclusión de otra manera. Un ejemplo de esta falacia es el siguiente: “La clonación es algo © Latin Stock México.
antinatural porque va en contra de la naturaleza.”
En el ejemplo se quiere defender la conclusión de que la clonación es algo antinatural,
pero la razón que se ofrece es exactamente la misma, sólo que en lugar de hablar de “anti­
natural”, se cambia el término por una expresión sinónima, como “ir en contra de la natura­
leza”, pero no se está ofreciendo ninguna premisa pertinente para defender la conclusión.
Finalmente, revisemos un último ejemplo: la fa lacia de equívoco. Se produce cuando en un
argumento, una palabra o un concepto es utilizado con un doble significado y, por lo tanto, la
conclusión no se sigue de manera válida. Por ejemplo: “Todos los hombres son racionales;
las mujeres no son hombres, por lo tanto, las mujeres no son racionales.”
En este caso podemos observar que en la primera premisa se utiliza la palabra “hombre”
como especie, por lo que estarían incluidas tanto las personas del sexo masculino como del
femenino; en la segunda premisa se utiliza la palabra “hombre” como sinónimo de persona
del sexo masculino. Con base en esta ambigüedad del término, se concluye que las mujeres
no son racionales, lo cual no es correcto.
1.4.2 A lgu n a s sugerencias p ara com batir falacias

Si en una discusión racional alguien comete una falacia sería necesario explicarle con cla­
ridad en qué consiste su error en la argumentación. Hacerle notar que en un diálogo no es
admisible la apelación a premisas o razones que no son pertinentes para lo que se quiere
concluir, como es en el caso de las falacias de irrelevancia; o que los elementos proporciona­
dos no son claros, cuando es el caso de las falacias de ambigüedad; o que el argumento tiene
una estructura inválida, si es el caso de alguna falacia formal. Para evitar las falacias se reco­
mienda tener claros los siguientes conceptos y saberlos aplicar:

•Conocer lo que es un argumento y saber distinguir claramente sus partes.


•Conocer los criterios para evaluar argumentos y saberlos aplicar.
•Conocer qué es una falacia y reconocerla en la vida cotidiana.
•Conocer y reconocer los tipos más frecuentes de falacias.
•Conocer y reconocer las falacias relacionadas claramente con algunos tipos de argumentos;
por ejemplo: falacia de generalización apresurada (que se presenta en argumentos inductivos
incorrectos), falacia de falsa analogía (que se presenta en argumentos analógicos incorrectos),
falacia de afirmación del consecuente (presente en argumentos que pretenden ser deductiva­
mente válidos).
•Conocer los diferentes tipos de diálogos para reconocer en cuál se está participando.

Además de lo anterior es importante cuidar las siguientes actitudes:

•No aceptar como verdaderas las creencias que no estén debidamente justificadas.
•Aceptar de buen grado las correcciones de los demás.
•Revisar nuestras opiniones o creencias a la luz de los argumentos de los demás.
•Tomar en serio los argumentos de las personas con las que se dialoga.
•Tomar en serio los propios argumentos.

1.5 DEBATE R A ciO N A L Y TOM A DE D EciSIO N ES

La lógica no sólo ofrece herramientas para reconocer los elementos de un buen argumento
o reconocer argumentos falaces. También puede ayudar a enfrentar distintos contextos ar­
gumentativos que, como dijimos, se caracterizan por ser situaciones que exigen crear, anali­
zar o evaluar argumentos. En este tema abordaremos dos importantes contextos en los que la
lógica se muestra como una herramienta de utilidad para enfrentar estas situaciones con éxi­
to: el d ebate racional y la tom a de decisiones.
Cuando participamos en un diálogo suele ocurrir que consideremos todas nuestras opi­
niones y creencias como verdaderas. Es hasta el momento en que alguien o alguna situación
en particular contradice lo que creemos, que nos vemos obligados a dudar de su veracidad y
a revisarlas. Podemos darnos cuenta de que lo que siempre habíamos considerado verdad no
parece serlo del todo; o, a veces, a la luz de los argumentos que nos ofrecen otras personas, pa­
recen más bien creencias falsas. Revisar nuestras opiniones o creencias, lejos de debilitarlas,
las fortalece, pues implica ponerlas a prueba con base en los argumentos que nos ofrecen otras
personas. Si son creencias respaldadas en buenas razones, sobrevivirán e, incluso, se harán
más fuertes, y las podremos tomar como guías seguras de nuestra acción. En caso contrario,
tendremos que desecharlas. Para comprender lo que significa participar en un debate racio­
nal es conveniente distinguirlo de otros tipos de diálogo — en los que también es necesaria
la argumentación— , con el fin de ubicar cuáles son los recursos argumentativos y/o retóri­
cos que se permiten en cada uno de ellos.

1.5.1 tip o s de diálogo

Al interactuar con los otros podemos entablar diversos tipos de diálogo. Algunos involucran
argumentos y otros no, por lo que es importante distinguir unos de otros para saber qué ac­
titudes, habilidades y conocimientos tenemos que utilizar al participar en ellos. Para distin­
guir estos tipos de diálogo hay que poner atención al contexto en que se realizan y a los fines
que se persiguen en cada uno de ellos. A continuación revisaremos algunos.

c h a rla | Es un diálogo en el que se busca interactuar con las otras personas, conocerlas Diego Velázquez,
mediante un intercambio de ideas. Por lo tanto, no se requiere del uso de argumentos, pues El almuerzo, óleo sobre
tela, 108 x 102 cm, 1617.
no se busca arribar a acuerdos o a la verdad, ni tampoco encontrar vencedores. Ejemplo de
Museo del Hermitage,
este tipo de diálogo es cuando se reúnen amigos para compartir anécdotas o experiencias, sin San Petersburgo, Rusia |
ningún ánimo argumentativo. © Latin Stock México.
Negociación | Es un diálogo en el que se busca resolver un problema con base en acuer­
dos que conduzcan a tomar decisiones racionales, las cuales tendrán repercusiones in­
mediatas en el mundo. Aquí sí se recurre a argumentos; cuando éstos son sustituidos por
amenazas para que se acepte un acuerdo determinado, ya no se habla de una negociación,
sino de una imposición o chantaje. Ejemplo de una negociación es cuando en un lugar de
trabajo hay muchas personas que fuman y otras tantas que no fuman, y se reúnen para
intercambiar argumentos con el fin de encontrar una solución satisfactoria para ambas par­
tes. Por un lado, los que no fuman desean que no les afecte el humo de los fumadores; por
el otro, estos últimos quieren preservar su derecho de fumar. Con base en la argumentación
deciden que dentro de la oficina estará prohibido fumar y que habrá zonas reservadas fue­
ra de la oficina para los fumadores.

Disputa personal | Es un diálogo en el que el fin es ganar al que se opone a las ideas que
se defienden y, dado que no hay reglas procedimentales que señalen las condiciones para
intervenir, las formas de hacerlo y por cuánto tiempo, los interlocutores se sienten libres pa­
ra utilizar diversos recursos legítimos e ilegítimos (como las falacias y las marrullerías).
Ejemplo de este diálogo es cuando alguien, para defender su idea o tesis de que la homose­
xualidad es inmoral, agrede verbalmente a quien sostiene la tesis contraria o apela a la ver­
borrea para confundirlo y que acepte su posición, en lugar de ofrecer razones pertinentes.

debate | Es un diálogo en el que el objetivo es discutir acerca de un tema previamente fija­


do. En él participan dos adversarios que defienden tesis opuestas y, al final, se busca obtener
un ganador. Aunque se trata de un diálogo en el que sí están establecidas las reglas procedi-
mentales acerca de las condiciones bajo las cuales los participantes pueden intervenir y se
apela a argumentos, con frecuencia sucede que los debatientes acuden a recursos ilegítimos,
como las falacias o las marrullerías, con tal de ganar al adversario. Para que sea posible un de­
bate se requiere que el tema a discutir plantee aspectos discutibles, esto es, que den lugar a di­
versas alternativas, ya que si hay acuerdos sobre el tema, entonces no hay nada que debatir. El
que un tema sea debatible depende del sistema de creencias de los participantes; por ejemplo,
quizá para una comunidad hablar de derechos de los animales sea algo debatible, mientras
que para otra sea algo obvio que no requiere discusión. Ejemplo de un debate es cuando los
candidatos a la presidencia de una nación confrontan sus propuestas con el fin de que la
población decida cuál es la mejor opción de gobierno; en este caso, a los participantes no les
importa tanto la verdad de sus premisas o la solidez de sus argumentos, sino más bien dar la
apariencia de que se argumenta bien con el fin de resultar vencedor. En este tipo de diálogos
suele existir un moderador encargado de asignar la palabra a cada participante — ya sea para
exponer sus argumentos o replicar los del otro— y señalar la duración de las intervenciones.

Discusión crítica | Es un diálogo en el que los participantes se plantean un problema y


buscan una respuesta que sea satisfactoria para la mayoría de ellos; esto se logra por medio de
argumentos racionales y partiendo de una base teórica común. Este tipo de diálogo se da ge­
neralmente en contextos académicos en los que los participantes buscan cooperativamente la
verdad. Así, al escuchar los argumentos de los otros, se pueden modificar los propios en un am­
biente de apertura en el que todos pueden enriquecer su conocimiento. En algunas ocasio­
nes no sólo se busca la solución a un problema, sino examinar una tesis o un tema con el fin
de profundizar en su conocimiento. Un ejemplo de este tipo de diálogo son las ponencias,
presentaciones en seminarios, mesas redondas, exámenes profesionales, etc. En este tipo
de actividades se suele definir una cierta cantidad de tiempo para exponer y para plantear
preguntas, las cuales tienen la finalidad de hacerle ver al expositor los puntos débiles en su
argumentación para mejorar el trabajo presentado, o plantearle alguna duda que haya sur­
gido de la exposición con el fin de enriquecer el propio conocimiento.

D ebate racional | El debate racional es un tipo de diálogo en el que se busca mostrar al


contrincante — con base en el intercambio de argumentos y de manera respetuosa y cons­
tructiva— que se defiende la tesis más sólida y que los argumentos que arguye en defensa
de la tesis contraria son equivocados o débiles. Esto último se hace no para aplastar al
contrincante ni como un fin en sí mismo, sino para alcanzar una tesis sólida (debidamente
fundamentada) junto con el interlocutor. Los participantes se comprometen a cooperar, a
defender su tesis y a buscar que la verdad salga a la luz. En este proceso son muy importantes
ciertas actitudes como escuchar con atención, evitar las agresiones verbales, respetar el tur­
no para hablar, etc. Este diálogo está regulado por reglas procedimentales establecidas de ma­
nera clara y que señalan las condiciones bajo las cuales se puede intervenir y el tipo de recur­
sos que es legítimo utilizar en la argumentación. Un ejemplo de este tipo de diálogo lo podemos
encontrar en una mesa redonda que reúne a especialistas con el fin de debatir racionalmente
un tema, como podría ser la moralidad de la pena de muerte. Algunos defenderán la tesis de
que “la pena de muerte es m oral”, y otros la de que “la pena de muerte es inmoral”.
Existen reglas positivas y negativas que regulan el debate racional. Algunas reglas positi­
vas son: escuchar con atención, con respeto; esperar a que el interlocutor exprese de manera
completa sus ideas antes de intervenir; pedir y respetar el turno de las intervenciones; plantear
preguntas pertinentes; proporcionar información necesaria, relevante, verdadera y suficien­
te; expresar con claridad las propias ideas, etc. Algunas reglas negativas del debate racional
son: no hacer afirmaciones para las cuales se carece de pruebas, no responder preguntas que
no sean claras, no ofrecer proposiciones falsas, no generar ataques verbales, entre otras.
El debate racional se divide en cuatro etapas:

1. E tapa de apertura. Se presentan los participantes y se dan a conocer las reglas que regula­
rán el diálogo.
2. E tapa de confrontación. Se anuncia el tema o el problema en torno al cual girará el debate;
además, cada uno de los participantes presenta de manera general sus argumentos más
fuertes para respaldar la postura que defenderán.
3. E tapa de argumentación. Los participantes cuestionan, discuten y evalúan cada uno de los
argumentos de los opositores, además de defender los propios.
4. E tapa d e clausura. Dado que el diálogo no puede prolongarse infinitamente, una vez que
se ha finalizado con el tiempo previamente acordado, los participantes llegan a algunas
conclusiones valorando la propia postura y tomando en cuenta los argumentos de los opo­
sitores. Puede ocurrir que uno reconozca que los argumentos del opositor son más ra­
cionales que los propios y se retracte de la tesis que originalmente defendía.

1.5.2 La lógica y la toma de decisiones

Pasemos al último de los contextos argumentativos: la toma de decisiones. En la vida diaria


estamos frecuentemente decidiendo, por ejemplo, qué transporte tomar para llegar a algún
lugar, qué deporte practicar, la posibilidad de ir al cine, qué libro leer, a dónde viajar el fin
de semana, si debemos casarnos, si debemos tener hijos, si aceptamos o no una propuesta de
trabajo, etcétera.
Hay muchas decisiones de las antes mencionadas que no requieren argumentación, por­
que las hemos mecanizado de tal forma que se realizan sin ninguna reflexión, pero hay otras
que son de tal relevancia en nuestra vida que definen lo que somos y lo que podemos llegar
a ser. Este último tipo de decisiones requiere ser evaluado de manera cuidadosa, tomando en
cuenta todas las opciones posibles. En estas situaciones la lógica se muestra como un ins­
trumento poderoso para la toma de decisiones.
Utilizar la lógica en contextos de decisión significa pensar de manera eficaz y eficiente
para alcanzar los fines tanto individuales como colectivos. La eficacia implica obtener lo que
queremos en el tiempo planeado. La eficiencia supone dos cosas: 1) el mejor aprovecha­
miento de los recursos de los que disponemos (materiales, económicos, humanos, cogniti-
vos y de tiempo) para alcanzar el objetivo que nos hemos propuesto, y 2) que la decisión no
genere más problemas de los que resuelve.
Es importante advertir que no hay soluciones que sean racionales en sí mismas, sino que
las calificamos como tales p o r el proceso lógico de análisis que nos condujo a ellas. Este con­
cepto de racionalidad se debe complementar con un concepto de racionalidad ética que
haga posible no sólo tomar una decisión eficaz y eficiente, sino también que permita el ma­
yor beneficio para todos los afectados por la decisión, o el menor daño posible cuando éste
fuera inevitable.
La experiencia juega un papel muy importante en la resolución de problemas. Al enfren­
tarnos por segunda vez con un problema — igual o similar— contamos con herramientas,
conocim ientos y habilidades ya puestas a prueba para tom ar una decisión de manera
eficiente, eficaz y ética.
Cuando estamos frente a un problema nos preguntamos: ¿qué debemos hacer? Quizá se
sienta el impulso de dar una respuesta inmediata sin detenernos a analizar el problema,
pero si se quiere tomar decisiones racionales hay que resolver diversas cuestiones antes de
dar una respuesta. Por ejemplo, tener claras todas las opciones que se nos presentan y, para
cada una de ellas, preguntarnos: ¿con cuánto tiempo contamos para resolver el problema?,
¿qué habilidades y capacidades requerimos para enfrentar el problema y con cuáles conta­
mos de hecho?, ¿depende únicamente de nosotros la solución del problema?, ¿qué cono­
cimientos necesitamos y cuáles tenemos?, ¿qué consecuencias se siguen de cada una de las
decisiones o posibles respuestas a nuestro problema?, ¿qué atención exige el problema y cuál
es la que podemos darle realmente?, ¿qué recursos (materiales, humanos, económicos, etc.) se
requieren?, ¿con qué recursos contamos?, ¿tenemos posibilidad de tener acceso a ellos o exis­
te alguna restricción para su uso?, ¿hay algún costo asociado a su uso?
Una vez que hemos dado respuesta a las preguntas anteriores (que son sólo preparatorias
para resolver el problema principal que enfrentamos), podemos avanzar en la búsqueda de
una solución a dicho problema, es decir, en la toma de una decisión. Para ello procedemos
a razonar, a construir argumentos, a evaluarlos hasta encontrar una solución eficiente, eficaz
y ética. Sin embargo, con la solución a nuestro problema no ha concluido la toma de la de­
cisión. El siguiente paso es llevarla a cabo.

1.5.3 el papel de la voluntad en la realización de la decisión

La realización de la decisión resulta en ocasiones, y para muchas personas, lo más difícil;


ello especialmente en los problemas que nos resultan vitales, pues requieren del dominio de
nuestra voluntad. En muchas situaciones, saber qué debemos hacer, es decir, qué decisión
elegir, no es propiamente el problema, sino tener la fuerza de voluntad para realizar la de­
cisión. Supongamos, por ejemplo, que nuestro problema es cómo tener una vida saludable.
Sabemos ya que la respuesta es comiendo nutritivamente y haciendo ejercicio, pero: ¿hemos
tenido la voluntad para realizar estas acciones?
Como podemos observar en el ejemplo, la toma de decisiones implica un aspecto teóri­ Thomas Eakins,
co y uno práctico. El primero se refiere al análisis lógico que hemos descrito al plantearnos Hermanos Biglen
remando, óleo sobre tela,
diversas preguntas; el segundo, de no menor importancia, alude a la fuerza de voluntad pa­
1873. Museo de Arte
ra llevar a buen término la decisión. Americano de Cleveland,
Ohio, Estados Unidos |
© Latin Stock México.
1.5.4 La relación de la lógica con la tom a de decisiones y las emociones

Cuando nos enfrentamos a problemas personales es común que las emociones o sentimien­
tos desempeñen un papel muy importante al momento de decidir qué hacer, aunque la
mayor parte de las veces no parece racional tomarlos como guías absolutas de nuestra ac­
ción, ya que nos pueden llevar a decisiones equivocadas.
A veces se dice que la lógica se ocupa de asuntos abstractos, “fríos”, alejados de nuestras
emociones, y que no tiene nada que ver con nuestra vida, pero esto es falso. La lógica nos pue­
de ayudar a conducir nuestra emociones de manera racional; incluso se pueden experimen­
tar emociones con base en diversas inferencias lógicas. Por ejemplo, si encontráramos una
cajetilla de cigarros vacía en la habitación de nuestro hijo de doce años, tal vez nos enfadaría­
mos al concluir que se ha iniciado en la actividad de fumar. En este caso, habríamos tenido
una emoción con base en una inferencia. Al evaluar si la inferencia es buena o no, la lógica
nos puede ayudar a determinar si el enojo está justificado. Tomar una decisión emocional­
mente adecuada — por ejemplo, enojarnos con nuestro hijo o platicar tranquilamente con
él— supone un buen razonamiento que la respalda.
1.5.5 La im portancia de la lógica en la toma de decisiones colectivas

La lógica no sólo nos ayuda a tomar decisiones en nuestra vida personal, sino que tam ­
bién revela su utilidad en la toma de decisiones colectivas. Dado que vivimos en sociedad,
requerimos la justificación de las acciones que afectan a otros, así como alcanzar acuerdos
que nos permitan tener una vida armónica y justa. Muchas de las decisiones personales
requieren la colaboración de otras personas, por lo que necesitamos recursos lógicos que nos
permitan convencerlos de la racionalidad de las mismas.
En las sociedades democráticas los ciudadanos participan en la toma de decisiones que
los afectan. Por ello, por ejemplo, se les pide que expresen su opinión sobre si deberían legali­
zarse las drogas, la pena de muerte, el aborto, la clonación de seres humanos, la eutanasia,
etc. Estas opiniones sirven de respaldo para tomar decisiones acerca de la asignación de re­
cursos, de la creación de nuevas leyes o instituciones; es decir, repercuten a corto, mediano
o largo plazo en la vida colectiva. Por eso es importante tomar decisiones fundamentadas en
buenas razones. Una decisión racional exige ser personas informadas, con un pensamiento
crítico capaz de discernir la información relevante de la que no lo es, así como tener la capa­
cidad de evaluar los argumentos a favor y en contra. En suma, ser personas que piensen con
método, claridad, precisión, solidez, orden y de manera sistemática.
c o n o c im ie n t o y verdad
G e r a r d o de l a f u e n t e l o r a

TEMA

Wassily Kandinski,
Improvisación 34,
óleo sobre tela, 1913.
Museo de Arte, Kazan,
Rusia |© Latin Stock
México.

2.1 i n t r o d u c c i ó n

ué es el conocimiento?, ¿cómo se tiene acceso a él?, ¿cómo se produce, guarda y


transmite?, ¿cómo se organiza de conformidad con los criterios de lo verdadero
y lo falso?, ¿cómo es nuestra experiencia contemporánea del vivir, tan llena, precisamente,
de conocimientos? Los saberes proliferan en impresos, pantallas y discursos, en mensajes que
nos acosan con inform aciones casi infinitas en medio de las cuales, con frecuencia, no
sabemos ya cómo orientarnos.
Al continuar el hilo conductor propuesto por la filosofía, una forma de razonar que se
viene desarrollando desde hace más de 2 700 años, observaremos cómo han reaccionado las
personas en situaciones similares a la nuestra, es decir, en coyunturas en las que la creación
de nuevas tecnologías y formas de preservar lo creado han brindado a la humanidad la ex­
periencia sorprendente de poseer más conocimientos de los que se pensaba. Tal fue el caso
con la generalización de la escritura y con la difusión de la imprenta y el libro, situación que se
repite en la actualidad con las nuevas técnicas electrónicas, cibernéticas e, incluso, biológicas.
Rastrearemos, en pinceladas muy gruesas, algunas respuestas que notables filósofos ofre­
cieron al problema de cómo orientarse en el terreno del conocimiento. Veremos la propuesta
de Platón en el sentido de que sólo conocemos verdaderamente lo que no cambia; la noción
moderna de poner en el centro a la mente y a la crítica racional; y anotaremos las perspec­
tivas contemporáneas que nos sugieren considerar al conocimiento como un problema de
lenguaje.
Si vivimos, al parecer, en medio de un exceso de información en todos los ámbitos, no es
sorprendente que también en el terreno de la teoría filosófica del conocimiento exista gran
cantidad de teorías e ideas dignas de tomarse en cuenta. La selección de autores para la ela­
boración de este capítulo no deja de tener sus riesgos; sin embargo, estamos convencidos de
que los filósofos que escogimos son los esenciales para nuestro tema.
En un m undo sobresaturado de saber, apabullar a los lectores con una cascada de nom ­
bres, frases y datos no les ayudará a orientarse en sus estudios ni en la vida. Quisimos,
más bien, cumplir con el ideal que marca la frase “aprender a aprender” y, a partir de él, m os­
trar las form as de razonam iento y argum entación que se han cultivado durante centurias de
trabajo filosófico en el ámbito del conocimiento, a fin de que, posteriormente, el que esté
interesado pueda incursionar por sí mismo en la lectura de otros temas y debates no inclui­
dos ahora en estas páginas.
Nos enfocamos en propuestas y discusiones que consideramos centrales y ejemplares.
Quisimos subrayar el carácter siempre polémico y plural de la filosofía e invitar al lector a
tomar posición y a reflexionar por sí mismo. La selección de los autores estudiados, insisti­
mos, es acaso la parte más polémica de nuestro empeño. Sin duda podría abogarse por la
inclusión de Aristóteles o Kant, o por un desarrollo más amplio sobre las perspectivas lin­
güísticas contemporáneas, por poner sólo unos ejemplos.
El cumplimiento, sin embargo, del propósito de mostrar y contrastar reacciones ejem­
plares de varios filósofos ante la experiencia del exceso del saber, es el criterio que debe regir
la evaluación global de nuestro trabajo. En cualquier caso, esperamos que el texto que pre­
sentamos aliente al lector, como afirmamos en el apartado final, a hacer uso de su propio
razonamiento.

2.2 c o n o c im ie n t o , s o c ie d a d , so c ie d a d d el c o n o c im ie n to

¿Qué es el conocimiento? ¿Es realmente posible conocer? En nuestra vida diaria nos encon­
tramos bombardeados por todas partes con mensajes que dicen que el conocimiento es
muy importante. Lo es, por ejemplo, en el nivel personal para conseguir una mejor inserción
en la sociedad por medio de un mejor empleo que nos otorgue ingresos suficientes. Cono­
cer y comprender nuestros derechos, así como la historia de las comunidades donde vivi­
mos — familia, barrio, ciudad, mundo— puede ayudarnos a encontrar las estrategias más
adecuadas para realizar nuestros intereses y los de aquellos que nos rodean. En fin, conocer
más acerca de los objetos y actividades que nos producen agrado o placer — la música, la
literatura, el cine, la sexualidad, por ejemplo— podría facilitarnos su disfrute de una manera
más estable, diversa, profunda y provechosa. En general, por todas partes se reitera que cono­
cer debería ayudarnos, como individuos, a vivir mejor.
No sólo desde el punto de vista de cada uno, sino desde la perspectiva de todos, de la hu­
manidad como tal, la necesidad de conocer recorre muchos de los mensajes que se emiten en
los medios, la prensa, la radio y la televisión, e incluso en los que se intercambian en nuestras
pláticas cotidianas. Con frecuencia se recalca el imperativo de incrementar el conocimiento
de la humanidad para hacer frente a los gravísimos problemas ambientales que asolan la gran
mayoría de los rincones del planeta: el calentamiento global, el agujero en la capa de ozono,
el agotamiento del agua, la desertización, la desaparición de especies animales, etcétera.
También se invoca la necesidad de conocer para atacar y resolver muchos de los proble­
mas que afectan hoy a las distintas sociedades y a las relaciones que mantienen entre ellas.
Mediante las manipulaciones que hacen viable el conocimiento del código genético, ¿será
posible producir nuevos alimentos que ayuden a acabar con las hambrunas? ¿Se descubri­
rá alguna vacuna contra el sida? ¿Podrá diseñarse alguna forma de organización social que
permita a los ciudadanos controlar a sus gobiernos sin que las burocracias vigilen cada uno
de los aspectos de la vida de las personas? Si supiéramos más acerca de las culturas islámicas se
podrían superar las dificultades y desencuentros entre las partes oriental y occidental del mun­
do. ¿Qué tipo de conocimientos tenemos que desarrollar para llegar a ser tolerantes con
quienes son diferentes a nosotros?
En fin, este asunto del “conocer” está tan presente por todos lados, y de forma tan abru­
madora, que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico ( o c d e ), una
agrupación de los países más desarrollados del mundo — de la que México forma parte— ,
así como el Banco Mundial, la u n esco y muchas otras instituciones han comenzado a ca­
racterizar a la era que vivimos como la época de la sociedad del conocim iento: en ella, se nos
dice, la principal fuerza productiva, el m otor central del desarrollo, serán los conocim ien­
tos que los individuos y sus agrupaciones puedan producir y manejar. Hay aquí muchos
temas interesantes y difíciles sobre los que vale la pena reflexionar. Entre ellos destaca el
carácter público o privado del conocim iento, o bien, los criterios para determinar en
qué casos está justificado el pago para tener acceso a algún conocimiento, y si deben existir
áreas en las que éste sea siempre público, gratuito y al alcance de todos.
Resumamos la cuestión señalando que vivir en la sociedad del conocimiento quiere
decir que, en adelante, las posiciones de cada uno con relación a los demás, los nexos entre
los países y el futuro de la humanidad en su conjunto dependerán de la cantidad y calidad
de los conocimientos a los que el ser humano pueda tener acceso.

2 .2.1 Pero, ¿es posible conocer?

Los discursos que cotidianamente reiteran la importancia y la urgencia de conocer dan por
sentado que sabemos qué es el conocimiento y asumen también que su adquisición o pro­
ducción no son problemáticas, por lo menos en lo que respecta a su idea o concepto. Quizá
se podría hablar de dificultades prácticas para el incremento del saber individual o social
(la desigualdad, la falta de instituciones escolares adecuadas, por ejemplo), pero la noción de
lo que se quiere alcanzar, aquello de lo que se está hablando, suele tenerse por una obviedad.
Sin embargo, no es así. Si nos fijamos en lo que hemos dicho hasta ahora acerca de la
importancia del conocimiento para las personas y las sociedades, veremos que hemos utili­
zado la palabra en varios sentidos diferentes: a veces como algo que es de los individuos, que
habita en su cabeza; a veces como objetos o informaciones reales que están ahí afuera, exis­
tiendo y esperando que alguien venga y los aprehenda. En lo dicho hasta aquí hemos dado
por supuesto que tenemos claro no sólo qué es el conocimiento, sino también aquello que
no lo es.
Pero eso es muy raro. Hay muchas cosas que, hoy por hoy, ahora mismo, sabemos como
personas y como países. Cuando se nos invita con tanta urgencia a entrar en la sociedad del
conocimiento, ¿se quiere decir acaso que lo que hemos tenido hasta ahora no es conocimien­
to? ¿Los saberes de los que partimos forman parte, o se contradicen, o alimentan o niegan lo
que vamos a aprender en adelante? ¿Son algunos conocimientos mejores que otros? ¿Es que
acaso — y ésta es una de las preguntas más importantes que se han planteado los seres huma­
nos gracias a la disciplina llamada filosofía— algunos conocimientos son verdaderos y otros
falsos? ¿Cómo distinguirlos?
Si llegáramos a establecer algún criterio, procedimiento o prueba que nos permitiera de­
terminar cuándo un conocimiento es verdadero, todavía tendríamos que preguntarnos si
ese criterio que encontramos podría valer para todas las épocas, para los hombres de todos
los tiempos, o si vamos a tener que cambiarlo dentro de poco. Hace un momento observá­
bamos cómo solemos usar la palabra conocimiento de muchas maneras distintas — a veces
como lo que está en la mente, a veces como algo que está en las cosas, por ejemplo, en los li­
bros. Pues bien, habría que pensar si con un solo criterio o prueba distinguiríamos con
claridad lo verdadero de lo falso en todas las formas distintas en las que hablamos del saber.
¿Hay una sola forma de la verdad?, ¿queremos decir lo mismo cuando afirmamos que la
teoría de la relatividad de Einstein es verdadera, que cuando aseveramos que Maradona fue
verdaderamente un gran jugador?
Eso de conocer parecería muy claro y urgente pero, como vemos, cuando se piensa con
calma resulta algo lleno de dificultades. Si llegáramos a determinar el criterio que nos per­
mitiera establecer cuándo un conocimiento es verdadero y cuándo falso, podría resultar
que, una vez establecida la prueba (el examen que tendrían que pasar los conocimientos ver­
daderos), ocurriera que ninguna de nuestras mentes, o de los objetos exteriores, o de las in­
formaciones y disposiciones que hasta ahora habíamos llamado conocimientos, pudieran
pasar la evaluación. Ello querría decir, sorprendentemente, que a pesar de estar rodeados de
“saberes”, no tendríamos acceso a la verdad, es decir, no podríamos conocer.
Si ése fuera el caso, si no pudiéramos determinar la jerarquía o la calidad de las diferentes
cosas que nos dicen que son saberes o verdades, entonces la sociedad que ya está comen­
zando a llegar, la dichosa sociedad del conocimiento, más que una organización sería un lío,
pues nadie sabría a ciencia cierta qué es más válido, si lo que dice la astrología o la astro­
nomía, el fen g shui o la física cuántica, la religión o la constitución política, sólo por poner
algunos ejemplos.
Vivimos tiempos en los que reina la confusión en muchos aspectos y con frecuencia nos
da la impresión de que, a fin de cuentas, todo es lo mismo y que vale igual la psiquiatría que
la dianética. Sin embargo, si lo pensamos con calma, nos daremos cuenta de que, a pesar de
todos los equívocos e indefiniciones, todavía las ciencias — las matemáticas, la física, la bio­
logía, la sociología, la economía, la filosofía— , las materias que se enseñan en las universi­
dades, gozan de un prestigio especial. Ello a pesar de que a veces todos prefiramos ver el ho­
róscopo a estudiar un libro de antropología para elucubrar qué es lo que puede depararnos
el porvenir.
Quizá en todas las materias que se presentan como saberes (las que imparten las escuelas,
pero también lo que se resume en nuestras costumbres y dichos) habite al menos una pizca
de verdad. Para saber orientarnos en el mundo y no precipitarnos en el caos es urgente que
conozcamos cosas, pero también que sepamos qué relaciones existen entre todos los saberes
que nos rodean.
2 .2 .2 Conocer y sa b er qué se conoce

Es urgente, pues, conocer, pero también saber qué se conoce. No es la primera ocasión, por
cierto, que la humanidad enfrenta esta situación, esta demanda. Cuando hay algún cambio
tecnológico o avance de la cultura que permite al ser humano guardar y registrar mejor -p o r
más tiempo y con mayor seguridad- lo que hace y piensa, se presentan de pronto incremen­
tos increíbles de conocimientos: ha habido sociedades que, de un día para otro, descubrie­
ron que sabían muchísimo más de lo que creían.
Un pensador contemporáneo, Niklas Luhmann, comentaba que vivimos en nuestros
días una situación parecida a la que enfrentaron los seres humanos cuando se inventó y ge­
neralizó la imprenta, hace aproximadamente 600 años. Cuando los libros pudieron impri­
mirse, reproducirse y distribuirse con facilidad, la humanidad tuvo ante sus ojos, reunidos
en bibliotecas, saberes que ella misma ignoraba que poseía. Las formas en que se hacían y pen­
saban cosas en diferentes partes del mundo fueron de repente accesibles a todos. Los cono­
cimientos se plasmaron en papel; muchas cosas que estaban a punto de olvidarse pudieron
ser preservadas, y hubo quienes, unas generaciones después de la revolución inicial de la
imprenta, tuvieron el sueño de reunir en un único libro — al que llamaron L a Enciclopedia—
todo el saber de la humanidad.
Los que tuvieron ese sueño grandioso fueron dos filósofos franceses del siglo x v i i i , Denis
Diderot y D ’Alembert. ¡Hubiera sido hermoso que en un solo libro, en una sola biblioteca, Edgar Degas, Retrato
se reuniera todo lo aprendido por la humanidad! Sin embargo, para lograr algo así, entre de M. Duranty, 1879.
Museo y Galería de Arte
muchas otras dificultades, el ser humano hubiera tenido que acabar con todos los bosques
de Glasgow, Glasgow,
del mundo para producir suficientes hojas de papel. Y no nos hubieran alcanzado. Escocia |© Latin Stock
Jorge Luis Borges, uno de los más grandes escritores que haya existido, dedicó varios México.
cuentos maravillosos a explorar cómo sería
una acumulación de libros — L a biblioteca
de Babel, la llamó— en la que se juntaran
todos los saberes humanos. Tendría que ser
una biblioteca infinita, tan grande que nunca
se podría acabar de recorrer y la humanidad
llegaría a su fin antes de terminar de revisar
una primera hilera de sus anaqueles.
¿Cómo orientarse entre tanto libro? ¿Có­
mo distinguir cuáles cosas aprender y cuáles
no, en vista de que cada ser humano sólo
tiene pocos años para hacerlo? La biblioteca
puede ser infinita, pero nosotros requerimos
organizar los conocimientos — distinguir
de alguna forma que unos son verdaderos y
otros falsos, por ejemplo— para poder vivir
en medio de ellos sin extraviarnos por com­
pleto.
Ésa fue la situación que enfrentaron los
hombres en el comienzo de la época de la
modernidad. Ahora ocurre algo parecido,
con la creación de internet y las nuevas tec­
nologías. Al igual que los que vivieron hace
tres o cuatro siglos, nosotros descubrimos
que sabemos, como humanidad, muchísimas
más cosas de las que pensábamos. Tenemos reunidos — ya no en una biblioteca de papel,
sino en una electrónica— una infinidad de conocim ientos que ni siquiera soñábam os
que existían. Los mismos que hubiesen podido escribirse en libros tradicionales, pero tam­
bién otros, hechos de imágenes y sonidos, que no podrían haberse registrado y conservado
en medios físicos, y que sólo electrónicamente pueden ser salvados y difundidos: música,
ruidos y, dentro de poco, olores y sabores, se suman al tesoro de saberes humanos a los que
podemos tener acceso.
Pero si ya la Biblioteca de Babel, hecha de papel y cartón, era infinita, ¿cuál podría ser el
tamaño de la red? Y, ¿cómo orientarnos ahí? ¿Cómo distinguir lo verdadero de lo falso? ¿O
es que acaso todo lo que aparece en internet es verdadero sólo por estar ahí?

2 .2 .3 De lo oral a lo escrito. Una revolución del conocimiento

Con la generalización del libro y la aparición de internet, los seres humanos tuvieron la sen­
sación de entrar en nuevas épocas del saber y han experimentado agudamente la necesidad
de encontrar criterios para orientarse en el nuevo maremagnum del conocimiento. No sólo
con la imprenta y la red ocurrió esto. Con seguridad, la primera vez que la humanidad se
sintió sacudida y desorientada por la gran cantidad de cosas que de pronto se dio cuenta
que sabía fue cuando aconteció uno de los saltos culturales más importantes para el desa­
rrollo de las civilizaciones, a saber, el perfeccionamiento de la escritura.
Si la aparición del ser humano en la Tierra, tal como lo conocemos — el hom o sapiens sa­
piens— , data de hace más de setenta mil años, es apenas hace menos de diez mil que los seres
humanos descubrieron y desarrollaron de manera suficiente la capacidad para dejar graba­
das, a través de marcas hechas en materiales diversos (por medio de un sistema de signos),
las creaciones de su pensamiento.
¿Es posible imaginar la revolución cultural, humana, existencial, que significó plasmar
en papel los saberes — poemas, técnicas, historias de los orígenes de cada pueblo— que hasta
entonces se transmitían de manera oral, aprendiéndolas los hijos “de generación en genera­
ción”? El método de aprenderse las historias y relatarlas a las siguientes generaciones parece
ahora frágil y poco confiable. Sin embargo, fue de una eficacia sorprendente si consideramos
que, haciéndolo así, la humanidad pudo sobrevivir durante miles de años, y aún en la actua­
lidad muchas culturas aisladas o sometidas a persecución han logrado conservarse en las con­
diciones más difíciles gracias a esa vieja fórmula. Ray Bradbury, un escritor de ciencia ficción,
escribió incluso una novela titulada F ahren heit 451, en la que reflexiona acerca de cómo esa
forma de guardar y transmitir conocimientos — aprenderlos de memoria y contarlos—
podría ser la salvación de la humanidad no sólo en el pasado, sino también en el futuro.
En algún momento de su historia los seres humanos comenzaron a escribir. Descubrie­
ron entonces, como hemos venido diciendo, que sabían mucho más de lo que se imaginaban.
Se vieron en la necesidad de organizar sus nuevas bibliotecas, determinar qué saberes eran
verdaderos y cuáles falsos, y qué jerarquía debía existir entre las cosas conocidas. Es muy im ­
portante observar que este empeño sistematizador y organizador no consistió sólo en un
afán de poner orden.
Además, la escritura trajo consigo una actitud diferente hacia los saberes heredados, y, de
hecho, dio nacimiento a una experiencia nueva del mundo. Cuando se tenían que memorizar
las cosas para transmitirlas a los que nacieran después, la actitud que había que mantener
ante las historias contadas era de total respeto, en el sentido de no cambiarles absoluta­
mente nada. Ser responsable (en aquel momento) con los seres humanos que habían vivido
antes implicaba conservar y transmitir el saber recibido sin cambiarle ni una coma. Por eso
las narraciones de los tiempos antiguos fueron veneradas, se les rendía culto y se ponían en una
situación de adoración para que nadie se atreviera a modificarlas. Era lo correcto entonces,
porque hacer transformaciones al saber recibido hubiera sido lo mismo que perderlo.
Cuando se estableció la escritura y los viejos saberes se grabaron en la materia, una nue­
va manera de experimentar el mundo surgió para el ser humano: nació el pensamiento
crítico. Porque una vez guardado en el papel, preservado materialmente, existiendo in­
dependientemente de la mente de cada uno, el conocimiento pudo ser criticado, evaluado,
transformado. Si se quería, se le podía venerar y adorar como antes, pero también se podía
cuestionar su contenido, su forma, sus finalidades. Los seres humanos (si no todos, algunos)
podían ahora reunirse y discutir sobre lo que decían las narraciones respecto del origen de
sus pueblos y las recomendaciones ancestrales acerca de cómo vivir. Incluso algunos comen­
zaron a preguntarse si las historias recibidas — que ahora estaban ante los ojos— eran
conocimientos verdaderos o no.
Habría que imaginar la complejidad de ese momento. Por una parte, al ver los saberes
escritos, sentir que se tenía conocimiento de muchísimas cosas, tantas que ya no podían
orientarse en ese océano. Al mismo tiempo, sin embargo, comenzaron a darse cuenta de
que mucho del saber que se tenía, de las historias heredadas, decían cosas extrañas, raras, no
adecuadas a su presente, y ello no sólo en cuanto al contenido, sino también en cuanto a la
forma: ¿por qué, por ejemplo, las viejas narraciones estaban todas en verso? En fin, sospechar
de pronto que lo que se había recibido no siempre era verdadero y que tal vez habría que co­
menzar a conocer casi desde cero ... ¡Qué complicado! ¡Cuántas oscilaciones! Pensándolo
bien, ¿no es la situación actual, en el umbral de la sociedad del conocimiento, muy similar a
esta que venimos comentando?

2 .2 .4 u n a prim era respuesta: conocer lo que no cam bia

Algunas de las personas que con mayor intensidad y lucidez experimentaron el periodo de
la generalización de la escritura fueron los primeros filósofos griegos, que vivieron entre los
siglos v i i y i i i a.C. Sus nombres y algunos extractos de sus obras han llegado hasta nosotros:
Tales de Mileto, Parménides, Heráclito, Anaxímenes, Anaximandro, Protágoras, Gorgias,
Sócrates, Platón y Aristóteles, entre muchos otros. Cada uno de ellos se enfrentó de manera
crítica a los saberes recibidos — básicamente las obras de los poetas Homero y Hesíodo— e
intentaron elaborar sus propias explicaciones acerca de lo que es la realidad y, lo que interesa
especialmente en este texto, sobre lo que podría ser considerado conocimiento y lo que no.
No podemos examinar con detenimiento la obra de todos ellos. Nos detendremos, a mane­
ra de ejemplo, en lo que dijo Platón, para compararlo más adelante con algunos autores
más cercanos en el tiempo.
Ante el problema de determinar, de entre todas las cosas dichas y pensadas, qué podría
considerarse conocimiento verdadero y cómo organizar un sistema de saberes, la respuesta
de Platón resulta hoy muy sorprendente. En efecto, este autor dijo que sólo podemos conocer
con precisión lo que no se mueve, lo que no cambia, por eso conocemos verdaderamente
sólo mediante la razón y no los sentidos, ya que por medio de éstos percibimos un mundo
siempre cambiante.
Antes que Platón, el filósofo Heráclito había dicho: “Nunca entramos dos veces en un
mismo río”, es decir, que la realidad no sólo estaba en constante cambio, sino que era múl­
tiple y diversa, por lo que no era posible afirmar algo definitivo y cierto sobre ella. Platón se
preocupó, entonces, por buscar cuáles eran las características que permanecían en las cosas,
cuál era el orden que le daba coherencia a su constante fluir, cuál era su modelo, su concepto.
Sócrates, que aparece como el personaje principal en todos los diálogos de Platón y que
fue maestro de éste, ya había manifestado esta preocupación por el concepto desde el m o­
mento mismo en que trataba de dar respuesta a la pregunta “¿qué es?”, su indagación no se
limitaba a la descripción de la apariencia de cada cosa particular. En el diálogo de Platón
Parm énides se nota que la preocupación es la de definir qué es lo bello y lo bueno, y no la de
representar la multiplicidad de cosas particulares buenas o bellas.
La población mundial actual está compuesta por más de seis mil millones de humanos,
la mitad de todos los que han existido desde que apareció el hom o sapiens sapiens. Ninguna
de las personas que ha vivido o vive ahora ha sido igual a ninguna otra, y cada una ha cam­
biado a lo largo de su vida. Sin embargo, aunque no podamos conocer con precisión a nin­
guno de esos individuos, cuando vemos a cualquiera sabemos de inmediato que se trata de
un hombre o de una mujer, de un miembro de la especie humana. ¿Cómo sabemos esto? ¿Có­
Edouard Manet, Claveles mo podemos decir que todos son seres humanos si todo está cambiando y fluyendo? Lo sa­
y clemátides en un jarro
bemos porque hay algo que permanece, algo que se mantiene a pesar de todas las modifica­
de cristal, 1882. Museo de
Orsay, París, Francia | ciones, algo eterno e inmóvil: el molde, la idea, el diseño común, el tipo con que están
© Latin Stock México. hechas todas las personas.
Cada ser humano es diferente del otro,
pero hay un molde con el que han sido fa­
bricados todos, eso es lo que pensó Platón.
De igual forma, las flores son diferentes y las
aguas de los ríos nunca son las mismas, pe­
ro el molde de flor que nos permite recono­
cer esa cosa con pétalos, y el molde de río que
nos permite distinguir un cauce de agua de
un cocodrilo, no cambian. Y he aquí la con­
clusión de Platón: cuando decimos que co­
nocemos verdaderamente algo, estamos afir­
mando que tenemos acceso al molde de la
cosa, a su idea permanente, a lo que no cam­
bia. Lo que percibimos con los cinco senti­
dos está fluyendo y, por lo tanto, no pode­
mos aprehenderlo con precisión. La vista, el
olfato, el tacto, el oído y el gusto nos ofrecen
aspectos pasajeros de las cosas: apariencias
efímeras, olores evanescentes, texturas, so­
nidos y sabores que duran apenas nada. Si
queremos conocer verdaderamente, enton­
ces necesitamos elevarnos por sobre las co­
sas que vemos para poder comprender, más
allá de los sentidos — por el intelecto— , el
molde de los entes.
Subrayemos que Platón no dice que no
conozcamos el mundo sensible, aquel con el
que nos relacionamos por medio de los sen­
tidos. El río está cambiando, no lo podemos
aprehender con precisión absoluta, pero ello
no quiere decir que no haya río o que se pue­
da pensar que el agua no es real. Este mundo
que siempre está cambiando existe efectiva­
mente, y de él tenemos un conocimiento imperfecto (d ox a le llamaban los griegos a esa
forma de saber no perfecta) que es suficiente para la vida diaria. Platón aclararía que no po­
demos conocer el mundo en el que vivimos con absoluta precisión.
El conocimiento verdadero, el que es absolutamente confiable porque se refiere a cosas
que no cambian, es el de las ideas de las cosas, el de los moldes. Así, conocer verdaderamente
la flor del jardín — afirma Platón— no se refiere a la flor que tengo frente a los ojos, sino a su
idea. La idea, por cierto, que es la misma de todas las flores, de cualquier flor. Cuando se tra­
ta de la verdad, no se conoce con precisión este o aquel objeto, este cuaderno, esta pluma, esta
computadora precisa, sino la idea de cuaderno, de pluma, de computadora. De esta manera,
no puedo tener un conocimiento pleno de la realidad sensible; no puedo — diríamos noso­
tros en un lenguaje más actual— hacer ciencia de las cosas simples y comunes de este m un­
do. Por eso el historiador francés Lucien Febvre comentó que los griegos, que crearon una
gran ciencia matemática, una gran lógica y una gran literatura, no inventaron una gran físi­
ca como la que conocemos ahora (la de Isaac Newton y la de Albert Einstein), ni desplegaron
una gran sociología: simplemente no les pareció posible. Nunca pensaron, siguiendo a Platón,
que se pudiera conocer con precisión el mundo de abajo, éste, el nuestro. Porque cambiaba,
mutaba, fluía sin cesar y, como ya vimos, nunca entramos dos veces en un mismo r ío ...
Aristóteles, discípulo de Platón, trató de resolver los problemas planteados por su maes­
tro postulando que cada cosa tenía su idea, su molde, su fo rm a , decía él, en sí misma. Los
entes del mundo eran sustancias, conjuntos de materia y forma, es decir, conjunciones a la
vez de lo que cambia — lo material— y lo que permanece — el molde, lo formal— . Sin em­
bargo, tampoco Aristóteles podía conocer con precisión las cosas del mundo, porque además
de materia y forma, los entes también poseen a c cid en te s. Puedo explicar, por ejemplo, el
sillón en que estoy sentado como la unión de la forma sillón con la materia madera, pero no
puedo explicar con absoluta precisión por qué la mancha que está en el brazo apareció pre­
cisamente ahí, en ese momento, con ese tamaño, de esa forma. Puedo tener ciencia de la
sustancia (del conjunto materia-forma), pero no ciencia del accidente. ¡Las cosas reales en
este mundo están llenas de accidentes!
Para nuestra mirada actual, lo más extraño de la propuesta de Platón radica en que, des­
pués de observar, por un lado, que las cosas cambiaban y, por el otro, que algo (el molde, la
idea) permanecía fijo, se le ocurrió que a cada uno de esos aspectos — lo cambiante y lo
fijo— correspondía un mundo real. Es decir — según nos cuenta en el mito de la caverna
que aparece en el diálogo llamado L a R epública— , que existían dos mundos: uno, el nues­
tro, en el que todo cambia, y otro, al que llamó Mundo de las Ideas, en el que habitan los mol­
des de las cosas y en el que todo está quieto.
Lo que permanece — la idea del río o de la flor— no es algo que, según Platón, exista en
la mente de nadie, que sea una ocurrencia, una abstracción, un instrumento didáctico que
nos ayude a comprender mejor las cosas. Según él, la idea de la flor, la del río, la de la cama,
el molde de cualquier otra cosa, existen realmente en otro lugar que no es terrestre, indepen­
dientemente de que alguien los piense o no: no son imágenes mentales o imaginaciones,
son existencias reales.
En resumen, Platón dijo que había dos grandes tipos de conocimiento: uno, verdadero,
el de las ideas, y otro, imperfecto, el de las cosas sensibles. También planteó que los saberes
podían jerarquizarse, es decir, que era posible compararlos y determinar cuáles eran me­
jores o peores, dependiendo de lo cercano o alejado que estuvieran de las ideas inmóviles. Así,
por ejemplo, el conocimiento de un carpintero que hace una cama poniendo atención direc­
tamente en el molde inmóvil, en la idea eterna de la cama, es mejor que el conocimiento del
artista que, al pintar el cuadro de una cama, no mira la idea, sino que copia el objeto que hizo
el artesano. Mientras más se acercara el saber de algo a la idea, mejor sería el conocimiento.
La propuesta de Platón — y la de los griegos en general— acerca de los criterios para
orientarse en medio de los saberes fue muy buena y, a pesar de sus deficiencias, sirvió a los
seres humanos durante cientos de años. Pero cuando la imprenta se generalizó y los obje­
tos en general pudieron producirse con mayor rapidez y abundancia, la manera griega de
entender el conocimiento, la epistemología antigua, dejó de funcionar. Ahora era necesa­
rio conocer con precisión este mundo de abajo y no sólo los moldes inmóviles, porque el
mundo nuestro, el de los sentidos, el de las cosas, se llenaba cada vez de más objetos y sen­
saciones, y había que saber qué de todo lo nuevo era verdadero y qué falso. Un nuevo paso
hacia nuestra sociedad del conocimiento de hoy había sido dado.

2.3 LA c o n c e p c ió n M O DERNA DEL cO N O ciM IEN TO

¿Cómo conocer lo que está cambiando? ¿Cuál es el fundamento de la certeza? Se trata de un


saber esencialmente polémico. Cada filósofo que existe y que ha existido ha elaborado sus
teorías y elucubraciones en debate con otros autores y posiciones. Nunca ha habido sólo una
filosofía, una posición única e irrebatible sobre cualquier tema. Las personas que se acercan
a estudiar la filosofía deben escoger la que consideran la postura correcta de entre las muchas
disponibles, con base en argumentos sólidos y defendibles.
Platón y otros filósofos de la antigüedad articularon sus teorías discutiendo con las for­
mas del saber heredado: básicamente, con los poemas y narraciones tradicionales que conta­
ban la historia de los orígenes del ser humano en general, y del pueblo griego en particular,
mitos y leyendas donde los dioses convivían con los humanos. Tras estudiar críticamente esos
saberes — originalmente transmitidos de manera oral de una generación a otra— , Platón
y los demás filósofos propusieron nuevas formas de organizar el conocimiento humano,
lo que dio lugar a algunas de las obras más im portantes de la historia de la humanidad.
Ello no quiere decir que eliminó los saberes tradicionales de su época, ni tampoco que la
posibilidad de articular lo que se sabe por medio de historias y narraciones, de mitos, sea al­
go rotundamente equivocado.
El propio Platón, cuando al elaborar su filosofía se topaba con dificultades, con problemas
de pensamiento que no hallaba cómo resolver, o incluso, cuando quería explicar asuntos muy
complicados, recurría al tipo de saber narrativo contra el que, polémicamente, fue estructu­
rada su filosofía. Hay que decir que gracias a que Platón los incorporó a su obra, llegaron has­
ta nosotros algunos de los textos más bellos e interesantes de los que la humanidad tenga
memoria. No obstante, frente a las estructuras mítico-narrativas tradicionales, Platón po­
lemizó y propuso otra manera de entender y organizar el conocimiento.
Hacia el fin de la Edad Media europea, o bien, hacia comienzos del Renacimiento, en los
siglos xv y xvi — que es otra manera de decirlo— , la manera griega de explicar lo que era
conocer, y su forma de organizar los saberes en verdaderos y falsos, se fue volviendo cada vez
menos satisfactoria. En especial ese aspecto de la filosofía helénica que enseñaba que no se
podía conocer con precisión el mundo de abajo, el nuestro, el sensible, aquel con el que nos
vinculamos por medio de los ojos, oídos y manos. La generalización del libro y la imprenta
hicieron que los seres humanos se dieran cuenta, de pronto, de que poseían muchos más
conocimientos de los que pensaban. ¿Cómo orientarse en ese universo nuevo de saberes, có­
mo determinar los que valían y los que no?
Lucien Febvre hizo notar que el tiempo renacentista fue un periodo muy especial por­
que fue como mágico, ya que en el maremágnum creciente de saberes de muy diverso tipo que
se presentaban en simultaneidad, ya no se sabía dónde trazar la división entre lo posible y lo
imposible, por no hablar de lo verdadero y lo falso. Por eso, algunos seres humanos de en­
tonces (comenta Febvre) podían dedicar sus noches a describir y calcular, por medio del re­
cién inventado telescopio, la órbita exacta de los planetas, al tiempo que estaban convencidos
de que, por algún conjuro mágico, los humanos podían convertirse en ranas, o el fierro ser
transformado en oro.
Para vivir en el mundo y orientarse en el conocimiento ya no bastaba con saber que ahí
había un río que siempre estaba cambiando. Hacía falta determinar con precisión qué eran,
cómo se movían, qué podían o no hacer esas aguas. Era necesario saber con exactitud qué
esperar de este mundo inquieto en el que estamos, porque, además, no sólo los conocimien­
tos, sino la población y las ciudades habían crecido mucho y se requería que las personas, si
deseaban vivir y satisfacer sus necesidades, coordinaran cada vez mejor, con mayor finura,
sus acciones y el intercambio de sus productos. No obstante, el reto planteado por el pensa­
miento griego era tremendo: ¿cómo se puede conocer con precisión algo que siempre está
cambiando?
Hay que decir, de entrada, que conocer con justeza el mundo de abajo, este que vemos
con nuestros ojos, es algo que, al parecer, se ha logrado. La teoría de la mecánica universal
que creó el físico inglés Isaac Newton en el siglo x v i i i consiste en un grupo de ecuaciones que
permite determinar con exactitud, si se introducen los datos de observación necesarios, las
posiciones de todos los cuerpos celestes, tanto en el pasado como en el futuro. Esas mismas
ecuaciones sirven también para describir de manera precisa, por ejemplo, los movimientos
recíprocos de todos los objetos que están en el lugar en donde usted se encuentra ahora le­
yendo este libro. Por ello, Lucien Febvre decía que la física moderna consiguió “matematizar
la vida cotidiana”. Los griegos no lo lograron porque no se les ocurrió que fuera posible. ¿Qué
cambió en la noción que tenían los seres humanos acerca de lo que era el mundo y su co­
nocimiento para proponerse al fin hacer ciencia de las cosas y fenómenos usuales que los
rodeaban (y ya no sólo acerca de entidades fijas que parecían estar en otro mundo)?
Uno de los filósofos más importantes del siglo x x , el alemán M artin Heidegger, escri­
bió — entre muchísimos otros textos— un artículo que tituló “La época de la imagen del
mundo”, en el que sugirió algunas explicaciones acerca de cómo fue posible que los seres
humanos, en un momento dado, creyeran realizable el hecho de conocer completa y ver­
daderamente el mundo sensible y cambiante. Dice Heidegger que los m odernos — es decir,
los habitantes de nuestra época— empezaron a considerar que la naturaleza era, en el fon­
do, un plano; una especie de superficie lisa en la que, como en los mapas, podrían localizarse
sin falla las cosas, siempre y cuando se indicaran sus coordenadas.
Nosotros desarrollamos todos los días una idea parecida. La realidad de miles o millones
de personas viviendo juntas en el mismo espacio, rodeadas además por miríadas de objetos,
realizando entre todas cientos de miles de acciones diarias, es algo que difícilmente se podría
plantear llegar a conocer con exactitud. Sin embargo, cuando se trata de llegar a la calle de
Londres esquina con Insurgentes en la ciudad de México, todos estamos seguros de ser ca­
paces de hacerlo, sin falla alguna. Eso ocurre porque confiamos en que, a fin de cuentas, la
urbe es un plano, una serie de trazos en una superficie, una red, una retícula que permanece.
Y si por alguna razón la ciudad se doblara y arrugara, como si algún gigante se la metiera
en el bolsillo de la camisa, de todos modos las coordenadas (aunque ellas mismas se curva­
ran de diferentes maneras) nos permitirían localizar con absoluta precisión la esquina que
forma cualquier par de calles. Si se estruja una G uía R oji, ese objeto seguirá siendo el mapa
de la ciudad.
Cuando Heidegger afirma que los seres humanos empezaron a considerar a la naturaleza
como un plano, por lo que pudieron proponerse el conocimiento exacto de este mundo
sensible, quiere decir, en sentido estricto, que ese plano no era sólo una superficie lisa, si­
no un plano matemático, una geometría, una especie de operación que vincula espacios y
números (como en las teorías geométricas que se enseñan desde la primaria y que sirven pa­
ra calcular la superficie de un cuadrado, por ejemplo). Se puede conocer con precisión el
mundo sensible, aunque siempre esté cambiando, porque ese fluir perpetuo, ese pasar y pa­
sar de las aguas del río de Heráclito, tiene una manera de acontecer que es matemática. Se
le puede conocer porque, a pesar de que nunca es el mismo, el río no se va a convertir en
teléfono. Incluso, si lo hiciera, podemos estar seguros de que pasaría de su estado líquido
al de objeto de comunicación mediante una serie de estados reglamentados que seguirían
una pauta matemática. La naturaleza, reiteremos, comenzó a ser concebida por los hombres
modernos como un plano.
Esto suena muy complicado; sin embargo, considerar que las cosas son un plano es una
experiencia muy común. Ya pusimos como ejemplo la localización de esquinas en una ciu­
dad. También podríamos haber ilustrado la cuestión recordando cómo, cuando un profe­
sor evalúa a su grupo en alguna materia del bachillerato y pone calificaciones a cada alumno
(8, 7.5, 4, 9, o la que sea) está considerando que el saber es un plano en el que se puede in­
dicar con exactitud cuál es el lugar que cada uno ocupa.
Con el proceso que se conoce como “globalización”, en el que cada vez más se comparan
los rendimientos de las universidades de todo el mundo y, como en el salón de clases, a cada
institución se le adjudicaba una calificación precisa, se concibe el saber universitario como
un plano en el que todas las escuelas tienen su lugar exacto; en fin, cuando los sistemas de
cuentas nacionales hablan del Producto Interno Bruto (que se define como el conjunto de
todos los bienes y servicios producidos e intercambiados por una sociedad en un año), se está
entendiendo que la diversidad casi infinita de las cosas que producen los seres humanos es re-
ducible al mismo plano de comparación.
Platón pensaba que sólo podíamos conocer aquello que no cambia, y como su experien­
cia le indicaba que en este mundo todo era cambio y transformación, llegó a la conclusión
de que lo fijo, lo inmóvil, tenía que estar en otro lugar. La posición de los filósofos moder­
nos, al menos de acuerdo con la explicación de Heidegger, aunque parece diferente de la de
los griegos, no está tan alejada de lo que pensaron los antiguos. En cierto sentido, los m o­
dernos también consideran que sólo se puede conocer verdaderamente lo que permanece,
pero creen que lo que está fijo no son los moldes de las cosas ubicados en otro mundo, sino
que es la forma misma de los cambios la que se mantiene, porque es matemática, y que,
además, está en este mundo sensible que, por otra parte, es el único que hay. Lo que perma­
nece (y por eso podemos conocerlo) es la manera matemática en la que cambian las cosas.
Para alcanzar ese conocimiento verdadero ya no se trata de elevar los ojos a otro mundo, si­
no de estudiar con detenimiento éste hasta descubrir cuáles son las reglas que yacen bajo sus
transformaciones.
¿Cómo vamos a encontrar esas reglas, esas formas matemáticas de los cambios? Pues ob­
servando los fenómenos mismos, estudiándolos con paciencia, hasta encontrar las leyes a
las que obedecen. Esta legalidad no está en otro lado, sino ahí, en las cosas mismas. Para los
modernos, la posibilidad de conocer el mundo, éste, el sensible, radica en ponerse con mu­
cha seriedad a captarlo, verlo, experimentarlo.

2.3.1 El y o y la experiencia sensorial

A la hora de organizar la infinidad de saberes que la generalización del libro y la imprenta


trajeron consigo, los filósofos modernos propusieron que, dentro del conjunto de los cono­
cimientos que podrían ser considerados, al menos en principio, como verdaderos, habría que
incluir aquellos que provinieran de la experiencia, los conocidos como conocimientos empí-
ricos. Por medio de la observación cuidadosa se podría llegar a descubrir la regularidad de los
cambios, se mostraría el plano de la naturaleza.
Este punto de vista, que parece bastante sensato — conocer el mundo experimentándo­
lo— se reveló, sin embargo, como muy problemático por una sospecha que se fue abriendo
camino poco a poco, desde los primeros días del Renacimiento hasta el siglo x v ii , cuando el
filósofo René Descartes escribió El discurso del m étodo. La duda que lo corroyó todo fue: ¿y
qué tal si los sentidos nos engañan? “Todo lo que he tenido hasta hoy por más verdadero y se­
guro, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien: he experimentado varias
veces que los sentidos son engañosos, y es prudente no fiarse nunca por completo de quienes
nos han engañado una vez”.
Esta interrogante es muy complicada porque, en su simplicidad, encierra muchísimos
enigmas, desencadena dudas en cascada. ¿Alguna vez se ha preguntado si sus sentidos le
hacen jugarretas? Sería muy raro que no lo hubiera pensado; pero si así fuera, ya sería tiem­
po de empezar a cuestionarse algunas cosas. Por ejemplo, desde la primaria sabemos que el
planeta Tierra gira alrededor de su propio eje, al tiempo que describe una órbita alrededor
del Sol. Esos movimientos provocan los fenómenos que conocemos como las sucesiones del
,, - - - - „ , , PaulKlee, Castillo y sol,
día y la noche y de las estaciones. Pero, ¿acaso nuestros sentidos no nos dicen que estamos (entro Pompidoti
fijos y que es el astro rey el que se mueve a lo largo del día? Cuando uno aprende el movi- parfs, prancia |© Lai n
miento de rotación, ¿qué tipo de pacto hace con sus sentidos para no considerar como rele- Stock México.
vante la información que le dan a cada momento (que el Sol se mueve) e interpretar los da­
tos que llegan por los ojos de manera exactamente inversa (que es la Tierra la que se está
desplazando)?
Los temas asociados con el carácter de nuestros sentidos, sus posibilidades y debilidades,
sus rasgos definitorios, sus confluencias y divergencias, el tipo de mundo que cada uno
ofrece, la evolución histórica de las maneras de ver, oír, gustar, oler, tocar (si es que ha ha­
bido una transformación en el tiempo de las formas de la experiencia), el futuro de la sen­
sibilidad en vista de las nuevas tecnologías, en fin, todo lo relacionado con esas maravillosas
entradas de información que nos comunican con el mundo — ojos, oídos, lengua, nariz,
piel— constituye uno de los aspectos más fascinantes de la disciplina filosófica llamada
teoría del conocimiento o epistemología, así como de diversas áreas de investigación: la psi­
cología, las ciencias cognitivas, la cibernética, la teoría evolutiva, la inteligencia artificial, en­
tre muchas otras.
No podemos aquí, desde luego, revisar todas las cuestiones vinculadas con la duda acerca
de la confiabilidad de nuestros sentidos. Solamente nos vamos a referir a dos temas; a saber,
la parcialidad de la experiencia que nos ofrecen, y las formas en que los filósofos modernos
trataron de superarla.
Si el conocimiento verdadero ha de ser empírico, es decir, derivado de la observación
del mundo de abajo, ¿cómo se hace para ver lo que hay desde una perspectiva que no sea la
limitada que ofrece a cada momento la percepción individual, singular, parcial? Porque si lo
único a lo que tuviera acceso fuera el ángulo de mi propia mirada, ¿cómo podría saber que
el edificio que se ve desde la ventana de mi casa tiene también una parte trasera y no sólo
fachada como en los “pueblos” de las películas del oeste? ¿Cómo podríamos saber que las co­
sas poseen volumen si sólo las miramos de frente? Se podría contestar: “Pues habría que pa­
rarse, darles la vuelta, y confirmar que los objetos tienen parte trasera.” Bien, pero si nos
ubicamos atrás, ¿no estaríamos repitiendo el problema, sólo que desde otra posición? “No
— se dirá seguramente— , porque yo experimentaría la continuidad del recorrido desde la
parte anterior a la posterior de las cosas.”
Este asunto de la continuidad de la experiencia es muy importante porque fue por medio
de ella que los filósofos modernos trataron de resolver el problema de la parcialidad asociada
con la captación sensorial del mundo. Es el carácter continuo de la vivencia, el hecho de que
no aprehendemos de manera entrecortada, sino que vamos ligando un momento al otro,
sin perder el primero al pasar al segundo, lo que explica que para nosotros, como lo hemos
venido aprendiendo desde niños, las cosas tengan adelante y atrás (ahora sólo vemos el
frente, pero podemos confiar en que los objetos tienen reverso).
Percibo por medio de los sentidos luces, olores, sabores, sonidos, texturas, pero no
las capto separadas y cada una por su lado, sino que mi experiencia de vivir consiste en el
encadenamiento continuo de esas sensaciones. Esto quiere decir que, además de las percep­
ciones que me proporcionan los cinco sentidos, existe algo más cuando experimento la
realidad. ¿Qué es eso más allá de luces, ruidos, gustos, tactos, olores? Pues además de
esas sensaciones está lo que las conecta continuamente unas con otras: yo mismo.
Ésta fue la conclusión a la que llegó René Descartes tanto en El discurso del m étodo como
en sus M editaciones m etafísicas. Partiendo de la vivencia usual de que algunas cosas que
consideramos verdaderas luego resultan erróneas — en especial cuando se trata de certezas
obtenidas por medio de los sentidos— , el filósofo se propuso encontrar algo a lo que nunca
pudiera ocurrirle que, siendo verdadero, se convirtiera después en falso. La motivación de
esta búsqueda era simple y plausible: si lo que parecía de manera confiable verdadero se re­
velara como no siéndolo, entonces todo podría ser falso; ya no podríamos confiar en nada,
comenzando por nuestras percepciones sensoriales.
Hay que observar que lo que Descartes estaba tratando de encontrar no era la verdad
simplemente, sino su fundamento, la verdad de la verdad. El hecho de que algunas cosas en
las que creíamos luego resulte que eran falsas puede no ser un obstáculo, sino un avance del
conocimiento: si no fuera así seguiríamos en la astrología y no en la astronomía. Las teorías
pueden mejorar y los saberes concretos pueden dejarse atrás y superarse, pero lo que no debe
ocurrir jamás es que lo verdadero como tal, lo que hace verdadera a la verdad en general, de­
venga en falsedad. ¿Cómo encontrar el fundamento de la verdad?
A Descartes se le ocurrió un método sobre el que se asentó, con sobrada razón, su fama
de gran filósofo. A su procedimiento se le conoce precisamente como “duda metódica”, y con­
siste en dudar de todo hasta encontrar algo de lo que no se pueda dudar. ¿Podría dudar de que
existan los objetos ahí afuera, los árboles, por ejemplo? Pues viendo el nivel de desertización
a que han llevado los gobiernos y empresarios al país, no sería extraño que los árboles de la
ciudad fueran de p lá s tic o . ¿Podría dudar de que existan los demás? Bueno, quizá yo esté
ahora mismo en un hospital psiquiátrico, con una camisa de fuerza y las personas que ob­
servo sólo sean personajes de mi d e lir io . ¿Podría dudar de que yo sea mi cuerpo? Tengo
muchísimos indicios de que así es: ahora mismo mis ojos parecen leer este libro, pero el que
verdaderamente soy yo lleva largo rato pensando en A c a p u lco . Y así, de duda en duda, Des­
cartes llega a una sorprendente conclusión: puedo dudar de todo, pero no puedo dudar de que
estoy dudando: pien so, luego existo. Ésta es la certeza absoluta, aquello inam ovible a lo
que nunca le ocurrirá que, siendo verdadero, se convierta en lo contrario. “Pienso, luego exis­
to” es el fundamento de la verdad para el filósofo René Descartes que vivió en el siglo x v ii.

Para orientarse, pues, en la abundancia de saberes que se abrió a los ojos del ser humano
al inicio de la época moderna, Descartes propuso una solución muy diferente a la de los pen­
sadores antiguos. Platón había hablado de identificar la verdad y organizar los saberes m e­
diante la búsqueda (la “intelección”, decía él) de lo que no se mueve, de la captación de los
moldes de las cosas que se encontraban en otro mundo. Esos moldes o “ideas”, como les lla­
maba, existían y organizaban el cosmos independientemente de nosotros, de nuestro cono­
cimiento o voluntad: a los moldes de las cosas no les hacíamos falta para hacer lo que tenían
que hacer. En cambio, Descartes dice que si queremos identificar la verdad tenemos que apo­
yarnos en algo que no está en otro mundo, ni siquiera ahí afuera, sino que, de manera sorpren­
dente, se halla en cada uno de nosotros, adentro; pues es el yo indudable, la certeza absolu­
ta que cada uno de nosotros tiene — al parecer— de poseer o incluso de ser una mente, una
entidad pensante, una conciencia, podría decirse también.
Localizar el fundamento de la verdad en el yo, en el hecho de que seamos, cada uno, seres
de reflexión, entidades capaces de razonar, es algo que suscita muchos problemas teóricos,
paradojas de diversos tipos, y habrá quien diga que esa manera de comprender el conocimien­
to ya no puede sostenerse (nos referiremos más adelante a algunas dificultades del asunto),
pero independientemente de lo que la historia le iba a deparar a la concepción enunciada por
Descartes, desarrollada y mejorada después por muchos otros, lo cierto es que se trató de
una forma sorprendente y grandiosa de conceptuar al saber y a la vida misma.
Porque si se piensa bien, una de las cosas que Descartes está diciendo es que uno posee,
en principio, la capacidad para alcanzar la verdad, para llegar al conocimiento verdadero, sim­
plemente porque se es un yo que piensa. Immanuel Kant, un filósofo posterior a Descartes,
le llamó “Ilustración” a este convencimiento compartido por muchos autores de los siglos
x v ii y x v i i i de que todos podemos conocer porque somos seres racionales. Lo expresó así:
“¿Qué es la Ilustración? Ten el valor de hacer uso de tu razón”.
2 .3 .2 El v a lo r de hacer uso de la razón

Cuando Descartes dice que para alcanzar la verdad hay que dudar de todo, o cuando Kant
nos convoca a hacer uso (cada uno) de la razón, están poniendo en acto, están realizando
un gesto, una manera de pararse ante la realidad que se conoce como “Modernidad” o tam­
bién “Ilustración”. Se trata de la actitud que coloca en el juicio del individuo libre y racional
que somos cada uno, la decisión acerca de lo verdadero. Es decir, que a partir de Descartes,
lo que sea la verdad han de determinarlo las personas ejerciendo sus capacidades. Lo verda­
dero no está dado de antemano ni garantizado por las costumbres, la tradición ni los há­
bitos. No es de por sí lo que diga el cura, el gobernante, el maestro, los padres, el jefe del
partido o el poderoso a título de “verdad”, por más inamovible que parezca. Deberá so­
meterse, para serlo, al escrutinio de la razón. La razón, la de cada uno en primer lugar, es el
único tribunal de la verdad.
Esta actitud moderna ante el mundo eleva hasta el extremo la posición crítica que ha­
bían adoptado los filósofos antiguos. En el tema anterior observamos cómo, al comenzar a
escribirse los saberes tradicionales, los pensadores pudieron establecer una distancia ante
ellos y criticarlos. Sin embargo, la actitud crítica de los antiguos se moderó porque siguieron
considerando que la verdad — incluso la realidad— existía en el fondo independientemente
de nosotros. Los moldes de las cosas estarían ahí aunque no pensáramos en ellos, pues para
Platón no dependían de nosotros en ningún sentido; y a Heráclito, que hizo notar que las
Pierre-Auguste Renoir, aguas siempre estaban cambiando, jamás se le hubiera ocurrido que no había ahí un río, aun­
Barcas en el Sena,1869.
que fuera diferente cada vez.
Museo de Orsay, París,
Francia |© Latin Stock Pues bien, los filósofos modernos llegaron a cuestionar, incluso, si en verdad existía el río.
México. David Hume, quien vivió en Inglaterra en el siglo x v iii , dijo que si la certeza que podíamos
tener era el yo, entonces lo que conocemos cuando vemos, tocamos, olemos, oímos o gus­
tamos no son las cosas que están supuestamente afuera, sino sólo las propias modificaciones
de nuestra sensibilidad. Es decir, que si usted cree que está leyendo este libro y lo siente en
sus manos, tal vez no tenga acceso a sus páginas, sino únicamente a las modificaciones de su
retina y de las yemas de sus dedos. Nunca entramos en un mismo libro porque quién sabe
si haya l i b r o .
El cuestionamiento, la puesta en tela de juicio, la duda de todo, como vemos con Hume,
pueden llevar al escepticismo, es decir, a la afirmación de que tal vez no exista el mundo y, si
existiera, no podríamos conocerlo. Sin embargo, la propuesta de Descartes, que dice que te­
nemos la certeza absoluta del yo, de nosotros mismos, es de hecho una postura antiescép­
tica. Fueron filósofos posteriores los que sospecharon que si ya se había iniciado el camino
de la duda, tal vez el impulso cuestionador no podría detenerse nunca, ni siquiera en el “yo
pienso”.
Esto es una tremenda paradoja: por un lado, la modernidad, la Ilustración, nos dice que
para orientarnos en el océano de los conocimientos debemos, confiando en la razón, obser­
var el mundo hasta encontrar su regularidad, el plano matemático de sus cambios; por otro,
esa misma modernidad afirma, a veces, que simplemente no podemos conocer o que care­
cemos de toda guía segura en el terreno de los saberes. En los temas siguientes abundaremos
en torno a algunas dificultades de la concepción moderna. Por ahora sólo nos interesa subrayar
que la forma de entender el conocimiento poniendo como fundamento — como punto de
partida— al yo, deja abierta la cuestión de lo que llamaremos el problema de la naturaleza
intersubjetiva del conocimiento.
Hasta ahora hemos subrayado que, haciendo uso de la razón, cada uno de nosotros
puede juzgar sobre la verdad. Sin embargo, ¿qué nos garantiza que llegaremos a los mis­
mos resultados? ¿Por qué y cómo ocurre que la verdad es la misma para todos? Resolver real­
mente el problema de si los sentidos nos engañan requeriría demostrar no solamente que
existe un yo que le da continuidad a las percepciones de cada uno, sino también que todos
percibimos y conocemos las mismas cosas (sólo podría decir que mis sentidos me embaucan
al compararme con lo que los demás perciben del mundo).
Antes de estudiar el paso del yo al nosotros, del mundo particular de cada uno al universo
común, debemos dedicar un espacio para estudiar cómo conoce la mente de acuerdo con
la concepción moderna que hemos venido exponiendo.

2 .4 LA MENTE y EL CO NO CIM IENTO

¿Cómo conoce la mente? En su libro L a filosofía y el espejo de la naturaleza, el filósofo estaduni­


dense Richard Rorty explica que René Descartes fundó la teoría moderna del conocimiento
con su postulación del “espacio interior”, del yo indubitable de cada uno de nosotros al que
llegamos por la vía de dudar de todo hasta que encontramos algo de lo que ya no podemos
dudar. En medio del cuestionamiento general, concluimos que somos nosotros los que sos­
tenemos la aseveración: “pienso, luego existo”, que se convierte entonces en el fundamento a
partir del cual podrá uno orientarse por entre los diversos senderos del conocer.
Descartes y los filósofos posteriores a él no se limitaron, por cierto, a afirmar ese punto
de partida, e investigaron también cómo ocurre que ese yo que somos cada uno llega a
conocer: por qué vías, por medio de qué operaciones, de qué instrumentos.
El asunto no es sencillo porque, cuando miramos con atención, caemos en la cuenta de
que el fundamento cartesiano indubitable es, en efecto, como lo denomina Rorty, un “espacio
interior”, un “adentro”. Experimentamos el yo como algo obvio y evidente. Sabemos que
somos, sentimos nuestro yo, podemos cerrar los ojos y hacer un viaje hacia nuestras profun­
didades. Pero, ¿dónde está ese “adentro”? ¿Qué es, dónde se ubica esa identidad que senti­
mos cercana, que nos define, que no es exactamente la de afuera, nuestra cara y nuestra ropa,
sino que es la persona que somos cada uno en el interior?
Una consecuencia peculiar de la idea cartesiana del yo es que nos hace sentir que somos
una interioridad y, a la vez, nos ofrece la percepción de que somos seres dobles, únicos pero al
mismo tiempo desdoblados, uno adentro y otro afuera; y de ellos, el que de veras es, el que
indudable y auténticamente es, es el de adentro. A mí se me puede ver por el exterior, bajito,
no muy fuerte, no muy guapo, más bien sin mucho encanto, sí, pero si se viera al otro que
también soy, si se captara mi yo interior, se percibiría mi valor, mi singularidad, mis capaci­
dades, mi fuerza. El genuino, aquel del que no se puede dudar, es el que soy por dentro, no
el accidente que se ve por fuera.
Es muy difícil definir con precisión en qué consiste, qué tipo de entidad es el punto de
partida indubitable llegado al cual tenemos que interrumpir la duda metódica. Hasta aquí
Paul Gauguin, En el
le hemos venido llamando “yo”, pero varios filósofos le han dado diferentes nombres, entre
bosque, óleo sobre tela,
1872. Colección privada | otros, conciencia, mente, razón, espíritu, alma, entendimiento. Cada autor ha tenido buenas
© Latin Stock México. razones para asignarle título, pues la nominación elegida supone una serie de consecuen­
cias teóricas altamente complejas. Sin em­
bargo, independientemente de los nombres
particulares que los pensadores escojan, lo
que tienen en com ún las nociones del es­
pacio interior es que a ese “lugar” (yo, men­
te, conciencia o lo que sea) sólo se llega me­
diante lo que Richard Rorty llama “acceso
privilegiado”, es decir, que únicamente cada
uno de nosotros ingresa a su propio aden­
tro; nadie más puede penetrar ahí.
Una consecuencia del tipo de experien­
cia de sí, de vivencia de uno mismo que nos
propone Descartes es, entonces, la soledad.
Nadie que sea realmente otra persona ha­
bita junto a nosotros en el nido interior de
nuestra subjetividad. Podemos tener recuer­
dos, imaginaciones, incluso imágenes de los
que nos rodean, pero no es a ellos a quienes
realmente poseemos, sino sólo a sus refle­
jos, a nuestras representaciones, a los pro­
ductos de nuestra mente. Porque el acceso
privilegiado sólo nos franquea el paso a no­
sotros, a cada uno separado de los demás.
La soledad es una de las vivencias más
difíciles de sobrellevar, al grado de que uno
se pregunta cómo fue posible que los hom ­
bres y mujeres modernos aceptásemos des­
cribirnos y experimentarnos en la forma en
que nos dibujó el autor de El discurso del m é­
todo. ¿Vale la pena pagar el precio de quedar­
nos completamente solos allá adentro, con
tal de alcanzar la certeza del yo? A primera
vista, la desolación parece ser un costo excesivo que tributamos a la búsqueda del fundamen­
to de la verdad.
Pero ésa no es toda la historia, porque si bien es cierto que el acceso privilegiado nos deja
abandonados a nosotros mismos allí en la cueva interior del yo (de la conciencia, de la mente)
y esa experiencia puede ser muy desagradable, incluso angustiante, también es verdad que
el interior al que sólo puede ingresar cada uno nos reserva una satisfacción inesperada y
sorprendente: la libertad. Porque aunque al de afuera que somos sea acaso posible cargarlo
de cadenas, al de adentro, en tanto inaccesible desde el exterior, es imposible someterlo. Mu­
chos escritores de nuestro tiempo han tratado el tema de la indomable libertad interior.
Mencionemos ahora, entre otros textos, lo que escribe Julius Fucik en su obra R eportaje al
p ie d e la horca. Siendo líder del Partido Comunista de Checoslovaquia durante la segunda
guerra mundial, Fucik fue capturado por los nazis y enviado a un calabozo en espera de su
ejecución. Su libro es la narración de los días previos a la muerte, en los que este combatien­
te social se esforzó continuamente por mostrar que por más grilletes con que fuera aherro­
jado su cuerpo, jamás sus captores lograrían mellar un ápice su libertad interior. Por eso su
R eportaje al p ie de la horca termina con este mensaje conmovedor e impresionante: “Por la
alegría hemos luchado; que la tristeza jamás sea unida a nuestros nombres.”
Solos y a la vez absolutamente libres, sacudidos constantemente entre esos dos extre­
mos, los seres de interioridad que somos transitamos por el mundo tratando de conocerlo,
es decir, de incorporarlo a nuestro adentro.

2.4.1 Representaciones m entales y autoconciencia

Para la visión moderna, conocer significa formarse una representación mental del mundo,
construir y ubicar en la conciencia una copia del cosmos. Si somos esencialmente espacios
interiores, el saber sólo puede consistir en incorporar lo que existe a nuestro interior.
Ésta es una forma de entender el conocimiento muy diferente de la que concibieron los
antiguos. Ya vimos en el primer tema de este capítulo cómo, para Platón, alcanzar la verdad
significaba contemplar las ideas o los moldes de las cosas, que eran por completo inmóviles
y estaban en otro mundo. Esos moldes o ideas no eran ni podían ser representaciones men­
tales: cuando nos elevábamos desde lo sensible, perecedero y cambiante hasta el otro cos­
mos de lo fijo y “captábamos” las ideas, no lo hacíamos de la misma manera en que vemos
un árbol o un automóvil, porque las “ideas” de las cosas no eran ellas mismas objetos, entes,
seres de los que se pueda tener experiencias sensoriales. Conocer no era meter lo fijo en la ca­
beza, sino más bien transformar las capacidades intelectuales usuales para que pudieran
adaptarse a las formas reales que habitaban en el otro mundo, el de lo inmutable.
Lo que nos propone Descartes es que insertemos el mundo en nuestra mente, pero no
otro mundo, sino éste en el que estamos todos los días y con el que nos relacionamos por
medio de los cinco sentidos. Incorporar lo de afuera al espacio interior no es fácil de enten­
der porque la mente no está hecha de lo de afuera, y además no está en ningún lugar. Cuando
conocemos un árbol, por ejemplo, no podemos ingresar la madera como tal en nuestro inte­
rior, entre otras cosas porque ni siquiera está muy claro qué queremos decir con esa palabra:
¿“interior” en relación con qué?, ¿“adentro” de dónde?, ¿de “nosotros”?, ¿en qué parte de nues­
tro cuerpo se encuentra ese “espacio interior”?, ¿o acaso nuestra mente no tiene relación con
nuestro cuerpo?
Éstas y muchas otras dificultades han hecho que varios autores, entre ellos el que hemos
venido mencionando, Richard Rorty, hayan empezado a considerar que tal vez la manera de ex­
plicar la forma de conocer a partir de Descartes no sea la más adecuada. Hablaremos de esas
críticas y otras propuestas en el último tema de este capítulo. Por ahora quedémonos con el
hecho de que, en vista de que nuestro yo, nuestro “adentro”, no está hecho de lo mismo que
lo de afuera, no podemos introducir directa y materialmente las cosas en nuestra concien­
cia, sino sólo una copia o representación de ellas.
De este punto de partida básico se desprenden varias cuestiones muy importantes. Pri­
mero, que en la concepción moderna no conocemos tanto al mundo como a la represen­
tación que nos hacemos de él; y segundo, que nunca estaremos seguros del todo de que
nuestras “representaciones” interiores correspondan verdaderamente con la realidad de afue­
ra. El cosmos siempre puede darnos sorpresas apareciendo de pronto distinto de como nos
lo habíamos venido representando.
Miremos ahora un objeto. Puede ser, por ejemplo, la ventana del sitio en donde nos encon­
tramos en este momento. Percibimos sus colores, su forma, su tamaño. Podemos decir que
tenemos un cierto conocimiento de ella, que la hemos metido en nuestra mente, que nos
hemos hecho una representación, ya que, por cierto, no hemos incorporado literalmente la
ventana en ningún lado.
Hagamos ahora el ejercicio de ver y construir una representación mental de algún otro
objeto; digamos, del libro que tenemos en las manos. Veamos su forma, tamaño y textura,
peso; incluso sería bueno que probáramos su sabor. Sabemos que finalizamos el ejercicio
porque, en tanto humanos, no sólo conocemos, sino que conocemos que conocemos. Cuan­
do leemos un libro no sólo decodificamos, traducimos y comprendemos los signos que
constituyen sus páginas, sino que sabemos que estamos leyendo. Lo mismo que, cuando va­
mos por la calle, no sólo transitamos por ahí, sino que sabemos que estamos caminando; y
así, mientras hacemos cualquier cosa, la realizamos y sabemos que la estamos realizando. Al
parecer no sólo tenemos, cada uno, como hemos venido diciendo, un espacio interior, un
adentro, un yo que nos define, sino que además sabemos eso: que tenemos un adentro. El
hecho de que nos sabemos a nosotros mismos quiere decir que somos autoconciencias.
Niklas Luhmann, cuando explica la teoría del conocimiento propuesta por Descartes y
los filósofos que lo siguieron en los siglos x v i i y x v i i i , dice que lo que caracterizó a esas doc­
trinas fue que dividieron al mundo en dos clases de entidades: las que eran autorreferentes,
es decir, que tenían autoconciencia, y las que no. Las primeras resultamos ser únicamente
nosotros, los seres humanos, a los que se llamó sujetos, y todos los demás seres, no autocons-
cientes, fueron denominados objetos.
Conocer, entonces, para nosotros que somos sujetos, quiere decir representar el mundo
de afuera, el de los objetos, pero no sólo eso, sino saber que tenemos esas representaciones.
Por eso Richard Rorty dice que una descripción completa de la form a en que Descartes
pensó que somos debería incluir no sólo el espacio interior, sino además un ojo, interior tam­
bién, que mira nuestro adentro: el ojo de la conciencia.
Cuando conocemos, de acuerdo con la concepción moderna, tenemos acceso a nues­
tras representaciones mentales, más que a las cosas en sí mismas. Al adquirir un conoci­
miento no captamos la entidad exterior a nosotros, ni propiamente la imagen simple que de
ella nos formamos interiormente, sino la representación, doblemente reflejada, que se forma
en la retina del ojo de nuestra conciencia.
Este hecho — que tenemos acceso sólo a un mundo que está doblemente reconstruido,
primero en nuestro adentro, y luego en la mirada interior que lo enfoca— es el que, de acuer­
do con estas teorías, nos distingue de los animales. Se supone que éstos, a diferencia de las
piedras o las bancas, tienen una especie de interioridad, dan la impresión de que miran el
mundo de una manera muy parecida a la nuestra. Sin embargo, aunque al parecer tengan algo
así como una proto-identidad, un seudo-yo (nuestro perrito, por ejemplo, suele mover la co­
la cuando mencionamos su nombre, como si reconociera que hablamos de él), no saben que
lo tienen. Poseen quizá un espacio interior, incluso algo parecido a una conciencia, pero ig­
noran esa característica suya, es decir, no son autoconciencias, como nosotros.
Esta parte de la filosofía moderna, la que tiene que ver con las diferencias entre los seres
humanos y los animales, es, sin duda, uno de sus lados más débiles, pues no hay forma de
probar que los animales no tienen autoconciencia. Podemos preguntar: ¿perro, sabes que
eres perro? Y nuestra mascota seguramente no nos contestará, entre otras cosas porque, al
parecer, no posee un lenguaje como el nuestro. Que carezca de elementos lingüísticos para
autodescribirse es un buen indicador de que tal vez no posea ese ojo interior que nos carac­
teriza a nosotros, pero el asunto no es nada seguro.
Este punto parece una cuestión simplemente teórica, un preciosismo o un tema para gen­
te que no tiene mucho que hacer. Pero hay por lo menos dos contextos en los que el debate
acerca de si los animales son autoconscientes adquiere una relevancia y unas consecuencias
enormes. El primero se refiere al lugar privilegiado que nuestra sociedad otorga a los su­
jetos frente a los objetos. Martin Heidegger denunció en muchos de sus escritos, pero en par­
ticular en uno que tituló El origen de la obra de arte, el hecho de que el orden social actual
(por lo menos en la parte occidental del mundo) otorga todos los privilegios a los entes au-
toconscientes y permite cualquier tipo de manipulación o destrucción de los que suponemos
que no se saben a sí mismos. ¿Por qué se acaba con los bosques, las aguas, las especies anima­
les o vegetales? Porque se supone que estos últimos son sólo objetos, no se saben a sí mis­
mos, por lo que con ellos está todo permitido. Igual que no hay que pedirle permiso a una
piedra para romperla, tampoco habría que tomar algún cuidado especial con una oveja o
un toro de lidia, por ejemplo.
Otro contexto en el que parece muy importante el tema de la autoconciencia y la ani­
malidad se refiere al aborto, a la interrupción voluntaria del embarazo. ¿En qué momento
— suele preguntarse— comienza un embrión a saberse a sí mismo? Desde luego, el aborto es
un tema que tiene muchos aspectos más a considerar, además de la cuestión epistemológica
acerca de la autoconciencia. Las decisiones éticas y políticas referentes a la legalidad de su
práctica deben tomar en cuenta otros muchos elementos. Traemos el tema a colación para
hacer ver cómo a veces las cuestiones que estudia la filosofía, la teoría del conocimiento, su­
peran los salones de clase y las inquietudes académicas para ponerse en el centro de las preo­
cupaciones más importantes de nuestra vida civilizada.
El tema de la forma, el alcance, la especificidad de la mentalidad animal y sus relaciones
con nuestra psique son un asunto de candente actualidad en las elaboraciones de la episte­
mología, la biología, la sociología, la antropología, la teoría de la evolución y muchas otras
disciplinas universitarias. No es posible que resolvamos ahora los enigmas que pone en jue­
go. Lo urgente es que valoremos en su justa dimensión las denuncias hechas por el filósofo
Heidegger y meditemos en que el hecho de que algo no sea una autoconciencia no nos au­
toriza a hacer con él lo que se nos antoje. No tenemos por qué ser arbitrarios con los ani­
males sólo porque se supone que no tienen el ojo de la conciencia. No tendríamos que ser­
lo ni siquiera con los bosques, las aguas o las piedras.

2 .4 .2 Empiristas contra racionalistas

Para la filosofía moderna, la que comienza con la obra de René Descartes, conocer quiere
decir formarse representaciones mentales de las cosas, no sólo en nuestro interior, así en ge­
neral, sino específicamente en el ojo de nuestra conciencia. Tenemos que poseer la represen­
tación y saberlo. Los estudiosos que siguieron al autor de El discurso del m étodo no se con­
tentaron con este resultado, sino que decidieron investigar en concreto qué pasaba con las
representaciones en el interior de nuestro yo, cómo se formaban, a partir de qué meca­
nismos, por medio de qué procedimientos. A partir de la obra del filósofo inglés John Lo-
cke — que vivió en el siglo x v ii y que fue muy importante no sólo en el terreno de la epis­
temología, sino también en el de la filosofía política (escribió un libro titulado Segundo ensayo
sobre el gobierno civil, que tuvo gran influencia en el pensamiento político estadunidense y
entre los liberales mexicanos del siglo x i x )— , los teóricos del conocimiento que están de
acuerdo en postular la existencia de una mente o espacio interior que nos define, también
han establecido que ese “adentro” no es sólo una especie de bolsa o saco en el que echamos
el mundo, sino que la mente tiene una arquitectura, partes, mecanismos que se relacionan
unos con otros de determinadas maneras para dar lugar a las representaciones que tenemos
de las cosas.
Desde Locke, los epistemólogos que comparten la idea de que contamos con un espacio
interior, coinciden en señalar que éste cuenta por lo menos de tres partes: la sensibilidad,
la imaginación y el entendimiento. Algunos agregan otros componentes. Por ejemplo, Sig-
mund Freud, el pensador alemán de principios del siglo xx que creó la disciplina llamada
psicoanálisis, afirmó que la psique (o sea, la mente) posee, además de los elementos indi­
cados, otro conjunto al que llamó inconsciente y que, según él, modifica significativamente
la forma de funcionamiento del yo de las personas. Hegel, otro filósofo, consideró la inclu­
sión de un elemento adicional: la razón, que, según él, se ubicaba por encima del entendi­
miento, como una especie de culminación de todo lo mental.
Muchos otros autores propondrán ajustes y modificaciones a la arquitectura de la
psique. Cada una de esas variaciones dará lugar a diferentes corrientes psicológicas y a teorías
Claude Monet, Camino del conocimiento, pero el punto de partida básico que asume que la mente tiene tres partes
en el jardín, Giverny, óleo puede considerarse un elemento común a los estudios que, desde la perspectiva que se ana­
sobre tela, 1901. Galería
liza, se extienden hasta nuestros días.
Austriaca Belvedere,
Viena, Austria |© Latin La sensibilidad es la parte de la psique encargada de aportar al conocimiento lo que lla­
Stock México. mamos sensaciones. En términos cibernéticos, se trata de la entrada de información desde
el mundo exterior. La sensibilidad hace lle­
gar al interior — a la mente— los datos pro­
porcionados por los cinco sentidos (visiones,
texturas, sonidos, olores, sabores). A cada
paso se reciben infinidad de sensaciones.
Los colores que se ven a lo largo del día po­
seen una miríada de matices. El cielo no tie­
ne el mismo azul en todas partes, el amarillo
de la pared varía con las diferentes inten­
sidades de la luz. Así para cada uno de los
sentidos. ¿Cuántos diferentes olores percibi­
mos a lo largo del día? ¿Cuántas modifica­
ciones tiene la voz del profesor durante la
clase? Cada cambio, así como cada m odi­
ficación diminuta de los colores, las texturas,
los olores y los sabores, se perciben todos,
siempre, a cada momento, todo el día. Hay
muchas más sensaciones que palabras para
nombrarlas.
¿Cuántos matices se agrupan en un tér­
mino cuando se dice, simplemente, amari­
llo? El grupo de pintores conocido como los
Impresionistas — del que formaron parte Vincent van Gogh, Paul Gauguin, August Renoir,
Claude Monet— se propuso mostrar en sus pinturas precisamente la gran diversidad de
colores que se combinan en cada objeto que vemos. Cómo en un pasto verde, por ejemplo,
se mezclan rojos, azules, violetas.
La imaginación es la parte de la mente encargada, en primer lugar, de hacer combinacio­
nes con las sensaciones que previamente ha registrado la sensibilidad. Cuando se reconoce
algún objeto, se juntan una serie de sensaciones diferentes que producen los diversos senti­
dos. Cuando con una sola frase se afirma, por ejemplo,“este libro que tengo en las manos”,
se ponen en el mismo paquete datos que proporcionan las yemas de los dedos, el olor que
emana de las páginas, las líneas, colores, formas y distancias de los que inform an los ojos;
en fin, hasta el sonido de las páginas llega a los oídos. Son sensaciones muy distintas, pero
cuando se agrupan se puede decir: “tengo un libro”. Pero no sólo se juntó un grupo de sensa­
ciones, sino que, de alguna manera, se decidió no tomar en cuenta otras, por ejemplo, los co­
lores que llegan del techo o los ruidos que no salen de las hojas, sino del exterior.
La imaginación trabaja todo el tiempo combinando las sensaciones que vienen de los
sentidos. Produce y reproduce combinaciones entre las percepciones más diferentes, en
principio sin limitación. Combina este color con aquella forma, con aquel olor cercano,
con aquellos ruidos lejanos, con los sabores amargos o dulces que nos llegan al paladar. A
veces esas combinaciones se agrupan de tal manera que producen algún objeto reconocible.
La mayoría de las ocasiones, sin embargo, la imaginación produce paquetes de sensaciones
que no son nada, que se pierden, se olvidan.
Según la teoría moderna del conocimiento, el procedimiento por medio del cual la ima­
ginación crea entes hipotéticos, seres posibles, ocurre todo el tiempo, a cada instante, y no só­
lo al entrar a un lugar en penumbra. Siempre, en todo momento, cuando se percibe algo y se
acaba designándolo, poniéndole un nombre (libro, puerta, árbol o lo que sea), previamente
la imaginación ha producido muchísimos seres imaginarios que se acaban olvidando por­
que el proceso acontece muy rápido.
Se supone que hay unos seres especiales — los artistas— que tienen la capacidad de no
olvidar las combinaciones que la imaginación crea a cada instante. Cuando se ve un grupo
de señoritas chapadas a la antigua se pueden imaginar muchas c o s a s . y se olvidan. Pero el
pintor Pablo Picasso, por ejemplo, en su obra L as señoritas de Avignon, fue capaz de salvar
del olvido y plasmar en un cuadro una de las muchas combinaciones que seguramente su
imaginación elaboró. Casi siempre, gracias a los seres humanos más creativos, se han conser­
vado, como sociedades, una serie de entes que no existían al principio en la realidad, sino que
fueron producidos por la capacidad combinatoria de la imaginación: los centauros, los uni­
cornios, los pegasos, así como tantas otras criaturas que habitan en las caricaturas y en los
videojuegos.
El entendimiento es la parte de la mente encargada de nombrar a las agrupaciones sen­
soriales que se forman por el trabajo de la sensibilidad y la imaginación. También puede de­
cirse que lo que hace es adjudicarle un concepto a lo que nos ofrece la sensibilidad. La ima­
ginación, que siempre está haciendo combinaciones, presenta al entendimiento paquetes
de sensaciones muy diversas, la mayoría disparatados. Pero existen algunos paquetes que el
entendimiento reconoce: por ejemplo, tal combinación de colores, formas, texturas, distan­
c i a s . es una mesa; o bien, tal olor, sabor, color, g u s t o . es una sopa de fideo. Es como si el
entendimiento consistiera en un enorme edificio lleno de anaqueles con cajones repletos de
montones de tarjetas. En cada tarjeta se tendría el nombre de un concepto y la indicación
del conjunto de sensaciones que le correspondería. Habría archivadas, entonces, tarjetas pa­
ra árboles, coches, libros, ventanas, bicicletas, pelotas, lapiceros, tornillos, palillos y todos y
cada uno de los objetos con que nos relacionamos y que tienen nombre. El entendimiento
sería como un archivo en el que estuvieran los moldes de las cosas de las que había hablado
Platón. Sin embargo, las ideas de las cosas ya no estarían, como para el filósofo griego, en
otro mundo, sino que se encontrarían en la cabeza de cada uno.
Cada vez, entonces, que la im aginación hace un paquete de sensaciones, el entendi­
miento compara lo que se le presenta con la tarjeta que tiene guardada. Si los componentes
sensoriales que le llegan en ese momento coinciden con lo que tiene alguna de las tarjetas-
conceptos, entonces dice: “eso que está enfrente es una mesa”, por ejemplo, y diremos que
hemos visto una mesa. Con todo lo anterior se puede entender una de las definiciones clá­
sicas que dieron los filósofos modernos acerca de lo que es conocer: es unir sensaciones con
conceptos por medio de la imaginación.
Inmediatamente después de que se creó esta manera de comprender la construcción de
representaciones mentales, se formaron dos corrientes epistemológicas: los empiristas y los
racionalistas. René Descartes y Leibniz eran de la segunda corriente; John Locke y David
Hume de la primera. Muchos otros filósofos participaron en los debates y siempre conside­
raron que se trataba de algo muy importante. Ambas corrientes estaban de acuerdo, en lo
general, acerca del espacio interior, la mente; también en que conocer era representar aden­
tro lo de afuera, y en que la psique tenía las tres partes citadas (sensibilidad, imaginación
y entendimiento) que funcionaban introduciendo sensaciones, combinándolas y ponién­
doles conceptos (respectivamente).
Los manuales y libros de divulgación más imprecisos dicen que los enfrentamientos en­
tre racionalistas y empiristas eran porque unos daban prioridad al sujeto y otros al objeto.
Pero eso no es exacto, ya que ambos partían del sujeto, de la psique, y lo consideraban algo
central. Sus diferencias se referían más bien a otra cosa: ¿con qué se empieza a conocer, con
la sensibilidad o con el entendimiento? Los empiristas decían que el conocimiento comien­
za con la sensibilidad, con la experiencia (por eso se llamaban empiristas), y los racionalistas
afirmaban que iniciaba con el entendimiento.
Se pueden contrastar las opiniones de ambas corrientes en un caso particular: ¿cómo es
posible que un niño que acaba de nacer hable cualquier lengua? ¿Cómo es posible que los
seres humanos puedan hablar todas las lenguas?
Respuesta racionalista: el ser humano puede hablar todas las lenguas porque sale del
vientre materno equipado, en su mente, con una especie de gramática de todas las gramáti­
cas. Cualquier lengua tiene reglas, y el niño, antes incluso de saber en qué país nació (antes
de la experiencia), trae en el entendimiento una serie de fichas con los principios básicos de
cualquier idioma; entonces puede hablar cualquiera de éstos. Para conocer, por lo tanto, par­
timos de lo que ya traemos en la cabeza.
Respuesta empirista: el ser humano sale al mundo, al nacer, sin ningún concepto, cate­
goría o idea innata en la mente. Por tanto, sólo puede aprender, por experiencia, aquellos
idiomas con los que se enfrente: hablará chino si nace en China, o sangó si ve la luz en Áfri­
ca occidental. No sabemos si el ser humano puede hablar todas las lenguas, porque hasta
ahora nadie se ha enfrentado a todas y, por ende, nadie ha podido aprenderlas. Conocemos,
siempre, partiendo de la experiencia.
Hasta el día de hoy estas dos corrientes mantienen su pugna. No es una cuestión esco­
lástica; del tipo de respuesta que se dé se derivan diferentes estrategias para la enseñanza de los
idiomas. También en el campo de la investigación en inteligencia artificial, por ejemplo, am­
bas posiciones dieron lugar a doctrinas alternativas y contradictorias. Así, en otros ámbitos,
las diferencias entre racionalistas y empiristas resultarán en cuestiones y estrategias prácticas
muy concretas. Pero ambas posturas comparten los postulados básicos de la concepción car­
tesiana del conocimiento, que considera que conocer consiste en introducir en nuestra mente
lo que está fuera.
2.5 El P r o b l e m a D e LA V e r d a d Y c R ÍT K A S A LA e p is t e m o l o g ía

¿Conocer es sólo y preponderantemente una cuestión de la mente? Para la teoría moderna


del conocimiento, lo verdadero implica resolver el problema de cómo se pasa del yo al no­
sotros, es decir, entender el carácter intersubjetivo de la experiencia del mundo. Los autores
posteriores a Descartes describieron el proceso por medio del cual se crean las representacio­
nes mentales. Si el punto de partida es que conocer significa introducir lo que está afuera, en
el mundo, al interior del yo o del sujeto, de ello se siguen varios problemas. Primero, no queda
claro que lo que se tiene dentro de la mente sea exactamente igual a lo que se supone que
está afuera, máxime cuando lo que se aprehende no es simplemente lo representado “dentro”
de la mente, sino lo que el ojo de la conciencia capta de la propia interioridad. En la vida
cotidiana, los problemas que surgen en este punto son descritos com o anomalías de la
percepción y tratados, en general, por los psicólogos. Por ejemplo, si un niño en la prima­
ria no comprende bien sus clases, tal vez se deba a que no recibe de forma adecuada los es­
tímulos que le ofrece el mundo: quizá no vea bien y unas gafas solucionarían la situación.
También podría suceder que el infante no reconozca ciertos patrones; que no distinga
bien, por diferentes motivos, las figuras que le muestran sus ojos. El psicólogo, entonces,
propondrá una serie de terapias y ejercicios que le permitirían mejorar la calidad de sus per­
cepciones y, en consecuencia, de sus representaciones mentales.
Este tipo de problem as epistemológicos tiene la característica de que pone en juego al su­
jeto individual y las características de su aparato mental. Sin embargo, hay otros asuntos más
complejos que se refieren a las relaciones de unas personas con otras, y que aparecen aun
cuando cada una de las que interactúan perciben sin problema y su mente funciona adecua­
damente. La cuestión podría enunciarse en los siguientes términos: si conocer es introducir
el mundo en el interior, ¿cómo se puede saber que lo que está adentro es igual a lo que está
en la interioridad de los demás? ¿Cómo saber que lo que está en la mente es lo que está en la
de los otros? ¿Cómo pasar, pues, del yo al nosotros? ¿Cómo saber que se conoce, o incluso,
que se habita el mismo mundo?
Cuando, con estrategias conceptuales se puede decir que, en efecto, lo que está en mi
adentro es lo que está en el adentro de los demás, entonces se dice que se ha alcanzado la
verdad. Para la teoría moderna del conocimiento lo verdadero es algo intersubjetivo, com­
partido, común a todos. La “verdad” es aquello en lo que todos confluyen. Se distingue cla­
ramente de la alucinación o de la ocurrencia porque mientras esta última es singular, de uno
solo, la verdad es a lo que todos tienen acceso. Vale la pena subrayar este punto. Para la teoría
moderna, a partir de René Descartes, la verdad es pública, accesible en principio a todos. Es
más, ése es precisamente uno de sus rasgos definitorios: si se tratara de algo secreto, alcan-
zable sólo por unos cuantos iniciados o poderosos, entonces no se trataría de la verdad. Hay
un supuesto democrático en el fondo de la epistemología: el principio de que todos, ab­
solutamente todos los seres humanos podemos conocer.
Se logra un conocimiento verdadero, entonces, cuando se puede confiar en que la repre­
sentación mental de uno es la misma que la de cualquier otro. ¿Pero cómo puede saberse eso?
¿Cómo si, por definición, no es posible ingresar a la interioridad de nadie más, y nadie, a
su vez, puede penetrar en mi yo? La cuestión es más complicada porque, antes de descubrir
lo que habita en el interior del otro, se debería resolver una dificultad previa: ¿cómo saber que
el otro, las personas de nuestro trabajo, por ejemplo, son “adentros” como yo mismo? ¿Cómo
saber que los demás tienen una mente y una mente como la mía?
Es un problema extraño porque, de entrada, los otros parecen ser como yo; a juzgar por
su comportamiento y sus palabras, son similares a mí mismo. Los autores modernos solían
quedarse en este nivel, dando por sentado que la mente y la forma de conocer que estudia­
ron valían para todas las personas. Pero el enigma de si existe alguna otra mente además de la
de cada uno deriva de la forma misma en que se ha descrito a los sujetos cognoscentes, es decir,
como interioridades de acceso privilegiado.
Las dudas acerca del carácter de seres mentales de los demás — y no uno de mismo,
porque yo puedo ir en cualquier momento a mi interioridad y tener una experiencia indu­
dable de ella, como enseñó Descartes— se han presentado de muchas formas en la historia
del pensamiento y la cultura. La extraordinaria película B lad e Runner, dirigida por Ridley
Scott, planteó de manera aguda el asunto. Un grupo de androides — robots con aspecto
corporal idéntico al de los seres humanos— se ha rebelado en algún lugar lejano de la gala­
xia y, cometiendo tropelías en el camino, ha llegado a la Tierra. Se encarga a un policía de
Los Ángeles que los localice, identifique y destruya. La dificultad radica en que los androides
son indistinguibles de los seres humanos: no sólo tienen piel, pelo y piernas, sino que poseen
recuerdos de su infancia, de sus padres, hijos y familia; tienen también sueños e, igual que
todos, son mortales. Lo que los diferencia, entonces, no es el cuerpo, el comportamiento o
el lenguaje, sino el hecho de que son máquinas, es decir, que a pesar de todas las apariencias
y a despecho de lo que ellos mismos digan, carecen de esa interioridad, ese adentro de acce­
so privilegiado que define a los humanos.
¿Cómo saber si algo tiene mente? La manera más sencilla sería preguntando. Pero el ca­
so de los robots de B lade Runner revela una cuestión espinosa. Porque si se les pregunta a los
androides dirán que sí, que la tienen, que son como los h u m a n o s . ¡Pero no lo son! En la
película, el guionista tuvo que hacer una pequeña trampa. Empezó diciendo que los androi­
des eran corporalmente idénticos a los humanos y con ello dejó abierto el problema de su
identificación en términos puramente psíquicos. Pero en vista de que no habría ninguna
forma conductual o lingüística que distinguiera a los androides de los humanos, hace que
una pequeñísima diferencia corporal aparezca: a veces (se muestra en la película), ante ciertas
preguntas, la pupila del ojo de los robots se mueve de una manera distinta y ése es el detalle
que permite identificarlos. Sin ese truco, el filme no hubiera podido continuar. Lo inte­
resante de B la d e R u n n er es que m uestra la tremenda dificultad que encierra la cuestión,
aparentemente simple, de evidenciar que alguien más tiene mente, que es un “adentro”, un
yo. ¿Y si sólo pareciera que lo es? ¿Y si se tratara de un simulacro muy bien hecho, un robot,
un androide? Las discusiones sobre este punto continúan en la epistemología y la filosofía
contemporáneas.
Suponiendo entonces que el otro posee también una interioridad, ¿cómo saber que lo
que está en mi adentro es lo que está en el suyo? Las respuestas que indican la posibilidad de
esa certeza son las que afirman el carácter verdadero de nuestros conocimientos. Sólo son
verdades aquellas expresiones que lo son también para todos; si no, se trata sólo de ilusiones,
alucinaciones, episodios esquizofrénicos en los que el individuo habita un mundo particular
e incomunicable. Como el problema de la verdad es clásico, dado que ha inquietado a los se­
res humanos desde hace muchos siglos, existen hoy por hoy infinidad de formas de propo­
nerlo y resolverlo. Las principales teorías pueden agruparse en tres grandes tipos: la verdad
como correspondencia o adecuación, la verdad como consenso y la verdad como poder.

2.5.1 Tres teorías sobre la verdad

La forma más usual de concebir lo verdadero es cuando las palabras se corresponden con los
hechos. El enunciado “está lloviendo” es verdadero si ocurre que, en efecto, gotas de agua
caen en ese instante de las nubes. Por eso esta teoría se llama de correspondencia o adecua­
ción: lo que se dice corresponde o se adecua a lo que es. Es muy probable que en las pláticas
Gustave Caillebotte,
Calle de París en un día
lluvioso, óleo sobre tela,
1877. Instituto de Arte
de Chicago, Illinois,
Estados Unidos |© Latin
Stock México.

cotidianas se recurra casi siempre a esta idea de la verdad, pues en apariencia es la más sim­
ple y llana. Y si lo que es es así, entonces no habría razón para que lo que está en mi mente no
sea lo que está en la de los otros. Se pasa del yo al nosotros simplemente porque hay una rea­
lidad ahí afuera que es común, y punto.
Es una buena teoría; útil y práctica para lidiar con las dificultades usuales del mundo. Sin
embargo, cuando se la examina con más cuidado se descubre que en ella se encierra una serie
de dificultades. Cuando se afirma que las palabras corresponden o se adecuan a los “hechos”,
¿qué es exactamente lo que se quiere decir? Se compara la frase “Está lloviendo” con las go­
tas de lluvia que caen por la ventana. Pero, ¿cómo se puede hacer eso? Porque las palabras son
palabras, y las gotas so n ... gotas, es decir, moléculas combinadas de hidrógeno y oxígeno.
¿Qué tienen que ver? ¿Cómo se relacionan los vocablos con los átomos? ¿Acaso no se trata de
dos cosas de naturalezas radicalmente diferentes?
Lo que los filósofos descubrieron es que, en realidad, no se comparan realmente las pa­
labras con las cosas, sino las palabras con las palabras. Lo que llamamos “hechos”, como si
fueran entes o situaciones que ocurrieran allá afuera, independientemente de nosotros, son
realidades vinculadas a nosotros, producidas por nosotros en la medida en que las nombra­
mos. Es el hombre quien ha llamado lluvia a la lluvia, y cuando las gotas caen, ese “hecho”
ya está vinculado a la cultura humana que le puso nombre, lo identificó y lo separó como un
fenómeno particular de la naturaleza.
Algunos contextos de las prácticas técnico-científicas muestran esto con mayor clari­
dad. Así, cuando el médico se pregunta si un niño tiene fiebre y para responderse observa el
termómetro que puso en la boca del niño, el “hecho” de la temperatura del paciente no es
algo simplemente “natural”, sino el comportamiento de un dispositivo — el termómetro,
que fue construido por el ser humano— y la puesta en acto de una convención, la cual
dice que, a determinada altura de la columna de mercurio, le corresponde un determinado
grado de temperatura. Más aún, la fiebre, como enfermedad o síntoma de la misma, es un
producto de la ciencia médica y es un “hecho” que durante milenios los seres humanos
no conocieron.
Para poder comparar realmente las palabras con lo que representan tendríamos que con­
frontar lo que decimos con el mundo antes de ser nombrado por el ser humano, pero, ¿se
puede uno imaginar siquiera el mundo sin el ser humano? Por ejemplo, si se piensa en el mar,
se piensa en una masa de agua precisamente porque ésa es la palabra con la que una cultura
nombró a los océanos.
La verdad como correspondencia o adecuación, si fuera posible, si no originara esta serie
de cuestionamientos, tal vez resolvería a plenitud el problema de pasar del yo al nosotros,
es decir, la cuestión de que el conocimiento al que llega cada uno con su mente acaba sien­
do el conocimiento de todos. Si la realidad fuera captable al desnudo podríamos llegar al co­
nocimiento completamente “objetivo”; uno que, sin importar quién fuera el que lo alcan­
zara, no sufriría modificación alguna.
Por desgracia no parece sencillo lograr ese ideal, y hoy en día, especialmente en el terreno
de las ciencias sociales — donde los “hechos” tienen que ver con las acciones de seres pen­
santes, hablantes y cognoscentes— , los investigadores buscan alternativas que, asumiendo
que no podemos llegar a lo real puro (antes de ser contaminado por nuestro lenguaje), por lo
menos controlen nuestra intromisión en el mundo al conocerlo, para que la verdad siga
siendo algo común y no se llegue al extremo de afirmar que no existe lo verdadero, sino
sólo la forma parcial en la que cada uno ve las cosas. Si este último fuera el caso, no se podría
pasar del yo al nosotros y quedaríamos encerrados en nuestras respectivas mentes.
A partir de los problemas suscitados por la teoría de la adecuación o correspondencia
se propuso la de la verdad como consenso. De acuerdo con esta perspectiva, es verdadero
aquello que acordemos que lo es. Así, si no podemos saber si la pared es amarilla por sí mis­
ma, independientemente del nombre que le pongamos o de la forma en la que la veamos,
podemos acordar que es amarilla porque todos decidimos llamarle así. Es decir, conveni­
mos en poner el mismo nombre a lo que cada quien observa.
Esta teoría de la verdad como consenso molesta y escandaliza a los autores que quisie­
ran que lo verdadero existiera realmente y no estuviera sujeto a nuestros acuerdos o diso­
nancias. En filosofía, a los que consideran que la verdad existe por sí misma, sin importar
nosotros y las formas en que tenemos acceso a ella, se les llama “realistas”. Uno de los más
importantes es Platón. Es realista en el sentido de que cree que la verdad realmente existe y
que no es relativa a nosotros. En nuestro tiempo, el realismo sigue siendo una manera
muy importante de plantearse la cuestión de la verdad. Por ejemplo, el filósofo Karl Popper,
uno de los pensadores más relevantes del siglo xx, hizo de la defensa del enfoque realista un
auténtico eje de su reflexión.
Los que defienden la idea de la verdad como consenso suelen construir teorías complejas.
No se trata de postular, simplemente, que cualquier grupo de personas se pone de acuerdo
en considerar verdadera cualquier cosa, sino que se describen condiciones muy específicas y
rigurosas para dar cuenta de la form ación de los consensos. En las ciencias, por ejemplo,
existen entre los científicos grandes acuerdos en relación con el carácter verdadero de una se­
rie de teorías y principios. Esta confluencia no significa, de ninguna manera, arbitrariedad
u ocurrencia, sino que los procesos por los que los investigadores coinciden en algo son
complicados, lentos y conllevan una estricta vigilancia. El asunto tiene que ver con las prác­
ticas que los físicos, químicos, biólogos o estudiosos del área que sea el caso, consideran
mecanismos válidos de experimentación, divulgación y debate. También en el terreno más
general de las culturas, el hecho de que un pueblo, una nación o una etnia llegue a conside­
rar algo como verdadero, depende de procesos enrevesados que incluyen las costumbres, la
organización política y religiosa, las artes y muchos otros elementos más.
En fin, aunque la verdad sea consensuada no significa que es lo que se le antoje a cual­
quiera. Tampoco está escrito en ningún lado que la idea del consenso lleve necesariamente
al relativismo, es decir, a la postura de aceptar con resignación — en vista de que no pode­
mos tener acceso al mundo independientemente del ser humano— que lo verdadero está
condenado a ser una cosa para unos y otra para otros. Pues de entrada no se descarta la po­
sibilidad de alcanzar alguna forma de consenso universal sobre algún tema en el que todos
los seres humanos que existen, han existido y existirán, no dudarían en considerar verda­
dero. Al parecer, algo así no ha sido descubierto aún, pero su aparición, aunque difícil, no es
imposible.
Una visión pesimista acerca de la verdad como correspondencia, pero también acerca de
la postura que privilegia el consenso, afirma que lo que en general los hombres han consi­
derado como verdadero ha estado ligado a las relaciones de poder en la sociedad. Quien ha
tenido la capacidad de imponer sus perspectivas, por diferentes medios, ha logrado también
crear “verdades”. Habría, pues, una estrecha relación entre saber y poder; el uno no existiría
sin el otro. La verdad sería uno de los productos esenciales del poder. En cuanto al paso del
yo al nosotros, a la posibilidad de compartir lo que habita nuestra interioridad, los defenso­
res de esta doctrina se ubicarían en el desengaño: ante la imposibilidad de llegar a la comu­
nidad intersubjetiva, el poder impondría, para fines prácticos, el contenido de la mente de
unos como si fuera la de todos, y poco importaría si existieran desajustes interiores, inade­
cuaciones y resquemores íntimos.
Las reflexiones más interesantes en este terreno, las que propusieron en su momento
autores como Friedrich Nietzsche y Michel Foucault, afirman que el poder no sólo acaba
imponiendo el contenido del conocimiento, es decir, lo que se ha de considerar como ver­
dadero, sino que tam bién crea al propio sujeto cognoscente, a la subjetividad, al tipo de
“mente”, “yo”, “entendimiento”, o como hayamos venido llamándole al espacio interior que,
desde Descartes, supuestamente nos define. Pero si esto fuera así, si el punto de partida, el
fundamento de la verdad, no dependiera de un proceso filosófico de búsqueda e intros­
pección como lo describió el autor de El discurso del m étodo, sino de relaciones de dominio
y resistencia en la sociedad, entonces el problema del conocimiento, de cómo orientarnos en
medio del saber que produce constantemente la humanidad, no sería algo que tendría que
estudiar la “epistemología” o “teoría del conocimiento”, sino la teoría política y, acaso, la so­
ciología.
En cuanto a la idea de que el poder crea e impone verdades, se trata de una perspectiva
que, dicha así en términos tan generales, resulta altamente discutible. No se ve claro cómo la
teoría de la relatividad de Einstein, por ejemplo, obtendría su carácter verdadero a partir
de la imposición de los intereses de unos sobre otros. Sin embargo, existen áreas de cono­
cimiento en las que la sospecha del poder parece darse naturalmente. Por ejemplo, en el sa­
ber histórico es notorio y ha sido extensamente documentado que los vencedores de guerras
y conflictos acaban escribiendo una historia que, extrañamente, ensalza y hace el elogio de
los que ganaron. Hay situaciones en que ese procedimiento es tan burdo que escandaliza.
Pero hay otros contextos en los que la verdad de los dominadores se cuela de maneras
tan sutiles que son difíciles de detectar. En el caso de las historias de la humanidad y de los
países a los que normalmente tenemos acceso, la función de los hombres siempre termina
siendo más relevante que la de las mujeres. La diferencia de poder entre lo masculino y lo fe­
menino determina que consideremos como verdaderos (y naturales) los relatos en los que
se afirma que los hombres desempeñan una función más importante que las mujeres.
¿Por qué nos cuesta trabajo detectar casos como éste, en los que el poder impone rela­
ciones de subordinación como si fueran verdaderas? Porque el poder no sólo dicta el conte­
nido de la historia que estamos leyendo, sino que también determina el tipo de personas
que creemos ser. Nos parece natural que la historia sea machista porque nosotros mismos lo
somos. El poder, entonces — afirmaría Michel Foucault— , no sólo crea verdades, sino tam­
bién tipos concretos de subjetividad, de “mente”, de autoconciencia. La verdad, entonces, no
parece ser un asunto de “conocimiento”, sino de otra cosa, tal vez de lucha y re siste n cia . O
eso parece en lo relativo a las esferas del saber que tratan, como la historia o las ciencias so­
ciales, de las relaciones de unos seres humanos con otros.
Tal vez se pueda llegar a algún tipo de consenso u objetividad cuando de lo que se trata
es de conocer cosas, objetos, pero parece difícil lograrlo cuando el tema a investigar son los
seres humanos mismos. En este terreno, el de la vida en común, el del “nosotros”, parece
agotarse la capacidad explicativa de la teoría moderna del conocimiento tal como la propu­
so Descartes.
Corresponde ahora hacer un balance crítico de esa teoría y apuntar hacia otros horizontes,
hacia otras formas de entender el conocimiento en nuestros días.

2 .5 .2 conocim iento y ve rd a d m ás a llá de la mente y la epistem ología

A partir de Descartes, los estudiosos del conocimiento fincaron la existencia de un espacio


interior, una mente, un adentro, como la certeza que nos define y de la que habría que partir.
Una vez establecido firmemente lo mental, se describió la manera concreta en que se for­
man, en nuestro interior, las representaciones mentales por medio de las cuales hacemos
entrar al mundo en el interior de nosotros mismos; es decir, lo conocemos. Por último, lle­
gamos al problema de pasar de la interioridad de cada uno al nosotros, a la comunidad de
los conocimientos que nos permitiría afirmar que habitamos el mismo mundo, percibimos
las mismas cosas, consideramos como verdaderos los mismos saberes. En este punto, sin em­
bargo, al analizar la verdad — el conocimiento común— topamos con un límite. Ninguna de
las teorías analizadas — la verdad como adecuación, como consenso y como poder— parecía
resolver realmente la espinosa cuestión de saber si lo que está en mi adentro es lo que está en el
Frida Kahlo, El autobús, de otro. ¿Cómo entonces saber que algo, una pieza de conocimiento, es válida para todos?
óleo sobre tela, 1929.
Según Richard Rorty, es ante la cuestión de la verdad que la forma de razonar que hemos
Museo Dolores Olmedo,
ciudad de México, México venido exponiendo llega a su fin, se termina, porque, a su parecer, existe un equívoco fun­
|© Latin Stock México. damental en el punto de vista impulsado por Descartes y John Locke, y continuado hasta
nuestros días por muchos otros, pues una cosa es explicar el modo, la mecánica, el disposi­
tivo mediante el cual supuestamente se forman las “representaciones mentales”, y otra muy
diferente es la cuestión de por qué y cómo un conocimiento es verdadero.
La validez del conocimiento, entonces, es un asunto totalmente distinto e independiente
de la forma en que funcionan las mentes individuales. La teoría de la relatividad de Albert
Einstein, por ejemplo — la ecuación que postula que la energía es igual a la multiplicación
de la masa por la velocidad de la luz al cuadrado— , es verdadera independientemente de la
forma en la que funcionaba la mente de Albert Einstein, e incluso lo sería si el científico no
hubiera existido o no hubiese tenido mente del todo.
Se podrían multiplicar los ejemplos al infinito: la teoría cuantitativa del dinero, en
economía, que postula que en una sociedad, en cada momento existe precisamente la can­
tidad de dinero que hace falta para intercambiar la producción, es una doctrina cuya verdad
o falsedad no tiene nada que ver con la mente o las representaciones de nadie. El de la ver­
dad, dirá Rorty, no es un asunto epistemológico, sino lingüístico, cultural e histórico.
Hoy vivimos, con las nuevas tecnologías, la experiencia por la que pasaron, en su m o­
mento, seres humanos anteriores — los que enfrentaron el nacimiento de la escritura o la
generalización del libro— , en la cual nos damos cuenta de que tenemos más conocim ien­
tos de los que creíamos poseer. No sólo aquellos contenidos usualmente en los libros e im ­
presos — letras, diagramas, cuadros— , sino muchos otros elementos — imágenes (fijas y en
movimiento), sonidos, sabores y texturas— que se incorporan al acervo de la cultura humana
y reclaman el título de saberes. Incluso formas de conocimiento que hubiésemos creído
olvidadas, como las narraciones orales o los mitos, vuelven ahora que sus elementos consti­
tuyentes pueden ser criticados y preservados a la vez.
¿Cómo orientarse en este nuevo universo del saber? La respuesta ofrecida por la episte­
mología moderna, en el sentido de guiarse por lo que la mente puede interiorizar, no parece
ya suficiente porque el saber incluye cosas que, o bien van más allá de lo mental (el código
genético, por ejemplo, es un conocimiento que se transmite por generaciones en términos
no psíquicos), o, aunque fuesen incorporables en el interior del sujeto, son de tal monto,
suponen tal cantidad de información y datos, que ya no existe mente capaz de abarcarlas.
Ello no quiere decir que la epistemología fundada por René Descartes y John Locke haya
dejado de desempeñar, por completo, algún papel en nuestro tiempo. Por el contrario, mu­
chas investigaciones en disciplinas muy diversas — por ejemplo, la inteligencia artificial, la
psicología, las ciencias cognitivas, la robótica, el desarrollo de sistemas expertos, la digitali-
zación y la simulación de procesos, así como la cibernética en general— recurren a las
aportaciones de los filósofos modernos. Ello no es casual porque, al describir la formación de
las representaciones mentales como el producto de una serie de operaciones combinatorias
y repetitivas, se establecieron las bases para la posibilidad de recrear esos dispositivos en
otros soportes materiales, como engranes, transistores, chips o, incluso, organismos biológi­
cos. Parafraseando lo dicho en su momento por uno de los fundadores del proyecto de in­
vestigación en inteligencia artificial, Alan Turing, una vez descrito el pensamiento humano
como un dispositivo mecánico, no debería asombrarnos la hipótesis de que las máquinas
puedan pensar.
No obstante, queda pendiente el problema de la validez del conocimiento, el cual parece
adscribirse a dimensiones independientes de la cuestión de los procesos de su construcción
en dispositivos mentales. A este respecto, varios filósofos del siglo x x , entre ellos Rorty, pero
también otros importantes como Jacques Derrida, Hans-Georg Gadamer, Ludwig Wittgen-
stein, Jürgen Habermas, Donald Davidson, propusieron que la cuestión del conocimiento
no se refería a sucesos mentales o psicológicos de cualquier tipo, sino que estábamos más
bien en presencia de fenómenos lingüísticos, de cuestiones referidas al lenguaje.
Independientemente de si los tengo en la mente o no, los saberes son marcas materiales
en hojas, palabras que se siguen unas a otras en forma de libros, folletos, páginas web y otros;
o también secuencias de frases guardadas en cromosomas o disquetes, o que, simplemente,
se enuncian y transmiten en las conversaciones cotidianas. No sabemos lo que la teoría de la
relatividad era en el cerebro de Einstein, pero su enunciado está ahí, frente a nosotros, como
una de las formas que puede adoptar el idioma.
La gran mayoría de filósofos y teóricos que trabajaron durante los últimos cien años es­
tuvo de acuerdo en dar el paso desde lo psicológico, que era el centro de la epistemología
moderna, hacia el lenguaje. A esta inclinación de todos, a principios y durante el siglo x x , se
le conoció en los espacios académicos como “el giro lingüístico”.
Pero, a pesar del acuerdo general en la necesidad de enfocar lo lingüístico, en el terreno
de la teoría del conocimiento no llegó a cristalizar una concepción dominante, o que fuera
reconocida ampliamente como verdadera, porque el lenguaje mismo tiene muchas dimen­
siones (lógica, semántica, retórica, pragmática) y los diferentes autores se inclinaron por algu­
na o algunas de ellas para utilizarlas como el hilo conductor de sus reflexiones. Hubo quien
consideró que era el aspecto formal de los enunciados (lógica) lo que nos permitiría distin­
guir lo que es conocimiento de lo que no. Hubo otros que otorgaron esa función al conte­
nido del decir, al significado de los componentes lingüísticos (semántica). Unos más con­
sideraron que era el uso de los lenguajes, ya sea en la vida cotidiana o en los espacios y
prácticas especializadas, como las instituciones de investigación científica (pragmática), lo
que nos permitiría orientarnos en el terreno del saber. En fin, hay también, a últimas fechas,
autores que consideran que el saber y su organización están vinculados al estilo de su enun­
ciación (retórica).
Hasta ahora, ninguna de estas perspectivas de epistemología lingüística ha logrado con­
vencer a todo el mundo. El problema se agudiza porque, como decíamos, las nuevas formas
de producir y preservar los productos de la actividad humana nos enfrentan a la necesidad de
considerar como saberes cosas que tal vez ya no sean en sí mismas lenguajes, o que lo son
de maneras nuevas y que es necesario investigar. En lo que sabemos ahora se incluyen olo­
res, matices de sabor, entonaciones y pronunciaciones, imágenes, los cuales no constituyen
aspectos a los que les hayamos puesto suficiente atención cuando estudiamos el lenguaje.
Seguramente el de la epistemología no es hoy un asunto exclusivamente lingüístico, sino cul­
tural en un sentido muy amplio.
La sociedad del conocimiento, con su ola inmensa, su tsunam i de saberes, entre los
cuales, con frecuencia, ya no sabemos distinguir lo verdadero de lo falso, requiere con ur­
gencia una profundización del estudio del conocimiento mismo. Hace falta un enfoque que
recupere lo que los seres humanos pensaron en siglos anteriores — tanto las ideas de los an­
tiguos como las de los modernos— , pues en medio del caos cognoscitivo al que nos
enfrentamos, la propuesta de algunas élites y poderes económicos es la de considerar como
saber sólo lo que redunde en una mayor productividad y eficiencia del trabajo, y que, ade­
más, pueda venderse. Privatizar el acceso al saber sería la consecuencia de esa forma de ver.
Pero hoy la sociedad demanda del conocimiento muchas más cosas que el incremento de la
eficiencia o la rentabilidad productiva. La desigualdad social, los problemas ecológicos, las
diferencias entre las civilizaciones, vuelven imperativo extender las miras y recuperar ese pun­
to de partida de la Ilustración, que perdura más allá de los detalles de las teorías que constru­
yeron los pensadores singulares.
“El conocimiento es de acceso público, ten el valor de hacer uso de tu razón”, son las pre­
misas que deberán seguir ordenando a toda epistemología por venir.
l e n g u a je
JORGE ARMANDO REYES ESOOBAR

TEMA

Jasper Johns, Salida en


falso, óleo sobre tela, 1959.
Colección privada, Nueva
York, Estados Unidos |
© Latin Stock México.

3.1 INTRODUCCIÓN

n este capítulo se verá cómo el uso cotidiano del lenguaje trae consigo problemas y pa­

E radojas que influyen en nuestra comprensión de conceptos tales como la verdad, la racio­
nalidad, la capacidad para entender a miembros de otras culturas, así como la imagen que
nos formamos de nosotros mismos.
El lenguaje nos parece algo sumamente común y corriente, como una de tantas capacida­
des que utilizamos a diario. Y suele considerarse que al momento de plantearnos un problema
o un tema filosófico, lo realmente importante es cómo lo pensamos, la imagen que tenemos
de él en nuestra mente; como si la forma que adquiere en el lenguaje viniera después.
Sin embargo, si se consideran con cuidado los procesos que aparecen cuando pensamos
un tema o un problema de manera concreta, se advertirá que difícilmente podemos exa­
minarlo usando únicamente imágenes y sensaciones, pues tarde o temprano tendrá que re-
currirse al significado para clarificar el tema ante nosotros mismos y ante los demás. Por
ello, veremos cómo la relación entre pensamiento y lenguaje es más complicada de lo que
se suele asumir.
¿Primero conocemos las cosas y después las nombramos? Cuando reflexionamos acerca
de un tema o problema concreto, ¿aparece el lenguaje? De ser así, ¿qué papel desempeña?
¿Hasta qué punto el lenguaje condiciona el pensamiento?
Cotidianamente calificamos de racionales o irracionales a ciertas creencias o individuos,
pero en pocas ocasiones nos preguntamos por los criterios con base en los cuales atribui­
mos racionalidad e irracionalidad. El análisis de la formación de estos criterios permitirá
esclarecer por qué damos por sentado que nuestros juicios acerca de la racionalidad pueden
ser, al menos, com prendidos por sujetos cuyas circunstancias son distintas a la nuestra.
¿Hay un lenguaje que sea más “verdadero” o “correcto” que otro? ¿Hasta qué punto el len­
guaje depende de las formas de vida constituidas por la tradición y la costumbre? Si real­
mente ocurre así, ¿con base en qué podríamos criticar como irracionales otras formas de
vida? ¿Cómo responder a la pregunta “quién soy yo”?
Frente a la idea de una identidad inmóvil, defendida por una larga tradición filosófica
— de la cual sólo tomaremos como modelo al estoicismo— , se verá, a manera de contraste,
que la identidad no es una cosa sólida y de contornos bien definidos, sino una narración cuyos
límites y contenidos dependen de las descripciones que hagamos de nuestras acciones y creen­
cias, así como, al mismo tiempo, de la manera en la que los otros entienden, aceptan, critican
o rechazan esas descripciones.
Después de leer este capítulo esperamos que se pueda reconocer la importancia del ám­
bito lingüístico y tomar conciencia de que los conceptos y las acciones, que creemos claros
e indiscutibles, pueden no serlo y que requerirán de acuerdos mínimos que obedecen a cier­
tas formas de vida.

3.2 LEN G uA JE y M u NDO

Tal vez se recordará que cuando se acercaba la llegada del año 2000, en numerosas revistas,
programas de televisión y conversaciones se hablaba con cierta frecuencia de la amenaza del
“fin del m undo”. Finalmente no ocurrió nada; los astrólogos y catastrofistas tendrán que
esperar a que se aproxime una nueva fecha con tintes cabalísticos para, de nueva cuenta, ex­
citar nuestros temores más irracionales.
Sin embargo, no es necesario prestarle crédito a estas predicciones para hacer el siguiente
experimento mental: ¿Cómo imaginamos el fin del mundo? Supongamos que una guerra
nuclear en gran escala o una plaga letal aniquila toda forma de vida (es decir, no hay posibili­
dad de que, eventualmente, aparezca una especie nueva que tome el lugar que ahora tene­
mos los seres humanos), pero quedan intactos los objetos materiales.
Esto es, nosotros, nuestra familia, vecinos, mascotas, y hasta las cucarachas, perecen, pe­
ro permanecen el televisor de la sala, el edificio en el que vivimos, el transporte público y
todos los demás objetos materiales. ¿Podríamos decir que es el fin del mundo? Tal vez podría­
mos sugerir que es el fin de la raza humana, pero no el fin del mundo, pues todos los demás
objetos permanecen en pie. La silla seguiría siendo silla, los cines seguirían siendo cines y
la ropa seguiría siendo ropa. No obstante, pensemos en lo siguiente: si no hay seres pen­
santes alrededor, ¿para quiénes existiría la silla como un mueble que sirve para sentarse?
¿Quiénes comprenderían que el cine es un lugar en el que se proyectan películas? Podríamos
sugerir que sólo habría bloques de materia ocupando un lugar en el espacio, pero no existirían
“sillas”, “cines”, ni otro objeto en particular, porque no habría personas para las cuales ese
bloque de materia no fuera un simple bloque de materia, sino una silla o un cine. Es decir, si
no hubiera personas no habría manera de afirmar lo que las cosas son, ni de establecer rela­
ciones entre ellas.
La desaparición de los seres pensantes efectivamente equivaldría al fin del mundo, por­
que el mundo no es la suma de elementos materiales, sino un orden que organiza las rela­
ciones entre palabras y mediante el cual podemos distinguir entre lo que es una silla y lo que
es un cine. La presencia de seres pensantes sería una condición necesaria para que exista el
mundo, pero no porque sean especiales y merezcan tener un mundo, ni porque sean lo bas­
tante inteligentes como para descubrir que es más práctico ver una película en un espacio a
oscuras y bien equipado que verla sentado en una silla al aire libre.
Lo importante es lo que hacen los seres pensantes al demostrar que son capaces de dis­
tinguir entre un cine y una silla. Si alguien ahora mismo dijera: “vamos a la silla a ver una
película”, probablemente pensaríamos que nos quiere jugar una broma o que no está bien
de sus facultades mentales. ¿Por qué? Porque sabemos lo que significan las palabras “cine” y
“silla”, y a partir de nuestra familiaridad con el significado sabemos que no podemos ir a
una silla a ver una película.
Es decir, si podemos orientarnos entre objetos distintos y en diversas situaciones se debe
a que somos capaces de usar un lenguaje.Y lo mismo ocurre con los otros seres pensantes:
el uso del lenguaje permite construir relaciones entre palabras para darle un orden a los even­
tos, acciones y creencias que tienen o que les suceden. Ese orden, ese tejido de relaciones es
el mundo, y parece haber buenas razones para suponer que, en ausencia de seres capaces de
usar un lenguaje, tal orden no puede existir. Sin embargo, alguien podría objetar que en au­
sencia de un lenguaje aún existiría el mundo. Un ejemplo sería lo acontecido con las civili­
zaciones ya desaparecidas. Es perfectamente posible que los miembros de esas civilizaciones
hayan perecido hace miles de años, que ya nadie hable su lengua e, incluso, que no hayan
dejado tradición textual, pero aun así nuestros arqueólogos e historiadores serían capaces de
reconstruir el significado de sus m onum entos, ritos religiosos y organización social por
medio de la recuperación e interpretación de la prueba material que hayan dejado.
Por ejemplo, durante mucho tiempo la escritura maya antigua (como la que podemos
encontrar en la sala de cultura maya del Museo de Antropología) fue indescifrable, lo cual
propició interpretaciones descabelladas acerca de esa sociedad. Sin embargo, datos como el
tipo de piedra empleado en sus construcciones, la manera en que fundían el oro de sus joyas
o el modo en que enterraban a sus muertos sirven para reconstruir cómo era su forma de
vida. Y esto puede hacerse sin necesidad de entender su lenguaje escrito.
La participación del lenguaje no fue necesaria en este caso para comprender el orden y la
relación de objetos para los cuales, previamente, carecemos de palabras para describirlos, o
simplemente desconocemos las palabras que los usuarios originales usaban para describir­
los. Tal vez podría replicarse que, a pesar de todo, sí es necesario un lenguaje; en este caso, el
lenguaje mediante el cual arqueólogos y antropólogos explican y definen qué tipo de activi­
dades realizaban los miembros de esa civilización desaparecida.
De nueva cuenta podría presentarse otra objeción y afirmarse que el recurso del lengua­
je es, tal vez, un medio necesario para que cada época y comunidad aprendan y comuni­
quen los hechos más importantes acerca del mundo que los rodea, pero que las palabras con
base en las cuales definen las características de los objetos del mundo, así como sus princi­
pales relaciones, son solamente una convención, un acuerdo que no añade nada esencial al
orden real del mundo. Es necesario un acuerdo para definir cuáles son las palabras mediante
las cuales, aquí y ahora, tenemos que realizar diferentes tareas y acciones. El punto es que, a
diferencia de otros acuerdos que llevamos a cabo en la vida diaria, que tienen como carac­
terística básica ser un acuerdo consciente y explícito entre voluntades (firmar un contrato,
establecer las reglas de un juego o hacer una cita con el médico), el acuerdo en el cual se sos­
tiene el lenguaje es, en su mayor parte, tácito e inconsciente, lo cual quiere decir que no es
el resultado de un acuerdo de voluntades.
Probablemente esto último parezca un poco raro, ya que, por ejemplo, podemos recor­
dar cómo nos pusimos de acuerdo con nuestros amigos para ponerle un apodo a alguien.
Pero si nos damos cuenta, esa capacidad para ponernos de acuerdo en las palabras sólo
aparece en muy contadas ocasiones. Por el contrario, lo normal es que usemos el lenguaje de
una manera parecida a la que usamos las calles y avenidas de la ciudad en que vivimos: sin
preocuparnos o preguntarnos quién las puso ahí o quién las construyó; simplemente nos
limitamos a usarlas.
Sin embargo, en el caso del ejemplo anterior hay una diferencia muy importante que se
debe tomar en cuenta. En el caso de las calles y las avenidas de una ciudad es posible consul­
tar cuándo fueron construidas; también podemos salir de la ciudad y tratar de describir cómo
están trazadas. En el caso del lenguaje no es posible llevar a cabo ninguna de esas acciones
por la sencilla razón de que no se puede salir del lenguaje de la misma manera en que se sale
de la ciudad o en que se acude a los archivos municipales para consultar cómo han cam­
Jacobello del Fiore, Justicia biado las calles.
entre el arcángel Miguel Esto último se debe a que, cuando se intenta salir del lenguaje para estudiarlo, de ante­
y Gabriel (detalle), 1421.
mano se supone su presencia. Para continuar con el ejemplo anterior, cuando salimos de la
Galería de la Academia,
Venecia, Italia |© Latin ciudad (por ejemplo, al campo) somos capaces de caminar en un entorno en el que no hay
Stock México. calles, avenidas, cruceros y demás, y recordar cómo están distribuidas las calles. Pero cuando
tratamos de explicar qué es el lenguaje, có­
mo funciona y cómo lo aprendemos, no te­
nemos otra opción más que dar por sentado
la existencia del lenguaje para poder comu­
nicarnos. Es en ese sentido que, aunque no
lo queramos, partimos siempre de un acuer­
do tácito que condiciona nuestras formas de
hablar sobre distintos temas.
Tal vez los seres humanos nunca alcan­
cemos un acuerdo definitivo y exhaustivo
acerca de qué es lo que cuenta como justi­
cia, pero la imposibilidad actual de llegar a
esa definición com partida y últim a no es
motivo para que no tengamos un procura­
dor de justicia con el fin de dirimir conflic­
tos entre personas e instituciones.
Este último ejemplo nos sirve para intro­
ducir una distinción necesaria en lo que se
refiere a las relaciones entre mundo y lengua­
je. Podríamos decir que para llevar a cabo
nuestra vida diaria son suficientes los acuer­
dos, en los cuales todo parece indicar que
mundo y lenguaje siempre van de la mano,
pero que cuando preguntamos por el conoci­
miento, la situación cambia totalmente. Una
de las posiciones más duraderas a lo largo de la historia de la filosofía, y que aparece tam ­
bién cuando se habla del lenguaje, es que sólo pueden considerarse como conocimiento
las afirmaciones que se basan en la m ejor prueba disponible o en razones que cualquiera
podría admitir como válidas, independientemente de la comunidad a la que se pertenezca.
El conocimiento exige que el mundo al cual nuestras palabras se refieren posea un orden y
un significado totalmente independiente de nuestros acuerdos.
Ante esto, lo que tendría que mostrar la opinión contraria — la que, dijimos, defiende
que sólo puede existir el mundo si hay lenguaje— es la imposibilidad de concebir el signifi­
cado de un objeto independientemente de la palabra mediante la cual lo designamos.
Además, tendría que mostrar la imposibilidad de entender el orden y relación de los objetos
en una ausencia total del lenguaje. Sin embargo, el ejemplo de la civilización desaparecida
sugiere que sí hay un orden que sobrevive y mantiene la relación entre sus objetos, por en­
cima de los cambios en las convenciones de nuestros lenguajes.

3.2.1 Separación entre lenguaje y m undo

Esta relación entre lenguaje y mundo se planteó ya en el pensamiento griego antiguo de


distintas maneras. Una manera de entender esta relación es la propuesta por los sofistas,
quienes eran una especie de maestros que educaban a los jóvenes en los aspectos más im­
portantes de su formación como ciudadanos. Para los sofistas, una de las principales habili­
dades que debía desarrollar un ciudadano consistía en ser capaz de emplear el lenguaje para
convencer a los otros cuando surgieran problemas comunes.
Si lo que importa es convencer a los demás, entonces el significado de las palabras no pue­
de ser siempre el mismo. No se trata de decir mentiras, sino de usar el lenguaje de la manera
más eficaz para que los otros crean. Por ejemplo, si queremos presentarnos como una perso­
na fiel ante nuestra pareja, no conviene decirle que antes hemos tenido muchas parejas, pues
proyectaríamos la imagen de alguien que es incapaz de tener relaciones sentimentales esta­
bles. Más bien, sería provechoso decirle que hemos buscado a la persona ideal para tener una
relación firme y duradera, pero que esas relaciones anteriores nos han decepcionado.
En este ejemplo, no mentimos, sino que presentamos las cosas de tal manera que hacemos
sentir a nuestra pareja actual como la persona especial a la que habíamos estado esperando.
¿Realmente lo es? Todo depende de cómo queremos usar las palabras. Lo que existe en el
mundo depende totalmente de nuestro lenguaje. Tal sería la posición de los sofistas.
¿Significa eso que nuestra casa, nuestra ropa o nuestros padres son sólo palabras? No.
Hay un techo que nos cubre, una tela que oculta nuestra desnudez, y personas reales con las
cuales nos relacionamos; eso no lo ponen en duda los sofistas. Lo que tratan de decir es que
las funciones que definen lo que es una casa, las características que distinguen a la ropa de las
toallas, así como las obligaciones y compromisos que distinguen a nuestros padres de nues­
tros amigos, sólo pueden significar algo gracias al lenguaje. Si no supiéramos usar el len­
guaje, no seríamos capaces de decir lo que las cosas son. Por eso para los sofistas sí hay una
relación directa entre el mundo y el lenguaje.
Pero esa relación depende siempre de los acuerdos, es algo que las personas comparten
aunque hayan olvidado ya por qué usan ciertas palabras para referirse a personas o cosas.
Por ejemplo, seguramente en cada familia hay alguien a quien le dicen “la Chata” o “el Pan-
zón”, a pesar de que no sean ni chatos ni panzones. Es muy probable que exista una historia
detrás de esos apodos familiares y que explique la razón de tales apelativos, pero llega un m o­
mento en que a nadie le importa averiguar la anécdota; simplemente utilizan esos nombres
porque todos los miembros de la familia los entienden.
Esto quiere decir que las palabras que utilizamos para definir el mundo y que solemos
pensar como estables y fijas porque todos los demás nos entienden cuando las empleamos, en
realidad son arbitrarias y cambiantes. El hábito y la costumbre son los que nos hacen supo­
ner que nuestras palabras son un reflejo fiel del orden del mundo.
Por ejemplo, podemos darnos cuenta de cómo, incluso en un mismo país, se usan térmi­
nos distintos para referirse a las mismas cosas. En la ciudad de México y sus alrededores se
pide un refresco cuando alguien quiere beber, por ejemplo, una coca-cola. En el norte del país
pedirían una “soda”, y en el sur dirían que quieren una “gaseosa”. Refresco, soda, gaseosa,
¿cuál es la palabra correcta? La respuesta de los sofistas sería: todas y ninguna. Es algo que
depende del contexto y del consenso que se ha formado a lo largo del tiempo.
Si examinamos los diversos nombres que puede recibir un mismo objeto o com porta­
miento en distintos lugares, la propuesta de los sofistas parece bastante sensata. Pero si obser­
vamos con mayor detenimiento la sugerencia de que el significado de las palabras es el re­
sultado casi accidental de los cambios en la sociedad, se enfrenta con problemas cuando nos
topamos con palabras como “penicilina”, “multiplicación” o “dignidad”. En estos casos es ne­
cesario que el acuerdo respecto al significado de las palabras sea extenso y permanente, que
no se aplique sólo a los miembros del mismo barrio o de la misma familia, porque las con­
secuencias de no ponernos de acuerdo son muy graves e incluso hacen imposible la vida.
Supongamos que estuviéramos enfermos y el médico nos mandara inyecciones de peni­
cilina. ¿Qué tal si en la farmacia donde compramos los medicamentos “penicilina” fuera el
nombre de un nuevo refresco y no el de un antibiótico? Lo más probable es que nunca re­
cuperaríamos la salud. Si ocurriera lo mismo con las palabras del lenguaje científico o jurí­
dico, nuestra vida cotidiana sería un caos porque, al tener cada comunidad palabras distintas
para referirse a las mismas cosas, no habría posibilidad de seguir un procedimiento común
en caso de enfermedad, ni habría una autoridad común a la cual recurrir en caso de conflic­
tos entre personas. En otras palabras, no sería posible la vida en sociedad.
Pero — se podría sugerir— no importa que cambien las palabras de comunidad a comu­
nidad, y de época a época, ya que hay algo que permanece estable y nos permite “traducir”
nuestras palabras a otros lenguajes: el objeto. Si cuando se pide penicilina en la farmacia el
dependiente nos entrega un refresco en lata, podemos decirle que ése no es el producto que
necesitamos, que tiene características distintas. Por ejemplo, le diríamos que la penicilina
es algo que tiene la forma de pastilla, que viene envuelto en una caja donde se hace constar
la fórmula de la sustancia activa que contiene la pastilla y que trae la leyenda “Su venta re­
quiere receta médica”, etc. En ese caso, el lenguaje no tiene una relación directa con las cosas,
ni es el resultado de un pacto entre las personas, sino que es el instrumento mediante el cual
comunicamos a otros las características de los objetos. Del mismo modo que el teléfono co­
munica las palabras de quien está al otro extremo de la línea.
A diferencia de lo que sostenían los sofistas, esto significa que mundo y lenguaje tienen
una relación indirecta. El primero es un orden de objetos con propiedades y rasgos que no
dependen de nuestras convenciones. Cuando conocemos las características propias de un ob­
jeto nos formamos una imagen que reúne esas peculiaridades y que no cambia a pesar de
que las expresemos por medio de lenguajes distintos. Por ejemplo, las palabras “caballo”,
“horse”y “cheval” son distintas, pertenecen a idiomas diferentes, pero se refieren a un mismo
objeto: un mamífero cuadrúpedo de cuarenta dientes.
Desde este punto de vista, las palabras — a lo mucho— asignan a esos objetos nombres
que nos permiten aprender, recordar y transmitir las características de los objetos, pero el len­
guaje es una herramienta que no contiene las características básicas del objeto que nos per­
mite conocerlo. Ésta es la posición que Platón expuso en un diálogo llamado Cratilo. Como
ocurre con el resto de sus diálogos, Platón pone en marcha la discusión o expresa sus pro-
pias ideas poniéndolas en boca de Sócrates, su maestro. En este diálogo en particular, Só­
crates escucha y considera dos maneras distintas de entender el lenguaje: por un lado, la
que señala que el lenguaje es una convención que adoptan los seres humanos por conve­
niencia; por el otro, la que señala que las palabras de nuestro lenguaje son un reflejo fiel y di­
recto de la naturaleza de las cosas. Platón concluye, por medio de la figura de Sócrates, que
el lenguaje es sólo un signo del objeto. Del mismo modo que cuando, en un restaurante, en­
contramos una puerta con una pipa no entendemos que ahí se fume, sino que es el baño de
hombres. Esto se debe a que el lenguaje es algo externo a los objetos (por ejemplo, en lugar
de una pipa puede haber una letra “H” o el dibujo de un monito sin falda, y aun así la indi­
cación es que ese lugar es el baño de hombres).
Para Platón, podemos cambiar el dibujo en la puerta del baño de hombres, sin modificar
su propiedad de ser un baño para hombres, porque el lenguaje no forma parte de las condi­
ciones que definen las propiedades de un objeto. Simplemente es una señal que da fe de que
ahí está el objeto, pero el lenguaje no puede darnos ninguna relación con el conocimiento.
Por ejemplo, cuando vamos al cine, las personas que salen de una función nos dicen que vie­
ron B am bi; después, otras que entraron posteriormente a la misma sala nos dicen que vieron
R am bo. Entramos y sólo vemos una pantalla en blanco. ¿Mintieron esas personas? Segura­
mente no. Lo que ocurre es que, por sí sola, la pantalla del cine no proyecta películas, pues
necesita del proyector para exhibir distintas películas. La pantalla es sólo un medio.
Lo mismo pasaría con el lenguaje. En él aparecen las palabras que se refieren a objetos
físicos o mentales, pero las palabras no contienen las características que definen la particu­
laridad del objeto. Para Platón, si realmente queremos conocer las propiedades esenciales
que hacen que un objeto sea precisamente el tipo de objeto que es (por ejemplo, lo que ha­
ce que una mesa sea precisamente una mesa y no una mecedora), entonces tenemos que di­
rigir nuestra atención a lo que él denominó “formas”, las cuales son objetos independientes

Antoine-Jean Gros,
Caballo árabe, siglo x i x .
Museo de Bellas Artes,
Valenciennes, Francia |
© Latin Stock México.
tanto de nuestro lenguaje como de nuestra mente y reúnen el conjunto de características
esenciales que definen a cada objeto en particular.
Por ejemplo, en el caso del caballo existe un conjunto de rasgos relacionados entre sí
(mamífero, equino, con cuatro patas, etc.) que define lo que cuenta como “caballo” y que lo
distingue de mulas y ornitorrincos. Ese conjunto de propiedades necesarias para definir un
objeto como caballo, permanece a pesar de que cambien los signos que utilicemos para refe­
rirnos a él (como en el caso de “horse” o “cheval”), pero también es independiente de la ima­
gen mental que cada uno de nosotros construya a partir de las características que definen a
un caballo.

3 .2 .2 La identidad entre m undo y lenguaje

La postura de Platón parece bastante sólida, pues parece defender ideas que tenemos fuer­
temente enraizadas en nuestro sentido común. ¿Qué tendría que ver la manera en la que le
asignamos nombres a los objetos con las propiedades esenciales de esos mismos objetos?
Creer que existe una relación importante entre palabra y objeto sería tanto como suponer
que una persona que se apellida Rojo tiene la piel roja y todo el tiempo está vestida de rojo.
Sin embargo, hay otra manera de entender la relación entre palabra y objeto. Para esta pro­
puesta, sólo existe el mundo porque existe el lenguaje. Uno de sus principales exponentes
fue el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer, quien defendió una manera de describir nues­
tra relación con lo real a la que llamó h e r m e n é u tic a . Es un nombre raro para una disciplina,
pero trata de explicar algo muy simple que hacemos todos los días: comprender el mundo.
Y en esta explicación del mundo el lenguaje desempeña una función muy importante.
Supongamos que vamos a la tienda y nuestro hermano nos pide que le traigamos un
“gansito”. ¿Qué solemos hacer? Seguramente no nos detendremos a explicarle que no vamos
a una tienda de mascotas, sino que nos dirigimos a la miscelánea de la esquina. Lo más pro­
bable es que le compremos un pastelito cubierto de chocolate con relleno cremosito. Y lo más
seguro es que acertemos a su petición.
¿Cómo puede ser tan certero? Lo que ocurre es que, sin necesidad de una teoría psico­
lógica sobre los gustos de nuestro hermano o de un curso de repostería, sabemos cómo in­
terpretar su petición. De hecho, sabemos cómo interpretar numerosas situaciones sin que las
expresemos directamente como un problema, o incluso sin que seamos capaces de explicar
detenidamente (en caso de que nos lo pidieran) cómo es que hacemos cosas tan cotidianas
como llegar a casa.
Esto se debe a que, cuando interpretamos, le asignamos su lugar a algo (al gansito o a la
casa) dentro de un conjunto de relaciones (los pastelitos disponibles en las tiendas de barrio
o los edificios de cierta colonia de la ciudad). A juicio de Gadamer, para que algo pueda ser
comprendido, debe remitir a un conjunto de referencias, el cual, a su vez, no está en el ob­
jeto mismo. ¿De dónde sale ese conjunto de referencias que nos permite interpretar y orien­
tarnos en el mundo? Para Gadamer, ese tejido de referencias es el lenguaje; ese conjunto de
referencias nos permite identificar lo que un objeto es. Aunque tuviéramos el don de la telepa­
tía o fuéramos excelentes mimos, si no tuviéramos lenguaje seríamos incapaces de conocer el
significado de cualquier objeto, porque no tendríamos puntos de referencia desde los cuales
construir relaciones de semejanza y de diferencia.
Por ejemplo, cuando alguien nos dice que quiere un gansito, suponemos que, si así se lo
pidiéramos, sería capaz de hacer referencia a toda una línea de productos comestibles espe­
cializada en vender pastelitos con características semejantes (como tener cubierta de choco­
late), y que dentro de esta línea de productos puede, a su vez, establecer relaciones de dife­
rencia; es decir, que puede distinguir el gansito de los pastelitos que tienen pasas o de los que
tienen fruta. En ese caso, la definición del pastelito llamado gansito depende de la capacidad
de la persona de establecer, al mismo tiempo, relaciones de semejanza y de diferencia.
Esta manera de entender el lenguaje trae consigo un cambio muy importante respecto
a la posición de Platón. Para la hermenéutica de Gadamer, el lenguaje ya no es sólo el instru­
mento mediante el cual comunicamos a los otros las propiedades que definen la naturaleza de
los objetos, sino que es el conjunto de usos, relaciones y tradiciones que nos permiten en­
tender el significado de algo y comunicarnos con los demás.
Si el lenguaje fuera sólo un instrumento que funciona en la medida en que representa
aquello que los objetos realmente son, entonces su correcto funcionamiento dependería de
la existencia de un sistema de signos lo suficientemente adecuado como para representar el
significado propio de las cosas. Frente a esta concepción, Gadamer señala que todo ser que
puede ser comprendido es lenguaje. Con ello no afirma que todo lo existente sean sólo pa­
labras o una construcción del lenguaje; más bien, con esta frase quiere decir que el orden del
lenguaje y el orden de la realidad están directamente relacionados.
Esto es más fácil de entender si se toma en cuenta que el sentido de los objetos y de las ac­
ciones no se agota en una sola caracterización, la cual, además, no ha sido siempre la misma.
Pensemos, por ejemplo, en el sentido de una guillotina: no es el mismo para los hombres del
siglo x x i que para los parisienses de finales del siglo x v i i i ; para nosotros es una pieza de mu­
seo, para ellos era un instrumento de castigo. El significado de algo no está dado; es más bien
el producto de un proceso que varía dependiendo de cómo se encuentra el objeto dentro de
las relaciones entre las palabras y las acciones de los individuos.
En síntesis, lo que Gadamer está diciendo es que el orden del mundo se refleja en el len­
guaje; el lenguaje y la realidad comparten en principio una estructura comprensible común.
Ésta le permite al lenguaje, cuando funciona de manera adecuada, reflejar lo que es real y no
imponer una inteligibilidad ajena a lo real.

3 .3 LENG u A JE Y RA z ó N

Es probable que alguna vez hayamos jugado lotería, el juego que tiene una planilla con fi­
guras que se van marcando con piedras o monedas a medida que se lee en voz alta las figu­
ras que salen sucesivamente del mazo de cartas; así: “el borracho”, “el catrín”, “el nopal”.
Si tal juego no es desconocido, pregunto, ¿cómo es posible que sepamos jugar a la lote­
ría? Probablemente se responderá: “Sabemos jugar a la lotería porque conocemos cuáles son
las reglas del juego: alguien va diciendo el nombre de las figuras que aparecen en el mazo de
cartas y, si la figura seleccionada está en la planilla que tenemos, ponemos una marca enci­
ma de ella.” Es decir, somos conscientes de las reglas necesarias para el juego de la lotería
y, a partir del conocimiento que tenemos de ellas, podemos explicar a los demás nuestras
creencias acerca del rumbo que podría tomar el juego, si acaso alguien pidiera una explica­
ción. Por ejemplo, supongamos que le decimos a un amigo: “Creo que voy a ganar esta par­
tida.” Él puede preguntar por los motivos de nuestra afirmación. Ante tal cuestionamiento
podemos contestar: “Porque sólo me falta el paraguas, a todos los demás les faltan al menos
cinco figuritas.” Esto quiere decir que no sólo tenemos creencias acerca del juego, sino que,
en caso de ser necesario, somos capaces de respaldarlas mediante explicaciones que los otros
pueden entender.
Pero el manejo de las reglas no sólo nos permite saber qué tipo de creencias (y también de
deseos) podemos formular y defender. Al mismo tiempo, las reglas nos permiten decir si la
acción de los otros es correcta o incorrecta conforme a esas reglas del juego. Por ejemplo,
al jugar lotería, cuando el encargado de pasar las cartas dice “el gallo” y el que está jugan­
do junto a nosotros pone una marca en la figura de “el canario”, en ese momento podemos
reclamarle por no poner atención o por ser un tramposo porque está rompiendo las re­
glas que todos los demás siguen. Esto último es importante porque muestra que no necesi­
tamos meternos en la cabeza de alguien y ver las imágenes que le pasan por la mente (como
si estuviéramos viendo una película) para poder afirmar que su acción es incorrecta. Basta
con ver que su acción no puede ser defendida con base en las reglas que todos los demás es­
peran que siga. Esa capacidad de comportarse conforme a reglas y, al mismo tiempo, de ser
capaz de explicar por qué empleamos ese tipo de reglas y cómo funcionan, es lo que cons­
tituye la razón.
Es probable que alguna vez hayamos escuchado que el ser humano se distingue por su
capacidad de hacer uso de la razón, o que el ser humano es el único animal racional. ¿Qué
quiere decir eso? En una primera aproximación podríamos argumentar: “Decir que somos
racionales significa que tenemos conocimientos mediante los cuales podemos controlar y
modificar la naturaleza.” No es una mala respuesta si consideramos cómo, en unos cuantos
miles de años, la raza humana ha pasado de vivir en cuevas y alimentarse de raíces a los via­
jes espaciales y a la ingeniería genética.
Sin embargo, aunque los logros sean tan espectaculares, parece que los humanos no so­
mos los únicos capaces de desarrollar conocimientos para manipular la naturaleza o predecir
sus cambios y actuar en consecuencia. Por ejemplo, los castores son capaces de construir
pequeños diques y presas, y el sentido de orientación de algunas aves marinas puede adap­
tarse a cambios bruscos de temperatura por modificaciones en las corrientes marinas. Des­
pués de todo, no podemos excluir tan fácilmente a algunos animales del uso de la razón.
A pesar de todo, aún puede haber motivos sólidos para suponer que la razón es una carac­
terística propia de los seres humanos. Se puede explicar regresando a las conclusiones acerca
de lo que ocurre al jugar lotería: el uso de reglas junto con la capacidad de explicar cuáles son
las reglas que ponemos en marcha en cada caso.
Por ejemplo, el castor o el albatros pueden tener habilidades que nos impresionan y que,
más aún, no dependen del instinto, sino que demuestran una capacidad de aprender de los
errores y de incorporar experiencias nuevas, pero lo decisivo es que no pueden tomar con­
ciencia de cuáles son las reglas que ponen en operación al momento de actuar y, por lo tanto,
son incapaces de dar cuenta de que su comportamiento es el correcto precisamente porque
se basa en el seguimiento de reglas.
Si seguimos esta última idea tendríamos elementos para pensar que, por sí solas, las per­
sonas o las creencias que tienen las personas no son racionales ni irracionales, pues la razón
no es una propiedad natural, como tener los ojos verdes o el pie plano. Más bien, la razón se
refiere a la manera en la que nos relacionamos con nuestras creencias y deseos. Si somos ca­
paces de explicar las reglas con base en las cuales se forman nuestras creencias y deseos, y
mostrar que efectivamente nuestras creencias y deseos siguen los dictados de esas reglas, en­
tonces seremos racionales.
Por ejemplo, supongamos que el lunes, al regreso del fin de semana, nuestros compañe­
ros comentan: “Pedro se comportó de manera bastante irracional en la fiesta del viernes.” No­
sotros no pudimos ir, pero tampoco nos queremos perder la noticia y preguntamos por qué
dicen eso de Pedro. Entonces nos enteramos que en dicha fiesta Pedro se tomó una botella
de tequila, se puso necio enfrente de su pareja y terminó por vomitar en la sala.
Cuando conocemos los detalles somos capaces de decir por qué Pedro fue irracional. No
porque haya tomado tequila en lugar de whisky, sino porque, dadas ciertas reglas de urba­
nidad y cortesía, no hay manera de justificar las acciones ante sus amigos y su pareja. Acorde
a las reglas que indican el tipo de comportamiento que se espera de los invitados a una fiesta,
no hay manera en la que Pedro pueda justificar su creencia en la conveniencia de tomarse Henri de Toulouse-Lautrec,
una botella de tequila completa. Parej a en un bar, 1891.
Museo de Bellas Artes de
Incluso si aceptáramos que la razón es una forma de relacionarnos con nuestras creen­
Boston, Massachusetts,
cias y deseos a partir de reglas determinadas, y no una facultad que tengamos de nacimiento, Estados Unidos |© Latin
alguien podría preguntar: “Pero si las reglas cambian bastante de situación en situación, o Stock México.
aun entre distintos grupos de personas, ¿cómo podríamos encontrar reglas generales que
se aplicaran no sólo para el comportamiento en las fiestas, en el trabajo o en la escuela, sino
que valieran en distintas circunstancias?”
Esta pregunta es importante porque, a menos que encontremos esas reglas más básicas y
generales, habría la posibilidad de que patanes como el Pedro de nuestro ejemplo sostuvieran
que, después de todo, sí son racionales. Así, él podría decir que, si bien no siguió las reglas que
se esperan de un invitado a una fiesta, su propio comportamiento sí siguió ciertas reglas acer­
ca de lo que se espera del comportamiento valeroso y arrojado de un hombre.
Tal vez podamos burlarnos de la defensa que Pedro hace de sus acciones por considerar­
las ejemplo de un machismo rudimentario y sin excusa. Sin embargo, el problema de fondo
permanece: si no disponemos de reglas que nos permitan evaluar y criticar de manera pú­
blica los modos en los que nos relacionamos con nuestras creencias y deseos, entonces cual­
quiera podría recurrir a pretextos referentes a sus propias creencias o motivos privados para
justificar su acción y decir que es racional.
Las consecuencias de esta situación son bastante graves. Si todos afirman que su manera
de relacionarse con sus propias creencias y deseos es racional, entonces nadie sería racional.
Es como si cada quien, molesto por no ganar nunca en el juego de la lotería, inventara sus
propias reglas que le aseguraran ser siempre el ganador. A la larga, el juego de lotería, tal y co­
mo lo conocemos, desaparecería.
En este punto aparece el lenguaje de dos maneras distintas. Por un lado, una posición sos­
tiene que la razón, en efecto, no puede describirse simplemente como el hecho de tener creen­
cias y deseos de cierto tipo, sino que es una manera de relacionarnos con esas creencias y
deseos, de dividirlas en sus partes más simples o de combinarlas de la manera apropiada. En
ese proceso de “suma” y “resta” de nuestras creencias, el lenguaje desempeñará un papel im ­
portante porque nos permitirá identificar nuestras creencias generales y comunicarlas a
los demás. Para esta posición, el lenguaje es importante porque permite darle nombres pre­
cisos y estables a los contenidos de nuestras creencias.
Por otro lado, existe otra posición que también le da un lugar muy importante al lengua­
je en lo que se refiere a la explicación del modo en el que nos relacionamos con nuestras creen­
cias, pero, a diferencia de la posición anterior, se negará a suponer que el lenguaje se limita
a ponerle una etiqueta externa a creencias internas que aparecen en la mente. Por el contrario,
para esta otra perspectiva, el lenguaje es una forma de acción, la capacidad social de usar y
construir reglas desde las cuales creamos distinciones del tipo externo/interno. En otras pa­
labras, no hay una relación privada o interna con nuestras propias creencias que, en un m o­
mento posterior, se exprese mediante el lenguaje, sino que en el momento mismo en el cual
nos relacionamos con nuestras creencias y deseos para explicarlos y defenderlos, ya estamos
inmersos en el lenguaje bajo la forma de reglas que comparte una comunidad de personas.
Por ejemplo, podemos decirle a nuestros amigos que le hemos comprado un regalo a
nuestra pareja y seguramente nadie se extrañará por nuestra acción (a menos que el regalo sea
muy feo), pero si decimos que nuestra mano derecha le hizo un regalo a nuestra mano iz­
quierda, entonces probablemente pensarán que estamos haciendo una mala broma o que
estamos un poco locos. ¿Por qué? Porque las reglas que dictan el uso correcto de la palabra
“regalar” no depende de nuestro capricho, sino de un uso social que indica que “regalar” se
refiere a darle algo a otra persona.

3.3.1 El lenguaje com o herram ienta de la razón

¿Qué significa pensar? Es una pregunta difícil porque parece inevitable que, al tratar de res­
ponderla, mezclemos nuestros juicios de valor. Así, por ejemplo, alguien podría decir que si
estamos imaginando adónde nos invitarían a cenar sólo estamos perdiendo el tiempo con
fantasías y realmente no estamos pensando. Esa persona nos podría decir que sólo existe
pensamiento cuando tenemos en mente cuestiones realmente serias e importantes, como
el problema de la escasez del agua o definir el sentido de la vida.
Para no entrar en esos pantanosos terrenos podríamos utilizar la siguiente opción: em­
pezar por una definición de lo que no significa pensar y, a partir de ahí, encontrar una ca­
racterización mínima y básica del pensamiento. Este procedimiento es algo similar a lo que
hacemos con nuestros amigos cuando todos quieren salir, pero no saben a dónde. Es más
fácil ponerse de acuerdo si empiezan por descartar los lugares a los que no quieren ir, y poco
a poco se van poniendo de acuerdo en cuáles son los sitios que más les gustan a todos.
Para empezar con este procedimiento debemos preguntar: “¿Qué queremos decir cuando
afirmamos que una persona no piensa?” Por ejemplo, cuando después de ocurrido un acci­
dente automovilístico, ambos conductores se reprochan entre sí diciendo: “¿Es que no pien­
sas?” (entre otras cosas). ¿Por qué se dicen eso? Podríamos contestar que lo que quieren decir
es que la otra persona no se dio cuenta de las consecuencias de sus acciones, que no sabe
manejar, que no reparó en los otros coches que había alrededor, etc. ¿Y si hubiera pensado?
Bueno, pues se habría dado cuenta de las posibles consecuencias de sus acciones, hubiera
observado a su alrededor antes de dar vuelta, tomado la precaución de encender su direccio-
nal, etc. Es decir, habría calculado cómo el uso o el conocimiento de un objeto repercute.
En esa actividad de cálculo podemos encontrar una base general para llegar a un primer
acuerdo acerca de la característica básica del pensamiento. Desde este punto de vista, pen­
sar es combinar los conocimientos y creencias que tenemos acerca de los objetos. Por ejem­
plo, cuando reflexionamos sobre la escasez de agua en el mundo, realmente estamos pensando
porque a nuestro conocim iento actual de lo necesaria que es el agua para la vida le resta­
mos, aunque sólo sea como simple experimento mental, la disponibilidad del agua, y en­
tonces nos damos cuenta de cuál sería la situación que quedaría. Pero también pensamos
cuando imaginamos a qué lugar nos invitarán, pues a la imagen de una situación real (que
tenemos amigos) le sumamos las imágenes de posibles lugares a los que pueden invitarnos.
En otras palabras, pensar es como realizar una suma, una resta o una multiplicación.
La manera de entender el pensamiento como un proceso de cálculo fue expuesta por
Thomas Hobbes, un filósofo inglés del siglo x v i i . Sin embargo, para él — y para los propósi­
tos en este tema— la cuestión no era únicamente explicar en qué consiste el pensamiento,
sino explicar en qué consiste pensar bien y de manera correcta; es decir, en qué consiste
pensar racionalmente.
Por ejemplo, podemos pensar en que nos invitarán a cenar a un restaurante francés muy
exclusivo, pero sabemos que la persona que nos invita no tiene muchos recursos, y finalmen­
te sólo nos lleva a una taquería. No se puede poner en duda que pensamos, pues en realidad
hubo un proceso de combinación de imágenes (la invitación + la cena en el restaurante fran­
cés), pero las combinamos mal, como si hubiéramos sumado 2 + 2 y el resultado hubiera
sido 5. Si hubiéramos pensado correctamente nos habríamos dado cuenta de que no pode­
mos combinar la imagen de nuestro amigo pobre con la de una cena en un carísimo restau­
rante francés. Es decir, no pensamos racionalmente.
La razón, diría Hobbes, consiste en ser capaces de combinar de manera adecuada y co­
rrecta las imágenes y representaciones que tenemos de los objetos y los asuntos del mundo.
Del mismo modo que al realizar una operación matemática se supone que conocemos el
significado de los números y cómo realizar una suma o una división, que somos capaces de
explicar en qué consiste hacer una suma y por qué 2 + 2 siempre será igual a 4.
¿Dónde entra aquí el lenguaje? Precisamente cuando lo que tenemos que calcular no son
números, sino cuestiones acerca de nuestras acciones y de los objetos del mundo, como la es­
casez del agua y las invitaciones de los amigos. Ahí entra el lenguaje, pues mediante éste po­
demos asignarle un solo nombre estable a cosas y situaciones que comparten las mismas
características. Por ejemplo, restaurantes hay miles, pero cuando nos mencionan el nombre
“restaurante francés” imaginamos encontrar un lugar refinado y caro, aunque no conozca­
mos el restaurante concreto del que nos hablan, porque asociamos el nombre a las caracte­
rísticas ya mencionadas.
Es decir, el lenguaje, en primer lugar, nos permite disponer de nombres generales para re­
ferirnos a objetos diferentes, pero que comparten ciertas características básicas. Esto signifi­
ca, para seguir con nuestro ejemplo, que no existe algo así como “el restaurante francés”, sino
distintos restaurantes franceses, pero para hablar de ellos, para compararlos o para formarnos
expectativas sobre ellos se necesitan los conceptos generales tomados por medio del lenguaje.
Esta posición, para la cual sólo hay cosas particulares y que, por conveniencia, para com­
binarlas de manera racional, creamos nombres generales, es conocida como nominalismo.
Mary Iverson, Food Giant, Hobbes era un nominalista precisamente porque afirmaba que, sin los nombres generales
óleo sobre tela, 1996. (“casa”, “perro”, “restaurante”. ) no podríamos pensar racionalmente ya que confundiría­
Colección privada |
mos los detalles de las casas, los perros y los restaurantes particulares que hemos conocido.
© Latin Stock México.
Por lo tanto, nunca sabríamos cuáles son las características básicas y generales que tenemos que
combinar cuando pensamos en general en casas, perros o restaurantes.
En este último punto aparece la otra función que desempeña el lenguaje en una visión
de razón como la que nos presenta Hobbes. Mediante los nombres generales, las imágenes
mentales que tenemos acerca de las cosas pueden separarse del tiempo y del lugar en el que
sucedieron. Por ejemplo, cuando ocurre un accidente automovilístico siempre pasa en un
tiempo y en un lugar determinado, los conductores van vestidos de cierta manera, los autos
son de determinada marca, el choque se presentó en tal avenida, etcétera.
¿Cómo saber quién tuvo la culpa? ¿Qué conclusiones podemos sacar, como automovi­
listas, del accidente? Si sólo nos quedáramos con los detalles particulares es probable que nos
parezca un accidente entre otros o que lleguemos a conclusiones totalmente circunstancia­
les (por ejemplo, que conducir un sedán que tenga calcomanías de las “Chivas” provocará un
accidente). Pero si alguien nos dice: “La culpa del choque la tuvo el conductor que dio vuelta
sin antes poner su direccional”, entonces, según Hobbes, ya podemos combinar nuestras
representaciones de autos y choques de una manera que pueda aplicarse en distintas circuns­
tancias. Así, podemos razonar lo siguiente: “Cuando demos vuelta sin poner la direccional es
probable que se presente un accidente.”
Podemos hacer esto porque disponemos de nombres generales como “accidente auto­
movilístico” y “direccional”, y sabemos lo que significan independientemente de las circuns­
tancias en las cuales aparecen en la vida diaria accidentes automovilísticos y direccionales. Y
cuando alguien nos pida razones de por qué creemos que dar vuelta sin poner la direccio-
nal puede ocasionar un accidente automovilístico, somos capaces de combinar estos nom ­
bres generales para explicar cuáles serían las consecuencias de esa combinación en esce­
narios distintos.
Para Hobbes esto tiene una consecuencia muy importante: sólo podemos hablar de ver­
dad y falsedad porque contamos con los nombres generales que nos da el lenguaje. Podemos
explicarlo con el siguiente ejemplo: cuando alguien nos pregunta si es verdad que los dino-
saurios se extinguieron hace sesenta y cinco millones de años, en términos de experiencia
directa sólo podríamos quedarnos callados porque no estuvimos ahí, con un cronómetro o
un calendario, en el momento exacto en el que murió el último dinosaurio; por lo tanto, en
sentido estricto no podríamos decir si esa afirmación es verdadera o falsa.
Afortunadamente vienen en nuestro auxilio los nombres generales, que le dan un signifi­
cado estable a las palabras “dinosaurio”, “extinción”, así como a la práctica de fechar las eras
geológicas en millones de años. Es decir, gracias a que disponemos del lenguaje podemos
usar palabras como “marcas” o “señales”, que nos permiten identificar situaciones comunes o
comunicar a los otros acontecimientos en los cuales no estuvieron presentes.

3 .3 .2 La razón com o lenguaje

La postura anterior le da un lugar muy importante en el lenguaje al momento de explicar en


qué consiste la razón. Debido a que el lenguaje nos permite ponerle nombres generales y
permanentes a situaciones y cosas que aparecen en lugares y momentos distintos, pode­
mos establecer las características, rasgos y propiedades generales que en cada caso nos sir­
ven para “marcar” o “señalar” qué es lo que cuenta como verdad.
Si disponemos de esos señalamientos, entonces podemos entender cuáles son las re­
glas que utilizamos al momento de actuar y de pensar. Es decir, somos capaces de explicar a
otros (o a nosotros mismos) que no actuamos a tontas y a locas, sino que pensamos y ac­
tuamos conform e a lo que cuenta com o verdad en cada contexto. Para explicarlo, pode­
m os volver al ejemplo de Pedro, que vimos al inicio de este tema: mediante su conocimiento
del lenguaje él era perfectamente capaz de saber que la palabra “tequila” significa el nombre de
una bebida alcohólica cuyo consumo excesivo produce una intoxicación que impide pensar
y actuar con normalidad.
A partir de lo que le indica el significado de la palabra “tequila”, Pedro podía prever las
consecuencias de la acción de tomarse una botella completa; él habría sido capaz de darse
cuenta del tipo de acciones que hubiera cometido en caso de beberse toda la botella. Pero no
lo hizo, a pesar de conocer los significados de las palabras, por ello fue irracional. Su irracio­
nalidad consiste en que, a partir del significado de la palabra “tequila” que todos tenemos
por verdadero, Pedro no puede justificar su creencia de que tomarse toda una botella lo
llevaría a realizar acciones decorosas y decentes.
Esto quiere decir que las distinciones entre verdad y falsedad que elaboramos por medio
del lenguaje crean la posibilidad de seguir cursos de acción predecibles, en los cuales pode­
mos saber en cualquier momento qué estamos haciendo y por qué. Por ejemplo, si estamos en
la ciudad de México y tomamos un autobús hacia Zacatecas, y luego, mientras viajamos, ve­
mos por la ventanilla que las señales de caminos nos indican la llegada a Cuernavaca, Puebla
o Villahermosa, podemos concluir que el chofer actúa de manera irracional porque no se
sabe la ruta, o que los irracionales fuimos nosotros porque no revisamos bien a qué trans­
porte estábamos subiendo. Y eso lo podemos decir porque las definiciones verdaderas de
“ciudad de México” y “Zacatecas” nos permiten establecer la siguiente regla: el camino direc­
to de la primera ciudad a la segunda no pasa por Cuernavaca, Puebla o Villahermosa. En
otras palabras, la razón es la capacidad para seguir las reglas adecuadas en cada momento, y la
única manera de saber cuáles son las reglas y los momentos adecuados es a partir de los sig­
nificados que nos da el lenguaje. Las palabras son como las señales de caminos que nos indi­
can si vamos o no en la dirección correcta.
Hobbes pensaba que así funcionaba la relación entre razón y lenguaje. Pero parece que
las consecuencias de su posición apuntan todavía más lejos, porque si toda distinción o cla­
sificación depende de poner señales por medio de las palabras, entonces cuando distingui­
mos entre pensamiento y lenguaje como si fueran dos cosas diferentes ya tuvimos que dar
por sentado el trabajo del lenguaje que nos perm ite indicar en qué consiste la verdad de
la palabra “pensamiento” y en qué consiste la verdad de la palabra “lenguaje”. Es decir, sólo
pensamos, y es más, sólo pensamos racionalmente, porque el lenguaje nos da el mapa de
significados verdaderos que nos permiten distinguir entre varias creencias. En otras palabras,
el lenguaje es lo que nos permite pensar.
Tratemos de pensar en algo sin usar el lenguaje. Podríamos decir: “Perfecto, podemos
pensar en algo sin decir una sola palabra o sin hacer un solo gesto que delate en qué esta­
mos pensando.” Eso es cierto. Pero aunque no digamos lo que pensamos, estamos pensando
en algo determinado. Es decir, no nada más pensamos “algo”, sino que pensamos en una
rosa, una casa, una escuela, etc. Aunque pensemos en la imagen de la rosa, de la casa o de la
escuela, sin que intervengan palabras, a fin de cuentas sí sabemos que la imagen que tene­
mos es la de una casa y no la de una fábrica, y es porque conocemos el significado de las pa­
labras “casa” y “fábrica”.
Si realmente ocurre así, entonces el lenguaje no es una herramienta de la razón, como si
la razón fuera un amo que está dentro de nuestra cabeza dando órdenes que, para ser bien
entendidas, necesitan del lenguaje. Por el contrario, la razón no es más que la capacidad de
comportarse conforme a reglas que podemos construir e identificar gracias a que el lengua­
je nos permite hacerlo.
Esto es lo que pensó Johann Hamann, un filósofo alemán que vivió en el siglo x v i i . Él fue
un severo crítico de un movimiento cultural denominado Ilustración. La Ilustración propo­
nía que los hombres se guiaran exclusivamente por su propia razón y dejaran de lado las
creencias que habían recibido de la tradición o de las autoridades. Lo que molestaba a Ha­
mann de la Ilustración era que los defensores de este movimiento suponían que podían iden­
tificar las características y rasgos de la razón con total pureza; como si estuvieran filtrando
agua sucia y el resultado final fuera agua cristalina.
Esto último es algo que es posible si tenemos la herramienta indicada (un filtro o un des­
infectante), que es distinta al objeto sobre el que se aplica (el filtro produce agua limpia, pero
no es agua, podemos beber del filtro pero no podemos beber el filtro). Hamann dice que no
podemos hacer lo mismo cuando se trata de la razón porque no tenemos una herramienta
neutral desde el inicio del pensar que nos permita distinguir entre lo que es racional y lo que
es simple creencia infundada.
Desde luego, sí podemos distinguir entre lo que es racional y que no, pero en ese caso lo
hacemos a partir del lenguaje. ¿A qué se refieren nuestras creencias? A cosas y situaciones
que sólo podemos describir y entender por medio de palabras. ¿A qué se refiere la razón?
También a situaciones que sólo podemos describir y entender por medio de palabras.
Por ejemplo, ¿cómo le mostraríamos a alguien que es irracional creer en fantasmas? No
le podemos enseñar que el cuarto está vacío porque nos podría replicar: “Claro que no vemos
nada, los fantasmas son invisibles y no les gusta mostrarse ante escépticos.” No podría­
mos mostrarle su irracionalidad si nos atuviéramos sólo a lo que aparece ante la mirada.
Sólo es posible hacer la acusación de su irracionalidad si le mostramos que no puede darle un
significado preciso a la palabra fantasma y que, incluso si pudiera hacerlo, no puede usar
ese significado con las reglas mediante las cuales explicamos el mundo físico que nos rodea.
Si convencemos a esta persona de que los fantasmas no existen, eso no significa que le
hayamos quitado un contenido de la cabeza como si le quitáramos una basura del ojo. Lo
único que hemos hecho es cambiar la manera en la que él se relaciona con la palabra “fan­
tasma”. A lo m ejor sigue teniendo creencias sobre fantasmas: puede creer que los cuentos
de fantasmas son muy divertidos, pero, en este caso, la palabra “fantasma” aparece en un
contexto de reglas distinto al de la explicación del mundo físico: el contexto de la literatura.
En otros términos, no hicimos que nuestro amigo pasara de un lugar a otro, simplemente
cambiamos la manera en la que usa el lenguaje para relacionarse con sus creencias.

3 .4 EL LEN G uA JE Y LOS LEN G uA JES

Seguramente hemos pasado por una situación similar a la que se describe enseguida:
Un sábado por la mañana nos despertamos de buen humor, nos bañamos mientras ha­
cemos planes para el resto del día, vamos a desayunar, saludamos a todos con una sonrisa y de
repente le decimos a nuestra hermana o alguien con el que convivimos: “Pásame el cereal,
marranina.” Nuestra intención no fue otra que la de hacer un comentario jocoso, pero tal
vez ella está ese día un poco más susceptible que de costumbre y se levanta llorando, indig­
nada por el comentario que hicimos sobre su aspecto. Si hay más personas nos dirían que
somos unos groseros e insensibles. Y lo peor es que ni siquiera la intención fue insultarla.
En esos momentos uno desearía que el lenguaje fuera perfecto, sin malentendidos, que
no hubiera lugar para ninguna duda. En realidad se trata de un anhelo muy presente en la
cultura humana. Por ejemplo, es posible que recordemos el relato bíblico de la Torre de Babel,
en la que los hombres quisieron erigir una torre que llegara hasta el cielo. Dios castigó a los
constructores confundiendo sus lenguas de tal manera que no tardó en extenderse el desorden
debido a la incapacidad de entenderse unos con otros, confusión que motivó el abandono de
la empresa.
Ese relato expone la frustración generada por la incapacidad de comunicarse de manera
directa y sin malentendidos. ¿Existe un lenguaje que sea más “verdadero” o “correcto” que
otro? ¿Hasta qué punto el lenguaje depende de las formas de vida moldeadas por la tradición
y la costumbre? Si realmente ocurre así, ¿con base en qué podríamos criticar como irraciona­
les otras formas de vida? ¿Hay compromisos de racionalidad mínimos que nos obliguen a ad-

Pieter Brueghel el Viejo,


Torre de Babel, 1563.
Museo de Historia del Arte
de Viena, Viena, Austria |
© Latin Stock México.
mitir el uso de cualquier lenguaje? Este punto trata de explorar una perplejidad que casi
siempre salta cuando alguien se inicia en el estudio de la filosofía:“Si al parecer tratan de en­
señarnos teorías que explican cuáles son los supuestos que están siempre presentes en nuestro
trato con la realidad, ¿cómo podemos darle sentido a las experiencias particulares? Después
de todo, no vemos nada universal o necesario en las cosas que decimos o en los gustos que
tenemos.” Ese desconcierto — que es perfectamente normal— podría explorarse con base en
el cuestionamiento de cómo los lenguajes concretos que empleamos diariamente inclu­
yen conceptos a los cuales se les suele atribuir un carácter universal: “razón, verdad, justicia”.

3.4.1 El lenguaje com o espejo

Si colocamos un espejo frente a la mesa de nuestra habitación notaremos que refleja fiel­
mente cada una de las cosas que están frente a él. Si en la habitación hay tres jarrones, el es­
pejo reflejará tres jarrones; si hay dos libros reflejará dos libros, y así sucesivamente. Es decir,
a cada una de las cosas existentes en el mundo le corresponderá una imagen en el espejo.
Hay una concepción del lenguaje que ha tomado este modelo del espejo para explicar
cómo se relacionan las palabras con las cosas del mundo. Así, como vemos una relación di­
recta, de uno a uno, entre el objeto y la imagen reflejada, existe también una relación de co­
rrespondencia entre las palabras y las cosas del mundo.
Volviendo al ejemplo del espejo, quizá podríamos decir que no siempre ocurre así. Si el
espejo está sucio o roto, esto provoca que la imagen reflejada sea borrosa o que muestre varias
imágenes distorsionadas de la cosa, como cuando el espejo está astillado y cada uno de los
pedazos funciona como si fuera un pequeño espejo independiente. En principio, si limpia­
mos el espejo o lo reparamos, entonces seríamos capaces de comprobar que vemos una co­
rrespondencia plena entre objeto e imagen.
Algo similar ocurre con el lenguaje. Frecuentemente nos equivocamos en el uso de las pa­
labras, no entendemos lo que los otros nos quieren decir o el significado de sus palabras nos
parece oscuro y hasta con un doble sentido. ¿Cómo evitar esa confusión? Revisando nues­
tro lenguaje para quitarle los elementos que pertenecen a la cultura en la que se usa, la ma­
nera de hablar de la persona que lo emplea, los distintos significados que ha adquirido una
palabra a lo largo del tiempo y que la costumbre ha vuelto perfectamente normales. Como si
limpiáramos un espejo para que las palabras correspondan directamente a una sola cosa sin
que haya lugar para otros significados posibles.
Esta correspondencia permitiría hacer posible el sueño de la Torre de Babel. A pesar de
que en nuestra vida cotidiana empleamos lenguajes distintos, o incluso palabras diferentes
para referirnos a la misma cosa, en principio existiría la posibilidad de crear un lenguaje per­
fecto que se elevara por encima de todos los demás lenguajes particulares y que permitiera
entenderse sin confusión alguna.
¿Es esto posible? Muchos filósofos han pensado que sí. Por ejemplo, Platón, a quien ya
mencionamos anteriormente. En L a República, uno de sus diálogos más conocidos, sostuvo
que a las cosas que poseen el mismo nombre les corresponde una misma forma; es decir, un
mismo conjunto de propiedades fundamentales que las distinguen de todas las demás. Por
ejemplo, empleamos la palabra “perro” para referirnos a animales muy diferentes: pastor ale­
mán, chihuahueño, bulldog y otros. ¿Por qué nos referimos a ellos con la misma palabra si
sus tamaños, colores y temperamentos son tan diferentes? La sugerencia de Platón es que
utilizamos la misma palabra (“perro”) para referirnos a ellos porque, a pesar de las diferencias
superficiales, comparten un mismo conjunto de características básicas que los distinguen de
otros animales, como los gatos.
Si seguimos esta idea a partir de las sugerencias de Aristóteles, quien fue uno de los princi­
pales discípulos de Platón, y volviendo al ejemplo de la palabra “perro”, podríamos decir que
las diferencias de tamaño o de carácter entre ellos son sólo accidentes; es decir, características
menores que se añaden a los rasgos principales que definen lo que el perro es (como el he­
cho de tener cierto tipo de patas y de dientes), y que están presentes en cualquier perro. El
conjunto de estas características básicas que siempre vamos a encontrar en cualquier indi­
viduo es la sustancia.
Al recordar las clases de español que tomamos en la primaria, esto no tendría que ser
difícil, pues nos han dicho que los sustantivos se refieren a los sujetos de la oración (pluma,
elefante, lentes, etc.) de los cuales se predican cosas. Es decir, cada sustantivo expresa una
sustancia, el conjunto de características esenciales que definen lo que un objeto es.
Si pudiéramos eliminar los accidentes de las palabras que utilizamos, de la misma manera
que separamos las piedras de los frijoles antes de cocerlos, entonces nuestro uso del lengua­
je sería tan fluido y sin sobresaltos como comerse unos frijoles perfectamente limpios, pues
habría una correspondencia perfecta entre las principales formas que adopta la realidad y
las palabras mediante las cuales nos referimos a esa realidad.
Si esta idea del lenguaje como espejo es complicada o extraña, tal vez la manera en que
la expuso San Agustín pueda ayudarnos, pues él muestra lo cercana que está la idea del es­
pejo a la comprensión que nuestro sentido común tiene del funcionamiento del lenguaje.
Esta idea está presente en la obra de San Agustín Las confesiones. En el lenguaje, las palabras
se refieren a objetos. Si digo “perro” puedo señalar al animal llamado perro; si alguien me
pregunta qué es una silla, puedo señalar el mueble que recibe el nombre “silla”; y así podría­
mos continuar con otros ejemplos del mismo tipo. El punto importante es lo clara y natural
que parece esta manera de entender el lenguaje: las palabras que utilizamos son un reflejo
del mundo porque cada una de ellas señala un objeto particular y determinado. El signifi­
cado de una palabra depende de la referencia al objeto que señala; por ejemplo, el significado
de “mesa” es el objeto-mesa.
Más aún, podemos darnos cuenta de lo enraizada que se encuentra esta idea del lenguaje
en nuestro sentido común si revisamos la manera en la que se suele enseñar un idioma ex­
tranjero. Los libros de texto para aprender inglés, francés o algún otro idioma, nos muestran
imágenes en las cuales aparecen objetos y situaciones de la vida diaria, y aparecen recuadros
que señalan los nombres que tienen en ese otro idioma los objetos que nos resultan fami­
liares. Como si a cada objeto o a cada acción le correspondiera una sola palabra que expre­
sara su significado, por lo que basta con aprender esas palabras para manejar correctamente
el idioma que venga al caso. Si seguimos esta sugerencia, el lenguaje sería como un enorme dic­
cionario en el que cada palabra tendría un significado preciso que se obtiene a partir de la
identificación del objeto al que se refiere.

3 .4 .2 El lenguaje com o acción

Si hoy viéramos el programa P laza Sésam o tal vez sonreiríamos al ver los muñecos que
aparecen ahí, pero quizá no nos sentiríamos atraídos a ver todo el programa por con­
siderarlo aburrido. ¿Por qué? Probablemente contestaríamos: “Es que no ocurre nada. Todo
el tiempo están diciendo ‘la manzana es roja, ‘el globo es redondo’ y cosas por el estilo.” Para
decirlo de otro modo: el lenguaje de los personajes de Plaza Sésam o es monótono porque se
limita a enunciar cómo aparecen las cosas en el mundo y deja de lado las otras cosas que, de
hecho, hacemos con el lenguaje: contar chismes y chistes, declararle nuestro amor a otra
persona, escribir poesía y muchas acciones más. Esto no quiere decir que el modo de usar el
lenguaje en P laza Sésam o es falso o inútil, sino que es demasiado reducido porque sólo hace
referencia a una de las muchas acciones que podemos realizar por medio del lenguaje: des­
cribir qué cosas están en el mundo. Podríamos decir que la postura que considera el len­
guaje como un espejo de la realidad sólo sería válida si viviéramos en Plaza Sésamo, si toda
nuestra acción consistiera en decir: “la mesa es cuadrada”, “veo tres círculos azules”, “Paco es
más alto que Pedro”, y cosas por el estilo.
Si realmente queremos entender cómo funciona el lenguaje en la vida cotidiana (y en eso
consiste buena parte de la tarea del filósofo: dejar en claro cómo operan cosas que damos
por descontado), existen motivos para sugerir que el lenguaje no es un espejo de la reali­
dad. Por el contrario, el lenguaje es acción. Cuando le decimos a alguien: “Préstame veinte
pesos, mañana te los pago”, no le estamos describiendo cómo son los billetes de veinte pesos
ni explicando lo que ocurrirá el día de mañana. Más bien, estamos haciendo una promesa.
Si queremos saber cuál es el significado de una palabra, entonces tenemos que ver cómo
se usa esa palabra. El significado depende del uso. Por ejemplo, supongamos que recibimos
la visita de un amigo extranjero que desea aprender español. Cuando tenga dudas sobre el
significado de palabras como “perro” o “mesa” podemos explicárselo señalando los objetos a
los cuales nosotros les llamamos “perro” y “mesa”. Pero ahora imaginemos que ese mismo
amigo nos pregunta por el significado de la expresión “chale”. ¿Qué podríamos señalar si ni si­
quiera nosotros empleamos el término “chale” de una sola manera? En ocasiones usamos la
palabra para indicar hartazgo (“ya chale con el mismo cuento”), y otras veces la empleamos
como una palabra que indica contrariedad (“chale, volvió a perder el Atlas”). Pero, dejan­
do de lado la manera en la que nos describimos a nosotros mismos, el punto importante del
ejemplo anterior es que la mayoría de las palabras de nuestro lenguaje no corresponden a ob­
jeto alguno y, por lo tanto, sólo podemos comprender su significado si examinamos cómo las
utilizamos en determinadas situaciones.
Esta idea de que el significado no es más que el uso de las palabras aparece en la obra del
filósofo Ludwig Wittgenstein, en su libro Investigaciones filosóficas. Wittgenstein también
llamó la atención sobre el hecho de que el contexto determinado en el que se usa la palabra
y adquiere significado nunca puede ser único. Por el contrario, las situaciones en las que una
palabra se usa de cierto modo son múltiples, como ya se sugirió en el ejemplo del significado
del término “chale”.
Hasta el momento hemos hablado del lenguaje como si fuera un solo objeto que, en todas
las circunstancias y en todos los usos, tuviera las mismas funciones y características, pero si
seguimos la indicación de Wittgenstein, más bien lo que hay son juegos de lenguaje. Los
juegos de lenguaje son el conjunto de reglas que, dentro de un contexto determinado, nos se­
ñalan cómo usar las palabras y, por lo tanto, cuál es su significado.
Por ejemplo, si estamos jugando baloncesto y uno de los espectadores grita “penalti”
cuando estamos a punto de encestar, todos tienen derecho a callarlo y a decirle que no sabe
de lo que habla. El otro podría replicar: “Es penalti porque tocó la pelota con la mano den­
tro del área.” Podrían explicarle que esa regla y el concepto mismo de “penalti” sólo tiene
significado dentro del contexto del futbol y que no se usa para referirse a las acciones del
basquetbol. No se está diciendo que la palabra “penalti” es falsa o que no tiene referente al­
guno. El punto que se le debe hacer ver es que no existe un lazo permanente que siempre se
cumpla entre el significado de la palabra “penalti” y la acción de tocar una pelota con la mano.
Esa referencia sólo es válida dentro de las reglas de juego que definen el futbol y sólo com­
prendemos su significado si sabemos cómo usarlas dentro del contexto de este deporte.
La idea de Wittgenstein es que lo mismo ocurre con el lenguaje. Las palabras no tienen
un significado único que refleje, como lo haría un espejo, la verdadera naturaleza de la cosa
a la cual se refiere. Por el contrario, el significado de las palabras siempre está en función de
cómo se usan de acuerdo con las reglas que
definen un contexto determinado. De tal m o­
do, una palabra puede tener tantos signi­
ficados como usos dentro de distintos con­
textos.
Eso tiene una consecuencia muy impor­
tante para la manera de comprender el len­
guaje: el lenguaje ideal no existe. Es imposi­
ble construir un lenguaje en el que no haya
lugar para distintas interpretaciones y m a­
lentendidos. Esto no se debe a que los seres
humanos seamos limitados o a que la cien­
cia no esté lo suficientemente avanzada. Se
debe a que nosotros mismos actuamos y crea­
mos contextos diferentes: el de la ciencia, de
la escuela, de la familia, de la literatura, de los
deportes, etcétera.
¿De qué dependen las reglas que definen
cada juego de lenguaje? De la fo rm a de v ida,
es decir, de las costumbres y los hábitos que
comparte una comunidad de personas. Por
sí sola, una regla no es válida hasta que un
conjunto de personas la considera una regla
válida al usarla repetidamente como punto
de referencia. Por ejemplo, tal vez hemos no­
tado que en los puntos de la ciudad en los
que hay un altar a la Virgen, la gente no tira
basura ni raya las paredes. ¿Por qué actúan así a pesar de que no haya un letrero que indique Henri Rousseau,
la regla explícita: “no tirar basura”? Porque es la manera en la que hemos aprendido a com­ Futbolistas, óleo sobre
tela, 1908. Museo
portarnos respecto a ese objeto — el altar a la Virgen. Por sí mismo, el objeto no significa
Guggenheim, Nueva
limpieza ni civilidad, pero el significado que tiene (al menos dentro de comunidades ma- York, Estados Unidos |
yoritariamente católicas) determina ese modo de comportamiento. © Latin Stock México.
Lo mismo ocurre con los juegos de lenguaje. Éstos aparecen y se diversifican porque hay
diferentes formas de vida que aparecen, se extinguen y se renuevan, y con ello también traen
maneras distintas de usar las palabras. Hacemos cosas diversas, con reglas distintas y, por lo
tanto, la manera de aprender el uso de esas variantes crea descripciones y lenguajes dife­
rentes, sin que podamos decir cuál es el lenguaje más correcto o más verdadero. En todo caso,
lo correcto y lo incorrecto, la verdad y la falsedad, dependen de las reglas, los usos lingüís­
ticos que definen lo correcto y lo incorrecto, así como lo verdadero y lo falso en cada juego
de lenguaje.
Por ejemplo, puede no gustarnos el futbol o el baile, y podemos dar razones de nuestro
desagrado, pero no podemos afirmar que el futbol o el baile son falsos, pues si nos pregun­
tan: “¿Respecto a qué son falsos?”, no podríamos señalar algo que se encuentre fuera de
cualquier juego de lenguaje. Tal vez, para proseguir con el ejemplo, podríamos señalar: “Son
falsos respecto a la naturaleza humana. Los músculos y la razón humanas están natural­
mente diseñados para fines más elevados que moverse como monos o correr tras una pelo-
tita.” Sin importar que nos crean o no, para explicar nuestra posición necesitaríamos definir
cómo usamos los términos “naturaleza humana” y “fines más elevados”. Es decir, tendría­
mos que explicar que no usamos esos conceptos de manera arbitraria y caprichosa, sino
según reglas que reconocemos en distintos contextos (por ejemplo, cuando señalamos que
el genocidio es un atentado contra la “naturaleza humana”) y que sólo son válidas para
quienes comparten nuestra misma forma de vida. En otras palabras, sólo somos capaces
de definir qué entendemos por “naturaleza humana” y “fines más elevados” desde los lími­
tes que impone nuestro propio juego de lenguaje.
¿Pero es realmente un límite? Hasta ahora hemos utilizado esa palabra para señalar cómo
el significado de las palabras, su capacidad para darnos a entender algo, depende de la forma
de vida en la que se usan. Pero en un sentido estricto, la idea de “límite” es demasiado res­
trictiva. Por ejemplo, si queremos salir a pasear o a jugar y de repente cae una fuerte tormen­
ta que nos impide salir, sí podemos decir que la tormenta nos limita, porque nos quita la
posibilidad de realizar ciertas acciones.
En el caso de los juegos de lenguaje ocurre algo muy distinto. Es cierto, el juego de len­
guaje al que pertenecemos pone límites a aquello que podemos decir, a los significados de
nuestras palabras, pero precisamente por eso hace posible nuestra comunicación, nuestro
pensamiento y nuestra acción. Si cada quien se refiriera a las cosas o a las palabras como se le
diera la gana, seríamos incapaces de comunicarnos o de tener un pensamiento estable. Por el
contrario, el juego de lenguaje establece una regularidad que permite entendernos con los
demás, así como con nosotros mismos. Por eso Wittgenstein sostuvo que los juegos de lengua­
je son distintos entre sí, sin que podamos decir que haya unos más verdaderos o más racio­
nales que otros, pues “verdad” y “racionalidad”, tomadas por sí solas, son expresiones vacías
que no indican cómo actuar ni cómo juzgar. “Verdad” y “racionalidad” sólo tienen conteni­
do y nos dicen cómo proceder respecto a las acciones y a las palabras cuando adquieren un
uso determinado dentro de un juego de lenguaje concreto.
Cuando olvidamos que el significado de cualquier palabra está dado por el contexto en el
que se la emplea, surge entonces la tentación de creer que hay lenguajes más verdaderos, más
racionales o más correctos que otros. Por ejemplo, si suponemos que todo lo podemos expli­
car o justificar a partir del lenguaje religioso o del científico, estamos mezclando distintos jue­
gos de lenguaje; como si de repente empezáramos a marcar penaltis en el básquetbol.
Un ejemplo de la confusión entre juegos de lenguajes aparece, por ejemplo, cuando nos
preguntamos por la existencia de Dios. Creemos que esta pregunta tiene sentido y que es po­
sible responderla porque nos hemos acostumbrado a que el lenguaje científico indague
constantemente acerca de la naturaleza de las cosas: “¿Existe vida inteligente en las lunas de
Júpiter?”, “¿existen dinosaurios vivos en África central?” La ciencia puede contestar con un ro­
tundo “No” porque, de acuerdo con la manera de usar las palabras “vida inteligente” en la
exobiología, o la palabra “dinosaurio” en la paleontología, no pueden satisfacer las reglas
que la disciplina científica utiliza para determinar que algo existe.
En cambio, cuando hablamos de Dios o de la vida después de la muerte entramos de lle­
no en el juego de lenguaje de la fe, en el cual el término “existencia” se utiliza de manera to­
talmente distinta a como se usa en la ciencia. Una confusión similar ocurriría si quisiéramos
explicar los acontecimientos del mundo natural con los términos “pecado”, “salvación” o “es­
peranza”. No es que estos últimos sean menos verdaderos que los utilizados por las ciencias,
sino que en el contexto del trabajo científico no hay reglas que permitan su uso.
Uno de los propósitos de Wittgenstein al recordar que el lenguaje depende siempre de
la forma de vida en la que se usa un juego de lenguaje particular, era mostrar que el len­
guaje no es más que una herramienta. Si se ha seguido de manera atenta la exposición de
este capítulo, nos podemos preguntar con molestia: “¿Acaso en el primer tema, sobre len­
guaje y mundo, no se sugirió que el lenguaje no es un instrumento?” Y tendríamos toda
la razón. El punto que es necesario aclarar ahora es cómo usa Wittgenstein el término
“herramienta”.
Lo que se puso en tela de juicio en el primer tema era que el lenguaje fuera una herra­
mienta mediante la cual el pensamiento le otorgara un nombre a los objetos del mundo para
así identificarlos con facilidad. En cambio, para la idea que se expone aquí, “pensamiento” y
“objetos del mundo” son también sólo palabras que se usan dentro de ciertos juegos de len­
guaje para explicar determinados procesos o eventos.
No hay significados que les pertenezcan por sí solos a los objetos o que habiten en la
mente de los sujetos, ésa sería la sugerencia de Wittgenstein. Lo único que hay son ciertos
modos de usar las palabras en ciertas situaciones. Si quisiéramos encontrar el significado de
las palabras sin nunca preguntarnos por cómo se usan ellas mismas, entonces estaríamos
totalmente desorientados. Es como si nos entregaran una caja de herramientas o de instru­
mental médico que nunca antes hemos visto y, a partir de la sola observación, tratáramos de
descubrir su significado. El resultado es que no sabríamos qué son, porque no sabríam os
cóm o usarlas. Tal vez se nos ocurriría usar alguna herramienta para aplanar la carne o para
untar mantequilla. Si posteriormente alguien nos dijera que nuestro aplanador de carne es
en realidad un martillo, y que nuestro cuchillo para mantequilla se trata de un bisturí, no po­
dría decirse que descubrimos su significado verdadero. Simplemente, su significado cam­
bió al entrar en otro juego de lenguaje.
Como colofón, tendríamos que señalar cómo la idea de Wittgenstein acerca de los jue­
gos de lenguaje transforma la manera de entender esa actividad que se llama filosofía. Desde
este punto de vista, la filosofía no sería ese intento de explicar la naturaleza profunda de las
cosas, esas características que nadie ve, pero que siempre acompañan a los objetos y que
seguirán aquí incluso después de que hayamos muerto.
Por el contrario, la filosofía sería una actividad para disolver las equivocaciones en las
que nos vemos atrapados por confundir diferentes juegos de lenguaje. Nos mostraría que al­
gunas preguntas como: “¿Existe un alma inmortal?”, “¿qué es el tiempo?” o “¿es cognoscible
el ser?”, son el resultado de mezclar y confundir usos distintos de las palabras en nuestro len­
guaje. Desde este punto de vista, un problema filosófico sería muy similar a creer que una
consola de juegos Xbox está descompuesta o es una porquería porque no reconoce un disco
de Playstation. La manera de resolver el problema sería recordar que distintos sistemas de
videojuego no son compatibles.

3.5 LEN G u A JE E IDENTIDAD PERSO NAL

Si hemos seguido la argumentación desarrollada en los temas anteriores, tenemos algunos


elementos para poner en duda la idea de que el mundo es la suma de todas las cosas indi­
viduales y que éstas tienen ya un significado, la sugerencia de que la razón es una misteriosa
facultad que habita en la mente y que crea el lenguaje, así como la idea de que hay un len­
guaje más importante que el resto de los juegos de lenguaje que empleamos en nuestra vida
cotidiana. No se trata de convencer de la verdad de una posición filosófica; simplemente
queremos aportar elementos para ver de otra manera cosas de nuestro entorno que todos so­
lemos pasar por alto, y así darnos cuenta de su importancia. Podríamos decir que de eso
trata, precisamente, la filosofía.
Sin embargo, es posible que los temas que hemos tocado convenzan, pero en el fondo re­
sulten indiferentes porque se refieren a asuntos de los que únicamente solemos hablar cuan­
do nos ponemos serios: la razón, el mundo, los lenguajes y otros.
¿Qué ocurriría si empleáramos los problemas y conceptos que hemos presentado para
pensar en aquello que somos? ¿Qué ocurriría si observáramos nuestra propia vida desde los
temas aquí tratados?
Tal vez creamos que todo lo mencionado antes respecto al lenguaje no tiene nada que
ver con nosotros. Después de todo, sabemos quiénes somos, cuáles son nuestros gustos y
creencias, y hasta conocemos nuestro lugar en la vida. Cuando somos estudiantes y el pro­
fesor pasa lista, al decir nuestro nombre o número de lista, levantamos la mano o decimos
“presente”. De la misma manera, ahora se nos podrá ocurrir (como Thomas Hobbes decía)
que las palabras sirven para referirse a objetos. Pero nosotros no somos un objeto. Objeto
será el pupitre o el pizarrón. Nosotros somos una persona. El hecho de responder cuando
el profesor dice nuestro nombre o número de lista, no quiere decir que seam os sólo ese nú­
mero o ese nombre.
Éste es un claro ejemplo de por qué la concepción referencialista del lenguaje, que hemos
examinado en los temas anteriores, no se sostiene en todos los casos, al menos no cuando lo
que está en discusión es precisamente la identidad; es decir, aquello que nos define como un
individuo distinto de los demás.
Entonces, si la concepción referencialista del lenguaje no se sostiene en el caso de nues­
tra identidad, ¿qué se sostendría entonces?; ¿los juegos de lenguaje que son, a su vez, el reflejo
de una forma de vida? Tenemos buenas razones para pensar que puede ser así. Sin embargo,
si hemos aceptado que todo significado depende del uso de las palabras dentro de esa forma
de vida, ya no hay manera de dar marcha atrás y suponer que existe algo (nuestra identidad,
en este caso) cuyo significado no depende del uso del lenguaje. Es como cuando aceptamos
las reglas de un juego. Si vamos perdiendo no podemos decir “ya no juego”. Tenemos que
atenernos a las reglas que hemos aceptado.
Diego Velázquez, La Venus Algo similar ocurre con nuestra identidad. Si creemos que nuestras acciones y creencias
del espejo, óleo sobre más profundas que definen lo que somos son mucho más ricas y complejas que lo que puede
tela, 1647-1651. Galería ... , , ...
indicar un número o un nombre en una lista, entonces tenemos que aceptar que nuestra
Nacional de Londres, ^ r -i
Londres, Ingkterm | identidad depende de la manera en la que las acciones y creencias con las que nos identifi-
© Latin Stock México. camos se describen y adquieren significado en la comunidad a la que pertenecemos.
Podríamos decir que hay dos maneras de entender la identidad y su relación con el len­
guaje: la del aguacate y la de la cebolla. En el caso del aguacate, debajo de la cáscara y la pul­
pa está el hueso (bastante grande, por cierto), el cual permanece aunque nos comamos el
aguacate. Si comprendemos la identidad a partir del aguacate tendremos una descripción en
la cual el número de lista que podemos tener ahora (o el que tuvimos en la primaria), el lugar
donde acostumbramos sentarnos en el salón, la ropa que nos gusta ponernos o los progra­
mas de televisión que preferimos son como la cáscara y la pulpa del aguacate: la envoltura
que puede cambiar, que puede ser más o menos dura, tener chipotes o no. Pero existe un
hueso duro que permanece a través de los cambios, así como supuestamente hay una iden­
tidad propia que sobrevive a todas las transformaciones de nuestra vida.
Por otro lado, tenemos la imagen de la cebolla. Podemos quitarle una capa a la cebolla y
debajo de aquella encontraremos otra capa, y si le quitamos esa encontraremos otra capa
más y después otra; así sucesivamente. En el caso de la cebolla sólo encontraremos capas,
nunca un hueso duro y permanente. Si pensamos así nuestra identidad, nos daremos cuen­
ta de que todas las acciones que realizamos, las creencias que tenemos, nuestros gustos
musicales o cinematográficos, por insignificantes que parezcan, definen aquello que somos.
Son como las capas de una cebolla, pues no existe una que sea más importante que otra.
Alguien podría replicar que para definir nuestra identidad es más importante nuestro
primer amor o nuestro primer trabajo que, por ejemplo, la fila en la que nos sentábamos en
la primaria o la ropa que nos ponían cuando éramos niños. Pero, desde esta perspectiva,
todo depende del juego de lenguaje en el que estemos situados: si es el laboral, desde luego
que es más importante nuestro primer trabajo. Pero si es el de nuestra vida personal, bien
puede darse el caso que sea más importante la fila en la que nos sentábamos; por ejemplo,
no tiene el mismo significado para nuestra vida sentarnos en la fila de atrás porque era el
lugar asignado a los alumnos menos estudiosos, que sentarse en la fila de atrás por orden de
estatura.
No hay una manera sencilla de elegir cuál es la forma más apropiada de comprender la
identidad. En un principio puede parecer más heroico tomar la figura del aguacate, porque
representa la imagen de una identidad firme, que se mantiene contra viento y marea. No
importan los castigos, los reveses de la fortuna o la incomprensión de quienes nos rodean:
nuestra identidad se mantiene inmutable. ¿Señal de un carácter fuerte? Sí. Pero por su misma
fortaleza y firmeza sería también una identidad incapaz de cambiar y transformarse cuando
las circunstancias lo requieran.
¿Qué pasa si a nuestra pareja le hemos jurado amor eterno y tiempo después conocemos
a alguien que nos comprende mejor y que nos quiere más? Si nuestra identidad es la de al­
guien fiel y leal hasta la muerte, entonces estaremos condenados a vivir con alguien a quien
realmente no amamos por la sencilla razón de que somos incapaces de modificar ese núcleo
duro, ese hueso de aguacate que es nuestra identidad.
Ante tal planteamiento parecería más apropiado optar por la figura de la cebolla como
analogía para pensar la identidad. No sólo porque parece más indicada para mostrar la ma­
nera en la cual los juegos de lenguaje cambian de contexto a contexto, sino porque, al mismo
tiempo, nos da, supuestamente, una imagen más real de cómo se forma nuestra identidad.
Esto último se debe a que, usualmente, nuestras creencias y deseos no permanecen igual a
lo largo del tiempo, sino que cambian con tanta frecuencia como lo hacen las capas de la ce­
bolla, dando lugar a nuevas creencias y deseos, tanto a lo largo del tiempo como en las distin­
tas situaciones en las que nos movemos (por ejemplo, nuestra identidad no es la misma
ante nuestros padres que ante nuestros amigos).
Pero hay algo incómodo en la descripción de la identidad a partir de la imagen de la ce­
bolla. Sí, es cierto, nos ofrece una identidad capaz de inventarse a sí misma en cada momento
(así como podemos quitar otra capa de la cebolla). No obstante, así como cada nueva capa
de la cebolla es la última hasta que la rem ovemos, lo mismo ocurre con nuestra identidad. La
identidad que tenemos, el apego a las cosas que consideramos más importantes para no­
sotros, que definen mejor quiénes somos, puede ser descrita de un modo enteramente nue­
vo y distinto dependiendo del juego del lenguaje en el que estemos.
Las posibles consecuencias de este probable vínculo entre lenguaje e identidad son muy
importantes. Si la identidad depende de la manera en la que se usa el lenguaje, y si el uso del
lenguaje no depende más que de las formas de vida que siempre están en constante cambio,
entonces la identidad estaría siempre en constante transformación, no sería algo fijo.
A continuación presentamos el desarrollo de las dos opciones que se han sugerido en los
párrafos anteriores: la identidad-aguacate y la identidad-cebolla. Se subrayará la manera en
la que cada una de ellas depende de cierta toma de posición respecto al lenguaje, y lo personal
que puede llegar a ser la reflexión sobre el lenguaje.

3.5.1 Conocerse a sí mismo

En el diálogo de Alcíbiades, Platón presenta a Sócrates como alguien que quería sacar a los
hombres del cómodo conformismo que les hacía seguir actitudes y comportamientos por
la simple costumbre. Sócrates trataba de sembrar en los hombres una inquietud: “Conócete
a ti mismo.”
Esta idea de conocerse a sí mismo significa que los seres humanos no deben contentarse
con vivir de acuerdo con costumbres ya establecidas, sino esforzarse por vivir de acuerdo con
la característica principal que todos los seres humanos comparten y que los define como
tales: la razón. Lo que supone el mandato “conócete a ti mismo” es que, a pesar de las dife­
rencias físicas o de posición social que hay entre nosotros, en el fondo todos tenemos una
misma identidad, una misma característica necesaria que nos define: la razón.
¿Qué tiene que ver esto con el lenguaje? Al parecer nos desviamos de nuestro tema y entra­
mos en los terrenos de la epistemología o de la ética. En la filosofía del mundo antiguo, y en los
inicios de la filosofía moderna, el lenguaje es un asunto que, por regla general, entra por la
puerta de atrás. Esto quiere decir que cuando se habla del lenguaje en estos periodos de la his­
toria de la filosofía, casi siempre es para ilustrar o explicar preguntas que supuestamente son
más importantes: ¿cómo conocemos?, ¿qué cosas existen en el mundo?¿cómo debemos com­
portarnos?
En la cuestión de la identidad, las cosas no cambian mucho. El lenguaje será útil para en­
tender qué es aquello que tenemos que conocer para conocernos a nosotros mismos, pe­
ro el contenido real de ese conocimiento, según esta posición, no depende de la manera en la
que usamos el lenguaje.
Para exponer esta relación entre lenguaje e identidad personal examinemos una forma de
pensar que, aunque distinta a la de Platón, retomó la idea de la necesidad de conocerse a sí
mismo, entendida como la necesidad de conocer la identidad auténtica que nos es común
para, así, poder llevar una vida digna de ser llamada vida humana.
Empecemos por plantear la siguiente situación. En ocasiones nos hemos sentido tristes,
molestos o frustrados. Por ejemplo, porque murió algún familiar, porque la persona que nos
gusta no nos quiere o porque perdió nuestro equipo favorito. Seguramente hemos sentido
entonces que el mundo es un lugar cruel y solitario, como si los acontecimientos estuvieran
en nuestra contra (incluso podemos llegar a exclamar: “¡Esto sólo me pasa a m í!”).
¿Pero quién creemos que somos para suponer que el mundo se comporta según nuestras
preferencias deportivas, gustos sentimentales o afectos familiares? Somos sólo un individuo
entre millones; estamos hechos de carne y
hueso y, por lo tanto, nos vamos a morir; no
somos el primero al que no le hacen caso, ni
el primero al que se le muere un ser queri­
do. En otras palabras, no somos el centro del
mundo. Más bien, somos sólo una parte de él.
Cuando nos entristecemos o nos enoja­
mos por sucesos como los antes menciona­
dos, lo que ocurre es que olvidamos nuestro
lugar en el mundo e imaginamos que lo que
ocurre en él depende de nosotros o está en
función de nosotros. Sin embargo, eso no es
así. De nosotros depende a qué equipo le va­
mos, pero no depende de nosotros que gane
o pierda; podemos elegir qué tipo de perso­
na nos gusta, pero no depende de nosotros
que le gustemos a esa persona; depende de
nosotros querer a una persona, pero no que
esa persona sea mortal.
Es decir, nos entristecemos, enojamos o
alegramos por cosas que no dependen de no­
sotros. ¿Y qué depende de nosotros realmen­
te? La verdad, si nos ponemos a pensar con
detenimiento, muy poco. Puede venir una
crisis económica mundial por la que noso­
tros o nuestros padres pierdan el empleo y
nos quedemos en la calle; puede haber un te­
rremoto en el que perdamos la vida o quede­
mos paralíticos. En realidad, nos empeñamos en hacer depender aquello que somos, los ras­ Edvard Munch, El grito,
gos principales de lo que consideramos nuestra identidad, de cosas que están totalmente óleo, templey pastel sobre
cartón, 1893. Galería
fuera de nuestro control. ¿Cuál es el resultado? Que somos siempre desdichados o nuestra
Nacional de Oslo,
felicidad es más frágil que un castillo de arena. Oslo, Noruega |© Latin
¿Qué hacer? ¿Cómo podemos ser felices? Conociéndonos a nosotros mismos; es decir, Stock México.
conociendo aquello que depende de nosotros mismos. Si algo depende totalmente de no­
sotros no podemos temer que nos lo quiten, ni podemos temer no tenerlo. ¿Qué es lo único
que depende de nosotros y que podemos conocer? La respuesta sería la siguiente: la capacidad
de hacer consciente nuestra participación en el orden de la naturaleza. Esto significa que lo
único que depende de nosotros es saber que todos vamos a morir algún día, que un parti­
do de futbol es sólo un entretenimiento deportivo, que la persona tan especial por la que sus­
piramos es un ser mortal como nosotros. En otras palabras, lo único que depende de noso­
tros es la capacidad de conocer cuál es el lugar de las cosas en el universo.
Si tenemos ese conocimiento y nos comportamos conforme a él, entonces no seremos in­
felices ni tendremos miedo de perder nuestros bienes, pues en las cosas que solían preocu­
parnos y afligirnos habremos aprendido a ver el orden necesario de éstas. Conocerse a sí mis­
mo quiere decir darse cuenta de que nuestra identidad realmente no tiene nada que ver con
las preferencias o creencias que solemos tener sobre el mundo, sino que nuestra identidad ver­
dadera es la de ser personas que actúan a partir de su conocimiento del orden de las cosas.
Esta posición fue postulada por un movimiento filosófico denominado estoicismo, el cual
tuvo una enorme importancia en la Grecia antigua y en el Imperio romano. No hay un único
autor que represente esta corriente de pensamiento; se trata más bien de una escuela que tu­
vo varios exponentes y numerosas reformulaciones. Sin embargo, los estoicos comparten
una idea básica: conocerse a sí mismo es darse cuenta de que todos compartimos una mis­
ma identidad como seres racionales. La identidad es como ese hueso de aguacate que resulta
después de retirar las creencias erróneas que suponíamos que definían nuestra identidad.
¿Dónde entra el lenguaje en este planteamiento? En principio no tendría por qué interve­
nir. Hay un refrán, ahora casi en desuso, que decía: “Piedras y palos romperán mis huesos,
pero las palabras no podrán herirme.” En sentido estricto, los estoicos hubieran podido decir
algo similar: la palabra, cuando está escrita, no es más que una mancha en una superficie; y
cuando es hablada, sólo es una vibración en el aire. Desde el punto de vista del orden de la
naturaleza no hay diferencia entre decir “te odio” y “te amo”, porque ambas expresiones son
vibraciones sonoras.
Sin embargo, para los estoicos, a pesar de todo, sí hay un lugar para el lenguaje. Imagine­
mos que estamos en una habitación donde dos polacos están platicando en su idioma natal.
Desde luego, las palabras que emiten son algo físico en el mundo tanto para ellos como para
nosotros. La gran diferencia está en que, para ellos, esas vibraciones sonoras tienen un sig­
nificado, y para nosotros sólo son un m ontón de ruidos. Es decir, el significado es algo que
está por ahí, aunque no tenga existencia real como una cosa física. Eso no quiere decir que los
polacos sean más inteligentes que nosotros. El hecho de que no podamos entenderlos sólo
señala que los sonidos que ellos emiten no tienen significado para nosotros (lekton era el tér­
mino empleado por los estoicos). Es decir, para ellos, las palabras que dicen tienen un sen­
tido, quieren decir algo, mientras que para nosotros sólo es una sucesión de ruidos in­
comprensibles.
Esto no sólo se debe a que los polacos tengan una relación distinta entre palabras y cosas
a la que tenemos los hablantes del español. Si así fuera, bastaría con un buen diccionario
polaco-español para entenderlos. Pero aunque lo tuviéramos no nos serviría de nada, pues
no entenderíamos cómo ordenan los significados de las palabras. Lo mismo ocurre si sabe­
mos identificar las piezas de un juego de ajedrez, distinguirlas de las piezas del dominó e in­
cluso saber su nombre, pero si no sabemos cómo jugar ajedrez, no sabemos qué orden darle
a las piezas.
Esto último es muy importante porque muestra que el significado de una palabra no de­
pende de su relación directa con las cosas. Es decir, el significado de la palabra “rata” no es
el roedor que vive en las alcantarillas, sino la forma de ordenar la palabra “rata” con otras pa­
labras, pues por sí sola no es verdadera ni falsa. Por ejemplo, la siguiente proposición: “Ayer
salió una rata de la coladera y se comió el azúcar” puede ser verdadera o falsa porque tiene
un orden: hay un sujeto (la rata) que realiza una acción (salir de la coladera) y causa algo (co­
merse el azúcar). Sin ese orden que nos indica la secuencia que deben seguir las palabras, no
habría significado.
¿Cuál es la importancia de este tema para la cuestión de la identidad? Que por debajo de
las diferencias personales sobre nuestros gustos, preferencias o la manera en la cual supone­
mos que el mundo está organizado en torno a nosotros, aquello que verdaderamente nos
caracteriza es la razón, entendida como la capacidad de conocer el orden del mundo por
medio de un uso ordenado del lenguaje.

3 .5 .2 El peligro de las palab ras

El planteamiento anterior supone que cuando retiramos la cáscara de nuestros modos par­
ciales de comprender el mundo hay un núcleo sólido de nuestra identidad que permanece:
la capacidad de conocer el mundo por medio de la ordenación correcta de nuestros signifi­
cados. Esa posición es muy importante, porque sugiere que el significado de lo que hay en
el mundo, incluyendo el significado de lo que nosotros somos, depende del orden de las pa­
labras, y no es el reflejo de un espejo.
Sin embargo, esta postura presenta una dificultad. Si el significado depende de cómo
juntemos las palabras, ¿de dónde viene ese orden? El significado depende de las reglas con las
que ordenamos aquello que existe. ¿Pero quién pone esas reglas? Más aún, ¿quién pone las re­
glas que definen lo que es la identidad?
Richard Rorty, un filósofo estadunidense, ha señalado cóm o esta pregunta afecta di­
rectamente la manera de entender nuestra identidad. Él compartiría la idea general de los
estoicos: el lenguaje no es un montón de palabras, sino el orden que le da significado a las pa­
labras. A ese orden, Rorty lo llama “vocabulario” (o léxico). Los vocabularios son conjuntos
de enunciados relacionados entre sí por medio de alguna regla de orden. El punto es que,
para Rorty, esas reglas no están fijas, sino que siempre cambian dependiendo de las necesida­
des del contexto y son adoptadas o desechadas según sirvan para la realización de nuestros
propósitos.
Desde este punto de vista, el lenguaje es una constante descripción, una manera de or­
denar una y otra vez las palabras para crear significados, de la misma manera en que pode­
mos combinar de distintos modos las piezas de un juego de bloques para armar y crear
objetos nuevos. Esto significa, como ya ocurría en los juegos de lenguaje, que no hay una
descripción del orden de la naturaleza que sea más verdadera que otra. Esto se debe a que el
significado de “verdadero” y “falso” es el resultado de un orden, no de las palabras mismas.
Por ejemplo, ¿es elegante un moño? Es probable que sí, si lo usamos en un esmoquin. Pero
si nos ponem os m oño con una camisa vaquera y tenis, probablem ente la gente dirá que
tenemos pésimo gusto para vestir. La elegancia de una prenda depende de cómo la combi­
nemos, no de la prenda misma. Lo mismo ocurre con el significado: sólo existe significado
porque hay orden, pero ese orden no sigue ningún plano o diseño ya existente.
El significado de nuestra identidad también depende de un orden, de un vocabulario
que no se refiere a ningún hecho concerniente al ser humano que podamos descubrir m e­
diante la razón o la investigación científica como algo independiente. Por el contrario, nues­
tra identidad está siempre condicionada de antemano por un conjunto de descripciones
ya existentes. No necesitamos asumir que, para comprendernos adecuadamente a noso­
tros mismos y a otros seres hum anos, debamos tener primero un conocim iento privile­
giado de nuestra naturaleza humana esencial. Más que pensar al yo como un sistema de fa­
cultades bien ordenado, deberíamos verlo como una red de relaciones que siempre están
cambiando, como ocurría con la cebolla: retiramos una capa y encontraremos otra que no
es más fundamental o importante que las anteriores.
Sin embargo, esto no tiene como consecuencia el olvido de la máxima socrática “conó­
cete a ti mismo”. Simplemente aclara que ese conocimiento de sí mismo no es distinto a la
creación de sí mismo. Si no hay una naturaleza humana esencial, cada persona enfrenta
la tarea de la autocreación, y el hecho de que nuestra identidad esté delineada e inmersa en
un contexto histórico específico, no quiere decir que no podamos cambiarlo. En ese pro­
ceso de autocreación los individuos se valen de lo que Rorty llama “vocabularios finales”,
un orden que define cuáles son las creencias y acciones que nos determinan. Ese vocabu­
lario es final en el sentido de que forma la corte final de apelación cuando se nos pregunta
o cuestiona acerca de nuestros valores, elecciones y acciones. En esos casos siempre se ter­
mina por dar respuestas circulares, ya que no puede basarse en algo más fundamental
— interno o externo a la persona— , el vocabulario sólo puede justificarse recurriendo a
una parte de él mismo.
Por ejemplo, supongamos que nos gustan las películas de terror por encima de cualquier
otro género y definimos los criterios que hacen, a nuestro juicio, que una película de terror
sea mejor que otra. Podemos comparar entre distintos temas y preguntarnos cuál es más te­
rrorífico, pero cuando intentamos justificar por qué nos gusta el cine de terror, por encima
de las películas de guerra o de comedia, no podremos evitar recurrir a nuestras preferencias
para justificarla: nos gusta el cine de terror porque nos resulta agradable. Y nos resulta agra­
dable porque nos gusta. Es decir, cuando queremos justificar el vocabulario, inevitablemen­
te caemos en una situación circular. La importancia que esto tiene para la ética es que los
valores y principios que consideramos más valiosos no tienen un sustento que asegure su
persistencia y triunfo final. La solución de Rorty a este problema se basa en la formación de
la identidad moral mediante la construcción de narrativas, de relatos acerca de nosotros mis­
mos como mecanismos descentrados, en la que se incluyen nuestras creencias, deseos, expec­
tativas y simpatías. Es decir, la formación de un vocabulario d e reflexión m oral: “un conjunto
de términos en los que uno se compara con los demás seres humanos”. El vocabulario de
reflexión moral no es un espejo de aquello que verdaderamente somos; más bien es una
herramienta que resume nuestros patrones de comportamiento y que usamos al preguntar­
nos sobre dilemas morales o casos en los que no está claro cómo comportarse.
Un ejemplo de cómo trabaja nuestro vocabulario de reflexión moral es el siguiente: nos
enteramos de la noticia de que, en un pueblo, una muchedumbre enardecida prendió fuego
a un asaltante después de haberlo torturado. Al ver la escena de su agonía entre las llamas y
sentirnos mal, nuestro vocabulario de reflexión moral no se pregunta: ¿por qué razón la gente
que lo torturó no debería usar al asaltante como medio para desfogar su ira?, o ¿por qué ese
asaltante no debió utilizar a los demás como medios para obtener recursos?, sino que nues­
tro malestar moral surge más bien al preguntarnos: ¿qué tipo de persona sería yo si lo hiciese
(el linchamiento o el asalto)?, ¿qué relato me contaría a mí mismo después? “Si lo hiciese no
podría integrar ese hecho al relato acerca de mí mismo, no encontraría forma de que ese
acto fuera coherente con el tipo de persona que he sido, mi vocabulario de reflexión moral
me juzgaría como alguien malo.” La identidad moral surge del intento de mantener la cohe­
rencia en la narrativa contingente con la que nos describimos y, según Rorty, eso no tiene
nada que ver con un sí mismo que tiene un núcleo racional que constituye la fuente de iden­
tidad y autoridad morales.
c ie n c ia y t e c n o l o g ía
j o r g e e n r iq ü e l in a r e s s a l g a d o

TEMA

Henri Rousseau, Vista


del puente de Sévres, óleo
sobre tela, 1908. Museo de
Bellas Artes Pushkin,
Moscú, Rusia |© Latin
Stock México.

4.1 i n t r o d u c c i ó n

l desarrollo de la ciencia y la tecnología ha sido, en el último siglo, uno de los factores

E más determinantes en los cambios sociales, económicos y políticos, así como en la trans­
formación de la relación de la humanidad con la naturaleza. La ciencia y la tecnología están
ahora estrechamente enlazadas en un sistema global de acciones intencionales de transfor­
mación del m undo, que domina prácticamente todos los ámbitos de la actividad social (no
sólo el ámbito productivo e industrial, también el de la política, la guerra, la medicina, el
ocio y el entretenimiento, las comunicaciones y la información, la educación y el conoci­
miento, los juegos y deportes, el arte, la reproducción humana, las relaciones interpersona­
les y amorosas, etcétera).
La ciencia y la tecnología forman ahora un sistema denominado tecnociencia, cuyo obje­
tivo no sólo consiste en explicar, sino en transformar el mundo controlando y modificando
tanto las fuerzas naturales como los procesos sociales. Nos encontramos, pues, en una era de
revoluciones tecnocientíficas que, al mismo tiempo que producen nuevos conocimientos,
crean objetos artificiales, instrumentos y técnicas que amplían las posibilidades de acción
humana, pero también los riesgos y problemas sociales y ambientales del uso a gran escala
de esas producciones.
Como consecuencia de los nuevos problemas que genera, la tecnociencia se ha convertido
en el centro de controversias científicas, éticas y políticas en las que se juega, sin exageración,
el destino de la humanidad, así como el de muchas otras especies con las que compartimos el
planeta, ya que el poder tecnocientífico del que ahora disponemos tiene alcances nunca an­
tes vistos ni imaginados por los seres humanos.
Para reflexionar sobre el carácter de esas revoluciones tecnocientíficas comenzaremos
analizando qué es ciencia, o más bien, qué hacen los científicos, qué tipo de comunidad han
creado, y cuáles son sus funciones en la sociedad. Después nos adentraremos en la tecno­
logía planteando preguntas similares. Es necesario repensar la relación entre ciencia y tec­
nología para poder caracterizar a la tecnociencia y comprender cóm o interactúa con la
sociedad. De ese modo podremos tener una idea más clara del significado de las revolucio­
nes tecnocientíficas que se han producido en nuestro tiempo.

4.2 l a c ie n c ia c o m o a c t i v id a d s o c i a l de e x p lic a c ió n e i n t e r v e n c ió n
en e l m u n d o

La ciencia o, mejor, las ciencias, están emparentadas desde sus orígenes con la filosofía; pro­
vienen de las mismas cualidades humanas de afán de conocimiento, capacidad de interroga­
ción y comprensión del mundo en el que vivimos.
Las ciencias evolucionaron lentamente hasta que cada una logró consolidar un conjun­
to de reglas prácticas y de principios teóricos — es decir, un método propio— para dejar de ser
saberes m eramente empíricos e irregulares. Pero no fue sino hasta la modernidad cuando
la ciencia se convirtió en un modo de conocimiento predominante en la civilización. Las cien­
cias modernas se distinguieron de la filosofía y de otras formas de saberes (como las técnicas
empíricas, la religión, la magia) porque siguieron el camino de la experimentación y de la
intervención en los fenómenos naturales para elaborar y corroborar hipótesis y teorías.
Sin embargo, fue la articulación de las ciencias con las técnicas, que se dio durante los
últimos dos siglos, lo que convirtió a la ciencia en el modelo predominante de racionali­
dad y de conocimiento confiable. Es decir, en gran medida, el puesto central que la ciencia
ocupa en nuestra cultura actual se debe a su capacidad no sólo para explicar el mundo, sino
también para manipularlo y transformarlo, directa o indirectamente.
¿Cómo ha concebido la filosofía a la ciencia? Desde los orígenes mismos de la filosofía,
la ciencia ha sido un tema central de investigación. Los filósofos se han cuestionado qué carac­
teriza y en qué condiciones se puede alcanzar un conocimiento verdadero y preciso sobre la
realidad. Sin embargo, no es sino hasta el siglo xx cuando surge lo que propiamente se co­
noce como filosofía de la ciencia. Esto sucedió en la primera mitad del siglo pasado, cuando
diversas corrientes filosóficas se dedicaron a estudiar la estructura de las teorías científicas
tratando de resolver las controversias que surgían por la aparición de nuevas teorías en las
Gustav Klimt, Bosque de
abedules, óleo sobre tela,
1903. Galería Austriaca
Belvedere, Viena, Austria |
© Latin Stock México.

ciencias. Entre estas teorías destacan la de la relatividad, la mecánica cuántica y la lógica m a­


temática, desarrolladas en un principio, respectivamente, por Albert Einstein, Niels Bohr y
Werner Heisenberg. Así, la filosofía de la ciencia del siglo xx se enfrentó al problema de com­
prender una nueva revolución científica surgida, primordialmente, de la física y la astro­
nomía.
Esta primera etapa de la filosofía de la ciencia se caracterizó ante todo por ser epistemo­
lógica, es decir, teoría sobre el conocimiento de tipo científico. Los miembros del llamado
Círculo de Viena (entre los más importantes destacan Rudolf Carnap y Karl Popper) desa­
rrollaron una concepción general sobre la ciencia que ponía el acento en dos aspectos: el
método empirista y el análisis lógico del lenguaje de la ciencia. Según estos autores, la cien­
cia es conocimiento empírico del mundo, es decir, construido a partir de observaciones y
experimentos; se trata de un conocimiento empírico que, mediante razonamientos lógicos
bien estructurados, postula teorías y descubre leyes sobre la realidad natural.
De este modo, la filosofía de la ciencia del llamado em pirism o lógico se centró sólo en el
producto formal de la actividad científica: las teorías, en tanto formas de un lenguaje especial,
que describen y explican cómo es la realidad. Los filósofos del Círculo de Viena se empeña­
ron en sistematizar matemáticamente las teorías científicas y en delimitar un criterio estricto
para distinguir a la ciencia de otros saberes que no podían ser corroborados por la experiencia,
como, por ejemplo, las teorías de la inmortalidad del alma.
Los filósofos de la ciencia que se adscribieron a las ideas del Círculo de Viena se propusie­
ron responder preguntas como: ¿qué es ciencia y qué distingue a la ciencia de otras teorías?,
¿en qué consiste su método?, ¿cómo sabemos que los conocimientos científicos son verda­
deros?
Para tener una idea más adecuada de la ciencia, debemos preguntarnos también: ¿qué ha­
cen los científicos?, ¿qué tipo de preguntas formulan y cómo las responden?, ¿cómo validan
o llegan a un consenso sobre la corrección de una teoría?

4.2.1 La "concepción h e re d a d a" de la ciencia

La imagen de la ciencia, que contribuyó a formar el Círculo de Viena, se convirtió en la con­


cepción usual de la ciencia e influyó no sólo en los científicos y filósofos, sino en toda la so­
ciedad. Esta representación, que hoy podemos llamar heredada, todavía constituye la ima­
gen común que muchas personas tienen de la actividad científica.
Según esta concepción, la ciencia parte de la observación neutra y desinteresada de la rea­
lidad para generar conocimientos. De la observación se deriva una hipótesis que es someti­
da a pruebas experimentales. Una vez verificadas por la experiencia, estas hipótesis con­
forman teorías comprobadas, que se relacionan con otras mediante inferencias lógicas y
que, cuando son fundamentales y permiten deducir otras teorías, adquieren el rango de le­
yes. De este modo, la ciencia nos ofrece una descripción objetiva y verdadera de la realidad,
tal como ésta es en sí misma. Analicemos los principales supuestos en los que descansa la
concepción heredada de la ciencia:

1. La ciencia se basa en observaciones de hechos que cualquiera puede corroborar y con­


trastar con las teorías; es decir, las observaciones son neutras e independientes de las teo­
rías, y todos los sujetos pueden “observar” los mismos fenómenos.
2. La justificación y validación del conocimiento científico es independiente del contexto so­
cial y de las circunstancias particulares en que se realizan los descubrimientos. La verifica­
ción de la ciencia es interna: se basa en coherencia lógica y en contrastabilidad empírica.
3. La ciencia es un sistema lógicamente estructurado de teorías que describen de manera
objetiva la realidad. Las teorías científicas son los productos esenciales de la ciencia; son
sistemas de enunciados universales estructurados de forma lógica, por lo que constitu­
yen un tipo de lenguaje objetivo, estable y confiable.
4. Las teorías científicas contienen enunciados lógicos que pueden ser traducidos a observa­
ciones empíricas, por lo que son siempre verificables y comprensibles para todo el mun­
do que reciba una adecuada instrucción científica.
5. La ciencia progresa acumulando conocimientos; en conjunto, las ciencias nos ofrecen una
visión completa y verdadera del mundo.
6. Todas las ciencias, naturales o sociales, deben emplear el mismo método experimental.
7. Se puede distinguir claramente qué es ciencia de lo que no lo es porque existe un criterio
claro de demarcación: la verificación empírica o la falsabilidad, que analizaremos con
cuidado más adelante.

4 .2 .2 Concepción actual de la ciencia

La filosofía de la ciencia de las últimas décadas se ha propuesto la tarea de criticar y superar


los supuestos que acabamos de enlistar; ha puesto más atención en la ciencia como actividad
que en sus productos finales (las leyes y teorías). Para ella, el contexto social, cultural e his­
tórico en el que se desarrolla la ciencia tiene mucha relevancia. Por eso, ahora no se concibe
a la ciencia sólo como un conjunto de teorías verificadas, sino como una actividad social­
mente estructurada de búsqueda de conocimiento, que forma parte de un contexto histó­
rico y cultural.
Contrastemos ahora los supuestos de la imagen heredada de la ciencia con las tesis prin­
cipales de la concepción actual. A diferencia de la concepción heredada, la imagen actual de
la ciencia se basa en otros supuestos:

1. L a observación científica está cargada de teoría y los hechos científicos se constituyen en el


marco de hipótesis y teorías. Al contrario de lo que supone la imagen heredada de la ciencia,
ninguna observación científica es pura o neutra, sino que está orientada por teorías e hi­
pótesis. No es posible observar el mundo si no es desde un punto de vista particular. Se ha
dicho entonces que toda observación científica contiene una carga teórica que permite
construir un hecho científico. La teoría delimita qué y cómo observar, así como el signi­
ficado de lo que se mide o interpreta mediante las observaciones.
Por ejemplo, si observamos por un microscopio un conjunto de microorganismos, pue­
de suceder que la mayoría de nosotros sólo vea manchas en movimiento; en cambio, un
científico entrenado sabrá “ver” determinados microbios o bacterias, y podrá reconocer­
los. Pero, con seguridad, antes él también veía algo similar a lo que nosotros vemos, porque
sólo después de que estudió y asimiló la teoría, y vio fotografías de esos microorganismos
en los libros de texto, pudo comenzar a reconocer las formas que observaba en el micros­
copio.
Su visión de las cosas cambió porque comenzó a estar informado teóricamente. Aho­
ra reconoce con facilidad distintos tipos de microorganismos con una sola mirada, mien­
tras que aquellos que no tengan la misma instrucción sólo seguirán viendo manchitas.
Por tanto, la observación empírica no es lo opuesto de una visión teórica: ambas están en­
trelazadas en la ciencia. Los hechos científicos son el resultado de la observación guiada
teóricamente.
¿Cómo se construyen entonces los hechos que la ciencia observa y estudia? Los hechos
no están dados, sino que los conformamos, los construimos en interacción con los de­
más, mediante nuestras teorías, hipótesis y observaciones dirigidas por estas mismas teo­
rías. Un hecho científico tiene sentido sólo desde el marco teórico que lo constituye.

2. El lenguaje teórico d e la ciencia no es pu ram ente empírico, no describe la realidad tal y com o
es, pero tiene la capacidad de intervenir en ella m ediante cálculos y m odelos m atem áticos.
Tanto para realizar observaciones como para constituir los hechos que serán objeto de
explicación y formular hipótesis, teorías y leyes, la ciencia requiere un lenguaje específico,
inequívoco y lo más preciso posible.
Los conceptos científicos pueden tener como fin clasificar objetos y entidades, compa­
rar sus relaciones o medir de algún modo sus dimensiones físicas. Muchas ciencias utili­
zan el lenguaje matemático para expresar y calcular las mediciones y relaciones entre los
objetos que estudian. Con este sistema de conceptos, la ciencia se propone explicar la rea­
lidad, predecir y calcular algunos fenómenos para controlarlos o manipularlos.
Todas las ciencias han pasado por una evolución que va de conceptos meramente cla-
sificatorios a conceptos métricos. La traducción de la realidad a lenguaje matemático (el
proceso de matematización de la ciencia) ha hecho posible operaciones virtuales, predic­
ciones, así como encontrar nuevas relaciones entre los objetos. Si los resultados son exito­
sos, esas operaciones matemáticas pueden redirigirse al campo de la experimentación para
realizar operaciones con los objetos reales. Por ejemplo, pensemos si sería posible enviar
al espacio un transbordador sin cálculos matemáticos previos.
3. L a ciencia construye sistem as de hipótesis, teorías y leyes p a r a intentar explicar e intervenir
en la rea lid a d . Es claro que las ciencias tienen como objetivo principal elaborar explica­
ciones y predicciones del mundo. Este proceso se realiza mediante un modelo llamado
nom ológico-deductivo: los hechos se explican deduciendo lo que se puede observar a par­
tir de leyes y teorías generales. De esta manera, las explicaciones de la ciencia no son verda­
des inmutables; son conjeturas elaboradas con rigor metódico, pero conjeturas al fin. En
la medida en que elabora sistemas de teorías, la ciencia descubre nuevos y más profundos
problemas en una cadena sin fin de hipótesis, pruebas y refutaciones.
La explicación científica es nomológica-deductiva porque se realiza a partir de leyes (no­
mos significa “ley” en griego), y es deductiva porque procede por ese método de inferencia,
es decir, va de lo general a lo particular. Las teorías son hipótesis fundadas que han sido
aceptadas por la comunidad de investigadores. Las leyes son teorías fundamentales que
permiten, a su vez, deducir o explicar otras teorías, y no directamente los fenómenos. Las
leyes constituyen también reglas para la práctica científica y tecnológica: delimitan lo que
es posible hacer y lo que no; lo que puede suceder y lo que no. Por ejemplo, las leyes de la
gravedad delimitan cómo construir el transbordador espacial que se enviará al espacio.

4. L a práctica experim ental no sólo tiene la fu nción de corroborar teorías, sino que es produc­
tora de hipótesis y de aplicaciones tecnológicas que modifican nuestra idea del m undo y nues­
tra capacidad de intervenir en él. La experimentación es el ámbito en el que se observan,
de manera intencional, los fenómenos, se manipulan, se alteran sus condiciones y se formu­
lan hipótesis. Es un ámbito fecundo para quienes saben observar y construir nuevos he­
chos científicos, pero también implica algunos riesgos prácticos.
En la experimentación, el sujeto interviene y manipula fenómenos y objetos natura­
les, lo cual puede implicar riesgos y peligros desconocidos en la medida en que la alte­
ración de los procesos naturales puede provocar algunos daños.
Asimismo, en el campo de la experimentación, esencial a cualquier ciencia empírica,
se produce una vinculación cada vez más directa con las aplicaciones e innovaciones tec­
nológicas. La experimentación es la parte activa e interventora de la ciencia, ya no es pu­
ramente contemplativa: interviene, altera y modifica los fenómenos en condiciones más
o menos controladas.
En la experimentación, las operaciones abstractas (matematizadas) cobran otra di­
mensión mediante los instrumentos y máquinas que utilizan los científicos. En muchas
ocasiones, las leyes y las teorías se van formulando en el laboratorio, en pleno proceso
experimental, y no como resultado de una prueba empírica posterior a la formulación
teórica. Una experimentación sin teoría previa sería ciega, y una teoría sin experimenta­
ción permanece sólo como una conjetura.

5. L a ciencia no posee un m étodo único ni siem pre persigue los mismos fines o com parte los m is­
m os valores. Las ciencias han desarrollado una pluralidad de métodos, adecuados a los
tipos de objetos y fenómenos que estudia cada una. En la concepción heredada de la
ciencia se pensaba que existía un único método científico que debía ser usado por todas
las ciencias. Ahora se acepta que no existe tal método único, sino que las ciencias generan
una pluralidad de métodos (experimental, deductivo, inductivo, estadístico, etcétera).
Es decir, la ciencia se propone dar explicaciones causales de los fenómenos de la natu­
raleza, pero también se plantea predecirlos, establecer leyes que señalen lo que es posible
y lo que no. La ciencia adquiere también fines de utilidad práctica al intentar diseñar arte­
factos para intervenir en el mundo. De este modo, los fines de la ciencia no sólo son la ex­
plicación y la predicción rigurosa, racional y sistemática, sino también la intervención y la
manipulación del mundo. Pensemos, como ejemplo, en la producción de materiales y sus­
tancias sintéticas que lleva a cabo la química.

6. El progreso científico y a no p u ed e ser p en sado sólo com o una acum ulación de conocimientos,
sino com o u na diversificación de sistem as, teorías, revoluciones de p arad ig m as y contro­
versias abiertas. La ciencia se ha diversificado y ha evolucionado; también ha progresa­
do en su capacidad para comprender la complejidad del mundo, para hacer predicciones
más precisas y para entender la relación entre los diversos fenómenos de la realidad. Pero
la objetividad y la verdad científicas son el resultado de un proceso de consensos o acuer­
dos dentro de las comunidades científicas; estos acuerdos se alcanzan por medio de con­
troversias teóricas y experimentales que suscitan debates entre los científicos y las insti­
tuciones de la ciencia que, en ocasiones, duran años. Por ejemplo, véase el debate sobre la
naturaleza de la luz, si era ondulatoria o corpuscular.

7. N o p u ed e h ab er un criterio único y definitivo de dem arcación entre la ciencia y lo que no es


ciencia. En la concepción heredada se propusieron diferentes criterios (la verificación em­
pírica, la referencia a leyes naturales, la falsabilidad). Como veremos más adelante, en la
actualidad existe cierto consenso acerca de que este criterio único no es posible, puesto
que ha variado a lo largo de la historia y está determinado por el contexto epistémico, so­
ciológico e histórico del desarrollo de las ciencias en un momento dado.

8. M ás que un sistema de teorías, la ciencia es una actividad social (con reglas, normas, valores,
conflictos) de conocim iento y transform ación del mundo. La capacidad científica para ex­
plicar e intervenir en la realidad tiene repercusiones importantes en la sociedad y la cultura.

La filosofía de la ciencia se ha interesado en los últimos años en la práctica efectiva de los


científicos, cómo y por qué toman determinadas decisiones, y qué hace que la comunidad
científica acepte o no alguna teoría. Asimismo, se propone indagar las funciones que cum­
plen las instituciones científicas en la validación y difusión de las teorías. Por otro lado, si la
ciencia es una actividad que no sólo contempla el mundo, también debe estudiarse cómo
interviene en él.

4 .2 .3 El problem a del criterio de dem arcación p ara la ciencia

¿Cómo distinguir entre ciencia y seudociencia? Esta pregunta no sólo tiene importancia
epistemológica. Puesto que la ciencia tiene un alto valor social como forma de conocimien­
to objetivo y transcultural (universal), y constituye la base de la educación pública de todos
los estados laicos, esta discusión comporta un significado social y político muy relevante.
La distinción entre ciencia y seudociencia está relacionada con el problema del criterio de
dem arcación . Este criterio debe aportar los elementos epistemológicos, sociológicos e histó­
ricos para poder determinar si una teoría posee validez científica o no.
Recordemos que la concepción e interpretación sobre el conocimiento científico ha cam­
biado a lo largo de la historia. En la tradición occidental había prevalecido el ideal de la ciencia
como un conocimiento infalible y preciso. Para el siglo x ix , sin embargo, el criterio de infa­
libilidad es sustituido por el de confiabilidad: las teorías científicas no son infalibles ya que
están compuestas por hipótesis y conjeturas que dependen de otros supuestos teóricos. Así,
el rasgo distintivo de la ciencia debía hallarse en la confiabilidad y en el rigor de sus métodos
de investigación y prueba.
En el siglo xx , los empiristas lógicos propusieron que el criterio de demarcación residía
en la verificabilidad de las teorías, lo cual implicaba la correlación estricta de los términos teó­
ricos con los hechos de la experiencia. Sin embargo, y a pesar de denodados esfuerzos de for-
malización lógica, se tuvo que aceptar que muchas leyes y teorías científicas están construidas
con enunciados que no pueden verificarse, como por ejemplo, los conceptos de partícu­
las subatómicas.
Fue Karl Popper quien propuso, entonces, que el criterio de demarcación podría encon­
trarse en lo que denominó falsabilidad. Una teoría es científica si es posible “falsarla”, esto es,
si es posible establecer condiciones empíricas en las que podríamos encontrar casos que con­
tradigan lo que afirman los enunciados universales de la teoría. Por ejemplo, la vieja teoría de
la inmortalidad del alma no sería científica porque no se puede “falsar”. Así, la refutabilidad,
o sea, la posibilidad de que algunos hechos observables puedan contradecir las conjeturas
científicas (más que la verificación de lo que afirman), se presenta como el criterio para dis­
tinguir entre lo que es ciencia y lo que no.
Las aportaciones de Popper tuvieron una consecuencia muy importante. Este filósofo aus-
triaco sostiene que la ciencia construye sistemas de teorías probables, conjeturas fundadas
en hipótesis y teorías previas, pero hipótesis al fin, y no conocimientos siempre verdaderos
o verificables. Estas teorías conjeturales permiten hacernos una idea del mundo para expli­
carlo y dominarlo de algún modo, pero no pueden decirnos cómo es el mundo en sí mismo.
Por ello, la ciencia es básicamente un conjunto de teorías que pueden ser refutadas y basta
un único caso que contradiga una afirmación universal para que la teoría quede “falsada”.
Popper confiaba en que el progreso del conocimiento científico se daba mediante la con-
trastación de las teorías y de las hipótesis científicas. Para saber si una teoría es científica debe­
mos asegurarnos de que sus afirmaciones puedan ser “falsadas” y corregidas al contrastarlas
con la realidad.
No obstante, a pesar de los esfuerzos de Popper, hoy en día no se considera que la “falsa-
bilidad” sea un criterio suficiente de demarcación de la ciencia. El carácter científico de una
teoría no puede reducirse a ser verdadera o errónea; los errores son parte de la historia de la
ciencia. Una teoría no científica será más bien aquella que se desvía de la función primordial
de búsqueda objetiva del conocimiento. Por ello, el criterio de “falsabilidad” no nos permiti­
ría detectar una seudociencia o una simulación de teoría científica que tuviera otros fines
(ideológicos, políticos, religiosos), pues podría cumplir meramente con el requisito formal
de “falsabilidad” para intentar legitimarse.

4 .2 .4 Las revoluciones científicas

Como ya señalamos, la concepción heredada de la ciencia fue impugnada radicalmente a


partir de la década de 1960, un cuestionamiento en gran medida influido por el libro de Tho-
mas Kuhn: L a estructura d e las rev olu cion es cie n tífic a s.
La importancia de esta obra se debe a que en ella se demostró que las teorías científicas,
los métodos de investigación y de verificación, los criterios para evaluar y distinguir entre una
teoría científica y otras no científicas, y aun los criterios para aceptar la fiabilidad de las teorías,
no eran los mismos en diferentes épocas del desarrollo de las ciencias, sino que se transfor­
maban mediante un proceso de cambio y ruptura entre distintos paradigmas científicos, que
Kuhn denominó “revoluciones científicas”.
También se debe a la obra de Kuhn la idea de que tanto los factores internos (epistémicos)
como los externos (sociológicos e históricos) al desarrollo de la ciencia intervienen para que
una comunidad de científicos acepte una teoría como científicamente fundada.
Kuhn demostró que la idea de que la ciencia progresa simplemente acumulando conoci­
mientos, no corresponde con la historia real. Los científicos no siempre se ponen de acuerdo
mediante criterios objetivos, meramente lógicos y plenamente racionales; las controversias
científicas no sólo son frecuentes, sino que han provocado verdaderas revoluciones cuando
surgen nuevos paradigmas de explicación, que no son compatibles con los que la comunidad
científica aceptaba con anterioridad.
¿Qué determina entonces que la comunidad de científicos acepte una nueva teoría y la
legitime como científica? En este proceso de justificación no sólo intervienen razones lógi­
cas y objetivas; también negociaciones, relaciones de poder y métodos de persuasión para con­
vencer a una comunidad, sobre todo cuando una teoría científica contradice no sólo los
paradigmas normales de la ciencia, sino además al sentido común o a las costumbres y con­
venciones sociales. El caso paradigmático es la teoría heliocéntrica de Copérnico, que contra­
decía el sentido común de su época.
Kuhn aportó una nueva concepción para el análisis del comportamiento de las comuni­
dades científicas: el concepto de p aradigm a científico. Un paradigma es una tradición que
aglutina a una comunidad de científicos, identificados con: a) un conjunto de prácticas,
valores, supuestos teóricos y creencias, problemas, observaciones y hechos científicos, y len­
guaje teórico compartido, y b) soluciones concretas a problemas enmarcados por las teorías,
que son aceptadas como válidas por la comunidad.
Una determinada comunidad científica existe a partir de un paradigma. Los individuos
que se identifican con un determinado paradigma pueden no compartir muchas otras co­
sas: nacionalidad, lengua, ideología política, costumbres y hábitos, pero en cuanto a su acti­
vidad, las ideas y prácticas científicas comunes conforman una comunidad reconocida.
Kuhn también distingue entre ciencia norm al y ciencia revolucionaria. La primera es la que
se realiza en torno a los paradigmas constituidos y consolidados por las instituciones cientí­
ficas. Así, un paradigma tiene una función epistémica muy relevante: fija los problemas y las
vías de solución adecuadas; es decir, orienta las investigaciones y conforma modelos de re­
solución de los problemas.
Durante los periodos de ciencia normal, dominados por los paradigmas, los trabajos cien­
tíficos no se caracterizan por su creatividad e iniciativa, sino por la conservación y repetición
de un paradigma establecido. Los resultados inesperados son problemáticos y constituyen
anomalías que muchas veces se desechan o no se toman en cuenta. La ciencia normal corro­
bora experimentalmente lo que las teorías paradigmáticas ya han predicho. Se trata, en todo
caso, de encontrar nuevas soluciones con las normas ya fijadas, como si fuera la resolución
de un rompecabezas con unas fichas dadas y una figura preestablecida. Por lo tanto, durante
este periodo, la cohesión de las comunidades de científicos en torno a un paradigma parece ser
un criterio de demarcación más adecuado para distinguir entre lo que es ciencia y lo que no.
No obstante, durante el periodo de ciencia normal se producen diversas anomalías que
expresan discrepancias entre las teorías, los experimentos y las observaciones. La realidad pa­
rece no encajar del todo en el paradigma. Cuando estas anomalías se hacen inocultables, el
paradigma entra en crisis, lo cual obliga a los científicos a buscar nuevos caminos de inves­
tigación y a cuestionar algunos de los supuestos del paradigma establecido.
En ese periodo la ciencia puede ser verdaderamente innovadora, arriesgada y antidogmá­
tica. Los científicos más jóvenes son los que, con frecuencia, se rebelan contra el paradigma
establecido y comienzan a probar esquemas distintos de investigación. En ese momento se
inicia lo que Kuhn denomina ciencia revolucionaria. En tales casos puede haber dos pa­
radigmas en disputa; sus defensores entran en controversia para intentar dilucidar si las
nuevas teorías resuelven los problemas y deben, por tanto, sustituir al viejo paradigma. A
menudo, la polémica implica que no hay entendimiento entre los lenguajes teóricos de uno
Ciencia
:¡a normal y otro paradigma; esto es lo que Kuhn denomina inconmen­
surabilidad.
Los paradigmas en disputa no se pueden comparar lineal­
Revolución científica Crisis mente, pues ha sucedido un cambio en la visión del mundo.
Las controversias científicas en ese periodo de inestabilidad
constituyen el choque de dos formas de entender el mundo.
Aunque en apariencia los paradigmas hablen el mismo len-
guaje y se refieran a los mismos hechos, se ha producido un viraje en la conformación del
lenguaje científico así como en la práctica experimental. Una revolución científica puede co­
menzar con la utilización de nuevos instrumentos y técnicas experimentales, que obligan a
los científicos a observar el mundo de una manera distinta.
Cuando un nuevo paradigma logra convencer a una parte sustantiva de la comunidad
científica, la cual, en consecuencia, decide reorientar sus investigaciones en función de los
nuevos marcos teóricos, se dice que se ha producido una revolución científica. El nuevo para­
digma gana consenso entre la comunidad y poco a poco se normaliza, iniciando así un nue­
vo periodo de ciencia normal.

4 .2 .5 Ciencia y seudociencia

A lo largo del siglo xx hubo varios debates para intentar diferenciar la ciencia de la seudo­
ciencia, aquella teoría que pretende ser reconocida como científica sin serlo. En 1975, un
grupo de científicos muy prestigiados condenaron de manera unánime a la astrología como
una seudociencia por las siguientes razones:

a] La inexistencia de una base científica;


b] la constatación de que las afirmaciones astrológicas contradicen pruebas y evidencias só­
lidas y,
c] su repercusión en los medios de comunicación, lo cual promueve el irracionalismo y el
oscurantismo.

Poco después, en 1980, en Estados Unidos se suscitó un debate sobre la cientificidad o la


ausencia de ésta en la teoría del creacionismo, la cual varios grupos religiosos pugnaban por
que se enseñara en las escuelas como una teoría alternativa a la de la evolución darwinista. En
el estado de Arkansas estos grupos tuvieron éxito y lograron que se incluyera esta “teoría” en
la enseñanza pública. La teoría creacionista “argumenta” que hay pruebas empíricas para de­
mostrar que Dios creó el mundo con un “diseño inteligente”, y no que la vida ha evoluciona­
do en la Tierra. En particular, los defensores del creacionismo niegan que el ser humano esté
vinculado evolutivamente con otras especies de primates, ya que consideran que Dios creó al
hombre a su imagen y semejanza. Los creacionistas alegan que la teoría de la evolución no se
puede probar, al igual que la teoría que ellos defienden, por lo que enseñar sólo la primera es
dogmático y contrario a la libertad de pensamiento y expresión.
¿Cómo podemos distinguir entonces entre una teoría científica y una seudocientífica que
intenta legitimarse para lograr otros fines (lucro, adeptos a una creencia religiosa, reforza­
miento de valores religiosos o intolerancia)?
León Olivé señala tres criterios para contextualizar una teoría y poder indagar su carácter
científico: el epistémico, el histórico y el sociológico. Es en esos contextos en los que debe eva­
luarse si una teoría está vinculada con una tradición de investigación y si plantea un pro­
blema relevante en los términos aceptados por la comunidad científica.
La cientificidad no se puede encontrar sola­
mente en el análisis epistemológico de una teoría,
sino que involucra también los otros aspectos men­
cionados: una vinculación con una tradición de
investigación, una relación epistémica con otros
campos y ciencias cercanas, y una unidad socio­
lógica con respecto a los fines legítimos de la cien­
cia (la búsqueda de un conocimiento objetivo, la
sistematicidad, la crítica constante, la argumenta­
ción), aceptados por la comunidad actual.
Si bien no podemos fijar un criterio rígido y
ahistórico para distinguir entre ciencia y seudo-
ciencia, y no debemos favorecer una actitud dog­
mática que sostenga que sólo las teorías cientí­
ficas son verdaderas o racionales, podemos, en
cambio, hacernos algunas preguntas para evaluar
cualquier teoría que reclame ser reconocida co­
mo científica:

1. ¿Qué legitimidad y relevancia tiene el proble­


ma que plantea la supuesta teoría científica?
¿Se trata de una teoría que intenta justificar o
demostrar la verdad de creencias mitológicas,
religiosas o ideológicas?
2. ¿Cuál es la intencionalidad de la teoría?, es de­
cir, ¿qué consecuencias sociales y prácticas se
siguen de esa teoría o qué se intenta probar con
ella?, ¿quiénes la defienden?, ¿cuáles son los principales argumentos y pruebas que ofre­ Peter Paul Rubens, Adán
cen sus defensores? y Eva, óleo sobre tela, 1597.
Casa Museo de Rubens,
3. ¿Con qué tipo de instrumentos se han validado las pruebas?, ¿qué métodos, técnicas y con­
Amberes, Bélgica |© Latin
ceptos, teóricos y prácticos, emplea para abordar el problema?, ¿son éstos aceptados por Stock México.
la comunidad científica?
4. ¿Existe conexión entre la teoría y las tradiciones de investigación y teorías ya avaladas de
campos científicos cercanos? ¿Qué tanto contribuye esta teoría a otros campos, y qué tanto
retoma rigurosamente a otras investigaciones avaladas?
5. ¿Puede ser “falsada” por evidencias empíricas?, ¿qué tanto contribuye al conocimiento y
qué tanto promueve la libertad de investigación y de pensamiento?

4 .3 CIEN CIA Y SOCIEDAD

La ciencia es una actividad social de producción de conocimiento y, como tal, forma parte
de la cultura en la que surge y actúa. En tanto actividad social puede ser analizada y cuestio­
nada de acuerdo con las valoraciones, los fines e intereses que una comunidad asigna a la
investigación científica.
Investiguemos ahora cuáles son las principales relaciones entre la investigación científica
y la sociedad para responder estas preguntas: ¿cuáles son los contextos en los que interactúan
ciencia y sociedad? ¿Qué responsabilidades sociales (ético-políticas) tienen los científicos y las
instituciones involucradas en el desarrollo de la investigación?
4.3.1 La ciencia com o parte de la cultura contem poránea

La imagen convencional de la ciencia como un conocimiento objetivo, neutral y desinte­


resado ha ido perdiendo fuerza. La sociología y la historia de la ciencia, principalmente, han
apuntalado la tesis de que el conocimiento científico está, en parte, determinado por los con­
textos históricos y sociales. Es por ello que, en la filosofía de la ciencia contemporánea, se ha
debatido el carácter determinante o no del contexto social, histórico y político en el desarro­
llo de ésta.
Como ya se mencionó, la visión de la concepción heredada de la ciencia consideraba a
ésta como una actividad realizada por individuos aislados del contexto social. Pero a partir
del giro historicista y sociologista en la filosofía de la ciencia, sabemos que las teorías y las
aplicaciones científicas son más bien una construcción social; es decir, el resultado de la inte­
racción entre varios sujetos mediante el pensamiento y el lenguaje para comprender e in­
terpretar un mismo fenómeno o hecho. Esta tesis se conoce como constructivismo social.
Por lo tanto, la ciencia no es una forma de conocimiento aislada del contexto social y
cultural, obra de unos cuantos individuos geniales. Sin duda, existen científicos que destacan
por su ingenio y agudeza, y que lideran equipos de trabajo; pero la actividad científica se ha
vuelto intrínsecamente colectiva, tanto en la formulación de teorías como en la comproba­
ción y la evaluación de los conocimientos.
Sin embargo, no se debe caer en una tesis extrema: la ciencia no es simplemente un pro­
ducto social, como la política y las ideologías. La dinámica interna de las discusiones teóricas
y la continuidad de las tradiciones de investigación permiten que la ciencia también posea
independencia respecto de algunos de los factores sociales. Las teorías y leyes científicas no
son tan relativas, y no siempre dependen de las ideologías y de los intereses políticos circuns­
tanciales. Por ejemplo, las teorías económicas sobre la oferta y la demanda funcionan en
cualquier sociedad, sin importar cuál sea su cultura o ideología dominante.
La actividad científica se realiza en un proceso de inherente colaboración y cooperación,
ahora de alcance mundial, en las discusiones y debates teóricos y experimentales. Asimismo,
las publicaciones científicas son producto de muchos autores que colaboran entre sí y que
someten sus resultados al examen de colegas de todas partes del mundo. Además, la cons­
trucción social del conocimiento científico se realiza mediante consensos y compromisos,
controversias y negociaciones entre los miembros de las comunidades científicas y otros
agentes sociales interesados en la investigación.
La ciencia ha adquirido una mayor presencia en la sociedad gracias a la difusión de noti­
cias sobre las investigaciones, y a que el lenguaje científico llega a distintos sectores sociales,
ya sea mediante la educación formal o los medios masivos de comunicación.
La ciencia se ha convertido en uno de los principales factores de cambio cultural en los
últimos años. Las revoluciones científicas no sólo son epistémicas, sino que también tienen
repercusiones culturales, éticas y políticas. El efecto principal de la ciencia en la cultura con­
temporánea es que ha contribuido al proceso de racionalización y secularización (visión del
mundo independiente de cualquier concepción religiosa) de la sociedad moderna, con teo­
rías como la de la evolución y la teoría heliocéntrica. También ha incidido en la defensa de
la libertad de pensamiento y de investigación, el aprovechamiento de los recursos naturales
y la realización de bienes tecnológicos para mejorar la calidad de vida.
La vida social contemporánea no podría entenderse sin una cultura científica divulgada
en diversos niveles. A medida que la ciencia ha avanzado en la comprensión y el descubri­
miento del mundo ha modificado nuestra manera de percibirlo, habituándonos a convivir
con nuevas dimensiones de la realidad que habían pasado antes inadvertidas (por ejemplo, los
microbios) y obligándonos a poner en duda algunas de nuestras ideas tradicionales, como
la de la generación espontánea. Al mismo tiempo, el conocimiento científico ha creado nuevas
expectativas sociales de progreso y bienestar, pero también, mayor incertidumbre en la me­
dida en que nos damos cuenta de que el mundo natural y el mundo artificial que los seres
humanos hemos construido, no son totalmente predecibles y controlables.
No obstante, la cultura científica no debe basarse en la idea de una superioridad dogmá­
tica de la ciencia sobre otras modalidades de explicación y concepción del mundo. La ciencia
es una forma de conocimiento limitada por las restricciones mismas de nuestras capacida­
des cognitivas. Constituye, en última instancia, un sistema de hipótesis fundadas en razo­
namientos. Resulta igualmente irracional confiar demasiado en la ciencia que desconfiar
por principio de ella. La confianza que la sociedad puede tener en la ciencia no debe residir en
la autoridad o el prestigio de quienes se dedican a ella o en una supuesta infalibilidad del mé­
todo científico, sino en la pluralidad de las ciencias, el estado abierto y permanente de bús­
queda del conocimiento, y en la discusión razonada que la auténtica ciencia promueve para
profundizar nuestra comprensión del mundo.

4 .3 .2 Los contextos sociales en los que se desarrolla la ciencia

Para observar las interacciones entre ciencia y sociedad podemos analizar la actividad cien­
tífica en cuatro tipos de contextos sociales, según lo que propone el filósofo Javier Echeve­
rría: el contexto de educación y difusión, el de investigación e innovación, el de evaluación y
el de aplicación. Podemos visualizar escenarios típicos para cada uno de estos contextos: el de
educación es el aula o laboratorio de enseñanza, pero también el museo o la revista de di­
vulgación; el de innovación es el laboratorio experimental; el de evaluación es el congreso
científico o la revista especializada; el de aplicación, la feria o exposición de alta tecnología,
la industria o los medios de comunicación.
La comunidad científica trabaja en estos
distintos ámbitos e interactúa con diversos agen­
tes y destinatarios sociales (alumnos, inver­ educación y difusión
sionistas y agencias gubernamentales, colegas
y academias o asociaciones científicas, tecnólo-
gos, técnicos y usuarios, entre otros). El desarro­ investigación e innovación evaluació
ión
llo actual de la ciencia depende de la interrela-
ción de estos cuatro contextos sociales que, en
conjunto, demarcan y delimitan la eficiencia de
aplicación
las teorías y constituyen la plataforma para el
avance del conocimiento científico.

Contexto de educación y difusión

Un primer ámbito fundamental de interacción entre la sociedad y la ciencia reside en la edu­


cación misma de los científicos. Todas las personas de la comunidad científica se forman en
un marco institucional (universidades, institutos y centros de investigación) en el cual pre­
domina la ciencia paradigmática. Los paradigmas científicos están plasmados en los libros
de texto y en los documentos de constitución de las instituciones y políticas científicas. Es­
tas personas aprenden en estrecho contacto con sus profesores las reglas, los valores y prác­
ticas de un determinado paradigma. Las relaciones jerárquicas entre maestros y discípulos
a veces se mantienen durante largo tiempo.
El ámbito educativo es el más propicio para el desarrollo de la ciencia normal, en térmi­
nos de Kuhn. De hecho, los sistemas de formación de científicos suelen ser más bien rígidos y
tradicionalistas: los estudiantes no siempre tienen oportunidad de criticar los paradigmas
establecidos, o cambiar muchas de las normas no escritas, o desarrollar al máximo su creati­
vidad teórica. En la etapa de formación pasan por un proceso de aprendizaje muy disciplinado
en el que deben seguir de manera puntual las indicaciones de sus maestros. Tienen que obser­
var las reglas, adiestrarse en el uso de los instrumentos paradigmáticos, acostumbrarse a ver
los hechos que constituyen los problemas típicos del paradigma. Así que, por lo menos en el
contexto educativo, la ciencia dista de ser una búsqueda libre y creativa de la verdad.
Por eso, los procesos de cambio paradigmático tardan mucho más tiempo en asentarse
en el ámbito escolar. Los contenidos de ciencia en los programas de enseñanza básica no siem­
pre están actualizados. Los profesores de ciencia que no se encuentran en contacto con las
innovaciones y las aplicaciones pueden quedar rezagados. En definitiva, el ámbito académi­
co no es el más innovador de los contextos sociales de la ciencia.
El contexto educativo de la ciencia no se restringe a la formación de nuevos científicos,
sino que se extiende a la difusión de una cultura científica general, mediante la educación
formal y los medios de comunicación.
Hoy en día, todos los sistemas educativos públicos en el mundo enseñan conocimientos
Theophile Duverger, de diversas ciencias naturales (física, química, biología, etc.), sociales (historia, sociología,
En el salón de clases, ca. psicología, ciencia política) y formales (matemáticas, lógica). Desde los primeros años es­
1841-1882. Galería Josef
colares el alumnado entra en contacto con una cultura científica general. De hecho, la ense­
Mensing, Hamm-
Rhynern, Alemania | ñanza obligatoria contiene en su currículo un conjunto de conceptos y competencias cientí­
© Latin Stock México. ficos que los alumnos deben poseer para avanzar a los niveles superiores de educación.
La difusión del conocimiento científico no tiene sólo fines estrictamente educativos, si­
no también informativos y recreativos. Uno de esos fines reside en la comunicación de valo­
res de la ciencia. Tanto en la difusión como en la educación, el principal valor científico es la
co m u n ica b ilid a d universal y, derivada de ella, el carácter público y abierto de los descu­
brimientos científicos. Esto es, la ciencia se muestra como un conocimiento accesible a
cualquier ser humano que se proponga aprender, así como un conocimiento de interés p ú ­
blico, que no constituya propiedad privada de unos cuantos, ni que sea ocultado para benefi­
ciar o afectar intereses particulares. El conocimiento científico es, entonces, un bien público.
La ciencia ha alcanzado, así, una alta importancia social gracias no sólo a la educación
formal (institucional), sino también a la difusión y la divulgación científicas (que en algunos
casos puede considerarse una educación no formal). La difusión se realiza gracias a los me­
dios de comunicación masiva (televisión, radio, internet, cine, revistas, diarios), así como
mediante los museos, planetarios, zoológicos, acuarios y otras actividades culturales (por
ejemplo, visitas a reservas ecológicas).
Es verdad que los medios de comunicación no siempre difunden con la objetividad y cla­
ridad deseadas los conocimientos científicos, así como los valores de la cultura científica,
pero han contribuido a que la ciencia haya llegado a muchas personas que, de otro modo,
no podrían recibir un mínimo de información científica.
Los medios de comunicación y los museos no sólo transmiten conocimientos, sino que
también divulgan una “imagen social” de la ciencia; es decir, una determinada valoración
social de la actividad científica. En la cultura contemporánea, la ciencia representa no sólo
saber, sino que es también una fuente de poder, influencia y prestigio. Quienes se dedican a
la ciencia no son personas excéntricas que viven encerradas en su torre de marfil, como mu­
cha gente se los imagina; en la actualidad pueden llegar a ser celebridades, a veces casi héroes
nacionales (desde luego que no tan populares como los deportistas o cantantes), y también
llegan a ser modelos de virtud m oral, como es el caso de Albert Einstein. Sin embargo, mu­
chas personas reconocen la imagen de un científico célebre pero no siempre conocen o com­
prenden sus aportaciones científicas.
Gracias a esta divulgación vivimos rodeados de mucha información científica. La difu­
sión de la ciencia ha contribuido a modificar nuestras ideas sobre el mundo y la vida. Por
ejemplo, la mayoría de las personas que ha recibido educación sabe que la materia está for­
mada por moléculas y átomos, que existen microorganismos (virus y bacterias) que son la
causa de muchas enfermedades (como el cólera o el sida), o bien, que la vida ha evolucio­
nado en el planeta y que el ser humano es producto de esa evolución. Asimismo, todas las
personas con un mínimo de educación científica deberían comprender que entre los seres
humanos no existen diferencias biológicas y genéticas que justifiquen la discriminación, el
racismo o la intolerancia.

Contexto de investigación e innovación

En este ámbito — no tan público como el de la difusión— observamos a la comunidad cien­


tífica en plena actividad. Es en los laboratorios y centros de investigación donde constante­
mente se realizan experimentos, pruebas y observaciones. Aun en los experimentos más
rutinarios pueden generarse innovaciones que conducen a nuevos descubrimientos, al cues-
tionamiento de los supuestos teóricos de un paradigma, o a importantes aplicaciones tec­
nológicas.
Los prototipos de máquinas, herramientas e instrumentos diseñados en laboratorio son
ejemplos característicos de las innovaciones científicas; pero también lo son las invenciones
de nuevas nociones o modelos matemáticos, de nuevos lenguajes y programas informáticos
o de teorías que explican de una forma diferente un hecho científico.
Las innovaciones científicas tienen un alto potencial para desencadenar otras innova­
ciones sociales: por ejemplo, la introducción del lenguaje binario para digitalizar todo tipo
de inform ación (visual, auditiva, lingüística); la incorporación del láser, que tiene m últi­
ples aplicaciones en la industria y en la medicina; la innovación del uso de antibióticos, sin
los cuales no habría aumentado la duración promedio de la vida; la utilización de las prue­
bas de a d n en el sistema judicial, con las que se puede descubrir y probar un crimen.
En este contexto, la ciencia es más productiva y menos reproductiva que en el contexto
educativo. Éste es el ámbito por excelencia de la ciencia extraordinaria y, a veces, revolucio­
naria. En dicho ámbito podemos observar a la ciencia plenamente instrumentalizada, es de­
cir, dotada de un conjunto de artefactos y herramientas para modelar y estudiar fenómenos
naturales.
En el ámbito de investigación e innovación, los científicos interactúan con otros agentes
sociales interesados en los resultados de la ciencia. Pueden ser los organismos e institucio­
nes públicas que financian las investigaciones, o bien, los inversionistas privados que tienen
intereses en desarrollar conocimientos científicos de aplicación tecnológica. Por ejemplo, el
Proyecto Genoma Humano, diseñado para secuenciar todos los genes de la especie humana,
se dividió en dos sectores: un proyecto público en el que participaron varios países, y un pro­
yecto privado financiado por unas cuantas empresas. Ambos llegaron a los mismos resulta­
dos más o menos al mismo tiempo.
Se relacionan con la ciencia otras instituciones sociales, como los parlamentos, agencias
gubernamentales o el sistema jurídico, los cuales acuden a la comunidad científica para so­
licitar su opinión experta en la resolución de algunos problemas o proporcionar información
que oriente una adecuada decisión política o jurídica. Por ejemplo, para legislar sobre nuevos
productos como los transgénicos o diseñar políticas públicas de salud para evitar epidemias.
Sin embargo, el desarrollo de innovaciones científicas no está dominado sólo por intere­
ses puros de conocimiento, sino que entran en juego otros factores y actores sociales cuan­
do se debe determinar qué se investiga y cómo, y qué tipo de proyectos tiene prioridad.
Lo que se ha observado en los últimos años es que, cada vez más, la investigación cientí­
fica está financiada con recursos privados. Es por ello que esas investigaciones responden a
los intereses comerciales de los inversionistas e implican, de algún modo, la privatización
del conocimiento generado, por vía de las patentes de las innovaciones que se realicen. Una
patente es un derecho de propiedad sobre una innovación científica o técnica concedido por
un Estado a su inventor, que impide que cualquiera pueda usarla sin pagar los derechos co­
rrespondientes al propietario. Las patentes de invención protegen el derecho exclusivo a fa­
bricar, producir, utilizar o comercializar el objeto de la patente. Tienen un periodo de vigen­
cia variable, después del cual esa innovación pasa al dominio público.
En otros casos, como las investigaciones en tecnología bélica, son los gobiernos más po­
derosos del mundo los interesados en financiar y apoyar este tipo de investigación en países de­
mocráticos en donde quizá la mayoría de la población rechaza la guerra. Así pues, la ciencia
pierde su carácter universal y público en el contexto de innovación, pues sus producciones
se convierten en propiedad intelectual y en mercancía patentable.

Contexto de evaluación y valoración

El contexto de evaluación es el ámbito en el que se justifican y se validan las teorías e innova­


ciones científicas, y en el cual adquieren relevancia social por sus implicaciones epistémicas
y sus posibles aplicaciones prácticas. Los descubrimientos de la ciencia consiguen legitimi­
dad mediante la evaluación que la propia comunidad científica lleva a cabo.
Los congresos científicos y las revistas especializadas fungen como entidades de evalua­
ción para validar las teorías o descubrimientos científicos. También constituyen un referente
de autoridad para la sociedad entera. Si una teoría científica se publica, por ejemplo, en al­
guna de las dos más importantes revistas científicas (Nature o Science), adquiere validez ca­
si asegurada. Tal fue el caso de la clonación de embriones, por un equipo científico coreano,
que después resultó ser falsa.
¿Qué factores intervienen para que una teoría científica conquiste esta legitimidad no
sólo entre la comunidad científica, sino en la sociedad en general? Un conjunto de valores
epistémicos es decisivo para evaluar una innovación científica: la capacidad explicativa y pre-
dictiva de una teoría, su coherencia y consistencia, la capacidad para producir artefactos o
instrumentos, para medir los fenómenos que predice la teoría, así como para resolver proble­
mas surgidos de las anteriores teorías. Pero también inciden valores de tipo técnico, pues la
sociedad está interesada en las aplicaciones de las teorías: así, éstas se justifican también por
su utilidad y su transformación en aplicaciones tecnológicas.
Finalmente, muchas de las innovaciones científicas (principalmente las de aplicación tec­
nológica) están destinadas a los usuarios. Es la opinión pública y el uso generalizado lo que
refrenda una innovación científica y le proporciona validez social.
De modo similar al contexto de innovación, en el de evaluación participa una diversidad
de agentes sociales que valora la ciencia desde distintas perspectivas: la comunidad científica
misma, los gobiernos, las empresas, los organismos ciudadanos (como los grupos ecologistas).
Podemos observar que, a diferencia de lo que planteaba la concepción heredada sobre la
ciencia, una teoría científica adquiere validez en un amplio contexto social en el que no só­
lo interviene la comunidad científica, sino también otros agentes sociales con sus propias
perspectivas y valores.
En este ámbito, la comunidad científica también requiere de habilidades para convencer
a los demás miembros de la sociedad (no sólo a sus colegas) de la validez de sus teorías, así
como de la importancia o de las repercusiones prácticas de sus investigaciones. El conven­
cimiento implica que la sociedad acepte nuevas formas de ver las cosas, y que también m o­
difique y corrija concepciones tradicionales, por lo que es de esperarse que algunos sectores
de la sociedad reaccionen y se resistan a aceptar alguna teoría científica, como ha sido el ca­
so de los que niegan la validez de la teoría de la evolución.

Contexto de aplicación

La ciencia no sólo prueba sus afirmaciones con demostraciones teóricas (razonamientos y


pruebas empíricas), sino también con aplicaciones tecnológicas. Las teorías científicas cons­
tituyen herramientas mentales para diseñar y construir diversos artefactos: instrumentos,
máquinas y dispositivos tecnológicos para actuar e intervenir sobre las cosas. Por ello, la so­
ciedad actual está mucho más atenta a los resultados de las investigaciones científicas y evalúa
la ciencia no sólo en tanto mero producto teórico (en tanto saber), sino por sus implicacio­
nes prácticas, pues la investigación científica contemporánea está, en gran medida, asociada
con el desarrollo de innovaciones tecnológicas; por ejemplo, las aplicaciones que se despren­
den de la investigación sobre el genoma humano y, en general, de las ciencias de la vida.
Normalmente concebimos a la ciencia como un conjunto de teorías que tratan de des­
cribir cómo es el mundo; sin embargo, las teorías científicas no son sólo contemplativas, tam­
bién transforman el mundo al aplicarlas, en primer lugar, porque alteran nuestras ideas sobre
mm
I '

Pablo Picasso, Naturaleza la realidad, cambian la forma en que pensamos las cosas, las apreciamos y las vemos, m o­
muerta con guitarra, óleo difican valores y costumbres, revolucionan la imagen que nos hacemos de lo que nos rodea.
sobre tela, 1922. Galería
Éste es el gran influjo de teorías como la de la evolución, la genómica o la astronomía. En
Rosengart, Lucerna, Suiza
|© Latin Stock México. segundo lugar, porque la ciencia participa en la fabricación de instrumentos y gran cantidad
de artefactos que transforman la realidad en la que vivimos.
En el contexto de aplicación, la ciencia se vincula con la tecnología y forma un nuevo en­
tramado denominado tecnociencia, que constituye el siguiente tema. Aquí las producciones
de la ciencia adquieren otro valor, ya no únicamente epistémico, sino pragm ático, es decir,
vinculado con la fabricación y uso de objetos y artefactos. En el ámbito social de la aplica­
ción del conocimiento científico, interesa más la utilidad de las teorías, modelos, simulacio­
nes, artefactos prototípicos; también, su eficacia y capacidad para transformar o intervenir en
objetos concretos, así como su rentabilidad económica. La ciencia se convierte, entonces,
en una parte de la producción tecnológica, por ejemplo, el caso de las teorías electromagné­
ticas para la industria de tecnologías electrónicas.
De este modo, a la cultura científica general que hemos analizado se agrega una nueva di­
mensión de cultura tecnocientífica, en la cual están más interesados muchos agentes sociales
(desde los inversionistas hasta los usuarios). Es frecuente, por lo tanto, que causen más expec­
tación e interés las innovaciones tecnocientíficas (los videojuegos y simuladores de realidad
virtual, el iPod, los celulares multifuncionales, los procedimientos médicos con cirugía láser
o rayos gamma) que las innovaciones científicas que no están ligadas a determinados desa­
rrollos tecnocientíficos, como las teorías paleontológicas y subatómicas sobre el origen del
universo.

4 .3 .3 Responsabilidades de los(as) científicos(as) y de las instituciones

La imagen usual de la ciencia ha conllevado una concepción tradicional de la relación entre


ciencia, tecnología y sociedad. Esta imagen tradicional sostiene que la ciencia descubre hechos
y produce conocimientos, mientras que la tecnología los aplica e inventa artefactos y, de ese
modo, se produce un progreso material constante e ilimitado para toda la humanidad.
Según esta imagen convencional, con tal de lograr el mayor beneficio social, la investiga­
ción científica no debe tener ninguna restricción porque es neutra y desinteresada; los crite­
rios de honestidad y veracidad son suficientes para la autorregulación de la comunidad
científica. Aunado a ello se piensa que la ciencia tiene autoridad para, conjuntamente con la
tecnología, resolver la mayoría de los problemas sociales.
Sin embargo, un hecho que cuestiona la neutralidad de la ciencia y de la tecnología es que
la ciencia actual ya no cumple la función de extender sus beneficios de manera equitativa a
todos los ciudadanos (como parecía que podía hacerlo en un principio), sino que tiende a fa­
vorecer cada vez más las desigualdades sociales existentes. Sólo las personas con mayor poder
de compra tienen acceso a los beneficios directos de las innovaciones tecnocientíficas, como
es el desigual acceso a las tecnologías médicas y a los fármacos de nueva generación.
Por otra parte, es frecuente que los medios de com unicación sobrevaloren los logros
científicos y exageren las noticias de los descubrimientos. Ello se debe, en parte, a que los cien­
tíficos y las instituciones de la ciencia deben promover y publicitar sus proyectos para
contar con financiamiento y prestigio. Esta lucha por la obtención de fondos y la fuerte com­
petencia internacional ha hecho que algunos científicos simulen sus resultados; de hecho,
en los últimos años han aumentado los escándalos de fraudes científicos. El escándalo más
reciente — si bien ha sido una excepción— fue el del científico coreano Hwang Woo-Suk,
quien engañó a todo el mundo publicando en la prestigiada revista Science que había logrado
clonar embriones humanos. Se descubrió que todos los datos y resultados fueron falseados.
Hwang había recibido millones de dólares de subvención del gobierno coreano y estaba a
punto de abrir un Centro Mundial de Clonación Humana que se convertiría en un negocio
multimillonario, lo cual alentó las expectativas de curación de muchas personas que con­
fían en esta innovación de tecnología médica.
En todas las ramas del conocimiento, las instituciones científicas (así como los indivi­
duos que hacen ciencia) se enfrentan a problemas y dilemas ético-políticos, además de los
problemas epistémicos y teóricos. Es por ello que la cuestión de la responsabilidad de la co­
munidad científica se ha vuelto crucial. Cada miembro debe ser visto como un agente social
cuyas investigaciones implican responsabilidades sociales de una magnitud mayor.
En respuesta a esta situación compleja y crítica para la ciencia, se ha comenzado a plan­
tear en foros internacionales — como el que organizó la Unesco en Budapest en 1999— la
necesidad de un nuevo contrato social p a ra la ciencia y la tecnología (Declaración de Buda­
pest sobre la ciencia y el uso del saber científico). La idea de un “contrato social” implica un
pacto político para modificar la forma en que se hace ciencia, los fines a que se destina y la ma­
nera en que la sociedad está al tanto de los resultados científicos para poder distribuir los po­
sibles beneficios de un modo más equitativo. Así pues, se propuso en dicho foro una nueva
forma de regular la investigación para evitar los efectos negativos y redirigir los resultados
de la ciencia y la tecnología en el mayor beneficio de la humanidad.
En este sentido, los científicos deben ser muy precavidos para evitar sobrevalorar los re­
sultados de su investigación y crear falsas expectativas (sobre todo, en el campo de la tecno­
logía médica y farmacéutica). Además, la comunidad científica debe asumir las consecuen­
cias por sus pareceres y acciones, puesto que la sociedad actual valora altamente su opinión
experta y espera de ella una conducta éticamente adecuada.
La responsabilidad ética de la ciencia va más allá del hecho de no falsear sus datos, no
engañar o plagiar información; aún más, la responsabilidad de la ciencia, en tanto que posee
conocimientos especializados que los demás no pueden obtener, consiste en advertir de los
riesgos y problemas ambientales y de salud, así como en contribuir a encontrar soluciones
que sean compatibles con los valores democráticos, de protección de los derechos humanos
y de desarrollo sostenible para la mayoría de la población. Estas responsabilidades corres­
ponden sobre todo a las instituciones científicas, aunque no solamente, también a los esta­
dos y organismos internacionales.
La idea de que la ciencia es neutra e indiferente a los valores éticos e intereses sociales no
tiene hoy en día ningún sustento. Las instituciones científicas son corresponsables, junto con
las instituciones políticas — y con todos los ciudadanos— , de asegurar un adecuado desarro­
llo humano compatible con el bienestar de todas las formas de vida que habitan la Tierra.

4 .4 EL SURGIM IENTO DE LA TECN O CIEN CIA

En el último siglo, la vinculación entre ciencia, técnica y tecnología se ha vuelto más estre­
cha e interdependiente. Uno de los rasgos más notables de este hecho es la emergencia de
una nueva forma de producción del conocim iento y de conocim iento productivo, que se ha de­
nominado tecnociencia.
Ésta tiene características relevantes que la distinguen de la ciencia pura y de la tecnología
convencional, pues constituye una actividad socialmente organizada en vista de resultados
industriales, en la que intervienen diversos agentes con sus propios intereses y valoraciones:
no sólo científicos y tecnológicos, sino también las corporaciones industriales, los gobiernos
y sus agencias (los ejércitos), los organismos internacionales, las organizaciones civiles, los ciu­
dadanos mismos. Los contextos sociales en los que se desarrolla la tecnociencia son más
complejos que los de la ciencia e involucran más problemas y conflictos, puesto que la tec-
nociencia, al incrementar el poder tecnológico de transformación del mundo, tiene reper­
cusiones y riesgos de gran alcance para la sociedad y para el medio ambiente.

4.4.1 La relación ciencia-tecnología

En paralelo con la concepción h ered ad a de la ciencia, también ha existido una imagen con­
vencional de la relación entre ciencia y tecnología. Esta imagen es la que afirma que la tec­
nología es “ciencia aplicada”, es decir, el resultado de la aplicación de las teorías científicas
para resolver problemas técnicos. Esta imagen confería a la tecnología un cierto carácter de
inocuidad y de neutralidad, pues cualquier innovación estaría garantizada por la autoridad
y la bondad de las ciencias.
Sin embargo, la tecnología implica riesgos porque se propone transformar la realidad, más
que teorizarla. Además, dado que la ciencia no puede elaborar conocimientos precisos y de­
finitivos, la construcción de artefactos conlleva necesariamente la posibilidad de fallos, erro­
res de cálculo y efectos inesperados; es decir, en el terreno tecnológico, la incertidumbre y el
riesgo son mucho mayores que en el plano teórico en el cual se desenvuelven las ciencias.
La tecnología comporta siempre un componente científico, a diferencia de cualquier otro
tipo de técnica tradicional. La tecnología es un fenómeno reciente y podemos ubicarla des­
de finales del siglo x ix . Antes de este desarrollo existen diversas técnicas que comienzan a
basarse en algunos conocimientos científicos, pero que más bien provienen de tradiciones
empíricas muy arraigadas, tales como las técnicas de fundición, de edificación o de fermen­
tación.
Por otro lado, si se analiza la historia de la tecnología se puede observar que, si bien las
tecnologías están basadas en conocimientos científicos básicos, no todas ellas se derivan di­
rectamente de la aplicación de teorías e innovaciones científicas. Por el contrario, a menudo
una tecnología se anticipa a la ciencia y le plantea nuevos problemas teóricos.
Muchas innovaciones técnicas se produjeron al margen de la ciencia; es decir, no sur­
gieron en los laboratorios científicos. Se desarrollaron primero en los talleres y en las indus­
trias, y después se teorizó sobre ellas. Por ejemplo, en el caso de las primeras máquinas de
vapor, que diseñó James Watt hacia 1777, la explicación científica acerca de cómo era posible
que estas máquinas funcionaran vino después con el nacimiento de una nueva disciplina: la
termodinámica. Fernand Cormon, La
forja, óleo sobre tela, 1894.
Ahora bien, también ha sido común una interpretación diferente en la imagen conven­
Museo de Orsay, París,
cional: aquella que afirma que ciencia y tecnología son esencialmente lo mismo. Algunos Francia |© Latin Stock
autores interpretan de esa manera el concepto de “tecnociencia”. Pero es claro que no to- México.
das las ciencias tienen fines tecnológicos (la física teórica, las matemáticas) ni todas las teo­
rías pueden dar lugar a instrumentos y artefactos (la ecología). Subsisten muchas ramas
de la ciencia que hacen investigación básica (como la astrofísica o la física de partículas) y
que no tienen fines de aplicación tecnológica. Subsisten, además, tecnologías que no gene­
ran conocimientos científicos, sino que se basan en conocimientos científicos muy básicos
(la fundición de metales). A pesar de que en nuestros días la colaboración e interdependen­
cia entre ciencia y tecnología es sistemática y constante, todavía se pueden hacer distinciones
al analizar los fines y los contextos sociales en los que se desarrollan cada una de ellas.
El concepto de tecnociencia no impide que podamos distinguir entre ciencia y tecno­
logía por sus fines primordiales: el de la ciencia es la búsqueda del conocimiento y la formu­
lación de teorías que explican la realidad; mientras que el de la tecnología es la intervención,
el control o transformación de objetos y relaciones entre objetos en la naturaleza o la socie­
dad, de acuerdo con determinados fines que se consideran valiosos por la sociedad. Tanto la
ciencia como la tecnología son sistemas de acciones socialmente estructurados y con finali­
dades intencionales; pero la finalidad de la tecnología se ubica en el campo industrial de la
producción de artefactos, mientras que la ciencia tiene por objetivo principal producir
conocimiento.
Aunque la ciencia tenga fines de aplicación, en ella predominan los valores propiamente
epistémicos: verdad, coherencia, consistencia; mientras que los valores que rigen a la tecno­
logía son los de eficacia, eficiencia, fiabilidad y rendimiento.
En el mundo capitalista moderno, el conocimiento científico se ha convertido en una
mercancía (muy valiosa) porque incrementa la productividad industrial y permite crear nue­
vos productos para el mercado. Es decir, el conocimiento se convierte en un bien económico,
no sólo epistémico. Pero esto no significa que desaparezca la ciencia que no está vinculada al
desarrollo de innovaciones tecnológicas.
El surgimiento de la tecnociencia no está vinculado con una revolución científica (teóri­
ca), sino con una transformación social de los fines de la actividad científica y tecnológica. Co­
mo señala Javier Echeverría en su libro L a revolución tecnocientífica, “[...] La revolución tec-
nocientífica no la hizo una persona ni un centro de investigación. Tampoco fue un cambio
epistemológico, metodológico o teórico, al modo de las revoluciones científicas del siglo
x v ii . Fue una transformación radical de la actividad investigadora que se produjo en varios
centros de investigación a la vez, aunque en algunos cristalizó con mayor rapidez y claridad de
ideas. [ . ] no sólo se produjo en los laboratorios, sino también en otros escenarios (despa­
chos de política científica, empresas, fundaciones, centros de estudios estra tég ico s.).”

4 .4 .2 De la tecnología a la tecnociencia

A partir de la Revolución industrial (siglo x v iii ) comienza a darse una interacción más es­
trecha entre ciencia y técnica. Recuérdese que la Revolución industrial transformó la produc­
ción mediante las primeras máquinas que incrementaron la eficiencia de la actividad labo­
ral. La ciencia había logrado previamente avances instrumentales muy significativos, como
el telescopio (Galileo Galilei, 1609; Newton, 1668), el microscopio (Hans y Zacharias Jans-
sen, 1590) o el termómetro (Galileo, 1592). Sin embargo, estas innovaciones científicas no tu­
vieron una aplicación industrial hasta mucho después.
En el periodo posterior a la Revolución industrial se producen diversas innovaciones
técnicas que comienzan a aplicar conocimientos científicos, como la locomotora de vapor
(1804, Trevithick), el estetoscopio (1816, Laennec), el telégrafo (1837, Morse) o la pila eléc­
trica (1800, Volta). Estas innovaciones no son propiamente tecnológicas; la ciencia tendrá
que estudiarlas para comprender cómo funcionan y para derivar de ellas otras aplicaciones
más eficientes.
Será a finales del siglo x i x cuando las interacciones entre ciencia y desarrollo técnico sean
sistemáticas y buscadas intencionalmente. Es entonces cuando se observan innovaciones tec­
nológicas; es decir, invenciones industriales destinadas al mercado, y que han sido resultado de
la aplicación de conocimientos científicos, por ejemplo, la pasteurización (1862, Pasteur),
los primeros plásticos (1862, Parker), la dinamita (1864, Nobel), el teléfono (1876, Bell), la
bombilla eléctrica (1879, Alva Edison), la aspirina (1899, Hoffman), la radio (1895, Marconi),
los rayos X (1896, Roentgen), el automóvil (1886, Benz) y el aeroplano (1903, hermanos
Wright).
Las innovaciones tecnológicas de finales del siglo x i x y principios del x x aportaron mu­
chas mejoras y nuevas posibilidades a la vida humana, conquistando con ello la aceptación
y el entusiasmo de la mayoría de la sociedad, así como una firme confianza en el progreso
científico y tecnológico. El aumento exponencial de la población mundial y, en general, una
mejor calidad de vida, son resultados concretos de muchas innovaciones tecnológicas basa­
das en conocimientos científicos o que impulsaron el desarrollo de nuevas investigaciones
en las ciencias.
El periodo de pleno desarrollo de la tecnociencia se da a partir de la segunda mitad del
siglo x x . Desde entonces, la ciencia depende cada vez más de instrumentos e infraestruc­
tura tecnológica muy compleja para llevar a cabo investigación básica, como es el caso de
los aceleradores de partículas, y, a su vez, la tecnología tiene que basarse en estudios cientí­
ficos para buscar innovaciones útiles (como es el caso de la astronáutica o la industria de la
energía nuclear).
El surgimiento de la tecnociencia se identifica con el informe que el científico Vannebar
Bush presentó al presidente de Estados Unidos en 1945 (Ciencia, la frontera sin lím ite). En
este informe se proponía la creación de un sistema de ciencia y tecnología conducido por el
gobierno estadunidense (mediante los departamentos de Defensa y de Energía, principal­
mente), con el fin de desarrollar innovaciones que proporcionaran a Estados Unidos una
superioridad económica, militar y política sobre los demás países. Se creó la National Scien-
ce Foundation, para coordinar las interrelaciones entre la industria, las universidades, los
centros de investigación y el gobierno. Este sistema debía mantenerse no sólo durante la
guerra mundial, sino permanecer como base del desarrollo económico del país.
El proyecto fructificó debido a que las naciones europeas quedaron en una situación eco­
nómica de quiebra después de la segunda guerra mundial; Estados Unidos pudo invertir sus
excedentes en ciencia y tecnología, además de que recibió a muchos científicos europeos
(Einstein, Von Braun) que habían emigrado antes y durante la guerra.
Dos de los primeros proyectos tecnocientíficos que se realizaron conforme al modelo de
Bush fueron de carácter militar y estratégico: el proyecto e n ia c (siglas en inglés que signifi­
can Integradora Numérica y Computadora Electrónica, diseñada y fabricada por un equipo
de la Universidad de Pensilvania entre 1943-1946). Esta primera computadora pesaba trein­
ta toneladas y ocupaba un área de 140 metros cuadrados, y el Proyecto Manhattan, creado
para diseñar y construir la bomba atómica que se lanzó sobre las ciudades de Hiroshima y
Nagasaki en 1945. Como se puede ver, la tecnociencia surgió en proyectos que produjeron ar­
tefactos nunca antes vistos y con un poder técnico jamás imaginado (tanto el poder de cálculo,
como, por desgracia, el poder destructivo). Esto es un rasgo distintivo de las tecnociencias: el
hecho de inventar artefactos inéditos a partir de tecnologías existentes, que originaron nue­
vas y ampliadas posibilidades de acción humana.
Durante la llamada guerra fría, las dos potencias mundiales, la Unión Soviética y Estados
Unidos, compitieron en diversos campos con proyectos tecnocientíficos financiados por
los gobiernos: la carrera espacial (desde el primer satélite, el Sputnik ruso en 1957, el primer
viaje tripulado: el ruso Yuri Gagarin en 1961, o el viaje a la Luna de la nave estadunidense
Apolo XI, 1969; la exploración de Marte, las sondas interplanetarias como el Voyager o la
estación espacial Mir de la Unión Soviética); el desarrollo de armas de destrucción masi­
va (nucleares, termonucleares, químicas, biológicas); los sistemas de telecomunicaciones
satelitales (la Arpanet, la red estadunidense militar, antecedente de la internet, 1972), los m i­
siles teledirigidos o los submarinos nucleares.
Dichos proyectos corresponden a lo que varios autores han denominado macrociencia (Big
Science), primera modalidad en que surge la tecnociencia. En esta primera etapa la tecno-
ciencia se caracterizó por: a) financiamiento y control gubernamental (a menudo, militar);
b) integración de equipos multidisciplinarios de científicos y tecnólogos en proyectos secretos
de investigación; c) subordinación de la investigación científica a la industria tecnológica bé­
lica y a la disciplina militar, y d) industrialización de la infraestructura científica: equipamien­
to a gran escala.
Muchos científicos fueron reclutados para trabajar en proyectos macrocientíficos, con lo
cual perdieron su independencia, pues no controlaban los objetivos, las prioridades ni los
plazos de los proyectos y estaban sujetos a reglas de confidencialidad muy estrictas. Esto
también comprometía su libertad para expresar sus propias opiniones. La ciencia sufrió una
subordinación muy fuerte y una crisis de valores debido a que muchos de estos proyectos te­
nían fines destructivos y no contribuyeron a mejorar la convivencia humana.

4 .4 .3 Características de la tecnociencia

Así pues, la unión sistémica de la actividad científica y tecnológica para fines productivos y
cognoscitivos ha dado lugar a la tecnociencia. Su fin principal es la innovación tecnocientí-
fica y la intervención práctica en el mundo, al mismo tiempo que el desarrollo de nuevos
conocimientos. La tecnociencia no se reduce a explicar lo que sucede en el m undo; construye
sus propios objetos de conocimiento y los modifica, y en la medida en que los interviene y
manipula, teoriza sobre ellos.
De acuerdo con Javier Echeverría, la tecnociencia contemporánea se distingue de la cien­
cia y de la tecnología convencional por los siguientes rasgos:

1. Financiam iento prim ordialm ente p rivado (principalmente en Estados Unidos y otros paí­
ses desarrollados). La tecnociencia requiere equipos e instrumentos muy sofisticados, así
como de insumos en cantidades verdaderamente industriales. Los gobiernos ya no pue­
den costear todos los proyectos; en cambio, ofrecen facilidades fiscales y administrativas
para impulsar la investigación y el desarrollo de innovaciones tecnológicas por parte de
empresas privadas. El desarrollo de la tecnociencia privada es notable en áreas como las
tecnologías de la información y comunicación ( t i c ) o en la biotecnología. De esta mane­
ra, el conocimiento científico se convierte cada vez más en una mercancía que agrega va­
lor a las producciones tecnológicas. Actualmente, en la competencia internacional, sólo
las grandes empresas (Microsoft, Du Pont, Pfizer, Monsanto) son capaces de financiar
proyectos tecnocientíficos de vanguardia. Los gobiernos continúan financiando áreas es­
tratégicas, como la militar o la de energía.
2. Interdependencia y encadenam iento entre diversas ram as d e la ciencia y la tecnología. No
todas las ciencias son ahora tecnociencias, pero en todas las ramas de la actividad cientí­
fica han surgidos diversas modalidades de tecnociencias que producen innovaciones y
aplicaciones al combinar y encadenar de manera progresiva conocimientos de diversas
disciplinas científicas y tecnológicas (por ejemplo: bioinformática, robótica, nanotecno-
logía, microelectrónica, telemática, medicina nuclear). La tecnociencia produce nuevos
artefactos, herramientas, programas computacionales, pero también teorías que mode­
lan los nuevos objetos y artefactos que se diseñan.
3. L a tecnociencia es un nuevo sector económico mundial. Las tecnociencias emergieron como
un nuevo factor de desarrollo económico. Los productos tecnocientíficos (teorías, m o­
delos, diseños, prototipos de artefactos) son propiedad privada y se patentan. Una vez
que logran aceptación en el mercado, generan una cadena de innovaciones derivadas que
favorece el incremento de la ganancia comercial. La tecnociencia está regida por los va­
lores económicos de la rentabilidad, la explotación de patentes, el secreto industrial y la
competitividad, y ya no por los valores meramente epistémicos de la ciencia.
4. Interconexión telem ática entre centros de investigación y desarrollo. La tecnociencia no sería
posible sin la internet y las tecnologías de información y telecomunicación. La interacción
de equipos tecnocientíficos en distintas partes del mundo en tiempo real es una condición pa­
ra potenciar la capacidad de innovación. Los productos tecnocientíficos ya no son la inven­
ción genial de unos cuantos, sino el resultado de investigaciones interdisciplinarias de equi­
pos tecnocientíficos que trabajan en varias partes del mundo de manera coordinada.
5. Objetivos y fin es dinám icos y productivos. A diferencia de las ciencias básicas, que son más
bien teóricas y contemplativas, la tecnociencia es una actividad dinámica productiva y
transformadora de la realidad natural y social.
6. Vinculación con proyectos militares. La tecnociencia nació en proyectos de orden militar,
como el Proyecto Manhattan o la Arpanet. Los departamentos de Defensa de los países
más poderosos desarrollan tecnociencias en estrecha colaboración con empresas privadas
y centros de investigación científica en campos como biotecnología, energía, nanotecno-
logía, aeronáutica, telecomunicaciones, astronáutica. En estos proyectos, la información
y el conocimiento generados no son sólo privados, sino secretos de Estado que los cientí­
ficos y tecnólogos están obligados a guardar. Esto implica que la sociedad conoce muy
poco de dichos proyectos y, por ello, ignora los riesgos que están implicados en ellos. En el
caso de las tecnociencias militares (bombas atómicas, termonucleares, químicas o bacte­
riológicas), el peligro es mucho mayor por su enorme potencial destructivo.
7. P luralidad de agentes sociales involucrados en el desarrollo tecnocientífico. A diferencia de
la ciencia y la tecnología convencionales, la tecnociencia involucra a muchos agentes
sociales que colaboran en proyectos mundiales. En un proyecto tecnocientífico intervie­
nen científicos, tecnólogos, empresarios, políticos (agentes del gobierno), militares y agen­
cias de seguridad nacional (en algunos casos), administradores, diseñadores, expertos en
publicidad, equipos de abogados, grupos de expertos en cabildeo político. Este “cabildeo”
lo realizan grupos de profesionales que actúan como enviados de las empresas para con­
vencer o influir (por diversos medios) a los representantes parlamentarios, diputados,
jueces o miembros de los gobiernos, dirigentes de partidos o líderes sociales (por ejem­
plo, sindicales), para aprobar, favorecer o promover una innovación tecnocientífica.
8. Interacciones entre tecnociencia y sociedad m ás com plejas y conflictivas que las que h ab ía
entre ciencia, tecnología y sociedad. En la tecnociencia, los fines del conocimiento científi­
co se subordinan a los fines económicos, militares y políticos. Esto se debe al extenso al­
cance de los proyectos tecnocientíficos, a su potencial económico y técnico. Pero también
generan riesgos nuevos e imprevistos. La sociedad valora de diversa manera, siempre con-
troversial y, en ocasiones, de manera conflictiva, las innovaciones tecnocientíficas, por
ejemplo: los casos de la energía nuclear, los transgénicos y la clonación, entre otras.
9. El lenguaje común e instrumento fu n dam en tal de la tecnociencia es la inform ática. Sin el
desarrollo de la informática y las tecnologías de la información y la comunicación ( t i c )
no es posible el despliegue de ninguna tecnociencia. La infraestructura de comunicación,
así como el equipamiento de cómputo y supercómputo resultan indispensables en cual­
quier investigación tecnocientífica. La tecnociencia se desarrolla por medio de las redes
de comunicación e información (internet) y recurre a la informática para hacer cálculos
complejísimos y simulaciones, experimentar virtualmente, mejorar diseños y producir
programas de cómputo para monitorear y gestionar las innovaciones tecnocientíficas.

4 .4 .4 Las revoluciones tecnocientíficas

La tecnociencia es intrínsecamente revolucionaria dado que está orientada a la creación de


innovaciones tecnológicas que comportan cambios en las prácticas de la sociedad y contro­
versias sobre los valores sociales, lo cual causa conflictos de tipo económico, jurídico, políti­
co, ético e incluso religioso. Además, los efectos de la tecnociencia no se limitan a fenómenos
y objetos naturales, sino que se extienden a fenómenos sociales, al cuerpo humano o a la
forma de reproducción (por ejemplo, la fecundación in vitro o la clonación).
Las revoluciones tecnocientíficas transforman también la manera en que se hace, se en­
seña y se valora la ciencia; convierten a diversas ramas de las ciencias tradicionales en tecno-
ciencias y alteran las actitudes, los objetivos y valores de los científicos y tecnólogos al con­
vertirlos en agentes empresariales. A diferencia de las comunidades científicas, las comunidades
tecnocientíficas son variables y difusas, pues sus miembros no se aglutinan en torno a cuestio­
nes teóricas y experimentales, sino alrededor de intereses técnicos, económicos o políticos.
Los cuatro contextos — educativo, de innovación, de evaluación y de aplicación— en los
que se analizó la relación entre ciencia y sociedad también son pertinentes para comprender
el proceso de las revoluciones tecnocientíficas de los últimos años. La tecnociencia se ha con­
vertido en un factor determinante en esos cuatro contextos, y ha alterado también la forma
en que evoluciona la ciencia en ellos.
En el ámbito educativo existe una tensión en la enseñanza científica entre la investigación
básica y la de aplicación tecnológica. Por un lado, muchas universidades y centros tecnoló­
gicos se han preocupado por formar científicos con un perfil tecnocientífico, lo cual ha im ­
plicado cambios en los planes de estudio para hacerlos más flexibles y menos extensos, con
la reducción de los contenidos de enseñanza científica. Por el otro, hay universidades que
mantienen un perfil más clásico en la enseñanza de las ciencias, más teórico y orientado a la
investigación básica. Es decir, p u ed e observarse un proceso de conversión tecnocientífica en la
enseñanza d e las ciencias. Las universidades y
los centros de investigación de más prestigio e
influencia están vinculados con proyectos tec-
nocientíficos con las empresas privadas o las
agencias gubernamentales.
En el contexto de la difusión, la tecnocien-
investigación e innovación evaluación
cia goza de mucha celebridad, ya que los m e­
dios de comunicación magnifican a menudo
las innovaciones, algunas de las cuales pueden
Aplicación ser — ciertamente— espectaculares, como el
caso del anuncio de la clonación de embrio­
nes humanos por parte de un equipo científi­
co coreano, que luego resultó ser falsa. Pero
la difusión sensacionalista de las innovacio­
Poder militar ----- Poder económico — Poder político
nes tecnocientíficas también despierta sospe-
chas y temores en algunos sectores socia­
les porque se sobrevaloran los efectos que
se producirán.
Estas características im plican que los
científicos deben desarrollar nuevas ha­
bilidades de adm inistración, gerencia y
mercadeo de los productos tecnocientífi-
cos. Los tecnocientíficos se han convertido
en empresarios y sus empresas cotizan en las
bolsas de valores y obtienen ganancias mul-
timillonarias, como es el caso de Microsoft
o Celera Genomics.
En el ámbito de la innovación, la van­
guardia del desarrollo tecnocientífico está
controlada por grandes empresas que reclu­
tan a los jóvenes científicos más talentosos
de las principales universidades del mundo.
En la tecnociencia, la innovación es un
imperativo regido por el fin comercial, más
que por obtener nuevos conocimientos o
construir mejores artefactos. Por ello, las
innovaciones tecnocientíficas no son siem­
pre más eficientes o seguras que sus ante­
cedentes tecnológicos. En la evaluación so­
cial de la innovación tecnocientífica ya no
son los científicos los únicos protagonis­
tas; también intervienen las empresas, que
utilizan diferentes recursos para influir en
la opinión pública y en las instituciones del
poder social (los parlamentos, los sistemas
judiciales, las agencias gubernamentales),
por ejemplo, mediante el uso de la mercadotecnia y la publicidad (marketing) para mejorar Andy Warhol, Sopa
la imagen de las empresas tecnocientíficas, e intentar convencer a los ciudadanos sobre las Campbell’s 1-Consomé,
pintura de polímero
bondades y la seguridad de cada innovación tecnocientífica. Éste ha sido el caso de la pro­
sintético sobre tela,
ducción de transgénicos o alimentos genéticamente modificados: muchos desconfían, so­ 1962. Museo de Arte
bre todo en Europa, de la fiabilidad de estas innovaciones, a pesar de las evaluaciones cientí­ Moderno, Nueva York,
ficas que señalan su bajo riesgo. Estados Unidos |© Latin
Stock México.
Las evaluaciones de la tecnociencia ya no son, pues, exclusivas de la comunidad cientí­
fica, porque no se trata de evaluar las teorías en las que se funda una tecnociencia, sino de
estimar sus efectos sociales y ambientales. Por ello, muchos grupos ciudadanos (como los m o­
vimientos ecologistas), que tienen asesores o miembros con formación científica, también
evalúan a las tecnociencias por sus efectos, costos, problemas y riesgos. En algunos casos in­
tervienen también los sistemas judiciales cuando existen disputas, o bien, los parlamentos,
para legitimar decisiones de política pública. En los últimos años, las revoluciones tecnocien­
tíficas se han producido junto con controversias sociales que desatan conflictos de valores
morales, culturales e incluso religiosos; por ejemplo, el debate sobre la utilización de neuro-
fármacos o la clonación de embriones para obtener células madre.
En el ámbito de la aplicación, que es propiamente el de la realización de una innovación
tecnocientífica, diversos agentes sociales participan en su diseño, evaluación y orientación. En
este contexto, las preocupaciones por los efectos ambientales y sociales se han vuelto deci­
sivas para modificar algunas de esas innovaciones.
Como se ha señalado, la relación entre tecnociencia y sociedad en los cuatro contextos es
controversial y conflictiva. La era en que las sociedades confiaban ciegamente en la ciencia y
en las innovaciones tecnológicas ha terminado. En la actualidad, en la medida en que existe
una disposición mayor de información y de conocimiento (gracias a la tecnociencia mis­
ma), muchos ciudadanos son más activos y pretenden incidir en las decisiones políticas que
orientan el desarrollo tecnocientífico.

4 .5 PROBLEM AS DEL DESARROLLO TECNOCIENTÍFICO

La tecnociencia se caracteriza por revolucionar las prácticas y las relaciones sociales al crear
continuamente nuevas posibilidades de acción. Estas nuevas posibilidades suscitan contro­
versias y conflictos de valores de orden económico, ético y político, en un ambiente social
cada vez más atento a los efectos y consecuencias de las innovaciones tecnocientíficas.

4.5.1 El m undo tecnocientífico: repercusiones históricas

Como consecuencia del desarrollo tecnocientífico en el último siglo, una parte de la huma­
nidad vive ahora en un m undo artificial y ya no convive directamente con la naturaleza. Las
grandes ciudades son la concreción de ese nuevo paisaje artificial. La tecnociencia ha formado
un mundo tecnológico que evoluciona sin cesar y que envuelve toda la existencia humana.
Ante este fenómeno de expansión del mundo tecnocientífico, desde principios del siglo
xx han surgido diversas filosofías de la tecnología. Algunos filósofos, como José Ortega y
Gasset, Martin Heidegger y Hans Jonas, intentan esclarecer e interpretar la naturaleza pro­
pia, el sentido histórico y las repercusiones culturales del desarrollo tecnocientífico. Estos
filósofos se han cuestionado también si el acelerado crecimiento del poder tecnocientífico
entraña riesgos mayores para el futuro de la humanidad.
La filosofía de la tecnología ha descubierto rasgos novedosos en el mundo tecnocientífi­
co que contrastan claramente con otras eras de la historia. Hans Jonas señalaba algunos ras­
gos generales de la tecnociencia que fundamentan la necesidad de una reflexión ética:

•Alcance remoto (espacio y tiempo) de sus efectos.


•Concentración del poder y expansión universal de sus aplicaciones.
•Ambivalencia de las consecuencias.
•Efectos imprevisibles de las innovaciones tecnocientíficas.

Un rasgo problemático de la tecnociencia actual es el incrementado alcance de su poder


para producir efectos remotos no deseados y, muchas veces, imprevisibles, tanto en el espa­
cio como en el tiempo. Por ejemplo: la contaminación radiactiva, que puede extenderse en
áreas de miles de kilómetros y permanecer en el agua y la tierra durante miles de años.
Este incierto poder, que crece de manera geométrica a medida que las tecnociencias se en­
cadenan unas con otras, tiene repercusiones ecológicas dañinas a mediano y largo plazo. Tal
es el caso del efecto invernadero, provocado principalmente por las enormes cantidades de
CO 2 que emite la actividad tecnológica e industrial.
La tecnociencia se ha convertido en un medio eficaz para incrementar y concentrar poder
(técnico, económico, político, militar). Esto tiene beneficios innegables, pero ese poder es am­
biguo y puede, en algún momento imprevisto, escapar del control de los agentes humanos.
Actualmente, el poder tecnocientífico hace posible modificar la materia y la estructura de
la vida misma (el código genético), pero también libera nuevas sustancias contaminantes y
peligrosas para las cuales no tenemos defensas naturales (sustancias químicas, microorganis­
mos, partículas artificiales). Cura enfermedades que antes mataban a muchas personas, pe­
ro ha introducido en el entorno sustancias cancerígenas, mutágenas y tóxicas que afectan a
las personas y a otros seres vivos (es el caso de los pesticidas como el ddt , los plásticos con
cloro o residuos de metales dañinos para el ser humano, como el mercurio o el plomo).
La tecnociencia produce realizaciones y artefactos am bivalentes; es decir, que tienen un
doble efecto, positivo y negativo, aunque su objetivo sólo sea el de buscar un beneficio. Tal
es el caso de la producción de artefactos con componentes tóxicos, como las pilas y los apa­
ratos electrónicos, o los pañales desechables. Las enormes cantidades de basura de estos ar­
tefactos no se pueden reciclar fácilmente ni se biodegradan. Otros ejemplos: los beneficios
de las tecnologías de transporte, los fármacos y las tecnologías de la información y la comu­
nicación son evidentes e innegables. Sin embargo, la expansión planetaria e intensiva de su
uso ha tenido consecuencias problemáticas imprevisibles:

•Los ferrocarriles, automóviles, barcos y aviones han generado una gran contaminación
atmosférica y constituyen un factor del efecto invernadero. En el caso particular de los au­
tomóviles, los accidentes viales matan año con año a millones de personas.
•Muchos fármacos (anticonceptivos, analgésicos, antiinflamatorios, etc.) han causado da­
ños a las personas; el uso y abuso de antibióticos ha provocado que las bacterias desarro­
llen resistencia y que algunas enfermedades se vuelvan de alto riesgo.
•Las tecnologías de la información y la comunicación han producido una enorme cantidad
de desechos industriales (basura computacional) cuyos componentes son muy tóxicos. El
crimen organizado y las organizaciones terroristas han aprovechado internet.

Puede argüirse que los problemas ecológicos causados por la acción humana no son nue­
vos. Sin embargo, a pesar de que las técnicas tradicionales (como la quema de pastizales para
extender los sembradíos) ocasionaron en la antigüedad algunos daños ecológicos, nunca tuvie­
ron el alcance suficiente para provocar una crisis ecológica global como la que ahora vivimos.
La técnica antigua (hasta los siglos x v i i i y x ix ) permaneció estable y en equilibrio con el
entorno cultural y con la naturaleza ambiente. Desarrollaba instrumentos y procedimientos
que evolucionaron lentamente y que alcanzaban un estado de saturación (o sea, que ya no
progresaban) porque se mantenían en un equilibrio entre los fines reconocidos (satis­
facción de necesidades de una población humana constante) y los medios necesarios. Se
circunscribía a un contexto local y estaba limitada por un ámbito cultural específico. Por
ejemplo, las técnicas de aleación de metales o las de construcción, que se propagaban lenta­
mente y por asimilación cultural, puesto que cada tradición técnica se encontraba aislada de
las restantes por barreras geográficas y culturales (lingüísticas, morales, religiosas).
Además, la técnica antigua era em pírica, es decir, no estaba basada en conocimientos cien­
tíficos, y se desarrollaba mediante la inventiva espontánea y el hábito individual. Los cono­
cimientos técnicos se transmitían de persona a persona, o en pequeños grupos gremiales, más
que por medio de instituciones educativas y centros de investigación como los actuales.
En contraste, la tecnociencia contemporánea posee, una por una, características contra­
rias a las señaladas: es dinámica, evoluciona rápidamente, se difunde de modo universal por­
que supera las barreras culturales, se produce en instituciones sociales, provoca la transfor­
mación y adaptación de patrones socioculturales, altera el entorno material y cultural, se
extiende planetariamente imponiendo formas novedosas de producción, consumo, valores
y concepciones del mundo.
Claude Monet, La estación La humanidad no conoció un despliegue tan amplio de progresos técnicos y no valoró
de San Lázaro, óleo sobre el avance de la ciencia y la tecnología por sí mismo hasta que éstas se asociaron con el poder
tela, 1887. Museo de
económico-industrial, político y militar.
Arte de Harvard,
Massachusetts, Estados La tecnociencia destaca en el mundo contemporáneo por su gran capacidad para evolu­
Unidos |© Latin Stock cionar con rapidez mediante el despliegue de un poderoso impulso social de innovación. Cada
México. nuevo invento perfila ya nuevas posibilidades, además de las que surgen por la combinación
de los resultados de las tecnociencias existentes, por lo que la tecnociencia contemporánea no
está nunca en un estado de saturación. De hecho, las innovaciones tecnocientíficas no sur­
gen sólo a partir de fines preestablecidos, sino que crean nuevas finalidades y posibilidades;
así han surgido nuevas tecnociencias como la nanotecnología, las ciencias genómicas, la in­
teligencia artificial y la robótica, entre otras.
Las innovaciones tecnocientíficas se difunden cada vez con mayor rapidez y por todo el
planeta: no existen ya limitaciones culturales ni geográficas para su expansión. La tecnología
misma ha construido los medios materiales para la difusión del saber científico y del queha­
cer tecnocientífico (internet, por ejemplo, y, ante todo, el mercado mundial de tecnologías).
En suma, los rasgos generales de la tecnociencia, en tanto fuerza de desarrollo histórico,
son el progreso acelerado, la innovación constante, la universalidad d e las producciones, la
u niform idad cultural, la rápida extensión p lan etaria y la u niform idad de estilos d e vida que
genera.
4 .5 .2 Las controversias tecnocientíficas

La percepción social de la tecnociencia como moralmente neutra y siempre benéfica co­


menzó a cambiar hacia las décadas de 1960 y 1970, a causa de diversos desastres tecnológi­
cos (con serias implicaciones ecológicas) que comenzaron a preocupar a los científicos y a
la opinión pública, mucho más que a los gobiernos y las industrias. Asimismo, los medios
de comunicación empezaron a investigar las causas de esos problemas, y no sólo a reportar
los daños que se evidenciaban. La sociedad se volvió, en general, más consciente de los ries­
gos tecnocientíficos y más crítica con respecto a las motivaciones industriales y comerciales
del desarrollo tecnológico.
Parecía que el viejo mito de Frankenstein se hacía realidad: el mundo tecnológico que la
humanidad había creado empezaba a volverse en contra suya de manera incontrolable y
catastrófica: los accidentes nucleares, la contaminación y el envenenamiento por pesticidas
como el d d t , los efectos nocivos de algunos fármacos (la talidomida), los accidentes indus­
triales y de a v ia c ió n .
En esa época surgieron también diversos movimientos sociales que luchaban por defen­
der derechos civiles y políticos y que demandaban una mayor participación ciudadana en
las decisiones de política industrial y tecnológica. Es la época en la que surgen movimientos
contraculturales (como los hippies), que clamaban por retornar a un modo de existencia más
natural y que pretendían liberarse de las presiones de la vida moderna mediante el uso de
drogas, el amor libre, la música, la poesía o la religión.
También surgen movimientos pacifistas antinucleares y tribunales ciudadanos que de­
nuncian y juzgan — al menos simbólicamente— los crímenes de guerra (como el tribunal
para los crímenes de la guerra de Vietnam, promovido por el filósofo Bertrand Russell) y,
ante todo, nacen los primeros movimientos ecologistas y los partidos verdes (principalmente
en Europa), que marcan el inicio de una conciencia crítica sobre el desarrollo tecnocientí-
fico por la depredación sin límite de los recursos naturales.
Los problemas tecnocientíficos se volvieron mundiales (hoy se dice globales), pues mu­
chos ciudadanos se dieron cuenta de que la tecnociencia, intrínsecamente asociada al capi­
talismo, había generado nuevos poderes económicos y un mayor bienestar sólo para una
minoría selecta en el mundo, mientras aumentaba la brecha entre ricos y pobres, entre paí­
ses industrializados y países llamados, eufemísticamente, “en vías de desarrollo”.
En ciertas capas informadas de la sociedad, la percepción del poder tecnocientífico era
contraria a la imagen ingenua y optimista de la concepción heredada de la ciencia, y a la ima­
gen convencional de la neutralidad del desarrollo tecnológico. Así, la ciencia y la tecnología
perdieron su halo de inocencia en las décadas de 1960 y 1970 del siglo pasado.
En ese contexto histórico-social surgieron las controversias tecnocientíficas. Las prime­
ras se generaron en torno a la seguridad de la industria nuclear (desde finales de la década
de 1950), el uso de agroquímicos (en la década de 1960) y, en fechas muy recientes, en todas
las aplicaciones de la biotecnología (transgénicos, terapia génica, clonación).
Las controversias tecnocientíficas no son teóricas — como las científicas— , sino prác­
ticas. Implican un debate científico para determinar o calcular la probabilidad de daños o
problemas derivados de una innovación. Las controversias involucran a diversos agentes
sociales (científicos, tecnólogos, empresas, gobiernos, medios de comunicación, grupos
ciudadanos) que debaten y entran en conflicto sobre los beneficios (reparto equitativo) y ries­
gos de las innovaciones tecnocientíficas. En esas controversias tecnocientíficas, los agentes
sociales involucrados deliberan, analizan la información científica, evalúan los resultados y
aplicaciones de la tecnociencia y tratan de llegar a acuerdos para regular los riesgos, costos,
distribución de beneficios, reglas y modificaciones sociales que introducen tales innova­
ciones. Las controversias muestran que las sociedades tienen opiniones que difieren y cho­
can, pero que pueden estar dispuestas a dialogar para llegar a consensos y evitar conflictos
violentos.
Mediante las controversias tecnocientíficas, las sociedades han aprendido a generar nue­
vas formas de discusión y de decisión política para encontrar acuerdos mínimos respecto a
la regulación social de la investigación y el desarrollo tecnocientífico.
Como parte de la compleja interacción entre la tecnociencia y la sociedad, las contro­
versias movilizan reacciones emocionales en toda la sociedad; por un lado, esperanzas y
fantasías: superación de enfermedades, aumento ilimitado de la duración de la vida, con­
quista del espacio, obtención de energía ilim ita d a .; por el otro, también suscita dudas, te­
mores y resistencias por los riesgos que la tecnociencia ha desencadenado, algunos de los
cuales se han convertido ya en catástrofes.
Algunas tecnociencias suscitan más cuestionamientos y conflictos que otras: las investi­
gaciones tecnoastronómicas generan debates por los enormes costos de su infraestructura,
pero no por sus efectos ambientales (que no son negativos); en cambio, las tecnoquímicas
han sido muy controvertidas por la contaminación de los desechos industriales y ahora por
la fabricación de nanopartículas que podrían provocar daños a los seres vivos. Las tecno-
matemáticas también producen debates éticos y políticos: el uso y abuso de internet para el
fraude electrónico, el terrorismo y otras modalidades de crimen organizado, la ciberadic-
ción que ya padecen muchas personas (en especial jóvenes), etcétera.
Pero quizá las tecnociencias más controvertidas son las tecnofísicas (como la de la ener­
gía nuclear), las tecnobiologías y, en general, las tecnociencias que intervienen en la natura­
leza viviente. Esto se explica por las enormes expectativas y sueños, temores y angustias que
han provocado en torno a la salud, la enfermedad, la muerte, la intimidad del cuerpo huma­
no, pues éste se ha convertido en objeto de experimentación y transformación tecnocientí-
fica. Tal es el caso de los debates sobre la clonación humana o la utilización de embriones en
la investigación.
En el desarrollo tecnocientífico contemporáneo han prevalecido muchas veces los in­
tereses económicos o de poder (político y militar) inmediatos, por encima de los valores éti­
co-políticos de protección de la salud humana y del equilibrio ecológico. Por ello las contro­
versias tecnocientíficas pueden comprenderse como conflictos de valores: los inversionistas
y los tecnólogos o agentes gubernamentales valoran casi exclusivamente la utilidad y la efi­
cacia que obtendrán con las innovaciones, mientras otros sectores sociales (grupos ciudada­
nos, académicos) anteponen valores de seguridad, control de riesgo o acceso público a los be­
neficios inmediatos de las innovaciones.
Uno de los temas frecuentes de las polémicas tecnocientíficas son los efectos sociales que
conllevan las innovaciones, como ocurre con la producción de semillas transgénicas. Esta
innovación puede generar una desigualdad competitiva entre los agricultores, que acabe
por empobrecer o imponer condiciones adversas a quienes tienen menor desarrollo tec-
nocientífico.
La tecnociencia ha contribuido a incrementar las desigualdades socioeconómicas entre
las naciones y entre los individuos dentro de cada país. Una de las preocupaciones éticas
consiste precisamente en reorientar el desarrollo tecnocientífico para que beneficie de m o­
do más equitativo al mayor número posible de personas, y, con ello, se reduzcan los riesgos
sociales y ambientales que conllevan las innovaciones.
En todas las discusiones se debate sobre los beneficios y los riesgos, los posibles logros y
problemas que genera una innovación tecnocientífica; las controversias tecnocientíficas in­
cluyen debates éticopolíticos de alcance internacional, relacionados con problemas de jus­
ticia, equidad, control del riesgo y distribución de los beneficios.
4 .5 .3 Problem as sociales y am bientales vinculados con las controversias

Las controversias de la tecnociencia están relacionadas con dos conjuntos de problemas de


alcance global: sociales y ambientales. Por un lado, el conocimiento y la intervención tecno-
científica pueden contribuir a solucionar esos problemas, como proporcionar medios tec­
nológicos eficaces, de costo razonable y acceso universal (sin discriminación ni desigual­
dad) a todas las personas en áreas fundamentales para la sustentación de la vida: salud,
alimentos, energía, agua potable, educación, información y comunicación.
Sin embargo, existe una gran disparidad en el acceso a estos medios elementales para el
desarrollo humano, como, por ejemplo, la gran “brecha digital” que hay entre los países
industrializados y los países en vías de desarrollo. La mayoría de las computadoras, servi­
dores de red y concentración de la información electrónica está en Estados Unidos, Europa
y Japón, mientras en todos los demás países estos medios están poco desarrollados o son
incipientes.
Asimismo, la tecnociencia debe contribuir a desarrollar medios y sistemas de alerta y pre­
vención de fenómenos naturales que causan daños, como los huracanes y tsunamis, terre­ Alessandro Botticelli,
motos, erupciones volcánicas, epidemias. En particular, los fenómenos climáticos se han El nacimiento de Venus
incrementado en fuerza e imprevisibilidad a consecuencia del calentamiento del planeta, (detalle que muestra a
como el caso del huracán Katrina, que en 2005 inundó casi por completo la ciudad de Nue­ Céfiro, dios del viento
griego), témpera sobre
va Orleans.
tela, 1485. Galería Uffizi,
Por consiguiente, la tecnociencia tiene una doble tarea en relación con los problemas so­ Florencia, Italia |© Latin
ciales y ambientales más graves de carácter global: por un lado, contribuir a diversificar y Stock México.
expandir el conocimiento y el acceso a los medios tecnológicos básicos para el desarrollo
humano, y, por otro, reducir los riesgos y encontrar medios para evitar o controlar los daños
causados por accidentes tecnológicos y desastres ecológicos.

4 .5 .4 Un nuevo "contrato so cia l" p a ra la tecnociencia

Así, la tecnociencia contemporánea se desarrolla en medio de polémicas y conflictos de


valores entre los diversos agentes sociales que participan en su conformación. El incre­
mento e intensidad recientes de las controversias tecnocientíficas ha demostrado que el
viejo modelo tecnológico-industrial que introducía innovaciones sin que la mayoría de la
sociedad participara en su evaluación parece ya no tener legitimidad. En ese antiguo m o­
delo de desarrollo, sólo la evidencia de daños ya causados a la salud o al medio ambiente
era un motivo justificado para retirar o modificar una realización tecnológica. Esto suce­
dió con el uso intensivo del ddt o del sedante talidomina, que produjo terribles malfor­
maciones fetales.
Por el contrario, en nuestros días se perfila un nuevo modelo de relación entre la socie­
dad y la tecnociencia que busca extender los beneficios de ésta a la mayoría de la huma­
nidad, al tiempo que reducir los riesgos derivados de las interacciones complejas entre la
intervención tecnocientífica y la naturaleza. A este modelo se refiere la idea de un “nuevo
contrato social” con la tecnociencia, que quedó plasmada en la Declaración de Budapest
de 1999.
La polémica se ha centrado en discrepancias en las valoraciones de los nuevos y comple­
jos riesgos tecnocientíficos. En algunos casos se ha logrado cierto consenso sobre lo que ha­
bría que evitar por el momento, mediante restricciones y moratorias debido a que el riesgo
de daños es alto; por ejemplo, la clonación reproductiva. En cambio, en lo que se refiere a la
aplicación de la tecnología de a d n recombinante en la producción de alimentos, la utiliza­
ción de embriones para investigación y para producir células madre, capaces de regenerar
tejidos, se han suscitado conflictos de valores a causa de la incertidumbre con respecto a la
posibilidad o no de efectos negativos, y el carácter irreconciliable de ciertas concepciones
morales.
La incertidumbre cognoscitiva y el conflicto de concepciones morales impide que se
puedan resolver todas las controversias tecnocientíficas o simplemente disolverse, ya que las
distintas y opuestas valoraciones sociales se mantienen en pugna hasta que las investiga­
ciones científicas aporten nuevos datos relevantes o se encuentren vías alternas de desarro­
llo e innovación. Por ende, las discusiones pueden permanecer abiertas, pero siempre y
cuando se alcance un consenso básico que permita monitorear y regular los factores en de­
bate, con el fin de reactivar la polémica en cuanto surjan nuevas pruebas o datos científicos
acerca del problema.
La resolución de una controversia tecnocientífica puede alcanzarse cuando se establece
por consenso un nivel de riesgo aceptable, el cual dependerá no sólo del avance de la inves­
tigación científica, sino tam bién de la gestión política de los riesgos, del nivel de difusión
y comprensión social de la información, de los procedimientos de legitimación de las in­
novaciones tecnológicas, así como de la capacidad de reflexión ética de las comunidades
involucradas.
La investigación y el desarrollo tecnocientífico debe abrirse al escrutinio de la sociedad
mediante procedimientos de participación ciudadana, es decir, de inform ación y delibe­
ración públicas acerca de las consecuencias sociales y ambientales de las innovaciones tec­
nocientíficas. Esto implica que los ciudadanos se involucren en el monitoreo y regulación
de dichas innovaciones, con base en la información fidedigna procedente de la investiga­
ción científica.
Como respuesta a la mayor incertidumbre acerca de los riesgos y problemas que pueden
acarrear las innovaciones tecnocientíficas se ha generalizado la aplicación del denominado
principio de precaución. Éste consiste en la determinación socialmente consensada para re­
tirar o modificar una innovación tecnocientífica cuando existe la sospecha fundada de ries­
gos mayores sobre la sociedad o el medio ambiente, aunque no se tenga la evidencia cientí­
fica de daños comprobables.
Este principio ético se introdujo por primera vez en la legislación ambiental alemana
en la década de 1970. Su consolidación se dio en la Declaración de Río sobre el medio
ambiente y el desarrollo (1992), resultado de la Cumbre de la Tierra que organizó la onu

en Río de Janeiro, en la que se estableció: “Con el fin de proteger el medio ambiente los es­
tados deberán aplicar ampliamente el criterio de precaución conforme a sus capacidades.
Cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no
deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces" Otros pro­
tocolos de protección ambiental incorporan también el principio de precaución, como el
Protocolo de Montreal (1978) para reducir y eliminar el uso de clorofluorocarbonados
que causan el deterioro de la capa de ozono, o el Protocolo de Cartagena sobre Bioseguri-
dad (2000) para el manejo y comercialización de organismos genéticamente modificados
( o g m ) o transgénicos.
La aplicación del principio de precaución no significa en absoluto la prohibición de la
investigación científica ni la obstaculización del desarrollo tecnológico. Por el contrario,
indica que, dada la posibilidad de algún efecto dañino en el medio ambiente y en la salud,
conviene establecer medidas de cautela, continuar los estudios y debates científicos, así co­
mo dar seguimiento a la fabricación y comercialización de cualquier producto tecnológico.
Las medidas precautorias incentivan el desarrollo de la investigación para buscar medios al­
ternativos a los que comportan riesgos.
Las medidas precautorias deben ser factibles, tanto en términos económicos como so­
ciales y políticos, y consistentes con la información científica. El principio de precaución im­
plica que los agentes de la tecnociencia deben asumir la responsabilidad de monitorear y
controlar las innovaciones tecnocientíficas que implican algún grado de riesgo, en vistas de
procurar el beneficio para la mayoría.
La construcción de un nuevo contrato social para la tecnociencia implica el rediseño de
políticas públicas sobre la ciencia y la tecnología abierta a la participación de los ciudadanos
involucrados, considerando las limitaciones epistémicas y los riesgos tecnológicos siem­
pre inherentes a cualquier tecnociencia. Además, ese nuevo contrato social conlleva la necesi­
dad de reorientar la tecnociencia mediante una discusión pública no centrada sólo en valores
económicos, políticos y militares, sino extendida a un marco de valores y principios ecológi­
cos, éticos y de justicia social.
Así pues, la resolución de las controversias tecnocientíficas implica que se tomen en
cuenta algunos lineamientos éticos con el fin de consolidar ese nuevo contrato social para
la tecnociencia: a] el consentimiento informado de los individuos para la aceptación de
riesgos; b] el principio de precaución; c] procedimientos democráticos de consulta, discu­
sión y decisión; d] creación de comités de expertos pluridisciplinarios y moralmente plura­
les para asesorar a las instituciones sociales y gubernamentales en la toma de decisiones, y
e] búsqueda de acuerdos mínimos de consenso mediante procedimientos legítimos y repre­
sentativos de discusión argumentada, con base en la información científica.
4 .5 .5 Perspectivas futuras

Como se ha mencionado, dos revoluciones son las protagonistas de la transformación de la


actividad científica y tecnológica en el mundo: la revolución informática y la revolución bio-
tecnológica. Está en proceso, si es que las investigaciones tienen el éxito esperado, una ter­
cera revolución que mezcla informática, biología molecular, física atómica y química de
partículas: la nanotecnología.
Las repercusiones de estas revoluciones son inabarcables. La tecnociencia ha creado nue­
vas entidades que no existían en la naturaleza: plásticos, uranio enriquecido, nuevos elemen­
tos químicos, transgénicos (que rara vez se dan de modo natural), y también puede alterar
la forma en que se reproducen las especies de animales (de reproducción sexual a reproduc­
ción clónica); en el futuro podría crear híbridos orgánicos con una composición molecular
distinta, es decir, nuevas formas de vida que no existen en la cadena evolutiva.
Asimismo, las tecnologías de la información y la comunicación han creado un nuevo
entorno social de interacción, un entorno que no es físico ni requiere la presencia simul­
tánea de los individuos; se trata del ciberespacio que permite otras formas de relación, de
comunicación y de generación de conocimientos (la realidad virtual, la telepresencia, la ac­
ción a distancia). De este modo, la tecnociencia no sólo ha modificado el medio ambiente,
sino también la forma de comunicarnos, de conocer y de comprender la realidad misma.
Por esa capacidad para transformar la estructura de la materia y de la vida, las revolucio­
nes tecnocientíficas han tenido un efecto muy profundo en las relaciones entre la humani­
dad y la naturaleza. En muchos de los debates y controversias se han polarizado las opinio­
nes: por un lado, una tecnofobia que surge del miedo irracional y del fundamentalismo
religioso o ideológico, opuesta por principio a toda innovación tecnocientífica; por otro, la
tecnofilia, que es la actitud optimista e ingenua de que toda innovación es necesaria, impara­
ble y benéfica. Resultan igualmente peligrosas tanto la confianza ciega y el entusiasmo fan­
tasioso en que la tecnociencia nos librará de todos nuestros males, como el miedo irracional
y la reacción conservadora contra el desarrollo tecnocientífico.
Por estas razones, el desafío para la filosofía de nuestro tiempo consiste en contribuir a
aclarar el significado de las revoluciones tecnocientíficas y a proponer criterios éticos y po­
líticos para conducir y orientar a la tecnociencia hacia la mejor distribución de los bienes
sociales, así como a la reducción de los riesgos y daños, mediante una nueva cultura de accio­
nes corresponsables entre la comunidad tecnocientífica, los gobiernos, las empresas y el res­
to de la sociedad.
EXISTENCIA Y LIBERTAD
PEDRO ENRIQUE GARCÍA RUIZ*
ALBERTO R u iz MÉNDEz **

TEMA

Gustav Klimt, Muerte


y vida, óleo sobre tela,
1911. Museo Leopold,
Viena, Austria |© Latin
Stock México.

5.1 i n t r o d u c c i ó n

a finalidad de este capítulo es exponer y aclarar algunos aspectos básicos en torno a los

L temas de la existencia y la libertad. La pregunta acerca de la existencia es una cuestión


que no se limita exclusivamente al ámbito de la filosofía sino que es una constante en la vida
de los seres humanos. Todos alguna vez nos hemos puesto a pensar si nuestra existencia o

* Autor de los apartados “La existencia”, “La libertad” y “Las morales y la intersubjetividad”.
** Autor del apartado “Los valores”.
la del m undo tiene algún sentido o finalidad. En la historia de la filosofía se han dado mu­
chas respuestas a estos interrogantes y pese a la diversidad de posturas todas parecen coin­
cidir al menos en un aspecto: el intentar aclarar el sentido del existir es una tarea que, lejos
de tener una respuesta, nos invita, una y otra vez, a replantearnos su significado.
Entre los aspectos fundamentales de la existencia humana, y los problemas que conlleva,
destaca en primer término el de la libertad, el cual nos conducirá, a su vez, al de la valoración
y la moralidad.
La existencia del ser humano se define ante todo por su lugar en el mundo como un ser
sensible y, en consecuencia, como un ser condicionado por sus necesidades. Para hacer fren­
te a éstas, el ser humano ha creado diversas instancias, como es el caso del trabajo, con el que
transformamos la naturaleza, hasta las instituciones que regulan y dirigen las relaciones con
los demás. De esta manera podemos destacar que la existencia humana se encuentra siem­
pre dada en comunidad. Som os seres sociales no sólo porque vivimos unos junto a otros
e interactuamos para realizar determinadas tareas, sino porque somos capaces de asumir
nuestros actos como propios y, gracias a ello, nos volvemos responsables de los mismos. És­
te es uno de los aspectos más relevantes de la existencia humana: poder actuar con concien­
cia — aunque sea limitada— de nuestros actos. En virtud de que tenemos conciencia de
nosotros mismos es que podemos preguntarnos por el sentido o sinsentido de ciertas cosas.
Si no tuviéramos esta capacidad sería imposible vincularnos unos con otros, como tampoco
valorar lo que hacemos.
Desarrollaremos cuatro temas:
El primero es la existencia: analizaremos la especificidad de la existencia humana frente
a otros modos de existir. La peculiaridad de la misma descansa en nuestra capacidad para
preguntarnos sobre nuestra propia existencia, lo cual podemos hacer en tanto que somos
seres autoconscientes e intencionales.
En el segundo tema se estudia una de las más importantes características del ser humano:
la libertad. Se verá cómo la libertad está vinculada a nuestra racionalidad, la cual se encuen­
tra siempre situada en un contexto cultural, político y social.
El tercer tema se ocupa de otra característica fundamental del ser humano: la capacidad
de valorar. Constantemente hacemos juicios de valor que expresan nuestras preferencias y
guían nuestras acciones. Los valores dependen tanto del objeto que los encarna como del su­
jeto que está valorando.
Por último, en el cuarto tema veremos cómo toda m oral es expresión de las creencias, va­
lores y prácticas de una determinada cultura. La vida humana se expresa comunitariamente
en la intersubjetividad; somos responsables porque somos seres autoconscientes con capa­
cidad de hacernos cargo no sólo de nosotros mismos, sino también de la vida de otros.

5 .2 LA EXISTENCIA

En filosofía se suele distinguir entre modos o formas de existencia; no es lo mismo la exis­


tencia del número 2 o de la raíz cuadrada de 250, que la existencia de las bacterias en el agua,
de los simios, los automóviles o las obras artísticas. Incluso podemos decir que la existencia se
puede referir también a entidades que parecen no tener ninguna relación con nuestra vida
cotidiana, como por ejemplo, los unicornios, los cíclopes, las sirenas o los centauros. Se­
guramente alguien podría objetar: “Los unicornios no existen, son únicamente fantasía”. Sin
embargo, estamos señalando que la existencia de este tipo de cosas es distinta a la de las pie­
dras, los árboles, los animales o las personas que experimentamos todos los días. ¿Podemos
decir que cuando pensamos en un unicornio u otra cosa por el estilo no pensamos en nada?
Nadie podría afirmar esto de manera contun­
dente, pues cuando pienso en un unicornio
pienso en algo.
Hay, pues, una forma de existencia que tie­
ne que ver con el ámbito de lo mental (deseos,
creencias e ideas) y con el de los fenómenos
físicos.
Se puede distinguir entonces entre exis­
tencia “formal” o “lógica”, y existencia “mate­
rial” o “física”. Existen núm eros, relaciones
lógicas, fórmulas geométricas pero también
gatos, nubes, o planetas. Junto a ellos hay otras
cosas: el dinero, el matrimonio, las universida­
des, los clubes deportivos, las asociaciones
civiles, los partidos políticos, las leyes comer­
ciales o civiles. Todos ellos también “existen”,
pero de diferente manera.
La existencia se predica de entidades — co­
sas— reales o irreales (perros o dragones) a
las que les atribuimos cualidades o caracterís­
ticas determinadas. Aquí los términos “real” e
“irreal” deben considerarse en estricta relación
con la diferencia que señalamos en torno a la
existencia de números o de rocas (entre fenó­
menos psíquicos o mentales y los físicos).
¿El número 2 existe como la piedra? Evi­
dentemente no: uno lo percibimos con nues­
tros sentidos (dureza, textura, peso o color), y
otro con nuestra mente o intelecto, pues por
más que busquemos el número 2 nunca lo va­
mos a encontrar entre las cosas que experimentamos con nuestros sentidos (podremos ver Anónimo, La dama y
dos árboles o dos casas pero nunca el número 2). Sin embargo, sí sabemos que el número 2 el unicornio (detalle),
parte de una serie de seis
tiene algunas propiedades, como que es resultado de la operación 1 + 1, o bien, que si lo
tapices encontrados en
multiplicamos por 3 el resultado es 6. Flandes en el siglo x v ,
Entonces, podemos concluir que la existencia se refiere al hecho de que podamos enun­ entre 1484 y 1500. Museo
ciar ciertas propiedades o cualidades sobre alguna cosa, por ejemplo, decir de un libro que de Cluny, París, Francia |
es voluminoso, pesado, que es interesante o aburrido, barato o caro. © Latin Stock México.

5.2.1 ¿Cuál es la especificidad de la existencia hum ana frente a otros modos


de existencia?

El hecho de que podamos predicar ciertas propiedades o características sobre alguna cosa
depende, en gran medida, de que podamos percibir y comprender esas propiedades. En otros
términos, porque existe el ser humano es que las cosas llamadas piedras, árboles, números,
nubes o planetas tienen un sentido.
Con esto no queremos decir que la existencia de estas cosas dependa de la existencia del
hombre. Por ejemplo, la electrólisis no es un producto humano; si los seres humanos deja­
ran de existir, la electrólisis seguiría aconteciendo como fenómeno físico.
Algunos filósofos, como Karl R. Popper, han distinguido diferentes ámbitos de la existencia:

1. El ámbito de los cuerpos físicos y sus correspondientes estados.


Realidad 2. El ámbito de los fenómenos psíquicos o mentales.
3. El ámbito de los productos culturales como el arte, la literatura, la música
o la ciencia.

Según esto, la existencia de las rocas o de las bacterias es distinta a la de las obras artísti­
cas y las novelas de ciencia ficción. Sin embargo, aunque las rocas no sean producto de mi
mente ni sean una fabricación mía, tienen para mí una significación. Esto nos lleva a una
tesis muy importante: el ser humano existe comprendiendo e interpretando al mundo, a
los demás y a sí mismo. Un perro no puede preguntarse si vale la pena vivir, si logrará ser
feliz algún día o si actúa correctamente cuando le ladra a un extraño.
La existencia humana tiene la peculiaridad de que, a diferencia de otras cosas del mun­
do, su existir tiene una significación para ella misma, es decir, es objeto de su comprensión.
El árbol no se comprende como árbol, ni el perro como perro, pero yo sí me comprendo a mí
mismo como existiendo de tal o cual manera.
Así, el pensamiento es lo que nos permite a los seres humanos percibirnos a nosotros
mismos. Éste es el primer rasgo de lo mental, la conciencia. Y no sólo eso, tenemos también
conciencia de cosas distintas a nosotros mismos. D e esta manera, la conciencia es el ras­
go característico de la existencia humana; sin ella no habría lenguaje, amor, odio, deseos,
acciones.
Otro de los aspectos fundamentales que caracterizan a la existencia humana es la inten­
cionalidad. Con esta palabra los filósofos y los psicólogos quieren señalar algo muy simple:
todos nuestros pensamientos son, en un sentido básico, intencionales, así como también
nuestros deseos, creencias, esperanzas, temores u odios. Para decirlo en términos más sen­
cillos: la intencionalidad se refiere al hecho de que la mente humana pueda referirse a cosas
que se encuentran fuera de ella. Por ejemplo, cuando amamos, amamos a alguien: amamos
a nuestra novia, a nuestra familia, incluso a nosotros mismos. Es gracias a la intencionalidad
que tenemos la capacidad de actuar de acuerdo con nuestros deseos, temores o anhelos; y que
podemos dirigir nuestras acciones a la realización de los fines que nos hemos propuesto.
Esta característica nos lleva a otro problema: el de cómo se constituye la existencia hu­
mana, la cual se define por ser subjetiva. ¿Qué quiere decir esto? Pensemos en la siguiente
situación: está usted reparando una puerta y al momento de intentar colocar un clavo se gol­
pea en el dedo pulgar con el martillo. El dolor que sigue al golpe suele ser intenso, pero se
trata de un dolor que únicamente puede sentir usted. De hecho, si pudiera golpear con el
martillo el pulgar de otro nunca podría sentir el dolor que usted siente. De la misma ma­
nera, la forma en que vemos el paisaje a través de una ventana, oímos música por la radio,
es siempre desde el punto de vista de cada quien. Por más que nos coloquemos en el mismo
lugar en el que otro está, nunca podremos ver el paisaje o escuchar la música como él lo ha­
ce. A esto es a lo que nos referimos cuando hablamos del carácter subjetivo de la existencia
humana.
Esta forma subjetiva de existencia tiene efectos en el mundo objetivo. Si pensamos en
caminar y deseamos hacerlo, podemos mover nuestras piernas y comenzar a andar. Esto quie­
re decir que cuando pensamos algo, no sólo se limita al ámbito de lo mental, sino que puede
influir e intervenir en el mundo físico.
5 .2 .2 ¿Cuál es la diferencia entre el m undo hum ano y el m undo natural?

Si el modo de existir del ser humano es diferente al de las demás cosas del mundo, entonces
vale la pena preguntarse en qué consiste específicamente esta manera tan peculiar de exis­
tencia. La existencia tiene distintas modalidades o ámbitos: la existencia de las células o de
las montañas es distinta a la del matrimonio, las escuelas o las obras de arte. ¿En qué radica
esta diferencia?
Tanto unas cosas como otras existen, pero lo interesante es comprender cómo existen.
Las montañas que vemos a la lejanía o las células que se pueden observar en el microscopio
tienen una existencia independiente de nosotros; si no pasa nada extraordinario, seguirán
existiendo aunque nosotros dejemos de hacerlo; incluso aunque ya no exista ningún ser
humano en la faz de la tierra. Por otra parte, el matrimonio, el dinero, los partidos políticos,
las leyes que nos gobiernan también existen; podemos votar por tal o cual partido — inclu­
so no votar— , casarnos o divorciarnos o estar en bancarrota por tener un sueldo muy bajo
y muchos gastos. Estas situaciones son todas ellas reales, existen pero de manera muy diferente
a como existen las montañas y las células.
La diferencia es que esta realidad es cultural y social, no es independiente de nosotros.
Tomemos como ejemplo los billetes de 100 pesos: con ellos podemos comprar alimentos en
las tiendas, pagar la entrada del cine, el boleto del metro o el pasaje del microbús. Tenemos
también unas piezas de metal que llamamos monedas y que sirven para lo mismo, pero que,
obviamente, son más pesadas, voluminosas y sonoras que los billetes. ¿Qué son ambas co­
sas? Una es una pieza de celulosa teñida de colores y otra es una aleación de níquel y bronce
con unos grabados por ambas caras. ¿Por qué tienen un valor?, ¿por qué podemos intercam­
biarlos por comida o ropa y hasta nos pueden matar para despojarnos de ellas?
La respuesta es que el dinero forma parte de una realidad que, no siendo natural, tiene,
sin embargo, una gran importancia para nosotros, porque en tanto seres conscientes y so­
ciales le damos esa función de intercambio universal. El dinero, sea éste papel o moneda, vale
porque hay un mundo económico, político y cultural generado por las acciones y creencias
de los seres humanos que le otorgan esa propiedad.
Con lo anterior podemos introducir una distinción que, desde el ámbito filosófico, es muy
importante: la existencia de hechos independientes de nosotros y la existencia de hechos de­
pendientes de nosotros. En otras palabras, la diferencia entre “hechos brutos” y “hechos ins­
titucionales”. Es un hecho bruto que los metales sean conductores del calor y de la electrici­
dad; un hecho institucional es el que seamos mexicanos. Así, la diferencia entre el mundo
humano y el natural es que el primero está configurado por acciones intencionales colecti­
vas que dotan de significaciones muy específicas a entidades que no son naturales.
Los hechos institucionales son convencionales y se encuentran siempre determinados
por el lenguaje y otros mecanismos sociales, son compartidos y suponen algunos hechos bru­
tos e independientes de nosotros que conforman su base material. La materia prima con la
que están hechos los edificios (roca, arena, metal, madera) existe en la naturaleza antes de que
al ser humano se le ocurriera transformarla y construir estructuras para distintos fines, por
ejemplo, casas, escuelas, teatros. De esta manera, tenemos un mundo real que transforma­
mos con nuestra intencionalidad y al que dotamos de un significado gracias a nuestros de­
seos y conciencia.
En la naturaleza no existen universidades o iglesias; éstas son producto del acuerdo y la
acción coordinada de seres humanos. Si alguien quisiera crear una nueva escuela, tendría que
hacer los trámites pertinentes en la Secretaría de Educación Pública para obtener el reconoci­
miento oficial de los programas de estudio que va a ofrecer; así como rentar o construir algún
edificio. Sólo en el momento en que las habitaciones sean acondicionadas como salones, ese
inmueble sea ocupado por profesores y estu­
diantes, y se impartan efectivamente clases, ese
lugar será una escuela. Pero si en lugar de dar cla­
ses se dieran misas, se celebraran bautizos y bo­
das, y la gente fuera a rezar, entonces ese lugar
se convertiría en una iglesia. Una construcción es
una escuela, una casa o un hospital, dependien­
do del uso y el sentido que nosotros le demos.
Cuando hablamos de “mundo cultural” no de­
bemos perder de vista una cuestión: no se trata de
que exista, por un lado, un mundo cultural y, por
otro, un mundo natural, así como tampoco un
mundo físico y uno mental. Ambos forman par­
te de una misma realidad e interactúan entre sí. La
posibilidad de actuar intencionalmente y crear
hechos sociales o institucionales forma parte de
las capacidades de los seres humanos. Lo que nos
permite realizar estas asombrosas acciones es una
característica que, aparentemente, sólo nosotros,
los seres humanos, poseemos: la conciencia.
Los hechos institucionales o sociales adquie­
ren sentido precisamente a partir de la aceptación
de que hay una realidad independiente de noso­
tros con la cual podemos interactuar. Sin este pre­
supuesto, de carácter ontológico, no tendría caso
hablar de realidad o verdad.

David Alfaro Siqueiros, El 5 .2 .3 ¿Cuáles son las características específicas de la existencia hum ana?
diablo en la iglesia, 1947.
Museo de Arte Moderno,
Para algunos filósofos el aspecto fundamental del ser humano y una de sus características
ciudad de México, México |
© Latin Stock México. más importantes es la conciencia de sí mismo. El hecho de poseer autoconciencia es lo que
nos hace personas, lo que nos permite percatarnos de nuestra propia existencia, así como la
de los demás y la del mundo. Immanuel Kant, en su obra Antropología en sentido prag m áti­
co, lo planteó en los siguientes términos: “El hecho de que el hombre pueda tener una re­
presentación de su yo lo realza infinitamente por encima de todos los demás seres que viven
sobre la tierra. Gracias a ello es el hombre una persona, y por virtud de la unidad de la con­
ciencia, en medio de todos los cambios que puedan afectarle, es una y la misma persona,
esto es, un ser totalmente distinto, por su rango y dignidad, de las cosas”.
Actuar intencionalmente es hacerlo a partir de un conjunto de actitudes, creencias, de­
seos, temores, y demás cosas parecidas. Pero — y esto es muy importante— la intenciona­
lidad siempre está dada desde la primera persona, esto quiere decir que siempre tenemos
experiencias del mundo y de los demás desde la perspectiva que nos ofrece nuestra propia
subjetividad.
Con ello no queremos decir que sólo tengamos experiencias de nuestro cuerpo o mente,
sino que toda experiencia parte de esta situación existencial en la que estoy envuelto y que
podemos definir como el ser un “yo”. Esto es, que no existen experiencias o acciones despo­
jadas de un referente personal: si hay experiencia es de un yo que la vive y le da sentido. La
existencia humana se caracteriza tanto por ser intencional como por experimentarse desde
la primera persona.
Otro rasgo fundamental de la existencia humana es, entonces, estar dotada de una de­
terminada identidad. Ésta no es algo que se dé por el solo hecho de existir; en el caso de las
personas, poseer una identidad no es un hecho natural ni inmediato, sino social o cultural.
De esta manera, la existencia humana podría definirse como una constante búsqueda por
comprender su lugar en el mundo, su relación con los demás y su propia naturaleza.
Sólo nos comprendemos a nosotros mismos desde las relaciones que establecemos con
los demás, desde las acciones que realizamos todos los días y desde las creencias que soste­
nemos. ¿Quiénes somos al margen de lo que hacemos, pensamos y decimos?

5 .3 LA LIBERTAD

Una de las cuestiones más importantes relacionada con la pregunta por el sentido de la exis­
tencia humana es saber si somos libres o no; la libertad es un concepto central en el ámbito
de la ética. ¿Somos libres? Eso dependerá de lo que entendamos por libertad. Pensemos en
la siguiente situación: Juan tiene 200 pesos y con ese dinero puede, por ejemplo, comprarse un
libro, ir al cine con un amigo, invitar a su novia a cenar o guardarlos para tener un ahorro.
Entre las varias posibilidades que tiene, Juan elegirá seguramente aquella que más le convie­
ne; para ello tendrá que deliberar, sopesar las razones o motivos que lo harán escoger una de
ellas. Pensemos, por ejemplo, que aunque tenga muchas ganas de salir con su novia elige com­
prar un libro; quizá se vea obligado a ello porque lo necesita para estudiar y aprobar su cur­
so de matemáticas. Al hacer esto, ¿Juan está actuando libremente? El hecho de que tenga la
necesidad de aprobar su curso de matemáticas lo lleva a gastar su dinero en el libro en lugar
de ir a cenar con su novia. Aquí la palabra clave es “necesidad”, pues parece que la necesidad
es aquello que se opone totalmente a la libertad.

5.3.1 ¿Es libre el ser hum ano?

El caso de Juan puede ejemplificar lo que nosotros vivimos todos los días: de una u otra ma­
nera siempre nos vemos obligados a tomar decisiones que afectan a los demás y a nosotros
mismos. Estas decisiones, que solemos llamar “elecciones”, parecen tener una característica
común: se realizan a partir de un número muy específico y limitado de situaciones concre­
tas. Si no tenemos alternativas para actuar, la idea misma de elección se cancela.
Poder decir “prefiero X a Y ” indica de entrada un margen de acción que podemos sope­
sar gracias a una propiedad que poseemos los seres humanos: la autoconciencia. Tomás de
Aquino ya había sostenido que “donde hay inteligencia, hay libre albedrío”.
Al elegir estamos ejerciendo una capacidad que parece ser propiedad exclusiva de los se­
res humanos: la autodeterminación. Según esta concepción, los seres humanos somos libres
en el sentido de que no estamos constreñidos como los animales por nuestros instintos o
pasiones al actuar o tener determinadas preferencias. Es decir, ser libre significa que nada
nos obliga a hacer ciertas cosas o a tomar decisiones fuera de nuestra propia voluntad. Esta
característica es la que nos permite hablar de la libertad como causa d e uno m ism o.
En este sentido se afirma que el ser humano es el principio de sí mismo, porque él puede
actuar tomando en cuenta únicamente lo que le dicta su voluntad o su propio querer. Aquí
radica uno de los aspectos fundamentales de la libertad: el poder de limitarnos o no frente
a las pasiones supone que hemos sopesado si nos conviene o no dejarnos llevar por ellas. Si
Henri Rousseau, A orillas
del Oise, óleo sobre tela,
1908. Museo de Arte
del Colegio Smith,
Massachusetts, Estados
Unidos |© Latin Stock
México.

tenemos sobrepeso, podemos evitar las comidas grasosas, las harinas y los dulces, además
de hacer ejercicio; pero también podemos (aunque sabemos que el sobrepeso trae consigo
muchos efectos dañinos a nuestra salud) preferir seguir con esa conducta mientras vemos
la televisión con tranquilidad. En este caso, aunque continuemos comiendo en exceso, nuestra
pasión por la comida ya no es inmediata (como en los animales), sino que habremos refle­
xionado sobre ella.

5 .3 .2 ¿por qué elegim os y decidim os?

El hecho de poseer autoconciencia es lo que nos permite preguntarnos por el sentido de la


existencia, así como tener la capacidad de sustraernos a las determinaciones naturales. Este
último aspecto es lo que constituye el núcleo de casi todos los planteamientos filosóficos en
torno a la libertad humana.
La autoconciencia es una característica exclusiva de los seres humanos que nos dota de
la capacidad de autodeterminarnos. Esta tesis se la debemos a la filosofía del siglo x v ii . El
libre albedrío — otra de las denominaciones que se le ha dado al problema de la libertad—
plantea la siguiente cuestión: si el ser humano no se encuentra determinado de manera ab­
soluta por la naturaleza, entonces es capaz de actuar a partir de sí mismo. Tal vez la mejor ma­
nera de entender esta afirmación sea aclarando qué se entiende aquí por “naturaleza”.
Desde hace siglos, distintos filósofos han considerado que lo propio del ser humano es
que no se encuentra sometido inevitablemente a los designios de sus instintos y deseos; al
menos no al grado en que lo están los animales. Según este argumento, los animales actúan
de una forma totalmente determinada por su naturaleza, de manera que un conejo o un lo­
bo no pueden detenerse a evaluar si su comportamiento les conviene o no. Sin embargo,
pese a todo, el ser humano se encuentra en situaciones muy parecidas a los ani­
males: como ellos, también tiene que comer, protegerse de la intemperie, dormir
y satisfacer otras necesidades por el estilo.
Precisamente porque son necesidades no son susceptibles de ser evaluadas o
corregidas. Podemos elegir si comemos alimentos ricos en fibra para mejorar
nuestra digestión, o bien comida con muchos condimentos y grasa porque es
más sabrosa (aunque no muy saludable); podemos elegir comer carne o verdu­
ras, pescado o frutas, pero lo que no podríamos elegir es no comer. El comer no
es una elección, pues si dejamos de hacerlo nos morimos de hambre; la natu­
raleza nos impone así ciertas actividades que no podemos negar ya que dejaría­
mos de existir. Aquello que no podemos elegir es lo que se llama necesidad, y la
naturaleza impone necesidades. Es, en este sentido, que se suele hablar de un de-
terminismo de la naturaleza. D e allí que el problema de la libertad se plantee
siempre como el problema relativo a si el ser humano tiene alternativas más allá
de lo que la naturaleza le impone como necesidades.
En otras palabras, para actuar con libertad es necesario creer que somos
libres. Al respecto D aniel C. D ennett dice, en su libro L a lib erta d en a cció n :
“Es muy probable que el hecho de creer que se tiene libre albedrío sea una de
las condiciones necesarias para tener libre albedrío: un agente que gozara de las
otras condiciones necesarias, racionalidad y capacidad de autocontrol y de in­
trospección de orden superior, pero que fuera inducido engañosamente a creer
que carece de libre albedrío, estaría tan inhabilitado por dicha creencia para ele­
gir libre y responsablemente como por la falta de cualquiera de las otras condi­
ciones”.
¿Cómo sabemos que somos libres?, ¿tenemos alguna forma de demostrar
que actuamos libremente?, ¿en qué casos? La libertad, en este sentido, adquiere
una connotación ética muy precisa que ya formuló claramente San Agustín: el
hombre es libre sólo en la medida en que es capaz de elegir entre el bien y el mal.
El mal es aquí presentado como aquella incapacidad de sustraernos a los deseos,
instintos y pasiones, mientras que el bien queda identificado con nuestra razón y
con la capacidad de actuar guiados por ella.

5 .3 .3 La libertad y su sentido práctico Hieronymus Bosch,


Infierno, ala derecha del
tríptico The Haywain, óleo
Lo que algunos filósofos han tratado de mostrar es que la libertad debe entenderse como un
sobre tabla, 1485-1490.
fenómeno que no es susceptible de ser comprendido desde la idea de causalidad natural. Uno Museo del Prado, Madrid,
de los filósofos que más abogó por esta distinción fue Kant. Desde la perspectiva que nos España |© Latin Stock
ofrece su filosofía podríamos decir que la vida humana está constituida por dos dimen­ México.
siones: una, dominada por la naturaleza y que de esta forma nos somete a las necesidades,
y otra dimensión que no es posible comprender desde la idea de la determinación natural.
Lo que Kant buscó fue justificar, frente a los avances de la ciencia, especialmente de la fí­
sica del siglo x v ii , que no todo estaba gobernado por leyes naturales. Para Kant la libertad
era algo que no podía ser explicado de manera semejante a como la física explica la caída de
una roca o la velocidad de un objeto al desplazarse por una pendiente. Los seres humanos es­
tamos, sin duda, sometidos a las mismas leyes de la física como lo están las rocas, los árboles
o los animales. Si nos arrojamos de la azotea de un edificio caeremos al igual que una roca o
que cualquier otro objeto. Pero si todo estuviera regulado por leyes naturales, ¿qué sucede­
ría con la responsabilidad moral y la libertad? Si no hubiera ningún acto voluntario, sino que
todo fuese determinado por la naturaleza, ¿no dejaríamos de lado un aspecto fundamental
de las acciones humanas, a saber, sus implicaciones éticas?
Podemos fácilmente imaginarnos el problema que Kant planteó: supongamos que alguien
roba una propiedad de otro, digamos algunos libros. El ladrón se podría excusar diciendo
que no pudo controlar su deseo de tomarlos y, siendo éste más fuerte que su voluntad, final­
mente sucumbió a la tentación. De hecho, podemos pensar un mundo en el que todos pudié­
ramos justificar nuestras acciones a partir de determinadas patologías como la cleptomanía,
la esquizofrenia y cosas parecidas. ¿Qué tipo de mundo sería éste? Seguramente uno en el
que la responsabilidad moral estaría ausente, pues, ¿cómo podríamos pedirle a alguien que
está afectado de sus facultades mentales que se haga responsable de sus actos? Por ello, Kant
insistía en que la condición para que haya libertad radica en la autoconciencia y en el ejerci­
cio de la misma, que se expresa en la idea de una voluntad libre.
Con “voluntad libre” Kant intentaba indicarnos que la ausencia de constricciones, in­
fluencias o deseos constituía lo propio de un acto ético; mientras actuásemos guiados por
la pasión, la avaricia, el poder u otra pasión, y no por las propias convicciones surgidas de
nuestra capacidad racional, entonces no seríamos verdaderamente libres. Con ello plantea­
ba un problema que, de una manera u otra, sigue siendo debatido hoy todavía: ¿es la libertad
un hecho distinto a los hechos naturales? De ser así, ¿cuál sería la diferencia entre ambos?
Para Kant, lo propio de la libertad es que refleja la autonomía de la voluntad frente a las in­
fluencias o determinaciones que no provienen de ella. Si actuamos guiados por nuestros de­
seos no somos libres, somos casi como un animal.
De esta manera, según Kant, la libertad es autonomía de la voluntad, entendida ésta co­
mo libre de determinaciones naturales. En contraposición, la voluntad es heterónoma cuando
está condicionada por factores ajenos a ella. Para ser libres no debemos estar condicionados
por nada fuera de nosotros mismos; si algo distinto a nosotros es la causa de nuestras accio­
nes, entonces no somos libres, sino que actuamos por un motivo ajeno a nuestra voluntad.
Kant creyó que se puede actuar libremente si lo hacemos desde una autodeterm inación. Por
ello, este filósofo se vio obligado a admitir una doble naturaleza humana: una fenoménica,
perteneciente al orden de la naturaleza, y otra distinta que llamó nouménica o inteligible.
Según esto, la libertad sería un noúmeno y no un fenómeno. Tratemos de explicar esto
de manera más sencilla. Un fenómeno es aquello que podemos percibir por medio de nues­
tros sentidos y predicar de él ciertas propiedades, por ejemplo: árboles, gatos, nubes o casas.
Todas estas cosas tienen color, peso, olor, tamaño, volumen o textura. Podemos, si nos pre­
guntan, describir cómo es un libro, pues hemos tenido experiencia de él: podemos ir al librero
de nuestra casa, tomar uno y enlistar sus propiedades. Pero si nos preguntan qué es la liber­
tad no podemos mostrarla como muestro un libro; la libertad no es un objeto, no la experi­
mentamos con los sentidos, sólo podemos suponer que existe. Por eso le llama Kant “inte­
ligible”.
Si aceptamos esta diferencia entre una naturaleza humana determinada y otra no deter­
minada, todo parecería indicar que, de alguna forma, los seres humanos somos capaces de
estar por encima de las determinaciones que nos imponen los instintos. Lograr que las ne­
cesidades no influyan en nuestras acciones parece algo propio de nosotros. Pero también hay
que reconocer que no siempre logramos ejercer esta supuesta independencia. ¿Cuántas
cosas pueden influir en nuestros juicios y acciones? Muchísimas: desde el lugar donde naci­
mos, la familia que nos educó, el país en el que vivimos, las creencias religiosas que tenemos.
Todos son factores que afectan nuestra libertad si la caracterizamos con Kant como inde­
pendencia absoluta con respecto a todo aquello que no es nuestra voluntad.
Veamos con más detenimiento esto. Sin duda, el lugar en el que nacimos va a determi­
nar con mucho nuestras ideas. Si en lugar de haber nacido en la ciudad de México hubié­
ramos nacido en Pakistán, nuestras opiniones sobre el sentido de la vida, la importancia de
la religión o de la familia, la educación, las políticas públicas, el desempleo o la contamina­
ción del medio ambiente, serían muy diferentes a las que tenemos ahora. Es decir, los seres
humanos sí estamos determinados por factores externos, pero no de manera absoluta; las
determinaciones naturales y sociales ejercen un gran influjo en nuestras vidas, pero no al
punto de negar que poseamos la capacidad de poder elegir y actuar sobreponiéndonos a di­
chas influencias.
La libertad entendida como la indeterminación no sólo natural, sino también cultural,
es algo difícil de sostener pues las acciones humanas siempre se encuentran situadas en un
horizonte histórico-cultural determinado. Este horizonte se constituye así en el límite de
nuestra libertad en el sentido que nunca podemos actuar absolutamente libres de todo pre­
juicio, determinación o idea previa.

5 .4 LOS vA LO R ES

La característica principal de la existencia humana es poseer una conciencia que, a su vez, le


permite darse cuenta de que como existencia libre es capaz de autodeterminarse, es decir,
poner a consideración sus alternativas de actuar y, finalmente, decidirse por una de ellas.
Una de las facultades que se desprende de estas dos características es el acto de valorar.
Los humanos constantemente valoramos lo que nos rodea, tanto a otros seres humanos co­
mo a los objetos. En este sentido, valorar significaría estimar cualidades positivas o negativas
en las personas, en los objetos e, incluso, en las acciones que realizamos. Por ejemplo, valora­
mos la comida en la medida en que nos alimenta y proporciona los nutrientes necesarios pa­
ra nuestra vida; pero también la valoramos por su buen o mal sabor. Valoramos el dinero en
la medida en que nos sirve para conseguir satisfactores a nuestras necesidades; se valora co­
mo buena a una persona que combate las injusticias; valoramos positivamente el hecho de
que se asignen bienes materiales y comida a los damnificados de un huracán o un terremoto;
valoramos como buenos a los maestros que enseñan la importancia del conocimiento.
Hacemos estas valoraciones por medio de juicios de valor, esto quiere decir que, con ex­
presiones como “¡esta pluma es muy buena, no me ha fallado en años!”, o “¡qué inteligente
es esta persona!”, o “¡qué bella es aquella pintura!”, estamos expresando un valor — positivo en
estos casos— acerca de un objeto, una persona o una situación.
Para entender mejor un juicio de valor es pertinente distinguirlo de un juicio d e hecho,
que se expresa en oraciones como: “es de día”, “las letras de este libro son negras” o “Marco
Aurelio fue emperador de Roma”. Un juicio de valor se expresa en oraciones como “¡qué pena
es que llueva!”, “éste es un buen libro” o “Marco Aurelio fue el más justo de todos los empera­
dores romanos”. Un juicio de hecho describe un objeto, una persona o una situación, mientras
que un juicio de valor lo califica, lo evalúa. El ser humano valora continuamente. Los valo­
res dirigen nuestras actividades y decisiones; con base en ellos decidimos qué objetos com­
prar, qué alimentos comer, con qué personas relacionarnos y qué acciones llevar a cabo.
Los valores que nosotros mismos construimos (o que heredamos) nos muestran qué es
lo bueno y qué es lo malo para nuestra vida, por lo que nos sirven de guía en nuestras elec­
ciones.
Pero los valores no sólo hacen referencia a aquello que es bueno o malo. También los en­
contramos en otros ámbitos, como el caso del dinero — cuyo valor es ser un medio univer­
sal de intercambio— , una obra de arte — que tiene el valor de la belleza— o un libro de histo­
ria — con un valor intelectual o académico— . Los valores pueden ser éticos, ya que nos dicen
qué es bueno o malo. También hay otro tipo de valores, entre ellos, los epistémicos, que nos
enseñan a distinguir lo falso de lo verdadero; los económicos, que nos dan el precio de algún
objeto; los religiosos, que determinan qué es lo sagrado y qué lo profano; los tecnológicos,
que nos dicen cuándo un objeto es eficiente y cuándo es obsoleto; los estéticos, que nos in­
dican criterios de belleza.
La disciplina filosófica que se encarga del estudio de los valores es la a x io lo g ía . Esta dis­
ciplina se plantea, entre otras preguntas: ¿qué son los valores?, ¿son ideas o cualidades ma­
teriales?, ¿el valor es en sí mismo o es creado por el ser humano?
A continuación veremos dos posturas que intentan dar respuesta a estas preguntas. La
primera de ellas es el llamado objetivism o de los valores y está representada principalmen­
te por Nicolai Hartmann y Max Scheler; la segunda es el subjetivismo de los valores, defen­
dida por filósofos como Friedrich Nietzsche y Jean-Paul Sartre.

5.4.1 objetivism o

El objetivismo se basa en la tesis según la cual los valores son y valen por sí y en sí mismos,
es decir, no dependen del sujeto que los valora ni del objeto en que se encuentran. El sujeto
únicamente capta esos valores en un objeto al igual que lo hace con otras de sus propiedades
como son el tamaño, el color o la flexibilidad. Por su parte, el objeto es valioso porque
contiene un valor. De esta manera, obras de arte tan diferentes como el D avid de Miguel
Ángel y una pintura de Jackson Pollock serían igualmente bellas, no por sus características
materiales (piedra, tela, colores o forma) ni porque el ser humano así las considere; antes
bien, son bellas porque participan del valor ideal de la belleza, que es objetivo y universal.
Esta teoría de los valores tendría su antecedente más lejano en Platón y su doctrina me­
tafísica de las ideas. Para el filósofo griego, conceptos como lo bello y el bien existen de ma­
nera ideal, es decir, como entidades inmutables, absolutas e independientemente de cómo se
proyecten en las cosas empíricas, temporales y mutables que se encuentran en nuestra ex­
periencia. Así, el objetivista considera que la justicia o la utilidad son valores separados de las
cosas que consideramos justas o útiles. Estos valores son ideas superiores que se objetivan,
es decir, que se hacen realidad en un objeto, acción o persona, pero éstos no pueden conside­
rarse por sí mismos como justos o útiles. Este valor les es proporcionado por participar de
la justicia o la utilidad como valores superiores.
Para entender mejor esta idea quizá sea conveniente hacer la distinción entre valores y bie­
nes. Los valores son ideas que se presentan como absolutas, inmutables e independientes de
objetos y personas y, por lo tanto, constituyen un espacio propio de existencia. Por su parte,
los bienes son aquellas cosas, acciones o personas reales, empíricas, que consideram os valio­
sas. Esto significa que algo es un bien en la medida en que es portador de un valor. Los bienes
contienen un valor, por ejemplo: un martillo para clavar un clavo, lo útil; una imagen reli­
giosa para ser venerada, lo sagrado; las personas justas, la justicia; las obras de arte, la belle­
za. Los valores son ideas; los bienes son aquello que participa de un valor.
Un bien es digno de estimación y aprecio mientras participe de un valor positivo, pero
la raíz de aquella valoración positiva se encuentra en los valores que son independientes a
los bienes y a las personas. Max Scheler, en su libro Ética, lo plantea en los siguientes térmi­
nos: “Cuando expresamos con razón un valor, no basta nunca querer derivarlo de notas y
propiedades que no pertenecen a la misma esfera de los fenómenos de valor [...] No ten­
dría sentido preguntar por las propiedades comunes a todas las cosas azules o rojas, pues la
única respuesta posible sería decir que son azules o rojas. [ . ] hay auténticas y verdaderas
cualidades de valor, que representan un dominio propio de objetos, los cuales tienen sus
particulares relaciones y conexiones [ . ] independientes de la existencia de un mundo de
bienes, en el cual se manifiestan, e independientes también de las modificaciones y del m o­
vimiento que ese mundo de los bienes sufra a través de la historia. Respecto a la expe­
riencia de ese mundo de los bienes, los valores son a p r io ri”.
De esta manera, el objetivismo nos advierte que no debemos confundir la valoración y
el valor. La primera se refiere al juicio de valor que podemos emitir sobre un objeto, una ac­
ción o una persona; pero el valor es independiente de ella. Sin el valor no sería posible hacer
una valoración, si no existiera la belleza, la justicia o lo útil como valores independientes de
lo real, sería imposible darnos cuenta de su manifestación en nuestra experiencia.
Para el objetivista no es posible que un objeto sea valioso para una persona y para otra no.
En todo caso, si existe alguna discrepancia sobre el valor de algo, ésta se refiere únicamente
a los bienes y no al valor en sí mismo. Se podría sostener que un martillo tiene un valor posi­
tivo para alguien que necesita clavar un clavo, pero también puede tenerlo para alguien que
quiere defenderse de una persona. En ambos casos, el martillo participa de un valor: lo útil.
Para esta teoría, los valores que se encarnan en los objetos son únicos e inmutables. Aun­
que es cierto que los bienes pueden no desempeñar o participar totalmente de un valor; por
ejemplo, la punta de un martillo puede estar muy gastada y se resbale al pegarle al clavo, o
el mango tener un defecto que impida utilizar bien el martillo. En este sentido, los bienes
pueden ser imperfectos, pero ello no afecta al valor en sí mismo.
En cuanto a su relación con el ser humano, el objetivismo sostiene la independencia de
los valores con respecto a toda persona. Los valores existen por sí mismos y no p a r a el suje­
to; es decir, el valor existe aunque el sujeto no lo note. Un objeto, una acción o una persona
poseen un valor determinado aun cuando nadie lo note; dicho valor no desaparece ni, mu­
cho menos, deja de darle un carácter positivo o negativo al objeto, acción o persona que lo po­
see. Aun más, el objetivista consideraría que los valores no necesitan siquiera encarnarse en
algo o alguien para seguir existiendo: son entidades absolutas e independientes.
Según esta postura, el ser humano se relaciona de diferentes maneras con los valores: los
conoce, los produce o los estudia. Estas formas de relación pueden variar históricamente:
pueden producirse objetos valiosos de forma manual e individual o en grandes fábricas con
miles de obreros; incluso puede ser que en una determinada época o en una determinada
cultura un valor no sea apreciado como tal.
Pese a todas estas variaciones y circunstancias, el objetivista está seguro de que los va­
lores no se ven afectados ni en su existencia, ni en su contenido, ni en su realización, pues
existen de manera intemporal, absoluta e incondicionada.

5 .4 .2 Subjetivism o

Esta teoría se basa en la idea de que los valores son porque existe un sujeto que determina
que un objeto, una acción o a una persona es valiosa. Al contrario de los objetivistas, el sub-
jetivista niega que haya algo así como lo bueno, lo bello o lo útil con independencia de un
sujeto. Para ellos el hecho de que algo sea valioso está determinado por la persona que así lo
considera. Los valores no existen en sí y p a ra sí; antes bien son creaciones h u m an as, subjeti­
vas, que pueden variar en cada persona.
La valoración puede variar incluso en la misma persona. Dependiendo de las circuns­
tancias, en un momento determinado se puede valorar algo positivamente y, en otro momen­
to, de forma negativa. Sin pensar en un cambio tan drástico, recordemos los juguetes de
nuestra infancia. En aquella época eran objetos tan valiosos que nuestra felicidad dependía
de su existencia. Sin embargo, al crecer los sustituimos por otros cuyo valor nos parecía más
alto o positivo, al grado de que podíam os avergonzarnos si un amigo descubría nues­
tro juguete infantil preferido. Los juguetes,
en este caso, habrían perdido el valor posi­
tivo que les otorgamos en su m om ento y
tendrían ahora un valor negativo. Las cosas
que valoramos cambian según nuestras ex­
periencias y nuestro desarrollo.
Cuando decimos que algo posee un va­
lor, estamos expresando emociones o pen­
samientos que ese algo nos provoca. Emitir
un juicio de valor, desde la teoría subjetivis-
ta, no implica que esa afirm ación se m an­
tendría intacta si nuestros sentim ientos o
pensam ientos fueran diferentes. Si éstos
cambian, muy probablemente la valoración
también cambiará.
Puede ser que consideremos algo como
un valor a partir de nuestro deseo o el inte­
rés que se tenga en ello. Por ejemplo, si lo
que más deseamos es cultivar nuestras habi­
lidades intelectuales, lo más valioso será ir a
la escuela, aprender cosas y leer libros. Si lo
que más nos interesa es un estatus económi­
co, lo más valioso será conseguir un buen tra­
bajo, ahorrar mucho dinero, comprar un
auto y una casa. Por el momento no nos in­
teresa cuál sea el motivo original para que se
Pablo Picasso, Maya con considere algo como valioso — ni siquiera nos interesa si alguno de los dos ejemplos es un
muñeca, óleo sobre tela, valor mayor que otro— , lo más importante es que somos nosotros los que decidimos lo que
1938. Museo Reina Sofía,
es valioso en nuestra vida.
Madrid, España |© Latin
Stock México. El valor es una idea subjetiva porque para “existir” depende de un sujeto individual que
valora. Lo valioso es aquello que deseamos, queremos, necesitamos, que nos agrada o que pre­
ferimos de acuerdo con nuestras vivencias personales. No existen valores independientes
del sujeto, no es posible que exista lo bello, lo útil o lo bueno sin alguien que lo perciba o ex­
perimente de esa manera. Los valores existen únicamente porque existen seres humanos
que valoran su entorno.
El subjetivismo pone el acento en el sujeto y no en el objeto: el mundo no es bueno ni ma­
lo ni útil, el mundo simplemente es. Algo es útil, feo, sagrado o injusto en la medida en que
suscita en nosotros una reacción de placer o desagrado, de admiración o reprobación.
Para Jean-Paul Sartre la condición fundamental de toda acción es la libertad. Esto significa
que el ser humano no es una cosa más entre todas las que existen, sino un ser que constan­
temente está “haciéndose” a sí mismo y transformando su entorno mediante sus elecciones.
Por medio de estas elecciones, el ser humano se convierte en el fundamento de los valores, en
aquello que les da un significado, pues en el momento en que toma una decisión está valo­
rando un objeto, una persona o una acción como positiva o negativa, dotándola con ello de
un significado y proponiéndolo como tal para la humanidad entera.
Sartre sostiene que no hay valores absolutos que guíen nuestras decisiones, sino que son
creados en el momento mismo en que nos decidimos por una u otra posibilidad de actuar.
En su libro El existencialism o es un hu m an ism o, el filósofo expresa esta idea ejemplificán­
dola con la creación artística de la siguiente manera: “¿Se ha reprochado jamás a un artista
que hace un cuadro el no inspirarse en reglas establecidas a priori? ¿Se le ha dicho jamás cuál
es el cuadro que debe hacer? Está bien claro que no hay cuadro definitivo que hacer, que el
artista se compromete a la construcción de su cuadro, y que el cuadro por hacer es precisa­
mente el cuadro que habrá hecho; está bien claro que no hay valores estéticos a priori, pero
que hay valores que se ven después en la coherencia del cuadro, en las relaciones que hay en­
tre la voluntad de creación y el cuadro. Nadie puede decir lo que será la pintura de mañana;
sólo se puede juzgar la pintura una vez realizada.”
En este sentido, podríamos decir que el criterio de valoración es la libertad misma por­
que en el “hacer” el hombre decide aquello que es valioso; el momento de la decisión deter­
mina qué es lo justo o lo injusto, qué es lo verdadero y lo falso.
Un argumento que comúnmente refieren los subjetivistas para apoyar su teoría es el de
la discrepancia. Según ellos, el hecho de que las personas no podamos ponernos de acuerdo
en problemas éticos, estéticos, religiosos y hasta deportivos, es indicio de que éstos son valo­
rados de distinta manera por personas y comunidades. Otro argumento importante es el
del interés. En este aspecto, algo adquiere valor en la medida en que se le confiere un interés
ya sea económico, emocional o intelectual. Existen coleccionistas de diversos objetos, in­
cluso de tarjetas de teléfono. El interés que tenga alguien en estas tarjetas, les confiere un
valor tal que la persona en cuestión puede pagar mucho dinero por conseguir una de ellas.
¿Dónde está el valor?, ¿en sus materiales de fabricación, en sus diseños, en su utilidad? Para el
subjetivista, sólo hay una respuesta: en la persona que le otorga un valor positivo.
Con estos argumentos los subjetivistas intentan decirnos que los desacuerdos sobre los
valores no lo son en función del objeto mismo o de una idea del valor que esté por encima
de los objetos, sino que las discrepancias provienen de las diferencias entre los sujetos que,
finalmente, son los que le dan contenido al valor.

5 .4 .3 Un punto intermedio

No es éste el lugar para elaborar una teoría que rescatara los logros de las posturas que he­
mos visto y, al mismo tiempo, superar sus carencias. Lo que sí podemos hacer es perfilar al­
gunas ideas sobre lo que dicha teoría debería tener en cuenta. Para hacerlo tomaremos algu­
nas características, derivadas de las dos teorías anteriores, y que en un inicio parecen ser
contradictorias.
Por un lado se defiende que los valores son entidades “ideales”; es decir, en cuanto ideas
independientes del mundo y de las personas, serían irreales. Esta condición de idealidad los
convierte en ideales por alcanzar y se muestran como lo que toda persona debería apreciar y
esforzarse por realizar. Esta misma característica les otorgaría cierta realidad en la medida en
que su idealidad impone un deber de realización. De hecho, en nuestra vida cotidiana nos
esforzamos constantemente por llevar a cabo aquellos valores que consideramos superiores.
Por otro lado, en tanto universales, los valores representan los ideales de la humanidad
en relación con lo que es estimado y lo que es rechazado. La libertad, la solidaridad o la to­
lerancia son valores que están más allá de intereses particulares y de una cultura determina­
da. Sin embargo, ello no significa que todas las culturas han aceptado los mismos valores o
que éstos no hayan variado a lo largo de la historia. Por ejemplo, la igualdad es un valor que
se ha estimado en diferentes épocas y en diferentes culturas, pero la igualdad que hoy bus­
camos es muy diferente a la igualdad que se practicaba en la antigua Grecia.
Si aceptamos este doble carácter de los valores en cuanto a su idealidad-realidad y uni­
versalidad-relatividad, podríamos hablar de un acercamiento entre las posiciones objetivis-
ta y subjetivista. Hay que reconocer que los valores existen en los bienes, no existen de manera
Camille Pissarro, El
mercado de aves Gisors,
carbón y pastel sobre tela,
1885. Museo de Bellas
Artes de Boston,
Massachusetts, Estados
Unidos |© Latin Stock
México.

independiente ni sólo en las preferencias de un sujeto. Los valores están vinculados a las pro­
piedades valiosas de los objetos en este mundo: por ejemplo, un diamante tiene ciertas ca­
racterísticas naturales que le hacen ser de una forma específica y única, sobre las que se su­
man ciertos valores que el ser humano pone en él como un objeto económico o de estatus
social. En este sentido, los bienes requieren de algunas propiedades físicas que sirven de ci­
miento a las cualidades que, como seres humanos, consideramos valiosas.
La objetividad de los valores surgiría del hecho de que podemos llegar a coincidir con
otras personas sobre lo que es valioso. Esto significa que la objetividad de los valores se debe
a que son una apreciación compartida y aceptada mediante un acuerdo intersubjetivo en­
tre los seres humanos. Adolfo Sánchez Vázquez, quien defiende esta postura, lo expresa de la
siguiente manera en su libro É tica: “el valor no lo poseen los objetos de p o r sí, sino que éstos lo
adquieren gracias a su relación con el hom bre como ser social. Pero los objetos, a su vez, sólo p u e­
den ser valiosos cuando están dotados efectivam ente de ciertas propiedades objetivas [ . ] Los
valores, en suma, no existen en sí y por sí al margen de los objetos reales — cuyas propie­
dades objetivas se dan entonces como propiedades valiosas (es decir, humanas, sociales)— ,
ni tampoco al margen de la relación con un sujeto (el hombre social). Existen, pues, objeti­
vamente, es decir, con una objetividad social. Los valores, por ende, únicamente se dan en un
mundo social.”
Parecería, entonces, que los valores no son cualidades independientes de las cosas ni me­
ras preferencias individuales; en todo caso, los valores han evolucionado históricamente cam­
biando y precisando su contenido de manera intersubjetiva.
No podemos decir que los valores existan sólo para un sujeto individual que valora de
acuerdo con su conveniencia. Si bien son creaciones humanas que se dan en tiempos y luga­
res específicos, los valores no son creaciones de un ser aislado, sino de seres humanos que es­
tán relacionados y que necesitan ponerse de acuerdo para subsistir. Pero tampoco son ideas
que sólo estén girando en nuestras cabezas, pues requieren que los objetos que considera­
mos valiosos posean cualidades objetivas que les hagan ser partícipes de un valor.
De acuerdo con lo anterior podemos identificar tres características básicas en los valo­
res, a saber:

a] Son bipolares, es decir, se presentan en un polo positivo y en uno negativo. Todo valor po­
sitivo tiene su opuesto que es un valor negativo.
b ] Son heterogéneos, lo que significa que hay muchas clases de valores, algunos opuestos a
otros, y sus combinaciones pueden ser muy diversas.
c] Son dependientes, en tanto necesitan de un depositario en donde objetivarse.

En síntesis, podemos decir que los objetos no poseen un valor en sí, sino que lo adqui­
eren en su relación con el ser humano en la medida en que posean efectivamente ciertas
propiedades. En otras palabras, los valores no existen independientes de la realidad, ni al mar­
gen de la relación con el ser humano, ni únicamente en la mente de quien valora. Sólo que­
da recalcar que el ser humano es un ser social, por lo que los valores son siempre sociales, es
decir, su existencia proviene del hecho de que pueden ser compartidos en un mundo carac­
terizado por relaciones intersubjetivas.

5.5 LAS M o r a l e s Y LA INTERS u BJETIv IDAD

La libertad, en tanto una de las características que definen al ser humano, adquiere su pleno
sentido en la interacción que tenemos con los demás. Estas relaciones no están exentas de
ciertas reglas o principios que todos aceptamos de una manera u otra para poder establecer
vínculos con otros. Aceptarlos o no nos permite mantener relaciones que podrían ser califi­
cadas como positivas o negativas. ¿Por qué hablar de relaciones “positivas” o “negativas”?
Porque decimos o hacemos cosas consideradas correctas o incorrectas, buenas o malas, be­
neficiosas o perjudiciales ya sea para uno mismo o para los demás.
¿Qué o quiénes determinan lo que es bueno o malo, correcto o incorrecto?, ¿por qué no
puedo tomar lo que no es mío?, ¿por qué no debo mentir si puedo obtener beneficios de ello?
Estas exigencias y otras muchas más son relevantes porque las personas creemos que acep­
tándolas podremos convivir, o al menos intentar hacerlo, de una manera mejor.

5.5.1 ¿Q ué es la m oral?

El sistema de creencias y valores que compartimos de manera tácita con los demás es lo que
llamamos m o r a l. Hay que tomar en cuenta algo muy importante: por “los demás” debemos
entender a aquellas personas con las que compartimos una serie de cosas (el idioma, el lugar
geográfico, las costumbres, los valores, etc.) que ni ellos ni nosotros hemos inventado, sino
que hemos heredado de generaciones anteriores. La moral es la expresión de todas esas
creencias que nos permiten identificarnos como parte de un grupo social. Podemos tener una
idea más precisa de lo que es la moral si tenemos en cuenta que la palabra “moral” se deriva
del latín mores que significa costumbre.
La moral es la articulación de todas las creencias, prácticas y valores que conforman la es­
tructura básica de la concepción del mundo social. La moral expresa nuestras convicciones
sobre lo que creemos que permite o promueve una mejor relación con los demás. Por ello po­
demos hablar de intuiciones morales, que comprenden al conjunto de preceptos, normas, obli­
gaciones o prohibiciones que tienen un efecto de coerción (limitan nuestras acciones) y nos
indican lo que tenemos que hacer para mantener una adecuada convivencia con los demás.

Paul Gauguin, El gran


Buda, óleo sobre tela, 1899.
Museo de Bellas Artes
Pushkin, Moscú, Rusia |
© Latin Stock México.
Para Charles Taylor, nuestras intuiciones morales son el “trasfondo” de la existencia, o
bien, los “horizontes ineludibles” de nuestras acciones. ¿Por qué? Porque siempre depende­
mos de una cierta perspectiva normativa y valorativa en torno a lo que creemos y hacemos,
y sin ella sería imposible tener una visión coherente de nuestra vida. Cualquiera de nosotros
cree que ciertas cosas son buenas o malas, aunque saberlo no implica necesariamente que ac­
tuemos en consecuencia. Todo ello, que hemos aprendido en primera instancia de la familia
y posteriormente del entorno social, constituye la identidad moral, la cual no escogemos, sino
que nos es dada por el contexto cultural en el que hemos nacido.

5 .5 .2 ¿ H a y una m oral o m uchas m orales?

De lo anterior se desprende una tesis muy importante: si nuestra identidad moral depende
del contexto cultural en el que nacemos, entonces los sistemas morales son también rela­
tivos a esos mismos contextos. La palabra “m oral” viene del latín m ores, que significa “cos­
tumbre”; pero mores se deriva, a su vez, de otra palabra griega: ethos (de donde viene “éti­
ca”). Ethos significa morada, y con ello los griegos querían expresar la m anera en que el
hombre existe en su mundo, es decir, la actitud que se asume ante el hecho de la existencia.
La manera en que existe un beduino o un pigmeo en África es muy diferente a la de un
m ongol o un chino en Asia, o un peruano o un uruguayo en América. El ethos pertenece
a un pueblo, una comunidad, una cultura, y es la manera en que expresamos el lugar que
tenemos en el mundo y la forma en que intentamos comprenderlo.
Las morales cambian a lo largo de la historia tanto como cambian las sociedades, pero lo
que aparentemente mantiene cierta unidad pese al transcurrir del tiempo es la exigencia de
llevar una vida libre de miseria, humillación y opresión. Desde la cultura más antigua hasta
nuestras sociedades globalizadas actuales, la necesidad de tener una vida digna es la motiva­
ción básica de todos los seres humanos, que nos impulsa a buscar formas de reconocimiento
que garanticen esta exigencia. Con ello estamos estableciendo una tesis antropológica que
ya había vislumbrado perfectamente Aristóteles: la vida buena es la finalidad de la existencia
humana. Nadie puede desear para sí o para los suyos una vida de dolor y sufrimiento; todos
los actos que realizamos durante nuestra vida están encaminados hacia esa finalidad y sólo la
ignorancia o la falta de buen juicio nos pueden alejar de esta meta.
El hecho de actuar a veces humillando o causando dolor a los demás no pone en duda
esta tesis. Seguramente quien secuestra a alguien para obtener dinero sabe perfectamente
que está cometiendo un acto que causa dolor y desesperación en la persona secuestrada y
en su familia. Este tipo de ejemplo nos muestra una idea fundamental: en cuanto especie
humana poseemos intuiciones morales básicas, y gracias a ellas podemos convertirnos en
seres responsables y capaces de hacer tanto el bien como el mal. Esto implica, como es evi­
dente, el problema de la conciencia moral.

5 .5 .3 ¿Q ué es la conciencia m oral?

La palabra “conciencia” tiene muchas connotaciones en filosofía y se presta por ello mismo a
equívocos. En términos latos, “conciencia” expresa la capacidad de percatarnos o saber de al­
go; en el caso de la conciencia moral sería precisamente darnos cuenta cotidianamente de lo
bueno y lo malo, de lo correcto y lo incorrecto, de lo justo y lo injusto. Por ejemplo: ¿necesi­
tamos que se nos dé un curso de teoría moral con grandes especialistas para saber que robar
la propiedad de otra persona o humillarla es malo? Cuando alguien es sometido a sufri­
mientos o castigos sin ninguna justificación, ¿no nos ofende esa situación? Todo ser huma­
no tiene este tipo de experiencias sin necesidad de ninguna instrucción especial; nuestro
abuelo o nuestra vecina tienen tanta conciencia moral como el más reconocido especialista
en filosofía moral de una universidad. Todos son capaces de sentirse ofendidos frente a la
injusticia o la humillación de otras personas, así como de aprobar que se ayude a quien lo
necesite. La conciencia moral es una característica de los seres autoconscientes en la medida
en que pueden evaluar sus acciones y creencias según ciertas normas que definen sus expec­
tativas de interacción con los otros.
Pero esta conciencia moral no es una propiedad innata de los seres humanos, sino un
proceso que se da de manera simultánea con el desarrollo de los individuos dentro de un de­
terminado contexto cultural. Pensadores como Sigmund Freud, Lawrence Kohlberg, Jean
Piaget, Jürgen Habermas o Paul Ricoeur, entre otros, se han ocupado del tema. Por ejemplo,
Freud desarrolló una teoría de la conciencia moral desde el punto de vista del psicoanálisis, en
la que mostraba que el proceso por el cual ésta se constituye depende básicamente de la es­
tructura psíquica del individuo, que se refleja en una lucha constante entre los instintos y los
principios de conducta aprendidos en la familia, la escuela o la iglesia.
Para Freud, la conciencia moral inicia con el sentimiento de culpa que surge en el niño
al no actuar como sus padres desean. La aprobación o desaprobación de ellos marca el pri­
mer sentido de lo bueno y lo malo en el niño. Este proceso incluye, más adelante, la interna-
lización de las normas morales vigentes en su contexto cultural, en donde la figura del padre
es sustituida por las autoridades institucionales y las costumbres. Parece que mientras más re­
primidos hayamos estado en nuestra infancia, más severos seremos con respecto a nuestras
convicciones morales en nuestra madurez.
La teoría de Freud no es la única que trata de explicar el origen y desarrollo de la concien­
cia moral. Sociólogos como Émile Durkheim o psicólogos como Jean Piaget han propuesto
otras teorías sobre el tema. Por ejemplo, Piaget planteó que el niño desarrolla su conciencia
moral a partir de la aceptación de reglas de conducta que implican una adecuada interac­
ción con los demás. Estas reglas van desde la acción individual hasta la que implica la coo­
peración normativa con otros niños. Por ello llama a su propuesta “evolutiva”: se parte de
una concepción puramente egoísta de la acción (es mi juego y hago lo que quiero) hasta
llegar a una solidaria que se refleja en la aceptación de reglas a seguir para poder jugar juntos
(no puedes jugar si no respetas lo que todos hemos decidido). Piaget llevó a cabo este estu­
dio en niños muy pequeños: de 1 a 3 años hasta aproximadamente los 11 años de edad.
Quizá la teoría más importante al respecto es la que han desarrollado Kohlberg y Haber-
mas, quienes plantean que el desarrollo de la conciencia moral se define ante todo por ser de
carácter evolutivo y cognitivo, es decir, es un proceso por el cual todos los seres humanos va­
mos ganando capacidad para comprender valores, reglas, normas y prohibiciones, así como
para tolerar y solidarizarnos con personas distintas a nosotros. De esta manera, la concien­
cia moral se desarrollaría y perfeccionaría gracias a las relaciones que se mantienen con los
demás desde la más temprana edad hasta la madurez.
Según Kohlberg y Habermas, el juicio moral es un proceso cognitivo que se inicia con los
estímulos más básicos de la recompensa y el castigo, y termina con la capacidad de condu­
cirnos según principios universales que aplicamos a los casos y contextos particulares. La
mejor manera de entender esta propuesta es mirar nuestro desarrollo moral. Sin duda, cuan­
do éramos niños creíamos que lo correcto y lo incorrecto era lo que nuestros padres decían
que era así. Conforme crecemos esto cambia: lo importante ya no es tanto lo que decían nue­
stros padres, sino lo que en mi comunidad se plantea como correcto o incorrecto, hasta lle­
gar finalmente a emitir juicios morales de carácter universal. Tomemos como ejemplo la
costumbre que existe en ciertos países de África o Asia, en donde se mutila el clítoris a las
mujeres con el fin de evitar el placer sexual. Sin necesidad de pertenecer a esa comunidad
podemos tratar de comprender esta costumbre; sin embargo, también podemos emitir un
juicio al respecto. Según Kohlberg y Habermas, el hecho de ser mexicanos no nos impide
comprender, pero tampoco emitir juicios sobre otras culturas. Si no fuera así caeríamos en
un relativismo ético extremo, en el que sólo podríamos hablar sobre las prácticas morales
propias.
Para Habermas la conciencia moral se desarrolla en tres etapas: preconvencional, con­
vencional y posconvencional. Veamos esto con un poco de cuidado.
Si entendemos por convencional aquello que todos aceptan como válido y correcto en
una cultura histórica determinada, hay que señalar, en primer lugar, que un niño pequeño
asume las normas morales de una manera puramente instintiva o pasiva. Por ejemplo, sabe
que no debe tocar la estufa no porque comprenda que puede quemarse, sino porque su ma­
dre lo regaña o le da un golpe en la mano cuando la acerca al fuego; de la misma manera que
puede asumir que es bueno comer toda la sopa porque, cuando la termina, le dan un pastel
o dulces. Se trata, como indicamos, de un esquema recompensa-castigo basado en una fi­
gura de autoridad. Esta etapa es preconvencional porque el niño no comprende la razón de
que ciertas acciones sean buenas y otras malas, sino que le son impuestas por el poder físico
del que detenta las normas.
En la etapa convencional, el individuo se identifica con un grupo social, mantiene lazos
efectivos con su familia y su entorno cumpliendo con su deber y actuando correctamente.
Alguien es un buen chico o chica cuando se comporta según las normas establecidas en la
comunidad, obedece las leyes y colabora con el mantenimiento del orden social.
Finalmente, quizá la etapa posconvencional sea la más importante, porque muestra la ca­
pacidad que tiene la conciencia moral de superar las determinaciones impuestas por los con­
textos culturales. Pensemos en el siguiente ejemplo: alguien nace en una comunidad racista
en el sur de Estados Unidos. Ser buen chico es, además de obedecer a los padres y las leyes del
pueblo, compartir con ellos su racismo hacia los negros y otros grupos étnicos. Ésta es una
forma de pensar generalizada en ese tipo de comunidades; pero sucede que hay personas que
llegan a cuestionar lo que sus amigos, su familia o su comunidad creen y concluyen que eso
no es aceptable, porque no se reconoce el derecho de los otros a aspirar a una vida como la
que desean para ellos mismos.
Aquí es donde adquiere un mayor valor la idea de legalidad y justicia como algo que to­
dos, independientemente de su cultura o clase social, deben poder gozar. Esta capacidad
para valorar sólo la puede tener un ser autoconsciente y crítico que actúa guiado por normas
universales. En su libro F undam entación de la m etafísica de las costumbres, Kant expresó es­
to con la tesis del imperativo categórico: “Obra sólo según una máxima tal que puedas que­
rer al mismo tiempo que se torne ley universal”. Esta idea de Kant es muy importante para
comprender qué es la moral y la conciencia moral, pues señala algo que ya hemos indicado:
tenemos intuiciones morales básicas que nos dan una visión normativa del mundo.
Las tres etapas esbozadas pueden sintetizarse de la siguiente manera:

Nivel preconvencional Nivel convencional Nivel posconvencional


Orientación por obediencia Orientación por concordancia Orientación por principios
y castigo. interpersonal de “buen chico- éticos universales.
buena chica” (ley y orden).

¿Cuál es la relación que tenemos con “los otros”? ¿Qué tipo de compromisos tenemos
con los demás? Para completar el estudio de las morales tenemos que pasar a ver cómo nos
relacionamos con otras personas.
5 .5 .4 La intersubjetividad com o la dim ensión ética de la subjetividad

En la filosofía contemporánea se suele entender la intersubjetividad como un planteamien­


to que supera las posturas subjetivistas. Éstas (como las propuestas de Descartes o Kant)
sostienen que la perspectiva de la primera persona (el yo) es el único criterio aceptable para
plantear los problemas del conocimiento o de la moral. Sin duda, esta tesis es en parte co­
rrecta, pues la perspectiva de la primera persona corresponde al modo de ser de la subjeti­
vidad humana, es decir, cada uno percibe el mundo desde su punto de vista y no desde el de
los otros.
Sin embargo, los teóricos de la intersubjetividad sostienen que la perspectiva de la primera
persona descansa en un error: no hay un yo aislado, siempre estamos en relación con los de­
más. Según esta tesis, incluso cuando, en la soledad de nuestra habitación, pensamos por
ejemplo: “Debo estudiar para aprobar un examen mañana”, estamos utilizando un lenguaje
que no hemos inventado nosotros, sino que lo aprendimos desde muy pequeños gracias a
la familia y al entorno social. El lenguaje es un mecanismo intersubjetivo por excelencia y
con él no sólo comprendemos a los demás, sino también a nosotros mismos. Incluso, al estu­
diar para un examen estamos suponiendo que existen otras personas (el profesor y nuestros
Pierre-Auguste Renoir, compañeros) con las que compartimos muchas cosas.
Baile en el molino de En todo momento nos encontramos inmersos en relaciones con otras subjetividades: al
la Galette, óleo sobre tela,
comprar algo en la tienda o al tomar el autobús para ir a la escuela o al trabajo. Por ello se
1876. Museo de Orsay,
París, Francia |© Latin ha llegado a decir que la intersubjetividad es más fundamental y originaria que la subjetivi­
Stock México. dad misma, ya que todas nuestras experiencias se encuentran conformadas y determinadas por
instancias como el lenguaje o las relaciones sociales. Desde esta perspectiva, las filosofías
que parten de la conciencia son consideradas incapaces de explicar la existencia de las otras
personas, y se les denomina solipsistas.
Si bien no podemos saber en qué están pensando las otras personas, sí podemos percibir
si están molestas, tristes, desconcertadas, alegres o deprimidas. En filosofía suele hablarse de
e m p a tia para designar esta capacidad de los seres humanos para vincularnos y experimen­
tar a las otras personas como afines a nosotros mismos.
De esta manera, podemos darnos cuenta que la cuestión no es sacrificar a la subjetividad
en favor de la intersubjetividad, ya que sin aquella no puede haber ésta y, por ende, tampo­
co sociedad. Pero, al mismo tiempo, vemos que el ser humano únicamente puede sostener su
vida en comunidad con otros seres humanos.

5 .5 .5 La intersubjetividad y la relación práctica con los dem ás

La intersubjetividad se refiere, entonces, a todas aquellas relaciones que suponen o requie­


ren a alguien distinto de nosotros mismos. Estas relaciones se encuentran determinadas por
principios normativos implícitos. Para actuar éticamente debemos tener conciencia de no­
sotros mismos como sujetos capaces de obrar correcta o incorrectamente, pero sólo hay ética
en tanto nos relacionamos con otros. Tenemos entonces que una subjetividad (yo) en rela­
ción con otra subjetividad (otro yo) constituye una estructura intersubjetiva. Esto acontece
todos los días, cada vez que nos relacionamos unos con otros por medio de acciones, creen­
cias e intenciones.
La ética tiene sentido precisamente por la relación que tenemos con los demás. Pero tam­
poco se trata sólo de una coexistencia, de un estar unos junto a otros, sino de una respon­
sabilidad por los demás. Frente al otro, además de ser libre, somos también responsables.
Solemos creer que únicamente somos responsables de nuestras acciones o de aquellas
personas con las que tenemos un vínculo afectivo o familiar. En cada elección que hacemos
somos responsables de nosotros mismos y de los otros, porque en ellas ponemos en juego
una propuesta de ser humano que creemos puede ser válida para todos.
Para gran parte de la ética moderna, la autonomía y la libertad son los dos aspectos fun­
damentales del sujeto moral. Sin embargo, en la capacidad que tenemos de responder a las
exigencias que también nos plantean los otros, cuyo rostro puede ser infinitamente diverso
al mío, radica el sentido mismo de lo humano.
p o l ít ic a y SOCIEDAD
ELISABETTA Di CASTRO

TEMA

Joan Miró, La salida del


sol, óleo y carboncillo sobre
tela, 1946. Colección Ulla
y Heiner Pietzsch, Berlín,
Alemania |© Latin Stock
México.

6.1 i n t r o d u c c i ó n

ivimos todos los días en sociedad y la manera como podemos hacerlo está fuertemen­
V te influida por la política. Esto es así porque nuestro desarrollo como individuos está
marcado por los acuerdos y las decisiones sociales que se han logrado tomar a lo largo de la his­
toria y que, como tales, nos organizan socialmente. Nuestra vida está cruzada por las normas
que rigen a nuestra sociedad, desde cómo se adquiere un nombre al nacer y cómo nos pode­
mos relacionar con las otras personas, hasta qué podemos hacer y esperar de los demás.
Estas normas no han sido siempre las mismas y no necesariamente son iguales en todos
los países. Normalmente son el fruto de grandes luchas y reivindicaciones sociales que, en el
caso de México, nos permiten vivir hoy en una democracia donde todos tenemos ciertos
derechos que podemos exigir y obligaciones que debemos cumplir. Esto no ha sido siempre
así; una de las principales demandas del levantamiento encabezado por Hidalgo fue precisa­
mente la abolición de la esclavitud, y de la Revolución mexicana fue el reparto de la propiedad
de la tierra. En años más recientes, diversos movimientos sociales han defendido el derecho de
todos a la educación, a la salud, a la no discriminación, en fin, todas aquellas normas sociales
que hoy nos permiten vivir como lo hacemos. Sin embargo, así como estas normas fueron
fruto del desarrollo histórico, no debería sorprendernos la posibilidad del surgimiento de
nuevas reivindicaciones sociales que busquen modificar las normas vigentes o crear nuevas,
para que en un futuro podamos vivir aun mejor. Por eso es tan importante la política, por­
que en ella se sustenta la manera en la que podemos vivir en una sociedad.
En este capítulo reflexionaremos sobre estos dos ámbitos fundamentales de nuestra vida:
la sociedad y la política. Veremos cómo hay un carácter indisoluble en la relación individuo y
sociedad, porque sólo dentro de ella podemos desarrollarnos, a pesar de que a veces se re­
chace cualquier tipo de relación con los otros, o que, cuando las tenemos, no siempre sean
armónicas. Analizaremos también la relevancia del poder en nuestra vida, cómo se ejerce y
el papel constitutivo que tiene no sólo en la formación de las personas y en la realización de
sus acciones, sino también en las propias relaciones humanas. Nos detendremos en la im­
portancia — más allá de nuestras preferencias individuales— de la existencia de un espacio
común en el que se puedan expresar libremente todas las voces, con sus diferencias, para así
deliberar y construir consensos encaminados a la formación de un interés general. Como
veremos, esto sólo es posible dentro de un Estado de derecho en donde se protejan, contra
las posibles arbitrariedades, los derechos humanos que todos tenemos. Asimismo, analiza­
remos cómo la democracia es una forma de gobierno actualmente ligada al pluralismo y que
necesita de una participación activa por parte de los ciudadanos. Si bien la ciudadanía re­
conoce que todos somos iguales, eso no nos hace idénticos; es precisamente nuestra di­
versidad de ideas, estilos de vida e intereses lo que hace necesaria la construcción de formas
plurales, acordes con principios y procedimientos democráticos, en los que podamos afir­
mar nuestros derechos y libertades y, al mismo tiempo, estemos obligados a respetar los de­
rechos y libertades de los otros. Finalmente, concluiremos con el tema de la justicia, reflexio­
naremos sobre la necesidad de que esa igualdad reconocida en la ciudadanía no se limite a
una mera formalidad, sino que corresponda a las condiciones básicas con las que vivimos, es
decir, cómo se reparten los recursos que se disponen en la sociedad.

6 .2 LA R E LA ció N INDI v ID u O -SO c IEDAD

En nuestra vida cotidiana siempre interactuamos con otros seres humanos. Ya sea con gus­
to o no, por obligación o por placer, todos los días nos encontramos viviendo en sociedad.
Desde los integrantes de nuestra familia, los vecinos, los que atienden los negocios a los que
normalmente vamos a hacer nuestras compras, los conductores del transporte público, has­
ta los compañeros de la escuela o del trabajo, toda nuestra vida se desarrolla — y nosotros
con ella— en estrecha relación con otras personas.
Es muy difícil imaginarnos vivir completamente fuera de la sociedad. Incluso si nos pudié­
ramos ir lejos y ser ermitaños, no sólo en los posibles y esporádicos encuentros con peregri­
nos o viajeros, sino en la propia formación que hubiéramos alcanzado antes de refugiarnos
en la soledad, se manifestaría nuestro carácter social.
El carácter social nos acompaña toda la vida aunque en algunas ocasiones, desde nues­
tra individualidad, podamos verlo como algo que nos es ajeno, impuesto o incluso prescin­
dible. ¿Por qué vivimos en sociedad? ¿Por qué la convivencia con las otras personas, al mismo
tiempo que necesaria, también puede llegar a ser conflictiva?

6.2.1 El concepto de individuo

La palabra individuo remite a los miembros


de una especie, no sólo de la humana, que es
la que nos interesa especialmente en este te­
ma. El término viene del latín in dividuum ,
que significa indiviso e indivisible, es de­
cir, que no puede ser dividido. De hecho, tra­
tar de dividir en partes a un individuo im­
plica su m uerte, porque éste existe com o
unidad. Pensemos, por ejemplo, en algún
mamífero: un gato. Si bien podemos distin­
guir los diversos sistemas que lo conforman
(respiratorio, circulatorio, digestivo, nervio­
so, muscular, óseo), si tratáramos de sepa­
rarlos, el animal perecería.
Además de indivisible, el individuo se ha
concebido también como un ser único e irre­
petible. Cada miembro de una especie es sin­
gular, tiene algunas notas especiales que lo
distinguen de los otros miembros de su es­
pecie, a pesar de que comparta con ellos otras
muchas características. De esta manera, nin­
gún gato es idéntico a otro, así como también
nosotros somos distintos a nuestros padres y
hermanos.
Pierre-Auguste Renoir, Por lo que se refiere a los individuos de la especie humana es de destacar cómo, a pesar
Mujer con gato, óleo de sus singularidades y diferencias, se trata de individuos que interactúan constantemente
sobre tela, 1875. Galería
entre sí. Estas interacciones pueden ser muy diversas e implicar también distintas motiva­
Nacional de Arte,
Washington, Estados ciones; a veces nos mueven más los sentimientos altruistas y de solidaridad; otras, en cam­
Unidos |© Latin Stock bio, nuestro egoísmo e interés personal, familiar o de grupo. Por eso no debe extrañarnos
México. que las relaciones con otros seres humanos puedan ser armoniosas y pacíficas, como tam­
bién tensas y conflictivas.
Es pertinente señalar que cuando hablamos de relaciones “armoniosas” o “conflictivas”
con los demás, no estamos presuponiendo que necesariamente las primeras sean siempre
positivas y las segundas negativas. Por ejemplo, en una comunidad racista, la búsqueda de
la armonía social puede llevar a compartir su racismo por simple conveniencia o comodi­
dad a pesar de que las costumbres establecidas impliquen grandes injusticias; en cambio, la
irrupción del conflicto puede surgir a partir de una crítica que cuestiona precisamente esas
costumbres injustas y trata de superarlas.
6 .2.2 el ser hum ano es un ser social

Ya en la Grecia antigua, Aristóteles había definido al ser humano como “un ser social y dis­
puesto por la naturaleza a vivir con otros”. Para este autor, el ser humano, si bien es un ser
racional, no puede realizarse plenamente fuera de la vida comunitaria; es decir, es a partir de
nuestra interacción con los otros que podemos desarrollar de manera óptima nuestras ca­
pacidades.
Pensemos, por ejemplo, en todas las cosas que hemos aprendido a lo largo de nuestra
vida. Aunque mucho es resultado de nuestro esfuerzo personal, siempre ha estado presen­
te ese vínculo social en el cual hemos crecido, primero dentro del seno familiar, después en
la escuela y en el espacio de trabajo. Y no sólo hemos aprendido “el conocimiento científico”,
sino también a conocernos a nosotros mismos, a comunicarnos con los demás, a apreciar
la música o un buen libro, a disfrutar de los amigos y a defender nuestros puntos de vista,
por mencionar sólo algunos aspectos. Dada la relevancia de lo social para el desarrollo del ser
humano, Aristóteles llegó a afirmar que la sociedad era anterior al individuo, entendiendo
con esto que éste sólo puede realizarse dentro de aquélla.
En el otro extremo temporal, el filósofo contemporáneo John Rawls también señaló, en
su libro L a justicia com o equ idad, “que los ciudadanos se conciben nacidos en la sociedad:
es en ella donde pasarán su vida entera. Los ciudadanos sólo acceden a ese mundo social
mediante nacimiento, y sólo con la muerte lo abandonan”. Nacemos en sociedad y es dentro
de sus instituciones donde pasaremos toda la vida; nuestro nacimiento está asentado en el
registro civil con el nombre que nos dieron nuestros padres y que, de no hacerse un juicio
para cambiarlo, nos acompañará hasta la muerte, la cual quedará también registrada en di­
cha institución. Asimismo, es dentro de una familia (o un orfanato) donde transcurrieron
nuestros primeros años de vida, en la escuela donde aprendimos a leer y escribir, y en algu­
na empresa o dependencia pública donde podemos trabajar.
Entonces, es a partir de las instituciones que interactuamos con los otros, tanto para de­
sarrollar los intereses que podamos tener en común como para conseguir nuestros propios
fines personales. Precisamente porque nuestras relaciones con los demás pueden ser conflic­
tivas, requerimos de acuerdos y normas que nos permitan organizamos en sociedad y resol­
ver esos posibles conflictos sin tener que recurrir al uso de la fuerza o, incluso, a la elimina­
ción física del otro.
La organización social ha sido diversa a lo largo de la historia; no es lo mismo la sociedad
esclavista de la Grecia antigua, que la sociedad aristocrática medieval o las actuales socie­
dades democráticas, pero la constante es que el individuo siempre existe en sociedad.

6 .2 .3 Dos concepciones sobre la relación individuo-sociedad

La relación individuo-sociedad se puede entender básicamente de dos maneras: privile­


giando el ámbito individual o el ámbito social. Ambas posiciones las podemos ejemplificar
con dos corrientes fundamentales del pensamiento político: el liberalismo y el comunitaris-
mo. Cada una de estas posiciones concibe de modo diferente la relación individuo-sociedad.

La concepción liberal

Si bien hay diversos tipos de liberalismo, en general podemos decir que para esta corriente de
pensamiento lo más importante son los individuos, los cuales se conciben como seres libres
que, aunque necesitan vivir en sociedad, son independientes y separados entre sí. La liber­
tad del individuo es entendida como autodeterminación, es decir, que él mismo construye
y escoge sus propias determinaciones. Por ello, la preocupación principal del liberalismo es
proteger al individuo de cualquier control o injerencia que se le quiera imponer en nombre
de otras personas o de la sociedad en su conjunto. En este sentido, se trata de una concep­
ción que defiende especialmente la autonomía individual y los derechos de los individuos
frente a toda posible autoridad.
El liberalismo es una doctrina ligada al desarrollo de la modernidad. Sus supuestos prin­
cipales vienen de los siglos x v i i y x v i i i , cuando emerge la oposición a las monarquías abso­
lutas y la defensa de la separación entre la Iglesia y el Estado, así como la exigencia de que todos
los hombres sean considerados iguales ante la ley y que existan leyes que limiten también el
poder de los gobernantes. Estas ideas estuvieron presentes en los principales movimientos
sociales de la época, entre los que destacan la Revolución francesa y la Independencia de Es­
tados Unidos.
Para el pensamiento liberal, la libertad del individuo es prioritaria; por ello, frente a cual­
quier tipo de autoridad, promueve la creación de leyes y el establecimiento de derechos de los
ciudadanos que deben ser respetados por todos. Otra tesis importante de esta concepción es
que el progreso técnico y m oral de la humanidad es el resultado de un constante debate y en­
frentamiento entre las ideas o los intereses diferentes que tienen los individuos, los cuales, in­
cluso, pueden ser contrapuestos. De esta manera, en todos los ámbitos sociales, como la eco­
nomía o el saber científico, la diversidad, la crítica y la competencia entre particulares son las
que impulsan el desarrollo. Por ello se rechaza cualquier sistema absolutista, unívoco, exclu-
yente de la diversidad, y, en consecuencia, se insiste en que las leyes y las normas que rijan
nuestras relaciones sociales sean tomadas por acuerdo y consenso entre todos.
Esta última tesis del liberalismo es especialmente importante porque señala que, si se res­
peta la libertad del individuo y el derecho de todos a autodeterminarse, siempre surgirán
diferencias y discrepancias en las relaciones sociales; antagonismos que, lejos de considerar­
se negativos, son vistos como promotores del desarrollo individual y colectivo. Incluso los
conflictos más severos representan una oportunidad para buscar acuerdos que lleven a una
mejor convivencia. Pensemos, como ejemplo, en las diferencias que puede haber dentro de
un grupo de amigos o de trabajo. El debate, la confrontación y la discusión ayudan a encon­
trar salidas aceptables para todos y a superar los problemas. En cambio, cuando se ocultan los
conflictos como si éstos no existieran, la mayoría de las veces explotan con costos muy al­
tos, como la pérdida de la amistad o de la relación laboral.
Uno de los principales representantes del pensamiento liberal clásico es el filósofo inglés
John Locke. En su obra Segundo ensayo sobre el gobierno civil, de 1690, sostiene la primacía
del individuo sobre la sociedad. Este autor parte de la idea de que, por naturaleza, todos los
hombres son libres y dueños de su persona y posesiones, pero que para vivir en sociedad tie­
nen que renunciar a parte de esa libertad. ¿Por qué deben renunciar a ella? Locke dice: “A
pesar de disponer de tales derechos [libertad y propiedad] en el estado de naturaleza, es muy
inseguro en ese estado el disfrute de los mismos, encontrándose expuesto constantemente a
ser atropellado por otros hombres. Siendo todos tan reyes como él, cualquier hombre es su
igual; como la mayor parte de los hombres no observan estrictamente los mandatos de la
equidad y de la justicia, resulta muy inseguro y mal salvaguardado el disfrute de los bienes
que cada cual posee en ese estado. Ésa es la razón de que los hombres estén dispuestos a aban­
donar esa condición natural suya que, por muy libre que sea, está plagada de sobresaltos y de
continuos peligros. Tienen razones suficientes para procurar salir de la misma y entrar vo­
luntariamente en sociedad con otros hombres que se encuentran ya unidos, o que tienen el
propósito de unirse para la mutua salvaguardia de sus vidas, libertades y tierras.”
De esta manera, para Locke, los hombres se unen en sociedad con el fin de preservar sus
propiedades que incluyen tanto su propia vida, como su libertad y sus posesiones. Del siglo
x v ii a la fecha se han discutido mucho estas ideas, incluso se ha llegado a conformar una co­
rriente nueva denominada neoliberalism o, entre cuyos principales representantes podemos
mencionar al filósofo contemporáneo Robert Nozick. Los siguientes puntos caracterizan
la postura del pensamiento liberal en la relación individuo-sociedad, en la que se privile­
gia al primero sobre la segunda:

1. El ser humano es libre; es decir, está sujeto sólo a su propia voluntad y no a la de otros.
2. El individuo es propietario de sí mismo, de sus capacidades y de lo que haga u obtenga con
ellas.
3. Las relaciones que establecen los individuos deben ser voluntarias.
4. La sociedad debe proteger la propiedad individual y las relaciones de intercambio que los
individuos establecen entre sí de manera voluntaria.

La concepción com unitarista

Hay diversos tipos de comunitarismos, aunque todos ellos se caracterizan por criticar la con­
cepción individualista que sostiene el pensamiento liberal. El comunitarismo surgió en la
década de los ochenta del siglo pasado, a finales de la guerra fría, cuando el liberalismo se
perfilaba como una teoría indiscutible. Sus antecedentes pueden rastrearse a lo largo de la his­
toria en autores como Karl Marx y Georg Wilhelm Friedrich Hegel, e incluso llegar hasta la
Grecia antigua.
Frente a la idea de la autodeterminación del individuo, que defiende la visión liberal, el
comunitarismo señala que toda persona está marcada por su pertenencia a determinados
grupos. Nacemos en ellos y sin ellos no seríamos quienes somos porque nuestra identidad

Millard Sheets, Vecindad,


óleo sobre tela, 1934.
Museo de Arte Americano
Smithsonian, Washington,
Estados Unidos |© Latin
Stock México.
se construye a partir de estos vínculos fundamentales. En este sentido, más allá de nuestros
gustos, el hecho de haber nacido o crecido en determinada familia o comunidad es lo que nos
hace ser lo que somos. Si nos preguntáramos cómo seríamos si hubiéramos estado vincu­
lados a otra familia o comunidad, tendríamos que concluir que seríamos otra persona.
A diferencia del liberalismo — que se plantearía preguntas como quién quiero ser o qué
quiero hacer de m i v id a, porque parte de la idea de la autodeterminación del individuo— ,
entre las preguntas vitales que se haría el comunitarismo están quién soy o de dón de proven­
go, porque parte de la idea de que nuestra identidad se define a partir del conocimiento de
dónde estamos ubicados, cuáles son nuestra relaciones y compromisos, con quiénes y con qué
proyectos nos sentimos identificados.
Esta gran diferencia de perspectivas en la relación individuo-sociedad se puede ejem­
plificar también con la propuesta de dos grandes clásicos de la filosofía: por un lado, Kant ca­
racteriza al sujeto ideal como uno autónomo; por el otro, Hegel plantea que la realización
del ser humano se encuentra en la integración de los individuos en su comunidad.
Un gran estudioso de Hegel, que es también uno de los principales representantes del
comunitarismo, es el filósofo canadiense Charles Taylor. En su libro Hegel y la sociedad
m odern a, señala: “Los escritos de Hegel constituyen uno de los intentos más profundos y
trascendentes para elaborar una visión de la subjetividad encarnada, del pensamiento y la
libertad surgiendo de la corriente de la vida, encontrando expresión en las formas de
la existencia social y descubriéndose a sí misma en relación con la naturaleza y la historia.”
En este pasaje se puede ver cómo un comunitarista reconoce la importancia de la obra
de Hegel, porque entiende que la libertad del ser humano es siempre situada, forma parte de
ciertas prácticas que compartimos con otros. Por ello, una de las principales críticas del co­
munitarismo al pensamiento liberal es su visión atom ista de la sociedad; es decir, que los
liberales entiendan a la sociedad como una simple suma de individuos que actúan para al­
canzar sus propios fines, como si antes del individuo no existiera nada.
Para un comunitarista, esta concepción liberal no toma en cuenta que los individuos só­
lo pueden crecer y autorrealizarse dentro de un determinado contexto, que no son autosu-
ficientes y que siempre requieren de la ayuda y el vínculo con otras personas. En fin, que los
individuos no viven en el vacío, sino que lo hacen siempre dentro de un ambiente social y
cultural particular que los constituye.
En este sentido, para la visión comunitarista, la historia de nuestras vidas se inscribiría
dentro de una historia más amplia, que es la historia de nuestras comunidades, perspectiva
que nos proporciona un panorama muy diferente de la visión liberal. Podríamos preguntar­
nos cómo vemos nuestra historia personal. Con seguridad, además de los esfuerzos y de­
cisiones personales con las que hemos construido nuestras vidas, siempre habrá vínculos
sociales que nos marcaron, que situaron nuestra libertad. Por ejemplo, podríamos compa­
rar la vida, las aspiraciones y los proyectos que tienen las personas a quienes les tocó vivir de
cerca y sobrevivieron el terremoto de la ciudad de México en 1985 o el tsunami asiático en
2004, con aquellas a las que no.

6 .2 .4 M ás a llá de la polém ica liberalism o-com unitarism o

La polémica liberalismo-comunitarismo es muy amplia. Por lo que se refiere a la relación in­


dividuo-sociedad, cada una de estas visiones ofrece una perspectiva distinta para pensar la
relación con los otros. Tanto desde el planteamiento de la autodeterminación (que privilegia
al individuo) como desde el de la libertad situada (que enfatiza el ámbito social) podemos
explicar nuestra interacción con los demás.
Ha habido diversos intentos por tratar de reconciliar o superar ambas posturas, como es
el caso del pensamiento republicano contemporáneo. Al igual que el liberalismo y el comu-
nitarismo, hay distintos tipos de republicanismos, pero en general se puede definir como una
concepción política que se inspira en el ideal de la república, entendiendo por ella una co­
munidad política de ciudadanos soberanos fundada tanto en el derecho como en el bien
común. Es decir, recupera algunos elementos del liberalismo, como la defensa de los derechos
del individuo y el combate a la tiranía, pero también algunos elementos del comunitaris-
mo en la medida en que los intereses individuales deberían coincidir — o al menos no
contraponerse— con los intereses de la colectividad de la que se forma parte.
Por una parte, en el liberalismo podemos ubicar la pretensión de distinguir tajantemen­
te las esferas de lo público y lo privado, lo político y lo personal, en donde los individuos de
alguna manera preexisten a cualquier organización social, por lo que se reclama la menor in­
terferencia del Estado y que la política para el bien común reconozca un límite infranqueable
en los derechos individuales. Del comunitarismo, por otra parte, se destaca una preocupa­
ción prioritaria por las políticas a favor del bien común que puede justificar incluso el des­
plazamiento de los derechos individuales fundamentales en nombre del interés general y,
básicamente, que la guía para la toma de decisiones futuras se encuentra en el pasado, en los
orígenes de la comunidad a la que se pertenece.
El republicanismo se distinguiría de ambas posiciones extremas, pero recuperaría algu­
nos de sus principales aciertos. Por el lado del liberalismo, si bien se cuestiona la separación
de lo público y lo privado, así como la preeminencia del individuo sobre la sociedad, el in­
dividuo debería seguir jugando un papel crucial en tanto problema público, no privado. De
hecho, la salud pública del Estado depende de ciertas cualidades del ciudadano. Por el lado
del comunitarismo, si bien cuestiona el énfasis puesto en la tradición y el pasado, recupera
la visión social del individuo y la necesidad de reconocer las identidades culturales diversas.
Ejercer el poder con el fin de lograr el interés común, conformar la voluntad soberana de
acuerdo con reglas, y obrar por el bien común en la medida en que todos se consideran igua­
les entre sí, son algunos de los rasgos fundamentales del republicanismo contemporáneo. Su
tesis central radica en que la virtud cívica de los ciudadanos, entendida como la disponibili­
dad y capacidad de servir al bien com ún— virtud cívica que no es entendida como sacrificio
o renuncia por parte de los individuos— , es el fundamento de un gobierno republicano. Ya
para los republicanos florentinos del siglo x v , la virtud cívica es el fundamento de la vida pri­
vada, lo que la hacía placentera y segura; para Maquiavelo, los ciudadanos republicanos
aman vivir en libertad y por ello sirven al bien común, porque quieren gozar en paz de la vi­
da privada. En este sentido, los ciudadanos virtuosos no sacrifican nada; por el contrario, al
pensar en los intereses privados y en los públicos estarían acrecentando ambos. Como lo ha
señalado Maurizio Viroli, la virtud cívica es una virtud para hombres y mujeres que desean
vivir con dignidad, y que saben que no se puede vivir con dignidad en una comunidad co­
rrupta, por eso hacen lo que pueden (cuando pueden) para colaborar en la construcción de
una libertad común, como practicar su profesión con conciencia, vivir la vida familiar con
base en el respeto recíproco, asumir los deberes cívicos sin que ello implique tener que ser
dóciles, ser capaces de movilizarse para impedir la aprobación de una ley considerada injus­
ta o para presionar a un gobernante a enfrentar algún problema de interés común, ser activos
en diversos tipos de asociaciones, así como buscar entender, conocer y discutir el desarrollo
de la política nacional e internacional.
6 .3 po d er , esta d o de d er ech o y d er ech o s h u m a n o s

Puede ser que al hablar de poder tengamos, en un inicio, una actitud de rechazo, porque
normalmente vinculamos este término con la autoridad y la falta de libertad. Sin embargo,
el poder es diversificado, atraviesa la sociedad entera y nos constituye socialmente. De he­
cho, no sólo lo padecemos, sino que también lo ejercemos todos los días.
Qué se entiende por poder y cuáles son sus principales formas, cuál es el fundamento de
este poder y por qué es tan relevante para nuestra vida y para la sociedad, son un par de in­
terrogantes que, en tanto individuos que interactuamos constantemente y en distintos
niveles con otros, necesitamos aclarar para organizar nuestra vida en común y saber lo que
podemos y lo que no podemos hacer, así como lo que podemos y lo que no podemos espe­
rar de los otros.

6.3.1 Definición de poder

El concepto de poder se ha entendido de diversas maneras, pero en general y en primera


Gerard Dou, La mujer instancia se entiende como la capacidad que tiene alguien para hacer u obtener determina­
hidrópica, óleo sobre
dos resultados. Esta concepción se denomina subjetivista, debido a que se centra en ciertas
madera, 1663. Museo del
Louvre, París, Francia | características propias del sujeto. Por ejemplo, gracias a nuestra capacidad de caminar es
© Latin Stock México. que tenemos el poder de trasladarnos a algún lugar que queremos.
Sin embargo, en la filosofía contempo­
ránea el concepto de p od e r refiere a cierto ti­
po de relaciones en las que alguien obtiene
de otra persona un com portam iento que,
fuera de esa relación, no realizaría. Esta con­
cepción se denomina relacional en tanto se
centra en la relación que hay entre dos suje­
tos. Como ejemplo podemos mencionar la
relación médico-paciente: si estamos enfer­
mos y queremos curarnos, seguramente se­
guiremos las indicaciones que el médico nos
da; así, se dice que los médicos ejercen un
poder sobre sus pacientes.
En esta concepción, el concepto de po­
der está ligado negativamente con el concep­
to de libertad. Como ha señalado el filósofo
italiano contemporáneo Norberto Bobbio en
su libro Estado, gobierno y sociedad, los con­
ceptos de poder y de libertad pueden ser de­
finidos uno mediante la negación del otro:
“El poder de A implica la no-libertad de B”, y
“La libertad de A implica el no-poder de B”.
Siguiendo este ejemplo, podemos decir que
el poder del médico implica la no-libertad del
paciente. Sin embargo, se debe recalcar que es
sólo dentro de esa relación, es decir, presupo­
niendo que el paciente quiere curarse; fuera
de esa relación, el médico no tendría poder.
Las relaciones de poder no sólo son verticales, como la antes mencionada y a la que po­
demos añadir otras del mismo tipo, como las relaciones padre-hijo, profesor-alumno, jefe-
empleado o gobernante-gobernado. Las relaciones de poder tam bién pueden ser h ori­
zontales, es decir, entre iguales, como entre hermanos y amigos, o con la pareja. ¿Cuántas
veces no hemos hecho cosas para nuestros hermanos, amigos o pareja, que fuera de esa re­
lación no habríamos hecho? ¿Cuántas veces ellos no han hecho lo mismo?

6 .3 .2 Form as del poder

Una vez definido qué se entiende por poder, podemos ver sus principales formas. Como en
muchos otros temas, desde la Grecia antigua se han distinguido de diversas maneras las for­
mas en que se ejerce el poder. Nos centraremos en la clasificación que hicieron los juristas me­
dievales y que sigue vigente para las sociedades contemporáneas. El criterio que propusieron
para distinguir las principales formas del poder son los medios utilizados para su ejercicio.
De esta manera, si el poder es una relación, el criterio para distinguir sus diversas formas es
el medio que utiliza el que ejerce el poder para obtener del otro un determinado comporta­
miento que, fuera de esa relación, no realizaría.
Los medios que se utilizan para ejercer el poder son básicamente tres: la riqueza, el saber
y la fu erza. A cada uno de ellos corresponde una forma de poder específica: el poder econó­
mico a la riqueza, el poder ideológico al saber y el poder político a la fuerza. Retomando al­
gunos de los ejemplos mencionados, los podemos organizar de acuerdo con sus formas. Un
ejemplo de poder económico es la relación jefe-empleado: el jefe utiliza la riqueza y el emplea­
do trabaja por un sueldo. Un ejemplo de poder ideológico es la relación médico-paciente: el
médico utiliza el saber porque sabe lo que hay que hacer para que el paciente se cure, y éste
sigue sus indicaciones. Finalmente, un ejemplo de poder político es la relación gobernante-
gobernado: el gobernante amenaza con utilizar la fuerza porque puede sancionar a quienes no
cumplen con las obligaciones que marca la ley, como es el caso del pago de los impuestos.
Las relaciones de poder instituyen y mantienen desigualdades en la sociedad, en el senti­
do de que, en cada relación, el ejercicio del poder de uno implica la no-libertad del otro. Con
las formas del poder se pueden distinguir desigualdades específicas, es decir, que la sociedad
se divide en ricos y pobres, sabios e ignorantes, y fuertes y débiles. Estas desigualdades, en
general, estructuran a la sociedad y pueden llegar a ser muy problemáticas.

6 .3 .3 Fundam ento del poder político

Entre las tres formas de poder, al político se le ha considerado el poder supremo y el que dis­
tingue al grupo dominante en cada sociedad, porque es la forma que posee el instrumento
decisivo para llegar a imponerse: la fuerza. De hecho, toda sociedad necesita del poder de la
fuerza tanto para defenderse de posibles ataques externos como para impedir la propia des­
integración interna.
Uno de los autores clásicos que reflexionó sobre la necesidad del poder político fue Tho-
mas Hobbes. Para este filósofo del siglo x v ii , el poder político es el que se encarga, precisa­
mente, de dar protección y seguridad a los miembros de una sociedad, lo que permite, a su
vez, el desarrollo de todas las actividades humanas, como la industria, el cultivo de la tierra,
el comercio, los viajes y el conocimiento, por mencionar algunos de los más relevantes. En
este sentido, se reconoce el lado positivo, constructivo, que tiene el poder político en la vida
de una sociedad.
Pero no cualquier uso de la fuerza caracteriza al poder político. ¿Cuál sería la diferencia
entre una banda de asaltantes y el poder político? Además de que la primera busca sólo su
propio interés y la segunda el de la sociedad en su conjunto, la fuerza que caracteriza a este
último no es cualquier tipo de fuerza, pues ésta es o debe ser legítima, es decir, debe tener una
justificación. Esta justificación es de la que emana precisamente el carácter obligatorio de
sus mandatos y que, cuando éstos no sean cumplidos, se pueda recurrir al uso de la fuerza.
En este sentido, la diferencia entre alguien que entrega su dinero a una banda de asaltantes
y otro que paga sus impuestos a la Secretaría de Hacienda, es que el poder que ejerce esta úl­
tima tiene una justificación social con base en la cual se considera una obligación el manda­
to de que las personas económicamente activas paguen impuestos de acuerdo con ciertas
reglas preestablecidas (y que, en caso de no cumplirse, ameritará una sanción).
De esta manera, tenemos que el poder político es aquel que logra condicionar el compor­
tamiento de los miembros de una sociedad, emitiendo mandatos que son normalmente obe­
decidos porque se consideran una obligación. Decimos “normalmente” porque nunca falta
aquel que pretende no cumplir con las disposiciones establecidas, a pesar de que se ve bene­
ficiado por la observancia que hacen los demás. Es en estos casos donde el poder político
puede utilizar legítim am ente la fuerza para sancionar.

Principios de legitim idad

A lo largo de la historia se han formulado diversos principios de legitimidad del poder po­
lítico, entre los que destacan la voluntad de Dios y la voluntad del pueblo: con la primera se
justificó, en las antiguas monarquías, el derecho divino que tenían los reyes de mandar; con
la segunda, expresada actualmente en los procesos electorales, se justifica el derecho de los
elegidos a mandar en los gobiernos democráticos. Por eso los procesos electorales son tan
importantes en países que, como el nuestro, tienen un régimen democrático, porque en el­
los se define quiénes tendrán la legitimidad de mandar y ser obedecidos.
Entre los diversos principios de legitimidad del poder político nos detendremos breve­
mente en la formulación hecha por uno de los principales sociólogos de la segunda mitad del
siglo x ix : Max Weber. Este autor planteó que el poder político sólo llega a ser efectivo si es le­
gítimo; es decir, que una au toridad puede — por medio de la emisión de mandatos que nor­
malmente son obedecidos— condicionar el comportamiento de los miembros de su comu­
nidad sólo porque éstos consideran que el contenido de los mismos es una máxima a seguir.
¿Por qué pueden llegar a considerar esto? Weber encuentra tres razones básicas: la creencia en
las dotes extraordinarias del jefe, la creencia en la santidad de las tradiciones y la creencia
en la racionalidad del com portam iento de acuerdo con la ley.

Tipos de p o d e r político

A cada una de las razones por las cuales los m iem bros de una comunidad obedecen los
mandatos emitidos por la autoridad le corresponde un tipo de poder político: el poder ca-
rismático es el que sustenta su legitimidad en las dotes extraordinarias del jefe; el poder
tradicional, en la santidad de las tradiciones que señalan quién debe ejercer el poder; y el
poder legal, en la racionalidad de las leyes establecidas que indican quién tiene derecho a
mandar. Pensemos, por ejemplo, en un caudillo carismático como Emiliano Zapata o Fran­
cisco Villa en el periodo de la Revolución mexicana, en un Consejo de Ancianos de alguna
comunidad indígena del país, y en el presidente de México, respectivamente. Los tres tipos
de poder político se dan normalmente de manera combinada en el mundo real. Por ejem­
plo, en el caso del presidente de la República Mexicana, además de las disposiciones legales
que rigen el proceso de elección, normalmente en las campañas que realizan los candidatos
con el fin de que la gente vote por ellos se preocupan por verse carismáticos (llegan a destinar
grandes recursos para cambiar su “imagen”) y se presentan como personas orgullosas de la
historia nacional y de las costumbres.
Aunque en la realidad podamos ver cierta combinación de las tres formas de poder se­
ñaladas por Weber, es importante distinguirlas porque, a pesar de ello, lo que caracteriza a
las actuales democracias es que son del último tipo, es decir, el poder político es fundamen­
talmente un poder legal: la legitimidad de la autoridad descansa en la creencia de que es ra­
cional comportarse conforme a la ley, la cual establece quién tiene derecho a mandar.

6 .3 .4 Definición de estado de Derecho

El poder político ha variado a lo largo de la historia. La comunidad política de la Grecia an­


tigua era la polis, entre los romanos la civitas, y entre los medievales el regnum o imperium.
El término Estado surge en el siglo x v i para designar al poder político que va a caracterizar a
la modernidad. A diferencia de otros periodos históricos, el poder político de la modernidad
está distribuido en diversas instituciones (como sucede en nuestro país con el Poder Ejecutivo,
el Poder Legislativo y el Poder Judicial), tiene el monopolio de la fuerza legítima dentro de
un determinado territorio (la República mexicana) y sobre su población (las personas que ahí
viven), la cual comparte un conjunto de ideas políticas plasmadas en una constitución po­
lítica (la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos).
Al Estado cuya autoridad es ejercida en el marco de las leyes positivas se le llama Estado
de Derecho. El poder político se caracteriza por utilizar la fuerza legítima como medio para
su ejercicio; en un Estado de Derecho el uso de la fuerza pública está regulado por leyes es­
critas que especifican hasta dónde y cómo le es permitido al Estado utilizar esa facultad. Las
leyes escritas limitan al Estado y, si en un determinado momento se necesitara ampliar o m o­
dificar sus facultades, se debería previamente modificar las leyes que lo regulan.
Las leyes que limitan al Estado deben ser producto de un proceso también legítimo. Es
decir, la forma en que se hacen las leyes que rigen al Estado se debe apegar, a su vez, a un pro­
cedimiento socialmente avalado y reconocido como correcto. En México, el Poder Legislati­
vo — conformado por las Cámaras de Diputados y Senadores— se encarga de hacer las leyes.
Esto está establecido en nuestra Constitución y por ello es reconocido por los ciudadanos
como correcto. Los procedimientos por los cuales este poder elabora las leyes también están
regulados, de tal manera que toda propuesta o modificación a la ley debe ser presentada y
discutida por ambas Cámaras, que conforman el Congreso de la Unión. Si la modificación
a determinada ley es aprobada, debe pasar después por el Poder Ejecutivo; si éste también la
aprueba, entonces se publica en el D iario O ficial de la Federación para que entre en vigor. Es
necesario aclarar que no todas las leyes tienen el mismo peso, por lo que la reglamentación
al respecto puede variar. Pero cuando se trata de leyes fundamentales, las dos Cámaras de­
ben aprobarlas; en el caso de leyes federales deben incluso pasar por la aprobación de los
poderes legislativos de los estados de la República.
Uno de los más reconocidos juristas del siglo pasado, Hans Kelsen, señaló en su libro
T eoría general del derecho y del Estado, que “el derecho es creado por el Estado únicamente
en cuanto emana de un órgano estatal, esto es, en cuanto es creado de acuerdo con el dere­
cho. La afirmación de que el derecho es creado por el Estado significa simplemente que el
derecho regula su propia creación”.
En la creación de las leyes se distinguen dos situaciones muy distintas. La primera es la
que involucra el establecimiento de un nuevo orden social, el cual descansa en un acuerdo
lo suficientemente grande y general como para que el conjunto de la sociedad lo considere
aceptable. No es fácil construir un acuerdo con estas características. Regularmente es pro­
ducto de un gran conflicto en la sociedad, que incluso puede llegar a desembocar en una
guerra civil. Cuando dicho conflicto se resuelve es porque la sociedad ha logrado conformar
un pacto, un gran acuerdo, que normalmente se institucionaliza en una constitución en donde
quedan establecidas las leyes que regirán la nueva vida social.
Como ejemplo recordemos lo que sucedió en México a principios del siglo xx : diversos
grupos de la sociedad desconocieron el orden establecido por Porfirio Díaz, se levantaron
en armas e iniciaron la Revolución mexicana. Como resultado de ese conflicto se estableció en
1917 una nueva constitución, la cual representa el acuerdo general al que llegaron los gru­
pos vencedores. Esa constitución es la que sigue vigente hoy.
La segunda situación se da después de la creación de una constitución y se refiere a los pe­
riodos en que se reforman las leyes. En ellos, el Estado, que se concibe como una institución
legítima, hace las modificaciones y adecuaciones que se consideran necesarias a la constitu­
ción ya establecida. De esta manera, si bien toda ley es fruto de un acuerdo social anterior,
no por ello es considerada siempre justa. Por eso todo Estado de Derecho debe tener la capa­
cidad de cuestionar y transformar las leyes que, con el paso del tiempo, pueden llegar a ser
consideradas injustas. Entre las grandes reformas realizadas a la Constitución de 1917 se
pueden m encionar las modificaciones al Artículo 3, estableciendo, primero, la obligatorie­
dad de la educación a nivel de primaria y, posteriormente, la que extendió dicha obliga­
toriedad hasta la secundaria.

6 .3 .5 ¿E s necesario un estado de Derecho?

John Locke, filósofo inglés del siglo x v i i , justificó la necesidad de un Estado en los siguientes
términos: los conflictos que surgen entre los individuos requieren de una figura externa ca­
paz de juzgar de manera imparcial la situación, es decir, una figura que no haga distinciones
entre las personas y que aplique la misma ley para todos. Así, ante un mismo agravio, esta fi­
gura aseguraría la impartición de un mismo castigo siempre, evitando así la parcialidad y la
arbitrariedad.
En este sentido, es necesario un Estado en el que se cumplan las leyes a cabalidad; de otra
manera, la convivencia social sería imposible, cada quien se haría justicia por su propia ma­
no y habría enfrentamientos constantes entre unos y otros. A esto hay que agregar que, en un
Estado de Derecho, el cumplimiento de las leyes no sólo es para los ciudadanos, sino tam­
bién para el Estado mismo. Si éste no ejerciera su autoridad basado en leyes legítimas, en­
tonces cualquier grupo social tendría el derecho a desacatar su autoridad y rebelarse, como
sucedió en la Revolución mexicana. En otras palabras, una condición mínima de la existen­
cia de un Estado es cumplir a cabalidad con las leyes legítimas que éste se impone. Por ello, al
Estado de Derecho se lo asocia con la idea del imperio de las leyes: éstas deben ser respetadas
y acatadas por todos, tanto por gobernantes como por gobernados.
Las leyes están escritas para que sean claras y puedan ser conocidas por todos. Gracias a
que son públicas, nadie puede argumentar su ignorancia como excusa para no asumir la res­
ponsabilidad de sus actos. Por eso es importante conocer las leyes que nos rigen, ya que, al
ser públicas, se deben aplicar a todos por igual, sin ningún pretexto. Que las leyes deben ser
además legítimas quiere decir que deben tener aceptación pública, es decir, ser convenidas
y escritas mediante un proceso que toda la gente pueda reconocer como correcto. Tenemos
así que las leyes deben ser positivas y legítimas; de estas dos características es, precisamente,
de donde surge su carácter obligatorio.
El filósofo alemán Immanuel Kant planteó que una voluntad se somete a la ley, sólo si
ella misma es la legisladora; en otras palabras, sólo si participa en la creación de esa ley. Esta
participación puede ser de diversos tipos y ha variado a lo largo de la historia. Actualmente,
en el caso de México, es a partir de la elección de representantes en las dos Cámaras que se
conforma el Poder Legislativo; en esta elección pueden participar todos los mexicanos que
tengan mayoría de edad.

6 .3 .6 Los derechos hum anos

Si bien las leyes y las sociedades cambian a lo largo de la historia, hoy en día hay un conjunto
de derechos considerados fundamentales y que se conocen como derechos hum anos. La
consideración de fundamentales se refiere a que ninguna ley debería atentar contra ellos. Eugene Delacroix,
El antecedente directo de estos derechos es la Declaración de los Derechos del Hombre y del La libertad guiando al
pueblo, óleo sobre tela,
Ciudadano — producto de la Revolución francesa de 1789— , en la que se declaró que to­
1830. Museo del Louvre,
dos los hombres nacen y permanecen libres e iguales y que el fin de toda asociación política París, Francia |© Latin
es el de mantener y resguardar sus derechos naturales e imprescindibles. Stock México.
Sin embargo, la importancia que tienen en nuestros días los derechos humanos surge en
1948, cuando la Organización de las Naciones Unidas ( o n u ) promulga la Declaración Uni­
versal de los Derechos Humanos en respuesta a las atrocidades cometidas durante la se­
gunda guerra mundial en contra de la vida y dignidad humanas, como fue el caso del trato
inhumano, el uso para experimentos médicos y el exterminio de prisioneros en los campos
de concentración nazis. Recordemos que la onu se crea a raíz de la segunda guerra mun­
dial, con el fin de que los conflictos internacionales se puedan resolver de manera política y,
con ello, evitar nuevos enfrentamientos armados.
En la conformación de los derechos humanos como los conocemos hoy en día, destacan
dos convenios internacionales promulgados en 1976 y que amplían la Declaración de 1948:
el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales.
En la formulación de los derechos humanos se pueden distinguir tres generaciones:

a] Prim era generación. Los derechos están vinculados directamente a las ideas que impulsa­
ron la Revolución francesa y la Independencia de Estados Unidos. Están influidos bási­
camente por las teorías liberales que defienden los derechos de los individuos, entre los
que destacan, principalmente, el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de
religión, así como el derecho a la libre expresión de las ideas. Entre estos derechos se en­
cuentra también la no discriminación por motivos raciales o de género, así como el de­
recho a la igualdad ante la ley.
b ] Segunda generación. Los derechos están relacionados con la tradición socialista francesa
de principios del siglo x i x y con los subsecuentes movimientos revolucionarios que se pre­
sentaron en Europa y en el mundo. En gran medida, estos derechos surgen como un inten­
to por frenar los abusos del capitalismo en desarrollo que explotaba a los trabajadores, por
lo que se centran en garantizar un nivel de vida aceptable para todos (lo que exige una par­
ticipación más activa del Estado para hacerlos cum plir). Entre estos derechos se en­
cuentran el derecho al trabajo en condiciones equitativas y satisfactorias, el derecho a la
protección contra el desempleo, el derecho a la salud y a la educación.
c] Tercera generación. Los derechos están ligados a los reclamos de los países en desarrollo en
relación con la distribución global del poder y la riqueza, así como a la incapacidad de los
Estados contemporáneos para resolver los graves problemas que surgen como consecuen­
cia de desastres naturales o de guerras. Entre estos derechos se encuentran el derecho a la
autodeterminación política, económica y social de los diversos países, así como el derecho
a la paz y al socorro humanitario ante desastres naturales.

Para concluir, hay que señalar que estos derechos considerados fundamentales, y que han
sido el fruto de largas luchas sociales en todo el mundo, son, lamentablemente, violados con
frecuencia. Por un lado, a nivel mundial, a pesar de los esfuerzos de la onu , la guerra sigue
siendo un mal que, de manera lacerante y cotidiana, aqueja a la sociedad internacional. Por
el otro, a nivel local, en el caso de México, aunque muchos de los derechos estén contempla­
dos en nuestra Constitución, no siempre son una realidad para todos los mexicanos. Por eso
no es suficiente el reconocimiento de los derechos y que éstos estén plasmados en las leyes, ya
sean nacionales o internacionales. Se necesitan también mecanismos y estrategias que ga­
ranticen su cumplimiento, sin ninguna distinción, para todos los miembros de la sociedad
o de la humanidad.
6 .4 c iu d a d a n ía , p l u r a l is m o y d e m o c r a c ia

La palabra dem ocracia se usa con frecuencia para expresar una exigencia, una demanda de
que en la toma de decisiones sociales se considere la opinión de todas las personas que son
o serán afectadas por dicha decisión. Si bien es un término propio del ámbito político, su
uso se ha extendido a otros espacios, por lo que no es extraño que, cuando alguien toma una
decisión que afecta a otros sin consultarlos, se llegue a decir que dicha persona es autorita­
ria y no democrática. Así, la palabra democracia y su negación se han vuelto adjetivos uti­
lizados no sólo para las autoridades políticas, sino en general para cualquier persona que toma
una decisión que tiene consecuencias en otros.
Es importante conocer la definición de democracia y cómo está íntimamente ligada al Es­
tado de Derecho y a la defensa de los derechos humanos, a la participación ciudadana y al
pluralismo, y que, a pesar de ser hasta ahora la mejor forma de gobierno conocida, también
tiene sus problemas.

Jean Veber, Jean Jaurés


6.4.1 Form as de gobierno hablando en la tribuna de
la Cámara de Diputados,
óleo sobre tela, 1903.
El concepto de dem ocracia se usa propiamente para una determinada estructura de poder
Museo Carnavalet,
político, es decir, una forma de gobierno. Ya desde la antigua Grecia se distinguían diversas París, Francia |© Latin
maneras de gobernar y una de ellas era, precisamente, la p oliteia o democracia. Tomando en Stock México.
cuenta el número de personas que ejercen el poder, Aristóteles planteó tres formas de gobier­
no: la monarquía, cuando una sola persona detenta el poder político; la aristocracia, cuando
un pequeño grupo tiene el poder político; y, por último, la politeia, cuando muchos — la
mayoría— ejercen el poder político.
Para Aristóteles no sólo era importante distinguir las formas de gobierno de acuerdo con
quiénes gobiernan (si uno, pocos o muchos), sino también cóm o lo hacen, es decir, si lo ha­
cen bien o mal. ¿Cómo hacer esta última distinción? Teniendo presente el fin que todo go­
bierno debe tener: alcanzar el bien común. Así, el criterio para distinguir cuándo una forma
de gobierno es buena o mala se refiere al tipo de interés que persigue el gobernante: el social
o el individual. Las formas buenas serían aquellas en las que el poder se aplica en la búsqueda
del interés común; las formas malas, aquellas en las que el poder se ejerce para alcanzar inte­
reses propios. Estas últimas son consideradas formas corruptas o degeneradas porque van en
contra del fin que debe tener todo gobierno; en ellas el poder político se desvía de su objetivo
principal que debe ser, como dijimos, el bien común.
De esta manera, en Aristóteles, el gobierno de uno se llama monarquía cuando es bueno,
y tiranía cuando es malo, porque ve sólo por los intereses del monarca; el gobierno de pocos se
llama aristocracia cuando es bueno, y oligarquía cuando es malo, porque persigue sólo los in­
tereses de unos pocos, que son los ricos; y, el gobierno de muchos se llama p oliteia cuando
es bueno, y democracia cuando es malo, porque sólo busca los intereses de la mayoría (no de
todos) que son los pobres. Es de destacar que, para Aristóteles, entre estas dos últimas for­
mas de gobierno hay una mínima diferencia que es precisamente la que puede haber entre
todos y la mayoría; en cambio, entre la monarquía y la tiranía es donde la diferencia es ma­
yor por ser la que hay entre los intereses de todos y el de uno.
Si bien la clasificación aristotélica de las formas de gobierno ha sido una de las más im ­
portantes, a lo largo de la historia se han elaborado otras tipologías. Entre las propuestas con­
temporáneas es de mencionar la clasificación hecha por Hans Kelsen, que comprende sólo
dos tipos de gobierno: la autocracia y la democracia. Para este jurista, el único criterio rigu­
roso para distinguir los tipos de gobierno es la manera en que una constitución regula la pro­
ducción y modificación del ordenamiento jurídico que caracteriza a un Estado de Derecho.
Sólo existen dos maneras de producir dicho ordenamiento: desde “arriba” o desde “abajo”.
Decimos desde arriba cuando los destinatarios de las normas no participan en su creación; y
desde abajo, cuando sí lo hacen.
Para Kelsen, sólo en este último caso los miembros de una sociedad son libres, porque son
ellos mismos los que establecen el ordenamiento social y lo que se debe hacer en él; en este
sentido, lo que quieren y lo que deben hacer coincide. A diferencia de la democracia, en donde
el orden legal del Estado se identifica con la voluntad de los miembros de la sociedad, la au­
tocracia se caracteriza por la servidumbre. Esto se debe a que en una autocracia los miem­
bros de la sociedad están excluidos de la creación del ordenamiento jurídico, que fija lo que
se debe hacer sin importar qué es lo que ellos quieran.

6 .4 .2 Dem ocracia

A pesar de sus diferencias, tanto en Aristóteles como en Kelsen los tipos de gobierno depen­
den de quiénes pueden participar en la toma de decisiones que afectan a toda la sociedad.
Por eso, el filósofo italiano Norberto Bobbio propuso, en su libro El futuro de la dem ocracia,
la siguiente definición mínima de esta forma de gobierno: “Por régimen democrático [se en­
tiende primeramente] un conjunto de reglas procesales para la toma de decisiones colectivas
en el que está prevista y propiciada la más amplia participación posible de los interesados.”
En este conjunto de reglas que caracteriza a la democracia destacan las siguientes:

1. Todo ciudadano con mayoría de edad, sin ningún tipo de distinción, tiene derecho, por
medio del voto, de expresar su opinión o elegir a quien la exprese por él.
2. El voto de todos los ciudadanos tiene el mismo peso.
3. Los ciudadanos tienen la libertad de votar según su opinión formada lo más libremente
posible, es decir, a partir de una competencia libre entre grupos políticos organizados.
4. El voto debe ser una elección, es decir, debe haber alternativas reales.
5. El principio de mayoría numérica rige para las deliberaciones colectivas y para las elec­
ciones.
6. Las decisiones tomadas por mayoría no deben limitar los derechos de las minorías, princi­
palmente el derecho de volverse, bajo las mismas condiciones, mayoría.

Sobre estas reglas es importante hacer algunas observaciones. Con relación a la primera,
que establece quiénes pueden participar, es necesario hacer dos señalamientos. Primero, así
como la democracia es un logro histórico fruto de diversas luchas sociales, el establecimien­
to de quiénes pueden participar en ella también ha variado históricamente a partir del
reconocimiento paulatino de diversos sectores que habían sido excluidos. Si bien cada país
ha tenido su propio desarrollo, del caso de México podemos poner los siguientes ejemplos: es
en 1953 cuando se otorga el derecho al voto a las mujeres y en 1969 cuando se concede la
ciudadanía a todos los mexicanos mayores de 18 años. Segundo, si bien una democracia se
caracteriza por la mayor participación posible de los miembros de una sociedad, no pueden
participar todos. En este sentido, lo que se podría llamar om nicracia (el gobierno de todos)
sería sólo un ideal que nadie ha propuesto, ya que implicaría que todos — incluidos, por
ejemplo, los niños— pudieran participar en igualdad de condiciones.
En relación con la regla tres, es importante destacar cómo ésta establece la libertad de los
ciudadanos no sólo para votar, sino también para estar informados de las alternativas que es­
tán compitiendo. Esta regla toca un punto crucial en los procesos democráticos, ya que se re­
quiere que las diversas propuestas lleguen libremente a los ciudadanos, para que ellos, a su vez,
formen su opinión sobre los mismos con toda libertad y escojan la opción que consideren me­
jor. Aquí es donde se juega gran parte de las elecciones, por lo que el papel que desempeñan
los medios masivos de comunicación es tan importante y no deben sorprender, por ejemplo,
las grandes discusiones que se dan al respecto en nuestro país en cada proceso electoral.
Por último, la regla seis establece que, si bien la toma de decisiones es por mayoría, nin­
guna de sus decisiones puede atentar contra los derechos de las minorías, entre ellos, precisa­
mente, el de seguir participando libremente en la política y tener la posibilidad de volverse, en
un futuro, mayoría. ¿Qué quiere decir esto? Que hay cosas que no pueden estar a discusión,
que no pueden ponerse a votación de la mayoría, como los derechos fundamentales, inalie­
nables, que todo gobierno debe respetar.
La democracia tiene sentido sólo en un Estado de Derecho en el que se respeten plena­
mente los derechos humanos. Si no fuera así, la participación ciudadana y los procesos elec­
torales que caracterizan a esta forma de gobierno se volverían una farsa con la que se justifi­
ca la imposición de algún grupo en el poder.

6 .4 .3 c iu d a d a n ía y pluralism o

Una característica propia de las democracias contemporáneas es el pluralismo. Ubicado en­


tre dos extremos en los que se encuentran, por una parte, los individuos y, por la otra, el
Estado, el pluralismo reivindica la importancia de los grupos sociales. Sin embargo, hay que
aclarar que democracia y pluralismo son dos conceptos distintos que no siempre han estado
ligados. La democracia se opone a la autocracia, a la dictadura; en cambio, el pluralismo se
opone a la m onocracia, al totalitarismo. Por ello, en un breve recorrido histórico, podemos
encontrar una sociedad democrática y no plural, como la república de Rousseau; una socie­
dad no democrática y plural, como la feudal; y una sociedad no democrática y no plural,
como la monarquía absoluta. Pero aquí interesan las sociedades contemporáneas que se
caracterizan por ser democráticas y plurales al mismo tiempo.
Si bien hay diversos tipos de pluralismos, los modernos que están ligados a la democra­
cia coincidirían en lo siguiente: a ] las sociedades son complejas, por lo que existen diversas
esferas relativamente autónomas; por ejemplo, los grupos organizados, como los sindicatos
o los partidos; y b] el sistema político debe permitir que las diversas esferas se puedan expre­
sar políticamente, es decir, que participen directa o indirectamente en la toma de decisiones
colectivas.
Para el pluralismo tradicional, que tiene sus raíces en la antigüedad, la sociedad está for­
mada por diversos grupos que ocupan un determinado lugar dentro de un orden jerárquico
e inamovible. Un ejemplo es la república ideal de Platón en la que, de acuerdo con la función
que deben desempeñar en la sociedad, se distingue a los hombres de oro/gobernantes, de
plata/guerreros y de bronce/artesanos. Una de las metáforas utilizadas para ilustrar estas
concepciones de la sociedad es la imagen de un cuerpo humano en el que a un grupo le
toca estar o ser los pies, a otro el tronco y a otro más la cabeza. Cada grupo tiene una función
Giuseppe Pellizza da que cumplir, que no se puede cambiar sin poner en peligro a todo el conjunto (como sucede,
Volpedo, El cuarto
de hecho, en el cuerpo humano: no se puede pensar con los pies ni caminar con la cabeza).
estado, óleo sobre tela,
Así, en este tipo de sociedades, cada uno de sus miembros forma parte de un grupo y no pue­
1901. Galería de Arte
Moderno, Milán, Italia | de pretender cambiar de posición. Esta característica es peculiar de las sociedades tradicio­
© Latin Stock México. nales, la que ha llevado a describirlas como sociedades jerárquicas e inamovibles.
En cambio, las sociedades contemporáneas se caracterizan por buscar limitar al poder, evi­
tar el abuso del mismo, controlarlo; esto es posible a partir de la participación ciudadana. Pero
este control del poder no puede reducirse a un control “desde abajo”, se necesita también un
control recíproco entre los grupos. Por eso es tan importante la legalidad del disenso en una
democracia. Si bien el control “desde abajo” necesita del consenso expresado en lo que eligen
las mayorías, este consenso sólo es real si hay la libertad para manifestarse en contra, es de­
cir, de disentir. En otras palabras, si en nuestras sociedades se toman las decisiones por ma­
yoría, debe ser lícita la existencia de la minoría.
Es precisamente el disenso dentro de los límites marcados por un Estado de Derecho el
que promueve los cambios pacíficos en las sociedades modernas. El dinamismo y desarrollo
de nuestras sociedades complejas se debe, entre otras cosas, a la existencia de esas minorías
que, en su momento, no estuvieron de acuerdo con lo establecido y propusieron nuevas al­
ternativas viables, las cuales con el tiempo llegaron finalmente a ser aceptadas por la mayo­
ría. Como ejemplo podemos mencionar a los grupos y asociaciones civiles que se dedican a
denunciar el abuso que cometen muchas empresas en contra de la naturaleza y de los anima­
les, como el caso específico de las corporaciones petroleras que contaminan los mares, o los
cazadores de focas que cometen crueles matanzas. Estas denuncias y movimientos, menos­
preciados en sus inicios, han llevado en muchos países a tomar conciencia de los problemas
del medio ambiente y a reconocer la necesidad de mayores regulaciones al respecto.
Por último, en relación con el pluralismo que caracteriza a las democracias contempo­
ráneas, es pertinente hacer otra observación. La relevancia del pluralismo radica en su contra­
posición no sólo frente al Estado totalizante, que pretende concentrar todo el poder, sino
también frente al individuo que atomiza a la sociedad. Como ha señalado Bobbio, la existen­
cia de grupos de poder que se ubican entre el Estado y los individuos constituyen una doble
garantía: del individuo frente al Estado y del Estado contra la fragmentación individualista.
En nuestro país, además de los partidos políticos, existe una multiplicidad de asociacio­
nes y organizaciones que apoyan o no determinados proyectos políticos. No sólo los sindi­
catos, sino también las asociaciones de barrios, estudiantes, padres de familias, escuelas, em­
presarios, indígenas, campesinos, feministas, religiosas, deportivas, artísticas, defensoras de
los derechos humanos, protectoras de los animales.Puede haber muchas más — de hecho,
las hay— , dependiendo de cómo y para qué se organizan las personas. Más allá de los inte­
reses particulares que cada grupo puede tener, en un Estado de Derecho y en una sociedad
democrática todos tienen el derecho a la libre expresión y a luchar de manera pacífica para
que sus planteamientos lleguen a todos los miembros de la sociedad, los cuales podrán deci­
dir, también libremente, si se suman o no a sus propuestas.

6 .4 .4 A lgu n os problem as de la dem ocracia

A pesar de la relevancia y el logro social e histórico que representa vivir en una democracia,
hay que reconocer que ésta tampoco es una panacea. Para concluir, señalemos sólo cuatro de
sus principales problemas:

a] Originalmente, la democracia parte de que todos somos libres e iguales, por lo que es una
forma de gobierno que se caracteriza por la mayor participación posible de los miembros
de la sociedad en la toma de decisiones que afectan a la misma. Sin embargo, a lo largo de
su desarrollo, como vivimos en una democracia representativa — es decir, en la que no de­
cidimos directamente, sino que elegimos a nuestros representantes para que sean ellos los
que tomen por último las decisiones— , se han creado grupos de poder, élites políticas.
b ] Asimismo, la democracia entendida como un poder ascendente, que viene desde abajo,
tampoco ha llegado a copar todos los espacios en los que se toman las decisiones que nos
afectan a todos. Si bien la democracia surgió como una forma de gobierno — es decir,
para la legitimación y control ciudadano del ámbito político— , no se puede hablar pro­
piamente de un proceso de democratización acabado si en muchos otros ámbitos de la
sociedad se siguen tomando las decisiones de manera descendente, desde arriba.
c] La democracia pretendía también hacer transparente el poder; que el poder político rea­
lizara sus acciones en público, a la vista y para el conocimiento de todos los ciudadanos
que podrían, así, ejercer un control sobre él. Sin embargo, con los desarrollos tecnológi­
cos que refuerzan la capacidad de conocer sin ser conocido, la tendencia ha sido la con­
traria: el control de los ciudadanos por parte del poder.
d ] Por último, se creía que una de las consecuencias de la práctica democrática sería la edu­
cación de los ciudadanos. El desarrollo de una cultura participativa debería llevarlos a
orientarse no por los beneficios que esperan obtener, sino por considerarse partícipes en
la articulación de las demandas y en la formación de las decisiones colectivas. Pero en las
sociedades contemporáneas se observa el fenómeno de la apatía política, es decir, los ciu­
dadanos no participan. Donde sí hay participación aumenta el voto por beneficio, por lo
que la democracia se estaría sosteniendo por el voto de acuerdo con los intereses perso­
nales de los ciudadanos y no por la formación de una opinión pública, colectiva.

6 .4 .5 Una observación final sobre la dem ocracia

La democracia contemporánea es fundamentalmente liberal. Uno de los principales rasgos


del liberalismo es centrar las actividades del ciudadano en el interés privado, llegando, lamen­
tablemente a vaciar a la política de su importancia pública. En este sentido, no sólo se debe­
ría pugnar por extender la democracia a más espacios de nuestra vida, sino a restablecer el
ámbito de lo político como aquello que nos caracteriza como seres humanos y libres.
Para ello, la tradición republicana puede llegar a desempeñar un papel crucial al recor­
darnos algo tan elemental como es el hecho de que todo individuo se construye y vive en so­
ciedad. Desde los antiguos romanos, res publica remitía a la cosa pública, a la cosa del pueblo,
al bien común, a la comunidad. Algunos de los principales rasgos del republicanismo son el
ejercicio del poder con el fin de lograr el interés común, conformar la voluntad soberana de
acuerdo con reglas y obrar por el bien común en la medida en que todos se consideran igua­
les entre sí. Asimismo, el fundamento de un gobierno republicano es la virtud cívica de los
ciudadanos, entendida ésta como la disponibilidad y capacidad de servir al bien común.
Aquí es de destacar una observación que hizo uno de los principales filósofos de la Revo­
lución francesa, Jean-Jacques Rousseau: un Estado consistente debe aproximar a los extre­
mos sociales, es decir, no tendría que tolerar las grandes desigualdades en la sociedad (que
exista gente opulenta ni pordioseros). Estas dos posiciones extremas — el muy rico y el muy
pobre— son igualmente desastrosas para el bien común, porque entre ellas surge el tráfico de
la libertad pública: una la compra y otra la vende. Así, desde el siglo x v iii se planteó que la
democracia requiere, además del imperio de la ley y de la participación ciudadana — aspec­
tos sobre los que ha insistido el liberalismo— , de ciertas condiciones materiales mínimas
para que todos los ciudadanos puedan efectivamente, en libertad, no sólo elegir los proyectos
personales de vida que prefieran, sino también participar activamente en la vida pública de
su comunidad.
6 .5 j u s t ic ia , d e s ig u a l d a d Y e x c l u s ió n Gaetano Chierici, La
comida de la viuda, óleo
, .. - j j - i i i i j - sobre tela, 1877. Colección
El mundo en que vivimos se caracteriza por una gran prosperidad; a nivel global se dispone
privada |© Latin Stock
de recursos, conocimientos y tecnologías que otras épocas ni siquiera se imaginaron. Sin México.
embargo, al mismo tiempo, nuestro mundo se caracteriza también por grandes desigualdades
y exclusiones que condenan a millones de seres humanos a una vida precaria y llena de su­
frimientos. Por eso podemos decir que vivimos en un mundo injusto y que la justicia es uno
de los principales desafíos que enfrentan las sociedades contemporáneas.
El término ju sticia — y su contrario, injusticia— se hace presente, cada vez con mayor
frecuencia, en las conversaciones cotidianas. No es extraño escuchar quejas de que una de­
terminada situación no es justa, así como también propuestas que, al menos verbalmente,
plantean la promoción de una mayor justicia social.
En este tema reflexionaremos sobre la justicia, veremos cómo ésta se vincula con la ley,
la igualdad y el desarrollo de las capacidades que todo ser humano requiere para realizarse
de manera plena y libre.

6.5.1 Justicia y ley

En las principales obras filosóficas que se han producido a lo largo de la historia siempre se
podrá encontrar algún pasaje dedicado especialmente a la justicia. Uno de los primeros víncu­
los con los que se ha reflexionado sobre este tema, y que no se puede dejar de mencionar, es su
relación con la ley. Este vínculo se encuentra desde Platón, quien empieza haciendo una de­
fensa de la ley en la medida en que la legalidad es la que permite la existencia de la vida pú­
blica (visión que compartió con Sócrates y por la que éste prefirió obedecer las leyes y beber
la cicuta, aunque ello fuera un castigo inmerecido). Sin embargo, para Platón, no todas las le­
yes son correctas, ya que se puede legislar para favorecer a individuos particulares y no para
el bien común. Por ello, al preguntarse qué es lo que hace que una ciudad sea justa o injusta,
la respuesta de este autor no fue el gobierno de las leyes — que pueden ser malas— , sino el
gobierno de los hombres buenos, del buen legislador, del rey-filósofo. En este sentido, desde
sus inicios, la filosofía ha reflexionado sobre el problema de la justicia, el cual exige consi­
derar otros elementos además de la simple legalidad. Es decir, si bien la ley y su vigencia son
fundamentales para la vida en sociedad, ello no es suficiente para que dicha sociedad sea
justa. Las consideraciones sobre la justicia se han enriquecido desde el mundo antiguo
hasta nuestros días, aunque lamentablemente muchas veces se olvidan o se hacen a un la­
do cuando se valora en qué sociedad vivimos.

6 .5 .2 Justicia e igu ald ad

La justicia no sólo está vinculada a las leyes — al im perio de la ley— , sino también a la igual­
dad, otro concepto que ha acompañado a la reflexión filosófica a lo largo de su historia. A
pesar de su diversidad, las distintas concepciones de la justicia se caracterizan por exigir la
igualdad de algo especialmente importante, igualdad que es siempre en un ámbito específi­
co y, normalmente, en contra de la igualdad en otros ámbitos.
Por ejemplo, para Aristóteles, los seres humanos se caracterizan por ser racionales, lo
que no implica que sean iguales por naturaleza, porque no todos gozan del ejercicio pleno
de la razón, no todos son capaces de deliberar adecuadamente, como es el caso de las mu­
jeres, los niños y los esclavos, así como los extranjeros, que quedan excluidos de la política.
Esta desigualdad es una tesis central de su filosofía: el ámbito de la política es el que se carac­
teriza por ser entre iguales, entre ciudadanos que gozan plenamente del uso de la razón; en
cambio, es dentro de la casa (en las relaciones entre el amo y el esclavo, entre el hombre y la
mujer) y fuera de la ciudad (en las relaciones entre griegos y extranjeros) donde se presen­
tan las grandes desigualdades al valorarse como algo positivo y superior a sólo una de las
partes que están relacionadas (al amo, al hombre y a los griegos, respectivamente). Para es­
te autor, la justicia es ante todo equidad, entendiendo por ésta dar a cada quien lo que se
merece dependiendo del papel (desigual) que desempeña en las relaciones sociales.
Frente a la desigualdad natural del pensamiento antiguo — que restringe la igualdad só­
lo a los hombres libres, a los ciudadanos— , el pensamiento moderno parte de la idea de una
igualdad natural. Por ejemplo, para Hobbes todos los seres humanos, a pesar de sus dife­
rencias de fuerza o astucia, son iguales por naturaleza, en el sentido de que todos tienen, en
última instancia, la capacidad de matar al otro para poder sobrevivir. Esta igualdad natural,
que incluye también a las mujeres, es la fuente del conflicto permanente que caracteriza al
estado de naturaleza — una guerra de todos contra todos y en la que cada quien busca sub­
sistir como puede— y que lleva finalmente a la necesidad de crear al Estado para poder vivir
juntos en paz y con seguridad. De esta manera, Hobbes afirma que toda desigualdad — sea
de riqueza, de poder o de nobleza— proviene necesariamente de la sociedad, de las leyes so­
ciales, por lo que no es natural.
El impresionante desarrollo económico y el progreso tecnológico que caracterizan a nues­
tro mundo han estado acompañados de grandes desigualdades, no sólo entre las naciones,
sino también dentro de cada una de ellas. Estos problemas son más grandes y complejos de
lo que normalmente se reconoce. No sólo es una cuestión de crecimiento económico, sino
de una serie de factores íntimamente vinculados entre sí, como pueden ser el analfabetismo,
la exclusión social, la inseguridad económica y la negación de la libertad política. En otras
palabras, la capacidad de los sectores menos favorecidos de la sociedad para participar y be­
neficiarse del desarrollo de la misma depende de una serie de condiciones sociales prelimi­
nares. Por ejemplo, si las condiciones iniciales en las que una persona se desenvuelve son tan
desiguales que no tiene acceso a educación ni a servicios de salud de calidad, y sobrevive,
difícilmente podrá desarrollar las capacidades necesarias para optar por un buen trabajo.
Como señalamos, la legalidad es una condición necesaria, pero no es suficiente, para una
sociedad justa. Cuando hablamos de justicia se debe establecer claramente cuál es el ámbito
en el que debemos ser iguales, lo que legitima a su vez la desigualdad en otros ámbitos. Por
ejemplo, entre los filósofos contemporáneos que han reflexionado sobre este tema destaca
el autor estadunidense John Rawls, quien señaló que en una sociedad justa sus instituciones
deberían garantizar a todos los individuos iguales libertades básicas: la libertad de pensamien­
to, prensa, expresión, asociación, movimiento, conciencia; así como el derecho a la propia
integridad, a la propiedad personal, a un proceso justo, al voto y a ser candidato para puestos
de elección popular. Asimismo, establece que en una sociedad justa las desigualdades socia­
les y económicas sólo estarían justificadas si son el resultado de cargos o posiciones a las que
todos tienen acceso en igualdad de oportunidades, o si son desigualdades que buscan pro­
mover el mayor beneficio para los miembros menos favorecidos de la sociedad. De esta ma­
nera, la igualdad de libertades y derechos civiles y políticos es fundamental para una socie­
dad justa, y sólo deben ser consideradas legítimas las desigualdades sociales y económicas que
sean fruto de las actividades que realizan las personas y a las que todos pueden acceder en
igualdad de condiciones, o las desigualdades con las que se trata de mejorar la condición en
la que viven aquellos que se encuentran peor (como es el caso, por ejemplo, de becas ofre­
cidas sólo a la población de menos recursos con el fin de que puedan alimentarse).

6 .5 .3 Justicia y capacidades

El autor hindú Amartya Sen ha señalado que, si bien la libertad es fundamental para tener
una sociedad justa, la libertad no puede entenderse simplemente como la falta de coerciones
externas. La libertad implica también la puesta en obra de recursos y aportaciones institu­
cionales para que todos y cada uno puedan desarrollar las mismas capacidades. Esta posición
es importante porque considera a la libertad concretamente como “lo que cada persona pue­
de de verdad ser y hacer”. La relevancia de esta concepción de la justicia es retomada por la
filósofa estadunidense Martha Nussbaum, quien llega a sostener que los verdaderos derechos
serían precisamente las capacidades, y elabora una lista de las capacidades fundamentales e
ineludibles que un Estado debe cumplir para ser considerado justo. Estas capacidades hu­
manas básicas son las siguientes:

1. Vida. Poder vivir hasta el término una vida humana de una duración normal; no morir
de forma prematura o antes de que la propia vida se vea tan limitada que no merezca la pe­
na vivirla.
2. Salud física. Poder mantener una buena salud, incluida la salud reproductiva; recibir una
alimentación adecuada; disponer de un lugar adecuado para vivir.
3. Integridad física. Poder moverse libremente de un lugar a otro; estar protegido de los asal­
tos violentos, incluidos los asaltos sexuales y la violencia doméstica; disponer de oportu­
nidades para la satisfacción sexual y para la elección en cuestiones reproductivas.
4. Sentidos, im aginación y pensam iento. Poder usar los sentidos, la imaginación, el pensa­
miento y el razonamiento, y hacerlo de modo “auténticamente humano”, que es el que se
cultiva y se configura por medio de una educación adecuada, lo cual incluye la alfabetiza­
ción y la formación matemática y científica básica, aunque en modo alguno se agota en
ello. Poder usar la imaginación y el pensamiento para la experimentación y la producción
de obras y eventos religiosos, literarios, musicales, etc., según la propia elección. Poder uti­
lizar la propia mente en condiciones protegidas por las garantías de la libertad de expresión
tanto en el terreno político como en el artístico, así como de la libertad de prácticas religio­
sas. Poder disfrutar de experiencias placenteras y evitar los dolores no beneficiosos.
5. Em ociones. Poder mantener relaciones afectivas con personas y objetos distintos de
nosotros mismos; poder amar a aquellos que nos aman y se preocupan de nosotros, y
dolernos por su ausencia; en general, poder amar, pensar, experimentar ansia, gratitud y
enfado justificado. Que nuestro desarrollo emocional no quede bloqueado por el miedo
y la ansiedad.
6. R azón práctica. Poder formarse una concepción del bien y reflexionar críticamente so­
bre los propios proyectos de vida.
7. Afiliación.
a] Poder vivir con y para otros, reconocer y mostrar preocupación por otros seres hu­
manos, participar en diversas formas de interacción social; ser capaz de imaginar la
situación de otro. (Proteger esta capacidad implica proteger las instituciones que con­
stituyen y promueven estas formas de afiliación, así como proteger la libertad de ex­
presión y de asociación política.)
b] Que se den las bases sociales del autorrespeto y la no humillación; ser tratado como
un ser dotado de dignidad e igual valor que los demás. Eso implica introducir disposi­
ciones contrarias a la discrim inación por razón de raza, sexo, orientación sexual,
etnia, casta, religión y origen nacional.
8. Otras especies. Poder vivir en relación próxima y respetuosa con los animales, las plantas y
el mundo natural.
9. Juego. Poder reír, jugar, y disfrutar de actividades recreativas.
10. Control sobre el propio entorno.
a ] Político. Poder participar de forma efectiva en las elecciones políticas que gobiernan
la propia vida; tener derecho a la participación política y a la protección de la libertad
de expresión y de asociación.
b ] M aterial. Poder disponer de propiedades (ya sean bienes mobiliarios o inmobiliarios)
y ostentar los derechos de propiedad en un plano de igualdad con los demás; tener
derecho a buscar trabajo en un plano de igualdad con los demás; no sufrir persecu­
ciones y detenciones sin garantías. Poder trabajar como un ser humano, ejercer la ra­
zón práctica y entrar en relaciones valiosas de reconocimiento mutuo con los demás
trabajadores.

Esta lista está estrechamente vinculada a las esferas de las experiencias más importantes
del ser humano que ya había reconocido Aristóteles en la Grecia antigua. Es a partir de ellas
que Nussbaum hace su propuesta de las capacidades hum anas básicas, reconociendo que, si
bien pueden ser experimentadas de diversas maneras dependiendo de los contextos sociales y
culturales específicos en los que vivan las personas, ello no impide identificarlos como
características que conforman nuestra humanidad común.
Por otra parte, hay que destacar la idea que está en la base de cada una de las capacidades
que conforman esta lista: una vida desprovista de ella no sería una vida acorde con la digni­
dad humana. Lo importante es que esta lista de las capacidades fundamentales pueda conver-
tirse en una medida internacional de la tutela de la dignidad humana y de una justicia real.
Como aclara la propia autora, el principio de capacidades que se propone tiene la ventaja de
no estar ligado necesariamente a una cultura determinada, por lo que debería ser aceptado
con mayor facilidad por la diversidad de países. La afirmación de que cada uno debería po­
der vivir plenamente su vida fungiría sólo como un modelo al que cada uno, de acuerdo con
su historia, cultura y credo, le podría poner los contenidos específicos.

6 .5 .4 La justicia en M éxico

México es un país en el que la desigualdad, lejos de disminuir, aumenta, y con ello se crean
graves exclusiones en diversos ámbitos sociales que van conformando una sociedad profun­
damente injusta. Las privaciones que enfrentan muchos mexicanos son muy diversas: van
desde la violación de derechos civiles y políticos, pasando por graves carencias económicas,
hasta la negación de atención en salud y en educación. A esto se suma la falta de impartición
de justicia que pone en duda la existencia real de un Estado de Derecho. Las muertas de Ciu­
dad Juárez es uno de los ejemplos extremos y recientes, en donde confluyen la desigualdad
económica, la discriminación de género y la impunidad.
Para pensar nuestra realidad hay que distinguir, como ha señalado Amartya Sen, entre Pieter Brueghel El Joven,
la inclusión en condiciones de desigualdad y la exclusión, es decir, no hay que confundir la La visita a la granja, óleo
sobre tabla, 1620. Galería
inclusión desigual y la exclusión: muchos casos de violaciones extremas de derechos hu­
Johnny van Haeften,
manos, así como el hambre y la ausencia global de atención médica son problemas de ex­ Londres, Inglaterra |
clusión; en cambio, otro tipo de violaciones a los derechos humanos, como el trabajo en © Latin Stock México.
condiciones de explotación, o problem as am bientales, corresponden a situaciones de
inclusión desfavorables.
Para conocer la situación en México veamos, a modo de ejemplo, algunos datos de la En­
cuesta nacional de ingresos y gastos de los hogares 2008, publicada por el Instituto Nacional de
Estadística y Geografía. Por lo que se refiere al total de los ingresos de los hogares, en dicho
año, 60% de la población con menores ingresos recibió 26.7% (poco más de un cuarta par­
te), que contrasta con el 10% de la población con mayores ingresos que concentró 36.3%
(más de un tercio).
Además de estas profundas desigualdades, hay que mencionar una de las expresiones
más preocupantes de la exclusión: la marginación del disfrute de bienes públicos que deter­
minan las oportunidades efectivas que tienen las personas, sus familias y comunidades, de
tener una vida larga y saludable además de acceder al conocimiento. Tal es el caso de la exclu­
sión de la educación básica, los servicios de salud, la ocupación de viviendas sin servicios,
decisivos para evitar enfermedades y muertes durante el primer año de vida, drenaje, agua
entubada, energía eléctrica y sanitario, bienes públicos que, en nuestra Constitución políti­
ca, se reconocen como derechos de las personas y sus familias. De acuerdo con el Conteo de
población y vivienda de 2005, en México 6 millones de personas de 15 o más años son anal­
fabetas, 15.9 millones no concluyeron la primaria; 5.5 millones ocupan viviendas sin drena­
je ni sanitario; 12 millones, viviendas con piso de tierra, y 42 millones viven en condiciones
de hacinamiento.
Hay que señalar también que las exclusiones del disfrute de los bienes públicos afectan
más a las personas que viven en localidades rurales o en entidades federativas de menor de­
sarrollo económico. Esto se debe a que el Estado — al tratar de obtener el máximo beneficio
del gasto público— concentra su inversión en los centros urbanos o en las entidades de ma­
yor desarrollo. Al respecto, la estimación del Índice d e m arginación 2000, del Consejo Nacio­
nal de Población, presenta el impacto que tienen estas exclusiones del disfrute de bienes
públicos esenciales. La realidad es preocupante: la política social concentra la mayor parte
de sus recursos en las entidades federativas con mayor desarrollo económico (Distrito Fede­
ral, Nuevo León, Baja California o Coahuila), y proporciones menores en las entidades más
rezagadas (Guerrero, Chiapas, Oaxaca o Veracruz). Con ello, las entidades desarrolladas
avanzan más rápido que las rezagadas, creándose grandes abismos en el desarrollo regional.
De acuerdo con los datos de los censos de población, entre 1990 y 2000 el estado de Nuevo
León redujo su brecha de marginación en 56% con respecto al Distrito Federal, mientras que
el estado de Oaxaca la aumentó en 6%. De esta forma, la política social del Estado mexicano
reproduce la exclusión e injusticia distributiva que surgen de la economía de mercado.
Otra manifestación de la exclusión es la condición de pobreza en que vive la mayoría de
la población nacional. Por pobreza se entiende la limitada capacidad de las personas de tener
un ingreso suficiente para alimentarse de manera adecuada, vestirse dignamente y solventar
gastos asociados a la educación, la salud, el transporte y el esparcimiento, y, más generalmen­
te, a tener una vida confortable. Este fenómeno social se relaciona directamente con la equi­
dad en la distribución del ingreso, ya que si la riqueza que se genera en el país (el Producto
Interno Bruto) se distribuyera equitativamente, nadie sería pobre porque todos tendríamos
un ingreso suficiente para satisfacer nuestras necesidades básicas. Sin embargo, la distribu­
ción del ingreso en México es sumamente concentrada: pocos ganan mucho y muchos ga­
nan poco. De acuerdo con estimaciones recientes del Consejo Nacional de Evaluación de la
Política de Desarrollo Social, 50.5 millones de personas son pobres porque tienen “insufi­
ciencia del ingreso disponible para adquirir el valor de una canasta alimentaria, así como rea­
lizar gastos en salud, vestido, vivienda, transporte y educación, aunque la totalidad del in­
greso del hogar fuera exclusivamente para la adquisición de estos bienes y servicios”. Como
precisa el citado organismo oficial — en el que participan investigadores de diversas institu­
ciones académicas nacionales— , existen, además, 19.4 millones de personas que carecen de
los recursos para alimentarse adecuadamente, es decir, son “pobres alimentarios”, según la
desafortunada expresión oficial.
Las consecuencias de la desigualdad y la exclusión pueden resumirse en la falta de capa­
cidades y de opciones de las personas para construir y realizar un proyecto de vida. La po­
blación que enfrenta las condiciones más adversas se localiza principalmente en el medio
rural, donde viven dos de cada tres de las 19.4 millones de personas que carecen de recursos
para alimentarse, aunque en las ciudades se concentra un poco más de la mitad de la po­
blación (53% ) que padece privaciones asociadas a la falta de ingresos para realizar algunas
de sus capacidades básicas.
Para finalizar, debemos destacar que la pobreza no es un fenómeno que surja de las cri­
sis económicas, como la que vivimos en 2009, sino que es el resultado del modo en que se
distribuye la riqueza y se organiza la economía. En los últimos 16 años no sólo la economía
ha sido incapaz de eliminar la pobreza de la población, sino que, de hecho, ha aumentado
el número de pobres. Por ejemplo, refiriéndonos sólo a la “pobreza alimentaria”, en 1992 ha­
bía 18 millones de personas sin recursos para alimentarse adecuadamente; en 2000 esta cifra
se había elevado a 23.7 millones; y aunque en 2006 — año de elecciones federales— bajó a
14.4 millones, en 2008 se agregaron 5 millones más, de forma que actualmente tenemos los
ya referidos 19.4 millones de personas en “pobreza alimentaria”, es decir, 1.4 millones más que
en 1992.
Los datos oficiales sugieren — al contrario del discurso oficial— que vamos por el cami­
no equivocado, que es necesaria una nueva economía y una nueva forma de intervención es­
tatal que, de manera efectiva, ayuden a recuperar el crecimiento económico y propicien una
distribución justa de sus beneficios. Con ello se podrían desterrar poco a poco las oprobio­
sas realidades de desigualdad y exclusión que, de muy diversas formas, afectan la vida de
millones de personas en nuestro país.
LAS ARTES Y LA BELLEzA
m a r ía a n t o n ia G o n z á l e z v a l e r io

TEMA

Jackson Pollock, Ojos en el


fuego, óleo y esmalte sobre
tela, 1946. Colección Peggy
Guggenheim, Venecia,
Italia |© Latin Stock
México.

7.1 i n t r o d u c c i ó n

l arte forma parte de la vida cotidiana; nos hace frente constantemente, más allá de las

E clasificaciones entre arte culto y popular, arte de masas y elitista, arte clásico y contem­
poráneo, buen y mal arte. Las manifestaciones artísticas son algo con lo que nos relaciona­
mos día a día, pues escuchamos música, vamos al cine, entramos a edificios, vemos pinturas
(o reproducciones de éstas), leemos literatura y demás.
Ciertamente, el arte forma parte de nuestra vida, mas eso no significa que nos hayamos
detenido a pensar el arte. ¿Cómo pensar el arte? Una de las disciplinas que se ha dedicado a crear
teorías, lineamientos y marcos teóricos para pensar el arte es la filosofía del arte o estética,
cuyos temas y problemas principales serán abordados aquí.
¿Por qué pensar el arte? Las razones son quizás innumerables. Enunciemos una por lo
pronto: el hacer. Hacemos cosas con el arte: lo usamos, lo compramos, lo admiramos, lo juz­
gamos o incluso, lo creamos (¿quién no ha hecho un dibujo o escrito un poema?). Además,
el arte hace cosas con nosotros: nos hace reír o llorar, nos despierta ideas, nos hace pensar.
Si hacemos cosas con el arte — por ejemplo, juzgarlo— , podemos preguntar: ¿desde dón­
de lo juzgo?, ¿por qué puedo decir que me gusta o no, es decir, por qué puedo emitir un jui­
cio de gusto?, ¿los conocimientos que tengo influyen sobre mi gusto? De igual manera, si el
arte hace cosas con nosotros: ¿qué pasa cuando tenemos una experiencia estética?, ¿segui­
mos siendo la misma persona de antes?
El arte nos transforma, no nos deja inalterados. Esto quiere decir que el arte también nos
hace ser aquello que somos, aun cuando no seamos conscientes de ello. Pensar el arte es pen­
sarnos, es también pensar nuestro m undo, puesto que aquél es parte de éste. Así como el arte
nos hace ser aquello que somos, también hace ser al mundo aquello que es en la medida en
que habla de él, lo expresa y lo llena de sentido. A esto se le llama la incidencia del arte en la
constitución de la persona, de la sociedad o del mundo. Hay muchos caminos para pensar
el arte. Mostraremos sólo algunos, los cuales nos harán reflexionar desde los tres ejes bási­
cos para analizar el “fenómeno estético”: la obra de arte, la creación-el artista, la recepción-
el espectador.
Se verán cuatro temas: el primero versa sobre la categoría más importante que la estética
ha creado para pensar el arte: la representación (mimesis). Esta categoría, fundada por los fi­
lósofos griegos de la antigüedad clásica, sigue vigente hasta nuestros días y es fuente de gran­
des debates y discusiones. El segundo tema analiza la relación entre la mimesis y la verdad. La
recuperación de la verdad del arte es uno de los problemas fundamentales de las estéticas
contemporáneas, las cuales han considerado imprescindible estudiar el problema del arte
más allá de los atributos estéticos. El tercer tema estudia el problema del acto creador, el cual,
a lo largo de la historia de la filosofía, ha oscilado entre el delirio y la razón. El papel que
desempeña el acto creador dentro del contexto general de la obra de arte es un problema
que, en la estética contemporánea, ha quedado en buena medida desplazado a favor de la
recepción. Esta última constituye el cuarto tema abordado aquí, en líneas generales, desde
la perspectiva herm enéutica. La interpretación y el espectador se han convertido en temas
centrales, ya que han permitido postular la incidencia de la obra en la configuración del
mundo y de las identidades.

7 .2 REPRESENTACIóN (MIMESIS)

¿Es el arte una imitación de la realidad? Para entender la relevancia de esta pregunta pense­
mos en una obra de arte clásica, por ejemplo, el D avid de Miguel Ángel. De primera instan­
cia podríamos decir que se trata de un pedazo de mármol, pero tiene una forma. Esa forma
es la de una figura humana. La estatua no es un ser humano, sólo tiene la forma de uno, es
decir, parece un ser humano. ¿Parece un ser humano porque lo imita? No obstante, no hay
ninguna persona con las dimensiones gigantescas del D avid. En este caso, la imitación no
sería una “copia exacta” de la realidad, sino que incluiría también un cierto grado de trans­
form ación . De ese modo, ¿sería posible afirmar que el arte es una representación o imitación
de la realidad?
Antes de pensar en ello, hay que señalar algo de suma importancia: si decimos que el arte
mimetiza la realidad, estamos también afirmando que el arte establece una relación con ésta.
Ése es el punto nodal de la mimesis, es decir, esta categoría establece que el arte se relaciona
con algo que lo trasciende, digamos, por lo pronto, “la realidad”. ¿Cuál es la naturaleza de
esta relación? Todavía hay otra cuestión más: si el arte es mimesis o representación, ¿qué y
cómo lo representa?
Hasta aquí hemos señalado ya tres puntos fundamentales: a] la posibilidad de pensar la
obra de arte como mimesis; b] la mimesis establece una relación entre el arte y “la realidad”,
y c] decir “la realidad” es demasiado vago y general, por lo que es menester reflexionar acerca
del modo en que el arte representa, para desde ahí poder preguntar por aquello que repre­
senta.

7.2.1 M imesis y desviación

El planteamiento de la mimesis se enfrenta de entrada con la posibilidad de considerar que


el arte inventa y crea algo que no existe más que en el universo del arte y/o en la mente ima­
ginativa del artista. Por ejemplo, una pintura de un caballo representa un caballo “real”, pe­
ro, ¿qué representa la pintura de un unicornio? Para todos es claro que los caballos existen
en la “realidad” y los unicornios no. ¿Podríamos entonces hablar de arte que representa co­
sas reales (arte imitativo) y arte que inventa cosas irreales (arte imaginativo)? Desde tal pers­
pectiva, no todo arte sería mimético. Sin embargo, esto no es tan sencillo, pues así como
señalamos que el D avid de Miguel Ángel no es una “copia exacta”, también podemos decir
que el unicornio no es una “copia exacta” de un caballo, sino una recomposición y reela­
boración del mismo.
Parece que la relación del D avid con un “modelo real” es más directa que la del unicor­
nio, puesto que en la estatua sólo hay una variación de tamaño, pero seguiría siendo la repre­
sentación de una persona, mientras que en la pintura del unicornio la variación es mucho
mayor, puesto que aquí ya no se trata de un caballo tal cual, sino que se crea algo nuevo, es
decir, el unicornio.
¿Se trata entonces de medir la variación y señalar qué tanto se “parece” y qué tanto está
Pablo Picasso, Guernica, desviada o deformada la representación? A esta teoría se le llama grados de desviación y
óleo sobre tela, 1937.
plantea que habría un modelo original (por ejemplo, el “caballo real”) con el cual el arte tra­
Museo Reina Sofía,
Madrid, España | baja mimetizándolo, pero que el resultado en la obra sería indefectiblemente una desvia­
© Latin Stock México. ción con respecto al original. El original sería el grado cero de desviación.
Esta teoría se enfrenta con el problema de ubicar tal grado cero. En el caso del ejemplo
del caballo y el unicornio, se podría decir que el “caballo real” es el grado cero (pero, ¿cuál ca­
ballo de todos los caballos existentes sería el modelo “real”?), y que sobre éste se dan las des­
viaciones, que pueden ir desde una representación realista hasta una cubista (como en la
pintura G uernica, de Pablo Picasso) o, incluso, un unicornio.
Sin embargo, cuando no se trata de la representación plástica de objetos, sino de crea­
ciones lingüísticas, el asunto es más complicado. Al considerar que hay distintos tipos de
lenguaje (natural, científico, poético, filosófico o periodístico), se propondría que cada uno
está en mayor o menor medida desviado con respecto a un grado cero. Por ejemplo, la me­
táfora “dientes de perla” sería una desviación del lenguaje natural “dientes blancos”.
Desde esta perspectiva, el lenguaje poético tendría un alto grado de desviación, pero ¿con
respecto a qué? Si señaláramos que con respecto al lenguaje natural, nos enfrentamos con el
problema de que este último también está desviado, pues recurre igualmente a un sinnúme­
ro de metáforas (que en tanto figuras retóricas serían siempre desviación), por ejemplo “las
patas de la silla”. ¿Cuál sería el grado cero de desviación en el lenguaje? Es decir, ¿qué lengua­
je no tiene ningún uso figurado, sino que todo lo que dice es literal? Se ha propuesto tomar al
lenguaje científico como grado cero, sin embargo, éste también emplea metáforas, por ejem­
plo: un “hoyo negro” se “traga” la luz. Así que la teoría de la desviación no es completamente
satisfactoria.

7 .2 .2 La obra y el m undo

Más allá de la teoría de la desviación, volvamos a preguntar sobre la posible distinción “arte
imaginativo-arte imitativo”. ¿Por qué señalar que la obra de arte es mimesis de algo? Soste­
ner que la obra de arte es mimética implica afirmar que es una representación transformado­
ra de algo previamente dado, y esto se traduce en que la obra está en relación con algo que la
trasciende, aquello que habíamos llamado “la realidad”. Pero, ¿para qué establecer tal relación?
La explicación que llamamos ontológica es la que viene en primer lugar, pues nos permi­
te dar cuenta del modo de ser de la obra de arte (su carácter mimético). Esto es, la obra de arte
es una cosa más entre el resto de las cosas. ¿Qué lugar ocupa entre ellas? Se puede pensar en
muchos tipos de entes, por ejemplo, la cosa “natural” (un árbol), la cosa “instrumento” (una
puerta) y la cosa de “reflexión teórica” (un árbol explicado según sus componentes biológi­
cos). La cosa “obra de arte” se relaciona sobre todo con la cosa “instrumento” y la cosa “natu­
ral”. Comparte con la primera el hecho de haber sido creada por nosotros; sin embargo, no
es propiamente un instrumento pues éste se agota en su función (por ejemplo, la puerta se
acaba en la función de delimitar un espacio), y la obra de arte no se agota en su utilidad. En
ese sentido, la obra de arte se parecería más a la cosa natural, pues un árbol, aun cuando para
nosotros pueda tener la utilidad de, por ejemplo, dar sombra, no se agota en eso; sin embar­
go, la cosa obra de arte se diferencia del árbol en que la primera ha sido creada completamen­
te por nosotros.
En general, la obra de arte establece una relación con el resto de los entes a partir de la m i­
mesis, pues puede haber una representación artística de un árbol o de una puerta, de una ac­
ción, de un episodio histórico, de un dios, de un sentimiento... Esto quiere decir que la obra
es una representación transformadora de “lo que es”, o lo que habíamos llamado “la realidad”.
Pero, ¿qué es “lo que es”y qué es lo que representa la obra? La obra representa el mundo huma­
no, es decir, aquello que somos, que hemos sido y que hubiéramos querido ser; hechos reales
e inventados, objetos y sentimientos, sonidos y colores, ideas y deseos; todo eso conforma el
mundo humano. Por ende, todo eso es representado miméticamente por la obra de arte.
7 .2 .3 La m im esis como representación del m undo

El mundo humano incluye tanto lo que ha acontecido como lo que pudo haber acontecido,
eso quiere decir que no es más “real” ni más importante un hecho histórico que un hecho de
ficción, una teoría científica que una novela, ya que todo contribuye e incide en lo que so­
mos; lo que creemos y pensamos, lo que sentimos y deseamos tiene que ver tanto con la cien­
cia como con el arte, la historia y la filosofía.
Al hablar de mimesis del mundo humano se deja en claro que las corrientes contem ­
poráneas que defienden el uso y la pertinencia de esta categoría no la comprenden como
“copia” de objetos (del tipo: una pintura “copia” una flor), sino como representación trans­
formadora del mundo humano. Esto quiere decir que no se trata de una mera imitación,
como tampoco incumbe exclusivamente a “objetos”. Comprender la mimesis en tal sentido
sería muy limitado, ya que buena parte de las manifestaciones artísticas — clásicas y con­
temporáneas— no están relacionadas con “objetos”, aunque no dejan de tener un carácter
mimético. Por ejemplo, la música no representa objetos, ni tampoco la danza, y buena parte
de la pintura y la escultura contemporáneas ha dejado de ser figurativa (piénsese en el ex­
presionismo abstracto).
En suma, para ciertas teorías, el que la obra de arte no represente objetos no quiere decir
que no sea mimética. En todo caso, la importancia del argumento de la mimesis se centraría en
la capacidad que tiene la obra de representar el mundo humano, lo que significa que la obra
es una visión del mundo. Esto quiere decir que la obra es una configuración y una manifes­
tación cultural, expresión de las ideas y creencias de un pueblo.
¿Qué quiere decir todo esto? El mundo humano es ese espacio-tiempo en el que existi­
mos y que se nos aparece como inobjetivable; es un cúmulo de referencias y sentidos que se
relacionan con el pasado, el presente y el porvenir. Se nos aparece como inobjetivable por­
que, por un lado, sería imposible enlistar y dar cuenta de todo aquello que conforma nuestro
mundo, y, por el otro, porque este espacio-tiempo no es fijo ni cerrado, sino que se encuen­
tra en constante movimiento y transformación.
El arte forma parte del mundo humano en un doble sentido: es producido por éste y, al
mismo tiempo, ayuda a conformar dicho mundo. En relación con el primer punto podemos
afirmar que el arte es la visión que una determinada cultura tiene sobre el mundo, es decir,
el arte habla del mundo y lo expresa. Eso no significa que el mundo en su totalidad esté ex-
presado-representado en el arte, sino que el arte es una perspectiva, una especie de ventana o
mirilla. Cada obra es una visión del mundo. ¿Qué visión del mundo representa una determi­
nada obra de arte? No hay una sola visión del mundo, sino muchas, y el descubrimiento de
éstas depende de la interacción entre la obra y el espectador.
La novela 1984, de George Orwell, es un claro ejemplo. ¿Qué visiones del mundo abre y
crea esta novela, qué representa? Hay una plétora de respuestas a esta pregunta: representa
una visión del totalitarismo, de la existencia dominada y controlada por la tecnología, de un
mundo en el que ya no tienen cabida héroes ni m á r tir e s . Todas las respuestas implican vi­
siones del mundo que expresan cómo es y, también — y éste es el segundo punto— , que lo
conforman: por un lado, sólo en la sociedad del siglo xx tiene sentido y podría surgir una
novela sobre el totalitarismo, es decir, hay una expresión y representación de un mundo
real; por el otro, las ideas creadas por esta novela tam bién se insertan, a su vez, en el m un­
do cotidiano conformándolo: la imagen del “Big Brother” es hoy un lugar común para
referir el excesivo control y vigilancia que el Estado (u otra autoridad) ejerce sobre el in­
dividuo mediante la tecnología.
De ese modo, y gracias a su poder mimético, el arte constituye una perspectiva sobre nues­
tro mundo al transformar lo que “está ahí” a través de una recomposición y reorganización.
En ese sentido, para el caso de la novela de Orwell se puede afirmar que hay algo que ya es­
taba ahí, a saber: el totalitarismo; y hay algo que se crea a partir del libro: la imagen del “Big
Brother”. El arte surge del mundo para reconfigurarlo y después regresa a él para dotarlo de
nuevos sentidos y significaciones. Tal es el poder de la mimesis.

7 .2 .4 La m im esis y la duplicidad

Esa versión contemporánea de la mimesis enfatiza y afirma la relación arte-mundo en un


sentido de transformación y reorganización. El eje de estas reflexiones es la necesidad de
anclar el arte al mundo, no sólo para que lo exprese (en vez de expresar, por ejemplo, sólo
los sentimientos del artista), sino también para que lo transforme y tenga así una incidencia
(en vez de postular que el arte es sólo un objeto de goce estético que no tiene nada que ver con
el mundo en el que se desarrolla la existencia cotidiana y que, por ende, carece de importan­
cia teórica y práctica).
Sin embargo, esta perspectiva no es la única. También hay versiones negativas que deva­
lúan el arte en varios sentidos.
Antes de analizarlas es importante realizar algunos señalamientos generales. Hablar de
mimesis significa, de entrada, establecer una duplicidad, esto es, instaurar dos ámbitos au­
tónomos aunque interconectados: el arte y “lo otro”. Si el arte es “mimesis o representación
d e . ”, eso implica sostener que, por una parte, está el arte y, por otra, aquello que éste repre­
senta (el “qué” de la mimesis). Hay muchos argumentos a favor y en contra de la duplicidad.
Algunas preguntas nos pueden ayudar a visualizarlos. ¿Por qué el arte habría de ser diferente
de lo demás, es decir, por qué habría una diferencia sustancial entre un árbol y una novela, o
entre una puerta y una escultura? ¿Se puede disolver la especificidad del arte hasta hacerlo una
cosa más entre el resto de las cosas? ¿Cuál es la pertinencia de mantener tal especificidad?
¿Por qué el arte tendría que ser algo distinto del mundo o de la realidad? ¿Acaso la duplici­
dad no implica devaluar el arte, puesto que primero está lo “efectivamente real”? ¿La du­
plicidad implica establecer una peligrosa frontera entre realidad y ficción? Si el arte es lo
mismo que el árbol, la puerta, la historia o incluso la filosofía, entonces, ¿para qué el arte?
Queden estas preguntas abiertas para desde ahí pensar el “qué” de la mimesis. Este “qué”
se ha transformado a lo largo de la historia, al igual que el “cóm o”, es decir, el arte de dife­
rentes épocas no sólo representa cosas diferentes, sino que también las representa de distin­
tas maneras.
Primero hay que pensar el “qué” de la mimesis a partir de la filosofía. Esta disciplina es­
tablece diferencias entre las cosas (la cosa natural, la cosa instrumento, etc.). Además de
estas diferencias, algunas filosofías, como la de Platón, postulan una jerarquía entre ellas.
Para Platón, en primer lugar está el mundo de las ideas (entendidas éstas como la forma
abstracta de todo lo que es), y después los entes. Para esta concepción, las cosas que hay en
el mundo serían una copia (mimesis) de las ideas.
Uno de los argumentos que Platón da al respecto es el siguiente: primero está la idea de
cama (la cama abstracta que hace que todas las camas sean precisamente camas); después,
la cama que fabrica el carpintero (la cama tangible en la que dormimos), que sería una copia
de la idea de cama; por último, la que pinta el pintor, que sería una copia de la del carpinte­
ro, por ende, una “copia de la copia”. Por ello, la cama del pintor es considerada una men­
tira, pues no sólo es diferente de la del carpintero, sino que, además, ¡no sirve para dormir!
Es claramente falsa y un engaño. Lo central de este argumento platónico sería que el arte es
una copia falaz del mundo y, en este sentido, presenta una versión negativa de la mimesis.
Edgar Degas, Interior, 7 .2 .5 El arte com o imitación de la naturaleza
óleo sobre tela, 1869.
Museo de Arte de
Unos siglos después, durante el Renacimiento, la naturaleza se ubica en el centro del debate
Filadelfia, Pensilvania,
Estados Unidos |© Latin sobre la mimesis. Esta época es guiada por la idea del ars im itatur naturam (el arte como
Stock México. imitación de la naturaleza). Esta idea tiene como proposición principal que la naturaleza es
bella; luego, si el arte ha de ser bello, ha de imitar a la naturaleza. y entre más perfecta y ex­
acta sea la imitación, más bello será el arte.
Imitar a la naturaleza también quiere decir elegir contenidos bellos en la naturaleza. Schi-
ller llamaba a esto belleza d e contenido. Sin embargo, a simple vista parece evidente que no
todo lo que hay en la naturaleza es bello; pensemos, por ejemplo, en la descomposición
de un animal muerto. Por ello, Kant aclaró que el arte tiene la posibilidad de representar be­
llamente la naturaleza, aunque ésta no lo sea.
¿Debe el arte imitar a la naturaleza? ¿Es bella la naturaleza o es nuestra manera de verla
la que nos hace considerarla como bella? ¿Por qué “imitar” a la naturaleza en vez de “crear” con
el libre uso de la imaginación? Éstos fueron algunos de los cuestionamientos que comen­
zaron a surgir contra la idea rectora del ars im itatur naturam . Detrás de ellos hay una idea
de fondo: el problema de la creación. Buena parte del debate de la mimesis tiene que ver con
el binomio imitación-creación. Para comprenderlo es necesario repensar el “qué” de la mi­
mesis. Si se postula que el “qué” tiene preeminencia sobre el arte, entonces este último ten­
drá una función “pasiva”.
En la relación arte-naturaleza, por ejemplo, se puede considerar que la naturaleza es lo
previamente dado, es “más importante” que el arte, está ahí y es bella, es verdaderamente be­
lla. Por ende, cualquier otra belleza será menor que la natural: la pintura de un paisaje nunca
será tan bella como el paisaje “real”; en todo caso, si la pintura es bella es porque imita a lo
bello natural. La naturaleza está primero (orden jerárquico) y el arte viene después. Como
lo único que hace el arte es imitar, entonces no aporta ni añade nada, es un mero reflejo de la
verdadera belleza natural. ¿Para qué la pintura si puedo contemplar el paisaje “verdadero”?
Desde esta particular perspectiva, la mimesis es pasiva, pues se limita a duplicar y copiar.
Además, es siempre una mala copia, pues nunca será igual al original, y si llegara a serlo, ¿por
qué no mejor quedarse con el original? Así considerado, es como si el arte fuera un sustitu­
to de la experiencia real y concreta; estaría “en lugar de”, así como ver un partido de futbol te­
levisado es un sustituto de la experiencia real y concreta, o cuando en un juicio una abogada
habla “en mi lugar”.
Pero, ¿es el arte una sustitución, está “en lugar de”? Incluso el arte hiperrealista, como la
fotografía, es difícil de pensar como una mera sustitución o una copia de la realidad. Antes
de analizar por qué es difícil sustentar que el arte es una simple copia, sigamos con el bino­
mio imitación-creación.

7 .2 .6 M imesis: ¿copia o transform ación?

La mimesis es precisamente aquella categoría que permite establecer una relación entre el
arte y el mundo. Esa relación no es simple ni pasiva; el problema está en comprender la m i­
mesis como copia, en vez de pensarla como representación transformadora. Por ello no es
de sorprender que durante el romanticismo hubiera, tanto del lado de la filosofía como de la
literatura, fuertes embates contra la imitación para contraponer una idea de libre creación.
Las creaciones humanas adquieren preeminencia por encima de la naturaleza. Lo bello, lo
primordialmente bello, es lo que nosotros creamos. Frente a la imitación emerge así la tesis
del artista como genio creador, inventor total de su mundo y del reino del arte, el cual ya no
tendrá que adecuarse a la belleza de la naturaleza, sino que fundará su propio parámetro e
idea de belleza: lo bello es el arte.
Sobre esta discusión de la imitación-creación se puede decir que se trata, en buena medi­
da, de un cambio en las jerarquías, en las preeminencias, en el orden de importancia. Aquellas
filosofías que le den preeminencia a la naturaleza, al Ser o a una idea de divinidad defen­
derán una estética imitativa; aquellas que ponderen las creaciones humanas por encima del
mundo natural, como Schiller, Hegel y Nietzsche, defenderán una estética de la creación.
Entre estos extremos y con un afán conciliador, la filosofía de Ricoeur afirma sin titubeos
que “mimesis es p oiésis”, es decir, que la imitación misma es ya creación. El modo de ser de
la obra de arte es mimético, pues es una representación del mundo humano; sin importar
qué tan imitativa sea, la obra siempre es transformación, y, justo por ello, creación. La obra
crea y transforma siempre, pues representa las cosas — como diría Gadamer— “de otro m o­
do”. De esta manera, el “qué” de la mimesis se ve modificado por el “cómo”.

7 .2 .7 El cómo de la mim esis

Para empezar, hay que tener presente que la obra representa con “materiales” diferentes al
original. Por ejemplo, una pintura de un árbol usará óleo como “material” para crear el tron­
co, mientras que el tronco del árbol natural es de madera. Además, la obra es un “corte” so­
bre lo que vemos, pues ninguna obra puede representar todo lo que hay. La pintura de un
paisaje lo limita a un marco que nos impide ver lo que “estaría” más allá. Una novela esta­
blece el corte con el principio y el fin, y estas marcas son completamente artificiales, pues, en
sentido estricto, la historia contada podría empezar “antes” y terminar “después” de los epi­
sodios que de hecho están relatados en el libro. Por ejemplo, la novela Don Quijote d e la
M an cha inicia con la locura de su personaje principal, don Quijote, no con su nacimiento.
Este corte se lleva a cabo de acuerdo con un principio de selección que responde a la pre­
gunta de qué incluir dentro de la obra. La pintura selecciona qué elementos del paisaje apa­
recerán o a cuáles dará relevancia; asimismo, la novela selecciona aquello que relata pues
incluye y excluye muchas acciones y momentos. Esta selección constituye una interpreta­
ción y una visión del mundo.
Otro aspecto a considerar es el principio de composición que ordena los elementos dentro
de la obra, por ejemplo, siguiendo una cronología (aunque éste no es el único orden tempo­
ral). Asimismo, aquello que se quiere “poner de relieve” genera primeros y segundos planos,
primer plano y fondo, personajes principales y secundarios, temas y variaciones. El principio
de composición tiene que ver, por ejemplo, con el ritmo, la armonía, la métrica y la simetría.
La fotografía, que podría pensarse como mera “copia” de lo real, establece un corte (dón­
de empieza y dónde termina), una selección (qué aparece en la foto) y una composición (de
luz, de primer plano). Incluso este arte hiperrealista parece mostrar que imitación es crea­
ción y que, al representar las cosas “de otro modo”, nos hace también verlas y comprenderlas
“de otro modo” a como lo hacemos normalmente en la vida cotidiana. En general el arte
transforma: un girasol nunca nos parecerá lo mismo después de haber visto los Girasoles de
Van Gogh, y a la ciudad de México no la podremos ver con los mismos ojos después de ha­
ber leído L a región m ás transparente de Carlos Fuentes.

7.3 REPRESENTACIÓN Y VERDAD

¿Es verdadero el arte? Hasta ahora, la representación (mimesis) es esa categoría que permite
hablar de la relación arte-mundo. Gracias a ello, también posibilita plantear la relación arte-
verdad, la cual ha sido desde siempre, por demás, problemática. Algunas preguntas que abren
el tema arte-verdad son las siguientes: ¿Es verdadero el arte?, ¿dice cosas verdaderas o falsas
o ninguna de las dos?, ¿hay conocimiento en el arte?, ¿puede ser el arte condición de verdad?,
¿de qué tipo de verdad se puede hablar en estética?, ¿el arte podría producir la misma verdad
y/o el mismo conocimiento que, por ejemplo, la ciencia?
A partir de la mimesis, la relación arte-mundo abre el problema de la verdad, debido a
que, si el arte dice algo del mundo, aquello que diga puede considerarse verdadero o falso. Si
el arte no tuviera relación con el mundo ni pretensión alguna de incidir en él, el problema
de la verdad se disiparía. Si aseguramos, por ejemplo, que tal obra es el producto de la mente
fantasiosa e imaginativa del artista y que al espectador solamente lo entretiene y lo divierte,
entonces está demás preguntar por la condición de verdad. Esto es: el arte así pensado esca­
pa al problema de su estatuto epistem ológico (es decir, su capacidad o posibilidad de ofrecer
conocimientos verdaderos).
Lo mismo sucede cuando nos enfrentamos al estatuto ficcion al del arte. Si sabemos que
una película es ficción, no nos preguntaremos si los acontecimientos allí representados su­
cedieron en realidad o no. Damos por sentado que es ficción y que el problema de la verdad
pertenece a otro ámbito, como el de la historia, la filosofía o las ciencias.
Desde esta perspectiva, el arte no tiene que ver con la verdad; en todo caso, le es más pro­
pio despertar sentimientos y emociones que generar “conocimientos verdaderos”. Es más, la
pretensión del arte no tiene que ver con el conocimiento, ya que nunca afirma nada; se tra­
ta de “seudo juicios”, “seudo proposiciones”, “seudo acontecimientos”. De ese modo, el arte
no es verdadero ni falso, pues no tiene nada que ver con el conocimiento.
7.3.1 v e rd a d y verosim ilitud

Enfoquemos el problema desde dos posiciones concretas: Platón y Aristóteles. El primero


afirma por momentos (no siempre) que la poesía es falsa y una mentira, no solamente por
ser una “copia de la copia”, sino además porque, para Platón, el poeta no conoce aquello de
lo que habla. Así, Homero, el autor de la Ilía d a y la O disea, sería un embustero y un m en­
tiroso.
Si el arte puede ser considerado como mentira e ilusión es porque se asume que dice al­
go y que lo dicho puede ser calificado como verdadero o falso; y si puede ser calificado así es
porque se trata de una proposición sobre el “estado de cosas” o sobre el mundo.
Para Aristóteles, el arte también es mimético; sin embargo, cuando analiza la poesía trá­
gica en su obra Poética señala que el problema tiene que ver más con la verosimilitud que con
la verdad. Esto es, lo importante en poesía es que ésta sea verosímil, no tanto que sea verda­
dera. Por ello es preferible relatar algo verosímil que no haya sucedido (por ende, un relato
“falso”), que algo que haya sucedido, pero que sea inverosímil.
La verosimilitud tiene que ver con la credibilidad: ¿es creíble la historia relatada? La cre­
dibilidad se sustenta en buena medida en la secuencia lógica y el orden de sentido de las ac­
ciones (esto es el “cóm o” de la mimesis: ¿cómo se relata la historia en cuestión?), y no en la
posibilidad de que sean “verdaderas” o de que hayan acaecido. Una historia de extraterres­
tres en Marte puede ser verosímil si las acciones de los personajes son creíbles; en cambio,
una novela policiaca puede ser inverosímil si, por ejemplo, el policía descubre al asesino sin
haber seguido ninguna pista (la secuencia de las acciones sería absurda, es decir, invero­
símil).
En el caso del poema de Aristóteles, el carácter mimético de la poesía no la enfrenta con
el problema de la verdad, sino con el de la verosimilitud, puesto que para este filósofo la m i­
mesis no pretende ser una “copia exacta”, sino una representación transformadora.
El esquema sería así: está el mundo, luego una proposición directa sobre éste (del tipo:
“los pájaros vuelan” o “todos los cuerpos son extensos”), y finalmente el juicio sobre la ver­
dad o falsedad de la proposición. Para Platón la poesía cumpliría con el esquema, pero la
proposición directa sería falsa. En cambio, para Aristóteles no habría una proposición direc­
ta, pues la mimesis es transformación, por lo tanto, tampoco podría haber un juicio sobre la
verdad o la falsedad.
Una metáfora puede ser pensada como proposición indirecta. Por ejemplo, si leemos
literalmente “Aquiles es un león”, ésta sería falsa; pero no se supone que sea leída literalmen­
te, pues es una metáfora y precisamente por ello no predica tal cual que Aquiles sea un fe­
lino, sino que es com o si lo fuera (es decir, que comparte ciertas características con el león, por
ejemplo, el valor). Así, no se puede juzgar simplemente que la proposición es falsa, ya que es
indirecta. Esto es precisamente lo que sucedería para Aristóteles con la poesía.
Si el arte predica indirectamente, eso quiere decir que predica o dice algo del mundo
(he ahí su carácter mimético), y que, aunque lo hace de manera indirecta, no es lo mismo que
asegurar que no dice nada del mundo (ésta es una tesis antimimética que aparece tiempo
después en el horizonte del pensamiento). Que el arte predique indirectamente, ¿se traduce
necesariamente en que su ámbito sea sólo lo verosímil y no lo verdadero, sólo lo ficcional y
no lo “real”?
La verosimilitud es una categoría indispensable, sobre todo en lo que toca a la literatura,
la pintura y la escultura figurativas (por ejemplo, dentro del periodo clásico un retrato no
tenía que ser necesariamente una copia exacta del rey, pero sí tenía que ser verosímil). No se
trata, entonces, de elegir entre verdad y verosimilitud, sino de preguntar si, además de vero­
símil, el arte puede ser verdadero y en qué sentido.
7 .3 .2 Arte y verdad

Este tema, evidentemente, tiene que ver con la teoría del conocimiento y con las diferentes
concepciones de la verdad. Hoy en día es difícil defender teorías rígidas de la verdad y el co­
nocimiento; al contrario, se proponen teorías abiertas que aceptan concepciones plurales y
multívocas, y se reconoce que la verdad y el conocimiento no pertenecen exclusiva ni prio­
ritariamente al ámbito de las ciencias.
Si bien durante siglos la filosofía separó el arte de la verdad, para hacer de la misma filo­
sofía — la ciencia pura y primera— el discurso verdadero por antonomasia, desde el siglo
x ix , con Schelling, Hegel, Nietzsche y el romanticismo, el arte se ha reposicionado en el in­
terior de los sistem as filosóficos. Para estas filosofías, así como para muchas del siglo xx , el
arte es verdadero y ofrece conocimientos sobre el mundo y nosotros.
Para sostener lo anterior hubo que transformar radicalmente las ideas de conocimiento
y verdad, y darle más peso a la creación que a la adecuación. ¿Qué hace nuestro pensamien­
to: se adecua al mundo o lo crea? Adecuarse al mundo quiere decir que el pensamiento se co­
rresponde con las cosas; si yo sentencio que este papel es blanco es porque, de hecho, el papel
es blanco y sólo lo constato y lo expreso con las palabras.
Crear el mundo significa que éste es una construcción humana, comprende sentidos,
significaciones, visiones, percepciones. El mundo es, desde tal perspectiva, un constructo
histórico y no una cosa dada que simplemente está ahí para que adecuemos nuestro pensa­
miento a él.
El arte participa en la construcción y la configuración del mundo al dotarlo de sentidos
y significaciones. Precisamente por ello se convierte en condición de verdad. No se trata de
una verdad como adecuación, puesto que cuando el poeta exclama: “La naturaleza es un tem­
plo en el que pilares vivientes”, o cuando el pintor representa un unicornio, no hay una pre­
tensión de adecuación lineal y directa, sino, más bien, una interpretación.
No podríamos juzgar al poeta equivocado e ignorante porque, obviamente, la naturale­
za no es un templo (una edificación arquitectónica), o decir que el pintor no sabe ver el mun­
do porque los caballos no tienen cuernos. La realidad es mucho más compleja y el ámbito
de la verdad no se reduce a la mera adecuación y correspondencia.

7 .3 .3 La sim ultaneidad de las "ve rd a d e s"

Lo que parece suceder es que convivimos con diferentes tipos de verdades, diferentes inter­
pretaciones del mundo, que no es necesario que se contrapongan, no siempre tenemos que
elegir y quedarnos con una sola visión; la pluralidad enriquece siempre nuestro horizonte.
Veamos un ejemplo y pensemos cuál de las concepciones o interpretaciones es “verdadera”.

¿Por qué anochece?


1. Porque el Sol se pone o se oculta. Esta concepción se deriva de nuestra percepción direc­
ta: el Sol se oculta tras la montaña. ¿Es esto necesariamente “falso”?
2. Porque la Tierra realiza un movimiento de rotación, es decir, gira sobre su propio eje y el
hemisferio en el que estamos queda de espaldas al Sol. Esta interpretación sería la “pro­
piamente científica”. ¿Excluye ésta la anterior?
3. Porque la noche cubre con su manto estrellado la bóveda celeste.

La primera concepción se corresponde con la vida cotidiana, pues es lo que veo y “con­
stato” todos los días, así lo expreso en el lenguaje ordinario; la segunda interpretación no la
Vincent van Gogh,
Noche estrellada sobre
el Rhone, óleo sobre tela,
1888. Museo de Orsay,
París, Francia |© Latin
Stock México.

veo, pero la “sé” porque la ciencia dice que “así es”; la tercera es una interpretación poética.
¿Es la concepción poética “falsa”? ¿Tengo que elegir sólo una? En vez de pensar que hay una
única manera de ver el mundo, podemos considerar que la realidad se nos ofrece de muchas
formas y que, de hecho, convivimos con esta pluralidad. El ejemplo muestra que la experi­
encia cotidiana no se contrapone necesariamente con la científica, y que éstas no son contra­
rias a la experiencia poética. Las tres pueden ser simultáneamente verdaderas pues crean,
configuran e interpretan el mundo y, junto con él, nuestra existencia.
La verdad del arte residiría, así, en su poder — este poder es el resultado de la mimesis—
de hacer de este mundo un mundo humano, es decir, no una suma de meras cosas, sino una
red inconmensurable de relaciones de sentidos e interpretaciones.

7 .3 .4 La m im esis y el desafío del arte contem poráneo

En filosofía, lejos de encontrar posiciones definitivas y sentencias absolutas, encontramos


múltiples perspectivas y consideraciones que nos hacen enfocar y pensar los temas y pro­
blemas desde diferentes concepciones y puntos de vista. No hay “una respuesta” a ninguna
pregunta acerca del arte, así como no hay una sola estética o filosofía del arte. A lo sumo en­
contramos frágiles consensos entre corrientes o escuelas. Pero estos consensos no tardan en
desaparecer, pues la filosofía está siempre en movimiento; los debates aparecen por todas
partes.
En ese sentido, el postulado de la mimesis no es ninguna respuesta; es una perspectiva
cuestionable y debatible. Si bien es cierto que la herm enéutica contemporánea se posiciona
a favor de la mimesis, también lo es que hay otras estéticas “antimiméticas”. De entre estas
últimas destaca la de Arthur Danto, uno de los más importantes representantes de la esté­
tica estadunidense.
Cuando la hermenéutica contemporánea piensa el arte lo hace de la mano de la tradición
filosófica. Esto quiere decir que trata de continuar con las preguntas y los problemas que
dejaron abiertos las estéticas anteriores. Desde Kant, el problema del arte no es un tema ais­
lado sino que forma parte del sistema filosófico en cuestión, es decir, la filosofía kantiana no
se comprende sin su estética, pues sus consideraciones sobre el juicio de gusto y el arte con­
tinúan y refuerzan sus argumentaciones sobre el conocimiento y la ética.
Lo mismo sucede con Hegel, Nietzsche, Marx, Adorno, Heidegger, Gadamer, Zambrano,
Ricoeur, Derrida, Deleuze y demás autores de los siglos x i x y x x , que han hecho de la estéti­
ca una parte medular de sus “sistemas” filosóficos. En estas corrientes, pensar el arte es, antes
que nada, pensar la filosofía — y su historia— como problema, de modo tal que insertan los
cuestionamientos estéticos en un horizonte de reflexión muy amplio y los hacen codepen-
dientes de, sobre todo, la ontología, la teoría del conocimiento y la ética. Esto significa que no
llegan a preguntar por el arte desde el arte, sino desde la filosofía y su historia.
La estética estadunidense procede en otro sentido. Sus reflexiones brotan a menudo de
los cuestionamientos y desafíos que plantea el arte contemporáneo, con el cual se enfrentan
constantemente desde que Estados Unidos se convirtió en el centro del desarrollo de ciertas
artes — sobre todo en lo que toca a la plástica— , desplazando a Europa.
No es lo mismo la estética de Danto, que trata de res­
ponder a las cajas de Brillo de Andy Warhol, que la estética
de Gadamer que intenta contestar a los sistemas filosóficos
anteriores (Heidegger y Hegel, principalmente). Los proble­
mas a los que se enfrentan son muy diferentes y la tradición
de la que proceden también. Esto, evidentemente, hace que
sus estéticas sean muy divergentes, aunque algunos puntos
resultan sorpresivamente coincidentes. Si para Gadamer el
modo de ser de la obra de arte es la mimesis o representa­
ción, con Danto nos encontramos en la era posmimética del
arte. Gadamer afirma la mimesis encarando la historia de la
filosofía; Danto la niega encarando, sobre todo, la historia de
las artes plásticas en el siglo xx .

La plástica ha reaccionado cada vez con más fuerza al


realismo, ha buscado desestructurarlo en todos sus senti­
dos. Frente a la precisión y detalle del realismo, la pintura
comenzó a “desviarse” cada vez más. Primero con el impre­
sionismo, luego el cubismo y el fauvismo, hasta el expresio­
nismo abstracto. La consigna era alejarse de lo mimético, de
Andy Warhol, Caja Brillo la representación literaria (es decir, de la pintura como ilustración de los m om entos cli­
Soap Pads, serigrafía máticos de la literatura) y generar un arte cada vez más libre y menos imitativo, más a favor
en tinta sobre pintura
del color y la forma pura: dejar de decir lo real y que aparezca el color, pues la pintura no tiene
sintética de polímeros sobre
madera, 1964. Museo por qué subordinarse ni copiar lo que hay.
Andy Warhol, Pittsburgh, Un cuadro de Rothko no es figurativo; por ende, no es mimético, no representa nada del
Estados Unidos |© Latin mundo. ¿Qué pueden representar las franjas de color? Según Danto, esto se traduce en que
Stock México.
el arte contemporáneo no se deja ya pensar desde la categoría de mimesis. Sin embargo, tam­
bién es posible afirmar que la intención del arte contemporáneo de pertenecer a una era “pos­
mimética” es más un problema de comprensión filosófico-estética de los términos “mime­
sis”, “imitación”, “reproducción” y “representación”, que el surgimiento de una “nueva era” del
arte, como se deja leer en la tesis de Arthur Danto, Después del fin del arte.
Desde la hermenéutica contemporánea se puede señalar que el cuadro de Rothko repre­
senta y crea una visión del mundo; esto se puede defender con todos los argumentos que se
han analizado. Sin embargo, a la interrogante de qué visión del mundo representa, ya no es
fácil responder. Todavía más, al observar dos cuadros de Rothko (casi todos se parecen mu­
cho entre sí) y preguntarse qué visión del mundo abre uno y otro, sería difícil diferenciar las
visiones de un cuadro a otro. ¿Es acaso que hay que considerar la obra de Rothko como una
totalidad y no preguntar por un cuadro y por otro, sino por todos los cuadros? Difícilmente.
La pintura figurativa (por ejemplo, los cuadros de Frida Kahlo) se presta mejor a la tesis de
la mimesis como representación transformadora que abre y crea visiones del mundo. Es posi­
ble interpretar que un cuadro de Kahlo representa una visión del mundo en términos de dolor
y sufrimiento a partir del cuerpo y, al mismo tiempo, una afirmación de la vida con todo y
ese dolor. Es más, se puede decir, muy nietzscheanamente, que hay una representación de la
vida con todo su placer y todo su dolor.
¿Qué representa el cuadro de Rothko? ¿Ya no representa nada? ¿Ha dejado de ser mimé-
tico? ¿Representa la teoría del expresionismo abstracto y sólo eso, es decir, es una “ilustra­
ción” de cierta teoría del arte? ¿O es acaso que no se tienen los elementos para interpretarlo?
¿Es más fácil interpretar a Kahlo porque es más familiar lo que representa, y lo de Rothko es
muy extraño? ¿Puede la estética responder a estos desafíos del arte contemporáneo? ¿El arte
ha dejado de ser mimético, o bien ha dejado de ser “arte” en un sentido tradicional? ¿Toda­
vía “nos habla” el arte, sobre todo la plástica contemporánea, o ha enmudecido?
Estos problemas y cuestionamientos conducen de la mimesis hacia la interpretación de
la obra, tema que se ve más adelante.

7 .4 c R E A c ió N DE LA O BRA

La posibilidad de considerar al arte desde la mimesis es una perspectiva que pertenece a la


obra; sin embargo, el “fenómeno estético” incluye, además de la obra, al artista. Esta pers­
pectiva nos permitirá enfocar el problema del arte desde quien lo crea.
El problema de la creación es fundamental dentro de la estética, pues plantea algunas
preguntas ineludibles: ¿Quién crea la obra?, ¿cuál es el papel del creador en la conformación
de la obra?, ¿cómo y desde dónde se crea (mimesis o imaginación)?, ¿los contenidos del arte
son determinados por la mente del artista?, ¿el arte dice lo que el artista quiere?
A la pregunta: ¿quién es el o la que crea?, es posible contestar: “yo soy la que crea”. Pero,
¿quién es “yo”? ¿A qué me refiero cuando digo “yo”? ¿Qué es lo que en mí crea: mi mente,
mi razón, mi imaginación, mi espíritu? ¿Qué es crear?
Históricamente el debate sobre la creación y el yo creador se ha desarrollado en dos extre­
mos: “racionalidad” e “irracionalidad”. A partir de ellos se defiende con igual fuerza y con­
tundencia que la creación es un acto racional, consciente y planificado; o bien que se lleva a
cabo desde un estado alterado de conciencia y gracias a la inspiración. Esto conduce a pre­
guntar si la obra es producto del delirio o de la razón.

7.4.1 creación y delirio

Hoy en día una de las ideas arraigadas en el sentido común es que el arte es cosa de locos: el
poeta loco, los artistas bohemios y extravagantes, las actitudes incomprensibles y a veces con­
testatarias. En general, se considera al artista como un marginado social y un inspirado
recubierto por un halo de grandeza.
No es una fama del todo gratuita. Recordemos al poeta Gérard de Nerval caminando
por París arrastrando una langosta como mascota, las actitudes estrafalarias y escandalosas del
pintor Salvador Dalí o la burla contestataria
de Jackson Pollock. El consumo de alcohol y
drogas, así como una imagen estereotipada
(promovida, por ejemplo, por el cine holly-
woodense) ayudan a arraigar la idea de “la
locura del artista”.
¿Hay que estar “loco” para poder crear?
Pensemos que, con igual frecuencia, se ha­
bla del científico loco o del filósofo loco.
La asociación delirio-creación no surge ni
es exclusiva de la sociedad contemporánea.
La fuerza y presencia que tiene esta asocia­
ción en nuestro presente emerge y encuen­
tra su principal impulso en el siglo x i x . Pero
ya mucho antes la filosofía se había pregun­
tado por el delirio y su relación con el arte.
En la antigua Grecia la idea dominante era
que el poeta creaba por inspiración. Crear es
inspirarse, dejar que las ideas “nos lleguen”.
En la actualidad decimos: “Se me ocurrió una
idea.” Cuando tengo una ocurrencia sucede
de repente, sin planificación previa. La idea
llega u ocurre. Si llega a mí, ¿significa que yo
la produje?, ¿de dónde me vienen las ideas?
Para los griegos, el poeta estaba inspira­
do por la divinidad, las Musas, y a esto se le
consideraba un tipo de locura o delirio. En
uno de los Diálogos de Platón, el Fedro, Só­
Henri Rousseau, crates dice antes de pronunciar un bello discurso: “Guiadme, pues, Musas ligeras.”
Autorretrato, óleo Así, para los griegos, no todo delirio tiene una connotación negativa, menos aún si éste es
sobre tela, 1890. Galería
producido por la divinidad. Reconocer la fuerza del delirio y de la inspiración en la creación
Nacional, Praga,
República Checa | quiere decir reconocer que hay una suerte de estado alterado de conciencia, un “estar fuera de
© Latin Stock México. sí”, de no tener el completo dominio de sí mismo. Crear sería algo así como “dejarse llevar”
pero, ¿por qué o por quién se deja uno llevar?
A esto se opone la tesis del control sobre los pensamientos, del poder decidir qué y cómo
lo pienso, de planearlo y organizarlo, de pretender que la propia conciencia — clara, lúcida
y racional— es la única autora de los pensamientos. Hasta cierto punto, el control de sí mis­
mo sería lo racional, mientras que estar fuera de sí sería lo irracional.
En general, Platón considera al poeta como un inspirado; por ende, no sabe lo que hace
ni lo que dice, es un delirante. Esto (además del argumento de la “copia de la copia”) lo lleva
a considerar que la poesía es engaño e ilusión.
En cambio, Aristóteles, al analizar la poesía trágica y descomponerla en todas sus partes,
encuentra un orden y una organización racionales, cierta disposición de las acciones. Como
la poesía es una unidad con una organización coherente de sus elementos, entonces no pue­
de ser producto del delirio ni de la pura inspiración. Hay un “plan racional” detrás de la crea­
ción, que hace al poeta más un conocedor de universales poéticos que un inspirado que se
ha puesto en manos de la divinidad. Se trata de una “racionalización” de la poesía.
Para una parte de la poesía mística cristiana, la creación también se da por inspiración
de la divinidad. Piénsese, por ejemplo, en San Juan de la Cruz y su N oche oscura.
El tema de la inspiración es recurrente a lo largo de la historia y representa casi siem­
pre una oposición entre razón y delirio. Quizá lo más relevante del problema de la ins­
piración es la afirmación de que la propia razón o la propia conciencia no bastan; cuando
se crea, hay algo que rebasa lo que tradicionalmente se ha denominado el “yo” o la “con­
ciencia”. De acuerdo con esta tesis, el artista es un “médium” — se encuentra en medio— ,
una especie de puente entre la obra y el “verdadero creador” de ésta, es decir, lo que está
más allá del “yo”.
Este “más allá” ha cambiado históricamente, y su cambio depende o ha dependido de teo­
rías y concepciones del mundo que rebasan el ámbito de la estética. Un breve recorrido por el
“más allá” nos hará ver las transformaciones históricas. El artista es inspirado por: las musas
(Grecia), Dios (la cristiandad), la Naturaleza (Kant y algunos de los modernos, el Nietzsche
de N acim iento de la tragedia), el espíritu de un pueblo y/o la historia (Hegel), el sueño y el in­
consciente (romanticismo), el inconsciente (Freud). Eso que inspira al artista es lo que reba­
saría y, al mismo tiempo, marcaría los límites del yo y de la conciencia, la cual se revelaría
como insuficiente para poder crear arte. En ese sentido, y en pleno romanticismo, los poe­
tas declaran: “No soy yo el que crea” y “Yo es otro”.
Buena parte del debate moderno que se extiende hasta la época contemporánea sobre
la asociación delirio-creación tiene que ver con la llamada crisis de la razón y con la crítica a la
m o d ern id ad . Esta crítica sostiene que en la m odernidad se ponderó y valoró la razón en
exceso, haciéndola fuente de todo lo bueno y verdadero; recordemos, por ejemplo, la frase
ilustrada: “la razón nos hará libres”. Esto derivaría en una comprensión del ser humano en
términos preponderantemente racionales (y en una asociación simple entre la razón y el
bien, la locura y el mal).
La respuesta de Descartes a la pregunta “¿qué soy yo?: una cosa que piensa”, podría ser
interpretada por esta crítica más o menos en el siguiente sentido: ¿por qué una cosa que pien­
sa y no una cosa que siente? Los sentimientos, las pasiones, los afectos, el cuerpo y la muerte
son desvalorizados a favor de la razón. La crítica haría entrar en crisis la idea de razón y eso
llevó a la afirmación de que el arte y la creación están más allá de la razón, del “yo” y la con­
ciencia. Es entonces cuando comienza a surgir la idea del “genio creador”, por un lado, y, por
el otro, la del “inconsciente” (que encontrará tanta fuerza en la teoría freudiana).

7 .4 .2 el genio creador

La idea del genio creador aparece en la argumentación de la C rítica del juicio de Kant como
aquello que permite dar cuenta del arte. Dentro del sistema kantiano, lo bello no pertenece
al ámbito del conocimiento ni al de la m oral; por ende, se trata de explicar el arte más allá de
estos dos ámbitos. Lo bello es distinto de lo bueno y de lo verdadero.
¿Qué es el arte? Aquello producido por el genio. Esta respuesta de Kant deja ver que la pre­
gunta por el arte se responde aludiendo al creador y ya no a la obra. Esto ha sido llevado al
extremo en el arte contemporáneo, pues se suele justificar que algo es arte porque lo hizo una
persona que se dice a sí misma “artista” o porque es reconocido en un cierto medio como tal.
Así, en lugar de decir que un músico es músico porque hace música, desde la teoría del
genio diríamos que eso es música porque lo hizo un músico. En la primera afirmación, el
centro es la obra, por tanto, preguntaríamos qué es la música/la obra de arte. En la segunda,
el centro es el artista, por tanto, preguntaríamos qué es el artista.
Si, desde esta perspectiva, el artista determina el arte, entonces en lugar de preguntar qué
debe ser tal cosa para ser considerada arte, preguntamos qué debe ser tal persona para ser
considerada artista (y, en consecuencia, que lo que produzca pueda ser denominado arte).
Para Kant el artista es un genio que “nace, no se hace”, es un elegido de la naturaleza, un
“médium” a través del cual “la naturaleza le da su regla al arte”. Justo como sucedía con la
teoría platónica, el artista no puede dar cuenta de lo que hace ni enseñar a otros pues, en úl­
tima instancia, no es él el verdadero creador de la obra. Si Kant termina apelando al genio
creador es porque ésa es la manera en que puede dar cuenta de la libertad del arte y de su
exceso de sentido y significación, lo que impide circunscribirlo en los estrechos límites que
el mismo Kant había delineado para el conocimiento en la Crítica de la razón pura.
El arte rebasa el conocimiento; no está por debajo o es menos, sino que “dice más” y “ge­
nera mucho pen sam ien to”, tanto que no puede encontrar su determinación en los concep­
tos del conocimiento. El genio estaría más allá del “hombre de conocimiento” (en expresión
de Nietzsche).
De ese modo, Kant representa el umbral del romanticismo, movimiento que se enfren­
tará a los ideales ilustrados y modernos. En ese marco, Nietzsche elabora su metafísica del
artista, la cual, antes de ser una apología de la locura, es una feroz crítica a la id ea de razón.
No se trata simplemente de establecer una dudosa — y porosa— frontera entre razón y deli­
rio, sino de reconocer que, antes de ser “sujetos que conocen”, somos “seres creadores”; que
la creación encuentra su raíz no en la conciencia, sino primordialmente en los “abismos de la
vida y de nuestro ser”, puesto que, como dirá Gadamer años después, “somos más ser que
conciencia”.
El artista es, para Nietzsche, aquel que afirma la vida con todo su placer y todo su dolor;
en ese sentido, sería contrario al “hombre de conocimiento” que trata de adecuar y encajo­
nar el mundo en los conceptos generados por el conocimiento. Así, la idea de vida comienza
a cobrar importancia frente a la de objeto de conocimiento.
Como podemos observar, la tesis del genio es la respuesta de cierta filosofía al paradig­
ma del conocimiento y de la ciencia. La respuesta también surgió del lado de la literatura,
que reacciona ante el “exceso de racionalismo” y la homogeneización creciente generada por
la revolución industrial. Mientras Holderlin declaraba en H iperión que “el hombre es un dios
cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, Baudelaire exhortaba: “¡Embriáguense in­
cansablemente! De vino, de poesía, de virtud, de lo que sea.”
En el horizonte del romanticismo se buscaba producir estados alterados de conciencia
para crear más allá de los límites y esquemas del “yo racional”. Pero esto fue en el siglo x ix ;
en el x x , los surrealistas (Dalí, Breton o Giacometti), por ejemplo, buscan en lo onírico y lo
inconsciente la fuente de la creación. Esta rápida mirada por la historia nos hace ver que el
tema del delirio y la creación en su versión moderna y contemporánea es, sobre todo, un cues-
tionamiento a las pretensiones cientificistas y racionalistas, así como un rompimiento de
cánones clásicos en la filosofía y el arte.
Sin embargo, mientras los románticos hablaban de sueño y delirio, surgieron los detrac­
tores. Por ejemplo, para el poeta Paul Valéry la creación no es el producto de una especie de
“sonámbulo enloquecido”, sino de artistas “racionales”, como Da Vinci.
Es posible sostener que la obra de arte requiere del conocimiento de la técnica para ser
elaborada (eso ya lo decía Platón: no basta el delirio, sin técnica no puede haber arte). Desde
esta perspectiva, no basta esperar la inspiración para hacer una obra, lo que implicaría pen­
sar que el artista no trabaja metódicamente ni es un estudioso, tampoco se esfuerza, sino que,
de repente y de la nada, le vienen las ideas y en un instante crea una magna obra.
Si bien frente al esfuerzo se puede ponderar la espontaneidad, la gratuidad, el virtuoso
que simplemente “tiene el don”, el arte también es cosa de técnica, de conocimiento y de
teoría, sobre todo en el arte clásico, ya que en buena medida el contemporáneo ha reaccio­
nado contra la técnica en aras de “mayor libertad” y menor determinación por reglas. En ese
sentido, los detractores del arte contemporáneo argumentan que cualquiera puede dar tres
brochazos y llamarle a eso “pintura abstracta”, o gritar en la calle y decir que ha realizado un
p erform an ce.
Sin embargo, en lo que respecta al arte clásico y a otra parte del contemporáneo, la téc­
nica es esencial. No puede haber arquitectura sin técnica y sin conocimientos, pues por muy
bello que fuera un edificio se derrumbaría si los pesos no estuvieran bien distribuidos. La ar­
quitectura es el arte que muestra con mayor contundencia que la técnica es imprescindible.
¿Quién dudaría que detrás de la música de Bach hay una gran técnica? Lo mismo acon­
tece en la danza de Isadora Duncan, en una pintura de Remedios Varo, en una escultura de
Camille Claudel, en un poema de Sor Juana o en una novela de Virginia Woolf.
Dominio de la técnica, conocimiento de las teorías y de la historia del arte, manejo de
estructuras y elementos de composición, todo eso sabe y hace el artista en muchos casos
para poder crear. ¿Lo sabe el espectador al momento de juzgar la obra o de tener una ex­
periencia estética? Dejemos esta pregunta para el tema de la recepción. Por lo pronto, vea­
mos algunos argumentos más sobre la creación.

7 .4 .3 M ás a llá del creador

¿Delirio o razón? ¿A qué atiende esta pregunta? ¿Interroga sobre el sentido de la obra o so­
bre los procesos mentales del artista? ¿Se trata de dar cuenta del arte o de la “psicología del
artista”? Buena parte de la estética contemporánea — la hermenéutica, por ejemplo— ha
dejado de cuestionarse sobre el acto creador y el creador, pues considera que ese camino
conduce hacia un “psicologismo” que se preocupa y ocupa mucho más por explicar qué pa­
sa en la cabeza del artista que por la obra de arte.
¿Preguntar por el artista me dice algo de la obra? ¿Decidir si el artista estaba en un estado
alterado de conciencia, iluminado o inspirado me dice algo sobre la obra? ¿La obra habla del
artista y sus estados mentales? ¿Don Quijote de la M ancha habla de Don Quijote y Sancho
Panza o de Cervantes?
Desde cierto horizonte de reflexión se considera que el artista vuelca su subjetividad en la
obra y que ésta es el receptáculo de sus afectos y emociones, de sus pasiones e ideas. La obra le
pertenece al artista puesto que es él mismo transpuesto o convertido en arte. De ese modo,
leer Don Quijote de la M an cha es encontrarse cara a cara con Cervantes, y escuchar una pie­
za de Chopin es sentir la tristeza del compositor.
La obra, así vista, es el puente que permite la comunicación entre el autor y el receptor.
De ahí se sigue que comprender la obra es comprender a la persona que la creó, como si el
arte estuviera conformado de fragmentos de biografías. Desde esta perspectiva, la compren­
sión del autor y la reconstrucción de su mente por parte del espectador es fundamental pa­
ra interpretar el arte (por ello el estudio introductorio de muchas ediciones de libros de li­
teratura comienza con la biografía del autor).
Hegel, cuya filosofía señala la fuerza de la comunidad o colectividad en la construcción de
la historia, ya no considera que el arte sea cuestión del individuo singular, sino la expresión
de un pueblo. El artista es el vehículo de los sentimientos y el pensamiento de una cultura, de
la humanidad misma, ya que el individuo no está autoconformado, no se da un ser a sí mis­
mo. En todo caso, su ser es el resultado de la interacción con el mundo y con los otros (como
dice Ricoeur, el “yo” se forma después del “tú”). Esto es justo lo que se manifiesta en el arte:
no una individualidad, sino una colectividad. En ese sentido, leer El Quijote no es enfrentarse
a Cervantes, sino a una época que habla por medio de Cervantes (el artista como médium).
A partir de estas consideraciones, el artista deja de ser relevante, pues, como afirma Hei-
degger, es solamente un paso hacia la construcción de la obra. Lo fundamental es la obra
Alexandre Gabriel
Decamps, Don Quijote
y Sancho, óleo sobre tela,
siglo x v i i i . Museo de
Bellas Artes, Pau, Francia |
© Latin Stock México.

misma y, por supuesto, la historia, el contexto, la comunidad, el espíritu de un pueblo. Des­


de ahí, Gadamer se centrará en la obra (como representación de una visión del mundo) y su
recepción. Lo que ya no entra en el análisis es el autor ni la psicología del artista; el problema
del genio creador pierde su pertinencia dentro de la teoría, aunque se queda arraigado en el
sentido común y en la vida cotidiana, en los que se defiende que el arte es cosa de genios e
inspirados. El problema del autor tiende a deslizarse hacia el problema del análisis y la com­
prensión de la obra. Es tiempo de reflexionar sobre la recepción.

7.5 RECEPCIÓN DE LA O BRA

El problema de la creación de la obra conduce directamente hacia el tema de la recepción,


que constituye la tercera perspectiva para abordar el “fenómeno estético”. La primera fue la
obra de arte; la segunda, la creación. Con el problema de la recepción enfocamos las pre­
guntas de quién recibe la obra y cómo la recibe.
Este tema permite analizar ciertos cuestionamientos clave dentro de la estética, tales co­
m o: ¿Quién es el espectador?, ¿qué papel juega el espectador en el fenómeno estético?, ¿la
recepción aporta algo a la obra o ésta es autosuficiente e independiente de los espectadores,
las interpretaciones o los juicios de gusto?, ¿qué hace la obra al espectador?, ¿cuál es la in­
cidencia del arte en quien lo recibe?, ¿cuál es la influencia moral y política del arte?, ¿qué
hace el juicio de gusto cuando juzga la obra?, ¿qué significa juzgar una obra como “bella” (o
“fea”)?
7.5.1 El arte y sus posibles efectos

¿Qué hacemos con el arte? ¿Qué hace el arte con nosotros? Estas preguntas nos sugieren que
el tema del arte no se agota en el problema de la obra ni en el del autor, sino que además
apunta necesariamente hacia la recepción, pues el arte no está simplemente ahí, sino que es
recibido por un espectador. Reparar en el espectador es hacerlo simultáneamente en los
efectos y en la incidencia de la obra, los cuales no son irrelevantes. Un buen ejemplo de su
importancia es la presencia constante de la censura, ejecutada por “motivos éticos y m o­
rales”, e incluso “políticos”.
Tan fuerte puede ser el efecto del arte en el espectador que el Estado se preocupa por cen­
surar aquello que no considera “conveniente” para su ciudadanía. Desde este esquema, no
sorprende enterarnos que tal película fue proyectada con “cortes”, o bien, que ciertas mani­
festaciones artísticas no lleguen al país porque fueron censuradas. Sobra decir que entre más
intolerante y autoritario sea un Estado, mayor será la censura impuesta al arte.
Si se prohíbe el arte es porque se teme el efecto que pueda tener. Este temor va acompa­
ñado de una humillante desconfianza por parte del Estado y de ciertos grupos de poder
hacia las personas, ya que se decide y elige por ellas qué pueden ver, leer o escuchar (como si
fueran menores de edad). Los temas de la intolerancia y la represión son objeto de estudio
de la filosofía política. Aquí nos centraremos en los efectos y la recepción del arte, sin dejar de
mencionar que la censura ha llegado a extremos que incluyen el encarcelamiento e incluso
el asesinato de artistas, la quema pública de libros, el cierre de museos, algunos linchamien­
tos y otras atrocidades que, desafortunadamente, no pertenecen sólo a un pasado remoto ni
tampoco nos son ajenos.
En la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos se establece lo siguiente:

Artículo 6°. La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o
administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, los derechos de tercero, provo­
que algún delito o perturbe el orden público; el derecho a la información será garantiza­
do por el Estado.
A rtículo 7°. Es inviolable la libertad de escribir y publicar escritos sobre cualquier materia.
Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura, ni exigir fianza a los autores
o impresores, ni coartar la libertad de imprenta, que no tiene más límites que el respeto
a la vida privada, a la moral y a la paz pública. En ningún caso podrá secuestrarse la im ­
prenta como instrumento del delito.

7 .5 .2 Arte y m oral

Platón consideraba que la poesía tiene un importante efecto sobre los espectadores, sobre
todo en lo que toca a la moral. La poesía representa acciones que pueden ser objeto de un
juicio moral, es decir, que pueden ser consideradas como moralmente buenas o malas. Sin
embargo, dentro del engaño en que consiste el arte — para Platón— bien puede presentar­
se lo malo como bueno y lo bueno como malo, o representarse a los dioses haciendo cosas
“inmorales”. El espectador que no conoce el bien puede “confundirse” y, en consecuencia,
creer que los modos de vida expresados en la poesía son modelos de acción a ser imitados.
Por ende, para Platón, la poesía ha de ser filtrada por una “censura filosófica” que sólo deje
pasar aquello que concuerde con los ideales filosóficos (platónicos).
Hoy en día esto equivaldría a decir que una película violenta y sangrienta — por ejemplo,
Kill B ill de Quentin Tarantino— puede “confundir” al espectador y hacerle pensar y creer
que un buen modo de vida incluye tener una espada y descuartizar enemigos, por lo que,
después de verla, comprará una espada y saldrá inmediatamente a la calle a matar gente.
Ciertamente, el arte influye en el espectador, pero ¿lo hace en el sentido arriba descrito?
¿Desde dónde plantear la relación entre el arte y la moral? En primera instancia es posible
afirmar que la fuerza y el impacto que puede tener una obra en el espectador se debe al po­
der de ilusión del arte, a la capacidad de hacer parecer y aparecer hasta el punto de alcanzar
a construir un “heterocosmos”, es decir, un mundo diferente a aquel en el que se desarrolla
la existencia cotidiana.
La obra de arte irrumpe en la cotidianidad, abre y funda tal heterocosmos en el cual se
inserta el espectador; aunque, más que insertarse, el espectador es absorbido por la represen­
tación. Contempla y se “deja llevar”, involucrándose en lo que allí se representa, participando
afectiva y reflexivamente. El espectador no se mantiene al margen ni contempla desintere­
sadamente; por el contrario, sufre y se conmueve, se regocija o se acongoja, emite juicios
morales, estéticos y epistémicos. El espectador piensa y siente aquello que se representa en
la obra y lo hace desde el universo de creencias y valores que posee; esto es, todo espectador se
enfrenta a la obra desde la visión del mundo que lo constituye, la cual, gracias a la mimesis,
es puesta en cuestión y en consideración. Enfrentarse a la obra es, en ese sentido, enfrentarse
con uno mismo.
Si la obra abre y funda un heterocosmos es difícil sustentar una neutralidad moral, in­
cluso si se trata de pintura abstracta, pues ésta puede despertar pasiones y afectos. El espec­
tador reacciona frente a la obra tam bién moralmente, pues no puede evitar hacer valora­
ciones y juicios. Si lo evitara, entonces no se dejaría llevar por la representación, sino que
mantendría una distancia — incompatible con la experiencia del arte— y rompería la ilu­
sión del mundo de ficción. Por ejemplo, si en el cine una espectadora se dijera a sí misma
constantemente: “Estoy sentada en una butaca observando una película que representa un
mundo de ficción”, o bien, “el héroe no está muerto porque en realidad es un actor que sólo
ha fingido su muerte”, entonces no habría experiencia del arte.
Involucrarse en la representación es, según lo dicho, juzgar y valorar; en eso también
consiste el efecto sobre el espectador. ¿Qué es lo que se juzga: la obra o lo que allí se repre­
senta? ¿Qué sucede si una obra representa algo con lo que yo no estoy de acuerdo, o algo que
va en contra de mis creencias y valores? Desde una perspectiva platónica, es posible “conde­
nar” el arte por motivos morales. Desde una perspectiva aristotélica, lo que se juzga, en todo
caso, son las acciones de los personajes (en la narrativa) y sólo eso. En la tragedia de Sófocles
Edipo rey, como sabemos, Edipo mata a su padre. Ésta podría ser una acción moralmente
condenable y frente a la cual el espectador reaccionaría. Pero, ¿qué es lo que podría condenar
tal espectador? ¿La obra Edipo rey, a Edipo como personaje de ficción, o a Sófocles? Si bien
la obra presenta a Edipo como asesino, en el contexto de la trama esto tiene muchos senti­
dos y significados que hacen que el texto sea una compleja visión del mundo, abierta a un
sinfín de interpretaciones por parte del receptor. Pero, ¿qué quiere decir interpretar?

7 .5 .3 Sobre la interpretación y la obra

¿Qué sucede cuando nos enfrentamos a una obra? La obra está ahí a la espera de que el es­
pectador acepte el desafío que le presenta, esto es, la obra pide ser comprendida e interpre­
tada, pues, como señala Gadamer, el texto sólo existe en su lectura. La obra sólo alcanza su
cumplimiento, su realización, en la interpretación.
Pero, ¿no es acaso que la obra simplemente está ahí de manera independiente del especta­
dor? ¿Qué significa que la obra sólo sea cuando es interpretada? Desde ciertas perspectivas,
lo esencial es la obra misma y la recepción carece de importancia; es decir, lo importante
sería la escultura o el edificio, que permanecen a lo largo del tiempo y frente a los cuales
pueden deambular millones de espectadores que van y vienen, pero las obras permanecen
incólumes, al igual que su sentido, pues la obra se basta a sí misma. Así, se puede decir que
frente a las miles de ejecuciones de la N ovena sinfonía de Beethoven, lo que cuenta es la par­
titura, lo original, la obra verdadera.
De cara a tales consideraciones, otras corrientes defienden la relevancia de la interpreta­
ción y la comprensión como elementos constitutivos de la obra. Esto significa que, si bien la
catedral Notre-Dame está ahí, también es cierto que sus sentidos y significaciones se ven
alterados y aumentados por las interpretaciones. Por ejemplo, la vemos con ojos distintos
después de haber leído la novela de Victor Hugo El jorobado de Nuestra S eñora, que tiene a
Notre-Dame como escenario principal de las acciones; o después de haber visto el cuadro
de Louis David sobre la coronación de Napoleón (la cual se llevó a cabo en Notre-Dame);
o luego de leer que durante la Revolución francesa los revolucionarios no quemaron esta
iglesia (como sí lo hicieron con muchas otras), pues la consagraron a la “Diosa Razón”. Fi­
nalmente, si a todo esto agregamos el conocimiento de las transformaciones arquitectónicas
que dieron lugar al estilo gótico y el estudio de la compleja simbología de los elementos es­
tructurales y decorativos de Notre-Dame, entonces aparecerá ante nuestros ojos un edificio
cargado de una multiplicidad inabarcable de sentidos y significaciones históricos.

Jacques-Louis David,
La coronación de
Napoleón, óleo sobre
tela, 1805. Museo del
Louvre, París, Francia |
© Latin Stock México.

Desde esta perspectiva, la obra es inseparable de sus interpretaciones, y desde ahí se pue­
de postular, como señala Ricoeur, que “explicar más es comprender m ejor”. Esto es, que la
obra, lejos de ser apreciada inmediata y espontáneamente por el espectador y sin requerir nin­
gún conocimiento previo, se le presenta al intérprete como un desafío para el cual ha de ad­
quirir aquellos conocimientos que le permitan comprenderla. ¿Cuántas veces hemos tenido
esta experiencia? Entre más se sabe, más se puede comprender la obra y más elementos se
tendrán para interpretarla.
Las interpretaciones son históricas, se van dando a lo largo del tiempo; unas perma­
necen mientras otras desaparecen, lo que provoca que la obra se transforme históricamente:
El Quijote que se lee hoy no es el mismo que se leyó en el siglo x v i i i ni en el x i x , puesto que el
texto ha devenido y ha sido tanto una parodia de relatos de caballería, como el despliegue
de un ideal romántico basado en el sueño y la locura, como la muestra de complejísimas
estructuras narrativas.
Las interpretaciones del texto se apropian de éste y rebasan al autor y su intencionalidad.
La obra deviene aquello que los espectadores-receptores hacen de ella a lo largo del tiempo,
por eso es posible decir que el arte depende de su recepción y que, en ese sentido, aparece
como inagotable. ¿De cuántas maneras se puede interpretar una obra sin traicionar su sen­
tido, esto es, sin transgredir ciertos límites de la interpretación? Por ejemplo, en el caso de
D on Quijote de la M ancha la transgresión sería afirmar que se trata de una novela sobre una
invasión de seres extraterrestres.
En esto coinciden muchas estéticas contemporáneas: la obra está abierta y a la espera de
las transformaciones que provendrán de la recepción. La recepción, por su parte, es plural,
multívoca e histórica, y se revela tan inagotable como la obra misma. Parafraseando a Ga-
damer, podemos afirmar que la obra de arte siempre es más: más de lo que el autor la hizo
ser, más de lo que la obra es por sí misma, más de lo que cualquier interpretación pueda de­
cir sobre ella; es un fenómeno abierto, inabarcable y que deviene constantemente.

7 .5 .4 Sobre la interpretación y el receptor

Si la obra se transforma con la interpretación, ¿lo hace simultáneamente el intérprete-recep­


tor-espectador? La recepción es parte de la obra, ¿es la obra parte del receptor? Volvamos a
preguntar qué nos hace el arte.
En la Crítica del juicio, Kant afirma que el juicio de gusto no dice nada sobre el objeto, sino
sobre el sujeto que lo emite, es decir, que cuando alguien dice “X es bello”, no está realizando
ninguna afirmación sobre “X ”, sino sobre sí mismo.

David Alfaro Siqueiros,


Los revolucionarios,
pintura mural con
piroxilina, 1957-1966.
Museo Nacional de
Historia, ciudad
de México, México |
© Latin Stock México.
El marco principal del juicio de gusto kantiano no es el arte, sino la naturaleza. Lo que in­
teresa resaltar aquí es que el juicio recae sobre el sujeto, pues lo que juzga es el modo en que
el sujeto se representa en el objeto. El centro del sistema kantiano es el problema del cono­
cimiento y, debido a ello, lo que juzga el juicio de gusto es la manera en que operan las facul­
tades cognitivas del sujeto y no las cualidades o atributos del objeto que lo harían bello. En
suma, el juicio juzga al sujeto, es decir, el modo en que operan sus facultades cognitivas.
Este tema será central para las estéticas posteriores. Para Schiller el juicio también se vuel­
ca sobre el sujeto, sólo que, en su caso, el problema central ya no es el conocimiento; para él,
aquello que le hace frente al espectador en el objeto bello es la apariencia de libertad.
Por otra parte, para Hegel la obra de arte es la manifestación de un pueblo, de una cultu­
ra. En el arte expresamos lo que somos, lo que hemos sido, lo que hemos querido ser. Para
este autor, el presente no se forma ni se comprende al margen del pasado, pues lo que es hoy
depende de lo que ha sido. ¿Cómo comprender lo que somos al margen de la Revolución
francesa y la industrial, de la guerra de Independencia y la Revolución m exicana? No
olvidem os que si hoy en Occidente nos podemos comprender casi “inmediata” y “natu­
ralmente” como individuos con inalienables derechos humanos y civiles es gracias a un largo
camino recorrido que forma parte de la historia de los pueblos. Las identidades personales,
culturales, grupales y nacionales están conformadas por un entrecruzamiento de pasado y
presente. Si nos hemos expresado en el arte, ¿no será también en el arte — aunque no exclu­
sivamente— donde podemos encontrarnos y reencontrarnos, conocernos y reconocernos?
Si comprender lo que somos (y lo que creemos, queremos y pensamos) depende de la com­
prensión de lo que hemos sido, entonces el arte, gracias a su fuerza única de expresión y a
su contundente vehemencia, se revela como una ventana privilegiada que nos muestra a no­
sotros mismos desde distintas perspectivas. Presentación de nosotros mismos, con todo lo
que eso significa, ésa es la experiencia del arte en términos hegelianos, y no solamente hege-
lianos, pues esta relación entre el arte y la historia la heredan las estéticas contemporáneas,
entre ellas, la hermenéutica.
Si el arte es, para muchas filosofías, el espejo más íntimo de lo humano, ¿cómo habría de
dejarnos inalterados la experiencia del arte? Tras haberse mirado de frente, tras haber con­
templado la humana existencia con todos sus horrores y todos sus placeres, no se puede se­
guir siendo la misma persona de antes. Sobra decir que esta concepción del arte está directa­
mente vinculada con el tema de la mimesis.
Así como la obra de arte y las interpretaciones sobre ésta se revelan inagotables, también
nosotros nos descubrimos inagotables, nos hacemos y rehacemos en un proceso en constante
transformación. Dicha transformación se juega también en el terreno del arte, por eso la ex­
periencia del arte termina por ser constitutiva de nuestro ser, el cual no sólo se ve modificado,
sino también expandido: somos más después de habernos enfrentado al arte, comprendemos
más, sentimos más, vemos el mundo con otros ojos. El arte, decía Kant, genera mucho pensa­
miento; genera también muchos afectos, y con eso y desde eso vamos haciendo nuestra vida.
Para retomar una pregunta planteada al inicio: ¿qué pasa si no estoy de acuerdo con
la visión del mundo que me presenta una manifestación artística? El arte abre y funda dis­
tintas visiones del mundo. Comprender aquellas con las que no concordamos es también
comprender lo que somos, pues, siguiendo a Gadamer, toda acción de comprender es
un comprenderse; el arte es creación y comprensión del mundo, creación y comprensión
de nosotros mismos. Como dijo María Zambrano en su ensayo M isericordia: “Todo
puede suceder, porque nadie sabe nada, porque la realidad rebasa siempre lo que sabemos
de ella, porque ni las cosas ni nuestro saber acerca de ellas está acabado y concluso, y por­
que la verdad no es algo que esté ahí, sino al revés: nuestros sueños, nuestras esperanzas
pueden crearla.”
g l o s a r io
[En el texto estas palabras se indican en azul]

Accidente y Sustancia: Conceptos que se utilizan en la metafísica tiene poderes o cualidades que se consideran fuera de lo “nor­
para indicar cómo cambia el mundo. El accidente se refiere a mal” o excepcionales, y por ello puede ser un líder.
todas aquellas cualidades y características de una cosa que cam­ Círculo de Viena: Fue fundado en 1922; sus integrantes tenían co­
bian y están sujetas a modificación, mientras que la sustancia mo propósito desarrollar una concepción de la ciencia funda­
es lo que permanece a través del cambio. A partir de esta distin­ da en la lógica y en la experimentación (por ello, a su concep­
ción, la metafísica señala que lo que realmente existe es siem­ ción de la ciencia se le conoce como empirismo o positivismo
pre la sustancia, sobre la cual reposan los distintos accidentes. lógico). A partir de la distinción entre ciencia y filosofía, decla­
Arte figurativo: Se entiende aquel arte (particularmente pintura y raron la invalidez científica de la metafísica en la medida en que
escultura) que representa figuras: un cuerpo humano, un ca­ sus afirmaciones no pueden ser verificadas (como es el caso,
ballo, una flor. En cambio, por arte abstracto se entiende aquel por ejemplo, de la afirmación: “el alma es incorpórea e inmor­
(particularmente pintura y escultura) que no representa figu­ tal”) . Para los integrantes del Círculo de Viena, la ciencia es un
ras, sino franjas de color, manchas de pintura. saber de método experimental que construye teorías científi­
Autocracia: De acuerdo con Kelsen, es la forma de gobierno en la cas estructuradas mediante deducciones lógicas; la ciencia em­
que las normas que rigen a la sociedad se producen de mane­ pírica constituye el modelo más acabado de la racionalidad
ra heterónoma, es decir, los destinatarios de las normas no par­ humana y el medio más fiable de conocimiento del mundo
ticipan en su creación. Para hacer referencia a esta forma de natural.
gobierno, el término que actualmente prevalece es el de dicta­ Concepción referencialista del lenguaje: Teoría acerca del origen
dura. y el uso del lenguaje que supone que este último surge como
Axiología: Teoría del valor o de lo que se considera valioso. La axio- una necesidad de comunicar a los demás las imágenes menta­
logía se encarga del estudio de seis problemas capitales: 1) el de les que representan las cosas que hay en el mundo. El lenguaje
la esencia del valor: ¿qué son los valores?; 2) el del conocimien­ es entendido como un conjunto de signos ortográficos y fo­
to de los valores: ¿cómo se conocen los valores?; 3) el de la cla­ néticos que señalan a los objetos que existen en el mundo.
sificación de los valores: ¿cuántas clases de valores hay?; 4) el Conciencia: Saber algo o tener una experiencia y darse cuenta de
de la valoración: ¿en qué radica la positividad o negatividad de ello. En sentido estricto, la conciencia es exclusiva de los seres
algo?; 5) el de la jerarquía de los valores: ¿hay algunos valores humanos y es la capacidad de representar o conocer tanto el
que sean mejores que otros?, y 6) el de su realización: ¿cómo mundo que le rodea como a sí mismo (en cuyo caso se llama
pueden llevarse a cabo? autoconciencia). La conciencia se caracteriza por la reflexión,
la intencionalidad y la unidad del sujeto que es consciente.
Carismático: La palabra carisma remite a la capacidad que tiene Constructivismo social: Corriente inspirada en el denominado
alguien de influir en otras personas dada una especial cualidad programafuerte para una sociología empírica del conocimien­
de atraer su atención y admiración. Una persona carismática to científico que surgió en la década de 1970. Sostiene que los
resultados teóricos o prácticos de la ciencia son socialmente para la cual el lenguaje es la herramienta usada por una ins­
construidos, es decir, que en su realización intervienen diver­ tancia más alta (Dios, la sustancia o la mente) para describir el
sos factores sociales contingentes e históricos (y, a veces, aza­ mundo, y b) la concepción ontológica, que considera al lengua­
rosos). je como punto de partida desde el cual todo objeto y evento se
comprende.
Empatía: Concordancia entre el ser de una cosa y la manera como
la siente un sujeto. Cuando la concordancia se da entre los sen­ Ley: Norma jurídica dictada por la autoridad competente (el legis­
timientos de dos sujetos se llama simpatía. lador). En una ley se ordena, prohíbe o permite algo a los miem­
Estoicismo: Movimiento filosófico de la antigua Grecia cuya in­ bros de una sociedad. En este sentido, es una norma que rige
fluencia perduró hasta la caída del imperio romano. Su preo­ nuestra conducta social.
cupación básica fue la ética. ¿Cuál es el modo de vida que debe Libertad: Capacidad para actuar de acuerdo con la propia decisión
vivirse? La respuesta que dieron los estoicos a esta pregunta y poder escoger una conducta de entre diversas conductas po­
fue: un modo de vida acorde a la razón, creado a partir de la sibles. Hay diversas clases de libertad dependiendo del ámbito
conciencia del lugar que ocupamos en el universo. en el que se toma la decisión, como pueden ser la libertad mo­
Existencia: Aquello que, junto con la esencia, determina a todo en­ ral, la social, la política o la económica.
te y significa que algo es, que una cosa es. También indica “ac­
tualidad”, presencia de algo en la realidad. Mimesis: Palabra griega que significa representación, copia, re­
producción, imitación. La tesis del arte como imitación de la
Falsabilidad: De acuerdo con Popper, las teorías científicas son naturaleza constituyó el centro de la filosofía del arte de los si­
enunciados de cualidad universal cuya verdad nunca puede de­ glos x v i al x v i i i . Posteriormente, la tesis central sería la del ar­
mostrar mediante un procedimiento inductivo, pero cuya te como representación.
falsedad sí puede mostrarse mediante la refutación o falsación Monocracia: Un único centro de poder; su opuesto es lapolicracia:
de sus afirmaciones empíricas. muchos centros de poder. Las sociedades contemporáneas se
caracterizan por ser policráticas, es decir, que el Estado no es el
Hecho científico: Fenómeno de la naturaleza interpretado o cons­ único centro de poder, aunque sea el que tenga el monopolio
truido por una hipótesis científica. El hecho científico implica de la violencia legítima.
una “observación” dirigida teóricamente, con carga teórica; no Moral: Generalmente alude al conjunto de usos y leyes que el ser
es la simple percepción de un suceso o fenómeno. humano acepta como obligatorias en la convivencia con los de­
Hermenéutica: Línea de pensamiento muy influyente en la filoso­ más. La moral tiene su manifestación en el lenguaje imperati­
fía actual que sostiene que la manera básica con la cual nos re­ vo, ya que se expresa en normas, juicios y valoraciones. En este
lacionamos con el mundo es por medio de la interpretación y sentido, se dice que es “prescriptiva”, es decir, expresa obligacio­
no por el conocimiento teórico, es decir, que para poder com­ nes, lo que se debe hacer. La ética es el área de la filosofía que se
prender un objeto o una situación, previamente tenemos que encarga del estudio de la moral.
interpretar el contexto en el que aparece ese objeto o situación. Mundo: La filosofía contemporánea no entiende este concepto co­
Asimismo, subraya la naturaleza histórica y lingüística de nues­ mo el conjunto total de cosas existentes que nos rodean, sino
tra experiencia del mundo. el orden que nos permite orientamos entre las cosas y que las ha­
ce aparecer como parte de un todo coherente. Al respecto hay
Juegos del lenguaje: Manera en que se emplean las palabras para dos posiciones básicas: a) la que supone que ese orden es inde­
realizar distintas acciones dentro de una comunidad. El juego pendiente de nosotros y que, por lo tanto, nos limitamos sólo
del lenguaje tiene dos características básicas: a) es social, por­ a descubrirlo, y b) la que considera que las coordenadas que
que solamente tiene existencia en las relaciones que estable­ conforman el mundo son impuestas por nuestra propia con­
cen los seres humanos entre sí para entenderse sobre algo del ciencia.
mundo, y b) es autorreferencial, porque fuera de esa relación
social no hay ningún criterio que indique cuál sería el uso co­ Necesidad: Remite a aquello que es inevitable, que no puede ser de
rrecto del juego de lenguaje. otra manera. Su contrario, contingencia, remite a aquello que sí
puede evitarse y ser de otra manera.
Lenguaje: Desde el punto de vista filosófico no hay un consenso Nominalismo: Postura filosófica que señala que sólo tienen exis­
claro para tematizar el lenguaje; sin embargo, es posible iden­ tencia las cosas particulares, y que los nombres generales (co­
tificar dos posturas básicas: a) la concepción instrumentalista, mo el perro, el hombre, la casa) son únicamente abstracciones
que reúnen características generales mediante las cuales nos re­ Revolución científica: Si bien un paradigma científico aglutina a la
ferimos a grupos de individuos. comunidad científica y consolida un amplio consenso teórico
dentro de ella, cuando surgen anomalías que el paradigma
Paradigma científico: De acuerdo con Kuhn, es el conjunto de vigente no puede resolver del todo comienzan a surgir alterna­
compromisos y acuerdos compartidos por una comunidad tivas teóricas o experimentales que tratan de abordar los pro­
científica. Comprende creencias, valores, técnicas y prácticas, blemas desde otras perspectivas. Con ello, la comunidad cien­
métodos de investigación y prueba, concepciones del mundo. tífica entra en controversia y, a veces, compite en bandos para
Asimismo, es el resultado de una nueva solución a un proble­ lograr convencer y demostrar que uno u otro paradigma es
ma científico, un logro excepcional que inicia un nuevo cami­ el correcto. La revolución científica se produce propiamente
no de investigación. La noción de paradigma implica que la cuando el nuevo paradigma logra el consenso de la comuni­
ciencia es una actividad que lleva a cabo una comunidad de dad científica.
científicos en un contexto social e histórico concreto.
Técnica: Sistema de acciones humanas que está orientado a trans­
Razón: En términos generales, a lo largo de la historia del pensa­ formar objetos de manera eficiente con el fin de obtener deter­
miento, la razón se ha descrito como aquella facultad que nos minados resultados que se consideran valiosos.
distingue a los seres humanos como especie, aunque siempre Tradición de investigación: Sistema de creencias derivadas de teo­
han existido desacuerdos al momento de plantear en qué con­ rías aceptadas como válidas y de problemas científicos consi­
siste esa propiedad. Cabe identificar dos visiones básicas: la derados relevantes para una comunidad. La tradición tiene al
sustancialista y la procedimental. La primera supone que la ra­ menos dos componentes: 1) un conjunto de creencias acerca
zón es una cosa cuya existencia es tangible y que nos permite de qué tipo de entidades y procesos constituyen el dominio de
pensar (de la misma manera, por ejemplo, como el nervio óp­ investigación, y 2) un conjunto de normas epistémicas y meto­
tico nos permite ver). La segunda, en contraste, supone que dológicas acerca de cómo tiene que investigarse ese dominio.
la razón es un procedimiento, un conjunto de reglas que, de­ Tradicional: Remite a todo lo que una generación hereda de las an­
pendiendo de la manera en que estén ordenadas, nos permite teriores y que, a su vez, pasará como herencia a las que le si­
pensar temas y asuntos distintos. guen. Los valores, creencias y costumbres de una comunidad
son sus tradiciones.

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